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Sobre el mito, el símbolo y más

Una llanura entre las colinas, hecha de prados y cortinas de árboles sucesivas y atravesadas por
grandes claros en la mañana de septiembre, cuando una capa de niebla los separa de la tierra, te
interesa por la evidente característica de lugar sagrado che debió tener en el pasado. En los claros:
fiestas, flores, sacrificios al borde del misterio que se insinúa y que amenaza entre las sombras
silvestres. Ahí, en el límite entre cielo y tronco, podía asomar el dios. Ahora, una característica, no
digo de la poesía sino de la fábula mítica es la consagración de los lugares únicos, relacionados con
un hecho, con una gesta, con un evento. A un lugar, de entre todos, se le da un significado absoluto,
aislándolo del mundo. Así nacieron los santuarios. Así, a cada uno de nosotros nos vuelven a la
memoria los lugares de la infancia; en ellos sucedieron cosas que los volvieron únicos y que los
separan del resto del mundo con esta autoridad mítica.
El paralelo de la infancia aclara rápidamente cómo el lugar mítico no es tanto lo singular, el
santuario, sino más bien el nombre común, lo universal, el prado, la selva la gruta, la playa, la casa,
que en su indeterminación evoca a todos los prados, las selvas, etc. y a todos los anima con su
escalofrío simbólico. Ni siquiera en la memoria de la infancia el prado, la selva, la playa son
objetos reales entre el resto sino el prado, la playa como se nos revelaron en absoluto y dieron
forma a nuestra imaginación. (Que luego estas formas primordiales se hayan enriquecido aun más
con los sedimentos sucesivos del recuerdo, vale como riqueza poética y es algo distinto de su
significado original.)
Esta unicidad del lugar forma parte, por otro lado, de esa unicidad general del gesto y del evento,
absolutos y por lo tanto simbólicos, que constituye el accionar mítico. Una definición no retórica de
esto sería: hacer una cosa de una vez por todas, que por eso se llena de significados y siempre se
continuará llenando, gracias justamente a su fijeza ya no más realista. En la realidad natural ningún
gesto y ningún lugar vale más que otro. En el accionar mítico (simbólico), en cambio, existe todo
una jerarquía.
La empresa del héroe mítico no es tal por estar colmada de hechos sobrenaturales o de fracturas de
la normalidad (las mismas suponen, incluso, en el creyente, una consciencia de una normalidad, lo
cual no es del todo propicio para la concepción mítica); sino más bien porque ésta confiere un valor
absoluto de norma inmóvil que, justamente por su calidad de inmóvil, se revela perennemente
interpretable ex novo, polivalente, en fin, simbólica. Tenés que tener cuidado con no confundirte el
mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se van haciendo; el mito precede (no es)
la expresión que se le da; en su caso se puede hablar sin duda de un contenido distinto de la forma
(a pesar de que, de una forma, aunque sea sumaria, no puede jamás prescindir); y una prueba de
ello es el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, sea expresado con palabras, con
signos o con mímica. El mito es, en resumen, una norma, el esquema de un hecho que sucedió de
una vez por todas, y extrae su valor de una unicidad absoluta que lo traslada por fuera del tiempo y
lo consagra revelación. Por este motivo el mismo sucede siempre en los orígenes, como en la
infancia: existe fuera del tiempo. Un hombre que apareciese un día, quién sabe cuándo, sobre tus
colinas, y te pidiese ramas de sauce para luego desaparecer luego de haber entrelazado un cesto con
ellas, sería el genuino y más simple héroe civilizador. Mítica sería esta revelación de un arte,
cuando aquel gesto quizás, bien interpretado, de una unicidad absoluta, no tuviese presente y no
tuviese pasado, sino que se convirtiese en una sagrada eternidad que fuese paradigma de cada uno
de los artesanos de cestos de sauce. Y una cumbre, de entre todas las cumbres, donde se hubiese
sentado, sería santuario; pero esta surge ya como una concepción posterior, más materialista, en el
sentido de naturalista. Genuinamente mítico es un evento que que, como fuera del tiempo, también
se cumple fuera del espacio. La cumbre de mi héroe debe ser todas las cumbres: y sobre cada una
de ellas el creyente asiste a la re-celebración de la revelación. La unicidad material del lugar (el
santuario) es una concesión a la matter-of-factness del creyente, pero sobre todo a su fantasía,
siempre necesitada de una expresión corpórea, siempre más poética que mítica. Por otro lado, decir
por ejemplo Olimpo era decir, en un cierto momento de la historia griega, algo así como montaña,
todas las montañas. Del mismo modo que Hércules era cada uno de los héroes de la aldea que
retornaba de la aventura, cada mito, encontrando su expresión, se encarnaba en determinaciones
geográficas y culturales que variaban de acuerdo al lugar.
Es necesario controlar esta fiebre de unicidad de la que emana el mito. Se trata de un núcleo
claramente religioso. La vida se puebla de y se enriquece con eventos insustituibles que, justamente
por haber sucedido de una vez por todas y por estar situados por arriba de las leyes del mundo
sublunar, valen como módulos supremos de la realidad, al igual que su contenido, significado y
nudo, y todos los eventos cotidianos adquieren sentido y valor en cuanto repetición o reflejo de
ellos. Un mito es siempre simbólico; por este motivo jamás tiene un significado unívoco, alegórico,
sino que vive gracias a una vida encapsulada que, de acuerdo con el terreno y el humor que le toca,
puede explotar en las más diversas expresiones. Es un evento único, absoluto; un concentrado de
potencia vital perteneciente a otras esferas distintas de la nuestra cotidiana, y como tal confiere un
aura de milagro a todo lo que lo presupone y se le asemeja. Otra definición no se puede dar de
símbolo más que un objeto, una cualidad, un evento al que un valor único, absoluto, le arranca a la
causalidad naturalista y aísla en medio de la realidad. El más simple de los símbolos, un pañuelito
que el enamorado recibió como regalo de su amada, es tal en cuanto adquirió un valor absoluto que
lo carga con significados múltiples que durarán lo que dure la exaltación amorosa.
Ningún niño tiene consciencia de que vive en un mundo mítico. Esto lo respalda el otro hecho de
que ningún niño sabe nada sobre el “paraíso infantil” en el cual eventualmente el adulto recordará
haber vivido. La razón es que en los años míticos el niño tiene muchísimas más cosas mejores para
hacer que dar un nombre a su estado. Le toca vivir este estado y conocer el mundo. Ahora, en la
infancia se aprende a conocer el mundo no - como parecería – con inmediato y originario contacto
con las cosas, sino a través de los signos de éstas: palabras, viñetas, cuentos. Si se vuelve a un
momento cualquiera de conmoción estética frente a algo del mundo, se encontrará que nos
conmovemos porque ya nos hemos conmovido, y ya nos hemos conmovido porque un día algo nos
apareció como transfigurado, separado del resto, por una palabra, una fábula, una fantasía que
hacía referencia a eso y lo contenía. Al niño este signo se le hace símbolo, porque naturalmente en
ese momento la fantasía le llega como realidad, como conocimiento objetivo y no como invención.
(Que la infancia sea poética es sólo una fantasía de la edad madura.). Pero este símbolo, en su
condición de absoluto, transporta a su atmósfera a la cosa significada, que con el tiempo deviene
nuestra forma imaginativa absoluta. Así es la mitopeia, infantil, y en ella se confirma que las cosas
se descubren, se bautizan solamente a través de los recuerdos que se tienen de ella. Ya que,
rigurosamente, no existe un “ver las cosas por primera vez”, la que cuenta es siempre la segunda.
La concepción mítica de la infancia es, en resumen, un transportar a la esfera de eventos únicos y
absolutos las sucesivas revelaciones de las cosas, por las cuales éstas vivirán en la conciencia como
esquemas normativos de la imaginación afectiva. De este modo, cada uno de nosotros posee una
mitología personal (fiel eco de esa otra) que da valor, un valor absoluto, a su mundo más remoto, y
les reviste simples cosas del pasado con un ambiguo y seductor brillo en donde parece, como en un
símbolo, resumirse el sentido de toda una vida. A este “temps retrouvé” no le falta, del mito
genuino, ni siquiera la repetitividad, es decir la facultad de reencarnarse en repeticiones, que
aparecen y son creaciones ex novo, así como la fiesta vuelve a celebrar el mito y al mismo tiempo
lo instaura como si cada vez fuese la primera.

La poesía es otra cosa. En ella se inventa, cosa que no sucede en la concepción mítica. La razón por
la cual la poesía puede nacer siempre y en cualquier lado y, en cambio, cada pueblo termina por
salir de su estudio mitológico, es que para transformar en fe la invención no basta sólo con querer.
La ingenuidad de las barbaries para las que la fantasía es conocimiento objetivo no retorna, una vez
violada. El milagro de la infancia se ve rápidamente sumergido en el conocimiento de lo real y
permanece sólo como inconsciente forma de nuestro fantaseo, continuamente desarmada por la
consciencia que tomamos para esta forma. La vida de cada artista y de cada hombre es, como la de
los pueblos, un incesante esfuerzo por reducir a claridad sus propios mitos. Pero no se puede hacer
que en ellos no radique el foco vital, la ratio última ya que inconsciente, de la vida interior. El
tónico potente que de ellos se absorbe, la única y sola inspiración digna de este nombre abusado es
la prueba. Solamente no se debe negar estéticamente el esfuerzo más asiduo para reducirlos a
clareza, es decir, destruirlos. Sólo aquello que quede después de este esfuerzo (y no puede no
quedar nada, si es verdad que el espíritu es inagotable) podrá valer como fuente de vida.
La poesía busca a menudo revirginizarse, recurriendo al simbolismo, a las memorias de la infancia
y también a los mitos. Confiesa que siente en estas formas espirituales otra tensión imaginativa que
le hace eco, y cree ilusamente que para derivar esta tensión en su campo baste un acto de la
voluntad. Recalca las formas del mito y del símbolo, esperando que en ellas vuelva a latir
mágicamente el corazón. Pero se olvida que ella misma sabe inventar y que el mito, en cambio,
vive de fe.
En las fórmulas tomadas como préstamo duerme un absoluto que, solamente si es tenido en cuenta
como revelación vital antes que poética, puede resucitarse. Sin embargo sucede a veces que
alrededor del esqueleto viejo crece y florece una nueva carne que es una cosa completamente
distinta de lo que el creador se esperaba y sabía. No se habla aquí de poesía, que es siempre
posible, sobre todo cuando se la desea, y en definitiva depende solamente de la paciencia y del ojo
neto. Sino de aquella imagen o inspiración central, formalmente inconfundible, a la que la fantasía
de cada creador tiende a volver inconscientemente y que más lo enciende con su omnipresencia
misteriosa. Mítica es esta imagen en cuanto el creador vuelve a ella siempre como algo único, que
simboliza toda su experiencia. Ella es el fuego central no sólo de su poesía sino de toda su vida.
Cuanto más capaz y robusta es, tanto más amplia y vital es la poesía que surge de ella. Pero es
inútil decir que, apenas el creador se da cuenta críticamente y continúa explorándola, la poesía se
apaga.
Esta inspiración hunde sus raíces en el pasado más remoto del individuo y traduce la quintaesencia
de su descubrimiento de las cosas. A veces, a través de los esquemas que él cree estar recuperando,
se filtra en breves imágenes marginales, casi casuales; más comúnmente se encarna en situaciones
absorbentes, poderosas y monótonas, que sea cual sea el tema de la fábula terminan siempre igual a
sí mismas y le dan el sentido verdadero. De ellas el creador no sabría otra cosa que que son su
mito, su evento único, que cada vez tiene un carácter de revelación inaudita como para el creyente
lo tiene una fiesta ritual. Dentro de sí mismo las contempla, cuando logra verlas, como se
contemplaron en una época los dolores de Dioniso o la transfiguración de Cristo. Ellas son
misterios, en el sentido religioso más genuino.
Describiste así lo que Baudelaire denomina “l’extase”. La espontaneidad del inspirado que es algo
completamente distinto de los “subtils complots” del poeta. Para bautizar las cosas es necesaria la
ingenuidad de la fe, y cada bautismo es un milagro como en el culto. Aquí en serio se está
inspirado, ya que se está de cara a lo absoluto, a aquello que es único, a lo que se recoge y al
mismo tiempo se abandona, y sólo temperamentos extraordinarios de creadores logran conservar,
bajo esta tensión religiosa, la rapidez y la agilidad del oficio poético. Casi siempre es la inspiración
-esta inspiración – la que deteriora la poesía, la diluye, la desperdicia. Lo que se poseía de
disciplina formal se desmorona sobre lo indeterminado del sentimiento insostenible. Son poco
comunes los creadores que saben hacer coincidir la profunda exigencia formal implícita en la
impronta de su más remoto contacto con el mundo, y los medios expresivos dados a toda una
generación de la cultura. Y su tarea es un compromiso, una traición parcial de la ingenuidad, un
tentativo de ver, en el torbellino del mito que los aferra, lo más nítidamente posible, pero solamente
hasta el punto en que la bella fábula se disuelva en naturalidad. Por eso sucede que algunos se
salvan haciendo algo distinto de lo que esperaban y sabían hacer. Pero los más fuertes, los más
diabólicamente devotos y conscientes, hacen lo que quieren, desfondan el mito y al mismo tiempo
lo preservan, reducido a una claridad. Y este es su modo de colaborar a la unicidad del milagro.

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