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Neoliberalismo y “abuso policial”

El incremento de los discursos securitarios que se benefician de la producción sostenida del


miedo, conlleva la profesionalización del personal policial en tareas no solo tradicionales, sino
anti-terroristas y contra-insurgentes (véase la militarización del sur de Chile o las poblaciones
estigmatizadas por el narcotráfico, por ejemplo). El policía contemporáneo parece estar cada
vez menos preocupado de la paz y el orden y cada vez más abocado a su guerra contra el
crimen, una guerra urbana con altos costos colaterales.

Por Sergio Villalobos Ruminott / 18.06.2018


En www.eldesconcierto.cl

Cómo entreverarnos con la brutalidad policial contemporánea. Con los más de 500 niños asesinados
por los Escuadrones de la muerte en Río de Janeiro durante los años 1990; con la innegable
participación del ejército y la policía mexicana en la serie infinita de crímenes contra la población
civil, siendo la matanza de Ayotzinapa uno entre muchos ejemplos, en los últimos años; con la
activa disposición criminalizante de la policía norteamericana en relación a la población
afroamericana y la producción sistemática de víctimas gracias a una concepción racializada del
orden y la seguridad; con la brutalidad sin límites de la policía federal argentina que suplementa con
la fuerza las reformas expropiadoras del gobierno de Mauricio Macri; y, también, cómo no, con los
excesos innegables de la policía chilena respecto a los movimientos estudiantiles, de mujeres, de
pobladores precarizados por el sistema económico, de inmigrantes, en un contexto local donde
todavía se aprecia la mancha imborrable de haber participado activamente en la represión y en los
crímenes de la dictadura, resaltada últimamente por el develamiento de una “cultura” del fraude y la
malversación que ha alcanzado alrededor de 28.000 millones de pesos.

¿Se trata acaso de un exceso, de una exageración, o de un cambio en la función histórica de la


policía, de una radicalización de su condición estructuralmente excepcional?

En su devastadora novela, The Kindly Ones (Las benévolas, 2006), Jonathan Littell apuntaba a la
forma en que la conscripción obligatoria del servicio militar suponía también la conculcación de un
derecho humano fundamental: el derecho a no matar. De hecho, todos los argumentos que justifican
la necesidad del ejército profesional moderno están basados en la obliteración de tal derecho,
obligando a los jóvenes conscriptos a convertirse en agentes de un mandato surgido de la relación
entre soberanía y crueldad, disfrazada bajo el supuesto monopolio estatal de la fuerza y la violencia
como condición del orden social.

El ejército, pero también la policía, cumplen así una función ejecutante que consiste en implementar
la ley (ese es su mandato), a partir de un principio sacrificial que consiste en suspender el derecho
para preservar el derecho. Ya sea mediante la declaración de guerra (véase la larga tradición de la
guerra justa, por ejemplo) en defensa de la soberanía nacional; ya sea mediante la implementación
del control policial como mecanismo destinado a conservar el orden. Dicho principio sacrificial
tiene una clara raíz teológica, según el brillante análisis del filósofo franco-argelino Jacques Derrida
(La pena de muerte, 2012), que se expresa en la condición mítica del derecho en los modernos
estados occidentales. En este sentido, si el ejército constituye una institución central para establecer
las condiciones de posibilidad de los procesos de acumulación, la policía refuerza esas condiciones
mediante su control y vigilancia permanente, lo que la instala en un lugar ambiguo (ignominioso
decía Walter Benjamin a principios del siglo XX) pues a ella le cabe el papel de ser la ejecutora de
un tipo de violencia basada en una ilegítima expropiación del uso de la fuerza bajo la ficción del
contrato social, ficción que solo retrospectivamente le otorgaría legitimidad.

En este sentido, la policía como juez y como verdugo, encarna la ficción soberana moderna que
consiste en la invención de un pacto inmemorial que garantizaría el orden, naturalizándolo. Nunca
nadie asistió a su firma, pero sería dicho pacto el que nos permite distinguir entre usos legítimos de
la violencia (cuyo monopolio le pertenece al estado y, esencialmente, a la policía como aparato de
estado) y usos ilegítimos o privados de ella. Habiendo sido investida con esta facultad, la de
suspender la ley en nombre de su propia conservación, le cabe a la policía entonces la ignominia de
la excepcionalidad. La violencia policial tiene así, como fundamento último, no una
excepcionalidad puntual, sino la constitución estructuralmente excepcional del orden jurídico
moderno, que le garantiza a ésta el monopolio de la fuerza. Según este mecanismo auto-
inmunitario, no hay crimen policial al usar la fuerza porque dicha posibilidad es constitutiva de su
propia función.

Esto significa, en otras palabras, que la crítica de la violencia policial no puede ser hecha en
términos de un desajuste con respecto al derecho, en términos de su posible instrumentalización
para fines ilegítimos, o apelando a su corrupción (aunque mucho de eso todavía subsista),
precisamente porque estas críticas no entienden la función gubernamental de la policía como
institución abocada al gobierno de los vivos. Es como si la policía estuviese investida con un aura
mágica que le permitiera torcer la ley según su propia conveniencia, precisamente porque la
conveniencia de la policía coincidiría siempre con aquella del estado de derecho.
En tal caso, una crítica de la institución policial y sus prácticas violentas requiere de una crítica de
la función sacrificial de la ley y del monopolio estatal de la violencia. Lo que equivale a sostener
que una crítica de la policía no puede ser sino una crítica a la función preventiva e inmunitaria del
derecho y de la función gubernamental del estado moderno. Sin embargo, las cosas se complican
aún más cuando dicho estado parece estar en crisis a partir de los procesos de globalización y de
metamorfosis de la soberanía, pues en un contexto de paulatina transferencia desde la clásica
soberanía estatal a la soberanía corporativa del capital, no parece ser clara la función policial. Más
aún si la apelación a la soberanía popular corre el riesgo de reactivar el mismo principio soberano y
sacrificial, según muestran los linchamientos públicos, los tribunales populares y los comités de
auto-defensa, siempre que en ellos se perpetúe la estructuración sacrificial del castigo y de la ley
(por ejemplo, el apoyo masivo a un carabinero que disparó a un conductor de Uber, porque “vio al
demonio en sus ojos”).

Este es el contexto que interesa explorar para elaborar una crítica de la policía contemporánea, pues
sería dicho proceso de corporativización el que marcaría un desplazamiento histórico de la misma
función policial. En otras palabras, si el modelo securitario clásico suponía que la función policial
era la de conservar el orden social y prevenir el crimen (orden y patria todavía dice el lema oficial
de Carabineros en Chile), habría que advertir que dicho modelo estaba sostenido en la diferencia
entre estado y capital, cuestión que aseguraba un cierto límite o contención del voraz apetito de la
acumulación capitalista y su organización corporativa. La función pública de la policía, a pesar de
su constitución mítica, aún podía ser percibida bajo la lógica del bien común. Sería esta función la
que se ve radicalmente alterada con los procesos de metamorfosis de la soberanía y de acumulación
flexible del capitalismo contemporáneo.

Así, la llamada modernización del aparato policial implica no solo una privatización progresiva de
sus servicios, sino una autonomización de sus criterios de evaluación, los que ya no responden al
llamado interés público o comunitario, sino a criterios mercantiles de eficacia y rentabilidad. Si
antes la policía podía ser evaluada según la opinión pública, ese constructo sociológico e
inverificable donde se hipotecaba la legitimidad institucional, hoy en día, con la misma
multiplicación de las encuestas y con la proliferación de agencias consagradas a la llamada imagen
institucional, ya no importa tanto la opinión pública, pues ésta puede ser fácilmente manejada según
la producción de un criterio sensacionalista de inseguridad.

De esta forma, la modernización del aparato policial implica, entre otras cosas, la tercerización de
sus servicios, la privatización de sus criterios de evaluación, la rigidización de sus formas
administrativas, y la militarización de su personal. El incremento de los discursos securitarios que
se benefician de la producción sostenida del miedo, conlleva la profesionalización del personal
policial en tareas no solo tradicionales, sino anti-terroristas y contra-insurgentes (véase la
militarización del sur de Chile o las poblaciones estigmatizadas por el narcotráfico, por ejemplo). El
policía contemporáneo parece estar cada vez menos preocupado de la paz y el orden y cada vez más
abocado a su guerra contra el crimen, una guerra urbana con altos costos colaterales.

Pero la policía no es una institución del todo autónoma, y no porque responda, en última instancia, a
un estado de derecho que la controle, sino porque ella, en cuanto institución corporativizada, está
articulada al complejo industrial-carcelario-militar contemporáneo. Se trata de una serie de
corporaciones abocadas a usufructuar de la producción del miedo y la inseguridad, mediante
procesos de militarización, encarcelamiento e incremento en gastos operacionales (administrativos,
equipamientos, infraestructuras, armas, etc.), que terminan por transferir recursos públicos a manos
privadas.

Sin atender a este proceso de modernización corporativa, se corre el riesgo de cuestionar la


violencia policial según criterios desplazados por la propia dinámica contemporánea. La novela de
Littell muestra a la guerra como escenario distintivo del orden moderno, y a la formación del
ejercito profesional como suspensión del derecho a no matar, a no ser parte de la ficción sacrificial
de la seguridad y del orden. Ahora, sin embargo, más allá de esa escena originaria, habría que
advertir no solo la conculcación del derecho a no matar, sino la masificación del principio sacrificial
del castigo y de la ley. Frente a un infractor del orden no solo operan criterios clásicos de seguridad,
sino que toda la población se siente interpelada a restituir el orden. Y no solo porque llevamos un
policía en el inconsciente, sino porque la lógica corporativa y privatizadora del neoliberalismo hace
de cada uno no solo un empresario de si mismo, sino un vigilante de los demás.

De ahí entonces que el llamado del Presidente de Chile a respetar la autoridad no sea sino la
confirmación del pacto neoliberal entre estado, empresarios y aparatos de seguridad. El respeto
demandado es proporcional a la incapacidad de entender el problema central que atraviesa países
como los nuestros, países donde las instituciones policiales incrementan su brutalidad de acuerdo a
los mismos procesos de explotación y de ajuste financiero. El respeto exigido no responde al
complejo fundamento de la autoridad, sino a la imposición autoritaria de un criterio de
sometimiento funcional, casi como si dijésemos que la policía es una función de la soberanía del
capital.

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