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Textos de Charles Baudelaire traducidos al español.

1. Elogio al Maquillaje

(I)

Esta es una canción, tan inepta como trivial que apenas se podría citar en un trabajo que
busca cierta pretensión de seriedad, y no obstante, traduce muy bien –en el estilo del
Vaudevil– la estética de aquellas personas que nada piensan.“¡La naturaleza embellece lo
bello!” Presumible es que el poeta, si hubiera hablado en francés, hubiera dicho: “¡la
simplicidad embellece lo bello!” Eso equivale a cierta verdad de un género, casi siempre
ignorada: Nada embellece lo que es.

La mayor parte de los errores relativos a la belleza, nacen de la falsa concepción del siglo
XVIII relativo a la moral. Lo natural fue presa en aquellos tiempos, como base, origen y
tipo de todo lo bueno y bello posible. La negación del pecado original no es poca cosa en
comparación con la general ceguera de esa época1. Consistamos referirnos, sin embargo, a
un puro hecho, visible a la experiencia de todas las edades y a la Gaceta de los Tribunales,
y veremos que lo natural nada nos aporta o casi nada, es decir, ella obliga al hombre a
dormir, a beber, comer y garantizarle protección –para bien o para mal– contra las
hostilidades del ambiente. Esto hace que ponga al hombre atentando contra su semblante,
comiéndolo, secuestrándolo, torturándolo; pues tan pronto como sorteamos el orden de las
necesidades y de los deseos, entramos en el lujo y los placeres, y vemos así que la
naturaleza no puede sino aconsejarnos en el crimen. Es esta infalible naturaleza la que ha
creado el parricidio, la antropofagia y mil otras abominaciones que el pudor y la delicadeza
nos impiden nombrar. Esta filosofía –que habla de lo bueno- es la misma religión que nos
ordena alimentar a los parientes pobres y enfermos. Lo natural (que no es otra cosa que la
voz de nuestro interés) nos pide lo inoportuno. Pasemos revista, analicemos todo lo que es
natural, todas las acciones y los deseos del hombre naturalmente puro, y no encontrarán
nada que no sea horrible.

Todo aquello que es bello y noble es resultado de la razón y el cálculo. El crimen, en el cual
el animal humano extrae el gusto a través del vientre materno, es originariamente natural.
La virtud, al contrario, es artificial, sobrenatural. El mal se realiza sin esfuerzo,
naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte. Todo aquello que he
dicho sobre la naturaleza como mal consejero en materia de lo moral y de la razón (en tanto
verdadera redención o transformación) puede ser traducido en el orden de lo bello. Soy así
conducido a observar los adornos como uno de los signos más nobles de la primitiva alma
humana. Las razas que nuestra civilización engañan y pervierten, tratadas fácilmente de
salvajes con un orgullo y fatuidad siempre risibles, comprenden tan bien como los niños la

1
Así como lo ha dejado indicado J. Crépet, aquí se encuentra el eco del pensamiento de Joseph de Maistre.
Pero se puede dudar que aquél haya adoptado las consecuencias sobre los adornos y el maquillaje propuestos
por Baudelaire (Nota del editor Claude Pichois para Oeuvrés completes II de Baudelaire, 1976).
alta espiritualidad del traje. El salvaje y el niño testimonian, en sus ingenuas aspiraciones
hacia lo brillante, las plumas abigarradas, las telas tornasoleadas, las majestuosas formas
artificiales, su asco por lo real y así, sin saberlo, demuestran la inmaterialidad de sus almas.
Por desgracia, ante esta verdad, Luis XV –que no produjo una verdadera civilización, pero
sí un retorno a la barbarie– induce a la depravación hasta no más, al gustar de la ¡simple
naturaleza!*

La moda debe, entonces, ser considerada como un síntoma del gusto por el ideal, que
subsiste en la mente humana por encima de todo lo que es vida natural, acumulada por lo
grosero, terrestre e inmundo; más bien como una deformación de la naturaleza sublime o
aún más, como un ensayo permanente y sucesivo de reformulación de la naturaleza.
Además, podemos observar sensatamente (sin descubrir la razón de ello) que todas las
modas son encantadoras; cada una tiene el empeño, más o menos feliz, hacia lo bello; una
aproximación de un ideal cuyo deseo titila en el espíritu humano no satisfecho. Pero, si se
ven con cierto gusto, las modas no deben ser consideradas como cosas muertas: lo mismo
valdría admirar los viejos ropajes suspendidos, sueltos e inertes, como la piel de San
Bartolomé en el armario de un trapero. Hace a sus figuras vitalizadas, vivificadas por las
bellas mujeres que lo portan. Solamente así, uno comprenderá su sentido y espíritu. Y así,
el aforismo todas las modas son encantadoras, que hiere en absoluto, podríamos decir, aún
cuando ustedes no puedan entenderlo: todas las pasiones son legítimamente encantadoras.

La mujer está en su derecho e incluso, cumple una especie de deber aplicándose en


parecerse mágica y sobrenatural. Es necesario que ella sorprenda, hechice; ídolo, debe
dorarse para ser adorada. Debe tomar prestado de todos los recursos de las artes y elevarse
por encima de la naturaleza para subyugar mejor los corazones y herir los espíritus. Poco
importa si las astucias y artificios sean conocidos por todos, si el acontecimiento es eficaz y
el efecto sea totalmente irresistible. Con estas consideraciones, el filósofo artista encontrará
fácilmente la legitimación de todas las prácticas empleadas en todas las épocas por las
mujeres para consolidar y divinizar –por decirlo así– su frágil belleza. La enumeración sería
imposible pero, para restringirlo, es lo que en nuestro tiempo llamamos vulgarmente como
Maquillaje. ¿Quién no ve que, en el uso de los polvos de arroz, tan neciamente
anatemizados por los filósofos cándidos, tiene como fin y resultado hacer desaparecer del
cutis las manchas que lo natural ha expuesto en exceso, y crear una unidad abstracta en el
tono y el color de la piel, a cuya unidad, como producida por el traje, aproxima
inmediatamente al ser humano a la estatua, es decir, a un ser divino y superior? En cuanto
al negro artificial que rodea al ojo y al rojo que destaca la parte superior de sus mejillas–
aunque su uso provenga del mismo principio– su resultado está hecho para satisfacer una
necesidad completamente opuesta; el rojo y el negro representan la vida, una vida
sobrenatural y excesiva. Ese marco negro vuelve la mirada más profunda y más singular; da
al ojo una apariencia más decidida, de ventana abierta al infinito; el rojo que inflama los
pómulos, aumenta aún más la claridad de la pupila y añade a un hermoso rostro femenino la
pasión misteriosa de la sacerdotisa.

*
Se sabe que Mme. Dubarry, cuando quería evitar recibir al rey, tenía cuidado de aplicarse su carmín. Este es
un signo suficiente; ella asegura su portal. En cuanto se embellecía, huía simplemente de la Real disciplina
natural.
Así, si comprendemos bien, la pintura paisajista no debería estar empeñándose en ese
objeto vulgar, vergonzoso imitando lo bello natural y rivalizar con la juventud. Por otra
parte, observamos que el artificio no embellece la fealdad y no podría servir más que a la
belleza. ¿Quién osaría asignarle al arte la estéril función de imitar a la naturaleza? El
maquillaje no es para esconder o evitar ser descubierto; por el contrario, quizás es ostentar,
sino con afección, al menos con una especie de candor.

De buena gana, me permito que aquellos, cuyo peso de gravedad les impide encontrar lo
bello en las más minúsculas manifestaciones, ría con mis reflexiones y las condene como
una solemnidad pueril. Su austero juicio no me compromete en lo más mínimo; me
contentaría en estar cerca de los verdaderos artistas, así como de las mujeres que reciben de
nacimiento un relumbrado fuego sagrado, en el cual ellas podrían iluminarse toda entera.
2. A
J. G. F.
(III)

Mi querida amiga:

El buen sentido nos dice que las cosas terrenales existen bien poco, y
que la verdadera realidad no está más que en los sueños. Para degustar la felicidad natural
como la artificial, es necesario tener el coraje de tragar; y esto que, medianamente puede
ser una alegría, para otros puede ser la felicidad, tal como la conciben los mortales, siempre
que fuese bajo el efecto de una vomitada.

A estos espíritus bobos les parecería singular e impertinente a la vez, que un cuadro de
voluptuosidades artificiales estén dedicadas a una mujer, fuente de las más comunes
voluptuosidades y más naturales. Cada vez resulta más evidente cómo el mundo natural
penetra en lo espiritual, como en la maleza, y comienza a operar esta amalgama indefinible,
que nosotros denominamos nuestra individualidad; la mujer es el ser que protege la más
grande sombra o la más grande luz en nuestros sueños. La mujer es fatalmente sugestiva;
ella vive más de otras vidas que la suya propia; ella vive espiritualmente en las
imaginaciones que ella alimenta y fecunda.

Por otra parte, poco importa que la razón de esta dedicatoria sea comprendida. Es más bien
necesario para la satisfacción del autor, que un libro cualquiera pueda ser comprendido ¿a
excepción por el cual lo compuso? ¿Para qué decir, en fin, que sea indispensable saber que
hay sido escrito para alguien? Tengo, en cuanto a mí, un poco gusto por el mundo vivo
que, parece a estas mujeres sensibles y desordenadas que se envían por los puestos sus
confidencias a sus amigos imaginarios, exclamando que yo no escribo sino para los
muertos.

Pero no es un muerto a quien dedico este pequeño libro; es a una que, como la enfermedad,
está siempre activa y viva en mí, y que vuelve ahora todas sus miradas hacia el cielo, ese
lugar de todas las transfiguraciones. Porque, así como toda temible droga, el ser humano
goza de este privilegio de poder cerrar sus alegres novedades y sutilezas del dolor, de la
catástrofe, de la fatalidad.

Verás, en este cuadro, un paseante sombrío y solitario inmerso en el movimiento flotante de


las multitudes, enviando su corazón y su pensamiento a una Electra lejana que, no hace
mucho, ensuciara su frente bañada de sudor y refrescara sus labios pegados por la fiebre;
y, si volviera la gratitud de otro Orestes, donde fuertemente vigilan las pesadillas,
queriendo disiparlas con una mano ligera y maternal el sueño insoportable.
3. Del heroísmo de la vida moderna.

(I – IV – V)

Mucha gente atribuye la decadencia de la pintura a la decadencia de las costumbres.1 Este


prejuicio de taller, que ha circulado entre el público, es la mala excusa de los artistas. Como
ellos están interesados en representar sin cesar el pasado, la tarea es más fácil, y la pereza
encontraría su cuenta.

La verdad es que la gran tradición está perdida, y que la nueva no está hecha.

Qué sería de esta gran tradición, si ella no es la idealización común y habitual de la vida
antigua; vida robusta y guerrera, estado defensivo de cada individuo que le dio el hábito de
los serios movimientos, de las actitudes majestuosas o violentas. Además, agreguemos la
pompa pública que se reflejaba en la vida privada. La vida antigua representa mucho; ella
fue hecha, sobre todo, por el placer de los ojos y de aquel paganismo cotidiano de servir
maravillosamente a las artes.

Antes de buscar cuál puede ser el lado épico de la vida moderna, y de proveer con ejemplos
de nuestra época –no menos fecunda que las antiguas en motivos sublimes-, se podría
afirmar que, puesto a que si en todos los siglos y en todos los pueblos han tenido sus
bellezas, nosotros inevitablemente tenemos las nuestras.

Todas las bellezas contienen –como en todos los fenómenos posibles– alguna cosa de lo
eterno y lo transitorio, lo absoluto y de lo particular. La belleza absoluta y eterna no existe,
o más bien: ella no es más que una abstracción descremada en la superficie general de las
diversas bellezas. El elemento particular de cada belleza viene de las pasiones y, como
nosotros tenemos nuestras pasiones particulares, tenemos también nuestra belleza.

Aparte de Hércules en el monte Eta, catón de Utica y Cleopatra, cuyos suicidios no son
modernos2, ¿cuáles suicidas vemos en nuestros cuadros antiguos? En todas las existencias
paganas, consagradas al apetito, no encontraremos el suicidio de Jean Jacques, o el mismo
suicidio extraño y maravilloso– de Rafael de Valentin.

Cuando el hábito, la cáscara de los héroes modernos –como en los tiempos pasados, que
rápidamente se vistieron de funcionarios y humeaban en los charcos de patos-, los talleres y
el mundo están lleno de personas que dedicarán poemas a Antony con una toga griega o
una vestimenta de mi parte.

1
No hay que confundir esta decadencia con la precedente: una concierne lo público y sus sentimientos, la otra
no se encuentra sino en los talleres.
2
Estos se matan porque los incendios en sus togas parecen intolerables; porque no pueden hacer nada por la
libertad; y esta voluptuosa reina ha perdido su trono y a su amante. Pero ninguno se destruye para cambiar un
poco de vida en vista de la metempsicosis.
Sin embargo, este acto tan víctima ¿no tiene su belleza y su encanto original? ¿No es acaso
un hábito necesario en nuestra época, el sufrimiento entrando hasta en sus hombros negros
y flacos, como el símbolo de un perpetuo duelo? Advirtamos entonces que el hábito negro y
la levita no tienen solamente una belleza política, como la expresión de una igualdad
universal; más aún, cierta belleza poética, que es la expresión del alma pública. Un inmenso
desfile de sepultureros; sepultureros políticos, sepultureros amorosos, sepultureros
burgueses. Todos celebramos algún entierro.

Un libro uniforme de desolación, testimonia la igualdad. Y, aunque esos excéntricos


denuncien fácilmente ante sus ojos los colores cortados y violentos, ellos se contentan hoy
en matizar según los matices en el diseño, en el corte, más aún que en el color. Estos
desfigurados y juguetones pliegues, como una serpiente alrededor de la carne humillada,
¿no tendría ella su misteriosa gracia?

M. Eugene Lami y M. Gavarni no son genios superiores, pero sí comprendidos: él es el


poeta oficial del dandismo; ella lo es ocasionalmente. Al revisar el libro El Dandysmo por
Jules Barbey D´ Aurevilly, el lector verá claramente que el dandismo es una cosa moderna,
y que tiene sus causas en hechos recientes.

Que el pueblo de coloristas no se revuelva más; esto puede ser muy difícil, la tarea no es
menos gloriosa. Los grandes coloristas saben hacer del color con un hábito negro, una
corbata blanca y un fondo gris.

Para entrar en la cuestión principal y esencial, que es saber si tenemos nosotros una belleza
particular, inherente a nuestras nuevas pasiones, remarcaría que la pluralidad de artistas que
abordan los sujetos modernos se contenta con sujetos públicos y oficiales con nuestras
victorias y nuestro heroísmo político. En el fondo, se indignan porque son gobernados por
los regímenes que les pagan. Sin embargo, hay sujetos privados que son, de otra manera,
modernos.

El espectáculo de la vida elegante y de los medios de existencia flotantes que circulan en


los subterráneos de una gran ciudad –criminales y muchachas de entretención– la Gaceta
de los Tribunales y El Monitor nos prueban que debemos abrir los ojos para encontrar
nuestro heroísmo.

Un ministro, hostigado por la curiosa impertinencia de la oposición, con cierto odio y


soberana elocuencia que le es propia, testimonia –una vez para todos– que su desprecio y
disgusto por todos los opositores ignorantes y chismosos – ustedes entienden; la tarde,
sobre los bulevares italianos, circulan en torno a estas palabras: “¿Estabas en las
habitaciones, hoy?...N… de D...! estaría bello ¡No vería nada que fuera fiero!”

¡Y hay una belleza y heroísmo moderno!

Y más adelante: “Este señor K. o F. – está preocupado por hacer una medalla para este
sujeto, pero no debería ser; él no puede comprender estas cosas!”

Y hay artistas más o menos propensos a comprender la belleza moderna.


O bien: “El sublime B…! Los piratas de Byron son más grandes y desdeñosos. ¡Crea usted
que el trastorno del Abad Montés y que halla su cuello en la guillotina, escribiera: ¡Haced
todo con mi coraje!” Esta frase hace alusión a la fúnebre fanfarronada de un criminal, de un
gran protestante, bien portado, y en donde la feroz valentía no coloca la cabeza delante de
la suprema máquina.

Todas estas palabras, que escapan a nuestra lengua, terminan por hacernos creer que hay
una belleza nueva y particular, que no es de aquella de Achille ni de Agamenón.

La vida parisina es fecunda en sujetos poéticos y maravillosos. Lo maravilloso nos


envuelve y cobija como una atmósfera, pero nosotros no la vemos.

El desnudo, esta cosa querida por los artistas, este elemento necesario de sucesos, era así
frecuente y necesario en la vida antigua –en una cama, en la habitación, en un anfiteatro.
Los medios y los motivos de la pintura son igualmente abundantes y variados; pero hay un
elemento nuevo, que es la belleza moderna.

¡Estos héroes de la Ilíada no se comparan con nuestro positivo, como Vautrin, Rastignac o
Biroteau – y usted, oh Fontanarés, que no han osado relatar en público vuestros dolores
sobre el traje fúnebre y convulsionado que endosamos todos; y usted, oh Honoré de Balzac,
el más heroico, singular, romántico, poético entre todos los personajes que usted ha
arrojado de vuestra mente!
4. Salón de 1846
A los burgueses.

(V)

Ustedes son la mayoría –en número e inteligencia; ustedes tienen la fuerza– que es la
justicia.
Unos son sabios, otros propietarios; un día radiante veremos cómo los sabios serán
propietarios, y los propietarios sabios. Entonces vuestro poder será completo, y ninguno
protestará contra él.

Atendiendo a esta armonía suprema, es justo que aquellos que no sean propietarios aspiren
a convertirse en sabios; puesto que la ciencia es un goce no menos grande que la propiedad.
Poseen el gobierno de la ciudad, y esto es justo, porque tienen la fuerza: pero es necesario
que estén aptos para sentir la belleza; como ninguno de ustedes pueden pasar sin un poder,
ninguno tiene derecho de pasar sin poesía.

Pueden vivir tres días sin pan –sin poesía jamás. Y esto que dicen es lo contrario de su
triunfo; ustedes no se conocen.

Los aristócratas del pensamiento, los distribuidores del elogio y la censura, los
acaparadores de las cosas espirituales, ustedes han dicho que no tenemos derecho de sentir
y gozar: - estos son los fariseos.

En tanto poseedores del gobierno de una ciudad o de lo público del universo, es necesario
que sean también dignos de esta tarea. Gozar es una ciencia, y el ejercicio de los cinco
sentidos verlo como una particular iniciación, que no se debe hacer más que por la buena
voluntad o por la necesidad.

O hay que tener necesidad del arte.

El arte es un bien infinitamente precioso, un brebaje refrescante y estimulante, que


restablece el estómago y el espíritu en el equilibrio natural de lo ideal.

Están convencidos de la utilidad, ¡oh, burgueses! –legisladores o comerciantes– cuando en


la séptima o octava hora llaman a inclinar vuestra fatigada cabeza sobre las brazas del
fuego y los respaldos de un sillón.

Un deseo más ardiente, una ensoñación más activa; y entonces se abandonan a la acción
cotidiana. Pero los acaparadores han elegido distanciarse de las manzanas de la ciencia,
porque ella es su vitrina y su tienda donde son, infinitamente, celosas. Si han negado el
poder de fabricar obras de arte, o comprender los procesos por los cuales se construyen, han
osado afirmar una verdad que no les ofende, porque los negocios públicos y el comercio
absorben las tres cuartas partes de su jornada. Cuando haya tiempo, deberán emplearlo
entonces en el goce y la voluptuosidad. Pero los acaparadores se resisten a gozar porque no
tienen la inteligencia de la técnica de las artes, como de las leyes o los negocios.

Mas esto es justo; si los dos tercios de vuestro tiempo son reemplazados por la ciencia, que
el tercero sea ocupado por los sentimientos, y por el sentimiento que debe comprender sólo
al arte –y así, el equilibrio de las fuerzas de vuestra alma estará constituida.

La verdad, por ser múltiple, no es doble; y como ustedes alargan en su política los derechos
y los beneficios, han de establecer en las artes la más grande y abundante comunión.

Burgueses –rey, legislador o negociante– han instituido las colecciones, los museos, las
galerías. Algunos de ellos no estarían abiertos a seis años de que los acaparadores hayan
abierto sus compuertas para la multitud.

Ustedes están asociados, formando compañías y haciendo préstamos para realizar la idea
futura con todas sus diversas formas políticas, industriales y artísticas. No poseen ninguna
noble empresa dejada a la iniciativa de una minoría protestante que, por otro lado, es el
enemigo natural del arte. Este dejarse adelantar en arte y poética es suicidarse, y una
mayoría no puede suicidarse.

Aquello que ustedes han hecho por Francia, es realizado por otros países. El Museo
Español ha aumentado el grosor de estas ideas generales que deben poseer en el arte; como
saben perfectamente, cómo un museo nacional es una comunión donde la dulce influencia
atiende los corazones e insufla las voluntades, de igual forma que un museo extranjero es
una comunión internacional de dos pueblos que se observan más de cerca, se penetran
mutuamente, y fraternizan sin discusión.

Ustedes son, así, los amigos naturales de las artes, porque algunos de ustedes son ricos y
otros, sabios.

Cuando hayan dado a la sociedad vuestra ciencia, vuestra industria, vuestro trabajo, vuestra
plata, podrán reclamar nuestro paganismo en admirar los cuerpos, la razón y la
imaginación. Si recuperan la cantidad de felicidades necesarias para establecer el equilibrio
de todas las partes de vuestro ser, ustedes serán felices, respetables y bienaventurados,
como la sociedad será respetable, feliz y bienaventurada, al encontrar ella el equilibrio
general y absoluto.

Es a ustedes, burgueses, que este libro está naturalmente dedicado: porque todo libro que no
esté dedicado a la mayoría –en número e inteligencia– es un libro necio.
5. Aviso del traductor. 3

(VI)

A los sinceros apreciadores del talento de Edgar Poe, les diría que mi tarea la considero
terminada, tanto como en el placer o por el gusto por el argumento. Las dos series de
Historias extraordinarias y Nuevas historias extraordinarias, como también Las aventuras
de Arthur Gordon Pym son suficientes para presentar a Edgar Poe, sobre sus diversos
aspectos, en tanto narrador visionario, como terrible, gracioso, alternadamente burlón y
atento, siempre filósofo y analista, maestro de la magia, de lo absoluto verosímil, maestro
de la bufonería más desinteresada. Su Eureka muestra la ambición y sutil dialéctica. Si mi
tarea puede ser continuada con frutos en un país tal como Francia, me faltaría mostrar
Edgar Poe el poeta y el Edgar Poe crítico literario. Todo verdadero aficionado a la poesía,
reconoce que el primero de sus deberes es siempre imposible de cumplir, y que la más
humilde y consagrada facultad del traductor no le permite suplir esas voluptuosidades
ausentes del ritmo y la rima. A éstos que saben adivinar aún más, los fragmentos de poesía
insertos en las Nuevas, tal como El gusano vencedor de Ligeia, El Palacio obsesivo de La
caída de la casa Usher, y el poema misteriosamente elocuente de El Cuervo, son
suficientes para entrever todas las maravillas del poeta puro.

En cuanto al segundo género de talento, la crítica, es fácil de comprender aquello que


podríamos llamar “Las charlas de los Lunes” de Edgar Poe, habiendo poco de cambiar para
estos ligeros parisinos, poco inquietos por las querellas literarias que dividen a un pueblo,
joven aún, y que en el fondo, tanto en literatura como en política son enemigos los del
Norte con el Sur.

Para concluir, diría a los franceses, amigos desconocidos de Edgar Poe, que confío y estoy
dichoso de haber introducido en sus memorias un género de belleza nueva; y así bien, ¿por
qué no tendría que sostener mi voluntad, y tener el placer de presentar a un hombre que se
me parece un poco, en algunos puntos, o sea diríamos una parte de mí mismo?

Vendrá un tiempo próximo, que me autorice a creer, o los señores editores de la edición
popular francesa de las obras de Edgar Poe, sientan la gloriosa necesidad de producirlos
sobre una forma material más sólida, más digna que las bibliotecas de aficionados, y en una
edición como los fragmentos que los componen, siendo más clásicas, analógicamente y de
una manera definitiva.

3
Manuscrito de la biblioteca literaria Jacques Doucet. Primera publicación: Cuadernos de Jacques Doucet – I
– Baudelaire, Universidad de París, 1934.
6. Carta de Ch. Baudelaire a R. Wagner.
(viernes 17 de febrero, 1860).

(VI)

Señor:

Siempre me ha parecido que, si me he acostumbrado a la gloria que pueda tener


algún artista, no es insensible un sincero cumplido, cuando éste tiene una voz de
reconocimiento y, en fin, que dicha voz pueda tener un valor de género singular cuando
viene de un francés, es decir, de un hombre poco hecho de entusiasmo y nacido en un país
donde se entiende un poco más de poesía y pintura que de música. Ante todo, veo que usted
me ha dado la más grande alegría musical que jamás he probado. Soy de una edad en que
no me divierte mucho escribir a hombres célebres, y habiendo vacilado largamente a
testimoniarle por carta mi admiración, pues todos los días mis ojos no han dejado de colgar
sobre artículos indignos, ridículos o en hacer por todos los medios posibles, difamar vuestro
genio. No sería el primer hombre, señor, con ocasión de lo cual haya de sufrir o sonrojarse
de mi país. En fin, la indignación no puede dejar de testimoniar mi reconocimiento. Lo diré
así: veo un ser distinguido de entre todos los imbéciles.

La primera vez estuve yendo con los italianos, para entender sus obras, estando mal
dispuesto y lleno de prejuicios; pero me excuso por ello. Me he sentido muchas veces
estafado: he entendido de música de charlatanes como de grandes pretensiones. Por usted
he vencido a todo este conjunto. Aquello que he experimentado es indescriptible y, si usted
se digna de no reír, ensayaría poder traducirlo. Me pareciera que desde antes conocía esta
música y, más tarde, reflexionándola, la he comprendido como quien observa un espejismo;
me parece que esta música fuese la mía, y que la reconozco como todo hombre reconoce
sus cosas que están destinadas a amar. Para cualquier otro hombre de espíritu, esta frase
sería inmensamente ridícula, sobre todo escrita por aquel que, como yo, no sabe de música,
y en donde toda la educación se resume en haber entendido (con un gran placer, es verdad)
algunos bellos trozos de Weber o Beethoven.

Más tarde, el carácter que me ha herido profundamente ha sido lo grandioso. Aquello


representa lo grande y brota de lo grande. He reencontrado, sobre todo en sus obras, la
solemnidad de los grandes ruidos, de los grandes aspectos de la Naturaleza y la solemnidad
de las grandes pasiones del hombre. En todo su conjunto, se siente lo elevado y subyugante.
En una de las piezas más extrañas, y que me han aportado una sensación musical nueva, es
aquella que está destinada a pintar un éxtasis religioso. El efecto producido por la
introducción de los invitados y por la Fiesta nupcial es inmenso. He sentido toda la
majestad de una vida más larga que la nuestra. Otra cosa más: he sentido a veces el
sentimiento de lo natural como bizarro; es el orgullo y la alegría de comprender que me
hacen penetrar, invadir, verdaderamente sensual y voluptuosa, y que me traslada con ello a
permanecer en el aire o de navegar sobre el mar. Y la música, al mismo tiempo, respira
algunas veces el orgullo de la vida. Generalmente estas armonías profundas me parecen
trasladar a aquellos excitantes que aceleran el pulso de la imaginación. En fin, lo he
probado así –le suplico que no se ría-, estas sensaciones que derivan probablemente de los
giros de mi espíritu y de mis preocupaciones frecuentes. Hay, sobre todo, alguna cosa que
eleva y se eleva, alguna cosa que aspira a mostrase más alta, alguna cosa excesiva y
superlativa. Por ejemplo, para servirme de comparaciones prestadas de la pintura, supongo
delante de mis ojos una vasta extensión de una sombra roja. Si ese rojo representa la pasión,
lo veo llegar gradualmente por todas las transiciones del rojo y del rosa, a lo incandescente
de una hoguera. Me parece difícil, imposible llegar a alguna cosa más ardiente. Mientras
tanto, un segundo cohete viene a trazar un surco más blanco sobre el blanco que se engasta
sobre el fondo. Esto sería, si usted lo permite, la voz suprema del alma puesta en su
paroxismo.

Había comenzado a escribir algunas meditaciones sobre los trozos del Tännhauser y de
Lohengrin que hemos tenido a disposición; pero reconozco la imposibilidad de decirlo
todo.

Así, podría continuar esta carta interminablemente. Si usted ha de leerla, se lo agradeceré.


No me falta más que anotar en aquellas líneas. Desde el día en que he entendido su música,
me digo sin cesar, sobre todo en las malas horas: ¡Si al menos pudiera entender esta tarde
un poco de Wagner! Hay, sin duda, otros hombres hechos como yo. En suma, usted ha de
satisfacer a un público donde el instinto ha de ser superior a las pésimas ciencias de los
periodistas. Porque, ¿no damos algunos conciertos aún agregando nuevas piezas? ¿No nos
hará conocer un gusto anticipado de alegres novedades, teniendo el derecho de nosotros al
privarlo del resto? –Una vez más, señor, le agradezco: me ha llamado a mí mismo y a todo
lo grande, en estas malévolas horas.

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