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El contenido de la forma

Narrativa, discurso y representación


histórica

Hayden White

Editorial Paidós

Barcelona, 1992

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
CAPÍTULO 1. EL VALOR DE LA NARRATIVA EN LA REPRESENTACIÓN
DE LA REALIDAD

Plantear la cuestión de la naturaleza de la narración es suscitar la reflexión sobre la naturaleza misma


de la cultura y, posiblemente, incluso sobre la naturaleza de la propia humanidad. Es tan natural el impulso
de narrar, tan inevitable la forma de narración de cualquier relato sobre cómo sucedieron realmente las cosas,
que la narratividad sólo podría parecer problemática en una cultura en la que estuviese ausente –o bien, como
en algunos ámbitos de la cultura intelectual y artística occidental, se rechazase programáticamente.
Considerados como hechos de cultura omnicomprensivos, la narrativa y la narración tienen menos de
problemas que simplemente de datos. Como indicó (en patente equivocación) el último Roland Barthes, la
narrativa “es simplemente como la vida misma [...] internacional, transhistórica, transcultural”. 1 Lejos de ser
un problema, podría muy bien considerarse la solución a un problema de interés general para la humanidad,
el problema de cómo traducir el conocimiento en relato, 2 el problema de configurar la experiencia humana
en una forma asimilable a estructuras de significación humanas en general en vez de específicamente
culturales. Podemos no ser capaces de comprender plenamente las pautas de pensamiento específicas de otra
cultura, pero tenemos relativamente menos dificultad para comprender un relato procedente de otra cultura,
por exótica que pueda parecernos. Como dice Barthes, la narrativa es “traducible sin menoscabo esencial”,
en un sentido en que no lo es un poema lírico o un discurso filosófico.
Esto sugiere que, lejos de ser un código entre muchos de los que puede utilizar una cultura para dotar
de significación a la experiencia, la narrativa es un metacódigo, un universal humano sobre cuya base pueden
transmitirse mensajes transculturales acerca de la naturaleza de una realidad común. La narrativa, que surge
como dice Barthes, entre nuestra experiencia del mundo y nuestros esfuerzos por describir lingüísticamente
esa experiencia, “sustituye incesantemente la significación por la copia directa de los acontecimientos
relatados”. De ello se sigue que la falta de capacidad narrativa o el rechazo de la narrativa indica una falta o
rechazo de la misma significación.
Pero ¿qué tipo de significado falta o se rechaza? La fortuna de la narrativa en la historia del relato
histórico nos da alguna clave sobre la cuestión. Los historiadores no tienen que relatar sus verdades sobre el
mundo real en forma narrativa. Pueden optar por otras formas de representación, no narrativas o incluso
antinarrativas, como la meditación, la anatomía o el epítome. Tocqueville, Burckhardt, Huizinga y Braudel,
por citar sólo a los maestros más señalados de la historiografía moderna, rechazaron la narrativa en algunas
de sus obras historiográficas, presumiblemente a partir de la suposición de que el significado de los
acontecimientos que deseaban relatar no era susceptible de representación en modo narrativo. 3 Se negaron a
contar una historia del pasado o, más bien, no contaron una historia con etapas inicial, intermedia y final bien
delimitadas; no impusieron a los procesos que les interesaban la forma que normalmente asociamos a la
narración histórica. Si bien es cierto que narraban la realidad que percibían, o que pensaban que percibían,
corno existente en o detrás de la evidencia que habían examinado, no narrativizaban esa realidad, no le
imponían la forma de un relato. Y su ejemplo nos permite distinguir entre un discurso histórico que narra y
un discurso que narrativiza, entre un discurso que adopta abiertamente una perspectiva que mira al mundo y
lo relata y un discurso que finge hacer hablar al propio mundo y hablar como relato.
Recientemente se ha formulado la idea de que la narrativa debe considerarse menos una forma de
representación que una forma de hablar sobre los acontecimientos, reales o imaginarios; ha surgido en una

1
Roland Barthes, “Introduction to the structural analysis of narratives”, Image, music, text, trad. de Stephen Heath
(Nueva York, 1977), 79.
2
Los términos narrativa, narración, narrar, etc., derivan del latín gnarus (“conocedor”, “familiarizado con”, “experto”,
“hábil”, etc.) y narro (“relatar”, “contar”) de la raíz sánscrita gnâ (“conocer”). La misma raíz forma γνωριμος
(“cognoscible”, “conocido”). Véase Emile Boisacq, Dictionnaire étymologique de la langue grecque (Heidelberg,
1950), vid. en γνωριμος. Mi agradecimiento hacia Ted Morris, de Cornell, uno de nuestros grandes especialistas en
etimología.
3
Véase Alexis de Tocqueville, Democracy in America, trad. de Henry Reeve (Londres, 1838); Jakob Christoph
Burekhardt, The civilization of the Renaissance in Italy, trad. de S.G.C. Middlemore (Londres, 1878); Joban Huizinga,
The Waning of the Middle Ages: A Study of dte Forms of Life, Thought and Art in France and the Netherlands ín the
Dawn of the Renaissance, trad. F. Hopman (Londres, 1924); y Fernand Braudel, The Mediterranean and the
Mediterranean World in the Age of Philip II, trad. Sian Reynolds (Nueva York, 1972). Véase también Hayden White,
Methahistory: the Historical Imagination in Nineteenth-century Europe (Baltimore, 1973); y Hans Kellner, “Disorderly
Conduct: Braudel's Mediterraneau Satine”, History and Thought 18, n. 2 (1979): 197-222.

2
discusión de la relación entre discurso y narrativa que ha tenido lugar en la estela del estructuralismo y va
asociada a la obra de Jakobson, Benveniste, Genette, Todorov y Barthes. Aquí se considera la narrativa como
una forma de hablar caracterizada, como indica Genette, “por un cierto número de exclusiones y condiciones
restrictivas” que la forma de discurso más “abierta” no impone al hablante. 4 Según Genette, Benveniste
mostró que

ciertas formas gramaticales como el pronombre “yo” (y su referencia implícita “tú”), los “indicadores”
pronominales (determinados pronombres demostrativos), los indicadores adverbiales (como “aquí”, “ahora”,
“ayer”, “hoy”, “mañana”, etc.) y, al menos en francés, determinados tiempos verbales como el presente, el
pretérito perfecto y el futuro, están limitados al discurso, mientras que la narrativa en sentido estricto se
distingue por el uso exclusivo de la tercera persona y de formas tales como el pretérito indefinido y el
pluscuamperfecto. 5

Por supuesto, esta distinción entre discurso y narrativa se basa exclusivamente en un análisis de las
características gramaticales de ambas modalidades de discurso en las que la “objetividad” de uno y la
“subjetividad” del otro se definen principalmente por un “orden de criterios lingüístico”. La “subjetividad”
del discurso viene dada por la presencia, explícita o implícita, de un “yo” que puede definirse “sólo como la
persona que mantiene el discurso”. Por contrapartida, la “objetividad de la narrativa se define por la ausencia
de toda referencia al narrador”. En el discurso narrativizante, pues, podemos decir, con Benveniste, que “en
realidad no hay ya un “narrador”. Los acontecimientos se registran cronológicamente a medida que aparecen
en el horizonte del relato. No habla nadie. Los acontecimientos parecen hablar por sí mismos”. 6
¿Qué implica la producción de un discurso en el que “los acontecimientos parecen hablar por sí
mismos”, especialmente cuando se trata de acontecimientos que se identifican explícitamente como reales en
vez de imaginarios, como en el caso de las representaciones históricas? 7 En un discurso relativo a
acontecimientos manifiestamente imaginarios, que son los “contenidos” de los discursos ficcionales, la
cuestión plantea pocos problemas, pues ¿por qué no representar a los acontecimientos imaginarios como
acontecimientos que “hablan por sí mismos”? ¿Por qué en el dominio de lo imaginario no iban a hablar hasta
las mismas piedras, como las columnas de Memnon cuando fue alcanzada por los rayos del sol? Pero los
acontecimientos reales no deberían hablar por sí mismos. Los acontecimientos reales deberían simplemente
ser; pueden servir perfectamente de referentes de un discurso, pueden ser narrados, pero no deberían ser
formulados como tema de una narrativa. La tardía invención del discurso histórico en la historia de la
humanidad y la dificultad de mantenerlo en épocas de crisis cultural (como en la alta Edad Media) sugiere la
artificialidad de la idea de que los acontecimientos reales podrían “hablar por sí mismos” o representarse
como acontecimientos que “cuentan su propia historia”. Esta ficción no habría planteado problemas antes de
imponerse al historiador la distinción entre acontecimientos reales e imaginarios; la narración de historia sólo
se problematiza después de que dos órdenes de acontecimientos se disponen ante el narrador como
componentes posibles de los relatos y se fuerza así a la narración a descargarse ante el imperativo de
mantener separados ambos órdenes en el discurso. Lo que querernos denominar narración mítica no está
sujeto a la obligación de mantener diferenciados ambos órdenes de acontecimientos, los reales y los
imaginarios. La narrativa sólo se problematiza cuando deseamos dar a los acontecimientos reales la forma de
un relato. Precisamente porque los acontecimientos reales no se presentan como relatos resulta tan difícil su
narrativización.
¿Qué implica, pues, ese hallar el “verdadero relato”, ese descubrir la “historia real” que subyace o
está detrás de los acontecimientos que nos llegan en la caótica forma de los “registros históricos”? ¿Qué
anhelo se expresa, qué deseo se gratifica por la fantasía de que los acontecimientos reales se representan de

4
Gerard Genette, “Bourdaries ot Narrative”, New Literary History 8, n. 1 (1978): 11. Véase también Jonatahn Culler,
Structuralist Poetics: Structuralism, Linguístics and the Study of Literature (lthaca, 1975), cap. 9; Philip Pettit, The
Concept of Strutcturalism: a Critical Analisys (Berkeley y Los Angeles, 1977); Tel Quel [Grupo], Théorie d'ensemble
(Paris, 1968), artículos de Jean Louis Baudry, Philippe Sollers y Julia Kristeva; Robert Scholes, Structuralism in
Literature: an Introduction (New Haven y Londres, 1974), caps. 4-5; Tzvetan Todorov, Poétique de la prose (París,
1971), cap. 9; y Paul Zumthor, Langue, texte, énigme (París, 1975), 4.a parte.
5
Genette, “Boundaries of Narrative”, 8-9.
6
Ibid., 9. Cf. Emite Benveniste, Problems in General Linguistics, trad. Mary Elizabeth Meek (Coral Cables, Fla., 1971),
208.
7
Véase Louis O. Mink, “Narrative Foral as a Cognitive Instrument”, y Lionel Gossman, “History and Literatura”,
ambos en The Writing of History: Literary Form and Historical Understading, comp. de Robert Hl. Canary y Henry
Kozicki (Madison, Wis., 1978), con una completa bibliografía sobre el problema de la forma narrativa en la escritura
histórica.

3
forma adecuada cuando se representan con la coherencia formal de una narración? En el enigma de este
anhelo, este deseo, se vislumbra la función del discurso narrativizador en general, una clave del impulso
psicológico subyacente a la necesidad aparentemente universal no sólo de narrar sino de dar a los
acontecimientos un aspecto de narratividad.
La historiografía constituye una base especialmente idónea sobre la cual considerar la naturaleza de
la narración y la narratividad porque en ella nuestro anhelo de lo imaginario y lo posible debe hacer frente a
las exigencias de lo real. Si consideramos la narración y la narratividad como instrumento con los que se
median, arbitran o resuelven en un discurso las pretensiones en conflicto de lo imaginario y lo real,
empezamos a comprender tanto el atractivo de la narrativa corno las razones para rechazarla. Si
acontecimientos putativamente reales se representan de forma no narrativa, ¿qué tipo de realidad es la que se
ofrece, o se piensa que se ofrece, a la percepción bajo esta modalidad? ¿Qué aspecto tendría una
representación no narrativa de la realidad histórica? Al responder a esta cuestión no llegamos necesariamente
a una solución al problema de la naturaleza de la narrativa, pero empezamos a vislumbrar en parte la base del
atractivo de la narratividad como forma de representación de los acontecimientos que se conceptúan reales
en vez de imaginarios.
Afortunadamente, tenemos multitud de ejemplos de representaciones de la realidad histórica de
forma no narrativa. En realidad, la doxa del establishment historiográfico moderno supone que hay tres tipos
de representación histórica —los anales, la crónica y la historia propiamente dicha—, la imperfecta
“historicidad” de dos de los cuales se evidencia en su fracaso en captar la plena narratividad de los
acontecimientos de que tratan. 8 No hace falta decir que la sola narratividad no permite la distinción entre los
tres tipos. Para que una narración de los acontecimientos, incluso de los acontecimientos del pasado o de
acontecimientos reales del pasado, se considere una verdadera historia, no basta que exhiba todos los rasgos
de la narratividad. Además, el relato debe manifestar un adecuado interés por el tratamiento juicioso de las
pruebas, y debe respetar el orden cronológico de la sucesión original de los acontecimientos de que trata
como línea base intransgredible en la clasificación de cualquier acontecimiento dado en calidad de causa o
efecto. Pero convencionalmente no basta que un relato histórico trate de acontecimientos reales en vez de
meramente imaginarios; y no basta que el relato represente los acontecimientos en su orden discursivo de
acuerdo con la secuencia cronológica en que originalmente se produjeron. Los acontecimientos no sólo han
de registrarse dentro del marco cronológico en el que sucedieron originariamente sino que además han de
narrarse, es decir, revelarse corno sucesos dotados de una estructura, un orden de significación que no poseen
como mera secuencia.
Está de más decir también que la forma de los anales carece por completo de este componente
narrativo, pues consiste sólo en una lista de acontecimientos ordenados cronológicamente. Por el contrario, la
crónica a menudo parece desear querer contar una historia, aspira a la narratividad, pero característicamente
no lo consigue. Más específicamente, la crónica suele caracterizarse por el fracaso en conseguir el cierre
narrativo. Más que concluir la historia suele terminarla simplemente. Empieza a contarla pero se quiebra in
medias res, en el propio presente del autor de la crónica; deja las cosas sin resolver o, más bien, las deja sin
resolver de forma similar a la historia.
Si bien los anales representan la realidad histórica como si los acontecimientos reales no mostrasen
la forma de relato, el autor de la crónica la representa corno si los acontecimientos reales se mostrasen a la
conciencia humana en la forma de relatos inacabados. Y el saber oficial quiere que, por objetivo que pueda
ser un historiador en su presentación de los hechos, por juicioso que haya sido en su valoración de las
pruebas, por escrupuloso que haya sido en su datación de las res gestae, su exposición seguirá siendo algo
menos que una verdadera historia si no ha conseguido dar a la realidad una forma de relato. Donde no hay
narrativa, dijo Croce, no hay historia. 9 Peter Gay, desde una perspectiva directamente opuesta al relativismo
de Croce, lo expresa de forma igualmente rotunda: “La narración histórica sin un análisis completo es trivial,
el análisis histórico sin narración es incompleto.” 10 La formulación de Gay evoca el sesgo kantiano de la
exigencia de narración en la representación histórica, al sugerir, parafraseando a Kant, que las narraciones
históricas sin análisis son vacías, y los análisis históricos sin narrativa son ciegos. Podemos así preguntar:
¿qué tipo de comprensión da la narrativa de la naturaleza de los acontecimientos reales? ¿Qué tipo de
ceguera con respecto a la realidad se desvanece mediante la narratividad?
8
Por razones de economía, utilizo como representante de la concepción convencional de la historia de la escritura de la
historia la obra de Harry Elmer Barnes, A History of Histórical Writing (Nueva York, 1963), cap. 3, que estudia la
historiografía medieval de Occidente. Cf. Robert Scholes y Robert Kellogg, The Nature of Narrative (Oxford, 1976),
64, 211.
9
White, Methahistory, 318-385.
10
Peter Gay, Style in History (Nueva York, 1974), 189.

4
En lo que viene a continuación considero los anales y la representación histórica de las crónicas no
como las historias imperfectas que convencionalmente se consideran que son, sino más bien como productos
particulares de posibles concepciones de la realidad histórica, concepciones que constituyen alternativas, más
que anticipaciones fallidas del discurso histórico consumado que supuestamente encarna la historia moderna.
Este proceder arrojará luz sobre los problemas tanto de la historiografía corno de la narración y esclarecerá lo
que yo considero congo naturaleza puramente convencional de la relación entre ellas. Lo que se pondrá de
manifiesto, según creo, es que la misma distinción entre acontecimientos reales e imaginarios, básica en las
formulaciones modernas tanto de la historia como de la ficción, presupone una noción de realidad en la que
se identifica “lo verdadero” con “lo real” sólo en la medida en que puede mostrarse que el texto de que se
trate tenga el carácter de narratividad.
Cuando nosotros, desde la óptica moderna, vemos una muestra de anales medievales, no nos puede
sorprender la aparente ingenuidad del autor; y tendemos a atribuir esta ingenuidad a su aparente negativa,
incapacidad o desinterés por transformar el conjunto de acontecimientos ordenados verticalmente como un
archivo de efemérides anuales en los elementos de un proceso lineal/horizontal. En otras palabras, es
probable que nos desconcierte su aparente fracaso en percibir que los acontecimientos históricos se disponen
para la mirada perceptiva como historias que esperan ser narradas. Pero sin duda un interés genuinamente
histórico exigiría que nos preguntásemos no sólo cómo o por qué el autor de los anales dejó de escribir una
“narrativa” sino más bien qué tipo de noción de realidad le llevó a representar en forma de anales lo que,
después de todo, consideraba como acontecimientos reales. Si pudiésemos responder a este interrogante,
estaríamos en condiciones de comprender por qué, en nuestra propia época y condición cultural, hemos
podido concebir la propia narratividad como problema.
El primer volumen de los Monumenta Germaniae Historica, de la serie Scriptores, contiene el texto
de los Anales de Saint Gall, una lista de acontecimientos que tuvieron lugar en la Galia durante los siglos
VII, IX y X de nuestra era. 11 Aunque este texto es “de referencia” y contiene una representación de la
temporalidad 12 –la definición de Ducrot y Todorov de lo que puede considerarse narrativa–, no posee
ninguna de las características que normalmente atribuimos a un relato: no hay un tema central, ni un
comienzo bien diferenciado, una mitad y un final, una peripeteia o una voz narrativa identificable. En los que
son para nosotros segmentos teóricamente más interesantes del texto, no hay sugerencia alguna de una
conexión necesaria entre un acontecimiento y otro. Así, para el período comprendido entre el 709 y el 734,
tenemos las siguientes entradas:

709. Duro invierno. Murió el Duque Godofredo.


710. Un año duro y con mala cosecha.
711.
712. Inundaciones por doquier.
713.
714. Murió Pipino, mayor del palacio.
715. 716. 717.
718. Carlos devastó a los sajones, causando gran destrucción.
719.
720. Carlos luchó contra los sajones.
721. Theudo expulsó de Aquitania a los sarracenos.
722. Gran cosecha.
723. 724.
725. Llegaron por vez primera los sarracenos.
726. 727. 728. 729. 730.
731. Murió Beda el Venerable, presbítero.
732. Carlos luchó contra los sarracenos en Poitiers, en sábado.
733. 734.

Esta lista nos sitúa en una cultura en trance de disolución, una sociedad de escasez radical, un mundo
de grupos humanos amenazados por la muerte, la devastación, las inundaciones y la hambruna. Todos los

11
Annales Sangallenses Maiores, dicti Hepidanni, comp. Ildefonsus ab Arx, en Monumenta Germaniae Historica, serie
Scriptores, comp. de George Heinrich Pertz, 32 vols. (Hannover, 1826; repr., Stuttgart, 1963), 1:72 y sigs.
12
Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Encyclopedic Dictionary of the Sciences of Languague, trad. de Cetherine Porter
(Baltimore, 1979), 297-299.

5
acontecimientos son extremos, y el criterio implícito para seleccionarlos para el recuerdo en su naturaleza
liminal. Los temas objeto de preocupación son las necesidades básicas –alimento, seguridad respecto a los
enemigos exteriores, liderazgo político y militar– y la amenaza de que no se satisfagan; pero no se comenta
explícitamente la conexión entre las necesidades básicas y las condiciones de su posible satisfacción. Sigue
sin explicarse por qué “Carlos luchó contra los sajones”, igual que por qué un año hubo una “gran cosecha” y
otro hubo “inundaciones por doquier”. Los acontecimientos sociales son aparentemente tan incomprensibles
como los acontecimientos naturales. Parecen simplemente haber ocurrido, y su importancia parece no
distinguirse del hecho de que fuesen anotados. En realidad, parece que su importancia no radica más que en
el hecho de que se haya dejado constancia de los mismos por escrito.
Y no tenemos idea de quién los registró; ni tenemos idea de cuándo se registraron. La nota que hay
en 725 –”Llegaron por vez primera los sarracenos”– sugiere que este acontecimiento al menos se registró
después de que los sarracenos hubiesen llegado por segunda vez, y establece lo que podríamos considerar
una expectativa genuinamente narrativista; pero la llegada de los sarracenos y su expulsión no es el objeto de
este apunte. Se registra el hecho de que Carlos “luchó contra los sarracenos en Poitiers en sábado”, pero no el
resultado de la batalla. Y ese sábado resulta inquietante, porque no se menciona ni el mes ni el día de la
batalla. Hay muchos cabos sueltos –no hay una trama en perspectiva– y esto resulta frustrante, si no
desconcertante, tanto para la expectativa narrativa del lector actual corno para su deseo de una información
específica.
Además, constatamos que en realidad no hay introducción alguna al relato. Simplemente comienza
con el “título” (¿es un título?) Anni domini, que encabeza dos columnas, una de fechas y la otra de
acontecimientos. Visualmente al menos, el título une la fila de fechas de la columna de la izquierda con la
fila de acontecimientos de la columna de la derecha en un augurio de significación que podríamos considerar
mítica, a no ser por el hecho de que Anni domini se refiere tanto a un relato cosmológico de la Sagradas
Escrituras como a una convención de calendario que aún utilizan los historiadores de Occidente para señalar
las unidades de sus historias. No deberíamos remitir demasiado rápido el significado del texto al marco
mítico que invoca al denominar a los “años” como “años del Señor”, pues estos “años” tienen una
regularidad que no posee el mito cristiano, con su clara ordenación hipotáctica de los acontecimientos que
abarca (creación, caída, encarnación, resurrección, segunda venida). La regularidad del calendario señala el
“realismo” del relato, su intención de considerar hechos reales en vez de imaginarios. El calendario ubica los
acontecimientos, no en el momento de la eternidad, no en tiempo kairótico, sino en tiempo cronológico, en el
tiempo de la experiencia humana. Este tiempo no tiene puntos altos o bajos; es, podríamos decir, paratácticos
e infinito. No tiene saltos. La lista de las épocas está completa, aun cuando no lo esté la lista de los
acontecimientos.
Por último, los anales no tienen conclusión; simplemente terminan. Las últimas entradas son las
siguientes:

1045. 1046. 1047. 1048. 1049. 1050. 1051. 1052. 1053. 1054. 1055.
1056. Murió el Emperador Enrique; y le sucedió en el trono su hijo Enrique.
1057. 1058. 1059. 1060. 1061. 1062. 1063. 1064. 1065. 1066. 1067. 1068. 1069. 1070. 1071. 1072.

Cierto es que la continuación de la lista de años al final del relato sugiere una continuación de la
serie hasta el infinito, o más bien hasta la Segunda Venida. Pero no hay una conclusión del relato. ¿Cómo
podría haberla, al no haber un tema central acerca del cual pudiese narrarse una historia?
No obstante, debe de haber un relato, pues con seguridad hay una trama –si entendemos por trama
una estructura de relaciones por la que se dota de significado a los elementos del relato al identificarlos como
parte de un todo integrado–. Aquí me estoy refiriendo, sin embargo, no a la lista de fechas de años que se
ofrece en la fila de la izquierda del texto, que da coherencia y plenitud a los acontecimientos al registrarlos
en los años en que tuvieron lugar. Dicho de otro modo, la lista de fechas puede considerarse el significado
del que los acontecimientos presentados en la columna de la derecha son el significante. El significado de los
acontecimientos es su registro en este tipo de lista. Esta es la razón, presumo, por la que el redactor de los
anales debió de experimentar escasa inquietud ante lo que parecen ser para el lector actual años en blanco,
discontinuidades, y falta de conexiones causales entre los acontecimientos registrados en el texto. El
estudioso actual aspira a la plenitud y continuidad en el orden de los acontecimientos; el redactor de los
anales tiene ambas en la secuencia de los años. ¿Qué expectativa es más “realista”?
Recuérdese que no estamos ante un discurso onírico ni infantil. Puede ser erróneo denominarlo
discurso, pero tiene algo de discursivo. El texto evoca un “meollo”, opera en el ámbito del recuerdo en vez
del sueño o la fantasía, y se despliega bajo el signo de “lo real” en vez del de “lo imaginario”. De hecho,

6
parece eminentemente racional y, a primera vista, más bien prudente en su manifiesto deseo de registrar sólo
aquellos acontecimientos respecto de los cuales pueda haber pocas dudas sobre su ocurrencia, en su
intención de no utilizar los hechos de forma especulativa o proponer argumentos sobre posibles asociaciones
de los hechos entre sí.
Los comentaristas modernos han señalado el hecho de que el autor de los anales registrase la batalla
de Poitiers del 723 pero no así la batalla de Tours, que tuvo lugar en el mismo año y que, como todo escolar
sabe, fue una de “las diez grandes batallas de la historia universal”. 13 Pero aun cuando el autor de los anales
hubiese conocido la batalla de Tours, ¿qué principio o regla del significado le habría instado a registrarla?
Sólo desde nuestro conocimiento de la historia posterior de Europa occidental podemos aspirar a clasificar
los acontecimientos en cuanto a su significación histórico-universal, e incluso entonces su significado es
menos histórico-universal que simplemente europeo occidental, representando la tendencia de los
historiadores modernos a clasificar jerárquicamente los hechos del registro desde una perspectiva cultural
específica, y no universal.
Es esta necesidad o impulso clasificar los acontecimientos con respecto a su significación para la
cultura o grupo que está escribiendo su propia historia la que hace posible una representación narrativa de los
acontecimientos reales. Con seguridad es mucho más “universal” simplemente registrar los acontecimientos
a medida que los conocemos. Y al nivel mínimo en que se despliegan los anales, lo que se incorpora al relato
tiene mucha más importancia teórica para la comprensión de la naturaleza de la narrativa que lo que se deja
fuera. Pero esto plantea la cuestión de la función en este texto de registrar aquellos años en los que “no
sucedió nada”. Cada narrativa, por aparentemente “completa” que sea, se construye sobre la base de un
conjunto de acontecimientos que pudieron haber sido incluidos pero se dejaron fuera; esto es así tanto con
respecto de las narraciones imaginarias como de las realistas. Y esta consideración nos permite preguntarnos
qué tipo de noción de la realidad autoriza la construcción de una descripción narrativa de la realidad, la
articulación de cuyo discurso está regida más por la continuidad que por la discontinuidad.
Si se concede que este discurso se desarrolla bajo el signo de un deseo de realidad, corito hemos de
hacer para justificar la inclusión de la forma de anales entre los tipos de representación histórica, liemos de
concluir que es un producto de una imagen de la realidad según la cual el sistema social –sólo él puede
ofrecer los marcadores diacríticos para clasificar la importancia de los acontecimientos– está sólo
mínimamente presente en la conciencia del escritor, o más bien está presente como factor en la composición
del discurso sólo en virtud de su ausencia. En todo momento, lo que pasa a un primer plano de la atención
son las fuerzas del desorden, natural y humano, las fuerzas de la violencia y la destrucción. El relato versa
sobre cualidades más que sobre agentes, y representa un mundo en el que pasan cosas a las personas, en vez
de uno en el que las personas hacen cosas. Es la dureza del invierno del 709, la dureza del año 710 y la falta
de cosecha de ese año, la inundación del 712 y la inminente presencia de la muerte lo que se reitera con una
frecuencia y regularidad ausentes en la representación de los actos humanos. Para este observador, la
realidad lleva el aspecto de adjetivos que desbordan la capacidad de los nombres que modifican de resistir a
su determinación. Carlos consigue devastar a los sajones, combatirlos y Theudo consigue expulsar de
Aquitania a los sarracenos, pero estas acciones parecen pertenecer al mismo orden de existencia que los
acontecimientos naturales que traen o “grandes” o “deficientes” cosechas, y son al parecer igualmente
incomprensibles.
La falta de un principio para valorar la importancia o significación de los, acontecimientos se señala
sobre todo en los saltos en la lista de acontecimientos de la fila de la derecha, por ejemplo en el año 711, en
el que al parecer “no sucedió nada”. El exceso de agua caída en el 712 va precedido y seguido de años en los
que tampoco “sucedió nada”. Esto recuerda la observación de Hegel de que los períodos de felicidad humana
y seguridad son páginas en blanco en la historia. Pero la presencia de estos años en blanco en el relato del
autor del anal nos permite percibir, a modo de contraste, en qué medida la narración busca el efecto de haber
llenado todos los huecos, de crear una imagen de continuidad, coherencia y sentido en lugar de las fantasías
de vacuidad, necesidad y frustración de deseos que inundan nuestras pesadillas relativas al poder destructor
del tiempo. De hecho, el relato del autor de este anal invoca un mundo en el que está omnipresente la
necesidad, en el que la escasez es la norma de la existencia y en el que todos los posibles medios de
satisfacción no existen o están ausentes, o bien existen bajo una inminente amenaza de muerte.
Sin embargo, la idea de satisfacción está implícitamente presente en la lista de fechas que conforman
la columna de la izquierda. La plenitud de la lista atestigua la plenitud del tiempo, o al menos la plenitud de
los “años del Señor”. No hay escasez en los años: éstos descienden regularmente desde su origen, el año de
la Encarnación, y se despliegan implacablemente hasta su potencial término, el Juicio Final. Lo que falta en

13
Barnes, History of Historical Writing, 65.

7
la lista de acontecimientos para darle una similar regularidad y plenitud es una noción de centro social por la
cual ubicarlos unos respectos de otros y dotarles de significación ética o moral. Es la ausencia de una
conciencia de centro social la que impide al analista clasificar los acontecimientos que trata como elementos
de un campo de hechos históricos. Y es la ausencia de este centro lo que evita o corta cualquier impulso que
pudiese haber tenido de configurar su discurso de forma narrativa. Sin este centro, las campañas de Carlos
contra los sajones siguen siendo simplemente contiendas, la invasión de los sarracenos simplemente una
incursión, y el hecho de que la batalla de Poitiers se librase en sábado tan importante como el hecho de que
se librase la batalla. Todo ello me sugiere que Hegel tenía razón cuando afirmó que un relato verdaderamente
histórico tenía que exhibir no sólo una cierta forma, a saber, la narrativa, sino también un cierto contenido, a
saber, un orden político-social.
En su introducción a sus Lecciones sobre filosofía de la historia, Hegel escribió:

La palabra historia reúne en nuestra lengua el sentido objetivo y el subjetivo: significa tanto historia
rerum gestarum como las res gestae. Debemos considerar esta unión de ambas acepciones como algo más que
una casualidad externa; significa que la narración histórica aparece simultáneamente con los hechos y
acontecimientos propiamente históricos. Un íntimo fundamento común las hace brotar juntas. Los recuerdos
familiares y las tradiciones patriarcales tienen un interés dentro de la familia o de la tribu. El curso uniforme de
los acontecimientos [la cursiva es mía], que presupone dicha condición, no es objeto del recuerdo; pero los
hechos más señalados o los giros del destino pueden incitar a Mnemosyne a conservar esas imágenes, como el
amor y el sentimiento religioso convidan a la fantasía a dar forma al impulso que, en un principio, es informe.
El Estado es, empero, el que por vez primera da un contenido que no sólo es apropiado a la prosa de la historia,
sino que la engendra. 14

Hegel prosigue con la distinción entre el tipo de “sentimientos profundos”, como el “amor” y la
“intuición religiosa y sus concepciones”, y “esa existencia exterior de una constitución política que se
encarna en... las leyes racionales y costumbres”. Este, dice, “es un Presente imperfecto, y no puede
comprenderse cabalmente sin un conocimiento del pasado”. Esta es la razón, concluye, por la que hay
períodos que, aunque llenos de “revoluciones, emigraciones nómadas y las más extrañas mutaciones”, están
desprovistos de cualquier “historia objetiva”. Y su desposesión de una historia objetiva está en función del
hecho de que no pudieron producir “ni historia subjetiva ni anales”.
No tenemos que suponer, indica, “que los registros de estos períodos han desaparecido
accidentalmente; más bien, como no fueron posibles, no han llegado a nosotros”. E insiste en que “sólo en un
estado consciente de las leyes pueden tener lugar transacciones diferenciadas, unidas a la clara conciencia de
ellas que proporciona la capacidad y sugiere la necesidad de un registro duradero”. En resumen, cuando se
trata de proporcionar una narrativa de acontecimientos reales, hemos de suponer que debe existir un tipo de
sujeto que proporcione el impulso necesario para registrar sus actividades.
Hegel insiste en que el verdadero sujeto de este registro es el Estado, pero el Estado es para él una
abstracción. La realidad que se presta a representación es el conflicto entre el deseo y la ley. Cuando no hay
imperio de la ley, no puede haber ni un sujeto ni un tipo de acontecimiento que se preste a representación
narrativa. Cierto es que ésta no es una proposición que pueda verificarse o falsear empíricamente; tiene la
naturaleza de una presuposición o hipótesis capacilante que nos permite imaginar cómo son posibles tanto la
“historicidad” como la “narratividad”. Y nos autoriza a considerar la proposición de que nada es posible sin
una noción del sujeto legal que pueda servir de gente, medio y tema de la narrativa histórica en todas sus
manifestaciones, desde los anales y la crónica al discurso histórico que conocernos en sus realizaciones y
fracasos modernos.
La cuestión de la ley, la legalidad y legitimidad no se plantea en esas partes de los Anales de S. Gall
que hemos venido considerando; al menos, no se plantea la cuestión de la ley humana. No se sugiere que la
llegada de los sarracenos represente una transgresión de límite alguno, que no debiera haberse producido o
pudiese haber sido de otro modo. Corno todo lo que sucedió aparentemente sucedió de acuerdo con la
voluntad divina, basta con señalar que ha sucedido y registrarlo bajo el “año del Señor” correspondiente en el
que tuvo lugar. La llegada de los sarracenos tiene la misma significación moral que la lucha de Carlos contra
los sajones. No tenernos forma alguna de conocer si el analista se habría visto impulsado a detallar su lista de
acontecimientos y pasar al desafío de una representación narrativa de ellos si hubiese escrito siendo
consciente de la amenaza a un sistema social específico y de la posibilidad de volver a una situación
anárquica contra la cual pudo erigirse un sistema legal.

14
G.W.P. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal; se cita por la trad. de J. Gaos (Madrid, 1974), pág.
137.

8
Pero una vez hemos reparado en la íntima relación que Hegel sugiere entre ley, historicidad y
narratividad, no nos puede sorprender la frecuencia con que la narratividad, bien ficticia o real, presupone la
existencia de un sistema legal contra o a favor del cual pudieran producirse los agentes típicos de un relato
narrativo. Y esto plantea la sospecha de que la narrativa en general, desde el cuento popular a la novela,
desde los anales a la “historia” plenamente realizada, tiene que ver con ternas como la ley, la legalidad, la
legitimidad o, más en general, la autoridad. Y efectivamente, si atendemos a la que se supone siguiente etapa
en la evolución de la representación histórica tras la forma de los anales, a saber la crónica, esta sospecha se
confirma. Cuanto más históricamente consciente de sí mismo es el escritor de cualquier forma de
historiografía, más le incumbe la cuestión del sistema social y la ley que lo sostiene, la autoridad de esta ley
y su justificación, y las amenazas a la ley. Si, como sugiere Hegel, la historicidad como modo de vida
humana diferenciado es impensable sin presuponer un sistema legal en relación al cual pudiera constituirse
un sujeto específicamente legal, entonces la autoconciencia histórica, el tipo de conciencia capaz de imaginar
la necesidad de representar la realidad como historia, sólo puede concebirse en cuanto a su interés por la ley,
la legalidad, la legitimidad, etc.
El interés por el sistema social, que no es más que un sistema de relaciones humanas regido por la
ley, suscita la posibilidad de concebir los tipos de tensiones, conflictos, luchas y sus varios tipos de
resoluciones que estamos acostumbrados a hallar en cualquier representación de la realidad que se nos
presenta como historia. Esto nos permite conjeturar que el surgimiento y desarrollo de la conciencia
histórica, que va unido a un surgimiento y desarrollo paralelo de la capacidad narrativa (del tipo encontrado
en la crónica, frente a la forma de los anales), tiene algo que ver con la medida en que el sistema legal actúa
como tema de interés. Si toda narración plenamente realizada, definamos como definamos esa entidad
conocida pero conceptualmente esquiva, es una especie de alegoría, apunta a una moraleja o dota a los
acontecimientos, reales o imaginarios, de una significación que no poseen como mera secuencia, parece
posible llegar a la conclusión de que toda narrativa histórica tiene como finalidad latente o manifiesta el
deseo de moralizar sobre los acontecimientos de que trata. Donde hay ambigüedad o ambivalencia acerca de
la posición del sistema legal, que es la forma en que el sujeto encuentra de forma más inmediata el sistema
social en el que está obligado a alcanzar una plena humanidad, no hay una base sobre la que cerrar un relato
que uno pueda querer contar referente al pasado, ya se trate de un pasado público o privado. Y esto sugiere
que la narrativa, seguramente en la narración fáctica y probablemente en la narración ficticia también, está
íntimamente relacionada con, si no está en función de, el impulso a moralizar la realidad, es decir, a
identificarla con el sistema social que está en la base de cualquier moralidad imaginable.
El autor de los anales de Saint Gall no muestra interés alguno por un sistema de moralidad o
legalidad meramente humano. El apunte del año 1056 “Murió el Emperador Enrique; y le sucedió en el trono
su hijo Enrique”, contiene en estado embrionario los elementos de una narrativa. De hecho es una narrativa,
y su narratividad, a pesar de la ambigüedad de la conexión entre el primer acontecimiento (la muerte de
Enrique) y el segundo (la sucesión de Enrique) que sugiere la partícula y, se cierra mediante la invocación
tácita del sistema legal, la regla de sucesión genealógica, que el analista da por supuesta como principio que
rige correctamente la transmisión de autoridad de una a otra generación. Pero este pequeño elemento
narrativo, este “narratema”, flota fácilmente en el mar de fechas que representa la propia sucesión como
principio de organización cósmica. Los que recordamos lo que esperaba al joven Enrique en sus conflictos
con los nobles y los papas durante el periodo del conflicto de las Investiduras, en el que se discutía
precisamente la cuestión de la posición de la autoridad última en la tierra, nos sentirnos irritados por la
economía con que el analista registró un acontecimiento tan cargado de futuras implicaciones de orden moral
y legal. El período 1057-1072, que el analista cita simplemente al final de su registro, conoció un número
más que suficiente de “acontecimientos” para justificar una presentación plenamente narrativa de su origen.
Pero el analista decidió simplemente ignorarlo. Al parecer pensó que había cumplido con su deber
enumerando únicamente las fechas de los años. Lo que podernos preguntarnos es, precisamente, ¿qué supone
esta negativa a narrar?
Lo que podernos concluir con seguridad —como sugirió Frank Kermode– es que el analista de Saint
Cali no era un buen memorialista; y esta apreciación de sentido común está plenamente justificada. Pero la
incapacidad de mantener un buen diario no es teóricamente diferente de la falta de disposición a hacerlo. Y
desde el punto de vista de un interés por la propia narrativa, una “mala” narrativa puede decirnos más sobre
la narratividad que una buena narrativa. Si es cierto que el analista de Saint Gall era un. narrador irregular o
perezoso, podemos preguntarnos qué es lo que le faltaba para haber sido un narrador competente. ¿Qué no
encontrarnos en su relato que, de haberlo encontrado, le habría permitido transformar su cronología en una
narrativa histórica?

9
La propia ordenación vertical de los acontecimientos sugiere que nuestros analistas no pretendían un
punto de vista metafórico o paradigmático. No padece lo que Roman Jakobson denomina “trastorno de la
similitud”. De hecho, todos los acontecimientos citados en la columna de la derecha parecen considerarse
acontecimientos del mismo tipo; se trata en todos casos de metonimias de la condición general de escasez o
plenitud de la “realidad” que el analista está registrando. La diferencia, una variación significativa dentro de
la semejanza, sólo se representa en la columna de la izquierda, la lista de fechas. Cada una de éstas actúa de
metáfora de la plenitud y la conclusión del año del Señor. La imagen de sucesión ordenada que sugiere esta
columna no tiene contrapartida alguna en los acontecimientos, naturales o humanos, enumerados a la
derecha. Lo que el analista necesitaba, y que le habría permitido construir una narrativa a partir del conjunto
de hechos que registró, fue la capacidad de dotar a los acontecimientos del mismo tipo de
“proposicionalidad” que está implícitamente presente en su representación de la secuencia de fechas. Esta
carencia se parece a lo que Jakobson denomina “trastorno de la contigüidad”, un fenómeno que en el habla se
representa por el “agramatismo” y en el discurso por la disolución de los “vínculos de coordinación y
subordinación gramatical” por los que podernos agregar “series de palabras” en frases significativas. 15
Nuestro analista no era, por supuesto, afásico —como muestra ampliamente su capacidad de idear frases
significativas— pero carecía de la capacidad de sustituir significados entre sí en cadenas de metonimias
semánticas que transformarían su lista de acontecimientos en un discurso sobre los acontecimientos
considerados corno totalidad en evolución temporal.
Ahora bien, la capacidad de concebir un conjunto de acontecimientos como pertenecientes al mismo
orden de significación exige algún principio metafísico por el que traducir la diferencia en semejanza. En
otras palabras, exigen un “tema” común a todos los referentes de las diversas frases que registran la realidad
de los hechos. Si existe este tema es el “Señor”, cuyos “años” se consideran manifestaciones de Su poder de
producir los acontecimientos que se dan en ellos. El terna del relato, pues, no existe en el tiempo y por lo
tanto no podría actuar como tema de una narrativa. ¿Se sigue de ello que, para que haya una narrativa, debe
haber algún equivalente del Señor, algún ser sagrado dotado de la autoridad y poder del Señor, con existencia
temporal? Si es así, ¿cuál podría ser su equivalente?
La naturaleza de este ser, capaz de servir de principio organizador central del significado de un
discurso de estructura realista y narrativa, se invoca en el tipo de representación histórica conocido como
crónica. Por consenso entre los historiógrafos, la crónica es una forma “superior” de conceptualización
histórica y expresa un tipo de representación historiográfica superior a la forma del anal. 16 Su superioridad
consiste en su mayor globalidad, su organización de los materiales “por temas y ámbitos”, y su mayor
coherencia narrativa. La crónica también tiene un tema central –la vida de un individuo, ciudad o región;
alguna gran empresa, como una guerra o cruzada; o alguna institución, como la monarquía, un obispado o un
monasterio. El vínculo de la crónica con los anales se percibe en la perseverancia de la cronología como
principio organizador del discurso, y esto es lo que hace de la crónica algo menos que una “historia”
plenamente desarrollada. Además, la crónica, como los anales pero al contrario que la historia, no concluye
sino que simplemente termina; típicamente carece de cierre, de ese sumario del “significado” de la cadena de
acontecimientos de que trata que normalmente esperamos de un relato bien construido. La crónica promete
normalmente el cierre pero no lo proporciona —siendo ésta una de las razones por las que los editores
decimonónicos de las crónicas medievales negaron a éstas la condición de verdaderas “historias”.
Supongamos que enfocamos la cuestión de forma diferente. Supongamos que se acepta, no que la
crónica sea una representación de la realidad “superior” o más sofisticada que los anales, sino que en
realidad se trata de un tipo diferente de representación, caracterizado por el deseo de una especie de orden y
plenitud en una presentación de la realidad que sigue estando teóricamente injustificada, un deseo que es,
hasta que no se demuestre lo contrario, puramente gratuito. ¿Qué implica la imposición de este orden y la
provisión de esta plenitud (de detalle) que marca la diferencia entre los anales y la crónica?
Tomo la Historia de Francia de un tal Richerus de Reims, escrita en vísperas del año 1000 d.C,
(aprox. el 998), 17 como ejemplo del tipo de representación histórica constituida por la crónica. No tenernos
dificultad en reconocer este texto corno narrativa. Tiene un terna central (“los conflictos de los franceses”),
un verdadero centro geográfico (la Galia) y un verdadero centro social (la sede arzobispal de Reims, con las
agua agitadas por la disputa sobre quién es el legítimo titular de los dos aspirantes al puesto de arzobispo), y
un verdadero comienzo temporal (presentado en una versión sinóptica de la historia del mundo desde la

15
Roman Jakobson y Morris Halle, Fundamentals of Language (La Haya, 1971), 85-86.
16
Barnes, History of Historical Writing, 65 y sigs.
17
Richer, Histoire de France, 888-995, comp. y trad. de Roben Latouche, 2 vols. (París, 1930-1937), 1:3: las
referencias ulteriores a esta obra se citan entre paréntesis en el texto (traducción mía).

10
Encarnación hasta el momento y lugar de la redacción del relato de Richerus). Pero la obra fracasa como
verdadera historia, al menos según la opinión de los comentadores posteriores, en virtud de dos cosas.
Primero, el orden del discurso sigue al orden de la cronología; presenta los acontecimientos en orden de
sucesión y, por lo tanto, no puede ofrecer el tipo de significación que se supone tiene que proporcionar un
relato narratológicamente regido. En segundo lugar, probablemente debido al orden “analístico” del discurso,
el relato no concluye sino que simplemente termina; meramente se rompe con la huida de uno de los
litigantes al puesto de arzobispo y pasa al lector la carga de reflexionar retrospectivamente sobre los vínculos
entre el inicio del relato y su final. El relato llega hasta el “ayer” del propio escritor, añade un hecho más a la
serie que empezó con la Encarnación y luego termina sin más. En consecuencia, quedan insatisfechas todas
las expectativas narratológicas normales del lector (este lector). La obra parece estar desplegando una trama
pero a continuación distorsiona su propio desarrollo al terminar simplemente in medias res, con la anotación
críptica de “el papa Gregorio autoriza a Arnulfo a asumir provisionalmente las funciones episcopales, a la
espera de la decisión legal que se las confirmará, o denegará su derecho a ellas” (2:133).
Y sin embargo Richerus es un narrador convencido. Dice explícitamente al comienzo de su relato
que se propone “conservar especialmente por escrito [ad memoriam recuere scripto specialiter propositum
est]” las “guerras” “problemas” y “asuntos” de los franceses y, además, describirlos de forma superiores a
otros relatos, especialmente al de un tal Flodoardo, un anterior escriba de Reims que había escrito unos
anales de los que Richerus había sacado información. Richerus observa que se ha servido libremente de la
obra de Flodoardo pero que a menudo ha “puesto otras palabras” en lugar de las originales y “modificado por
completo el estilo de presentación [pro aliis longe diversissimo orationis scernate disposuisse]” (1:4).
También se sitúa en la tradición de la escritura histórica citando a clásicos como César, Orosio, Jerónimo e
Isidoro como autoridades de la historia temprana de las Galias, y sugiere que sus propias observaciones
personales le dieron una comprensión de los hechos que narra que nadie más podría reivindicar. Todo esto
sugiere una cierta convicción del propio discurso que está manifiestamente ausente en el redactor de los
Anales de Saint Gall. El discurso de Richerus es un discurso estructurado, cuya narrativa, en comparación
'con la del analista, está en función del convencimiento con que se realiza esta actividad estructuradora.
Sin embargo, paradójicamente, es esta actividad estructuradora consciente de sí misma, una actividad
que da a la obra de Richerus el aspecto de una narración histórica, lo que merma su “objetividad” como
relato histórico —según concuerdan los modernos analistas del texto—. Por ejemplo, un moderno editor del
texto, Robert Latouche, atribuye al orgullo de Richerus por la originalidad de estilo la causa de su fracaso en
escribir una verdadera historia. “En última instancia —escribe Latouche— la Historia de Richerus no es, en
sentido estricto [proprement parler], una historia sino una obra de retórica compuesta por un monje... que
intentaba imitar la técnica de Salustio.” Y añade: “Lo que le interesaba no era la materia [matière], que
moldeó a placer, sino la forma” (1:xi).
Latouche tiene ciertamente razón al decir que Richerus fracasa como historiador supuestamente
interesado en los “hechos” de un determinado período de la historia, pero seguramente está también
equivocado al sugerir que la obra fracasa corno historia por el interés de su autor por la “forma” más que por
la “materia”. Por supuesto, por “materia” Latouche entiende los referentes del discurso, los acontecimientos
individualmente considerados como objetos de representación. Pero Richerus se interesa por “los conflictos
de los franceses [Gallorum congressibus in volumine regerendis]” (1:2), especialmente el conflicto por el
control de la sede, en el que estaba implicado su protector, Gerberto, arzobispo de Reims. Lejos de estar ante
todo interesado en la forma en vez de en la materia o contenido, Richerus sólo se interesaba por esto último,
pues en este conflicto le iba su propio futuro. La cuestión que Richerus esperaba ayudar a resolver mediante
la composición de su narrativa era dónde estaba la autoridad para la dirección de los asuntos en la sede de
Reims. Y podernos suponer justamente que su impulso a redactar una narración del conflicto estaba de algún
modo vinculado al deseo por su parte de representar a (tanto en el sentido de escribir sobre como en el de
actuar corno agente de) una autoridad cuya legitimidad dependía de la clarificación de los “hechos” de un
orden específicamente histórico.
De hecho, tan pronto señalarnos la presencia del terna de la autoridad en este texto, también
percibimos en qué medida las pretensiones de verdad de la narrativa y, en definitiva, el mismo derecho a
narrar dependen de una cierta relación con la autoridad per se. La primera autoridad invocada por el autor es
la de su defensor, Gerberto; es en virtud de su autoridad que se compone el relato (“imperii tui, pater
sanctissime G[erbert], auctoritas seminarum dedit” [1:2]). A continuación están aquellas “autoridades”
representadas por los textos clásicos a los que recurre para su construcción de la historia primitiva de los
franceses (César, Orosio, Jerónimo, etc.). Está la “autoridad” de su predecesor como historiador de la sede de
Reims, Flodoardo, una autoridad con la que discute corno narrador y cuyo estilo afirma mejorar. Es por su
propia autoridad por la que Richerus efectúa esta mejora, poniendo “otras palabras” en lugar de las de

11
Flodoardo y modificando “por completo el estilo de presentación”. Está, por último, no sólo la autoridad del
Padre Celestial, que es invocado como causa última de todo lo que sucede, sino la autoridad del propio padre
de Richerus (al que se refiere a lo largo de todo el manuscrito como “p.m.” [pater meus] [l:xiv]), que figura
como sujeto central de una parte de la obra y corno testigo en cuya autoridad se basa esa parte de la obra.
El problema de la autoridad impregna el texto escrito por Richerus de una forma corría que no
podríamos referirnos al texto escrito por el analista de Saint Gall. Este no tiene necesidad de reclamar su
autoridad para narrar los acontecimientos, pues no hay nada problemático en su posición al hacer
manifestaciones de una realidad que se encuentra en lucha permanente. Corno no hay “discusión”, no hay
nada que narrativizar, no hay necesidad de que los hechos “hablen por sí mismos” o sean representados
como si . pudiesen “contar su propia historia”. Sólo es preciso registrarlos en el orden en que llegan a ser
conocidos, pues no hay discusión, no hay una historia que contar. Richerus tenía algo que narrativizar porque
había esta disputa. Pero la cuasi narración de Richerus no tenía cierre no porque la disputa no estuviese
resuelta, pues de hecho la disputa estaba resuelta —por la lucha de Gerberto con la corte del rey Otto y la
instalación de Arnulfo corno arzobispo de Reims por parte del papa Gregorio.
Lo que faltaba para una verdadera resolución discursiva, para una resolución narrativizante, era el
principio moral a la luz del cual Richerus pudiera haber juzgado la resolución como justa o injusta. La propia
realidad ha juzgado la resolución resolviendo la cuestión como lo ha hecho. Por lo demás, se sugiere que el
rey Otto otorgó a Gerberto algún tipo de justicia, “al instalarle como obispo de Rávena en reconocimiento de
su cultura y genio”. Pero esta justicia está situada en otro lugar y la dispone otra autoridad, otro rey. El fin
del discurso no arroja luz sobre los acontecimientos originalmente registrados para redistribuir la fuerza de
un significado inmanente en todos los acontecimientos desde el principio. No hay justicia, sólo fuerza o, más
bien, sólo una autoridad que se presenta con diferentes tipos de fuerza.
Con estas reflexiones sobre la relación entre historiografía y narrativa no aspiro más que a esclarecer
la distinción entre los elementos de la historia y los elementos de la trama en el discurso histórico. De
acuerdo con la opinión común, la trama de una narración impone un significado a los acontecimientos que
determinan su nivel de historia para revelar al final una estructura que era inmanente a lo largo de todos los
acontecimientos. Lo que estoy intentando determinar es la naturaleza de esta inmanencia en cualquier relato
narrativo de sucesos reales, sucesos que se ofrecen corno el verdadero contenido del discurso histórico. Estos
acontecimientos son reales no porque ocurriesen sino porque, primero, fueron recordados y, segundo, porque
son capaces de hallar un lugar en una secuencia cronológicamente ordenada. Sin embargo, para que su
presentación se considere relato histórico no basta con que se registren en el orden en que ocurrieron
realmente. Es el hecho de que pueden registrarse de otro modo, en un orden de narrativa, lo que les hace, al
mismo tiempo, cuestionables en cuanto su autenticidad y susceptibles de ser considerados claves de la
realidad. Para poder ser considerado histórico, un hecho debe ser susceptible de, al menos, dos narraciones
que registren su existencia. Si no pueden imaginarse al menos dos versiones del mismo grupo de hechos, no
hay razón para que el historiador reclame para sí la autoridad de ofrecer el verdadero relato de lo que sucedió
realmente. La autoridad de la narrativa histórica es la autoridad de la propia realidad; el relato histórico dota
a esta realidad de una forma y por tanto la hace deseable en virtud de la imposición sobre sus procesos de la
coherencia formal que sólo poseen las historias.
La historia, pues, pertenece a la categoría de lo que pueden denominarse “el discurso de lo real”,
frente al “discurso de lo imaginario” o el “discurso del deseo”. La formulación es lacaniana, obviamente,
pero no quiero llevar demasiado lejos sus aspectos lacanianos. Simplemente quiero sugerir que podemos
comprender el atractivo del discurso histórico si reconocemos en qué medida hace deseable lo real, convierte
lo real en objeto de deseo y lo hace por la imposición, en los acontecimientos que se representan como
reales, de la coherencia formal que poseen las historias. Al contrario que la de los anales, la realidad
representada en la narrativa histórica, al “hablar por sí misma”, nos habla a nosotros, nos llama desde lo lejos
(este “lejos” es la tierra de las formas) y nos exhibe la coherencia formal a la que aspiramos. La narrativa
histórica, frente a la crónica, nos revela un mundo supuestamente “finito”, acabado, concluso, pero aún no
disuelto, no desintegrado. En este mundo, la realidad lleva la máscara de un significado, cuya integridad y
plenitud sólo podemos imaginar, no experimentar. En la medida en que los relatos históricos pueden
completarse, que pueden recibir un cierre narrativo, o que puede suponérseles una trama, le dan a la realidad
el aroma de lo ideal. Esta es la razón por la que la trama de una narrativa histórica es siempre confusa y tiene
que presentarse como algo que “se encuentra” en los acontecimientos en vez de plasmado en ellos mediante
técnicas narrativas.
La confusión de la trama de la narrativa histórica se refleja en el casi universal desdén con el que los
historiadores modernos contemplan la “filosofía de la historia”, cuyo ejemplo paradigmático moderno es
Hegel. Se condena esta (cuarta) forma de representación histórica porque no consiste más que en la trama;

12
sus elementos de relato sólo existen como manifestaciones, epifenómenos de la estructura de la trama, al
servicio de los cuales se dispone su discurso. Aquí la realidad tiene el aspecto de esta regularidad, orden y
coherencia que no deja lugar a la acción humana, presentando un aspecto de esta globalidad e integridad que
intimida más que invita a la identificación imaginaría. Pero en la trama de la filosofía de la historia, las
diversas tramas de las diversas historias que nos cuentan eventos meramente regionales del pasado se revelan
como lo que son: imágenes de esa autoridad que nos incita a participar en un universo moral que, a no ser
por su forma de historia, no tendría atractivo alguno.
Esto pone fin a una posible caracterización de la exigencia de cierre de la historia, por deseo del cual
la forma crónica se considera deficiente como narrativa, Sugiero que la exigencia de cierre en el relato
histórico es una demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de acontecimientos
reales en cuanto a su significación como elementos de un drama moral. ¿Se ha escrito alguna vez una
narrativa histórica que no estuviese imbuida no sólo por la conciencia moral sino específicamente por la
autoridad moral del narrador? Es difícil pensar en una obra histórica creada durante el siglo XIX, la época
clásica de la narrativa histórica, a la que no se diese la forma de juicio moral sobre los acontecimientos que
relataba.
Pero no tenemos que prejuzgar la cuestión fijándonos en textos históricos compuestos en el siglo
XIX. Podernos apreciar la actuación de la conciencia moral en la consecución de la plenitud narrativa en una
muestra de historiografía de la baja Edad Media, la Crónica de Dino Compagni, escrita entre 1310 y 1312 y
reconocida por lo general como una verdadera narrativa histórica. 18 La obra de Dino no sólo “llena los
huecos” que pudieron haber quedado en la presentación analística de la materia (las luchas entre las
facciones negras y blancas del partido de los güelfos, dominante en Florencia entre 1280 y 1312) y organiza
su relato según una estructura de trama ternaria bien perfilada, sino que alcanza la plenitud narrativa
invocando explícitamente la idea de un sistema social que sirve de punto de referencia fijo por el que puede
dotarse al flujo efímero de acontecimientos de un significado específicamente moral. En este sentido, la
Crónica muestra claramente en qué medida la crónica ha de aproximarse a la forma de una alegoría, moral o
analógica según los casos, para conseguir tanto la narratividad corno la historicidad.
Resulta interesante señalar que a medida que la forma de crónica es desplazada por la historia en
sentido estricto, algunos de los rasgos de la primera desaparecen. En primer lugar, no se invoca un patrón
explícito. La narrativa de Dino no se despliega bajo la autoridad de un tutor específico, como lo hace la de
Richerus. Dino simplemente afirma su derecho a contar acontecimientos notables (cose notevoli) que él ha
“visto y oído” sobre la base de una superior capacidad de previsión. “Nadie vio estos acontecimientos en su
origen (principi) más ciertamente que yo”, dice. Su futura audiencia no es, pues, un lector ideal específico,
como fue Gerberto para Richerus, sino más bien un grupo que se concibe para transmitir su perspectiva sobre
la verdadera naturaleza de todos los acontecimientos: el de los ciudadanos de Florencia capaces, según lo
expresa, de reconocer “los beneficios de Dios, que rige y gobierna por todos los siglos”. Al mismo tiempo,
habla a otro grupo, los ciudadanos depravados de Florencia, los responsables de los “conflictos” (discorde)
que han transtornado a la ciudad durante tres décadas. Para los primeros, su narrativa pretende reflejar la
esperanza de una liberación de estos conflictos; para los últimos, pretende ser una admonición y una
amenaza de justo castigo. El caos de los diez últimos años se contrasta con los más “prósperos” años futuros,
una vez que el emperador Enrique IV haya bajado a Florencia para castigar a un pueblo cuyas “malas
costumbres y falsos beneficios” han “corrompido y hostigado al mundo entero”. 19 Lo que Kermode
denomina “peso de la significación” de los acontecimientos contados se “proyecta” a un futuro que va algo
más allá del inmediato presente, un futuro cargado de juicio moral y castigo para los malvados. 20
La jeremiada con la que se cierra la obra de Dino la caracteriza como perteneciente a un período
anterior al del desarrollo de una verdadera “objetividad” histórica, es decir, de una ideología secularista —
según nos informan los comentaristas—. Pero es difícil ver cómo el tipo de plenitud narrativa por la que se
elogia a Dino Compagni pudo haberse conseguido sin una invocación implícita del estándar moral que utiliza
para distinguir entre los acontecimientos reales dignos de ser registrados y los que no son dignos de ella. Los
acontecimientos realmente registrados en la narrativa parecen ser reales precisamente en la medida en que
pertenecen a un orden de existencia moral, igual que obtienen su significación a partir de la posición en este
orden. Los acontecimientos encuentran un lugar en la narrativa que da fe de su realidad según si conducen al
establecimiento del orden social o no. Sólo el contraste entre el gobierno y el imperio de Dios, por un lado, y

18
La crónica di Dino Compagni delle cose occorrenti ne'tempi suoi e La canzone morale Del Pregio dello stesso
autore, comp. Isidoro Del Lungo, 4.a ed., rev. (Florencia, 1902); véase Barnes, History of Historical Writing, 80-81.
19
Ibíd., 5.
20
Frank Kermode, The Sense of el Ending: Studies in the Theory of Fiction (Oxford, 1967), cap. 1.

13
la anarquía de la situación social actual en Florencia, por otro, podría justificar el tono apocalíptico y la
función narrativa del último párrafo, con su imagen del emperador que vendrá a castigar a “quienes trajeron
el mal al mundo mediante [sus] malos hábitos”. Y sólo una autoridad moral podría justificar el giro narrativo
que permite llegar a un final. Dino identifica explícitamente el final de su narrativa con un “giro” en el orden
moral del mundo: “El mundo está empezando ahora a girar una vez más [Ora vi si ricomincia il mondo a
revolgere adosso]...: el Emperador va a venir a cogeros y destruiros, por tierra y por mar.” 21
Es este final moralista el que impide a la Crónica de Dino satisfacer el estándar de un relato histórico
“objetivo” moderno. Pero este moralismo sólo es el que permite finalizar la obra, o más bien concluir, de una
forma diferente a corno concluyen los anales y las crónicas. Pero ¿de qué otra forma podría concluir una
narrativa de los acontecimientos reales? Cuando se trata de repasar el concurso de hechos reales, ¿qué otro
“final” pudo haber tenido una determinada secuencia de estos hechos aparte de un final “moralizante”? ¿En
qué pudo haber consistido el cierre narrativo más que en el tránsito de un orden moral a otro? Confieso que
no puedo concebir otra forma de “concluir” una presentación de los acontecimientos reales pues con
seguridad no podemos decir que una secuencia de acontecimientos reales llega realmente a su fin, que la
propia realidad desaparece, que los acontecimientos del orden de lo real han dejado de producirse. Estos
acontecimientos sólo pueden parecer cesados cuando se cambia el significado, y se cambia por medios
narrativos, de un espacio físico o social a otro. Cuando se carece de sensibilidad moral, como parece suceder
en la presentación analista de la realidad, o sólo está potencialmente presente esta sensibilidad, como parece
suceder en la crónica, parece faltar también no sólo el significado sino también los medios para seguir estos
cambios de significado, es decir, la narratividad. Donde, en una descripción de la realidad, está presente la
narrativa, podemos estar seguros de que también está presente la moralidad o el impulso moralizante. No hay
otra forma de dotar a la realidad del tipo de significación que se exhibe en su consumación y se retiene a la
vez por su desplazamiento a otro relato “por contar” y que va más allá de los límites del “fin”.
El objeto mi indagación ha sido el valor que se atribuye a la propia narratividad, especialmente en las
representaciones de la realidad del tipo que encontramos en el discurso histórico. Puede pensarse que he
repartido las cartas en favor de mi tesis —que el discurso narrativizante tiene la finalidad de formular juicios
rnoralizantes— mediante la utilización exclusiva de materiales medievales. Y quizá sea así, pero es la
comunidad historiográfica moderna la que ha distinguido entre las formas discursivas de los anales, la
crónica y la historia sobre la base del logro de plenitud narrativa o la ausencia de este logro. Y esta misma
comunidad académica tiene aún que explicar el hecho de que sólo cuando, según indica, la historiografía se
transformó en una disciplina “objetiva”, se celebró la narratividad del discurso histórico como uno de los
signos de su madurez como disciplina plenamente “objetiva” —como ciencia de carácter especial pero
ciencia al fin y al cabo. Son los propios historiadores los que han transformado la narratividad, de una forma
de hablar a un paradigma de la forma en que la realidad se presenta a una conciencia “realista”. Son ellos los
que han convertido a la narratividad en valor, cuya presencia en un discurso que tiene que ver con sucesos
“reales” señala de una vez su objetividad, seriedad y realismo.
Lo que he intentado sugerir es que este valor atribuido a la narratividad en la representación de
acontecimientos reales surge del deseo de que los acontecimientos reales revelen la coherencia, integridad,
plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria. La idea de que las secuencias
de hechos reales poseen los atributos formales de los relatos que contamos sobre acontecimientos
imaginarios solo podría tener su origen en deseos, ensoñaciones y sueños. ¿Se presenta realmente el mundo a
la percepción en la forma de relatos bien hechos, con ternas centrales, un verdadero comienzo, intermedio y
final, y una coherencia que nos permite ver el “fin” desde el comienzo mismo? ¿O bien se presenta más en la
forma que sugieren los anales y la crónica, o como mera secuencia sin comienzo o fin o corno secuencia de
comienzos que sólo terminan y nunca concluyen? ¿Y se nos presenta realmente el mundo, incluso el mundo
social, como un mundo ya narrativizado, que “habla por sí mismo”, más allá del horizonte de nuestra
capacidad de darle un sentido científico? ¿O es la ficción de un mundo así, capaz de hablar por sí y de
presentarse como forma de relato, necesaria para la creación de esa autoridad moral sin la cual sería
impensable la noción de una realidad específicamente social? Si sólo fuese cuestión de realismo de
presentación, podría defenderse considerablemente la modalidad de los anales y la crónica como paradigma
de formas en que la realidad se presenta a la percepción. ¿Es posible que su supuesto deseo de objetividad,
manifestado en su fracaso en narrar adecuadamente la realidad, tenga que ver no tanto con los tipos de
percepción que presuponen, cuanto con su fracaso en representar la moraleja bajo la presentación estética? Y
¿podríamos responder a la cuestión sin ofrecer una descripción narrativa de la historia de la propia

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Compagni, La crónica, 209-210.

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objetividad, una presentación que ya prejuzgase el resultado de la historia que contásemos en favor de la
moral en general? ¿Podemos alguna vez narrar sin moralizar?

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