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Gianni Francesetti
El amor es entre yo y tú.
Las enfermedades del alma
son enfermedades de la relación.
Martín Buber
Este trabajo propone una lectura de la conferencia de Martin Buber sobre Culpa
y sentimiento de culpa a partir de la perspectiva de la psicoterapia de la Gestalt. No es
fácil permanecer en esta frontera donde el discurso filosófico se encuentra con el
psicoterapéutico: es efectivamente la frontera entre dos mundo y dos lenguajes. Cada
vez que se vive en la frontera se corren riesgos: en este caso el riesgo (¿aunque, en el
fondo, no se trata de la inevitable precomprensión de todo encuentro?) es que mi
pertenencia a un mundo diferente al filosófico lleve consigo malentendidos, distancias,
prejuiciós, ignorancias. Por otra parte, como nos enseña la hermenéutica, no podemos
salir de ese círculo. Debemos, por lo tanto, mantenernos en esta condición y
aventurarnos en el trabajo teniendo presente ese punto.
Entre los modelos que nacen en ese periodo está la psicoterapia de la Gestalt: su
texto fundador se publicó en 1951.
Nace como una diferenciación del psicoanálisis freudiano, gracias, inicialmente,
al trabajo de dos psicoanalistas, Frederick y Laura Perls que, huidos de la Alemania nazi
y después de un periodo de permanencia en Sudafrica, llegan a Nueva York, ciudad que
estaba viviendo un momento de gran fermentación cultural, y entran en contacto con un
grupo de intelectuales neoyorquinos. Entre estos, en particular Paul Goodman, escritor,
que se había formado en la escuela pragmática de Chicago donde enseñaba George
Herbert Mead, y que había llegado a ser, posteriormente, uno de los líderes de los
movimientos pacifistas, anarquistas y estudiantiles de los años 60. La psicoterapia de la
Gestalt renueva la teoría y la praxis psicoanalítica a partir de la influencia de la
psicología de la Gestalt, de la fenomenología, del existencialismo, del pragmatismo de
James, Dewey y Mead.
objeto” (Mahler et. al., 1978). Parece que está viendo la imagen de alguien fuerte que
desafía al mundo, el héroe de una película del Oeste o, en version adolescente, a Juan
Salvador Gaviota que se separa del grupo porque se siente especial (Bach, 1973)”. La
madurez, como constancia del objeto, significa que el individuo maduro es el que no
tiene necesidad de la presencia del objeto amado, se puede arreglar solo, es autónomo o,
mejor todavía, autosuficiente. El sufrimiento, en este clima, se vuelve una declinación
de la soledad: soledad que aterroriza (ataques de pánico) y soledad que desespera
(depresión). Esto sucede cuando hay capacidad para percibir la soledad, es decir, cuando
el otro ha estado presente en el horizonte experiencial y relacional lo suficiente como
para constituir una presencia cuya ausencia se llega a sentir (como miedo o como
tristeza).
Pero en el priodo que podemos colocar en los últimos treinta años florecen
también nuevas perturbaciones de la personalidad (narcisistas y borderline) que
atestiguan cómo el vacío y la distorsión relacional pueden llegar a ser un abismo de
sufrimiento. Aquí no sólo el sentimiento de culpa no es un problema (como en cambio
lo era para los pacientes de Freud a los que era preciso aliviar el peso del ajuste o
adaptación, o para los pacientes de las terapias humanísticas que eran animados a ser
autónomos y a la autorrealización): ahora la necesidad terapéutica es frecuentemente la
de recuperar o construir la capacidad de sentir la culpa. Si no hay lazos vinculantes,
¿qué culpa puede haber en relación con el otro al que, precisamente, no estoy
vinculado? Pero el cruce de la relación conduce todavía más lejos: la capacidad de
asumir la propia vivencia y la vivencia del otro, el dolor propio y el ajeno se aprende en
la relación. Sin esta última, que al crecer sabe tejer la danza del sentir, nombrar y
reconocer los recíprocos tonos emotivos, el individuo queda vacío e inutilizada su
posibilidad de percibir al otro: nos enfrentamos al terrible desierto que acompaña a las
conductas sociopáticas . ¿Qué posibilidad de convivencia hay si no se ha dado el
desarrollo de la capacidad de percibir al otro, de sentir las resonancias afectivas mías y
suyas? El individuo se mueve en un universo de silencio afectivo, de soledad ni siquiera
percibida, que es aislamiento y desorientación, un desierto frío donde cada cosa y cada
acción son posibles sólo porque son indiferentes.
relación con los otros en una dimensión de apertura triádica. En la teoría evolutiva de la
psicoterapia de la Gestalt se describe como madurez evolutiva del niño la competencia
para el contacto (Salonia, 1989). Resumeindo, es como si en un periodo de guerra el
niño fuese educado a “tomar parte”, a obedecer, a tragar las reglas de la supervivencia;
en el periodo narcisista a ser autónomo y a expresar todas sus potencialidades; en el
periodo postnarcisista a expresarse dentro de una relación”.
Este planteamiento reenvía a una orientación ética que no tiene que ver con las
tablas de la ley, pero tampoco y solamente con el sentir subjetivo: este último, en efecto,
percibe tanto el sentimiento de culpa “neurótico” como el auténtico. ¿Por tanto, dónde
está el lugar en el que la conciencia (entendida en el sentido buberiano citado antes)
advierte como sentimiento de culpa auténtico esta violación del orden del mundo, si esta
percepción no brota de la confrontación entre el propio comportamiento y las tablas de
la ley ni tampoco en la solitaria y subjetiva introspección?
Por esta razón, ”mal” es la bisagra lingüística que une y separa el dolor y la
crueldad: esta palabra indica tanto el sufrimiento padecido como la acción malvada
(contra uno mismo o contra otros). Lo que hace que el mal tome un camino u otro es la
presencia o la ausencia de un apoyo adecuado relacional: si este no existe, el dolor será
autodestrucción o crueldad. En esta perspectiva relacional, y retomando a Buber, “no se
puede hacer el mal con toda el alma; sólo se puede hacer el bien con el alma entera” ( W
I, 491). De esta forma se abre la psicoterapia a una dimensión ética: hacer soportable (¡y
no anestesiar!) el dolor en las personas que encontramos, y de las que hemos de cuidar,
significa reducir el mal del mundo.
El sentimiento de culpa, lo mismo que el dolor, es auténtico solamente si está
anclado en la realidad relacional y esto es posible en la medida en que haya consciencia
(entendida como capacidad de estar presente en la frontera de contacto) de lo que
sucede en el entre.
El sentimiento de culpa “neurótico” es tal en cuanto no se corresponde con la
verdad de la relación: es uno de los modos en que se manifiesta el miedo a la
diferenciación, a salir de las pertenencias.
De la misma manera, como hemos dicho antes, la falta de sentimiento de culpa
puede ser también “neurótica”, es decir, puede ser la expresión de un sufrimiento
relacional.
El sentimiento de culpa auténtico es el que acompaña a la percepción del
sufrimiento de la relación, al darse cuenta de que ha sido su modo de estar en ella la que
ha causado ese sufrimiento.
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Una experiencia clínica nos puede ayudar a ilustrar este punto: un hombre
decidido deja a la mujer y a los hijos por una amante, convencido de haber encontrado a
la mujer de su vida. Sin embargo, poco después conoce a una tercera mujer que le hace
sentir que ella podría ser la verdadera mujer de su vida. Creyendo que debe elegir cuál
de las dos mujeres podría ser la mejor para él, lleva durante años una vida llena de
tormento, mentira e indecisión, combatido continuamente entre las dos elecciones:
cuando está con una mujer no puede hacer otra cosa que pensar en la otra, imaginando
que podría ser mejor estar con ella, y viceversa. Inicialmente, él vive esta situación con
rabia contra el destino (“¿por qué no habré encontrado una mujer que tuviera las
cualidades de las dos?”) y hacia las dos mujeres (“¡ninguna de las dos es capaz de
darme lo que necesito!”). Gradualmente, en terapia, emergen los sentimientos de culpa
por el sufrimiento que a lo largo de los años él ha contribuido a crear. Poco a poco se
hace consciente de que las dos mujeres pueden ser buenas compañeras para él: el
problema no es cuál elegir. Descubre con un dolor vivo y lacerante (y en parte antiguo)
su incapacidad de entregarse a la relación: “¡Es tremendo: ellas me aman y yo estoy
sentado al lado de la relación, juzgando si saben hacer esto o aquello, como si fuera un
juez y ellas objetos!”. De este fluir doloroso, de este llantoangustiado, nace la
consciencia de la belleza de la relación: “¡Cuánto amor y cuánta belleza he despreciado!
Siento que he traicionado mucho más que a una mujer. Siento que he traicionado a la
vida...” El foco de la terapia y de su vida no es ya a qué mujer elegir, sino cómo poder
estar hasta el fondo en la relación. No poder entregarse a ésta es un sufrimiento que le
ha protegido de un sufrimiento mayor porque no la había apoyado: la intimidad del
entre, que había conocido en su historia, le había ahogado, empujándolo, para salvarse,
a estar al lado de la relación. El proceso terapéutico lo apoya para sentir, soportar y
transformar el sufrimiento y el terror que siente cada vez que se encuentra un poco más
adentro de la relación, en primer lugar en la relación con el terapeuta mismo.
relación con el mundo, de un nuevo servicio al mundo con las fuerzas renovadas del ser
humano renovado” (W I, 502). Buber subraya, lo mismo que la Gestalt, que el nuevo
recorrido nace espontáneo de un modo nuevo de estar en el mundo, de estar en el entre
de la relación, en la frontera de contacto.
¿Pero quién conoce esta verdad de la relación que nos indica la autenticidad del
sentir y la autenticidad de la culpa?
Ciertamente no se puede conocer la verdad de la relación sin comprometerse en
la misma: “Quizá tenemos necesidad de un paradigma nuevo para descubrir la verdad
que existe en cada momento o, mejor, en el presente de cada encuentro” –observa
Salonia. Esta verdad pertenece a la relación y no al individuo: no podemos establecer,
hasta el fondo, solos, lo que está sucediendo en el entre. Además, la verdad de la
relación es situacional, como la propia relación; nunca se da una vez por todas, sino que
hay que buscarla continuamente en cada nueva situación. En el encuentro, el compartir
implícito o explícito (verbalizado) de las vivencias y de las intencionalidades es un
terreno de lucha, como nos recuerda Gadamer: La fusión de los horizontes no es un
proceso lineal y sin tropiezos, sino más bien un proceso normalmente conflictivo y
caótico. La verdad de la relación nos vincula al proceder con el otro, nos impone
atravesar el caos y el enfrentamiento, lanzarnos a la tierra de nadie que es el verdadero
lugar del diálogo, nos vincula a la necesidad ( y a la ocasión creativa) de la co-
construcción. Hemos pasado de la autorregulación del organismo de las terapias
humanísticas a la autorregulación relacional de la psicoterapia del nuevo milenio.
BATESON, G., Una unidad sagrada: pasos ulteriores hacia una ecología de la mente,
Barcelona, Ed. Gedisa, 1989
KEATS, John, Sonetos, odas y otros poemas, Madrid, Visor Libros, 1982
KOHUT, H., Análisis del Self, Buenos Aires, Amorrortu Eds., 1977
PERLS, F.S., Yo, hambre y agresión. Una revisión de la teoría y del método de Freud,
Madrid-Ferrol, Colección “Los Libros del CTP” –13, 2007.
STERN, Daniel N., Diario de un bebé, Barcelona, Ed. Paidós Ibérica, 2002³
Idem, El mundo interpersonal del infante, Barcelona, Ed. Paidós Ibérica, 1999.
Este artículo ha sido publicado en la Revista de Terapia Gestalt de la AETG nº 30, 2010,
págs. 29-42.. Está traducido con permiso del autor.