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El sufrimiento del “Entre”


Una lectura gestáltica de Colpa e sensi di colpa de Martín Buber

Gianni Francesetti
El amor es entre yo y tú.
Las enfermedades del alma
son enfermedades de la relación.
Martín Buber

Este trabajo propone una lectura de la conferencia de Martin Buber sobre Culpa
y sentimiento de culpa a partir de la perspectiva de la psicoterapia de la Gestalt. No es
fácil permanecer en esta frontera donde el discurso filosófico se encuentra con el
psicoterapéutico: es efectivamente la frontera entre dos mundo y dos lenguajes. Cada
vez que se vive en la frontera se corren riesgos: en este caso el riesgo (¿aunque, en el
fondo, no se trata de la inevitable precomprensión de todo encuentro?) es que mi
pertenencia a un mundo diferente al filosófico lleve consigo malentendidos, distancias,
prejuiciós, ignorancias. Por otra parte, como nos enseña la hermenéutica, no podemos
salir de ese círculo. Debemos, por lo tanto, mantenernos en esta condición y
aventurarnos en el trabajo teniendo presente ese punto.

1.-El marco histórico: la psicoterapia en los años 50.


Buber dio esta conferencia en la Washington School of Psychiatry, en abril de 1957,
apoyándose en el modo con que había sido tratada la cuestión de la culpa y del
sentiomiento de culpa en la Conferencia Internacional de Psicoterapia Médica en
Londres, en 1948. En esa ocasión, los colegas psicoterapeutas se habían ocupado
solamente del sentimiento de culpa, dejando a los teólogos la cuestión de la culpa, sin
fundamentar críticamente esa decisión.
Para comentar esta conferencia, y las observaciones propuestas por Buber en relación
con la psicoterapia, es necesario colocar su contribución en el marco temporal del
desarrollo de la psicoterapia. Suconferencia, en efecto, desde el punto de vista histórico
se inserta en una fase de revisión del psicoanálisis y de su difererenciación, que floreció
en la segunda postguerra. Ese es el periodo de la segunda oleada de modelos
psicoterapéuticos que refleja fielmente los cambios culturales y sociales del tiempo: el
final de la emergencia social y la apertura de un periodo de crecimiento económico
permitían colocar no la pertenencia, sino al individuo y la subjetividad en el primer
puesto entre los criterios de orientación personal y los procesos de construcción de la
identidad. Este nuevo contexto social y cultural conduce a un modo radicalmente
distinto de entender la relación terapéutica y los métodos de la cura. Giovanni Salonia
sostiene, en su trabajo sobre la relación entre evolución de los modelos
psicoterapéuticos y cambios sociales,: “En la sociedad, fuerte porque está unida contra
un peligro, se incribe coherentemente el modelo psicoanalítico con su epistemología
vertical: el analista es el que sabrá dar un sentido a la producción sin sentido del
paciente (asociación libre, lapsus, sueños). El super-yo es la instancia reguladora con la
que, de todos modos, es necesario hacer cuentas. El yo como fruto del super-yo-ello.
Tarea del paciente es “introyectar” la interpretación (iluminación) que le dará el
analista. Cuando el contexto socio-cultural comienza a orientarse hacia la primacía de la
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subjetividad, aparece el valor terapéutico de la capacidad de oposición del paciente


(piénsese en Gegenville de Otto Rank) (Rank, 1949). La primera intuición de Perls (que
iniciará la separación del mundo psicoanalítico y pondrá las bases de la psicoterapia de
la Gestalt) es la de que el niño aprende desestructurando (valor de la dentición) y no
tragando (Perls, 1995). También en terapia la subjetividad del paciente adquirirá un
valor primario. Este es el sentido profundo de la no directividad de la terapia rogeriana
(Rogers, 1970) y del valor de la experiencia en la psicoterapia de la Gestalt (ambas
definidas frecuentemente, de forma expeditiva, como ¡terapias superficiales!) (Cavaleri,
2003). En efecto, estos terapeutas , de formas diversas, retoman y dan la curvatura
clínica a las grandes, pero aisladas, intuiciones de Jaspers sobre la importancia de las
vivencias de los pacientes y del Einfühlung en relación con la explicación (Jaspers,
1968). “Feeling expression” llega a ser el nuevo principio terapéutico en cuanto
manifestación de la reencontrada posibilidad de la subjetividad para expresarse” .

Es un periodo en el que, precisamente para subrayar la propia diferencia de los


distintos y nuevos métodos nacientes, el psicoanálisis se endurece en lo que había sido
identificado como su peculiar especificidad: el método interpretativo. Esta perspectica
colocaba después en segundo plano la realidad y la autenticidad de la relación terapeuta-
paciente, focalizándose sobre la dinámica de las instancias intrapsíquicas del individuo,
y fundando la cura sobre las interpretaciones aportadas por el analista y gradualmente
introyectadas por el paciente. Sólo en años recientes el psicoanálisis, también empujado
por la exigencia de curar los nuevos trastornos de la personalidad resistentes a la técnica
interpretativa (en particular, los narcisitas y borderline), y por los nuevos estudios sobre
el desarrollo infantil, ha modificado su visión y ha girado hacia una perspectiva
intersubjetiva que da valor a la centralidad de la relación terapéutica real, no sólo
transferencial y contratransferencial..
La conferencia en Washington School of Psychiatry tiene lugar precisamente en
estos años de renovación de los modelos psicoterapéuticos, y la psicoterapia a la que
Buber se refiere en esa conferencia es el psicoanálisis tal como había madurado hasta
los años 50, periodo en el que, como hemos dicho, se habían producido posteriores
rigideces respecto a la propia técnica y una toma de distancia de los estímulos que los
movimientos humanísticos y existenciales estaban proponiendo. Buber cita en efecto el
pensamiento de Freud “gran iluminista tardío” (W, I, 477), y de Jung, “un místico del
moderno solipsismo” (W., I, 478), identificando en ellos las dos referencias más
significativas y conocidas de la época. Por tanto, está claro por qué se refería él a la
psicoterapia como a una disciplina cuyo ámbito de estudio y de praxis se constituye por
las “reacciones ‘internas’ del individuo” (W, I, 476), mientras que “la relación del
paciente con un ser humano con quien está en contacto [...] es, en cuanto tal, importante
para el psicoterapeuta solamente en la medida en que sus efectos en el psiquismo del
paciente pueden servir para la comprensión de la enfermedad de este; la relación misma,
en su real reciprocidad, la factualidad plena de sentido de lo que ha sucedido y que
sucede entre dos seres humanos, trasciende su tarea de psicoterapeuta, lo mismo que
trasciende su método (W, I, 476) Así pues, no es el ámbito de la psicoterapia “su [del
paciente] participación activa en la relación múltiple entre él y el mundo humano” (W, I,
476).

Esta definición del ámbito de la psicoterapia y del trabajo clínico del


psicoterapeuta, coherente con las teorías psicoanalíticas de la época y con los trabajos
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de la Conferencia Internacional de Londres de 1948, está ciertamente lejos de cuanto


las nuevas psicoterapias humanísticas, fenomenológico-exitenciales y sistémicas
estaban elaborando en esos años.

2. La psicoterapia de la Gestalt: señas epistemológicas y clínicas.

Entre los modelos que nacen en ese periodo está la psicoterapia de la Gestalt: su
texto fundador se publicó en 1951.
Nace como una diferenciación del psicoanálisis freudiano, gracias, inicialmente,
al trabajo de dos psicoanalistas, Frederick y Laura Perls que, huidos de la Alemania nazi
y después de un periodo de permanencia en Sudafrica, llegan a Nueva York, ciudad que
estaba viviendo un momento de gran fermentación cultural, y entran en contacto con un
grupo de intelectuales neoyorquinos. Entre estos, en particular Paul Goodman, escritor,
que se había formado en la escuela pragmática de Chicago donde enseñaba George
Herbert Mead, y que había llegado a ser, posteriormente, uno de los líderes de los
movimientos pacifistas, anarquistas y estudiantiles de los años 60. La psicoterapia de la
Gestalt renueva la teoría y la praxis psicoanalítica a partir de la influencia de la
psicología de la Gestalt, de la fenomenología, del existencialismo, del pragmatismo de
James, Dewey y Mead.

Margherita Spagnuolo-Lobb observa: “ La psicoterapia de la Gestalt es un


método psicoterapéutico post-psicoanalítico, que se desarrolla en los Estados Unidos en
los años 50, en el ámbito de las psicoterapias humanistas (para una síntesis del
nacimiento y de la evolución de la psicoterapia de la Gestalt hasta nuestros días, cfr.
Spagnuolo-Lobb, 1997; 2006; Salonia,1991; Bowman, 2004). ‘Gestalt” es una palabra
alemana que corresponde al significado de ‘estructura unitaria’, ‘configuración
armónica” [...].Esta nueva perspectiva se planteaba como superación del dualismo
presente en la metapsicología freudiana entre impulsos del individuo y necesidades de la
organización social. En efecto, desde el momento en que el individuo es sujeto que
desestructura y reestructura, se le abre la posibilidad concreta de vivir en el mundo
propio con plenitud [...].El grupo sostiene, fundamentalmente, que cada experiencia sólo
puede darse en la frontera de contacto entre un organismo animal humano (así se
expresaban, en términos organísticos, los fundadores de la psicoterapia de la Gestalt) y
su entorno. Precisamente es lo que sucede en esa frontera lo que está disponible para
nuestra observación y para la eventual intervención terapéutica. La frontera de contacto
es el lugar en el que se despliega el self, esa capacidad del organismo humano de entrar
en contacto con el propio entorno y retirarse de él. El concepto de función sustituía así
al psicoanalítico de ‘instancia’, y hacía justicia a la capacidad del individuo para
orientarse en el mundo y actuar creativamente sobre él con fines de autoconservación
[...]. Por lo tanto, es posible colocar unidos en la fontera de contacto la creatividad (que
expresa la unicidad del individuo) y el ajuste (que expresa la reciprocidad necesaria en
la vida social). La forma en que el individuo hace (o no hace) contacto con su entorno
describe su funcionalidad psíquica, no entendida ya según un modelo unívoco de salud
(From, 1985), sino modulada sobre parámetros de creatividad y de ajuste, no leída ya
con criterios evaluadores, sino procesuales y estéticos (Bloom, 2003). Las necesidades
individuales y las comunitarias pueden integrarse sin el sacrificio a priori de ninguno
(Spagnulo-Lobb et al., 1996)”.
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Estas premisas están muy lejos de la psicoterapia a la que se refiere Buber en su


conferencia: en psicoterapia de la Gestalt, el foco del trabajo clínico no está constituido
por las dinámicas intrapsíquicas del paciente, sino por lo que sucede en la frontera de
contacto, en el entre que se constituye en el encuentro terapéutico, y en cada encuentro:
“En término filosóficos podemos decir –así Salonia, Spagnuolo-Lobb y Antonio
Sichera- que es preciso partir de la Zwischenheit , la “entreidad” buberiana, para
encaminarse hacia una comprensión no banal del contacto”. El self no es una estructura
intrapsíquica (como lo es para Freud), ni una meta individual a la cual tender (como lo
es para Jung); el self –se lee en el texto fundador de la psicoterapia de la Gestalt- es “la
función de establecer el contacto con el presente real y transitorio”. – “Se puede
considerar que el self se encuentra sobre la línea de demarcación del organismo , pero la
línea de demarcación [...] pertenece a entrambos, al organismo y al entorno [...]. No se
debe pensar en el self como una institución fija; existe cuando y donde se dé una
interacción en la línea de demarcación”. El self es, por tanto, una propiedad emergente
que pertenece tanto al organismo como al entorno, es una función que nace en la
frontera de contacto, en el entre. Lo que cuenta en psicoterapia de la Gestalt es la
experiencia relacional que se da en el aquí y ahora del encuentro terapéutico, en la
frontera de contacto.Esta interacción es el resultado de la modalidad relacional del
paciente (y del terapeuta), de su modo-de-estar-en-el.mundo, como diría Binswanger, y
lleva consigo de forma creativa todos los fondos constituidos en la trama relacional de
su vida. De esta forma, atrae el mundo del paciente y sus relaciones entran a formar
parte del mundo de la terapia. Esta se hace un lugar para tener experiencia de los
propios tiempos y modos de entrar en contacto, del estilo personal de construir el entre,
de sus límites protectores, de las posibilidades creativas que permitirán una forma nueva
de relacionarse con el entorno. Esto sucede en una relación verdadera, no sólo
imaginaria, proyectiva o transferencial: como dice Buber, “si el terapeuta reconoce esto,
entonces todo lo que le compete se hace más difícil, mucho más difícil –y todo se hace
más real, radicalmente real” (W I, 482); y añade: “pero un ‘médico del alma’, que lo sea
verdaderament5e, es decir, aquel que no ejerce la acción de la curación, sino que entra
en ella cada vez más como compañero, es exactamente uno que se arriesga” (W I, 477).

La proximidad entre la epistemología, la antropología, la Weltanschauung


gestáltica y la perpectiva dialógica buberiana es tal que muchos autores gestálticos han
hecho referencia a Buber para explorar y enriquecer la teoría y la práctica gestáltica .

3. La clave hermenéutica: la sociedad como fondo necesario para captar el sentido


del malestar.

Partiendo de estas premnisas y corriendo el riesgo de sintetizar excesivamente


un tema decididamente amplio y complejo, podemos intentar delinear la relación entre
psicoterapia, malestar y sociedad a la luz del sntimiento de culpa.

Según la epistemología freudiana, el sentimiento de culpa nace de la infracción


de un tabú, de una norma social introyectada a través de la istancia del super-yo. En la
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óptica de favorecer la adaptación del individuo a la sociedad y al inevitable malestar que


la civilización comporta, la tarea del analista era la de reducir los síntomas que el
sentimiento de culpa causaba. Esta es la tarea que tiene el terapeuta en un contexto
social como aquel en que Freud trabajaba: lo que él encontraba era precisamente el
“hombre culpable”, que se encuentra en la imposibilidad de uniformarse hasta el fondo
según las reglas de un contexto rígido, y por eso es culpable. Freud ha dignificado esta
imposibilidad, aliviando no la dificultad que la adaptación comporta, sino, por lo
menos, trasladando parte de la responsabnilidad del malestar individual a las exigencias
de la sociedad. La madurez, para Freud es el logro de la fase genital: en este punto el
individuo está preparado para trabajr y amar (para ser productivo y re-productivo), ha
llegado, a través de un proceso de toma de consciencia, a un aceptable compromiso
entre los propios instintos y la represión de la sociedad que actúa a través del super-yo.
Se trata, según Salonia, de “una madurez vista como compromiso entre las istancias
sociales (y del super-yo) y las del individuo. El héroe y el santo manifiestan el nivel más
alto de madurez (Freud, 1989a; Freud, 1989c)” . Desde esta óptica, reducir el inevitable
sentimiento de culpa es funcional para el individuo (porque alivia el peso de este
compromiso y la sensación de inadecuación), y para la sociedad (porque permite que
haya individuos aceptablemente adaptados a sus normas sin un malestar insostenible).

Posteriormente, Jung da valor a la subjetividad individual poniendo, como tarea


de maduración, la inviduación: el sujeto está así legitimado para diferenciarse de las
pertenencias que le impedirían desarrollarse a través de un proceso individual, trágico y
heroico, básicamente solitario. Del hombre de Freud, parcialmente recuperado a través
del análisis de los sentimientos de culpa procedentes del conflicto entre la imposibilidad
y la necesidad de adecuarse a las reglas, pasamos al hombre de Jung, animado a buscar
la dirección de su desarrollo dentro de sí mismo, en su inconsciente onírico y creativo
que, aun siendo patrimonio común, colectivo, apoya por definición la individuación de
cada persona singular como tal. La culpa en este caso es traicionar este desarrollo; los
sentimientos de culpa por la diferenciación de la matriz familiar, social, colectiva son
lazos neuróticos que han de soltarse para liberar la potencialidad del self.

Las terapias humanísticas de los años 50 y 60 están sustancialmente en línea con


la visión junguiana sobre este punto, y la psicoterapia de aquellos años sostiene el
movimientos social en curso (y está sostenida por él mismo), el cual empuja para salir
de las pertenencias constituidas, para subvertir las reglas dadas, para autorregularse a
partir de la vivencia subjetiva sin frenos atados por los sentimientos de culpa. Dejar la
pertenencia es necesario para encontrarse a sí mismo, y los sentimientos de culpa son
obstáculos inútiles para este camino hacia la madurez. Se enfatizan la capacidad y el
derecho del individuo para autodeterminarse, su capacidad de escoger la propia vida,
para desarrollar plena y libremente su potencial humano. Este empuje, transversal a la
sociedad occidental, renueva la psicoterapia y tiene el gran mérito de recuperar la
disgnidad y el primado de la vivencia subjetiva. Por otro lado, naturalmente, abre la
puerta al narcisismo: si cada uno se autorregula a partir solamente de la propia
subjetividad, de sus deseos, de su autorrealización, el vínculo es sólo un límite que hay
que trascender, o mejor todavía, evitar. La autonomía y la independencia son las
palabras de orden de la sociedad narcisista. Escribe Salonia: “M. Mahler, en el periodo
de la sociedad narcisista, elabora un modelo de desarrollo infantil que enfatiza la
autonomía personal, valorando el caminar ( no visto como andar hacia la madre, sino
como capacidad de alejarse de ella) y configurando la madurez como “constancia del
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objeto” (Mahler et. al., 1978). Parece que está viendo la imagen de alguien fuerte que
desafía al mundo, el héroe de una película del Oeste o, en version adolescente, a Juan
Salvador Gaviota que se separa del grupo porque se siente especial (Bach, 1973)”. La
madurez, como constancia del objeto, significa que el individuo maduro es el que no
tiene necesidad de la presencia del objeto amado, se puede arreglar solo, es autónomo o,
mejor todavía, autosuficiente. El sufrimiento, en este clima, se vuelve una declinación
de la soledad: soledad que aterroriza (ataques de pánico) y soledad que desespera
(depresión). Esto sucede cuando hay capacidad para percibir la soledad, es decir, cuando
el otro ha estado presente en el horizonte experiencial y relacional lo suficiente como
para constituir una presencia cuya ausencia se llega a sentir (como miedo o como
tristeza).

Pero en el priodo que podemos colocar en los últimos treinta años florecen
también nuevas perturbaciones de la personalidad (narcisistas y borderline) que
atestiguan cómo el vacío y la distorsión relacional pueden llegar a ser un abismo de
sufrimiento. Aquí no sólo el sentimiento de culpa no es un problema (como en cambio
lo era para los pacientes de Freud a los que era preciso aliviar el peso del ajuste o
adaptación, o para los pacientes de las terapias humanísticas que eran animados a ser
autónomos y a la autorrealización): ahora la necesidad terapéutica es frecuentemente la
de recuperar o construir la capacidad de sentir la culpa. Si no hay lazos vinculantes,
¿qué culpa puede haber en relación con el otro al que, precisamente, no estoy
vinculado? Pero el cruce de la relación conduce todavía más lejos: la capacidad de
asumir la propia vivencia y la vivencia del otro, el dolor propio y el ajeno se aprende en
la relación. Sin esta última, que al crecer sabe tejer la danza del sentir, nombrar y
reconocer los recíprocos tonos emotivos, el individuo queda vacío e inutilizada su
posibilidad de percibir al otro: nos enfrentamos al terrible desierto que acompaña a las
conductas sociopáticas . ¿Qué posibilidad de convivencia hay si no se ha dado el
desarrollo de la capacidad de percibir al otro, de sentir las resonancias afectivas mías y
suyas? El individuo se mueve en un universo de silencio afectivo, de soledad ni siquiera
percibida, que es aislamiento y desorientación, un desierto frío donde cada cosa y cada
acción son posibles sólo porque son indiferentes.

Donde no hay relación no hay sentimiento de culpa.


Paradójicamente, la situación ha dado la vuelta respecto al tiempo de Freud:
como hemos visto, la tarea terapéutica era entonces aliviar el sentimiento de culpa, de
una culpa omnipresente e insostenible; ahora el sentimiento de culpa es un signo
esperado y buscado que da testimonio de la recuperación de la dimensión relacional,
base de toda subjetividad.

Hoy la psicoterapia recupera esta dimensión relacional, como raíz necesaria y


como horizonte de la curación. Sigue observando Salonia: “ En el periodo postnarcisista
retorna con fuerza la necesidad de arreglar cuentas con el otro (¿cómo se arreglan tantos
“narcisos” para vivir junto?) y D.Stern propone una teoría evolutiva conectada con la
teoría del self (Stern, 1987; Stern, 1999). Retoma, sin darse cuenta, los conceptos que ya
había delineado la psicoterapia de la Gestalt. No es posible una maduración del aislado,
sino que toda madurez es madurez relacional. El self, en efecto, es siempre y de todos
modos relacional. El self narrativo como capacidad de contar y contarse, de vivir la
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relación con los otros en una dimensión de apertura triádica. En la teoría evolutiva de la
psicoterapia de la Gestalt se describe como madurez evolutiva del niño la competencia
para el contacto (Salonia, 1989). Resumeindo, es como si en un periodo de guerra el
niño fuese educado a “tomar parte”, a obedecer, a tragar las reglas de la supervivencia;
en el periodo narcisista a ser autónomo y a expresar todas sus potencialidades; en el
periodo postnarcisista a expresarse dentro de una relación”.

4. Culpa, psicoterapia y psicopatología gestáltica.

Hemos visto lo fundamental, que es leer en clave hermenéutica el malestar


psicológico (también el sentimiento de culpa) y su curación teniendo en cuenta el
contexto en el que se presenta.

¿De qué modo, en cuanto terapeutas, nos afecta el problema de la culpa?


¿Debemos dejar la cuestión a los teólogos, como sugirió la Conferencia Internacional de
Psicoterapia Médica de 1948?

Sobre este asunto, Buber viene en nuestra ayuda ya que, en su conferencia,


distingue tres esferas: la del derecho, la religiosa y una tercera que él llama “mediana”.
Esta última es la que concierne al terapeuta del que habla Buber: (W I, 467). Es la esfera
de la consciencia: “Por consciencia entendemos la capacidad y la tendencia del ser
humano a distinguir radicalmente, en lo hondo de su propio comportamiento pasado y
futuro, entre lo que hay que aprobar y lo que se debe desaprobar [...] Las tablas del
deber y no deber , bajo las cuales este ser humano ha crecido y vive, determinan solo
concepciones que mandan en el ámbito de la conciencia [...] El conjunto de órdenes que
un ser humano considera que ha violado, o que puede violar, trasciende, en alguna
medida, el conjunto de los tabús parentales y sociales que lo atan”(W I, 488-489). A esta
esfera mediana, a esta “violación” (W I,486) del orden, pertenecen los sentimientos de
culpa auténticos que Buber distingue netamente de los sentimientos de culpa
“neuróticos” (cfr.W I, 481).

Este planteamiento reenvía a una orientación ética que no tiene que ver con las
tablas de la ley, pero tampoco y solamente con el sentir subjetivo: este último, en efecto,
percibe tanto el sentimiento de culpa “neurótico” como el auténtico. ¿Por tanto, dónde
está el lugar en el que la conciencia (entendida en el sentido buberiano citado antes)
advierte como sentimiento de culpa auténtico esta violación del orden del mundo, si esta
percepción no brota de la confrontación entre el propio comportamiento y las tablas de
la ley ni tampoco en la solitaria y subjetiva introspección?

¿A qué lugar de regulación de la experiencia y del comportamiento humano


reenvía esta ley, si no es ni la del derecho jurídico ni la ley divina?

Para buscar un respuesta a esta pregunta, partamos del ejemplo clínico de


Melanie narrado por Buber en su conferencia. En este hecho, la intervención
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psicoterapéutica conduce a la remisión de los síntomas clínicos y a la desaparición de


los sentimientos de culpa; el psicoanalista “ en breve tiempo [...] pudo liberarla de sus
sentimientos de desilusión y de culpa y, a la vez, llevarla a la convicción de ser ‘un
genio de la amistad” [...] El sentimiento de culpa no se hizo presente más; el aparato que
se había colocado en el lugar del corazón sufriente y culpabilizador funcionaba de
forma ejemplar” (W I,483). Esta intervención no puede ser considerada como un éxito
terapéutico, más o menos como si la supresión del dolor a través de un analgésico
pudiera ser considerada la cura eficaz para un absceso o una caries. La finalidad de la
psicoterapia no es eliminar el dolor ( en sus diferentes formas, incluido en ellas el
sentimento de culpa), sino hacerlo soportable. Melanie, después de la terapia, era
menos capaz de sentir su dolor y, por tanto, estaba más lejos de la realidad de su propia
situación, y en consecuencia, con menos instrumentos para orientarse sobre quién era
ella y sus posibilidades existenciales: “ Con el silencio del sentimiento de culpa,
desapareció para Melanie la posibilidad de la expiación mediante una relación
verdadera, conquistada de una manera nueva, con el entorno, relación en la que, al
mismo tiempo, podrían desplegarse sus mejores cualidades” (W I, 483). La psicoterapia
no nos aleja de la realidad, no bloquea la percepción, sino que, al contario y en término
gestálticos, tiene el fin de aumentar la consciencia, también (y sobre todo) cuando esta
comporta dolor. La consciencia no es una función intrapsíquica o sólo cognitiva, sino la
capacidad de percibir lo que sucede en la frontera de contacto, en el entre donde se
constituye la experiencia . Por tanto es diferente de la introspección, entendida como
capacidad del individuo de abstraerse del presente y mirar dentro de sí, y también de la
comprensión meramente cognitiva. Es una percepción intencionada que empuja a la
acción. Un aumento de esta consciencia hubiera llevado a Melanie en dirección de sentir
plenamente su dolor, y para esto hubiera necesitado una relación que la sostuviese
específicamente en ese terreno.

Pero probemos a ir todavía más allá: la teoría gestáltica mira la psicopatología


como un fenómeno que se manifiesta creativamente en el individuo, pero que pertenece
a la red de relaciones que se ha tenido y que se vuelve a crear en cada nueva relación. El
síntoma es la huella del campo relacional que se atraviesa, nace en la relación y es una
llamada que busca una relación que pueda darle sentido y quitárselo. La psicopatología
es, etimológicamente, un “sufrimiento cuyo aliento no se puede aferrar”: precisamente
tal sufrimiento, más que el del individuo, representa el sufrir del entre, de la frontera de
contacto, del modo en que organismo y entorno (el mundo y yo) se encuentran (y no se
encuentran). No pertenece al individuo, pero se manifiesta a través de él; ciertamente,
de forma original y creativa, pero sin pertenecerle completamente (ni como origen, ni
como meta a la que tiende). La psicopatología no es simplemente sufrimiento subjetivo
e individual. Es el sufrimiento de la Zwischenheit (“entreidad”).
Hay sufrimientos subjetivos que no son psicopatológicos, es decir, que no son
del entre.
Hay indiferencias subjetivas (carentes de un dolor percibido) que son
psicopatológicas porque el entre sufre.
El sufrimiento percibido por el individuo, no siempre es no-sano (por ej., en el
duelo), y no siempre la patología se siente individualmente como sufrimiento ( por ej.,
en la psicopatía o sociopatía en la que es el otro el que sufre).
Para orientarnos claramente en la dimensión de la psicopatología necesitamos
trascender la referencia única al individuo y considerar la relación.
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El dolor psicopatológico expresa la carencia de un encuentro significativo, tanto


más grave cuanto más importante es la relación y más fundamental para la maduración
del self y para el crecimiento del organismo. Sentir individualmente este sufrimiento del
entre es ya un signo de madurez, porque es manifestación de la consciencia (que es
siempre consciencia en y de la frontera de contacto). Precisamente porque el dolor
pertenece a la relación puede no ser percibido por uno de los miembros implicados: por
ejemplo, en una pareja en la que él tenga un sufrimiento narcisista es posible que el
dolor de la relación sea percibido sólo por su compañera. El hecho de que ella esté mal
(por ejemplo, a causa de un profundo sentimiento de soledad y tristeza) no indica que
deba ser atendida para evitar sentir ese malestar (quizá con un antidepresivo); al
contrario, su malestar es una señal saludable que indica que su relación tiene necesidad
de cura. Se deberá, entre otras cosas, apoyarla para que pueda sentir el dolor presente en
su relación y probablemente desenmascará las heridas relacionales que guardaba sin
tocar. Los niños, con mucha frecuencia, tampoco pueden reconocer y expresar su
sufrimiento psicológico cuando las relaciones en las que están insertos sufren: no
pueden decir “estoy mal”, pero presentarán malestares físicos o dificultades en la
escuela, cognitivas, o hiperactividad o agresividad hacia sus compañeros. Pero si
alguien, que puede percibir lo que sucede en la frontera de contacto, se relaciona con el
niño (o la familia), sentirá que en la relación familiar ( en el modo de estar en la frontera
de contacto) hay sufrimiento. Pasar a un óptica radicalmente relacional en
psicopatología permite mirar a una luz diferente el dolor y el sentimiento de culpa: el
dolor relacional si es insoportable se transforma en autodestrucción (desesperación) o
anestesia (incapacidad de percibir afectivamenta al otro y a sí mismo).

Por esta razón, ”mal” es la bisagra lingüística que une y separa el dolor y la
crueldad: esta palabra indica tanto el sufrimiento padecido como la acción malvada
(contra uno mismo o contra otros). Lo que hace que el mal tome un camino u otro es la
presencia o la ausencia de un apoyo adecuado relacional: si este no existe, el dolor será
autodestrucción o crueldad. En esta perspectiva relacional, y retomando a Buber, “no se
puede hacer el mal con toda el alma; sólo se puede hacer el bien con el alma entera” ( W
I, 491). De esta forma se abre la psicoterapia a una dimensión ética: hacer soportable (¡y
no anestesiar!) el dolor en las personas que encontramos, y de las que hemos de cuidar,
significa reducir el mal del mundo.
El sentimiento de culpa, lo mismo que el dolor, es auténtico solamente si está
anclado en la realidad relacional y esto es posible en la medida en que haya consciencia
(entendida como capacidad de estar presente en la frontera de contacto) de lo que
sucede en el entre.
El sentimiento de culpa “neurótico” es tal en cuanto no se corresponde con la
verdad de la relación: es uno de los modos en que se manifiesta el miedo a la
diferenciación, a salir de las pertenencias.
De la misma manera, como hemos dicho antes, la falta de sentimiento de culpa
puede ser también “neurótica”, es decir, puede ser la expresión de un sufrimiento
relacional.
El sentimiento de culpa auténtico es el que acompaña a la percepción del
sufrimiento de la relación, al darse cuenta de que ha sido su modo de estar en ella la que
ha causado ese sufrimiento.
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El sentimiento de culpa auténtico es un dolor sano porque sana la relación.

Este es un ejemplo llamativo de cómo la psicopatología no coincide con el


sufrimiento individual: la percepción dolorosa de la culpa es un signo de salud
relacional. Quizá podemos reconocer en esa experiencia la fase de la aclaración de la
que habla Buber. La percepción que tengan los individuos, pero también la trama
relacional que les une y les sitúa, y que es el horizonte del mundo que nos constituye,
amplía ulteriormente esta consciencia: la relación, que siento haber traicionado, resulta
la ocasión para revelar un orden en el mundo.

Una experiencia clínica nos puede ayudar a ilustrar este punto: un hombre
decidido deja a la mujer y a los hijos por una amante, convencido de haber encontrado a
la mujer de su vida. Sin embargo, poco después conoce a una tercera mujer que le hace
sentir que ella podría ser la verdadera mujer de su vida. Creyendo que debe elegir cuál
de las dos mujeres podría ser la mejor para él, lleva durante años una vida llena de
tormento, mentira e indecisión, combatido continuamente entre las dos elecciones:
cuando está con una mujer no puede hacer otra cosa que pensar en la otra, imaginando
que podría ser mejor estar con ella, y viceversa. Inicialmente, él vive esta situación con
rabia contra el destino (“¿por qué no habré encontrado una mujer que tuviera las
cualidades de las dos?”) y hacia las dos mujeres (“¡ninguna de las dos es capaz de
darme lo que necesito!”). Gradualmente, en terapia, emergen los sentimientos de culpa
por el sufrimiento que a lo largo de los años él ha contribuido a crear. Poco a poco se
hace consciente de que las dos mujeres pueden ser buenas compañeras para él: el
problema no es cuál elegir. Descubre con un dolor vivo y lacerante (y en parte antiguo)
su incapacidad de entregarse a la relación: “¡Es tremendo: ellas me aman y yo estoy
sentado al lado de la relación, juzgando si saben hacer esto o aquello, como si fuera un
juez y ellas objetos!”. De este fluir doloroso, de este llantoangustiado, nace la
consciencia de la belleza de la relación: “¡Cuánto amor y cuánta belleza he despreciado!
Siento que he traicionado mucho más que a una mujer. Siento que he traicionado a la
vida...” El foco de la terapia y de su vida no es ya a qué mujer elegir, sino cómo poder
estar hasta el fondo en la relación. No poder entregarse a ésta es un sufrimiento que le
ha protegido de un sufrimiento mayor porque no la había apoyado: la intimidad del
entre, que había conocido en su historia, le había ahogado, empujándolo, para salvarse,
a estar al lado de la relación. El proceso terapéutico lo apoya para sentir, soportar y
transformar el sufrimiento y el terror que siente cada vez que se encuentra un poco más
adentro de la relación, en primer lugar en la relación con el terapeuta mismo.

Esta evolución quizá puede ser parecida al momento de la perseverancia al que


Buber se refiere: no se trata de una autoflagelación renovada constantemente, sino de un
“perseverar recto y firme en la claridad de la gran luz” (W I, 501). Esta consciencia
plena (como cada sentimiento) implica un impulso hacia el tiempo próximo, una
intencionalidad dispuesta a reparar el sufrimiento: no el propio (el dolor se siente como
deseable porque es justo y corresponde a la realidad), sino el de la relación, sea en
sentido específico (la relación traicionada), sea en sentido más amplio (toda la trama de
relaciones que constituyen al hombre). Se puede aproximar esta intencionalidad a lo que
Buber llama la fase de la expiación. Esta es un “comportamiento [...] actuado no a partir
de un propósito asumido, sino una acción libre de arbitrariedades en mi existencia
conquistada. Y esto puede suceder naturalmente, sólo a partir del núcleo de una nueva
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relación con el mundo, de un nuevo servicio al mundo con las fuerzas renovadas del ser
humano renovado” (W I, 502). Buber subraya, lo mismo que la Gestalt, que el nuevo
recorrido nace espontáneo de un modo nuevo de estar en el mundo, de estar en el entre
de la relación, en la frontera de contacto.

¿Pero quién conoce esta verdad de la relación que nos indica la autenticidad del
sentir y la autenticidad de la culpa?
Ciertamente no se puede conocer la verdad de la relación sin comprometerse en
la misma: “Quizá tenemos necesidad de un paradigma nuevo para descubrir la verdad
que existe en cada momento o, mejor, en el presente de cada encuentro” –observa
Salonia. Esta verdad pertenece a la relación y no al individuo: no podemos establecer,
hasta el fondo, solos, lo que está sucediendo en el entre. Además, la verdad de la
relación es situacional, como la propia relación; nunca se da una vez por todas, sino que
hay que buscarla continuamente en cada nueva situación. En el encuentro, el compartir
implícito o explícito (verbalizado) de las vivencias y de las intencionalidades es un
terreno de lucha, como nos recuerda Gadamer: La fusión de los horizontes no es un
proceso lineal y sin tropiezos, sino más bien un proceso normalmente conflictivo y
caótico. La verdad de la relación nos vincula al proceder con el otro, nos impone
atravesar el caos y el enfrentamiento, lanzarnos a la tierra de nadie que es el verdadero
lugar del diálogo, nos vincula a la necesidad ( y a la ocasión creativa) de la co-
construcción. Hemos pasado de la autorregulación del organismo de las terapias
humanísticas a la autorregulación relacional de la psicoterapia del nuevo milenio.

La verdad de la relación no puede ser poseída y metida en un puño: siempre es


nueva. No es individual ni viene de una autoridad externa: es co-construida. La verdad
de la relación pertenece, por tanto, a la propia relación: es necesario entregarse a ella
para captarla, lanzándose al no man´s land que nos separa y nos une, arriesgando la
seguridad de lo conseguido para abrirnos a la frescura de la novedad.

¿Pero es suficiente la referencia a la relación dual para la búsqueda de la verdad


relacional?
En el ámbito clínico, si nos limitásemos a la satisfacción y al acuerdo en la
relación dual, la relación sadomasoquista y la folie à deux podrían ser consideradas
sanas: los dos sujetos se declaran satisfechos de sus intencionalidades complementarias.
Aquí emerge otro elemento básico: la relación siempre necesita de un tercero
para constituirse y para poder ser comprendida.

El tercero es el fondo necesario para dar sentido a la figura, en este caso a la


relación dual. Si un tercero estuviera presente en la relación sadomasoquista o en la
folie à deux (sin perder el anclaje con el fondo) sentiría dolor. El tercero no es sólo
abstractamente hipotético: concreta e inevitablemente, el fondo sufre, la sociedad en su
conjunto padece. También fenómenos físicamente lejanos son cercanos a nosotros, en
este sentido, y nos pertenecen: cuando un hombre tortura a otro hombre toda la sociedad
sufre, incluso en el caso de que nadie supiera nunca lo que ha sucedido. La capacidad de
sentir individualmente este sufrimiento es proporcional a nuestra madurez. Y por
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consiguiente la capacidad de sentirnos responsables, y en este sentido también


culpables, es proporcional a nuestra madurez. Reconocer lo básicamente irreductible de
la relación comporta reconocer lo básicamente irreductible de la culpa. La otra
polaridad de esto es que cada experiencia de autenticidad relacional, cada acción
espontánea, por muy pequeña o invisible que nazca de la verdad de la relación, cambia
realmente el mundo. El vículo relacional, situándonos, nos limita pero, a la vez, nos
libera del aislamiento de nuestra soledad: “existimos en un estado de urgencia crónica, y
la mayor parte de nuestras fuerzas de amor, de humor, de rabia, de indignación están
reprimidas o disminuidas. Los que ven esto con más claridad sienten más intensamente
y actúan con más coraje, se pierden y sufren, porque le es imposible a nadie ser
verdaderamente feliz si la felicidad no está generalizada. Sin embargo, si nos ponemos
en contacto con esta terrible realidad, existe también en ella una potencialidad creativa”.

Esta perspectiva sobre la autorregulación de la relación y sobre la co-


construcción de cada experiencia, además de abrir a una dimensión ética y política de la
psicoterapia, encuentra en la estética el criterio de valoración intrínseco a la relación
terapéutica..

La experiencia del encuentro es auténtica si percibimos su gracia con los


sentidos (estéticamente): paciente y terapeuta se sienten tocados y movidos en lo
profundo, sienten que bailan de una forma única y creativa su propia danza, viven hasta
el fondo sus potencialidades y no falta nada. Retomando los versos de Keats: “La
belleza es verdad, la verdad belleza, - sólo esto / sabed sobre la tierra, y es todo lo que
os basta”. La verdad de la relación terapéutica se manifiesta, en efecto, como gracia y
como belleza: la presencia en el encuentro, la aparición de una figura inédita co-creada,
el contacto pleno se perciben por los sentidos de forma estética en la frontera de
contacto ( lugar en el que organismo y entorno se tocan). El criterio estético nos da la
medida de la presencia a través de la percepción de la fuerza, la claridad, la gracia de la
figura emergente. Esta belleza no es objetual, es decir, no pertenece al objeto, no puede
fijarse por un objetivo fotográfico . No puede describirse con lenguaje científico ni con
la verbalización neurótica. La suya es la voz de la poesía. Pero tampoco es subjetiva,
porque no pertenece al sujeto: sólo se percibe a través de la presencia plena en la
frontera de contacto.
Es una propiedad emergente del encuentro y pertenece solamente a él.

Si estamos conscientes (despiertos y presentes en la frontera de contacto), la


belleza emergente nos proporciona un criterio de verdad de la relación, que no necesita
una confrontación con las tablas de la ley y tampoco se reduce a una introspección
subjetiva y solitaria.

Ella nos revela el orden del mundo.

Traducción de María Cruz Gª de Enterría


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Traducciones españolas de libros citados en las Notas a pie de página.

AA.VV., Terapia Gestalt. Historia, teoría y práctica, México-Bogotá, Ed. Manual


Moderno, 2007

BATESON, G., Una unidad sagrada: pasos ulteriores hacia una ecología de la mente,
Barcelona, Ed. Gedisa, 1989

GADAMER, H.G., Verdad y método, Salamanca, Ed.Sígueme, 2001-2002, 2 vols.

JASPERS, Karl, Psicopatología general, México, Fondo de Cultura Económica, 1999²

KEATS, John, Sonetos, odas y otros poemas, Madrid, Visor Libros, 1982

KOHUT, H., Análisis del Self, Buenos Aires, Amorrortu Eds., 1977

LASCH, Ch., La cultura del narcisismo, Barcelona, Ed.Andrés Bello, 1999

PERLS, F.S.- R.F. HEFFERLINE – P. GOODMAN, Terapia Gestalt: Excitación y


crecimeito de la personalidad humana, Madrid-Ferrol, Colección “Los Libros del
CTP”-4, 2002

PERLS, F.S., Yo, hambre y agresión. Una revisión de la teoría y del método de Freud,
Madrid-Ferrol, Colección “Los Libros del CTP” –13, 2007.

ROBINE, Jean Marie, Contacto y relación en psicoterapia. Reflexiones sobre Terapia


Gestalt, Santiago de Chile, Ed. Cuatro Vientos, 2002²

ROGERS, Carl L., Psicoterapia centrada en el cliente, práctica, implicaciones y teoría,


Barcelona, Ed. Paidós Ibérica, 2008.

SPAGNUOLO-LOBB, M. (coord.), Psicoterapia de la Gestalt. Hermenéutica y clínica,


Barcelona, Ed.Gedisa, 2002

STERN, Daniel N., Diario de un bebé, Barcelona, Ed. Paidós Ibérica, 2002³

Idem, El mundo interpersonal del infante, Barcelona, Ed. Paidós Ibérica, 1999.

Este artículo ha sido publicado en la Revista de Terapia Gestalt de la AETG nº 30, 2010,
págs. 29-42.. Está traducido con permiso del autor.

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