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HERMENÉUTICA DE LA ENCRUCIJADA

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AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
HERMENEUSIS
Colección dirigida por Andrés Ortiz-Osés, Patxi Lanceros y Luis Garagalza

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Mauricio Beuchot
Francisco Arenas-Dolz

HERMENÉUTICA
DE LA ENCRUCIJADA
Analogía, retórica y filosofía

Epílogo de Gianni Vattimo

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Hermenéutica de la encrucijada : Analogía, retórica y filosofía / Mauricio
Beuchot y Francisco Arenas-Dolz ; epílogo de Gianni Vattimo. — Rubí
(Barcelona) : Anthropos Editorial, 2008
462 p. ; 20 cm. (Autores, Textos y Temas. Hermeneusis ; 25)

Bibliografía p. 427-452. Índices


ISBN 978-84-7658-889-5

1. Hermenéutica 2. Analogía 3. Retórica 4. Filosofía I. Arenas-Dolz,


Francisco II. Vattimo, Gianni, epíl. III. Título IV. Colección

Primera edición: 2008

© Mauricio Beuchot y Francisco Arenas-Dolz, 2008


© Anthropos Editorial, 2008
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
www.anthropos-editorial.com
ISBN: 978-84-7658-889-5
Depósito legal: B. 39.447-2008
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 697 22 96 / Fax: 93 587 26 61
Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada y Reixac

Impreso en España – Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por foto-
copia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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A nuestros compañeros de aventuras intelectuales,
con mucho afecto y un poco de nostalgia

Cælum, non animum mutant,


qui trans mare currunt.
HORACIO

Sentía los cuatro vientos,


en la encrucijada
de su pensamiento.
ANTONIO MACHADO

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PRÓLOGO*

Desde sus orígenes, la hermenéutica se configuró como una


reflexión sobre el arte de interpretar los textos y sobre la verdad
de las ciencias humanas, si bien el matiz vino después, ya co-
menzado el siglo XX. Si la interpretación bíblica —de Filón, pa-
sando por san Agustín, a Lutero— fue el modelo, la hermenéuti-
ca de la experiencia —Dilthey— y la pragmática ontológica de la
comprensión —Heidegger— pusieron las bases a partir de las
cuales la hermenéutica filosófica se constituye como tal en la
obra de Gadamer, quien plantea la hermenéutica como una filo-
sofía universal de la interpretación.1
La hermenéutica es el arte de la comprensión. Quien quiera
comprender en qué consiste la comprensión deberá atender a
la diversidad de los fenómenos a través de los que algo viene a
la comprensión y a partir del hecho de que ésta no es algo ex-
clusivamente restringido al proceso de la interpretación por el
cual profundizamos en el sentido de un texto.2
El propósito de este libro es presentar la conveniencia y opor-
tunidad de una hermenéutica analógica. Más allá de los modelos
univocistas y equivocistas, una hermenéutica marcada por el sig-
no de la analogía se sitúa entre una hermenéutica univocista,
que es la que tiene la pretensión de lograr una interpretación
clara y distinta del texto, y una hermenéutica equivocista, que es
la que renuncia a cualquier objetividad en la interpretación y se
abandona a la interpretación puramente subjetiva.3 Una herme-
néutica analógica como la que presentamos aquí no tiene pre-
tensiones de univocidad, esto es, de una única interpretación

* Este libro se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecno-


lógico HUM2007-66847-C02/FISO, financiado por el Ministerio de Educación y Cien-
cia y con Fondos FEDER de la Unión Europea.
1. Cfr. J. Grondin, Introducción a la hermenéutica filosófica (trad. A. Ackermann
Pilári), Barcelona, Herder, 1999.
2. Cfr. L. Flamarique, «Interpretación», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.), 10
palabras clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 257-294.
3. Cfr. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un nuevo modelo de
interpretación, México, Facultad de Filosofía y Letras-UNAM, 1997.

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válida. Pero tampoco se hunde en la equivocidad, esto es, en el
sinfín de interpretaciones, todas válidas.
En la primera parte del libro, que constituye una exposición
de los elementos fundamentales de la hermenéutica, desde una
perspectiva analógica, se abordan las virtualidades del modelo
analógico de la interpretación, aplicándolo a campos como la
historia, los derechos humanos, la ética o la estética.4
En la segunda parte desarrollamos una reflexión sobre la
importancia para la hermenéutica filosófica contemporánea de
una retórica filosófico-moral, de naturaleza analógica y crítica.
Se tratará de exponer la estrecha vinculación de la retórica con
la hermenéutica. La filosofía se ha preguntado insistentemente,
pero sobre todo en los últimos tiempos, acerca del tipo de argu-
mentación del que puede echar mano y del tipo de racionalidad
que la anima. Ha encontrado que necesita modos de argumen-
tar más amplios que el de la lógica analítica, y así ha vuelto sus
ojos a la lógica tópica y la retórica. Más allá de la lógica de la
univocidad, encontramos en la recuperación contemporánea de
la retórica —vinculada estrechamente a la dialéctica y a la tópi-
ca— la recuperación de una forma de argumentación analógica
y crítica. Pues la retórica es un tipo de argumentación que alude
al hombre completo, intelecto y afecto, razón y corazón. De este
modo, la necesaria vinculación de la hermenéutica analógica con
la retórica filosófica nos proporciona un enriquecimiento mu-
tuo de ambas disciplinas.5
En la tercera parte se reflexiona sobre la convergencia entre
la hermenéutica analógica y otros paradigmas hermenéuticos
del ámbito filosófico hispánico, desde la convicción de que la
hermenéutica es la misión de la variedad de las perspectivas in-
terpretativas y el reconocimiento de la individualidad de cada
una de ellas. La conclusión es la presencia de una pluralidad de
círculos hermenéuticos que es posible considerar como caminos
hacia los que conduce el ejercicio de la razón.

4. Cfr. M. Beuchot, Lineamientos de hermenéutica analógica, Monterrey, Consejo


para la Cultura y las Artes de Nuevo León, 2006; N. Conde Gaxiola, Hermenéutica
analógica. Definición y aplicaciones, México, Primero Editores, 2001; El movimiento de
la hermenéutica analógica, México, Primero Editores, 2006; M.A. González Valerio y
V.H. Valdés Pérez (comps.), Hermenéutica analógica y pluralidad cultural, Morelia, Nous
Ediciones, 2003; E. Luján (ed.), Interpretación, analogía y realidad, Aguascalientes, Uni-
versidad Autónoma de Aguascalientes, 2004.
5. Cfr. F. Arenas-Dolz, Hermenéutica, retórica y ética del lógos. Deliberación y acción
en la filosofía de Aristóteles, Valencia, Universitat de València, 2008.

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El apéndice recoge un diálogo filosófico entre los autores a
propósito de la necesidad de encontrar un modelo hermenéuti-
co adecuado para orientar la labor de la interpretación en el fu-
turo. En este sentido, se ofrece una presentación de los elemen-
tos fundamentales de la hermenéutica analógica.
Por último, el epílogo de Gianni Vattimo pretende entablar
un diálogo con la hermenéutica analógica. Vattimo propone en
su trabajo un nuevo modelo, el de la hermenéutica anagógica,
una hermenéutica proyectual, débil, caritativa y social.
Creemos que este libro ofrece argumentos suficientes para
superar las dificultades que en la actualidad se le presentan a la
hermenéutica filosófica en la defensa de su especificidad, frente
a un cierto univocismo que pretende asimilarla a las ciencias
exactas y naturales y un cierto equivocismo que la conduce a un
relativismo caótico. En cualquier caso, es el lector quien tiene
que sacar sus conclusiones y hacer sus propias reflexiones.
Para concluir, debemos expresar nuestro agradecimiento más
sincero a todas las personas e instituciones que han colaborado
para que este libro vea la luz, y a todos aquellos que con su apoyo
hacen posible, especialmente en el ámbito hispánico, la difusión
y el reconocimiento de la hermenéutica.

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CRITERIOS DE TRANSCRIPCIÓN,
ABREVIATURAS Y SIGLAS

1. Textos clásicos

Griegos

Se utilizará el siguiente sistema de transliteración del griego


antiguo: eta = é; omega = ó; dseta = z; zeta = th; xi = x; ypsilon = y
en función vocálica y u en diptongo; fi = ph; ji = ch; psi = ps. La iota
subscrita aparecerá adscrita. El espíritu áspero será señalado con
h, y el espíritu suave no será señalado. Esta regla se aplicará no
sólo a las vocales, sino también a la rho con espíritu áspero, que se
señalará como rh. Se indicará en todos los casos el acento.
Para la transcripción de los nombres griegos se utilizará el
manual de M. Fernández-Galiano, La transcripción castellana de
los nombres propios griegos, Madrid, SEEC, 1969, además del
libro de J. Vicuña y L. Sanz de Almarza, Diccionario de los nom-
bres propios griegos debidamente acentuados en español, Madrid,
Ediciones Clásicas, 1998.
Tanto para los autores como para los textos griegos, salvo en
el caso de Aristóteles, utilizamos las abreviaturas que aparecen
en la obra de H.G. Liddle, R. Scott, H.S. Jones, R. McKenzie,
P.G.W. Glare y A.A. Thompson, A Greek-English Lexicon, Oxford,
Clarendon Press, 1996.
Las obras de Aristóteles, referidas a menudo por las formas
latinas de sus títulos, se citan según las siguientes abreviaturas,
derivadas de sus formas latinas. Solamente hacemos referencia
a las obras citadas en este trabajo. El orden de esta tabla, que no
es cronológico, corresponde al de la edición de Andrónico, se-
guida por Bekker, quien paginó las obras de Aristóteles.

An. Po.: Analytica Posteriora (ed. W.D. Ross), Oxford, Clarendon


Press, 1964 (trad. esp. de M. Candel, Tratados de Lógica (Órganon),
vol. 2, Madrid, Gredos, 1988, 299-440).
An.: De Anima (ed. W.D. Ross), Oxford, Clarendon Press, 1959
(trad. esp. de T. Calvo, Acerca del Alma, Madrid, Gredos, 1978).

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Mem.: De Memoria et Reminiscentia (ed. W.D. Ross), en Parva
naturalia, Oxford, Clarendon Press, 1955 (trad. esp. de A. Bernabé,
Acerca de la memoria y de la reminiscencia, en Tratados breves de
historia natural, Madrid, Gredos, 1987, 233-255).
Insomn.: De Insomniis (ed. W.D. Ross), en Parva naturalia,
Oxford, Clarendon Press, 1955 (trad. esp. de A. Bernabé, Acerca de
los ensueños, en Tratados breves de historia natural, Madrid, Gredos,
1987, 277-294).
Metaph.: Metaphysica (ed. W. Jaeger), Oxford, Clarendon Press,
1957 (trad. esp. de V. García Yebra, Metafísica, Madrid, Gredos, 1970).
EN: Ethica Nicomachea (ed. I. Bywater), Oxford, Clarendon Press,
1894 (trad. esp. de J. Marías y M. Araujo, Ética a Nicómaco, Madrid,
Instituto de Estudios Políticos, 1970).
EE: Ethica Eudemia (ed. R.R. Walzer y J.M. Mingay), Oxford,
Clarendon Press, 1991 (trad. esp. de J. Pallí Bonet, Ética Eudemia,
Madrid, Gredos, 1985).
Pol.: Politica (ed. W.D. Ross), Oxford, Clarendon Press, 1957 (trad.
esp. de M. García Valdés, Política, Madrid, Gredos, 1988).
Rhet.: Ars Rhetorica (ed. R. Kassel), Berlín-Nueva York, Walter
de Gruyter, 1976 (trad. esp. de Q. Racionero, Retórica, Madrid, Gre-
dos, 1990).
Pœt.: De Arte Pœtica Liber (ed. R. Kassel), Oxford, Clarendon Press,
1968 (trad. esp. de V. García Yebra, Poética, Madrid, Gredos, 1974).

Latinos

Nos servimos de las mismas que utiliza P.G.W. Glare, Oxford


Latin Dictionary, Oxford, Clarendon Press, 1997.

2. Textos modernos

Las indicaciones bibliográficas, en el caso de Nietzsche, se


refieren a las siguientes ediciones de sus obras: F. Nietzsche, Wer-
ke. Kritische Gesamtausgabe (ed. G. Colli y M. Montinari), Ber-
lín-Nueva York, Walter de Gruyter, 1967 y ss. (= KGW); F. Nietzs-
che, Kritische Studienausgabe (ed. G. Colli y M. Montinari), Mu-
nich-Berlín-Nueva York, dtv-Walter de Gruyter, 1988 (= KSA).
En el caso de Unamuno las indicaciones bibliográficas, en
las que el número romano indica el volumen y el arábigo la pági-
na, se refieren a la siguiente edición de sus obras: M. de Unamu-

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no, Obras Completas (ed. M. García Blanco), 9 vols., Madrid,
Escélicer, 1966-1971 (= O.C.).
En el caso de Ortega y Gasset las indicaciones bibliográfi-
cas se refieren a la siguiente edición de sus obras: J. Ortega y
Gasset, Obras Completas, 12 vols., Madrid, Alianza Editorial,
1983 (= O.C.). Señalamos a continuación las obras empleadas,
que en el texto se citarán con el número romano, para indicar
el volumen, seguido del número arábigo, que indica la página:

Vol. I: «Renán» (1909).


Vol. II: «Ensayos filosóficos (Biología y pedagogía)» (1920); «Las
dos grandes metáforas. En el segundo centenario del nacimiento de
Kant» (1924); «Vitalidad, alma, espíritu» (1924); «Sobre la expre-
sión fenómeno cósmico» (1925).
Vol. III: El tema de nuestro tiempo (1923).
Vol. IV: La rebelión de las masas (1930).
Vol. V : En torno a Galileo (1933); «Sobre las carreras. Primeras
lecciones de un curso universitario» (1934); «Apuntes sobre el pensa-
miento. Su teurgia y demiurgia» (1941); Meditación de la técnica (1935).
Vol. VII: Idea del teatro (1946).
Vol. VIII: Prólogo para alemanes (1958); La idea de principio en
Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1958).
Vol. IX: Una interpretación de la Historia Universal (1948).
Vol. XII: «Sobre la razón histórica» (1940, 1944).

Para referirnos a las obras de Zubiri utilizaremos las siguien-


tes siglas, con indicación del número de la página:

NHD: Naturaleza, Historia, Dios.


IL: Inteligencia y logos.
ETM: Espacio. Tiempo. Materia.
SH: Sobre el hombre.
HRI: El hombre: lo real y lo irreal.

El lector podrá encontrar las referencias bibliográficas com-


pletas de todos estos autores en la bibliografía. Las indicaciones
bibliográficas de estos autores, así como las relativas a los auto-
res greco-latinos, se encontrarán entre paréntesis en el cuerpo
del texto y no en las notas a pie.

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PARTE I
EXPOSICIÓN DE
LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

Wort hânt ouch grôze kraft;


man möhte wunder tuon mit worten.
MEISTER ECKHART

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INTRODUCCIÓN

Hermes, a quien tradicionalmente se ha hecho el creador de


la hermenéutica —ya que también se le atribuye el origen del
lenguaje y de la escritura—, tenía por costumbre aparecerse en
los cruces de los caminos, en las encrucijadas, como dando a
entender que la interpretación se requería sobre todo donde se
juntaban caminos extremos, que iban en sentidos contrarios. Se
tocaban en los límites, se cruzaban en ese punto en el cual no es
del todo claro, pero tampoco del todo ambiguo, el sentido. Y ahí
se da la analogía, pues ésta es lo intermedio entre la univocidad
—clara y distinta— y la equivocidad —completamente relativa e
irreductible. Así, pues, una hermenéutica analógica es la que trata
de responder fielmente a la llamada de Hermes, de interpretar
reconociendo que hay pérdida de significado, pero con la sufi-
ciencia que nos permita una comprensión bastante del texto. Tal
vez la hermenéutica, como Hermes, ama aparecerse en el claros-
curo, al caer la tarde, cuando la luz y las tinieblas se fusionan; tal
vez ama aparecerse, sobre todo, cuando amenaza cernirse la
ambigüedad, como en un cruce de caminos. Y tal vez ese cruce
de caminos sea lo más propiamente analógico.
Entonces, la hermenéutica es disciplina de la interpretación
de textos, y es lo que eminentemente se hace en las ciencias
humanas. Pero no trataremos aquí de una hermenéutica cual-
quiera, sino de una que, rehuyendo la univocidad o el sentido
único, procure colocarse en ese tipo de polisemia o multivoci-
dad que no es la equivocidad, en la cual caben todos los senti-
dos, sino en la que es analogicidad, que es la que trata de sal-
varse del relativismo irreductible sin pretender la claridad exa-
cerbada. Se coloca, así, en una postura intermedia entre la
identidad y la diferencia, según aquellos tres elementos tras-
cendentales del ente, o géneros supremos, que ponía Platón en
el Sofista, a saber, la identidad, la diferencia y la analogía (Plat.
Soph. 254b-259d).
Las páginas de esta primera parte se proponen dar los ele-
mentos esenciales e indispensables para entender lo que sería

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una hermenéutica analógica.1 Se verá su estructura general y
sus principales funciones y aplicaciones. Dando por supuesto
que la hermenéutica es la disciplina de la interpretación de los
textos, y que éstos pueden ser escritos, hablados, actuados, etc.,
no se detendrán en exponerla. Se pasará, por ello, primeramen-
te, a hablar del concepto de analogía, de una manera histórica:
en los griegos, en los medievales, en los modernos y en los con-
temporáneos.
Después se entrará a lo que sería una hermenéutica analógi-
ca, examinando cuál es su estructura o naturaleza; luego se irán a
ver algunas de sus funciones, nacidas de esa estructura; y se lle-
gará a algunas de sus aplicaciones, tanto en el ámbito de la filoso-
fía como en el de las ciencias, singularmente en las ciencias hu-
manas. Puede haber más aplicaciones de la hermenéutica analó-
gica, pero aquí sólo se expondrán algunas de las más importantes.
También trataremos algunos temas que vienen mucho al caso
en la hermenéutica analógica, como el problema de la verdad,
esto es de la verdad con respecto al texto, que se puede alcanzar
en la interpretación. Igualmente el tema de la creatividad, ya
que, aun cuando Gadamer dice que siempre interpretamos des-
de una tradición, y estamos inmersos en ella, tenemos una voca-
ción a superarla o, por lo menos, a hacerla avanzar. Asimismo,
abordaremos el tema del diálogo y del símbolo en la hermenéu-
tica analógica, pues el símbolo es algo que de manera eminente
tiene que interpretarse de manera analógica —ya Kant veía que
el símbolo sólo puede comprenderse por analogía y con un co-
nocimiento analógico— y para ello es imprescindible el diálogo,
ya que la analogía misma nunca es completamente exacta, y re-
quiere de la conversación con los demás intérpretes para ajustar
lo mejor posible la interpretación.
Igualmente, pasaremos a la conexión de la hermenéutica ana-
lógica con la ética y la filosofía política. Algunas veces la herme-
néutica ha rehusado la invitación a incidir en la filosofía moral y
la filosofía política. Esto no tiene por qué ser así. Existe lo que
podríamos llamar un potencial ético y político en la hermenéuti-
ca, que se da, es verdad, sólo virtualmente, pero que tiene que
ser desentrañado y puesto en ejercicio para que pueda ayudar en

1. Otros desarrollos se encontrarán en M. Beuchot, Tratado de hermenéutica


analógica..., Perfiles esenciales de la hermenéutica, México, UNAM, 2002 y Hermenéuti-
ca analógica y del umbral, Salamanca, San Esteban, 2003.

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la construcción de la filosofía moral y la filosofía política. Para
ello se requiere una ética crítica, como la que han desarrollado
Adela Cortina y Jesús Conill, y que puede embonar con la her-
menéutica analógica, en forma de hermenéutica analógico-críti-
ca o hermenéutica crítico-analógica.2
Viene también el tema de la aplicación de la hermenéutica al
derecho, concretamente a los derechos humanos. Aquí se ve la
gran importancia que tiene la hermenéutica para el derecho, ya
que el jurista usa mucho la interpretación, la cual se da sobre todo
en la jurisprudencia, no en balde Gadamer asigna la prudencia o
phrónésis a la hermenéutica. Pero también para realizar la justi-
cia y la equidad se requiere la analogía, ya que estas dos virtudes
son altamente analógicas. De ahí que una hermenéutica analógi-
ca sea muy necesaria para el derecho, que busca la equidad. Lo
mismo en los derechos humanos, ya que son entendidos de diver-
sas maneras según los contextos culturales, pero nunca hasta tal
punto que pierdan su exigencia de ser universales. Una herme-
néutica analógica aplicada a los derechos humanos ayudará a vi-
sualizar sus diferencias sin perder de vista su universalidad. So-
bre todo en el ámbito de la multiculturalidad, se ve que distintas
culturas tienen diferentes concepciones o valoraciones de los de-
rechos humanos, y hay que alcanzarles alguna medida de univer-
salidad. En ello resulta muy útil una hermenéutica analógica, que
trata de equilibrar al límite el universalismo y el particularismo,
para lograr la verdadera inter-culturalidad.
Asimismo, se tratará el tema de la relación que puede tener
una hermenéutica con la ontología. En efecto, como ya nos han
hecho ver el propio Gadamer, y también Vattimo, la hermenéutica
postula un tipo de ontología, una ontología hermeneutizada. Pero,
si bien es cierto que hay que hermeneutizar la ontología, también
vale la conversa: hay que ontologizar la hermenéutica. Además,
una hermenéutica analógica postula una ontología analógica tam-
bién, es la única que puede acompañarla convenientemente.
Por otro lado, se hará un ensayo de aplicación de la herme-
néutica analógica al futuro de la filosofía. No tanto para vatici-
nar o profetizar qué será de ella, sino, atendiendo a lo que ha
sido, poder vislumbrar el sesgo que va a llevar y un poco, al me-
nos, el que debería tener. Así, la hermenéutica analógica nos ayu-

2. Cfr. F. Arenas-Dolz, Hacia una hermenéutica analógico-crítica, México, Analogía


Filosófica, 2003.

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dará a conjuntar lo descriptivo y lo prescriptivo, para no quedar-
nos en una pretendida normatividad, pero tampoco reducirnos
a una mera descripción de lo que pasa. Hay el interés de dar
sentido a lo que la filosofía ha sido, conjeturar un poco lo que
será, y tratar de plantearnos lo que puede y aun debe ser. Y aquí
no opera la acusación de falacia naturalista, por pasar del ser al
deber ser, o de la descripción a la valoración, ya que la herme-
néutica misma nos enseña que no hay interpretación tan des-
criptiva que no encierre ya una valoración, la cual solamente ha
de explicitarse.
Y, finalmente, se extraerán en resumen y síntesis las princi-
pales tesis y enseñanzas que hemos obtenido de nuestro recorri-
do y nuestro trabajo en esta primera parte. Muchas cosas queda-
rán todavía por justificar, pero atenderemos por ahora prepon-
derantemente a lo que surge y se nos entrega, por encima de lo
que aún queda por justificar. Poco a poco el mismo despliegue
de nuestra propuesta hermenéutica se irá autocorrigiendo, es-
tructurando y fortaleciendo.
Esto es lo principal del contenido de esta primera parte.
Confiamos en que será suficiente como para presentar en sus
líneas generales lo que pretendemos, y con la suficiente claridad,
ya que eso es algo que el hermeneuta debe aspirar a conseguir
con todas sus fuerzas.

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CAPÍTULO I
HERMENÉUTICA

Para obtener una idea aceptable de la hermenéutica, aludire-


mos primero a su noción general, para después pasar a un breve
recorrido por su historia. Lo primero nos dará su aspecto sincró-
nico, y lo segundo el diacrónico. La noción general nos servirá de
primera aproximación, y la historia nos ayudará a comprenderla
más cabalmente, puesta en dinamismo y en ejecución práctica.
En efecto, a pesar de algunas variantes que ha recibido la noción
de hermenéutica, se ha conservado lo esencial a lo largo de su decur-
so histórico. Revisar esto nos ayudará a captar sus rasgos esenciales.
También nos hará darnos cuenta de que en algunas épocas ha teni-
do mucho esplendor y en otras una gran decadencia y casi olvido.
Todo ello puede resultar muy aleccionador para nuestro estudio.

Noción de hermenéutica

La hermenéutica, según la definición o descripción dada por


Ricœur, es la ciencia y el arte de la interpretación de textos.1
Sobre todo, según este autor —que ve la hermenéutica como
proveniente de la fenomenología— tiene que ver con la intencio-
nalidad, a saber, con la del autor, que es recibida por la del lector
o hermeneuta, y entre ambas se da una dialéctica que trata de
balancear las dos fuerzas.
La semiótica puede aleccionarnos en esto. La semiótica, que
es la ciencia del signo en general, tiene tres dimensiones: sin-
taxis, semántica y pragmática. En la sintaxis se estudia la rela-
ción de los signos entre sí, lo cual nos da un significado muy
básico, que es el de la mera corrección o gramática. En la se-
mántica se estudia la relación de los signos con los objetos que
designan, lo cual nos da un significado más complejo y elabora-

1. Cfr. P. Ricœur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido (trad. G.


Monges Nicolau), México, Siglo XXI, 1995, 83 y ss., donde hace ver que la hemenéutica
trata de conjuntar la comprensión (arte) y la explicación (ciencia).

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do, que es el de la correspondencia con la realidad. Y en la prag-
mática se estudia la relación de los signos con los usuarios, esto
es, con los hablantes, pues ellos interfieren en la significación, la
modifican, la hacen sofisticada, por ejemplo los poetas; esto nos
da un significado más complejo, que es el significado que inten-
ta el hablante. Está más allá del significado sintáctico y del se-
mántico, involucra la intención del hablante. Es lo que quiso
decir, esto es, lo que quiso que se interpretara, no lo que de he-
cho se interpreta en la sintaxis y la semántica.
Pues bien, la hermenéutica está en la misma sintonía que la
pragmática, esto es, no se contentan con el significado que se ve de
manera inmediata en la gramática y en la correspondencia con las
cosas, atienden a los vericuetos de significados a veces retorcidos y
complejos, como en la ironía, en la metáfora, etc. A nivel sintáctico
y semántico no podemos interpretar ni siquiera una ironía, tiene
que intervenir la pragmática, la cual desvela esa intencionalidad del
hablante más allá de lo aparente. Mucho más en el caso de la metá-
fora, que a veces tiene obstáculos muy delicados y finos.
Así, la hermenéutica —al igual que la pragmática— busca el
nivel profundo de la significación del texto, lo más profundo y
exhaustivo que se pueda. Trata de pasar las estructuras aparen-
tes o superficiales, y llegar hasta las estructuras recónditas o pro-
fundas. Y esto lo hace en el texto, el cual ha sufrido en su noción
varios cambios. En efecto, texto es, por supuesto, el escrito, pero
también, como añade Gadamer, el diálogo, y, como agrega Ri-
cœur, la acción significativa. Si atendemos a que los medievales
veían la realidad como un texto, según nos hace entender Eco,
tendremos un panorama muy amplio de los textos, de todo lo
que cabe en la noción de texto.

La hermenéutica en la historia

Así como Cassirer dice que el hombre es un animal simbólico,


Luis Cencillo dice que es un animal hermenéutico.2 La hermenéuti-
ca acompaña al hombre desde su surgimiento. Pero, como estamos
acostumbrados a hacerlo en filosofía, podemos colocar su inicio en
Grecia, en la filosofía griega. Aunque se da en otros países y épocas,

2. Cfr. M. Beuchot, «Epiteoría hermenéutica de la metafísica (García Bacca y L.


Cencillo)», Logos. Revista de Filosofía (México), 28 (enero-abril), 1982, 47-62.

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donde también se interpretaban documentos sagrados o jurídicos,
y no puede ello negarse como actividad hermenéutica, en Grecia es
donde suele colocarse su origen para nosotros.3

Época antigua

En la Grecia antigua surge la hermenéutica ya desde los pre-


socráticos. Ellos la aplicaban a la interpretación de la literatura
homérica. Por eso Platón se burla de quienes quieren dar a Ho-
mero un sentido alegórico y, al igual que le pasa con los poetas,
ve a los hermeneutas con recelo, como peligrosos. Ya también se
había incorporado una buena dosis de relativismo en la herme-
néutica por los sofistas, los cuales viven el gran impacto del cho-
que cultural, como con los persas y antes con los egipcios. Platón
trató también de pensar ese relativismo de los sofistas, de mane-
ra bastante extrema. Aristóteles lo hizo de manera más modera-
da, pero cuidadosa, pues dedica todo su tratado Acerca de la in-
terpretación —aunque sería más correcto Sobre la comunicación—
a las modalidades del juicio, o del enunciado, y a los modos que
tiene, así como a las medidas en las cuales puede alcanzar la
verdad o la objetividad. A ello se suma el importante volumen de
la Retórica, donde acaba de ver esas modalidades de la enuncia-
ción, ahora en conexión con lo verosímil y la persuasión. Lo más
importante de esto es que allí se ve un ideal hermenéutico, a
saber, en el tratado del juicio, porque el enunciado es el principal
instrumento de la comunicación, y en la retórica porque allí se
estudia tanto la argumentación como el movimiento de los afec-
tos, y eso ayuda a interpretar de manera completa. Y también en
la Poética, donde enseña algunos de los tropos principales, que
darán revestimiento a muchas expresiones, y tendrán que cono-
cerse y utilizarse para interpretarlas correctamente.
Pero es sobre todo en la época helenística cuando surge con
fuerza la hermenéutica. Hay una profunda crisis cultural, pues
la república filosófica se ve poblada, más que por griegos, por
egipcios, etíopes, sirios, judíos y romanos. Ya no son griegos,

3. Para este recuento histórico, cfr. M. Ferraris, Historia de la hermenéutica (trad. A.


Perea Cortés), México, Siglo XXI, 2001, así como los libros de J. Grondin, Introducción
a la hermenéutica filosófica... y M. Beuchot, Historia de la filosofía del lenguaje, México,
Fondo de Cultura Económica, 2005.

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son helenísticos. Es cuando la república filosófica se hace noto-
riamente multicultural. Como ya no son griegos, leen la cultura
griega muy alegóricamente, sobre todo en Alejandría, donde surge
la filología. Los estoicos leen a los dioses como fuerzas naturales
y como virtudes; por ejemplo, se escribió mucho sobre Hércules
tomándolo como fuerza moral o virtud, sobre todo como virtud
de la fortaleza, la cual conduce a la templanza y hace perseverar
en ella. Los neoplatónicos gustan de interpretar lo religioso de
manera alegórica, aunque sin perder la atadura literal, que ya no
es tan fuerte. Los eclécticos tienen esa mezcla de relativismo que
les da el escepticismo y el epicureísmo y de seguridades estoicas
y neoplatónicas, que los pone a veces en lucha osada entre el
particularismo relativista y el universalismo o cosmopolitismo
que Cicerón tomó de Panecio.

Edad Media

La hermenéutica medieval abarca la exégesis de la Biblia y


los comentarios a Aristóteles y a los Padres de la Iglesia.4 El pro-
totipo del texto fueron las Sagradas Escrituras, y nos da las mues-
tras de las polémicas principales. De ellas surgió la polémica so-
bre el predominio del sentido literal o del sentido alegórico, sim-
bólico, metafórico o espiritual. En la actualidad se ha vuelto a
plantear este problema, y encontramos a Umberto Eco y a Mar-
celo Dascal defendiendo la vigencia del sentido literal, y a Ri-
chard Rorty negando dicho sentido, y aconsejando que se bus-
que siempre el sentido alegórico. Más aún, dice que se lo propor-
cionemos nosotros como lectores. Por ello la Edad Media nos
puede aleccionar acerca de este problema.
La primera lección surge en la misma época patrística, en los
comienzos del cristianismo, en que la Escuela de Antioquía pri-
vilegiaba el sentido literal, por defender el contenido de los dog-
mas, y la Escuela de Alejandría defendía el sentido alegórico, o
espiritual, por considerar que era el que añadía luz, significa-
ción, felicidad y vida. San Agustín media entre ambos, y aconse-
ja discernir cuándo sólo es posible una lectura literal y cuándo
además de ella, o aun sin ella, puede hacerse una lectura alegori-
zante. Si se buscan alegorías donde no se hallan, se vuelven irri-

4. Cfr. M. Beuchot, La hermenéutica en la Edad Media, México, UNAM, 2002.

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sorias las Escrituras mismas. Una tensión parecida buscan otros
posteriores, como —entre los eremitas y anacoretas— Casiano,
que ponía de relieve la letra; y el Pseudo Dionisio, que ponía de
relieve lo espiritual o alegórico. Le interesaba el núcleo escondi-
do de la experiencia mística. Hay, pues, una distensión entre algo
así como una hermenéutica formal, cuidadosa con lo procedi-
mental, obsesiva con lo metodológico, y una hermenéutica ma-
terial, más interesada en el contenido vivo y escondido de los
textos. Lo oculto en los textos es lo que da vida y felicidad. El
sentido alegórico o simbólico es el que hace vivir felizmente.
Sólo podemos pasar a vuelapluma por varios siglos, desde el
V hasta el X, en que avanza penosamente la construcción de la
hermenéutica bíblica medieval; integrando ahora pueblos bár-
baros, que apenas asimilaban el mensaje cristiano, que salían de
antiguas costumbres, que mezclaban todavía elementos paga-
nos, restos de sus pasados, con los elementos cristianos que di-
gerían no sin dificultad. Isaac de Stella, que apenas salía de bos-
ques cuyas noches escondían un sinfín de terrores y angustias,
siendo ya monje cristiano escribe un tratado sobre las tinieblas.
Cree que son la nada, el no-ser, y casi puede palparlo en los rin-
cones que se esconden de la luz. Aquí se mezclan lo real y lo
imaginario; por eso no extraña que se llegara a inmiscuir el sen-
tido alegórico con el literal, en una cosmovisión salida de las
sombras, en las cuales casi estaría uno tentado a decir que, preci-
samente, lo alegórico era lo real.
Vemos, por ejemplo, en el siglo IX, a Juan Escoto Eriúgena,
eclesiástico irlandés, que enseña en la corte de Carlos II el Calvo,
en la escuela palatina, y traduce al Pseudo Dionisio del griego al
latín. Es un mundo de alegorías, las cuales uno pensaría que,
por dar el sentido espiritual, darían alegría, felicidad. Pero tam-
bién se tiene la impresión, al leer esos textos, de que pasan del
éxtasis al terror profundo. Falta de equilibrio, falta de propor-
ción, tal vez por falta de orden. Orden que dé proporción a lo
literal y lo alegórico, para que cada uno se tome según la porción
que le sea conveniente, propia y justa. Esto nos ayuda a tener
cuidado en la actualidad con el sentido alegórico o espiritual. Es
delicado y riesgoso. Nos hace ver que una hermenéutica madura
no desdeña lo alegórico. Pero justamente por ser madura, no se
escurre o desbarranca hacia lo puramente alegórico.
Ya en el siglo XII, se nos muestra, no sin majestad, la escuela
de Chartres. Era una escuela catedralicia. Como los símbolos

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que adornan esa catedral, la ideología de estos pensadores era
cosmológica y alegórica. Como gárgolas que murmuran secre-
tos, sus símbolos reunían el humanismo y la ciencia, lo alegórico
y lo literal, la metáfora y la metonimia. Metonimia, porque iban
de los efectos a las causas; metáfora, porque lo hacían transfor-
mando los sentidos y las referencias. Por ese tiempo, san Ansel-
mo, san Pedro Damiani y Abelardo dan predominio al sentido
literal, estirados como estaban hacia el campo de la lógica. De-
cían que los alegoristas engendraban monstruos de herejía, pero
el propio Abelardo, con su literalismo, no se escapó de ella. Un
cierto equilibrio proporcional lo encontramos en Hugo de San
Víctor, que manejaba con mucho acierto tanto la lectura literal
como la alegórica o espiritual.
En el paso del siglo XII al XIII surgen compendios, glosas. Las
escuelas catedralicias se apresuran a dar paso a las universida-
des. La interpretación se vuelve más racionalista. Es la exégesis
científica de los profesores universitarios, contrapuesta a la exé-
gesis mística de los monjes. Se procedía por cuestiones y puntos
disputados. La dialéctica desbanca a la retórica, el silogismo a la
devoción, el concepto al afecto. Pero hubo intentos de equili-
brio, como en santo Tomás y san Buenaventura. Con todo, en
cada uno de ellos predomina algo. En Tomás, el sentido literal;
en Buenaventura, el alegórico o espiritual. El primero es más
defensor de la fe. El segundo más defensor de la caridad. Se
podría decir que el aquinate era más pragmatista o pragmático y
Buenaventura más hermeneuta. Pero la lección aquí es radical:
no sólo que el sentido alegórico únicamente puede ser captado
en relación al literal, sino que sólo existe por él, sólo puede darse
por virtud de la sujeción que le da para que no se vaya al infinito
y se pierda; sólo existen el uno en función del otro.
En la Baja Edad Media el protagonista principal es el nuevo
nominalismo. Ya se había dado antes, pero ahora es el campeón,
con Ockham a la cabeza. Tiene muchos matices, pero ahora con
tintes más escépticos, como en Nicolas d’Autrecourt. Y, de ma-
nera distinta, en otros, que descreían de la metafísica, y se que-
daban con el misticismo y la lógica, al modo del título de un
célebre libro de Bertrand Russell. En ello sobresale el canciller
Gerson, del siglo XIV, muy dado a la filosofía del lenguaje, como
se ve en su obra De modis significandi, y a la mística, como se ve
en un comentario al Pseudo Dionisio. Nos hace pensar en Witt-
genstein, por un lado tan lógico y por otro tan místico. En efecto,

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en ese comentario al Pseudo Dionisio, procede con un método
muy racional y lógico, pero también suelta el sentimiento, y ex-
plora el sentido alegórico o simbólico.

Modernidad

En el Renacimiento, se retoma la filología, nacida en Alejan-


dría durante el helenismo. Se vuelve a cultivar a los clásicos, en
cuidadosas ediciones, traducciones y comentarios eruditos. Filó-
logos como Erasmo y Vives son testimonio de esta actitud. Decae
la interpretación alegórica, y se erige la literal, que es preferida
por los reformadores religiosos: Lutero, Melanchton, Calvino y
muchos otros. El humanismo usa poco de lo simbólico, y más
bien en secreto y en el ocultismo, por ejemplo en el hermetismo.
En el Barroco vuelve con fuerza la alegoría y el símbolo des-
pierta en el hermetismo, que ya venía, aunque larvado, en el re-
nacimiento humanista. Convive con la ciencia, y así vemos a Kir-
cher, que muestra ambas actitudes, de hermetismo y de ciencia;
y, así, en el barroco vemos igualmente a Galileo y a Newton, que
fue alquimista, el último de los magos, y a Spinoza y Leibniz, que
son racionalistas y místicos a la vez. En la poesía, se da la extra-
ña pugna y síntesis de la metáfora y la metonimia, muy diferente
en el conceptismo y en el culteranismo. Los símbolos, los enig-
mas, los jeroglíficos y los emblemas, son muy usados en la litera-
tura, como se ve en Quevedo y en Góngora, por ejemplo.
En la modernidad, el racionalismo y el empirismo, que cul-
minan en la Ilustración, son cientificistas, y hacen decaer a la
hermenéutica. La ciencia, la filosofía clara y distinta, el sentido
literal y la metonimia, son los que ganan. Mas la Ilustración pare
dos hijos, gemelos pero enemigos, uno por reacción a ella y otro
por eclosión, que son el romanticismo y el positivismo. El ro-
manticismo se opone al cientificismo de la Ilustración, y resuci-
ta el significado alegórico, pone muy de relieve los símbolos, es-
tudia los mitos, se interesa por las religiones, por lo misterioso.
Resurge la hermenéutica, en autores como Schleiermacher. En
cambio, el positivismo, que es una especie de clímax de la Ilus-
tración, se centra en lo literal, lo metonímico, lo científico. Otra
vez la hermenéutica decae, hasta casi desaparecer, obnubilada
por las ciencias.

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Época contemporánea

Se la ve reaparecer en historicistas como Dilthey, quien, a fina-


les del siglo XIX y principios del XX, retoma la hermenéutica de
Schleiermacher y la centra en el sentimiento y en el mundo de la
vida. Distingue entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espí-
ritu. Las primeras son exactas y dan explicación; las segundas son
ambiguas, y brindan comprensión. Dilthey resalta la hermenéuti-
ca sobre todo para los estudios históricos, de ahí la denominación
de historicismo que se ha dado a su postura. Lo cierto es que, aun
cuando admiraba mucho la ciencia, es uno de los que rebajan el
ambiente positivista que reinaba en su momento.
En la segunda década del siglo XX, Heidegger trata de conjuntar
la fenomenología, de su maestro Husserl, con ese historicismo dil-
theyano, hasta desembocar en su obra Ser y tiempo, donde da a la
hermenéutica un lugar primordial. Pone a la hermenéutica como
acompañante de la ontología o metafísica, y con ello le da una vi-
gencia muy grande en el siglo XX. De hecho, para Heidegger, com-
prender o interpretar es uno de los caracteres principales del hom-
bre, lo que él llama existenciarios. Este ideal hermenéutico es reto-
mado por su discípulo Gadamer, quien recibe de los románticos las
nociones de tradición y de formación, así como toma de Heidegger
la estética de la obra de arte, la phrónésis de Aristóteles y el sensus
communis de Vico. Da un relieve muy grande al diálogo o conversa-
ción, ya que sólo en el seno de él puede darse la interpretación. Por
su parte, Ricœur se beneficia de todos ellos, y aun dialoga con otras
corrientes, como el estructuralismo, el psicoanálisis y la filosofía
analítica. Se centra en el símbolo, la metáfora y la narración del sí
mismo. Hay otros que han usado la hermenéutica, como Apel, Ha-
bermas y Rorty, pero que han derivado a la pragmática, al pragma-
tismo. Apel y Habermas han cultivado la ética del discurso, del diá-
logo razonable. Rorty, después de sostener que la hermenéutica su-
planta a la epistemología o filosofía de la ciencia, ha derivado a
posiciones muy relativistas, en las cuales casi niega la interpreta-
ción de los textos, para decir que los textos no se interpretan, se
usan, en un pragmatismo que se antoja muy excesivo. Y hay tam-
bién otros que continúan la hermenéutica, como Vattimo, para quien
la hermenéutica es la koiné o el lenguaje común de la filosofía ac-
tual. Postula una ontología débil, ya que se da acompañada por la
hermenéutica, y ésta tiene una vocación nihilista que fue captada
por Nietzsche y Heidegger; la hermenéutica inyecta de nihilismo a

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la ontología, de modo que la debilita y la va haciendo desaparecer
poco a poco, ya que el ente está enfermo mortalmente —precisa-
mente de ese nihilismo— y va a ir retirándose en un largo adiós.
***
De esta manera, podemos observar que la hermenéutica ha
seguido un proceso histórico en el que cobra auge cuando convi-
ve con pensamientos complejos, es decir, que no afectan clari-
dad y distinción, sino que permiten la polisemia. Esto se ve so-
bre todo en épocas donde el simbolismo es rico, como en la An-
tigüedad, la Edad Media, el Barroco, el Romanticismo y en la
actualidad. Cuando ha tenido que convivir con cientificismos,
como en el Renacimiento, la Ilustración, el positivismo y el neo-
positivismo, decae hasta casi desaparecer. Por eso es tan impor-
tante la apertura de espíritu, en contra de la cerrazón reduccio-
nista, para que tenga vida y pueda florecer y fructificar la herme-
néutica. También podría decirse que la hermenéutica cobra auge
en momentos de crisis cultural o en el multiculturalismo, cuan-
do es difícil entrar en diálogo con otros interlocutores. Tal vez
eso haga que la hermenéutica haya encontrado vigencia hoy en
día, cuando todo indica que se está atravesando por una profun-
da crisis cultural, y cuando la conciencia del multiculturalismo
ha llegado a ser muy aguda.
Pero también las épocas favorables para la hermenéutica se
han visto acompañadas no sólo por la crisis, sino por actitudes
escépticas, relativistas y nihilistas. Por eso es necesario encon-
trar y conocer los límites de la hermenéutica misma. En una
mínima filosofía de la historia de la hermenéutica, podemos de-
cir que, por lo general, las épocas de bonanza de la hermenéuti-
ca se han dado cuando se rompe el paradigma cognoscitivo de lo
claro y lo distinto, que es el de la univocidad, y se pasa, por reac-
ción, a un paradigma de lo relativo y lo totalmente incierto, que
es el de la equivocidad. Es decir, las épocas malas de la herme-
néutica han sido las del predominio del cientificismo, ya sea ra-
cionalista o empirista, en la Ilustración y en los diferentes positi-
vismos. Y ha resurgido en épocas de crisis de la razón, cuando
renace la preocupación por lo simbólico, lo histórico, lo no com-
pletamente claro y distinto. Pero también en ello hay dificultad,
pues tras el reinado de la univocidad cientificista, se quiere im-
poner el de la equivocidad relativista.

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Por eso es tan importante buscar el equilibrio, el cual se en-
cuentra en la mediación de la analogía. Para evitar una herme-
néutica univocista o una hermenéutica equivocista, hay que al-
canzar una hermenéutica analógica; y ésta sólo se consigue con
un adecuado conocimiento y comprensión de lo que es la analo-
gía, por eso pasaremos a continuación a considerar lo que es la
analogía, para poder incorporarla en una hermenéutica que siga
sus cauces y sus cánones, a saber, una hermenéutica analógica.
El concepto de «analogía» nos ayudará a lograr todo ello.

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CAPÍTULO II
CONCEPTO GENERAL DE ANALOGÍA

A continuación ofrecemos algunos rasgos esenciales del sig-


nificado del término «analogía». Primero su significado etimo-
lógico, y luego su contenido significativo. Ello nos servirá para
tener un concepto suficiente de la misma, que se vaya amplian-
do por el conocimiento de su proceso histórico y de algunas de
las aplicaciones que a lo largo de éste se hicieron. Nos servirán
de ejemplos y de modelos de distintas aplicaciones del concepto
de analogía a lo largo de la historia del saber humano.

Etimología

La palabra «analogía» procede de la palabra griega analogía,


la cual, etimológicamente, se compone de la preposición aná,
que es «según» y lógos, que significa «razón» o «proporción»;
sería «según razón» o, más apropiadamente, «según proporción».
Otros dicen que se compone de la preposición ánó y lógos, y,
como ánó quiere decir «hacia arriba», significa superación, tras-
cendencia, pasar a un orden superior. Es el mismo significado
de la palabra latina proportio, que se compone del prefijo pro,
que significa «según», y de portio, que significa «porción». «Ana-
logía» significa, pues, «proporción», «proporcionalidad», «or-
den», «armonía». Se la entiende más comúnmente como «seme-
janza», y es acertado, pero no se reduce a ella, pues implica el
predominio de la diferencia. O, si se quiere, es la semejanza en
cuanto intermedia entre la identidad pura y la diferencia pura.
Con todo, la diferencia predomina en ella sobre la identidad.1
También implica la idea de límite, de modo, de moderación,
de equilibrio. Es el reconocimiento de los límites, o la transgre-
sión ordenada y no violenta de los mismos. De hecho, la analo-
gía es trazado de límites; pero también es transgresión, sólo que
no desmedida, de los mismos. Implica siempre la idea de modo,

1. Cfr. S. Ramírez, De Analogia, en Opera Omnia, t. 2, 4 vols., Madrid, CSIC, 1974.

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de moderación, de frontera. Pero igualmente implica la idea de
puente, de algo que permite el paso, más aún, lo facilita.
Es una relación, más que entre cosas, entre relaciones; una
semejanza de relaciones. Y, en cuanto semejanza, es la semejan-
za a pesar de las diferencias, es la semejanza de lo desemejante;
es la semejanza desemejante o la desemejanza semejante, es de-
cir, es la semejanza que respeta las desemejanzas y la desemejan-
za que no pierde las semejanzas. Por eso contiene un predomi-
nio de la diferencia sobre la semejanza. Es, como decía la tradi-
ción, simplemente desemejante, y según algún respecto semejante
(simpliciter diversa, secundum quid eadem).

Contenido ideativo

Tal es el orden del universo, ya que el orden es el kósmos. El


orden es análogo o analógico.2 El orden es, en latín, ordo, de
donde viene orditura, la urdimbre o la trabazón. Y el orden se da
entre cosas múltiples y heterogéneas, pues donde no hay multi-
plicidad, hay monismo, y donde hay multiplicidad, pero no dife-
rencia, es un agregado de lo mismo. Es el problema de los preso-
cráticos, el de lo uno y lo múltiple, o el de cómo lo múltiple, que
vemos por la experiencia, se reduce a lo uno, que captamos por
el intelecto. Y también implica cosas mudables, es el otro pro-
blema —o el otro lado del problema— de los presocráticos: el de
la quietud y el cambio. Y esto se ve en el orden entre las causas.
Y ésta es la esencia de la filosofía, que es la sabiduría, y el objeto
de la sabiduría es el orden.
Ya en el ámbito de lo lingüístico, en semántica, hay tres modos
de significar o de predicar, de acuerdo con los del ser: lo unívoco,
lo equívoco y lo analógico. Lo unívoco es lo completamente igual,
lo claro y lo distinto; lo equívoco es lo completamente diferen-
te, de manera irreductible; y lo analógico es lo en parte idéntico y
en parte diferente. Conjuga la identidad y la diferencia, esos anti-
guos contrarios, eternos antípodas, que se juegan el ser y el no ser
en toda la historia del mundo.
De hecho, hay lo unívoco y lo multívoco o polisémico. Y lo
multívoco es doble: lo equívoco y lo analógico, esto es, lo multí-
voco irreductible a orden alguno, y lo multívoco reductible a ese

2. Cfr. S. Ramírez, De Ordine, Salamanca, Biblioteca de Teólogos Españoles, 1963.

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orden, que es lo analógico. Y la interpretación no se puede dar
donde el discurso es unívoco, porque no se necesita; pero tam-
poco se puede dar en lo equívoco, pues no es susceptible de ella;
sólo queda, pues, que se dé en lo analógico, que es lo polisémico
sujetable a un orden.
Llama, incluso, la atención que en los viejos manuales de lógi-
ca del siglo XVI se distinguiera entre unívoco y equívoco, y lo equí-
voco, a su vez, se subdistinguiera en dos: lo propiamente equívoco
y lo analógico. Como dando a entender que lo análogo propia-
mente es equívoco, pero no irreductible, sino reductible aunque
no hasta lo unívoco. Pero que se distingue de lo equívoco irreduc-
tible, el cual no tiene punto de salida ni de recuperación.
***
Haber analizado el término y el concepto de «analogía» nos
ha dado una primera aproximación a la realidad que nos intere-
sa. Avanzaremos en su conocimiento al atender a la historia de
esta idea. En ella veremos cómo se ha originado y cómo se ha
desarrollado; igualmente, captaremos cuándo y por qué tuvo es-
plendores y cuándo y por qué le sobrevinieron crisis y decaden-
cias. Lograremos una visión panorámica de ella que nos puede
resultar muy aleccionadora, una suerte de filosofía de la historia
aplicada a la idea de analogía.

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CAPÍTULO III
PROCESO HISTÓRICO
DE LA NOCIÓN DE ANALOGÍA

Seguir el recorrido histórico que hizo la noción de analogía nos


servirá para comprenderla más plenamente, ya en acto ya en la
práctica, pues la praxis nos ayuda a comprender mejor la teoría, a
la vez que muestra en concreto su verdad o su falsedad, sus alcan-
ces y limitaciones. Es en verdad interesante este proceso histórico,
ya que nos deja mayor claridad acerca de lo que ha venido a ser este
concepto en la actualidad, en la que ha sido por lo general mal
comprendida y, en consecuencia, criticada y hasta rechazada sin
ningún fundamento. Y, al revés, nos apoyará para comprender por
qué ha venido a ser tan necesario y se echa tanto de menos.

La analogía en los griegos

La analogía es utilizada por los antiguos como comparación.


Los presocráticos la toman también como semejanza, pero van más
allá. En efecto, un grupo de ellos, el de los pitagóricos —donde
sobresalen grandes matemáticos, además de Pitágoras, como Ar-
quitas de Tarento, que fue el escolarca—, es el que descubre propia-
mente la analogía, esto es, la proporcionalidad. Surge con los nú-
meros irracionales, pues se da en un acceso indirecto, aproximado,
proporcional.1
Es la analogía de proporcionalidad, o de proporción múlti-
ple, con la siguiente estructura: a:b::c:d. O también: a:b::b:c. En
este último caso se da un término medio proporcional, esto es,
un término mediador (b), que es el que sirve de enlace entre los
dos extremos. De ahí viene la idea de la virtud como proporción,
y del saber como raciocinio proporcional. La primera idea es
recuperada por Platón, la virtud como término medio. La segun-

1. Cfr. O.A. Ghirardi, Hermenéutica del saber, Madrid, Gredos, 1979, 27-37; L.A.
Fallas López, «La analogía pitagórica. Estudio interpretativo del pensamiento de Arquitas
de Tarento», Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica (San José), 73 (diciem-
bre), 1992, 262 y ss.

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da será, además de la anterior, recuperada por Aristóteles: el si-
logismo como juicio mediato, proporcional. Es la idea del saber
como proporcionalidad.
Platón sintetiza a Parménides y a Heraclito. Es la forma de
conservar la estabilidad en el cambio, o el cambio en la estabili-
dad. Hace uso de los mitos y los símbolos, a pesar de la cautela
contra ellos —la exclusión de los poetas de la República. Tiene
una teoría del lenguaje en la cual se debate la tesis naturalista, o
del origen natural del lenguaje, contra la tesis artificialista del
mismo. La primera es la de Crátilo; la segunda, de Hermógenes.
Y obtiene primacía la del naturalismo lingüístico. La segunda
será la de Aristóteles. En Platón, la hermenéutica es el arte de
interpretar los mitos, los símbolos, los relatos religiosos.2
Pero a Platón, seguidor de los pitagóricos, también le sirve la
analogía o proporción para encontrar la armonía, incluso entre
los contrarios, como se ve en el Timeo, donde la analogía une al
fuego y a la tierra, a lo visible y a lo tangible. En efecto, aporta un
tercer término medio, mediador, unificador. Está entre lo homo-
géneo (Parménides) y lo heterogéneo (Heraclito), y los une. Se usa
incluso la metáfora, como cuando dice en la República que el hom-
bre es una ciudad, o que la ciudad es un hombre, pues se deben
proporcionar todos los estamentos del Estado para lograr la justi-
cia. También aquí las virtudes se dan según proporción. La analo-
gía que parece predominar en Platón es la de proporcionalidad.3
Aristóteles tiene un contexto filosófico eminentemente analógi-
co.4 Para él, los principales conceptos de la filosofía se dicen de
muchas maneras: el ente, el uno o la causa, como lo dice en el libro
V de la Metafísica. Pero de maneras ordenadas, proporcionales, se-
gún un mayor y un menor. Por eso, además de la analogía de pro-
porcionalidad, que recibe de los pitagóricos, usa la analogía de atri-
bución, que él llama pròs hén, esto es, ad unum, o la que se dice en
relación con uno, que es el principal, a saber, un analogado princi-
pal y analogados secundarios. El ejemplo que usa es «sano», el cual
se dice del organismo, del medicamento, del alimento, de la orina,
del clima, de la amistad, etc. Pero lo más propio es atribuir «sano»

2. Cfr. P.B. Grenet, Les origines de l’analogie philosophique dans les Dialogues de
Platon, París, Boivin & Cie., 1948.
3. Cfr. Ph. Secretan, L’analogie, París, PUF, 1984, 19-23.
4. Cfr. G.L. Muskens, De vocis analogias significatione ac usu apud Aristotelem,
Groninga, J.B. Wolters, 1943; J. Araos San Martín, «El problema de la analogía del ente
en la metafísica de Aristóteles», Philosophica (Valparaíso, Chile), 13, 1993, 29-57.

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al organismo; pues la medicina es sana en cuanto restablece la sa-
lud; el alimento, en cuanto la conserva; la orina, en cuanto la signi-
fica; el clima, en cuanto la propicia; y la amistad se dice sana ya de
una manera impropia o figurada (metafórica). Como se ve, hay una
jerarquía de grados de atribución propia.
La analogía de proporcionalidad la usa Aristóteles para el
término medio, tanto el de los silogismos como el de las accio-
nes. En el caso de los silogismos, es el modelo de razonamiento
usado por los pitagóricos en el que hay un término que sirve
como intermedio para unir dos extremos: a:b::b:c, de ahí que se
infiera que a:c. Por ejemplo: toda virtud es buena. Todo lo bueno
es deseable. Luego, toda virtud es deseable. Virtud es a, bueno es
b, deseable es c, y como toda virtud (a) es buena (b), y todo lo
bueno (b) es deseable (c), la virtud es deseable, esto es, a es c.
Pero también se usa la otra proporción, que nos da el térmi-
no medio proporcional, como medio o modo, de la moderación,
pues en las virtudes éticas el medio es la moderación, es la me-
dianía. La prudencia es la que enseña a encontrar el medio vir-
tuoso; por eso la prudencia es la puerta de las virtudes. En efec-
to, la templanza no es más que esa moderación del actuar, la
fortaleza es la que ayuda a persistir en esa voluntad de modera-
ción o proporcionalidad, y la justicia es el dar a cada quien lo
que proporcionalmente le corresponde, esto es, lo que le es pro-
porcionado o proporcional.
La prudencia es la puerta de las virtudes porque éstas consis-
ten en un término medio, y la prudencia es la que enseña a en-
contrarlo. Busca los medios en relación con los fines, esto es, los
medios del silogismo práctico que sirven para llegar a los fines.
Y también enseña a buscar el término medio de la acción, esto
es, el medio proporcional, que es, de suyo, un término medio
prudencial, un resultado del acto prudencial, obra del prudente,
del phrónimos.
Pero la sabiduría es el acto máximamente analógico, pues la
sabiduría tiene como objeto el orden, tanto en el aspecto teórico,
de contemplación de un orden, como en el aspecto práctico, de
efectuación de un orden. En ambos casos, el orden es la analo-
gía, desplegada en un cúmulo de relaciones entre cosas y, sobre
todo, entre causas. Por eso la metafísica, que es la sabiduría hu-
mana por excelencia, tiene un carácter eminentemente analógico.
Aristóteles también habla de la analogía en relación con la
metáfora. Es decir, en la Poética habla de un tipo de metáfora

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que se da según la analogía, y es muy importante; es la metáfora
analógica, la que ha hecho que después se sistematizara la metá-
fora como una parte de la analogía. «La analogía, según Aristó-
teles, tiene su principio en la determinación de un término me-
dio (méson) que opera la mediación entre cosas y relaciones de-
semejantes, o que mantienen en equilibrio relaciones así medidas.
Los términos puestos en relación, mediados, medidos, son sim-
plemente desemejantes en género o relaciones “otras”. Luego in-
cluso entre relaciones “otras” (állo pròs állo), hay propiamente
proporción desde el hecho mismo de esta “común medida”».5
Aquí ya se ve la fórmula que después será usual en el tomis-
mo: que los análogos son simplemente diferentes y según algún
respecto son iguales (simpliciter diversa, secundum quid eadem).
Aristóteles aplica la teoría de la analogía en muchas partes: en
metafísica, en biología, en ética (las virtudes) y en política (la ley
y la justicia). Sobre todo se da en la prudencia y en la equidad
(epieíkeia), que es la aplicación de la ley al caso concreto. Inclusi-
ve Aristóteles sienta las bases para un razonamiento o argumen-
to por analogía (deducir un cuarto término, desconocido, a par-
tir de tres términos conocidos), aunque el nombre de silogismo
según analogía será introducido por Teofrasto.
También llega la analogía a los neoplatónicos que, junto con
los cristianos, la harán pasar de la analogía del uno a la analogía
del ser (analogia entis). Así, en Plotino, la analogía —que aparece
poco en sus obras— versa principalmente sobre los grados del
ser. Como todo parte del Uno, los grados se concatenan según la
mayor carga de multiplicidad y diferencia que tengan, hasta lle-
gar a la materia. Inversamente, también la analogía se aplica en
el ascenso del alma humana desde lo material hasta lo espiritual.
Desde el Uno puro y el Múltiple puro, la analogía marca el orden
del universo. En Proclo, la analogía funciona como mediación
entre la identidad y la alteridad, que también son abarcadas por
el Todo. Se rompe la pureza del Uno, y entonces sólo se puede
hablar del Uno por analogía.

La analogía en los medievales

En la época llamada Patrística, o de los santos Padres de la


Iglesia, sobresalen el Pseudo Dionisio y san Agustín. El primero

5. Ph. Secretan, L’analogie..., 24.

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trabaja una teología negativa, pero que deja abierta una puerta a
la positividad, por la vía de la eminencia, que habla de Dios a
partir de las creaturas, pero exigiendo que lo que se atribuya
a ellas no sea atribuido a Él de la misma manera, sino con una
eminencia que marca la infinita distancia entre ellos. Esto se ve
en varias de sus obras, pero principalmente en De los nombres
divinos, donde examina los títulos de Dios —sabio, bueno, pa-
dre— y cómo se le atribuyen. Primero se niega la conveniencia
de esos predicados —tomados de las creaturas— con respecto a
Dios; pero se niega esa negación diciendo que le pueden conve-
nir si se toman de manera eminente, y no como son atribuidos a
las creaturas. «Se ve así formularse un ritmo específico de la
analogía, que marcará la analogía medieval: el de la afirmación
(Dios es sabio) de la negación (Dios no es sabio en el sentido
humano del término), Dios es eminentemente sabio, sabio con
una Sabiduría incomparable».6
Para san Agustín, la analogía funciona entre la creatura y el
Creador, de modo que las cosas son vestigios o huellas de Dios.
El gran traductor medieval del Pseudo Dionisio, Juan Escoto
Eriúgena, sigue a éste, marca un ritmo de la analogía que prefi-
gura el de la dialéctica, a saber, posición, oposición y composición.
Entre los medievales, el que más acogió la idea de la analogía
fue santo Tomás. En él se dio un proceso de evolución en cuanto
a su doctrina de la analogía, siguiendo fuentes griegas, latinas y
árabes. Recupera tanto la analogía de proporcionalidad como la
de atribución. Primero sigue muy de cerca a Aristóteles, luego
piensa de manera más independiente. Es aristotélico en el De
principiis naturæ, en el De ente et essentia, en el Comentario a la
Metafísica y en el Comentario a la Ética. Es más independiente
en el Comentario a las Sentencias, la Summa contra Gentiles, el
De Veritate y la Summa Theologiæ. En su proceso, se observa que
primero acude mucho a la analogía de atribución, pero después
acude más a la de proporcionalidad, aunque sin renunciar a la
de atribución. No las llama de esa manera, sino de la siguiente.
Hay dos principales: la analogia secundum intentionem, relativa
al conocimiento, según nuestra capacidad cognoscitiva de trans-
gredir el orden finito hacia el infinito; y la analogia secundum
esse, relativa al ser, según la posibilidad de relacionar la causa y
lo causado. Así surgen varias analogías: secundum intentionem

6. Ph. Secretan, L’analogie..., 33.

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et non secundum esse, secundum esse et non secundum intentio-
nem, y secundum esse et secundum intentionem. Se basa mucho
en la participación del ser que de Dios hacen las creaturas.7
Otro que usó mucho la analogía fue el Maestro Eckhart. Pare-
cería difícil de creer, puesto que fue un gran místico, y suele pen-
sarse que los místicos prefieren la teología negativa, del no decir, a
la del decir. Pero, precisamente por ello, Eckhart da preferencia a
la analogía de atribución —sobre la de proporcionalidad— y es la
que usa para el conocimiento y el discurso acerca de Dios, que es
el analogado principal, mientras que la creatura es el analogado
secundario; pero también usa la de proporcionalidad y, con el fin
de contraponerlos de manera muy marcada, dice que Dios es como
la substancia y la creatura como el accidente. Lo cual suena a
panteísmo, y le trajo innumerables dificultades.8
Nicolás de Cusa parece integrar tanto la analogía aristotélica
como la neoplatónica, en la que sobresalieron el Pseudo Dionisio,
san Agustín, Escoto Eriúgena y Eckhart. Llega a plantear la coin-
cidencia de los opuestos (en el infinito), por lo que es, junto con el
Eriúgena, uno de los antecedentes de la dialéctica, la cual se mues-
tra, así, como una forma de la analogía. Las negaciones son verda-
deras y las afirmaciones, insuficientes; las negaciones se usan para
distanciar lo perfecto de lo imperfecto, y es cuando resultan más
verdaderas. Todo está en Dios y Dios está en todo; de hecho, todo
está en todo, como dirá después Leibniz. El hombre es el univer-
so, pero en pequeño; es un microcosmos. Con ello se da una exal-
tación del hombre que preludia a la del Renacimiento, y se antici-
pa el optimismo leibniziano. En todas partes hay perfección y
armonía, todo está bien proporcionado, es decir, es analógico, or-
denado. La sensibilidad afirma, la razón afirma y niega, el intelec-
to, que es la facultad superior, sólo niega. En el intelecto se conci-
lian los contradictorios; en la razón, sólo los contrarios; y en la
sensibilidad no hay ninguna oposición. Así, el cusano, gran analo-
gista, es un eslabón en la historia de la dialéctica.
Aunque ya no es medieval, sino un escolástico en plena época
del Renacimiento, el cardenal Cayetano —Tomás de Vío— entra
perfectamente aquí, pues fue el gran sistematizador de la doctri-

7. Cfr. B. Montagnes, La doctrine de l’analogie de l’être d’après saint Thomas d’Aquin,


París-Lovaina, Publications Universitaires, 1963.
8. Cfr. A. de Libera, Le problème de l’être chez Maître Eckhart: logique et métaphysique
de l’analogie, Ginebra-Lausana-Neuchâtel, Cahiers de la Revue de Théologie et de
Philosophie, 1980.

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na antigua y medieval de la analogía en su célebre opúsculo De la
analogía de los nombres. Allí define la analogía como la predica-
ción de un nombre de manera en parte idéntica y en parte dife-
rente, predominando la diferencia. Divide, además, la analogía
en tres grandes clases: la analogía de desigualdad, la analogía de
atribución y la analogía de proporcionalidad. La analogía de des-
igualdad es la que más se acerca a la univocidad, pues no contie-
ne mucha diferencia, y, por lo mismo, es la analogía menos pro-
pia. Un ejemplo de ella lo encontramos en la palabra «virtud», la
cual puede ser física y espiritual. La analogía de atribución es la
que contiene un analogado principal y analogados secundarios,
a los cuales se les atribuye el predicado en cuestión por su rela-
ción de participación o de causalidad con respecto al primer
analogado. El ejemplo tradicional es «sano», que se dice del ani-
mal como de un analogado principal, y de la comida en cuanto
conserva la salud, de la medicina en cuanto la restituye, del cli-
ma en cuanto lo favorece, de la orina en cuanto la significa, y
hasta de la amistad en un sentido figurado ya. La analogía de
proporcionalidad tiene dos clases: la de proporcionalidad pro-
pia, es decir, en la cual no hay sentido figurado, sino propio o
literal, como en «la razón es al hombre lo que el instinto al ani-
mal», o «el corazón es al organismo lo que el cimiento al edifi-
cio»; y la de proporcionalidad propia, o metafórica, cuando el
sentido es figurado, más concretamente, una metáfora, como en
«la risa es al hombre lo que las flores al prado», con lo cual se
comprende la metáfora «el prado ríe». Cayetano trata también
de la abstracción de los nombres análogos, la cual es la más im-
perfecta, pues no prescinde completamente de los inferiores; es
decir, la universalidad de los análogos tiene demasiada depen-
dencia con respecto de los particulares de los que surge, siendo,
por ello, siempre una universalidad matizada, atenta a lo singular.
Otro gran sistematizador de la analogía fue Francisco Suárez,
quien dio mucha importancia a la analogía de atribución, esto es, la
que implica jerarquía y grados de acercamiento o de participación
respecto de un atributo. Permite un analogado principal y varios
analogados secundarios, que se van distanciando gradualmente del
primero. En sus Disputaciones metafísicas hace investigaciones muy
profundas acerca de esto, enfrentado a los otros tomistas, sobre todo
dominicos, que privilegiaban la analogía de proporcionalidad, que
es la que, como se ha visto en Cayetano, mantiene una cierta hori-
zontalidad e igualdad proporcional entre los términos que relaciona.

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La analogía en los modernos

Se ha visto que, en la modernidad, el tiempo en el que más se


da la analogía es en el Barroco. Allí se presenta sobre todo en
forma de simbolicidad: los emblemas, los mitos, los jeroglíficos,
los símbolos. Había un juego muy grande de metonimia y metá-
fora, que son balanceadas por la analogía. La analogía unía me-
táfora y metonimia, concordándolas y haciéndolas jugar. A ve-
ces predominaba la metonimia, como en el conceptismo, a veces
la metáfora, como en el culteranismo. O, si se prefiere, metáfora
y metonimia eran muy diversamente tratadas en el conceptismo
y en el culteranismo, pero con la misma fuerza de ingenio. Ve-
mos a Quevedo y a Góngora, tan distintos, pero con un uso de
metáfora y metonimia genial; y tal vez hasta debamos decir que
sor Juana, por estar como en medio de ambos, era la más analó-
gica de todos los barrocos.
Más allá de la analogia entis, propia del tomismo —medieval
y post-medieval— Philibert Secretan encuentra la presencia de
la analogía en la modernidad, donde parecía haberse perdido.
Pero no. Se le da otra forma. Más que como analogia proportio-
nalitatis, aparece como analogia transcendentalitatis. Es la bús-
queda de la trascendencia, tanto teológica, o divina, como onto-
lógica, esto es, la que supla a los trascendentales medievales; sólo
que ahora de forma inversa, no colocados en el ser o en el objeto,
sino en el sujeto. Es el sujeto como trascendental. Tomás tenía
una analogía onto-teológica, de atribución per modum propor-
tionalitatis; pero ahora se trata de una analogía diferente.9
Así, Secretan señala la analogía en Descartes, como «analo-
gía ideológica», entre ideas (innatas y adventicias), por su hete-
rogeneidad, de modo formal-ideal basada en los contenidos
opuestos de las ideas. En cambio, la analogía en Pascal es «an-
tropo-teológica». Entre los cuerpos y los espíritus hay una dis-
tancia infinita, y entre el hombre y Dios hay una distancia infini-
tamente infinita (son los tres órdenes del ser: cuerpos, espíritus,
Dios). Es, además, una analogia figurationis per modum dispro-
portionalitatis. Pascal tenía una aguda conciencia de la despor-
porción entre lo creado y el Creador. Hay una cercanía a la in-
conmensurabilidad entre uno y otro, y casi una teología negati-

9. Cfr. Ph. Secretan, Analogía y trascendencia. Pascal-Edith Stein-Blondel, México,


Analogía Filosófica, 1998.

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va. En todo caso, un gran respeto. Y es analogía de figuración
porque un orden es figura del otro, es un icono suyo, por ejem-
plo, el del hombre y el de Dios.
Por otro lado, Giambattista Vico fue clarividente respecto de
la necesidad de la analogía. En medio de un ambiente crítico e
ilustrado, se opone a Descartes y al cientificismo y propugna la
retórica y lo simbólico. Así como la ciencia tomaba origen en
Galileo, que planteaba la físico-matemática en sus Diálogos de
una ciencia nueva, así Vico escribía un tratado con el mismo
título, La ciencia nueva, sólo que aquí esa ciencia nueva no era la
físico-matemática, sino la historia. Explora los símbolos en la
mitología y en la poesía. Habla de cursos y recursos de la histo-
ria; menciona épocas mitológicas para explicar —o comprender—
el decurso de la historia, habla de universales poéticos y de cono-
cimiento mediante la metáfora. Pero lo analógico en Vico no es
tanto esta exploración de lo simbólico, sino más bien la búsque-
da de la manera de conjuntar lo eterno y lo movedizo, en lo que
él llegó a presentar como un iusnaturalismo histórico.
En este autor se reunían una conciencia de lo histórico —no
exactamente el historicismo— y una conciencia de que no se
podía renunciar a lo fijo y estable. Su historicismo no era tan
grande que le llevara a negar toda estructura esencial —o natu-
ralezas— ni a negar todo lo universal. Pero deseaba inyectarles
lo histórico, concreto y metafórico, que está del lado de lo parti-
cular. Por eso hablaba de universales poéticos, al igual que de
iusnaturalismo histórico. Con ello manifestaba su propósito de
conjugar y equilibrar proporcionalmente cosas que se conside-
raban extremas, opuestas e irreconciliables.
Hay también una utilización muy fuerte de la analogía en
Kant, aunque está todavía por estudiar. Es bien sabido cómo él,
desde la Crítica de la razón pura, habla del símbolo como sólo
conocible por analogía, sólo se puede alcanzar de él una com-
prensión analógica. Es lo que le hace usar la analogía como algo
muy importante para la Crítica del Juicio, ya que es donde más
se requiere la captación de lo simbólico, que se da en el arte, y se
alcanza por el juicio de gusto, esto es, lo que media lo subjetivo y
lo objetivo, lo particular y lo universal. Y lo mismo se ve en He-
gel, pues la dialéctica, al igual que la analogía, ha sido ideada
para preservar el movimiento en la continuidad, o para preser-
var la continuidad en el movimiento mismo. Y como la analogía
antecede históricamente a la dialéctica, y tienen el mismo come-

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tido, da la impresión que la dialéctica no es sino una de las for-
mas de la analogía. En todo caso, Hegel, al igual que los román-
ticos, nos dará una concepción dialéctica de la analogía; no está-
tica sino dinámica, no analítica, sino dialectizada.
Otro momento fuerte de la analogía en la modernidad fue el
romanticismo, según la interpretación de Octavio Paz. Este autor
encuentra que los románticos fueron muy sensibles a la extrañeza
de la naturaleza. La naturaleza es hostil, inhóspita, o, por lo menos,
extraña. Se la hace amigable por la analogía, que es la herramienta
principal del poeta. Hölderlin, como nos recuerda Heidegger, fue
muy consciente de esto, pues llega a decir que el hombre tiene mu-
chos logros, pero solamente por la poesía logra establecerse en la
naturaleza, y hacer en ella un mundo, esto es, un cosmos, una mora-
da. Dice Hölderlin: «Voll Verdienst, / doch dichterisch wohnet / Der
Mensch auf dieser Erde» («Lleno de méritos está el Hombre, / mas no
por ellos sino por la Poesía / hace de esta tierra su morada»).10 En los
románticos la analogía adquiere un dinamismo y movimiento nota-
ble, que la relaciona con la dialéctica; es una analogía dialéctica, por
llamarla así. Tanto Fichte como Schelling y Hegel de alguna manera
reflejaban esto en sus doctrinas, haciéndose eco de esta corriente
romántica; y hasta el joven Marx, de los Manuscritos, hablaba de
humanizar la naturaleza y naturalizar al hombre (por el trabajo).
Pero lo importante que señala Octavio Paz en los románticos es que
eran capaces de ver las correspondencias entre las cosas, que, según
Foucault, habían dejado de percibirse desde el Renacimiento o, más
exactamente, desde el Barroco, pues en el capítulo III de Las pala-
bras y las cosas habla de Don Quijote como el último análogo.

La analogía en los contemporáneos

Otro pensador que acudió mucho a la analogía es Charles


Sanders Peirce. Señala que la analogía es la iconicidad, o que la
iconicidad es la analogía, pues nunca se da de manera igual.
Dice que hay tres signos principales: índice, icono y símbolo. El

10. M. Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía (trad. J.D. García Bacca), Barce-
lona, Anthropos, 1989, 17. Cfr. G. Vattimo, «Estética y nihilismo» (trad. M.A. Quintana
Paz), en A. Ortiz-Osés y P. Lanceros (dirs.), Diccionario de la Existencia. Asuntos rele-
vantes de la vida humana, Barcelona, Anthropos, 2006, 205-210. Para el poema de
Hölderlin, titulado In lieblicher Bläue, cfr. F. Hölderlin, Sämtliche Werke (Große Stuttgarter
Ausgabe) (ed. F. Beissner), Stuttgart, W. Kohlhammer, 1951, II/1, 372-374.

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índice es el signo directo, el signo natural, siempre unívoco; en
cambio, el símbolo es un signo arbitrario, puramente cultural
(porque entiende el símbolo en el sentido de los griegos, concre-
tamente de Aristóteles, como signo convencional), es el más equí-
voco. Mas, a diferencia de ambos, el icono (que correspondería
al símbolo tal como es usado por Cassirer y Ricœur) es un signo
intermedio, ni puramente cultural, ni puramente natural, es mixto
de ambas cosas, es el análogo. Además, el icono se subdivide en
tres: imagen, diagrama y metáfora. La imagen nunca es igual,
copia, aunque es la que más se acerca a la univocidad; la metáfo-
ra es la que más se acerca a la equivocidad; y el diagrama estaría
intermedio, siendo el análogo por excelencia. Es asombroso el
parecido de esta teoría peirceana con las doctrinas escolásticas,
no en balde era un gran conocedor de esos pensadores. Al igual
que ellos, ve que la analogía o iconicidad puede oscilar desde
algo tan cercano a la univocidad como la imagen, que, sin em-
bargo, nunca es unívoca, y algo tan cercano a la equivocidad
como la metáfora, que, sin embargo, nunca puede ser equívoca
(so pena de no entenderse ni captarse como tal), y el diagrama,
que sirve muchísimo para hacer ciencia. Oscila, pues, entre la
metáfora y la metonimia.
Según Secretan, en la obra mencionada, también en Husserl
se da la analogía: una analogía sin referencia a Dios; sólo inma-
nente. La llama «analogía de trascendentalidad» porque para él
—al igual que para Kant— el trascendental es el sujeto, el ego
trascendental. Por eso se habla de una «analogía ego-lógica». Es
la que busca la objetividad saliendo hacia la intersubjetividad, la
analogía desde el ego hacia el alter ego. Es la analogía por trans-
feribilidad del ego trascendental a la trascendentalidad del alter
ego. Por eso también puede decirse que discípulos suyos, como
Edith Stein, o lectores y seguidores suyos, como Erich Przywara,
tuvieron que ampliarla como «analogía ego-teológica», es decir,
partiendo del ego, la extendieron hasta Dios. Es lo que hace Edith
Stein en Lo finito y lo eterno, donde quiere conjuntar el tomismo
con la fenomenología, y algo parecido Przywara, desde san Agus-
tín y santo Tomás, en las dos ediciones de su Analogia entis. Es
una analogía del Yo real por la trascendencia del Dios personal.
Y Secretan llega a Maurice Blondel, quien establece una analo-
gía de complementariedad de los contrarios; por la trascenden-
cia del misterio, lo cual nos da una analogía de claridad inversa;
y por la trascendencia del Cristo mediador, lo cual pone en ejer-

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cicio una analogía de uni-totalidad. Tal se ve, por ejemplo, en la
obra de Blondel, La acción.
Otro filósofo que toma muy en cuenta la analogía —aunque
muy a su manera, como todo lo suyo— es Ludwig Wittgenstein,
a través de su noción de «parecidos de familia». En efecto, él
decía que conocemos y reconocemos las cosas basándonos en
paradigmas que elegimos de ellas (por ejemplo, un prototipo o
muestra de una flor, de un animal, de un determinado color, etc.).
Tales paradigmas mantienen con las cosas que se agrupan en
torno a ellos ciertos parecidos de familia que nos hacen recono-
cer como de esa clase todo lo que se acerque a ellos. Pero entre
los paradigmas, que son como los iconos de Peirce, y las cosas
que reconocemos gracias a ellos se va desvaneciendo el parecido
de familia —esto es, la analogía— hasta que desaparece. Esto
conflictuó mucho a Wittgenstein, pero podemos ver que resulta
suficiente con que podamos delimitar hasta dónde hay bastante
semejanza para poder asociar un objeto o una cualidad con un
paradigma de los mismos.
Además, otro autor amante de la analogía fue Octavio Paz. A
partir de sus estudios de los románticos y de los simbolistas, de
quienes dice que marcaron toda la poesía contemporánea, dice
que fueron maestros en el uso de la analogía. Además, según Paz
—y para esto se basa en Jakobson— la metáfora y la metonimia
son formas de la analogía. De acuerdo con ello, la analogía tiene
como clases los dos pilares del discurso humano: la metonimia,
que predomina en el discurso científico, y la metáfora, que pre-
domina en el discurso poético. Y es que Jakobson no los veía
meramente como tropos o figuras, sino como los dos modos prin-
cipales del conocimiento y de la expresión del hombre.

Apéndice sobre algunos acercamientos alternativos


a la analogía

Hay un autor al que se le puede considerar cercano a la ana-


logía, sólo que su contexto hebraico le inclina más a la teología
negativa, y, por ende, a la equivocidad. Se trata de Emmanuel
Lévinas. Es un autor que se dedicó a devolvernos la memoria de
varios conceptos que se oponen al sesgo —bastante lamentable—
que ha ido tomando nuestra cultura actual, occidental, pues son
conceptos que provienen en gran medida del judaísmo, el cual

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resulta siempre, a pesar de su instalación en Europa y América,
un elemento no-occidental.
Es Lévinas un autor que conmueve y agita el fastidio de nues-
tra cultura, sobre todo filosófica, y la hace vibrar con cosas nue-
vas, diferentes.11 Nos llama la atención acerca de la búsqueda del
sentido, y nos impele a buscarlo precisamente en la atención al
otro, en la oblatividad como actitud vital en la que renunciamos
a nuestro egoísmo en aras de la alteridad. De este modo, trae
propuestas muy importantes de enmiendas a la modernidad. No
resulta claro si se le pueda llamar «posmoderno», pero lo que sí
es cierto es que critica de manera muy directa y aguda el egocen-
trismo de la cultura europea y occidental, casi solipsista, y tam-
bién el logocentrismo que la ha caracterizado. Esto lo vemos ya
desde la misma biografía de Lévinas.
Algunos —como Vattimo— han llegado a decir que Lévinas
es de hecho un pensador religioso, más que filosófico. Dicen que
nos exige una intuición privilegiada, la intuición mística, para
poder acceder a su filosofía, y eso no es posible pedirlo. No cree-
mos que el hecho de que se acuda a elementos teológicos anule
el carácter filosófico de un pensamiento; siempre y cuando esos
elementos teológicos no sean presentados como argumentos en
la prueba, sino como ciertos señalamientos que brindan direc-
trices, o como puntos de llegada. Es algo común a la filosofía
judía y a la cristiana. Parece muy oportuna esta insistencia por
parte de Lévinas, pues viene a ser como una advertencia de la
presencia del otro, más allá de uno mismo; una indicación hacia
el humanismo del otro hombre, más que a un humanismo cen-
trado en el yo, en el solo sujeto egoísta.
Algo muy importante e interesante que hace Lévinas es sa-
carnos de la mera idea hegeliana de totalidad, para colocarnos
en la idea de infinito, más rica, lo cual no deja de provocar ma-
reos, como lo hace el paso de una totalidad entendida como sis-
tema cerrado a un todo infinito, el cual tiene que ser abierto y
con una dinamicidad que da vértigo. Los griegos eran amantes
de lo finito, de lo definido y cerrado. Temían lo abierto, lo infini-
to e ilimitado, y hasta abominaban de todo ello, con una angus-

11. Cfr. E. Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad (trad. D.E. Guillot),
Salamanca, Sígueme, 1980; Humanismo del otro hombre (trad. G. González R.-Arnaiz),
Madrid, Caparrós Editores-Instituto Emmanuel Mounier, 1993 y De otro modo que ser,
o más allá de la esencia (trad. A. Pintor Ramos), Salamanca, Sígueme, 1995.

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tia muy fuerte hacia lo abierto sin límites. En cambio, la cultura
judía resaltaba la infinitud de Dios. Es resaltar su trascendencia,
la cual abarca todo lo que conocemos como inmanencia. Fue
algo con lo que se debatió la escolástica cristiana, la admisión
del infinito judío y la totalidad cerrada griega. Algo que todavía
se ve en Nicolás de Cusa, y después.
También Lévinas nos llama la atención hacia algo que se ne-
cesita mucho y urgentemente en nuestro momento cultural. Es
la condición que tiene en Platón el bien, de estar más allá de la
esencia. Esto ha puesto en el tapete la vinculación de la ética con
la ontología, a través de la metafísica misma (aunque la polémi-
ca de cuál de las dos es la prima philosophia parece que se apoya
en varios malentendidos, y que se puede ver que una es primera
en ciertos aspectos y la otra en otros). Pero, además, lo otro que
el ser, que se concibe como presencia, es la ausencia. Y esa au-
sencia nos hace ver que nuestra metafísica del presente ha de
enriquecerse con la conexión con el futuro y, sobre todo, con el
pasado, que es rememoración. Y lo que más se ha olvidado es el
compromiso con el otro, con el prójimo.
Muy necesario, en verdad, es a nuestro tiempo el compromi-
so con el otro. No tanto con un tú, desde el yo, sino con un terce-
ro, con un «él», que está señalando la dimensión comunitaria. Al
partir del él y no del tú, Lévinas va más allá que Buber. La alteri-
dad es illeidad. Nos recuerda que a ese compromiso nos llama el
rostro del otro. Pero no un rostro que se contempla, y que se
manifiesta brillantemente ante nosotros; pueden ser unas arru-
gas, un gesto de tristeza, inclusive mejor si no se ve nada, mejor
si ni siquiera se distingue el color de sus ojos. Por eso Lévinas
habla de que hay una prioridad de lo ético sobre todos los demás
aspectos del conocimiento. Previa a la guerra, que Hegel coloca-
ba al comienzo de todo, está la relación ética de las personas. El
bien está antes que el ser; por eso la relación de los hombres es
de otro modo que ser, está más allá de la esencia, en el bien.
Precisamente el rostro del otro es el que me lo recuerda. Es una
especie de denuncia, de queja de que yo permanezca en el ser, de
que esté privando de ser al otro, con mi falta de cuidado por él.
Por eso el primer reclamo que hace el rostro del otro es un «No
matarás», una prohibición del asesinato, de toda violencia. Lévi-
nas nos habla de ese reconocimiento del rostro del otro, que es
un acontecimiento fundante de las relaciones humanas. Más allá
del contrato social, del pacto entre los primeros individuos, ima-

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ginados por los politólogos de la modernidad como una especie
de primeros padres en el paraíso, fantaseado además de perdido.
La misma noción de tiempo se enriquece con los conceptos
de Lévinas. No queda sólo en el momento sincrónico del análi-
sis, sino que adquiere su verdadera connotación diacrónica; ya
no está sincronizado al reloj de los observadores, sino a la dis-
tensión de la libertad. La libertad, en el amor, distiende el tiem-
po y lo acerca a la eternidad. Así, Lévinas nos hace rebasar el
ámbito de la sola experiencia sensorial como fuente de sentido,
y nos abre a la experiencia de lo trascendente, nos hace saltar el
límite de la apercepción trascendental. Sólo hay que seguir la
huella de lo infinito impresa en nuestra finitud y contingencia.
Lévinas, de manera muy judaica, resalta demasiado, hasta el
extremo, aquello que quiere promover, frente a aquello que de-
sea combatir. Por eso insiste tanto en su oposición o negación de
los conceptos occidentales que ve que están haciendo daño al
hombre de hoy, o que conviene mitigar. A veces recuerda a Mai-
mónides, con su teología negativa, frente al analogismo del aqui-
nate. Pero esos conceptos se pueden mitigar evitando su com-
pleta eliminación; se los puede llevar a un equilibrio proporcio-
nal, analógico, sin establecer la destrucción inevitable y necesaria
de uno de los conceptos opuestos. Echando mano aquí a algo
como una dialéctica, se puede decir que existe la posibilidad de
efectuar una síntesis conciliadora entre muchos de los pares de
conceptos que están en juego y en pugna. La analogía hace que
en el límite se encuentren la totalidad y el infinito, la esencia y el
bien, la presencia y la ausencia, el yo y el otro. Se equilibran
proporcionalmente, se moderan y se dan vida mutuamente.
Otro filósofo en el que se observa una búsqueda de lo que
hemos apuntado con la analogicidad es Gianni Vattimo, con su
pensamiento débil, no violento ni impositivo.12 El verdadero pen-
samiento débil sería el analógico. No lo sería el unívoco, pues ya
se sabe que los univocismos son prepotentes, impositivos, fuer-
tes y violentos, como se manifestaron en la modernidad, sobre
todo los racionalismos, los empirismos, los positivismos. Pero
tampoco puede serlo el equívoco, ya que es igualmente fuerte,
violento, prepotente e impositivo, sólo que al revés. Los raciona-
listas son tan violentos como los irracionalistas. En cambio, un

12. Cfr. G. Vattimo, Más allá de la interpretación (trad. P. Aragón Rincón), Barcelo-
na, Paidós, 1995.

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pensamiento analógico puede salvaguardar la diferencia sin per-
der todo acercamiento a la identidad, a través de la semejanza,
semejanza en la que, como no nos hemos cansado de repetir,
predomina la diferencia.
***
Esto nos da una idea de la importancia viva que ha tenido la
analogía a lo largo de la historia, y que tiene hoy en día, aunque ha
sido relegada y olvidada en el pensamiento que con Kuhn podría-
mos llamar canónico. Algunos la consideran un procedimiento
pre-científico, otros la ven como algo indispensable para conocer
lo que no es totalmente reductible a la ciencia. En parte es verdad
eso de que es algo pre-científico, pero lo cierto es que sirve más
cuando no se tiene completa claridad, en los objetos que son difí-
ciles de conocer, como es casi todo en filosofía. Por eso puede
decirse que es todo un paradigma de pensamiento, y que urge
traer de nuevo a nuestra praxis de pensamiento. Inclusive como
una racionalidad analógica; pero, sobre todo, como una herme-
néutica analógica, que es lo que nos interesa considerar ahora.
Con ello puede apreciarse que la analogía, aunque tiene sus
problemas de construcción y de aplicación, tiene la suficiente duc-
tilidad como para no imponerse, y la suficiente estructuración
como para no derrumbarse. Se coloca en un punto intermedio,
con lo cual no es prepotente, sino débil; pero también está como
en un borde, con lo cual acota y coloca dentro de sus justos límites
el filosofar, aunque se encuentre siempre en los márgenes de la
filosofía, a imitación de Hermes, el fronterizo y marginal, que,
como ya se le habían dado todos los territorios en herencia a su
hermano Apolo, andaba en las tierras que no eran de nadie: las
fronteras y los caminos.

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CAPÍTULO IV
QUÉ ES UNA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

Atendamos ahora a la conexión entre hermenéutica y analo-


gía. La hermenéutica es la disciplina de la interpretación; pero,
como veíamos, en su historia ha sido jalonada entre el univocis-
mo y el equivocismo, de modo que puede hablarse de una her-
menéutica unívoca, que restringe demasiado las posibilidades
de la interpretación, y una hermenéutica equívoca, que abre en
demasía dichas posibilidades, hasta el punto de que no se pueda
discernir entre una buena interpretación y otra equivocada. Pero
tenemos la posibilidad de una hermenéutica analógica, cuyas
características pasaremos a considerar. Unas son estructurales y
otras funcionales, pero obviamente están muy conectadas entre
sí, guardan estrecha dependencia la una con la otra.

Su estructura

En cuanto a su estructura, la hermenéutica analógica tiene,


como es natural, la característica de ser mediación entre una her-
menéutica unívoca y otra equívoca. No tiene la rigidez de la pri-
mera, pero tampoco incurre en las extralimitaciones que cabrían
en la segunda; trata de situarse como participando de ambas, aun-
que sin quedarse como un término medio equidistante, sino más
inclinado a la diferencia. Esto tiene varias consecuencias estruc-
turales, que se reflejan en la vertebración interna de esta herme-
néutica, y que trataremos de enumerar a continuación.

1. Por lo que hemos visto, si incorporamos la analogía a la


hermenéutica, tendremos una hermenéutica más amplia que la
puramente univocista y más estricta que la puramente equivocis-
ta. Nos ayudará a evitar y superar la interpretación unívoca (mo-
derna y positivista) y la interpretación equivocista (posmoderna
y romántica). Una hermenéutica analógica va más allá que una
hermenéutica unívoca, como la de muchos modernos y de mu-
chos positivistas, la cual ni siquiera sería hermenéutica, pues

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elude la polisemia, y también más allá de la hermenéutica equí-
voca de muchos románticos y de muchos posmodernos, la cual
se hunde en la polisemia irreductiblemente. En cambio, en una
hermenéutica analógica se tiene la posibilidad de retomar en
cierta medida la univocidad o identidad y en cierta medida la
equivocidad o diferencia, pero en ella predominará la diferen-
cia. Así nos hará evitar los extremos del impasse entre universa-
lismo y relativismo. Conservará la diferencia sin perder del todo
la identidad, a través de la semejanza.
2. Además, tendrá los distintos modos de la analogía, a saber,
abarcará la desigualdad, la atribución, la proporcionalidad pro-
pia y la proporcionalidad impropia o metafórica. Esto último nos
indica que contiene la metaforicidad. Pero la metáfora es sólo una
de las formas de la analogía; ésta contiene también la metonimia,
con lo cual nos da un espectro más amplio que la hermenéutica
metafórica de Ricœur. En efecto, hay una parte metafórica en la
analogía, que es la proporción impropia; pero también hay analo-
gías innegablemente metonímicas, como las de desigualdad y, más
propiamente, las de atribución y de proporcionalidad propia. Si
la metonimia es el origen de la ciencia y la metáfora el de la poe-
sía, en la analogía tenemos el espacio suficiente para interpretar
lo científico y lo poético respetando su especificidad, y hasta para
encontrar algunos puntos en los cuales se toquen, de manera que,
en cierta medida, y sin confusión, lo científico pueda interpretar-
se poéticamente y lo poético científicamente.
Además, la oscilación entre la analogía de atribución y la de
proporcionalidad nos dará la posibilidad de contar con una apli-
cación jerarquizada, como es la primera, pues la atribución im-
plica un orden gradual de aproximación al texto o a la verdad
textual, y la segunda, que es más lineal o igualitaria, nos permiti-
rá una serie de interpretaciones más próximas entre sí, y sólo
diversas por la manera en que se complementan. Pero en ningu-
no de los dos casos se perderá la capacidad de juzgar y evaluar
cuáles de entre ellas se acercan más a la verdad del texto en cues-
tión, ya sea por la jerarquía de aproximación a la verdad textual,
ya sea por el carácter más rico y completo que tengan.
3. Así, esto es abrir el ámbito de las interpretaciones sin que se
vayan al infinito. No se considera válida tan sólo una interpreta-
ción, como en el positivismo, que es una hermenéutica univocis-
ta; pero tampoco se consideran todas válidas, como en algunos
posmodernos, que ya transitan por una hermenéutica equivocis-

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ta. En una hermenéutica analógica se pueden comparar propor-
cionalmente las interpretaciones, e incluso —como acabamos
de decir—, usando la analogía de atribución, tener una jerar-
quía, una gradación, en la cual haya una interpretación que sea
el analogado principal y las otras los analogados secundarios,
esto es, una gradación de interpretaciones en las cuales unas se
acercan más a la verdad textual y otras se alejan de ella hasta
resultar erróneas. De esta manera la interpretación deja de estar
simplemente abierta hasta el infinito, y dada nuestra finitud, se
acota el margen interpretativo, sobre todo por el uso del diálogo
y la argumentación dentro de la comunidad hermenéutica.
4. Asimismo, nos permite guardar un equilibrio entre la inter-
pretación literal y la alegórica. En efecto, una hermenéutica uní-
voca buscaría el solo sentido literal, desechando el alegórico; una
hermenéutica equívoca buscaría el solo sentido alegórico, renun-
ciando ya a todo sentido literal; en cambio, una hermenéutica
analógica destaca el sentido alegórico que puedan tener algunos
textos, pero sin perder todo sentido literal. Es un equilibrio pro-
porcional entre la búsqueda de la intencionalidad del autor —lo
que quiso decir— y la intencionalidad del lector —lo que de he-
cho interpreta— hasta el punto de permitir una lectura simbóli-
co-alegórica, inclinada al lado de la proporcionalidad metafóri-
ca, sin perder por ello la capacidad de reducirla lo más que se
alcance a la atribución de literalidad.
5. Por lo mismo, nos permite oscilar, como en un gradiente,
entre la interpretación metonímica y la metafórica. Abarca esos dos
polos y se mueve entre uno y otro. Algunos textos sólo permitirán
una interpretación metonímica, otros una metafórica, pero habrá
otros que oscilen entre una y otra, y la hermenéutica analógica
nos permitirá ajustar el gradiente entre ambas según lo requiera
la proporción de metonimia o la proporción de metáfora que se
encuentre en los textos. Esto nos ayudará a aplicar, según se re-
quiera, la metonimicidad y la metaforicidad donde vengan al caso,
para no forzar los textos que sólo admitan la una o la otra, y, sobre
todo, para una lectura más rica de los que admitan las dos. Resul-
tará, así, una interpretación enriquecida pero seria.
6. La hermenéutica analógica, asimismo, nos ayudará a captar
el sentido sin renunciar a la referencia; es decir, inclusive a privilegiar
al primero pero sin relegar al segundo. Es muy notorio cómo la
hermenéutica actual prefiere el sentido, que viene por la coherencia
o por la convención, y relega la referencia, que viene por la corres-

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pondencia y la verificación. En cuanto al sentido, hay una tenden-
cia a la equivocidad, pues resulta de cada mente o sistema; en cam-
bio, en cuanto a la referencia, hay una tendencia a la univocidad,
pues pertenece a la pretensión cientificista. De hecho, los univocis-
mos, como el positivismo lógico, han sido referencialistas, con una
pretensión tan ingenua de conocer unívocamente la referencia, que
eso los ha hecho desembocar en relativismos muy fuertes, por el
desplome de esa pretensión tan extrema. En cambio, sus críticos,
como Davidson y Rorty, más en la línea pragmatista de la analítica
—y el pragmatismo se ha caracterizado por ser anti-positivista—
han resaltado los equívocos referenciales, la equivocidad que en
ocasiones padece la referencia; y los ha movido a negar la referen-
cia misma. Con todo, se puede adoptar una postura intermedia o
analógica, en la cual, sin pretender una relación referencial biuní-
voca entre las palabras y las cosas, se evite el caer en el rechazo de
toda referencia, y se acepte una referencialidad más dinámica, in-
cluso movediza, pero suficiente. No pretender que la referencia es
inequívoca, pero tampoco negarle toda adecuación a lo real.
7. La hermenéutica analógica nos ayudará a tener una inter-
pretación a la vez sintagmática y paradigmática, aunque es pre-
ponderantemente la segunda. No separar las dos como irrecon-
ciliables, sino tratar de ver el punto donde se unen en el trabajo
que se realiza, de modo que se pueda calar en profundidad, con
el movimiento no sólo de oposición de lo sintagmático y hori-
zontal, sino también con el de asociación de lo pragmático y
vertical, que cala hondo, que asocia y ve lo que se repite, encon-
trando en ello su novedad, como una eterna novedad del eterno
retorno de lo mismo. Los monjes leían los salmos en sentido
paradigmático, asociativo, pues los relacionaban con todas las
Escrituras, y reiterativo, pues los cantaban muy buen número
de veces. Pero cada vez que se repetían eran diferentes, enseña-
ban algo nuevo, cada vez se veía distinto lo mismo.
8. Tiene como instrumento principal la distinción, y por ello
requiere del diálogo. Es eminentemente dialógica. En efecto, el
diálogo es el que obliga a distinguir, y la distinción hace encon-
trar con sutileza el medio entre dos extremos que se presentan
como cuernos de un dilema, pues la distinción tiene la estructu-
ra de un silogismo dilemático. Si tomamos una de las alternati-
vas, caemos en contradicción o en problemas, si adoptamos la
otra, también. Entonces hay que buscar un tercer término, un
término medio, que nos ayude a introducir otras alternativas,

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que sean nuevas posibilidades, las cuales nos permitan salir de
la contradicción, que generalmente se da en los extremos.
De hecho, la hermenéutica presupone una antropología filo-
sófica o filosofía del hombre en la cual el ser humano está carac-
terizado por su humildad ante el saber. Sabe que puede no saber,
que se puede equivocar, que puede engañarse o ser engañado.
Sobre todo, que puede no tener razón. Eso impele a sospechar y
a distinguir. El ejercicio de la sospecha, en efecto, va muy asocia-
do a la distinción, pues ella es el procedimiento por el cual se
busca salir del error posible. Distinguir es lo más hermenéutico,
y la distinción es un acto completamente analógico, ya que tras-
ciende la identidad pura y la diferencia pura, para colocarse en
la analogía, la cual se reconoce como no pura, aunque sabe tam-
bién que no es completamente impura. Es la mediación.
9. Igualmente, una hermenéutica analógica nos hará combi-
nar y equilibrar proporcionalmente lo monológico y lo dialógico. Es
cierto que se necesita el diálogo, y no lo hemos de negar; pero en
este tiempo en que tanto se resalta el diálogo, se tiende a olvidar,
como lo señala bien Javier Muguerza, que las principales decisio-
nes —morales, políticas— las tomamos en momentos de reflexión,
de monólogo, o de diálogo sólo con nosotros mismos. Se trata de
la reflexión compartida en el diálogo, y del diálogo sustentado
en la reflexión: una reflexión dialogada y un diálogo reflexivo.
10. Además, una hermenéutica analógica nos ayudará a su-
perar la dicotomía entre descripción y valoración, cosa tan impor-
tante para la ética y la política, pues corresponde a la dicotomía
tan tajante entre hecho y valor, la cual lleva a establecer la llama-
da falacia naturalista, que considera como inválido el paso del
ser al deber ser, de los enunciados descriptivos a los valorativos,
lo cual impide una fundamentación de lo moral y político en el
estudio de la naturaleza humana. La hermenéutica analógica nos
hace ver que no hay tal falacia, sino que, como lo enseñan la
retórica —y la pragmática— todo enunciado descriptivo tiene
fuerza ilocucionaria valorativa —como lo mostró Searle— y, por
lo mismo, no se infiere más de lo que tiene, sino que sólo se
explicita el contenido que ya posee en sí mismo.
11. Finalmente, una hermenéutica analógica ayuda a superar la
dicotomía de Wittgenstein entre el mostrar y el decir. Wittgenstein
separaba demasiado, sin punto de conciliación ni solución de conti-
nuidad, el decir y el mostrar. El decir era lo científico, y el mostrar lo
místico. Lo que no se podía decir, sólo se podía mostrar. Y, según él,

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las cosas más importantes de la vida, como lo ético, lo estético y lo
religioso, no se pueden decir; sólo se pueden mostrar. Sin embargo,
la analogía fue usada por muchos místicos para poder decir de al-
guna manera lo que estaba destinado a solamente mostrarse. Fren-
te a la teología positiva, en la cual se pretendía decir mucho acerca
del misterio, se estableció la teología negativa, tanto en la línea judía
—Filón, Maimónides— como en la línea cristiana oriental —san
Juan Damasceno, san Gregorio Palamás. Pero también se buscó
una línea intermedia, como se ve en el Pseudo Dionisio, cuando no
se lo ve sólo como teólogo negativo, sino buscando la vía de la emi-
nencia; algo parecido sucede en santo Tomás, en Eckhart, en san
Juan de la Cruz y en otros. La analogía es decir el mostrar y mostrar
el decir. Sobre todo tratar de decir lo que sólo se podía mostrar. Pero
se sabía que eso únicamente era posible hasta cierto punto, en muy
pequeña medida, como balbuciendo, con un gran predominio de
las imágenes y las metáforas sobre el discurso directo y literal. Sin
embargo, se consiguió al menos lo suficiente para decir algo del
misterio, sin quedarse irremediablemente callado.

Se ve, así, que la estructura de la hermenéutica analógica es la


de la disciplina de la interpretación, o la hermenéutica misma, que
además trata de vertebrar en su seno la analogía como característi-
ca de su acción interpretativa. Se trata de una interpretación analó-
gica, la cual pretende tener más sutileza de la que admite la univo-
cidad, que corre el peligro de pecar de sobre-simplificación, pero, a
la vez, más rigor que la que admite la equivocidad, la cual corre el
peligro de abrir demasiado el espectro de las interpretaciones. Su
principal instrumento es la distinción, más que el afirmar y el ne-
gar; es decir, trata de buscar la mediación entre las posturas contra-
rias y contradictorias, para intentar la integración de lo que de váli-
do pueda encontrarse en ellas. Y esto es más difícil y complejo que
el solo aceptar o rechazar en bloque. En este punto se puede ver
cierta semejanza con el pensamiento integracionista que promovió
el gran filósofo español, ahora desaparecido, José Ferrater Mora.

Sus funciones

En cuanto a las funciones de la hermenéutica analógica, re-


sultan de la estructuración que hemos señalado en ella. Al osci-
lar entre la univocidad y la equivocidad, puede ejercer funciones

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de integración, salvaguardando la diferencia pero sin perder com-
pletamente toda reducción a la identidad; aunque, como ya se
ha dicho, en ella predomina la diferencia. Tratemos de señalar
algunas de esas funciones.

1. De acuerdo con lo dicho, una función primordial que tiene


la hermenéutica analógica es la de evitar los inconvenientes de
una hermenéutica unívoca y una hermenéutica equívoca. La pri-
mera es demasiado restrictiva, incluso reduccionista; la segunda
es demasiado abierta, incluso emergentista hasta el infinito. Se
superará el reduccionismo de la sola interpretación válida, pero
también el emergentismo desbocado de las infinitas interpreta-
ciones válidas y complementarias; se tendrá un conjunto amplio
de interpretaciones válidas, pero definido y con la posibilidad de
jerarquía, es decir, un conjunto ordenado, donde se ven los gra-
dos de aproximación a la verdad textual, de modo que llega un
punto en el cual se alejan de ella e incurren en la falsedad. Eso
permite el juego de la subjetividad y la objetividad; se reconoce
el predominio de la subjetividad, sin abandonar por ello la capa-
cidad de objetividad que debe tener la interpretación.
2. Con ello se podrá frenar el relativismo de la interpretación
infinita, así como la inconmensurabilidad completa, cosas que
van con el equivocismo. De hecho, se superará el impasse que se
da por la distensión de los dos extremos del universalismo y el
relativismo. Ayuda a abrir los márgenes de la interpretación, pero
sin que pierdan su carácter de fronteras o límites. Se amplía la
diferencia sin perder la posibilidad de cierta identidad —por la
semejanza—, se abre la diversidad sin perder la universalidad.
Se universalizará a posteriori, y a partir del diálogo. No estable-
ciendo una meta-filosofía impositiva y opresora, sino una dia-
filosofía, que surge desde abajo, y va integrando características
universalizables de las distintas culturas. Ya que la analogía sur-
gió —desde los pitagóricos— para conmensurar de alguna ma-
nera lo inconmensurable, nos da la posibilidad de hacer con-
mensurables las culturas, de modo que se puedan criticar y tam-
bién sea posible aprender de ellas; todo ello mediante el diálogo,
en lo cual consiste la mencionada dia-filosofía.
3. Inclusive se podría decir que una hermenéutica analógica
integra sin confundir, reduce dicotomías sin que se mezclen en
extremo. Tal es la virtud de la analogía. Se parece a algunas filo-
sofías del límite, aquellas que postulan que en el límite los extre-

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mos se tocan, que el límite es para que pisemos los dos lados del
mismo, que el límite es para ser transgredido, pero no por la
violencia, sino por la astucia, por la delicada trampa o truco que
permita superarlo, traspasarlo, sin violentarlo.
4. Cuando decimos que en la analogía predomina la diferen-
cia sobre la semejanza, decimos que en una hermenéutica ana-
lógica se puede privilegiar lo diferente sin perder la semejanza. Es
posible manejar lo movedizo sin hundirnos en el pantano; se
puede jugar con distintas interpretaciones, a veces osadas, sin
perder el carácter fronético o prudencial que nos permita regre-
sar a la orilla, hincar el ancla de modo que no nos lleve la co-
rriente ni el remolino. Por eso una hermenéutica analógica sería
la verdadera filosofía no prepotente ni impositiva, que no enta-
bla meta-relatos, sino dia-relatos, los cuales son muy distintos.
5. Permitirá interpretar correctamente el símbolo, evitando los
extremos de quienes desean interpretarlo unívocamente, encon-
trando los mismos símbolos en las diferentes culturas, reducién-
dolos a una interpretación positivista o traducción cientificista de
los mismos, y el de los que los interpretan equívocamente, esto es,
dicen que de hecho no se pueden interpretar, que sólo se pueden
vivir. Son los extremos de la teología positiva y la teología negati-
va; la primera pretendía decirlo todo, la segunda prefería no decir
nada; entre una y otra se establece una postura analogista, que
trata de decir sin decir, esto es, de decir lo más posible sin preten-
der decirlo todo, pues eso equivaldría a no decir nada. Una her-
menéutica analógica del símbolo respetaría lo inefable del mis-
mo, reconocería su carácter de irreductible o inexhaustible, pero
se atrevería a decir algo de él, a interpretarlo de manera sólo aproxi-
mativa, proporcional.
6. Permite conjuntar, en el límite, hermenéutica y ontología,
lenguaje y ser, sentido y referencia. Es cuando logramos hacer lo
que quería Heidegger en Ser y tiempo, esto es, interpretar el ser,
traer el significado hacia el significante, la suposición hacia la
significación, el objeto hacia el concepto, el ente hacia el lengua-
je. Lingüistizar la ontología pero también ontologizar el len-
guaje; buscar una ontología disminuida en sus pretensiones de
presencia fuerte, pero también una hermenéutica disminuida
en sus pretensiones de ausencia de representación, sin fuerza
representativa, porque es tan cainita lo uno como lo otro.
7. De acuerdo con ello, puede abrir a una nueva ontología,
una ontología analógica, acorde con una hermenéutica analógi-

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ca.1 Esa nueva ontología analógica será verdaderamente débil, la
verdadera metafísica débil del pensiero debole que quiere Vatti-
mo. Al hacernos ver que el símbolo tiene una cara hermenéutica
y otra ontológica, nos ayudará a recobrar la simbolicidad para el
hombre, lo cual repercutirá en la ontología, en la antropología o
la psicología, y en la sociología, así como en la ética y la política.
Abrirá, primeramente, a un replanteamiento de la ontología o
metafísica, y después ello repercutirá en todas las demás ramas
de la filosofía y aun en las ramas de la ciencia.
8. Por lo mismo, permite hacer una filosofía latinoamericana,
pero inserta en la filosofía universal, mundial. Ya que la analogía es
la percepción de lo particular en lo universal, pero impidiendo el
relativismo y el absolutismo, nos da los elementos para hacer filo-
sofía latinoamericana, pero sin desencajarse del seno de lo uni-
versal. De hecho, la hermenéutica analógica tiene componentes
que le dan un estatuto altamente latinoamericano. La analogici-
dad fue usada en el encuentro entre las culturas española e indí-
gena. Gran parte de lo que se trabajó de constructivo, de no-des-
tructivo, de positivo y bueno, fue por obra de la analogía. La ana-
logía permitió a Bartolomé de las Casas captar el humanismo
indígena, y no sólo el humanismo europeo. Si humanistas euro-
centristas, como Juan Ginés de Sepúlveda —que era propiamente
el humanista y el avanzado—, condenaban a los indios en nom-
bre del humanismo renacentista, y los acusaban de crímenes de
lesa humanidad —sacrificios humanos, antropofagia—, Bartolo-
mé de las Casas, por analogía con el humanismo de griegos y
romanos —que hacían sacrificios humanos, por ejemplo—, reco-
noce el humanismo indígena, y trata de comprenderlo. Es una
actitud eminentemente hermenéutica, y hermenéutica analógica.
La analogía es el punto central del barroco mexicano y lati-
noamericano, en el que se da con más fuerza el fenómeno del
mestizaje. Cuando ya las razas no están tan ocupadas en des-
truirse, por la fuerza del érós y de la vida, se fusionan y engen-
dran ese análogo que es el mestizo. Sobre todo el mestizaje cul-
tural, de productos culturales nuevos y distintos, que ya no son
propiamente españoles ni propiamente indígenas, sino algo nue-
vo. En el mismo simbolismo del barroco se ve la presencia de la
analogicidad, en ese juego de metáfora y metonimia, que se

1. Cfr. R. Díez Gargari, «Hacia una ontología analógica, acorde con una hermenéu-
tica analógica», Vertebración (Puebla, México), 14/52, 2001, 80-93.

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mueven con tanto dinamismo en esa época. Sandoval y Zapata
es un ejemplo de ello, con su poesía tan lograda; pero más aún es
un paradigma sor Juana, quien sabe integrar lo conceptista y lo
culterano en su magno poema Primero sueño. También se ve en
Carlos de Sigüenza y Góngora, quien, en su Teatro de virtudes
políticas, cuando todos ponían como ejemplos de tales virtudes
gobernantes griegos y romanos, prefirió ejemplos tomados de
entre los gobernantes indígenas.
También en el siglo XVIII la analogía es utilizada por el genial
jesuita Francisco Xavier Clavigero, en su Historia antigua de Méxi-
co, donde aplica la analogicidad para entender y dar a entender la
cultura azteca, sobre todo a los europeos, y principalmente a los
ilustrados, disputando contra aquellos que menoscababan tanto
la dignidad de los indígenas americanos, como Buffon, Raynal,
De Pawn y otros. Curiosamente, ellos eran los ilustrados y, sin
embargo, estaban en contra de los indígenas, los acusaban de in-
madurez culpable; no eran capaces de reconocer la dignidad que
proclamaban para los ciudadanos de Europa. Y, en cambio, este
jesuita criollo, ciertamente ilustrado en cierta medida, pero toda-
vía anclado en la escolástica, como ecléctico que era, supo recono-
cer la alta dignidad de los indígenas, con los que él mismo cuenta
que había convivido directamente, y que ahora defendía en las
disputaciones con las que adorna su historia.
Igualmente encontramos la analogía en Octavio Paz, gran
poeta mexicano, premio Nobel de literatura y reconocido inte-
lectual. Él hacía de la analogía el núcleo de lo poético, y, siguien-
do a Roman Jakobson, decía que la metáfora y la metonimia
eran formas de la analogía; por lo cual la analogía era el núcleo
del pensamiento humano. Y ha habido otros pensadores lati-
noamericanos que han hecho uso de la analogía en su síntesis
sistemática, como Enrique Dussel y Juan Carlos Scannone, am-
bos originarios de Argentina, ya naturalizado mexicano el pri-
mero. Ellos la usan en relación con la dialéctica, en forma de
analéctica, y gracias a su inteligente utilización, surgió la idea de
usarla en la hermenéutica, en forma de hermenéutica analógica.
También fue usada por otro filósofo mexicano, que trabajó en
Venezuela, Adolfo García Díaz, quien hizo su tesis acerca de la
analogía en santo Tomás; publicó artículos sobre eso, y le daba
un alto valor en la lógica y la epistemología. También fue cultiva-
da por otro eminente filósofo de México, de origen florentino,
que había radicado después en Venezuela, pero que trabajó la

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mayor parte del tiempo en México, Alejandro Rossi, quien, en su
discurso de ingreso al Colegio Nacional, dice que el primer cur-
so que dictó en la UNAM fue sobre la analogía en santo Tomás;
la actitud analogista le quedó para siempre, por influjo de sus
estudios sobre Wittgenstein y por su amistad tan estrecha con
Octavio Paz, el gran poeta analogista, y Rossi la manifestó tanto
en su obra filosófica como literaria.

Como se ve, una hermenéutica analógica responde a un uso de


la analogía en filosofía que tiene una ya larga tradición, tradición
que también abarca el cultivo de esta disciplina en América Latina.
De manera especial, ayudará a superar los pensamientos que se
clausuran en sistemas cerrados y en totalidades excluyentes. Es un
recurso del pensamiento que ha servido para comprender la alteri-
dad, sin las pretensiones de completa conversión a una otredad
absoluta, pues eso es meramente ilusorio, sino que, dentro de cier-
tos límites, se abre a la comprensión del otro, pero brindándole la
crítica que surge de la propia ubicación en el mapa de la cultura.
***
Así, el pensamiento analógico, en forma de hermenéutica ana-
lógica, puede servir para romper los extremos de la cerrazón que
impide comprender, así sea mínimamente, al otro, y el de la aper-
tura sin fin, que no es real, sino meramente ilusoria, si no es que
fingida, y nos coloca en el punto medio frágil y movedizo del que
trata de comprender, pero sabiendo que su comprensión no será
absoluta, tendrá pérdida, pero resultará suficiente, pues es la
única que se puede alcanzar al nivel humano de nuestra limita-
da comprensión. Con todo, será un conocimiento que nos per-
mita criticar al otro desde nosotros y, asimismo, criticarnos a
nosotros mismos desde el otro, es decir, escuchar e incorporar lo
más que se pueda las críticas que nos dirige, dentro del diálogo
enriquecedor que se entabla.
La hermenéutica analógica privilegia la diferencia, pues ella
predomina en la analogía por encima de la identidad; retoman-
do una expresión de Lévinas, su manera de defender la diferen-
cia será combatiendo la indiferencia que suele darse entre los
seres humanos. Con ello se habrá protegido la diferencia de una
manera no acrítica y sin límites, sino dentro del marco de la
convivencia social.

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CAPÍTULO V
ALGUNAS APLICACIONES
DE LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

Para apreciar las posibles aplicaciones de la hermenéutica,


hemos de ejemplificar en qué consiste el acto de interpretación
analógica. Después de ello podrá quedar más claro lo que signifi-
ca aplicarlo a diversos campos del conocimiento, tanto filosófico
como científico, sobre todo humanístico. Comenzaremos, pues,
exponiendo qué es el acto interpretativo analógico, propio de la
hermenéutica analógica, y después las aplicaciones pertinentes.

El acto de interpretación analógica

Con el fin de ver la especificidad del acto interpretativo analógi-


co, empezaremos diciendo qué es el acto de interpretación como
tal, para después poder agregar lo propio del acto de interpretación
analógica, lo cual nos hará ver qué le añade y en qué se distingue. El
acto hermenéutico es el de la interpretación de un texto —y el texto
puede ser escrito, oral, actuado, esculpido, etc. Vayamos al caso de
un texto escrito. Para interpretarlo, hay necesidad de un código,
por ejemplo, el del lenguaje en que fue escrito —si el texto está en
griego, y no conozco ese idioma, no puedo ni siquiera leerlo—,
máxime si es lenguaje cifrado o, siendo el normal, tiene significa-
dos ocultos. Además, para una interpretación más profunda, nece-
sito saber quién es el autor, cuáles sus destinatarios, cuál fue su
época, cuál fue su cultura y su historia. Ya después puedo pasar a
aplicar lo que dice el texto a mí mismo, o a las personas de mi época
y mi cultura. Por ejemplo, para traducir y presentar un diálogo de
Platón o un tratado de Aristóteles.
Algunos hermeneutas demasiado exigentes, univocistas, pi-
den que la interpretación se centre del lado del autor, que el in-
térprete lo conozca muy bien, y extraiga lo que quiso decir, cuál
fue su intencionalidad, tal como fue para los destinatarios origi-
nales. Otros, en cambio, excesivamente relativistas, esto es, equi-
vocistas, dicen que recuperar la intención del autor es completa-
mente imposible, y los destinatarios originales ya han desapare-

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cido; por ello más bien se trata de suscitar intencionalidad en el
intérprete, y dejarlo que enriquezca su lectura del texto para apli-
carla a los lectores actuales, que son sus contemporáneos, a los
cuales les transmitirá su propia visión de lo que dice el texto en
la actualidad. A la primera postura, del lado del autor, se ha lla-
mado hermenéutica objetivista; a la segunda, del lado del intér-
prete, hermenéutica subjetivista. A diferencia de ellas, una her-
menéutica analógica nos lleva a producir un acto interpretativo
que no pretende la plena objetividad, pues es inalcanzable; ni
siquiera perteneciendo al contexto cultural del autor fue posible,
y había disenso entre los comentaristas de su mismo tiempo.
Pero tampoco se hunde en la completa subjetividad, pues hay un
mínimo de respeto que hemos de tener con el autor, para darnos
a la tarea de recuperar lo más que podamos su intencionalidad
original. Una hermenéutica analógica nos hace conscientes de
que siempre interviene nuestra subjetividad, pero también nos
da la advertencia de que una cierta objetividad es alcanzable, y
tenemos la obligación, como intérpretes, de afanarnos en ello lo
más posible. Ya que en la analogía predomina la diferencia, la
equivocidad sobre la univocidad, inclusive tenemos que decir
que en un acto interpretativo analógico predomina la subjetivi-
dad sobre la objetividad, pero no se renuncia a la objetividad,
como ya han hecho muchos hermeneutas posmodernos, con un
equivocismo muy grande que no es sino reacción contra el uni-
vocismo de la mayoría de los modernos.
Además, el hermeneuta analógico busca una interpretación
que sea lo más afinada que se pueda, ya que la sutileza es la
virtud del intérprete, es la virtud hermenéutica por excelencia,
así como la prudencia lo es en la ética y la justicia en la política.
Pues bien, la sutileza tiene la estructura de la analogicidad, ya
que ella exige distinguir, y la distinción, según decía ese genio de
la lógica que fue Charles S. Peirce, tiene la estructura de un silo-
gismo dilemático, en la cual las dos alternativas de que se dispo-
ne llevan a la contradicción, y entonces hay que encontrar una
alternativa nueva, intermedia entre las otras, que nadie ha visto,
y que sólo puede encontrarse con sutileza. Así, al interpretar
analógicamente, hemos de buscar, entre las diversas interpreta-
ciones que se han dado, no una extrapolada y excéntrica, dentro
de las mismas interpretaciones posibles, sino, dentro del mar-
gen de las interpretaciones que además son válidas, la que los
otros no han visto y que viene al caso, y que, además, completa y

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enriquece a las ya existentes. No es, pues, un acto caprichoso de
innovación, sino un acto riguroso de intelección, pero abierta,
sólo que no completamente, pues se obliga a no salir de las inter-
pretaciones posibles y válidas —no sólo a las posibles, ni sólo a
las válidas ya establecidas.
Pongamos un ejemplo. Tomemos el famoso dictum de Nietz-
sche: «Thatsachen giebt es nicht, nur Interpretationen» («No hay
hechos, sólo interpretaciones») (KSA, finales de 1886-primavera
de 1887, 7 [60], 12, 315). Ya simplemente por el fragmento com-
pleto vemos que dice eso por los positivistas, que sólo cuentan los
hechos, y los critica diciéndoles que no existen, pues ya la inter-
pretación los ha destruido como hechos puros. Pues bien, algunos
univocistas, por ejemplo positivistas, han interpretado esto como
si Nietzsche negara todo tipo de hechos, y con ello resultara com-
pletamente anticientífica su postura; como si, en contra de los
positivistas, estuviera adoptando una postura como la de algunos
románticos, de que sólo habría interpretaciones. Si se interpreta-
ra equívocamente, como algunos relativistas posmodernos, se
buscaría alegremente que sólo hubiera interpretaciones y no he-
chos, sin importar para nada la cientificidad, sino yendo incluso
en contra de ella. En cambio, una interpretación analógica busca
entender que Nietzsche estaba criticando a los positivistas de su
época, como criticó todo racionalismo excesivo; pero nunca fue
en contra de la ciencia, pues continuamente manifestaba su ad-
miración por Darwin y otros científicos; quiso evitar los excesos
cientificistas de muchos positivistas. Pero no negó completamen-
te los hechos, como convendría a ciertos relativistas posmoder-
nos, herederos de algunos románticos desmedidos, que quisieran
que sólo hubiera interpretaciones puras —así como los positivis-
tas hablaban de hechos puros—; son lo mismo que ellos, sólo que
a la inversa; es la misma exageración, sólo que de signo contrario.
Más bien, una hermenéutica analógica lleva a pensar que Nietz-
sche quería evitar tanto los hechos puros como las interpretacio-
nes puras, pues ambos extremos son igualmente insostenibles. Lo
que hay son hechos interpretados. Con ello ya no hay hechos pu-
ros, como querían los positivistas; pero tampoco interpretaciones
puras, como querían los románticos —y a los cuales Nietzsche
igualmente criticaba—, sino hechos e interpretaciones, esto es,
hechos interpretados e interpretaciones relativas a los hechos. De
otra manera, si no hay hechos, no hay nada que interpretar y, por
lo mismo, no hay interpretaciones, no hay interpretación posible.

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Con esta ejemplificación, queda más clara la naturaleza del
acto interpretativo analógico que, por así decir, se beneficia
del acto de habla analógico —según lo llamarían Austin y Sear-
le— y aprovecha la plasticidad, a la vez que acotamiento, que
tiene la analogía, en una hermenéutica analógica que adquiere
diversas aplicaciones. Veamos sólo algunas.

Aplicaciones de la hermenéutica analógica

Pueden considerarse dichas aplicaciones dentro de la filoso-


fía y fuera de la misma en algunas ciencias, sobre todo humanas
o sociales. En la filosofía, hay aplicaciones señaladamente en la
epistemología, en la ontología o metafísica, en la antropología
filosófica, en la ética, en la filosofía política, en la estética y en
la filosofía de la religión. En la metodología y la epistemología,
la hermenéutica analógica puede llevar a una noción de método
más abierta y comprensiva de las diferencias de las distintas dis-
ciplinas, con base en sus objetos. Ya se ha conocido el tiempo del
positivismo, que deseaba un solo método para todas las cien-
cias, el de la físico-matemática, y todas tenían que ajustarse a él
aunque las rompiera como una armadura totalmente opresora.
Pero ahora se ha caído en muchos anarquismos del método, se-
gún los cuales todo es válido con tal que conduzca a algún resul-
tado en la investigación científica. Una hermenéutica analógica
ayudará a abrir el ámbito de la investigación científica con más
libertad y osadía, pero sin perder la parsimonia y la seriedad que
imponen ciertos cánones y normas. En la ontología, la herme-
néutica analógica podrá llevar a una ontología también analógi-
ca, esto es, que no tenga las pretensiones de la metafísica moder-
na y, sin embargo, que no renuncie a los conceptos principales
de esa rama: ente, esencia, substancia o causa. Después de las
ontologías prepotentes y rígidas de la modernidad, se ha caído,
en la posmodernidad, en una dispersión ontológica que no deja
a nadie tratar de esquematizar ni sintetizar con alguna sistema-
ticidad las nociones y los principios fundamentales de esta disci-
plina. En la antropología filosófica, una hermenéutica analógica
nos daría un concepto de hombre centrado en la comprensión,
en la interpretación, y en la distinción sutil de los significados.
Nos llevaría a una idea del hombre en la que, sin restar impor-
tancia al aspecto biológico, se resalte aún más la importancia del

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aspecto simbólico o cultural del ser humano. En la ética, acaba-
ría con la polémica entre ley y situación, acercándose a lo que
MacIntyre ha propuesto como una ética de virtudes. En ella el
cumplimiento de la ley sería una invitación que no quita la liber-
tad, sino que la hace madurar, pues exigirá la realización de va-
lores en forma de virtudes, y las virtudes tienen un lado de disci-
plina pero también un lado de gozo y de fruición. En la filosofía
política, ayudaría a solucionar la dicotomía entre liberalismo e
igualitarismo, o individualismo y comunitarismo, dando tam-
bién una exacta dimensión al pluralismo cultural. En la estética,
porque la misma noción de belleza tiene las características de la
analogía, al consistir, en la tradición clásica, en la integritas, la
proportio y la claritas; además, porque el arte tiene por cometido
hacernos análoga la naturaleza. En la filosofía de la religión, para
que la interpretación del símbolo sea posible, y no haya que re-
nunciar a toda comprensión del mismo, encerrándonos en una
teología negativa, aunque tampoco exacerbando el conocimien-
to del misterio en una teología positiva; una teología analógica
será la que dé el equilibrio.1
En las ciencias humanas, podemos mencionar, por lo menos, la
psicología, el derecho, la literatura, la historia, la antropología. En
cuanto a la psicología, se da sobre todo en el psicoanálisis, que es
una de las corrientes psicológicas en las que más se usa de manera
admitida la interpretación; una hermenéutica analógica permitirá
leer adecuadamente el texto freudiano, y además comprender la
acción significativa del analizado. En cuanto al derecho, porque
muchas de sus principales nociones involucran a una hermenéutica
analógica: la interpretación analógica que se da en la jurispruden-
cia, ya que la phrónésis o prudencia, al igual que la epiqueya o equi-
dad, son actos completamente analógicos; y, asimismo, por la argu-
mentación por analogía, que tiene una gran importancia en las lagu-
nas del derecho, para crear derecho o para vincularlo con el ya
existente.2 En literatura, porque una interpretación literaria necesi-
ta oscilar entre la metáfora y la metonimia, tanto en poesía como en
prosa, y eso lo puede dar la analogía.3 Igualmente, en la historia, ya

1. Cfr. M. Fraijó, Fragmentos de esperanza, Estella, Verbo Divino, 2000.


2. Cfr. M. González Navarro, «El problema de la autoridad religiosa a la luz de la
hermenéutica jurídica», en G. Vattimo, T. Oñate, A. Núñez, y F. Arenas-Dolz (eds.), El
mito del Uno. Horizontes de latinidad. Hermenéutica entre civilizaciones I, Madrid,
Dykinson, 2008, 169-184.
3. Cfr. M. Beuchot, El ser y la poesía. El entrecruce del discurso metafísico y el discur-
so poético, México, Universidad Iberoamericana, 2003.

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que se necesita interpretar los documentos y los acontecimientos no
sólo en el contexto particular de su efectuación, sino además en el
contexto de la historia nacional y universal. En la antropología, por-
que le ayudará a captar las culturas, en su especificidad, dentro del
todo universal que es la humanidad, sin caer en universalismos ni en
relativismos obtusos. También se puede aplicar a otras disciplinas
científicas, pero con esto nos basta para una primera aproximación.
***
Con ello nos damos cuenta de la fecundidad que puede tener
una hermenéutica analógica aplicada sobre todo al campo de las
ciencias humanas. Puede tener aplicaciones en otros campos,
pero se ven principalmente en las ciencias sociales y en la filoso-
fía. En esta última, en varios de sus ámbitos puede traer una
bonanza teórica y práctica gracias a su versatilidad. En un tiem-
po como el nuestro, de rechazo del univocismo de los positivis-
mos, se ha caído frecuentemente en los excesos de los equivocis-
mos relativistas, y ya se necesita una mediación prudencial o de
phrónésis, la cual puede ser aportada por una hermenéutica ana-
lógica, ya que la phrónésis misma, como lo hacía ver Aristóteles,
no es otra cosa que analogía aplicada, analogía puesta en práctica.
Asimismo, nos permite efectuar una interpretación sutiliza-
da, mediante el acto de habla analógico, que es el modelo del
acto interpretativo analógico también. En ella se busca la sutile-
za mediante la distinción, que es lo que mejor responde a la sos-
pecha hermenéutica. Sospechar y distinguir son actividades pro-
piamente hermenéuticas. Ya la sospecha había sido integrada a
la hermenéutica como característica suya principal; pero falta
añadir la distinción, y ella va de la mano de la analogía, ya que la
analogía consiste precisamente en eso: en distinguir para orde-
nar, para dar a los pensamientos y a sus expresiones el orden que
les es debido.

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CAPÍTULO VI
EL PROBLEMA DE LA VERDAD
EN LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

En esta sección quisiéramos abordar algunos cuestionamien-


tos, dificultades y objeciones referentes a ciertas posturas adop-
tadas en nuestra perspectiva hermenéutica analógica. Como se
ha podido ver, defendemos una verdad de la interpretación, como
relación de correspondencia con respecto al texto. Por ello, tra-
tamos de conservar una cierta noción de verdad corresponden-
tista, y a muchos les llama sobremanera la atención.1
Las teorías de la verdad, aunque son muchas, pueden redu-
cirse a tres grupos, que coinciden con las tres dimensiones de la
semiótica. En efecto, aunque con variantes, las tres principales
teorías son la coherentista, la correspondentista y la convencio-
nalista o consensualista. La teoría coherentista parece coincidir
con la sintaxis, la correspondentista con la semántica, sobre todo
a partir de que así la llamó Tarski; y la consensualista con la
pragmática, sobre todo a partir de que Morris, Apel y Habermas
toman la pragmática o el pragmatismo no tanto como utilitaris-
ta, sino como producto de la convención o consenso. Tratare-
mos de hacer ver por qué defendemos, en algún sentido, la ver-
dad correspondentista, y en qué sentido.

Marcos conceptuales y realidad

En primer lugar, aprovecharemos una cita de Luis Villoro,


quien dice que la relación entre pensamiento/lenguaje y reali-
dad, como relación de correspondencia, no es una relación exac-
ta o biyectiva.2 Ya P.F. Strawson decía que no debía pensarse
como si el enunciado fuera un sombrero que se colocara a las
cosas, como algo que les pudiera quedar perfectamente y, si no,
se daba la falsedad. Más bien ha de pensarse en una relación

1. Cfr. M. Beuchot, «Verdad», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.), 10 palabras


clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 449-474.
2. Cfr. L. Villoro, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós-UNAM, 1998,
141 y ss.

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distinta, topológica y aproximativa. De alguna manera pensa-
mos en un isomorfismo entre el enunciado y la cosa.
Con todo, la correspondencia no es con una realidad inconta-
minada de los marcos conceptuales, platónica; sino encarnada o
dada en marcos conceptuales, aristotélica; pero que los sobrepuja,
que los trasciende. Por eso nuestra intención es tener una noción de
verdad correspondentista no rígida, es decir, no biunívoca, sino pro-
porcional, con algo de borrosidad, pero no tanta que se vuelva im-
precisa y ambigua o equívoca. Es lo que llamamos correspondencia
analógica.3 Que se parece a la noción de adecuación, la cual es usa-
da por Raúl Alcalá en su libro Estructura y realidad.4
Y es que nos preocupa el relativismo extremo en el que, sin la
noción de verdad correspondentista, hay el peligro de incurrir.
Pero, como nuestra noción de correspondencia no es unívoca ni
rígida, dará lugar a cierto relativismo, que consideramos mode-
rado, incluso sano y hasta de sentido común. Creemos que pue-
de llamarse relativismo relativo, y nos gusta más llamarlo relati-
vismo analógico, porque está basado en la proporcionalidad. Se
trata de una porción de relatividad, una relatividad proporcio-
nada, pues no se da una correspondencia absoluta ni total.
Nuestra idea no es que haya una sola descripción del mundo
—como en el positivismo lógico— sino varias, pero jerarquiza-
das; unas más ajustadas que otras a la realidad. De esta manera,
podemos discernir interpretaciones rivales, y elegir entre ellas
razonablemente. Del mismo modo, creemos que hay más de una
interpretación válida de un texto, esto es, un conjunto o grupo,
pero jerarquizado, y así se puede decir cuáles interpretaciones
son más válidas que las otras, y cuáles se alejan de la verdad del
texto y pasan a ser inadecuadas o incorrectas.
Y es que, en lugar de tomar partido por el sujeto o por el
objeto, nos situamos en el encuentro de ambos. Desde allí exa-
minamos a uno y a otro, y consideramos las condiciones de su
encuentro. Hay condiciones en el objeto que se plantean al suje-
to para que puedan hacer contacto. Es condición del isomorfis-
mo. Ni puro sujeto ni puro objeto. Se dan condiciones de su
encuentro. Como decía de paso Wittgenstein, no hay colores en
las cosas;5 es verdad, los construye nuestro aparato visual; pero

3. Cfr. M. Beuchot, Sobre el realismo y la verdad en el camino de la analogicidad,


México, Universidad Pontificia de México, 1998.
4. Cfr. R. Alcalá, Estructura y realidad, México, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1995.
5. Cfr. L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (trad. e introd. J. Muñoz e I.
Reguera), Madrid, Alianza, 1991, 2.0232.

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no puede construirlos sin ciertas ondas en los objetos o cosas.
Hay cualidades que no puede hacer, que están en ellos. La dure-
za no la hace nuestro tacto, aunque otro perceptor más duro
aguantaría más u ofrecería más resistencia. Tal vez puedan ser
subjetivas las cualidades secundarias, pero no las primarias y las
categorías, como el espacio y el tiempo. Así, quizá no puede de-
cirse que haya hechos independientemente del hombre, pues
precisamente ellos son disposiciones que el hombre hace con
relación a él; pero sí hay objetos —o, al menos, aspectos de los
objetos— independientemente del hombre, de sus marcos con-
ceptuales. Como dice el propio campeón de los marcos concep-
tuales, Hilary Putnam, en contra de Nelson Goodman, quien pro-
fesa un relativismo extremo: la clase de los licenciados podrá ser
completamente artificial, construida; y lo mismo la idea de cons-
telación —los chinos tienen un zodiaco distinto del de los grie-
gos o los aztecas—, pero no puede serlo la idea de astro.6
Hay un límite, pues, para la constructividad epistemológica, y
es precisamente el límite ontológico, es decir, allí donde se tienen
que respetar y obedecer —al menos en alguna medida— las condi-
ciones de cognoscibilidad que pone la realidad. Esas condiciones
de posibilidad, esos límites de lo gnoseológico son de carácter on-
tológico. Es donde se encuentran la constructividad y la receptivi-
dad, o lo activo y lo pasivo del conocimiento humano. Hay algo
que se construye, pero también algo que se da. Ni todo es dado ni
todo construido. Tan increíble es la pura pasividad del conocer
humano como la pura actividad o carácter constructor del mismo.
Y allí en ese encuentro de lo epistemológico y lo ontológico es don-
de se da el límite en el que se tocan, un límite analógico, que hace
no sólo que puedan convivir, sino que deban hacerlo, porque en el
fondo el uno vive por el otro, los dos se necesitan.

Reducción de la separación entre lo apriorístico


y lo aposteriorístico

Por supuesto que, en un hecho, el que una cosa esté a mi iz-


quierda o a mi derecha depende de mi colocación, y es relativa a mí;
pero el que una cosa sea un vegetal o un animal ya no depende de
mí ni es tan relativo. La misma idea de marco conceptual no puede

6. H. Putnam, Cómo renovar la filosofía (trad. C. Laguna), Madrid, Cátedra, 1994, 169.

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ser tan a priori como se pretende. Si, según dice León Olivé,7 el
marco conceptual es el conjunto de presupuestos lógicos, episte-
mológicos y ontológicos de un grupo o cultura, tiene que ser o inna-
to o adquirido; ahora bien, se nos dice que, como resultado de una
cultura, es adquirido, a posteriori. Es decir, no puede ser por com-
pleto trascendental; tiene un origen empírico; y un proceso por el
cual se ha trascendentalizado, por así decir. Y esto no se reduce a
preguntar si primero fue el huevo o la gallina. No se ve —puesto que
es algo cultural— que sea innato, es adquirido o aprendido. Y, si es
aprendido, tuvo un origen, y ese origen se dio en la empeiría, en el
contacto con la realidad. Por eso presupone una realidad, y no pue-
de construirla totalmente. Es resultado de una interacción con ella,
por lo menos responde a una adaptación. Y con ello presupone al
menos algo de la realidad, no la construye totalmente. Así como
Max Weber decía que no hay nada tan natural que no sea ya cultu-
ral, así también podemos decir —en perfecto quiasmo— que no
hay nada tan cultural que no haya tenido su origen en lo natural.
Se nos dice que en filosofía de la ciencia ha ocurrido algo
semejante. Carlos Ulises Moulines habla de que durante mucho
tiempo se discutió la separación entre términos teóricos y térmi-
nos observacionales. Ahora se ve que lo observacional está im-
pregnado de teoría, y que la teoría depende —aun para su exis-
tencia— de lo observacional.8 Aquí está la semejanza: lo objetual
tiene mucho de construido o filtrado por el marco conceptual;
pero también lo conceptual tiene mucho de recogido y obedeci-
do del ámbito de lo objetual.
Sobre el punto de partida del conocimiento, puede decirse
que, si se parte del sujeto, no se sale de él —o sería un todo indi-
ferenciado, en el cual no cabría distinguir entre sujeto y objeto,
o, para pasar a un objeto, tendría que valer el argumento ontoló-
gico, y es sabido que el argumento trascendental siempre se que-
da incompleto o corto. En cambio, si se parte del objeto, se pue-
de pasar al sujeto, como parte del objeto, del ser objetivo, y ya no
se tendría que alcanzar el objeto, porque ya estaría dado. Pero
nosotros preferimos partir no del solo sujeto ni del solo objeto,
sino del encuentro de ambos; del acto cognoscitivo en el cual
sujeto y objeto entran en relación, pues es de hecho la experien-

7. L. Olivé, Multiculturalismo y pluralismo, México, Paidós, 1999, 139.


8. Cfr. C.U. Moulines, «Hechos y valores, falacias y metafalacias. Un ejercicio
integracionista», Isegoría (Madrid), 3 (abril), 1991, 40 y ss.

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cia que tenemos, la experiencia fundante que nos hace darnos
cuenta del problema mismo del conocimiento. Partir, pues, de
ahí, y examinar las condiciones de su encuentro, de su adapta-
ción, las exigencias que se ponen para entrar en contacto, para
relacionarse. Así, el texto impone al intérprete requisitos o pre-
supuestos ineludibles.

Meta-filosofía y dia-filosofía

Nos parece aceptable la idea de Olivé de que, para dialogar


entre marcos conceptuales diferentes, hay que crear uno nuevo
que los reúna, que los haga compatibles.9 Pues con esto se produ-
ce un tercero analógico, el tertium quid analogum, que es el que
vincula los otros dos, los proporciona, les crea un lugar común, o
compartido; les da la posibilidad de reunirse y de comprenderse.
Pero ese tercero ya es un mestizo, un análogo, casi una síntesis. Es
un marco conceptual que une a otros dos, que participa de ellos.
Es como algo simbólico, analógico, mestizo. Se deriva de los dos
anteriores, pero ya es distinto, nuevo, producido; es un enriqueci-
miento. Así, puede crearse un marco conceptual que trascienda a
varios de ellos; y será su super-marco, su meta-marco o —como
preferimos llamarlo— un dia-marco; esto es, la lógica, la episte-
mología y la ontología comunes, producidas de común acuerdo,
que sean el marco teórico encontrado y acordado para todos ellos.
Y ese marco no puede construirse de manera nominalista, cosa
por cosa; tiene que poderse universalizar, hacer teoría. Y, aunque
sea fruto del diálogo, no es meramente convenido; hay algo más
que sustenta su validez. Una raigambre en lo real que no se quede
en el particularismo, sino que pueda abstraer, universalizar. Lle-
gar a un nivel de abstracción alto, aun cuando siempre fundado
en lo individual o particular.
También coincidimos con Olivé en que no hay sólo una des-
cripción verdadera y completa del mundo, sino varias. Pero nos
parece que tienen que estar jerarquizadas. Son incompletas, pero
complementarias.
Aquí el problema es saber cuándo un marco conceptual es
mejor que otro. Se puede pensar en el caso en que debamos deci-
dir entre dos proposiciones opuestas producidas por el mismo

9. Cfr. L. Olivé, Multiculturalismo y pluralismo..., 139.

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marco. Pero el problema mayor es cuando contraponemos pro-
posiciones de dos marcos, esto es, oponemos dos marcos entre
sí, uno contra otro.
Aplicando esto a la hermenéutica, en una misma tradición —o
comunidad interpretativa— puede haber dos interpretaciones dis-
tintas que sean válidas. Pero son complementarias, no contrarias
ni contradictorias; si acaso, subcontrarias o subalternas.
Pero volvamos a la cuestión de las relaciones entre los marcos
conceptuales. Cuando Putnam introduce la noción de marcos con-
ceptuales, da la impresión de que puede tenerse un realismo onto-
lógico, a pesar de que no se lo tenga en el nivel epistemológico. Pero
eso es discutible. No logramos entender que las cosas sean como
son pero nosotros las conocemos de manera diferente. Esto sólo
puede ser cierto en parte. Hay propiedades que se dan en las cosas,
pero hay propiedades que añade el sujeto cognoscente —como el
color— y que, si se tratara de otro tipo de cognoscente, serían más,
o de otro tipo —p. ej., si el perceptor fuera un murciélago. Con todo,
nos parece que se puede sostener una correspondencia no rígida,
no exacta y cabal, biyectiva o unívoca, sino proyectiva y proporcio-
nal, analógica. Se da con respecto a partes o aspectos, y por eso,
aun cuando es inalcanzable la descripción perfecta y completa de
lo real, hay aproximaciones diversas.

Carácter analógico de la verdad: hacia un realismo


analógico

Entendemos el realismo analógico como el entrecruce de


naturaleza y cultura; es decir, es el encuentro de hombre y mun-
do. En lugar de partir solamente del sujeto, o solamente del obje-
to, partimos de la relación de ambos, de su encuentro, y trata-
mos de explicarla, esto es, de desentrañar las condiciones de su
encuentro. No se pueden ignorar las condiciones de su adecua-
ción. Por supuesto que reconocemos la presencia de marcos con-
ceptuales, pero éstos no podrían hacer nada sin respetar ciertos
rasgos de la realidad, a los que no pueden imponerse, pues se-
rían producto del capricho.
Algo parecido sucede en hermenéutica. Es verdad que no exis-
te el Texto, puro, no tocado, libre de cualquier interpretación, in-
dependiente y autónomo. Pero tampoco existe la Interpretación
pura, separada del texto, independiente de él y autónoma. Es cier-

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to, sólo existen textos interpretados. Pero ahí se ve que hay texto e
interpretación, no sólo texto ni sólo interpretación. Como son re-
lativos o relacionales, el uno exige al otro, y uno pone condiciones
al otro. El texto le exige al intérprete varias cosas: exigencias sin-
tácticas, semánticas y pragmáticas. Quien se acerca como intér-
prete a un texto, en cuanto a la sintaxis, tiene por condición cono-
cer el lenguaje en el cual está escrito el texto. Tanto en el aspecto
léxico como en el aspecto gramatical. Tiene que conocer el lengua-
je, y el estilo del autor. Además, en cuanto a la semántica, debe
conocer la significación y los matices de las palabras en el texto.
En el aspecto pragmático, el más hermenéutico, ha de abarcar lo
más que pueda el contexto del texto, esto es, datos sobre el autor,
sobre la época, sobre la cultura. En esta parte pragmática se bus-
ca, sobre todo, la intencionalidad del autor. Es cierto que entra en
conflicto con la intencionalidad del lector, pues él también intro-
duce ciertas determinaciones subjetivas en la interpretación, pero
se puede mediar, según lo hace Umberto Eco, como la intenciona-
lidad del texto (intentio operis).10 Es decir, el encuentro entre intér-
prete y texto, y sus condicionamientos.
Así como en epistemología o teoría del conocimiento habla-
mos de grados de aproximación a la realidad en las teorías, así
también en hermenéutica hablamos de grados de aproximación
al significado del texto. No hay sólo una interpretación válida,
sino varias, pero no todas lo son; y aun entre estas varias, se ha
de establecer una jerarquía o grados de adecuación al texto, ya
sea porque se apresan sólo algunos aspectos, ya sea porque hay
interpretaciones más completas, o más adecuadas. Unas pueden
ser verdaderas pero muy incompletas; otras completas, pero muy
falsas; otras, en cambio, pueden tener elementos falsos, pero no
en la totalidad, y otras que tengan pocos aciertos.
Podrá extrañar que hablemos de grados de aproximación.
Pero dos interpretaciones pueden ser verdaderas, sólo que una
más completa que otra, más rica, más abarcadora, y, en ese sen-
tido, más verdadera. No como si un enunciado fuera más verda-
dero que otro, sino interpretaciones, que, como se sabe, Ricœur
considera más amplias que el enunciado,11 pues así es su noción
de texto. De esta manera, dos interpretaciones pueden ser váli-

10. Cfr. U. Eco, Los límites de la interpretación (trad. H. Lozano), Barcelona, Lumen,
1992, 29 y ss.
11. Cfr. P. Ricœur, Teoría de la interpretación..., 37.

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das, pero una puede acercarse más que la otra a la verdad del
texto. Ya por la adecuación, ya por la amplitud, o por lo abarca-
dora, una interpretación puede ser mejor que otra que sea más o
menos igualmente aceptable. Y eso nos hace pensar en grados
de aproximación al texto o en una jerarquía de interpretaciones
válidas que se acercan unas más que otras al texto mismo.
La noción de clases naturales puede en buena medida dete-
ner el relativismo. Hay clases naturales, y no sólo artificiales, en
la realidad; esto es, no todas nuestras clasificaciones son arbitra-
rias, como pretenden algunos, hay también clasificaciones que
se ajustan a lo real. Se podrá presionar diciendo que aun las
clases son producto de los marcos conceptuales; pero tuvieron
que ser independientes de ellos, pues, según el argumento «dar-
winiano» de Quine, si así fuera, ya habríamos desaparecido como
especie.12 Si cada cultura construye de manera distinta un ani-
mal —p. ej., que unos vieran como gato al tigre— ya habrían
sido devorados por él.
En este sentido, podemos aceptar lo que señala Olivé: que las
cosas existen independientemente de nuestros marcos concep-
tuales, pero que vienen a nuestra existencia, o a nuestro conoci-
miento, gracias a esos marcos. Nos basta con que no sean del
todo construidos ni del todo dados.

Correspondencia analógica o dinámica

Finalmente, los tres argumentos que Olivé da en su libro para


rechazar la verdad correspondentista no son suficientes. El pri-
mero alega que no se ha dado una elucidación adecuada de esa
noción. Pero puede darse, aunque Olivé es más impreciso en
señalar lo que le parece insatisfactorio de la misma. Además,
dado el carácter tan primitivo y fundamental de nociones tales
como la de verdad y la de correspondencia, es difícil dar mayo-
res precisiones. El segundo argumento dice que la verdad co-
rrespondentista se compromete con una única descripción ver-
dadera y completa del mundo, lo cual es una consecuencia me-
tafísica indeseable; pero puede aceptar varias, sólo que
jerarquizadas, como ya lo hemos expuesto con algún detalle poco

12. Cfr. W.V.O. Quine, La relatividad ontológica y otros ensayos (trad. M. Garrido y
J.L. Blasco), Madrid, Tecnos, 1974, 170 y ss.

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antes. Y el tercero dice que es incoherente con una perspectiva
social del conocer. Pero sólo es incoherente con ella en cuanto a
la idea de su producción: si nos ponemos de acuerdo, es verda-
dero, lo cual también lleva a la consecución indeseable del con-
vencionalismo; en lugar de decir que algo es verdadero porque
nos ponemos de acuerdo, decimos que nos ponemos de acuerdo
en algo porque es verdadero. Tampoco es incoherente con ella
en cuanto a su prueba y su desarrollo, pues entre todos examina-
mos la correspondencia y la criticamos o la corregimos. Ade-
más, la descripción verdadera y completa única, en el sentido de
exhaustiva, puede considerarse como humanamente inalcanza-
ble —aunque no como inexistente, pues se puede pensar como
alcanzable sólo por una mente divina que se cree existente— y
con ello siempre habrá la posibilidad de muchas descripciones
jerarquizadas según grados, la más perfecta de las cuales sigue
sin ser la única posible e incluso tampoco la única de hecho. Y lo
mismo para la hermenéutica. La interpretación siempre se está
autocorrigiendo y mejorando.
Si para Olivé la interacción de marcos conceptuales diferentes
requiere la creación de uno nuevo y más amplio, esto sólo es posi-
ble si los marcos se intersectan en algún punto, y una proposición
es verdadera y objetiva en ambos marcos y otras más lo serán en
el nuevo (universales en marcos); y esa intersección sólo es posi-
ble si se acepta que tienen el mismo referente, esto es, si corres-
ponden a la misma realidad; si se acepta un realismo ontológico.
Será una ontología mínima, pero al fin y al cabo, una ontología. Y,
diríamos, una ontología suficiente, que nos sirva analógicamente.
***
Aquí se ve una aplicación de la hermenéutica analógica a un
problema fundamental, el de la verdad, que es lo que más intere-
sa a la interpretación, a saber, la verdad textual. No podemos
interpretar los textos olvidándonos completamente de lo que
quisieron decir sus autores, pero también sería ilusorio querer
desentrañar completamente la intencionalidad que imprimieron
los autores a sus textos, máxime que, como dice Ricœur, ya se
han separado de ellos y encuentran en sus lectores otros signifi-
cados nuevos que tal vez los autores originales no pretendían
para sus lectores originales. En esa mediación entre autor y lec-
tor se da la significación del texto.

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Mas, como se ve también, no se trata de una flexibilización
arbitraria, sino que se trata de salvar los derechos tanto del au-
tor como del lector. Inclusive se está más del lado del lector, como
se decía en el derecho antiguo: que la justicia se inclina a la parte
más débil (pro debiliori parte); y aquí la parte más débil es el
lector, ya que se encuentra muy inerme y expuesto ante las exi-
gencias que le pondría una lectura literal, que pretenda conquis-
tar el sentido propio y las mismas palabras (ipsissima verba) del
autor. La interpretación al pie de la letra no es interpretación,
sino calco, y, además, es imposible.

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CAPÍTULO VII
EL PROBLEMA DE LA CREATIVIDAD
EN LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

El problema de la creatividad en hermenéutica es uno de los


principales para esta disciplina, pues es a lo que en ella se aspira:
añadir una interpretación nueva de un texto, ya sea el de un clási-
co, ya sea el de un simple hecho. Es, por lo demás, un problema
muy conectado con el de la verdad, que acabamos de abordar, ya
que la nueva interpretación tiene que pasar por la crítica de la co-
munidad interpretativa, y poder mostrar que es verdadera o falsa,
mejor o peor que las otras interpretaciones de lo mismo, para lo
cual es preciso que tenga algún carácter de verdad o de objetivi-
dad. Es necesario tratar el tema de la creatividad en conexión con
el de la verdad en la interpretación, en la hermenéutica.
Así, pues, nuestro propósito, en este capítulo, es tratar algu-
nos puntos sobre la creatividad en hermenéutica. Procuraremos
retomar sucintamente algunos de los puntos de esta temática, y
pasaremos a continuación a exponer nuestro punto de vista so-
bre este asunto, tratando de ofrecer algunos argumentos.

Pluralismo epistémico

Suele señalarse al filósofo de la ciencia Paul Feyerabend como


ubicado en contra del monismo tradicionalista y a favor de un
pluralismo de teorías. Ese pluralismo ha sido visto como indis-
pensable para la hermenéutica, pues precisamente ella vive de
la polisemia, de la pluralidad de interpretaciones. De hecho, es
la pugna entre positivistas lógicos —desde Carnap hasta Sellars—
y relativistas epistemológicos —Kuhn y Feyerabend. El positi-
vismo lógico veía el cambio científico como incremento de la
explicación de los hechos, y con la misma referencia al mundo
que las anteriores, siendo compatibles con ellas. Eso explica que
la creación de teorías fuera vista no sólo como pérdida de tiem-
po, sino además como rompimiento del progreso científico.
Frente a ello, se puede decir que la nueva teoría no tiene por
qué ser compatible con las anteriores, ya que precisamente su

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incompatibilidad es la que puede permitir el desarrollo del co-
nocimiento. Pero lo que matiza todo es lo que se dice acerca de
esa inconsistencia, a saber, que no es total: no se nos va al infini-
to la serie de interpretaciones, pues el texto aporta algo, es lo que
da la objetividad. Cualquier interpretación puede ser incomple-
ta, pero no cualquiera es aceptable, o igualmente aceptable que
otra. Por lo menos podemos distinguir entre una interpretación
válida y una inválida, o entre una mejor y una peor, y suele decir-
se que el criterio es el texto mismo. Tal vez haya más cosas que el
solo texto, pero surgen a partir de él; tal vez haya que añadir más
para matizar esta tesis, pero en principio la aceptamos y esta-
mos de acuerdo con ella. Las interpretaciones no son pragmáti-
camente infinitas, porque necesitamos detenernos en alguna o
algunas, y esas no son igualmente válidas. Todavía podemos ha-
blar de objetividad y verdad textual.
Por eso tampoco aceptamos la idea de una interpretación
única como válida. Eso nos llevaría al dogmatismo, y nos difi-
cultaría el avance cognoscitivo. Ello haría que no avanzara la
tradición hermenéutica. Sería igual que el infinito de interpreta-
ciones; pues, si nos pasamos la vida generando nuevas interpre-
taciones, no podremos desarrollar las ya existentes. Más que in-
ventar e inventar nuevas, se llama a desarrollar las mejores que
tengamos, para hacerlas aún mejores.
Asimismo, podemos analizar el cambio de significado en las
interpretaciones. En una interpretación anterior y en una nueva
hay cambio de significado; no en todos los términos, pues basta
con que se dé en algunos. Pero no basta con que haya cambio de
significado en los términos, sino que se necesita ir a las estructu-
ras. Lo primero comportaría absurdos, mientras que los mis-
mos términos, dispuestos en diferente estructuración, pueden
cambiar el significado. No creamos las estructuras, pero cam-
biamos sus elementos. No inventamos el juego, sino las jugadas.
Suele ponerse el ejemplo de la democracia. Para remediar sus
errores y deficiencias, no se requiere renunciar a la democracia;
basta con ensayar nuevos cambios para mejorarla.
La pregunta que viene en seguida es cómo se daría la creativi-
dad en la hermenéutica analógica que proponemos. De entrada,
hay dos posibilidades: una, la de innovar rompiendo la tradición;
y otra, la de innovar sin romperla, pero avanzando dentro de ella.
Se puede conceder que no siempre es necesaria la ruptura, pero
es imprescindible ver cuándo lo es. Recordemos que Kuhn decía

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que los cambios de paradigmas se daban en períodos revolucio-
narios. Estos no están produciéndose continuamente, sino de tiem-
po en tiempo, y es necesario tener un espíritu de fineza para verlo
—expresión que proviene de Pascal.1 Quien tenga la finura para
percibir esos indicios, podrá brincar a otros paradigmas. Pode-
mos estar de acuerdo en que la ruptura se da en realidad pocas
veces. Pero, además, hace falta aceptar que también se da el cam-
bio sin ruptura, dentro de cierta tradición, aunque, por supuesto,
no es tan creativo como el otro. Pero a nosotros éste es el que nos
parece ser el tipo de creación más frecuente. El cambio suele dar-
se en el seno de la tradición; pocas veces es completamente revo-
lucionario hasta el punto de romper con ella. Muchas innovacio-
nes resultaron no serlo en realidad, acabaron manifestando su
falta de sustento o su completa falsedad.2
Veamos el modo como se realiza la innovación en hermenéuti-
ca. Es conveniente ver la interpretación como formando poco a
poco un hábito o virtud, con aumento interno y externo. Diríase
que el primero se hace con el espíritu de fineza que se ha mencio-
nado, y que el segundo se hace con espíritu geométrico, pues el
primero es cualitativo y el segundo cuantitativo. Esto último nos
mueve a hacer muchos ejercicios interpretativos, y hasta experi-
mentos hermenéuticos; en cambio, lo primero nos mueve a agu-
dizar nuestra mente, como querían los barrocos, o a darle sutile-
za, como querían los medievales. Todo ello para interpretar con
propiedad. Podría hablarse aquí de un desarrollo sintagmático o
lineal, horizontal, y de otro paradigmático, vertical, en profundi-
dad. Suele privilegiarse demasiado al primero, pero hace falta re-
saltar también al segundo. Es un tipo diferente de innovación,
que parece gozar de la novedad que adjudicaba Nietzsche al eter-
no retorno, pues se trata de encontrar nuevos significados a cada
vuelta que damos al texto para volver a interpretarlo.
Se dirá que se necesita además algo así como talento, genio,
inspiración o intuición. A muchos les han caído manzanas en la
cabeza, pero sólo Newton reaccionó creando la teoría de la gra-
vedad. Esto es verdad. Pero también lo es que ayuda la práctica,

1. Cfr. B. Pascal, «Del espíritu geométrico y del arte de persuadir» (trad. M. Beuchot),
Tetraktys (México) 3, 1987, 9-19.
2. Cfr. L. Díaz Ramón, «Thomas Kuhn: paradigmas-matrices y paradigmas-ejempla-
res. Entre una hermenéutica de la ciencia y una filosofía de las prácticas científicas», en
G. Vattimo, T. Oñate, A. Núñez y F. Arenas-Dolz (eds.), El mito del Uno. Horizontes de
latinidad. Hermenéutica entre civilizaciones I, Madrid, Dykinson, 2008, 117-143.

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el ejercicio, el trabajo, y no sólo el genio. Es lo que Gadamer
llama la auto-formación. Algunos románticos decían que lo que
contaba para el conocimiento era el genio; pero el genio es raro,
escaso; por eso, de entre ellos, Schiller trató de suplir el genio
con la formación. Se puede alcanzar una buena formación den-
tro de una tradición, y con ello superarla. Ahora bien, falta aún
decir cómo se da esta formación, este estudio dentro de una es-
cuela interpretativa. Trataremos de esbozar algunas de sus lí-
neas. ¿Cómo se hace, en concreto, una interpretación innovado-
ra? ¿Cómo se origina y cómo procede?

El taller hermenéutico

Creemos —con MacIntyre— que dicha formación tiene el as-


pecto de una comunidad de investigación.3 Vamos más allá. Cree-
mos que tiene la forma de un taller de artista o de artesano. Al taller
entramos como aprendices, para trabajar con un maestro y apren-
der de él y de los demás alumnos el arte del que se trata. Así se
adquiere el arte de la interpretación. Puede que alguien sea buen
hermeneuta de manera innata, como hay también buenos poetas o
buenos oradores por naturaleza; pero el estudio los hará mejorar. Y
mucho más el estudio compartido, dentro de una comunidad her-
menéutica o escuela, dentro de una tradición. Así podemos ver, en
concreto, a la institución universitaria: la universidad es un inmen-
so taller. El estudio comunitario exige la atención al maestro y a los
condiscípulos, de sentirse colegas entre unos y otros, enseña a dife-
rir respetuosamente y a argumentar con seriedad a favor de nues-
tra interpretación. Sobre todo nos enseña que cualquier interpreta-
ción nueva o disidente tiene la obligación de ofrecer pruebas en su
favor; así lo exige la comunidad interpretativa. Aunque podemos
sospechar, como afirmaba Nietzsche, que la interpretación estable-
cida ha sido impuesta por la fuerza, y por ello tenemos que impo-
ner la nueva igualmente por la fuerza, «filosofando con el martillo»
—como decía él—, aquí se busca más bien usar no la fuerza, sino la
democracia de la aceptación consensual. Por eso el diálogo es im-
prescindible, y éste dentro de los cánones de la argumentación. La
misma teoría de la argumentación podrá ser ampliada o modifica-

3. Cfr. A. MacIntyre, Tres versiones rivales de la ética (trad. R. Rovira), Madrid, Rialp,
1992, 282 y ss.

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da, rigidizada o ablandada, pero siempre se requerirá argumentar.
Y para eso hay toda una enseñanza, todo un ejercicio, así como lo
hay para aprender a interpretar.
Se aprende a interpretar con sutileza, y se aprende a argu-
mentar con rigor y habilidad. Usando los términos de Pascal,
diríamos que lo primero se hace con esprit de finesse, y lo segun-
do con esprit géometrique. Hay que reunir los dos espíritus en
uno que llamaríamos de sutileza. En el taller de la hermenéutica
se aprende a ser abierto y receptivo a la vez que exigente y cons-
picuo. En suma, se adquieren varias virtudes que forman el equi-
paje del hermeneuta. La sutileza para realizar la interpretación,
la persuasión para argumentar a favor de ella, y hasta la elegan-
cia o belleza para expresarla y hacerla más atractiva.

Intuición y razonamiento

Así, en hermenéutica, la creatividad, la originalidad, la inno-


vación, vendría a ser aportar una interpretación nueva y, ade-
más, argumentar para sustentar su verdad, o, por lo menos, su
verosimilitud, además de su fecundidad. Hay dos movimientos,
pues, en ello: uno de comprensión, que es la nueva interpreta-
ción, y otro de explicación, que es probar la adecuación —en
cualquier grado— de la interpretación con respecto al texto que
se interpreta. Ciertamente en ambas partes del proceso hay in-
novación. La hay para producir una nueva interpretación, que
vaya más allá de las ofrecidas hasta entonces —por lo tanto, como
diría Kuhn, revolucionaria, en mayor o menor medida. Y tam-
bién la hay en la disposición de la argumentación, según lo veían
los retóricos de antaño, que ponían ahí la inventio, porque hay
que inventar o encontrar los argumentos pertinentes. Ahora bien,
si decimos que hay que argumentar a favor de una nueva inter-
pretación, es porque todavía creemos en alguna objetividad; es
decir, conservamos todavía una idea de verdad, y ella como ade-
cuación o correspondencia, al menos en alguna medida; y eso
hace tener que mostrar, argumentando, el apego que se ha alcan-
zado con respecto al texto, por más que la interpretación sea lo
nueva e insospechada que se quiera.
Y es que la creatividad hermenéutica está limitada por la fi-
delidad al texto que se interpreta. Es decir, por más que se dé
una apertura, hay un cierre. Tiene límites. Eso nos hace pensar

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en que se reconocen límites dentro de la creatividad hermenéu-
tica, y que quien manda es el texto, en el cual se da cierta inten-
ción del autor. Es muy poético decir que el lector recrea el texto
y que el autor ha quedado en el olvido. Hemos de reconocer en el
texto una intencionalidad del autor, y eso nos toca recuperar,
aunque sea muy parcialmente. Hay en esto una libertad y una
servidumbre. Un acto de servidumbre o, mejor, de servicio, por
el cual tratamos de respetar al autor y nos afanamos en recupe-
rar su intencionalidad. Y también un acto de libertad, por el cual
tomamos como base lo dicho por el autor, y avanzamos más allá.
Le rendimos un homenaje mayor que sólo buscar lo que dijo, y
vamos a algo que la resonancia de su voz despierta en nosotros.
Es muy poético decir que del texto nos formamos metáforas
en nuestras interpretaciones. También hay que hacer metoni-
mias del mismo. Hay una interacción del autor y el lector, por
medio del texto, y tienen que actualizarse o suscitarse las voces
de ambos. Jakobson insistió en que metáfora y metonimia son
los pilares de nuestro pensamiento.4 Pero nos gustaría añadir
que también es cardinal acercarlas, hacerlas complementarias.
Reunirlas para sacar mayor provecho. Eso a pesar de que Nietz-
sche veía la metonimia como una falsa inferencia (KSA, verano
de 1872-principios de 1873, 19 [215], 7, 486). La metáfora es
cambio de significado; la metonimia es pasar de los efectos a las
causas, y de las partes al todo, esto es, explicación y universaliza-
ción. La metonimia, así, es la que da cierto amarre y límite a la
metáfora. Aprovecha la riqueza creativa de la metáfora pero su-
jetándola en cuanto le añade el rigor conceptual.
En otro lugar5 hemos utilizado la díada de Piaget de aprendi-
zaje y juego, diferenciación e integración.6 Es muy poco proba-
ble que el puro azar y juego lleven a la innovación. Sería por
casualidad, como en la fábula del asno que tocó la flauta. Pero
también es muy poco probable que el puro aprendizaje lleve a
ser creativo. Hay que combinar ambas fuerzas. El trabajo —la
erudición, el scholarship— nos capacita para aportar algo perti-
nente. Pero esclavizarse en el trabajo de erudición tampoco pros-

4. Cfr. R. Jakobson, «The Metaphoric and Metonymic Poles», en R. Jakobson y M.


Halle, Fundamentals of Language, La Haya, Mouton and Co., 1956, 76 y ss.
5. Cfr. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica..., cap. 3.
6. Cfr. J. Piaget, La formación del símbolo en el niño: imitación, juego, sueño y repre-
sentación (trad. J. Gutiérrez), México, Fondo de Cultura Económica, 1977, 17 y ss.

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pera. Para poder aportar una nueva interpretación, por ejemplo
de Platón o de Cervantes, se necesita mucho trabajo, mucha eru-
dición, sobre todo para que sea relevante. No se trata de que sea
completamente coherente con las anteriores; pero en alguna
medida tiene que estar normada —limitada, estructurada y ali-
mentada— por ellas. Incluso para romper la coherencia con ellas
y añadir algo pertinente, se necesita ese trabajo de estudio y aná-
lisis de las principales interpretaciones o, al menos, de las más
relevantes para lo que interesa.7 Con los elementos y conocimien-
tos que me proporciona el trabajo de explicación, esto es, el aná-
lisis, el trabajo de erudición, puedo llegar a la comprensión.
Es la formulación de hipótesis interpretativas, a partir de pre-
guntas interpretativas, que llevarán a un juicio interpretativo, el
cual, para ser puesto como tesis, será probado por una argumen-
tación interpretativa. Es lo que Peirce llama abducción. El proce-
so de lanzamiento de hipótesis que, además, sean afortunadas. La
abducción, según Peirce, es búsqueda de explicación, y ésta se
desencadena cuando hay una admiración, esto es, un asombro
ante datos que no parecen tener coherencia. Así, también hay una
admiración interpretativa, un asombro hermenéutico, que mueve
a buscar explicación/comprensión, a hacer metonimias y metáfo-
ras del texto. Lo sorprendente es lo que aquí mueve a crear.
Para que haya admiración, se necesita un acto metafórico,
que señale la sorpresa, la novedad de algo, su discordancia. Pero
responder o reaccionar a eso es un acto metonímico, que busca
su explicación y su continuidad o universalidad. Mas vuelven a
intervenir otros actos metafóricos, por los cuales ampliamos
las interpretaciones y jugamos con ellas. Siempre parece que
hay una ruptura epistémica (Bachelard) o descentramiento (Pia-
get). Sólo que hay un impulso también de re-centramiento. Es
un eterno retorno; pero creemos que no circular, sino espiral,
que va enriqueciéndose; no sólo de manera paradigmática, sino
también sintagmática.
Tanto en el trabajo como en el juego hay participación de los
demás, interacción, diálogo. Hablábamos antes del trabajo filo-
sófico comparándolo con el aprendizaje en un taller. Eso es cier-
to, pero hay que pasar a algo más. Es un híbrido de epistemolo-
gía y hermenéutica, de hermenéutica y ontología, hasta lograr el

7. Aun cuando haya que discutir qué es lo relevante y cómo se determina, esto es,
cuán arbitraria o fundadamente.

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corte epistémico y además categorial (Gustavo Bueno), ontoló-
gico. Se conjuntan aquí, una después de otra, la intuición y la
argumentación o razonamiento.

Dialéctica entre creatividad y repetición

Para concluir este asunto, hemos de observar que la dialécti-


ca entre imitación y creación nos señala que hay diversos tiem-
pos. Hay tiempos en los que nadie quiere imitar. Todos quieren
crear. Y todo es un desastre. Y hay tiempos en que nadie quie-
re crear. Todos quieren imitar. Y también es un desastre. Más
bien hay que llegar a conjuntar ambas cosas.8
Por eso, habiendo abordado el arduo problema de la creativi-
dad en hermenéutica, tenemos que decir que hemos encontrado
un debate entre dos posturas extremas: 1) la de quienes dicen
que estamos tan presos de la tradición, que es casi nada lo que
inventamos en hermenéutica; que la interpretación nueva de un
texto de cualquier autor, para que de verdad sea nueva, tiene que
conocer las interpretaciones anteriores, a fin de no repetirlas, y
que aun así tendría un alto índice de repetición; y 2) la de otros,
que en la actualidad son la mayoría, que creen que hasta sin
proponérnoslo somos creativos; y dicen que, además, al crear
algo rompemos —en la línea de las revoluciones científicas de
Kuhn— con la tradición interpretativa anterior, que inaugura-
mos otra que, incluso, es inconmensurable con la anterior. Lo
cierto es que ambas cosas se dan en parte, sólo en parte. Es ver-
dad que la tradición interpretativa o comunidad hermenéutica
influye en nuestra comprensión de un texto, pero no hasta tal
punto que la determine, como quiere Gadamer. Y también debe-
mos aceptar que hay ciertas resistencias de la tradición frente a
las interpretaciones nuevas, que ponen en entredicho las ante-
riores y a veces hasta en crisis toda la tradición.
Por eso hemos de llegar a la idea de una creatividad herme-
néutica intermedia o del umbral, que acepte comenzar trabajan-
do afanosamente en el aprendizaje de la tradición, pero que deje
abierta la vocación del hombre a trascenderla. Aquí tenemos que
aprender del propio Thomas S. Kuhn que, por obra de las discu-
siones que recibió su teoría del cambio científico, fue suavizan-

8. Cfr. J. Gomá Lanzón, Imitación y experiencia, Barcelona, Crítica, 2005.

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do sus posturas. Y, si al principio sostuvo un cambio radical en
los paradigmas, haciéndolos inconmensurables y surgidos me-
diante revoluciones profundas, después buscó la manera de re-
ducir sus diferencias; y dijo que se producían según transiciones
más amplias y con algunas intercomunicaciones, debidas sobre
todo a la traducción inter-paradigmas. Eso hacía que los cam-
bios fueran menos drásticos de lo que se pensaba, y que se die-
ran de una manera más eslabonada, con segmentos del proceso
más conexos y paulatinos. Con esta posición limítrofe ante la
innovación, evitaremos tanto el innovacionismo osado, pero va-
cío, como la erudición abultada, pero ciega.
***
Lo anterior nos ha mostrado la importancia de la argumen-
tación en la actividad hermenéutica. Es decir, del diálogo, por-
que es donde se da la argumentación; todo diálogo tiene que ser
argumentativo, razonable, para merecer el nombre de diálogo
en filosofía. Podrá haber diversos niveles de exigencia argumen-
tativa, según los diferentes tipos de diálogos, pero la argumenta-
ción forma parte esencial de la dialogicidad humana.
Con todo, hay casos en los cuales no se puede alcanzar la
argumentación más fuerte; pero el esfuerzo queda, para levan-
tar el diálogo hasta lo más razonable que se pueda, hasta la razo-
nabilidad más exigente que se pueda alcanzar. Mas es preciso
reconocer que habrá casos en los cuales la exigencia de argu-
mentación deberá ser restringida, debido al carácter del tema
que se trata, que no siempre será reductible, al menos no plena-
mente, a la razón.

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CAPÍTULO VIII
SÍMBOLO Y DIÁLOGO
EN LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

Siguiendo con el tema del diálogo, hemos de hacer algunas


reflexiones acerca del papel que pueden tener el símbolo y el diá-
logo dentro de nuestra propuesta de una hermenéutica analógica.
Son ya de suyo dos elementos nada despreciables dentro de toda
hermenéutica, ya que el símbolo es uno de los objetos por excelen-
cia de la interpretación, como lo ha hecho ver Ricœur, y el diálogo
es, como añade Gadamer, el instrumento privilegiado para llegar
a una interpretación, cualquiera que ésta sea.
Por ello trataremos de responder a los cuestionamientos que
en este punto se suscitan. Esperamos cumplir al menos con los
requerimientos básicos que permitan iniciar una respuesta. No
será tal vez la resolución plena de los problemas aquí planteados
y abordados, pero sí, por lo menos, una respuesta que dé sufi-
cientemente el inicio de una investigación más profunda y acen-
drada sobre estos temas.

La analogía de la analogía

Para expresar la analogía, se puede aprovechar la compara-


ción que hace Platón en el Fedro: dos caballos, uno blanco y otro
negro, que, como fuerzas contrarias, tienen que ser controlados
por el auriga (Plat. Phædr. 246a-248b). Precisamente la analogía
es tratar de aprovechar las dos fuerzas contrarias, orientadas de
manera que hagan avanzar óptimamente el carro. Es como con-
cordar lo dionisiaco y lo apolíneo, cosa que nunca se logrará
plenamente, y hacer que el hombre avance, por la fuerza conjun-
ta de la razón y los afectos.
Y es que la analogía no es un cómodo colocarse en un lugar
intermedio, sino un oscilar activamente, de manera prudencial, entre
extremos, para encontrar la proporción adecuada y conveniente. El
auriga puede soltar la rienda, dejando con cierto margen que bro-
ten las interpretaciones, pero en algún momento tiene que tirar de
ella, esto es, cuando crea que se han sobrepasado los límites, intro-

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duciendo cierto orden cuando se ve una tendencia hacia un equivo-
cismo ilimitado. Es decir, se deja amplitud para que surjan inter-
pretaciones, pero se tensa la rienda para acotar, limitar, poner freno
a esa proliferación de interpretaciones que puede desbocarse hasta
el infinito, y tiene que encontrar un límite.

El símbolo

Algunos han visto, en nuestra concepción del símbolo, el pe-


ligro de univocidad; pues, si exige coincidir en el límite con una
interpretación, parece ser que ésta tendría que ser la adecuada,
esto es, la única que sería la plenamente válida. Pero no tiene por
qué ser así, no tiene por qué ser una coincidencia o adecuación
univocista entre el símbolo y una interpretación suya que se da-
ría al límite. Hay varias interpretaciones de un símbolo que se-
rán al mismo tiempo posibles y válidas, no una sola. Ni siquiera
se puede pretender que aquella que sea el analogado principal
de las interpretaciones se quedaría como única y llevaría, por
tanto, a una posición unívoca, porque siempre estaría acompa-
ñada de otras más. Lo que hace el principal analogado es orde-
nar, jerarquizar, disponer en una gradación de más y menos; pero
no quedaría como única interpretación verdadera, sino como
más rica que otras que también serían verdaderas. Ellas podrán
reclamar válidamente su posesión de la verdad interpretativa o
textual. Pues varias pueden ser igualmente verdaderas pero más
ricas o plenas unas que otras.
Es cierto que pensamos que del símbolo no hay un conoci-
miento exhaustivo, sino aproximado y borroso, y también es cier-
to que eso implica que no se puede pedir a la interpretación que
tenga una coincidencia plena con él. Esto permite la referencia
del diálogo en el asunto del conocimiento del símbolo. Dialogar
nos ayuda a comprenderlo un poco más, a juntar nuestras aproxi-
maciones, todas parciales, para poder alcanzar un acercamiento
más completo. Gadamer habla de la importancia de la escucha
en la interpretación.1 Pues bien, si algo exige esa escucha es el

1. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método (trad. A. Agud y R. de Agapito), Salamanca,


Sígueme, 1977, 553 y ss.; A. Domingo Moratalla, El arte de poder no tener razón: la
hermenéutica dialógica de H.G. Gadamer, Salamanca, Universidad Pontificia de
Salamanca, 1991; «Diálogo», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.), 10 palabras clave
en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 177-218.

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símbolo; y, por consiguiente, si algo nos enseña a escuchar y nos
sirve como paradigma de una actividad escuchante, es la inter-
pretación del símbolo. A él no le podemos imponer nuestra in-
terpretación, se resiste a cualquier intento de solamente cons-
truirlo. Nos obliga a una cierta deconstrucción de nuestro acti-
vismo, nos obliga a cierta pasividad, a una obediencia atenta que
no puede recibir otro nombre que el de escucha.
Es verdad, el símbolo da sentido.2 En concreto, se relaciona
con la metafísica u ontología y con la antropología filosófica, y nos
ayuda a desvelar el sentido del ser, de la existencia, de la vida, aun-
que es un sentido que nunca será comprendido en su totalidad;
apenas una cifra, un guiño, pues siempre se dará en él ese «exce-
dente de sentido» del que habla Ricœur, excedente que no es apre-
sable por nuestras estructuras interpretativas, pues se queda sien-
do mucho más. Pero precisamente la analogía consiste en atrapar
de él algo que venga a resultar suficiente. Lo bastante como para
dejarnos en proceso, en camino; no para aquietar nuestra hambre,
pero sí para permitirnos avanzar, justamente en esa línea del senti-
do, que adquiere cada vez más la apariencia de camino, camino
que no se acaba, pero que invita a seguirlo y nos da el sostén nece-
sario, la fuerza suficiente para persistir y continuar.
Tal vez sea esa parte del símbolo a la que no se puede acceder
por el lenguaje, una parte que sólo se deja vivir. Aquí recordamos
a Wittgenstein, con su distinción del decir y el mostrar.3 Hay una
parte del símbolo que no se puede decir, que sólo se puede mos-
trar. Esa parte que sólo se puede mostrar es la más grande, más
amplia y más profunda. Pero, en el trayecto, se cumplió nuestro
intento, casi sin darnos cuenta, de juntar el decir y el mostrar,
por medio de la analogía. La analogía es decir el mostrar y mos-
trar el decir, aunque, por supuesto, predomina eminentemente
el mostrar sobre el decir. Pero nos hace decir lo suficiente como
para no quedarnos callados. Y es que, en contra de intentos uni-
vocistas de interpretar el símbolo, reduciéndolo casi a lo racio-
nal, traduciéndolo casi a categorías científicas, se ha desatado
ahora una posición demasiado equivocista, que renuncia a inter-
pretar el símbolo, que dice que sólo se puede vivir, incurriendo
en una especie de teología negativa, que no nos deja decir nada

2. Cfr. A. Ortiz-Osés, «Símbolo», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.), 10 palabras


clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 375-407.
3. Cfr. L. Wittgenstein, Tractatus Lógico-Philosophicus..., 4.1212.

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del símbolo, y nos impele sólo a mostrarlo. Pero aquí es donde se
interpone la analogía, y viene en nuestra ayuda, para decir un
poco, y mostrar más; pero, al fin y al cabo, nos permite decir
algo, por poco que sea, que evita que nos quedemos callados, en
un mutismo que, más que respeto ante el misterio, es estupefac-
ción paralizante, que no nos deja avanzar en el camino de la
comprensión del símbolo.
Esta escasa lingüisticidad será, precisamente, lo que permita
tener un diálogo sobre el símbolo, un diálogo que podría ser
intracultural e intercultural; intracultural, porque, aun dentro
de una misma cultura, los individuos interpretamos los símbo-
los de esa cultura de una manera no unívoca, sino multívoca, y
además intercultural, porque mucho más para compartir los sím-
bolos de otras culturas, necesitaremos la dialéctica de aproxi-
mación y distanciamiento que propicia la analogía. Es lo que
crea el mismo diálogo por el que nos conduce.
No creo que podamos quedarnos en un diálogo pretencioso.
Como ha dicho Ricœur, el símbolo toca sectores preverbales del
hombre, experiencias que no pueden ser llevadas totalmente a la
palabra. Pero sí pueden ser llevadas a ese nivel, intermedio entre
lo preverbal y lo verbal pleno, que es la metáfora, la alegoría, que
son dimensiones de la analogía misma, que participan un poco
de esa semejanza que conllevan, pero más de esa diferencia que
no deja de constituirlas en el fondo.
Por eso concedemos al diálogo más importancia de la que le
concede Ricœur. Precisamente porque él está más del lado de la
metáfora; pero, para nosotros, la metáfora es sólo una parte de
la analogía. La otra parte es la metonimia, el amarre con el senti-
do literal, y ello posibilita que haya un diálogo que, sin ser ex-
haustivo, sea lo suficientemente rico como para darnos, de ma-
nera proporcional, la comprensión de los símbolos. Ciertamente
el diálogo tiene como punto de partida la creencia en algo co-
mún a los participantes. Pues bien, eso común que se participa
lo da la analogía. Nunca será, en el caso del símbolo, algo perfec-
tamente unívoco, porque eso es inalcanzable en estos asuntos;
pero tampoco será algo completamente equívoco, lo cual sería
más bien el desencuentro y la ausencia de diálogo; será algo ana-
lógico, un compartir lo que alcance para acercarnos y poder los
unos aprender de los otros.

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El diálogo

Atendiendo a Eduardo Nicol,4 parecería errónea nuestra idea


de que el símbolo es importante para la metafísica porque puede
dar sentido a la existencia humana, ya que la propia existencia es
simbólica en cuanto expresión; con ello la simbolicidad es algo
intrínseco al hombre y no algo que se deba adjudicar, como desde
fuera, a la existencia para que tenga sentido. Pero precisamente
nos referimos a esa simbolicidad que es propia del ser humano ya
por el hecho de expresarse, de ser expresión, por el hecho de estar
presente. Lo que sucede es que ese sentido que da la simbolicidad
no es un sentido evidente, manifiesto, expuesto en primera ins-
tancia. Es justamente lo que se tiene que desentrañar con la inter-
pretación. Es precisamente lo que hace posible y justifica a la her-
menéutica. Si ese sentido estuviera presente y expuesto en el sím-
bolo, de modo que se captara a simple vista, como si estuviera a
flor de piel, ello haría innecesaria la interpretación; se captaría de
manera simple y sin necesidad de profundización.
Pero más bien nuestra experiencia es otra. El símbolo recela su
sentido oculto, es avaro de sí mismo, y no se exhibe o expone de
manera simple y trivial; más bien exige una profundización repeti-
da, y hasta compartida. Por eso se vuelve necesario el diálogo, pues
aquí el diálogo es compartir las interpretaciones, contrastarlas, cri-
ticarlas, volverlas más adecuadas, corregirlas. El diálogo sirve aquí
para tener ciertos patrones de crítica y ciertos marcos de referen-
cia. Los integrantes de la comunidad lingüística, epistémica y her-
menéutica dialogan entre sí, para intercambiar impresiones sobre
la interpretación, para discutir sus hipótesis interpretativas, para
ayudarse mutuamente a construirlas y a contrastarlas, y así obte-
ner una verificación o por lo menos una falsificación, de modo que,
por ese diálogo, la interpretación se ponga en estado de avance.
Con ello buscamos unos universales mínimos, universales que
puedan ayudar sobre todo en el diálogo intercultural. Uno de
ellos es el de la expresión, ya señalado por Nicol. Pero también
debe corresponderle el de la interpretación. Y lo mismo el de la
razonabilidad, que es lo que nos posibilita el expresar y el inter-
pretar. Por ello mismo, también el diálogo es un universal del ser
humano. Otro parece ser el propio símbolo, que se manifiesta
omnipresente en las culturas.

4. Cfr. E. Nicol, Metafísica de la expresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1964.

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Pero no hay que entender el símbolo como algo que pueda
existir con independencia de la existencia humana. Precisamen-
te es algo que dice referencia a lo humano. Necesita del hombre
para existir. Es el hombre el que hace, de casi cualquier objeto,
un símbolo que lo exprese, que lo manifieste —aunque el símbo-
lo cabal exige tener cierta semejanza con lo que simboliza. Y
también, por supuesto, el hombre expresa en sus símbolos el
bien y el mal. De lo que se trata es de que el bien y el mal se
contrapesen, se equilibren, lleguen a una armonía proporcional,
de modo que el mal no dañe al hombre. Como es una armonía
no matemática, sino viva, algo predomina, y por cierto la parte
más débil. Esto tiene como consecuencia que predomine el mal
sobre el bien; pero sólo de manera aislada. El conjunto resulta
bueno, porque incluso la presencia del mal colabora para el bien
del todo, la desarmonía colabora para la armonía del todo, como
la fealdad puede intervenir en ciertos elementos de una obra de
arte, y colaborar a la belleza de ésta en su totalidad. Así se puede
salir del embrollo del predominio del mal; ya en el conjunto que-
da atado y equilibrado, incluso colabora para el bien del conjun-
to, de la totalidad, del universo.
Esto resplandece en el diálogo. Y, en cuanto a la relación de la
analogía con el diálogo, esto es, con los dialogantes, hemos de
decir que ella es una especie de recurso, de método para propi-
ciar el consenso, el acuerdo a pesar del desacuerdo. En efecto,
ayuda a integrarse por lo que hay de común, a pesar de que pre-
domine lo diverso. Criterios de evaluación de los argumentos,
dentro de un contexto analógico, son los mismos que en cual-
quier contexto lógico, o de lo razonable; pero se tiene aquí la
ventaja de que la analogicidad promueve y facilita la confluen-
cia, buscando un término medio común, en el cual los opuestos
se acercan, y encuentran una mediación.
Aquí se da también nuestro intento de rescate del sujeto. Se
trata, obviamente, no de un sujeto unívoco, como pretendió la
modernidad; pero tampoco se trata de un sujeto equívoco, como
el que promueve la posmodernidad en muchos de sus ámbitos;
se trata de un sujeto analógico, que no es puramente raciona-
lista ni puramente emotivista. Se da en la confluencia, en la in-
tersección. Es un sujeto dialogal, comunitario; sujeto narrati-
vo, pero en conexión con otros, en sociedad. Es un sujeto moral,
pero sobre todo social. Es un sujeto hermenéutico, interpretati-
vo, pero también crítico, transformador de la sociedad.

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Aceptamos que no se puede reducir al sujeto a una tipifica-
ción o caracterización. El sujeto es muy rico y puede tener algo
de todos los tipos de sujeto: expresivo, interpretativo, narrativo,
moral o político. El sujeto es muchos sujetos: histórico y cultu-
ral, pero es todo ello porque es capaz de sospechar y distinguir, y,
por ello, de dialogar. Y tiene como algo muy propio —por eso
aparece en las culturas que se conocen— el símbolo, que es el
máximo depósito del sentido, ya que siempre lleva una sobrecar-
ga de significado, cosa que lo hace muy difícil de interpretar, y
prácticamente interpretable hasta el infinito, sólo que el hom-
bre, dada su limitación, tiene que contentarse con un segmento
de su significación tan rica.
***
En conclusión, hemos visto cómo se ha puesto de relieve la
importancia del diálogo para la hermenéutica. También se ha
subrayado la del símbolo, por el diálogo mismo. Ya el diálogo
contiene simbolicidad, cuando congrega y acerca, a pesar de las
diferencias, en una unidad proporcional, ya que el símbolo tiene
como propia esta unión y confluencia. También se ha puesto en
acto la analogía, ya que ella ayuda a que se dé esa confluencia y
que los extremos se toquen, como ha sucedido en este diálogo.
Es cuando se pone también en acto la simbolicidad del símbolo,
por el diálogo; el diálogo es el que más enciende lo simbólico que
pueda haber en las culturas y en los individuos.
Por eso diríamos, retomando el símbolo de Platón, el mito de
su diálogo Fedro, el del carro y los dos caballos, que el auriga es
el hombre, y la rienda es la analogía, por medio de la cual condu-
ce el carro del diálogo, de manera que llegue a la mayor con-
fluencia posible, a la más provechosa y fructífera. No con el láti-
go de la imposición, sino con la rienda de la conducción, para
que así, como el buen auriga, conduzca el carro del diálogo, y no
se pierda.

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CAPÍTULO IX
HERMENÉUTICA ANALÓGICA,
ÉTICA Y FILOSOFÍA POLÍTICA

Ciertamente, como el propio Gadamer ha aclarado, la herme-


néutica no es una ética, pero tiene conexiones muy estrechas con
ella.1 Tiene supuestos morales y consecuencias morales, e incluso,
al ser una disciplina interpretativa, se aplica a la moralidad del
momento histórico, y puede ayudar a su esclarecimiento. Y, apli-
cada al todo moral, alcanza no sólo a describir, sino a señalar
caminos de normatividad, de prescripción, con lo cual se ve su
lazo tan estrecho con la ética o filosofía moral. En el mismo senti-
do, la hermenéutica tiene relación con la política, y por eso puede
ayudar a la labor de la filosofía política. En todo caso, una herme-
néutica analógica está llamada a desempeñar esa función.
Efectivamente, en nuestro trabajo pueden conjuntarse la her-
menéutica, la ética y la política. Es un trabajo hermenéutico,
pues se realiza todo un estudio interpretativo, por ejemplo de los
documentos en los cuales se ha expresado la ética y la política a
través de sus portavoces, así como la interpretación de los fenó-
menos que ocurren en nuestro mundo. A ellos ha aplicado el
filósofo sus afanes de comprensión, labor propiamente herme-
néutica, de modo que se puede hablar de una hermenéutica prác-
tica, más aún, de una hermenéutica política. Veremos, primero,
cómo se realiza esto al nivel de la hermenéutica en general y,
luego, cómo puede ser realizado por una hermenéutica analógica.

La vocación ético-política de la hermenéutica

La hermenéutica, en muchos de sus principales y más céle-


bres proponentes, ha dudado en atribuirse la labor ética y, sobre
todo, política. Se ha aceptado que tiene que ver con la ética, pero
no ha sido muy clara su vinculación con la política. A este propó-
sito, son célebres las discusiones que mantuvo Habermas, tanto

1. Cfr. H.-G. Gadamer, «Razón y filosofía práctica», en El giro hermenéutico (trad.


A. Parada), Madrid, Cátedra, 1998, 211-218.

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con Gadamer como con Ricœur, en las cuales los acusaba de
apolíticos. La reacción a esa acusación fue tímida. Gadamer res-
pondió más bien con evasivas, y Ricœur dijo explícitamente que
su método hermenéutico no incluía la crítica de las ideologías,
que era otra cosa distinta.
Mas la hermenéutica responde a uno de los aspectos de la filo-
sofía práctica, como quiso el propio Gadamer, a saber, pertenece a
la línea de la phrónésis, de la prudencia, la cual es tanto moral
como política. En cuanto sabiduría de lo concreto, versa sobre lo
particular y contingente, y de esa suerte es el hacer moral y políti-
co. Por ello la hermenéutica tiene que ver con eso concreto del
hombre. Asimismo, la analogicidad es una característica de la
phrónésis o prudencia como también de la epiqueya o equidad. La
misma prudencia es sabiduría de lo concreto no por ver mera-
mente lo particular en relación con lo particular, sino precisamen-
te por su habilidad para integrar lo particular en lo universal —lo
cual es lo más propiamente hermenéutico: integrar el texto en el
contexto— que en el caso de la moral o ética es concordar una
conducta particular con la regla universal que ha de regirla, y, en
el caso del derecho y la política, con la ley jurídica que la norma. Y
la equidad da esa habilidad todavía más acendrada de aplicar bien
la regla o la ley al caso particular. Todas éstas son acciones suma-
mente analógicas, por lo que una hermenéutica que las ilumine
tiene que ser analógica en grado eminente.
Por eso es tiempo ya de asumir la injerencia de la ética social y
de la filosofía política en el seno de la hermenéutica. En primer
lugar, porque la hermenéutica no es una disciplina neutra, neu-
tral, aséptica, desprovista de carga moral o de supuestos políticos;
los tiene y muy fuertes. Pero, sobre todo, porque, aun cuando ten-
ga esos presupuestos éticos y políticos tan fuertes, está llamada a
ayudar a la búsqueda de situaciones éticas y políticas mejores,
más equitativas y justas, y eso puede ser su gran aportación.
Es necesario hacer un llamamiento a la conciencia de que la
hermenéutica tiene una oportunidad de fomentar la paz y la jus-
ticia, para que adquiera así una cualidad de transformación más
allá de la mera interpretación. Claro que ya la interpretación
puede ser transformadora si hace que comience y avance ese
proceso. Por muy incoativo e incipiente que sea el estado de ese
caminar, podrá irse apoyando y fomentando, y con ello la her-
menéutica adquirirá su estatuto de instrumento para la libera-
ción, pues de otra manera, como no está exenta ni neutra de
aplicaciones negativas, sería instrumento de opresión.

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No podemos pretender neutralidad en los saberes, ya que
desde hace mucho tiempo se ha señalado que la ciencia y la filo-
sofía no son neutras de antecedencias y consecuencias morales y
políticas. Es mejor ser conscientes de ellas. Y en este proceso se
necesitan textos, que sean, sin duda, de hermenéutica, pero de
una hermenéutica muy peculiar, nos atreveríamos a decir que
diferente, en la que se aplique al desentrañamiento de los signifi-
cados políticos de los textos —tanto de los documentos como de
las realidades— y, en definitiva, a ayudar en el trabajo de orien-
tar a los seres humanos hacia un mundo más justo. Y es que lo
que logremos en el campo teórico acerca de esto ciertamente no
es suficiente, pero es necesario, pues el esclarecimiento teórico
de las cosas prácticas que nos interesan nos hace alcanzarlas
con mayor clarividencia y éxito. Es falso e injusto el desprecio
que a veces se tiene por la parte teórica en relación con valores
que nos interesan mucho como, en el caso de los derechos hu-
manos, de la justicia y la paz. Aquí, lo que logremos en el ámbito
teorético redundará en beneficio de la acción práctica, la apoya-
rá y aun la mejorará.

La hermenéutica analógica como instrumento de la ética


y la filosofía política

Una hermenéutica analógica no puede estar desvinculada de


la ética y la política. Una de las cosas que realiza es analogizar o
acercar la teoría y la praxis, así como la comprensión y la expli-
cación, o, como decía Vico, la tópica y la crítica.2 Él veía que la
modernidad estaba distendida por esas dos fuerzas: una que iba
a la comprensión y otra que iba al enjuiciamiento. Pero se pue-
den reunir, unificar, de modo que nos dé una comprensión que
ayude a la crítica, una hermenéutica crítica y que, además, evite
los inconvenientes de las visiones univocistas y equivocistas de
esa crítica que abundan en la actualidad. Se trataría de una her-
menéutica analógico-crítica.
Pero, además, se tratará de aplicar la crítica a la vida social,
esto es, a la vida cultural y a las instituciones socio-políticas. Si
Nietzsche quería la hermenéutica de la sociedad como una críti-

2. Cfr. G.B. Vico, Ciencia nueva (pról. y trad. R. de la Villa), Madrid, Tecnos, 1995,
§§ 404 y ss.

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ca de la cultura —ética, arte— también nos toca hacer de la her-
menéutica una crítica de la política, esto es, de las instituciones
de nuestras sociedades. Se trata, pues, de una hermenéutica críti-
ca de la sociedad. Pero, también, se quiere que sea una herme-
néutica analógica, pues sólo la analogía puede aportar el modelo
sobre el cual los griegos mismos concibieron la pólis o sociedad,
la díké o justicia, y la phrónésis o prudencia, junto con la epieíkeia
o equidad que conducían a ellas. Una hermenéutica analógica
podrá sensibilizarnos para alcanzar y promover la justicia, tanto
en su modalidad general o legal como, sobre todo, en su modali-
dad de justicia distributiva, ahora llamada justicia social, que es
la que en verdad se ocupa del bien común de los individuos y de
los Estados. Asimismo, es la que puede dar una conciencia ma-
yor del papel de los ciudadanos, o de la sociedad civil, que no
puede dejar que todo lo arregle y maneje el Estado. Nos puede
ayudar a tener, sin debilitar al Estado, una sociedad civil más
fuerte, por la conciencia de la participación ciudadana.
Percibimos aquí un punto de unión en el cual confluyen
la hermenéutica crítica de Adela Cortina y Jesús Conill, y la
hermenéutica analógica que aquí estamos desarrollando.3 De
lo que se trata es de lograr una comprensión de la realidad
que lleve a una crítica de la misma, la cual pueda servir en su
transformación.
Hermenéutica crítica, porque el enjuiciamiento de la socie-
dad se da mediante la comprensión de sus instituciones; y ese
enjuiciamiento tiene más de los círculos hermenéuticos que de
la claridad de la argumentación razonadora. Como lo han he-
cho ver Cortina y Conill, el modelo argumentativo de la ética
discursiva pretende una claridad que no se consigue ordinaria-
mente en el diálogo moral. Más bien se utiliza el círculo herme-
néutico o, si se prefiere, un cúmulo de círculos que producen
una espiral; es un camino en espiral, con vueltas y revueltas,
con recovecos y rodeos.4 Además, es una hermenéutica crítica
analógica, porque la crítica unívoca es destructiva y negativa,
mientras que la crítica equívoca no atina al punto y objetivo de
que se trata. En cambio, una hermenéutica crítica analógica es

3. Cfr. F. Arenas-Dolz, Hacia una hermenéutica analógico-crítica...


4. Cfr. J. Conill, Ética hermenéutica. Crítica desde la facticidad, Madrid, Tecnos, 2006;
A. Cortina, Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI, Oviedo,
Ediciones Nobel, 2007.

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severa a la vez que constructiva, rigurosa a la vez que abierta,
justiciera a la vez que utópica.5
Es, pues, una hermenéutica analógico-crítica porque con la
analogicidad combate la violencia y la imposición, pero dando
la fuerza suficiente para que los conceptos y los juicios morales y
políticos sean orientadores y no solamente negativos. A veces la
crítica sola puede cerrar caminos, detenerse tanto en recalcar la
negatividad de las cosas, que olvida marcar pistas de solución,
crear sendas de acción conducentes a la finalidad que se persi-
gue, que en ambos casos, el de la ética y el de la política, es el
bien. Por un lado, se trata del bien individual, personal, porque
no olvidamos el valor y la alta dignidad de las personas; pero
también, especialmente en la política, buscamos de manera de-
nodada el bien común, el bien de la sociedad más allá del bien
de las personas o de los individuos, pues no se reduce al bien de
todos ellos, llega a ponerse por encima de ellos.

Hermenéutica analógica e historia

Como lo expone el gran historiador de la filosofía Émile


Bréhier,6 la conciencia histórica o de la historicidad humana no
se da en la Grecia antigua, pues para los griegos clásicos el tiem-
po era cíclico, no lineal, determinado por el hado, y, como acon-
sejaban los estoicos, había que aceptar y plegarse al destino inexo-
rable. Más bien es el cristianismo el que trae esta conciencia. El
cristiano ve hacia el futuro, vive de una esperanza, y eso hace
que se preocupe por la dinamicidad de la historia, por su dina-
mismo evolutivo. Esto lo expuso fehacientemente san Agustín
en La ciudad de Dios.
En la modernidad, el mecanicismo de los racionalistas y em-
piristas no deja mucho lugar a la historicidad, aunque hay, en el
siglo XVIII, algunos filósofos de la historia, como Vico y Voltaire.
Fue el siglo XIX el que proliferó en historicismos. Hegel, Comte,
Marx, Dilthey son teóricos de la historia, los cuales, aunque fue-
ron muy distintos, proponen el progreso, el avance en el decurso

5. Cfr. P. Ricœur, «Justicia y verdad», en M. Agís Villaverde (ed.), Horizontes de la


hermenéutica, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, Ser-
vicio de Publicaciones, 1998, 33-44.
6. Cfr. E. Bréhier, Les thèmes actuels de la philosophie, París, PUF, 1954, cap. VI:
«L’homme (I): L’homme dans l’histoire», 28-33.

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histórico. Sea el cumplimiento del Espíritu Absoluto, sea la rea-
lización del hombre, sea la desaparición de la lucha de clases, se
trata de una marcha de la historia entendida como progreso,
como avance o como ascenso. Mas el propio Bréhier dice que
con estos filósofos del siglo XIX da la impresión de que piensan
la historia como una fuerza autónoma —o casi— que es la que
mueve a los individuos. Son movimientos de masas, no de indi-
viduos o próceres.
En cambio, en el siglo XX los filósofos de la historia tienen
más en cuenta al individuo. Así Ortega, Jaspers y otros, como
Löwith, influido por Heidegger. Pero con el estructuralismo y las
nuevas corrientes, que proclaman la muerte del sujeto, el indivi-
duo es absorbido por las relaciones estructurales o funcionales;
en pocas palabras, por la masa. Se deja nuevamente la historia
en la que el individuo es protagónico, y se vuelve a la idea de que
son las colectividades, si no es que el libre juego de las fuerzas
ciegas de la libertad humana, las que empujan la historia.
En esto pueden observarse dos fuerzas que atraviesan la épo-
ca actual, y que son la ciencia y la hermenéutica. La ciencia,
tanto en su modalidad debida a la lógica formal como en su
modalidad debida a la lógica dialéctica, mira hacia delante, ha-
cia el progreso; en cambio, la hermenéutica mira hacia atrás,
hacia la tradición. Así, la ciencia mira a los hechos y la herme-
néutica a las interpretaciones. La primera privilegia una histo-
riografía objetivista y la segunda una subjetivista. Es verdad que
la historiografía ha sido más bien hermenéutica que científica
recientemente, pero hay que hacer algunas distinciones.
Se ha usado mucho la hermenéutica para la historia, tanto
en la historiografía como en la historiología o filosofía de la his-
toria. Pero la hermenéutica ha tenido dos vertientes usuales: una
univocista y otra equivocista, y ha faltado centrarla y equilibrar-
la como hermenéutica analógica. La hermenéutica univocista,
aplicada a la historia, nos da una historia referencialista, es de-
cir, centrada en la referencia, en los hechos, en los datos, en los
documentos; y la hermenéutica equivocista, aplicada a la histo-
ria, nos da una historia sin referentes, sólo dada al sentido sin
referencia, de interpretaciones sin hechos, sin dar demasiado
valor a los datos y los documentos, cayendo a veces casi en bo-
rrar las diferencias entre la narración histórica y el relato de fic-
ción. En cambio, una hermenéutica analógica, aplicada a la his-
toria, nos dará una historiografía que no descuide la referencia a

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los hechos, pero que al mismo tiempo cuide mucho el devela-
miento del sentido de éstos, es decir, su significado humano o
interpretación filosófica. De esta manera conecta la historiogra-
fía con la historiología o filosofía de la historia. Si en el caso de la
historiografía la referencia debe ser privilegiada, en la historio-
logía es el sentido el que ha de obtener el lugar de privilegio,
tiene que buscarse el sentido de la narración que el historiador
hace, y no en cuanto a su sentido sintáctico y semántico, o de
coherencia interna y de correspondencia con los hechos, sino en
cuanto a su sentido pragmático o hermenéutico.
Una hermenéutica analógica también nos hará aceptar que
al escribir la historia se inmiscuye nuestra subjetividad, pero tra-
tará de no renunciar a toda objetividad, aun cuando no tenga las
pretensiones objetivistas del positivismo o cientificismo; inclusi-
ve dará el predominio a la conciencia de la subjetividad del his-
toriador, y, sin embargo, tratará de salvaguardar al mismo tiem-
po la objetividad que da el mayor respeto posible por los hechos.
Hace ver que los documentos que usa el historiador son produc-
tos de autores situados en un contexto. Por eso ya son, en alguna
medida, interpretaciones. Pero la historia es así; un híbrido o
mestizo de hechos e interpretaciones, de narración ajustada a
los acontecimientos y de comentario glosador hecho por el hom-
bre concreto y contextuado que los escribe. Porque, en definiti-
va, eso es la historia: un análogo.
***
De esta manera, vemos que la hermenéutica tiene una voca-
ción por la ética y por la política. No puede desentenderse del
aspecto moral de los contextos que enmarcan a los textos. Sobre
todo, cabe una interpretación moral y política, que nos haga com-
prender los textos —documentos y realidades— en la significa-
ción que tienen para la justicia y la libertad. Es un ingrediente
que no sólo es posible intercalar en nuestro ejercicio interpreta-
tivo, sino más bien un ingrediente que no debe faltar. En muchas
ocasiones la hermenéutica ha tratado de desconocer o rechazar
su vocación ética y política, pero también en numerosas ocasio-
nes la ha aceptado y asumido. Es algo que nos parece deseable
para la hermenéutica analógica. En efecto, ella, colocándose en-
tre la interpretación y la transformación, encuentra que debe
ejercer la crítica, la crítica que viene después de la interpretación
y que antecede a la transformación, de manera necesaria (¿cómo

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vamos a criticar si antes no comprendemos, y cómo vamos a
transformar si no criticamos antes?). La misma herméneía es
juzgar, hacer juicio, y uno de los juicios es la crítica, es el que
más propiamente cumple con la naturaleza del enjuiciar, que es
krísis (del griego krínein).
Así, la interpretación sirve a la crítica. La crítica o crisis es
juicio valorativo, y la buena comprensión es la mejor prepara-
ción para un correcto enjuiciamiento de esta clase. Y es lo que de
mejor manera puede guiar la transformación de la realidad, ya
que solamente en este sentido la teoría puede encauzar la praxis.
Además, cuando esa comprensión y ese enjuiciamiento no caen
en la univocidad reduccionista ni en la equivocidad confunden-
te, puede darse un conocimiento más riguroso a la vez que abar-
cador, y abrir nuevos caminos de justicia y hasta de utopía. Tal
es el sentido de una interpretación crítica y analógica, de una
hermenéutica analógico-crítica.
Y también, como hemos visto, la hermenéutica analógica nos
sirve para hacer filosofía de la historia, no ya como uno de esos
meta-relatos que la posmodernidad tanto ha denostado, sino
como un dia-relato que recorre sus pasillos y recovecos, buscan-
do su sentido además de su referencia. La referencia se da, por
supuesto, a los hechos que relata, y debe ser cuidadosa con ellos;
pero el sentido se esconde en los mismos entresijos de la histo-
ria, y sale al contacto con la reflexión del hombre, ya en tanto
que historiador, ya, sobre todo, en tanto que filósofo, pues como
tal lo anima el ímpetu de rebasar la sola historiografía, y acceder
a una historiología, a ver qué es lo que se encuentra.
De esta manera nos encontramos con la hermenéutica analó-
gica como un instrumento para replantear varios de los saberes
filosóficos, como la filosofía de la historia, que la posmoderni-
dad ha llamado meta-relatos, pero para construirlos de manera
diferente, sin que puedan recibir esa acusación. Tendrán, por
virtud de la analogicidad, una pretensión más moderada y hu-
milde, como dia-relatos, no como meta-relatos, es decir, como
discursos y como narraciones que acompañan a las realidades.
Esto significa que no se imponen desde arriba y a priori, sino
que surgen afanosa y trabajosamente desde abajo, a posteriori,
elevándose a lo que sea factible conseguir de universalidad por
encima de la sola singularidad y contingencia, de modo más
mesurado y realista.

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CAPÍTULO X
HERMENÉUTICA ANALÓGICA
Y DERECHOS HUMANOS

La hermenéutica analógica nos puede ayudar a hacer un es-


tudio muy serio y profundo en la línea de la fundamentación
filosófica de los derechos humanos. Esta labor es muy fecunda,
ya que la labor jurídica de positivación y defensa de estos dere-
chos no es la única necesaria, como muchos lo han querido ver,
sino que también la fundamentación filosófica es importante,
pues sin ella estaríamos defendiendo y promoviendo algo que no
existe en verdad. Tomando de Leibniz la expresión, Eduardo Gar-
cía Máynez decía que todo derecho debía tener una razón sufi-
ciente de su existencia, y aquí lo que hemos de explicitar es esa
razón suficiente de la existencia de los derechos humanos, para
que se alcance y se defienda algo que tiene una validez plena.
También la hermenéutica analógica podrá hacernos colocar
en su lugar exacto la interpretación en el derecho, ya que esto ha
sido desde siempre labor de la jurisprudencia, y ésta tiene como
constitutivo esencial la phrónésis, la cual tiene por modelo la
analogía. La jurisprudencia necesita de la interpretación y de
la analogía, y lo mismo la equidad o epiqueya, que es la aplica-
ción de la ley general al caso concreto. Veremos primero la apli-
cación de la hermenéutica analógica a los derechos fundantes,
fundacionales o fundamentales, que son los derechos humanos,
y después su aplicación a la ciencia del derecho.

Los derechos humanos en el límite de los derechos


naturales y los derechos positivos

En primer lugar, pues, la hermenéutica analógica nos ayuda a


discernir la parte ontológica y la parte jurídica de los derechos hu-
manos, ya que nos hace ver sus orígenes en las ideas del derecho
natural. De hecho, la declaración de la ONU de los derechos huma-
nos en 1948 tenía una inspiración iusnaturalista, de modo que los
derechos humanos han tenido por lo menos como antecedente e
inspirador al derecho natural. Podemos señalar tres teóricos del

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derecho natural que son de índole religiosa: santo Tomás, Calvino y
Suárez, y tres teóricos iusnaturalistas de índole secular o laica: Gro-
cio, Hobbes y Locke. Hay que entresacar su aportación a la historia
de los derechos humanos, desde los derechos naturales.1
En el caso de santo Tomás, hay una concepción armónica de
las relaciones políticas. Él cree que la sociedad debe estar orien-
tada hacia el bien común; por lo cual, una ley que es injusta no es
ley. Ésta es una nota que lo aleja notoriamente del iuspositivis-
mo. Este último, como lo vemos ejemplarmente en Kelsen, sos-
tiene que una norma o ley es ley independientemente de su justi-
cia, es decir, incluso si es injusta; en cambio, para el aquinate,
una ley injusta se autocontradice y se autocancela, automática-
mente deja de ser ley; sin embargo, también añade en la Suma
Teológica,2 y esto es menos conocido por nuestros iusnaturalis-
tas actuales, que una ley injusta debe ser obedecida mientras sea
peor oponerse a ella. Es la misma idea que tiene del tiranicidio:
lo permite, pero siempre con la condición de que la situación
que se logre con ello no sea peor que la de antes, por ejemplo en
pérdida de vidas. Esto es ya un anticipo de la idea de desobe-
diencia civil, más desarrollada en los modernos, que es la oposi-
ción a las leyes que van en contra de la sociedad misma.
Calvino, líder de la reforma religiosa, sigue en esta línea, y
perfila más la noción de resistencia a la ley injusta; habla de un
derecho a la resistencia, y defiende ese derecho.
Suárez, teólogo jesuita, se centra mucho en la idea de poder
político, pues ya en la misma Compañía de Jesús hubo muchos
teóricos, como Roberto Bellarmino, que se opusieron a Machia-
velli, quien dejaba de hablar de autoridad y pasaba a hablar de
poder, de fuerza o virtù, y se oponían a que todo quedara justifi-
cado, incluso lo más injusto, por la llamada «razón de Estado».
Algunos han visto a otro jesuita de ese tiempo, Baltasar Gracián,
como una especie de maquiavélico que en el fondo es un escépti-
co y pesimista, que defiende la razón de Estado y las razones del
poder, es decir, la imposición; pero no es así, como puede apre-
ciarse a la luz de estudios recientes. En todo caso, él tuvo como
fuente de inspiración a Suárez, que era el clásico de su corpora-
ción religiosa, y era estudiado por todos en ella. Dentro de esta
línea jesuítica, como se verá más claramente en Juan de Maria-

1. Cfr. A.L. Guerrero, Filosofía política y derechos humanos, México, UNAM, 2002.
2. Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiæ (ed. P. Caramello), Turín, Marietti, 1963,
I-II, q. 96, a. 6, c.

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na, existe ya la idea de que es el pueblo el que confiere la autori-
dad, y por ello se puede hablar de un contrato social.
Ya en pleno siglo XVII vemos la avenida de pensamiento que
denominamos propiamente «moderno». Hugo Grocio abre la mar-
cha. Él fue uno de los primeros que hablan de un derecho natural
despegado de la teología o de las motivaciones religiosas, pues de-
cía que el derecho natural tenía validez incluso bajo la hipótesis de
que Dios no existiera. Esto, en esa época, era algo que debió escan-
dalizar mucho, pero nos muestra la inclinación de Grocio a un pen-
samiento secular y laico, que encontró notables continuadores. Es
cierto que no desechaba la hipótesis de la existencia de Dios, antes
bien, la mayoría de los pensadores de ese tiempo la tenía muy en
cuenta —piénsese en Thomasius y Leibniz—, pero se estaba pasan-
do a una línea más filosófica que teológica. Además, las guerras de
religión, que proliferaron en aquel entonces, afectaron mucho a
Grocio, por lo que fue muy sensible a la necesidad de la tolerancia,
ejemplo de la cual fue su propio país, Holanda.
Hobbes, y esto es muy sabido por todos, tiene el ideal de dar
a la filosofía del derecho un carácter completamente científico,
inclusive con un modelo casi axiomático-deductivo. Curiosamen-
te, aun cuando éste ha sido el ideal de iuspositivistas tan conno-
tados como el propio Kelsen, ya mencionado, Hobbes lo propi-
cia en el ámbito del iusnaturalismo; lo cual hace pensar que la
idea del derecho en cuanto ciencia y los afanes por la justicia no
están reñidos, como a veces lo sostienen algunos kelsenianos.
Hobbes tiene la idea de un ser humano, en estado natural, en
perpetua guerra, en continua violencia; por eso piensa que sólo
un poder absolutista podrá frenar ese estado natural y hacer pasar
a un estado social o cultural en el cual se consiga algo de seguri-
dad y de paz. Eso hace que se establezca el contrato social entre
los miembros de la sociedad, y que surja un Estado donde haya
tranquilidad y progreso.
En el caso de Locke, nos encontramos con que se opone al
absolutismo del poder que sostenía Hobbes y más bien llama a
poner límites a las facultades del soberano, con lo cual surgirá el
espacio de la libertad. Proporcionalmente a lo limitado que sea
el poder del Estado, existirá la libertad del individuo. Es lo indi-
vidual frente a lo colectivo, lo singular frente a lo común. Pro-
mueve la libertad, pero también la igualdad; para eso llama a
concordar el Estado y la sociedad civil, algo muy importante que
se ha retomado en nuestros días.

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En resumen, la hermenéutica analógica podrá quitar varios
prejuicios, por ejemplo la idea de que los derechos humanos sur-
gen, cuanto antes, en la Revolución Francesa; hay antecedentes
de tales derechos muy connotados, que son anteriores a ella, y
que tienen un nivel de reflexión igual y a veces hasta más profun-
do que el de los teóricos revolucionarios franceses. Esto puede
iluminar no sólo el aspecto histórico, sino también el sistemáti-
co, de los derechos humanos. De esta manera, vemos que la re-
flexión histórica y filosófica sobre esos derechos tiene una gran
utilidad, a pesar de que es menospreciada todavía por muchos.
Sirve para dar una mayor conciencia de lo que son y han sido, y
de lo que deben ser; es de mucha ayuda, sobre todo, para la edu-
cación en los derechos humanos, que es una asignatura que to-
davía tenemos pendiente.

Derecho e interpretación

En el ámbito del derecho, la hermenéutica analógica tiene


que ayudarnos a humanizar la cultura jurídica, para pasar de la
sola legalidad a los principios del derecho. En el fondo, ella res-
cata, de manera muy acorde con los tiempos nuevos, varios as-
pectos del iusnaturalismo. De hecho, es lo que en la actualidad
se está haciendo: pasar del normativismo al principialismo. Si se
supera la pura normatividad, se llega al terreno de los principios
del derecho. A veces se tiene el temor de que se caiga en el campo
de la ambigüedad; pero no es así, ya que los principios requie-
ren, para su aplicación, de la prudencia y de la epiqueya, epieíkeia
o equidad, las cuales son virtudes que impedirán ese relativismo.
Precisamente por ese peligro de relativismo se necesita la in-
terpretación jurídica, esto es, la hermenéutica, la cual cada vez
va adquiriendo más espacio del que antes se le otorgaba.3 Parece
ser que los positivismos y cientificismos son poco amistosos con
la interpretación, quieren lo claro y lo distinto. Por eso en esas
épocas ha tenido escasa aceptación la hermenéutica, concreta-
mente la hermenéutica jurídica, o se la ha querido reducir a una
especie de ciencia exacta. Así, algunas aplicaciones de la semió-
tica y la lógica matemática al derecho.

3. Cfr. R.L. Vigo, De la ley al derecho, México, Editorial Porrúa, 2003.

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Esto hace dar mayor cabida a la razón práctica, además de la
razón teórica, como es lo que sucede en la más reciente actuali-
dad, por ejemplo en pensadores como Popper y Gadamer, que
dan tanta importancia a la phrónésis o prudencia en la ciencia y
en la hermenéutica. Parece que lo mismo está sucediendo en el
ámbito del derecho. Pero la razón práctica lleva de la mano el
problema del correspondiente razonamiento práctico, y es lo que
encontramos en la hermenéutica analógica: un gran énfasis en
el uso del silogismo práctico, el cual no es igual al silogismo teó-
rico; inclusive hay que hablar de un silogismo práctico jurídico,
o silogismo jurídico, y analizar el carácter de sus premisas. Dado
que son premisas jurídicas, no puede tenerse un silogismo tan
claro y contundente como el silogismo apodíctico o puramente
teórico. Esto supo verlo de manera genial el gran lógico polaco
Jerzy Kalinowski. Hacía ver que con el silogismo práctico y, por
ende, en el silogismo jurídico, no hay peligro de cometer falacia
naturalista, ya que sus premisas contienen valoración.

La naturalidad de la democracia y la naturalización


de la justicia

Habiendo superado el problema de la falacia naturalista, se


tiene asegurado lógicamente un iusnaturalismo, ya que la acusa-
ción de incurrir en dicha falacia ha sido la objeción más fuerte
que se le ha dirigido. De hecho, ahora se puede hablar de una
especie de bancarrota de los iuspositivismos demasiado extre-
mos. Más bien se ha dado en todas partes un antiiuspositivismo
que garantiza, al menos en alguna medida, la vuelta al iusnatu-
ralismo. El cual tampoco es ahora un iusnaturalismo prepotente
y endurecido, como fue el de la modernidad —por ejemplo el del
siglo XVIII, al que comprensiblemente le sucedió el iuspositivis-
mo del siglo XIX—, sino un iusnaturalismo que trata de aprender
las lecciones que le han enseñado sus críticos.
Esto se ve en la reflexión que ahora se hace acerca de los
derechos humanos. Aquí se puede volver a hablar de la derrota
del iuspositivismo. Ahora bien, eso no quita que se procure la
positivación de los derechos humanos y, sobre todo, una operati-
vidad necesaria que han de tener. No basta con promoverlos, es
verdad, sino que hay que llegar a brindarles esa operatividad que
los haga ser algo más que «buenos deseos», como llegó a deno-

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minarlos Norberto Bobbio. Y aquí hay que señalar algo suma-
mente importante, algo que empieza a reconocer, por ejemplo,
Dworkin, por el debate que, desde su postura liberal e individua-
lista, sostuvo con sus rivales comunitaristas: hay que superar el
modelo individualista de los derechos humanos y darles un mo-
delo un poco más comunitario. Es algo en lo que coincidimos
con Jesús Ballesteros.4 Otro tema muy relevante para la herme-
néutica analógica es el de los conflictos entre derechos, o lo que
el mismo Dworkin llama «casos difíciles». En efecto, hay mu-
chos casos en que, por cumplir un derecho humano, se lesiona
otro; por ejemplo, se lesiona el derecho humano a la vida cuando
se le pide al joven que vaya a la guerra a defender a su patria,
situación en la cual puede perder la vida. ¿Qué se debe privile-
giar aquí, el derecho humano del individuo o la necesidad que
tiene la comunidad? Ya se ha visto que los derechos humanos se
han elaborado siguiendo un modelo no sólo individual, sino in-
dividualista, y que si se les da una perspectiva más comunitaria
o colectivista, se pueden limar muchos de esos roces que a veces
constituyen verdaderos dilemas.
Otro rubro interesante al cual nos conduce la hermenéutica
analógica es la conexión del poder judicial con la democracia.
De hecho, los univocismos son despotismos y los equivocismos
anarquías, por ello existe la convicción de que los derechos hu-
manos sólo pueden darse en algún tipo de régimen democrático.
Las dictaduras siempre tienden a cancelarlos y las anarquías a
diluirlos. Por eso resulta de gran importancia darnos cuenta de
que el poder político funciona mejor si es democrático. El ser
democrático ha sido visto como un estorbo para el poder judi-
cial, pero esto va en la línea de la desconexión que operó la mo-
dernidad de la moral con respecto a todos los saberes. Desconec-
tó la moral del derecho, de la política, de la economía, etc. Y
ahora por todas partes se ven esfuerzos denodados por volverlos
a conectar.5 Es algo muy deseable.
Por todo esto, la hermenéutica analógica nos hace ver que es
necesario volver a levantar de alguna manera el iusnaturalismo.
Esta aseveración puede escandalizar, pero creemos que es válido

4. Cfr. J. Ballesteros, Sobre el sentido del derecho. Introducción a la filosofía jurídica,


Madrid, Tecnos, 1986, 30 y ss.
5. Cfr. J. Conill, Horizontes de economía ética. Aristóteles, Adam Smith, Amartya Sen,
Madrid, Tecnos, 2004.

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hacerla. Inclusive, ya no escandaliza como hasta hace poco. De
hecho, ya en la filosofía analítica se habla de post-positivismo.
La filosofía analítica misma ha abandonado la opresión de los
positivismos que en ella hubo y que incluso le dieron origen. Se
ha abierto a tendencias más ontológicas y pragmáticas. Por eso
también es factible que en la filosofía del derecho, sobre todo la
de talante analítico, se dé ese post-positivismo o superación del
positivismo, es decir, se vuelva post-iuspositivista. Con eso bas-
taría para abrir una puerta en los estudios de filosofía del dere-
cho, y que entrara aire fresco, porque ya está muy viciada la
discusión y el ahogo es evidente.
En síntesis, una reflexión sobre la ciencia del derecho, desde
la hermenéutica analógica, llevaría a una nueva búsqueda del
bien común, que es lo que más se necesita en este tiempo. Esto
es lo que caracterizaba al jurista en la tradición clásica: su afán
en servicio del bien de los demás, del bien común, anteponiendo
el bien propio. Como decía Quintiliano acerca del jurista y ora-
dor o rhëtór: «vir bonus dicendi peritus» («un hombre bueno, ex-
perto en el discurso»). Podríamos decir: Quintiliano no pide nada
más; y de inmediato resonaría, como de ultratumba, su voz, aña-
diendo: pero tampoco nada menos.
***
Toda la ciencia o cultura del derecho se vería beneficiada con
la aplicación de la hermenéutica analógica. En sus mismos ci-
mientos, contribuye a esclarecer el estatus de los derechos hu-
manos, que son a un tiempo ontológicos y jurídicos, una y otra
cosa de manera analógica. De otra manera, serán vistos sólo como
algo que se positiva —y, por lo mismo, como algo que se puede
despositivar—, a voluntad del tirano. En la línea que se ve en la
actualidad, de minimizar cada vez más las rigideces filosóficas
del iuspositivismo, conduce a un iusnaturalismo moderado, uno
que podríamos llamar iusnaturalismo analógico, que sirva de
base a la construcción jurídica. Ya de hecho, como hemos dicho,
la iusfilosofía más reciente, sobre todo la que pertenece al ámbi-
to de la filosofía analítica, se está despegando del iuspositivismo,
y se ha acercado al iusnaturalismo, dentro de esa tendencia de la
analítica al post-positivismo, que en este caso es post-iuspositi-
vismo. Dejando las posiciones positivistas, se marcha hacia pos-
turas más pragmatistas, pero que no encierran la idea de una
negación demasiado fuerte de la ontología, ya que el pragmatis-
mo tiene un cierto anti-positivismo, y se manifiesta de esta forma.

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Este pragmatismo, que ve la pragmática como instrumento,
embona con la hermenéutica, ya que la pragmática y la herme-
néutica buscan, en el fondo, lo mismo —la primera lo llama el
significado del hablante, y la segunda, la intencionalidad del ha-
blante, según los presupuestos y los intereses de cada una. Y
también puede potenciar, en el campo del derecho mismo como
disciplina, como saber, a la hermenéutica jurídica, ya que el de-
recho siempre implica jurisprudencia y, sobre todo, equidad o
epiqueya. Ambas virtudes, la prudencia del derecho y la equi-
dad, tienen una estructura modelada por la analogía, por lo que
sólo pueden encontrar como propia una hermenéutica analógi-
ca. Ella las educirá de las potencialidades mismas del derecho y
las pondrá a su servicio en la medida en que éste las sirva a ellas.

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CAPÍTULO XI
HERMENÉUTICA ANALÓGICA
Y ONTOLOGÍA ANALÓGICA

Hemos de considerar ahora la relación de la hermenéutica


analógica con la ontología o metafísica. Tales relaciones no han
sido nada claras, y han suscitado mucha animosidad, llegando
casi siempre a perder la ontología, devorada por las posturas
hermenéuticas demasiado del lado del lenguaje y de la cultura.
Pero creemos que, a la luz de la hermenéutica analógica, tales
relaciones pueden replantearse y recibir una mayor claridad.
Pueden señalarse dos focos del problema en la relación de la
hermenéutica y la ontología. Uno de ellos, el principal, es la idea
de que la hermenéutica es por esencia anti-ontológica, que po-
see, por su procedencia de Nietzsche y de Heidegger, una carga
de nihilismo tan fuerte, que no puede más que llevarla a desapa-
recer. El otro es la acusación que ha hecho el propio Heidegger
de onto-teología a toda metafísica posible, por lo que, de igual
manera, queda cerrada la puerta de la hermenéutica a cualquier
ontología que pueda acompañarla. Por eso trataremos de ver
esos dos aspectos problemáticos.

Hermenéutica ontológica y ontología hermenéutica

Muchos teóricos de la hermenéutica, en la actualidad, han


tendido a rechazar la ontología, por considerarla como enemiga
irreconciliable. Debido a la influencia innegable de Nietzsche
sobre la hermenéutica actual, se ha considerado que el nihilismo
forma parte inalienable de la misma, y que eso excluye toda on-
tología o metafísica. Tal se ve en pensadores como Foucault y, al
menos en cierta medida, Derrida. Otros, como Vattimo, no la
excluyen, pero por lo menos la han relegado, viendo esa carga
nihilista que lleva la hermenéutica como transmitida a la ontolo-
gía, de modo que ésta va a ir aniquilándose poco a poco, hasta
llegar a desaparecer. Vattimo mismo ha llamado a su postura
ontología hermenéutica, porque considera que la hermenéutica
debilita a la ontología, con una inyección de ese nihilismo que la

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hermenéutica tiene constitutivamente, y que hace que se trate
de una ontología débil, destinada a aniquilarse paulatinamente
hasta desaparecer.
Sin embargo, hay otros que tratan de rescatar la ontología o
metafísica, por ejemplo Gadamer, sobre todo en la época pos-
terior a su obra Verdad y método. En ella habla de la ontología
de la obra de arte —de manera que no puede dejar de recordar-
nos al propio Nietzsche y su vinculación de la metafísica con el
arte en El nacimiento de la tragedia—, pero después hablaba
también, sobre todo en una célebre polémica con Derrida, de
rescatar la ontología de las destrucciones y desconstrucciones
que se le han querido propinar. Es cierto que tanto en una épo-
ca como en otra sigue la línea de Heidegger, según la cual el ser
se nos da en el lenguaje, pero llega a alcanzar la suficiente fuer-
za como para no quedar reducido a la mera lingüisticidad, ni la
ontología a un análisis que se dé al nivel del lenguaje. Es lo que
se ha llamado una hermenéutica ontológica, de manera opues-
ta a Vattimo, que veíamos que la llama una ontología herme-
néutica. En el caso de Gadamer, es más bien una hermenéutica
que trata de no rechazar la ontología, sino presuponerla en sus
actividades de comprensión.1
Una hermenéutica analógica nos ayudará a recuperar el es-
tudio del ser, a mantener la ontología como su compañera inne-
gable. Claro que se tratará de una ontología muy específica. La
hermenéutica univocista llega a rechazar la ontología por su re-
duccionismo. La hermenéutica equivocista lo hace por su des-
mesurada apertura y falta de todo fundamento, inclusive de todo
sustento objetivo. Pero una hermenéutica analógica permitirá la
ontología, pues rehúye tanto el extremo reduccionismo como el
extremo emergentismo. Es decir, la hermenéutica univocista re-
chaza la ontología y la hermenéutica equivocista lo hace tam-
bién. Por eso únicamente puede rescatar la ontología una her-
menéutica analógica; pero, además, una hermenéutica analógi-
ca sólo puede hacerse acompañar de una ontología analógica.
No es compatible con una ontología unívoca ni con una ontolo-
gía equívoca.

1. Cfr. J. Grondin, Le tournant herméneutique de la phénomenologie, París, PUF, 2003;


Introduction à la métaphysique, Montreal, Les Presses de l’Université de Montréal, 2004.

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Reconstrucción de la ontología o metafísica

En efecto, el rechazo de la ontología por los hermeneutas de


nuestro tiempo, o por lo menos su consideración como débil y
destinada a desaparecer paulatinamente, implica una ontología
demasiado equivocista, la cual se irá fragmentando en el relati-
vismo hasta diluirse completamente. Esto se produjo como re-
acción contra la ontología univocista, como la que se dio por lo
general en la modernidad y se llegó a dar incluso en el positivis-
mo, cuando ya no rechazaba la ontología, tal como se ve en el
realismo metafísico del positivismo lógico, en autores como Wil-
frid Sellars. Era una ontología que se pensaba sólo para la cien-
cia exacta, mas no para la hermenéutica.
Pero una ontología analógica no es una ontología pretencio-
sa, que desee abarcar todo y dar explicaciones apriorísticas y
definitivas de las cosas, como quisieron hacerlo las ontologías
univocistas que proliferaron en la modernidad. Tampoco será
como esas ontologías equivocistas de la mayoría de los posmo-
dernos que, deseando destruir la ontología, o debilitarla hasta
desaparecer, lo único que hacen es levantar otra ontología, pero
relativista y fragmentaria, que conduce al escepticismo en epis-
temología y al indiferentismo en ética.
Tampoco podrá esta ontología analógica, la auténtica ontolo-
gía débil —que tanto busca Vattimo— y la auténtica ontología del
ser que se comprende en el lenguaje —según la apreciación de
Gadamer—, recibir el nombre de metarrelato. Es, ciertamente,
más que un relato particular, pero reconoce su estado provisorio,
incompleto e incluso fragmentario —al menos en cierta medida.
Pero surge de la misma narratología, como exigencia de esclareci-
miento, e incluso como fundamentación débil, ya que se trata de
un fundamento mitigado, analógico. Esto aporta una prueba na-
rratológica de la necesidad ontológica, la cual es lo que siempre se
ha considerado como la prueba más contundente y hasta elegan-
te: la que procede por lo mismo. Es decir, prueba la ontología por
la misma narratología. El relato exige relatos más abarcadores,
aunque no se llegue necesariamente a aquellos metarrelatos abso-
lutistas, propios de una mentalidad univocista, sin caer tampoco
en la negación relativista de todo fundamento, lo cual es de una
extrema equivocidad. Nos mantenemos en un punto intermedio,
que trata de sacar la lección de las críticas posmodernas a la meta-
física moderna, que pecó de pretenciosa, pero que tampoco clau-

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dica y cae en la negación de la metafísica que se percibe en la
posmodernidad, porque también es pretenciosa y excesiva, con-
tradiciendo las acusaciones que la misma posmodernidad ha he-
cho a la metafísica de la modernidad, de ser fuerte, violenta y
monolítica. El negar tan rotundamente toda ontología o metafísi-
ca es tan fuerte, violento, monolítico y prepotente como lo que se
quería criticar. Tanto la metafísica absolutista como la anti-meta-
física absolutista son violentas y peligrosas.
Una ontología analógica será un estudio de las características
principales de los entes, de sus regiones o categorías, de sus prin-
cipios y sus causas, pero desde una perspectiva atenta a su dina-
mismo, no fijada en lo estático, anquilosada y rígida. Se trata de
salvaguardar la parte de devenir que hay en el ente, además de su
parte de estabilidad, sin la cual no hay ente siquiera, así como sin
la otra no hay movimiento. Pero ambos, el movimiento y la estabi-
lidad, son innegables en el ente, así como su unidad intrínseca y
su pluralidad en el conjunto. Todo ello lo rescata y preserva la
analogía, pues ella salvaguarda la diferencia sin perder la identi-
dad, ambas contenidas proporcionalmente en la semejanza.

La acusación de onto-teología

También una ontología analógica evita la acusación de onto-


teología, lanzada por Heidegger a la ontología clásica. Esto lo
han hecho ver Jean-Luc Marion y Jean Greisch, ya que la analo-
gía evita que reifiquemos el Ser en un ente, así sea el divino, ya
que en ella Dios no sería sin más un ente. Tanto su esencia como
su existencia son del todo distintas de las que los entes propia-
mente dichos tienen y los caracterizan como tales. Está más allá
de todos ellos, así que no puede reducirse a un ente. Es el Ser,
mientras que los entes tienen ser, lo cual es muy distinto.
La hermenéutica, después de la saludable crisis que suminis-
tra a la ontología, la lleva a sus justos límites. Pero son unos
límites holgados, suficientes. Dentro de ellos la ontología nos
brinda un conocimiento aceptable de la estática y la dinámica
del ente, con lo cual tenemos la comprensión que necesitamos
de esos temas ontológicos. Además, una hermenéutica analógi-
ca hace a la ontología buscar esos límites proporcionales, de
manera realista y parsimoniosa a la vez, con la seriedad del caso.
Tiene que ser, entonces, una ontología analógica también, que le

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reste pretensión a la univocidad que se quiso dar frecuentemen-
te a la ontología, sin caer, empero, en las ontologías equivocistas
y deflacionarias que a menudo encontramos y que no satisfacen.
Se trata, pues, de un trabajo conjunto de hermenéutica y on-
tología, de ontología y hermenéutica, ahora hermanadas como
hermenéutica analógica y ontología analógica.2 La ontología
ha pasado por la saludable experiencia hermenéutica, ahora le
toca pasar la experiencia ontológica a la hermenéutica misma.
De esta manera sacaremos las lecciones que nos da la posmoder-
nidad, pero sin claudicar de algo que se levanta siempre otra vez,
como un fénix, que es la ontología.
En ese trabajo la hermenéutica analógica tiene como función
recordar a la ontología que trata de cosas sobre las cuales no se
alcanza siempre una claridad total; se manejan con el claroscuro.
Y una ontología analógica tendrá como función recordar a la her-
menéutica que, por más inyectada de nihilismo que pueda estar,
siempre se puede alcanzar de estos temas tan de fundamento y de
principio un conocimiento suficiente para construir nuestro mapa
categorial de la realidad y nuestro análisis espectral de los elemen-
tos de los seres. Ello será bastante para desarrollar un conoci-
miento ontológico o metafísico de la realidad que nos permita
movernos de manera adecuada en nuestro trato con la misma,
para no perdernos ni en el escepticismo ni en el nihilismo.
***
Vemos, así, que la hermenéutica analógica implica un resca-
te de la ontología o metafísica, pero no de una ontología cual-
quiera, sino de una ontología igualmente analógica; es decir, no
la ontología univocista de la modernidad, que es a la que la pos-
modernidad ha tildado de fuerte, monolítica, prepotente e im-
positiva. Pero tampoco esa ontología equivocista de la posmo-
dernidad, que es la de la fragmentación y la dispersión; pues, a
pesar de que se diga que en las posturas posmodernas no hay
una ontología, bajo la negación de la misma que se proclama se
esconde una ontología, pero de signo equívoco, distendida por la
ambigüedad más extrema.
Por lo demás, a esta ontología analógica, que acompaña a la
hermenéutica analógica, la acusación de metarrelato no se le

2. Cfr. C. Peregrina Mancilla, La hermenéutica analógica y su fundamentación onto-


lógica según Mauricio Beuchot, México, Analogía Filosófica, 2001.

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aplica, pues la analogía es el reconocimiento humilde de que no
alcanzamos la totalidad, sino muy indirectamente y a través de
sus manifestaciones en lo particular, fragmentario y contingen-
te. Tampoco se le aplica la acusación de onto-teología, ya que
ciertamente habla de un fundamento, pero no de un fundamen-
to fuerte, sino débil, es decir, analógico, que no vemos ni posee-
mos con la claridad que se ha pretendido en la modernidad.
La analogía es una muestra de modestia, de moderación, de
proporcionalidad, y no puede permitirnos una pretensión exce-
siva de claridad en nuestra ontología o metafísica. No hay ese
peligro; antes, al contrario, nos da la actitud, incluso la experien-
cia, de quedarnos con poco en nuestras conceptualizaciones y
teorías, ya que la realidad se nos queda siendo mucho más.

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CAPÍTULO XII
LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA
Y EL FUTURO DE LA FILOSOFÍA

Es el momento ya de aplicar todo lo que hemos ganado al estu-


diar la hermenéutica analógica y reflexionar acerca del sentido o
significado y la función que puede tener la filosofía misma en nues-
tros tiempos. Ya el preguntarnos por su significado indica que una
de las actividades más propias del filósofo es la reflexión, esto es, el
volver sobre sí mismo, aquí, en concreto, sobre su propia actividad
de pensamiento, la reflexión filosófica —ahora en una reflexión so-
bre la reflexión—, y también nos indica que otra de las actividades
más propias del filósofo es la búsqueda de sentido.1
El llevar la reflexión a grados tan altos y el buscar el sentido
en niveles tan hondos nos hace ver que el filósofo sigue afanosa
y tercamente dedicado a buscar el sentido, pero el sentido pro-
fundo, más allá de los sentidos inmediatos que se dan en la co-
tidianidad, que nos ocupa con sus reclamos o exigencias eco-
nómicas, sociales o políticas. Más allá de todo eso se da un sen-
tido radical, que caracteriza a la búsqueda del filósofo.
Trataremos de ubicarnos en ella. Además, la hermenéutica es
buscadora de sentido, y, como dicho sentido se ha de buscar sin
quedarse en la cerrazón roma de la univocidad ni la dispersión
irreductible de la equivocidad, hemos de buscar aplicar incluso
aquí la hermenéutica analógica. El plantearse tanto desde la her-
menéutica como desde la analogía, determinarán nuestra con-
cepción del pensamiento filosófico. El hacerlo desde la herme-
néutica, la centrará en la interpretación, en la búsqueda del
sentido; pero el hacerlo desde la analogía acercará también
al sentido la referencia, le hará recuperar una ontología. Será
una filosofía que no se quede sólo con la hermenéutica como
enemiga de la ontología, ni sólo con la ontología como si fuera ene-
miga de la hermenéutica.

1. Cfr. J. Grondin, Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico (trad. J. Dávila), Barce-
lona, Herder, 2005.

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Aspecto general del territorio filosófico

Tal vez lo que nos toque como actividad inicial en este capítu-
lo sea echar una mirada somera al panorama que nos muestra la
filosofía de hoy, pues ha habido muchos cambios. Se siente la
ausencia de las grandes construcciones, de los grandes sistemas,
incluso de las grandes escuelas filosóficas, como antes se daban:
fenomenología, estructuralismo o filosofía analítica. Incluso la
filosofía de la praxis y de la historia, como quiso serlo el marxis-
mo, se nota ausente, se echa de menos. Más bien se nota un
terreno muy fragmentado, con pequeñas construcciones, dema-
siado provisorias y efímeras, como refugios de momento, en esta
época de la fragmentación del pensar que llamamos tardomo-
dernidad o posmodernidad.
Se insiste en señalar la crisis, se habla de una crisis profunda
no sólo a nivel de la filosofía, sino de la cultura toda. Nadie quie-
re arriesgar construcciones sistemáticas, sino breves considera-
ciones sobre cosas, sí, importantes, pero a las que no se les con-
cede demasiada fuerza. Disciplinas como la ontología, la episte-
mología y la filosofía de la historia, que antes eran los pilares de
la construcción filosófica, son ahora vistas con recelo, y reciben
el nombre de metarrelatos, indicando con ello que lo que nos
queda en adelante son relatos breves, aislados, en la línea de la
narratología, no de la explicación. Inclusive la ética ha sufrido
ese rebajamiento. Tal es la pintura del hombre de hoy. Ser de
desengaño y de crisis; pero que espera del filósofo un diálogo
constructivo para continuar.

Diálogo con nuestra tradición

Si hemos de hacer caso a Gadamer, todos los filósofos efec-


tuamos un diálogo con nuestra tradición.2 Diríase que hay una
tradición múltiple, difícilmente demarcable, pero que se puede
señalar de alguna manera, acotar imprecisamente. Son varias
tradiciones o sub-tradiciones las que nos configuran, nos dibu-
jan, nos escriben. Sobre todo en el ámbito iberoamericano, don-
de es tan rica y compleja nuestra herencia cultural. Desde el le-

2. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 230 y ss.

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gado europeo, sobre todo griego, pero también medieval, rena-
centista, moderno y hasta posmoderno, de eso que es lo que de
hecho llamamos filosofía, hasta el legado indígena, que nos da
también una herencia de saberes distintos, que llegan hasta nues-
tros días en diversas comunidades y etnias. Tratando de com-
prender esa tradición, de dialogar con ella, es como podemos
aportar algo, hacer avanzar y progresar el desarrollo del pensa-
miento iberoamericano.3
Por eso tienen razón los filósofos que, como Gaos, Zea, Ville-
gas, Villoro y otros, nos instan a estudiar la historia de la filoso-
fía. Pero no para quedarnos en su cultivo como quien visita un
museo, y se regodea admirando lo bueno y denostando lo malo,
sino para sacar las lecciones del caso. El estudio de la filosofía
iberoamericana es, en primer lugar, para atender a nuestras pro-
blemáticas específicas, a las arduas cuestiones que son propias
de nuestro ámbito, y que ya han sido advertidas y atendidas por
muchos de nuestros filósofos; pero también es, en segundo lu-
gar, para ver nuestra relación con la filosofía universal, como ese
entorno mundial que nos rodea, y del cual no podemos perma-
necer ajenos. Tenemos la obligación de ver nuestra ubicación
dentro de la filosofía universal; pero, sobre todo, en el de la filo-
sofía iberoamericana, ya que, como hemos dicho, nuestra re-
flexión tiene que incidir en la sociedad, nuestra sociedad, y trans-
formarla paulatinamente.
La historia misma sirve de argumento para esto, pues en ella
vemos que casi todo movimiento sociopolítico tiene detrás el
pensamiento filosófico. Puede haber movimientos que se produ-
jeron por la fuerza de la necesidad o de manera completamente
fortuita y aleatoria; pero la mayoría de ellos fueron gestados por
las ideas de los filósofos morales, o filósofos sociales o filósofos
políticos. La filosofía política tiene un deber de comprensión y
clarificación; en definitiva, de crítica. Por eso es tan delicada y
arriesgada. Si no se tiene una alta responsabilidad y búsqueda
del bien común, se corre el peligro de lanzar a empresas huma-
nas que van a desembocar en el fracaso, con el consiguiente daño
a los que forman parte de la sociedad. Por eso hemos insistido
tanto en la crítica que tenemos que hacer como filósofos y la
transformación en algo mejor. Dentro de ello, y en la línea de la

3. Cfr. M.A. González Valerio, «Tradición», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.),


10 palabras clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 409-448.

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hermenéutica, tenemos que trabajar por restablecer o innovar
los símbolos que nos constituyen, que nos hacen avanzar.

La filosofía y el sentido

Una primera función que ha tenido el filósofo es interpretar:


buscar el sentido de las cosas. Lo que Platón llamaba el eîdos, la
causa formal, pero junto con lo que Aristóteles llamaba el télos,
la causa final. Es el tóde tí y el dià tí, o el hóti y el dióti, la descrip-
ción y la explicación, el qué y el por qué. Como dice Paul Ricœur,
el hombre no puede vivir sin sentido,4 busca el sentido, inquiere
por él, incluso hasta lo inventa. Descubrir el sentido, en el doble
significado de encontrar y crear, ha sido la función del filósofo,
acaso la más importante, la principal. Es en este punto donde se
unen hermenéutica y ontología.
En el lado hermenéutico, ha tocado al filósofo el papel de
crítico de la cultura, como lo llamó Nietzsche, y como lo ha visto
el propio Ricœur, de calibrador de los productos culturales del
hombre. Los símbolos, es decir, los mitos, los ritos, la poesía y el
arte en general, han sido objeto del análisis y de la crítica por
parte de los filósofos, pero antes han sido objeto de su exégesis o
interpretación. Eso nos hará ver lo que es el hombre, a partir de
sus manifestaciones en la historia, a partir de sus productos cul-
turales. Es la forma como podemos hacer filosofía del hombre,
antropología filosófica.5
Nos parece que eso es necesario. Pero también vemos que
ella, la misma antropología filosófica, tiene que conectar a la
hermenéutica con la ontología, de modo que no se quede iner-
me, carente. De hecho, es la conexión que en un principio quiso
Heidegger, aunque después tomó otro rumbo. Sobre todo, plan-
teó como la empresa filosófica fundamental la de develar el sen-
tido del ser, y, aun cuando lo abandonó, fue su discípulo Gada-
mer quien recogió el intento. Develar el sentido del ser, esto es,
un trabajo híbrido de hermenéutica y de ontología: de ontología
como hermenéutica o de hermenéutica como ontología. Inter-

4. Cfr. P. Ricœur, Ermeneutica filosofica ed ermeneutica biblica (trad. A. Sottili),


Brescia, Paideia, 1983, 95 y ss.
5. Cfr. M. Beuchot, Antropología filosófica. Hacia un personalismo analógico-icónico,
Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2004.

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pretar el ser, buscar su sentido, es una empresa sin duda herme-
néutica, pues es a la hermenéutica a la que le toca interpretar,
buscar el sentido. Pero también, como se trata del ser, se llega al
resultado de que es una empresa ontológica, metafísica. Sin
embargo, aquí se dan cita las dos obreras, las dos trabajadoras,
la del ser y la del sentido, de modo que resulta la ontología en
funciones de hermenéutica y la hermenéutica en funciones de
ontología. Es, a nuestro modo de ver, lo que ha faltado con am-
bas disciplinas, el encontrarse sin pelear, sin devorarse, sin ha-
cerse violencia filosófica, que ha sido muy destructora.
Ahora, ante la visión del panorama de la filosofía actual, es
cuando nos parece que más se necesita este acuerdo entre her-
menéutica y ontología, de modo que una no devore a la otra,
lograr que hagan las paces, que negociemos el armisticio, que
logremos los filósofos que haya una paz, armonía y colabora-
ción de esfuerzos entre estas dos potencias, para el bien de la
humanidad misma. Da la impresión de que la filosofía es como
Jano, bifronte, con una cara mirando al ser, y otra al sentido;
pero son la misma cosa, dos caras de la misma moneda, y han
luchado estérilmente por separarse, cuando la solución es que
sepan encontrarse, que logren ayudarse, para ver de manera más
unida y armónica lo que cada una ha visto por separado.

El filósofo como consejero de la sociedad

Pasamos a la otra función del filósofo. Hemos hablado de


interpretar la realidad; pero también, como dijo Marx en su céle-
bre tesis sobre Feuerbach, al filósofo le corresponde cambiarla.
Es decir, el filósofo ha tenido un papel de innegable trascenden-
cia en la ética y en la filosofía política. Es decir, ha fungido como
conciencia moral y política de su tiempo. Se ha encargado de ir
más allá de las costumbres, criticarlas, evaluarlas; para decir si
son buenas para la comunidad, y hay que conservarlas, o son no-
civas para ella, y hay que abandonarlas. Se ha atrevido a ir con-
tra la corriente, a denunciar lo que está mal. Papel conflictivo el
de filósofo moral, porque muchas veces tiene que decir a su so-
ciedad lo que a ella no le va a gustar oír. Y, sin embargo, ésa ha
sido las más de las veces la situación del filósofo.
La filosofía moral o ética, al igual que la filosofía política, es
de gran responsabilidad. Obliga al filósofo a ir más allá de sus

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ambiciones de poder, de sus aspiraciones de confort, y a pronun-
ciarse sobre los problemas delicados de su momento, para tratar
de orientar a su pueblo. Cada vez más se le solicita esa labor, ya
que cada vez la sociedad va siendo más sensible a la necesidad
de cuestionar las cosas que se pueden hacer, sobre todo con la
técnica. Materias como la ética social o la ética biológica han
nacido de esa necesidad.
Y es que desde antiguo tuvo el filósofo un papel muy impor-
tante como consejero de la sociedad, si podemos llamarlo así. Es
decir, el filósofo siempre ha tenido la función de conciencia de su
sociedad. Es la voz de la conciencia de su tiempo. No tanto, quizá,
como quiso el propio Platón, del gobernante filósofo o filósofo
gobernante, cosa ya intentada por los pitagóricos; tal vez ni si-
quiera como la figura de consejero áulico, que tuvo el filósofo en
muchas épocas; pero sí como despertador de las conciencias, y
esto desde el aula y desde su pluma. No se olvide la ética social y
la filosofía política. Y eso que desde Nietzsche llamamos crítica
de la cultura. El filósofo critica, critica para construir, no para
destruir. Para transformar, no sólo para regocijarse en señalar la
crisis y dejarla como está, o para aumentarla y lucrarse de ello.
El filósofo comparte con los demás hombres la obligación de
favorecer a su sociedad, pero con los instrumentos de que dispo-
ne, que lo caracterizan como pensador: la razón y la teoría. Cla-
ro que le compete la praxis, no debe desentenderse de ella. Pero
sobre todo le toca la teoría, esto es, elabora la comprensión de lo
que pasa en su momento histórico, desde su pasado para prever
el porvenir, el futuro. Y esto lo hace inserto en una tradición, no
puede sin más desligarse de esa historia que lo constituye. Tiene
que asumirla, y eso será su condición de posibilidad para tras-
cender, para superar incluso su propia tradición.

Hermenéutica analógica y filosofía

Si ya la hermenéutica marca a la filosofía cuando se construye


con ella o a partir de ella, mucho más profunda es la marca cuan-
do la hermenéutica de la que se vale es una hermenéutica analógi-
ca. La analogía da su estatuto propio a la filosofía. El pensamiento
analógico es uno que reconoce su debilidad, su carencia y, por lo
mismo, mitiga sus pretensiones y modera sus proyectos. No pue-
de aspirar a un conocimiento absolutista, como fue el que se mar-

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caron como objetivo los pensadores de la univocidad; tampoco
puede caerse en el vacío ya casi escéptico completo en el cual han
caído los nuevos pensadores de la equivocidad, en esta época nues-
tra llamada de tardomodernidad y de posmodernidad.
Será un filosofar que, evitando ese escepticismo feroz, mani-
festado en diversos relativismos y nihilismos, no tenga tampoco
la falsa ilusión de alcanzar el saber absoluto que de muchas
maneras se pretendió en la modernidad. En las formas de racio-
nalismo, empirismo, positivismo y cientificismo se daba la im-
presión de estar buscando un saber inagotable y que iba a resol-
ver todo enigma. Pero ahora da más bien la impresión de que,
por reacción a esos ideales de la modernidad, se ha incurrido en
un abandono casi absoluto de objetividad y verdad. Todo es frag-
mento, dispersión, ausencia de fundamento y de edificio.
Más bien, de lo que se trata ahora es de construir una edifica-
ción con un fundamento humilde, no exhibicionista ni demasia-
do escondido; es un fundamento soterrado, en cierta forma rizo-
mático —como lo llamaría Deleuze— pero suficiente para aguan-
tar la construcción, un fundamento analógico. Y lo principal de
la edificación serán las habitaciones, los habitáculos en los cua-
les se dé cabida a la hospitalidad hacia los demás, el acogimiento
hospitalario de los otros, en el que tanto insistió Lévinas. Un
edificio que no será un soberbio rascacielos, sino más bien un
humilde hospicio, que brinde su acogida a quienes busquen asi-
lo frente a la intemperie de desconocimiento que ostenta el tiem-
po actual. Y nada más, pero nada menos.
Esto es lo que más se necesita en el ámbito de la filosofía a
día de hoy, y mirando hacia el futuro. Una filosofía que, con su
hermeneuticidad analógica, nos haga ver el porvenir del filoso-
far como un tiempo de búsqueda de sentido para el hombre.
Porque la referencia es importante, la verdad es imprescindible;
pero, sin el sentido de la vida y de la historia, por provisorio y
menguado que lo alcancemos, se queda fría y distante, vacía y
monstruosa; no puede tener un rostro humano.
***
De esta manera, vemos que el filósofo tiene que recuperar la
clarividencia de varias de sus funciones, funciones que ha tenido
desde antiguo, desde que surgió la filosofía, con ese nombre, en
el seno de los helénicos presocráticos. Inclusive podemos decir
que se fue desarrollando, pues se fueron clarificando y enrique-

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ciendo esas funciones a través de la historia, pero como que en el
pensamiento presocrático mismo ya estaban contenidas en ger-
men, in nuce, y lo que ha pasado ahora es que han desaparecido,
han acabado por perderse, y de lo que se trata es de recuperar-
las, de resarcirlas. Pero no de manera simplista, sino después de
la angustia de la crisis, sacando la lección de la historia, aleccio-
nadas y renovadas, ya no con la ingenuidad y tal vez prepotencia
de antes, pero sí recobradas y maduradas, con lo cual puedan
seguir su camino, pero de manera más enriquecida y diferente.
Para terminar, digamos que el filósofo es como el escrúpulo
de la conciencia social; y sabemos que scrupulum significa en
latín «piedrecilla». Es la molesta piedrecilla en el zapato, que no
nos deja en paz, que nos está continuamente solicitando para
atender a un problema, a un asunto que no está bien. Así, el
filósofo sigue siendo un creador de conciencia, sobre todo de
conciencia crítica. Es el escrúpulo que obliga a buscar las res-
puestas más necesarias. Porque el filósofo es eso: una piedreci-
lla; pero a veces, también, piedra de tropiezo, de escándalo, y
hasta, en ocasiones, piedra angular, de cimiento o fundamento.

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CONCLUSIONES

He aquí algunos rasgos de la naturaleza y la función de una


hermenéutica analógica. En cuanto a su naturaleza, dentro de lo
que es la hermenéutica, como disciplina de la interpretación de
textos, nos saca de una hermenéutica unívoca y una hermenéu-
tica equívoca, para darnos apertura interpretativa sin que se vaya
todo al infinito; nos permite diferenciar entre una buena y una
mala interpretación, e incluso nos deja la posibilidad de argu-
mentar para demostrarlo. También deja abierta la puerta para la
creatividad, para el avance en la postulación de nuevas interpre-
taciones, pero con la seriedad y el rigor que impidan que incu-
rramos en la vaguedad.
En cuanto a su función, una hermenéutica analógica nos per-
mitirá equilibrar el sentido literal con el sentido alegórico; nos
permitirá oscilar de la metáfora a la metonimia; nos ayudará a
evitar el particularismo extremo y el universalismo extremo, el
relativismo y el absolutismo. Asimismo, nos dará la posibilidad
de evitar el subjetivismo y el objetivismo, llevándolos a una si-
tuación en la cual podamos alcanzar objetividad o verdad tex-
tual, sin perder la advertencia de que siempre está presente la
subjetividad en la interpretación.
Tiene, además, la ventaja de recuperar de alguna manera la
verdad en hermenéutica, algo que se ha considerado demasiado
perdido, incluso en su forma de verdad textual, esto es, de co-
rrespondencia dinámica con el texto. Puede orientar la creativi-
dad interpretativa, la cual nunca es completa o absoluta (equívo-
ca), ni tampoco se da en el seguimiento servil de la tradición a la
que uno pertenece, lo cual sería mera repetición (unívoca), sino
en el equilibrio —solamente proporcional— de quien trabaja para
asimilar su tradición y además se aventura a trascenderla. Sirve
para interpretar el símbolo, sin quedarnos en la «traducción»
del símbolo al lenguaje científico o incluso filosófico (univocis-
mo) ni en el desconocimiento de la teología negativa (equivo-
cismo), sino que busca una vía que ciertamente es de eminencia
y sobrepujo, pero dando cabida a alguna positividad. No todo

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sería mostrar, sino que habría lugar —aunque reducido— para
el decir. Y por eso mismo propiciaría el diálogo, ya que la analo-
gía tiene que ser discutida con los demás que pertenecen a la
misma comunidad hermenéutica y se afanan en parecidas lides.
Igualmente, una hermenéutica analógica nos dará la posibi-
lidad de reconstruir la ontología, de una manera seria y bien
medida, sin los aspavientos de la ontología univocista, pero tam-
bién sin los nihilismos y fingidas debilidades —que son falsa
modestia— de la ontología equivocista. Más bien, una ontolo-
gía analógica, que pueda acompañar a una hermenéutica ana-
lógica, y, de esta manera, la hermenéutica y la ontología se be-
neficiarán la una a la otra. Es una hermenéutica, asimismo, que
tiene la capacidad de incorporar una comprensión ética que orien-
te al respeto por la dignidad de las personas, de modo que se
busque siempre el mayor bien posible. En política, tratará de
compaginar la búsqueda de la libertad y la búsqueda de la igual-
dad, la búsqueda del bien individual y del bien común, la bús-
queda de los liberales y los comunitaristas. Unos y otros se han
endurecido en sus posturas, y no permiten la confluencia, la
integración, que será, sin duda, más fructífera. Aunque ya se
había visto en algunos, como en Rawls y en Taylor, que, a causa
de las discusiones que les hacían sus rivales, llegaban a postu-
ras que ya no eran ni completamente liberales ni completamen-
te comunitaristas.
En cuanto a la filosofía del derecho, la hermenéutica analógi-
ca nos mostrará la manera de plantear como cimiento del Esta-
do de derecho los derechos humanos, que por algo son llamados
derechos fundamentales. Además, en cuanto a la administra-
ción de la justicia, se procurará tener muy presente la interpre-
tación jurídica en cuanto a la jurisprudencia y la equidad, am-
bas actividades hermenéuticas, que tienen como modelo la ana-
logía, por lo que necesitan de una hermenéutica analógica como
instrumento de análisis y de comprensión. Todo esto nos dará,
finalmente y en síntesis, una filosofía abierta y seria a la vez, sin
las rigideces de los cientificismos y positivismos, pero igualmen-
te sin las nebulosidades de los pensamientos lights y desencanta-
dos que se hacen presentes por todas partes en el tiempo recien-
te. Es algo que ha estado esperando nuestra filosofía actual, que
ya está en un gran impasse, por las polarizaciones tan marcadas
que se han dado en la discusión más reciente, y que ya dan mues-
tras de agotamiento y de no tener salida. Esto podrá abrir al

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menos un poco la discusión, y darle algunas posibilidades de
avance, lo cual ya es gran cosa.
Es, de hecho, la hermenéutica analógica una hermenéutica
para nuestro tiempo, pensada para él, pensada a partir de él.
Ciertamente reúne e integra elementos de muchas épocas, inclu-
so de épocas tan distantes como la de los pitagóricos, pasando
por Platón, Aristóteles, la Edad Media, el Barroco, el Romanti-
cismo y muchos hitos de la filosofía última; pero todo ello da
como resultado un replanteamiento de los mismos, de modo que
se pueda responder a la filosofía de hoy, con la que se da nuestro
diálogo. En efecto, el diálogo, que va junto con el símbolo y la
analogía, es el que rige y guía nuestro filosofar. Sin él, sólo se
dará una filosofía encerrada y ostracista, producto del monólo-
go, que ya ha probado muchas veces no conducir más que a
callejones sin salida. En cambio, el diálogo con los filósofos de
nuestro tiempo nos hará actualizar doctrinas que ya parecían
periclitadas y desaparecidas y que, sin embargo, están presentes
y vivas, con la mezcla de presencia y ausencia que caracteriza a
la analogía misma.

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PARTE II
EL TALLER DE LA RETÓRICA

On persuade mieux, pour l’ordinaire,


par les raisons qu’on a soi-même trovées,
que par celles qui sont venues dans l’esprit des autres.
PASCAL

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INTRODUCCIÓN

La hermeneútica subraya la conexión de la razón humana con


las pasiones y los sentimientos que mueven a hacer la vida social;
llama nuestra atención hacia la importancia de la imaginación y
del deseo, como los polos que hacen moverse al hombre. Mucho
de lo que se plasma en las instituciones sociales responde al deseo,
no solamente a la necesidad. Ya algo muy importante es que las
instituciones sociales respondan a las necesidades del hombre y
pugnen por satisfacerlas, pues es el nivel más básico e imprescin-
dible. Pero también lo es el que atiendan a los deseos del hombre,
que son los que dan coronación a las necesidades.
Era precisamente ésta la idea de la argumentación retórica
en el esquema aristotélico: aludir al intelecto y al afecto, o como
diría después Pascal, a la razón y al corazón —las famosas razo-
nes de la razón y las razones del corazón. Era precisamente ésta la
relación que ya establecía el propio Aristóteles entre la ética de
la justicia y la ética de la felicidad o la ponderación que hacía
Kant entre la ética de la justicia y la ética de los bienes. En la reali-
zación de unas y otras hay un elemento analógico —la phrónésis,
el juicio reflexivo, la argumentación práctica— y un elemento
crítico que implica que esta realización se da en y por el diálogo,
poniendo de relieve la plasticidad de la mente humana, que no
se agota ni se queda en la racionalidad unívoca sino que puede
realizarse analógicamente.
El propósito de esta parte es doble. Por un lado, pretende-
mos mostrar cómo la retórica constituye un elemento básico de
la formación humana. La retórica, teorizada por Aristóteles, no
sólo estudia la manera natural humana de razonar, de la cual
surge una «técnica del pensar» que nos hace conscientes y críti-
cos acerca del uso de las palabras, sino que también nos propor-
ciona un aparato conceptual y las reglas discursivas para delibe-
rar y opinar, con el fin de graduar las posibilidades alternativas
en relación con lo conveniente y aceptable, y así elegir una alter-
nativa posible y además tomar la decisión de seguirla y hallar los
medios adecuados para ello. Por otro lado, consideramos que el

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potencial que encierran las aportaciones de la tradición retórica
debería ser aprovechado en la formación de la ciudadanía por
quienes se proponen diseñar las políticas educativas actuales,
dado que lo fundamental para un ciudadano de la sociedad mo-
derna es la necesidad de dominar críticamente el lenguaje, lo
cual nos permite precisamente una comprensión y orientación
crítica de la acción humana.
Partiremos de una caracterización sumaria de la retórica, en
la que temas como su relación con la ética, la importancia de los
afectos o el valor de la phantasía, se proponen como un modo de
revitalizar y potenciar la confianza en la palabra y en las institu-
ciones y posibilitar de este modo el rumbo hacia una retórica
filosófica cuyos fundamentos se encuentran en la Retórica aris-
totélica, tal como han vislumbrado muchos autores contempo-
ráneos. Por ello, mostraremos algunas de las más significativas
aportaciones modernas precursoras de la recuperación de la re-
tórica como auténtica teoría del conocimiento. La perspectiva
divisada en este sentido por autores como Vico, Nietzsche, Ribot,
Mauthner, Croce, Collingwood, Ortega o Zubiri, tal como vere-
mos, resulta esencial para el enfoque interpretativo aquí presen-
tado. La orientación de estos pensadores de la acción y del len-
guaje es de gran interés para la concepción del lenguaje como
actividad expresiva. Ellos conciben el lenguaje como actividad,
como palabra (das Sprechen) y no sólo como palabras (die Spra-
che) o, por decirlo con terminología aristotélica, como enérgeia y
no meramente como érgon. Además, es importante notar que
para ellos es en la retórica donde se encuentra el fundamento de
las ciencias de la expresión por medio del lenguaje y que, por
tanto, la retórica es el método de la ética y de la actividad social
y política.

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CAPÍTULO I
RACIONALIDAD RETÓRICA

En este capítulo ocupará un lugar central la relación de la ética


con la retórica. Éste fue uno de los principales objetivos de la retó-
rica clásica en cuanto instrumento principal de la razón práctica.
De ahí que la recuperación de la retórica como teoría del conoci-
miento supone replantear seriamente la centralidad de la herme-
néutica filosófica desde las principales aportaciones del pensa-
miento gadameriano, pues «partiendo del carácter verdadero del
lenguaje, que consiste en ser conversación, se aprende a no con-
templar con los griegos la conversación como un logro enmoheci-
do de nuestra ciencia histórica y tampoco como algo para salir del
paso y obtener cierta información a falta de una teoría epistemo-
lógica o de una teoría científica contemporánea desprovistas de
su trasfondo metafísico».1
A pesar del constante peligro del abuso sofístico y/o ideológi-
co, es preciso poner de manifiesto la irrenunciable dimensión
ética y política del ejercicio de la filosofía. Se encuentra aquí
algo que se veía ya, como punto intermedio en la historia, en
Vico, tan ponderado por Gadamer, a saber, la unión de crítica y
retórica, en tiempos en que surgía la modernidad cartesiana, con
una idea de crítica que trataba de sustituir a la retórica. Esta
última, la retórica, era otro nombre de la hermenéutica. Por tan-
to, lo que de hecho estaba haciendo Vico era rescatar la herme-
néutica para que conviviera con la crítica, es decir, para que se
aliara con ella, y ambas ayudaran a avanzar en la historia.
Una ética hermenéutica no puede prescindir de la retórica. A
diferencia de otras tradiciones morales donde el término retóri-
ca tiene un sentido despectivo, Gadamer ha sentado las bases
para una rehabilitación de la retórica en el marco de la filosofía
práctica. Esta rehabilitación de la filosofía práctica no sólo está
en el origen de la ética discursiva —por la recuperación de ele-
mentos como el lenguaje, la historia o la universalidad de la ra-
zón— sino en el origen de una teoría general de la comunica-

1. H.-G. Gadamer, El giro hermenéutico..., 204.

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ción. Las consecuencias de estas aportaciones están aún por de-
sarrollar y contribuirían a recuperar una dimensión simbólica
del poder siempre olvidada en las teorías liberales de la justicia.
De hecho, Gadamer no ha reconstruido la historia de la herme-
néutica subordinándola a la historia de la lógica sino a la histo-
ria de la retórica como parte importante de la filosofía práctica.2
Todo esto manifiesta la necesidad de una articulación de la her-
menéutica con la retórica, tal como indica Gadamer.3
El propósito de Gadamer es recuperar la plena función de la
retórica, mostrando que la relación entre retórica y hermenéutica
representa la posibilidad de restablecer la unidad perdida entre
teoría y práctica. Gadamer encuentra en la Retórica aristotélica
un singular reconocimiento de una idea de verdad no constreñida
al método científico, a las pretensiones de demostración y certeza
de la ciencia, sino que la Retórica, que defiende lo verosímil (eikós),
permite una noción de verdad capaz de incluir, dentro de sí y de
manera eminente, lo que es propio de la praxis humana.
Hay tres aspectos, según Gadamer, que acentuarían lo que
tienen en común la retórica y la hermenéutica. En primer lugar,
la hermenéutica compartiría con la retórica «la delimitación fren-
te al concepto de verdad de la teoría de la ciencia y la defensa de
su derecho a la autonomía».4 En segundo lugar, ambas «se ca-
racterizan por una cierta ambigüedad de su pretensión científi-
ca, determinada en parte por la relación con la práctica».5 En
tercer y último lugar, el ámbito propio de ambas disciplinas es el
de los argumentos persuasivos y no lógicamente concluyentes.6
Para justificar el paralelismo entre hermenéutica y retórica, Ga-
damer se sirve, por una parte, de la comparación entre herme-
néutica y saber práctico y, por otra parte, de la relación entre
hermenéutica y dialéctica.7

2. Cfr. A. Domingo Moratalla, «Diálogo y responsabilidad: claves de la filosofía moral


y política de Gadamer», en J.J. Acero, J.A. Nicolás, J.A.P. Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga
(eds.), El legado de Gadamer, Granada, Universidad de Granada, 2004, 83.
3. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método II (trad. M. Olasagasti), Salamanca, Sígue-
me, 1998, 95-118, 213-224, 225-241, 243-265; A. Covarrubias Correa, «Hermenéutica y
retórica: Gadamer y los caminos de la persuasión», en J.J. Acero, J.A. Nicolás, J.A.P.
Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga (eds.), El legado de Gadamer..., 451.
4. H.-G. Gadamer, Verdad y método II..., 368.
5. Ibíd., 227.
6. Cfr. ibíd., 263.
7. Cfr. C. Segura, «H.-G. Gadamer en diálogo con Aristóteles: hermenéutica y filoso-
fía práctica», en J.J. Acero, J.A. Nicolás, J.A.P. Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga (eds.), Ma-
teriales del Congreso Internacional sobre Hermenéutica Filosófica «El legado de Gadamer»

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Hermenéutica y filosofía práctica

La filosofía práctica es capaz de establecer una vinculación


auténtica entre los dos aspectos de lo teórico y lo práctico. Lo
que importa realmente es que la convicción de que la teoría es
acción, de que también con las palabras hacemos cosas, se trans-
forme en certeza responsable.
La hermenéutica ha recurrido a la razón práctica aristotélica
para configurar una razón práctico-moral de carácter experien-
cial.8 Por un lado, se encuentra en Aristóteles toda una reflexión
que nos muestra que la ética filosófica no constituye una teoría
como tal sino un saber práctico, haciendo justicia a la posibili-
dad de una ética filosófica. Por otro lado, es necesario conectar
esta ética filosófica, entendida como filosofía práctica, con la
hermenéutica, pues «[s]e requiere una ética de carácter herme-
néutico, cuyo significado universal pasa a través de la nueva no-
ción experiencial de “interpretación” y de una nueva “crítica” en
forma de autocomprensión [...] donde tanto la interpretación
como la autocomprensión están “siempre en camino”».9
En el libro VI de la Ética Nicomáquea distingue Aristóteles
entre dos formas de saber: la téchné y la phrónésis, las cuales
descansan sobre la diferencia entre poíésis y prâxis. No se trata
de elegir entre una u otra pues, así como no hay éthos sin páthos
ni páthos sin lógos, sino que las tres písteis están estrechamente
conectadas, la relación entre teoría y práctica es más bien de
dependencia mutua. Según Gadamer, la diferenciación termino-
lógica es artificial y Aristóteles únicamente la establece con el fin
de una aclaración conceptual.10 Para Gadamer la filosofía prác-
tica constituye una reflexión general sobre la acción y sus objeti-
vos últimos, la cual se sitúa en el nivel epistemológico de la teo-

(Granada 10 al 12 de diciembre de 2003), Granada, Universidad de Granada, 2003, 120;


«Hans-Georg Gadamer. Defensa de la retórica: de la dialéctica a la hermenéutica»,
Éndoxa. Series Filosóficas (Madrid), 20, 2005, 330.
8. Cfr. J. Conill, «Ética hermenéutica desde la razón experiencial gadameriana», en J.J.
Acero, J.A. Nicolás, J.A.P. Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga (eds.), El legado de Gadamer..., 49.
9. Ibíd., 51.
10. Cfr. H.-G. Gadamer, El giro hermenéutico..., 190. Ante tal afirmación reacciona
Vallejo, para quien «la unidad de teoría y praxis no se halla en Aristóteles tal como
Gadamer la concibe». Según Vallejo, «si en Gadamer asistimos, pues, a una reducción
de la razón en general a razón práctica, en segundo lugar, hay también en él una ten-
dencia a identificar la filosofía de la prâxis con la phrónésis» (A. Vallejo Campos, «El
concepto aristotélico de phrónesis y la hermenéutica de Gadamer», en J.J. Acero, J.A.
Nicolás, J.A.P. Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga [eds.], El legado de Gadamer..., 480 y 482).

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ría. «La posibilidad de una filosofía de la práctica se justifica
desde lo que de razonable va implícito ya en la práctica. En este
sentido, Aristóteles puede decir: el punto de partida, el “arché”,
el principio de la filosofía práctica es el hoti, el “que” conjunción,
y este “que” no se refiere únicamente al actuar sino también pre-
cisamente a la luminosidad interior propia de todo actuar que
descansa sobre la “prohairesis”, sobre la libertad de decisión».11
En el proyecto gadameriano se realiza la posibilidad de una
teoría no desvinculada de la acción. Esto significa que la filosofía
práctica ha de comenzar por «las cosas más conocidas para noso-
tros» (Aristot. EN I 4, 1.095b 3-4), que son las normas de vida en
las que el joven debe estar educado para ser capaz de «oír lo rela-
tivo a lo bueno y lo justo y, en general, a las cuestiones políticas»
(Aristot. EN I 4, 1.095b 5-6). Por tanto, el método de la filosofía
práctica se ejercita a partir del estudio de los éndoxa, los princi-
pios más acreditados que existen en una comunidad, examinán-
dolos a la luz de procedimientos dialécticos. Y es la capacidad
crítica, que se sirve de los mismos procedimientos que utiliza la
física o la filosofía primera, la que permite confrontar las opinio-
nes. En la medida en que el ser humano es un ser razonable, sabe
elegir, es capaz de usar de su capacidad crítica (krínein).
De lo que se trata, en consecuencia, es de recuperar una ética
radical que debe entender la razón como práctica y, lo que es
más importante, una razón que no parcele, fragmente o divida
la inteligencia, como si la racionalidad de fines y la racionalidad
de medios expresaran dos razones diferentes. Se trata, en defini-
tiva, de recuperar una noción de libertad vinculada a la capaci-
dad de juicio, a la capacidad de elección.
Si la comprensión, tal como indica Gadamer, es un caso es-
pecial de la aplicación de algo general a una situación concreta y
determinada, en este ámbito cobra una especial relevancia la
ética aristotélica, pues «Aristóteles trató precisamente de la ade-
cuada valoración del papel que debe desempeñar la razón en la
actuación moral, de la razón y el saber no al margen del ser, sino
desde su determinación y como determinación suya».12
Por tanto, la gran aportación aristotélica, desde la perspecti-
va gadameriana, consiste en «ligar la razón práctica a las situa-
ciones de la vida y centrarse en la condicionalidad del ser moral

11. H.-G. Gadamer, El giro hermenéutico..., 217.


12. J. Conill, «Ética hermenéutica...», 57.

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concretando —aplicando— lo universal a cada una de las situa-
ciones. Lo decisivo consiste en prestar atención al éthos de la
vida humana, que es lo que sustenta la eficacia de la razón, in-
cluso “antes de que la razón pueda dirigir su palabra”, y “tan
sólo así es posible que la razón pueda dirigir su palabra”».13
Gadamer entiende la hermenéutica no como una simple teo-
ría sino como un saber práctico, un saber de la praxis misma,
como filosofía práctica, concretamente como ética y política en
su sentido más originario. La ética filosófica tiene relevancia mo-
ral y contribuye a configurar la vida moral. Encontramos, por
tanto, en el pensamiento de Gadamer, el modelo para desarrollar
una razón experiencial de carácter hermenéutico en el ámbito
moral: «la hermenéutica de Gadamer pone de manifiesto por to-
das partes que lo decisivo es la experiencia y que, por tanto, al final
más que una ontología siguiendo el hilo conductor del lenguaje
(am Leitfaden der Sprache), lo que “acontece” es, más bien, una
analítica hermenéutica de la experiencia con relevancia moral (por
tanto, una ética hermenéutica) siguiendo el hilo conductor preci-
samente de algo que es todavía más radical que el lenguaje, la ex-
periencia (am Leitfaden der Erfahrung!), que es lo que realmente
acontece (lo que nos pasa, queramos o no) en la vida humana (en
la de cada cual). Por consiguiente, la gran aportación de la ética
hermenéutica consiste básicamente en ofrecer un mejor análisis
de la experiencia moral, como fondo desde donde podrá esclare-
cerse el sentido de la conciencia moral, de la acción moral e inclu-
so de lo que pueda significar la realidad moral».14
En este marco es capital la phrónésis aristotélica. A diferen-
cia de la téchné, que una vez aprendida puede olvidarse, la phróné-
sis, una vez aprendida, no se olvida. La phrónésis aristotélica
supone una modificación fundamental de la relación conceptual
entre medios y fines, que es la que constituye la diferencia entre
el saber moral —general— y el saber técnico —particular. Como
afirma Gadamer: «cuando hay una téchné, hay que aprenderla, y
entonces se podrán también elegir los medios idóneos. En cam-
bio, el saber moral requiere siempre ineludiblemente [...] buscar
consejo en uno mismo [...] el saber aconsejarse a sí mismo
(euboulía) [...] La expansión del saber técnico no logrará nunca
suprimir la necesidad del saber moral, del hallar el buen consejo

13. Ibíd., 52.


14. Ibíd., 54-55.

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[...]. Las mismas determinaciones aristotélicas de la phrónésis
resultan fluctuantes, pues este saber se atribuye ora al fin, ora al
medio para el fin».15
Por tanto, el saber práctico (phrónésis) contiene una cierta
clase de experiencia, la forma fundamental de la experiencia,
cuyos rasgos más destacables son la facticidad, la historicidad y
la lingüisticidad. Esto implica, en primer lugar, que la conexión
imprescindible entre hermenéutica y filosofía práctica pone las
bases para una ética de carácter hermenéutico. En segundo lu-
gar, supone que el saber práctico (phrónésis) se descubre princi-
palmente en los análisis aristotélicos de la Retórica y de la Ética
Nicomáquea, que Heidegger y Gadamer conectan con la herme-
néutica de la facticidad, donde más que de ontología habría que
hablar de una analítica de la experiencia.16 En tercer lugar, supo-
ne que más que de lingüisticidad habría que hablar de experien-
cialidad, pues lo más radical de la razón hermenéutica es su ca-
rácter experiencial, uno de cuyos componentes es la experiencia
lingüística, pero no el decisivo, pues la vida misma del lenguaje
está en la experiencia viva de la existencia,17 que, tal como mues-
tra la concepción gadameriana del diálogo, no tiene por qué ser
necesariamente lingüística, pues en el fenómeno de la compren-
sión intersubjetiva no sólo interviene el diálogo, entendido como
lenguaje, sino que habría, además, una comunicación no lingüís-
tica igualmente central.18
El diálogo al que se refiere la hermenéutica filosófica no defi-
ne un procedimiento de comunicación, sino la categoría que
describe la estructura moral de la vida humana en todas sus di-
mensiones.19 Por ello, la hermenéutica filosófica nos exige plan-
tear al mismo tiempo la naturaleza del ser humano y la socie-
dad, lo cual nos lleva a pensar la acción humana de una forma
más integral. La ética no puede reducirse a una simple teoría de
la acción del ser humano o de la sociedad, sino que debe inte-
grarse en un horizonte histórico donde la comprensión de la ac-
ción tiene una dimensión histórica.20 Así entendido, el diálogo
adquiere un papel estructural en la comunicación humana. Este

15. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 392-393.


16. Cfr. J. Conill, «Ética hermenéutica...», 55.
17. Cfr. ibíd., 61.
18. Cfr. C. Segura, «H.-G. Gadamer en diálogo...», 124.
19. Cfr. A. Domingo Moratalla, «Diálogo y responsabilidad...», 77.
20. Cfr. ibíd., 67.

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diálogo no es ideal, sino que está social e históricamente situa-
do. Sólo partiendo de estas coordenadas es posible configurar
una hermenéutica crítica en versión experiencial.
Respecto a la relación entre hermenéutica y saber práctico el
mismo Gadamer recuerda que hermenéutica significa compren-
sión (sýnesis), término utilizado por Aristóteles y que ha de en-
tenderse como una modificación de la racionalidad práctica. La
comprensión no es algo que se pueda aprender sino que es algo
que pertenece al ser humano como tal. Por tanto, concluye Gada-
mer que la hermenéutica filosófica como saber general puede
amoldarse al modelo de la filosofía práctica aristotélica.21 Sin
embargo, a Gadamer no le basta con establecer el estatuto del
saber práctico que es propio de la hermenéutica, es decir, su
vecindad con la filosofía práctica aristotélica, sino que además
sostiene que esa hermenéutica filosófica es un saber crítico que
«aspira, como dice Habermas, a un “saber de reflexión crítica”».22
El saber práctico, propio de la política, la poética y la retórica, es
a la vez un saber crítico, como el de la dialéctica. Dado el fuerte
paralelismo que se establece en Verdad y método entre herme-
néutica y retórica, algunos autores han planteado algunas difi-
cultades al hecho que la hermenéutica filosófica sea también un
saber de reflexión crítica. Estas dificultades tienen que ver con
la pretensión de universalidad del planteamiento gadameriano,
con el supuesto y/o posible carácter coactivo del discurso retóri-
co y con la relación entre dialéctica y hermenéutica.23

Hermenéutica y dialéctica

Respecto a la relación entre hermenéutica y dialéctica, existe


una diferencia fundamental entre retórica y dialéctica en el pen-
samiento aristotélico que tiene que ver con el hecho del carácter
práctico de la primera frente al teórico de la segunda.24 Esto lle-
va a Gadamer a afirmar que «hay desde antiguo una barrera
infranqueable entre la retórica y la dialéctica en el sentido anti-
guo de la palabra. El proceso de entendimiento actúa a mayor

21. Cfr. C. Segura, «Hans-Georg Gadamer. Defensa...», 335.


22. H.-G. Gadamer, Verdad y método II..., 246.
23. Cfr. C. Segura, «Hans-Georg Gadamer. Defensa...», 336-337.
24. Cfr. C. Segura, «H.-G. Gadamer en diálogo...», 123.

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profundidad, en la esfera de la comunión intersubjetiva».25 Ga-
damer no parece dispuesto a dar cabida a la dialéctica dentro de
la hermenéutica. Inicialmente parece estar ausente de la herme-
néutica filosófica gadameriana cualquier vinculación con la dia-
léctica y que la barrera entre retórica y dialéctica es infranqueable.
Habría que preguntarse entonces «entre qué modelos de dia-
léctica y de retórica existe una barrera infranqueable»,26 pues
sabido es que en el planteamiento aristotélico una es «antistro-
fa» de la otra y que, en consecuencia, se exigen mutuamente, son
análogas, aunque no se pueden identificar. Por una parte, lo que
diferencia a la retórica de la dialéctica es aquello que es objeto
de reflexión por parte del retórico y del dialéctico, que es dife-
rente. Por otra parte, el retórico delibera siempre dentro del
ámbito propio de la razón práctica, mientras que la dialéctica
consiste en una capacidad de razonar acerca de cosas plausi-
bles, no siendo lo propio del dialéctico la deliberación, puesto
que ésta tiene que ver con la acción, sino la reflexión y la argu-
mentación acerca de cuestiones teóricas.
Si el carácter práctico define a la retórica, es el teórico el que
caracteriza a la dialéctica. Es por esto que Gadamer encuentra una
barrera infranqueable entre dialéctica y retórica y, en consecuen-
cia, «rechaza toda forma de dialéctica con pretensiones de consti-
tuirse en filosofía primera», aunque «esto no significa de ningún
modo que reniegue de la dinámica dialéctica».27 Por ello, lo que
pretende Gadamer es trascender la dialéctica hegeliana que, de
acuerdo con Derrida, considera «logocentrista»,28 al tiempo que
propone el retorno de la dialéctica al diálogo y de éste a la conver-
sación.29 Esta reivindicación del diálogo no supone en absoluto un
retroceso a la dialéctica platónica, sino que «se realiza desde la
doble convicción de que somos en el lenguaje y de que éste no se
agota ni se deja apresar en la proposición».30 La dialéctica, por
tanto, ha de convertirse en hermenéutica.31 Es necesario recondu-
cir la lógica al lenguaje, pues no es el concepto, sino el lenguaje lo
que permite superar el esquema de la proposición.

25. H.-G. Gadamer, Verdad y método II..., 368-369.


26. C. Segura, «Hans-Georg Gadamer. Defensa...», 339.
27. Ibíd., 345.
28. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método II..., 357.
29. Cfr. ibíd., 355.
30. C. Segura, «Hans-Georg Gadamer. Defensa...», 348.
31. Cfr. H.-G. Gadamer, La dialéctica de Hegel: cinco ensayos hermenéuticos (trad.
M. Garrido), Madrid, Cátedra, 1979, 107.

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La rehabilitación de la retórica

De ahí se deriva la importancia y la defensa de la retórica en el


pensamiento gadameriano que, ampliando sus límites más allá
del discurso, busca en la retórica ese saber general que es un saber
crítico que se realiza en la dialéctica de la pregunta y la respuesta,
destacando así la importancia de la retórica aristotélica, y no sólo,
para la hermenéutica filosófica. Esto implica que el entendimien-
to no consiste únicamente en argumentar para justificar nuestra
vida o calcular las consecuencias de nuestras acciones, sino que
supone buscar también las preguntas a las que nuestra vida es
respuesta, pues «el lenguaje no es sólo el lenguaje de las palabras,
sino el lenguaje de los gestos y de los cuerpos y de todo el mundo
de la vida. La universalidad de la hermenéutica no es la universa-
lidad de la dicción o la universalidad de la palabra sino de lo otro
a lo que la palabra es respuesta».32
La rehabilitación de la retórica es el fundamento para la com-
prensión gadameriana de la hermenéutica en tanto que filosofía
práctica.33 Frente al prejuicio tradicional contra la retórica, lo
que Gadamer quiere destacar es que no puede descartarse que la
retórica comunique algo verdadero. La operación de la comuni-
cación lingüística es un fenómeno del discurso dialógico, me-
diante el cual alguien debe ser convencido de lo que otros consi-
deran verdadero. En este punto sería de gran ayuda aproximar
el pensamiento de Gadamer al de Kant. La definición kantiana
de la retórica como una ciencia acrítica de la apariencia «no le
impide [a Kant] observar que la persuasión de la retórica es una
forma de tener por verdadero (Fürwahrhalten), que también pue-
de aparecer en forma de convicción (Überzeugung)».34 Para Kant
el fundamento más profundo de la persuasión, la motivación
primordial de la comunicación, no es tanto tratar de imponer
como resolver la cuestión de saber hasta qué punto las opiniones
consideradas verdaderas se pueden comunicar de forma que tam-
bién sean reconocidas como verdaderas por otros. Así, «la co-
municabilidad y la plausibilidad de lo comunicado son los crite-
rios que deciden si el tener por verdadero permanece dentro de

32. A. Domingo Moratalla, «Diálogo y responsabilidad...», 78.


33. Cfr. M. Wischke, «Lenguaje y verdad. Sobre la relación entre retórica y filosofía
en Hans-Georg Gadamer», Éndoxa. Series Filosóficas (Madrid), 20, 2005, 359.
34. Ibíd., 361.

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los límites de la validez privada, o rompe estos límites. La per-
suasión retórica, que no puede aportar la prueba estricta de su
veracidad, se cumple en una comunicación lingüística que tiene
que ser evidente para los oyentes cuando estos estén convenci-
dos de lo comunicado. La definición kantiana de la relación de
la comunicación convincente y la objetividad (Sachbezug) como
“tener por verdadero” permite concluir que quiere llamar la aten-
ción sobre un problema ambivalente de la retórica».35
La retórica primariamente no tiene por función la comuni-
cación de verdades evidentes, sino de lo que se tiene por verda-
dero. Ésta es la tesis que, influido por Gerber, va a desarrollar
Nietzsche: la retórica no trata de la verdad, el conocimiento y la
comprensión, sino de lo probable y de lo tenido por verdadero.
Pero de esto nos ocuparemos más adelante. La diferenciación
aristotélica entre dos ámbitos de la realidad, por una parte, la
política y con ella la retórica y, por otra parte, la sabiduría y con
ella la ciencia, le sirvió a Gadamer para reivindicar la posibili-
dad de un tipo de reflexión especial no sujeto a las leyes de la
ciencia, que es el que habría de corresponder a la hermenéutica
filosófica, heredera de la retórica aristotélica.36

Actualidad de la retórica para la ética

La filosofía aristotélica nos descubre facetas muy sugerentes.


Aristóteles pone de manifiesto la conformación ética y retórica de
toda enseñanza, es decir, de la educación, y, al mostrar el valor esen-
cial de la retórica en la acción educativa, abre las puertas a la di-
mensión estética de la educación, la cual se realiza como retórica.
Conocer la índole de la retórica, qué tipo de saber sea, nos
puede ayudar a clarificar también la naturaleza del saber acerca
de la educación y de la propia actividad educativa, en algún sen-
tido; no sólo en cuanto a lo que se refiere a la tarea de transmi-
sión de conocimientos sino en una visión más amplia y com-
prensiva. Aristóteles inicia la Retórica con un discurso sobre la
naturaleza, los fines y los usos de la retórica. En el párrafo inicial
señala un estrecho parentesco entre la retórica, el arte de hablar
en público, y la dialéctica, a la que considera como el arte de la

35. Ibíd., 362.


36. Cfr. C. Segura, «Hans-Georg Gadamer. Defensa...», 333.

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discusión lógica. Afirma: «La retórica es correlativa de la dialéc-
tica, pues ambas tratan de cosas que en cierto modo son de co-
nocimiento común a todos y no corresponden a ninguna ciencia
determinada. Por eso todos en cierto modo participan de una y
otra, ya que todos hasta cierto punto intentan inventar o resistir
una razón y defenderse y acusar. Y la gente, unos lo hacen al
descuido y otros mediante la costumbre que resulta del hábito.
Mas, puesto que cabe de ambas maneras, es evidente que se po-
dría trazar también para estas cosas un camino; pues la causa
por que aciertan, tanto los que siguen un hábito como los que
obran al descuido, cabe estudiarla, y todos reconocerán que tal
estudio es tarea de un arte» (Aristot. Rhet. I 1, 1.354a 1-12).
Después de haber rechazado estas disertaciones comunes so-
bre la retórica por apelar exclusivamente a los sentimientos y
haber olvidado la persuasión a través del esfuerzo por usar los
argumentos lógicos, continúa: «Puesto que es evidente que el
método conforme a arte se refiere a los argumentos retóricos, y
los argumentos retóricos son una especie de demostración (pues
prestamos crédito sobre todo cuando entendemos que algo está
demostrado), la demostración retórica es un entimema (el cual
es, por así decirlo en general, el más fuerte de los argumentos),
el entimema es un silogismo [...] es evidente que el que mejor
puede considerar de qué premisas y cómo resulta el silogismo,
ése podrá ser el más hábil en el entimema, pues comprende a
qué se aplica el entimema y qué diferencias tiene respecto de los
silogismos lógicos. Pues tanto lo verdadero como lo verosímil es
propio de la misma facultad verlo, ya que por igual los hombres
son suficientemente capaces de verdad y alcanzar por la mayor
parte la verdad; por eso tener hábito de conjeturar frente a lo
verosímil es propio del que también está con el mismo hábito
respecto de la verdad» (Aristot. Rhet. I 1, 1.355a 4-22).
La retórica no permanece sola sino que está unida o rela-
cionada de diverso modo con la dialéctica, la poética, la ética, la
política. Estas dos últimas se aproximan y la Retórica se acerca a
ambas. La retórica atañe a la elección en un mundo contingente
y esa elección es un acto que afecta al presente, al futuro y al
pasado. Esto tiene consecuencias éticas y sociales. Este hecho
pone de relieve la utilidad de la retórica. Aquí podemos ver cier-
tas resonancias educativas. En primer lugar, lo verdadero con-
vence más que lo falso; aunque el que afirma lo verdadero puede
ser derrotado por falta de técnica. En segundo lugar, no todos

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los hombres están a la altura de la ciencia; y la persuasión se
dirige a todos los hombres, concepto democrático de cuya nece-
sidad brotó la sofística. En tercer lugar, la retórica enseña a de-
fenderse con la palabra. En cuarto y último lugar, la retórica
toma su forma de la dialéctica y su materia de la política. Procu-
ra así encaminar al recto juicio.
Las cosas universales son verdaderas, pero las cosas de la vida
cotidiana, en las cuales la retórica se mueve, son opinables o sim-
plemente verosímiles y, puesto que tales cosas cotidianas están
penetradas de pasiones que refractan la apariencia de la verdad,
la retórica tiene que obrar con esas verosimilitudes, tomando en
cuenta la naturaleza afectiva de los hombres, para encaminarlos
al recto juicio. Éste es precisamente el punto en el cual la raciona-
lidad antigua se separa de la racionalidad moderna. «A diferencia
de otros modelos de racionalidad, como los propios de una heren-
cia platónico-aristotélica donde el razonamiento moral está regu-
lado por una sabiduría prudencial (phrónésis), la razón moderna
es una razón previsora que tiende a excluir toda improvisación en
el cálculo de utilidades. Dejar la acción individual, social y política
en manos de la prudencia significaría ceder a elementos emocio-
nales, psicológicos o afectivos».37 La retórica no está limitada a
una sola definitiva clase de asuntos sino que es tan universal como
la dialéctica. Es claro también que es útil.
En el capítulo 2 del libro I de la Retórica presenta Aristóteles
la siguiente definición: «Sea retórica la facultad de considerar
en cada caso lo que cabe para persuadir» (Aristot. Rhet. I 2, 1.355b
25-26). Existen tres medios para realizar la persuasión. El hom-
bre debe ser capaz de razonar lógicamente (lógos), de entender
el carácter humano (éthos) y la virtud en sus diversas formas y
de entender las emociones (páthos), lo que significa: nombrarlas
y describirlas, conocer sus causas y la manera en la cual son
provocadas. Todo esto manifiesta que la retórica es una rama de
la dialéctica y de la ética.
La retórica es la facultad de descubrir todo lo que un tema
dado comporta de persuasivo. Las demás artes y ciencias se dife-
rencian por su objeto; lo persuasivo no se encuentra delimitado.
La actividad educativa, por su propia naturaleza, participa tam-
bién de ese carácter contingente.

37. A. Domingo Moratalla, «Ciudadanía multicultural y filosofía política: un desafío


cultural al pluralismo», en A. Cortina y J. Conill (eds.), Educar en la ciudadanía, Valen-
cia, Institució Alfons el Magnànim, 2001, 67-68.

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La retórica es una téchné, un modo de saber que debe ser ad-
quirido por la enseñanza, la práctica y la experiencia. La téchné
es una virtud dianoética; hábito productivo acompañado de un
razonamiento verdadero, cuyo objeto es lo cambiable. Es un sa-
ber y poder dirigido a producir y configurar algo. Se puede ver
como héxis y como dýnamis. En el primer caso es una disposi-
ción activa: inclinación natural y activa a ciertos movimientos, o
sea, un hábito. En el segundo caso es potencia o capacidad de
actuar sobre otro ser, de moverlo.
A la luz de todo esto pueden plantearse algunas cuestiones
que están estrechamente relacionadas con el saber educativo:
qué tipo de saber es, cuáles son sus características, cómo se cons-
truye. En cuanto que enseñanza, la educación será téchné, una
actividad productiva. Sin embargo, el objeto de la enseñanza
persigue promover una acción moral, de modo que el saber edu-
cativo reúne en sí la sabiduría moral o práctica y la sabiduría
artístico-técnica o productiva. Estos dos tipos de saber encie-
rran en sí mismos la flexibilidad esencial de poder aplicarse a
cada caso concreto. Por tanto, su certeza no es objetiva. Es un
ámbito donde, no es que se carezca de reglas, pero que, desde
luego, no conoce las leyes de la naturaleza, sino la mutabilidad y
regularidad limitada de las posiciones humanas y de sus formas
de comportamiento.
Para Aristóteles el objeto de la retórica no es tanto persuadir
como ver los medios de persuasión que hay para cada caso en
particular. Buscar los argumentos de persuasión o argumentos
operativos para una buena deliberación, para una buena de-
cisión, en cuestiones opinables. La retórica tiene, por tanto, la
función de buscar esos medios de persuasión y se refiere a todo
tema que afecte a la vida humana. El arte del orador consiste en
inspirar al oyente por medio de la palabra, una opinión favora-
ble de su personalidad moral y en comunicarle sentimientos y
pasiones que inclinan a juzgar en el sentido de nuestra causa:
docere, delectare, mouere.
La retórica aristotélica busca los medios más adecuados para
persuadir a un buen juicio, a una buena decisión en cuestiones
opinables, de modo que participa del fin de la educación: debe
inducir la acción virtuosa, debe encontrar gozo en la misma
acción y también de alguna forma debe inducir a la contempla-
ción. Hace referencia a los distintos aspectos esenciales del hom-
bre: inteligencia, voluntad, afectividad. Se podría establecer un

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cierto paralelismo entre las instancias del hombre a las que la
retórica hace referencia y también la educación: inteligencia,
voluntad y afectividad podrían relacionarse con las tres funcio-
nes expuestas más arriba: docere, delectare, mouere. Estos aspec-
tos no se dan de forma aislada o pura en el discurso, aunque
haya predominancia de alguno de ellos. Del mismo modo en la
tarea educativa encierra cierto peligro referirse de modo exclusi-
vo a determinadas instancias solamente; más bien habrá que
atenderlas con vistas al conjunto ya que el sujeto es uno y tam-
bién el fin de la tarea.
El lenguaje de la retórica es, por tanto, un lenguaje práctico y
relacional, cuyo propósito es mover o conmover al oyente, valiéndo-
se no sólo de aquello que es propio de lo real sino también de las
disposiciones afectivas del oyente. La retórica es el lenguaje de
las pasiones porque se ordena a suscitar determinadas alteraciones
de las tendencias sensibles o afectivas del oyente, y además, porque
generalmente quien lo emite lo hace también movido por alguna
pasión; obra más bien desde las pasiones que desde las cosas reales.
En cierto sentido, los «hábitos del corazón» no se dirigen tanto por
normas estrictas, sino por normas entendidas en un sentido mucho
más laxo, como aquellas orientaciones comunes de la acción que
nos permiten organizar conjuntamente la vida.38
La retórica introduce un elemento afectivo que se combina
con el elemento intelectual. Y es precisamente esta conjunción
de elementos lo característico. Del mismo modo que no hay ora-
dor sin lógica tampoco lo habrá sin pasión. La retórica se mues-
tra así como un instrumento excepcional que nos permite «bus-
car caminos de mediación para conectar la ley humana y el sen-
timiento humano»,39 tarea sin duda relevante en el ámbito de la
filosofía moral y política contemporáneas.40
Como el hombre no es sólo un ser de razón sino también de
pasión, serán necesarios también unos medios subjetivos o mora-

38. Cfr. A. Cortina, Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Madrid,
Taurus, 1998, 27-31.
39. A. Cortina, «El protagonismo de los ciudadanos. Dimensiones de la ciudada-
nía», en A. Cortina y J. Conill (eds.), Educar en la ciudadanía..., 16.
40. Cfr. M.C. Nussbaum, Justicia poética. La imaginación literaria y la vida pública
(trad. C. Gardini), Barcelona, Andrés Bello, 1997; El cultivo de la humanidad. Una de-
fensa clásica en la educación liberal (trad. J. Pailaya), Barcelona, Andrés Bello, 2001; El
ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza y ley (trad. G. Zadunaisky), Bue-
nos Aires, Katz Editores, 2006; Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emocio-
nes (trad. A. Maira), Barcelona, Paidós, 2008.

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les de persuasión. El libro II de la Retórica presenta un análisis
de las características mentales y actitudes morales de los hom-
bres en distintos momentos de la vida y bajo distintas circuns-
tancias, para guiar al orador en sus esfuerzos por adaptar sus
argumentos a su audiencia en la vida cotidiana.
En la Retórica aristotélica es el oyente quien determina el fin del
discurso y el tema. La palabra del orador conduce al oyente a ver la
realidad y a verse a sí mismo de un modo inédito y a veces le descu-
bre zonas de su propia vida cuya existencia no sospechaba antes.
Se trata de hacer ver lo que las cosas son, pero teniendo presentes
las componentes volitivo-afectivas que intervienen en el proceso.
Todo esto parece estar en consonancia con la atención a la edu-
cación a esa doble vertiente humana: educación intelectual y senti-
mental; viva y humana, la cual se dirige al corazón y a la imagina-
ción al igual que al entendimiento. Tal es la gran tarea de la edu-
cación, a la vez moral e intelectual. Y todo ello con el fin de hacer
un buen ciudadano, un hombre inteligente y virtuoso. De ahí la
importancia de la noción de ciudadanía en la actualidad, pues «ten-
dría el mérito de unir los dos lados, el lado “racional” de la justicia
y el lado “sentimental” de la pertenencia, en un único concepto».41
La retórica tuvo su origen en los tiempos antiguos, cuando el
régimen de libertad sustituyó al despotismo de las primitivas
monarquías. Al amparo de esta libertad pudo discutirse, entre
otros asuntos, la confección de las leyes para el régimen de los
pueblos: la ciencia fue expuesta y difundida por la palabra, y en
todos los acontecimientos políticos y sociales tuvo el papel más
importante la oratoria. Las repúblicas libres e independientes
que se constituyeron en Grecia, al sucumbir el régimen demo-
crático, abrieron amplios horizontes a la elocuencia por la inter-
vención del pueblo con voz y voto en las asambleas donde se
decidían los asuntos públicos.
La retórica posee así una clara dimensión política, social, ciu-
dadana: el arte retórico debe ser útil para el ciudadano. Esto
tiene una clara coincidencia con la vertiente política de la educa-
ción, pues una ciudadanía responsable «no puede restringirse al
conocimiento, reclamación y ejercicio de los derechos; está abier-
ta a espacios de experiencia cultural desde los que se legitiman
los derechos y, sobre todo, está abierta a unos horizontes de ex-
pectativas éticas globales que desbordan el orden normativo de

41. A. Cortina, «El protagonismo de los ciudadanos...», 17.

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las fronteras».42 En la retórica el punto de vista es político, al
igual que en la educación, ya que se buscaba formar ciudadanos.
Ser capaz de defenderse con la palabra es una parte esencial de
la educación. El ejercicio de la retórica asume una importancia
considerable en la comunidad democrática. Se comprende así la
gran importancia de la retórica, y más en esta sociedad preocu-
pada por defender la pólis, que es tarea de todos los ciudadanos.
Por tanto, entendemos la retórica como una facultad huma-
na general indispensable para la convivencia política, que debe
someterse a estudio y a ejercicio. Saber construir un buen dis-
curso —conocer los argumentos, las pruebas, el estilo y la com-
posición— no es un asunto intrascendente, sino de capital im-
portancia para la vida civil. La retórica, en tanto que facultad de
defender y probar nuestras opiniones, desde una clara voluntad
de diálogo, nos abre a un horizonte compartido. Este hecho ad-
quiere un significado en los debates actuales sobre la ciudadanía.43
Esta interpretación se ve confirmada por el relevante papel
que Aristóteles atribuye al lógos en la Política. El lógos tiene un
designio social y político de primer orden. Su esencial inheren-
cia al ser del hombre manifiesta la naturaleza política del hom-
bre. Por tanto, el destino político del lógos es ineludible: sin lógos
no hay sociedad humana, la cual se hace posible mediante el
lógos. De ahí que la vida en comunidad sea para el hombre de
una importancia trascendental. «La razón por la cual el hombre
es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal so-
cial es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada
en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (ló-
gos). La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen
también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta te-
ner sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros;
pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo
justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás
animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo
y de lo injusto... y la comunidad de estas cosas es lo que constitu-
ye la casa y la ciudad» (Aristot. Pol. I 2, 1.253a 7-18).
Estas palabras encierran al mismo tiempo una concepción
antropológica y una teoría del conocimiento y de la acción hu-

42. A. Domingo Moratalla, Educar para una ciudadanía responsable, Madrid, CCS,
2002, 37.
43. A. Domingo Moratalla, «Ciudadanía multicultural...», 81.

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mana, pero sirven sobre todo de fundamento a una concepción
de la comunicación humana. Según ese texto aristotélico el ser
humano se halla sometido tanto en su conocer como en su obrar
a la mediación del lógos. Se trata de una mediación simbólica
que, por una parte, suple y reemplaza a la impresión de lo exter-
no concreto, organizándolo conceptualmente, y, por otra parte,
otorga estructura a nuestra actuación consciente. El ser huma-
no es capaz de exteriorizar lo que tiene en la memoria mediante
sonidos articulados, mediante palabras, mientras que los demás
animales sólo exteriorizan lo que sienten de un modo inmediato,
mediante sonidos expresivos, siendo incapaces de tomar en con-
sideración lo que está bien y lo que está mal. Es decir, obran
espontáneamente pero no pueden deliberar lo que debe o no
debe hacerse. Por mucho que quiera otorgarse poder comunica-
tivo a los animales no racionales, nunca encontraremos en ellos
el poder de reflexionar, de crear segundas intenciones y de hacer
valoraciones éticas o estéticas.
El ser humano conoce su mundo para poder vivir en él, para
actuar, y actúa de tal modo que ello aumenta su conocimiento
para el futuro. Es decir, la práctica produce experiencia y la ex-
periencia incrementa el conocimiento teórico. Pero el ser huma-
no se comunica además con otros, pues si no fuera así la evolu-
ción del conocimiento y del obrar, tal como señala Aristóteles,
serían imposibles: «el que no puede vivir en comunidad, o no
necesita nada por su propia autosuficiencia, no es miembro de
la ciudad, sino una bestia o un dios» (Aristot. Pol. I 2, 1.253a 27-
29). Ni el animal tiene lógos ni el dios lo necesita. Lo que en el
animal es una carencia resulta superfluo para el dios, que es
autosuficiente y no necesita razonar para llegar a ninguna con-
clusión. Por tanto, la función esencial del lógos es la comunica-
ción y la deliberación humana, lo cual supone, según Aristóteles,
una ventaja con respecto al animal y una compensación con res-
pecto a la divinidad.
Aristóteles prefiere aquellos regímenes donde el derecho se
encuentra codificado en leyes, puesto que la ley es inteligencia
sin deseo (Aristot. Pol. III 16, 1.287a 32; EN X 6, 1.180a 21-22).
En este sentido recuerda en la Política la diferencia entre acción
simplemente deliberada, justificada en virtud de ciertos princi-
pios, buenos o malos, y acción virtuosa, deliberada y justificada
en virtud de principios correctos, y distingue así entre legisla-
ción conforme a los principios de la constitución y legislación

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conforme a los principios de una constitución correcta (Aristot.
Pol. VII 13, 1.331b 24-1.332a 7).
En el libro III de la Política precisa Aristóteles qué es ser ciu-
dadano (Aristot. Pol. III 1, 1.275a 22-23), ya que sólo como tal el
ser humano es un ser pleno que realiza su télos.44 Ciudadano ha
de ser el que participa en la deliberación y las decisiones judicia-
les. La definición de ciudadano aquí corresponde al ciudadano
en su estado ideal, aunque ocurre que sólo se da en la realidad en
la democracia, sistema de gobierno que activa regularmente a
todos los ciudadanos en asambleas que toman las decisiones so-
beranas. En otros regímenes sería necesario delimitar esa defi-
nición con un adverbio del tipo de «potencialmente»: ciudadano
sería quien pudiera eventualmente participar de la deliberación
y las decisiones judiciales (Aristot. Pol. III 2, 1.275b 17-19).
Aristóteles considera que, si bien no todos, al menos ciertas
multitudes (pléthos) en las que cada individuo posee una peque-
ña parte de phrónésis, deben ser soberanas en los dos terrenos
que son los propios del ciudadano: la deliberación y la justicia
(bouleúesthai kaì krínein) (Aristot. Pol. III 11, 1.281b 4-31), pero
lo han de hacer mezclados con los mejores (Aristot. Pol. III 11,
1.281b 35), ya que al ciudadano común se le limita la participa-
ción en las decisiones asamblearias y en los tribunales, y tam-
bién dentro de estos órganos de tal modo que nunca pueda com-
petir realmente con los ciudadanos más distinguidos (Aristot.
Pol. IV 14, 1.298b 24).
La deliberación común es la mejor para la ciudad y en ella se
admite la contribución de cada segmento y de cada individuo
(Eur. Suppl. 438-439). Aristóteles cree en las deliberaciones co-
munes (Aristot. Pol. IV 14, 1.298b 20-21), aunque constata que
no es la misma la virtud del ciudadano destinado a tener puestos
de dirección (Aristot. Pol. III 12, 1.283a 14) que la del ciudadano
capacitado para deliberar y juzgar (Aristot. Pol. III 11, 1.281b
31), elegir los magistrados y hacerles rendir cuentas (Aristot. Pol.
III 12, 1.282b 33-38), o interpretar los casos de leyes imprecisas
(Aristot. Pol. III 15, 1.286a 30-31).
No podemos silenciar aquí la importancia que atribuye Aristó-
teles a la retórica como instrumento para la política. Por una par-
te, el género judicial —nacido ante los tribunales donde la acusa-

44. Cfr. L. Sancho Rocher, «Democracia: multitud y mayoría en Aristóteles»,


Athenæum (Pavía), 90, 2002, 413.

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ción y la defensa, apoyadas en la ley, escrita o no, constituyen un
doble ejercicio indispensable—, es el medio que permite a un juez
deliberar las circunstancias particulares en las que hay que deci-
dir no sólo lo que está bien, sino lo justo en la aplicación de las
leyes, las cuales no expresan más que reglas generales. Por otra
parte, el género deliberativo —nacido en los consejos y las asam-
bleas políticas, que reunían a menudo a un gran número de ciuda-
danos—, es también otro auxiliar de la política, pues en los conse-
jos y las asambleas se preparaban y aprobaban las leyes y se toma-
ban las decisiones, los ciudadanos deliberaban preguntándose por
lo más conveniente para su ciudad en tal o tal circunstancia.
La deliberación es útil también en la formación del ciudadano.
No es una circunstancia fortuita que el tema de la educación lo
plantee Aristóteles en los libros de la Política. Ni tampoco el que se
abordara su estudio señalándose su función social dentro de la vida
de la ciudad. El legislador de la ciudad no puede relegar a un plano
secundario su preocupación por la educación del ciudadano.
En primer lugar, el político, el orador, debería hablar de tal
modo que mostrase su buen sentido hacia sus oyentes (éthos).
En segundo lugar, debería hablar de modo que excitase o aplaca-
se las emociones de los oyentes para hacerlos más favorables a la
causa que él defiende (páthos). En tercer lugar, debería hablar de
tal modo que hiciera que su causa pareciera lógicamente demos-
trada a sus oyentes y hacer esto por medio de argumentos de-
ductivos e inductivos sobre premisas que los oyentes han obser-
vado que son generalmente ciertas o están de acuerdo con aque-
llo que ellos generalmente creen (lógos). Estos tres aspectos hay
que tenerlos muy en cuenta, pues la articulación retórica del éthos,
el páthos y el lógos nos abre a una mejor comprensión de los
horizontes culturales enraizados en la vida cotidiana de las gen-
tes y nos ayuda a entender, desde una ética hermenéutica, que
«no son horizontes fijos, estables e inmutables».45
Para Aristóteles la comunicación es el fin y el objetivo de toda
retórica. La enseñanza, para que sea comunicativa y no una pura
transmisión de conocimientos, apela no sólo a recursos lógicos,
sino fundamentalmente retóricos. El discurso humano tiene sus
limitaciones, no ajenas a la propia temporalidad del hombre.
Sin embargo, el discurso retórico se configura de tal modo que
busca salvar esas limitaciones.

45. A. Domingo Moratalla, «Ciudadanía multicultural...», 80.

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CAPÍTULO II
HERMENÉUTICA Y LÓGICA POÉTICA

La retórica del humanismo y la nueva retórica

Hemos ignorado el valor auténtico de la retórica. En Die Idee


der Sprache in der Tradition des Humanismus von Dante bis Vico
(1963), Apel sugirió un diálogo entre la tradición anglosajona de
investigación empírica y la tradición alemana de reflexión sobre
el concepto de «lenguaje» y consecuentemente de «historia» en
la tradición humanista. Para Apel, el cual se ocupa extensamen-
te de la «filología trascendental» de Vico,1 la concepción viquia-
na del lenguaje se caracteriza por una relación permanente de
reciprocidad entre la filología, la retórica, la poética y la juris-
prudencia.2 Para Apel, «la filosofía de Giambattista Vico consti-
tuye un desarrollo tardío de la metafísica secreta del “humanis-
mo lingüístico” romano-italiano; así pues, a esta ideología se la
ha denominado retórico-literaria o filológica».3
Ni los historiadores de la lengua ni los teóricos de la literatura
ni los filólogos han estado muy atentos a este planteamiento y esta
discusión. Únicamente los trabajos desarrollados para establecer
correspondencias y contrastes entre las figuras de la retórica y la
investigación pragmática a partir del Tratado de la argumentación.
La nueva retórica (1958) de Perelman y Olbrechts-Tyteca permiti-
rían hablar de la función cognoscitiva de la retórica en Vico.
El vínculo entre el conocimiento, el mundo y la verdad está
conectado con el problema de la relación entre acción y concien-
cia humanas. La famosa formulación del filósofo napolitano,
uerum et factum conuertuntur, pone de relieve lo que es verdad y
lo que es real dentro de la esfera de la praxis humana. En De anti-
quissima Italorum sapientia (1710) afirma Vico: «Verum esse ip-
sum factum».4 La verdad emerge simultáneamente con y en el

1. Cfr. K.-O. Apel, L’idea di lingua nella tradizione dell’umanesimo da Dante a Vico
(trad. L. Tosti), Bolonia, Il Mulino, 1975, 405-478.
2. Cfr. ibíd., 406.
3. Ibíd., 407.
4. G.B. Vico, De antiquissima Italorum sapientia, en G.B. Vico, Le orazioni inaugurali, il
De Italorum sapientia e le polemiche (ed. G. Gentile y F. Nicolini), Bari, Laterza, 1914, 131.

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interior del mundo hecho por el hombre, y es así siempre sujeto
de los cambios socioculturales y sociopolíticos correspondientes
a la competencia y al conflicto entre varios grupos de la sociedad.
Vico entiende por filología el estudio sobre el origen y la evo-
lución de las naciones; los filólogos eran historiadores que, al
mismo tiempo que investigaban los acontecimientos históricos,
interpretaban sus claves significativas buscándolas en los sím-
bolos que encontraban asociados a aquéllos, donde el simbolis-
mo del lenguaje ocupa un lugar relevante. El filósofo considera-
ba que la filología, unida a la critica filosófica, proporcionaría
un conocimiento confiable respecto del devenir social. Para Vico
la filología es el cimiento epistemológico que liga la reflexión
filosófica con el suceso social real. La filología presentaba empe-
ro una insuficiencia seria, pues era incapaz de trascender la par-
ticularidad del dato. Aisladas, ni la filosofía ni la filología son
capaces de proporcionar el conocimiento cierto sobre la natura-
leza común de las naciones, pero juntas generan una poderosa
heurística explicativa y comprensiva: la filosofía con su crítica
reflexiva y visión generalizadora supera la estrictez analítica y
comparativa de la filología, permitiendo el acceso de la ciencia
nueva a los rasgos comunes de las naciones.
Pone así Vico en tela de juicio las pretensiones de la ciencia
de corte cartesiano discutiéndole su carácter de verdadera. En
De nostri temporis studiorum ratione (1708) critica sus funda-
mentos: «estas verdades que la física obtendría gracias al méto-
do geométrico, no son sino verosimilitudes que tienen de la geo-
metría sólo el método pero no la evidencia de la demostración.
Demostramos lo geométrico porque lo producimos; si pudiéra-
mos demostrar lo físico lo produciríamos».5 No es posible tener
un conocimiento verdadero del mundo físico, pero sí podemos
tener un conocimiento cabal de la geometría y de la matemática,
porque son obras del intelecto humano. Por tanto, la vida civil
de las naciones, que ha sido hecha por los hombres, puede ser
conocida, íntimamente, con verdad, dado que aquí conocer y
hacer coinciden totalmente. Dicho en categorías más clásicas:
hay plena concordancia entre el intelecto y las cosas.
Al pensador itálico le sorprende que los filósofos sólo se ha-
yan preocupado de encontrar la verdad por medio del estudio de

5. G.B. Vico, De nostri temporis studiorum ratione, en G.B. Vico, Le orazioni inaugurali,
il De Italorum sapientia e le polemiche (ed. G. Gentile y F. Nicolini), Bari, Laterza, 1914, 85.

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la naturaleza física, desdeñando la vida social, pues es esta últi-
ma la que admite un conocimiento verdadero y, en cambio, la
naturaleza física es inadecuada para ese propósito. La naturale-
za física es sólo una parte de la realidad total y no la más inme-
diata y accesible. Como dice el mismo Vico: «a cualquiera que
reflexione sobre ello, debe asombrar el que todos los filósofos
intentaran seriamente conseguir la ciencia de este mundo natu-
ral, del cual, puesto que Dios lo hizo, Él solo tiene la ciencia; y,
sin embargo, olvidaran meditar sobre este mundo de las nacio-
nes, o sea, mundo civil, del que, puesto que lo habían hecho los
hombres, ellos mismos podían alcanzar la ciencia».6 Esta acti-
tud de los filósofos tiene su origen en un prejuicio que en la épo-
ca del napolitano había sido profusamente difundido por el car-
tesianismo: la supuesta incertidumbre del mundo social como
campo de estudio riguroso. En consecuencia, asumiendo tal pre-
juicio, «investigamos la naturaleza de las cosas, porque ella pa-
rece cierta y no investigamos la naturaleza del hombre, porque
ella parece por el arbitrio totalmente incierta».7

La retórica como ciencia nueva

En 1725 publica Vico su gran obra, Principios de una ciencia


nueva en torno a la naturaleza de las naciones por la cual se encuen-
tran los principios de otro sistema del derecho natural de las gentes.
Vico publicó con el mismo título una segunda redacción, corregi-
da y aumentada, que él mismo llamó Ciencia nueva segunda (1730).
En 1744, pocos meses después de su muerte, aparece una tercera
redacción con modificaciones menores. En esta obra, contra Des-
cartes, ataca el valor paradigmático del conocimiento basado en
las ideas claras y distintas, señalando los límites y la imperfección
del conocimiento humano. De la naturaleza el hombre sólo tiene
la información que le dan los sentidos. A partir de esta informa-
ción no es posible conocer con seguridad cómo es la naturaleza en
sí misma. El hombre sólo puede conocer adecuadamente aquello
que hace. Verum es únicamente el factum: en aquello que hago o
produzco hay correspondencia exacta de la cosa hecha con la idea

6. G.B. Vico, Ciencia nueva (pról. y trad. R. de la Villa), Madrid, Tecnos, 1995, §§ 331.
7. G.B. Vico, De nostri temporis studiorum ratione..., 91.

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que yo tengo de ella. Nuestro filósofo hace de esta intuición la
clave para la comprensión del mundo humano.
El universo es perfectamente conocido por Dios, que es su
creador. Aunque finito e imperfecto, el hombre es el creador de
su mundo y consecuentemente puede conocerlo. El objetivo de
Vico es elaborar una historia universal eterna, objeto de la filo-
sofía, sobre la cual se articula la historia real, objeto de la filolo-
gía. Se trata de descubrir el arquetipo de la historia, es decir, el
esquema según el cual discurren las historias concretas de los
pueblos. El descubrimiento del arquetipo de la historia nos re-
mite a su origen último que es Dios. Anticipándose a Kant y He-
gel, Vico afirma que la providencia guía a los hombres, sin que lo
sepan, al fin querido por ella.
Para descubrir el proceso de la historia ideal, Vico se dirige a
la mente humana y afirma que la ley de desarrollo de la concien-
cia individual —sensación, imaginación, razón— recapitula en
sí la ley de desarrollo de las sociedades, las cuales se despliegan
según unos cursos (corsi) preestablecidos que tienen tres fases:
tiempos divinos, tiempos heroicos, tiempos humanos. En la edad
divina los hombres se encuentran en una situación primitiva, es
el comienzo de una cultura: todo se atribuye a los dioses. En la
edad de los héroes se forma una aristocracia que impone por la
fuerza el principio de desigualdad y su dominio a los plebeyos.
En la edad de los hombres impera la razón y se reconoce el prin-
cipio de la igualdad de naturaleza el cual da origen al derecho
natural de los pueblos civilizados. El filósofo napolitano se plan-
tea la posibilidad de que un pueblo en la tercera edad caiga en la
corrupción y la anarquía. Perdería entonces la civilización y re-
gresaría a una situación parecida a la del comienzo: la nación
podría seguir viviendo para comenzar entonces un ricorso. Por
tanto, la política está inserta en la marcha de las naciones y de
acuerdo con el esquema histórico ideal sigue el corso según el
cual a los gobiernos divinos suceden los heroicos y finalmente
advienen los humanos. Son gobiernos que están dirigidos por
sus correspondientes especies de razón. Primeramente, la razón
divina en las teocracias, que pudo ser auténtica, es decir, revela-
da —en el pueblo hebraico— o inventada —en los paganos. En
segundo lugar, la razón de Estado en las aristocracias, donde el
gobierno está en manos de unos pocos. Finalmente, la tercera
razón es patrimonio general: los problemas de la justicia pueden
ser comprendidos por todos.

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Cuando Vico se pregunta por el punto de partida observacio-
nal de su ciencia nueva enuncia el siguiente principio: «que el
sentido común del género humano es el criterio enseñado a las
naciones por la divina providencia para definir lo cierto respecto
al derecho natural de las gentes».8 Es el carácter «común» de
este «sentido» socialmente compartido lo que garantiza la com-
prensión; aun cuando los procesos mentales y sus contenidos
puedan diferir, y de hecho difieren, incluso esa diferencia puede
ser «comprendida» como tal en cuanto igualmente descansa en
una idéntica lógica que posee una estructura profunda similar y
sólo difiere en su lenguaje superficial. Ésa es la interpretación
del postulado viquiano respecto de la existencia de una lógica
poética y más radicalmente del «vocabulario mental de las cosas
humanas sociables, sentidas sustancialmente las mismas por
todas las naciones y explicadas por las diversas modificaciones
con la lengua de forma diversa».9
El sensus communis no es sino la capacidad creativa de apli-
car las normas a cada situación. Tal capacidad pertenece a la
aplicación, la cual se mide e inventa continuamente con la
praxis; por eso su universalidad es concreta. El sensus commu-
nis, dice Gadamer interpretando a Vico, no es simplemente una
capacidad general de los seres humanos sino «el sentido que
funda la comunidad. Eso que da orientación a la voluntad hu-
mana —piensa Vico— no es la generalidad abstracta de la ra-
zón, sino la generalidad concreta».10 Es posible que el sentido
común no coincida con la racionalidad (Rationalität), pero no
está alejado de la racionabilidad (Vernunftigkeit) que rige nues-
tra vida y las ciencias que dan cuenta de ella. El concepto de
razón (Vernunft), en tanto facultad humana y disposición de
las cosas acorde con ella, es un concepto moderno. La Vernunft
es lo que los griegos llamaban noûs, es decir, la sabiduría su-
prema de la verdad, la patencia del ser con arreglo al lógos.
Para el filósofo napolitano el gran desafío será comprender,
desvelando el significado que el devenir encubre al modo de
una lengua extraña que habla en códigos secretos.
El hecho de que las cosas tengan sentido obliga a reconocer
que la sociedad habla en lengua original y es esta última la len-

8. G.B. Vico, Ciencia nueva..., § 145.


9. Ibíd., § 355.
10. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 50.

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gua que habrá de utilizar la ciencia nueva de las naciones: «si los
doctos de las lenguas la tienen en cuenta podrán formar un vo-
cabulario mental común a todas las distintas lenguas articula-
das, muertas y vivas».11 Y ésa es también la lengua que hablaban
las fábulas, cuya dignidad «se confirma por la costumbre que
tiene el vulgo, que de los hombres famosos en algo imagina fá-
bulas oportunas, a propósito de ciertas circunstancias al modo
de ser que les conviene. Las cuales son verdades de idea en con-
formidad con el mérito de quienes el vulgo las imagina; y son
falsas en hechos, en tanto no se les haya dado el mérito del que
son dignos. De modo que, si bien se piensa, la verdad poética es
una verdad metafísica, frente a la que la verdad física, que no se
conforma así, debe tenerse por falsa».12
La fábula y el mito nos hablan en su lenguaje propio de las tipi-
ficaciones de primer grado, del mundo de sentido común de nues-
tros predecesores. En cuanto figura poética del mundo, es falso,
por ser fingido, pero en cuanto textura de significado social e histó-
rico, constituye un documento eminente, que ofrece la riqueza de
sus símbolos al rigor interpretativo de otras mentes, es decir, cons-
tituye un corpus de información latente que debe ser abordado her-
menéuticamente para extraer su fondo de verdad. En ese entendi-
do la falsedad inicial de la narración poética no la desacredita en
absoluto como fuente histórica y dato científico social.
En la hermenéutica viquiana el mito deja de considerarse una
historia de personajes verdaderos, recubiertos de cualidades ex-
traordinarias por gusto e imaginación de un poeta singular. Para
nuestro autor el mito es un relato social-genérico compuesto de
«tipos» en donde cada «tipo» da cuenta de multitud de indivi-
duos particulares. Por tanto, el mito es asumido como la crea-
ción colectiva de pueblos enteros que expresan de ese modo sus
eventos históricos, sentimientos, concepciones éticas y políticas,
anhelos y perplejidades, todo ello dicho con un lenguaje y una
lógica poética dada la forma de «razonar» de la época. Lo dice
expresamente Vico: «[la alegoría] significa las diversas especies
o diversos individuos comprendidos bajo estos géneros. Hasta
tal punto que deben tener una significación unívoca, que com-
prenda una razón común a sus especies o individuos».13

11. G.B. Vico, Ciencia nueva..., § 162.


12. Ibíd., § 205.
13. Ibíd., § 403.

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Del mismo modo los nombres de los héroes son nominacio-
nes que agrupan bajo sí a un conjunto de sujetos los cuales ac-
túan bajo una enseña o escudo y, en consecuencia, los hechos de
los héroes son hazañas de los pueblos. Desde esta perspectiva
«Áyax debió ser llamado en verdad, en los tiempos heroicos, “to-
rre de los griegos”, pues combate solo con batallones enteros de
los troyanos; como entre los latinos Horacio, quien solo sobre el
puente detuvo a un ejército de toscanos: es decir, Áyax y Horacio
con sus vasallos».14
La lógica poética tiene primacía en la estructura del mito
porque la cualidad mental predominante en la humanidad pri-
migenia era la fantasía y no la razón. Viéndose obligada a dar
nombre a todo y a crear todo, lo hizo con fortísima imaginación,
por cuyo mérito dicha actividad recibió el nombre de poíésis,
palabra griega que designa a la acción creadora. Paralelamente
la poíésis, en tanto que acto creativo fundacional de toda civili-
zación, se instituyó en una primera hermenéutica que, interpre-
tando los rayos, los truenos y otras manifestaciones naturales,
asumió que por su intermedio hablaba una divinidad magnífica
que tipificaron en Júpiter. Considera Vico que creyeron «que
Júpiter ordenaba mediante gestos, y que tales gestos eran pala-
bras reales, y que la naturaleza era la lengua de Júpiter; las gen-
tes creyeron universalmente que la ciencia de esta lengua era la
adivinación, que fue llamada por los griegos “teología”, que quiere
decir “ciencia del hablar de los dioses”».15
A partir de esta hermenéutica fundamental se origina una
conciencia y un lenguaje esencialmente religiosos, al tiempo que
se crean nuevos caracteres divinos y humanos en la medida en
que hay nuevas realidades que comprender y explicar. Vico sos-
tiene que la religión fue la primera formulación mental cons-
ciente y que, en consecuencia, hay que considerarla como la au-
téntica iniciadora del devenir histórico-cultural.
Por tanto, la lógica poética surge en el estadio primitivo de la
evolución social como una superación de la esclavitud de los sen-
tidos. De esa manera, la mente logra escapar de lo singular acce-
diendo a generalizaciones, indispensables en todo conocimien-
to, que sin ser conceptuales aún permiten categorizar y, median-
te diversas tipificaciones, comprender la realidad, pues «la mente

14. Ibíd., § 559.


15. Ibíd., § 379.

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humana, que es indefinida, hallándose angustiada por la robus-
tez de los sentidos, no puede sino celebrar su naturaleza divina
más que agrandando esos particulares con la fantasía».16
En la teoría del conocimiento de Kant encontramos la vertien-
te más netamente constructivista de la epistemología moderna,
pese a desconocer todavía el evolucionismo darwiniano, y todas
las consecuencias que se abren de una concepción evolutiva no ya
de la naturaleza sino, como el filósofo napolitano vio, de la propia
acción. Es la caracterización de un entendimiento «arquetípico»
que, lejos de funcionar con la base puesta en imágenes o repro-
ducciones de una supuesta realidad, se tome a sí mismo como
marco paramétrico, y sólo con ese entendimiento se midiese, y
proyectasen sus sucesivas acciones. En este sentido, el entendi-
miento actúa como si él mismo fuera el hacedor de todo trozo de
experiencia digno de ser tenido por tal, dotado de valor cognitivo.

La tópica de la retórica

Las Institutiones oratoriæ (1711-1741) encarnan una perspec-


tiva de la retórica viquiana complementaria a la presentada en la
Ciencia nueva (1744). Vico recordaba al comienzo de sus Institu-
tiones oratoriæ que estos manuales no eran necesarios en el mun-
do griego, donde la retórica trabajaba dentro del contexto de la
filosofía: «el siglo de oro de la filosofía griega carecía de un nom-
bre para tal técnico [el orador], ya que la retórica se aprendía
junto con la propia filosofía».17
El filósofo napolitano fue muy claro al contraponer a la filo-
sofía crítica, representada por Descartes, lo que llamó ars topica
o filosofía tópica. Para Vico los tópicos «son como elementos
argumentativos: por ello, si uno no los enriquece con la mucha y
varia erudición, se asemejará a aquel que conoce sin duda letras,
mas ello no le basta para escribir las palabras en que las letras se
unen. Asimismo es preciso ejercitarse en ellos una larga práctica
en la disertación, para que pueda decirse que se ha logrado la
facultad tópica, esto es, la de recorrer en cualquier cuestión pro-
puesta de forma extemporánea todos los lugares con la mayor

16. Ibíd., § 816.


17. G.B. Vico, Retórica (Instituciones de Oratoria) (trad. F.J. Navarro Gómez), Bar-
celona, Anthropos, 2004, 1-2.

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celeridad, del mismo modo que las letras del alfabeto al leer; no,
sin embargo, para poder encontrar argumentos en todos ellos
(pues tampoco se juntan todas las letras para leer cualquier pa-
labra, sino algunas de entre todas), sino para estar seguro de
haber visto todo aquello que pertenece o afecta al asunto debati-
do».18 A juicio del filósofo napolitano, la tradición filosófica occi-
dental estableció una distinción entre el «discurso retórico-paté-
tico» y el «discurso lógico-racional», otorgándole a este último
un privilegio que el otro no poseía. En términos generales, para
el discurso retórico el objetivo central es mover las almas, actuar
sobre las emociones, instintos o pasiones sin pretender justificar
nada racionalmente; por el contrario, el discurso racional alcan-
za su efecto palpable y vinculante a través de la demostración
lógica, es el proceso deductivo cerrado en sí mismo y que no
admite ninguna intervención que no provenga de la deducción
lógica. De aquí que el discurso retórico en tanto que patético no
tenga ninguna incidencia posible dentro de las ciencias.
Al tratar el tema de la tópica, Aristóteles establece que ella pue-
de ayudar a reconocer las dificultades que puedan presentarse
para solucionar un problema, tanto para encontrar los argumen-
tos necesarios para el discurso racional como para la retórica,
revelándose la tópica como la doctrina de la inuentio a la que Vico
atribuye una función filosófica: «La invención excogita los argu-
mentos idóneos para persuadir».19 En el proceso deductivo la inuen-
tio se identifica sólo con el «encontrar» y no se puede escapar a
esa identificación. Pero el problema según nuestro autor no resi-
de únicamente en ello sino en la inuentio de todas las premisas
necesarias o verdades primeras, esto es, la «visión» primitiva, ra-
cionalmente indeducible. La clave del rechazo del filósofo napoli-
tano hacia el discurso racional y su metodología es que las premi-
sas originarias son en tanto que tales indeducibles; por ser lo que
son no se puede jamás descubrirlas a través del método racional.
Desde este punto de vista el «ingenio» se vuelve a lo primitivo, a lo
originario; además, es la facultad que tenemos para comprender,
proceso que es anterior a la deducción —la invención es previa a
la demostración— ya que en la medida en que comprendemos,
seremos capaces de deducir consecuencias.

18. Ibíd., 15.


19. Ibíd., 12.

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CAPÍTULO III
EL GIRO RETÓRICO

Nietzsche ha sido uno de los filósofos de la modernidad que


más ha contribuido a la rehabilitación de la retórica. Para él
lengua y pensamiento son retórica. La lengua y la dialéctica apa-
recen como elementos esenciales de la superación de la filología
en el desarrollo de Nietzsche. El encuentro de Nietzsche, desde
un punto de vista filológico, con las grandes figuras de la tradi-
ción clásica determinó una concepción de la filosofía mediada
por una aproximación original a la retórica. En el escrito Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral se presenta con toda su
claridad el «giro retórico» nietzscheano, precursor de la «crítica
lingüística» del siglo XIX y del «giro lingüístico» del siglo XX, que
implica un modo peculiar de filosofar que condiciona la forma y
el contenido de su pensamiento. El pensamiento nietzscheano
se presenta como una vasta empresa hermenéutica, en la cual se
entrelazan el juego y el símbolo, el signo y la imagen, transfirien-
do la atención de la percepción a la significación como fuente de
posibilidades.

El poder del lógos

El lógos no es sólo el instrumento de que disponemos para


comunicarnos unos con otros, sino también para confundirnos
o engañarnos unos a otros. Todavía más, el lógos no sólo nos
sirve para engañar a otros sino que además engaña al propio
hablante, cosa que Nietzsche ya sabía. Sin embargo, la retórica
contiene en su seno la explicación de los problemas y de las tram-
pas del lenguaje, no para que aprendamos a engañar sino para
que no nos dejemos engañar por el lenguaje. Y esto Nietzsche lo
comprendió perfectamente. No es cierto que la retórica sea un
arte de engañar, pero sí nos proporciona un conocimiento de
por qué el engaño lingüístico es posible. Cuando los calumnia-
dores de la retórica dicen que hay que apartarse de ella, porque
es un arte de engañar, lo que hacen es renunciar a un conoci-

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miento más útil, a aquel conocimiento que nos ayuda a descu-
brir los posibles engaños del lenguaje, aquel que nos ayuda a
dominar al lenguaje y a no ser dominados por él.
El tema de la retórica constituye un pilar importante en la
interpretación del pensamiento nietzscheano. La retórica apare-
ce en Nietzsche como el nexo necesario para comprender no
sólo su concepción del lenguaje sino para elucidar los funda-
mentos de su crítica a la metafísica y su teoría estética. El inten-
to de rehabilitar la retórica como instrumento crítico implica,
por un lado, abandonar la pretensión epistémica del conocimien-
to, mientras que, por otro lado, supone reconducir el pensamiento
hacia una voluntad de autoafirmación. El problema que se plan-
tea Nietzsche es cómo articular el discurso filosófico con un len-
guaje no metafísico, originario, capaz de transgredir los límites
del propio pensamiento. En el esclarecimiento de esta cuestión,
el papel de la metonimia es fundamental.
Los escritos nietzscheanos sobre retórica tratan de describir una
teoría que lleva el sello de antiguos griegos y romanos. Nietzsche,
como buen filólogo clásico, estaba familiarizado con este tipo de
trabajo, el análisis de las fuentes, uno de los instrumentos de investi-
gación más importantes de la ciencias clásicas, tal como ha mostra-
do Gentili, a propósito por ejemplo del análisis nietzscheano de la
noción de trágico.1 Las ideas de sus notas de retórica se encuentran
ya en la tradición. El ejercicio hermenéutico nietzscheano es dejar
hablar a la tradición, entrar en diálogo con ella desde la situación y el
horizonte concretos en los que él se encuentra. Sin embargo, su com-
pilación no se reduce simplemente a poner un texto junto a otro,
sino que él mismo configura creativamente una especie de collage o
mosaico. Nuestro autor crea su propio texto. Se pueden dividir en
dos grupos las fuentes que utiliza: un grupo que correspondería a la
tradición de la filología clásica —Westermann,2 Spengel,3 Volkmann4
y Blass—;5 y otro grupo perteneciente a una tradición filosófico-lin-

1. Cfr. C. Gentili, Ermeneutica e metodica. Studi sulla metodologia del comprendere,


Génova, Marietti, 1996, 294-336.
2. Cfr. A. Westermann, Geschichte der Beredsamkeit in Griechenland und Rom,
Leipzig, J.A. Barth, 1833.
3. Cfr. L.v. Spengel, Ueber das Studium der Rhetorik bei den Alten, Munich, J.G.
Weifs, 1842.
4. Cfr. R. Volkmann, Die Rhetorik der Griechen und Römer in systematischer Uebersicht
dargestellt, Berlín, Borntraeger, 1872.
5. Cfr. F. Blass, Die griechische Beredsamkeit in dem Zeitraum von Alexander bis
auf Augustus. Ein literarhistorischer Versuch, Berlín, Weidmann, 1865; Die attische

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güística —Gerber.6 Además, cabe señalar la decisiva influencia de
Lange7 y de Špir8 en la evolución del pensamiento de Nietzsche.
Las ideas fundamentales que Nietzsche sostiene con estos auto-
res son: que el lenguaje es una especie de arte inconsciente; que las
palabras son desde el comienzo tropos; que el lenguaje es esencial-
mente metafórico y, finalmente, que es imposible que el lenguaje
pueda describir la realidad. Todos estos elementos desencadenarán
el giro retórico nietzscheano, el cual constituye un modo particular
de crítica y de filosofía que trata de reducir el pensamiento a un
puro juego de figuras retóricas, las cuales explican la inalcanzable
realidad y el mundo de ilusiones en el que nos movemos.9
No olvidemos que Nietzsche no entiende por retórica una
disciplina auxiliar para comunicar la verdad. La retórica debe
provocar el asentimiento de otros a lo que nosotros tenemos
por verdadero. Si otros confirman nuestro discurso, éste tie-
ne entonces algo de convincente y plausible. El lenguaje, por
tanto, no es monológico, porque siempre está dirigido a otros.
Aquello que se comunica tiene el objetivo de conseguir la apro-
bación de otros a lo que nosotros tenemos por verdadero.
Quien quiera que se acepte lo que tiene por verdadero, deberá
recurrir a la virtualidad del lenguaje y a la capacidad evoca-
dora de las palabras habladas. Dicho de otro modo, el impul-
so hacia la verdad surge para que los hombres puedan enten-
derse. «La verdad tiene, por tanto, un origen social, que se
refleja en el propio origen social del lenguaje».10 En este senti-

Beredsamkeit. Von Gorgias bis zu Lysias, Leipzig, Teubner, 1868; Die attische Beredsamkeit.
Zweite Abtheilung: Isokrates und Isaios, Leipzig, Teubner, 1874.
6. Cfr. G. Gerber, Die Sprache als Kunst, 2 vols., Bromberg, Mittler’sche
Buchhandlung, 1871-1874; A. Meijers, «Gustav Gerber und Friedrich Nietzsche. Zum
historischen Hintergrund der sprach-philosophischen Auffassungen des frühen
Nietzsche», Nietzsche-Studien, 17, 1988, 369-390.
7. Cfr. F.A. Lange, Geschichte des Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der
Gegenwart, Iserlohn y Leipzig, Baedeker, 1887; J. Salaquarda, «Nietzsche und Lange»,
Nietzsche-Studien, 7, 1978, 236-260.
8. Cfr. A.A. Špir, Forschung nach der Gewissheit in der Erkenntniss der Wirklichkeit,
Leipzig, Förster & Findel, 1869; Denken und Wirklichkeit. Versuch einer Erneuerung der
kritischen Philosophie. Erster Band. Das Unbedingte, Leipzig, J.G. Findel, 1877; Denken
und Wirklichkeit. Versuch einer Erneuerung der kritischen Philosophie. Zweiter Band.
Die Welt der Erfahrung, Leipzig, J.G. Findel, 1877; C. Gentili, Nietzsche (trad. B. Raba-
dán y J.L. Serrano), Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, 211-212.
9. Cfr. E. Behler, «Nietzsche’s Study of Greek Rhetoric», Research and Phenomenology,
25, 1995, 3-26; A. Kremer-Marietti, Nietzsche et la rhétorique, París, PUF, 1992.
10. C. Gentili, Nietzsche..., 207-208.

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do podría considerarse la perspectiva nietzscheana como la
de una «hermenéutica radical de la alteridad».11
La fuente de la que se sirvió Nietzsche en sus escritos sobre el
lenguaje y la retórica fue la obra de Gerber, Die Sprache als Kunst
(1871-1974). Entre nosotros, ha sido Conill12 quien ha destacado
con más fuerza la conexión entre ambos autores para compren-
der la filosofía nietzscheana.13 Por una parte, hay que considerar
que la relación entre ambos autores es céntrica para entender la
relación entre filosofía y retórica. El estudio de Gerber supone
una crítica a la filosofía tradicional, la cual parece haber olvidado
que sus categorías se sustentan en metáforas y metonimias.14 Es
el carácter metafórico del lenguaje lo que Gerber pretende reco-
brar. Aquí es donde Nietzsche descubrió «la posibilidad de pro-
fundizar y ampliar la crítica de la razón a través de su constitución
lingüística».15 Por otra parte, la genealogía del lenguaje que elabo-
ra Gerber y que sitúa el origen del mismo en la fuerza figurativa
de los tropos, en la metaforicidad del lenguaje, como luego hará
Nietzsche, es una figuratividad que en Gerber tiene un carácter
analógico16 en el que es fundamental el proceso de formación de
los conceptos, basado en un impulso artístico, creativo.

La retórica de la filosofía

Para Nietzsche ciertamente el lenguaje no es el resultado de


una actividad consciente de la reflexión. El lenguaje sólo tiene
valor en sus aspectos simbólicos y figurativos. La retórica repre-
senta el instrumento metódico para descubrir el uso del lenguaje
y reconstruirlo como resultado de artes puramente retóricas. Es
decir, toda expresión lingüística es susceptible de ser reducida
en sus elementos esenciales a su estructura retórica inherente.
La retórica es la forma originaria del lenguaje: «el lenguaje es
retórica, pues sólo pretende transmitir (übertragen) una dóxa, y
no una epistëmé» (KGW, 4, 426). La rehabilitación de la retórica

11. J. Conill, El poder de la mentira. Nietzsche y la política de la transvaloración,


Madrid, Alianza, 1997, 74-84.
12. Cfr. ibíd., 35-43.
13. Cfr. ibíd., 37-38.
14. Cfr. ibíd., 39.
15. Ibíd., 43.
16. Cfr. ibíd., 41.

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lleva implícita una rehabilitación del concepto teórico de dóxa.
El lenguaje es esencialmente retórica porque se articula sobre la
dóxa y no sobre la epistëmé, en la medida en que todo lenguaje
transfiere un impulso. Esta limitación significa la «fuerza» del
convencimiento, que es lo que en realidad ha de desempeñar un
papel importante en nuestra percepción del mundo y en nuestra
comunicación con los demás. Apoyándose en la definición aris-
totélica de la retórica, Nietzsche considera que ésta es principal-
mente una facultad, dýnamis, una fuerza, la fuerza del lengua-
je.17 Ni es epistëmé ni téchné sino dýnamis, que el filósofo alemán
traduce por Kraft. Como observa Nietzsche, arte y lenguaje se
unen en el mundo griego para expresar el poder de su modo de
ser. Para Nietzsche, el concepto de «poder» nos ayuda a explicar
mejor el lenguaje como un producto del instinto artístico incons-
ciente. Precisamente a propósito de la metonimia, Nietzsche se-
ñala que «tiene mucha fuerza en el habla» (KGW, 4, 446). El
valor cognoscitivo que encierra la metonimia le proporciona a
Nietzsche una herramienta clave en su aplicación a la crítica de
la metafísica. La metafísica se fundamenta en la figura retórica
de la metonimia.18
Nietzsche, inspirado por Gerber, considera la metonimia como
«la sustitución de la causa y del efecto; por ejemplo, cuando el
retórico dice: “sudor” por “trabajo”, “lengua” (Zunge) por habla
(Sprache). Nosotros decimos “la pócima está amarga” en vez de
“excita en nosotros una sensación particular de esa clase”; “la
piedra es dura” como si “duro” fuese algo distinto de un juicio
nuestro. “Las hojas son verdes”. A la metonimia le es imputable
la afinidad de leússo y de lux, luceo; color (cubierta) y celare [ocul-
tar]. Mén, mensis, mânôt [sic] [luna, mes] es “el que mide”, nom-
brando según un efecto» (KGW, 4, 427).19
Un poco después vuelve sobre el asunto, retomando la defini-
ción que Quintiliano nos ofrece de la metonimia como «sustitución
de un nombre por otro [...] ejus vis est, pro eo quod dicitur, causam
propter quam dicitur, ponere» (KGW, 4, 446).20 Más adelante Nietz-

17. Cfr. M. Dixsaut, «Ce qu’était Aristote pour Nietzsche», en N.L. Cordero (ed.),
Ontologie et dialogue. Mélanges en hommage à Pierre Aubenque avec sa collaboration à
l’occasion de son 70e anniversaire, París, PUF, 2000, 197-217.
18. Cfr. L.E. de Santiago Guervós, «La estructura metonímica de la filosofía desde
el pragmatismo vital de F. Nietzsche», Logo. Revista de Retórica y Teoría de la Comuni-
cación (Salamanca) 4 (junio), 2003, 187-199.
19. Cfr. G. Gerber, Die Sprache als Kunst..., I, 355-358.
20. Cfr. ibíd., II, 50.

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sche insiste otra vez en que en la base de la metonimia se encuentra
la relación causa-efecto y su inversión. Para Nietzsche, es el hom-
bre en realidad quien crea las causas, mediante una inferencia que
tiene su asiento en la imaginación y en la memoria.
La finalidad de esa inversión —que desemboca en la abstrac-
ción— resulta, en consecuencia, fuertemente retórica: «los subs-
tantiva abstractos son propiedades que se dan en nosotros y fue-
ra de nosotros, pero que son tan arrancadas de su soporte y se
consideran como esencias independientes [...]. Esos conceptos,
cuyo origen se debe únicamente a nuestras sensaciones, son pre-
supuestos como la esencia íntima de las cosas: atribuimos a las
apariencias, como causa aquello que sólo es un efecto. Los abs-
tracta provocan la ilusión de que ellos son la esencia, es decir, la
causa de las propiedades, mientras que sólo a consecuencia de
esas propiedades reciben de nosotros una existencia figurada»
(KGW, 4, 446);21 «Las abstracciones son metonimias, es decir,
confundir la causa y el efecto. Ahora bien, todo concepto es una
metonimia y en los conceptos se precede a sí mismo el conoci-
miento. La “verdad” se convierte en un poder, cuando nosotros la
hemos primero liberado como abstracción» (KSA, 7, 19 [204]).
Como es sabido, en Sobre verdad y mentira en sentido extramo-
ral (1873) Nietzsche aborda desde un triple eje la cuestión acerca
de la verdad. La verdad es «una hueste en movimiento de metáfo-
ras, metonimias, antropomorfismos» (KSA, WL, 1, 880, 30-31),
«una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extra-
poladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un
prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vincu-
lantes» (KSA, WL, 1, 880, 32-34). En definitiva, y ésta es la princi-
pal propuesta del texto nietzscheano, «las verdades son ilusiones
que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han
perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como mo-
nedas, sino como metal» (KSA, WL, 1, 880, 34-881, 4). La verdad
no es una correspondencia, un reflejo de la realidad o del mundo
que nos rodea, sino que el lenguaje conceptual tiene su origen en
lo metafórico, pero esto ha sido olvidado. El lenguaje tiene como
esencia la imaginación y no la abstracción.
La misma abstracción procede de lo figurativo. Así, el len-
guaje no es el efecto de un proceso lógico o abstracto, sino de la
fantasía. Es en la imaginación donde hay que buscar la raíz de

21. Cfr. ibíd., II, 55-56, 63.

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cada palabra y no en la adecuación arbitraria entre palabra y
cosa. El mismo pensar imagina un substrato —un sujeto—, to-
mando como causa, bajo el título del «yo», lo que es el efecto de
su propio efecto. Como Ricœur ha mostrado, Nietzsche, en su
ataque contra el cogito cartesiano, «saca a la luz estrategias retó-
ricas ocultas, olvidadas e incluso hipócritamente rechazadas y
denostadas, en nombre de la inmediatez de la reflexión».22 La
lengua nos abre la puerta de una habitación cerrada, pero a cam-
bio de entregarle la llave: de ella no saldremos nunca. No pode-
mos buscar unas llaves perdidas; no existen. El cuerpo es extra-
ño al yo: me resulta desconocido, oscuro y enigmático. El cuer-
po me lleva donde quiere; es feroz e inescrutable; tiene sus
razones, que la razón ignora. Y si trato de echar una ojeada des-
de cualquier hendidura al misterio que encierran mis vísceras,
veo poco o nada. La naturaleza es el enemigo del que el hombre
debe protegerse. «Ella tiró la llave (Sie warf den Schlüssel weg)»
(KSA, WL, 1, 877, 10-11). Somos porque nos decimos. Por eso,
Nietzsche piensa poseer esa llave: la lengua es la llave. Los tro-
pos, inherentes al funcionamiento de la lengua, subrayan el ca-
rácter figurativo de ésta y nos proporcionan esta llave con la que
abrir la puerta del misterio que encierra el hombre.
Un precursor de la concepción nietzscheana del lenguaje, de
la retórica y de la verdad se encuentra en Vico y su concepción
de la tropología. Vico defiende una «metafísica fantástica», se-
gún la cual «homo non intelligendo fit omnia». A diferencia de
Dios, que tienen acceso a las cosas en sí mismas, el hombre hace
todas las cosas «a partir de sí», «transformándose en ellas».23
Explica Vico cómo «los primeros hombres de las naciones genti-
les, como niños del naciente género humano [...] creaban las co-
sas a partir de sus ideas, pero con una infinita diferencia del
crear propio de Dios: porque Dios, en su purísimo entendimien-
to, conoce las cosas y, conociéndolas, las crea; ellos, por su ro-
busta ignorancia, lo hacían a base de una fantasía muy corpu-
lenta, y porque era muy corpulenta, lo hacían con una asombro-
sa sublimidad, tal y tanta que les perturbaba hasta el exceso a
ellos mismos, que fingiéndolas, las creaban, por lo que fueron
llamados “poetas”, que en griego suena igual que “creadores”».24

22. P. Ricœur, Sí mismo como otro (trad. A. Neira), Madrid, Siglo XXI, 1996, XXIII.
23. G.B. Vico, Ciencia nueva..., § 405, 198.
24. Ibíd., § 376, 182.

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En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche
afirma lo siguiente: «La “cosa en sí” [...] es totalmente inalcanza-
ble [...] para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las
relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expre-
sarlas apela a las metáforas más audaces (die kühnsten Meta-
phern)» (KSA, WL, 1, 879, 6-10). Esas relaciones son transposicio-
nes, pues entre el sujeto y el objeto no puede haber más que alu-
siones estéticas, traducciones creativas: «entre dos esferas ab-
solutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay nin-
guna causalidad (Causalität), ninguna exactitud (Richtigkeit),
ninguna expresión (Ausdruck), sino, a lo sumo, una conducta
estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbu-
ciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo
caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora,
libres ambas para poetizar e inventar» (KSA, WL, 1, 884, 9-15).
Estas «metáforas más audaces», a mi juicio, no son otras que
las metonimias. La metonimia altera la relación de causa y efec-
to, que actúa mediante «la seducción del lenguaje (Verführung
der Sprache) (y de los errores radicales de la razón petrificados
en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer
(Wirken) está condicionado por un agente (Wirkendes), por un
“sujeto” (Subjekt)» (KSA, GM, 5, 279, 17). La operación metoní-
mica transita de una forma plural —los hombres— a una falsa
forma de singular —el hombre— que es mera abstracción de la
pluralidad. La ciencia, especialmente la estadística, se basa en
este tipo de maniobras. Para Nietzsche, «nuestra ciencia entera
[...] se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje (Ver-
führung der Sprache) y no se ha desprendido de los hijos falsos
que se le han infiltrado, de los “sujetos” (el átomo, por ejemplo,
es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la kantiana
“cosa en sí”)» (KSA, GM, 5, 279, 34-280, 4).
De ahí que a la pregunta «¿qué es una palabra?» Nietzsche
responda: «La reproducción en sonidos de un impulso nervioso
(Nervenreizes). Pero inferir además a partir del impulso nervio-
so (Nervenreiz) la existencia de una causa (Ursache) fuera de nos-
otros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del princi-
pio de razón» (KSA, WL, 1, 878, 21-25). Esta «causa fuera de
nosotros» —el carácter extrasubjetivo de la experiencia— es una
simple ficción. Como afirma Nietzsche en otro lugar: «Si se unen
un estímulo (Reiz) percibido y una mirada hacia un movimien-
to, producen causalidad (Kausalität) ante todo como un axioma

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de experiencia: dos cosas, una sensación determinada y una ima-
gen visual determinada aparecen siempre juntas. El que la una
sea causa (Ursache) de la otra es una metáfora, tomada de la vo-
luntad y del acto: un razonamiento analógico. La única causali-
dad (Kausalität) de la que somos conscientes se encuentra entre
el querer y el hacer (zwischen Wollen und Thun) —la transpone-
mos (übertragen) a todas las cosas e interpretamos la relación de
dos variaciones que siempre se dan juntas. La intención o el que-
rer proporcionan los nomina, el hacer los verba [...]. Por lo tanto:
lo primero es la acción (Handlung)» (KSA, verano de 1872 - prin-
cipios de 1873, 19 [209], 7, 483, 1-11.17).
De ahí que no podemos de ninguna manera explicar racio-
nalmente la causalidad. El lenguaje figurativo opera en virtud de
un desplazamiento metonímico, «haciendo cambios discrecio-
nales, cuando no invirtiendo los nombres» (KSA, WL, 1, 877, 34-
878, 1). Este desplazamiento nos conduce a la escisión entre
mundo sensible y mundo inteligible, y de ahí a las definiciones y
abstracciones sobre las que se asientan buena parte de las opera-
ciones metonímicas. Escribe Nietzsche: «¡Metonimia! Un razo-
namiento falso. Se cambia un predicado con una suma de predi-
cados (definición)» (KSA, 7, 19 [215]). Y más adelante: «Un cuer-
po determinado es lo mismo que muchas relaciones de una y
otra manera. Las relaciones nunca pueden ser la esencia, sino
sólo consecuencias de la esencia. El juicio sintético describe una
cosa según sus consecuencias, es decir, esencia y consecuencias
se identifican, es decir, una metonimia. Por lo tanto, el juicio sin-
tético incluye en su esencia una metonimia, es decir, una falsa
ecuación» (KSA, 7, 19 [242]). Además, anota lo siguiente: «La
abstracción es un producto sumamente importante. Es una im-
presión duradera, fijada y fosilizada en la memoria, impresión
que se acomoda a muchos fenómenos y por eso resulta muy tos-
ca frente a todo individuo» (KSA, 7, 19 [217]).
Esta escisión constituye la historia de un error, según el cual
el mundo verdadero acabó por convertirse en fábula (KSA, GD,
6, 80-81). Frente a esta escisión, es necesaria otra razón, que
recupere la fuerza sensible de las palabras, que unifique pensa-
miento y vida, capaz de articular las metáforas y metonimias de
nuestra vida cotidiana. Si la idea del mundo verdadero ha perdi-
do su capacidad de dotar de sentido y de valor a la existencia,
será primordial liberar al espíritu humano del peso de realizar
un ideal irrealizable. Sólo así se descubrirá la invalidez de toda

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posición de valores que no los reconozca como creaciones hu-
manas, como ficciones, invenciones o fábulas. Todo esto nos con-
duce a una teoría humana de la acción, alejada de la ontología,
con bases en la genealogía y en la tropología: «no hay ningún
“ser” detrás del hacer, del actuar, del devenir; el “agente” ha sido
ficticiamente añadido al hacer» (KSA, GM, 5, 279, 27-29).25
No es posible entender la crítica genealógica del conocimiento
que presenta Nietzsche en sus escritos sobre el lenguaje y la retó-
rica sin comprender que verdad y mentira se producen por moti-
vos fisiológicos, los cuales dependen a su vez de motivaciones li-
gadas a la conservación de la especie. Toda verdad es una verdad
para la vida y se revela como tal en la medida en que es eficaz para
resolver los problemas que la vida nos plantea. El proceso de re-
construcción genealógica del lenguaje parte de un estímulo ner-
vioso, que produce una sensación. De ahí, y a partir de abstraccio-
nes sucesivas, que culturalmente hemos olvidado, se hipostatizan
los conceptos filosóficos. De esta forma, el conocimiento filosófi-
co parte del falso supuesto que los conceptos se encuentran en el
origen de las cosas. Sin embargo, los conceptos surgen de una
experiencia lingüística anterior, fundada en la sensación.
El desenmascaramiento del supuesto origen causal del cono-
cimiento lleva a Nietzsche a estudiar el concepto de causalidad
del conocimiento y su rechazo. Los procesos lógicos de causa-
efecto en los que se basa la certeza del conocimiento científico
constituyen, para Nietzsche, una simple inferencia analógica del
efecto a la causa. El sentir como una actividad y, por tanto, como
causa de un efecto, es un proceso de inferencia causal que se
transfiere a todas las cosas. Experimentamos los efectos como
causas, la parte como el todo. En términos lingüísticos, esto co-
rresponde a la figura retórica de la metonimia. Nietzsche con-
densa en este tropo su crítica al concepto de causalidad como
intercambio del efecto por la causa. El lenguaje está sometido a
profundas metamorfosis, que se hallan en la naturaleza genera-
tiva de los tropos, gracias a los cuales el juego de transposición y
creación de nuevos significados sustituye a los significados con-
vencionalmente reconocidos como propios.

25. Cfr. J. Conill, «Analítica hermenéutica de la razón experiencial tras la genealo-


gía nietzscheana», Diálogo Filosófico (Madrid), 61, 2005, 29-43.

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CAPÍTULO IV
IMAGINACIÓN Y CREATIVIDAD

El estudio de la obra de Théodule Ribot (1839-1916) merece-


ría ciertamente un libro entero.1 El nombre de este médico-filó-
sofo, profesor en la Sorbona y después en el Collège de France,
ha sido olvidado casi por completo. En 1876 fundó la Revue Phi-
losophique de la France et de l’Étranger, que dirigió hasta su muerte.
Su producción bibliográfica es enorme y difícil de analizar. La
evolución intelectual de Ribot refleja las vicisitudes de la nueva
psicología por conquistar un estatuto legal en el mundo científi-
co, particularmente en sus relaciones con la filosofía y la fisiolo-
gía. Es mérito de Ribot haber reconocido la necesidad que tiene
la psicología de recurrir, si no quiere reducirse a los límites de
las ciencias experimentales, a un método comparativo que utili-
ce las adquisiciones de las diversas ciencias humanas (antropo-
logía, etnografía, lingüística, historia, etc.).
Su carrera académica comienza con el estudio de la psicolo-
gía inglesa, francesa y alemana (Bain, Spencer, Stuart Mill, Hart-
ley, Taine, Wundt), donde descubre la influencia de la psicología
individual de los afectos, o más en general, de las emociones,
sobre la inteligencia y la razón. De su admiración por las tradi-
ciones intelectuales británicas se desprende el rechazo tanto a la
introspección como al enfoque especulativo. Sus primeras obras
se caracterizan por la preocupación de integrar las investigacio-
nes realizadas durante su época en otros países. Las introduc-
ciones de estas obras constituyen manifiestos importantes de la
nueva psicología. En este sentido, una de sus primeras obras
aborda la historia de la psicología inglesa (1870).2 Se trata de un
libro importante en cuya introducción ofrece Ribot una crítica
de la psicología filosófica clásica y una defensa de las nuevas
tendencias en psicología. A esta obra siguieron las dos tesis de-
fendidas por Ribot en la Sorbona, en 1873, una tesis escrita en

1. Cfr. L. Dugas, Le philosophe Théodule Ribot, París, Payot, 1924; G. Lamarque, Th.
Ribot, París, L. Michaud, 1928.
2. Cfr. Th. Ribot, La psychologie anglaise contemporaine (école expérimentale), París,
Ladrange, 1870.

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latín sobre Hartley, publicada en 1872,3 y una tesis escrita en
francés sobre la herencia psicológica (1873).4 El año siguiente
(1874) publicó un ensayo sobre Schopenhauer.5 Unos años des-
pués, con el fin de presentar un resumen de los trabajos psicoló-
gicos de Herbart, Wundt y Fechner, entre otros, escribió una obra
sobre la psicología alemana (1879).6
Desarrolló la idea, ya presente en su tesis francesa, de estu-
diar los mecanismos normales del espíritu desde la perspectiva
de la patología. Influido por Charcot, vio en las enfermedades
mentales experiencias que le permitieron seguir la regresión y la
descomposición de los estados normales. Ribot privilegia la fi-
siología, como puede verse, por ejemplo, en sus explicaciones de
la memoria, que reduce a un hábito fundado en los procesos
orgánicos. Pero su sólida formación filosófica contribuyó a que
no desapareciera totalmente la preocupación por las dificulta-
des metodológicas. En este marco hay que situar sus monogra-
fías sobre las enfermedades de la memoria (1881), de la volun-
tad (1883), de la personalidad (1885) y su obra sobre la psicolo-
gía de la atención (1889).7 El contenido de estas obras nos da
una buena idea de su orientación: método evolucionista y pato-
lógico, fe en el hecho de que cada fenómeno mental debe consi-
derarse desde el doble punto de vista de su evolución y de su
disolución mórbida. Fue autor de muchas otras obras principal-
mente en el campo del pensamiento y los afectos.8 Sus escritos
son testimonio de su preocupación por interpretar los fenóme-
nos afectivos y emocionales inconscientes en todas las activida-
des de la vida.9 La contribución de Ribot a la nueva psicología
fue extraordinaria, como lo prueban sus numerosas obras, que
cosecharon pronto un gran éxito.

3. Cfr. Th. Ribot, Quid David Hartley de associatione idearum senserit, París,
Ladrange, 1872.
4. Cfr. Th. Ribot, L’hérédité, étude psychologique sur ses phénomènes, ses lois, ses
causes, ses conséquences, París, Ladrange, 1873.
5. Cfr. Th. Ribot, La philosophie de Schopenhauer, París, Baillière, 1874.
6. Cfr. Th. Ribot, La psychologie allemande contemporaine (école expérimentale), París,
Baillière, 1879.
7. Cfr. Th. Ribot, Les maladies de la mémoire, París, Baillière, 1881; Les maladies de
la volonté, París, Baillière, 1883; Les maladies de la personnalité, París, Alcan, 1885;
Psychologie de l’attention, París, Alcan, 1889.
8. Cfr. Th. Ribot, La psychologie des sentiments, París, Alcan, 1896; L’évolution des
idées générales, París, Alcan, 1897; Essai sur l’imagination créatrice, París, Alcan, 1900;
La logique des sentiments, París, Alcan, 1905; Essai sur les passions, París, Alcan, 1907;
Problèmes de psychologie affective, París, Alcan, 1910.
9. Cfr. Th. Ribot, La vie inconsciente et les mouvements, París, Alcan, 1914.

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En España se difundieron rápidamente las investigaciones de
Ribot y otros escritos de la moderna psicología francesa e inglesa
gracias a los krausistas. Urbano González Serrano mandó tradu-
cir algunos ensayos de Ribot, prologando en muchas ocasiones
sus libros.10 Ya antes Mariano Arés había traducido la Psicología
inglesa contemporánea11 y La filosofía de Schopenhauer y tanto
Ricardo Rubio como Vicente Colorado, Domingo Vaca o Francis-
co Martínez Conde se ocuparon de la traducción de la mayor par-
te de sus obras.12 La enorme difusión de las obras de Ribot en
España puede enmarcarse en el contexto de la crisis española de
finales del siglo XIX. Los autores de ese período, que viven la «cri-
sis» como un problema individual y nacional, discuten sobre ella
en libros, ensayos y revistas. Conscientes del desastre que ha su-
puesto en la sociedad española la derrota sufrida, en 1898, por la
marina española y la consiguiente pérdida de las últimas colo-
nias, perciben que todos estos acontecimientos suponen el declive
de una civilización que ahora debe replegarse en la propia reali-
dad nacional, la cual se presenta ante sus ojos como enferma y
carente de energías vitales. En este ambiente, Ganivet cita en su
Idearium español, con el fin de apoyar su teoría de la abulia, los
trabajos de Ribot.13 También Unamuno muestra cierta familiari-

10. El «Prólogo» de Urbano González a la traducción española de Vicente Colorado


del Ensayo acerca de la imaginación creadora de Ribot constituye un estudio muy breve,
pero profundo, de la vida y obras de Ribot. Para González, Ribot tiene el mérito de haber
dado a conocer y divulgado la psicología inglesa y alemana de la época. Sin embargo,
critica el excesivo materialismo de Ribot, así como su ampliación de la teoría fisiológica
a las sensaciones y la afirmación de que la actividad nerviosa sea más extensa que la de la
conciencia. Y a su favor anota el haber contribuido a pasar del estado descriptivo al
explicativo en la psicología contemporánea y a enterrar el intelectualismo de la psicolo-
gía tradicional (cfr. Th. Ribot, Ensayo acerca de la imaginación creadora [pról. U. González
Serrano, trad. V. Colorado Martínez], Madrid, Victoriano Suárez, 1901, 3-10).
11. Cfr. Th. Ribot, La psicología inglesa contemporánea: escuela experimental (trad.
M. Arés), Salamanca, Sebastián Cerezo, 1877; La filosofía de Schopenhauer (trad. M. Arés),
Salamanca, Sebastián Cerezo, 1879.
12. Cfr. Th. Ribot, Las enfermedades de la memoria (trad. R. Rubio), Madrid, Fer-
nando Fé, 1899; Las enfermedades de la personalidad (trad. R. Rubio), Madrid, Fernan-
do Fé, 1899; Las enfermedades de la voluntad (trad. R. Rubio), Madrid, Victoriano Suá-
rez, 1899; La evolución de las ideas generales (trad. R. Rubio), Madrid, Victoriano Suárez,
1899; Psicología de la atención (trad. R. Rubio), Madrid, Victoriano Suárez, 1899; La
psicología de los sentimientos (trad. R. Rubio), Madrid, Victoriano Suárez, 1900; La ló-
gica de los sentimientos (trad. R. Rubio), Madrid, Daniel Jorro, 1925; La herencia psi-
cológica (trad. R. Rubio), Madrid, Daniel Jorro, 1928; Ensayo sobre las pasiones (trad.
D. Vaca), Madrid, Daniel Jorro, 1907; Psicología alemana contemporánea (trad. F. Mar-
tínez Conde), Madrid, Victoriano Suárez, [s.f.].
13. Cfr. A. Ganivet, Idearium español (ed. F. García Lara), Granada, Diputación Pro-
vincial - Fundación Caja de Granada, 2003, 247-250.

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dad con los temas desarrollados por la psicología inglesa. No hay
que olvidar que antes de ganar la cátedra de griego había prepara-
do un concurso a cátedras en psicología y tuvo que actualizarse en
las últimas orientaciones de la disciplina. No es casual que en sus
ensayos sobre el casticismo, publicados por vez primera en las
páginas de España Moderna, en la primavera de 1895, la reflexión
psicológica constituya una de las líneas centrales de sus conside-
raciones sobre los males de la patria.

De la imaginación reproductora a la imaginación creadora

Fruto de sus estudios sobre los fenómenos afectivos, Ribot


publicó en 1900 un célebre Ensayo sobre la imaginación creado-
ra, donde analiza este concepto, que constituye la esencia de la
creatividad y de la invención. Se trata de la primera reflexión
sistemática sobre la creatividad. La creatividad es un proceso,
un rico potencial humano que es preciso identificar, estimular y
utilizar en la vida, un indicador clave de las instituciones. La
creatividad es un potencial capaz de dejar huella personal, insti-
tucional y social. Hablar de creatividad es hablar de actitudes
con carácter transformador y social.
Nuestro cerebro constituye el órgano que conserva experien-
cias vividas y facilita su reiteración. Pero, si su actividad se limi-
tara sólo a conservar experiencias anteriores, el hombre sería un
ser capaz de ajustarse únicamente a las condiciones establecidas
del medio que le rodea. Cualquier cambio nuevo que no se hu-
biese producido con anterioridad no podría despertar en el hom-
bre la debida reacción adaptadora. A esto lo denomina Ribot
«imaginación pasiva» o reproductora.
Sin embargo, el cerebro no sólo es un órgano capaz de con-
servar o reproducir nuestras pasadas experiencias, sino que tam-
bién es un órgano creador, capaz de reelaborar con elementos de
experiencias pasadas nuevas normas. Por ello, además de la ima-
ginación reproductora, advierte Ribot que «existe otro factor, en
forma instintiva o afectiva, el cual habremos de estudiar más
adelante y nos conducirá hasta el más remoto origen de la ima-
ginación creadora».14 Toda actividad humana que no se limite a

14. Th. Ribot, Ensayo acerca de la imaginación creadora..., 24.

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reproducir hechos o impresiones vividas, sino que cree nuevas
imágenes, nuevas acciones, pertenece a esta segunda función
creadora de la imaginación. Cuando imaginamos no nos limita-
mos a reproducir impresiones vividas por nosotros mismos, pues
en realidad nunca hemos visto nada del pasado ni del futuro,
pero podemos imaginarlo, formarnos una idea, una imagen. Si
la actividad del hombre se limitara a reproducir el pasado, sería
un ser incapaz de adaptarse al futuro. Es precisamente la activi-
dad creadora del hombre la que hace de él un ser proyectado
hacia el futuro, un ser que contribuye a crear y que modifica su
presente. De ahí que la imaginación «es en el orden intelectual el
equivalente de la voluntad en el orden de los movimientos».15
A esta actividad creadora, basada en la combinación, la psi-
cología la llama imaginación o fantasía, dando a estas palabras
un sentido distinto al que científicamente les corresponde. En
su acepción vulgar, suele entenderse por imaginación o fantasía
lo irreal, lo que no se ajusta a la realidad y que, por lo tanto,
carece de un valor práctico serio. Pero, a fin de cuentas, la imagi-
nación, como base de toda actividad creadora, se manifiesta por
igual en todos los aspectos de la vida cultural haciendo posible la
creación artística, científica y técnica. En este sentido, absoluta-
mente todo lo que nos rodea y ha sido creado por la mano del
hombre, todo el mundo de la cultura, a diferencia del mundo de
la naturaleza, es producto de la imaginación y de la creación
humana, basado en la imaginación.
Para Ribot la afectividad desempeña un papel más impor-
tante que los estados intelectuales del comportamiento humano.
La tesis de esta obra es doble: «[t]odas las formas de imaginación
creadora implican elementos afectivos» y «[t]odas las disposicio-
nes afectivas, cualesquiera que ellas sean, pueden influir sobre la
imaginación».16 Tras varios siglos de racionalidad cartesiana Ribot
advierte que el ser humano cuando piensa, actúa y crea, lo hace
como un todo, integrando pensamiento y sentimiento en la ac-
ción. Para Ribot, «[e]l elemento fundamental y esencial de la
imaginación creadora, en el orden intelectual, es la facultad de
pensar por analogía, es decir, por semejanza».17 La analogía se
convierte así en un elemento indispensable de la creación, no

15. Ibíd., 25.


16. Ibíd., 48 y 49.
17. Ibíd., 40.

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sólo artística, sino también de la vida cotidiana. Escribe Ribot:
«Nadie ignora que este sistema crea las metáforas, las alegorías
y los símbolos; pero no por ello vaya a pensarse que su acción se
halla limitada dentro del dominio del arte o de la evolución del
lenguaje, pues a cada momento se le encuentra en la vida prácti-
ca».18 Y más adelante: «Todo trabajo de la imaginación creadora
puede reducirse a dos grandes clases: las invenciones estéticas y
las invenciones prácticas».19
El desarrollo de la imaginación infantil permite a Ribot dis-
tinguir cuatro etapas en el tránsito de la imaginación pasiva o
reproductiva a la imaginación creadora. Entre las cuestiones más
importantes de la psicología infantil y la pedagogía figura la de
la capacidad creadora en los niños, la del fomento de esta capa-
cidad y su importancia para el desarrollo general y de la madu-
rez del niño. Desde la temprana infancia encontramos procesos
creadores que se aprecian, sobre todo, en los juegos, que des-
piertan la experiencia de la imitación: el niño que cabalga sobre
un palo y se imagina que monta a caballo, la niña que juega con
su muñeca creyéndose madre, niños que juegan a los ladrones, a
los soldados, a los marineros.
También los cuentos constituyen elementos importantes para
despertar en los niños esta capacidad imaginativa. Ribot nos pone
algunos ejemplos. «Un niño de 3 años y medio ve a un cojo que
marcha a lo largo de un camino, y exclama: “Mamá, mira a ese
pobre hombre que tiene rota la pierna”, y con tal motivo se forja
enseguida una novela: el hombre aquel iba sobre un caballo muy
alto, el caballo, desbocado, arrojó al hombre al suelo, el hombre
al caer se deshizo el pie contra una piedra muy grande, fueron a
buscar medicinas para curarle, etc. Algunas veces la invención
no es tan realista. Un niño de 3 años manifestaba muy a menudo
deseos de vivir en el agua como los peces, o en el cielo como las
estrellas; otro de 5 años y 9 meses, habiéndose encontrado una
roca horadada, inventó un cuento de hadas, en el que el hueco
de la peña era una hermosa habitación, habitada por varios per-
sonajes deslumbradores y misteriosos».20
Para Ribot el desarrollo de la capacidad inventiva no es el
mismo en todas las circunstancias. Distingue dos procedimien-

18. Ibíd., 44
19. Ibíd., 60.
20. Ibíd., 129.

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tos generales de invención. En el primer procedimiento, llama-
do procedimiento completo, lo primero que se presenta es la
idea, el problema que se quiere solucionar; después de cierto
tiempo de incubación sigue la invención, y, finalmente, la com-
probación o aplicación. Este procedimiento manifiesta un tipo
dotado de una imaginación discursiva. En el segundo procedi-
miento, llamado procedimiento abreviado, después de una pre-
paración general (estado inconsciente), surge la idea u ocurren-
cia, luego la evolución. En este procedimiento se manifiesta un
tipo de imaginación espontánea, intuitiva y sintética.
Ribot distingue tres fases en cada uno de estos procedimien-
tos. En el caso del primer procedimiento, en la fase primera sur-
ge un concepto nuevo, que en principio no resulta muy claro,
pero después viene el proceso de su elaboración, cuya duración
puede variar. La fase segunda está caracterizada por una clara
cristalización del concepto. La fase tercera es la realización efec-
tiva del concepto y su elaboración minuciosa. El verdadero pro-
ceso creador acaba ya en la fase segunda, y la fase tercera es tan
sólo su ejecución. En el caso del segundo procedimiento, la fase
primera abarca, en un estado inconsciente, una preparación ge-
neral del concepto. En la segunda fase se produce una erupción
del concepto en un momento de inspiración, y, finalmente, en la
tercera fase se realiza el proceso del desarrollo y el ensancha-
miento del concepto.
Estas tres fases se dan tanto en los procedimientos discursi-
vos como en los procedimientos intuitivos. Ribot afirma que la
diferencia entre los procedimientos es más bien superficial que
de fondo. En realidad, en ambas modificaciones se trata del mis-
mo proceso esencial. La diferencia que existe entre ellos es el
resultado de disparidad en los tipos de las mentalidades creado-
ras.21 Así, la imaginación creadora, que consiste en «la propie-
dad que tienen las imágenes de reunirse en combinaciones nue-
vas», «tiende siempre a realizarse en grados que varían desde la
simple creencia momentánea a la objetividad plena [...] perma-
nece idéntica a sí misma, en su profunda naturaleza y en sus
elementos constitutivos; la diversidad de sus obras depende del
fin propuesto, de las condiciones requeridas para realizarla y de
los materiales empleados».22

21. Cfr. ibíd., 165-172.


22. Ibíd., 333.

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Ribot presenta finalmente un análisis magistral de los nueve
tipos de imaginación creadora: imaginación plástica, defluente,
mística, científica, práctica, mecánica, comercial, militar y utó-
pica. Esta clasificación «es completamente análoga a la de los
caracteres con relación a la voluntad».23 Si «los hombres que ima-
ginan lo hacen de diverso modo»,24 no puede negarse entonces
que la imaginación creadora sea un producto natural de la pro-
pia constitución del hombre, que es capaz de imaginar, pues «[e]s
para el hombre una necesidad invencible reflejar y reproducir
su propia naturaleza en el mundo que le rodea».25

La psicología de la atención y el lugar de los afectos

En Psicología de la atención (1889) Ribot distinguir dos formas


o tipos de atención. Por un lado, encontramos una atención espon-
tánea —natural, fisiológica, automática, refleja o reactiva—, mien-
tras que, por otro lado, se puede hablar de una atención voluntaria
—artificial, psicológica o dirigida. Se trata de dos aspectos diferen-
tes de la atención. El primer tipo de atención es el más natural y
simple, por eso se la llama también atención refleja o sensorial,
pues es requerida por toda la estimulación externa e interna. El
segundo tipo de atención se conoce como atención voluntaria y
constituye un grado más intenso y avanzado, donde la voluntad
lleva a la concentración psíquica sostenida sobre un objetivo.
Cualquier definición del concepto de atención debe insistir, pues,
en tres propiedades: el refuerzo de las percepciones sometidas a la
atención, la selectividad de las percepciones que favorecen la aten-
ción y el acceso a la conciencia de estas percepciones. Además, hay
que tener en cuenta que el desarrollo de la atención es proporcional
al desarrollo de la inteligencia. De ahí, concluye Ribot, que la aten-
ción sea «un estado intelectual, exclusivo o predominante, con adap-
tación espontánea o artificial de un individuo».26
La atención espontánea «es la única que existe hasta que la
educación y los medios artificiales intervienen».27 Tiene por cau-
sa los estados afectivos del sujeto, es decir, sus motivaciones.

23. Ibíd., 189-190.


24. Ibíd., 189.
25. Ibíd., 334.
26. Th. Ribot, Psicología de la atención..., 9.
27. Ibíd., 11.

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Una teoría de la atención debe comenzar, por tanto, por una
teoría de la motivación, pues, como sostiene Ribot, «[l]as gran-
des atenciones son siempre causadas o sostenidas por grandes
pasiones».28 La atención espontánea depende por completo de
estados afectivos, deseos, satisfacciones, descontentos y envidias.
La atención voluntaria «es un producto del arte, de la educa-
ción, del adiestramiento, de la preparación»,29 en el cual el obje-
to es escogido. Es más, constituye «un aparato de perfecciona-
miento, y un producto de la civilización».30 Se trata, pues, de «ha-
cer atractivo por artificio lo que no lo es por naturaleza; dar un
interés artificial a las cosas que no tienen un interés natural».31
De ahí que, para Ribot, «la atención voluntaria se convierte tam-
bién en un factor de primer orden en esta nueva forma de la
lucha por la vida. Desde que el hombre ha sido capaz de aplicar-
se a una obra sin atractivo inmediato, pero aceptada como me-
dio de vida, la atención voluntaria ha hecho su aparición en el
mundo. Ha nacido, pues, bajo la presión de la necesidad y de la
educación que dan las cosas».32
Así, en el proceso de formación de la atención Ribot distin-
gue tres períodos cronológicos. En el primer período, la aten-
ción se suscita por sentimientos simples —el temor, las tendencias
egoístas. En el segundo período, la atención se apoya en senti-
mientos de formación secundaria —el amor propio, la emula-
ción, la ambición, el interés en el sentido práctico, el deber. En el
tercer período, la atención se suscita por la costumbre, convir-
tiéndose en una segunda naturaleza.
Para Ribot, la atención, bajo todas sus formas, tiene por con-
dición inmediata y necesaria el interés —es decir, estados afecti-
vos naturales o artificiales—, dicho de otro modo, la atención
depende siempre de estados afectivos. La vida afectiva precede
así a la vida intelectual, que se apoya en ella.

Teoría fisiológica de los sentimientos

Existe una larga tradición que reflexiona sobre el papel de las


pasiones en el conocimiento humano, como un intento de reivindi-

28. Ibíd., 15.


29. Ibíd., 47.
30. Ibíd., 59.
31. Ibíd., 49.
32. Ibíd., 61.

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car un vínculo entre lo afectivo y lo cognoscitivo. Son básicamente
dos las direcciones que es posible identificar en esta tradición. Si,
por una parte, la reflexión estoica condujo a la elaboración de mu-
chos tratados de moral responsables de la devaluación de las pasio-
nes como tema digno de reflexión filosófica, por otra parte, es posi-
ble también identificar una amplia tradición de reflexión fisiológi-
ca a propósito de las pasiones, que parte de Hipócrates y Galeno, la
cual conduce, a través de Descartes,33 a la «medicina de las pasio-
nes» de Descuret34 y a la «psicología de los sentimientos» de Ribot,
quien escribe a propósito de este asunto: «Sobre la naturaleza esen-
cial y última de los estados afectivos hay dos opiniones contrarias.
Según la una son secundarios, derivados, cualidades, modos o fun-
ciones del conocimiento; no existen sino mediante éste [...] tal es la
tesis intelectualista. Según la otra son primitivos, autónomos, irre-
ductibles a la inteligencia, pudiendo existir fuera de ella [...] tal es la
tesis [...] fisiológica».35
Frente a la tradición intelectualista, que pretende asimilar los
estados afectivos a los estados intelectuales, La psicología de los sen-
timientos de Ribot, libro publicado en 1896, se enmarca en la tradi-
ción fisiológica: «[l]a tesis que he llamado fisiológica [...] [e]s la que
he adoptado sin restricción alguna en este trabajo».36 Esto significa
que Ribot suscribe la tesis según la cual las manifestaciones psico-
lógicas proceden de condiciones biológicas, de instintos y del in-
consciente del individuo. Esta tesis requiere un método basado en
la observación y la experimentación. Su intención, afirma Ribot,
no es erigir esta tesis fisiológica en un dogma inviolable, sino com-
prender mejor la realidad psicológica de los individuos y evitar los
errores y lagunas de los métodos especulativos. «La naturaleza de
la vida afectiva no puede comprenderse si no se la sigue en sus
transformaciones incesantes, es decir, en su historia. Separarla de

33. Cfr. R. Descartes, Las pasiones del alma (trad. J.A. Martínez Martínez y P. Andrade
Boué), Madrid, Tecnos, 1997; D. Kambouchner, L’Homme des passions. Commentaires
sur Descartes, 2 vols., París, Albin Michel, 2000; id., «La Subjectivité morale dans Les
Passions de l’âme», en K.S. Ong-Van-Cung (coord.), Descartes et la question du sujet,
París, PUF, 1999, 111-131; P. Macherey, «Descartes et Spinoza devant le problème de
l’usage des passions», en Ch. Lazzeri (coord.), Spinoza. Puissance et impuissance de la
raison, París, PUF, 1999, 93-114.
34. Cfr. J.-B.F. Descuret, Médecine des passions, ou les passions considérées dans
leurs rapports avec les maladies, les lois et la religion, París, Béchet Jeune et Labé, 1841
(trad. esp., La Medicina de las pasiones ó las pasiones consideradas con respecto a las
enfermedades, las leyes y la religión [trad. P.F. Monlau], Barcelona, Pablo Riera, 1857).
35. Th. Ribot, La psicología de los sentimientos..., IV.
36. Ibíd., V.

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las instituciones sociales, morales, religiosas, de los cambios estéti-
cos e intelectuales, que la traducen y la encarnan, es reducirla a una
abstracción vacía y muerta».37
Esta obra de Ribot se centra en la importancia que revisten los
estados afectivos y el predominio que éstos ejercen, tanto en la esfe-
ra individual como en la colectiva, así como la trascendencia que
alcanzan los sentimientos y las emociones que casi siempre preva-
lecen sobre las representaciones mentales en la vida. Profundiza
además en el significado y alcance de la asociación de las ideas, de
los estados ideo-afectivos, de la correlación de los sentimientos, del
razonamiento pasional, de lo inconsciente, de las imágenes, de los
impulsos, etc. Es digna de especial mención, y fue muy elogiada, su
fórmula de que la lógica racional pierde en determinadas ocasiones
el carácter práctico, mientras la emocional lo conserva siempre. La
emoción es necesaria para la acción. La sensibilidad moviliza, re-
mite a los móviles que se imponen en cada situación y no a los
motivos mentales, expresados siempre fuera de la situación y fuera
de la acción. La sensibilidad es la facultad de tender o de desear y,
por tanto, de experimentar el placer y el dolor. La sensibilidad remi-
tiría a las normas y valores personales y pondría así las referencias
del bien-estar y del mal-estar.
Para Ribot la afectividad o sensibilidad tiene una función
primordial, pues en la forja del carácter son fundamentales los
instintos, tendencias, impulsos, deseos, sentimientos. Crítico con
las aproximaciones intelectualistas, enfatiza el lugar de la afecti-
vidad. No en balde dedica en esta obra un capítulo importante a
la memoria afectiva.38 Distingue Ribot entre una memoria afec-
tiva falsa —o abstracta— y una memoria afectiva verdadera —o
concreta. La memoria afectiva abstracta «consiste en la repre-
sentación de un acontecimiento, mas una nota afectiva [...]. En
todos los casos de este género [...] la nota afectiva recordada es
conocida, no sentida ni experimentada; ésta no es otra que un
carácter intelectual más, que se añade a lo demás como un acce-
sorio».39 En cambio, la memoria afectiva concreta «consiste en
la reproducción actual de un estado afectivo anterior con todos
sus caracteres».40 Del análisis de la memoria afectiva, aplicado al

37. Ibíd., VI.


38. Cfr. ibíd., 179-218.
39. Ibíd., 205.
40. Ibíd., 206.

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estudio de los caracteres, Ribot extrae algunas conclusiones.
Existe «un tipo afectivo tan distinto, tan claro como el tipo vi-
sual, el tipo auditivo y el tipo motor. El cual consiste en la revivis-
cencia facilitada, completa y preponderante de las representa-
ciones afectivas».41 Además, no existe «solamente un tipo afecti-
vo general; contiene variedades y aun es probable que los tipos
parciales sean los más frecuentes».42
Lo más importante en el posicionamiento de Ribot en este
libro es la tesis de acuerdo con la cual nadie puede ser completa-
mente indiferente a todo, pues cada individuo tiene un compor-
tamiento psicológico propio. Además, si se vive en comunidad,
la indiferencia absoluta resulta imposible. Oponiéndose, por tan-
to, a quienes defienden la existencia de tipos afectivos generales,
aplicables a todos los hombres, Ribot considera que obrar así es
actuar como filósofo y no como psicólogo. No es posible, a su
juicio, suponer que todos los casos sean reductibles a la unidad.
Se distancia, por tanto, de quienes sostienen que para construir
un carácter «son necesarias y suficientes dos condiciones: la
unidad y la estabilidad. La unidad consiste en una manera de
obrar y de reobrar siempre de una manera constante consigo
misma [...]. La estabilidad no es más que la unidad constituida
en el tiempo».43 Con ello se refiere Ribot a la doctrina clásica de
los cuatro temperamentos, que data de los médicos griegos, para
quienes la descripción de cada temperamento enumeraba ca-
racteres, no sólo físicos sino también psíquicos: sanguíneos,
melancólicos, coléricos y linfáticos o flemáticos, y los tempera-
mentos mixtos derivados de ellos.
Ribot considera que esta clasificación es demasiado general y,
consciente de que en la evolución humana el pensamiento varía cons-
tantemente, presenta una clasificación de los caracteres que «tiene
la ventaja de suministrarnos un criterio que simplifica singularmen-
te nuestra tarea; pues es claro que, entre los innumerables indivi-
duos humanos, los hay —y son la mayoría— que no tienen ni uni-
dad, ni estabilidad, ni sello personal que les sea propio».44
Dejando de lado a los «amorfos» y a los «inestables», «los unos
porque son un simple producto de su medio, los otros porque no

41. Ibíd., 212-213.


42. Ibíd., 213.
43. Ibíd., 483-484.
44. Ibíd., 484-485.

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son más que un tejido incoherente de impulsos casi impersona-
les»,45 Ribot considera que la vida psíquica, en un primer grado, se
divide, de acuerdo con el sentir y el obrar, en dos grandes géneros
de individuos, a saber, los «sensitivos» y los «activos». Los prime-
ros, llamados también «afectivos» y «emocionales», se caracteri-
zan porque en ellos predomina la sensibilidad, mientras que los
«activos» poseen una tendencia fisiológica que les orienta a la ac-
ción. Ribot establece además una tercera categoría, los «apáticos»,
que se distinguen por un debilitamiento en el sentir y el obrar.46 La
división establecida por Ribot entre los «sensitivos» y los «activos»
revela que la sensibilidad se sigue de la acción y que ésta está ínti-
mamente ligada con aquélla. Sensibilidad y voluntad están, pues,
tan estrechamente unidas como lo están la inteligencia y la volun-
tad o la sensibilidad y la inteligencia. Sin embargo, Ribot conside-
ra que su clasificación de los caracteres, y la consecuente división
entre «sensitivos», «activos» y «apáticos», no se basa tanto en las
tendencias afectivas como en la distinción entre aquellos caracte-
res en los que domina la acción y aquellos caracteres en los que la
acción está en un segundo plano.
Ribot establece, en un segundo grado, distintas especies den-
tro de los géneros descritos. Así, en el caso de los «sensitivos»,
yendo de los caracteres más simples a los más complejos, distin-
gue entre los «humildes», los «contemplativos» y los «emociona-
les». En el caso de los «activos», distingue entre los «activos me-
diocres» y los «grandes activos». En el caso de los «apáticos»
tenemos los «apáticos puros» y los «calculadores». Además, los
géneros mencionados se dividen en tipos mixtos: los «sensitivos-
activos», los «apáticos-activos», los «apáticos-sensitivos», los
«equilibrados» y, finalmente, los «sustitutos». Tampoco estas di-
visiones se apoyan sólo en factores puramente afectivos, sino
más bien de orden intelectual. Así, define, por ejemplo, a los «humil-
des» como muy sensibles, pero poco inteligentes; a los «contem-
plativos» como muy sensibles e inteligentes, pero nada activos; y
a los «emocionales», además, como muy activos, pero de una
actividad intermitente y a veces espasmódica.47
Esta larga tipología nos revela que el carácter no es otra cosa
que la manera como se combinan las cualidades propias del es-

45. Ibíd., 486.


46. Cfr. ibíd., 487-490.
47. Cfr. ibíd., 494-496.

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píritu e implica el predominio de algunas de esas cualidades. En
la vida estimamos a los hombres, más que por los dones natura-
les, por sus condiciones de carácter, por su manera de obrar. Por
eso, a juicio de Ribot, el carácter se refiere más bien a la manera
peculiar como cada individuo produce su vida, distinta de la de
los demás. El carácter es corregible o reformable, no sólo por la
voluntad, sino también por la acción de las circunstancias que nos
rodean, y, sobre todo, por la educación. Por eso, el fin de la educa-
ción debería consistir principalmente en formar no tanto «el» ca-
rácter, término abstracto y ficticio, sino en forjar caracteres, pues,
como muy bien sabía Ribot, «no existen más que caracteres».48

La lógica de los sentimientos

En La lógica de los sentimientos (1905) propone Ribot la uti-


lización del razonamiento emocional como complemento indis-
pensable del razonamiento lógico. Desde el comienzo de esta
obra Ribot define el razonamiento emocional como «un proceso
cuya transmisión entera es afectiva, es decir, consiste en un esta-
do de sentimiento que, permaneciendo idéntico o transformán-
dose, determina la elección y el encadenamiento de los estados
intelectuales; éstos no son más que un revestimiento, un medio
necesario para dar cuerpo a esta forma de lógica».49 Si en la lógi-
ca de la razón la conclusión no se conoce de antemano, sino que
es el resultado final de la argumentación, y la argumentación
respeta los principios de semejanza, de analogía, de la inclusión o
exclusión y el principio de contradicción, en el caso de la lógica
de los sentimientos la conclusión está dada de antemano, pues
es el deseo que puso en marcha todo el proceso argumentativo.
Además, las pruebas son labor secundaria y sólo son valiosas en
cuanto son útiles para el deseo. Por otro lado, este razonamiento
se apoya más en indicios que en pruebas, en impresiones más
que en juicios, en posturas incuestionables más que en discusio-
nes. De este modo, el principio de contradicción puede pasarse
por alto en el razonamiento emocional, acomodándose a una
forma anárquica, pudiendo darse el caso de coexistencia entre
dos deseos o creencias contradictorios.

48. Ibíd., 506.


49. Th. Ribot, La lógica de los sentimientos..., 9.

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Ribot defendía la conveniencia de hacer intervenir a los sen-
timientos en el proceso de los pensamientos. Con su famosa ló-
gica de los sentimientos constituye Ribot uno de los pilares del
nuevo paradigma de la inteligencia emocional, en la cual traba-
jan Damasio50 y Goleman,51 entre otros. En este sentido, los tra-
bajos de Ribot anticipan la idea de una racionalidad afectiva a
través de la cual se manifiesta una lógica de los sentimientos. De
este modo, la reflexión de Ribot se preocupa por articular éthos,
páthos y lógos, preguntándose por los motivos psicosociales, afec-
tivos, que subyacen a la elección de nuestras argumentaciones y
que no pueden separarse de los esquemas cognitivos y de los
razonamientos, que tienen siempre una dimensión afectiva. En
este sentido, la lógica de los sentimientos es inseparable de la
lógica de los intereses, de la lógica de los prejuicios.
Para Ribot el razonamiento basado en los sentimientos o ra-
zonamiento emocional es criterio de la conducta. El sentimiento
mueve al razonamiento para llegar a la conclusión. Define Ribot
el razonamiento emocional como «un proceso cuya transmisión
entera es afectiva, es decir, consiste en un estado de sentimiento
que, permaneciendo idéntico o transformándose, determina la
elección y el encadenamiento de los estados intelectuales».52 De
hecho, tales estados intelectuales no son más que un revestimiento
o un medio necesario para dar cuerpo a esta forma de lógica, a la
que Ribot llama lógica afectiva o lógica de los sentimientos. El
pensamiento se hace dependiente de la disposición emocional,
promueve la asociación conveniente, excluye las demás, y hace
también que estén presentes en la mente las percepciones y re-
presentaciones que tienen que ver con tal disposición emocional
permanente —estado de ánimo— o temporal —emoción propia-
mente dicha. La fórmula de la ley del efecto según Ribot sería:
aceptación sin examen de todo lo que favorece la disposición
emocional y la exclusión de todo lo que la perjudique.

50. Cfr. A.R. Damasio, El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro huma-
no (trad. J. Ros), Barcelona, Crítica, 2001; La sensación de lo que ocurre. Cuerpo y emo-
ción en la construcción de la conciencia (trad. F. Páez de la Cadena), Madrid, Debate,
2001; En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos (trad. J. Ros),
Barcelona, Crítica, 2005.
51. Cfr. D. Goleman, Inteligencia emocional (trad. D. González Raga y F. Mora),
Barcelona, Kairós, 1996; La práctica de la inteligencia emocional (trad. F. Mora y D. Gon-
zález Raga), Barcelona, Kairós, 1999; Inteligencia social. La nueva ciencia de las relacio-
nes humanas (trad. D. González Raga), Barcelona, Kairós, 2006.
52. Ibíd.

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Ribot describe cinco formas de la lógica de los sentimientos,
a saber, el razonamiento pasional, el inconsciente, el imaginati-
vo, el de justificación y el mixto. Especialmente interesante re-
sulta el razonamiento mixto. Ribot lo denomina también «razo-
namiento afectivo reflexivo» o «razonamiento artificial», «por-
que siendo consciente, voluntario, calculado, se opone al
razonamiento afectivo espontáneo».53 Así, el razonamiento afec-
tivo reflexivo implica tanto «un encadenamiento racional, que
es su esqueleto», como «el empleo de las emociones como medio
de obrar y como procedimiento de argumentación».54 Este tipo
de razonamiento es el que se utiliza para «persuadir, arrastrar,
hacer obrar; no tiene más que preocupaciones prácticas. Se diri-
ge al hombre total, principalmente a sus sentimientos [...]. Se
encuentra en todas partes: en las discusiones morales, políticas,
religiosas, sociales, estéticas [...]. En las novelas y composicio-
nes dramáticas [...]. En la vida ordinaria».55
Frente a los razonamientos utilizados por la dialéctica y la
sofística, el razonamiento afectivo reflexivo es el propio de la
retórica. Ribot considera que «el tipo de razonamiento mixto se
encuentra en la elocuencia verdadera, la cual es mejor que una
charla elegante y vacía».56 En apoyo de su tesis, Ribot menciona
algunos tratados de retórica que, a su juicio, constituyen un en-
sayo de una lógica de los sentimientos. Así, por ejemplo, cita
Ribot la célebre definición ciceroniana de la elocuencia como
«un estado de emoción continua».57 En el razonamiento afectivo
reflexivo que emplea la retórica los elementos racionales y afec-
tivos están estrechamente unidos y ambos tienden al mismo fin.
De ahí que Ribot considere que la retórica «es una prueba de
hecho de la necesidad para el hombre de una lógica emocional».58
Con la ayuda de la retórica, el orador es capaz de influir en los
afectos del oyente, y es de gran ayuda «en la elección de los valo-
res que hay que rechazar, aplicar, poner de relieve; lo cual es el
fondo mismo de la lógica afectiva».59 Además, Ribot subraya el
«carácter extraindividual, social, del razonamiento mixto»,60

53. Ibíd., 138.


54. Ibíd.
55. Ibíd., 140-141.
56. Ibíd., 142.
57. Ibíd.
58. Ibíd.
59. Ibíd., 144.
60. Ibíd., 146.

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puesto que uno de los propósitos del razonamiento afectivo re-
flexivo es suscitar la credibilidad en el oyente. Pero también, afir-
ma Ribot, «sólo las grandes convicciones crean la lógica afectiva
y con ella la dirección de los espíritus».61 Es necesaria, por tanto,
«una acumulación de razones que muevan».62
En las conclusiones de este libro Ribot niega que la lógica de los
sentimientos sea un capítulo de la lógica de los sofismas o vicios
intelectuales.63 La lógica de los sentimientos, es decir, la que tiene en
cuenta los sentimientos, tiene su utilidad y no debe ser juzgada se-
gún las reglas inflexibles de la razón objetiva. Las dos lógicas, la de la
razón y la de los sentimientos, «ocupan cada una un terreno que le es
propio».64 Ambas son instrumento de nuestras necesidades. La lógi-
ca de los sentimientos, «juzgada por los lógicos puros es condenada
sin vacilar y sin apelación», mientras que juzgada por los psicólogos
«tiene derecho a la existencia por razones individuales y generales».65
Ribot cierra su obra con un alegato a favor de la lógica de los
sentimientos. La naturaleza humana no sólo se mueve por la ra-
zón, sino también por la vía de los sentimientos, y una sin la otra
no tendría sentido. «Hay espíritus que reclaman la verdad ante
todo, pero que la quieren bien establecida, demostrada, que tie-
nen la obsesión de la exactitud y de los procedimientos rigurosos.
Hay otros, fugitivos, faltos de precisión, que se complacen en lo
vago por exceso de sentimiento o de imaginación, por pereza inte-
lectual, por incapacidad de reflexión, por falta de paciencia en la
investigación. Para ellos, la lógica afectiva es suficiente y preferi-
ble; la inventarían si no existiera hace siglos. Una razón más pro-
funda que asegura su perpetuidad, es el ser obra espontánea de
nuestra naturaleza no intelectual. El hombre siente surgir en él
necesidades, deseos, problemas, a los que la razón pura no aporta
satisfacción, ni respuesta, ni remedio; el sentimiento y la imagina-
ción ocupan su puesto. La actitud escéptica que limita el conoci-
miento y se resigna a ignorar mucho; la actitud estoica que desde-
ña las esperanzas ilusorias y los consuelos vanos no son del gusto
de todos. La mayor parte prefieren respuestas aparentes a nada.
El papel de la psicología es estudiar esta manifestación de la natu-
raleza humana, como hecho, sin condenarla ni absolverla».66

61. Ibíd., 147-148.


62. Ibíd., 148.
63. Cfr. ibíd., 218.
64. Ibíd., 222.
65. Ibíd., 230.
66. Ibíd., 230-231.

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CAPÍTULO V
LA RETÓRICA COMO CRÍTICA DEL LENGUAJE

Todavía en la actualidad la crítica del lenguaje de Mauthner


sigue siendo más conocida por aquello que ciertamente no es, a
saber, el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein. En la
proposición 4.0031: «Toda filosofía es “crítica del lenguaje”. (En
todo caso, no en el sentido de Mauthner.)»,1 Wittgenstein cita a
Mauthner para abjurar de él. Para acrecentar aún más la distan-
cia entre la contribución de Mauthner y la suya, Wittgenstein
encierra la referencia entre paréntesis. Así, aunque no olvidado
del todo, Mauthner ha seguido siendo una figura desconocida, a
menudo citada, pero rara vez leída. Ignorar a Mauthner es gra-
ve, sobre todo si se considera que fue uno de los primeros en
introducir los aspectos que rehabilitaron el lenguaje dentro de
cualquier postura filosófica. Sostuvo, a principios del siglo XX,
que el lenguaje es el gran problema que quedaba por discutir
con profundidad y así lo probó en Beiträge zu einer Kritik der
Sprache (1923) y en Wörterbuch der Philosophie. Neue Beiträge
zu einer Kritik der Sprache (1923-1924). El propósito básico de
estas páginas no es otro que eliminar los paréntesis de Wittgen-
stein del nombre de Mauthner. Por ello, este capítulo se propone
desarrollar fundamentalmente tres tesis sobre Mauthner que
hasta ahora no han recibido la atención suficiente.

1. Partiendo de la proposición de Wittgenstein, se explicará lo


que realmente implica una crítica del lenguaje «en el sentido de
Mauthner». Mauthner considera que la crítica del lenguaje no es
un análisis lingüístico, sino la puesta en duda radical de la capaci-
dad del lenguaje para reflejar la realidad. De esta manera, gracias
a Mauthner, Wittgenstein pudo señalar que el lenguaje es el límite
del pensamiento y presentar nuevamente la aporía —la ontolo-
gía del límite— como método. Ningún pensador hasta esa fecha
—salvo Mauthner— había formulado una teoría lógica basada en
una crítica poderosa del lenguaje para concluir nada menos que

1. L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus..., 4.0031.

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con la visión del conocimiento como frontera. Además, se señala-
rá el interés que esta crítica del lenguaje tiene todavía en la actua-
lidad. La obra de Mauthner influyó a lo largo del tiempo en nume-
rosos filósofos, filólogos y escritores. Mostrar la relación entre la
Kritik de Mauthner y los debates contemporáneos sobre el lengua-
je y el conocimiento es un proyecto estrechamente relacionado
con el concepto de crítica «en el sentido de Mauthner».
2. Por una parte, Mauthner concibe el lenguaje como «activi-
dad», como «palabra» (das Sprechen) y no sólo como «palabras»
(die Sprache) o, por decirlo con terminología aristotélica, como
enérgeia y no meramente como érgon. El lenguaje es básicamen-
te movimiento y no se accede a él más que a través de un conoci-
miento metafórico. Por tanto, el enfoque de Mauthner sobre la
acción y el lenguaje es de gran interés para la concepción del
lenguaje como actividad expresiva. Para Mauthner «expresión»
no es simplemente «estructura» o «soporte» sino la «acción y
efecto de expresar». Es, pues, en la retórica, y en particular en el
conocimiento metafórico, donde se encuentra, a juicio de Mauth-
ner, el fundamento de las ciencias de la expresión por medio del
lenguaje. Por otra parte, Mauthner sostiene, en Die drei Bilder
der Welt. Ein sprachkritischer Versuch, que son precisamente las
tres categorías lingüísticas de sustantivo, adjetivo y verbo las que
fundamentan tres modos diferentes de entender el mundo, por
lo que una misma realidad puede contemplarse desde esas tres
perspectivas. Por tanto, si no desenmascaramos la ambigüedad
de la lengua, que confunde a menudo la acción con las cosas que
produce, el verbo con el sustantivo y la forma con la función, no
nos aclararemos nunca. El lenguaje es la regla del juego que nos
permite interaccionar con los elementos que componen nuestro
entramado social. La obra de Mauthner constituye así una de las
más significativas aportaciones modernas precursoras de la re-
cuperación de la retórica como auténtica teoría del conocimiento.
3. Adviértase, por último, que la concepción lingüística de
Mauthner, como trataremos de demostrar, está enraizada en el
modelo retórico aristotélico. No en balde Mauthner dedicó al
filósofo heleno una de sus obras, prácticamente olvidada, Aristo-
teles. Ein unhistorischer Essay. Si la filosofía es, «en el sentido de
Mauthner», esencialmente lingüística, esto es, si la verdadera
esencia de la filosofía radica en el lenguaje, el cual forja nuevas
realidades y, por tanto, amplifica la realidad, hay que subrayar
que la retórica, «en el sentido de Aristóteles», constituye un sa-

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ber fundamental que influye en todo conocimiento humano de
cualquier índole, pero especialmente el conocimiento práctico
que supone la deliberación sobre nuestras actuaciones y el plan-
teamiento y resolución de nuestros problemas. El mismo Aristó-
teles se ocupó a fondo de estudiar cómo actúan los humanos a
través del lenguaje y qué problemas trae esto consigo o qué tram-
pas hay que advertir para no caer en ellas. La retórica contiene
en su seno la explicación de los problemas y de las trampas del
lenguaje, no para que aprendamos a engañar sino para que no
nos dejemos engañar por el lenguaje. Cuando los calumniadores
de la retórica dicen que hay que apartarse de ella, porque es un
arte de engañar, lo que hacen es renunciar a un conocimiento
más útil, a aquel conocimiento que nos ayuda a descubrir los
posibles engaños del lenguaje, aquel que nos ayuda a dominar al
lenguaje y a no ser dominados por él.

Toda filosofía es «crítica del lenguaje»

Wittgenstein menciona explícitamente a Mauthner en su Trac-


tatus cuando sentencia: «Toda filosofía es “crítica del lenguaje”. (En
todo caso, no en el sentido de Mauthner.)».2 Resuenan aquí las pala-
bras de Mauthner, quien escribe en su Selbstdarstellung: «Toda filo-
sofía crítica es crítica del lenguaje».3 Lo sorprendente de este asun-
to es que Wittgenstein parece cambiar de opinión entre el Tractatus
y sus escritos posteriores, en los cuales su crítica del lenguaje apare-
ce en muchos aspectos formulada «en el sentido de Mauthner».
¿Por qué sucede esto? La respuesta es fácil. Wittgenstein compagi-
na en el Tractatus la tesis según la cual existe una imagen lógica del
mundo con la tesis según la cual la estructura lógica del lenguaje es
esta imagen. Más adelante, en sus Investigaciones filosóficas, consi-
derará que no tiene tanto que ver con la lógica, sino con la semánti-
ca: «Cuanto más de cerca examinamos el lenguaje efectivo, más
grande se vuelve el conflicto entre él y nuestra exigencia. (La pureza
cristalina de la lógica no me era dada como resultado; sino que era
una exigencia.) [...] Vamos a parar a terreno helado en donde falta
la fricción [...]. Queremos avanzar; por ello necesitamos la fricción.

2. Ibíd.
3. F. Mauthner, «Selbstdarstellung», en R. Schmidt (ed.), Die Deutsche Philosophie
der Gegenwart in Selbstdarstellungen, Leipzig, Meiner, 1922, vol. 3, 134.

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¡Vuelta a terreno áspero!».4 Wittgenstein modifica así su compren-
sión del lenguaje «en el sentido de Mauthner».
La crítica mauthneriana del lenguaje se contrapone a la con-
cepción romántica que considera el lenguaje como un organis-
mo: «El lenguaje no puede ser un organismo, pues aunque tuvie-
ra esta palabra un sentido, lo que quiere ser un organismo, debe-
ría ser unidad con existencia propia y vida aislada».5 Sin embargo,
según Mauthner, el lenguaje sólo puede existir «entre los hom-
bres»;6 y «puesto que el lenguaje sólo tiene existencia entre los
hombres, es social, no puede existir tampoco en un individuo
solo».7 Y es que, como el mismo Mauthner afirma, «el lenguaje
es propiedad común».8 Para Mauthner: «El lenguaje se ha for-
mado como una gran ciudad. Cámara por cámara, ventana por
ventana, habitación por habitación, casa por casa, calle por ca-
lle, barrio por barrio; y todo esto se ha encajado, se ha unido».9
Análogamente Wittgenstein sostiene lo siguiente: «Nuestro
lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de ca-
llejas y plazas, de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de
diversos períodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nue-
vos con calles rectas y regulares y con casas uniformes».10 En
contraste con la visión sincrónica del lenguaje que subyace en el
Tractatus, en las Investigaciones filosóficas introduce Wittgens-
tein la diacronía como factor imprescindible para comprender
los desplazamientos semánticos y pragmáticos que dan razón
del uso lingüístico en un determinado momento. Esta dimen-
sión histórica del lenguaje aparece con toda claridad cuando Witt-
genstein compara el lenguaje con una ciudad antigua. El símil
utilizado por Wittgenstein es aplicable al problema de la traduc-
ción. Como vemos, el ideal de traducción del Tractatus, según el
cual la traducción sería posible por la mera sustitución de una
palabra por otra, ya no se mantiene en las Investigaciones filosó-
ficas, donde se introduce la historia en la consideración del len-
guaje. El uso o los usos que una palabra haya adquirido de la

4. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas (trad. A. García Suárez y C.U. Moulines),


México-Barcelona, UNAM-Crítica, 1988, I 107.
5. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache, Leipzig, Meiner, 1923, I 28.
6. Ibíd.
7. Ibíd., I 29.
8. Ibíd., I 27.
9. Ibíd., I 27.
10. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., I 18.

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historia en una lengua origen pueden no tener una exacta co-
rrespondencia con el uso o los usos que esa palabra haya adqui-
rido en una lengua término. Además, la relación lenguaje/pensa-
miento no proporciona un punto fijo de referencia de acuerdo
con el cual las palabras tengan un referente mental común. Tam-
poco el recurso a la ostensión garantiza la igualdad de uso de
una palabra en una lengua origen y en una lengua término cua-
lesquiera. Si aceptamos que las lenguas, como las ciudades, pue-
den ser fruto de la construcción azarosa de la historia, de un
plan urbanístico previo o, lo que es más frecuente, una mezcla
de ambos, tenemos asegurada la no correspondencia entre dos
lenguas cualesquiera al modo como no son superponibles dos ciu-
dades cualesquiera.
Como afirma Mauthner: «[...] la gramática de una lengua no
puede ser escrita más que en aquella lengua, de modo que el valor
de la gramática coincide, finalmente, con el valor del lenguaje
mismo. Las palabras sólo tienen sentido para aquel que posee ya
sus contenidos de representación; y, asimismo, la gramática de
una lengua es completamente inteligible sólo para aquel que no la
necesita, porque comprende el idioma».11 En este mismo sentido,
según una célebre frase de Mauthner: «Si Aristóteles hubiera ha-
blado chino o dakota, su lógica y sus categorías habrían sido dis-
tintas».12 Según esto no habría un orden lógico superior o parale-
lo al lingüístico-gramatical.13 Mauthner se sitúa así en una tradi-
ción análoga a la de Humboldt, para quien la dependencia de
lenguaje y pensamiento es interdependencia, bicondicionalidad:
«Su lengua es su espíritu y su espíritu es su lengua».14 Además,
esto lleva a Mauthner a considerar el lenguaje desde una pers-

11. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., I 23.


12. Ibíd., III 4.
13. Cfr. H. Lenk, «Introduction: If Aristotle Had Spoken and Wittgenstein Known Chinese...
Remarks regarding logic and epistemology: a comparison between classical Chinese and
some Western approaches», en H. Lenk y G. Paul, Epistemological Issues in Classical Chinese
Philosophy, Albany, SUNY Press, 1993, 1-10; E. Benveniste, «Catégories de pensée et catégories
de langue», en Problèmes de linguistique générale, París, Gallimard, 1966, vol. I, 63-74. Para
una inversión de las conclusiones de Benveniste, cfr. J.-P. Reding, «Greek and Chinese
Categories: A Reexamination of the Problem of Linguistic Relativism», Philosophy East and
West, 36/4, 1986, 349-374 y Ch. Touratier, «Catégories de langue et catégories de pensée
(Benveniste lecteur d’Aristote)», Lalies, 10, 1992, 367-376, los cuales atienden a la influencia
de la lógica en el pensamiento gramatical.
14. W.v. Humboldt, Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren
Einfluss auf die geistige Entwicklung des Menschengeschlechts, Berlín, Königlichen
Akademie, 1836, § 7, 37.

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pectiva histórica: «¿Dónde está, pues, la realidad del abstracto “len-
guaje”? En el aire. En los pueblos, entre los hombres [...] cada pala-
bra tiene su historia, y al conocimiento íntimo de un lenguaje per-
tenecerá, pues, el conocimiento de su historia total».15
Por su parte, Wittgenstein afirma: «Nuestro examen es por
ello de índole gramatical. Y éste arroja luz sobre nuestro proble-
ma quitando de en medio malentendidos. Malentendidos que
conciernen al uso de palabras [...] el proceso tiene a veces seme-
janza con una descomposición».16 Este texto de las Investigacio-
nes filosóficas muestra que, al abandonar la teoría del lenguaje
como representación, Wittgenstein también abandonó la idea
de que los problemas filosóficos surgieran de la incomprensión
de la lógica de nuestro lenguaje. Es más, llegó a la conclusión de
que el lenguaje natural no tiene una forma lógica que el análisis
pueda o deba descubrir. El análisis ha de tener entonces como
objetivo el lenguaje tal como se nos presenta, sin pretensiones
reductoras ni reformistas. Los problemas filosóficos no surgen
de la naturaleza del propio lenguaje, sino del uso que hacemos
de él; tienen su origen en nuestra utilización desordenada de las
expresiones, esto es, de su empleo fuera del juego de lenguaje de
que son parte, aisladas de la forma de vida que les da sentido. El
método que propone el Tractatus es el del análisis lógico, básica-
mente intervencionista: consiste en analizar las proposiciones
hasta que sus últimos componentes y las conexiones lógicas en-
tre ellos queden completamente claras. Por el contrario, el méto-
do de las Investigaciones filosóficas no es lógico. Como el lengua-
je natural está en orden, no hay que reformarlo, ni sustituirlo
por otro más preciso: se trata de comprenderlo mejor. Para ello,
el camino fundamental es la captación de la gramática de las
expresiones. La filosofía es una investigación gramatical. Por
investigación gramatical hay que entender la investigación que
consiste en averiguar cuáles son las reglas que regulan la aplica-
ción correcta de una expresión. Por supuesto, estas reglas inclu-
yen las gramaticales en sentido tradicional, pero también las que
rigen el uso correcto de una expresión. Para descubrir tales re-
glas, es preciso analizar los diferentes juegos de lenguaje en que
puede entrar la expresión, determinar la función que desempe-
ña en esos juegos y elucidar las relaciones, si las hay, entre unos

15. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., I 19-20.


16. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., I 90.

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usos y otros. Cuando realizamos tal reconsideración, los proble-
mas filosóficos no se resuelven, sino que se disuelven: su irreali-
dad queda puesta de manifiesto en el análisis de funcionamiento
comunicativo normal de las expresiones.
Decir que el pensamiento es la condición de posibilidad del
lenguaje no aclara apenas las relaciones entre pensamiento y len-
guaje. En efecto, sostener que el lenguaje supone el pensamiento
no explica en qué consisten precisamente las relaciones entre
pensamiento y lenguaje. Para Mauthner el pensamiento no es
exterior al lenguaje, sino que sólo tiene lugar en el lenguaje. El
lenguaje se produce antes que el pensamiento, y el mismo len-
guaje influye o determina la capacidad mental. Primero, el len-
guaje, y después, el pensamiento. Así se expresa Mauthner cuan-
do afirma: «Pensar es hablar».17 Además, según Mauthner, «[n]i
en la realidad, ni en la historia, hay un pensar abstracto ni un
abstracto lenguaje».18 Y también Wittgenstein, de modo similar,
dice: «“La finalidad del lenguaje es expresar pensamientos”. [...]
¿Qué pensamiento expresa, por ejemplo, la oración “Llueve”?».19
Al pensar utilizamos diversas clases de signos lingüísticos, de tal
manera que resulta muy difícil concebir un pensamiento sin len-
guaje y, en el fondo, pensar es hablar: para que una persona pue-
da decir algo a alguien es preciso que con anterioridad se lo diga
a sí misma, esto es, que lo piense, y no existe el pensar si no se
habla con uno mismo. El lenguaje, pues, antes de ser instrumen-
to de comunicación, es instrumento de pensamiento.
La lengua es por naturaleza difusa, cambiante, transitoria y
metonímica, porque es social, convencional. No se pueden fijar
conceptos. Asimismo, el pensamiento sería también una nebu-
losa informe sin el lenguaje, que es lo que permite organizarlo.
De este hecho eran conscientes tanto Mauthner como Wittgen-
stein. El primero escribe: «Sabemos que es esencial que el len-
guaje sea indeterminado y neblinoso. Incluso el término más con-
creto es más borroso que la realidad».20 El segundo considera
que «[...] cada una de las palabras que nos son familiares [...]
provoca ya en sí misma en nuestro espíritu una neblina, un “aura”
de empleos debidamente insinuados —como si en un cuadro

17. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., III x.


18. Ibíd., I 184.
19. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., I 501.
20. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., III 15.

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cada una de las imágenes también estuviera rodeada de escenas
delicadas, pintadas nebulosamente».21 De ahí que ambos con-
cuerden, en general, en que el lenguaje incide en el pensamiento.
A veces hay cosas que no pueden expresarse con palabras, por-
que se manifiestan a sí mismas como algo místico. Así lo dice
Mauthner: «[...] puesto que el espíritu crítico representa la forma
más fuerte del entendimiento humano, los límites de la humani-
dad dependerán en última instancia de las palabras de cada épo-
ca. No existe la revelación ni la inspiración profética. Sólo existe
lo místico».22 Wittgenstein en el Tractatus demuestra que el len-
guaje en el siglo XIX se convirtió en el sustituto de la experiencia.
Ambos términos, experiencia y lenguaje, eran de alcance similar-
mente grande, ambos delimitaban todo el ámbito de la investiga-
ción humana, todos los temas susceptibles de estudio por el hom-
bre. Wittgenstein aborda el problema de cómo se conocen las en-
tidades creadas para explicar el conocimiento. Su idea inicial es
que se puede ver más lejos de lo que se puede decir. Se puede ver
todo el trayecto hasta el extremo del lenguaje, pero las cosas más
lejanas que se ven no pueden expresarse en enunciados porque
son las precondiciones para decir cualquier cosa. Si el lenguaje
fáctico pudiese contener un análisis de sus condiciones de aplica-
ción, el lenguaje que las analizase dependería de otras condicio-
nes. Si no hubiese objetos, si el mundo no tuviese sustancia, si no
hubiese una forma inalterable del mundo, entonces el sentido no
sería determinado, y no seríamos capaces de formar nuestras imá-
genes del mundo, y sería imposible la descripción. Así pues, la
condición de la posibilidad de la descripción debe ser ella misma
descriptible. Wittgenstein desechó toda idea de concebir el len-
guaje como un todo limitado que tenía condiciones en sus extre-
mos exteriores. Se reconcilió con la idea de que la filosofía y el
lenguaje no eran más que un conjunto de prácticas sociales ex-
pandibles indefinidamente, y no un todo limitado cuya periferia
podía mostrarse. Así, para Wittgenstein, «[l]o inexpresable, cier-
tamente, existe. Se muestra, es lo místico».23 Estamos ante la apo-
ría como método, la ontología del límite: ningún pensador hasta
esa fecha había formulado una teoría lógica basada en una crítica

21. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., II 6.


22. F. Mauthner, Der Atheismus und seine Geschichte im Abendlande, Stuttgart,
Deutsche Verlags-Anstalt, 1920-1923, II 566.
23. L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus..., 6.522.

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poderosa del lenguaje para concluir nada menos que con la visión
del conocimiento como frontera. Desde Mauthner y contra la
metafísica, contra toda la filosofía occidental y oriental, contra sí
mismo, Wittgenstein señaló que el lenguaje es el límite del pensa-
miento y la lógica es el límite del lenguaje.
Afirma Mauthner: «Pero el lenguaje no es un objeto de uso, ni un
instrumento tampoco; sobre todo, no es un objeto, no es más que su
propio uso. Lenguaje es uso de lenguaje».24 Escribe Wittgenstein:
«Para una gran clase de casos de utilización de la palabra “signifi-
cado” —aunque no para todos los casos de su utilización— puede
explicarse esta palabra así: el significado de una palabra es su uso en
el lenguaje. Y el significado de un nombre se explica a veces señalan-
do a su portador».25 El significado de una palabra no hace referencia
a ninguna entidad extralingüística, sino que la palabra significa en
la medida en que se usa en el contexto de un determinado juego de
lenguaje. Además, al enlazar el significado de una palabra con el uso
de ésta, ahora las palabras podrán ser definidas de modo análogo a
como lo son las herramientas, según el uso que tengan. Y las pa-
labras son, además, herramientas polivalentes que en cada juego de
lenguaje pueden ser aptas para usos diversos y no coincidentes de
un juego a otro juego. Si en el Tractatus «comprender una oración
significa saber lo que es el caso si es verdadera»,26 en las Investiga-
ciones filosóficas «comprender una oración significa comprender
un lenguaje» y «comprender un lenguaje significa dominar una téc-
nica».27 De modo que, así como para el Tractatus la operación de
entender una proposición hacía referencia a la realidad de lo que
acaece, ahora la operación de entender una proposición no tiene
que llevar aparejada necesariamente ninguna creencia de que con
ella se sepa lo que acontece en el mundo o qué sea el mundo, sino
que la proposición adquiere su sentido en cuanto que está inserta en
un sistema semiótico determinado al que esa proposición pertene-
ce. Con ello tenemos: a) que hay que renunciar a la idea rectora del
Tractatus de que exista algún lenguaje más perfecto que otro; b) que
cada juego de lenguaje es autosuficiente; y c) que las proposicio-
nes tienen sentido dentro del juego lingüístico al que pertenecen,
con independencia de su correlato con la realidad. Todo ello llevará

24. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., I 24.


25. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., I 43.
26. L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus..., 4.024.
27. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., I 199.

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a Wittgenstein a abandonar el proyecto esencialista del lenguaje del
Tractatus, proponiendo, frente a la teoría figurativa del lenguaje,
la teoría de los juegos de lenguaje. Precisamente, por ser cada len-
guaje un juego que no tiene que tener notas comunes con todos los
demás lenguajes, hay que restringir el significado de «significado
de una palabra» sustituyendo en muchos casos la semántica por la
pragmática y recurriendo, otras muchas veces, a la ostensión como
método para averiguar el significado de una palabra.
Escribe Mauthner: «Y si hablara la naturaleza, no hablaría
nuestro lenguaje».28 Y anota Wittgenstein: «Si un león pudiera
hablar, no lo podríamos entender».29 El lenguaje en general se
concibe no sólo como un conjunto de prácticas aprendidas co-
munitariamente sino, también, como la prolongación de un con-
junto de conductas prelingüísticas —concebidas como prototi-
pos de formas de pensar— que son en parte comunes a la espe-
cie. El problema no es que no podamos comunicarnos con los
leones aun si entre ellos hubiera un lenguaje, sino que lo que
vemos en ellos no es el tipo de interacción que llamamos «len-
guaje»: ningún conjunto de prácticas realizado por los leones
cumple nuestros criterios de lo que es un lenguaje. Un lenguaje,
aunque no lo entendamos, es un lenguaje si está imbricado en la
práctica de una forma similar a como lo está el nuestro, y esto
implica cierta coincidencia en intereses, en capacidades percep-
tuales, actitudes frente a la experiencia.

Tres imágenes del mundo

La crítica del lenguaje de Mauthner es una teoría del conoci-


miento o, por utilizar una expresión más adecuada, una teoría
humana del conocer.30 Una teoría humana del conocer se distin-
gue de la confusa teoría del conocimiento que se estudia actual-

28. F. Mauthner, Wörterbuch der Philosophie. Neue Beiträge zu einer Kritik der Sprache,
Leipzig, Meiner, 1923-1924, I 340.
29. L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas..., II 11.
30. «La filosofía dice ocuparse de la teoría del conocimiento, de la lógica y de la ética.
Pero una investigación a fondo muestra que la Teoría del Conocimiento que se profesa en
nuestras instituciones de filosofía es solamente una teoría del conocimiento teórico». Cfr.
J.L. Ramírez, «Arte de hablar y arte de decir. Una excursión botánica en la pradera de la
retórica», Relea (Caracas), 8 (septiembre), 1999, 61-79; [en línea] Scripta Vetera. Edición
Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat
de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-67.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].

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mente en las instituciones de filosofía, pues conocer supone des-
hacer el equívoco metonímico que encierran todos los sustanti-
vos relacionados con el lenguaje, el conocimiento y la acción.
Esto implica, en primer lugar, que para Mauthner pensar es
hablar, opinión —con ciertas salvedades— semejante a la que sos-
tiene Wittgenstein. En segundo lugar, Mauthner niega que el len-
guaje pueda adecuarse a la realidad, pues el lenguaje y la realidad
están separados desde la eternidad por un abismo. De ahí que
para Mauthner el lenguaje sea siempre metafórico. Por «metafóri-
co» Mauthner no entiende el uso ordinario que damos a este tér-
mino. En nuestra cultura, las expresiones metafóricas han sido
eliminadas en favor de la supuesta claridad de la prosa, conside-
rándose que las metáforas desempeñan en el lenguaje un papel
decorativo. Sin embargo, para Mauthner la capacidad metafórica
del lenguaje no es ornamental, sino que representa un modo de
pensar. El conocimiento metafórico caracteriza el modo en que se
relacionan la mente y el mundo. Mauthner usa por tanto el térmi-
no «metáfora» en referencia al lenguaje como medio de cognición.
Al describir el conocimiento como metafórico, Mauthner re-
fuerza su carácter cognitivo, puesto que las metáforas son tro-
pos y, por tanto, elementos de la retórica. Para Mauthner, a dife-
rencia de lo que afirma Wittgenstein en el Tractatus, el lenguaje
no puede representar una estructura lógica o gramatical, sino
retórica, puesto que la lógica es un «invento», la retórica es un
«descubrimiento».31
Leamos un conocido soneto de Quevedo, posiblemente, el
mejor poema amoroso escrito en español: «Cerrar podrá mis
ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, / y podrá
desatar esta alma mía / hora a su afán ansioso lisonjera; // mas
no, de esotra parte, en la ribera, / dejará la memoria, en donde
ardía: / nadar sabe mi llama la agua fría, / y perder el respeto a
ley severa. // Alma a quien todo un Dios prisión ha sido, / venas
que humor a tanto fuego han dado, / medulas que han gloriosa-
mente ardido: // su cuerpo dejará no su cuidado; / serán ceniza,
mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado».32

31. Cfr. J.L. Ramírez, «Tópica de la responsabilidad. Reivindicación de la retórica


para la ciudadanía moderna», en J. Conill y D.A. Crocker (eds.), Republicanismo y edu-
cación cívica. ¿Más allá del liberalismo? Granada, Comares, 2003, 219-242.
32. F. de Quevedo, «Amor constante más allá de la muerte», en Poemas escogidos
(ed. J.M. Blecua), Madrid, Editorial Castalia, 1974, 178-179.

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Los tropos se reconocen fácilmente. Se trata de una canción
de alabanza del poder eterno del amor: si el amor es un Dios,
debe ser inmortal, así como los objetos que toca. Desde esta óp-
tica, los críticos modernos han señalado que «ojos» es una sinéc-
doque del «yo», «sombra» es una metonimia de «muerte», «des-
atar» es una metáfora de «liberar». Asimismo, puede conside-
rarse que la «ribera» es una sinécdoque de Lete y, en consecuencia,
del averno, de lo que se deduce que el espacio no es real, aunque
se generalice, sino metafórico y, concretamente, infernal. Las
«venas» y las «medulas» se usan por el todo del cuerpo del ena-
morado. Al amor, personificado, se le despide en una digresión
metonímica, en que el género reemplaza a la especie («un Dios»
en lugar de «Amor»).
Mauthner utiliza el término «metáfora» también de este modo,
que atribuye a Aristóteles, el cual concibe el proceso metafórico, a
juicio del filósofo austriaco, únicamente como un cambio de senti-
do.33 Pero en este caso la metáfora se convierte en un simple deícti-
co, se restringe tan sólo a una mera oposición funcional, tal y como
ilustran, por ejemplo, los términos matemáticos, que «se han servi-
do de las palabras para utilizarlas como signos algebraicos en fór-
mulas».34 Así, «[l]a ciencia emplea sus palabras igualmente sin re-
presentación, sólo que ella, con una confianza vacía de pensamien-
to, las emplea como signos matemáticos invariables».35 Que todo el
lenguaje sea metafórico tiene otro sentido: «las palabras no dan
imágenes, sino imágenes de imágenes de imágenes».36 Afirma
Mauthner que, «[m]ientras la metáfora se maneje en retórica y gra-
mática y no histórico-lingüísticamente, no se pensará jamás en este
punto, que, sin embargo, es tan definitivo»,37 pues «[c]ada palabra
está preñada de su propia historia, cada palabra lleva en sí una
infinita evolución de metáfora en metáfora».38 De esta forma, Mauth-
ner enfatiza el valor cognoscitivo de la metáfora. «Para el camino
por el cual conquista una palabra determinada nuevos significa-
dos, para cada paso especial en la evolución de significado del len-
guaje, la calificación de metáfora es la mejor».39

33. F. Mauthner, Wörterbuch der Philosophie..., II 60.


34. F. Mauthner, Beiträge zu einer Kritik der Sprache..., I 49.
35. Ibíd., I 113.
36. Ibíd., I 115.
37. Ibíd., I 123.
38. Ibíd., I 115.
39. Ibíd., I 130.

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Y, desde ahí, puede reinterpretarse el anterior soneto de Que-
vedo: así como el poeta cruza el río para lograr la inmortalidad, el
poeta invita al lector a un viaje que acontece en el desplazamiento
metafórico mismo, provocado por la fuerza cognitiva de los tro-
pos, en virtud del cual el oyente es llevado, con el pensamiento, a
otra parte. Las palabras, como dice Mauthner, «no son más, al fin,
que el burdo material rodante que corre acá y allá, sobre los tersos
raíles, y que nos proporciona placer como un viaje en tren».40 Ade-
más, la metáfora, interpretada a la luz de la fisiología, nos libera
de falsas actitudes gramaticales hacia el lenguaje. En esto consiste
la auténtica crítica del lenguaje. «La metáfora, como manantial
de todo desarrollo lingüístico, conduce de nuevo, puesto que par-
te de la sensibilidad, hacia la psicología, y une a ésta con la filolo-
gía, que es la ciencia de aquello que actúa entre los hombres [...] el
que entonces pudiera comparar la expresión total de la frase psi-
cológicamente con las representaciones de las que ella es expre-
sión abreviada o locuaz, ése podría vanagloriarse de haber condu-
cido la filología a una crítica del lenguaje».41 De este modo, el len-
guaje se despoja de toda presunta idealización: «El lenguaje es un
poder. Entonces, es algo real. Puesto que sólo lo real puede obrar.
Pero lo que actúa como poder no es, sin embargo, nunca ni jamás
“el” lenguaje, sino una palabra. Esta palabra claro que no está
separada de sus complementarias, así como fisiológicamente no
se da un fenómeno químico sin mutuas dependencias de sus co-
nexos (sangre y nervios cerebrales)».42
Mauthner desarrollará todas estas ideas en su escrito póstumo
Die drei Bilder der Welt. Tal como explica en esta obra, él no conside-
ra ninguna imagen del mundo como una precisa descripción de la
realidad, sino que más bien estas imágenes son ilusiones equivalen-
tes.43 No existe una lengua directa. Toda expresión lingüística impli-
ca ya siempre algo sobreentendido y nunca directamente expresa-
do. Todo esto nos descubre que el hombre es un animal retórico. La
razón propia e inalienable del hombre es una razón retórica, dis-
cursiva. De ahí que una tarea importante de la retórica sea hacer-
nos conscientes de las desviaciones significativas de la lengua. La
ciencia positiva —y la lógica formal como instrumento suyo— no

40. Ibíd., I 150.


41. Ibíd., I 36-37.
42. Ibíd., I 47.
43. F. Mauthner, Die drei Bilder der Welt. Ein sprachkritischer Versuch, Erlangen,
Verlag der Philosophischen Akademie, 1925, 90.

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es más que puro juego sometido a reglas, que prescinde de la se-
mántica, es decir, de la eventual ambigüedad de los conceptos. Esto,
que en la ciencia natural es necesario y fructífero, al aplicarse a las
ciencias humanas desfigura la realidad y su conocimiento, pues al
imitar a la ciencia natural, las ciencias humanas reducen la acción
a la mera conducta externa y observable. De este modo se abstrae
una imagen determinada de los seres humanos, que deja fuera to-
dos aquellos aspectos reales que no se pueden medir y manipular.
Así es como se sustantiva nuestra comprensión del mundo. Pero los
seres humanos no se subordinan totalmente a la causalidad sino
que actúan también libre y deliberadamente.
Siguiendo a Chladenius y Humboldt, Mauthner clasificó las cos-
movisiones filosóficas de acuerdo con los modelos lingüísticos do-
minantes. De este modo, señaló que las tres categorías de adjetivo,
sustantivo y verbo fundamentan tres modos diferentes de entender
el mundo y que una misma realidad puede contemplarse de esas
tres maneras.44 Mauthner evidencia de esta forma que la lengua es
la regla del juego que nos permite interaccionar con los elementos
que componen nuestro entramado social. Como es sabido, Witt-
genstein generalizó la teoría de Mauthner en su concepción de la
inconmensurabilidad de los juegos lingüísticos (Sprachspiele).
Mauthner nos presenta el «mundo adjetival» (adjektivische
Welt), que nos hace accesible el mundo de la experiencia y de las
sensaciones. Todas nuestras percepciones y sensaciones son ad-
jetivales (caliente, azul, duro, alto). El mundo adjetival es el mun-
do físico, el mundo del sensualismo y del materialismo. Por tan-
to, el mundo adjetival, como mundo de la experiencia sensorial,
nos abre al mundo del arte.45
Si el mundo adjetival nos hace accesible el mundo de las sen-
saciones, el «mundo sustantivo» (substantivische Welt) es el mis-
mo mundo, sólo que busca encontrar una expresión no sólo para
la sensación momentánea, sino también para el ser, la perma-
nencia, la sustancia. El mundo sustantivo es el mundo de las
cosas y de las fuerzas, el mundo de los dioses y de los espíritus,
en definitiva, el mundo sustantivo es el mundo mitológico. No
sólo los dioses y los espíritus son mitológicos, también las apa-
rentes fuerzas de la física y de la biología son mitológicas. El

44. Ibíd., 1-24.


45. F. Mauthner, Wörterbuch der Philosophie..., I 17-19.

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mundo sustantivo es también el mundo del ser. De ahí que Mauth-
ner lo denomina también «mundo metafísico».46 Los realistas
ingenuos creen en la existencia de los sustantivos en el espacio,
por eso tienen que abstraer completamente las condiciones de
toda percepción del tiempo. El mundo sustantivo es, por tanto,
el mundo que existe como sustantivo en el espacio, cuando el
tiempo se ha detenido, pues en el tiempo no hay persistencia, no
hay ser sino devenir. Así, el mundo sustantivo está formado por
los monstruosos conceptos abstractos de la escolástica. Son con-
ceptos aparentes, no se abstraen de ninguna realidad, a pesar de
que existen en el lenguaje, en el pensamiento, e influyen sobre la
realidad psicológica del pensamiento. La exitosa comprensión
del mundo sustantivo, el mundo del ser, aumenta en el mundo
de la mística. La visión del mundo sustantiva aparece de este
modo como la específica cosmovisión humana, como el más ele-
vado producto del espíritu humano.47
Entre el mundo sustantivo y el adjetival se encuentra el «mun-
do verbal» (verbale Welt), el lenguaje verbal. A diferencia de la
cosmovisión sustantiva, el mundo verbal no es ninguna cons-
trucción mental pura, sino que se refiere a la realidad. A diferen-
cia de la visión adjetival del mundo, el mundo verbal nos ofrece
una descripción clara del mundo. De ahí que no sólo apunta al
fenómeno, sino que también nos pone en relación con el senti-
do. El mundo verbal implica pues la actividad de la memoria.
Mundo verbal y causal van juntos. Por eso, el mundo verbal se
relaciona con las relaciones cambiantes de las cosas y entre las
cosas, que constituyen el objeto de la ciencia.48
Si el sensualismo fuese verdadero, el mundo poseería un len-
guaje adjetival; si el idealismo fuese verdadero, la verdad se en-
contraría en el mundo sustantivo; si la teoría del flujo de todas
las cosas fuese verdadera, bastaría el mundo verbal. Sin embar-
go, la verdad no se encuentra sólo en uno de estos tres mundos,
sino que estas tres perspectivas deben ayudarse mutuamente para
poder orientarnos así un poco en nuestro mundo.

46. F. Mauthner, Die drei Bilder der Welt..., 131.


47. F. Mauthner, Wörterbuch der Philosophie..., III 262-267.
48. Ibíd., III 359-366.

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¿Positivismo o hermenéutica?

En las ciencias sociales y humanas modernas se distinguen


dos grandes perspectivas metodológicas: el positivismo y la her-
menéutica, deudoras, respectivamente, de la tradición galileana
que concibe la ciencia como explicación causal y la tradición
aristotélica que la concibe como explicación teleológica.
El problema de la contraposición entre positivismo y herme-
néutica, mecanicismo causalista y teleología o intencionalidad,
es que los seres humanos de épocas en que dominaba el mythos
—la explicación narrativa— reducían la visión natural a una vi-
sión semejante a la social, considerando los fenómenos natura-
les como consecuencia de la acción de dioses o fuerzas sobre-
naturales. En el pensamiento dominado por el lógos y por la es-
critura, en cambio, se fue desarrollando la perspectiva opuesta,
considerando incluso la acción humana de un modo behaviou-
rista, como si las acciones humanas fueran hechos estudiables
de modo semejante a los que nos muestra la naturaleza.
El problema no es que se haya ignorado totalmente la exis-
tencia de dos visiones o perspectivas (la del estudio de los he-
chos y la de la acción o, si se quiere, de los valores), sino que, al
contraponer la una a la otra, se ha venido aplicando la lógica
matemática del principio de tercero excluido, cuando lo razona-
ble es una combinación de ambas perspectivas, sin la cual no
hay entendimiento alguno de la acción humana y social.49
Los escritos de Aristóteles nos ayudan a entender la distinción
dicotómica entre positivismo y hermenéutica. Esto es algo que com-
prendió perfectamente Mauthner, quien nos presenta en uno de sus
escritos, prácticamente olvidado, Aristoteles. Ein unhistorischer Es-
say, la fortuna que han seguido la lógica y la retórica desde la Anti-
güedad. Mauthner sostiene que «la historia de la lógica griega antes
de Aristóteles es una historia de la retórica griega».50 Y más adelan-
te vuelve a reiterar esta misma idea: «Repito: toda la lógica de aquel
tiempo fue una instrucción a la retórica».51 Fue posteriormente cuan-
do, al separarse la Retórica del resto de los escritos del Órganon
aristotélico, se enfrentarán gramática y ontología.

49. Cfr. J.L. Ramírez, Positivism eller hermeneutik. Handling, planering och
humanvetenskap, Tullinge, dia-l-o-g-o-s, 1992.
50. F. Mauthner, Aristoteles. Ein unhistorischer Essay, Berlín, Bard Marquardt, 1904, 9.
51. Ibíd., 51.

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La disputa entre lógica y retórica descansa fundamentalmente
sobre el contraste entre pensamiento lógico y analógico, dentro
del cual es la metáfora, como señala Mauthner, una pieza nu-
clear. La metáfora no vale sólo como forma de exposición o «fi-
gura retórica», sino como forma de conocimiento estético. La
metáfora constituye, en el caso de Mauthner, un elemento es-
tructurante del sentido del discurso. Al ponerla en relación con
el sentido y convertirla en condición necesaria del lenguaje,
Mauthner se aleja de una concepción ontológica de los tropos,
para estudiarlos desde una perspectiva biológica y genealógica.
La metáfora es un mecanismo psíquico e incluso psicofísico, que
estructura los significantes para engarzar en ellos el significado.
Resulta mucho más interesante, desde un punto de vista retóri-
co, para evidenciar las manipulaciones del sentido a las que con
ella se somete al discurso.
De ahí la importancia de Nietzsche en las reflexiones de Mauth-
ner sobre la relevancia de la retórica. Esto se debe a la tesis central
de Nietzsche sobre el carácter fundamentalmente metafórico del
lenguaje. La tesis nietzcheana fue asumida por Mauthner, quien
propuso una crítica radical del lenguaje y el conocimiento.52
Mauthner profesa una concepción evolucionista del conoci-
miento: nuestro conocimiento es subjetivo y relativo; se dirige
hacia metas prácticas y no hacia una aprehensión objetiva de los
objetos; es fruto del azar y no señal de una adecuación entre el
pensamiento y el mundo. Mauthner defiende igualmente una
aproximación nominalista, de acuerdo con la cual los términos
abstractos del lenguaje no tienen ninguna realidad: sólo los indi-
viduos, las sensaciones y los contenidos intuitivos existen real-
mente. Por tanto, el pensamiento abstracto no sería posible sin
el lenguaje, que permite elaborar los objetos. En este sentido, el
concepto no es más que una palabra o un signo, progresivamen-
te privado de su contenido intuitivo. La metafísica se presenta
entonces como algo artificial, por lo que resulta imprescindible
sustituirla por la filosofía comprendida como atención crítica
hacia el lenguaje, cuyo objetivo último sería liberarnos progresi-
vamente de este último. Como hemos mostrado, esta «crítica
filosófica del lenguaje» es el propósito de Mauthner en sus Con-
tribuciones a una crítica del lenguaje.

52. Cfr. P. Kampits, «Der Sprachkritiker Fritz Mauthner: Vorläufer der ordinary-
language-theory oder Nachfolger Nietzsches?», Modern Austrian Literature (Columbus-
Ohio), 23/2, 1990, 23-39.

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Tal como subraya Mauthner en este escrito, el mismo Aristóte-
les se ocupó de estudiar a fondo cómo actúan los humanos a través
del lenguaje y qué problemas trae esto consigo o qué trampas hay
que advertir para no caer en ellas. Sin embargo, todavía está por
desentrañar el valor de la teoría retórica de las figuras de dicción
para la teoría del conocimiento. Un estudio a fondo de la metáfora
revela el significado de los tropos como mecanismos psicolingüísti-
cos de la encarnación del pensamiento en la palabra. Así, partiendo
de la retórica entendida como teoría humana del conocimiento y
como heurística, Mauthner subraya fuertemente la centralidad de
la tropología. Una concepción así del lenguaje, hasta ahora sólo
vislumbrada por autores como Vico, Gerber, Nietzsche o Mauth-
ner, supone una concepción del lenguaje que arrojaría al estercole-
ro de la historia todos los tratados de semántica modernos y gran
parte de las teorías de filosofía del lenguaje.53
Para concluir nos referiremos brevemente a la función cog-
noscitiva de la ironía. La ironía constituye la fuente arcana del
lenguaje humano en general. La actitud irónica supone el tomar
cada acontecimiento como un ejemplo. Y el ejemplo, nos enseña
Aristóteles, es en retórica lo que la inducción es en lógica. Lo
importante del ejemplo no es tanto lo que dice como lo que mues-
tra. La enseñanza del ejemplo no depende de su bondad, pues
también el mal ejemplo muestra y enseña. La maldad advertida,
cuando transciende ciertos límites, nos impulsa a reflexionar y a
hacernos mejores, hasta el punto de que, a veces, sólo la nequi-
cia es capaz de sacudir nuestra indiferencia y comodidad.
Si el ejemplo, concepto hoy vacío y desgastado por el uso coti-
diano, en realidad representa el eje de todo conocimiento huma-
no, la ironía es el gozne que articula el conocimiento con la exis-
tencia misma del hombre. La ironía es el eje de lo antropológico,
ya que, siendo la fuente de todo sentido figurado y de todo tropo
retórico, puede decirse que toda antropología incluye y presupo-
ne una tropología. Para comprender lo que es la ironía es preciso
descubrir lo que revelan ese fenómeno de desviación del sentido
literal o esa aparente falta de lógica y consecuencia, captando lo
que se oculta tras el fenómeno y lo explica. Se trata de entender, a
través de lo que esos ejemplos o fenómenos específicos significan,
no ya lo que la ironía produce, sino lo que la ironía misma es.

53. Cfr. J.L. Ramírez, «La existencia de la ironía como ironía de la existencia. Una
investigación sobre el sentido», Isegoría (Madrid), 25, 2001, 115-145.

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El propio uso cotidiano de la palabra «ironía» desborda y
contradice el concepto instrumental de la ironía como figura
retórica. Pues decimos hacer uso de la ironía, no sólo cuando
expresamos lo contrario de lo que significamos, sino sencilla-
mente cuando desviamos expresivamente el sentido de lo que
decimos. Llamamos además ironías a situaciones trágicas y có-
micas en las que el principio y el final, la premisa y la conclu-
sión, son incongruentes con lo que la lógica, la justicia o el senti-
do común harían esperar. Todo uso de la ironía como recurso o
triquiñuela, toda instrumentalización de lo irónico, aunque con-
serve su aire familiar, tiende a alejarnos de su auténtico sentido.
Hacemos conscientemente uso de la ironía con malicia o bon-
dad. Malignamente en la invectiva, el comentario mordaz, la sá-
tira. Benignamente en el humor. Pero el uso consciente y oportu-
nista la desvirtúa, al convertirla en mero instrumento arbitrario.
La ironía auténtica es una constante tensión, un flujo reiterado
que nutre la fantasía, abona la invención y mantiene vivo el hilo
del discurso y de la acción.
Todo lenguaje humano, sea a nivel semántico inmediato o a
nivel histórico y etimológico, se cincela en el taller de ironía.
Podemos, a lo sumo, ser conscientes de este hecho, pero jamás
eludirlo. Suprimir los tropos sería suprimir el lenguaje. Sin em-
bargo, siendo ellos condición necesaria del lenguaje, no son con-
dición suficiente. Sin la presencia del sentido articulado por ellos,
reducimos el lenguaje a un mero sistema de signos formales como
la matemática, en la cual buscan su modelo la ontología y la
semiótica. Mas como el ser humano es inseparable del lenguaje
(pues o se comunica lingüísticamente o no es humano) y hablar
o comunicarse es dejar al sentido expresarse, tiene necesaria-
mente que hacerlo indirectamente y con rodeos.
Dante, en el canto XXVII del Infierno, nos relata, en clave pa-
ródica, cómo san Francisco y el diablo se disputan el alma de
Guido da Montefeltro. El infierno aparece como un reino organi-
zado y coherente, que tiene su propia organización legal, donde
santos y diablos se pelean por las almas de los difuntos. Las penas
del infierno dantesco tienen, además de un claro valor de vengan-
za personal contra los enemigos del poeta, un sentido moral y
ejemplar. Sirven como escarmiento tanto para Dante como para
sus lectores, para que no caigan en los mismos errores que los
condenados. Guido, siguiendo las órdenes de Bonifacio VIII, ha-
bía matado a un hombre, recibiendo del papa una absolución pre-

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ventiva. Sin embargo, para ser válida, la absolución precisa del
arrepentimiento, al que Guido se resiste. Tras una larga disputa
dialéctica entre san Francisco y el diablo aduocatus, este último,
presentando una larga demostración basada en el principio de no
contradicción, consigue arrebatarle el alma del reo y jactarse de
que, además, es un buen retórico: «Francesco venne poi, com’io fu
morto, / Per me; ma un de’neri cherubini / Li disse: “Non portar, non
mi far torto. // Venir se ne dee giù tra’miei meschini, / Perchè diede il
consiglio frodolente, / Dal quale in qua stato li sono a’crini; //
Ch’assolver non si può chi non si pente, / Nè pentère e volere insieme
puossi / Per la contradizion che nol consente.” // Oh me dolente!
Come mi riscossi, / Quando mi prese, dicendomi: “Forse / Tu non
pensavi ch’ïo loico fossi!”» («Luego cuando morí, vino Francisco, /
mas uno de los negros querubines / le dijo: “No lo lleves: no me
enfades. // Ha de venirse con mis condenados, / puesto que dio un
consejo fraudulento, / y le agarro del pelo desde entonces; // que a
quien no se arrepiente no se le absuelve, / ni se puede querer y
arrepentirse, / pues la contradicción no lo consiente.” // ¡Oh mise-
rable, cómo me aterraba / al agarrarme diciéndome: “¿Acaso / no
pensabas que lógico yo fuese?”»).54

54. Dante Alighieri, Divina comedia (ed. G. Petrocchi, trad. L. Martínez de Merlo),
Madrid, Cátedra, 1993, Infierno, XXVII 112-123.

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CAPÍTULO VI
LA RETÓRICA COMO CIENCIA

La retórica es esencialmente una ciencia general de la comuni-


cación y de la expresión lingüística. No sólo de la comunicación,
sino también y sobre todo de la expresión, del expresar. El térmi-
no «expresión» proviene de la antropología y de la estética. Como
mostraremos a continuación, este concepto posee una capacidad
de significación tal que reúne las condiciones necesarias para ge-
nerar una teoría explicativa de la retórica de mayor amplitud y
consistencia que las teorías sostenidas por otros autores.
Cuando Kant afrontó el tema de lo bello se encontró con una
paradoja. Lo estético, la belleza, se encontraba entre la teoría y la
práctica. Kant había ya perdido la distinción aristotélica propia
entre poíésis y prâxis. Lo que caracteriza al pensamiento teórico
es que se mueve en el ámbito de lo general. El razonamiento teóri-
co va de lo general a lo general. Se hace teoría del hombre en
general, no de este o aquel hombre. En cambio, la práctica, aun
cuando parta de un conocimiento general, se caracteriza por el
descenso a lo concreto. Es en la expresión concreta donde se mues-
tra el conocimiento general del artífice —lo cual revela, entre otras
cosas, que también la teoría es a su modo una creación práctica y
que el arte del científico consiste en expresar en palabras concre-
tas y bien elegidas su conocimiento de lo general. Kant advirtió
que el juicio estético se cierne sobre algo concreto, pero también
pretende expresar un valor universal. Consideramos algo como
bello y ese juicio tiene pretensión universal aunque se refiere a
algo concreto e incluso puramente personal. Por eso para Kant lo
estético se encuentra entre la teoría y la práctica.
En Sobre la expresión fenómeno cósmico (1925) Ortega aborda
la realidad de la expresión y presenta los dos polos de la misma:
«Para que haya expresión es menester que existan dos cosas: una,
patente, que vemos; otra, latente, que no vemos de manera inme-
diata, sino que nos aparece en aquélla» (O.C., II 578). Es preciso
señalar la unidad que se da entre ambos polos: «Ambas (la cosa
patente y la cosa latente) forman una peculiar unidad, viven en
esencial asociación y como desposadas, de suerte que, donde la

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una se presenta, trasparece la otra» (ibíd.). El polo expresivo se
subordina al que transmite el contenido expresado: «Lo que en
ello hay de conmovedor no es sólo ese fiel apareamiento y metafí-
sica amistad en que las hallamos siempre, sino que una de ellas se
supedita con ejemplar y humilde solicitud a la otra. Siempre, en la
expresión, la cosa expresiva, se sacrifica espontáneamente a la
cosa expresada, la deja pasar al través de sí misma, de suerte que
para ella “ser” consiste más bien en que otra cosa sea» (ibíd.).
Para Ortega «la expresividad sería, pues, una función prima-
ria de la vida, irreductible a toda otra» (O.C., II 583). Esta fun-
ción sería la de simbolizar las emociones psicológicas por medio
de la corporalidad (O.C., II 584). Se trata empero de una simbo-
lización natural: «Ahora bien; simbolizar es sustituir un objeto
por otro. A la patria se sustituye por la bandera. Cuando entre
ambos objetos no hay nexo apreciable, no hay comunidad algu-
na que percibamos, el símbolo es convencional; la sustitución,
puramente caprichosa. Cuando los sustituimos por razón de su
identidad en algún elemento o atributo, el símbolo es natural,
tiene un fundamento objetivo y constituye un fenómeno cósmi-
co como otro cualquiera» (O.C., II 585).
La expresión no es algo estático, sino algo dinámico. La expre-
sión manifiesta el ser íntimo del hombre: «Es ésta casi el alma
misma hecha fluido [...] representa maravillosamente el drama y
la comedia de dentro» (O.C., II 589). Toda acción es expresiva. Las
vivencias del ser humano se expresan a través del lenguaje, el cual
tiene una dimensión expresiva del ser racional y del hombre como
ser de la comunicación. La expresión es lo que primaria e inme-
diatamente se percibe del otro. Cualquier ser inferior al hombre
no es expresivo por carecer de interioridad; asimismo, cualquier
ser superior al hombre tampoco es un ser expresivo por y en sí
mismo, por carecer de elementos o formas expresivas. De este
modo, puede definirse al hombre como un «yo expresado y expre-
sivo». «Expresado» en cuanto que la expresión es un elemento
fundamental de su naturaleza; «expresivo», porque la expresión
es una actuación necesaria y perteneciente a su existencia.
Bühler elaboró también una investigación histórica sobre el
concepto de expresión. Nos presenta una noción general del mis-
mo. «Si después de todo este cuadro sinóptico se pone uno a
pensar, ábrese un campo de preguntas más importantes y de
mayor amplitud, que hasta ahora quedaron sin respuesta. En
sus tres aspectos es la expresión de un “rostro” [...] en el que

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podemos leer lo invisible. Todo eso que no se ve ha de llevar un
nombre común. El correlato conceptual de lo perceptible senso-
rial en los fenómenos de la expresión, el correlato del rostro, es
algo que puede llamarse con propiedad interioridad. El término
es lo suficientemente amplio y puede incluir lo “leído” en los tres
aspectos: las conmociones anímicas, [...] el suelo nutricio y sub-
jetivo de las creaciones y acciones humanas y, por fin, esa gran
incógnita que aparece en determinados pasajes de los sistemas
del behaviorismo consecuente».1
«Lo invisible», la «interioridad», «lo perceptible sensorial» o el
«rostro» en el que podemos «leer» la interioridad en virtud de la
«analogía» son elementos que conforman la noción bühleriana
de «expresión», que está constituida por tres dimensiones: a) di-
mensión del ser humano que se expresa (interioridad de la per-
sona); b) los vehículos o elementos expresivos (exterioridad o
corporalidad de la misma persona); c) una cierta analogía entre
ambos en cuanto que nos permite conocer algo de la interiori-
dad de un ser humano desde y por su exterioridad o corporalidad.
No resulta difícil comprobar la utilidad de un concepto de «ex-
presión» como el expuesto para la retórica. El ser humano es un
ser expresivo. Todo en el hombre es expresivo. «El hombre es ex-
presión», afirma Nicol desde una concepción radical y unilateral-
mente unitaria del hombre como identificado con la expresión.2
Que el ser humano sea expresión subraya que el hombre es un ser
unitario bidimensional. La corporalidad siempre expresa la inte-
rioridad. La corporalidad es la expresión del alma. La expresión
implica en consecuencia una unión vital e intrínseca, elemento
esencial de un concepto antropológico de expresión. «El hombre
expresa con su sola presencia», dice Nicol.3 La expresión acompa-
ña siempre a la misma existencia humana. La corporalidad posee
una dimensión axiológica que es expresión de la vida interior del
hombre, de sus sentimientos, emociones, modos de ser.
Las características de la expresión expuestas hasta aquí re-
sultan centrales en otros dos autores: Croce y Collingwood. La
concepción de la retórica como «ciencia de la expresión huma-
na» coincide en gran parte con lo que Croce denominara «estéti-

1. K. Bühler, Teoría de la expresión. El sistema explicado por su historia (trad. H.


Rodríguez Sanz), Madrid, Revista de Occidente, 1950, 238.
2. E. Nicol, Metafísica de la expresión..., 133.
3. Ibíd., 230.

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ca», que él concebía como «ciencia de la expresión y lingüística
general»: «la estética es la ciencia de la actividad expresiva (repre-
sentativa, fantástica). La estética surge, para nosotros, cuando
se determina de manera precisa la naturaleza de la fantasía, de
la representación, de la expresión o como quiera llamarse la ac-
titud del espíritu, que es teórica y no intelectual; actitud produc-
tora de conocimientos individuales y no universales. Fuera de
este concepto, por nuestra cuenta no sabríamos ver más que
desviaciones y errores».4
Para Collingwood, que recibió la influencia de la estética cro-
ciana, la expresión supone la adquisición por parte del ser expre-
sivo de un modo de ser, de un grado ontológico superior: el cuer-
po material se eleva a la categoría de cuerpo humano y la mate-
ria de la obra de arte, concebida como creación, se eleva hasta
expresar la vida interior del hombre.
Para ambos, el arte y el lenguaje son lo mismo, a saber, dos
modos de expresión. La obra de arte debe ser expresiva, espe-
cialmente de los sentimientos humanos. Esta concepción se con-
creta en la teoría del arte como expresión. El arte es expresión de
los sentimientos humanos. El término «expresión» puede refe-
rirse tanto a un proceso emprendido por el artista como a una
característica del producto de ese proceso. La teoría del arte como
expresión implica pues tanto en Croce como en Collingwood una
teoría relativa a lo que el artista siente y emprende cuando crea
una obra de arte. Son estas dos perspectivas las que desarrolla-
remos a continuación.

Estética, retórica y gramática: la expresión y sus medios

En Estética como ciencia de la expresión y lingüística general


(1902) Croce retoma la distinción que establece Schleiermacher
entre dos formas de conocimiento: intuitivo —por la fantasía—
y lógico —por la inteligencia—; conocimiento de lo individual o
conocimiento de lo universal; de lo particular o de sus relacio-
nes. Para Croce, la actividad intuitiva intuye a la vez que expre-
sa, lo cual le lleva a afirmar que intuir es expresar. De ahí su
famosa fórmula: intuición = expresión. En el nivel inferior de la

4. B. Croce, Estética como ciencia de la expresión y lingüística general (trad. P. Aullón


de Haro y J. García Gabaldón), Málaga, Ágora, 1997, 157.

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conciencia hay meros datos sensoriales o «impresiones» que,
cuando se autoclarifican, son intuiciones, y se dice también que
son «expresados». Expresar, en este sentido subjetivo, al margen
de cualquier actividad física externa, es para Croce crear arte.
En la estética crociana se vinculan pues intuición y sensación,
intuición y asociación, intuición y representación, intuición y
expresión, arte e intuición, forma y contenido, historicismo e
intelectualismo, lo teórico y lo práctico.
Ambas formas de conocimiento se distinguen del «conoci-
miento práctico». En el sistema filosófico de Croce, la praxis de
la expresión corresponde a la comunicación, que pertenece a la
«actividad práctica del espíritu», vinculada con la comprensión.
Sin embargo, la distinción entre expresión y comunicación no
aparece en la Estética sino en otro escrito posterior, Æsthetica in
Nuce (1929). Para Croce, la comunicación «concierne a la fija-
ción de la intuición-expresión en un objeto al que llamaremos
material o físico como metáfora, por más que no sea efectiva-
mente ni material ni físico, sino obra espiritual».5 La distinción
entre expresión y comunicación es fundamental, pues gracias a
ella es posible distinguir también entre arte y técnica. Para Cro-
ce, la técnica «es, en general, una cognición o un conjunto de cog-
niciones dispuestas y orientadas al uso de la acción práctica»,
mientras que el arte está orientado a «la acción práctica que cons-
truye medios e instrumentos para el recuerdo y la comunicación
de las obras de arte».6
La estética es el conocimiento intuitivo o la «ciencia» de las
imágenes, así como la lógica es el conocimiento de los concep-
tos. Contra los defensores de la vertiente técnica del arte, Croce
proclama la independencia del arte. Considera que lo artístico es
independiente tanto de la ciencia, de lo utilitario y de lo moral.
Esto justifica al arte en sí y por sí, al arte por el arte. Por ello,
Croce rechaza tanto el rigorismo y el ascetismo como el didac-
tismo y el utilitario-moralismo, por reduccionistas. El artista vive
la impresión y luego hace la expresión; esto implica un proceso
donde la intuición funciona como elemento de orden de la cultu-
ra artística, del hecho estético.
Sin embargo, es frecuente, como constata Croce, la confu-
sión entre arte y técnica. Frente a esto, que implica, entre otras

5. B. Croce, Breviario de Estética. Æsthetica in Nuce (trad. J. Bregante Otero), Ma-


drid, Alderabán, 2002, 199.
6. Ibíd., 200.

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cosas, la reducción moderna de la retórica a una simple técnica,
propone Croce la unificación de retórica, poética y estética, en
una dirección semejante a la señalada por Vico, quien identifica-
ba lenguaje y poesía, es decir, intuición y arte, superando la dua-
lidad sujeto-objeto. Así, Croce, al liquidar el estatuto del lenguaje
en tanto que téchné, trata de resolver estéticamente el problema
de la relación sujetividad-objetividad.
A partir del concepto de intuición llega Croce a elaborar una
original teoría de la identidad entre lenguaje y arte, que implica
una profunda crítica a la teoría del ornato, la cual reduce el len-
guaje a téchné. La teoría del ornato desvincula la forma del con-
tenido. De ahí los ataques que Croce dirige en su Estética a las
principales categorías retóricas, tanto en el capítulo IX de la pri-
mera parte, titulado «Indivisibilidad de la expresión en modos o
grados y crítica de la retórica»,7 como en el capítulo XIX de la
segunda parte, titulado «La retórica o teoría de la forma adorna-
da».8 Frente a la teoría del ornato, que reduce la retórica a un
catálogo de figuras estilísticas, Croce reivindica en estos capítu-
los el principio de la expresión como unidad de la forma y el
contenido, elaborando así una teoría crítica de la ciencia del len-
guaje que arremete contra la gramática, la cual consiste en un
«conjunto de esquemas útiles para el aprendizaje de las lenguas,
sin pretensión alguna de filosófica verdad».9
Con la progresiva decadencia del mundo antiguo, la retórica
se fue reduciendo a una teoría de la elocución, ocupada del em-
bellecimiento de los pensamientos. Sin embargo, tal como seña-
la Croce, éste es sólo uno de los rasgos que caracterizan a la
retórica antigua, la cual tenía que ver principalmente con «los
modos por los cuales se puede, por medio de la palabra, inducir
a los demás a una cierta creencia o un cierto estado de ánimo»,10
de modo que el orador griego «no es sólo un estético que dice
bellamente cuanto tiene que decir, sino también, y sobre todo,
un hombre práctico, que tiende a un fin práctico. Y como tal, no
puede sustraerse a la responsabilidad moral de lo que haga».11
Junto a la dimensión ética y política de la retórica, Croce rescata
también del mundo antiguo, concretamente de Aristóteles, el valor

7. B. Croce, Estética..., 87-91.


8. Ibíd., 367-377.
9. Ibíd., 150.
10. Ibíd., 367.
11. Ibíd.

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cognoscitivo de la retórica. Así, para Croce, tropos como la metáfora
«descubren su nulidad filosófica cuando buscan desenvolverse en
definiciones precisas»,12 ignorando el valor cognitivo que poseen.
Fue Vico, tal como señala Croce, quien «al establecer su nuevo con-
cepto de la fantasía poética, discurrió claramente que por ello ve-
nían renovadas de arriba a abajo las teorías de la Retórica, las figu-
ras y los tropos, que más que “caprichos de placer” eran necesidades
de la mente humana».13 El sistema de Vico, que se basa en la reivin-
dicación de la fantasía, tiene por fundamento el descubrimiento de
la fantasía creadora, de donde se derivará en autores posteriores
—Rousseau, Herder, Hamann y Humboldt— un nuevo concepto de
ser humano como Homo poeticus y de lenguaje como actividad crea-
dora del espíritu, elementos que permitieron, frente a la identifica-
ción de la lógica y el lenguaje, recuperar la afectividad, el sentimien-
to y la fantasía como aspectos inherentes al lenguaje. Todo esto per-
mitirá a Croce dar una orientación estética a la lingüística. De ahí
que ambas disciplinas no estén a juicio de Croce tan separadas. «Aun
cuando hemos estudiado la estética como ciencia de la expresión en
todos sus aspectos, nos falta justificar el subtítulo de Lingüística ge-
neral que hemos añadido al título de nuestro libro, sentar y esclare-
cer la tesis de que la ciencia del arte y la del lenguaje, la estética y la
lingüística, en cuanto verdaderas y propias ciencias son, no dos cien-
cias distintas, sino una sola ciencia. No es que exista una lingüística
especial; pero la rebuscada ciencia lingüística, la lingüística general,
en lo que tiene de reductible a filosofía, no es sino estética. El que se
ocupa de la lingüística general o de la lingüística filosófica se ocupa
de los problemas estéticos, y viceversa, filosofía del lenguaje y filoso-
fía del arte son la misma cosa [...] para que la lingüística fuese ciencia
distinta de la estética, no podría tener por objeto la expresión, que es
precisamente el hecho estético; lo que vale tanto como negar que el
lenguaje sea expresión [...]. Los problemas que procura resolver y
los errores entre los cuales se ha debatido y se debate la lingüística,
son los mismos que preocupan e intrigan a la estética».14
Frente a las disciplinas analíticas del lenguaje escrito —la ló-
gica, la semántica y la gramática—, la retórica es una «ciencia de
la palabra», no de las palabras, una «ciencia del hablar», de la
actividad lingüística, y no de su mero instrumento. La palabra

12. Ibíd., 88.


13. Ibíd., 374-375.
14. Ibíd., 146-147.

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—el lenguaje— es la actividad lingüística, las palabras son el ins-
trumento material de esa actividad. La lógica, la semántica y la
gramática se ocupan de las palabras, de las expresiones lingüís-
ticas «como mera disciplina empírica, como conjunto de esque-
mas útiles para el aprendizaje de las lenguas, sin pretensión al-
guna de filosófica verdad»,15 pero la retórica se ocupa de la acti-
vidad expresiva como tal, de la palabra como «facultad» y como
«actividad»: «el lenguaje es una creación perpetua; lo que se ex-
presa una vez con la palabra no se repite más que como repro-
ducción de lo ya producido; las siempre nuevas impresiones dan
lugar a cambios continuos de sonidos y significados, o a expre-
siones siempre nuevas. Buscar la lengua modelo equivale a bus-
car la inmovilidad del movimiento. Cada uno de nosotros habla
y debe hablar, según los ecos que las cosas despiertan en su espí-
ritu, según sus impresiones».16
Cabría entender la retórica de tres modos: como estudio del
hablar, como estudio del decir y como estudio de lo dicho. Se
olvida sin embargo la primera de ellas, que es fundamentadora
de las otras dos. De esa desvirtuación del objeto de la retórica se
desprende una interpretación no menos desvirtuada de lo que es
el lenguaje, de lo que son los géneros retóricos y de lo que signi-
fican los tropos o figuras retóricas. Pues una retórica que se olvi-
da del hablar y sólo se ocupa del decir o de lo dicho, tiende a
olvidar la diferencia entre la actividad conceptual y la palabra
que trata de expresarla, atribuyendo al significante una corres-
pondencia semántica estricta con el significado.
Se pretende afirmar que el lenguaje es primariamente directo
y representativo de la realidad a la que se refiere y que solamente
en casos especiales usamos un lenguaje indirecto con desvíos
metafóricos o metonímicos. Esto es un error que reduce la retóri-
ca a un papel secundario en la comprensión del lenguaje. No hay
lenguaje directo ni correspondencia natural entre el significante
y el significado, pues, como afirma Croce, la lengua «no es arse-
nal de armas bellas y acabadas, como no lo es tampoco el vocabu-
lario, que por progresivo y colección de abstracciones o cemente-
rio de cadáveres más o menos hábilmente embalsamados».17 Toda
conexión entre un significante y un significado es arbitraria, aun-

15. Ibíd., 150.


16. Ibíd., 152.
17. Ibíd.

213

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que sea motivada. Toda expresión lingüística —no solamente al-
gunas expresiones como pretenden los reduccionistas de la retó-
rica— implica algo sobreentendido y nunca directamente expre-
sado. Lo que hace posible la comunicación humana, lo que hace
posible que nos entendamos a través de las palabras, no son las
palabras mismas, sino lo que se llama impropiamente «conven-
ción lingüística» y que no es una convención o acuerdo, sino la
costumbre impuesta por un uso reiterado en común.
El lenguaje supone la reutilización de signos, dando expre-
sión a situaciones siempre nuevas y únicas mediante significan-
tes usados en situaciones precedentes. El sistema de palabras,
morfemas, prefijos, sufijos y estructuras sintácticas nos permite
componer con elementos y palabras ya usadas conjuntos signifi-
cativos nuevos, adecuados a lo que en cada momento se quiere
expresar. Esto es posible gracias a la semejanza entre los detalles
y aspectos de situaciones actuales con los de otras situaciones
anteriores. Por obra de la memoria, toda palabra conecta algo
nuevo con algo anteriormente expresado a lo cual se asemeja en
algo. Al hacer esto utilizamos el mecanismo metafórico. Por eso
no puede decirse que solamente algunas expresiones o algunas
palabras son metáforas y otras no. Cada palabra, al ser usada en
una situación nueva, efectúa una metáfora, ya que el uso de cual-
quier palabra en una situación concreta se justifica por la seme-
janza de su uso con algo expresado de manera análoga en oca-
siones anteriores. Cuando los tratados habituales de retórica dis-
tinguen entre expresiones directas y expresiones metafóricas
cometen una petición de principio. Pues la expresión directa
propiamente dicha no existe. El error se hace más flagrante cuan-
do, aun reconociendo que la creación originaria de un término y
la etimología en general se basan en una translación o metáfora,
se establece una misteriosa e inverificable distinción entre metá-
foras vivas y metáforas muertas.
La retórica ha venido a asimilarse a la poética, confundién-
dose a menudo con el análisis estilístico y literario. La retórica
se ha reducido al estudio de lo dicho y, en el mejor de los casos, al
estudio del decir. Pero el objeto primordial de la retórica no es lo
dicho ni el decir, sino el hablar y está más cerca de la psicolin-
güística que de la estilística. Pues sin saber lo que significa ha-
blar, quedan sin respuesta muchas preguntas acerca de lo que
significa el decir y cómo es posible qué lo dicho signifique algo.
Escribe Croce: «Equiparada la Gramática con la Retórica en el

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seno de la Estética, se ha producido un desdoblamiento entre
“expresión” y “medios” de la expresión misma, que es además
una duplicación, porque los medios de la expresión son, en efec-
to, la expresión misma, hecha añicos por los gramáticos. Este
error, combinándose con el otro de la forma “desnuda” y la “de-
corada”, ha impedido ver que la Filosofía del lenguaje no es una
Gramática filosófica, sino que está más allá de toda gramática y
que no convierte en filosóficas las clases gramaticales, sino que
las ignora y, cuando se las encuentra delante, las destruye; en fin,
que la Filosofía del lenguaje forma un todo con la Filosofía de la
poesía y del arte, con la ciencia de la intuición-expresión, con la
Estética, que se ocupa del lenguaje en toda su extensión, del len-
guaje fónico y articulado, y en su intacta realidad, que es la ex-
presión viva y con sentido completo».18
La retórica enseña cómo el sentir interno del ser humano lo-
gra su expresión en la palabra hablada y esta última a su vez en la
palabra escrita. Y explica también cómo esa expresión utiliza para
su elaboración materiales acumulados por la comunidad hablan-
te con el objetivo de hacer posible la transmisión del sentido entre
los miembros de esa misma comunidad. El aspecto expresivo y el
aspecto comunicativo están entrelazados en la reflexión retórica.
La retórica es más amiga de la composición que del análisis. Todo
análisis retórico tiene que hacerse en función de una síntesis, de la
comprensión de un todo en el que las diferentes partes cooperan.
Éste es el carácter productivo de la fantasía, la cual «une a lo sen-
sible lo inteligible y representa una idea»19 y crea un concepto no
abstracto, como el de las ciencias, sino un concepto que une lo
inteligible a lo sensible siempre y, tal como Kant mostró, «cierra la
grieta entre el mundo sensible y el inteligible, concibiendo el con-
cepto como juicio y el juicio como síntesis a priori, y la síntesis a
priori como el verbo que se hace carne, como historia».20

Estética y ética: expresión y lenguaje

Collingwood amplía y clarifica el pensamiento de Croce. La


estética de Collingwood aparece desarrollada en Los principios del

18. B. Croce, Breviario..., 213.


19. Ibíd., 37.
20. Ibíd., 38.

215

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arte (1938). Para Collingwood el arte es imaginación, como para
Croce era fantasía. El propósito de Collingwood será entonces
desentrañar las implicaciones de la teoría técnica del arte, pues,
como él mismo se pregunta, «nuestro problema es ver si el arte es
o no un tipo de artesanía»,21 es decir, eliminar el conjunto de asun-
ciones técnicas que aquejan a la teoría del arte. Así, la tarea princi-
pal consistirá en liberar al pensamiento de los prejuicios sistemá-
ticos que provienen de esta concepción técnica del arte.
Como señala Collingwood, «[l]a filosofía de la artesanía, de
hecho, fue uno de los más grandes y más sólidos productos de la
mente griega, o en todo caso de la escuela que va de Sócrates a
Aristóteles, y cuya obra ha sido mejor conservada».22 Son seis las
características que Collingwood, siguiendo en esto a Aristóteles,
atribuye a la téchné: 1) una distinción entre el fin y los medios;
2) una distinción entre planeación y ejecución; 3) una relación
inversa entre el fin y los medios y los procesos de planeación y
ejecución (en la planeación el fin es anterior a los medios, mien-
tras que en la ejecución sucede lo contrario); 4) una distinción
entre materia prima y producto acabado o artefacto; 5) una dis-
tinción entre forma y materia; 6) una relación jerárquica entre
diversas artesanías (así, por ejemplo, una suministra lo que la
otra necesita, y ésta usa lo que la otra ofrece). «Fueron los filóso-
fos griegos —afirma Collingwood— quienes elaboraron la idea
de la artesanía, y es en sus escritos donde las distinciones men-
cionadas antes han sido expuestas de una vez por todas».23
Para los filósofos griegos el arte era artesanía. «[A]l tratar de
problemas estéticos [...] tanto Platón como Aristóteles [...] die-
ron por hecho que la poesía, el único arte que ellos discutieron
en detalle, era una clase de artesanía, y hablaron de esa artesanía
como poiétikë téchné, artesanía u oficio del poeta».24 En esta con-
cepción, «[e]l poeta es un tipo de productor calificado; produce
para consumidores, y el efecto de su habilidad es crear en ellos
ciertos estados de ánimo, que se conciben de antemano como
estados deseables».25 La habilidad del artesano para «concebir
de antemano» es precisamente el resultado de su actividad: «[e]sto

21. R.G. Collingwood, Los principios del arte (trad. H. Flores Sánchez), México,
Fondo de Cultura Económica, 1960, 27.
22. Ibíd., 25.
23. Ibíd., 25.
24. Ibíd., 26.
25. Ibíd., 26.

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es lo que [...] téchné significaba en griego: la capacidad de produ-
cir un resultado preconcebido por medio de una acción cons-
cientemente controlada y dirigida».26 De ahí que «[e]l artesano
sabe qué es lo que quiere hacer antes de hacerlo. Este pre-cono-
cimiento es absolutamente indispensable para la artesanía».27
A juicio de Collingwood, la noción dominante de arte en su
época difiere considerablemente de la noción griega, dado que «la
obra de arte es concebida como un artefacto, creada con el propó-
sito [...] de servir de medio para la consecución de un fin más allá
de ella, a saber, un estado de ánimo en el público del artista».28
Añade Collingwood que esto es «muy apoyado por las modernas
tendencias de la psicología, y enseñado con éxito en la actualidad
por personas con autoridad académica; pero después de todo, es
sólo una nueva versión, ataviada con el prestado plumaje de la
ciencia moderna, de la antigua falacia de que las artes son tipos
de artesanías».29 La teoría técnica del arte «no es, como se ve, de
ninguna manera algo que sólo puede interesar al anticuario. Es,
en realidad, la manera en que la mayoría de las personas en nues-
tros días piensan sobre el arte, y especialmente los economistas y
los psicólogos, gentes a quienes acudimos (en vano algunas veces)
para una orientación en los problemas de la vida moderna».30
El interés del estudio de Collingwood radica, por tanto, en la
elaboración de un modelo radicalmente distinto que le permita
superar el marco de la téchné en el que parece estar encerrada la
teoría del arte. El desacuerdo de Collingwood con la teoría técni-
ca del arte consiste no sólo en que ésta conduce a un modo erró-
neo de pensar los objetos artísticos, sino en que nos lleva a con-
siderar como arte cosas que en realidad no lo son. En su crítica a
la teoría técnica del arte Collingwood tratará de superar el pro-
blema desde una vía estética y práctica. El arte no es conoci-
miento porque su objetivo no es el concepto. Tampoco es una
opinión porque no se lo puede señalar por su utilidad. El arte es
una actividad imaginativa que no afirma nada. El arte es signifi-
cación sin significado, forma aconceptuada. El arte es una apa-
riencia pura percibida y verdaderamente creada por una activi-
dad idéntica al ensueño, a los fantasmas o a las imágenes. De ahí

26. Ibíd., 23.


27. Ibíd., 23.
28. Ibíd., 36.
29. Ibíd., 40.
30. Ibíd., 27.

217

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que Collingwood describa al artista como estimulado por una
excitación emotiva cuya naturaleza y origen él mismo descono-
ce hasta que logra dar con alguna forma de expresarla, la cual
implica ponerla en presencia de su mente consciente. El artista
carece entonces de conocimiento y de opinión y su obra está
falta de verdades y de afirmaciones. Más bien se trata de un he-
chizo que al disiparse no deja nada.
El ataque a la teoría técnica del arte será radical, pues «el arte
propiamente dicho no puede ser ninguna clase de artesanía. La
mayor parte de la gente que escribe sobre arte hoy día parece
pensar que se trata de un tipo de artesanía; y éste es el principal
error contra el cual debe luchar una teoría estética moderna».31
Sin embargo, Collingwood excluye el recurso a las nociones ro-
mánticas de «genio» o «inspiración» o a «la idea sentimental de
que las obras de arte pueden ser producidas por cualquiera, por
muy poco trabajo que se haya tomado en aprender su oficio,
siempre y cuando tenga el corazón en su lugar»,32 pues estas
nociones ignoran «la enorme cantidad de trabajo inteligente y
dirigido, la dolorosa y consciente autodisciplina que se ha nece-
sitado en la hechura de un hombre que pueda escribir una línea
como Pope la escribe, o cortar un pequeño trozo de piedra como
Miguel Ángel lo ha hecho».33 El rechazo de Collingwood, por
tanto, a la alternativa irracionalista no es menos explícito que su
rechazo a la teoría técnica del arte.
Se pregunta entonces Collingwood «¿qué [es] este hacer, ca-
racterístico del artista, que no es fabricación?».34 Collingwood lo
llama «crear». «Crear algo quiere decir hacerlo no técnicamente,
y, sin embargo, consciente y voluntariamente».35 El concepto de
creación es central en la obra de Collingwood. En la antigüedad
griega se asumía que los únicos que podían producir «cosas» nue-
vas eran los poetas. La téchné griega ligaba a la tecnología y a la
poesía. Pero los griegos llamaron poíésis a la acción creadora de
los poetas, esto es, la poesía. Sólo ellos «creaban cosas nuevas»,
pero los griegos no usaron el termino «crear» para designar el
hacer de los poetas, sino el de «producir». Para Collingwood la
creación es intrasubjetiva, pues la creación se realiza en la mente:

31. Ibíd., 33.


32. Ibíd., 33.
33. Ibíd., 33.
34. Ibíd., 122.
35. Ibíd., 125.

218

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«El pensamiento es el origen de la creación», pero también su
realización. «Una obra de arte puede ser completamente creada,
ha sido creada como una cosa cuyo único sitio está en la mente
del artista».36 Más adelante añade: «El efectivo hacer de una melo-
día es, por tanto, llamado el hacer de una melodía imaginaria.
Éste es un caso de creación [...] de ahí que el hacer de una melodía
sea un ejemplo de creación imaginaria. Lo mismo se aplica al
hacer de un poema, de un cuadro o de cualquier obra de arte».37
La noción de creación que sostiene Collingwood descansa en
su concepción de arte. Para él «una obra de arte no necesita ser
llamada una cosa real. Puede ser lo que se llama una cosa imagi-
naria».38 Concluye así que toda creación es creación de «algo»
imaginado: la obra de arte duerme en la materia y de ahí es actua-
lizada en cada interpretación. La obra de arte descasa en la mate-
ria, pero al mismo tiempo no está completamente en ella, pues el
intérprete viene y le da cuerpo y sangre en cada ejecución. A tra-
vés de él, y sólo a través de él, la obra de arte cobra vida propia.
Una obra de arte se hace —mejor, se crea— mediante un pro-
ceso que Collingwood denomina «expresión imaginativa». El sig-
nificado de este término hay que comprenderlo en el contexto de
la teoría que propone Collingwood en Los principios del arte, con-
cretamente en el libro segundo, que es el central de la obra, dedi-
cado a desmantelar la teoría técnica del arte, y el libro tercero,
dedicado a extraer las implicaciones de su teoría. Para Colling-
wood, «[l]a obra de arte propiamente dicha no es algo visto y
oído, sino algo imaginado».39
La «actividad imaginativa» es la actividad mediante la cual
me constituyo a mí mismo como una persona consciente. Se
trata de «un tipo de actividad general en el que el yo entero se
halla implicado».40 Se sitúa entre el plano del organismo psíqui-
co sujeto a impresiones sensoriales y emociones cambiantes y el
plano del pensador que interpreta, analiza y explica lo que se
origina en el plano psíquico. La conciencia no es todavía pen-
samiento en el sentido de intelección, pero tampoco es un regis-
tro pasivo de lo que se da simplemente en el plano psíquico. Más
bien, presupone la atención. Como dice Collingwood, «[l]a ac-

36. Ibíd., 127.


37. Ibíd., 130.
38. Ibíd., 127.
39. Ibíd., 137.
40. Ibíd., 146.

219

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tividad de pensar o actividad intelectual siempre presupone la
actividad de la atención, no en el sentido de que sólo puede ocu-
rrir después de ella, sino en el sentido de que descansa sobre ella
como sobre su cimiento. La atención se da concurrentemente
con la intelección; una atención combinada con la intelección, y
modificada por ella como la combinación lo requiera».41
Ser consciente de una emoción es, para Collingwood, expre-
sarla: «Hasta que un hombre ha expresado su emoción, no sabe
de qué emoción se trata. El acto de expresarla es, pues, una explo-
ración de sus propias emociones. Trata de averiguar cuáles son
esas emociones. Es cierto que aquí hay un proceso dirigido; un
esfuerzo dirigido hacia cierto fin; pero el fin no es algo previsto y
preconcebido, para el cual pueden pensarse medios apropiados a
la luz de nuestro conocimiento de su carácter especial. La expre-
sión es una actividad para la cual no puede haber técnica».42
Este texto, que muestra claramente la naturaleza no técnica
de la expresión, señala además que no somos conscientes de
nuestras emociones hasta que no las expresamos. Pero la tesis
de Collingwood es todavía más radical, ya que considera que no
existen las emociones a no ser que se expresen, puesto que «la ex-
presión de la emoción no es una especie de vestido hecho a la
medida de una emoción ya existente, sino una actividad sin la
cual la experiencia de esa emoción no puede existir».43. Por de-
cirlo con palabras de Collingwood: «[c]ualquiera que sea el nivel
de la experiencia al que pertenezca una emoción, no puede ser
sentida sin ser expresada. No hay emociones inexpresadas».44
Esto sucede así tanto en el nivel psíquico, donde las emociones
se expresan por una reacción automática, como en el nivel cons-
ciente, donde las emociones se expresan a través del lenguaje. Sin
embargo, subsiste un nivel en el cual preexisten las «emociones
inexpresadas», que «son emociones en un nivel de la experiencia,
ya expresadas en la manera apropiada a ese nivel, de las que la
persona que las siente trata de tomar conciencia: es decir, se trata
de convertirlas en el material de una experiencia en un nivel supe-
rior, que cuando lo alcanza será a la vez una emoción en este nivel
superior y una expresión apropiada para él».45

41. Ibíd., 194.


42. Ibíd., 110.
43. Ibíd., 230.
44. Ibíd., 224.
45. Ibíd., 225.

220

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Las emociones se expresan imaginativamente mediante el len-
guaje. Por tanto, la concepción del lenguaje que tiene Collingwood
dista mucho de ser un conjunto de signos con un sentido claro
y distinto o un conjunto de combinaciones sujetas a reglas inva-
riables. Para Collingwood, «el lenguaje es imaginativo o expresi-
vo: llamarlo imaginativo es describir lo que es, llamarlo expresivo
es describir lo que hace. Es una actividad imaginativa cuya fun-
ción es expresar la emoción».46 A su juicio, «“[e]l arte debe ser
lenguaje”. La actividad que genera una experiencia artística es la
actividad de la conciencia. Esto descarta todas las teorías del arte
que sitúan su origen en la sensación o en sus emociones, es decir,
en la naturaleza psíquica del hombre. Su origen no radica ahí,
sino en la naturaleza del hombre como un ser pensante. Al mismo
tiempo, descarta todas las teorías que sitúan su origen en el inte-
lecto, y que lo relacionan con los conceptos».47
De ahí se deriva, en primer lugar, la crítica a la gramática. «El
lenguaje es una actividad; es expresarse a sí mismo, o hablar.
Pero no es esta actividad lo que el gramático analiza».48 Y Colling-
wood señala: «[l]a manipulación gramatical del lenguaje nos es
tan familiar, habiéndola aprendido de los griegos como una par-
te esencial de las costumbres transmitidas y desarrolladas que
constituyen nuestra civilización, que la damos por sentada y no
tratamos de investigar sus motivos».49 «El lenguaje no seguiría
siendo lenguaje si dejara de ser expresivo».50 De esta crítica a la
gramática surge, en segundo lugar, una importante crítica a la ló-
gica: «[c]omo la modificación del lenguaje por parte del gramá-
tico, la modificación que el lógico hace de él puede realizarse en
cierta medida. Pero nunca puede realizarse completamente».51
Collingwood enfrenta este pensamiento lógico y gramatical con
la lógica de «pregunta y respuesta». Esta lógica no era más que la
reformulación del siguiente principio: «un compendio de conoci-
mientos no se compone de “proposiciones”, “aseveraciones”, “jui-
cios” ni de cualquier otro nombre utilizado por los lógicos para
definir los actos afirmativos del pensamiento (o lo que en estos
actos se afirma: puesto que el “conocimiento” significa tanto la

46. Ibíd., 213.


47. Ibíd., 255.
48. Ibíd., 239.
49. Ibíd., 241.
50. Ibíd., 242.
51. Ibíd., 245.

221

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actividad de conocer como lo conocido) sino de todos ellos con las
preguntas que deben responder, y que una lógica que se ocupa de
las respuestas y no de las preguntas es una lógica falsa».52
Para entender cualquier proposición es necesario identificar
la pregunta a la cual la proposición pretende ser una respuesta:
«No se puede descubrir el significado de lo que dice un hombre
mediante el mero estudio de sus afirmaciones orales o escritas,
aunque éste haya hablado o escrito con un perfecto dominio de
la lengua y con las mejores intenciones de veracidad. Para des-
entrañar su significado, también hay que saber cuál era la pre-
gunta (una pregunta que él tenía en la cabeza y que daba por
sentado era, también, la nuestra) a la que su afirmación oral o
escrita pretendía ser una respuesta» .53
Sólo así es posible la comprensión. A diferencia del enfoque ra-
cionalista, considera Collingwood que no se puede simplemente enun-
ciar el error de una proposición sin la tarea previa de reconstruir la
pregunta a la que ella pretendía responder. Esto se debe a que las
proposiciones nunca son respuestas a preguntas evidentes y conse-
cuentemente no podemos suponer de antemano que conocemos la
pregunta a la que el texto mismo en sí constituye una respuesta.
Según este nuevo enfoque el crítico debería preocuparse no sólo de
si las afirmaciones que se puede formular son o no respuestas lógi-
camente adecuadas a las preguntas que subyacen de forma demos-
trable sino también preocuparse de si estas preguntas seguirán sien-
do preguntas a las que valga la pena encontrar una respuesta.
En su estado originario el lenguaje consiste más bien en una
combinación de actividades corporales, afectivas, retóricas y
poéticas. Así, «cuando una persona expone su pensamiento en
palabras a otra, lo que hace directa o inmediatamente es expre-
sar a su oyente la emoción peculiar con la cual ella lo piensa, y la
persuade de que piense esa misma emoción por sí misma, esto
es, de que redescubra por sí misma un pensamiento que, una vez
que lo ha descubierto, puede reconocer como el pensamiento
cuyo peculiar tono emocional ha expresado el hablante».54
Resulta sorprendente el vano intento de los gramáticos y los
lógicos por encerrar el lenguaje en un sistema de signos unívo-
cos, donde quedaría anulada la expresividad. Además de sorpren-

52. R.G. Collingwood, An Autobiography, Londres, Oxford University Press,


1939, 30-31.
53. Ibíd., 31.
54. R.G. Collingwood, Los principios del arte..., 251.

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dente, se trata de algo imposible: «el discurso científico, en tanto
que científico, trata de descargarse de su propia función como
discurso o lenguaje la expresividad emocional; pero si lograra su
intento dejaría de ser discurso».55
Todas estas ideas las aprovecha Collingwood para mostrar que
«[l]a teoría técnica del lenguaje es un error tan completo como la
teoría técnica del arte, si en realidad son dos errores y no uno».56
Esto implicaría que «el lenguaje no es una actividad, sino algo que
es “usado” y que puede ser “usado” de muy distintas maneras sin
dejar de ser la misma “cosa”, del modo como un cincel puede
usarse para cortar madera o para sacar tachuelas».57 Pero, puesto
que el lenguaje no es una cosa que usamos, sino más bien una
actividad expresiva, resulta imposible distinguir entre el discurso
científico y el discurso expresivo, pues el primero será también
siempre expresivo. Como subraya Collingwood a propósito de las
palabras, «[s]i no se sabe en qué tono decirlas, simplemente no se
pueden decir: no son palabras [...] [l]a proposición, entendida como
una forma de palabras que expresan pensamiento y no emoción
[...] es una entidad ficticia».58
La expresividad es, pues, una característica inseparable del len-
guaje. De ahí que la experiencia estética, o actividad artística, sea «la
experiencia de expresar las propias emociones. Y lo que las expresa
es la actividad imaginativa total llamada indiferentemente lenguaje
o arte».59 Por eso, la actividad artística «no “usa” un “lenguaje ya
hecho”, sino que “crea” el lenguaje a medida que se desarrolla».60
En los planteamientos desarrollados por Collingwood resul-
ta central que el agente sea consciente de sus propias emociones.
Este criterio, situado, a juicio de Collingwood, en un nivel pre-
moral, es el que le lleva a distinguir entre un buen y un mal arte.
Aunque Collingwood no niega la estrecha relación que existe en-
tre arte y moral, no establece en ningún caso una identificación
simplista entre ambos conceptos. Para Collingwood, «[e]l mal
arte no es nunca la expresión de lo que es en sí mismo malo [...].
Todos sentimos emociones que, si fueran percibidas por nues-
tros vecinos los harían temblar de horror [...]. No es la expresión

55. Ibíd., 247.


56. Ibíd., 246.
57. Ibíd., 246.
58. Ibíd., 249.
59. Ibíd., 257.
60. Ibíd., 257.

223

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de estas emociones lo que es mal arte [...]. Por el contrario, el
mal arte surge cuando en lugar de expresar estas emociones las
negamos pretendiendo que somos inocentes de las emociones
que nos horrorizan, o pretendiendo que poseemos un criterio
demasiado amplio para que nos horroricen».61
En cualquier caso, las reflexiones estéticas de Collingwood son
de gran interés para la ética. Ciertamente, no para una ética proce-
dimental basada sólo en principios, pero sí para una ética de la vida
cotidiana conmovida por los afectos, pues esta última requiere la
sensibilidad para actuar en cada caso atendiendo al carácter de los
agentes. En relación con esto, resultan sugerentes las observacio-
nes de Collingwood en Idea de la historia (1946).62 El concepto cen-
tral de la historia, para Collingwood, es el concepto de acción, es
decir, de pensamiento que se expresa en conducta externa. «La his-
toria no es parcialmente contacto directo con situaciones transito-
rias y en parte conocimiento razonado de entidades abstractas. Es
absolutamente un conocimiento razonado de lo que es transitorio y
concreto».63 Por ello, los historiadores tienen que partir de lo mera-
mente físico, pero su tarea es ir más allá de esto hasta el pensamien-
to que está en su base. «Lo que según Collingwood distingue los
hechos naturales de los hechos humanos es que los primeros sólo
se nos presentan como acontecimientos o fenómenos meramente
externos, mientras que las acciones humanas encierran además un
motivo interno. Los acontecimientos naturales se describen. Los
actos humanos también pueden describirse, como los naturales,
pero su comprensión exige una interpretación del sentido y la in-
tención que se oculta tras la apariencia. La ciencia natural estudia
meros acontecimientos externos, mientras que la historia busca la
interpretación de los motivos o intenciones de los hechos produci-
dos por el hombre».64 El historiador tiene que tener la capacidad de
penetrar directamente en el pensamiento de los agentes históricos.
El historiador debe interesarse únicamente en el pensamiento de
los personajes de la historia. Hay que intentar descubrir el pensa-
miento de los personajes de la historia, a pesar de que sea irracio-
nal, inconsciente, impulsivo. Esta tarea la realiza el historiador gra-

61. Ibíd., 264-265.


62. Cfr. R.G. Collingwood, Idea de historia (ed. e introd. J. van der Dussen; trad.
E. O’Gorman y J. Hernández Campos), México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
63. Ibíd., 316.
64. J.L. Ramírez, «El retorno de la Retórica», Foro Interno. Anuario de Teoría Políti-
ca (Madrid), 1, 2001, 70.

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cias a la imaginación, que se infiltra en la historia, en la crónica,
para formar parte definitivamente del corpus de nuestro pasado.
Collingwood pondera el papel del carácter en la reflexión mo-
ral.65 Además, subraya, frente al papel de reglas y normas, pero sin
caer en el irracionalismo, la importancia de la comprensión, condi-
cionada por disposiciones afectivas. Así expresa Collingwood la for-
ma en que queda superada la teoría técnica del arte: «uno pinta una
cosa para verla. [A] quienes no pintan [...] les gusta imaginarse que
todo el mundo [...] ve todo lo que un artista ve, y que el artista se
diferencia de ellos porque tiene la habilidad técnica de pintar lo que
ve. Pero eso es absurdo. Se ve algo en el objeto, desde luego antes de
empezar a pintarlo [...] pero sólo quien tenga la experiencia de pin-
tar, y de pintar bien, puede entender qué poca cosa es eso compara-
do con lo que se llega a ver en el objeto a medida que la pintura se
desarrolla [...] un buen pintor [...] pinta cosas porque hasta que las
ha pintado no sabe cómo son».66
En el texto anterior Collingwood muestra con claridad la es-
trecha relación entre «ver» (cognición) y «pintar» (actividad). «Las
dos actividades no son idénticas [...] pero ambas se hallan conec-
tadas de tal manera que [...] cada una se halla condicionada por la
otra [...]. Sólo una persona que pinta bien puede ver bien; e inver-
samente [...] sólo una persona que ve bien puede pintar bien».67
Esto significa que el conocimiento está íntimamente vinculado
con la acción. A este conocimiento no se accede a través de la
descripción, o por medio de proposiciones generales, sino que
depende más bien del tipo de persona que uno es. Así, por ejem-
plo, un artista, al realizar su labor artística, es capaz de «decir [...]
si la está realizando con éxito o sin éxito: como, por ejemplo, pue-
de decir “no estoy satisfecho con esa línea; tratemos de este modo...
y de éste... y de éste... ¡ahí! así está bien” [...] el artista en tales ca-
sos actúa no como un artista, sino como un crítico, y aun (si la
crítica de arte se identifica con la filosofía del arte) como un filó-
sofo [...]. La observación del artista de su propia obra con un ojo
vigilante y discriminador, que decide en cada momento del proce-
so si está teniendo éxito o no, no es una actividad crítica subse-
cuente a la obra artística que reflexione sobre ella, sino una parte
integral de esa labor misma».68

65. Cfr. R.G. Collingwood, Los principios del arte..., 270-272.


66. Ibíd., 282.
67. Ibíd., 283.
68. Ibíd., 262.

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Sólo podrá realizar la acción quien disponga para ello de un
carácter forjado, el cual le permitirá, además, ejercer el juicio
crítico. Si el agente no posee esta disposición, no sólo no será
capaz de actuar, sino que tampoco será capaz de saber si ha he-
cho o no lo que debía hacer. «La corrupción de la conciencia en
virtud de la cual un hombre no puede expresar una emoción
dada lo imposibilita al mismo tiempo para saber si la ha expre-
sado o no. Es, en consecuencia, por una y la misma razón, un
mal artista y un mal juez de su propio arte. El hombre que puede
producir mal arte no puede, ya que es capaz de producirlo, reco-
nocerlo por lo que es. No puede, por otra parte, realmente pen-
sar que lo que ha hecho es buen arte; no puede pensar que se ha
expresado cuando no lo ha hecho. Confundir el mal arte con el
buen arte implicaría tener en la mente una idea de lo que el buen
arte es y se tiene tal idea sólo cuando se sabe qué es tener una
conciencia incorrupta; pero nadie puede saber esto excepto quien
la posee. Una mente insincera, en cuanto es insincera, no tiene
ninguna concepción de la sinceridad».69
La teoría técnica del arte, que prescinde de los afectos, queda
así superada en la teoría de la expresión de Collingwood, que
constituye un lúcido ataque al «individualismo estético». «La
actividad estética es la actividad de hablar [...] el hombre cobra
conciencia de sí como persona sólo en cuanto descubre que se
halla en relación con otros, de quienes a la vez toma conciencia
como personas».70 Collingwood reemplaza así la pretendida ob-
jetividad de la teoría técnica del arte por la intersubjetividad,
que establece el vínculo comunicativo entre las personas y que
es capaz de movernos a la acción. «La tarea del arte [...] sería
construir mundos posibles, algunos de los cuales, posteriormen-
te, el pensamiento descubriría que son reales, o la acción los
haría reales».71 Collingwood concluye sus reflexiones con la si-
guiente afirmación: «El arte es la medicina de la comunidad para
la peor enfermedad del espíritu, la corrupción de la conciencia».72

69. Ibíd., 264.


70. Ibíd., 294.
71. Ibíd., 267.
72. Ibíd., 311.

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CAPÍTULO VII
LOS MUNDOS DE LA PHANTASÍA

La retórica recupera, para la ética, la sensibilidad hacia lo par-


ticular y lo contextual, muestra el papel heurístico que desempe-
ña la imaginación y origina, en consecuencia, un proceso de re-
flexión por medio del cual algunos argumentos llegan a poner en
duda la visión que se tenía sobre ciertos acontecimientos, mos-
trando que las experiencias reales no habían sido tenidas del todo
en cuenta y que la complejidad de los asuntos prácticos requiere
procedimientos más complejos a fin de llegar a entender la varie-
dad de experiencias y de formas de vida que caracterizan a las
sociedades pluralistas. Este uso cognitivo de la retórica nos pro-
porciona tanto los ejemplos para explicar mejor aquellas cuestio-
nes teóricas, que resultan tal vez demasiado complicadas o abs-
tractas, como la información indirecta, decisiva para entender lo
ajeno o lo distante, como sucede con aquellas formas de vida que
son distintas a la nuestra o que han caído en el olvido y, por este
motivo, resultan poco comprensibles. Además, nos permite articu-
lar realidad y ficción, mostrando el daño causado por las expe-
riencias trágicas, individuales y colectivas.1
El hombre posee la capacidad de descomponer el universo,
de generar, proyectar e inventar. Esta herencia cultural cuenta
con el lenguaje humano, que no se reduce a un mero medio de
comunicación, sino que nos sirve para pensar e inventar, para
referirnos a lo ausente e incluso a lo imaginario. Mundos o for-
mas de vida desaparecidos cristalizan de nuevo gracias a la fic-
ción con personajes, detalles, anécdotas.2 El hombre es un ani-
mal de símbolos, Homo significans, portador, hacedor y soporta-
dor de símbolos; su capacidad más radical es la de simbolización.
De ahí que se lo haya considerado como animal estructural, her-
menéutico, simbólico, en definitiva, un animal fantástico.
La «genealogía de la experiencia» de Nietzsche, tal como se
encuentra en Verdad y mentira en sentido extramoral y otros escri-

1. Cfr. M.ªT. López de la Vieja, Ética y literatura, Madrid, Tecnos, 2003, 108.
2. Cfr. ibíd., 211.

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tos, nos hace retroceder al mundo primitivo de las impresiones,
intuiciones y metáforas que «“surgen de la capacidad originaria
de la fantasía humana”, ya que el hombre es un “animal fantásti-
co”»,3 esto es, un «animal que tiene experiencia, que vive el enig-
ma de la experiencia»,4 un «animal fantástico, que mediante la
técnica inventa realidades y tiene poder sobre ellas»,5 y precisa-
mente por eso, «un animal que tiene mucho que decir y mucho
que hacer [...] mucho —cada vez más— de lo que responder».6
Resulta provechoso recuperar aquí el papel de la phantasía. Se
trata de un concepto céntrico de la filosofía aristotélica. Ahora pre-
sentaremos algunos aspectos esenciales para comprender de for-
ma más acabada la importancia de este concepto en la elabora-
ción de una hermenéutica analógico-crítica. Nos centraremos en
la actualización del papel de la fantasía elaborada por dos pensa-
dores españoles: Ortega y Zubiri. El propósito de este capítulo es
profundizar en la conexión entre Ortega y Zubiri, atendiendo a la
centralidad de la fantasía, la creatividad y la imaginación huma-
nas en el pensamiento de ambos autores, pues estos conceptos
revelan el horizonte hermenéutico que está a la base de sus plan-
teamientos filosóficos. Ambos comparten no sólo la preocupación
por la vida pública de su tiempo y la conciencia de que es necesa-
rio aproximarse a ella desde una reflexión metafísica sobre la ra-
zón, sino también la voluntad de encontrar un equilibrio entre di-
versas posiciones culturales que se presentan como irreductibles.
La creatividad humana se remonta a los orígenes de la cultura.
La invención de la escritura permitió fijar los textos memorables
en objetos materiales y crear una memoria externa que aumenta
la capacidad de conservar la experiencia, las vivencias, la fantasía,
el pensamiento, desarrollando así un patrimonio creciente de con-
tenidos compartidos y acelerando la acumulación de innovacio-
nes, que favorecieron no sólo la división de la sociedad en clases y
el control social desde el poder, sino también y especialmente la
libertad individual y el desarrollo de la tradición crítica.7
De ahí que dos versiones distintas de la creatividad se enfren-
ten en el mundo moderno. Por una parte, desde un estrecho ra-

3. J. Conill, El enigma del animal fantástico..., 191.


4. Ibíd., 210.
5. Ibíd., 223.
6. Ibíd., 224.
7. Cfr. W.J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra (trad. A. Scherp),
México, Fondo de Cultura Económica, 1987.

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cionalismo, sólo se privilegia el concepto, las ideas abstractas,
en definitiva, el análisis de los fenómenos de la naturaleza, la
construcción de una lógica de la identidad o de un pensamiento
lineal, causal, que reduce la subjetividad, la fantasía, las emocio-
nes. Para este tipo de racionalismo, la creatividad está sometida
al poder conceptual, científico y tecnológico, que ha permitido
muchos de los desarrollos de la modernidad. Por otra parte, en
el nuevo escenario de la modernidad, caracterizado por lo que se
podría llamar una crisis del racionalismo, incluyendo una crisis
de la ciencia racional, la imaginación y la creatividad humanas
han sido incluso capaces de transformar la concepción que el
ser humano tiene del mundo que le rodea y del universo.
Tanto Ortega como Zubiri, en diálogo con la cultura de su épo-
ca, nos ofrecerán un diagnóstico convergente de la situación: sólo
la creatividad conjunta y la colaboración generosa pueden aumen-
tar y mejorar los límites de la imaginación del hombre del futuro
y ponerla al servicio de los seres vivos y no de su destrucción.

La vida humana como género literario

El «novecentismo», que representa la nueva sensibilidad vi-


tal e histórica de la generación de 1914, a la que pertenece Orte-
ga, emerge como reacción al positivismo de la segunda mitad
del siglo XIX, caracterizado por el pesimismo y el escepticismo.
En un artículo publicado en 1916 en El Espectador Ortega carac-
teriza a la nueva época como Nada moderno y muy siglo XX (O.C.,
II 22-24). Lo más importante en esta confrontación con la mo-
dernidad —no simple rechazo, ni puro cuestionamiento, ni refu-
tación de ella— consistiría en sustituir al sujeto, como entidad
privilegiada y decisiva, por la vida humana, auténtica realidad
radical, que se caracteriza por su negativa a ser sustancia, por su
sello trascendental y su menesterosidad (O.C., IV 540, n. 1). Por
ello, Ortega aconseja a poetas, pensadores, políticos y a todos los
que aspiran a la originalidad y a mundos nuevos, con estas pala-
bras: «No pretendáis crear las cosas, porque esto sería una obje-
ción contra vuestra obra. Una cosa creada no puede menos de
ser una ficción. Las cosas no se crean, se inventan en la buena
acepción vieja de la palabra: se hallan. Y las cosas nuevas [...] se
encuentran no más allá, sino más acá de lo ya conocido y consa-
grado, más cerca de vuestra intimidad y domesticidad, en torno

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de vuestras entrañas, llenando en inmenso filón las horas más
humildes de vuestra vida» (O.C., II 28).8
Ya en las Meditaciones del Quijote (1914) se había abierto Or-
tega a una concepción dinámica de la antropología, en la medi-
da en que considera la vida como drama y precariedad, como
biografía e historia. El hombre es un animal extraño a la natura-
leza, de la que huye gracias a la fantasía.
Esta apelación orteguiana a la inuentio resalta el carácter re-
tórico de nuestro conocimiento. Los procesos de creación de
nuevos conceptos son inseparables de mecanismos tropológicos,
los cuales actúan a niveles distintos y están presentes en todas
nuestras actividades mentales. Uno de los instrumentos de la
fantasía es la metáfora. Ortega es consciente de la trascendencia
singular de la metáfora. En «Renan» (1909) había escrito: «Del
arsenal de sensaciones, dolores y esperanzas humanas extraen
Newton y Leibniz el cálculo infinitesimal; Cervantes, la quinta
esencia de la melancolía escéptica; Buddha, una religión. Son
tres mundos diversos. El material es el mismo en todos; sólo
varía el método de elaboración. De la propia manera, el mundo
de lo verosímil es el mismo de las cosas reales sometido a una
interpretación peculiar: la metafórica. Ese universo ilimitado está
construido con metáforas. ¡Qué riqueza! Desde la comparación
menuda y latente, que dio origen a casi todas las palabras, hasta
el enorme mito cósmico que como la divina vaca Hathor de los
egipcios, da sustento a toda una civilización, casi no hallamos en
la historia del hombre otra cosa que metáforas. Suprímase de
nuestra vida todo lo que no es metafórico y nos quedaremos
disminuidos en nueve décimas partes» (O.C., I 449-450).
Lo que precisamente más valora Ortega en Renan es su capa-
cidad de creación de metáforas. Eso es también lo que hace valo-
rar a Spengler y a su espléndida proposición metafórica sobre la
decadencia de Occidente. A veces tiene uno la sensación de que
Ortega propone que las ciencias sociales tengan por finalidad la
producción de metáforas en la esperanza de que, como en la
ciencia, vayan ajustando sus significados a una realidad consi-
derada arbitral e independiente.
Ortega concibe la metáfora como un instrumento mental
imprescindible, no circunstancial sino relativo a la fantasía, a la

8. En La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva Ortega


matizará fuertemente su juicio sobre la creatividad «pura» (cfr. O.C., VIII 289).

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imaginación del científico, tal y como explica en «Las dos gran-
des metáforas. En el segundo centenario del nacimiento de Kant»
(1924): «La metáfora es un instrumento mental imprescindible,
es una forma del pensamiento científico. Lo que puede muy bien
acaecer es que el hombre de ciencia se equivoque al emplearla y
donde ha pensado algo en forma indirecta o metafórica crea haber
ejercido un pensamiento directo [...] La poesía es metáfora; la
ciencia usa de ella nada más. También podía decirse: nada me-
nos» (O.C., II 387).
La función de la metáfora en la ciencia es explicada perfecta-
mente por Ortega desde el comienzo: «Cuando el investigador
descubre un fenómeno nuevo, es decir, cuando forma un nuevo
concepto, necesita darle un nombre. Como una voz nueva no
significaría nada para los demás, tiene que recurrir al repertorio
del lenguaje usadero, donde cada voz se encuentra ya adscrita a
una significación. A fin de hacerse entender, elige la palabra cuyo
usual sentido tenga alguna semejanza con la nueva significación.
De esta manera, el término adquiere la nueva significación al
través y por medio de la antigua, sin abandonarla. Esto es la
metáfora» (O.C., II 388).
La metáfora es un procedimiento intelectual útil para el co-
nocimiento: «La metáfora es un procedimiento intelectual por
cuyo medio conseguimos aprehender lo que se halla más lejos
de nuestra potencia conceptual. Con lo que más próximo y lo
que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con
lo remoto y más arisco. Es la metáfora un suplemento a nuestro
brazo intelectivo, y representa, en lógica, la caña de pescar o el
fusil» (O.C., II 391).
La metáfora es realmente una verdad, un conocimiento de rea-
lidades, no una mera figuración. En un ejercicio de asombrosa
fecundidad, Ortega llega a decir que también la poesía es investi-
gación y que descubre hechos tan positivos como los que descubre
la ciencia (O.C., II 391). De hecho, En torno a Galileo (1933) afir-
ma que la ciencia, por su carácter imaginativo, es «hermana de la
poesía» (O.C., V 17), cosa en la que insiste en Sobre la razón histó-
rica (1940), en que contrapone a ambas con la seriedad del vivir:
«De este modo sitúo la ciencia y la teoría más cerca de la poesía.
Hay además, otra porción de razones para ello. Y evitamos de este
modo confundirlas con la irremediable seriedad del vivir. Literatu-
ra y ciencia pertenecen al mundo irreal de la fantasía. Ése es su
lugar, ése es su puesto y ése es su papel» (O.C., XII 157).

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Ortega se limita a sospechar que la metáfora es algo más que
una figura literaria, que tiene funciones cognitivas reales y que
incluso actúa de «espacio» relativo en el que los grupos huma-
nos se dotan de sentido histórico. Yendo incluso más allá, en
Sobre la razón histórica (1940), extremando la argumentación,
afirma Ortega que, como demuestra la lógica de la época, toda
expresión, sea cual sea, es metáfora porque existe un abismo
constante entre lo que pensamos y lo que decimos, que lo que
decimos no se ajusta nunca al pensamiento, sino que lo sugiere y
que en consecuencia todo decir es metafórico (O.C., XII 168).
En «Sobre las carreras. Primeras lecciones de un curso uni-
versitario» (1934), escribe Ortega: «Hay en el hombre [...] la in-
eludible impresión de que su vida [...] su ser es algo que no sólo
puede, sino que tiene que ser elegido» (O.C., V 168). A continua-
ción se pregunta cómo se lleva a cabo esa elección. El hombre
elige «porque se representará en su fantasía muchos tipos de
vida posibles y al tenerlos delante notará que alguno o algunos
de ellos le atraen más, tiran de él, le reclaman o llaman [...]. Esto
quiere decir que nuestra vida es, por lo pronto, una fantasía, una
obra de la imaginación. Y, en efecto, en todo instante tenemos
que imaginar, que construir mediante la fantasía lo que vamos a
hacer en el inmediato. Sin esta intervención del poder poético,
es decir, fantástico, el hombre es imposible [...] la vida humana
es un género literario, puesto que es, primero y ante todo, faena
poética, de fantasía» (O.C., V 168).
En Meditación de la técnica (1935) considera que el animal es
pura alteración, el hombre es sobre todo interioridad, es capaz
de penetrar en sí mismo, aunque esta capacidad todavía no le ha
sido dada, pues «nada que sea sustantivo ha sido regalado al hom-
bre» (O.C., V 301). Con esfuerzo y fatiga ha logrado el hombre
actuar sobre las cosas para orientarlas a sus fines: tal es el papel
y el significado de la técnica. Más que como animal racional
habría que definir al hombre como animal fantástico e ideológi-
co-tecnológico, en la medida en que es capaz de proyectar, modi-
ficar el mundo de acuerdo con un plan preestablecido, forjando
«ideas» sobre el entorno. El hombre inventa un mundo interior
desde el que se dirige al mundo externo, pero en calidad de pro-
tagonista, para imponer su voluntad (O.C., V 301-304). No es
posible consecuentemente concebir la acción sin contemplación
previa, aunque el destino del hombre consista sobre todo en ac-
tuar. De hecho, no «vivimos para pensar, sino al revés: pensamos

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para lograr pervivir» (O.C., V 304). A partir de aquí elabora Orte-
ga renovadas críticas tanto al intelectualismo, entendido como
«beatería de la cultura», como al voluntarismo (O.C., V 309-310).
El hombre se diferencia del animal en la medida en que tiene la
posibilidad de transformar el mundo mediante la técnica: «un
hombre sin técnica, es decir, sin reacción contra el medio, no es
un hombre» (O.C., V 326). No es una cosa sino un drama que
consiste esencialmente en aquello que todavía no es (O.C., V 338-
339). La técnica representa la «reforma de la naturaleza, de esa
naturaleza que nos hace necesitados y menesterosos, reforma en
sentido tal que las necesidades quedan a ser posible anuladas
por dejar de ser problema su satisfacción» (O.C., V 324). La tec-
nología no concierne sólo a la ideación de los medios y de los
instrumentos adecuados para reaccionar activamente sobre el
ambiente sino que tiene que ver especialmente con el proyectar
una nueva cualidad de vida. El hombre no tiene «empeño algu-
no por estar en el mundo. En lo que tiene empeño es en estar
bien. Sólo esto le parece necesario y todo lo demás es necesidad
sólo en la medida en que haga posible el bienestar. Por lo tanto,
para el hombre sólo es necesario lo objetivamente superfluo»
(O.C., V 328). En consecuencia la técnica representa también la
razón última por la que el animal, que sólo puede construir uten-
silios, es fundamentalmente a-técnico, puesto que acepta la vida
como mero «hecho», contentándose con lo objetivamente nece-
sario para tal fin (O.C., V 329). Sólo en el hombre, el único ser en
el que «la inteligencia funciona al servicio de una imaginación,
no técnica, sino creadora de proyectos vitales, puede constituir-
se la capacidad técnica» (O.C., V 357). El hombre debe proyec-
tarse y auto-fabricarse, siendo su vida un perenne «hacerse», pues
vivir es sobre todo esforzarse por poseer lo que no se posee; la
vida no es sólo contemplación y pensamiento. Vivir es «hallar los
medios para realizar el programa que se es. El mundo, la cir-
cunstancia se presenta desde luego como primera materia y como
posible máquina» (O.C., V 342). El mundo nuevo de la técnica se
asemeja a un «gigantesco aparato ortopédico» creado por los
técnicos (O.C., IX 624). El ser en el mundo del hombre es estruc-
turalmente precario. Su vida es riesgo y constante preocupación
por la seguridad en la búsqueda de la felicidad, nunca alcanza-
ble definitivamente en este mundo que el hombre se esfuerza
cada vez más por hacer más humano, pero que le resulta en de-
finitiva extraño y hostil. Ortega constata en Meditación de la téc-

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nica (1935) que Europa padece «una extenuación de su facultad
de desear» (O.C., V 344). Ante la crisis de los deseos que él detec-
ta en la civilización occidental y que constituye la enfermedad
básica de nuestro tiempo, quizá la alianza de una estrategia me-
tafórica, no sólo relacionada con lo que es sino con lo que debe-
ría ser en función de los deseos reales, permitiría desarrollar a
partir de las ideas de Ortega una vigorosa actualización del pa-
pel de la fantasía en la metodología de las ciencias sociales.
En su obra sobre La idea de principio en Leibniz y la evolución
de la teoría deductiva (1958) Ortega muestra la insuficiencia del
planteamiento griego —según el cual pensar consiste en estable-
cer el ordo et connexio rerum, basado en el criterio de la eviden-
cia, según el cual el orden lógico y el ontológico coinciden— y
del moderno —según el cual pensar consiste en establecer el ordo
et connexio idearum, basándose en la reductio a un único princi-
pio desde el cual poder deducir el saber científico, una vez decre-
tado el final de la «creencia» en la ontología. A esto opone la tesis
según la cual pensar es al mismo tiempo evidenciar, no por des-
cripción «sensualista», sino por «revelación»; y experimentar de
acuerdo con el método comprensivo de la razón vital e histórica.
Aun teniendo un origen histórico y aun configurándose en mo-
dalidades de hecho peculiares en relación con las diferentes co-
yunturas histórico-sociales, como intento para vivir de una for-
ma menos precaria, la filosofía sigue siendo una actividad idea-
da por el hombre y es, por una parte, una ocupación dramática
y, por otra parte, una actividad lúdico-deportiva (O.C., XII 26).
En esta obra distingue claramente Ortega entre el problema
de «hallar un criterio de verdad» y «el problema de la verdad
misma como necesidad que el hombre, a despecho de todos los
fracasos, siente siempre; por tanto, de la verdad como función
en el organismo de la vida humana. Entonces, y sólo entonces,
caemos, sorprendidos, en la cuenta de que el primario y más
radical sentido de la pregunta de Pilato: ¿qué es la verdad?, no es
preguntarse por su criterio o señal distintivos, sino por algo pre-
vio a todo eso; a saber: cuáles son los rasgos, los caracteres pre-
cisos de esa peculiar necesidad o interés del hombre que sole-
mos llamar “verdad”» (O.C., VIII 281).
La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deduc-
tiva es el libro más extenso de Ortega, pese a estar incompleto —le
faltan los capítulos II y III, destinados a exponer el tema titular de
la obra— y quizá el más importante. Ortega, poniendo en práctica

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deliberadamente en este libro «la razón histórica», se propone
llegar a comprender hasta el fondo el significado del «principialis-
mo» de Leibniz. Ortega indaga qué eran los principios en la histo-
ria de la filosofía: Platón, Aristóteles, los estoicos, Euclides, Esco-
to, Aquasparta, Suárez, son algunas de las etapas de su recorrido.
Esto hace que el libro de Ortega resulte ser un análisis de conjunto
de las más variadas epistemologías. Ortega muestra un conoci-
miento familiar de los textos de la tradición y un esfuerzo por
comprenderlos en su significación histórica. El núcleo de esta obra
es el concepto de principio en Leibniz y lo que representan los
principios en la teoría de la ciencia antigua y moderna.9
En cada página se encuentran sugerencias iluminadoras acer-
ca de la conducta que conviene adoptar, ante la ciencia y la expe-
riencia, al hombre que filosofa. Los aciertos de Ortega son nume-
rosos en esta obra. Por ejemplo, la exposición del sensualismo de
Aristóteles (O.C., VIII 155-167) es magnífica, así como el análisis
de esa «deducción trascendental» de los principios por el estagiri-
ta (O.C., VIII 138-143) o la valoración de la fantasía como fuente
común de la sensibilidad y el entendimiento (O.C., VIII 247-256).10
A partir de la lectura de esta obra de Ortega es muy intere-
sante destacar las conexiones que pueden establecerse entre el
tema de la verdad y el concepto de fantasía. En el § 25 aborda el
concepto de fantasía cataléptica en el estoicismo. A juicio de Or-
tega, nadie ha comprendido lo que la fantasía cataléptica signifi-
ca para los estoicos. No se trata simplemente de una suerte de
evidencia, inducida por los sentidos, que despóticamente domi-
nasen el alma entera del hombre. Es algo más profundo. Para
Ortega, sólo gracias al concepto de creencia —en cuanto contra-
puesto a idea— puede entenderse el significado de lo que la fan-
tasía cataléptica expresa. La «fantasía cataléptica» no mana de
los sentidos sino de la creencia en los sentidos. Y esta «creen-
cia», que es la fuente de la evidencia, como lo es de los demás
sentidos, incluso el de contradicción, o de los principios de la fe,
deriva de «la gente», del «se dice» —por tanto, de su carácter
tópico, en el sentido aristotélico. Es la «gente» el manantial de la

9. Cfr. Ll.X. Álvarez y J. de Salas Ortueta (eds.), La última filosofía de Ortega y Gasset:
en torno a «La idea de principio en Leibniz», Oviedo, Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Oviedo, 2003.
10. Cfr. J. Echeverría, «Ortega como estudioso de Aristóteles y Leibniz», Teorema
(Madrid), 13/3-4, 1983, 431-444; C. García Gual, «De cómo camino de Leibniz Ortega
volvió a Aristóteles», Revista de Occidente (Madrid), 192, 1997, 78-91.

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«fantasía cataléptica» estoica (O.C., VIII 248-249). De ahí el po-
der cautivador, hipnotizador de la «fantasía cataléptica». Los
principios que se fraguan en nosotros de un modo mecánico y
físico, configurando nuestra mente en plena pasividad, nos su-
man verdaderamente en un «estado cataléptico», que es el esta-
do de pensar ciego y mecánico generado por sugestión e hipno-
tización colectiva (O.C., VIII 250).
La exposición de Ortega, resumida aquí de manera muy sinté-
tica, es sumamente brillante, fascinante. Ortega, en ese capítulo,
donde ha aplicado su propia nomenclatura filosófica para expli-
car el concepto de «fantasía cataléptica», revela algunos aspectos
particularmente interesantes en el conocimiento del estoicismo.
En primer lugar, la exposición orteguiana aclara que el senti-
do del término «catalepsis» (katálépsis) en el estoicismo viene
dado por el valor del prefijo katá en cuanto preverbio vacío, pre-
verbio que redondea, intensifica y ultima el sentido verbal, sin
expresar algún matiz peculiar lleno, material. Si creemos a Cice-
rón, redundaba a lambáno en cuanto que significa «capturar-
coger-agarrar por el cuello-aprehender». Y esto precisamente en
virtud del famoso símil de la mano, debido al propio Zenón. La
mano abierta, simboliza a la fantasía; cuando ligeramente se cie-
rran los dedos, teníamos el símbolo, del «asentimiento» (synka-
táthesis) que es como una disposición a la evidencia y por tanto
una disposición voluntaria y libre, sin ser todavía la evidencia
misma. Cuando la mano se cerraba voluntariamente a modo de
puño, agarrando la cosa firmemente, entonces sobrevenía la com-
prensión, la evidencia: «quæ ex similitudine etiam nomen et rei,
quod ante non fuerat, katálépsis, imposuit» (Cic. Acad. II 47, 144).
Por tanto la «fantasía cataléptica» es en los estoicos una opera-
ción activa. Aunque en el texto no desarrolla esta intención acti-
va, admite Ortega en una nota este sentido activo, yuxtaponién-
dolo al pasivo (O.C., VIII 251-252, n. 3).
En segundo lugar, la «fantasía cataléptica» no era para los estoi-
cos sólo una impresión de los sentidos sino también la comprensión
de una verdad concluida de premisas ciertas o simplemente una
verdad inmediata. El estado cataléptico lo consignaban los estoicos
no a los sentidos sino a la fantasía. Para los estoicos la fantasía es un
concepto que trasciende la distinción entre sentidos e inteligencia.
Los estoicos no han distinguido el conocimiento sensorial del racio-
nal, al modo platónico. Para los estoicos la inteligencia es todo. Has-
ta el punto de que los estoicos tuvieron la intuición de la naturaleza

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racional de los sentidos (nihil est in sensu quod prius non fuerit in
intellectu), que no es lo mismo que la naturaleza sensorial del enten-
dimiento. Galeno enseña claramente que es la misma parte princi-
pal del alma la que oye y la que ve. Los sentidos, dice Aecio, son
como una emanación del alma, como los tentáculos del pulpo. Orte-
ga sostiene que los estoicos fundaron la fuerza de la «fantasía cata-
léptica» en el consensus omnium, que era para ellos signo de gran
probabilidad de que lo comúnmente admitido es natural; por ser
natural se manifiesta a cada uno de los hombres y, por eso, lo natu-
ral es universal, como Aristóteles había enseñado. La naturaleza obra
según los estoicos a través del individuo. Es un mecanismo análogo
al de la libertad, como obligación que nos impone la naturaleza,
según el famoso símil del cilindro que rueda, cuesta abajo, de Crisi-
po. Para Ortega la valoración estoica de la opinión común es indicio
del respeto estoico a la «gente». La «fantasía cataléptica» no se cir-
cunscribe a los órganos sensoriales sino que alcanza a la inteligencia
y se funda en la opinión impersonal y fascinante del común sentir.
La energía cataléptica es la energía de las «creencias», que fundan
sus raíces en la «gente». El consentimiento universal podrá ser un
signo, un criterio de verdad. Pero a condición de que su evidencia
sea verificada en el fuero interno del que medita, tal y como pres-
cribía Descartes, cuya moral está fuertemente impregnada de estoi-
cismo. El sabio estoico no se precipitará nunca en dar el «asenti-
miento» (synkatáthesis) y considerará las cuestiones minuciosamente.
El sabio estoico sólo dará su asentimiento a una «fantasía catalépti-
ca», que es aquella tan clara y tan completa que sólo admite una
teoría lógicamente posible en cuanto a su origen. Los estoicos exi-
gían este requisito y precisamente porque hay muchas impresiones
que dejan lugar a alternativas no le es permitido al sabio concederles
su asentimiento, sino seguir lo probable. Utilizaban la misma epo-
chë que los académicos, pero se diferenciaban de ellos en que todas
las representaciones daban lugar a alternativas.
En tercer lugar, la exposición de Ortega se caracteriza por
haber puesto en relación, gracias al concepto de «creencia», el
tema de la «fantasía cataléptica» con la problemática teológica
acerca de la naturaleza de la fe. Tertuliano, por ejemplo, aplica el
concepto estoico de sensación al conocimiento de Cristo, que se
nos revela precisamente por los sentidos (De Anima 17), por no
hablar de Clemente de Alejandría o de Marsilio Ficino en sus
fundamentaciones de la fe, ad modum estoico, por el consenso
universal.

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En polémica con Toynbee, Ortega escribe Una interpretación
de la Historia Universal (1948). Para Ortega el hombre represen-
ta «frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadapta-
do e inadaptable. Sin duda logra constantemente adaptaciones
parciales, pero cada una de ellas le sirve para una nueva adapta-
ción. Mas un animal a la vez inadaptado y perviviente es, desde
el punto de vista zoológico, un animal enfermo» (O.C., IX 189).
El hombre es un animal «esencialmente desequilibrado que, sin
embargo, existe; lo cual quiere decir que no es propiamente un
animal» (O.C., IX 188). Para describir el origen del hombre Or-
tega recurre a la forma mítico-narrativa, que muestra cómo en
el hombre, animal enfermo, a causa de una intoxicación provo-
cada por las condiciones de vida, se ha producido una hipertro-
fia cerebral de la que surgió la facultad imaginativo-fantástica
que lo constriñe a vivir en «dos mundos —el de dentro y el de
fuera—, por tanto, irremediablemente y para siempre, inadapta-
do, desequilibrado: ésta es su gloria, ésta es su angustia. El hom-
bre es un animal fantástico; nació de la fantasía, es hijo de “la
loca de la casa”. Y la historia universal es el esfuerzo gigantesco
y milenario de ir poniendo orden en esa desaforada, anti-animal
fantasía. Lo que llamamos razón no es sino fantasía puesta en
forma» (O.C., IX 190). Por tanto el hombre no se adscribe inelu-
diblemente a ningún hábitat que pueda constituir un reto y un
obstáculo insuperable. A diferencia de Toynbee, la dificultad es
siempre relativa a los proyectos ideados por el hombre; sin em-
bargo, la vida se muestra siempre para el hombre como «un dra-
mático enfronte y contienda del hombre con el mundo, y no un
mero desajuste ocasional» (O.C., IX 190).
En el apartado tercero de «Prólogo para alemanes» (1958)
Ortega escribe: «La condición del hombre es, en verdad, estupe-
faciente. No le es dada e impuesta la forma de su vida como le es
dada e impuesta al astro y al árbol la forma de su ser. El hombre
tiene que elegirse en todo instante la suya. Es, por fuerza, libre.
Pero esa libertad de elección consiste en que el hombre se siente
íntimamente requerido a elegir lo mejor y qué sea lo mejor no es
ya cosa entregada al arbitrio del hombre. Entre las muchas co-
sas que en cada instante podemos hacer, podemos ser, hay siem-
pre una cosa que se nos presenta como la que tenemos que hacer,
tenemos que ser; en suma, con el carácter de necesaria. Ésta es lo
mejor. Nuestra libertad para ser esto o lo otro no nos libera de la
necesidad. Al contrario, nos implica más con ella [...]. El pobre

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ser humano [...] se encuentra colocado en una posición dificilísi-
ma. Porque es como si se le dijera: “Si quieres realmente ser,
tienes necesariamente que adoptar una muy determinada forma
de vida. Ahora: tú puedes, si quieres, no adoptarla y decidir ser
otra cosa que lo que tienes que ser. Mas entonces, sábelo, te que-
das sin ser nada, porque no puedes ser verdaderamente sino el
que tienes que ser, tu auténtico ser”. La necesidad humana es el
terrible imperativo de la autenticidad. Quien libérrimamente no
lo cumple, falsifica su vida, la desvive, se suicida. Resulta, pues,
que se nos invita a lo que se nos obliga. Se nos deja libertad de
aceptar la necesidad [...]. Toda vida humana tiene que inventar-
se su propia forma; no hay propiamente un Zurück. El imperati-
vo de autenticidad es un imperativo de invención. Por eso la facul-
tad primordial del hombre es la fantasía [...]. Inclusive lo que se
llama pensar científico no es psicológicamente sino una variedad
de la fantasía, es la fantasía de la exactitud. La vida humana es,
por lo pronto, faena poética, invención del personaje que cada
cual, que cada época tiene que ser. El hombre es novelista de sí
mismo. Y cuando a un pueblo se le seca la fantasía para crear su
propio programa vital, está perdido. Ya dije a ustedes que la con-
dición humana es estupefaciente. ¡Pues bien, la vida resulta ser,
por lo pronto... un género literario!» (O.C., VIII 28-29).
Ortega otorga dos sentidos diferentes a la fantasía y ambos
pueden ser actualizados, muy especialmente en el ámbito de las
ciencias sociales. Por una parte, «fantasía» es un elemento cons-
titutivo del conocimiento que interviene decisivamente en la for-
ma de situarnos ante la realidad. Esta forma tiene un comienzo
lingüístico metafórico y en todo el proceso se mantiene una ten-
sión metáfora-realidad que va del más al menos. Si bien la metá-
fora científica tiene como destino la pérdida de la libertad inicial
y el encadenamiento a la necesidad, esto no sucede con la metá-
fora poética. Por otra parte, es preciso que cada uno, gracias al
poder de la fantasía, determine cuál es la metáfora o las metáfo-
ras que dan fundamento a su sistema de creencias y reflexione
sobre cuál es el grado de incompatibilidad con las demás que
coinciden con ella en el momento histórico.

Lo real y lo irreal

En el caso de Zubiri el hilo conductor de la exposición sobre


la phantasía lo constituirá el curso El hombre: Lo real y lo irreal

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(1967), que conforma un tratado sobre la realidad y la experien-
cia creadora, una obra innovadora, enormemente útil para abor-
dar los temas centrales del pensamiento zubiriano. Si en obras
anteriores Zubiri presenta al hombre como «inteligencia sen-
tiente» y «animal de realidades», aquí aparece de modo paradó-
jico como «animal de irrealidades», como ser que forja lo irreal
llevado a ello por su propio modo de estar en la realidad, como
inteligencia sentiente en la que lo real y lo irreal se integran.
La vinculación del hombre a lo irreal es necesaria porque la
requiere para ser real, para realizarse. El hombre «no puede sub-
sistir en la realidad más que pasando por el rodeo de la irreali-
dad» (SH, 142). Esta perspectiva confluye con la concepción del
hombre como «animal hermenéutico», «animal simbólico» o
«animal fantástico». Es clara la relación de todo esto con la vi-
sión nietzscheana del hombre como «animal fantástico» y con la
actual propuesta de mundos virtuales, en plena eclosión de la
llamada «realidad virtual», que no deja de ser una realidad que
tiene existencia aparente aunque no real, es decir, que tiene una
realidad «irreal».
Tal como destaca Conill en su presentación a la edición de
este curso de Zubiri, son cinco las aportaciones de este texto:
1) aclara en qué consiste la irrealidad y expone sus modalidades;
2) aborda el tratamiento de la noción de experiencia; 3) elabora
una teoría de la figuración que contribuye a entender el carácter
experiencial de la capacidad conceptual y abre la posibilidad de
la creación; 4) discute con algunas concepciones contemporá-
neas de la vida (Bergson, Dilthey); 5) afirma la importancia del
«animal fantástico», que no sólo se entiende como animal de
realidades sino también de irrealidades.11
Desde este marco antropológico-metafísico surge la pregun-
ta por la naturaleza de lo irreal. Lo irreal no es simplemente lo
que no es real. Tampoco lo potencial. Es, por el contrario, algo
que se opone a lo real, pero dentro del mundo real. Es algo inter-
no a él, razón por la que Zubiri no duda en afirmar que realidad
e irrealidad deben ser entendidas como momentos de la reali-
dad entera del mundo y de la vida del hombre. Considera Zubiri
que «el hombre tiene una capacidad de forjar lo real» (HRI, 104).
Sin embargo, la necesidad que mueve al hombre a forjar lo irreal

11. Cfr. J. Conill, «Presentación», en X. Zubiri, El hombre: lo real y lo irreal, Madrid,


Alianza Editorial-Fundación Xavier Zubiri, 2005, IX-XV.

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se sitúa entre los sentidos y la inteligencia, entre la aísthésis y el
noûs aristotélicos, y a esta mediación es a la que justamente se
llama fantasía (HRI, 104-105). Esta irrealidad, sin la que el hom-
bre no puede vivir en la realidad, se presenta de modos distintos.
Zubiri se detiene en tres: la ficción, el espectro y la idea. Tres
formas de irrealidad que ayudan a habérselas cabalmente con la
experiencia humana como tal, aunque para Zubiri la experien-
cia de lo irreal pertenece a la experiencia humana de lo real, es
decir, que tanto lo real como lo irreal están en última instancia
integrados en el hombre.
Las ideas se forman por abstracción. Sin embargo, como
señala Zubiri, ésta no es suficiente, pues, para poder abstraer,
la abstracción necesita ejecutar un acto previo (HRI, 49). La
inteligencia tiene dos aspectos: por una parte un noûs pathé-
tikós, un intelecto paciente, por el cual la inteligencia ve la idea
que tiene delante y la recibe mediante una afección (páthos) y
por otro lado un noûs poiétikós, un intelecto agente, por el que
coloca el objeto abstracto delante de sí. La misión del intelecto
agente, por decirlo con palabras de Zubiri, es la siguiente: «ha-
cer justamente de los muchos hombres algo que se llama el
hombre [...] reuniendo las impresiones particulares, teniéndo-
las juntas [...] el intelecto agente es una especie de puesto fir-
me, que va recogiendo uno y después otro, y que los mantiene
juntos, como se reúne a un ejército en desbandada. El intelecto
agente lo mantiene y lo retiene todo junto [...] a diferencia del
intelecto posible, del noûs pathétikós, que recibe la idea y que,
al recibirla, actualmente intelige lo que es el hombre, el noûs
poiétikós, el intelecto agente, está siempre en acto» (HRI, 109).
Zubiri pone de relieve que para Aristóteles el objeto del noûs
son ciertamente las ideas. El hombre se enfrenta a las cosas con
los sentidos (aisthéseis), los cuales se dan al hombre por medio
de una afección (páthos). La phantasía y su producto, el phántas-
ma, es un intermediario entre las ideas y las cosas, pues «partici-
pa de un cierto carácter de las ideas, a saber, que no están some-
tidas a las vicisitudes de lo real, que al ser material y por serlo
está sometido a esas vicisitudes» (HRI, 106-107). Lo que le im-
porta a Zubiri es que «para Aristóteles, el intelecto agente está
siempre en acto, y [...] lo único que hace es reunir las cosas que
pasan, justamente para tenerlas juntas, y, al tenerlas juntas, ex-
poliarlas de sus diferencias y contemplar después, con el intelec-
to pasible o paciente» (HRI, 110). Por tanto, «estos hombres que

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quedan así, organizados en torno al intelecto agente por la ac-
ción pura en que él consiste, son justamente los phantásmata de
los hombres» (HRI, 110).
Parafraseando el texto de Acerca del Alma (III 7, 431a 16-17)
escribe Zubiri: «oûdépote noeî áneu phantásmatos hé psychë. No
podría de ninguna manera inteligir la psychë, áneu phantásma-
tos, sin fantasmas» (HRI, 110). El texto aristotélico muestra el
carácter necesario de la phantasía. «Aquí la necesidad es de tipo
funcional. No podría llegarse a una abstracción, por el intelecto
agente, si además de las impresiones fugaces de los sentidos no
tuviésemos justamente los phantásmata de todas las impresio-
nes que han pasado en una u otra forma [...]. Sin la fantasía el
hombre no podría inteligir, no podría tener ideas [...] Es necesa-
rio, nos dijo Aristóteles, el phántasma para inteligir» (HRI, 111).
Aristóteles trata específicamente de la phantasía en Acerca
del Alma (III 3, 427b 27-429a 9). La phantasía se mueve entre las
facultades sensitivas y las intelectivas. Puede ser agrupada con
noeîn y aisthánesthai, puesto que ambas tienen una naturaleza
«crítica». En Acerca del Alma (III 3) la phantasía aparece como
una modalidad de conocimiento irreductible a todas las demás.
Por un lado, la phantasía pertenece al dominio de la aísthésis,
puesto que versa sobre el aspecto sensible del objeto de una ma-
nera intrínseca y, por otro lado, la phantasía es desde un punto
de vista formal algo distinto de la percepción sensible, puesto
que no supone solamente percibir sino representar lo ya percibi-
do. El resultado de la phantasía es el phántasma, que no pertene-
ce a todo tipo de phantasía sino sólo a la que Aristóteles llama
discursiva o deliberativa (logistikë, bouleutikë).
La phantasía bouleutikë, por su capacidad de combinar va-
rias imágenes en una, sirve de base a la deliberación (boúleusis).
La phantasía bouleutikë, como confrontación y comparación de
contrarios, no es posible sino por medio de imágenes generales,
en las que la generalización proviene de elementos intelectua-
les. Sin este tipo de imágenes toda función intelectual es imposi-
ble. Se trata, pues, de una generalización que no procede del
mismo desgaste de las imágenes sensibles, sino de una actividad
del pensamiento sobre las imágenes. Esta actividad noética no
comienza de repente al nivel de la phantasía, sino que se hallaba
ya al nivel de la percepción sensible del objeto.
De este modo, el phántasma contribuye a ampliar los límites
de lo universal en lo sensible, que recibe una significación sim-

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bólica en lugar de la representativa que poseía. El phántasma se
convierte en un símbolo de la realidad que facilita el acceso a la
realidad misma, lo cual significa un progreso en cuanto por pri-
mera vez se abre la posibilidad de una actividad espontánea del
espíritu, sin una dependencia directa de los datos sensoriales.
En la Retórica (I 11, 1.370a 27-35) Aristóteles vuelve a pre-
sentarnos la phantasía, asociándola en esta ocasión a la repro-
ducción de imágenes «en el recuerdo» y a la fabulación de posi-
bilidades «en la espera». «Por otra parte, como el tener un placer
consiste en sentir una cierta afección y la imaginación es una
sensación débil (aísthésís tis asthenës), resulta que a todo recor-
dar y esperar acompaña siempre una imagen de lo que se recuer-
da y espera. Ahora bien, si esto es así, es claro entonces que los
que recuerdan y esperan tienen simultáneamente con ello un
placer, puesto que también tienen una sensación. De modo que
es necesario que todos los placeres sean, o presentes en la sensa-
ción, o pasados en el recuerdo, o futuros en la esperanza; porque
se tiene sensación de lo presente, se recuerda lo pasado y se es-
pera lo porvenir» (Aristot. Rhet. I 11, 1.370a 27-35).
A partir de estos textos aristotélicos, Zubiri atribuye a Aristó-
teles dos características definitorias del phántasma: 1) An. III 8,
432a 9-10: carece de materia (áneu hýlés); 2) Rhet. I 11, 1.370a
28: es un phaínesthai, pero débil (asthenës). Sin embargo, a jui-
cio de Zubiri «los caracteres que desde Aristóteles vienen asig-
nándose a la imagen —a diferencia de la percepción—, por ejem-
plo, que es inmaterial, que está sometida a un movimiento y a un
cambio que dependen libremente del sujeto y no de estructuras
ajenas a él; que tiene una presencia más débil —asthenës— que
la percepción; todo ello, con ser verdad, sin embargo, no es lo
que constituye formalmente la ficción en cuanto tal, sino que
son caracteres que derivan del hecho de que el sujeto de esos
caracteres es ficticio» (HRI, 40-41).
Además, es necesario considerar según Zubiri que «Aristóteles
habla de la fantasía: 1.º como de un metaxý, o intermediario entre
los sentidos y la inteligencia [...] y 2.º además de intermediario, es
absolutamente necesario, diríamos, funcionalmente necesario para
inteligir» (HRI, 111). Por tanto, «la fantasía es un intermediario
[...] la fantasía se mueve precisamente en el carácter físico de rea-
lidad de las cosas reales. Y esta formalidad es lo que hace que se
pueda y se tenga que alojar la fantasía en la realidad, como una
función interna de mediación necesaria, pero justamente para los

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contenidos que la realidad nos ofrece en su propio carácter de
realidad. Los dos caracteres de Aristóteles, el carácter necesario
de la fantasía y el carácter intermediario de ella, son funcional-
mente necesarios [...] para estar en la realidad» (HRI, 113).
Hay que distinguir también entre phantasía y dóxa, una referida
al puro carácter de «representación» y otra al carácter de «aprehen-
sión de lo real», ya que la falsedad que normalmente se atribuye a la
phantasía no le corresponde a ella propiamente sino en cuanto que
lleva añadida una referencia a lo real, pues en la imaginación no se
da esa aprehensión inmediata de la realidad, ese sometimiento a
ella que aparece en la dóxa. De ahí su carácter espontáneo, su inde-
pendencia frente a lo extraño y, a la vez, su carácter de irrealidad,
mientras que la dóxa no es espontánea, sino que depende de la rea-
lidad y nos introduce forzosamente en ella.
El ámbito de la dóxa viene determinado por su objeto, lo con-
tingente, y está limitado a la validez del aquí y del ahora (Aristot.
An. Po. I 33, 88b 30-89a 3). La pregunta por la contingencia de
los accidentes nos lleva a la pregunta por la existencia de la týché,
presente en el ámbito de las cosas humanas, que es el de la liber-
tad. Además, en el ámbito de la dóxa es importante señalar el
papel que tiene la pístis. La dóxa va acompañada de pístis (Aris-
tot. An. III 3, 428a 20; Insomn. 1, 458b 10). Los animales en
cambio no tienen pístis (Aristot. An. III 3, 428a 21).
La dóxa está sujeta a la disyuntiva de la verdad y el error no
sólo por su estructura judicativa, sino por el lugar que ocupa en
el sistema del conocimiento (Aristot. An. Po. I 33, 89a 5; II 19,
100b 7; An. III 3, 428a 19; EN VI 3, 1.139b 17; Metaph. XI 6,
1.062b 33; Cat. 5, 4a 23). En el caso de la dóxa su relación con la
verdad del noûs es siempre incierta, pues su objeto son los acci-
dentes, los cuales no son forzosamente universales. Cuando se
trata de conocer el particular, el pensamiento, después de obte-
ner la noción retorna al phántasma para reencontrar en él el
objeto individual y, por esta mediación, pronunciar un juicio que
se dirige a la existencia. La dóxa se refiere, por tanto, al conoci-
miento probable, alcanzado por reflexión, mediante deliberación.
Su característica es la inseguridad en la posesión cognoscitiva.
Sin embargo, esta inseguridad no tiene porqué hacernos con-
cluir la irracionalidad del conocimiento de la dóxa.
Así, la distinción entre phantasía y dóxa subraya el carác-
ter de irrealidad de la phantasía, conclusión a la que llega Zu-
biri tras el análisis de los textos aristotélicos: «El hombre necesi-

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ta forzosamente figurarse, es decir, forjar lo irreal precisamen-
te para estar en la realidad; no solamente para comprenderla,
sino para estar físicamente en la realidad, apoyarse en ella, para
hacer su vida. Esta necesidad funcional hace que, justamente, lo
irreal sea un intermediario, pero no entre las cosas y las ideas,
sino justamente al revés, entre el puro estar en la realidad y las
cosas concretas que están en la realidad» (HRI, 129).
Si «lo irreal es siempre y sólo forjado por el hombre» (HRI,
71), entonces se comprende que en la constitución del phántas-
ma sea céntrica la función de la memoria (mnëmé), que añade la
aprehensión de la anterioridad de la sensación actual. La memo-
ria añade la conciencia explícita del tiempo, a la vez que trae una
explicitación del carácter simbólico del phántasma. La memoria
puede consecuentemente ser definida como «la relación de
un phántasma, en tanto que imagen (eikön) a aquello de lo que
es phántasma» (Aristot. Mem. 1, 451a 14-17).
Sin embargo, según Zubiri, en la modernidad «se ha amputa-
do considerablemente el concepto de experiencia que nos dio Aris-
tóteles» (HRI, 146). Para Aristóteles, aclara Zuribi, la experiencia
no es sólo sentir (aísthésis), sino que es «sentir con familiaridad»,
es decir, con mnëmé, con anámnésis. En este sentido, concluye
Zubiri, «no es que junto a la realidad que realmente existe haya
un mundo de ficción, sino que el carácter físico de realidad aloja
por un lado las cosas reales que veo y además las ficciones o las
ideas que yo forjo dentro de ese campo» (HRI, 137), por lo que
«solamente cuando se comprende lo que se intelige es cuando
hay conocimiento y no solamente intelección. Pues bien, al sentir
es menester añadirle algo para que haya experiencia: por sí mis-
mo, en sí y ante sí, el sentir no es una experiencia [...]. No es lo
mismo, pues, tener un sentir que tener experiencia. Ni tan siquie-
ra es cuestión de mnëmé, como diría Aristóteles» (HRI, 151).
De este modo, el papel de la phantasía subraya la centralidad
de la invención retórica y mantiene vivo el hilo del discurso y de
la acción. La importancia de la phantasía para la retórica abre
en consecuencia el camino a una consideración de algunos auto-
res silenciados en parte por nuestra tradición cuya presencia re-
sulta empero fundamental para la construcción de una teoría de
la acción en conexión con la retórica.

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CONCLUSIONES

Admitida la concepción de la retórica como un tipo de argu-


mentación no ajustado a los cánones de la lógica formal, y admi-
tida la tesis aristotélica de que el discurso ético y retórico com-
parten un mismo objeto —lo probable y verosímil, aquello no
cierto sobre lo cual hay que deliberar— ¿cuáles son los rasgos
predominantes de una buena retórica aplicada al discurso ético
—y, por ende, al educativo?
Señalaremos tres principios que nos parecen fundamentales.
En primer lugar, la lógica busca la verdad, y la retórica la adhe-
sión. Las actitudes y opciones morales son fruto de decisiones,
acuerdos, opiniones o juicios de valor modificables y revisables.
En segundo lugar, en lógica se usan símbolos rigurosos y preci-
sos; los que maneja la retórica son ambiguos e indeterminados.
En tercer lugar, el objetivo de la lógica es la demostración, mien-
tras que la retórica rechaza las pruebas a favor de argumentos
más o menos pertinentes y convincentes.1 Si se respeta estos tres
principios —no ir en busca de la verdad, mantener la ambigüe-
dad, no tratar de demostrar— la retórica se constituye en para-
digma de un razonamiento no dogmático ni constrictivo.
La ética consiste en un arte de argumentar y deliberar. De las
cinco partes de la «técnica retórica» —inuentio, dispositio, elo-
cutio, memoria, actio— la que destaca es la inuentio, esto es, la
capacidad creadora, dirigida a descubrir el material pertinente a
favor de la causa que se quiere defender, pues es primordialmen-
te el contenido y no la forma lo que debe dar fuerza persuasiva al
discurso ético. Ese contenido ni se deduce ni se induce de ningu-
na realidad empírica; se inventa por comparación entre los valo-
res conflictivos existentes, en busca de otro valor que los subsu-
ma y los trascienda.
Sin embargo, hay que reconocer que existe un riego intrínse-
co a cualquier tipo de discurso retórico si no se usa de acuerdo
con la justicia. Concordia discors, discordia concors. Sin embar-

1. Cfr. V. Camps, Ética, retórica, política, Madrid, Alianza, 1988, 48-49.

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go, la vinculación entre retórica y democracia es muy estrecha:
la democracia es favorable a la retórica, la aristocracia es hostil a
la retórica; la aristocracia es dogmática, no retórica; autoritati-
va, no erística; apologética, no empírica; sentenciosa, no argu-
mentativa; uniformante, no diferenciadora.
Son necesarios criterios, normas de actuación que permitan
al ser humano vivir bien (eû zén), actuar bien (eû práttein) (Aris-
tot. EN I 8, 1.098b 21). La retórica, que es el arte de mover a la
acción por medio del lógos, consiste en elaborar discursos capa-
ces de convencer sobre qué cursos de acción tomar en un caso u
otro. De esta forma la retórica muestra su relación intrínseca
con la ética. La retórica nos ofrece los lugares comunes (tópika)
que nos proporcionan ideas generales sobre hechos concretos,
principios de actuación que nos permiten tomar decisiones ra-
cionales. Estos criterios no se mueven en el terreno de la epistë-
mé, pero tampoco en el de la mera empeiría. De hecho, el desa-
rrollo de una retórica absolutamente desligada de la ética y, tam-
bién, de los principios que rigen la elaboración de los
razonamientos es la que generará una mala retórica, únicamen-
te preocupada por la ornamentación de del discurso.2
Nótese que, a diferencia de Platón (Phædr. 270b; Gorg. 502e,
503a), en el caso de Aristóteles la distinción no se establece entre
buena y mala retórica, sino entre sofística y retórica. La retórica
aristotélica se asienta en la discusión de las opiniones plausibles
(éndoxa), opiniones generalmente aceptadas, que consisten en
aquello «que parece bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y,
entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conoci-
dos y reputados» (Aristot. Top. I 1, 100b 21). Las opiniones plau-
sibles (éndoxa), que manifiestan la confianza de la razón huma-
na en las opiniones de otros, surgen de la experiencia y se regis-
tran en los tópicos y en los usos comunes del lenguaje. Uno de
los propósitos de la Retórica de Aristóteles consiste en contra-
rrestar la baja estima que Platón mostraba hacia esta disciplina.
Aristóteles rescata el valor de la retórica frente a Platón, quien la
asociaba a la adulación con que habitualmente actuaban los so-
fistas de su tiempo. Aristóteles parte de la constatación de que la
facultad de la palabra «es más específica del hombre que el uso

2. Cfr. A. Abizadeh, «The Passions of the Wise: Phrónésis, Rhetoric, and Aristotle’s
Passionate Practical Deliberation», The Review of Metaphysics (Washington, DC), 56,
2002, 267-296.

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del cuerpo» (Aristot. Rhet. I 1, 1355b 3), considerándola como
uno de los bienes que usa el hombre, gracias al cual «puede uno
llegar a ser de gran provecho, si es que los usa con justicia, y
causar mucho daño, si lo hace con injusticia» (Aristot. Rhet. I 1,
1.355b 5). La tarea de la retórica «no consiste en persuadir, sino
en reconocer los medios de credibilidad (písteis) más pertinen-
tes para cada caso» (Aristot. Rhet. I 1, 1.355 b 10), es decir, en la
«facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para con-
vencer» (Aristot. Rhet. I 2, 1.355b 25). Una mala retórica no con-
sidera las opiniones plausibles (éndoxa), sino sólo las opiniones
aparentes y paradójicas, características de una argumentación
sofística o erística. Si una buena retórica es la que se usa para
clarificar un buen razonamiento, la mala retórica es la que usa
para ensombrecer un mal razonamiento. Si la retórica, en la
perspectiva aristotélica, tiene que ver con los medios de credibi-
lidad (písteis), una mala retórica es la que no emplea los medios
de credibilidad disponibles. La buena retórica es la que, sirvién-
dose de argumentos retóricos, coloca ante el oyente todos los
medios necesarios para tomar una decisión, es decir, aquella que
ejercita la capacidad de deliberación (boúleusis), previa a toda
elección (proaíresis).
Para Aristóteles, la retórica tiene que ver con «aquellas mate-
rias sobre las que deliberamos y para las que no disponemos de
artes específicas, y ello en relación con oyentes de tal clase que ni
pueden comprender sintéticamente en presencia de muchos ele-
mentos ni razonar mucho rato seguido. De cualquier forma, de-
liberamos sobre lo que parece que puede resolverse de dos mo-
dos, ya que nadie da consejos sobre lo que él mismo considera
que es imposible que haya sido o vaya a ser o sea de un modo
diferente, pues nada cabe hacer en esos casos» (Aristot. Rhet. I 2,
1.357a 2-8). Hay que subrayar en esta definición tres aspectos:
1) la necesidad de deliberación ante lo que no se presenta como
obvio, de fácil resolución o factible de ser resuelto en el campo
de otros saberes; 2) los límites propios de la naturaleza humana
para dar solución a determinadas cuestiones; 3) el carácter pro-
bable de aquello sobre lo que se delibera. No se delibera sobre lo
imposible ni tampoco sobre lo posible causal o natural, sino so-
bre aquello que depende de nuestra voluntad y que puede ser de
otro modo. Aristóteles, consciente de que el conocimiento hu-
mano se basa más en opiniones fundadas que en verdades de-
mostrables, considera que el rigor deductivo de la demostración

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lógica difícilmente puede aplicarse a la resolución de asuntos
cotidianos en los que se delibera sobre conflictos prácticos. De
este modo, la incorporación de la deliberación en el ámbito de la
acción moral implica abandonar definitivamente el criterio de
cientificidad como único parámetro de juicio.
Desde una perspectiva aristotélica, una buena retórica —una
retórica ética— es aquella que 1) tiene como objetivo proporcio-
nar los medios de credibilidad (písteis) adecuados a cualquier
argumento: lógos (la coherencia misma del discurso), páthos (los
afectos que el orador es capaz de transmitir) y éthos (la credibili-
dad y la confianza del orador), permitiendo así al orador sinto-
nizar con la audiencia; 2) trata de lo convincente, no de lo cierto,
por lo que se basa en entimemas, es decir, en razonamientos
deductivos basados «en verosimilitudes y en indicios», que cons-
tituyen «el cuerpo de la convicción», no para presentar medias
verdades ni para persuadir, sino porque las premisas de la argu-
mentación no pueden ser verdaderas ni falsas, sino sólo proba-
bles, a diferencia de la ciencia, que utiliza los silogismos, forma-
dos por premisas absolutas que conducen automáticamente a
conclusiones ciertas; 3) proporciona a la audiencia los criterios
para poder realizar una elección informada, justa; 4) está atenta
a las experiencias y valores en los que se originan nuestras creen-
cias; 5) es capaz de evitar la instrumentalización de los otros, en
la medida en que incrementa nuestro conocimiento de los otros;
6) es el arte de dar buenas razones, consciente de que para expli-
citar razones hay que saber las cosas, hay que saber las conse-
cuencias de lo que se dice; 7) entiende por diálogo la búsqueda
conjunta y encuentro final de una verdad, consciente de que no
hay diálogo si no hay predisposición, si no hay un crédito recí-
proco, proveniente de la confianza que pueden generarse mu-
tuamente los dialogantes, o de un interés por la diferencia que
cada uno aporta; 8) es capaz de garantizar el asentimiento, por-
que cualquier persona razonable debería estar convencida de lo
que se ha dicho; 9) nos proporciona reflexiones y experiencias
aprovechables para las situaciones concretas, a menudo impre-
vistas, que se presenten. Esas reflexiones y experiencias pueden
quizá asemejarse a las reglas técnicas, pero no son más que me-
ros consejos o advertencias. Se trata de recomendaciones o indi-
caciones de aquello que debe tenerse en cuenta o aquello en lo
que se debe pensar para actuar en situaciones; 10) requiere que
el orador exponga las ideas de una manera clara, ordenando bien

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sus palabras. El discurso resulta brillante cuando sus gestos bro-
tan con fuerza y espontaneidad. Toda buena retórica incluye tam-
bién el conocimiento del oyente a quien uno se dirige. Una bue-
na retórica tiene también en cuenta al receptor, destinatario del
discurso, que es quien decide si la información recibida puede o
no ser validada. Así, un elemento clave sobre el que se construye
una buena retórica es el carácter (éthos) del orador. Para valorar
la credibilidad que transmite el orador, el oyente considera las
palabras y acciones pasadas y presentes del orador. Sin una bue-
na retórica, la educación sentimental, la educación moral en ge-
neral, resulta imposible. El educador no sólo debe inculcar ver-
dades, tiene también que hacerlas amables. Frente a cualquier
pretensión de neutralidad axiológica, una buena retórica es el
arte de sintonizar, no de manipular; 11) es una buena narración,
verosímil (eikós), capaz de arrojar nueva luz sobre la realidad,
trasladando las posibilidades de encontrar sentido más allá de
lo real. Una buena retórica es capaz de suscitar la imagina-
ción (phantasía) a través de la narración de los relatos (mythoi)
del pasado, que constituyen la memoria de la comunidad. Una
buena retórica consiste así en la interpretación de lo vivido.
Una buena retórica requiere, por tanto, imaginación (phantasía)
y conciencia del momento oportuno para actuar (kairós); 12) es
consciente de que la democracia es la condición de posibilidad
del nacimiento y desarrollo de la retórica. Una buena retórica
defiende el derecho de libre expresión de toda persona, de modo
que no todas las opiniones resultan igualmente respetables. Si la
oratoria política actual no es ya, como la de Aristóteles, una ora-
toria para reflexionar sobre acciones a emprender o decisiones
que tomar en el futuro, sino una oratoria para obtener un con-
senso social y político sobre decisiones ya previamente tomadas,
como ocurre en una democracia representativa, nuestras posibi-
lidades de actuación en defensa de nuestros derechos pasan por
conocer el uso del lenguaje y poder así analizar el discurso para
discernir qué implica, resalta u oculta.
El discurso acerca de lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo
justo y lo injusto constituye el objeto de la retórica deliberativa
aristotélica (Aristot. Rhet. I 4-8, 1.359b 19-1.366a 22). La retóri-
ca permite que los seres humanos puedan razonar sobre su ac-
tuación, coordinándola mutuamente y buscando fines comunes.
En este sentido es posible afirmar, desde una perspectiva aristo-

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télica, que la retórica es esencial al ejercicio de la ciudadanía.3
La retórica posee una clara dimensión política, social, ciudada-
na: el arte retórico debe ser útil para el ciudadano. Se compren-
de así la gran importancia de la retórica, y más en una sociedad
preocupada por defender la pólis, que es tarea de todos los ciu-
dadanos. Se entiende pues la retórica como una facultad huma-
na general indispensable para la convivencia política.
La función del orador no es especular sobre el régimen ideal.
Su tarea es ocuparse de los gobiernos y la aplicación política y
legislativa de cada uno, cómo suele entenderse y sobre todo cómo
aplicarla. Es decir, lo que el orador toma en consideración es
cómo se practica cada régimen y no cómo debería practicarse.
Aquí aparece una vez más la dimensión práctica de la retórica.
Ahora bien, hay una correspondencia recíproca entre el carácter
de los hombres y el régimen que les corresponde. De hecho, ambos
se determinan mutuamente. El hombre manifiesta su carácter
(éthos) en sus elecciones morales y en su tendencia a un fin espe-
cífico (Aristot. Rhet. I 8, 1.366a 8-16). El régimen funciona igual.
El orador debe considerar el carácter de su audiencia para saber
cómo infundir confianza en ella, pero esto significa que debe
conocer tanto el carácter del ciudadano como el del gobierno
(Aristot. Rhet. I 8, 1.366a 17-22). Este conocimiento proporcio-
na al orador un campo argumentativo mucho más amplio. Esto
quiere decir que puede ampliar la cantidad de argumentos, pero
no solamente los deliberativos sino también los epidícticos y los
judiciales. De este modo, la retórica, desde la centralidad del ca-
rácter (éthos), proporciona a la razón práctica, contra los inte-
lectualismos éticos y los utopismos políticos contemporáneos, la
posibilidad de abrirse al contexto concreto de su actuación. Una
tal «rehabilitación del éthos» ha sido defendida en la actualidad
por numerosos autores.4 Sin menospreciar las valiosas apor-
taciones de estos estudiosos, cabe decir que esta «rehabilita-
ción del éthos», que supone la consideración de los diversos gé-
neros de vida, no implica consagración del éthos vigente en la
pólis, es decir, de una vida dedicada a la praxis política, sino que
aspira por el contrario a la realización de una forma de vida.

3. Cfr. J.L. Ramírez, «Tópica de la responsabilidad. Reivindicación de la retórica


para la ciudadanía moderna», en J. Conill y D.A. Crocker (eds.), Republicanismo y edu-
cación cívica. ¿Más allá del liberalismo?, Granada, Comares, 2003, 219-242.
4. Cfr. G. Bien, Die Grundlegung der politischen Philosophie bei Aristoteles, Friburgo-
Munich, Karl Alber Verlag, 1973; J. Ritter, Metaphysik und Politik. Studien zu Aristoteles
und Hegel, Frankfurt, Suhrkamp, 1969, 57-105, 133-179.

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En este sentido, es inseparable la relación entre las institu-
ciones políticas y la educación y desarrollo de la virtud cívica y
del carácter de los ciudadanos. La educación cívica debe orien-
tarse hacia la formación del carácter de las personas, quienes, en
tanto que ciudadanos, reconocerán y sentirán su pertenencia a
comunidades jamás excluyentes. Desde el punto de vista aristo-
télico el hombre bueno y el buen ciudadano caminan juntos. Las
características que definen a los hombres virtuosos y a los bue-
nos ciudadanos no pueden separarse tajantemente las unas de
las otras (Aristot. Pol. III 4, 1.277a 13-14). La educación del
spoudaîos no implica solamente el aprendizaje de un conjunto
de téchnai, sino también desarrollar las virtudes del carácter y
potenciar la capacidad de elegir bien.5 Todas estas reflexiones
muestran que una política que tome en serio la retórica es fun-
damental para que los ciudadanos instruidos puedan juzgar acer-
tadamente las cosas de la ciudad si deliberan juntos.
Para Aristóteles una buena retórica es una retórica delibera-
tiva. Una buena retórica ha de ser consciente de los distintos
medios de credibilidad (písteis) que utiliza el orador para con-
vencer y de su articulación. Estos medios de credibilidad consti-
tuyen criterios para orientar la deliberación. Permítasenos pre-
sentar a continuación los criterios del modelo retórico delibera-
tivo aristotélico.
Criterios de verdad y eficacia (lógos). El lógos es lo dicho, la
argumentación. Apela a la razón, buscando la credibilidad a par-
tir de la deducción que hará el receptor de elementos que se le
entregan o de principios generales que él ya acepta. Hay dos for-
mas básicas de argumentación. La primera apela a principios. La
credibilidad de esta forma de argumentación depende de que los
principios o valores en los que se apoya sean compartidos por el
auditorio. La segunda se apoya en lo que el estagirita llama «pro-
posiciones probables» (éndoxa). En cualquier caso es importante
que la argumentación esté bien estructurada y que se utilice el
lenguaje adecuado. Cuando el que habla tiene las ideas claras y
bien ordenadas, sus palabras y gestos brotan con fuerza y espon-
taneidad. Estos criterios están fundados en máximas y entime-
mas. El recurso a máximas y entimemas muestra que el método

5. Cfr. G.M. Mara, «Interrogating the Identities of Excellence: Liberal Education


and Democratic Culture in Aristotle’s Nicomachean Ethics», Polity (Nueva York), 31,
1998, 323.

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de la deliberación no es ni deductivo ni inductivo, sino deliberati-
vo, es decir, implica una decisión sobre cómo actuar en una situa-
ción concreta. Se ocupa de casos concretos y éstos no pueden
resolverse mediante la mera aplicación de un principio.
Criterios de sinceridad y autenticidad (páthos). El páthos no
es sólo la pasión que ponemos en el discurso a través de las pala-
bras y los gestos, sino también todo aquello que el hablante es
capaz de suscitar en el oyente. El páthos agrupa los recursos que
apelan a la afectividad y a los valores del receptor, buscando in-
fluir en el otro a través de las vivencias afectivas. Es el funda-
mento de la empatía y de los afectos. Cuando se apela al páthos
se logra no sólo que la audiencia escuche, sino que también se
comprometa, que actúe. El páthos utiliza un lenguaje con signi-
ficados connotativos. El lógos contribuye a activar el páthos. El
orador debe saber establecer una relación favorable con el audi-
torio, atrayendo su atención. El páthos despertado en el audito-
rio alimenta el páthos del orador.
Los afectos nos proporcionan criterios para la acción. Fue Gor-
gias quien señaló que la retórica no debe limitarse a informar,
sino también debe conmover, suscitar las pasiones y comprome-
ter emotivamente al auditorio. El lógos acentúa el valor de la habi-
lidad en la selección de los argumentos y en la disposición lógica
de los contenidos. Pero, además, la posibilidad de deliberar está
estrechamente ligada a la relación entre el discurso (lógos) y los
afectos (páthos), es decir, la fuerza de la convicción se muestra
también en la capacidad de fascinar o irritar al oyente mediante el
uso de una gramática de las pasiones. La conquista del auditorio
no está ligada exclusivamente a la elección y a la disposición del
discurso verbal, pues buena parte del éxito depende de la habili-
dad del orador en la puesta en escena de los contenidos. Las pala-
bras han de cobrar vida, suscitar admiración, rechazo o participa-
ción. La posibilidad de transmitir valores y contenidos a través del
gesto nos revela la importancia del carácter interpretativo del cuer-
po humano, medio privilegiado para la expresión de los afectos en
las relaciones interpersonales.
Sin embargo, la desconfianza envuelve el lugar que los afec-
tos pueden desempeñar como criterios de una buena delibera-
ción. Los afectos pueden y deben jugar un papel importante en
la esfera pública. Una auténtica participación en un debate pú-
blico sólo puede darse entre ciudadanos que se interesan por los

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asuntos que hay que resolver y que están profundamente con-
vencidos de sus razones. La retórica y la apelación a los afectos,
al corazón, hacen posible así un camino hacia lo razonable, ha-
cia la deliberación.6 En ocasiones resulta legítimo sospechar de
esta apelación a los afectos. Mientras que resulta justificable la
apelación a la ira o indignación hacia la injusticia, el páthos so-
brepasa el límite de lo aceptable cuando apela a un conjunto de
afectos que son destructivos de la democracia misma: resenti-
miento, odio, envidia, culpa. La conexión entre la apelación a los
afectos y una buena deliberación ha de impulsarnos a buscar
qué afectos son los que pueden potenciar y fortalecer la demo-
cracia. Un orador experimentado no sólo ha de conocer a sus
oyentes, sus deseos, temores e intereses, sino que también ha de
ser capaz de apelar a sus afectos para moverles a formarse una
opinión sobre algo, a actuar de una cierta manera o a transfor-
mar una determinada actitud. De este modo, el páthos nos sumi-
nistra criterios relevantes para tomar en consideración el discur-
so de los otros. Es cierto que la manipulación es posible, pero
una retórica deliberativa también es capaz de fomentar la escu-
cha, el entendimiento mutuo, la cordialidad. Aquí es donde el
éthos revela su importancia. El buen orador sólo escucha a quie-
nes poseen un carácter virtuoso.
Criterios de deliberación sobre los valores compartidos (éthos).
El éthos corresponde al principio de credibilidad relacionado con
la honradez del orador. Se basa en la credibilidad de quien emite
el mensaje. Es fundamento del carácter e integridad. En el mo-
mento en que la audiencia cree que quien habla no intenta da-
ñar, entonces la audiencia está más deseosa de escuchar aquello
que tiene que decir. De este modo, el éthos afecta al páthos. El
éthos que percibe el auditorio está sujeto a variaciones que de-
penden del lógos y del páthos. En función de estos dos factores,
el éthos puede crecer o decrecer. El éthos implica pensar con
prudencia, hablar con honestidad, mostrarse benevolente.
La deliberación es compleja y ardua, trata los fines y los me-
dios, e intenta identificar, con respecto a ambos, qué hechos pue-
den ser importantes, sopesa las alternativas y sus costos y conse-
cuencias y elige, no la alternativa correcta sino la mejor. Por tan-
to, una de las actividades involucradas en el método deliberativo

6. Cfr. A. Cortina, Ética de la razón cordial..., 206.

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es la formación de actitudes nuevas. Para ser efectiva, la delibe-
ración exige considerar una gama de alternativas lo más amplia
posible. Cada alternativa ha de observarse desde muchos puntos
de vista distintos. Durante el desarrollo de una deliberación, los
participantes trabajan sobre alternativas difíciles y hasta com-
prometedoras para explorar las áreas donde se posee común
acuerdo a partir de las cuales puedan desarrollarse las alternati-
vas y promover la acción. En estos foros de deliberación los ex-
pertos ofrecen su apoyo para informar a los participantes acerca
de algún tema de interés público. La deliberación busca cons-
truir la comprensión y la confianza entre los diversos partici-
pantes, escuchando sin prejuicios y compartiendo las experien-
cias personales y el significado de los aspectos públicos. Por tan-
to, la deliberación, que persigue el compromiso cívico, se podrá
orientar al desarrollo de modelos de inclusión social y ciudada-
nía y al empoderamiento de las personas para contribuir a la
transformación de sus condiciones de vida. Esta transformación
ha de trascender a la sociedad en general a través de programas
de formación de conocimiento y de capacidades.
El propósito de estas reflexiones conclusivas no es otro que
reivindicar la argumentación retórica para la ética y para la edu-
cación. La retórica constituye, por una parte, un puente de la
teoría a la práctica y, por otra parte, afirma la auténtica autono-
mía de la moral. El sujeto de la ética no es el sabio sino el hom-
bre prudente que sabe medir la situación y que tras deliberar
elige, sin que nunca tenga de antemano garantizado el éxito, el
cual depende sólo en parte de los elementos que el agente tiene a
su alcance. La deliberación, que según dice Aristóteles no es ni
ciencia ni buen tino ni opinión, es el factor determinante de la
autonomía del sujeto moral. El significado ético de la acción vie-
ne dado no por la decisión final sino por la argumentación, que
pesa los pros y los contras y justifica la elección hecha.
Una ética que subraya la importancia de la deliberación so-
bre la decisión no es una ética sin respuestas sino más bien una
ética consciente de la provisionalidad y vulnerabilidad de todas
ellas y que necesita someterlas de continuo a la prueba de otras
razones y otras experiencias. Tal es el modo en que se forja la
verdadera identidad personal, articulada sobre tres ejes: en pri-
mer lugar, la pertenencia por nacimiento a la cultura de un pue-
blo; en segundo lugar, la definición de sí mismo que el agente

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humano elabora en el curso de su vida; en tercer lugar, que los
otros reconozcan su identidad, sobre todo los otros «significati-
vos para él» que son los que a una persona le importan y le ayu-
dan a autodefinirse.7
Sin embargo, en nuestras sociedades, la deliberación escasea:
el individuo ve acotado el ámbito de sus decisiones por múltiples
mediaciones y rehúsa enfrentar los problemas reales que surgen
en la convivencia cotidiana. Ser conscientes del valor de la delibe-
ración nos permitiría aplicar su importancia en la tarea de la edu-
cación cívica y comprender que la educación nunca es teórica;
que la educación es una formación del gusto y de la sensibilidad
hacia determinadas actitudes: la creación y adquisición de un éthos,
en el sentido de carácter y conjunto de hábitos, sin permitir que se
caiga en la inercia de lo habitual; que la educación ha de tender a
formar una razón autónoma, la cual asuma la responsabilidad de
deliberar, argumentar y justificar sus puntos de vista.
En este sentido, la retórica nos ofrece una serie de perspecti-
vas que pueden alentar la tarea de la educación cívica —que es
algo más que la educación política— y prepararnos para tareas,
valores y obligaciones constitutivas de los diversos roles que las
gentes puede desempeñar en la sociedad civil.8
La retórica participa en el fin de la educación cívica y posibi-
lita la adquisición de estas virtudes, valores y obligaciones com-
partidas. De ahí que la retórica nos permita reflexionar sobre la
educación, contemplada a la luz de la felicidad y de la autorrea-
lización, tanto personal como comunitaria. Además, el ejercicio
de la retórica y la deliberación contribuye enormemente a po-
tenciar las distintas dimensiones de la personalidad moral —au-
toconocimiento, autonomía y autorregulación, capacidades de
diálogo, capacidad para transformar el entorno, comprensión
crítica, empatía y perspectiva social, habilidades sociales y para
la convivencia y razonamiento moral.9
No sólo esto, sino que, además, una retórica como la que
hemos presentado aquí contribuye, por una parte, a que el ciu-

7. Cfr. J. Escámez, «Claves para la educación de ciudadanos culturalmente diferen-


tes», en A. Cortina y J. Conill (eds.), Educar en la ciudadanía..., 199-200.
8. Cfr. A.W. Musschenga, «¿Son la integridad personal y la integridad moral objetivos
de la educación cívica?», en A. Cortina y J. Conill (eds.), Educar en la ciudadanía..., 191.
9. Cfr. M. Martínez, «Compromiso moral del profesorado. Condiciones para un
proyecto de educar en la ciudadanía», en A. Cortina y J. Conill (eds.), Educar en la
ciudadanía..., 166.

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dadano pueda construirse como persona en situaciones de inter-
acción social de forma autónoma, racional, emocional y voliti-
vamente en sociedades plurales que quieren ser y reconocerse
como sociedades pluralistas y éticamente democráticas,10 y, por
otra parte, potencia el valor de la integridad moral, referida a los
principios y valores considerados esenciales para los roles socia-
les que la gente desempeña en una sociedad y que, por tanto,
han de ser compartidos por todos sus miembros.11
La retórica contribuye a educar en unos valores mínimos ca-
paces de promover la búsqueda de niveles progresivos de justi-
cia, solidaridad y equidad, la defensa y promoción de la digni-
dad humana, y el reconocimiento de todas las personas. La retó-
rica tiene una gran utilidad para crear condiciones que nos lleven
a estimar los valores y a la vez dotar de recursos al que aprende
para que pueda construir su matriz de valores a lo largo del pro-
ceso educativo. La educación moral y en valores no se alcanza
sólo a través de vías racionales. Son fundamentales las dimen-
siones emocionales y volitivas de la persona.
Las reflexiones esbozadas reclaman un nuevo modelo de ra-
zón práctica, donde ocupa un lugar privilegiado la phrónésis, la
responsabilidad juiciosa, que establece el horizonte axiológico
con capacidad de invitar y guiar juiciosamente la acción. Es cla-
ro que no nos estamos refiriendo aquí a la phrónésis como cate-
goría referida a los «modelos» de educación moral, sino referida
a las variables que contribuyen al crecimiento y desarrollo mo-
ral del ciudadano, donde se hace necesario incorporar elemen-
tos más emocionales y contextuales.
A nuestro juicio, las perspectivas presentadas hasta aquí nos
ofrecen las claves para esta reconstrucción de la razón. Es de
sobra conocida la importancia de autores como Searle, quien
nos ha recordado que el tema de una filosofía de la racionalidad
no son las palabras, oraciones o proposiciones sino la actividad
de razonar, lo que él llama «actos de habla». «La capacidad sin-
gular más destacable de la racionalidad humana, y el modo
singular en que difiere, sobre todo, de la racionalidad de los si-
mios, es la capacidad humana de crear y actuar de acuerdo con
razones para la acción independientes del deseo. La creación de
tales razones tiene que ver siempre con el hecho de que el agente

10. Cfr. ibíd., 153.


11. Cfr. A.W. Musschenga, «¿Son la integridad personal...», 188.

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se compromete de diversas maneras [...]. Me parece que crea-
mos con muchísima frecuencia razones independientes del de-
seo siempre que abrimos nuestras bocas para hablar [...] el ha-
blante está en una relación muy especial con sus propias aser-
ciones dado que las crea como sus propios compromisos. Se ha
vinculado de manera libre e intencional, con la asunción de sus
compromisos. Puede ser indiferente a la verdad de las asercio-
nes de otra persona cualquiera, puesto que no está comprometi-
do con ellas. Pero no puede ser indiferente a la verdad de sus
propias aserciones puesto que son compromisos suyos».12
Más que de un fundamento racional, la ética necesita de un
fundamento imaginativo. Esto es lo mismo que decir que, con-
tra una razón negligente y perezosa que pasa por alto la co-
nexión entre acción individual y responsabilidades globales, ne-
cesitamos una razón diligente que se aplique tendiendo puen-
tes entre intereses personales y valores comunes compartidos.
Pues educar no es educar desde la distancia, neutralidad e im-
parcialidad, sino que educar es principalmente educar en tér-
minos de proximidad e implicación personal, según la digni-
dad del otro concreto, promoviendo respuestas basadas en la
empatía y el cuidado, en definitiva, la educación es un proceso
de «alfabetización emocional», para que el ciudadano sepa juz-
gar con criterios propios. Es necesario consecuentemente con-
jugar las dimensiones cognitivas y emocionales, conciliando los
principios de racionalidad, solidaridad y justicia con los de
empatía y cuidado. Educar es aprender constructivamente desa-
rrollando una motivación intrínseca. La educación es un apren-
dizaje permanente que abarca toda la vida de la persona. La
educación ha de ser una educación cívica integral que promue-
va el desarrollo del carácter, del éthos y en consecuencia las
capacidades para el diálogo y la mutua comprensión, cultivan-
do la práctica de la phrónésis, que nos capacita para ser virtuo-
sos en las deliberaciones públicas.13

12. J.R. Searle, Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío (trad. L.M. Valdés
Villanueva), Oviedo, Ediciones Nobel, 2000, 193-203.
13. Cfr. A. Cortina, «Presentación», en La educación y los valores, Madrid, Bibliote-
ca Nueva, 2000, 11.

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PARTE III
LOS NOMBRES DE LA RAZÓN

Nihil est in intellectu, quod non fuerit in sensu,


excipe: nisi ipse intellectus.
LEIBNIZ

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INTRODUCCIÓN

«El sueño de la razón produce monstruos», dice el célebre mot-


to de la lámina 43 de Los Caprichos (1797-1799) de Goya. Y es ver-
dad. La razón sola, dormida, sin las demás virtudes, lo hace. El
adormecimiento de la razón permite la presentación de pesadillas
del terror, irracionales y fantásticas. Por ello, resulta hoy tan impor-
tante no desligar la razón de otros aspectos —afectivos, volitivos—
del ser humano y vincularla con la pasión, el deseo, la voluntad de
poder; volver a una visión más holística del pensar, de la razón como
no sola. El deseo de ser y de saber nos mueve. Vivir cada día es una
aventura complicada, una navegación. Y para navegar hay que po-
ner corazón, porque, en el fondo, nuestros afectos nos guían. Pero
también es necesario potenciar el raciocinio ampliando sus límites.
La razón de nuestro tiempo es una razón hermenéutica. Ello
implica no sólo una distancia respecto de la razón concebida por el
pensamiento clásico sino también de la razón que anima los sueños
de la Ilustración. Considerar que la razón de nuestro tiempo es her-
menéutica posee significativas consecuencias. ¿Qué significa herme-
néutica? En Arte y verdad de la palabra Gadamer la define como «un
conjunto de propuestas de solución de problemas filosóficos más o
menos tradicionales y, a la vez, una interpretación de la cultura y la
defensa normativa de un neohumanismo sobre las bases tradiciona-
les de la palabra, esto es, en la escritura, la lectura y el diálogo».1
La hermenéutica se concibe así como modo de desarrollar la
posibilidad de transmitir al otro lo que uno piensa de verdad y
como réplica de su modo de pensar. Sólo así nos es posible llegar
al otro y acercarnos a lo que quiere decir. En nuestras relaciones
con nuestros semejantes se trata siempre de acoger lo que el otro
efectivamente quiere decir y de buscar y encontrar el suelo co-
mún más allá de su respuesta.2
Sin embargo, el cientificismo propio de la modernidad dio
lugar a una única posibilidad de interpretar la realidad, mientras

1. H.-G. Gadamer, Arte y verdad de la palabra (trad. J.F. Zúñiga y F. Oncina), Barce-
lona, Paidós, 1998, 9.
2. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método II (trad. M. Olasagasti), Salamanca, Sígue-
me, 1998, 127.

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que la posmodernidad permitió una infinidad de interpretacio-
nes que condujeron ineludiblemente a la equivocidad. De esta
manera, con respecto a la interpretación se han dado claramente
dos posturas: una que sostiene que sólo una interpretación puede
ser válida y otra que afirma que todas las interpretaciones son
válidas. A la primera la llamamos univocismo mientras que la
segunda la designamos con el nombre de equivocismo.
Para lograr el punto intermedio entre una hermenéutica po-
sitivista y otra romántica hemos propuesto un modelo analógi-
co. Ya que el modelo positivista es univocista y el romántico equi-
vocista, el modelo propuesto se coloca en la analogía, interme-
dia entre lo unívoco y lo equívoco. La analogicidad se sitúa entre
la univocidad y la equivocidad, es decir, entre lo completamen-
te claro y distinto y lo completamente relativo e incomensura-
ble. Lo análogo tiene un margen de viabilidad significativa que
le impide reducirse a lo unívoco pero que también le impide
dispersarse en la equivocidad. La semántica de lo análogo, en
efecto, ya había sido trabajada por el estagirita y algunos autores
medievales, quienes llegaron a decir que lo análogo es preponde-
rantemente diverso, que respeta las diferencias.
La importancia que otorga Aristóteles al razonamiento ana-
lógico nos ha dado la pauta para impulsar una hermenéutica
analógica, basada en la phrónésis, que es la analogía o propor-
cionalidad hecha hábito, virtud. La importancia que concede el
estagirita a la imaginación y a las pasiones nos abre ahora a
otras configuraciones hermenéuticas que no se quedan en el in-
telectualismo ni en el racionalismo, y que atienden desde la ra-
zón a esas cualidades del ser humano que deben tomarse muy
en cuenta a la hora de hablar de ética o de política.
El propósito de esta tercera y última parte es buscar las con-
vergencias entre la hermenéutica analógica y otros modelos de
interpretación, pues consideramos que existen perspectivas filo-
sóficas valiosas, especialmente en el ámbito hispánico, para cons-
truir una hermenéutica capaz de enjuiciar las instituciones políti-
co-culturales de nuestro momento llevándolas a mejorar. Esto sólo
puede lograrse desde una hermenéutica que no descuide la razón
ni la emoción, el intelecto ni el sentimiento. Aquí, la comprensión
del lógos juega un papel determinante que, a nuestro juicio, han
sabido desarrollar excelentemente numerosas perspectivas filosó-
ficas del ámbito hispánico. Los siguientes capítulos constituirán,
por tanto, una revisión del lógos griego, desde un replanteamiento
integrador de los ejes fundamentales de nuestra tradición filosófica.

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CAPÍTULO I
INTERPRETAR LA VIDA

Facticidad y hermenéutica

Uno de los puntos centrales de nuestra investigación es el prima-


do de la experiencia en la razón, el cual hace juego con el primado
del mundo de la vida (Lebenswelt). El término «mundo de la vida»
significa lo vivido por el hombre mediante experiencias originarias;
mundo intersubjetivamente vivido, que configura el ámbito de la
experiencia concreta cotidiana no formalizada. El mundo de la vida
constituye una contracategoría al mundo técnico-científico con la
que se pretende blindar el reducto de la subjetividad, sus valores
éticos, estéticos o religiosos, resguardándolos de las incursiones del
objetivismo científico-tecnológico.1 Ámbitos como la estética, la éti-
ca, el derecho, la religión o la literatura se resisten al monopolio
epistemológico que la lógica pretende ejercer sobre el lenguaje.
El mundo moral posee una peculiar racionalidad que descar-
ta la posibilidad de ser construido sobre bases exclusivamente
científico-racionales. Los límites de la razón al fundamentar las
elecciones y decisiones en las que se opta por los denominados
fines o sentidos últimos de la vida humana es defendida también
por pensadores como Muguerza, quien critica tanto una razón
sin límites en la ética como la certeza derivada de la misma.2
A similares conclusiones llegaba Heidegger en sus Interpre-
taciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Indicación de la situa-
ción hermenéutica (1922). Heidegger recupera los contextos prác-
ticos de acción en los que se inserta de forma habitual la vida
humana. Esta obra, conocida también como Informe Natorp,
muestra que la teoría del conocimiento no puede ignorar la di-
mensión histórica y simbólica de la vida humana, pues «resulta
básico tener en cuenta que el término zoé, uita, designa un fe-

1. Cfr. J.M. García Gómez-Heras, Ética y hermenéutica. Ensayo sobre la construc-


ción moral del «mundo de la vida» cotidiana, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, 42.
2. Cfr. J. Muguerza, La razón sin esperanza: siete trabajos y un problema de ética,
Madrid, Taurus, 1977; Desde la perplejidad (ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo),
México, Fondo de Cultura Económica, 1990.

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nómeno fundamental [...]. La polisemia del término hunde sus
raíces en el objeto significado mismo. Para la filosofía, el carác-
ter incierto y equívoco de un significado simplemente invita a
desembarazarse del mismo; pero si se descubriera que esta in-
certidumbre se funda necesariamente en su objeto de estudio no
cabría otra solución que convertir esta incertidumbre en un fe-
nómeno expresamente apropiado y totalmente transparente».3
Se trata de mostrar el ser de la vida. En este sentido, Heideg-
ger, en una reinterpretación en clave ontológica de la filosofía
práctica aristotélica, incorpora la óptica del saber práctico pre-
sente en la Ética Nicomáquea, donde Aristóteles nos sitúa frente
a diferentes comportamientos de la vida humana. La interpreta-
ción heideggeriana del libro VI de la Ética Nicomáquea establece
la doble dimensión del trato (Umgang), contenida en los concep-
tos aristotélicos de poíésis (“trato ejecutivo”, verrichtender Umgang)
y prâxis (“trato cuidadoso”, sorgener Umgang). Heidegger retoma
así el carácter dinámico y la experiencia fáctica de la vida, que «se
mueve en todo momento en un determinado estado de interpre-
tación heredado, revisado o elaborado de nuevo»4 y cuyo sentido
es el cuidado (Sorge). La vida no es algo estático sino que se en-
cuentra sometida a un constante proceso (Vorgang) de realiza-
ción (Vollzug).
La pregunta que marca en consecuencia el rumbo de la inter-
pretación fenomenológica heideggeriana sobre Aristóteles es la
siguiente: «¿según qué tipo de objetividad y en función de qué
carácter ontológico se experimenta y se interpreta el ser huma-
no, el “ser en la vida”?».5 Considera Heidegger que «el horizonte
al que tiende la experiencia originaria del ser no se asienta en el
ámbito ontológico de las cosas concebidas a la manera de un
objeto que se aprehende teoréticamente en su contenido real, sino
que remite al mundo que comparece en el trato de la produc-
ción, de la ejecución y del uso de los objetos producidos. Aquello
que ha sido finalizado en la actividad del trato productivo (poíé-
sis), aquello que está a la mano y disponible para una eventual
utilización: esto es lo que propiamente es. Ser significa ser-pro-
ducido y, en cuanto producido, en cuanto algo que resulta signi-
ficativo para el trato, también significa estar-disponible».6

3. M. Heidegger, Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles. Indicación de la si-


tuación hermenéutica (Informe Natorp) (trad. J.A. Escudero), Madrid, Trotta, 2002, 34-35.
4. Ibíd., 37.
5. Ibíd., 57.
6. Ibíd.

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En Platón. El Sofista (1924-1925), Heidegger presenta de for-
ma pormenorizada estos dos fundamentales modos de acome-
ter racionalmente aquello que, por un lado, corresponde al ám-
bito de la ciencia (epistëmé) de los principios (archaí) y del cono-
cimiento (sophía) de la forma (eîdos) y aquello que, por otro lado,
se inscribe en el marco de la habilidad (téchné) determinada por
la producción (érgon) y de la prudencia (phrónésis) determinada
por la acción humana (proaíresis) y la deliberación (boúleusis).
De estos dos modos Heidegger centra su atención en las tres
formas de conocimiento de la téchné, de la epistëmé y de la phróné-
sis y de sus respectivos modos de comportamiento de la poíésis,
de la theoría y de la prâxis.7 Del trinomio poíésis-theoría-prâxis es
la prâxis la que se convierte para este autor en la estructura onto-
lógica fundamental, reflejo de la dinámica y temporal naturale-
za de la vida humana.
La phrónésis, interpretada por Heidegger como una circuns-
pección en la que se esclarece el trato con el mundo y en la
que, a la vez, la vida fáctica está predispuesta a «habérselas
consigo misma»,8 se convierte en Gadamer en «una vigilancia
(o atención) de la preocupación por uno mismo»,9 siempre
implicada en el proceso hermenéutico, aunque no sea de modo
consciente.
En el § 29 de Ser y tiempo sostiene Heidegger, a propósito de
las pasiones como expresiones propias del Dasein, que es la Re-
tórica aristotélica, enfrentada al concepto tradicional de la ora-
toria como mera disciplina, la que «debe ser concebida como la
primera hermenéutica sistemática de la cotidianeidad del convi-
vir». Para Gadamer, en cambio, esta tarea no sólo debe hacerse
en el ámbito de las pasiones y los afectos, sino que ha de insertar-
se en el contexto de la argumentación retórica, pues sólo así es
como la retórica «es y seguirá siendo un factor definitorio de la
sociedad, mucho más poderoso que la certeza de la ciencia».10

7. Cfr. M. Heidegger, Platon, Sophistes en Gesamtausgabe, Frankfurt, Klostermann,


1992, vol. 19, §§ 4-9.
8. M. Heidegger, Interpretaciones fenomenológicas..., 69.
9. H.-G. Gadamer, Los caminos de Heidegger (trad. A. Ackermann Pilári), Barcelona,
Herder, 2002, 337.
10. H.-G. Gadamer, Verdad y método II..., 394.

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Acotaciones gadamerianas

La hermenéutica desarrollada a partir de Heidegger por au-


tores como Gadamer tiene en Aristóteles el punto de partida de
su preocupación por la vida práctica; las raíces crítico-reflexivas
de los desafíos éticos a los que nos lanza la hermenéutica están
en la phrónésis aristotélica. Gadamer comparte con Heidegger
una interpretación de Aristóteles que marcará decididamente el
carácter práctico de la hermenéutica. El punto característico de
la hermenéutica gadameriana, por decirlo con palabras de Vol-
pi, es «la crítica a la comprensión tradicional de la hermenéuti-
ca como ars interpretandi [...] la comprensión ya no fue entendi-
da como un simple conjunto de reglas y técnicas exegéticas, sino
como componente esencial de la constitución histórico-ontoló-
gica de la vida humana».11
Este giro, llevado a cabo por Heidegger y continuado por Ga-
damer, fue anticipado por el conde Yorck von Wartenburg, para
el cual «1) vida es autoafirmación y la estructura de la vitalidad
consiste en “analizar”, “dirimir” (Urteilung = enjuiciamiento [...])
“discernimiento”; 2) correpondencia estructural de vida y auto-
conciencia».12 De ahí que el mismo «Gadamer defina la herme-
néutica como una hermenéutica filosófica, asignándole como ta-
rea específica no la comprensión neutral de lo que ha sido con-
servado en expresiones de la vida duraderamente fijadas, ni la
mera interpretación de textos, sino la recuperación de la conexión
esencial entre la experiencia del arte, de la historia y del lenguaje
y su contenido de verdad».13
Domingo Moratalla destaca precisamente que el punto de
partida de Gadamer en sus reflexiones sobre el carácter lingüís-
tico de la experiencia humana está en Aristóteles. Desde él reali-
za Heidegger un proceso de interpretación que culmina en la
naturaleza ética de la experiencia. Esta centralidad del lenguaje
en lo humano cuando intentamos establecer la lógica de la expe-
riencia convierte al lenguaje en condición de posibilidad del co-
nocimiento humano. Al retomar este aspecto con medios con-

11. F. Volpi, «Hermenéutica y filosofía práctica», Éndoxa. Series Filosóficas (Ma-


drid), 20, 2005, 268.
12. J. Conill, «El camino gadameriano hacia la hermenéutica ontológica», Éndoxa.
Series Filosóficas (Madrid), 20, 2005, 214, n. 8.
13. F. Volpi, «Hermenéutica y filosofía práctica...», 272.

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ceptuales fenomenológicos, el acercamiento a la realidad se si-
túa en un nuevo horizonte: «es la experiencia del lenguaje expre-
sando la vida, respondiendo a la vitalidad y fuerza de una reali-
dad histórica que pervive, creándose y recreándose como actuan-
te, en obra; como enérgeia y no sólo como érgon».14
Cuando Gadamer expone sus planteamientos sobre la uni-
versalidad del lenguaje, acude al planteamiento aristotélico ex-
puesto en el capítulo final de los Analíticos Segundos, donde se
habla acerca de cómo se produce el conocimiento del universal.
Dos son los problemas fundamentales que Gadamer señala en
este texto: por una parte la cercanía epistemológica en que se
sitúan el problema del conocimiento universal y el origen de la
memoria; por otra parte la importancia de la metáfora del «ejér-
cito en retirada» para expresar el conocimiento que el hombre
tiene del universal. La universalidad del lenguaje y el problema
de la adquisición del universal no se identifican, pues no se trata
de replantear el problema de los universales, sino de entender
que, si lo que nos interesa es determinar cómo se realiza la com-
prensión, debemos centrarnos en el análisis de aquello que pue-
de significar la unidad de la experiencia.15
Vivir en el mundo del lenguaje significa que el proceso por el
cual las personas aprenden el lenguaje es también el proceso por
el cual los individuos se incorporan al mundo que el lenguaje po-
sibilita. En el aprendizaje del lenguaje el individuo asimila un uni-
verso de significados. Cuando un individuo aprende a hablar no
aprende únicamente palabras sino que adquiere los conceptos
universalmente compartidos. Si la efectividad de la historia ad-
quiere su realización, actualización y cumplimiento en lo comu-
nitariamente lingüístico, el orden universal del lenguaje es el que
nos va a permitir pensar el orden personal de la experiencia. Para
ello no basta sólo con pensar la unidad de la experiencia sino pen-
sarla conjuntamente con la naturaleza de nuestras palabras.
Este texto de los Analíticos Segundos permite la estructura-
ción de los principios interpretativos. Además, nos muestra que
la universalidad del lenguaje se halla referida ya siempre a la par-
ticularidad situacional y fáctica.16 El proceso del conocimiento,
la acumulación de la experiencia, es un reconocer que exige es-

14. A. Domingo Moratalla, El arte de poder no tener razón..., 36.


15. Ibíd., 145.
16. Ibíd., 146.

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fuerzo. La voluntad de conservar experiencias y articular la fa-
cultad de la memoria viene exigida por la dialéctica de lo perma-
nente y lo mudable como lógos esencial de la misma realidad.
Se pregunta Gadamer cómo este saber de lo universal puede
llegar a permanecer estable, cómo la detención o reposo que exi-
ge el conocimiento de lo universal se produce. Para explicar este
«acceder-a-la-permanencia» (zum Stehen kommen) recurre a la
imagen aristotélica. El proceso de realización, maduración y
permanencia de la experiencia debe sustentarse en la estabili-
dad del polo de la experiencia perteneciente al mundo de lo real.
La estabilidad viene garantizada por la realización del «acceder-
a-la-permanencia» del flujo de experiencia. El recurso a la ima-
gen del «ejército en retirada» nos muestra cómo estamos ante
un proceso de determinación y realización necesaria. El univer-
sal no es una suma de todas las percepciones. Más bien, la uni-
dad de la experiencia debe interpretarse como un principio
unificador semejante a lo que Kant consideraba como unidad
sintética de la apercepción. Éste es un principio de permanen-
cia, de simplicidad, de limitación, donde la universalidad viene
caracterizada por su determinabilidad. De este modo, la univer-
salidad del lenguaje aparece como un horizonte de permanencia
y de ordenación frente a la dispersión del flujo de sensaciones y
la incertidumbre organizativa de lo real.17
La detención de los soldados de un ejército en retirada se
produce, sucesivamente, al obedecer la unidad de la orden que
da el mando del ejército. Esto es lo que significa pararse de nue-
vo la armada, que en este caso no es otra cosa que el devenir de
la experiencia. La fuente de órdenes en este caso, según Gada-
mer, la autoridad que conduce a la permanencia la experiencia
una y otra vez es la constitución lingüística del mundo. El len-
guaje pasa a ser el principio de determinabilidad de la actividad
del pensamiento y del conocimiento. Nuestra participación en el
lenguaje es también la participación en una determinada estruc-
turación del universo, una «participación apalabrante» que con-
tinúa articulando y constituyendo el mundo.18
Al tiempo que se realiza el aprendizaje personal del lenguaje
natural, accede el individuo a una articulación lingüístico-co-
munitaria del mundo. El cúmulo de experiencias se articula en

17. Ibíd., 147.


18. Ibíd., 147.

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función de esta ordenación que permite el orden del lenguaje.
Gadamer retoma en este punto la inducción (epagogë ) aristotéli-
ca. Para Gadamer no es a raíz de un acontecimiento único por lo
que se produce el paso de las tinieblas de la ignorancia al conoci-
miento. La obediencia del ejército a la orden se expresa en grie-
go mediante el término archë, es decir, como «principio». Con
todo ello no hace más que describirse el modo de realización o
cumplimiento de nuestra experiencia. Nuestra percepción en este
proceso se produce cuando buscamos la palabra adecuada y exac-
ta. Gadamer toma como punto de partida el mutuo entendimiento
de los hombres. La tarea de la comprensión está ligada a esta
realización lingüístico-comunitaria del mutuo entendimiento. La
posibilidad de entender la humanidad como diálogo abierto se
halla ligada a la exigencia de universalidad del lenguaje. La uni-
versalidad del lenguaje no es una pretensión meramente formal
que nazca de las infinitas posibilidades de expresión.
Gadamer presenta esta teoría de la experiencia como méto-
do en un sentido distinto a cómo se piensan otras metodologías.
Para que se constituya la experiencia, esta última se halla guiada
por nuestro lenguaje. Gadamer acude con frecuencia al plantea-
miento aristotélico de los Analíticos Segundos. La imagen del
«ejército en retirada» es utilizada para caracterizar la experien-
cia como apertura (Offenheit) y acontecer (Geschehen), de modo
que la experiencia se halla siempre referida a su continua confir-
mación. En lo que implican la apertura y el acontecer, que nos
obligan a pensar la experiencia desde la historicidad y la finitud,
se encuentra la radicalidad de la experiencia. Se trata de un pro-
ceso histórico-vital constituido a partir de categorías reflexivas
dinámicas, donde es el lenguaje humano el que nos proporciona
esta capacidad histórico-comunicativa unificadora.
El centro de esta nueva hermenéutica es el hombre concreto,
en todas sus dimensiones, no sólo la razón sino primordialmen-
te la sensibilidad, el cuerpo, la fantasía, las emociones. Tal es la
dirección que toma la investigación aristotélica. Según Nuss-
baum, en su estudio sobre la fragilidad del bien, donde reflexio-
na sobre la estructura de la racionalidad en Aristóteles: a) toda
investigación filosófica aristotélica tiene lugar dentro del mun-
do de la experiencia y las opiniones humanas, circunscrita por
los límites de ese mundo; b) Aristóteles elabora una concepción
de la acción acorde con la idea de un animal necesitado y vulne-
rable a las influencias del mundo; c) el filósofo estructura y de-

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fiende un tipo de deliberación práctica «no científica» en el que
una receptividad y una flexibilidad idóneas desempeñan una fun-
ción esencial, y el criterio de lo moralmente correcto es la per-
cepción de las contingencias de una situación concreta por parte
de una persona buena.19
Este enfoque hermenéutico-experiencial puede contribuir a
dilatar el universalismo. Pues la hermenéutica no sólo impulsa a
comprender las condiciones de aplicación de la ética, sino que
constituye un vehículo para abrirse a «los otros» de las diferen-
tes culturas, comunidades y personas.
Mediante la hermenéutica se muestra que cuando luchamos
por la razón estamos fundamentalmente batallando por el senti-
do, por los valores, por la libertad. La hermenéutica de la razón
experiencial es un vehículo para corregir los excesos o unilatera-
lidades de la ética aplicada en versión discursiva. La remisión al
mundo de la vida, a los contenidos históricos y culturales, a las
situaciones y supuestos pragmáticos, a las tradiciones, exige su-
perar el nivel lógico-argumentativo para situarnos en la realidad
histórica y vital de las comunidades y personas humanas en sus
respectivos horizontes y contextos.
La analítica hermenéutica gadameriana plantea empero no-
tables insuficiencias en su análisis de la experiencia.20 La ontolo-
gización del proyecto heideggeriano de «concebir desde la vida»
dejó en suspenso una serie de cuestiones que la hermenéutica
gadameriana no ha resuelto. Son tres las insuficiencias que se
pueden detectar en el pensamiento hermenéutico gadameriano.
En primer lugar, se resiste a considerar la historicidad desde la
realidad. Segundamente, entiende e interpreta la «apertura a la
experiencia» (Erfahrungsbereitschaft) mediante la estructura ló-
gica de la pregunta. En tercer y último lugar, deja sin resolver la
aporía heideggeriana de la relación entre naturaleza e historia,
entre vida natural e histórica.21
Como ya han señalado otros autores, estas deficiencias que-
dan mejor resueltas en la tradición hispánica.22 La identidad cul-

19. Cfr. M.C. Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la
filosofía griega (trad. A. Ballesteros), Madrid, Visor, 1995, 403.
20. Cfr. J. Conill, El enigma del animal fantástico, Madrid, Tecnos, 1991; «Concep-
ciones de la experiencia», Diálogo Filosófico (Madrid), 41, 1998, 148-170; «El camino
gadameriano...», 217-220.
21. Cfr. J. Conill, «El camino gadameriano...», 217.
22. Cfr. J. Conill, «Laín Entralgo y Zubiri. De la analítica de la existencia a una
concepción estructurista-dinamicista del cuerpo humano», Pensamiento (Madrid), 221,
2002, 177-192; «El camino gadameriano...».

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tural hispánica surge principalmente del encuentro entre el ele-
mento autóctono mediterráneo ibero procedente de África y los
nómadas indoeuropeos provenientes de Europa central. A esto
hay que añadir la influencia semita, pues los fenicios primero y
los árabes después colonizarán buena parte de la Península Ibé-
rica. Este doble origen será articulado por los romanos y religio-
samente por el cristianismo, originando una tradición propia
que prefiere, frente al lógos clásico indoeuropeo, abstracto y teó-
rico, la ratio latina, concreta y práctica. Esta peculiar concep-
ción de la razón, como razón-sentido, implica a la vez el senti-
miento y el alma, el entendimiento y la finalidad, la significación
y la afección. En esta encrucijada la tradición hispánica ofrece la
noción de sentido, quizá el término más significativo de todo su
vocabulario filosófico, en torno al cual se inscribe la razón vital
de Ortega, el sentimiento trágico de Unamuno, la relación de
Amor Ruibal, la lógica viva de Vaz Ferreira, la inteligencia sen-
tiente de Zubiri, la razón figurativa de d’Ors, la razón poética de
Zambrano, el talante de Aranguren, la urdimbre de Rof Carba-
llo, la razón cordial de Cortina o la razón analógica que nosotros
proponemos. De ahí que en los siguiente capítulos de esta parte
se dé cuenta de las principales aportaciones de algunos pensado-
res del ámbito hispánico que han incorporado en su reflexión la
dimensión axiológica de la vida, contribuyendo así a ampliar la
razón hermenéutica.

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CAPÍTULO II
DE LA RAZÓN FISIOLÓGICA
A LA RAZÓN SENTIENTE

El concepto de razón de la tradición filosófica hispánica aporta


el corazón como co-razón, renuncia a la inteligencia concebida
como abstracción y apuesta claramente por una razón afectiva y
afectada, por una visión cálida del mundo. Esta razón afectiva
no consiste en propugnar un pensamiento débil, sino en un pen-
samiento más afectivo, ya que se trata de una razón universal
concreta, no abstracta sino mestiza. Así, en la tradición hispáni-
ca es posible encontrar diversas reflexiones críticas acerca de lo
que podría llamarse logificación del pensamiento y de la necesi-
dad de apertura de un horizonte experiencial para el lógos. Sin
ánimo de ser exhaustivos, mostraremos en este capítulo cómo el
problema de la vida en relación con la razón es central entre las
preocupaciones ético-antropológicas en las que confluyen nu-
merosos pensadores hispánicos del siglo XX. Entre ellos, abor-
daremos las aportaciones originales de autores como Benot, Una-
muno, Amor Ruibal, Vaz Ferreira, Ortega y Gasset o Zubiri.

Arte de hablar, arte de decir

En la tradición hispánica pueden hallarse varias reflexiones


sobre la necesidad de apertura de un horizonte experiencial para
el lógos. Basta remontarse, por ejemplo, a la teoría del signo ela-
borada por el gaditano Eduardo Benot (1822-1907), unos años
más viejo que Saussure, el cual, con algo más de fundamento,
anticipa muchas de sus ideas. A diferencia de Saussure, que nos
ofrece una teoría positivista del lenguaje, como si el lenguaje
fueran etiquetas que se pegan a significados concretos, para Be-
not los significados normalmente son variados e interpretables y
las palabras no significan nada fijo sino en combinación con
otras y en una situación. Benot es consciente de que el lenguaje
no es ni arbitrario ni convencional. No es convencional porque
la convención supone un consenso, no una imposición social. El
lenguaje es un invento establecido como norma previa al indivi-

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duo. Y las palabras no se eligen arbitrariamente, sino con un
fundamento en lo establecido y una intención del hablante en
una situación concreta.1
Por tanto, el arte de hablar no consiste meramente en una
técnica que aplicamos conscientemente en determinadas situa-
ciones, ni tampoco tiene que ver únicamente con la creación de
técnicas que nos dicten los modos de actuar en situaciones pre-
vistas. El arte de hablar está relacionado de un modo más radi-
cal con la prâxis. Se trata de entender lo que hacemos, no sólo lo
que decimos con las palabras. De ahí que pensar y hablar sea la
actividad fundamental presente en cada actividad humana, por
lo que el arte de hablar exige una perspectiva fundamentalmente
antropológica. Benot, que vislumbra esta perspectiva apoyándo-
se en tres pilares —la filología, la ideología y el comparatismo
histórico—, sostiene que la lengua es algo más que aprender gra-
mática. La gramática son las palabras y sus construcciones. El
arte de hablar no está en las palabras individualmente conside-
radas sino en la organización de un sistema muy complejo en
virtud del cual formamos los nombres de los objetos, de los ac-
tos y de los estados acerca de los cuales tenemos algo que decir.
En el prólogo a Breves apuntes sobre los casos y las oraciones
preparatorias para el estudio de las lenguas (1888) escribe: «Decía
Cicerón que, con ser los ojos los que todo lo ven, no se ven, sin
embargo, a sí mismos. Y, en verdad, que ni aun les es dado verse
bien por medios indirectos. Cuando se miran en los espejos, juz-
gan á la izquierda lo que se encuentra realmente á la derecha, y
suponen á la derecha lo situado á la izquierda. Gran aprendizaje
necesitan los dedos si han de saber con seguridad y sin error
acercarse á los ojos ó alejarse de ellos siguiendo las indicaciones
de su imagen. Así las lenguas. Con ser el lenguaje el maravilloso
medio de investigar todos los misterios del pensamiento huma-
no, no se atomizan, sin embargo, á sí mismas, sino por medios
muy indirectos de análisis que, torpemente, fraccionan lo indivi-
sible en la realidad. El gramático, como el anatómico, estudia
los miembros separadamente; pero en la separación no está la
vida. A muchos sorprende que, hablando todos, necesite el estu-
dio del hablar metodizarse en libros, si no difíciles, de no ligero

1. Cfr. J.L. Ramírez, Om meningens nedkomst. En studie i antropologisk tropologi,


Estocolmo, Nordplan Avhandling, 1995; «Arte de hablar y arte de decir. Una excursión
botánica en la pradera de la retórica»…

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estudio ciertamente. Y, sin embargo, a nadie admira que, tenien-
do todos la facultad de movernos, sea necesario a los ingenieros
estudiar la mecánica de nuestras fuerzas musculares en libros
de la dificultad más abstrusa [...]. ¡Hablar! ¡Todo el mundo ha-
bla! [...]. Y, sin embargo de que todo el mundo canta (general-
mente muy mal), no hay nadie que diga: ¿qué vas á conseguir
con estudiar las reglas del Solfeo?¿No cantas ya?, es decir, ¿no
destrozas los oídos delicados? Pues, ¿a qué más? Estudiar las
reglas del lenguaje es, cuando se hace bien, algo más que apren-
der Gramática: es nada menos que disecar el pensamiento hu-
mano; nó porque el lenguaje sea el pensamiento mismo, sino
porque las necesidades intelectuales se reflejan en sus instru-
mentos de expresión, que son las palabras y sus construcciones».2
En Arquitectura de las lenguas (1889) afirma explícitamente
Benot, siguiendo las huellas de la «ideología» de la gramática
general, la necesaria relación de dependencia entre lenguaje y
pensamiento. «No se habla sin pensar. La doctrina de una len-
gua tiene que ser una doctrina ideológica. Pararse en las formas
lingüísticas olvidando el pensamiento, es describir el uniforme
del General el día de la batalla, y nó los planes estratégicos que le
dieron la victoria [...]. Riesgo corre de tomar el accidente por la
sustancia quien no trata de buscar en la Ideología la razón de los
hechos del lenguaje; y solamente aparecerán justificadas las le-
yes generales del hablar, cuando se ajusten á las leyes generales
del pensar. El vestido ciertamente no es el cuerpo cuyas formas
cubre; pero en las formas del cuerpo reside la razón de las for-
mas del vestido».3
Lo que le interesa a Benot no es tanto dilucidar las cuestiones
gramaticales cuanto descubrir las leyes del hablar, estudiando
sus instrumentos: las construcciones hechas con palabras. Para
él las normas del lenguaje se derivan directamente de hechos
psicológicos, arraigados en la fisiología. «Su ciencia [la del lin-
güista] no es la psicología, ni en los sinuosos laberintos del en-
tendimiento humano tiene obligación de penetrar; pero sólo cuan-
do vea que las normas del lenguaje se derivan directamente de
indubitados hechos psicológicos, es cuando podrá concederles
su absoluta confianza [...]. De leyes psicológicas es consecuencia

2. E. Benot, Breves apuntes sobre los casos y las oraciones preparatorias para el estu-
dio de las lenguas, Madrid, Librería de la Viuda de Hernando y Cía., 1888, 5-6.
3. E. Benot, Arquitectura de las lenguas, Madrid, Núñez Samper, 1889, 327-328.

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obligada el sistema de limitar lo general con lo general para ob-
tener la expresión de lo particular».4
De la «ideología» hereda también la teoría del conocimiento y
la distinción entre signos orales y escritos, las nociones de lengua-
je como «sistema» y hablar como «facultad», la idea de que el
lenguaje humano consiste en la asociación que un hablante y un
oyente hacen de un significante y un significado, los conceptos de
comprensión y extensión de las palabras y la premisa de que cada
idioma entraña un modo necesario de pensar que inhabilita para
adquirir otros posibles. Además, Benot recurre a la filología com-
parada para explicar fenómenos como la metáfora y la sinécdo-
que. «No hay nada á que más propenda el hombre, que á tomar
(por sinécdoque o por metáfora) la parte por el todo, y viceversa; el
género por la especie, y al contrario; la causa por el efecto, y al
revés, lo semejante por lo análogo [...] y ésta es la razón por cuya
virtud las palabras se apartan de su primitivo significado etimoló-
gico para designar otros objetos á los cuales es soberanamente
impropio el aplicarlas. Por esto decimos las alas del molino; la
cabeza del alfiler: el ojo de la llave, la boca de la olla; las orejas del
martillo; los dientes de la sierra; las barbas de la pluma; los brazos
del sillón; los piés de la mesa; el pico de la pluma».5
Al influjo de la gramática comparada debe Benot su concep-
ción de que las lenguas cambian en sus palabras y significados por
analogía y que sólo perduran las leyes del sistema elocutivo, que es
el sentido funcional y no la estructura formal, el criterio válido
para el análisis gramatical, que la construcción está sujeta a leyes
invariables y que no se habla por medio de palabras sino por me-
dio de un sistema elocutivo y que las palabras y las oraciones res-
ponden a un sistema de determinación y combinación de elemen-
tos o «masas elocutivas». La actividad mental y las inclinaciones
morales de cada individuo se fundan en moldes fabricados duran-
te muchos siglos por la sociedad a la cual pertenece el hablante.
Para Benot «hablar» es una facultad de manifestar o exterio-
rizar algo interior mediante una masa sonora o acervo de «fo-
nías» que, transformadas por el pensamiento humano, permi-
ten al hablante u oyente relacionar un significante y un significa-
do. «Si por hablar se ha de comprender la facultad de manifestar,
de exteriorizar expresamente lo que pasa en el interior, induda-

4. Ibíd., 328.
5. Ibíd., 55.

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blemente los animales hablan. Se quejan, manifiestan contento,
piden, amenazan [...]. Ahora si por hablar se entiende expresar-
se por medio de palabras, entonces no hay duda en que los ani-
males no hablan. En tal sentido sólo el hombre habla».6
Según Benot es necesario que la exteriorización sea intencio-
nal. Ésta es la esencia del hablar. Al afirmar que el arte de hablar
es una consecuencia del modo de pensar, Benot está asentando
unas bases teóricas distintas de las establecidas por los ideólogos,
para quienes pensar era sentir y hablar se identificaba con pensar.
«Para que una cosa sea signo de otra, basta con que un sér inteli-
gible perciba la relación entre lo significante y lo significado. Mas
para que una cosa sea signo de lenguaje, es preciso que un sér
inteligente lo estime como signo de algo interior que comunique á
otro sér inteligente con el fin de que lo entienda. Así el humo es
signo de combustión, pero nó semejante á los del habla humana:
así, las alteraciones del pulso son signos (y nó lenguaje) de estados
patológicos: así el rubor es signo de vergüenza, pero nó de lengua
alguna: así, el estertor signo de muerte [...]. Y ninguno de esos
signos es análogo á los del lenguaje, porque ninguna inteligencia
infunde en ellos intención alguna de que sirvan de vehículo de
comunicación con otra inteligencia».7
Mediante abstracción y generalización de las modificaciones
individuales se van formando ideas generales. Las palabras son
signos de signos, son signos de nuestras ideas generales. Así como
nuestras modificaciones son los signos de los objetos, las pala-
bras son los signos de nuestros conceptos sobre el mundo exte-
rior y el mundo interior. «Y, como las ideas generales son puras
elaboraciones de la mente sin objeto en la realidad, resulta nece-
sariamente que a las palabras, signos de esas elaboraciones men-
tales, no corresponde nada en lo real; sólo corresponde la elabo-
ración mental de cada entendimiento. Por eso cuando un hom-
bre me habla, no habla con sus ideas: me habla con las mías. Sus
palabras representan para él ciertas modificaciones, ciertos con-
ceptos, ciertas ideas, con tal número de caracteres; para mí re-
presentan menos elementos y en virtud de esos caracteres él las
ve relacionadas, a mí me faltan eslabones... Y ese hombre, que,
al parecer, me ha estado exponiendo sus ideas, no ha hecho más
que combinar absurdamente las mías».8

6. Ibíd., 19-20.
7. Ibíd., 22.
8. Ibíd., 340.

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Las palabras son signos de esos conceptos generales. Para
Benot el arte de hablar es consecuencia del modo de pensar. Este
autor no entiende por lenguaje la facultad humana de expresar
sensaciones y pensamientos. En Arte de hablar. Gramática filosó-
fica de la lengua castellana (1910) Benot considera el lenguaje
como un sistema de comunicación: «El lenguaje en general es
todo sistema de comunicación de unos seres con otros».9 Distin-
gue entre lenguajes de acción y de sonidos inarticulados por una
parte y lenguajes de sonidos articulados por otra parte. Los pri-
meros utilizan signos naturales y espontáneos, los segundos son
artificiales. Por tanto no todos los lenguajes son idénticos. El
lenguaje humano se define como un sistema expresivo de nues-
tros conceptos sobre el yo y el no-yo, susceptible de reducir su
generalidad por su limitación con otros conceptos.
Si no hablamos sin palabras, también es cierto que con pala-
bras sólo no hablamos. Benot considera que la «combinación» es
esencial para hablar. Las palabras tienen un valor por sí, pero con
dicho valor no se puede hablar. La función de expresar lo indivi-
dual corresponde exclusivamente a la «combinación», a la orde-
nación según un sistema. Inventar un nombre para cada objeto
sería imposible para el ser humano. Las palabras son términos
generales; sería imposible tener nombres para cada una de las
realidades individuales. Es por ello que la inteligencia humana
tuvo que recurrir a la noción de sistema. «Sólo con un sistema es
posible hablar: con un sistema que, por medio de un número de
vocablos relativamente reducido, sea susceptible de combinacio-
nes innumerables sin término ni fin. Así, a las pocas cifras de la
numeración decimal es dado expresar por medio de un sistema
todos los guarismos de la inacabable escala de la pluralidad».10
El arte de hablar consiste para Benot en el sistema de combi-
naciones que rige en cada lengua para expresar lo individual ya en
la frase ya en la oración: «hablar es sacar á las palabras de su
generalidad limitando con otras su extensión».11 El hablar depen-
de de dos principios: de que las palabras tienen un valor por sí y
de que este valor es limitable y restringible por medio de la combi-
nación. La ciencia del lenguaje no puede buscarse en las palabras
aisladas sino en su combinación y en la combinación de sus com-

9. E. Benot, Arte de hablar. Gramática filosófica de la lengua castellana, Madrid, Su-


cesores de Hernando, S.A., 1.
10. Ibíd., 19.
11. Ibíd., XXXIII.

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binaciones. «El arte de hablar consiste indubitablemente en limi-
tar lo general con lo general para dar nombre á lo individual; pero
el valor psicológico, la fuerza intelectual de cada lengua depende
de la evolución y relativa perfección de sus signos».12
Las palabras deben ser analizadas según su uso, según el senti-
do o la significación que ostentan en cada frase, cláusula o período.
«Las masas elocutivas deben analizarse sin descomponerlas. Des-
componerlas sería lo análogo de la inútil tarea del loco que maneja-
se ó triturase una rueda, un péndulo ó un resorte para analizar el
mecanismo de un reloj. Sólo puede conocerse el oficio de cada pie-
za en la máquina cronométrica misma, esto es observándolas todas
en su perfecta integridad. Triturarlas es una demencia».13
El hablar no ha de buscarse en las palabras aisladamente,
porque en el lenguaje todo es combinación de elementos. Al ha-
blar realizamos tres operaciones fundamentales y necesarias:
determinar, conexionar y enunciar. De estas tres funciones sólo
la enunciación es realmente esencial. La virtud de la enuncia-
ción pertenece a la totalidad de la oración. «Únicamente la cláu-
sula realiza el grandioso resultado de dar a conocer propiedades
no existentes en las cosas, pero sí entre las cosas; esto es, entre
dos o más individualidades antes desligadas, pues solamente la
cláusula exterioriza conceptos no incluidos en el significado de
ninguna individualidad».14
No podemos comunicarnos más que a través de oraciones,
ya que en ellas reside la potencia elocutiva. No sólo se habla con
las palabras sino con las combinaciones de ellas. Es el sentido el
que determina la clasificación de las llamadas partes de la ora-
ción. Todas estas ideas convierten el Arte de hablar. Gramática
filosófica de la lengua castellana de Benot en la primera obra es-
pañola que ofrece una nueva orientación en el estudio del arte de
hablar. Algunos de los puntos fundamentales de la obra, puestos
de relieve por su autor, son los siguientes: «Ya se ha dicho que
hablar es exteriorizar por medio de palabras los fenómenos psí-
quicos de nuestro ser. Pero la ciencia del hablar no ha de buscar-
se en las palabras aisladamente, sino en su combinación y en la
combinación de sus combinaciones. En el lenguaje, todo es com-
binación. De igual manera, sin sonidos no hay música. Pero un

12. E. Benot, Arquitectura de las lenguas..., 40.


13. Ibíd., 88.
14. E. Benot, Arte de hablar..., 92.

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párvulo manoteando desaforadamente sobre las teclas de un pia-
no, produce sonidos, mas no música. La música ha de buscarse
en la sistemática combinación de los sonidos. De modo análogo,
la esencia íntima del hablar no ha de buscarse en las palabras
aisladamente, sino en su apropiada y sistemática coordinación
elocutiva. Habría sido imposible el hablar si se hubiera querido
obtener una palabra para cada objeto y otra para cada uno de
sus cambios. Sólo con un sistema es posible hablar: con un siste-
ma que, por medio de un número de vocablos relativamente re-
ducido, sea susceptible de combinaciones innumerables sin tér-
mino ni fin ¿Quién podrá enumerar las estrellas de los cielos, los
árboles de los bosques, los animales terrestres, los pájaros del
aire, las plantas, las flores, los seres humanos? [...] ¿Y cabe ni
siquiera concebir guarismos para los cambios, variaciones y
mudanzas de las cosas y de las personas? Yo fuí niño, luego jo-
ven, luego viejo, he gozado de salud, he padecido enfermedades
[...]. ¿Quién puede ni siquiera calcular las alteraciones de cada
ser? Sin piedras, sin ladrillos, sin hierro, sin materiales, en una
palabra, no hay casas ni edificios de alguna clase. Pero los mate-
riales no son las casas. Lo que constituye los edificios es la forma
especial que resulta de la construcción hecha con sus materiales.
Lo esencial es el sistema de construcción. La construcción elo-
cutiva es ese algo invisible que preside á la coordinación de las
palabras, y hace que con ellas pueda el hombre comunicar á sus
semejantes lo que siente, piensa y quiere».15

Razón trágica y agonismo

La vida y el pensamiento de Unamuno (1864-1936) pueden


comprenderse en función de las intuiciones centrales de su filo-
sofía, una meditación sobre tres temas fundamentales: la doctri-
na del hombre de carne y hueso, la doctrina de la inmortalidad y
la doctrina del Verbo.16
La primera, su problema capital y fundamento de todo su pen-
samiento, es expuesta al hilo de una polémica contra el hombre
abstracto, contra el hombre tal como ha sido concebido por los

15. Ibíd., XXVI-XXVII.


16. Cfr. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-
Dolz), Granada, Comares, 2008, 37-63.

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filósofos en la medida en que hacían filosofía en vez de vivirla. El
hombre, que es objeto y sujeto de la filosofía, no puede ser según
Unamuno ningún ser pensante; por el contrario, siguiendo una
tradición que se remonta a san Pablo y que cuenta entre sus vale-
dores a Tertuliano, san Agustín, Pascal, Rousseau y Kierkegaard,
Unamuno concibe el hombre como un ser de carne y hueso, como
una realidad verdaderamente existente, como «un principio de
unidad y un principio de continuidad». En su lucha contra la filo-
sofía profesional y contra el imperio de la lógica, en su decidida
tendencia a lo concreto humano representado por el individuo y
no por una vaga e inexistente «humanidad», Unamuno hace de
esta doctrina el fundamento de su oposición al cientificismo ra-
cionalista, insuficiente para llenar la vida humana concreta y con-
secuentemente también impotente para confirmar o refutar el
hambre de eternidad y el afán de inmortalidad. El cientificismo y
el racionalismo son uno de los caminos que conducen al suicidio,
la actitud adoptada por quienes en su afán de teología —«esto es,
de abogacía»— o en su invencible odio antiteológico no advierten
en la contradicción el verdadero modo de pensar y de sentir del
hombre existencial. Por tanto demostración o refutación, confir-
mación o negación son sólo dos formas únicas de racionalismo
suicida, a las cuales es ajena la esperanza, que representa simultá-
neamente una duda y una convicción.
A estos temas agrega Unamuno su doctrina del Verbo, consi-
derado como sangre del espíritu y flor de toda sabiduría. El filó-
sofo vasco niega la tesis goethiana que hace de la acción el princi-
pio de todo ser para llegar a la confirmación, sustentada ya en el
comienzo del Evangelio de san Juan, según la cual el principio es
el Verbo. Pero el Verbo tampoco es para Unamuno un lógos abs-
tracto o sin contenido; el Verbo es la cualidad concreta y presen-
te del gesto y del lenguaje humanos, como afirma en los ensayos
de En torno al casticismo (1895), en los que se trata precisamen-
te de la «Razón hecha Humanidad, Amor y Salud» (O.C., I 850).
Unamuno rechaza por tanto una cristología racionalista, puesto
que Dios no puede concebirse intelectualmente sino a través del
sentimiento. En el poema sobre el Cristo de Palencia (1913), el
pensador vasco se refiere al Cristo agónico de la theologia crucis,
no al de la theologia gloriæ con las siguientes palabras: «Este
Cristo, inmortal como la muerte, / no resucita; ¿para qué?, no
espera / sino la muerte misma. / De su boca entreabierta, / negra
como el misterio indescifrable, fluye / hacia la nada, a la que

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nunca llega, / disolvimiento. / Porque este Cristo de mi tierra es
tierra» (O.C., VI 517). En Del sentimiento trágico de la vida (1913)
y El Cristo de Velázquez (1920) quedan expuestos los rasgos de
esta cristología unamuniana. También las reflexiones hechas en
Vida de Don Quijote y Sancho (1905) constituyen una cristología
en sentido agónico. Como Cristo, el heroico caballero reivindica
la «sabiduría del corazón» y no la «ciencia del cerebro».
De este Verbo, de esta visión de lo que las cosas son en la
inmediata presencia de su perfil, deriva para Unamuno el funda-
mento y el término de toda filosofía. La filosofía, definida por
nuestro autor como el desarrollo de una lengua, queda en conse-
cuencia relativizada, pero a la vez adquiere un carácter concreto
absoluto. La identificación de la filosofía con la filología no es la
identificación del pensamiento lógico con la estructura gramati-
cal, sino el hecho de que el Verbo, como expresión directa e in-
mediata del hombre de carne y hueso, sea el instrumento, el con-
tenido de su propio pensamiento. Por eso Unamuno ve la filoso-
fía española no en los textos de los escolásticos sino en las obras
de los místicos, en las grandes figuras de la literatura. En conse-
cuencia el problema de la verdad, problema fundamental de toda
filosofía, es resuelto por Unamuno mediante esta articulación
interna que liga al hombre concreto con su expresión verbal,
mediante la concepción que ve en lo que el hombre dice al expre-
sarse y en lo que dicen las cosas al ofrecerse al hombre la revela-
ción de su verdad.

El correlacionismo

A principios del siglo XX publica Ángel Amor Ruibal (1869-


1930) dos obras ineludibles de filología y ciencia del lenguaje. En
1900, en el estudio titulado Ciencia del lenguaje, considera al len-
guaje desde el punto de vista histórico y filológico en relación con
la psicología y la antropología.17 Entre 1904 y 1905 publica los
dos volúmenes de Los problemas fundamentales de la filología com-
parada. Su historia, su naturaleza y sus diversas relaciones científi-
cas, la obra más representativa y fundamental del comparatismo

17. Cfr. A. Amor Ruibal, «Introducción del traductor, ó Estudio acerca de la Ciencia
del lenguaje desde el punto de vista histórico y filológico, y en sus relaciones con la Psico-
logía y la Antropología», en P. Regnaud, Principios generales de Lingüística Indo-Europea
(intr. y trad. A. Amor Ruibal), Santiago de Compostela, Tipografía Galaica, 1900.

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filológico y lingüístico en España a comienzos del siglo XX.18 Amor
Ruibal es el primer filósofo y teólogo español que emprende el
estudio de los fundamentos filológicos y lingüísticos del pensa-
miento, así como los antropológicos y psicológicos del lenguaje,
antes de iniciar el sistema crítico y expositivo de su filosofía y
teología, basado en ambos casos en el correlacionismo gnoseoló-
gico.19 El organicismo amorruibaliano cuadra perfectamente en
la modernidad contemporánea e introduce una función cogniti-
va en el estudio lingüístico que sintetiza y resuelve críticamente
las aporías hasta entonces vigentes en los estudios filológicos. En
Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma (1914-
1936) es donde aparece de forma más explícita la formulación de
este correlacionismo ontológico que se propone llegar a las últi-
mas implicaciones del ser anclándolo en la experiencia. Como
afirma Ortiz-Osés, «la filosofía ruibaliana no presenta de nuevo
un ser o realidad puros/puritanos (perfectos) sino un Ser comple-
jo y una realidad siempre ya a-lienada o enajenada (no de-suyo
sino de-nuestro, coimplicada)».20 Amor Ruibal propugna la com-
plementariedad de lo real en el conocer: lo real no es para él algo
en-sí sino que la realidad dice relación al conocer. La esencia de
dicha relación o correlación son la relatividad y la correlatividad,
que implican un ser transitivo, coimplicado. Desde esta perspec-
tiva, conocer es relacionar y el lenguaje es un relato de relaciones,
donde la relación se convierte en la razón de lo absoluto. Sólo el
lenguaje puede dar razón de lo real, pues el ser es la relación de lo
real y el lenguaje su correlato. La realidad es así signo del conoci-
miento, lenguaje abierto a un ser relacionante.

La lógica viva y el problema de la razón

Los planteamientos expuestos por el uruguayo Carlos Vaz


Ferreira (1872-1958) coinciden en buena medida con los de Una-

18. Cfr. A. Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la Filología Comparada. Su


historia, su naturaleza y sus diversas relaciones científicas, t. 1, Santiago de Compostela,
Tipografía Galaica, 1904; Los problemas fundamentales de la Filología Comparada. Su
historia, su naturaleza y sus diversas relaciones científicas, t. 2, Santiago de Compostela,
Imprenta y Encuadernación de la Universidad Pontificia, 1905.
19. Cfr. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-
Dolz), Granada, Comares, 2008, 100-110.
20. A. Ortiz-Osés, Metafísica del sentido. Una filosofía de la implicación, Bilbao, Uni-
versidad de Deusto, 1989, 77.

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muno, con quien Vaz Ferreira mantuvo una valiosa correspon-
dencia. La obra de Vaz Ferreira se centra en el estudio de los
problemas relativos al lenguaje y a la acción. En 1910 publica
Lógica viva, obra que junto con Los problemas de la libertad (1907),
Conocimiento y acción (1908), Moral para intelectuales (1908) y
El pragmatismo (1909) constituye el núcleo fundamental de todo
su trabajo filosófico. Cada uno de sus escritos supone un intento
por ampliar el ámbito de la razón.
En el prólogo de Lógica viva explica Vaz Ferreira que esta obra
es un esbozo de otra mayor que quisiera escribir, haciendo «un
análisis de las conclusiones más comunes, de los paralogismos más
frecuentes en la práctica, tales como son, no tales como serían si los
procesos psicológicos fueran superponibles a sus esquemas verba-
les. No una Lógica, entonces, sino una Psico-Lógica».21
La intención de este trabajo es consecuentemente la promo-
ción de un nuevo modo de pensar, más amplio, más comprensivo
que el habitual, mostrando una lógica viva, una moral viva, con-
creta, enraizada en la experiencia. También la moral debe liberar-
se, a juicio de Vaz Ferreira, de las fórmulas verbales, de las teorías
y las definiciones, teniendo en cuenta, por una parte, que es impo-
sible alcanzar soluciones idealmente perfectas para los problemas
morales, y por otra parte, que hay una pluralidad de fundamentos
posibles, igualmente legítimos, para la conducta humana.
En esta dirección se dirige la crítica que realiza en Conoci-
miento y acción (1908) al dogmatismo de los «ingenuos positi-
vistas», quienes quisieron reducir todo el saber a la ciencia posi-
tiva. Frente a ellos propone el filósofo uruguayo su doctrina de la
graduación de la creencia: «Saber qué es lo que sabemos, y en
qué plano de abstracción lo sabemos; creer cuando se debe creer,
en el grado en que se debe creer; dudar cuando se debe dudar, y
graduar nuestro asentimiento con la justeza que esté a nuestro
alcance; en cuanto a nuestra ignorancia, no procurar ni velarla,
ni olvidarla jamás; y, en ese estado del espíritu, obrar en el senti-
do que creemos bueno, por seguridades, o por probabilidades o
por posibilidades, según corresponda, sin violentar la inteligen-
cia, para no deteriorar por nuestra culpa, este ya tan imperfecto
y frágil instrumento, y sin forzar la creencia».22

21. C. Vaz Ferreira, Lógica viva, Buenos Aires, Editorial Losada, 1962, 5-6.
22. C. Vaz Ferreira, Conocimiento y acción, Montevideo, Cámara de Representantes
de la República Oriental del Uruguay, 1963, 13.

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En el centro de esta crítica se encuentra la defensa vazferrei-
riana del primado de la razón en la esfera del conocimiento. Se
trata de una razón que marcha junto a la vida, apoyándose en la
experiencia vital, pero que a la vez es árbitro y criterio de la ver-
dad, sin ser una razón absolutista o dogmática, sino que más
bien se trata de un racionalismo razonable. Los conceptos de
«psiqueo» y «fermento pensante» constituyen dos términos cen-
trales en la reflexión vazferreiriana para comprender el inevita-
ble desajuste entre el pensamiento y el lenguaje: «Lo que expre-
samos no es más que una mínima parte de lo que pensamos» y lo
que pensamos «es una mínima parte de lo que psiqueamos».23
De ahí, la importancia de captar el pensamiento en su dinamis-
mo viviente, en su estado «fermental». Este término es el que
sirve de título para su Fermentario (1938).
La obra de Vaz Ferreira muestra un estrecho vínculo con el
lenguaje y el pensamiento, con el lenguaje y la acción. Lo funda-
mental del ser humano es el arte de hablar, la capacidad para
convencer y persuadir, orientando las acciones según las exigen-
cias de los procesos de decisión en asuntos pertenecientes a la
esfera pública. La obra del filósofo uruguayo podría acaso rela-
cionarse tanto con la teoría de la argumentación desarrollada
años después por Perelman y Olbrechts-Tyteca como con el mo-
delo de la comunicación lingüística cotidiana de Habermas.
Vaz Ferreira privilegia el análisis de la discursividad, la pers-
pectiva discursiva del lenguaje, centrándose en la reflexión acer-
ca del proceso argumentativo, de su disposición, condiciones y
desarrollo, desde una perspectiva dinámica. La lógica formal,
basada en la unicidad del lenguaje, es insuficiente para dar cuenta
del lenguaje que se usa en el ámbito de la argumentación. En el
campo de la argumentación se dan hechos psicológicos, sociales
e ideológicos que concluyen en el espacio público, entendido éste,
en términos de Habermas, como el conjunto de las personas que
hacen un uso público de la razón. Acaso podría decirse que tan-
to Vaz Ferreira como Habermas consideran la lógica de las dis-
cusiones como una forma de razonabilidad argumentativa que
regula las pretensiones de veracidad de los enunciados que los
agentes realizan como agentes sociales. Además, la lógica vazfe-
rreiriana es similar al modelo de la comunicación lingüística
cotidiana de Habermas, que se entiende como búsqueda partici-

23. Ibíd., 99.

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pativa del entendimiento y que considera situaciones de habla
en que los sujetos son hablantes competentes, capaces de len-
guaje y acción. Para ambos, el entendimiento se alcanza de for-
ma intersubjetiva, formulando pretensiones de validez con dis-
posición a problematizarlas y a problematizar las pretensiones
de los otros sujetos, sobre una base dialógica.
Pero lo más importante de la Lógica viva vazferreiriana es su
dimensión retórica. En la misma línea que Perelman y Olbrechts-
Tyteca considera el pensador uruguayo que la argumentación no
parte de una evidencia o verdad precedente, sino que el interés
está centrado en los usos del lenguaje.24 El lenguaje no es una
abstracción formal sino un instrumento dinámico de un proceso
dialógico del cual se derivan importantes consecuencias prácti-
cas. Trabajar con el lenguaje supone un proceso de comprensión
creativa. De este modo nuestro autor se acerca a la tradición retó-
rica, alejándose de la lógica formal y del esquematismo que supo-
ne, sustituyéndolos por una razonabilidad práctica basada en cri-
terios psicológicos los cuales tienen que ver con los modos de pre-
sentar las opiniones, esto es, con los modos de hablar y de escribir
y con los efectos derivados del planteamiento de preguntas, discu-
siones, debates, teorías, proyectos y opiniones. De este modo la
retórica deja de ser un mero ornamento para convertirse en el
discurso crítico que evalúa los aspectos éticos surgidos cuando se
presentan propuestas a la consideración de un auditorio. Vaz Fe-
rreira devuelve en consecuencia a los tropos retóricos su auténti-
co valor. La comparación, la analogía y la metáfora constituyen
tres pilares centrales de su Lógica viva. Ninguno de los tres se
circunscribe únicamente al lenguaje poético y retórico, sino tam-
bién al filosófico. Todos estos tropos deben hacerse para explicar,
para hacer comprender y requieren una auténtica colaboración
de quien las recibe.

La razón vital e histórica

En un artículo publicado en 1941, Apuntes sobre el pensa-


miento. Su teurgia y demiurgia, José Ortega y Gasset (1883-1955)
ofrece el diagnóstico y la etiología de la crisis intelectual de su
tiempo. En su sustrato más hondo y radical, la crisis afectaba a

24. Cfr. C. Vaz Ferreira, Lógica viva..., 168, 170.

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la actitud del hombre moderno ante el pensamiento y obedecía a
la ocultación del pensamiento bajo las máscaras de la psicología
del pensar, la lógica de los principios y el conocimiento. Ortega
creía disponer del tratamiento correcto. El pensamiento no es
sino nuestro modo intelectual de habérnoslas con la situación
creada por la disolución o la pérdida de una creencia: algo hay
que hacer para saber de nuevo a qué atenerse. El pensar no con-
siste primordialmente en una actitud natural o en un ejercicio
pautado por la razón, sino en la forzosa respuesta a una exigen-
cia histórica concreta.
El conocimiento no es más que una manera de satisfacer esa
necesidad, que consiste «en ensayar la solución del misterio vital
haciendo funcionar formalmente los mecanismos mentales bajo
la dirección última de los conceptos y su combinación en razo-
namientos» (O.C., V 530-531). De ahí se desprende el cometido
funcional asignado a la lógica como forma de pensar presunta-
mente implicada en tareas de conocimiento, siempre que ese
papel se vea libre de dos confusiones tradicionales: la identifica-
ción entre lógica y pensamiento, que toma una parte por el todo,
y la identificación entre lógica y racionalidad, que da en suponer
una regulación única, universal y uniforme del pensar humano.
Sin embargo, como lo lógico aparece no sólo rodeado sino pene-
trado de ilogicidad, «el pensamiento lógico no era tal pensamiento
—puesto que no lo hay— sino sólo la idea de un pensar imagina-
rio, esto es, un mero ideal y una utopía que se desconocía a sí
misma» (O.C., V 528). Esto significa, como afirma Ortega en
Sobre la razón histórica (1940), que la lógica es ilógica y por tan-
to no hay lógica: «esto todo es lo que llamo —y no me parece
exagerada la imagen— el terremoto en la razón» (O.C., XII 288).
Así, la larga historia de la lógica occidental ha perseverado en la
«logificación» del pensamiento. Desde los antiguos griegos, la
lógica ha tenido el papel de un pensar abstracto y exacto, se ha
dedicado no a buscar conceptos que valgan para las cosas, sino a
buscar cosas que valgan para los conceptos, y ha devenido así en
la historia de una ilusión.
Lejos de suponer que el hombre se ha puesto siempre a pensar
con los mismos propósitos, el de averiguar lo que las cosas son y el
de encajarlas en el molde de la razón, hay que reconocer que lo que
al hombre le ha interesado siempre ha sido saber a qué atenerse,
partiendo de un subsuelo de convicciones o creencias a través de
las cuales el medio informe que le rodea se constituye y presenta

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como «mundo». Ésta es nuestra forma básica de instalación en el
mundo. Más que de ideas, el hombre vive de «creencias». Las ideas
se tienen, mientras que se está en las creencias (O.C., V 384), que
son principios extrarracionales, prelógicos y, sin embargo, reales y
vitales (O.C., V 385-386). Las creencias —como Ortega muestra en
Historia como sistema (1935)— conforman la estructura de la exis-
tencia histórica. La vida humana es estructuralmente historia. «El
hombre no tiene naturaleza, sino que tiene... historia. O, lo que es
igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia —como res
gestæ— al hombre» (O.C., VI 41). Para indagar la estructural histo-
ricidad del hombre es insuficiente la concepción intelectualista-ra-
cionalista; resulta ineludible apelar a la razón histórica para «en-
contrar en la historia misma su original y autóctona razón», que no
es «una razón extrahistórica que parece cumplirse en la historia,
sino literalmente, lo que al hombre le ha pasado, constituyendo la
sustantiva razón, la revelación de una realidad trascendente a las
teorías del hombre» (O.C., VI 49-50). La razón histórica «no acepta
nada como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el fieri de
que proviene: ve cómo se hace el hecho» (O.C., VI 50) y lo compren-
de interpretándolo en las coordenadas histórico-circunstanciales.
De esta manera, la filosofía, como ontología de la vida, in-
tegra y conjuga la razón vital en la razón histórica. Razón his-
tórica y razón vital se complementan. A partir de la razón vi-
tal, Ortega se esforzó en trazar un camino hacia atrás, desde
donde recuperar las contribuciones de Heidegger y Dilthey,
conjugando la razón vital con la razón histórica a la luz de la
estructural historicidad del hombre. Esta fecunda articula-
ción puede identificarse en el célebre ensayo En torno a Gali-
leo (1933), que señala precisamente el paso de la razón vital a
la razón histórica. La historia se refiere a las formas asumi-
das por la vida humana en el tiempo; por ello «en su primaria
labor, en la más elemental, es ya hermenéutica, que quiere
decir interpretación, interpretación que quiere decir inclusión
de todo hecho suelto en la estructura orgánica de una vida, de
un sistema vital» (O.C., V 18-19). En oposición a toda actitud
psicologista, el hombre tiene necesidad vital de forjar un mun-
do entendido como horizonte (O.C., V 33), siendo estructural-
mente histórico.

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Una concepción radical del lógos

También Xavier Zubiri (1898-1983) reflexiona sobre el papel


del lógos. Zubiri localiza en el sentir como impresión de reali-
dad, conectado con la inteligencia, el camino para fundar no
sólo una lógica de los principios sino sobre todo una lógica de la
realidad. El sentir humano —que es un sentir intelectivo o inte-
ligencia sentiente— nos abre al ser y a la realidad. De ahí que no
se pueda ni deba ir más allá de lo real con el lógos y la razón, sino
partiendo de lo real, es decir, con un movimiento «en» lo real,
más bien que «hacia» él. La noción de experiencia que surge de
estos planteamientos es una experiencia vital que experimenta
ella misma realidad y es real.25
En «Sócrates y la sabiduría griega» (1940) Zubiri señala la
presencia socrática en el inicio y en la madurez de la filosofía
griega para mostrar, mediante el análisis de esta experiencia,
cómo la experiencia está en la base de toda filosofía: «Toda filo-
sofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta experien-
cia» (NHD, 189). En la determinación del concepto de experien-
cia aparece el modo de haberse o lo «héxico», que no tiene por
qué identificarse con la llamada experiencia personal, que no
pasa de ser un modo de experiencia, ni tampoco tiene por qué
identificarse con los datos de la conciencia: «Experiencia signifi-
ca algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No es
un conjunto de pensamiento que el intelecto forja, con verdad o
sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efecti-
vo con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natu-
ral de la realidad [...]. Probablemente, los datos de conciencia en
cuanto tales no pertenecen a esa experiencia radical [...]. Sería
un grave error identificar esta experiencia con la experiencia per-
sonal. Son escasísimos quizá los hombres que poseen una expe-
riencia personal, en el pleno sentido del vocablo» (NHD, 190).
Esta experiencia se nutre de varios niveles: la convivencia con
los demás, los usos, el entorno, hasta abarcar el mundo, la época
en que se vive: «Interesa enormemente subrayar la peculiar rela-
ción en que se hallan estos diversos estratos de experiencia [...]

25. Cfr. J. Conill, «Hacia una antropología de la experiencia», Estudios Filosóficos


(Valladolid), 106, 1988, 459-493; «Relevancia y aportación filosófica de Zubiri», Diálo-
go Filosófico (Madrid) 9/25, 1993, 82-85; «Concepciones de la experiencia», Diálogo
Filosófico (Madrid), 41, 1998, 148-170; «Hermenéutica crítica desde la facticidad de la
experiencia», Convivium. Revista de Filosofía (Barcelona), 21, 2008, 31-40.

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cada una de estas zonas, dentro de su solidaridad con las demás,
como momentos de una experiencia única, posee una estructura
propia y, hasta cierto punto independiente [...] el judío y el hereje
vivieron durante la Edad Media en un mundo cristiano, dentro
del cual eran, por eso, justamente hetero-doxos» (NHD, 191).
Lo importante es dar con la mentalidad de que parte una
determinada filosofía. Experiencia, situación y «habitud» son
las coordenadas fundamentales: «toda experiencia surge sola-
mente gracias a una situación. La experiencia del hombre [...] es
el lugar natural de la realidad, gracias precisamente a su interna
limitación, que le permite aprehender unas cosas y unos aspec-
tos de ellas con exclusión de otros. Toda experiencia tiene un
perfil propio y peculiar. Y este perfil es el correlato objetivo de la
situación en que se halla instalado el hombre [...]. La historia ha
de tratar de instalar nuestra mente en la situación de los hom-
bres de la época que estudia [...] para ver los datos acumulados
“desde dentro” [...]. La disciplina intelectual que nos lleva a rea-
lizarlo se llama filología» (NHD, 192).
La experiencia es experiencia de realidad. El análisis del «ho-
rizonte» pertenece a los elementos constitutivos de la experien-
cia y consecuentemente a la posibilidad de un orden o ámbito
héxico, que se constituye en la dúctil trama de un contenido, una
situación y un horizonte: «como limitante que es, el horizonte
tiene que constituirse por algo de donde surge. Sin ojos, no ha-
bría horizonte. Todo horizonte implica un principio constitu-
yente, un fundamento que le es propio. Estos tres factores de la
experiencia de una época: su contenido, la situación y el hori-
zonte (a una con su fundamento), son tres dimensiones de la
experiencia de distinta movilidad» (NHD, 193).
En este nivel de experiencia humana las cosas son «posibilida-
des». Esta idea es fundamental tanto para el concepto zubiriano
de historia como para la noción de héxis: «La experiencia que
compone una época histórica, con ser lugar natural de la realidad,
no es más que eso: su lugar natural. Pero la existencia del hombre
no se limita a estar situada en un lugar, aunque sea real. A su vez,
la “realidad del mundo” no es la realidad de la vida: aquélla se
limita tan sólo a ofrecer a esa otra realidad que se llama hombre
un conjunto finito de posibilidades de existencia» (NHD, 194).
A partir de la definición aristotélica de movimiento, Zubiri
concibe la presencia de lo «héxico» como el modo vivo y huma-
no de estar en la realidad. En el análisis del horizonte de la filo-

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sofía griega, el movimiento constituye para Zubiri la posibilidad
de volver inteligible la mente griega para nosotros hoy. Nada de
esto se puede entender sin lo implícito de la categoría de «actua-
lidad»: «Y como la actualidad de lo posible, en tanto que posible,
según nos decía ya Aristóteles, es el movimiento, así también el
ente cuya realidad emerge de sus posibilidades es, por esto, un
ente móvil [...] las cosas no están en movimiento porque cam-
bien, sino que cambian porque están en movimiento. Cuando la
actualización de las posibilidades es fruto de una decisión pro-
pia, entonces, no solamente hay estados de movimiento, sino
acontecimientos. El hombre es un ente que acontece, y a este
acontecer se llama historia» (NHD, 195).
También de la idea de «libertad» subyace el modo héxico de
considerar la realidad: «se define precisamente al ser libre el ente
que es causa de sí mismo (Sto.Tomás). Por esto resulta que en el
hombre la raíz de la historia es la libertad. Lo que no es eso es
naturaleza [...]. La libertad del hombre es una libertad que, al
igual que la de Dios, sólo existe formalmente en la manera de
estar determinada [...] la libertad humana sólo se determina eli-
giendo entre diversas posibilidades» (NHD, 195).
El pensamiento humano constituye la expresión de lo «héxi-
co» de la inteligencia: «El pensar humano, que tomado estática-
mente en un momento del tiempo es lo que es, por tanto, verda-
dero o falso, es, tomándolo dinámicamente en su proyección
futura, verdadero o falso, según la ruta que emprenda [...]. O si
se quiere, el pensamiento, además de su dimensión declarativa,
tiene una dimensión incoativa: todo pensamiento piensa algo
con plenitud y comienza a pensar algo germinalmente [...]. Gra-
cias ello, el hombre posee una historia intelectual» (NHD, 196).
Sócrates marcó una ruta viva en el pensamiento: «Probable-
mente, la acción de Sócrates ha consistido en habernos echado a
andar, no por una vía muerta, sino por la que lleva a lo que será
el intelecto europeo entero. La “obra” de Sócrates se inscribe en
el horizonte mental del pensamiento griego» (NHD, 197).
La realidad vital se vuelve inteligible por un cuadro determi-
nado de notas propias de un cierto tipo de vida. Esta noción es
fundamental en la filosofía de Zubiri: «Su érgon forma parte de
un plan de conjunto, de un bíos, que es, en amplia medida, inde-
terminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien
tiene que determinar por decisión y deliberación» (NHD, 199).

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Esta posibilidad de hacerse la vida, cuyo resultado tiene que
ser y es la «convivencia» humana, tiene su punto central en el
lógos griego. Es importante resaltar esta determinación del lógos
griego. El «modo de haberse» los hombres con las cosas, va a
consistir en llegar a «tener» asuntos comunes; la expresión de
este modo de tener en común, será una de las dimensiones del
poder del lógos griego. El lógos como expresión de la «mente»
(mens). Éste es el origen —en el sentido de principio— del poder
de lógos: «En realidad, el logos no hace sino expresar lo que la
mens piensa y descubre. Es el principio de lo más noble y supe-
rior en el hombre» (NHD, 200).
Zubiri subraya también la conexión entre la mens, entendida
como «habitud», y la sophía: «obrar conforme al noûs, a la men-
te, es obrar asentando sus juicios sobre lo inconmovible del uni-
verso y de la vida. Este saber de lo inconmovible, de lo que es
siempre, allá en las ultimidades del mundo, es a lo que el griego,
al igual que todos los pueblos que han sabido expresarse, llamó
sophía, sabiduría» (NHD, 201).
Si de acuerdo con el estagirita el noûs es algo divino, para
Zubiri «es un don de los dioses. Por eso tiene primariamente
carácter religioso. Los hombres son capaces de poseerla, porque
tienen una propiedad, el noûs, que les es común con los dioses.
Por esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo más divino
de cuanto tenemos (Met. 1.074b 16)» (NHD, 202).
La idea de «acción» es inseparable de la idea de «habitud»:
«La Sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza
[...]. Para referirnos, no solamente su nacimiento por la acción
de los dioses o de agentes extramundanos, como aconteció en
las sabidurías orientales, sino su realidad propia, la cual, sin ex-
cluir lo más mínimo dichas acciones [...] posee, sin embargo, en
sí misma, una estructura unitaria y radical, por el hecho de que
del universo mismo, y no simplemente de los dioses, nacen, vi-
ven y a él revierten, cuando mueren, todas las cosas que existen
en el cielo y la tierra. Este fondo universal, de donde nace todo
cuanto hay, es la Naturaleza, la phýsis» (NHD, 203).
La idea de «naturaleza» se va a configurar, según el testimo-
nio de Aristóteles (Metaph. 983b 13), como «el fondo permanen-
te que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que todas
están hechas»: «Con la idea de “permanencia” de ese fondo, el
pensamiento griego abandonó definitivamente los cauces de la
mitología y de la cosmogonía, para dar origen a lo que más tarde

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será la filosofía y la ciencia» (NHD, 204). Junto a la noción de
«naturaleza» aparece la idea del «tiempo» en el ámbito filosófico:
«La Naturaleza es también, para un griego, algo “divino”, theîon
[...]. Abarca todas las cosas; está presente en todas ellas. Y esta
presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. estas
variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un or-
den y a una medida: es el tiempo (khrónos)» (NHD, 204).
La primera idea de verdad se identifica con el descubrimiento de
la naturaleza: «Los que arrancaron así al universo el velo que oculta-
ba su Naturaleza, revelando a los hombres lo que siempre es, se lla-
maron los Sabios (sophoí), o, como dice Aristóteles, “los que filosofa-
ron acerca de la verdad”. Esta verdad no consistió, en efecto, sino en
el descubrimiento de la Naturaleza (Phys. 191a 24)» (NHD, 205).
Esta sabiduría, común a los pueblos antiguos y a Grecia, va a tener
un momento decisivo de inflexión: «Pero en el mundo indo-europeo,
la mirada llegará un día a detenerse más largamente en el espectácu-
lo de la totalidad del universo [...] se detiene, “asombrada”, ante él,
por lo menos momentáneamente. Por el asombro, nos dice Aristóte-
les, nació, efectivamente, la sabiduría [...]. La sabiduría deja de ser
presagio para convertirse además en Sofía y en Veda» (NHD, 206).
Tanto la consideración de la sabiduría del Veda como la mis-
ma sabiduría griega están indicando su estructura «héxica»: «En
lugar de lanzar al hombre a arrojarse al universo, o a evadirse de
él, el saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la
Naturaleza y ante sí mismo. Y en esta maravillosa retracción,
deja que el universo y las cosas queden ante sus ojos, naciendo
éstas de aquél, tales como son» (NHD, 208).
La idea zubiriana de «actualidad», subyace en el texto siguien-
te. Aquí la conexión entre «actualidad», «modo de haberse» y
«verdad», es otra de las coordenadas de la filosofía de Zubiri:
«La operación de la mente griega es un hacer que consiste en no
hacer con el universo nada más que dejarlo, ante nuestros ojos,
tal como es. Entonces es cuando propiamente nos aparece el
Universo como Naturaleza. La operación no tiene más término
que la patencia. Por esto, su atributo primario es la verdad. Si el
sabio griego dirige la vida, es con la pretensión de asentarla en la
verdad, de hacer al hombre vivir de la verdad» (NHD, 208).
La idea de «posesión» aparece como nota descriptiva de la sabi-
duría: «Es la leve inflexión por la que la Sabiduría, como descubri-
miento del universo, deja de ser una posesión del Absoluto para con-
vertirse simplemente en posesión de la verdad de su Naturaleza [...].

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La sabiduría de los grandes pre-socráticos intenta decirnos algo de
la Naturaleza, nada más que por la Naturaleza misma» (NHD, 208).
En la filosofía de Zubiri juega un papel importante el «desde» y
el «en». En el paso del mito a la verdad del lógos puede ser ilustrati-
vo el siguiente comentario de Zubiri sobre el ejemplo del mito de la
caverna: «como refiere Platón en el “Mito de la caverna”, el hombre
que sale por primera vez de la oscuridad al sol del mediodía siente,
de pronto, el dolor de la ofuscación, y sus movimientos son un tan-
teo incierto, dirigidos, más que por la luz nueva, por el recuerdo de
la oscuridad pretérita. En su visión y en su vida, este hombre ve y
vive en la luz, pero interpretándola desde la oscuridad. De ahí el
carácter marcadamente confuso y bidimensional de esta sabiduría
en estado de despertar. Por un lado, se mueve en un nuevo mundo,
en el mundo de la verdad; pero lo interpreta y entiende con recuer-
dos tomados del mundo antiguo, del mito» (NHD, 209).
La idea de «posesión» surge de nuevo con motivo de la activi-
dad pensante: «Esta mente pensante tiene presentes ante sus ojos
todas las cosas, y lo que en ellas aprehende es algo radicalmente
común a todo cuanto hay [...]. ¿Qué es esto común a todo? Lo
propio de la mente pensante no es ser una facultad de pensar,
que lo mismo puede acertar que errar, sino el poseer una especie
de tacto profundo y luminoso que nos hace ver certera y infali-
blemente las cosas [...]. Parménides y Heraclito consideran am-
bos que las cosas, independientemente de que sean de una u otra
manera para los efectos de la vida usual, tienen, ante todo, reali-
dad: son. “Lo que hay” se convierte idénticamente con “lo que
es”. La Naturaleza consistirá, por tanto, por así decirlo, en aque-
llo en virtud de lo cual hay cosas» (NHD, 214).
La idea de lógos está ya «actuando» en la mentalidad de Par-
ménides y Heraclito, y al aparecer el ser, está presente tanto el
lógos como la idea de «estructura»: «Y esta “fuerza de ser” se le
muestra al hombre en un especial “sentido del ser”, que es, por
esto, un principio de verdad [...]. El logos es, en el hombre, algo
que dice una cosa con muchas palabras, y las muchas palabras
sólo se convierten en logos por algo que hace de ellas un uno.
Tomada la cosa desde lo que el logos dice, desde lo dicho, esto
significa que cada una de las cosas expresadas por la palabras sólo
es real cuando hay algún vínculo que la sumerge en ese todo uni-
tario, cuando es una emergencia de él. Y este vínculo es el “es”,
que refiere cada cosa a su contraria. Por esto concibe Heraclito el
logos como la fuerza de unidad de la Naturaleza, cuya estructura
de contrariedad está sometida a plan y medida» (NHD, 215).

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El saber en los griegos tiene una especie de «división» en su
misma estructura: «Los nuevos sabios se apoyan en el ejercicio
de la mente; los trágicos, en la impresión, en el páthos. Puede
decirse que mientras la obra de los filósofos fue la forma noéti-
ca de la Sabiduría, la tragedia representa la forma patética de la
Sofía. Más tarde, la sabiduría noética invadirá de tal modo el
alma de los atenienses que su fondo religioso quedará, aun en la
tragedia misma, relegado a una simple supervivencia poco ope-
rante: fue la obra de Eurípides» (NHD, 219).
La relación de noûs y téchné es otro de los puntos donde se ve la
dimensión héxica del saber: «en la generación siguiente a Sófocles,
los saberes técnicos son una creación de los hombres, una inven-
ción para la que están capacitados por su propia naturaleza [...]. No
sólo hay una escisión entre Sofía religiosa y Sofía noética, sino que
además esta última va a discurrir por cauces nuevos. Junto a las
creaciones de los grandes Sophoi tenemos la Sabiduría que consis-
te en descubrir y usar de la phýsis de las cosas» (NHD, 220).
Todo ello irá capacitando al griego para la diversidad de sa-
beres: «Sólo el estudio de la Naturaleza capacita al hombre para
la creación de su técnica médica [...]. Mientras la India llegará a
su metafísica por las vías cada vez más ricas y complicadas del
saber operativo, Grecia dedicará su saber puramente teorético a
la interna estructura de las cosas, primero, de la Naturaleza, y
después las cosas usuales de la vida, a las que se consagrará con
ardor el noûs técnico» (NHD, 222).
El «ser» no es una héxis sino sólo «actualización de». La héxis
pertenece a la phýsis concreta, en su modalidad de comporta-
miento: «La Sabiduría, recordémoslo, es un saber acerca de las
cosas que son [...]. Si nos fijamos en el aspecto positivo, sobre
todo en lo que Parménides nos dice «acerca de lo que es», nos
encontramos con que este “es”, que aún tiene en el filósofo de
Elea un sentido activo, va a atraer la atención de sus sucesores en
forma tal, que perderá sentido activo para significar tan sólo el
conjunto de caracteres constitutivos de “lo que” es: algo sólido,
compacto, continuo, uno, entero [...]. El “es” se refiere entonces
tan sólo al resultado, y no a la fuerza activa que conduce a él. Así
“des-naturalizado”, es decir, con entera independencia de la Na-
turaleza y del nacer, el “es” conduce a la idea de cosa» (NHD, 223).
Más adelante escribe Zubiri: «Las cosas nacen y mueren; en-
tre tanto “están siendo”. La sustantivación de este acto es la pri-
mera vaga intuición de la idea del ser: tó eón es el “estar siendo”

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de un impersonal. Pero esta acción al sustantivarse produce una
grave escisión. De un lado, el “estar siendo” se convierte en “lo
que es”, el ente; de otro, hay la vicisitud ontológica de “llegar a,
perdurar en, o dejar de” ser de eso que es. El ser pierde su carác-
ter activo: es la idea de cosa; y los procesos físicos son simples
vicisitudes adventicias de las cosas» (NHD, 224).
La idea de «actualidad» zubiriana subyace en este análisis:
«La idea de cosa ha nacido [...] en el momento en que el “es” ha
dejado completamente a espaldas la dimensión activa proceden-
te del “nacer”, para adscribirse exclusivamente a una de las va-
rias posibilidades incoativamente implicadas en dicho verbo: la
que se refiere a la condición del objeto “nacido” o “engendrado”
[...]. Esto significó que, así como la Naturaleza es “lo que está
siendo”, así también la mens es un “sentido del ser” que se afir-
ma por sí mismo en la realidad. El “es” fue así, en cierto modo, la
sustancia misma de la mente y del logos. Pues bien: al indepen-
dizarse el “es” del “nacer”, se independiza también de esta reali-
dad humana. Así, “des-animado” y “des-mentado” adquiere un
rasgo autónomo: el “es” como cópula [...]. El es de la cópula se
entenderá, ante todo, como el “es” de las cosas, y recíprocamen-
te [...] la afirmación o negación sobre las cosas» (NHD, 225).
Este ámbito del «ser» supone en realidad la «posibilidad» de
la héxis de la que es actualización ese lógos que es de la cosa:
«Platón llamará genéricamente a todas estas últimas cosas “ele-
mentos” (stoicheîa). Entender las cosas será conocer cómo se
hallan compuestas de estos elementos [...]. En todo caso, las co-
sas usuales estarán caracterizadas por lo que, desde Demócrito,
se llamó esquema o figura (schéma, eîdos). El órgano que lleva a
cabo esta interpretación del universo es el logos [...]. Un logos
que es de la cosa, antes que del individuo que la expresa [...]. La
idea de las muchas cosas lleva a la idea del ser como razón, a la idea
de la racionalidad de las cosas» (NHD, 227).
Zubiri habla de una creación mental, el «es» es ese descubri-
miento y su «elaboración»: «Las cosas han cobrado estructura
racional: ser es razón. La mente se ha convertido en entendi-
miento y volcado en el logos: el “es” ya no es objeto de visión,
sino de intelección y de dicción. La Sabiduría ha dejado de ser
una visión de ser para convertirse en ciencia: el Sabio irá apar-
tando progresivamente su mirada de la Naturaleza para fijarse
en cada cosa; La Naturaleza, con mayúscula, cederá el paso a la
naturaleza con minúscula. Cada cosa tiene su naturaleza. Des-

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cubrirla racionalmente es la misión del Sabio; el Sabio será, des-
de ahora, el científico. Aristóteles nos refiere, efectivamente, que
se llama también sabio al que tiene una ciencia estricta y riguro-
sa de las cosas (Met. 982a 13). Es la obra de ese minúsculo factor
que se ha deslizado en la mente europea para atenazarla sin des-
canso: el “es”» (NHD, 228).
Respecto de la sabiduría en la retórica y la cultura, hay que
resaltar cómo el lógos se da también al nivel de convivencia, por
aquello que las cosas son también los «asuntos comunes». Esta-
mos en la época sofística: «las cosas que constituyen la vida pú-
blica son los “asuntos”. La ciencia interpretó inmediatamente,
según vimos, estas prágmata y chrëmata como ónta; instrumen-
tos, utensilios y medios de vida fueron, ante todo, “cosas”. Aho-
ra, en cambio, eso que la ciencia llamó “cosas” pasa a segundo
plano; lo primario son las cosas en el sentido de que nos ocupa-
mos y nos servimos de ellas» (NHD, 229).
El «es» de la conversación indica la verdad que de los asuntos
poseemos, es el camino que conduce a las cosas, el que va y viene de
ellas a la mente: «Cuando el “es” se introduce temáticamente en el
diálogo, significa más bien “que es”, esto es, la verdad. Cada asevera-
ción pretende ser verdadera, pretende nutrirse del “es” y apoyarse en
él. El “es” es lo común a todos, el “con” de la convivencia» (NHD, 230).
El seguimiento del «es» en el progreso mental de los griegos nos
va dando la capacidad de «haberse» o lo «héxico» en el hombre para
la posesión de las cosas y consecuentemente del poder de recrearlas y
expresarlas: «Pero en cuanto dialoga, eso que las cosas son transpa-
rece a través de lo que otro dice [...] hasta el punto de que la primera
intuición de que algo es verdad, proviene de algo en que todos están
de acuerdo [...]. El “es” sólo hace posible la convivencia salvando lo
que dice cada cual [...] la discordia pone de manifiesto que el “es”,
como principio del diálogo y fundamento de la convivencia, significa
la “manera de ver las cosas”. Ser significa “parecer” [...]. Esta referen-
cia es esencial a las cosas usuales de la vida y lo que las constituyen en
tales. Lo que en ella acontece es simplemente que las cosas “apare-
cen” ante el hombre» (NHD, 231).
Desde el punto de vista del saber se puede afirmar que la sofís-
tica constituye un relacionismo: «El ser como relación se hace
patente en el saber como opinión, como dóxa. No es un subjetivis-
mo, ni un relativismo, sino un relacionismo» (NHD, 232). La dóxa
acabará siendo la expresión de las fijaciones o héxeis que van a
determinar el sentir humano. El modo de proceder el saber médi-

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co es el paradigma de esta afirmación: «Todo es discutible; por-
que nada tiene consistencia firme, el ser es inconsistente [...]. Y por
extraña paradoja, este modo de existir en la pólis, en la ciudad, va
a querer encontrar apoyos científicos. La influencia de la medici-
na ha sido, en este punto, decisiva [...] la importancia de la salud y
de la enfermedad no solamente para percibir las cosas, sino inclu-
sive para pensarlas; de suerte que el pensamiento propende a ser
de nuevo un modo de percibirlas. El aparecer y parecer van to-
mando así cada vez más la acepción de “sentir”. Y “ser” acabará
significando “ser sentido”» (NHD, 233).
La formación «héxica» en el hombre estará en función de la
vía intelectual de la firmeza. De aquí la importancia de la Retóri-
ca, y por ello, de la obra del estagirita que lleva este nombre, rica
en el uso de la héxis. La retórica justifica así la «enseñanza»: «La
firmeza de la opinión procede tan sólo de quien la profesa, del
opinante mismo. De ahí que, si la vida requiere opiniones fir-
mes, haya que formar al hombre» (NHD, 234).
Sócrates va a encontrar un modo ético o de comportamiento
humano: el uso de lo «héxico», que es lo que realmente «se po-
see». De aquí parten los diversos actos que son como el desplie-
gue de una acción determinada. Las actitudes se toman para
una determinada orientación de nuestra acción vital, cuya con-
creción son los determinados actos que el lógos atribuye por su
similitud a las distintas facultades: «Agreguemos el testimonio
de Aristóteles, según el cual “Sócrates se ocupó de lo concernien-
te al éthos, buscando lo universal, y siendo el primero en ejerci-
tar su pensamiento en definir” (Met., 987b 1). Es sobradamente
conocida la imagen de Sócrates que nos describe Platón en su
apología: el hombre justo que prefiere aceptar la ley, aunque se
vuelva contra su vida. Una cosa resulta clara: Sócrates toma una
cierta actitud ante la Sabiduría de su tiempo, y a base de ella
comienza su acción propia» (NHD, 237).
La descripción del contenido del mundo socrático es importan-
te para ver los aspectos en que se fija Zubiri al seguir su vía de
análisis: «la constitución del Estado-Ciudad mediante el acceso de
cada cual, con sus opiniones propias, a la vida pública; la crisis de la
Sabiduría tradicional; y el desarrollo de nuevos saberes» (NHD, 238).
Respecto a la «situación», como otro de los componentes de
la experiencia, afirma Zubiri: «Esta experiencia se halla inscrita
en una situación especial: en la vida pública [...]. Toda esa expe-
riencia es una experiencia de los asuntos y cosas de la vida, sobre

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todo, públicas. Dentro de ella es donde cobra un sentido y alcan-
ce propio» (NHD, 238).
Ante esta situación, Sócrates toma una postura filosófica: «Y
en esta evaporación del “es” se desvanece también el hombre
mismo. El ser del hombre se convierte en simple postura [...]. A
esta postura de la sofística corresponde la de Sócrates [...]. Só-
crates no ha tomado el contenido de la experiencia intelectual de
su coetáneos, aislándola de la situación de donde emerge [...]. La
primera operación de Sócrates, ante esa ola de publicidad, es la
retracción. Retracción de la vida pública» (NHD, 239).
La descripción de la mente pensante, que sólo tiene dimensión
privada, al contrario del lógos que también tiene la pública, apare-
ce de este modo en Zubiri: «Cuando el decir se independiza del
pensar y éste deja de gravitar por entero sobre el centro de las
cosas, el logos queda suelto y libre [...]. La retracción de Sócrates
no es una simple postura, como la postura de los sofistas: es el
sentido de su vida misma, determinada, a su vez por el sentido del
ser; por esto es una actitud esencialmente filosófica» (NHD, 240).
Sócrates salva con su «ironía» al hombre griego de la futili-
dad de la sabiduría sofística: «La sabiduría nació de la mente
pensante. Al perderla, dejó de ser Sabiduría. El saber ya no es
producto de una vida intelectual, sino simple recetario de ideas.
Por eso la elimina Sócrates. Pero claro está que lo que le lleva a
eliminarla es, al propio tiempo, el único modo de salvarla. La
ironía socrática es la expresión de la estructura noética que va a
salvar a la Sabiduría» (NHD, 241).
Realmente lo que Sócrates hace es recobrar el noûs: «Sócra-
tes se retira a su casa, y en esa retirada recobra su noûs y deja a
la Sabiduría tradicional en suspenso. El “es” vuelve a recobrar
su importancia y su gravedad» (NHD, 242).
En el epígrafe titulado «Sócrates: la sabiduría como ética»,
Zubiri analiza el modo de haberse de la héxis, su «quedar»: «Tie-
ne amigos, y con ellos habla. Para todo griego, el hablar va tan
unido al pensar como para el semita rezar y recitar; la oración
del semita es justamente eso, oración, algo en que participa siem-
pre su os, su boca. Para un griego, el hablar no se ha aislado del
pensar: el logos es, a la vez, lo uno y lo otro [...]. Sócrates es un
buen heleno: piensa hablando y habla pensando. De hecho, de él
ha salido el diálogo como modo de pensamiento» (NHD, 245).
Esta vida socrática es vida con noûs, es ejercicio de la diá-
noia. Pero el modo como ejercita el noûs es a la manera de «ha-

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berse con», a la manera «héxica», las cosas usuales de la vida:
«La mente de Sócrates se aplicará, pues, a las cosas usuales de la
vida, sin retórica, pero con mente. Hasta él, la mente se aplicó
tan sólo a “lo divino”, a la Naturaleza, al Cosmos o a la investiga-
ción racional de la naturaleza de las cosas. Ahora va a centrarse,
por singular paradoja, en las modestas cosas de la vida usual. He
aquí su radical innovación» (NHD, 247).
Y aquí aparece el concepto griego de aretë, tal como lo emplea-
rá Aristóteles en la Ética Nicomáquea. Podría decirse que la aretë
griega responde a una unidad de acción a la que subyace un siste-
ma de habitudes: «Medita, además, sobre las téchnai. Pero estas
téchnai sobre que Sócrates medita son, por esto, no solamente las
que se constituyen en saberes científicos, sino todo “saber-hacer”
de la vida: los oficios, como el de carpintero, curandero [...]. Todo
el conjunto de capacidades de vida que el hombre adquiere en su
trato con las cosas. Éste es el concepto griego de aretë, virtud, que
de suyo no tiene el menor sentido primariamente moral» (NHD,
247). De ahí la fuerza socrática del «conócete a ti mismo»: «No se
trata de no ser Dios, sino de escrutar con el noûs de cada cual la
voz que dicta lo que “es” la virtud» (NHD, 247).
Zubiri sale al paso de la amplitud del vocablo griego «ética». Y
muestra lo genérico de este término. Su verdadera fuerza arranca
de las «disposiciones» y del conjunto de esas determinaciones de
conducta, que responden al modo de la héxis: «Que Sócrates me-
dite sobre las cosas de la vida usual no quiere decir que medite
solamente sobre el hombre y sus actos. De ordinario se ha tomado
en este sentido el testimonio de Aristóteles. Sin embargo, el voca-
blo griego éthos tiene un sentido infinitamente más amplio que el
que damos hoy a la palabra “ética”. Lo ético comprende, ante todo,
las disposiciones del hombre en la vida, su carácter, sus costum-
bres y, naturalmente, también la moral [...]. Sócrates adopta un
nuevo modo de vida [...]. Con lo cual lo “ético” no está primaria-
mente en aquello sobre lo que medita, sino en el hecho mismo de
vivir meditando [...] la sabiduría socrática no recae sobre lo ético,
sino que es, en sí misma, ética» (NHD, 248).
Esto constituye el gran «descubrimiento» de Sócrates: «Lo
que la mente de Sócrates logra, al concentrarse sobre las cosas
usuales, es la visión del “qué” de las cosas en la vida [...]. Se trata
de hablar de las cosas y desde las cosas. La conversación dejó de
ser disputa para convertirse en diálogo, en un sereno y reposado
girar sobre las cosas para empaparnos de ellas» (NHD, 249).

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Tuvo Sócrates una existencia filosófica. Ese modo de vida
descubrió toda la virtualidad de la mens o noûs, como modo de
haberse con las cosas para hacerse un tipo muy determinado
de vida. Zubiri desarrolla la idea de la inteligencia como héxis, que
supone hacerlo en su «direccionalidad»: el «desde», el «hacia» y
el «entre» como ámbito categorial de la verdad de la realidad
sentida. Tanto Platón como Aristóteles «parten de la misma raíz,
de una reflexión sobre las cosas usuales, con objeto de saber lo
que el hombre se trae entre manos y lo que él mismo ha de ser en
su vida [...]. Pero, además, el desarrollo de esta reflexión origina-
ria les llevó a reconquistar el saber racional y la política, asen-
tándolos por vez primera sobre la base firme de la reflexión so-
bre el logos de la vida. Finalmente, determinan ambos plasman-
do su éthos en una nueva interpretación de los problemas últimos
del universo, al hilo de esta experiencia, dando así en los grandes
problemas de la sabiduría clásica: es la filo-sofía» (NHD, 252).
Tres son las etapas en las que se fragua en Zubiri una re-
flexión de cuño socrático: «1. Punto de partida: la experiencia pri-
mera de las cosas [...]. Si el hombre viviera abandonado al mo-
mento, la vida sería radicalmente inconsistente, cada acto co-
menzaría en cero, todo sería ocasional (týché), la vida tendría
estructura puntiforme. Ya en los animales perfectos hay algo más:
la memoria les suministra un primer esquema o armazón, gra-
cias al cual, no sólo producen actos, sino que tiene una conducta,
un bíos elemental. Pero en el hombre, hay todavía más: su con-
ducta va determinada, a su vez, por un saber lo que hace (téch-
né). Ello da a la vida humana su peculiar consistencia y hace de
ella un bíos en sentido estricto [...]. La primera experiencia que
Platón cobra, en el trato con las cosas usuales, es su “qué”, su tí.
Poseyéndolo, sabe el hombre lo que se trae entre manos, y puede
entonces hacer bien las cosas (kalós)» (NHD, 253); «2. La expre-
sión de esta experiencia: el saber racional y la política [...]. La ex-
periencia del hablar socrático ha llevado inexorablemente a Pla-
tón y a Aristóteles a precisar la estructura de las cosas, no sólo
como objetos que se usan, chrëmata, o que están ahí, en el uni-
verso, ónta, sino también como objetos que se expresan como
legómena. ¿Cómo han de ser las cosas para que sean expresa-
bles? ¿Qué hay en ellas que exija explicarlas? La respuesta a es-
tas preguntas ya no será Retórica, sino Lógica, y el saber no será
cultura, sino ciencia» (NHD, 258); «3. La raíz de esta experiencia:
la filo-sofía [...]. La Sabiduría no es sólo epistëmé, ni solamente

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noûs, sino lo uno y lo otro, o, como dice Aristóteles, inteligencia
con ciencia, epistëmé kaí noûs [...]. Con ambas cosas, eso divino
que hay en el hombre ya no será Sabiduría efectiva, sino un es-
fuerzo por lograrla: filo-sofía» (NHD, 261).
El asentamiento de la filosofía en las cosas hace posible la
vida teorética en que consiste la filosofía: «La filosofía no está
caracterizada primariamente por el conocimiento que logra, sino
por el principio que la mueve, en el cual existe, y en cuyo movi-
miento intelectual se despliega y consiste [...]. El éthos socrático
ha conducido al bíos de la inteligencia. Y en ella se asienta la
adquisición de la verdad y la realización del bien» (NHD, 264).
Este ensayo termina con un aforismo: «La historia de la filosofía
no es cultura ni erudición filosófica. Es encontrarse con los de-
más filósofos en las cosas sobre que se filosofa» (NHD, 265).
A la luz de lo anterior, resulta evidente la manera en que Zu-
biri toma los aspectos de la experiencia humana como los mate-
riales fundamentales para la filosofía y, con ellos y con la ciencia
moderna, crea un sólido edificio en diálogo con la historia de
filosofía. Su meta es la de crear una nueva manera de compren-
sión del mundo y del hombre que es rigurosa, completa y com-
prensiva, pero al mismo tiempo creíble e integrada con nuestras
experiencias más básicas.
Zubiri considera que los filósofos anteriores se desencamina-
ron porque comenzaron a construir detalladas teorías acerca de
la comprensión humana, las cosas del mundo y lo demás, sin
mirar ni tratar de describir y entender los aspectos más básicos
de la experiencia humana. La comprensión humana se divide en
tres modos, que se despliegan en: 1) aprehensión primordial de
realidad —o instalación básica, directa en la realidad, que nos
da la realidad pura y simple—, que es lo que uno hace primero y
es la base de toda comprensión ulterior; 2) logos, explicación de
qué es algo frente a otras cosas o, como Zubiri lo expresa, qué es
en realidad lo real de la aprehensión primordial, de acuerdo con
lo cual, se trata de diferenciar las cosas, darles nombres y enten-
der cada una en relación con otra; 3) razón, o ratio, explicación
metódica de qué son las cosas y por qué son así, lo cual abarca
todas nuestras maneras de comprender nuestro alrededor.26
De estos tres modos de comprensión humana o de «inteli-
gir», la aprehensión primordial es el más importante, producto

26. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-


Dolz), Granada, Comares, 2008, 188-200.

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de nuestras estructuras somáticas y nos pone en contacto direc-
to con la realidad. Constituye el fundamento para todo conoci-
miento ulterior. El punto de partida zubiriano para describir la
aprehensión primordial es la inmediación y sentido de contacto
directo con la realidad que experimentamos en nuestros sentires
del mundo. Las cosas que percibimos: colores, sonidos, visiones,
son «reales» en un sentido sumamente fundamental, que no puede
ser supeditado a ningún razonamiento o análisis ulterior. En otras
palabras, existe asociada con la percepción una impresión de su
veracidad. Están aquí implícitos dos aspectos de la percepción,
separados lógicamente pero de hecho inseparables: primeramen-
te, de qué es la aprehensión, y en segundo lugar, su característica
auto-garantizante de realidad. Zubiri los llama «contenido» y
«formalidad de realidad», respectivamente. Ambos forman una
unidad firme, caracterizada por un momento intrínseco de alte-
ridad; y juntos nos instalan en la realidad.
Las impresiones dadas en aprehensión primordial necesitan
ser ordenadas, entendidas, nombradas y relacionadas con otras
anteriores. Este modo de inteligir, basado en la aprehensión pri-
mordial, es un modo segundo o derivado que se llama lógos. Por
tanto inteligir, a nivel del logos, atañe principalmente a referir a
qué se llama una cosa, aprehendida como real en intelección
primordial, como cosa y qué es respecto a otras cosas. El lógos
es lo que nos habilita para saber qué es una cosa, aprehendida
como real en intelección sentiente, «en realidad».
En la segunda parte de su trilogía, titulada Inteligencia y lo-
gos (1982), se ocupa Zubiri de la estructura formal del «logos
sentiente». En el capítulo III de esta obra, Zubiri se centra en «lo
real campalmente inteligido». Lo propio del lógos es aprehender
las cosas «campalmente». Por tanto el campo «no es» primaria-
mente un momento del lógos sino consecutivo, derivado de la
aprehensión inmediata.
En el primer epígrafe, titulado «La intelección campal en
cuanto tal», considera Zubiri que el lógos no ha sido concebido
por los griegos con suficiente radicalidad (IL, 47-54). Los grie-
gos derivan la idea de lógos del verbo légein, que significa «re-
unir». De ahí pasó a significar «enumerar-contar» y de ahí «de-
cir», fijándose el sentido del lógos apophantikós, «declarar algo
acerca de algo» (légein ti katà tinós). De este modo los griegos
logificaron la intelección. La logificación de la inteligencia trajo
consigo la entificación de la realidad. Para Zubiri, en cambio, el

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lógos antes que declaración es intelección de una cosa campal
desde otra (IL, 48). En consecuencia nos precisa cómo entiende
el lógos: el «logos sentiente» es reactualización de lo real campal-
mente en movimiento (IL, 54).
En el segundo epígrafe desarrolla Zubiri la estructura básica
del lógos (IL, 55-78). Considera tres aspectos: en primer lugar, la
«dualidad» de la intelección; en segundo lugar, la «dinamicidad»
de la intelección; en tercer lugar, la «medialidad» de la intelección.
En la intelección de lo que algo es en realidad intervienen dos
aprehensiones: una aprehensión de lo real o aprehensión primor-
dial de realidad y otra aprehensión de lo dual, que está en función
de una aprehensión anterior y que constituye un modo de actuali-
zación de lo real. El lógos es una intelección remitente. Tiene así
un ámbito de inteligibilidad. Esta «dualidad» del lógos es el fun-
damento formal del ti y del katà tinós. El lógos «dice» algo acerca
de algo. Este «decir» es un «ir», una intelección dinámica. El pun-
to de partida es un «estar-en», un «quedar-en» el cual no es estáti-
co sino que es un «estar-quedando», un remitir «hacia» (IL, 63).
Precisamente el lógos es «logos sentiente» por ser movimiento en
la realidad campal. Lo real de la cosa, por ser campal, es algo que
nos impele al campo de realidad, «a ese “más” propio de la reali-
dad» (IL, 67). Esta impelencia envuelve una constitutiva «rever-
sión» hacia la cosa. En esto consiste el intentum, un «tender-a»
que no es una intención sino un «intento», una «tensión» estruc-
tural, con carácter físico, no intencional. «Este movimiento inte-
lectivo es aquello en que consiste el “decir” propio del logos» (IL,
72). Se trata de un movimiento intelectivo «expectante», «noérgi-
co». El lógos así no sólo dice algo acerca de algo sino que también
es una declaración, un medio de intelección. Éste es el tercer as-
pecto que constituye la estructura básica del lógos, la «mediali-
dad» de la intelección. El «decir» será siempre un «decir declara-
tivo», lógos apophantikós, «movimiento en que se intelige algo desde
otro algo declarando lo que el primer algo es en realidad» (IL, 73).
Ello pone de manifiesto que todo lógos es «mediado»: en diferen-
tes medios se ven las cosas de distinta manera, es decir, vemos
«medialmente» las cosas como reales. Para Zubiri «la realidad
campal en cuanto realidad es el medio mismo de intelección del
logos» (IL, 76-77). La realidad campal es el medio básico de la
intelección del lógos. Por tanto el lógos en cuanto tal tiene una
estructura básica primaria: es una intelección campal de carácter
dual, dinámico y medial. El lógos es «logos sentiente».

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El tercer nivel de intelección, ratio o razón, abarca mucho
más de lo que usualmente se asocia con esta palabra. En parti-
cular, el saber no es meramente la ciencia y las matemáticas; hay
otros modos de saber, por ejemplo, el saber poético y el saber
religioso, que caen bajo la mirada de la razón tal como Zubiri la
entiende. Hay realidades que no son cosas en el sentido de obje-
tos de ciencia. Razón es «intelección mensurante de lo real en
profundidad», que quiere decir que la razón quiere «saber» lo
real de una manera exploratoria y perspicaz. Hay que distinguir
tres momentos de la razón: primeramente la intelección en pro-
fundidad; en segundo lugar su carácter de «medida», y en tercer
y último lugar la razón como intellectus quærens: la razón, con
su estructura dinámica, direccional y provisional, sólo puede
conquistar cosas de una manera provisional. Pero provisional
en el sentido de que nuestra intelección no puede conquistar
«todo» de la realidad o todo de cualquier cosa; la realidad es
demasiado rica para nuestras mentes finitas.
Aunque la inteligencia humana no es fundamentalmente de-
fectuosa, y por eso es capaz de la verdad, es fundamentalmente
limitada. Este hecho, lejos de ser una catástrofe, liberaba en gra-
do máximo la mente humana, porque nos libraba de la adhesión
servil a explicaciones excesivamente racionales, inadecuadas para
capturar toda la experiencia humana, y, al mismo tiempo, abría
otras áreas de conocimiento, capaces también de suministrar-
nos realidad: la historia, la literatura, la teología o el arte.
Gracias a todo esto, la inteligencia retorna a las cosas reales,
de las que se había distanciado, en busca de aquello que las co-
sas son en realidad. De esta manera, el lógos se reactualiza afir-
mando lo que es en realidad. Lo que ha sido aprehendido con la
inteligencia sentiente y el lógos nos empuja a dirigirnos hacia su
realidad más allá de la aprehensión, mediante una investigación
intelectiva (intellectus quærens) sobre lo que las cosas son en la
realidad del mundo. La tarea de la razón, tanto científica como
metafísica, se refiere precisamente al análisis de aquello que las
cosas son en la realidad del mundo. La razón es siempre un bos-
quejo intelectivo de posibilidades, es decir, de lo que la cosa real
podría ser como momento del mundo. De ahí la necesidad que
lo real verifique la razón en la experiencia; por ello, contraria-
mente al planteamiento tradicional, no hay que entificar la reali-
dad. Esta verificación es dinámica, ya que es siempre y sólo un
«ir verificando». El ser es indisolublemente aprehendido en la
formalidad de realidad actualizada en la inteligencia sentiente.

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CAPÍTULO III
CAMINOS DE LA RAZÓN EN EL EXILIO

A Ortega y Gasset se refieren algunos de los pensadores espa-


ñoles desde el exilio. Estos autores encuentran en la razón vital
orteguiana el modo de superar toda abstracción en atención no
sólo a las circunstancias biográficas concretas sino también en
lo que se refiere a la concepción de la vida como realidad radical
y a la hermenéutica histórico-vital desarrollada por ellos. Abor-
daremos ahora brevemente algunas ideas de García Bacca, Re-
caséns Siches y Nicol.

Razón poética y técnica

Juan David García Bacca (1901-1992) es uno de los filósofos


españoles más importantes. Buena parte de su vida académica
transcurrió en Caracas (1947-1971). Entre 1949 y 1951 publicó
el estudio titulado Ensayo de interpretación histórico-vital de la
lógica desde Aristóteles hasta nuestros días. Esta obra propone
una interpretación de la historia de la lógica bajo las directrices
hermenéutico-históricas de Dilthey y hermenéutico-existencia-
les de Heidegger, en la perspectiva de que la ciencia de cada épo-
ca histórica es función de la forma de vida que la crea y que a su
vez responde a un plan categorial y vital adoptado ante las co-
sas.1 De la forma de vida de una época se deriva su tipo de lógica,
un sistema de estructuración mental correlativo con ella como
la osificación del esqueleto se correlaciona con el organismo que
lo envuelve y lo porta. Esta metáfora parece discurrir en paralelo
con la primacía de la vida y otros supuestos histórico-culturales
de la escuela de Ortega. Trata de devolver la osamenta lógica al
cuerpo vital y cultural que la envuelve, anima y alimenta.
En 1963 García Bacca también se sentirá llamado a contri-
buir al proyecto de una lógica de la razón vital. El propósito

1. Cfr. J.D. García Bacca, «Ensayo de interpretación histórico-vital de la lógica des-


de Aristóteles hasta nuestros días», Episteme (Buenos Aires), 6, 1949, 204-213; 8/9, 1950,
356-366; 10, 1951, 420-444.

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principal del ensayo La negación. Sus potencia y poderes en la
lógica formal, lógica de la razón vital y lógica dialéctica consiste
en analizar y simbolizar algunas intuiciones informales en torno
a la negación. En la perspectiva de la lógica de la razón vital, la
negación debe entenderse como privación, o negación intrínse-
ca y concreta, en el contexto de relaciones de afirmación, priva-
ción de afirmación, privación de privación de afirmación, que
no retorna a la afirmación inicial sino que puede derivar en su-
peración o en anulación, relaciones más cercanas al dominio de
la realidad y la vida que las mantenidas por las operaciones de la
negación estándar.2 Son ideas que más tarde seguirán inspiran-
do a García Bacca nuevas aproximaciones a una lógica dialécti-
ca, contrapuesta a la formal, aunque al margen de esta referen-
cia incoativa pero ocasional a la lógica raciovitalista.3
Todas estas ideas ya se ven reflejadas en el prólogo a la traduc-
ción de la Poética aristotélica, fechado en 1946. En su Introducción
filosófica a la Poética García Bacca expone las ocho direccio-
nes fundamentales que va a recorrer su investigación: 1) plan de
la obra aristotélica; 2) la Poética como arte y como técnica; 3) la
operación propia y característica de la Poética, en cuanto técni-
ca; 4) efectos propios del arte en cuanto tal; 5) la Poesía como
término medio entre Filosofía e Historia; 6) el predominio de la
acción, y el consiguiente de la tragedia. Sus raíces en la filosofía
de Aristóteles; 7) directivas filosóficas sobre las obras poéticas;
8) la metáfora como instrumento poético fundamental.4
Para García Bacca el modelo griego de reflexión filosófica so-
bre las obras literarias es precisamente la Poética aristotélica: «La
Poética es, por tanto, una como ontología regional que investiga el
ser de lo poético y de sus obras, naturalmente bajo la hipótesis de
que lo poético tiene que ser, y que descubrir su ser, su qué es, es
poner de manifiesto lo más fundamental, primario y nuclear de
su realidad. La Poética de Aristóteles está construida, por tanto,
como ontología, como estudio del ser de las obras poéticas».5
El plan de la Poética es así un plan propiamente ontológico.
Pero además es un plan ontológico para seres naturales, de mane-

2. Cfr. J.D. García Bacca, «La negación. Sus potencia y poderes en la lógica formal,
lógica de la razón vital y lógica dialéctica», Humanitas (Monterrey), 4, 1963, 115-122.
3. Cfr. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-
Dolz), Granada, Comares, 2008, 313-323.
4. Cfr. J.D. García Bacca, «Introducción filosófica a la Poética», en Aristóteles. Poéti-
ca (trad. introd. y notas J.D. García Bacca), México, UNAM, 1946, VII-CV.
5. Ibíd., IX.

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ra que la Poética a juicio de este autor es como un animal viviente
(zóion) en el que se hace carne lo literario. Con ello concluye que el
plan de la Poética es un plan hilozoísta, pues la obra poética es una
cierta manera de animal. Este hilozoísmo «en cuanto dirección
implícita de una mentalidad, se reconoce en la cualidad de mode-
los de que disfrutan los vivientes, y en especial los animales».6
Distingue García Bacca dos significaciones que el estagirita
mantiene vinculadas en la palabra téchné: «técnica» y «arte».
Entiende por «técnica» todo conjunto de actos sobre cualquier
material que estén ordenados por un fin o valor, el sistema de
actos para preparar el material propio de un arte, recta ratio fac-
tibilium; por «arte», en cambio, supone un conjunto de actos
sobre un conjunto de materiales a los que se impone un orden
especial, no por ideas sino por un valor del tipo de belleza. Tanto
«técnica» como «arte» imponen un orden regido por fines o va-
lores. En consecuencia el valor poético va vinculado a lo moral.
No es posible un arte poética sin un arte moral ni una técnica
poética independiente de una técnica moral.7 Según García Bac-
ca una de las limitaciones de la Poética aristotélica es que nos
ofrece únicamente una explicación racional del fenómeno poéti-
co, pues trata fundamentalmente de la técnica poética y no del
arte poético: «El plan de la Poética es un plan ontológico, en el
sentido de que no solamente estudia el ser de lo poético, sino en
el más concreto de que el logos o tipo de explicación que de él da
se hace por ideas, no por valores o fines».8
Siguiendo adelante con su investigación, en un intento de
búsqueda del lugar de la Poética, considera García Bacca la dis-
tinción en el pensamiento aristotélico entre «ser natural», «ser
artificial» y «ser artístico»: «Natural: es todo lo que procede y es
en virtud de las cuatro causas: eficiente, final, material y formal,
formando un nudo real implicadas unas con otras, dando una
unidad real. Y en este sentido lo natural coincide con el orden
ontológico, en su acepción clásica. Lo natural tiene esencia, pre-
fijada y garantizada por las causas material y formal, o por la
formal sola en ciertos seres privilegiados. Aquí cada cosa hace lo
que es. Artificial: lo artificial es una modificación de lo natural,
en virtud de lo cual se desvinculan las cuatro causas, o algunas

6. Ibíd., X.
7. Cfr. ibíd., XVII.
8. Ibíd., XVIII.

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de ellas; de modo que la forma del objeto no procede de una
causa eficiente que sea su causa eficiente, o la materia recibe
una forma que no es su forma, o el orden de las partes de una
cosa no es el que señalaría su esencia sino el que determina el
plan o plano del arquitecto o constructor. En lo artificial todo lo
que interviene es realmente, mas no hace u obra según su tipo de
ser, sino en desconectación con las demás causas del ser en esta-
do natural. Artístico: pura presencia, apariencia subsistente, en
que las cosas parecen ser y no son, ni obran según lo que son».9
En un «ser natural» se da siempre un «principio» (archë) y
causa intrínsecos de los que procede cierto «cambio» (metabolë)
o «movimiento» (kínesis). Señala García Bacca la distinción en
el pensamiento aristotélico entre causa material natural o «po-
tencia» (dýnamis) y causa formal natural o «acto» (enérgeia): la
potencia y el acto son dos «estados» del mismo ser. Un «ser arti-
ficial» se caracteriza por una cierta desvinculación de las cuatro
causas. La palabra griega poieîn, diferente de drâin o de práttein,
tiene el significado precisamente de «producción artificial». Tam-
bién las operaciones de «imitar» (mimeîsthai) y «aprender» (man-
thánein) tienen este carácter de operaciones artificiales. De ahí
que «poeta» designe al artífice y que toda obra poética tenga una
base artificial. Aquí sitúa García Bacca la presentación de los
cuatro primeros capítulos de la Poética aristotélica, que se ocu-
pan precisamente de esta base técnica o artificial de la Poética y
de sus orígenes en el «entendimiento agente» (noûs poiétikós),
que nuestro autor prefiere traducir como «entendimiento póeti-
co», «entendimiento-artífice», «entendimiento actor» o «enten-
dimiento poeta» y que es el encargado de operar una desvincula-
ción en el natural complejo de las causas material y formal. Un
«ser artístico» desvincula apariencia y realidad, ser y verdad,
operando «una más radical desvinculación óntica que lo artifi-
cial, porque lo artístico hace que una cosa quede reducida a su
pura presentación, sin ser realmente lo que parece y sin hacer lo
que según su ser debiera».10 La interpretación que García Bacca
hace de la mímésis como «reproducción imitativa» se basa pre-
cisamente en los conceptos de artificial y artístico, es síntesis de
acciones artificiales y artísticas, de modo que las artificiales se

9. Ibíd., XXXV.
10. Ibíd., XXXIII.

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ordenan a las artísticas, dándoles éstas un nuevo ser que no ten-
ga ya que ser real y realizar u obrar según su tipo de ser real.11
Entre los efectos propios del arte García Bacca señala explí-
citamente dos: por una parte, la catarsis o purificación de los
afectos, y por otra parte, el placer propio de la obra de arte. De
estos dos efectos se derivan consecuencias importantes para la
comprensión de la Poética en el marco de la filosofía aristotélica.
Primeramente, la mímésis consiste en una «reproducción imita-
tiva» que versa sobre «acciones» realizadas no por personas in-
dividuales sino por personajes. En segundo lugar, son los actores
quienes reproducen imitando acciones, colocándolas «fuera del
plan real y natural de las acciones y fuera también del plan real
de los imperativos éticos».12 En tercer lugar, es necesario consi-
derar la condición del «término medio» (méson) entre el «exce-
so» (hyperbolë) y el «defecto» (élleipsis), entre el «terror a lo tre-
mebundo» (phóbos) y la «conmiseración ante lo miserable»
(éleos). Precisamente Aristóteles al hablar de la mímésis intenta
fijar este «límite» (péras) cuya búsqueda comparten la Poética y
la Ética Nicomáquea, centradas ambas en el bien humano.
La poesía ocupa el término medio entre filosofía e historia.
Entre lo fáctico y lo necesario, entre la realidad de hecho y la
realidad por necesidad, se sitúa lo optativo, término medio de
orden estético. Entre los extremos de la filosofía, que trata de las
cosas eternas, inmutables, necesarias, y la historia, que se ocupa
de lo fáctico, de lo real de hecho, la poesía se coloca en un térmi-
no medio, que García Bacca describe como ametafísico, ahistó-
rico y que llama «interpretación y vivencia optativa del univer-
so».13 Lo «verosímil poético» (eikós) nos sitúa pues más allá de la
verdad y la falsedad y nos abre a lo maravilloso e inexplicable.
Pero al sostener Aristóteles que la poesía ocupa el término me-
dio entre filosofía e historia, supone implícitamente que la poe-
sía es inferior a la filosofía, que es un estadio hacia un término
final.14 La poesía empero versa sobre lo universal, sobre ciertos
universales con valor de entimemas, de proposiciones que ha-
blan al ánimo, a los afectos, «ciertos tipos de silogismos, que,
además de su valor científico (apódeixis), poseen valor sentimen-

11. Cfr. ibíd., XXXVII.


12. Ibíd., XLV.
13. Ibíd., LXII.
14. Cfr. ibíd., LXX.

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tal, hablan al ánimo y que por eso se denominan enthýméma; en,
thymós, entimemas. Y proceden tales silogismos por verosimili-
tudes (eikós) o por signos o señales (sémeîon), categorías poéti-
cas, de las cuales la segunda, los signos, servirán para los recono-
cimientos, elemento integrante de la tragedia y epopeya».15
Entre los elementos de la acción que entran en la definición
aristotélica de la tragedia señala García Bacca primeramente la
acción imitativa o mímesis; en segundo lugar la acción dramática,
que es la que llevan a cabo los actores mediante sus acciones; en
tercer y último lugar la acción dramática en que se imitan las
acciones naturales de los seres humanos, sus afectos y sus pasio-
nes.16 El ser humano, sus sentimientos y sus afectos, es el centro
de la Poética. Por tanto la obra de arte, asentada sobre lo natural,
ha de reproducir imitativamente al ser humano, en cuyo centro se
encuentra la «acción» (prâxis) y el «acto» (prâgma), que es síntesis
de acciones, ordenadas, con finalidad intrínseca, reproduciendo
imitativamente las acciones hechas por los hombres, «elevando
así la acción natural a gesta, y haciéndolas no hombres, o vivientes
en plan natural, sino actores, que despojándose de su conexión
causal con el universo interior y exterior, hacen actos movidos de
afectos purgados y purificados del peso y ganga de lo real natural,
y tales actos les dan personalidad y hacen de ellos personajes».17
Entre las directivas filosóficas sobre las obras poéticas, Gar-
cía Bacca señala que de la lectura de la Poética aristotélica pue-
den extraerse, por una parte, normas metafísicas generales para
la acción. La acción está guiada por la unidad; la trama es sínte-
sis de actos, ensambladura de acciones, principio y alma de la
tragedia; la tragedia es imitación de una acción perfecta, con
principio, medio y fin; por otra parte, pueden extraerse normas
filosóficas especiales, entre las que se encuentran, en primer lu-
gar, normas éticas —la obra poética ha de reproducir imitativa-
mente acciones de caracteres buenos y ejemplares—; en segun-
do lugar, normas «psicológicas» —la obra poética debe ser como
un organismo, ha de ser visible de una mirada; se basa más en el
alma que en la inteligencia; ha de ser recordada fácilmente gra-
cias a la imitación y el aprendizaje; los caracteres han de ser
apropiados, semejantes, constantes; el poeta ha de poseer unas

15. Ibíd., LXVIII.


16. Cfr. ibíd., LXXV-LXXVI.
17. Ibíd., LXXV.

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bases psicológicas y humanas especiales, tanto como animal sen-
sitivo, zóion, racional, zóion lógon échon, y político, zóion poli-
tikón—; y en tercer y último lugar, normas provenientes del tipo
de alma griega clásica —estructura nudo-desenlace, désis-lýsis;
no intervención del poeta en la obra.
García Bacca concluye su Introducción filosófica a la Poética
señalando la importancia de la metáfora como instrumento poé-
tico fundamental, exponiendo la división aristotélica de la metá-
fora y cuestionando el papel de la semejanza como algo única-
mente formal: «la Poesía ha descubierto algo así como unas lí-
neas de nivel intereidético, de equilibrio interentitativo, por las
que nuestra facultad desiderativa, nuestros sentimientos, purifi-
cados estéticamente, pueden caminar dándose un paseo más
maravilloso que el del hombre que descubriera esa superficie de
nivel entre los astros [...]. En tal superficie de nivel intereidético e
interentitativo no predomina ni la verdad ni la falsedad, ni el
valor ni deber ser alguno, como en esa real superficie intergravi-
tatoria que existe según la física entre los astros, no hay atrac-
ción ni peligro alguno de caídas».18

La lógica de lo razonable

Un proyecto más expresamente orteguiano no procede de un


filósofo sino de un jurista; no versa sobre la logicidad de la ra-
zón, perversa o redimida, sino sobre el lógos entendido como
«razón industriosa», sobre la argumentación en el terreno prác-
tico de los asuntos humanos, en particular los de orden jurídi-
co.19 Se trata de la «lógica de lo razonable», propuesta y explora-
da por Luis Recaséns Siches (1903-1977) a partir de 1956 en su
obra Nueva Filosofía de la Interpretación del Derecho.20 Ahí nos
encontramos, por contraste con los usos y costumbres de la es-
cuela orteguiana, el justo reconocimiento de la lógica como es-
tudio analítico de la inferencia discursiva, disciplina metódica y
rigurosa de segundo orden. Ahora bien, según Recaséns, tam-
bién es obligado reconocer la distancia que media entre la lógica

18. Ibíd., CV.


19. Cfr. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-
Dolz), Granada, Comares, 2008, 242-244.
20. Cfr. L. Recaséns Siches, «Esbozo de la lógica de lo razonable», en Nueva filoso-
fía de la interpretación del Derecho, México, Editorial Porrúa, 1980, 277-291.

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formal, lógica de lo «racional», lógica explicativa de las conexio-
nes inferenciales e ilativas, y la lógica que ha de ocuparse de la
comprensión y normalización de lo «razonable», de los usos de
la razón dentro del ámbito de la argumentación comúnmente
empleada en la dilucidación de asuntos y problemas humanos,
prácticos y concretos, como los planteados en el mundo del de-
recho. El propósito de Recaséns es no sólo vindicar la legítima
existencia de esta lógica «civil», colateral, sino proponer algunas
de sus directrices maestras. Es interesante notar la temprana
fecha, 1956, de esta suerte de lógica informal o teoría de la argu-
mentación jurídica que sólo empieza a ser una opción con enti-
dad propia bien avanzada la segunda mitad del siglo XX. Hasta
1958 no aparece el Tratado de la argumentación. La nueva retóri-
ca de Perelman y Olbrechts-Tyteca. En el ámbito de la argumen-
tación jurídica, ya se había adelantado en 1953 Viehweg en su
obra Tópica y jurisprudencia. A partir de un análisis orteguiano
de la acción humana, en el que se enmarca la acción jurídica
tanto productora como cumplidora de reglas, Recaséns presen-
ta los rasgos característicos de su pretendida lógica de lo razona-
ble, entre los que cabe resaltar los siguientes: es una lógica im-
pregnada de valoraciones concretas y referidas a una situación
humana y una constelación social determinadas; incluye la for-
mulación de fines y propósitos, en vista de las valoraciones y de
la situación dada; entonces ha de regirse por razones de con-
gruencia o de adecuación entre realidad y valores, valores y pro-
pósitos, fines y medios,21 así como por estimaciones y valoracio-
nes prudenciales,22 al tiempo que aprende de la experiencia. Aun-
que la lógica formal mantenga su cometido en el estudio de las
formas a priori o esenciales de lo jurídico y en la conformación
de textos, no tiene aplicación a la materia o contenido de las
reglas jurídicas ni a los juicios que guían la interpretación y la
actuación jurídicas ni al examen de las pruebas y la calificación
de los hechos: este terreno es el propio de una lógica no ya «ra-
cional» sino «razonable». Envuelve además una nueva «tópica»
al servicio de la deliberación y el pensamiento sobre problemas
y en todo caso una «dialéctica»: «tiene un valor permanente el
insistir sobre el diálogo, sobre el debate, sobre la confrontación
de los diferentes argumentos, sobre el atribuir a cada uno de

21. Cfr. ibíd., 287-288.


22. Cfr. ibíd., 284-285.

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esos argumentos el sentido y el rol que le corresponde».23 Es
curioso que esta iniciativa de Recaséns, no sólo prometedora en
el campo específico de la argumentación jurídica sino sugerente
en el ámbito más general de la prudencia práctica, fuera más
citada que seguida en medios orteguianos. Representa la única
contribución efectiva a los estudios lógicos que acaso podría haber
prestado en el mundo de la cultura hispánica un buen servicio al
desarrollo de una lógica «civil», al crecimiento de una teoría de
la argumentación sobre los asuntos públicos.

Para una crítica de la razón simbólica

Para Eduardo Nicol (1907-1990) la palabra posee un papel


fundamental: representa la característica esencial del hombre,
pues la capacidad que tiene el ser humano de comunicarse oral-
mente es justo lo que lo distingue de los demás seres. De ahí que
Nicol conciba al hombre como «el ser de la expresión».24 La pa-
labra es asimismo el elemento principal por el cual los hombres
se «vinculan» y «distinguen» entre sí. Esto significa que gracias
al habla los individuos por un lado son capaces de acercarse unos
a otros con el afán de complementar su ser y por otro lado son
capaces de conformar su propio ser, de moldear su personalidad
para así diferenciarse de sus interlocutores. En este sentido, la
palabra posee un eminente carácter ético dentro del pensamien-
to nicoliano, ya que, primeramente, constituye el «ser del hom-
bre» en general y representa el «principio de individuación» del
hombre particular, y en segundo lugar, posibilita las relaciones
humanas, es decir, la creación de la comunidad.25
En torno al sentido ético de lógos cabe resaltar la «cualidad
amorosa» que Nicol le otorga a la palabra. Considera que es
por amor que el hombre se vincula al otro a través de su pala-
bra: el acto de hablar es esencialmente un acto erótico, pues la
expresión humana, en caso de no estar pervertida, está impul-
sada por érós. En ese sentido, lo que le permite al hombre salir
de sí mismo con la ambición de complementarse con el otro-yo

23. Ibíd., 290.


24. Cfr. E. Nicol, Metafísica de la expresión, México, México, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 1964.
25. Cfr. A. Savignano, Panorama de la filosofía española del siglo XX (trad. F. Arenas-
Dolz), Granada, Comares, 2008, 301-312.

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es el amor. Y al trascender la subjetividad mediante la palabra
se comienza el mundo de la intersubjetividad, evitando así con-
formar una existencia egoísta e inauténtica.
Pero además de su carácter ético, para Nicol la palabra tam-
bién es de suma importancia debido a su facultad ontológica y
epistemológica, es decir, a su capacidad exclusiva de «hacer pa-
tente al ser y posibilitar todo conocimiento». Desde su perspecti-
va, la visión únicamente muestra al individuo la «presencia del
ser», pero no puede compartir lo visto; pues la percepción visual
es singular e intransferible. En cambio la palabra sí es capaz de
compartir el «ser» de lo visto; incluso Nicol piensa que el ente
real que tiene el hombre frente a sí no podría constituirse en
«objeto» sin la palabra. La «objetivación de las cosas» no puede
ser nunca producto de la experiencia sensible, que es solitaria.
La constitución del ser como objeto real no es un proceso que
realice el hombre de manera aislada, debido a que su simple
aprehensión del ser no es suficiente para considerarlo como ob-
jeto auténtico. La certidumbre individual de lo aprehendido no
garantiza que dicho objeto sea tal. Lo que permite transformar
la simple aprehensión inmediata del ser en un objeto real es la
«palabra común», la palabra que se pronuncia al otro para testi-
ficar que lo que está delante de uno sea lo mismo para ambos.
Las palabras entonces revelan que la realidad es compartida,
ponen a la luz el ser de las cosas, las objetivan en una operación
dialógica y permiten en fin formular conocimiento. En definiti-
va, el habla juega un papel fundamental en la «construcción» del
ser, del conocimiento, del individuo y de la colectividad.
Pero desgraciadamente la crisis contemporánea del verbo
afecta a sus posibilidades ontológicas, epistemológicas y éticas.
La nueva razón supone un nuevo lenguaje, una nueva manera de
hablar, impersonal, mecánica, deshumanizada, bárbara y tecni-
cista, la cual revela precisamente su esencial incomprensión de
las realidades y la quiebra de la virtud comunicativa del lógos. Se
elimina en consecuencia el acto verbal de dar cuenta y razón,
pues la palabra deja de tener la preeminencia ontológica de ofre-
cer al ser y de vincularse con el otro. Si el lógos deja de ser dialó-
gico, el entendimiento queda mutilado, pues no habría una au-
téntica comunicación dentro del sistema de transmisiones de
una razón inexpresiva y la coexistencia humana no podría des-
envolverse como una comunidad que se forma gracias a la pala-
bra. Mientras que la razón dialógica se propone comprender las

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cosas con el fin de entenderse con las personas, bajo este nuevo
régimen no dialógico ya no interesa entenderse con los demás y
mucho menos establecer algún vínculo con ellos. Ya no se habla
para comprender al ser, vincularse con el otro-yo y establecer
una comunidad, sino que se habla sólo con fines prácticos y uti-
litarios. Se habla por interés y no por otra cosa. En este sentido
se abandona el carácter amoroso de la palabra, ese afán por com-
pletar el propio ser mediante el habla y de acercarse al otro para
comprenderse mutuamente y formar una comunidad.
Tres de las manifestaciones de esta crisis dialógica en que se
ve reflejada la pérdida de la capacidad vinculatoria o formadora
de comunidad que tiene el lógos son la maldad de la palabra, la
hostilidad verbal y el deterioro del lógos político. La corrupción
se revela particularmente en la palabra; y estos tres fenómenos
son una clara muestra de la corrupción dialógica que acontece
tanto en el espacio público como en el privado.
El nacimiento de la política es un fenómeno eminentemente
verbal, pues son los discursos los que dan pie a su aparición. La
oratoria política es una novedad de la palabra. En sus inicios en
la Grecia clásica, la oratoria política constituye un arte verbal, ya
que en ella se fusionan la belleza con el poder del lógos: además
de procurar transformaciones en la sociedad se pone cuidado en
la forma de la palabra política. Este sentido artístico que adquie-
re la palabra política da pie a la retórica, arte de persuadir me-
diante la belleza de la palabra. Desde entonces, la argumenta-
ción y con ella la verdad pasan a segundo plano; vale más un
discurso poético que uno fiel a la realidad y a la razón. La belleza
se convierte entonces en vehículo de poder: el convencimiento se
basa en la palabra bella y no en el argumento. La retórica consti-
tuye para Nicol «la estupenda y equívoca invención sofística».26
Dicha dualidad radica en que por un lado se enaltece el sentido
«poiético» del verbo, se fomenta el arte de la palabra; pero por
otro lado existe el peligro constante de no atender a los fines
comunitarios y sólo preocuparse por conjugar las reglas del len-
guaje sin atenerse a la verdad con el objetivo de dominar a los
ciudadanos. Por tanto, el poder de la palabra deja de ser un me-
dio para lograr convenciones sociales y se convierte de hecho en
el fin único. Con los sofistas la palabra política se transforma en

26. E. Nicol, El problema de la filosofía hispánica, México, Fondo de Cultura Econó-


mica, 1998, 252.

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un literal «instrumento de poder». En ello radica la primera cri-
sis que sufre el verbo político. A su vez, los sofistas representan
la primera crisis del éthos filosófico, ya que sus propuestas son
indiferentes a la verdad y consecuentemente carecen de objetivi-
dad. Con ellos el principio de razón entra en un estado crítico, ya
sea en el terreno lógico como en el político. Desmesura verbal,
individualismo, ambición de poder y cinismo son, entre otras,
algunas de las características que Nicol atribuye a los sofistas.27
En la Crítica de la razón simbólica, declara Nicol que «la sofística
es una enfermedad de la filosofía, no por sus juegos de palabras,
que son pueriles, sino por su carencia de una base ontológica».28
La fuerza del lógos deja de ser virtuosa si no lo es su fin; el sentido
que pueda adquirir el poder verbal está subordinado al objetivo para el
cual se emplee. El poder puede ser un medio para unir, alcanzar la
libertad, erradicar diferencias; pero al mismo tiempo puede ser un
medio disociador, destructivo y catastrófico. Este sentido negativo es
el que adquiere en la retórica que desarrollan los sofistas, pero lo
grave es que dentro de su doctrina, como el saber está al servicio del
poder, este último deja de ser un medio para convertirse en la finali-
dad de sus «artimañas lingüísticas». En ello radica la maldad de la
sofística: en la conversión del «poder como medio al poder como
fin». Al ser el poder un fin en sí mismo, lo único que hace es imponer-
se. Cuando esto sucede la política se ve deshumanizada. Afortunada-
mente esta crisis es pasajera. En Aristóteles, como también en Platón
y en Sócrates, se encuentra el intento por restaurar el sentido origina-
rio de la oratoria política. Recuperan estos autores su carácter poéti-
co sin perder de vista ni el compromiso con la verdad ni que el poder
es instrumento y no un fin. Para ellos, al igual que para Nicol, en la
política, que es en gran medida el hablar públicamente, «la belleza no
acepta como tributo el sacrificio de la verdad, lo cual significa que el
buen arte de la palabra es un arte moral, y no meramente un arte
retórico».29 Esto quiere decir que la oratoria política constituye, en
sus orígenes, no sólo un arte verbal sino que también adquiere carác-
ter moral en virtud de su fidelidad con la realidad y por tanto con los
otros. Este hecho es significativo por el abandono que sufre en la ac-
tualidad la palabra política, tanto de su sentido artístico como moral.

27. Cfr. E. Nicol, «La crisis de la filosofía. El hombre-medida: ética y política», en La


idea del hombre, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, 343-382.
28. E. Nicol, Crítica de la razón simbólica. La revolución en filosofía, México, Fondo
de Cultura Económica, 1982, 199.
29. E. Nicol, El problema de la filosofía..., 253.

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CAPÍTULO IV
MEMORIA, DISCURSO Y ACCIÓN

El lógos de la poíésis

Como ha señalado Emilio Lledó, el lógos es un puente que


nos permite no sólo transitar a las más diversas orillas del pasa-
do,1 sino también liberar al pensamiento de la dogmatización
del lenguaje y paralización que impone una terminología vacía,
endurecida y descontextualizada.2
Desde estos propósitos, que animan la tarea filosófica de Lle-
dó, resulta significativo su trabajo sobre El concepto «poíésis» en
la filosofía griega (1961). El estudio comienza esclareciendo el
sentido del verbo poieîn. Lledó explica cómo, en su acepción más
primitiva, el verbo poieîn servía para describir acciones de un
sujeto en que éste hacía o «fabricaba» un objeto material. De ahí
se pasa a usos en que se describen acciones donde «lo que se
hace» es progresivamente más complejo. Así, la acción misma se
objetiva, «al configurar de una determinada manera la realidad,
de la que ella misma es ingrediente substancial».3 Resulta signi-
ficativo este paso del verbo al sustantivo, que marca un proceso
de abstracción progresiva. «Mientras el verbo caracteriza, más
bien, un proceso que apunta a lo concreto, el sustantivo dice
relación a un momento fijo de ese proceso y, por consiguiente, a
una abstracción de él. De esta manera el idioma, como expre-
sión del pensamiento, indicó en Grecia una separación de lo
puramente visual o inmediato hacia lo intelectual».4
En su investigación, Lledó parte del concepto de phýein, el
poder creador de la naturaleza, para explicar cómo el verbo poieîn
no sólo implica una fuerza capaz de crear ordenadamente, sino
que también se encuentra radicada en el poder creador de la

1. Cfr. E. Lledó, La memoria del Logos. Estudios sobre el diálogo platónico, Madrid,
Taurus, 1996, 11-12.
2. Cfr. E. Lledó, «Notas semánticas sobre el origen de la filosofía y de su historia»,
en Lenguaje e historia, Madrid, Taurus, 1996, 101-146.
3. E. Lledó, El concepto de «poíesis» en la filosofía griega. Heráclito-sofistas-Platón,
Madrid, CSIC, 1961, 85.
4. Ibíd., 35.

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fantasía del artista, encargado de «hacer surgir una realidad, en
la que los seres que en ella apareciesen, adquiriesen sentido en la
órbita de esa nueva realidad creada».5 Éste es el medio del que se
sirve el poeta para comunicar, expresar y, en definitiva, para ha-
cer inteligible esta realidad creada por ellos; es el lógos. La críti-
ca platónica a los poetas radica en el hecho que ellos eran ya
incapaces para Platón de llevar a término este objetivo. «No se
rechazaba, pues, a los poetas por ser “imitadores” —concluye
Lledó— sino porque no habían sabido elegir el objeto de su imi-
tación: porque el mundo que reflejaban en sus obras no era, en
definitiva, aquel que la dialéctica platónica ensayaba».6
Desde la perspectiva platónica pensar no es otra cosa que un
lógos que el alma hace discurrir a través de sí misma, en relación
con las cosas que investiga. Este lógos va apareciendo también a
nuestra conciencia en una síntesis de afirmación y negación. En
un famoso texto del Sofista platónico se describe el pensamiento
como «un diálogo, sin voz, del alma consigo misma» (Plat. Soph.
263e). Lo que somos no es tanto la estructura física que como
cuerpo nos constituye cuanto ese mensaje que el hombre ha ido
forjándose en sí mismo, que acabará constituyendo su carácter,
su ser, y que como mensaje es efectivamente un lógos, una forma
de «decir», una forma de manifestación, de expresión. Pero el
monolítico conglomerado de ese lógos, de esa forma de ser, se
hace lenguaje que crea una peculiar estructura ontológica: «so-
mos» no sólo lo que «hacemos» sino originariamente lo que «de-
cimos». Ese «ser» no podría hacerse presente como un «decir»,
si no cupiese la posibilidad de alterar ese «decir», de «decir otra
cosa» que el «ser». La vieja teoría de la mentira que recorre la
filosofía griega y que tan agudamente será analizada por sus fi-
lósofos es buen ejemplo de esa posibilidad de alterar el ser del
lógos. La forma de la filosofía platónica es el diálogo. En el diálo-
go adquiere el lógos su función esencial, no como descubrimien-
to de una realidad manifestada bajo la forma de enseñanza o
doctrina sino como persecución de una verdad que va logrando
consistencia en su contraste con el error.
Afirma Lledó que «en el principio fue el diálogo, la presencia
viva y originaria del lógos. El diálogo es el lugar en el que esen-
cial e inevitablemente tiene verdadera realidad la palabra. Para

5. Ibíd., 134.
6. Ibíd., 135.

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que el diálogo exista tiene que existir comunicación y respuesta.
El diálogo hace posible el lenguaje. El lenguaje es la estructura
fundamental, la base desde donde se alza la anámnésis, porque el
logos significa no sólo expresión, sino también fundamento».7 Aquí
la anámnésis es la palabra clave. Es ella la que «permite que el
diálogo pueda continuarse y es la que da sentido y esperanza a la
búsqueda».8 El diálogo debe pasar por la experiencia. Al pasar por
la experiencia que el lenguaje describe, la palabra se hace com-
promiso, y la filosofía, ética. La vuelta a un pasado teórico, apoya-
do en el lógos, único y exclusivo medio en el que llevar a cabo esa
aproximación, condiciona también nuestra representación de ese
pasado y plantea continuamente el alcance de su sentido.
La filosofía es lenguaje. Apoyándose en la lingüística, en la an-
tropología social y en determinadas teorías filosóficas del lenguaje,
Lledó articula en sus obras los límites dentro de los cuales tendría
sentido la construcción de una teoría de la significación filosófica,
recuperando la dimensión diacrónica y pragmática del lenguaje,
tan frecuentemente descuidada por la filosofía del lenguaje con-
temporánea. Por eso, Lledó no habla de una temporalidad abstrac-
ta y vacía, sino del tiempo del deseo, de la relación intrínseca entre
memoria, experiencia, tiempo y deseo; éste genera la dirección del
movimiento, del vivir humano, que no es sólo sentir y percibir el
mundo, sino actuar, modificar, realizar.9 Lledó propone, para desci-
frar ese lenguaje, reconstruir su sentido, consciente de la capacidad
multiforme del lenguaje. El deseo produce el sentido, estructura la
memoria y proyecta al hombre en una temporalidad interesada
que tiene que arraigarse en un complejo proceso de determinacio-
nes temporales. La filosofía se define, por tanto, no como una mera
actividad cognoscente, sino como un poder conformador de la rea-
lidad.10 Así nos lo muestra Lledó en Filosofía y lenguaje, donde pre-
senta la filosofía del lenguaje como una efectiva historia de la filoso-
fía, repasando algunos hitos fundamentales, desde el Crátilo plató-
nico a las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein.11
El lenguaje es comunicación. El lógos nos permite interpretar
las relaciones entre pensamiento, lenguaje, sociedad e historia. La

7. E. Lledó, La memoria del Logos..., 154-155.


8. E. Lledó, La memoria del Logos..., 141.
9. Cfr. J. Esteban Ortega, Emilio Lledó. Una filosofía de la memoria, Salamanca,
Editorial San Esteban, 1997.
10. Cfr. M. Cruz, M.A. Granada y A. Papiol (eds.), Historia, lenguaje, sociedad. Ho-
menaje a Emilio Lledó, Barcelona, Editorial Crítica, 1989.
11. Cfr. E. Lledó, Filosofía y lenguaje, Barcelona, Ariel, 1974, 15-45.

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visión del mundo que el hombre tiene está, en cierto modo, prede-
terminada por el lenguaje. Las diversas imágenes del mundo de-
penden de los sistemas lingüísticos, los cuales, a su vez, son pro-
ducto de un determinado medio y de las condiciones de vida por
él impuestas. Sin embargo, un cierto primitivismo hermenéutico
ha sido en consecuencia la causa de que gran parte de las investi-
gaciones sobre la filosofía griega y también sobre la filosofía en
general reflejen esa monotonía de respuestas que nos ha dado la
historia de la filosofía. Porque muchas de estas respuestas no han
sido provocadas por preguntas originales sino que surgían como
simples descripciones, como recuento de filosofemas, de estereo-
tipos teóricos, en los que se narraba lo que suele trivializarse como
exposición del «pensamiento» de un filósofo. Pero si tiene senti-
do la lectura del pasado y de las ideas que como resultado de la
experiencia con el mundo y los hombres alcanzaron a expresarse
en el lógos, esta lectura ha de realizarse en una atmósfera peculiar.
No puede tener lugar en el espacio trivializado de una tradición
cuajada parcialmente sobre cauces que hoy son insuficientes para
dar cabida a un pensamiento y a unas experiencias que han des-
bordado siempre sus márgenes.
Precisamente el interés de encontrar respuestas nuevas en la
tradición filosófica o literaria sólo puede alimentarse con la diversi-
dad de las preguntas que podamos hacerle. Investigar y entender
consiste sobre todo en preguntar. La lectura de un texto que llega
hasta nuestro presente desde un tiempo perdido no puede única-
mente alcanzar la plenitud de su significado en función de los pro-
blemas que a primera vista nos plantee, sino a través de todos los
planos que seamos capaces de descubrir con nuestras preguntas.
Hacer historia es saber preguntar al pasado. Y saber preguntar con-
siste en formular continuamente aquellas encuestas que necesita la
soledad del presente, para encontrar compañía y solidaridad en
todo lo que le antecedió. Hacer historia es reivindicar la continui-
dad, humanizar el tiempo, al aceptar las modulaciones que en la
monotonía cronológica ha marcado la voluntad humana. Por tan-
to, hacer historia es además proyectar el futuro, orientarle en la
clarividente recuperación de lo que otros hombres hicieron para
traernos el presente desde el que historiamos.
Por supuesto que no se trata aquí de plantear cuestiones
metodológicas y hermenéuticas de difícil encaje sino de intentar
descubrir alguna perspectiva que permita escuchar con relativa
claridad la voz del estagirita; actualizar en la medida de lo posi-

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ble su palabra y recuperar en esa actualización los estímulos a
los que esa voz responde, los contenidos que transmite y los per-
sonajes a los que se dirige. Es en la memoria del lógos donde han
preexistido siglos y siglos de iluminaciones, de sabiduría. En la
memoria del lógos ha perdurado el legado de la antigüedad.
«La memoria es la cámara del lenguaje, y el recuerdo es siempre
el acto de enfrentamiento entre la historia y la actualidad, entre el
tiempo perdido y el tiempo reencontrado».12

Teoría de la acción como ciencia humana

La propuesta teórica de José Luis Ramírez, quien ha elabo-


rado una teoría de la acción como ciencia humana (Humanve-
tenskaplig handlingsteori) basada en el aristotelismo, la cual parte
de la retórica entendida como teoría humana del conocimiento y
como heurística, nos ha ayudado a descubrir las posibilidades que
ofrece el modelo retórico aristotélico en la construcción de una
teoría fundamental de la acción.13 Prueba de ello es la clara influen-
cia de su innovadora perspectiva en nuestra interpretación de la
retórica, y en la comprensión de numerosos pasajes aristotélicos,
tal como ha quedado plasmado en la arquitectura de este libro.
Las valiosas contribuciones de Ramírez le han convertido en uno
de los mejores intérpretes de la teoría aristotélica de la acción.
Habiendo completado sus estudios de licenciatura en Filoso-
fía en la Universidad de Madrid (1956-1960), y tras un breve
período en la Universidad de Marburgo (1960-1962), se trasladó
a Suecia, donde trabajó como bibliotecario del Archivo Históri-
co del Movimiento Obrero de Estocolmo (1967-1976) y como
redactor de la sección de programas en español de «Radio Sue-
cia» (1974-1977). Fue concejal del Ayuntamiento de Haninge y
miembro de su Junta de Gobierno (1970-1980) y teniente de al-
calde responsable del Plan Municipal (1977-1980). Después de
la política municipal fue jefe de Cultura y Bibliotecas de un ayun-
tamiento de cierta importancia histórica para Suecia. Desde 1984
retornó a las tareas universitarias y estuvo quince años trabajan-

12. E. Lledó, La memoria del Logos..., 90.


13. Cfr. Francisco Arenas-Dolz, Il concetto di deliberazione nella filosofia di Aristotele.
Etica, retorica ed ermeneutica, Bolonia, Università di Bologna, 2007; Hermenéutica, re-
tórica y ética del lógos. Deliberación y acción en la filosofía de Aristóteles, Valencia,
Universitat de València, 2008.

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do en el emblemático Instituto Nórdico de Ordenación del Terri-
torio (Nordplan), donde desarrolló sus investigaciones y traba-
jos teóricos sobre Teoría de la Acción, Ética y Retórica a partir
de su fundamento aristotélico.14
Ante la insatisfacción provocada por la teoría habermasiana,
que no es otra cosa que el florecimiento científico positivo de un
pensamiento cuyas raíces estaban en la antigüedad clásica, Ramí-
rez optó por la reivindicación y reinterpretación de Aristóteles.15
Estas circunstancias le llevaron, en 1995, a la presentación y de-
fensa de su tesis doctoral sobre El sentido creador, donde elabora
la base de una filosofía de la acción fundamentada en la filosofía
práctica de Aristóteles.16 El tema central de esta tesis es un análi-
sis genealógico de la concepción de racionalidad, ciencia y planifi-
cación. A este análisis genealógico habría de añadir más tarde un
«análisis fenomenológico de los conceptos», que estaba ya subya-
cente en su tesis. El proceso que dio lugar a su tardía tesis docto-
ral prosiguió con la docencia universitaria en la Institución de
Arquitectura del Paisaje de la Escuela Politécnica de Estocolmo,
donde obtuvo una cátedra personal sobre Teoría de la Acción y la
Planificación como ciencia humana, período en el que escribió
importantes ensayos sobre planificación y ordenación del territo-
rio.17 En esta línea se sitúan muchos de sus trabajos, que suponen

14. Cfr. J.L. Ramírez, Haninge centrum - beskrivning av ett politiskt problem, Haninge,
Ayuntamiento de Haninge, 1977; Haninge centrum - återblick och slutsatser, Haninge, Ayun-
tamiento de Haninge, 1978; Mjukdata i samhällsplaneringen, Estocolmo, Conferencia de la
Federación Sueca de Municipios, 1978; Kommunplaneringen i Haninge - en modell för
kommunal planeringsverksamhet, Haninge, Ayuntamiento de Haninge, 1979; Individens
ställning i det kommunala självstyret, Estocolmo, Nordplan, 1985.
15. Cfr. J.L. Ramírez, «Democracia como estructura y como forma de vida. Síntesis
de la experiencia nórdica de un emigrante mediterráneo» [en línea], Scripta Vetera.
Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelo-
na, Universitat de Barcelona, 1993, http://www.ub.es/geocrit/sv-68.htm [consulta: 10 de
mayo de 2008]; La ciudad y el sentido del quehacer ciudadano, Lérida, Publicacions de
la Universitat de Lleida [en línea], Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publi-
cados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1995,
http://www.ub.es/geocrit/sv-65.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
16. Cfr. J.L. Ramírez, Skapande mening. Bidrag till en humanvetenskaplig handlingsteori,
Estocolmo, Nordplan Avhandling, 1995; Skapande mening. En begreppsgenealogisk
undersökning om rationalitet, vetenskap och planering, Estocolmo, Nordplan Avhandling,
1995; Om meningens nedkomst. En studie i antropologisk tropologi, Estocolmo, Nordplan
Avhandling, 1995.
17. Cfr. J.L. Ramírez, «Estocolmo entre el Medievo y la Modernidad. Urbanización
y/o continuidad histórica», en Congreso Ciudades históricas vivas-Ciudades del pasado:
pervivencia y desarrollo. Ponencias y comunicaciones (Mérida, 30, 31 de enero y 1 de
febrero de 1997), Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1997, vol. I, 145-158; [en

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una decidida apuesta para generar proyectos de planificación so-
cial con la participación cooperativa de la sociedad civil y la impli-
cación de las organizaciones e instituciones cívicas voluntarias y
sociales que forman la base de una sociedad activa,18 algunos de
ellos renovando las principales categorías de la teoría aristotélica
de la acción.19 Posteriormente, y hasta su jubilación, se ocupó
durante cinco años de desarrollar la asignatura de Retórica como
Teoría y Método del Conocer.20
En definitiva, el empeño hermenéutico de Ramírez consiste
en distinguir las ciencias humanas de las ciencias positivas. Es
más, para él la ciencia —el saber, no lo sabido— propiamente
dicha es la ciencia humana. La ciencia natural y positiva es sim-
plemente una técnica del conocer. De ahí que su postura académi-
ca y científica ha hecho que su contacto profesional y universita-
rio se haya extendido a todas esas asignaturas que hoy se llaman
«ciencias» pero que antes se denominaban «artes»: arquitectura y

línea] Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Cien-
cias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-74.htm
[consulta: 10 de mayo de 2008]; «Categorías de vida urbana pública y privada: la socie-
dad del bienestar», Boletín de la Real Sociedad Geográfica (Madrid), 133, 1997, 143-163;
«Los dos significados de la ciudad o la construcción de la ciudad como lógica y como
retórica» [en línea], Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales,
Barcelona, Universitat de Barcelona, 1998, http://www.ub.es/geocrit/sn-27.htm [con-
sulta: 10 de mayo de 2008]; «La invención de territorios: “yo”, “el otro”, “el mundo”, “el
cosmos”», Transversal (Lérida), 6, 2000; [en línea] Scripta Vetera. Edición Electrónica de
Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat de Bar-
celona, http://www.ub.es/geocrit/sv-75.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
18. Cfr. J.L. Ramírez, «Individuo y sociedad en la Suecia actual. Un estudio de la
transformación histórica del sistema local de autogobierno», en J. Muguerza, F. Que-
sada y R. Rodríguez Aramayo (eds.), Ética día tras día: homenaje al profesor Aranguren
en su ochenta cumpleaños, Madrid, Trotta, 1991, 313-331; «La participación ciudada-
na en los países nórdicos. Experiencias de Suecia. Análisis y conclusiones para el
futuro» [en línea], Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre
Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1992, http://
www.ub.es/geocrit/sv-61.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
19. Cfr. J.L. Ramírez, «Den kooperativa staden. En aristotelisk teori om den mänskliga
sam-hörigheten», en J.L. Ramírez, K. Blomqvist y P. Holmström (eds.), Den kooperativa
människan. Bidrag till en humanvetenskaplig kooperationsteori för samhällsplanering,
medborgarskap och forskning, Tullinge, dia-l-o-g-o-s, 1999, 1-16; «Forskande i Gemenskap (FiG).
Ett sätt att forska -om samhällsplanering som aktivitet -om kommunalplaneringskunskap
-om medborgarkompetens», en J.L. Ramírez, K. Blomqvist y P. Holmström (eds.), Den
kooperativa människan. Bidrag till en humanvetenskaplig kooperationsteori för samhällsplanering,
medborgarskap och forskning, Tullinge, dia-l-o-g-o-s, 1999, 75-96; «Kollektiv eller Gemenskap.
Aristoteliska reflexioner om det dygdiga samhället», en J.L. Ramírez y G. Silfverberg (eds.),
Dygd i yrke och samhälle. Aristoteliska undersökningar om etisk klokhet och social yrkesskicklighet,
Tullinge, dia-l-o-g-o-s, 1999, 1-27.
20. Cfr. E. Herreras, «José Luis Ramírez. L’experiència nòrdica d’un emigrant
mediterrani», Dise (Valencia), 46, 1993 (diciembre), 22-26.

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planificación, trabajos sociales, economía de la empresa, pedago-
gía, etc. Una decena de tesis doctorales inspiradas en su Teoría de
la Acción pertenecen a uno u otros de esos campos.21
En la forja de la teoría de la acción es central la disquisición
aristotélica entre prâxis y poíésis,22 que Ramírez relaciona con el
célebre pasaje de la Metafísica (Aristot. Metaph. IX 8) donde Aristó-
teles distingue la kínésis de la enérgeia.23 Esta distinción está relacio-
nada con la que se establece entre medios y fines, pues en nuestro
lenguaje moderno hablamos de «medios» y «fines», pero en griego
antiguo no existía esa separación, esa reificación conceptual. En
griego, el concepto de «fin» se expresaba a menudo diciendo «aque-

21. En su tesis doctoral sobre la deliberación pedagógica, Maria Andrén presenta una
lista de trabajos, casi todos doctorales, relacionados con la teoría de la acción como cien-
cia humana, que reseñamos cronológicamente a continuación: L. Birgersson, Att bygga
mening och rum - Om processer för utveckling av Verksamhetsmiljöer, Göteborg, Chalmers
tekniska högskola, 1996; G. Silfverberg, Att handa rätt eller att vara god, Nora, Nya Doxa,
1996; C. Mörtberg, «Det beror på att man är kvinna...». Gränsvandrerskor formas och for-
mar informationsteknologi, Luleå, Luleå tekniska universitet-Institution för Arbetsvetenskap,
1997; A. Sigrell, Att övertyga mellan raderna - En retorisk studie om underförstådda inslag i
modern politisk argumentation, Umeå, Institution för Nordiska språk-Umeå universitet,
1999; G. Silfverberg, Praktisk klokhet - Om dialogens och dygdens betydelse för yrkesskicklighet
och socialpolitik, Estocolmo-Stehag, Brutus Ostlings Bokförlag, 1999; P. Birgerstam,
Skapande handling - om idéernas födelse, Lund, Studentlitteratur, 2000; L. Marcus,
Architectural knowledge and urban form. The functional performance of architectural urbanity,
Estocolmo, Tekniska högskolan, 2000; H. Rämö, The Nexus of Time and Place in Economical
Operations. A Hermeneutics of Economy and Environment, Estocolmo, School of Busi-
ness-Stockholm University, 2000; E. Gustavsson, Trädgårdsideal och kunskapssyn - En studie
av meningens uttryck med exempel från Gösta Reuterswärds och Ulla Molins skapande
handling, Sveriges lantbruksuniversitet-Institution för landskapsplanering, Alnarp, 2001;
R. Ragneklint, «Man kan bli bättre om man vet vad bättre är!» - En studie kring
effektivitetsbegreppet som en samhällelig grundbult, Lund, Lunds Universitet-Institutionen
för psykologi, 2002; A. Larsson, Landskapsplanering genom jordbrukspolitik - En kritisk
granskning av EU:s agrara miljöstödspolitik ur ett planeringsperspektiv, Sveriges
lantbruksuniversitet-Institution för landskapsplanering, Alnarp, 2004; M. Håkansson,
Kompetens för hållbar utveckling - Profesionella roller i kommunal planering, Estocolmo,
Kungliga Tekniska Högskolan, 2005; B. Heimann Hansen, Kompetenceudvikling i
sygeplejerskeuddannelsen. Kulturelle betydningsstrukturer og udvikling af sygeplejerkompetence,
Copenhague, Danmarks Pædagogiske Universitets Forlag, 2005; M. Holmgren Caicedo,
A Passage to Organization, Estocolmo, School of Business-Stockholm University, 2005;
A. Hagen, Praksis søker forståelse - Studie av fylkesplanlegging i Oppland 1974-1996, Ås,
Universitetet for miljø- og biovitenskap, 2006; M. Hellström, Steal This Place. The Æsthetics
of Tactical Formlessness and «The Free Town of Christiania», Alnarp, Swedish University of
Agricultural Sciences, 2006. Cfr. M. Andrén, Det pedagogiska övervägandet: en
uppmärksamhetsriktande studie i och genom humanvetenskpling handlingteori, Åbo, Åbo
Akademis förlag, 2008, 262.
22. Cfr. J.L. Ramírez, Skapande mening. En begreppsgenealogisk undersökning om
rationalitet, vetenskap och planering..., 117-124.
23. Cfr. T. Oñate y Zubía, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI. Análisis
crítico hermenéutico de los 14 lógoi de Filosofía Primera, Madrid, Dykinson, 2001, 624-626.

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llo para lo que» (hoû héneka). Aristóteles utiliza tres términos alter-
nativos para referirse a lo que nosotros llamamos «fines»: héneken,
skopós y télos. Asimismo, el concepto de «medio» no se expresaba
con un sustantivo, sino con una expresión de relativo: «aquello en
relación con el fin» (tà pròs tà télé). La imagen aristotélica del arque-
ro nos indica que la finalidad reside en la fuerza del puño que tensa
la cuerda orientada por la vista del arquero. El prudente es el que
logra «dar en el blanco». Pero también el que yerra tiene su fina-
lidad, lo que pasa es que carece de prudencia y no ha sabido dirigir
adecuadamente la poíésis desde la prâxis, de manera que la inten-
ción se realizara satisfactoriamente.24
La distinción entre prâxis y poíésis es la clave para entender
la ciencia y el conocimiento modernos y, naturalmente, para com-
prender cuál sea la base de toda retórica. Ramírez no sólo cues-
tiona el uso de la palabra «teoría», sino que, según él, la síntesis
de la teoría y la práctica está dada en el concepto de prâxis, si se
lo distingue del de poíésis. Por eso, establece la distinción con-
ceptual entre estos conceptos desde otra perspectiva que la habi-
tual entre teoría y práctica, la cual escinde sin más el pensar y el
hacer, llamando «teoría» a lo primero y «práctica» a lo segundo.
Más bien, la concepción básica de Ramírez está orientada por la
distinción entre el obrar (prâxis) y el hacer (poíésis) —el primero
orientado hacia un fin concreto y previsto, el segundo orientado
a su propia realización— y, por tanto, por la visión de la realidad
desde el lado de la acción más bien que del objeto.25
Usando una distinción escolástica tomada de Millán Puelles,
el problema de la prâxis y la poíésis es, para Ramírez, la específi-
ca inseparabilidad positiva, aunque no precisiva.26 No podemos
entender —hermenéuticamente hablando— una prâxis, un obrar,
sino a través de una poíésis, de un hacer. Pues todo conocimien-
to parte de lo sensible. Lo interesante es que se puede «hacer» o
«no hacer» algo, distinguiéndolos, pero el «no obrar» es también
un «obrar». De ahí la importancia que tiene para Ramírez el
significado del silencio al que ha dedicado cierta atención en
algunos trabajos.27 La lógica de la acción no es la misma que la

24. Cfr. ibíd., 135-145.


25. Cfr. ibíd., 124-135.
26. Cfr. J.L. Ramírez, «Retoriken och retorikerna», Rhetorica Scandinavica
(Estocolmo), 16, 2000, 72-77.
27. J.L. Ramírez, «El significado del silencio y el silencio del significado», en C. Cas-
tilla del Pino (comp.), El silencio, Madrid, Alianza Universidad, 1992, 15-45; [en lí-

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de la realidad empírica de un proceso,28 como también Ramírez
puso de manifiesto en un viejo escrito en sueco sobre la libertad
de acción.29 Una cosa es el suceso —lo que vemos y podemos
describir— y otra la acción o intencionalidad —finalidad— que
sólo podemos interpretar. En nuestra lengua confundimos las
dos vertientes de la prâxis y la poíésis, tan explícitas en Aristóte-
les, y carecemos de terminología adecuada, aun cuando está cla-
ro que el verbo «hacer» es transitivo y el verbo «obrar» no.
Asimismo, Ramírez enfatiza la relación paradójica que, en la
misma concepción aristotélica, se da entre arte (téchné) y ciencia
(epistëmé). Si la ciencia es un saber como resultado de la reflexión
sobre algo, entonces la ciencia misma tiene que consistir en un que-
hacer que implica un arte. Arte y ciencia constituyen así una cara
jánica. Si, para Aristóteles, la ciencia se caracteriza por el saber
«por qué», esta explicación causal puede hacerse tanto de lo que no
puede ser de otra manera —que sería lo que estudia la ciencia—
como de lo que puede ser de otra manera —que es propiamente el
arte que resulta de una deliberación.30 En relación con los concep-
tos de arte (téchné) y ciencia (epistëmé) se encuentran, para Ramí-
rez, los conceptos de azar (týché) y oportunidad (kairós). «El pro-
ducto del hacer —escribe Ramírez— es sólo el signo del obrar, y
como tal signo, elegible entre varios según la oportunidad, lo que
los griegos llamaban el kairos».31 También señala Ramírez las co-
nexiones de estos conceptos con el de opinión (dóxa).32
En su contribución al establecimiento de una teoría de la ac-
ción, Ramírez trata de superar los fundamentalismos y dogma-
tismos que dominan el pensamiento y la acción investigadora

nea] Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Cien-
cias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-73.htm
[consulta: 10 de mayo de 2008].
28. Cfr. G.H. von Wright, La lógica de la preferencia (trad. R.J. Vernengo), Buenos
Aires, Eudeba, 1967; Norma y acción. Una investigación lógica (trad. P. García), Madrid,
Tecnos, 1970; Lógica deóntica (trad. J. Rodríguez), Valencia, Universidad de Valencia,
1979; Explicación y comprensión (trad. L. Vega), Madrid, Alianza, 1979; El espacio de la
razón. Ensayos filosóficos (trad. J. Pardo), Madrid, Verbum, 1996; Sobre la libertad hu-
mana (trad. A. Canales), Barcelona, Paidós-Universidad Autónoma de Barcelona, 2002.
29. Cfr. J.L. Ramírez, Om frihet, Estocolmo, Nordplan, 1986.
30. Cfr. J.L. Ramírez, Skapande mening. En begreppsgenealogisk undersökning..., 17-20.
31. J.L. Ramírez, «La ordenación del territorio como tarea discursiva. Una tesis
doctoral de Liliana Fracasso» [en línea], Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y
Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, 2006, http://www.ub.es/geocrit/
b3w-672.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
32. Cfr. J.L. Ramírez, «Har Retorik med dóxa att göra?», Rhetorica Scandinavica
(Estocolmo), 22, 2002, 29-42.

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humanista de nuestro tiempo, debidos a esa estrechez que pone
su empeño en mirar al pasado. Además de la influencia de Aris-
tóteles, Ramírez ha tratado de reencontrar el patrimonio común
del aristotelismo árabe, sin el cual no habría habido Ilustración
europea y el sapere aude kantiano. De ahí su interés por Avicena
y Averroes, cuyas aportaciones Ramírez incorpora, prefiriendo
entender el Órganon aristotélico como lo entendía al-Farabi o
como Nouum Organum, a la manera de Bacon.
Es digno de ser reseñado el influjo en Ramírez de Höijer, autor
tan interesante como desconocido. Profesor en la Universidad de
Upsala, se anticipó a las ideas de Fichte y fue un importante difu-
sor de la filosofía de Kant, tal como muesta en Afhandling om den
philosophiska constructionen.33 Höijer divide esta obra en tres par-
tes: la primera discute lo necesario para alcanzar la certeza cientí-
fica en filosofía, recurriendo a los argumentos de la primera críti-
ca kantiana, y especialmente a su respuesta a Hume. La segunda
parte discute la naturaleza y el uso de la «construcción» en filoso-
fía, explicando el papel de los axiomas, definiciones y el método
filosófico de Locke. La tercera y última parte examina el uso del
escepticismo filosófico, la diferencia entre los mundos físico e in-
teligible, y la naturaleza de la libertad y la necesidad. Ramírez
encuentra en Höijer el defensor de una filosofía de la acción que
sirve de base a una teoría del diseño.34
Desde una perspectiva más heraclítea y menos parmenídea,
Ramírez cuenta con la inspiración de autores como Vico, Nietz-
sche y Mauthner, donde alumbra una reflexión sobre una con-
cepción genealógica y no ontológica de la realidad. Para Ramí-
rez metafísica y ontología no son lo mismo. Y su metafísica o
tópica filosófica es genealógica, no ontológica. Asímismo, las re-
flexiones de Croce y principalmente de Collingwood son de gran
interés para la concepción del lenguaje como actividad expresi-
va. Pero no simplemente como «expresión» en el sentido de es-
tructura o soporte, pues «expresión» se define como «acción y
efecto de expresar». Collingwood es quizá el autor más significa-
tivo para Ramírez después de Aristóteles. Además, cabe desta-
car la influencia de Cassirer, que da a la filosofía kantiana un

33. Cfr. C.H.B. Höijer, Afhandling om den philosophiska constructionen. Ämnad til
inledning til föreläsningar i philosophien, Estocolmo, C. Deelen y J.G. Forsgren, 1799.
34. Cfr. C.H.B. Höijer, Samlade skrifter, 5 vols., Estocolmo, Johan Hörberg, 1825-1827;
J.L. Ramírez, «La teoría del diseño y el diseño de la teoría», Astrágalo. Cultura de la Arqui-
tectura y la Ciudad (Alcalá de Henares), 6, 1997 (abril) [http://www.ub.es/geocrit/sv-70.htm].

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«giro lingüístico»,35 de Blondel,36 primer teórico moderno de la
acción, sin olvidar otros pensadores como Bergson37 y las apor-
taciones de Heidegger, Arendt, Gadamer y otros cultivadores del
aristotelismo y la hermenéutica.
Entre otros muchos pensadores de la acción y del lenguaje
que influyen en Ramírez, cabe destacar, en la línea humboldtia-
na, a Weisgerber38 y a Valverde y, en una línea que reivindica la
argumentación que se ocupa de lo verosímil, a Vaz Ferreira. En
el cuestionamiento del uso de la palabra «teoría», Ramírez en-
cuentra un magnífico apoyo en la obra de Jullien, el cual explica
la ausencia tópica de esa categoría en el pensamiento chino.39
No puede silenciarse el impacto de Schön, en especial el análisis
de las categorías relacionadas con la reflexión sobre la acción,
entre las cuales se encuentra el célebre «learning by doing», acu-
ñado por Dewey para referirse a la educación como un «apren-
der haciendo», y que articula las dimensiones cognitivas, peda-
gógicas y pragmáticas en el proceso de formación de profesiona-
les reflexivos.40 Ni tampoco puede ocultarse la proximidad de los

35. Cfr. E. Cassirer, Esencia y objeto del concepto de símbolo (trad. C. Gerhard),
México, Fondo de Cultura Económica, 1989; Filosofía de las formas simbólicas (trad. A.
Morones), México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
36. Cfr. M. Blondel, El punto de partida de la investigación filosófica (trad. J. Hourton),
Barcelona, Herder, 1967; La acción. Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la
práctica (trad. J.M. Isasi y C. Izquierdo), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996.
37. Cfr. H. Bergson, La evolución creadora (trad. M.L. Pérez), Madrid, Espasa-Calpe,
1973; El pensamiento y lo moviente (trad. H. García), Madrid, Espasa-Calpe, 1976; Las
dos fuentes de la moral y de la religión (trad. J. de Salas y J. Atencia), Madrid, Tecnos,
1996; Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (trad. J.M. Palacios), Salamanca,
Sígueme, 1999; La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico (trad. M.L. Pérez),
Madrid, Alianza Editorial, 2008.
38. Cfr. L. Weisgerber, Dos enfoques del lenguaje. «Lingüística» y ciencia energética
del lenguaje (trad. I. Pisonero del Amo), Madrid, Gredos, 1979.
39. Cfr. F. Jullien, Elogio de lo insípido. A partir de la estética y del pensamiento chinos
(trad. A.-H. Suárez), Madrid, Siruela, 1991; Tratado de la eficacia (trad. A.-H. Suárez),
Madrid, Siruela, 1996; Fundar la moral. Diálogo de Mencio con un filósofo de la Ilustra-
ción (trad. H. Subirats y S. Kiczkovsky), Madrid, Taurus, 1997; Un sabio no tiene ideas. O
el otro de la filosofía (trad. A.-H. Suárez), Madrid, Siruela, 1998; La propensión de las
cosas. Para una historia de la eficacia en China (trad. A. Sucasas), Anthropos, Barcelona,
2000; Conferencia sobre la eficacia (trad. H. García), Buenos Aires-Madrid, Katz, 2006;
Nutrir la vida. Más allá de la felicidad (trad. M. Polo), Katz, Buenos Aires-Madrid, 2007.
40. Cfr. D.A. Schön, El profesional reflexivo. Cómo piensan los profesionales cuando
actúan (trad. J. Bayo), Barcelona, Paidós, 1998; J. Dewey, La escuela y la sociedad (trad.
D. Barnés), Madrid, Francisco Beltrán, 1915; Cómo pensamos. Nueva exposición de la
relación entre pensamiento y proceso educativo (trad. M.A. Galmarini), Barcelona, Paidós,
1989; Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación (trad. L. Lu-
zuriaga), Madrid, Morata, 1995.

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planteamientos de Ramírez con la articulación entre el pensa-
miento y la acción elaborada por Volle, el cual presenta intere-
santes reflexiones sobre filosofía de la economía y de la acción
humana, que se encuentran en una importante página web, en
funcionamiento desde el 28 de agosto de 1998. Así, en «Concept,
processus et symbole»,41 Volle distingue pensar en conceptos y
pensar en procesos. La vía conceptual considera las cosas aisla-
damente, haciendo abstracción de ellas, mientras que la vía pro-
cesual considera cada cosa como un fenómeno dotado de un
comienzo, un desarrollo y un final. De ahí que el concepto sea
instantáneo, mientras que el proceso considera al ser en su evo-
lución. Si se consulta la bibliografía de Ramírez, se encontrarán
muchas más influencias.
Ramírez ha desarrollado ampliamente su teoría de la acción
utilizando la retórica como instrumento metodológico.42 La única
exteriorización directa de la prâxis es el lenguaje, por lo cual la
retórica es primordialmente antistrofa de la ética. La poíésis (lo
que hacemos) muestra la prâxis de manera indirecta, si bien pue-
de seguir haciendo uso de la retórica para lograr fines incluso
perversos. Esto significa que la concepción vulgar de la retórica la
ha limitado a su uso poiético, cuando en realidad su conexión con
la ética es fundamental. Por tanto, la retórica, tal como Ramírez la
entiende, es propiamente una teoría de la acción humana, una
teoría del hablar y del decir, dos vertientes inseparables de la retó-
rica.43 Ramírez considera la retórica —siguiendo a Fafner— como
un «descubrimiento» más que como una «invención».44 Mientras
que para la semiótica lo más importante es el significante, y en
éste ve el semántico el representante aprehensible del significado,
para la retórica tiene valor todo lo que se manifiesta o hace paten-
te mediante el decir, pues la retórica no toma las palabras al pie de
la letra. La retórica sabe que el decir dice siempre más que lo que
parece decir. Por eso es constantemente necesario interpretar y
reinterpretar lo dicho.45

41. Cfr. M. Volle, «Concept, processus et symbole» [en línea], Michel Volle, 15 de mayo de
2003, http://www.volle.com/travaux/conceptprocessus2.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
42. Cfr. J.L. Ramírez, «El retorno de la Retórica», Foro Interno. Anuario de Teoría
Política (Madrid), 1, 2001, 65-73.
43. Cfr. J.L. Ramírez, «Konsten att tala - konsten att säga. En botanisering i retorikens
trädgård», Rhetorica Scandinavica (Estocolmo), 3, 1997, 18-25; «Arte de hablar y arte de decir...».
44. Cfr. J. Fafner, «Retorik og erkendelse», Rhetorica Scandinavica (Estocolmo), 10,
1999, 32-39.
45. Cfr. J.L. Ramírez, Positivism eller hermeneutik. Handling, planering och humanvetenskap,
Tullinge, dia-l-o-g-o-s, 1992.

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Distingue Ramírez, siguiendo el pensamiento aristotélico,
entre «el saber de lo fáctico» y «el saber de lo factible», entre
«aquello que no puede ser de otra manera de como es» y «aque-
llo que puede ser de otra manera de como es», entre «el conoci-
miento de los hechos dados» y «el conocimiento del hacer».46
Por tanto, considera Ramírez que «la retórica es primordialmente
el discurso de lo bueno, mientras que la lógica se ocupa del dis-
curso de lo verdadero».47 Sin embargo, esta distinción no es di-
cotómica, pues «no podemos prescindir de lo dado para crear o
producir lo nuevo»,48 ya que siempre necesitamos saber más para
poder actuar mejor. De ahí que la retórica se relacione también
con el discurso que se ocupa de lo que no puede ser de otra ma-
nera, pues cualquier ciencia parte siempre de un conjunto de
presupuestos retóricos.49 Las ciencias sociales serían imposibles
sin una mezcla de positivismo y hermenéutica y una base tópica,
más bien que axiomática.
Aristóteles condensa en un conocido pasaje de la Política todo
lo que pensaba acerca del ser humano como animal pensante o
retórico. Por eso, Ramírez lo transcribe insistentemente en casi
todos sus textos. Si hubiera que resumir su postura en pocas
palabras, habría que hacerlo en ese párrafo, pues resume todo lo
que Ramírez ha dicho y pensado a partir de Aristóteles. Ramírez
insiste en el significado del lógos en este pasaje, que busca lo
conveniente y lo bueno, pero no lo verdadero.50 Sin el lógos sería
imposible que se desarrollara el conocimiento humano. Aristó-
teles establece al comienzo de su Política que el hombre es el
más social de todos los animales porque posee lógos, entendien-
do éste como la capacidad de deliberar acerca de lo bueno y lo
malo, lo útil y lo inútil, lo justo y lo injusto, para realizar buenas
elecciones (Aristot. Pol. I 2, 1.253a 7-19).
Que el hombre sea un animal social implica la afirmación de
que la estructura de nuestras vidas está conformada por deseos

46. Cfr. J.L. Ramírez, «El retorno de la Retórica...», 66-67.


47. Ibíd., 67.
48. Ibíd.
49. Cfr. J.L. Ramírez, «La Retórica pórtico de la ciencia», Elementos: ciencia y cultu-
ra (Puebla, México), 50 (junio-agosto), 2003, 3-7.
50. Cfr. J.L. Ramírez, «Homo instrumentalis. Reflexiones (no sólo pesimistas) acer-
ca del dominio de la tecnología y de la renuncia humana a la libertad», Enl@ce. Revista
Venezolana de Información, Tecnología y Conocimiento (Maracaibo), 2, 2005, 61-77; [en
línea], Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Cien-
cias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-62.htm
[consulta: 10 de mayo de 2008].

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que el pensamiento y la sensación informan. Sin embargo, el
texto aristotélico no dice que los hombres sean los únicos ani-
males sociales, sino que son animales sociales en mayor grado
que otros animales.51 Muchos intérpretes, al sostener que el hom-
bre es el único animal social («político» o hasta «socio-político»,
según las traducciones),52 incurren al menos en dos ideas equi-
vocadas sobre el sentido de la afirmación aristotélica. Unos, en-
contrando en Aristóteles un magnífico aliado contra el indivi-
dualismo liberal al que se oponen, mantienen la superioridad de
la vida política sobre otros modos de vida.53 Pero esta interpreta-
ción de la política como un bien en sí mismo se topa con las
observaciones de Aristóteles al final de la Ética Nicomáquea y la
Política, donde se afirma la superioridad del bíos theórétikós frente
al bíos politikós. Otros, convirtiendo a Aristóteles en un determi-
nista biológico, se apoyan en la afirmación de que «en todos existe
por naturaleza el impulso (hormé) hacia tal comunidad» (Aris-
tot. Pol. I 2, 1.253a 29-30) y no dudan en mantener que Aristóte-
les viene a decir que tenemos un impulso natural —biológica-
mente heredado— que nos lleva a vivir juntos.54 Sin embargo,
para Aristóteles, el fin de la política no es la vida en común (syzén),
sino el vivir bien (eû zén). No se trata, pues, de impulsos determi-
nados biológicamente, sino de inclinaciones potenciales modifi-
cables de acuerdo con la experiencia (Aristot. Pol. III 9, 1.280b
39-1.281a 4). En definitiva, que el hombre sea un animal social
no es resultado ni de la superioridad de la vida política sobre
otros modos de vida ni fruto de un impulso biológico necesario.
Para Aristóteles, la política no es ni un fin en sí misma ni algo
inevitable, sino que es el modo más razonable de organizar la
pluralidad de inclinaciones y necesidades que conforman nues-
tra herencia biológica, una actividad fruto de nuestro deseo de

51. Cfr. J.L. Ramírez, «Tópica de la responsabilidad...», 220-223; «La Retórica pór-
tico de la ciencia...», 3-4.
52. Cfr. A. López Eire, «La naturaleza retórica del lenguaje», Logo. Revista de Retó-
rica y Teoría de la Comunicación (Salamanca), 8-9 (junio-diciembre), 2005, 37.
53. Cfr. H. Arendt, La condición humana (trad. R. Gil Novales), Barcelona, Paidós,
2002; J.G.A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la
tradición republicana atlántica (trad. M. Vázquez-Pimentel y E. García), Madrid, Tecnos,
2002; M.C. Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía
griega (trad. A. Ballesteros), Madrid, Visor, 1995.
54. Para una severa crítica a esta posición, cfr. M.C. Nussbaum, «Aristotle on Teleological
Explanation», en Aristotle’s De Motu Animalium: Text with Translation, Commentary, and
Interpretative Essays, Princeton, Princeton University Press, 1978, 59-106.

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vivir bien (eû zén). Los seres humanos son los únicos que tienen
capacidad para sentir lo que es mejor para ellos y ordenar sus
vidas de acuerdo con esto. Sólo desde estos supuestos es posible
comprender el alcance de este texto aristotélico.
El sentido del término lógos en este pasaje es radicalmente
opuesto a muchas interpretaciones actuales que convierten a Aris-
tóteles en una especie de valedor de la teoría de los actos de ha-
bla. Para estos exegetas, Aristóteles vendría a sostener que el ló-
gos tiene como propósito facilitar el intercambio de informa-
ción entre las personas, reduciendo así su significado al de mera
phonë.55 El lógos nos posibilita, en cambio, el descubrimiento, a
través de la deliberación, de los medios y los fines con los que
organizar nuestras vidas. Esta capacidad del lógos es una poten-
cialidad que puede desarrollarse o no, pues los seres humanos
son capaces de vivir bien o de vivir mal. Por eso, Ramírez tradu-
ce lógos como discurso y es una estructuración del pensamiento
por medio del lenguaje. Sin lenguaje no aprenderíamos a pensar.
De ahí que Ramírez insista en lo equívoco de traducir lógos como
razón, aludiendo a la vinculación establecida por Cicerón entre
ratio y oratio en numerosos pasajes (Cic. Sest. 42, 91-92; Tusc. I
25, 62; Inu. Rh. I 4, 5; De or. I 8, 32-33). Si el lógos se refiere
primordialmente a la bondad y no a la verdad es precisamente
porque la verdad es también algo aceptable.
La marcada distinción entre casa (oikía) y ciudad (pólis), sos-
tenida sobre todo por aquellos intérpretes que afirman la supe-
rioridad de la vida política sobre otros modos de vida, no es tal
en Aristóteles, pues ambas contribuyen al fomento del vivir bien
(eû zén). Para Aristóteles, el fin del hogar no es simplemente la
procreación, pues «en la casa se encuentran, ante todo, los prin-
cipios y las fuentes de la amistad, de la organización política y de
la justicia» (Aristot. EE VII 10, 1.242a 40-b 1). En este contexto,
Aristóteles señala también la analogía entre oikía y pólis como
formas de convivencia que diferencian a los hombres de los otros
animales: «En efecto, el hombre no es solamente un animal so-
cial, sino también familiar, y, al revés que los otros animales, no
se aparean ocasionalmente hombre y mujer; en un sentido parti-
cular, pues, el hombre no es un animal solitario, sino hecho para
la asociación con aquellos que son naturalmente sus parientes.

55. Cfr. A. López Eire, Actualidad de la Retórica, Salamanca, Ediciones Universidad


de Salamanca, 1995, 46.

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Habrá, pues, una cierta comunidad y una cierta justicia, aun
cuando no exista la ciudad» (Aristot. EE VII 10, 1.242a 22-27).
Esto subraya la importancia de la familia, recinto donde, a tra-
vés de la educación (paideía), se adquiere el sentido de identidad
personal necesario para poder deliberar.56 Uno de los principales
objetivos de la educación es preparar a los jóvenes para que pue-
dan deliberar sobre lo justo e injusto, de modo que se conviertan
en ciudadanos diligentes (spoudaîoi) y autónomos, es decir, ca-
paces de gobernarse a sí mismos y de gobernar la ciudad.57 Tarea
de los ciudadanos es, pues, juzgar qué diferencias potenciar y
cuáles rechazar por ser perjudiciales. Poniendo en práctica la
deliberación, los ciudadanos tratan de buscar el común acuerdo
entre ellos, que da expresión a su pensar y a su sentir, comuni-
cándoselo unos a otros, para poder desarrollar su vida en co-
mún. De este modo, las diferencias potencian el diálogo, el pro-
greso social y la crítica en el marco de la pólis.
El hombre no es en principio una inteligencia que reflexiona.
Estamos hechos de elementos más complejos de los que vislum-
bra el lógos. Somos mezcla de pasión y deseos, de valor y cobar-
día, de suerte y mala suerte, de compasión y alegría, de apetitos
y frustraciones. En este conglomerado que configura nuestra
individualidad se basan las tensiones que apuntan hacia tan dis-
pares objetivos, como aquellos que se ocultan bajo el nombre de
eudaimonía. «Unos creen que es alguna de las cosas visibles y
manifiestas, como el placer o la riqueza o los honores; otros,
otra cosa; muchas veces incluso una misma persona opina cosas
distintas: si está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es
pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia
admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de
ellos. Pero algunos creen que aparte de esa multitud de bienes,
existe otro bien en sí y que es la causa de que todos aquéllos sean
bienes» (Aristot. EN I 4, 1.095a 22-28).
Sobre la base de la vida, el érgon del hombre se determina
por el lógos. Por tanto la eudaimonía se ciñe a la «práctica de un
ser que tiene lógos. Pero aquél obedece, por una parte, a ese ló-
gos y, por otra parte, lo posee y piensa (dianooúmenos)» (Aristot.

56. Cfr. M.C. Nussbaum, «Shame, Separateness, and Political Unity: Aristotle’s
Criticism of Plato», en A.O. Rorty (ed.), Essays on Aristotle’s Ethics, Berkeley, University
of California Press, 1980, 395-435.
57. Cfr. N. Sherman, Making a Necessity of Virtue. Aristotle and Kant on Virtue,
Cambridge, Cambridge University Press, 1997, 325-330.

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EN I 7, 1.098a 3-5). Cada individualidad es parte de esa «razón»
o coherencia que, como lenguaje, enhebra a cada ser. En este
sentido, somos parte de una intersubjetividad que nos domina y
nos limita. Cada hombre nace ya alentado en ese lógos y cumple
en su individualidad los principios de un determinado mensaje
colectivo. Esta «propiedad» es realmente algo exclusivo del hom-
bre. En ese lógos, en la expresión de esa inmensa intersubjetivi-
dad, se dan las distintas versiones e interpretaciones del bien. Y
en ese ámbito que trasciende en todo momento los intereses de
cada individualidad se funda su arraigo como animal social, como
ser necesariamente impelido hacia la alteridad. Pero aquí apare-
cen también sus compromisos y de aquí arranca su obligación
moral y su responsabilidad colectiva.
Cada historia individual adquiere así un compromiso colec-
tivo que se va «mejorando» por la corrección de un lógos justo
(orthós lógos). Por tanto el lógos no puede ser un producto está-
tico de una lejana facultad. El lógos se hace en el ejercicio de su
propia justeza y «rectitud», de su propio e incesante dinamismo.
El problema de la mesura, del término medio entre extre-
mos, alude a ese carácter «intermediario» del lógos, a esa situa-
ción «intermedia», en la que cada individualidad se encuentra y
por la que no somos ni fines en nosotros mismos ni receptores
pasivos ante la «influencia» de las cosas y el mundo, ni origen ni
destinatarios exclusivos y últimos de los mensajes de la realidad.
En este proceso de mediación el individuo tiene que sentirse
necesariamente parte de un complicado organismo. La trage-
dia, incluso la tradición épica, había mostrado el lugar que ocu-
paba cada protagonista en la madeja de fuerzas que configura-
ban la vida. Este individuo atravesado por ajenos poderes tenía
que aprender a mantener un equilibrio entre ellos. La vida es el
resultado de ese equilibrio y el «saber» elegir es el ejercicio con-
tinuo de esa mesura. Con su teoría del mesótes Aristóteles fue
consciente de esa doble ciudadanía del hombre: por una parte,
el dominio de todo aquello que, con más o menos precisión, se
agrupa bajo el nombre de «irracional», y por otra parte, ese po-
der «centrador» del lógos, de la reflexión y la «medida». En la
construcción de un ámbito colectivo en el que cada individuali-
dad se vea comprometida no cabe sino establecer el equilibrio
de las tensiones que tienen empero que existir para lograrlo. «Es,
por tanto, la aretë un hábito selectivo que consiste en un término
medio relativo a nosotros, determinado por el lógos y por aque-

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llo por lo que decidiría un hombre prudente» (Aristot. EN II 6,
1.106b 35-1.107a 1); «mientras que en el caso de los demás ani-
males lo forzado es simple, como ocurre con los objetos inani-
mados (pues no tienen una razón y un deseo que se opongan,
sino que viven según sus deseos), en el hombre, en cambio, am-
bos se hallan presentes y a una cierta edad, a la cual atribuimos
el poder de obrar (pues nosotros no aplicamos este término
[prâxis] al niño ni tampoco al animal, sino sólo al hombre que
obra utilizando el lógos)» (Aristot. EE II 8, 1.224a 25-30).
Este territorio intermedio entre la naturaleza y la prâxis lo
ocupa el lógos que, aunque nos pertenece por naturaleza, está
presente en nosotros sólo «si el desarrollo se ha permitido y no
se ha impedido» (Aristot. EE 1.225b 31-33). El lógos, cuya posi-
bilidad está ya en la phýsis, tiene consecuentemente que irse
creando en el tiempo que el hombre necesita para ser; el lógos es
resultado de un proceso y ocupa por tanto la frontera que se va
ensanchando en el curso de la vida. Precisamente en este espa-
cio colindante con otros lógoi —tener lógos es lo mismo que con-
vivir (Aristot. Pol. I 2, 1.253a 1)— se da también esa fuerza que
transforma el lógos propio y que ya no depende de él. El «lógos
más fuerte» es siempre el lógos colectivo en donde se asientan
las razones de los otros, constituyendo la racionalidad común y
permitiendo la organización de la pólis. Pero en este espacio en
el que cada lógos se encuentra puede tener lugar también la pre-
eminencia de algunos.
Para alimentar esta preeminencia se necesita un poder que
aniquile el espacio que, como tal lógos, debe ocupar el otro, o
bien le impida desarrollarse. Si el lógos, la racionalidad, es una
empresa individual, bastaría con impedir su evolución para que
el tiempo que la phýsis necesita para crear su lógos se convirtiera
en un tiempo muerto, en una degeneración. Lo más grave es que
el lógos pierde su carácter de intermediario, de método para vi-
vir; de compañía en las decisiones, de juicio y crítica, de evolu-
ción y superación. Una prâxis sin lógos, sin principio rector, es
imposible. Su imposibilidad se manifiesta en una especie de ce-
guera en la que el principio del egoísmo hace regresar al hombre
al principio siempre amenazante, porque nunca insuperable, de
su animalidad. En este caso, la naturaleza pierde ya su inocen-
cia, su inmutable discurrir, para convertirse en naturaleza de-
gradada. Su degradación viene precisamente de todos aquellos
residuos que un lógos «impedido» arrastra y que paradójicamente
acaban por acomodarse sólo a lo «natural».

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Por tanto el lógos constituye la forma suprema de «mediación».
Su misma estructura intersubjetiva, expresada a través del «diálo-
go», sirve además para ir creando ese elemento imprescindible de
la comunicación denominado «racionalidad». Y la racionalidad
es «medio». La suma de «consciencias» que integran una comuni-
dad viven en ese medio, el cual tiende a homogeneizar los excesos
y defectos de cada individualidad, en la aceptación de lo «otro»,
que llega por la función imprescindible de toda comunidad que el
lógos fomenta. Si el hombre es un «animal que tiene lógos» y si la
filosofía práctica es el objeto de su investigación, el lenguaje será
un elemento fundamental en esta búsqueda.
El tema de la coordinación de los géneros retóricos adquiere
gran relevancia en los planteamientos de Ramírez. Tal como es-
tablece Aristóteles, tendríamos tres géneros, que Ramírez deno-
mina «discursivos»: dos de ellos, el judicial y el deliberativo, más
atentos a las cuestiones dialéctico-argumentativas, mientras que
el género epidíctico se centraría más en las cuestiones expresivas.
El género judicial de la retórica nos conduce al estudio de los
hechos no por su mera apariencia, sino por su intencionalidad.
Lo más importante para un juez no es el que algo sea un hecho
consumado, sino por qué lo fue. El género judicial implica así
una evaluación de los hechos que los transciende, buscando la
comparación de lo fáctico con lo contrafáctico, juzgando lo que
se hizo en relación con lo que pudo haberse hecho y no se hizo.
El género deliberativo, que se ocupa de las decisiones futuras y
que constituye la base de toda actividad política, no estudia la ver-
dad o la falsedad de algo que todavía no se ha realizado, sino de la
conveniencia o no de realizarlo. Por eso, Ramírez prefiere ampliar
el campo del género judicial llamándolo género evaluativo,58 pues
toda evaluación supone, además de la consideración de los hechos
del pasado, lo cual conlleva una deliberación jurídica, también un
contraste reflexivo de lo fáctico y lo contrafáctico, un resumen ex-
periencial que nos sirve de ayuda en el deliberar y el elegir.59
El género epidíctico no sería un género más entre los otros,
sino que Ramírez entiende este género ligado a la expresividad,
en general, y a la poética, en particular. La retórica expresiva
envuelve la retórica argumentativa y constituye su antistrofa, así

58. Cfr. J.L. Ramírez, «La retórica como lógica de la evaluación», Bordón. Revista de
Orientación Pedagógica (Madrid), 43/4, 1991, 407-420.
59. Cfr. J.L. Ramírez, «El retorno de la Retórica...», 72.

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como la retórica, constituye, en expresión de Aristóteles, la an-
tistrofa de la dialéctica. Sin la retórica expresiva no hay tampoco
retórica argumentativa. Sin elegir expresión (epídeixis) no hay
manera de argumentar, de juzgar ni de mostrar quién habla y de
qué habla. De ahí que Ramírez entienda la retórica, utilizando el
título de la Estética de Croce, como arte de la expresión.
La consideración de las tres písteis retóricas —éthos, páthos y
lógos—, que Ramírez denomina «mensajes», pero que nosotros
preferimos llamar «medios de credibilidad», conecta con el gé-
nero epidíctico. Sin embargo, coincidimos con él al considerar
que el páthos no debería reducirse a los sentimientos, sino impli-
car todo aquello que el hablante atribuye o es capaz de despertar
en el oyente o lector, incluso ideas y opiniones dadas. Eso es lo
que, a juicio de Ramírez, crea precisamente a Perelman el pro-
blema de su «auditorio universal», un hecho que indudablemen-
te obliga a los políticos a utilizar un lenguaje superficial que no
ofenda ni desdiga a nadie. El enthýméma basado en la omisión
de una premisa revela claramente lo que es el páthos en el senti-
do en que Ramírez lo entiende: aquello que se da por tan supues-
to de antemano en el oyente que no es preciso aludirlo e incluso
es más efectivo dejar que lo ponga él mismo inconscientemente.
El enthýméma se presenta como el esquema lógico del diálogo,
aunque teorías de la argumentación como la de Toulmin lo en-
mascaren con otras denominaciones.60
El fundamento de la mecánica conceptual en la teoría de la
expresión se encuentra en la tópica. La tópica es «lo presupuesto o
prejuzgado», «lo que damos por supuesto» (det förgivettagna), aque-
llo con que pensamos pero en lo que habitualmente no pensamos,
a saber, los puntos más o menos inconscientes de nuestro discur-
so cotidiano, que constituyen las ideas básicas y las formas de
organizar nuestra argumentación y la manera de elegir nuestra
expresión. Se trata de una línea de investigación que atraviesa la
Retórica de Aristóteles, y que, sin olvidar los idola de Bacon, que
impiden ver las cosas tal como son, puede encontrarse también
Vico, en las falacias políticas de Bentham,61 en la teoría de la argu-

60. Cfr. S. Toulmin, El puesto de la razón en la ética (trad. I.F. Ariza), Madrid, Revista
de Occidente, 1964; La comprensión humana (trad. N. Míguez), Madrid, Alianza, 1977;
Regreso a la razón. El debate entre la racionalidad y la experiencia y la práctica personales
en el mundo contemporáneo (trad. I. González-Gallarza), Barcelona, Península, 2003.
61. Cfr. J. Bentham, Falacias políticas (trad. J. Ballarín), Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1990.

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mentación de Perelman o en las investigaciones tópicas de Cur-
tius y Viehweg,62 el cual describe la tópica como la base para el
entendimiento tanto de la forma como del sentido del discurso
humano. Centrales son para la tópica, a juicio de Ramírez, las
aportaciones de Bornscheuer y de otros autores próximos a la
Topikforschung, para quienes cabría hablar de una tópica formal
y otra material.63 También abordan este asunto, por citar sólo al-
gunos autores que influyen en Ramírez directamente, Vigotsky,64
Bajtin,65 Ducrot y Todorov,66 Foucault67 o Bourdieu.68
Ramírez distingue entre una tópica de la expresión y una tó-
pica de la argumentación, así como había distinguido entre una
retórica de la expresión y una retórica de la argumentación, pues
la tópica no es otra cosa que la necesaria instrumentalidad de
cuanto la razón humana crea.69 Considera Ramírez que «[l]a tra-
dición, la llamada mentalidad, el lenguaje o vocabulario, las pre-
guntas típicas, las expresiones y giros que se eligen para una u
otra cosa, las afirmaciones prejuzgadas, los esquemas lógicos
que damos por supuestos, todo ello son elementos tópicos, ele-
mentos conectados con el “cómo” más que con el “qué”».70
El eje de la mecánica conceptual en la teoría de la expresión
se encuentra en la tropología. La teoría de la metáfora (analogía)
y, sobre todo, de la metonimia (asociación lingüística), es funda-
mental para entender lo que es el lenguaje y para advertir las
desviaciones y trampas a que nos somete el discurso. También la

62. Cfr. E.R. Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina (trad. M. Frenk Alatorre
y A. Alatorre), México, Fondo de Cultura Económica, 1999; Th. Viehweg, Tópica y filo-
sofía del derecho (trad. J.M. Seña), Barcelona, Gedisa, 1997.
63. Cfr. L. Bornscheuer, Topik. Zur Struktur der gesellschaftlichen Einbildungskraft,
Frankfurt, Suhrkamp, 1976; R. Boscher, Formale oder materiale Topik? Kontroversen
und Perspektiven der neueren literaturwissenschaftlichen Topik-Forschung [en línea],
Constanza, Bibliothek der Universität Konstanz, 1999, www.ub.uni-konstanz.de/kops/
volltexte/1999/301/pdf/301_1.pdf [consulta: 15 de mayo de 2008].
64. Cfr. L. Vigotsky, Pensamiento y lenguaje: cognición y desarrollo humano (trad.
P. Tosaus Abadía), Barcelona, Paidós, 1995.
65. Cfr. M.M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El
contexto de François Rabelais (trad. J. Forcat y C. Conroy), Madrid, Alianza, 1990; Esté-
tica de la creación verbal (trad. T. Bubnova), México, Siglo XXI, 1997.
66. Cfr. O. Ducrot y T. Todorov, Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje
(trad. E. Pezzoni), Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
67. Cfr. M. Foucault, La arqueología del saber (trad. A. Garzón del Camino), México,
Siglo XXI, 1978.
68. Cfr. P. Bourdieu, Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción (trad. Th. Kauf),
Barcelona, Anagrama, 2002.
69. Cfr. J.L. Ramírez, «Tópica de la responsabilidad...», 219-242.
70. J.L. Ramírez, «La ordenación del territorio como tarea discursiva...».

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ironía,71 la sinécdoque72 o el quiasmo73 cumplen una función im-
portante para entender la formación y la elección de expresiones.
En relación con la metáfora y la metonimia, Ramírez considera
que ambas constituyen «dos elementos estructurantes del sentido
del discurso».74 Al ponerlas en relación con el sentido y convertirlas
en condición necesaria del lenguaje, se aleja de una concepción
ontológica y semiótica de los tropos, para estudiarlos desde una
perspectiva biológica y genealógica. Metáfora y metonimia son
«mecanismos psíquicos e incluso psicofísicos, que estructuran los
significantes para engarzar en ellos el significado».75 Los conceptos
de metáfora y metonimia se relacionan con los de equivocidad y la
univocidad, que están a la base del discurso poético y científico,
respectivamente, y tienen que articularse, pues en cualquier inter-
pretación nos movemos ya siempre entre la comprensión y la expli-
cación. Ramírez señala el carácter inseparable de la metáfora y la
metonimia, pues constituyen «el reverso del acto mental de la iden-
tidad y la diferencia que, de modo elemental, está presente en todo
ser biológico».76 Si la metáfora resulta más fácil de identificar, pues
supone identificación entre lo que se nombre y aquello de lo que
participa el nombre, la mecánica de la metonimia, que se basa en
un desplazamiento del nombre a algo que es contiguo o mantiene
relación con ello, resulta mucho más interesante, desde un punto
de vista retórico, para evidenciar las manipulaciones del sentido a
las que con ella se somete al discurso.
En estos planteamientos es notable la influencia de Le Guern,77
quien rehabilita la metonimia desde una perspectiva semántica.
Para él, «la metonimia se define por un distanciamiento paradig-
mático: se trata de la sustitución del término propio por una pala-
bra diferente, sin que por ello la interpretación del texto resulte

71. Cfr. J.L. Ramírez, «La existencia de la ironía como ironía de la existencia. Una
investigación sobre el sentido», Isegoría (Madrid), 25, 2001, 115-145; [en línea] Scripta Vetera.
Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona,
Universitat de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-63.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
72. Cfr. J.L. Ramírez, «Synekdoke - om begreppsfenomenologi och om retorik som
praktikens kunskapsteori», en O. Eikeland y K. Fossestøl (eds.), Kunnskapsproduksjon
i endring: Nye erfarings- og organisasjonsformer, Oslo, AFI, 1998, 77-93.
73. Cfr. J.L. Ramírez, «Ps. 6996 ∞ Lära och leva - leva och lära. Om kiasmens heuristik
och om kunskapsetik», en G. Olsson (ed.), Chimärerna. Porträtt från en forskarutbildning,
Estocolmo, Nordplan, 1996, 201-212.
74. J.L. Ramírez, «La existencia de la ironía...», 128.
75. Ibíd., 130.
76. Ibíd.
77. Cfr. M. Le Guern, La metáfora y la metonimia (trad. A. de Gálvez-Cañero), Ma-
drid, Cátedra, 1976.

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netamente distinta».78 Por tanto, la metonimia nos proporciona «un
magnífico ejemplo de la solidaridad que se establece en el lenguaje
entre la relación referencial y la combinación en el eje sintagmáti-
co».79 Con ello, Le Guern no sólo advierte que reconocer la metoni-
mia como un desvío lingüístico con relación a lo que sería el habla
usual nos hace percibir que el deslizamiento de referencia no es
extraño al funcionamiento del lenguaje, sino también subraya que
el deslizamiento de sentido que activa la metonimia corresponde a
un desplazamiento de referencia entre dos objetos unidos por una
relación extralingüística, relación que se pone de relieve por la ex-
periencia común a una comunidad, sin estar vinculada a la organi-
zación semántica de la lengua de esa comunidad. Su discípulo, Bon-
homme,80 en un interesante trabajo sobre la metonimia, profundi-
za en el conocimiento de este tropo en esta misma perspectiva,
introduciendo la dimensión pragmática. Como escribe Ramírez,
«la metonimia no sólo actúa a nivel semántico, sino también a nivel
categorial»,81 es decir, «[e]xplicamos las acciones por las cosas o por
las personas corpóreas, interpretando la fuerza y la actividad desde
su sujeto o desde su objeto, cuando lo fenomenológicamente ade-
cuado sería explicar las cosas y las personas [...] por las acciones, las
fuerzas o las operaciones que las crean y les dan sentido».82
Como ha señalado en diversas ocasiones Ramírez,83 la ciencia
positiva —y la lógica formal como instrumento suyo— no es más
que puro juego sometido a reglas, que prescinde de la semántica, es
decir, de la eventual ambigüedad de los conceptos. Esto, que en la
ciencia natural es necesario y fructífero, al aplicarse a las ciencias
humanas desfigura la realidad y su conocimiento, pues al imitar a la
ciencia natural, las ciencias humanas reducen la acción a la mera
conducta externa y observable. De este modo se «abstrae» una ima-
gen determinada de los seres humanos, que deja fuera todos aque-
llos aspectos reales que no se pueden medir y manipular. Así es como,
en virtud de la metonimia, se «sustantiva» nuestra comprensión del
mundo. Pero los seres humanos no se subordinan totalmente a la
causalidad sino que actúan también libre y deliberadamente.

78. Cfr. ibíd., 26.


79. Cfr. ibíd., 28.
80. Cfr. M. Bonhomme, Linguistique de la métonymie, Berna, Peter Lang, 1987.
81. J.L. Ramírez, «La existencia de la ironía...», 128.
82. Ibíd., 128-129.
83. Cfr. J.L. Ramírez, «Ciencia social y mitologías modernas: acerca de las metonimias
del pensar», en J. Alcina Franch y M. Calés Bourdet (eds.), Hacia una ideología para el
siglo XXI. Ante la crisis civilizatoria de nuestro tiempo, Madrid, Akal, 2000, 301-320.

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El ser humano es un animal existencialmente paradójico. «Nues-
tro entendimiento de la realidad —escribe Ramírez— se asemeja a
una encrucijada [...] la salvación de nuestra cultura dependería de la
comprensión y aceptación de esa encrucijada irónica, articuladora de
las dos dimensiones inconmensurables de la existencia [...] Los dos
pares conceptuales fundamentales de esa encrucijada son el de identi-
dad/diferencia y el de metáfora/metonimia. El primero afecta a la ver-
tiente cognoscitiva y el segundo a la vertiente expresiva».84 Quizá sea
ésta la razón por la cual en los títulos de los escritos de Ramírez se
percibe este carácter paradójico —o, mejor, quiasmático— del ser hu-
mano. El quiasmo, que consiste en repetir palabras o expresiones
iguales de forma cruzada y manteniendo una simetría, para que la
disparidad de sentidos resulte significativa, intenta dar valor a una
idea central en base a la repetición de las frases. Su empleo potencia la
actividad reflexiva y facilita contemplar una misma situación desde
una perspectiva opuesta y complementaria, como sucede con los pro-
cesos filosóficos de la deducción —de lo universal a lo particular— y
de la inducción —de lo particular a lo universal—, que constituyen el
quiasmo sobre el cual se construye el ir y venir del pensamiento: «de lo
universal a lo particular o de lo particular a lo universal».85
Sirva este rápido panorama para mostrar lo que le ha permiti-
do a Ramírez exponer un esquema completo y coherente de lo
que debe ser una retórica para el siglo XXI, tarea urgente ante la
exclusión demagógica de la retórica del ámbito de los saberes. La
recuperación de la tradición retórica, desde una perspectiva nue-
va, no dogmática, y la liberación de las prohibiciones que pesaban
sobre ella, ha legitimado a Ramírez para desarrollar ampliamente
las relaciones de la retórica con democracia y la ciudadanía,86 con
la sociedad,87 y a afrontar el miedo a la libertad.88

84. J.L. Ramírez, Inom Europas gränser/En un contorno europeo, Estocolmo,


Nordplan, 1994, II.
85. J.L. Ramírez, «El espacio del género y el género del espacio», Astrágalo. Cultura de la
Arquitectura y la Ciudad (Alcalá de Henares), 5 (noviembre) 1996; [en línea], Scripta Vetera.
Edición Electrónica de Trabajos Publicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona,
Universitat de Barcelona, http://www.ub.es/geocrit/sv-69.htm [consulta: 10 de mayo de 2008].
86. Cfr. J.L. Ramírez, Los límites de la democracia y el quehacer educativo, Lérida,
Universitat de Lleida, 1994 [en línea], Scripta Vetera. Edición Electrónica de Trabajos Pu-
blicados sobre Geografía y Ciencias Sociales, Barcelona, Universitat de Barcelona, http://
www.ub.es/geocrit/sv-64.htm [consulta: 10 de mayo de 2008]; «Retorik och democrati»,
en J.L. Ramírez (ed.), Retorik och samhälle, Estocolmo, Nordplan, 1995, 5-18.
87. Cfr. J.L. Ramírez, «Konsten att tala - konsten att överväga», en J.L. Ramírez
(ed.), Retorik och samhälle, Estocolmo, Nordplan, 1995, 111-132.
88. Cfr. J.L. Ramírez, «Den omhuldade friheten, vad är det?», en L. Pettersson (ed.),
Utan fast punkt. Om förvaltning, kunstkap, språk och etik i socialt arbete, Estocolmo,
Socialstyrelsen, 2001, 86-137; «La libertad: ¿un engaño conceptual?», Foro Interno.
Anuario de Teoría Política (Madrid), 2, 2002, 15-44.

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CAPÍTULO V
DE LA FILOSOFÍA DEL LÍMITE
A LA HERMENÉUTICA SIMBÓLICA

Frente a una noción negativa de la idea de límite, que ha ca-


racterizado a la modernidad, la obra de Eugenio Trías se ha con-
centrado en elaborar una ontología del límite en su dimensión
positiva. Así aparece ya en su libro Los límites del mundo (1985).1
Esta lógica del límite es la que nos permite salir del dilema que
divide el pensamiento occidental y que, en cierto sentido, en-
frenta a la cultura oriental con la nuestra. El pensamiento occi-
dental ha eliminado todo enigma, desacralizando o negando todo
componente de revelación, todo sustrato simbólico y sagrado,
convirtiendo el hacer y el pensar ilustrado en pura praxis desen-
vuelta en voluntad o tecnología de poder, crudamente instrumen-
tal. Por ello, frente a la pretensión positivista de una autogenera-
ción de la razón, Trías considera que la razón, para poder con-
vertirse en matriz de toda reflexión, sólo puede manifestarse de
modo simbólico, superando así la capacidad limitada del pensa-
miento occidental y abriéndonos al territorio de la religión y de
la estética. Esta situación de frontera de la condición y razón
humana es el eje fundamental del pensamiento de Trías.
También a la hermenéutica analógica se la podría denominar
filosofía del límite, pues trata de poner un límite y además se
coloca en el límite. La hermenéutica analógica pone límite a la
univocidad y a la equivocidad, y se sitúa en el límite donde am-
bas se tocan. Este límite no es otro que el límite entre el hombre
y el mundo, la naturaleza y la cultura, la lengua y el habla, la
diacronía y la sincronía, la estructura y el contenido, lo sintag-
mático y lo paradigmático, el lógos y el ón, el lenguaje y el ser, la
hermenéutica y la ontología.
Por su parte, Andrés Ortiz-Osés insiste en la necesidad de
entender la hermenéutica como mediación, que él encuentra en
forma de implicación o co-implicación de los opuestos. En Amor
y sentido. Una hermenéutica simbólica (2003) da una gran im-
portancia al símbolo, ya que éste es factor de unión, fuerza co-

1. Cfr. E. Trías, Los límites del mundo, Barcelona, Ariel, 1985.

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hesionadora, que puede llevar a los extremos a su conciliación y
reconciliación.2
También la hermenéutica analógica encuentra mucha vincu-
lación con la hermenéutica simbólica, pues el límite analógico
supone siempre una implicación de sentidos. Presentaremos a
continuación cómo se relaciona la hermenéutica analógica con
la filosofía del límite y la hermenéutica simbólica.

La filosofía del límite

El proyecto filosófico de Trías supone una profunda renovación


de la filosofía primera.3 La idea que orienta desde el principio su
trayectoria filosófica es la idea de límite, que quiere presentarse
como nuevo fundamento de la filosofía. Sin embargo, la filosofía
del límite, pese a exponerse de forma sistemática, no se presenta
como un sistema.4 En torno a ese límite se articulan una ontología
y una reflexión sobre la naturaleza o condición humanas, que expli-
citan el significado del límite, concebido como espacio crítico de
sentido y como lugar donde acontece el ser y la verdad.
Frente a una concepción excesivamente racionalista de la filo-
sofía occidental, Trías se ubica en un espacio hermenéutico, limí-
trofe e intermedio entre el singular y el universal, entre el raciona-
lismo y el irracionalismo, entre el mundo y el sinmundo, entre el
cerco del aparecer y el cerco hermético. Así, por ejemplo, se mues-
tra en la correlación entre érós y lógos: «no existe un orden pasio-
nal divorciado de un orden racional, sino un nexo interno entre
pasiones que predisponen hacia actitudes racionales y de razones
que esclarecen y especifican, iluminan o universalizan comporta-
mientos pasionales».5 Además, «esta correlación de érós, poíésis y
lógos esclarece, en suma, la síntesis de pasión y de razón que cons-
tituye al ser humano, síntesis que la filosofía desarrolla».6

2. Cfr. A. Ortiz-Osés, Amor y sentido. Una hermenéutica simbólica, Barcelona,


Anthropos, 2003.
3. Cfr. J.M. Martínez-Pulet, Variaciones del límite: la filosofía de Eugenio Trías, Ma-
drid, Editorial Noesis, 2003, 30.
4. Cfr. A. Sánchez Pascual y J.A. Rodríguez Tous, «Presentación de los editores», en
A. Sánchez Pascual y J.A. Rodríguez Tous (eds.), Eugenio Trías: el límite, el símbolo y las
sombras, Barcelona, Ediciones Destino, 2003, 7.
5. E. Trías, Filosofía del futuro, Barcelona, Ariel, 1983, 29.
6. Ibíd.

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El érós abre de este modo un espacio mediador y hermenéu-
tico entre los dioses y los mortales, entre el singular y el univer-
sal, capaz de atravesar conceptos y abstracciones hasta llegar al
ser singular de cada cosa, pero no para fundirse con ella, sino
para «producirla» o «crearla». De ahí el sentido que, para Trías,
tiene la reivindicación del carácter de «creación» de la filosofía,
eje sobre el que articula su teoría hermenéutica. La filosofía sólo
podrá recuperar su vitalidad cuando los filósofos y el conjunto
de la sociedad civil sepan estar de nuevo a la altura de lo que ella
significa: un ejercicio constante de creación, fecundado por el
poder del érós.
Esta síntesis de pasión y razón caracteriza al «ser fronteri-
zo», que es aquél capaz de llegar a ser lo que ya es: límite del
mundo. Ante la situación crítica en la que se encuentra en la
actualidad la filosofía, Trías esboza en La razón fronteriza (1999)
el proyecto de una filosofía del límite para dar razón de la exis-
tencia del hombre como «ser fronterizo». Propone someter a
crítica la razón, asumiendo el potencial crítico de la filosofía ilus-
trada desde una vertiente hermenéutica que no pierda de vista la
metafísica. Se abre así paso a un nuevo modelo de razón, la que
denomina «razón fronteriza», fundamento de su filosofía del lí-
mite que, como él mismo afirma, «se organiza en torno a un
triángulo ontológico que permite mostrar tres vértices: en el pri-
mero de ellos, se redefine lo que desde Parménides y Aristóteles
se llama ser como ser del límite; en el segundo se determina el
lógos, o “razón”, que a ese ser del límite corresponde, y que es esa
“razón fronteriza”; y en el tercero se halla en las “formas simbó-
licas” el modo de colonizar o explorar el suplemento (de miste-
rio) que la postulación del límite exige».7
La razón fronteriza es la razón de un ser en el que se conju-
gan voluntad e inteligencia. La obra de Trías supone en conse-
cuencia una investigación sobre lo que por «razón» puede en-
tenderse, pues es precisamente «esa auto-reflexión de la inteli-
gencia sobre sus propios alcances y capacidades en relación a
ese ser del límite [...] lo que le concede hondura y proyección
crítica. Esa inteligencia, puesta de manifiesto en trazos y en usos
verbales, o en iniciativas y empresas, o en acciones y decisiones,
o en producciones y obras, o en ritos y escenificaciones, compo-
ne el universo de lo que, tradicionalmente, se entiende por razón

7. E. Trías, La razón fronteriza, Barcelona, Destino, 1999, 13.

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o lógos. Éste constituye el hábitat mismo en donde se asienta el
fronterizo: el marco de inteligibilidad potencial en que se insta-
la. Pero en sentido estrictamente filosófico debe entenderse por
razón la plena potenciación actualizada de esa inteligibilidad
presupuesta. Y esa razón, concebida en forma filosófica, se pro-
pone en esta filosofía del límite como razón fronteriza».8
Así presenta Trías el principio de una crítica de la razón fron-
teriza que es ya una crítica de la razón histórica por el trata-
miento no sólo sincrónico, sino también diacrónico que da a las
categorías. Hay que destacar la dimensión crítica que tienen es-
tas categorías, pues de este modo es posible comprender la críti-
ca de la razón fronteriza como «una reflexión sobre los distintos
modos críticos de aproximarse al tema u objeto de que se trata,
discerniendo entre los distintos modos de manifestarlo o reve-
larlo».9 Son siete las categorías que constituyen la configuración
metodológica de la «razón fronteriza»: a) categorías fenomeno-
lógicas («matriz», «existencia», «limes», «lógos»); b) categorías
hermenéuticas («razón fronteriza», «símbolo»); c) categoría fron-
teriza («ser del límite»). Estas categorías configuran un sistema,
abierto, que es necesario pensar pero que, en virtud del límite, es
imposible conocer. Son como variaciones que revelan «el carác-
ter orgánico y vivo de la propia razón, que no es una razón mecá-
nica ni simplemente “dialéctica” sino una razón viviente, surgi-
da y afincada en el dato existencial del comienzo».10
En La edad del espíritu (1994), Trías traza una historia del
espíritu. Tras la edad de la razón, de la ciencia y del análisis,
llegamos a un cierto despertar del espíritu, a una edad del espíri-
tu, que se va encarnando en diversas manifestaciones peculiares
de cada época. Para Trías, el símbolo se sitúa en el espacio limí-
trofe de lo sagrado y del aparecer: «El acontecimiento simbólico
se asienta en ese limes en el cual tiene lugar el posible encuentro
entre lo sagrado y el mundo, o entre las hierofanías y el testigo.
Ese espacio limítrofe y fronterizo constituye el lugar mismo en
el cual el símbolo puede al fin constituirse como tal símbolo,
como genuino sym-balein (o encaje y coincidencia de sus dos
partes, simbolizante y simbolizada)».11

8. Ibíd., 252.
9. Ibíd., 256.
10. Ibíd., 330.
11. E. Trías, La edad del espíritu, Barcelona, Destino, 1994, 347.

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Trías caracteriza así a la Edad Media como una época simbó-
lica. Son muchos los ejemplos de autores medievales que desta-
can la importancia capital de ese caminar del límite: san Buena-
ventura y santo Tomás de Aquino, pero también Joaquín de Fio-
re, Meister Eckhart y Nicolás de Cusa. Todos ellos conjuntan el
éxtasis y la razón, el balbuceo y la palabra, la metáfora y la meto-
nimia, el juego de la imaginación creadora y la razón estructu-
rante, de lo imaginario y lo conceptual, lo emocional y lo intelec-
tivo, mediante la razón analógica. Ya no se da por una parte la
imaginación y por otra lo inteligible, como tampoco se da por
un lado la metáfora y por otro lado la metonimia. Ambas se re-
únen en el ámbito de la analogía, que es sym-bálica, que une el
significante y el significado, aunque sin perder la advertencia de
su limitación. «El órgano imaginativo promovía una conjunción
y convenientia entre la intuición sensible de lo sagrado y su com-
prensión inteligible, o entre los efectos de lo sagrado y la Causa
que de éstos podía deducir una inteligencia capaz de sensibili-
zarse. Una “razón analógica” podía justificar esa mediación o
nexo entre efectos y causas, o entre vestigios, signos sensibles e
imágenes y sus principios causales».12
La razón fronteriza, simbólica, analógica, ayuda más a unir
que a separar, pero respetando la distancia innegable que hay. La
analogía une sin perder la separación, en el límite en el que los
trozos del símbolo se tocan, y con esto basta; iguala sin hacer
perder la diferencia, y con ello es suficiente; enriquece con el co-
nocimiento fontal y proyectivo que sólo puede darse en el límite.
La razón fronteriza tiene una orientación práctica que le es
característica. No es sólo una razón teórica capaz de determinar
las condiciones que hacen posible el conocimiento de la verdad,
sino que es también una razón crítica que concibe esa adquisi-
ción de conocimiento, o su posesión experiencial en forma de
sabiduría, con el fin de promover cambios y mutaciones en la
propia existencia. El ser del límite se presenta así como una en-
crucijada o como un cruce de caminos.
El límite remite en último término a la experiencia. Ese lími-
te, radicalmente topológico, es «el trazado limítrofe que proyec-
ta, a la vez, la doble posibilidad de la razón y de la sinrazón, o de
cordura y demencia, o de sentido y sinsentido».13 El limes, con-

12. Ibíd., 404.


13. E. Trías, La razón fronteriza..., 304.

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cebido en términos topológicos, nos revela la esencia del ser del
límite, que no es una esencia sin más sino una esencia referida
tanto al pasado, al presente y al futuro. En este sentido podemos
decir que el ser del límite es topológico. Una razón fronteriza
implica, por tanto, co-participación, síntesis, hibridación o mes-
tizaje de esos extremos que se tocan en un límite, sin fusionarse
o devorarse mutuamente, sino guardando sus proporciones.

La hermenéutica simbólica

Existe una gran implicación entre una hermenéutica simbó-


lica y una hermenéutica analógica. En su libro Mundo, hombre y
lenguaje crítico (1976), Andrés Ortiz-Osés afirma que la razón
hermenéutica es una razón simbólica. El paso del mito al logos
se da por la mediación del diá-lógos. Así, la hermenéutica, como
lenguaje dia-lógico, media entre el lenguaje mitológico y el len-
guaje lógico. Es crítica y, sobre todo, dia-crítica: «Es, pues, la
racionalidad hermenéutica el lugar de la dilucidación (interpre-
tación analógica) de la verdad tanto del mito (en cuanto lenguaje
equívoco) como del lógos (en cuanto lenguaje unívoco)».14 De esta
manera, la analogía es lo propio de la hermenéutica, y de la ra-
zón simbólica. El mito usa un lenguaje equívoco, que va hacia el
sentido; el diá-lógos, un lenguaje analógico, que va hacia la signi-
ficación; y el logos, un lenguaje unívoco, que va hacia el signifi-
cado. Así, Ortiz-Osés define la hermenéutica como «la ciencia
general y fundamental de las significaciones (humanas)».15
En La nueva filosofía hermenéutica (1986), Ortiz-Osés reto-
ma el tema de la analogía, centrándose en el correlacionismo de
Ángel Amor Ruibal. La noción de ser tiene un contenido relacio-
nal, «en cuanto modo-de-relación (relato) y existencialidad aná-
loga».16 Hay un conocimiento pre-reflexivo y prelógico que es el
unívoco (por indiferenciado), pero al ir avanzando en las deter-
minaciones, llegamos a un conocimiento proposicional y lógico
que es analógico. «Así pues, el conocimiento de Dios es funda-
mentalmente (fundacionalmente) unívoco: en un tal conocimien-
to obtenemos una significación subjetivamente idéntica pero que

14. A. Ortiz-Osés, Mundo, hombre y lenguaje crítico, Salamanca, Sígueme, 1976, 26.
15. Ibíd., 129.
16. A. Ortiz-Osés, La nueva filosofía hermenéutica. Hacia una razón axiológica
posmoderna, Barcelona, Anthropos, 1986, 257.

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se aplica a seres diferentes según sus órdenes categoriales: ello
es posible porque las ideas y los conceptos no son, ruibaliana-
mente, fines sino medio/medium de nuestro conocer. Por enci-
ma de este originario conocimiento unívoco y el secundario aná-
logo, aparece el conocimiento metafórico —análogo de atribu-
ción— de Dios».17
Por tanto, la noción de analogía resulta central en la herme-
néutica simbólica desarrollada por Ortiz-Osés. En Metafísica del
sentido. Una filosofía de la implicación (1989), asocia, en la línea
de Peirce, la noción de analogía con la iconicidad. La noción de
la analogía está relacionada además con la implicación. La ana-
logicidad tiene una labor mediadora y de coincidencia de los
opuestos. El mediador es analógico, la mediación implica analo-
gicidad, y el símbolo, como ya decía Kant, sólo se puede inter-
pretar mediante la analogía, precisamente porque el símbolo
representa por analogía.18
El lenguaje se diferencia de la razón por el hecho de ser una
topología que coimplica simbólicamente: «el Sentido dice Impli-
cación: el sentido es aquello que nos “implica” o imbrica, cuya
“explicación” se encuentra en nuestro consecuente lenguaje o
actitud fundamental (axiológica) [...] eso es el Sentido: una rela-
ción de “coimplicidad” en la que predomina el carácter articula-
torio del lenguaje (o mejor, de un lenguaje fundante o fundacio-
nal y no meramente funcional)».19
De ahí se derivan algunas ideas centrales. En primer lugar, el
sentido es topológico, pues «dice relación, logos-reunión, relación
de implicación. Esta implicación que el sentido dice encuentra su
adecuado correlato en “nuestro” lenguaje, en el que relatamos di-
cha relación, explicamos dicha implicación, explicitamos lo im-
plicitado y con-dicionado. El lenguaje, y no la razón, es la topolo-
gía de un sentido definido como implicación. Pues mientras que
la razón desimplica, explica o libera la esencia eidética por abs-
tracción, el lenguaje es la explicación implicativa de lo real».20
En segundo lugar, el sentido es un «querer decir» arquetípico:
«los conceptos clásicos son suplantados por arquetipos, las ideas
por símbolos, la abstracción por la imaginación trascendental y

17. Ibíd., 280.


18. Cfr. I. Kant, Crítica del Juicio..., § 59.
19. A. Ortiz-Osés, Metafísica del sentido. Una filosofía de la implicación, Bilbao, Uni-
versidad de Deusto, 1989, 9.
20. Ibíd., 33.

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su “visión interna” o intuitiva (Insight, Einsicht, Intuitio), la nece-
sidad lógica por la antropológica y la generalidad o universalidad
abstracta por la universalidad concreta [...] pero este sentido radi-
cal no remite a un origen puro sino a un origen originado o prin-
cipio principiado. A pesar de ello, cabe y debe distinguirse entre lo
arquetípico [...] y lo típico [...] esta distinción recubre la diferencia
hermenéutica entre ontología y lógica, axiología y política, senti-
do impuro y verdad tersa o puritana».21
En tercer lugar, el sentido supone un equilibrio dinámico,
pues «el descentramiento de la Razón y su sentido abstracto con-
lleva la relativización del sentido de la vida a la vida de los senti-
dos, así como el desplazamiento del sentido como dado (condi-
ción estática) al sentido como condición extática».22
Por último, el sentido es implicación. El sentido procede por
relación, no por abstracción: «El lenguaje del sentido es, en efec-
to, un lenguaje relacional que comunica lo incomunicado e iden-
tifica la diferencia, el otro, lo irrelacional y desarticulado».23 Como
escribe Ortiz-Osés, «el sentido implicado es así un sentido impli-
cativo: lenguaje urdido o tejido relacionalmente».24
El sentido de la vida se encuentra en la vida del sentido, en
una vida de sentido, que «se ubica transicionalmente en el qui-
cio liminal entre eros y logos, naturaleza y cultura, cosmos y
hombre».25 Esto nos conduce a vivir la vida interpretativamente,
pues es en la vida donde se urde el sentido, que comparece siem-
pre en la encrucijada.
Se trata, en definitiva, de una hermenéutica creativa, que tra-
ta de ir siempre más allá y que se compromete con una construc-
ción responsable de la sociedad, transformando la realidad dada
mediante una interpretación que nos acerca a la vida, al hombre
como microcosmos.26 El signo icónico es el único que tiene la
capacidad de presentar el todo en un fragmento, como el hom-
bre, que es el microcosmos o resumen del macrocosmos.

21. Ibíd., 20.


22. Ibíd., 13.
23. Ibíd., 16.
24. Ibíd., 17.
25. Ibíd., 15.
26. Cfr. A. Ortiz-Osés, Liturgia de la vida. (Breviario de la existencia), Bilbao, Edicio-
nes Laga, 1996.

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CAPÍTULO VI
ÉTICA DE LA RAZÓN CORDIAL

De la ética mínima a la ethica cordis

La trayectoria intelectual de Adela Cortina, que puede ubi-


carse en la llamada «Generación de la Democracia»,1 presenta
una perspectiva original, destacable por su decidida aportación
en el ámbito cívico-social español. De raíz kantiana, el pensa-
miento de Cortina apuesta por la transformación de la racionali-
dad ética-política que practican en el siglo XX Karl-Otto Apel y
Jürgen Habermas con la llamada «ética del discurso» y une a
estas aportaciones las de la ética española del pasado siglo con el
fin de diseñar una fundamentación racional universalizable, es-
trechamente ligada a la aplicación.
La ética tiene por meta fundamentar lo moral, pero la funda-
mentación cobra significado en conexión con otros saberes y des-
cubriendo cómo los principios pueden encarnarse en la vida so-
cial. Es necesario, pues, atender a la lógica de la razón plenamen-
te humana, que es argumentativa, pero también capaz de estimar
y sentir, que busca la justicia, pero también la felicidad. La huella
de Ortega, Aranguren y Marías es aquí palmaria. Desde esa razón
cordial se fundamenta una ética de la responsabilidad solidaria.2
Cortina postula un procedimentalismo ético, fundamentado
en el acuerdo intersubjetivo, propone la rehabilitación de una ra-
zón práctica responsable y solidaria y el establecimiento de una
moral universalizable, mostrando la necesidad de una ética míni-
ma, cívica, capaz de articular las éticas de máximos de una socie-
dad moralmente plural. Se trata de descubrir la ética de mínimos
universales, que es el poso en la razón de distintas tradiciones,
tanto religiosas como seculares.3 Esa ética mínima se plasma en

1. Cfr. A.J. Ruiz de Samaniego y M.A. Ramos (eds.), La generación de la democracia.


Nuevo pensamiento filosófico en España, Madrid, Tecnos-Alianza, 2002, 59-79.
2. Cfr. A. Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Salamanca, Sí-
gueme, 1985; J. Sánchez-Gey Venegas, «De la ética mínima a la ética de la razón cor-
dial», en J.L. Caballero (ed.), Ocho filósofos españoles contemporáneos, Madrid, Edicio-
nes Diálogo Filosófico, 2008, 363-392.
3. Cfr. A. Cortina, Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Madrid, Tecnos,
1986; Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990.

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las distintas esferas de la vida social —en la empresa, la medicina
y biología, la educación, los media, la política—, convirtiéndose
en una ética aplicada que diseña la figura de un sujeto moral autó-
nomo, de un ciudadano que es protagonista de su propia vida y
reclama una democracia radical.4 Algo que se descubre a través
de la filosofía, pero también en la vida cotidiana de sociedades tan
ligadas entre sí como la española y las latinoamericanas.
Los principales temas de reflexión son entonces la relación entre
ética y religión,5 la necesidad de una ética de la economía y la empre-
sa,6 la propuesta de una ética de los medios de comunicación,7 el
estatuto de la bioética8 y también la necesidad de repensar la reali-
dad del consumo,9 que es una de las claves de nuestra sociedad.
En lo que concierne al mundo político, los dos grandes asun-
tos serán los conceptos de ciudadanía y democracia.10 El de ciu-
dadanía se contempla desde distintas vertientes (legal, política,
social, económica, intercultural, compleja y cosmopolita) y las
consideraciones sobre la democracia llevan al diseño de una de-
mocracia radical. La democracia moralmente deseable y legíti-
ma no se reduce a un simple mecanismo para decidir quién ejer-
ce el poder, sino que es una forma de organización social, cuyo
sustrato se encuentra en el reconocimiento de la autonomía de
los ciudadanos, a partir de la cual la igual participación se trans-
forma en un requisito indispensable. La democracia radical se
presenta así como un camino nuevo e intermedio entre las visio-

4. Cfr. A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, Madrid, Tecnos, 1993.


5. Cfr. A. Cortina, La ética de la sociedad civil, Madrid, Anaya-Alauda, 1994; Ética
civil y religión, Madrid, PPC, 1995; Alianza y contrato. Política, ética y religión, Madrid,
Trotta, 2001.
6. Cfr. A. Cortina, J. Conill, A. Domingo, y D. García-Marzá (eds.), Ética de la empre-
sa, Madrid, Tecnos, 1994; A. Cortina, Democracia participativa y sociedad civil. Una
ética empresarial, Santafé de Bogotá, Fundación Social-Siglo del Hombre Editores, 1999;
A. Cortina (ed.), Construir confianza. Ética de la empresa en la sociedad de la informa-
ción y las comunicaciones, Madrid, Trotta, 2003.
7. Cfr. A. Cortina, «Ética discursiva en el ámbito de la información», en E. Bonete
(coord.), Ética de la información y deontologías del periodismo, Madrid, Tecnos 1995, 134-
153; «Ciudadanía activa en una sociedad mediática», en J. Conill y V. Gozálvez (eds.), Ética
de los medios. Una apuesta por la ciudadanía audiovisual, Barcelona, Gedisa, 2004, 11-31.
8. Cfr. A. Cortina, «Bioética y nuevos derechos humanos», en J.M.ª Sauca (ed.), Proble-
mas actuales de los derechos fundamentales, Madrid, Universidad Carlos III, 1994, 441-456.
9. Cfr. A. Cortina, Por una ética del consumo. La ciudadanía del consumidor en una
época global, Madrid, Taurus, 2002.
10. Cfr. A. Cortina, Ciudadanos del mundo, Madrid, Alianza, 1997; «El protagonismo
de los ciudadanos. Dimensiones de la ciudadanía», en A. Cortina y J. Conill (eds.),
Educar en la ciudadanía..., 13-30; Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el
siglo XXI, Oviedo, Ediciones Nobel, 2007.

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nes liberal y comunitaria, que exige respetar la diversidad entre
los seres humanos desde una ciudadanía compleja, asumir los
compromisos de esa misma democracia, circunscribir el espa-
cio en el que se despliega lo político, sin intentar abarcar otros
campos de la vida social, reconocer a los hombres como seres
autónomos e interlocutores válidos para dialogar sobre los asun-
tos que les afectan. Este sujeto se transforma en una pieza clave
del mundo moral y en el protagonista de la democracia.11 Los
planteamientos de Cortina constituyen así un examen enrique-
cedor y actual sobre la democracia con el propósito de potenciar
la deliberación sobre formas de vida más justas y felicitantes.12

Hermenéutica crítica

La hermenéutica crítica tiene uno de sus pilares fundamen-


tales en la propuesta de Habermas y Apel. Ambos dialogan críti-
camente con el modelo positivista y sus fundamentos en el mo-
delo tradicional del conocimiento. Las teorías del conocimiento
denominadas contemplativas desconocen el interés que todo
conocimiento lleva consigo, haciendo de esta acción una activi-
dad con intenciones explícitas de neutralidad. Este problema fue
criticado por la hermenéutica, ya que significaba un círculo vi-
cioso en el sentido de que el reconocimiento de los intereses y
prejuicios del sujeto al interpretar, no debían ser vistos como un
impedimento para la objetividad del conocimiento, por el con-
trario, era una modalidad de la objetividad. Se trata del recono-
cimiento de la determinación histórica que está contenida en
toda interpretación y que su acción emancipadora no consiste
en «ocultar» la subjetividad interpretativa sino más bien en ha-
cernos cargo de ella. Para Habermas la posibilidad de ruptura
del círculo de la interpretación determinado por el interés está
en la tematización de este interés como constitutivo de la racio-
nalidad hermenéutica. Realiza Habermas este ejercicio en el te-
rreno de la epistemología remontándose a las fuentes originales
y volviendo a recorrer el camino de construcción para el recono-

11. Cfr. A. Cortina, Los ciudadanos como protagonistas, Barcelona, Galaxia


Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999.
12. Cfr. J. Sánchez-Gey Venegas, «Adela Cortina: reflexión y compromiso ético», Re-
vista agustiniana (Madrid), 47/144, 2006, 561-574; «Ética y educación: Adela Cortina»,
Analogía filosófica: revista de filosofía, investigación y difusión (México), 21/2, 2007, 27-54.

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cimiento explícito de los intereses y prejuicios que contiene toda
investigación. En esta reconstrucción se establecen tres tipos de
intereses: el interés técnico instrumental suscrito por las cien-
cias empírico-analíticas, el interés práctico que constituye a las
ciencias hermenéuticas y, por último, el interés emancipatorio
que es el que está como fin último de las ciencias sociales.
Sin un contexto interpretativo crítico anulamos los efectos no
intencionales por la vía de la univocidad. Leer los procesos de la
praxis con la mediación de la hermenéutica crítica contribuye a la
circularidad del argumento sobre la absolutización del orden dis-
cursivo que se asienta en una praxis hegemónica de univocidad del
orden de la totalización. Una acción responsable por la vida plena
de la humanidad tiene que aspirar a relaciones dialógicas de comu-
nicación mediadas por el uso de la racionalidad comunicativa. Para
esto la hermenéutica crítica aporta sustanciales contribuciones.
La hermenéutica crítica trata de poner en crisis las intencio-
nes mediante el análisis de los efectos intencionales y no inten-
cionales. No se busca encontrar la intención de un autor origi-
nal, más bien el sentido se ha desplegado hacia una racionalidad
vital que es imposible si no se ponen de manifiesto los contextos
hermenéuticos y sus posibilidades críticas. Hacer una herme-
néutica crítica es ejercer la compresión-crítica como manifesta-
ción simbólica que en un primer momento exige el saber bajo
qué condiciones se produjo el código desde donde estamos inter-
pretado, ejercer la crítica y posteriormente incluir la significa-
ción dinámica en la razón sentiente corporal.
La hermenéutica constituye un ámbito para comprender crí-
ticamente el proceso de racionalidad vital. La hermenéutica nos
proporciona nuevos fundamentos teóricos para analizar las re-
laciones humanas basadas en el ejercicio de la razón de vida
plena para toda la humanidad y para superar los problemas por
los cuales actualmente atraviesa en el campo teórico. La herme-
néutica como horizonte de compresión crítico supone un giro
en la investigación, que se orienta hacia el complejo de la reali-
dad comunicativa como lo multiforme constitutivo de la vida.
La hermenéutica crítica entiende la interpretación como un
proceso de ruptura en los efectos no intencionales de un orden
interpretativo de univocidad. Ésta es la condición necesaria para
la construcción crítica del conocimiento en la dimensión de lo
social y de modo particular en las relaciones comunicativas. La
hermenéutica crítica se caracteriza porque concibe la interpre-

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tación como una relación compleja de efectos intencionales y no
intencionales que la hacen una acción siempre incumplida; es
decir, que toda interpretación es siempre infinita y en perma-
nente cambio. La hermenéutica crítica se opone a considerar
que la interpretación es un factor de la reproducción y que con él
se pueden eliminar todos los malentendidos.
La hermenéutica crítica resalta la lingüisticidad de la corpo-
ralidad viviente y sus permanentes nuevos sentidos de interpre-
tar, de modo que la hermenéutica crítica nos permite dar cuenta
sobre el sentido vital del proceso de interpretación. La interpre-
tación no es una esencia absoluta al margen de los efectos no
intencionales de las acciones intencionales. La interpretación no
es el recurso comunicativo para reprimir o controlar el ejercicio
interpretativo de lo no intencional. La hermenéutica representa
un proceso donde las distintas formas de interpretación y el re-
conocimiento de sus fundamentos siempre abren un espacio de
contenido futuro. La hermenéutica crítica nos sirve para darle
fundamento al hecho de que la praxis social no puede ser acríti-
ca de sus efectos intencionales y no intencionales.
Una hermenéutica crítica tiene que producir un espacio que no
se limite a un orden establecido, donde la interpretación juega un
papel trascendental para comprender los riesgos de un discurso
unívoco. La hermenéutica crítica es una de las condiciones necesa-
rias para generar espacios de diálogo con un discurso que se asume
y ejerce como totalitario. La hermenéutica crítica se encuentra muy
próxima a la retórica entendida como una estructura activa del len-
guaje que propone que más allá de la pura recepción pasiva el intér-
prete introduce nuevas formas del sentido en el lenguaje.
El término hermenéutica crítica ha sido el propuesto por Cor-
tina como método para la ética aplicada ante el esfuerzo por
intentar encontrar en la actualidad un fundamento para lo mo-
ral. Pone de relieve Cortina la existencia de tres modelos posi-
bles, pero insuficientes.13 Se trata de los siguientes modelos: la
«casuística 1» —deductivo—, la «casuística 2» —inductivo— y la
«aplicación del modelo procedimental de la ética discursiva».
Señala la ineficacia del modelo deductivo, desarrollado por Aris-
tóteles, y que considera los casos concretos como una particula-
rización de los principios generales, privilegiando el lugar de la

13. Cfr. A. Cortina, «El estatuto de la ética aplicada. Hermenéutica crítica de las
actividades humanas», Isegoría (Madrid), 13, 1996, 119-134.

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teoría. Dos son las insuficiencias de este modelo: «1) Para recu-
rrir a un modelo de aplicación semejante sería necesario contar
con principios materiales universales, cosa que ninguna ética
puede hoy ofrecer, porque los principios éticos, o bien son uni-
versales y entonces son formales o procedimentales, o bien son
materiales, pero entonces pierden universalidad»;14 y «2) La ac-
tual ética aplicada ha nacido más de las exigencias “republica-
nas” de las distintas esferas de la vida social (medicina, empresa,
genética, medios de comunicación, ecología [...]), que de la “mo-
narquía” de unos principios con contenido que quieren impo-
nerse a la realidad social. Las situaciones concretas no son mera
particularización de principios universales, sino lugar de descu-
brimiento de los principios y los valores morales propios del
ámbito social correspondiente».15
Es necesaria una complementariedad entre las distintas tradi-
ciones éticas, siendo, eso sí, el elemento coordinador la ética del
discurso, que pone de relieve el momento kantiano de la ética
aplicada. La ética será interdisciplinar o no será. La estructura de
la ética aplicada, tal como la expone Cortina, «no es deductiva ni
inductiva, sino que goza de la circularidad propia de una herme-
néutica crítica, ya que es en los distintos ámbitos de la vida social
donde detectamos como trasfondo un principio ético (el del reco-
nocimiento de cada persona como interlocutor válido) que se
modula de forma distinta según el ámbito en que nos encontre-
mos. No se trata, pues, con la “aplicación” de aplicar principios
generales a casos concretos, ni tampoco de inducir únicamente
máximas desde las decisiones concretas, sino de descubrir en los
distintos ámbitos la peculiar modulación del principio común».16
El momento aristotélico parte del siguiente principio: «deli-
beramos sobre los medios», como afirma el estagirita, y no so-
bre los fines, pues estos últimos ya vienen dados. Y nuestra tarea
consiste en dilucidar qué virtudes concretas es preciso asumir
para alcanzar esos fines. Precisamente por eso en las distintas
actividades humanas se introduce de nuevo la noción de «exce-
lencia», porque no todos los que cooperan para alcanzar los bie-
nes internos tienen la misma predisposición, el mismo grado de
virtud. La virtud es graduable y un mínimo sentido de la justicia

14. Ibíd., 122.


15. Ibíd., 123.
16. Ibíd., 127-128.

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nos exige reconocer que en cada actividad unas personas son
más virtuosas que otras. Esas personas son las más capacitadas
para encarnar los valores de esa actividad que nos permiten al-
canzar sus bienes internos.
En consecuencia, las distintas actividades se caracterizan por
los bienes que sólo a través de ellas se consiguen, por los valores
que en la persecución de esos fines se descubren y por las virtu-
des cuyo cultivo exigen. Las distintas éticas aplicadas tienen por
tarea averiguar qué virtudes y valores permiten alcanzar en cada
caso los bienes internos. Para tomar decisiones justas es preciso
atender al derecho vigente, a las convicciones morales imperan-
tes, pero además averiguar qué valores y derechos han de ser
racionalmente respetados. Esta indagación nos lleva a una mo-
ral crítica, que tiene que proporcionarnos algún procedimiento
para decidir cuáles son esos valores y derechos.
La ética aplicada trata de orientar la toma de decisión en los
casos concretos. Cortina llega a la conclusión de que en la toma
concreta de decisiones son necesarios tanto el marco deontoló-
gico —kantiano— como el marco de una ética de las actividades
sociales —aristótelico. Ambas han de tener en cuenta, en primer
lugar, la actividad de la que nos ocupamos y la meta por la que
esa actividad cobra su sentido; en segundo lugar, los valores, prin-
cipios y actitudes que es menester desarrollar para alcanzar la
meta propia y que surgen de la modulación del principio dialógi-
co en esa actividad concreta; en tercer lugar, los datos de la situa-
ción, que deben ser descritos y comprendidos del modo más com-
pleto posible y, finalmente, las consecuencias de las distintas al-
ternativas, que pueden valorarse desde diversos criterios.
Tanto la hermenéutica analógica como la hermenéutica críti-
ca hunden sus raíces en el pensamiento aristotélico. Reciben
ahora un mayor impulso, al trasluz de las teorías y los proble-
mas actuales. Por ejemplo, es Kant el que ayuda a impulsar estas
teorías y a implementar instrumentos de interpretación y crítica
que se unan para llevarnos a una sociedad mejor. Por tanto, la
hermenéutica analógica y la hermenéutica crítica, dada esa pre-
sencia tan fuerte que la analogía y la crítica han tenido en Aristó-
teles y en Kant, pueden reunirse y hacer no un contrato sino una
alianza, para servirnos de guía y sacarnos de este impasse que ya
lleva demasiado tiempo en la discusión hermenéutica. La deli-
beración y los afectos, presentes tanto en la doctrina aristotélica
como en la kantiana, aunque de manera diferente, se integran
así a la hora de plantearse un mundo habitable.

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CAPÍTULO VII
RACIONALIDAD ANALÓGICA

Los tres momentos de la comprensión hermenéutica

Desde el marco general de una hermenéutica analógica y en


clara conexión con la vieja tradición hermenéutica, que supone
tres momentos en la comprensión —subtilitas implicandi, subtili-
tas explicandi, subtilitas applicandi—, consideramos que es la suti-
leza uno de los instrumentos principales de que dispone la herme-
néutica en su tarea. Se trata, tal como ha puesto de relieve Gada-
mer, de un proceso unitario entre comprensión, interpretación y
aplicación, pues «comprender es siempre también aplicar».1
Como es sabido, Gadamer integra en un proceso unitario tres
momentos: comprensión (subtilitas intelligendi), interpretación
(subtilitas explicandi) y aplicación (subtilitas applicandi). La uni-
dad de estos tres momentos es similar a la que Aristóteles estable-
ce entre theoría y prâxis. En Gadamer la interpretación no es sólo
interpretación de textos puesto que está en juego la comprensión
y la interpretación humana. «La interpretación es también aplica-
ción puesto que el intérprete no es considerado como un simple
sujeto pasivo en el proceso del conocimiento. Si hemos señalado
que la dimensión histórica era determinante en la conciencia her-
menéutica no es porque el intérprete pueda dar un salto al pasado
que los textos, las normas, o el mensaje representan».2
El conocimiento no es un modo u operación propio de la con-
ciencia sino un acontecer. El sentido de la palabra no puede sepa-
rarse del acontecer de su proclamación. De este modo Gadamer
expresa la continuidad entre significado y significante. «El len-
guaje de nuestras palabras y el lenguaje de nuestras acciones hace
que la interpretación deba considerarse como una aplicación impli-
cativa. Este planteamiento supone una comunidad histórica de
comunicación (comprensión) que se renueva incesantemente a
través de la participación (interpretación) de sus miembros en los
nexos de significados que continuamente recrean (aplicación)».3

1. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 380.


2. A. Domingo Moratalla, El arte de poder no tener razón..., 265.
3. Ibíd., 265.

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La primera dimensión la constituye la subtilitas implicandi,
relacionada con el significado textual o intratextual, ya que sin el
significado sintáctico no es posible ni la semántica ni la pragmáti-
ca. Esta dimensión reclama una verdad sintáctica que consiste en
la pura coherencia que puede ser tanto intratextual como inter-
textual. La segunda dimensión es la subtilitas explicandi, que va al
significado del texto, pero ya no como sentido sino como referen-
cia, o sea, en relación con los objetos; por ello se descubre cuál es
el mundo del texto, cuál es su referente real o imaginario. La ver-
dad semántica que reclama esta dimensión implica una corres-
pondencia con la realidad presente o pasada o con algún mundo
posible al que se refiere el texto. La última dimensión, la subtilitas
applicandi, toma en cuenta la intencionalidad del hablante, escri-
tor o autor del texto, al que se inserta en su contexto histórico-
cultural y en el del intérprete. La verdad pragmática se da como
convención entre los intérpretes acerca de lo que se ha argumen-
tado y concluido de la interpretación. Esta tercera dimensión, que
es la más propiamente hermenéutica, puede entenderse como tra-
ducir o trasladar a uno mismo lo que pudo ser la intención del
autor, captar su intencionalidad a través de la de uno mismo.4
La sutileza es la capacidad de sistematizar varios y diversos sig-
nificados de un texto sin abandonar la conciencia de no lograr la
perfecta sistematicidad; pero, al mismo tiempo, sin caer en lo com-
pletamente asistemático. Captar el significado implícito y explici-
tarlo y, sobre todo, captar lo universal en lo particular, lo que funge
como contexto de un texto concreto. La sutileza, constituida conse-
cuentemente por estas tres dimensiones inseparables —sintáctica,
semántica y pragmática— es el método de la hermenéutica.

A vueltas con la analogía

El Diccionario de Autoridades define la analogía como «rela-


ción, proporción, ò conveniéncia de algunas cosas entre sí: como
cuando una cosa es incierta se refiere à otra semejante, para
probar lo incierto con lo cierto». El razonamiento analógico es
un procedimiento a posteriori que se dirige desde el fragmento
que representa el signo icónico hacia la totalidad. Parte de lo

4. Cfr. J.J. Herrera, Hermenéutica, analogía y ontología en Mauricio Beuchot, Morelia,


Nous Ediciones, 2003, 30-32.

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concreto, lo pequeño, lo fragmentario, la cultura propia, y nos
lanza hacia una universalización analógica, ni unívoca ni equí-
voca, con la que uno dialoga.
El concepto de ente es justamente análogo, es decir, un concep-
to que muestra la autorrealización distinta en cada caso de cada
ente. No sólo el ser en sí mismo sino también el concepto y la reali-
dad del símbolo admiten modos diversos. Y, al estar esto constitui-
do ya necesariamente con el concepto general de ente y ser —en
tanto que figura no encubierta de la verdad más original del ser—,
el símbolo comunica también con su realidad simbolizada dicha
analogia entis al ser. La analogía es presentada sobre todo como
procedimiento que opera en un contexto dialógico o de diálogo, ya
que sólo mediante la discusión que obliga a distinguir se captan las
semejanzas y especialmente las diferencias.
Se impone consecuentemente el acceso a un modelo analógi-
co de la hermenéutica, ya que la hermenéutica ha oscilado entre
la univocidad del cientificismo moderno y la equivocidad del
relativismo posmoderno, y requiere de una dimensión analógi-
ca, abierta a considerar las propuestas de verdad interpretativa,
de interpretaciones válidas, pero dentro de ciertos límites que
pueden precisarse de forma suficiente. De esta forma se evitará
tanto el univocismo de una sola interpretación verdadera como
el equivocismo de todas o por lo menos demasiadas interpreta-
ciones como válidas y complementarias.
Lo análogo abarca la analogía de atribución y la analogía de
proporcionalidad. La analogía de atribución implica varios senti-
dos de un texto, pero se organizan de manera jerarquizada. La analo-
gía de atribución implica una jerarquía, en la que hay un ana-
logado principal, al que se atribuye el término de manera más
propia y otros analogados secundarios, a los que se atribuye por
relación a ese término principal. La analogía de proporcionali-
dad implica diversidad en el sentido, pero diversidad que se es-
tructura siguiendo proporciones coherentes, resultando una in-
terpretación respetuosa de la diversidad, pero que busca no per-
der la proporción. Esto es una búsqueda de la posibilidad de
atender a las diferencias, a la diversidad de sentidos y a la diver-
sidad de las interpretaciones, sin caer en la dispersión relativista
del significado, en el equívoco. Así, la analogía de proporcionali-
dad propia asocia términos que tienen un significado en parte
común y en parte distinto. Todos estos tipos de analogía consti-
tuyen el modelo analógico. El modelo analógico permite, por su

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elasticidad, interpretar tanto textos metafóricos y otros textos
figurados, como textos no figurados o no tropológicos, sino his-
tóricos, psicológicos, sociológicos... que por la atribución y la
proporcionalidad no pierdan la riqueza de sus diferencias prin-
cipales, pero que también puedan manejarse discursivamente.

Ab unum, ad unum y secundum analogiam

La tesis aristotélica de la significación del ser comprende una


serie de cuestiones de enorme dificultad e importancia filosófica
que suscitó formidables debates en la tradición escolástica aris-
totélica y desde mediados del siglo XX constituyó sin duda el
nervio central de los más interesantes y fecundos estudios sobre
el pensamiento del estagirita. En este apartado no podemos en-
tretenernos en la discusión ni recogerla con el detalle que mere-
cería.5 Sin embargo, mencionaremos algunos puntos de interés
para el problema que actualmente nos ocupa.
Discutiendo las diversas maneras como se dice el bien, Aris-
tóteles escribe lo siguiente: «Pero las nociones de honor, de pru-
dencia y placer son otras y diferentes precisamente en tanto que
bienes; consecuentemente no es el bien algo común según una
sola idea (koinón ti katà mían idéan). ¿Cómo se dice entonces?
Porque no se parece a las cosas que son equívocas por azar (apò
týchés homónýmois). ¿Acaso por proceder de uno solo (aph’henòs)
o por concurrir todos hacia algo uno (pròs hèn), o, más bien, por
analogía (kat’analogían)? De este modo, la vista es al cuerpo lo
que la inteligencia es al alma, y así sucesivamente» (Aristot. EN I
6, 1.096b 23-29).
Aparecen claramente mencionados en este texto tres clases
de equívocos que no son «por azar» (apò týchés) sino, como di-
rán los comentaristas, «por cierta razón» (apò dianoías o a con-
silio). Puesto que a su vez la predicación «de uno solo» (aph’henós)
no parece ser una expresión técnica de Aristóteles, se la suele
asimilar a la predicación «por referencia» (pròs hén o ad unum)
y así se reduce la predicación a consilio a ésta y a la que es «por
analogía» (kat’analogían). Ambas coinciden en no ser unívocas y
tampoco absolutamente equívocas, pues sus diversas significa-

5. Cfr. T. Oñate y Zubía, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI. Análisis
crítico hermenéutico de los 14 lógoi de Filosofía Primera, Madrid, Dykinson, 2001.

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ciones tienen algo más que el mero nombre en común. La pri-
mera se funda en la relación de diversas cosas con una primera;
la segunda, en una igualdad de relaciones o proporciones entre
por lo menos cuatro términos, de los cuales «el segundo se rela-
ciona con el primero, como el cuarto con el tercero» (Aristot.
Pœt. 21, 1.456b 16-18; Aristot. EN V 3, 1.131a 31-b 4). La estruc-
tura kat’analogían se representa como a:b::c:d, mientras que la
estructura pròs hén como a:b, a:c, a:d...
Comentando el texto citado de la Ética Nicomáquea, santo
Tomás de Aquino recoge perfectamente la división aristotélica
de las maneras como aliquid dici de multis.6 En un lado pone los
æquiuoca a casu (apò týchés homónýmois), donde entrarían aque-
llos nombres que se dicen de muchos «según nociones absoluta-
mente diversas y que no se hallan referidas a algo uno»; en el
otro lado pone los nombres que se dicen de muchos «según no-
ciones que no son totalmente diversas, sino que convienen en
algo». Aquí caen los nombres que se dicen ab unum (aph’henós),
ad unum (pròs hén) y secundum analogiam (kat’analogían). Los
primeros son «aquellos que se refieren a un principio» así como
se dice «militar» a una espada, porque es instrumento del mili-
tar; al «caballo», porque es vehículo del militar... Los segundos
son «aquellos que se refieren a un fin», así como se dice lo «sano»
de la medicina, porque produce sanidad; de la «dieta», porque la
conserva... Los terceros, es decir, los que se dicen secundum ana-
logiam, los divide santo Tomás en dos clases: por una parte los
que se dicen «según diversas proporciones con respecto a un
mismo sujeto», así como la cualidad se llama «ser», porque es
una disposición per se del ser, o sea, de la sustancia; o la cantidad
se llama «ser», porque es medida de la sustancia...; por otra par-
te los que se dicen «según una [misma] proporción con respecto
a diversos sujetos», así como la vista con respecto al cuerpo, y el
intelecto con respecto al alma. Entre ambas relaciones, en efec-
to, «hay una misma proporción», pues «la vida es una potencia
del órgano corpóreo, tal como el intelecto es una potencia del
alma, sin participación del cuerpo».
Hasta aquí podría parecer que santo Tomás se limita a seguir
la clasificación aristotélica, enriqueciéndola con subdivisiones,
pero sin modificarla substancialmente. Sin embargo, hay una

6. Cfr. Tomás de Aquino, In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomachum (ed.


R.M. Spiazzi), Turín, Marietti, 1964, n. 95.

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novedad y es que, introduciendo la proporción en las categorías
del ser —cualidad, cantidad— ha podido colocarlas como ejem-
plo de cosas que se dicen secundum analogiam. ¿Es que desco-
noce la tesis aristotélica de que las categorías del ser se dice ad
unum? No es así. En realidad santo Tomás tampoco niega que
éstas se digan ad unum; lo que ocurre es que considera implica-
da la proporción en las cosas que se dicen ab uno o ad unum y,
puesto que la proporción es la característica esencial de la analo-
gía, puede ordenar todas las significaciones que no son equívo-
cas a casu dentro de las que son secundum analogiam. Ello se
hace evidente en el párrafo que sigue al ya citado, donde, a pro-
pósito de la manera como se dice el bien, opone, a la equivoci-
dad a casu, la analogía, e incluye dentro de esta lo que se dice ab
uno o ad unum. «El bien se dice de muchos modos, no según
nociones (rationes) enteramente diferentes, como sucede en las
cosas que son equívocas por azar, sino más bien, según analogía,
o sea, según una misma proporción, en cuanto que todos los
bienes dependen de un principio primero de bondad (ab uno
primo principio), o en cuanto que se ordenan a un fin (ad unum
finem). En efecto, Aristóteles no piensa que ese bien separado
sea la Idea y la noción de todos los bienes, sino el principio y el
fin. O también se dicen todas las cosas buenas más bien según
analogía, o sea, según la misma proporción, así como la vista es
un bien del cuerpo, y el intelecto un bien del alma. Y por eso
prefiere este tercer modo, porque se toma según la bondad inhe-
rente a las cosas. De los primeros dos modos, se dice según la
bondad separada, por la cual algo no se denomina propiamente».7
Por tanto, en la nomenclatura de santo Tomás se denomina
análogo no sólo a lo que según el léxico aristotélico se dice
kat’analogían sino también a lo que se dice pròs hén o aph’henós,
quedando excluidas de esta denominación tan sólo las cosas que
son unívocas (synónyma o kath’hén) y las equívocas por azar (ho-
mónyma apò týchés). Así se comprueba también en el comenta-
rio del aquinate al texto de la Metafísica (IV 2), donde el estagiri-
ta afirma que el ser se dice de muchas maneras, pero no homón-
ýmois sino pròs hén. «Aristóteles dice que el ser, o lo que es, se
dice de muchas maneras. Pero son varias las maneras como algo
se puede predicar de cosas diversas. Unas veces según una no-
ción (rationem) completamente idéntica, y entonces se dice que

7. Ibíd., n. 96.

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se predica unívocamente, así como animal, de caballo y de buey.
Otras veces, según nociones completamente diversas, y entonces
se dice que se predica equívocamente, como can, de una conste-
lación y de un animal. Otras veces, según nociones que son en
parte diversas, y en parte no diversas: diversas en tanto que con-
llevan diversas relaciones, y unas en tanto que esas diversas rela-
ciones se refieren a algo uno e idéntico, y entonces se dice que se
predica analógicamente (analogice prædicari), o sea, proporcio-
nalmente, en tanto que cada término se refiere según su manera
de ser (secundum suam habitudinem) o algo uno».8 «Asimismo,
aquello uno a lo cual se refieren las diversas maneras de ser, es
uno en número, y no sólo uno en la noción, así como es uno
aquello que se designa por el nombre unívoco. Y por eso [Aristó-
teles] dice que el ser se dice de muchas maneras, pero no se dice
equívocamente, sino por referencia ad unum; no que sea uno
según la sola noción, sino que es uno como cierta naturaleza».9
A partir de estos y otros textos parecidos la escuela tomista
denominó analogía de atribución o de proporción a la predica-
ción de un nombre ad unum o ab unum —el pròs hén aristotéli-
co— y llamó analogía de proporcionalidad a la denominación
que se basa en una semejanza entre dos o más proporciones o
relaciones —lo que Aristóteles llama kat’analogían—, proporcio-
nalidad que se da entre dos términos relacionados con respecto
o otros dos, o de muchos con respecto a muchos. Ahora bien, en
su opúsculo De nominum analogia, Cayetano, que es uno de los
autores que influyó en estas denominaciones de la analogía, ob-
servó que el estagirita sólo llama analogía a la de proporcionali-
dad, nunca a la de atribución (n. 28).
Ciertamente es un problema nominalista, pero con graves
consecuencias filosóficas. Pues en opinión del ilustre intérprete
del aquinate, lo que se dice por analogía de atribución se dice de
manera formal y propia únicamente del primer analogado y sólo
se dice extrínsecamente de los demás sujetos a los que se asigna
el nombre (n. 10). Aplicado esto al modo como se dice el ser en la
Metafísica, resultaría que únicamente la substancia sería y se di-
ría ser formaliter; las demás categorías recibirían el nombre de
ser de manera extrínseca, lo cual quiere decir que no son formal-

8. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis Commentaria (ed. M.R. Cathala),


Turín, Marietti, 1935, IV 535-536.
9. Ibíd., IX 2.197.

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mente seres; o, si se prefiere, que no lo son por sí mismos sino
alia ratione, esto es, por la substancia, de la relación con la cual
reciben el nombre en cuestión.
Para Cayetano únicamente la analogía de proporcionalidad
puede fundar la atribución de un nombre dicho de sujetos diver-
sos, en alguna cualidad o razón formal «inherente a las cosas mis-
mas» (n. 27). Se apoya al respecto en el comentario antes citado
que hace el aquinate a la Ética Nicomáquea (I 6, 1.096b 23-29),
donde sostiene que la predicación kat’analogían «se toma según la
bondad inherente a las cosas», mientras que la predicación pròs
hén o aph’henós se dice según una razón separada que no da lugar
a una denominación propia para los demás analogados, es decir,
fundamentaría una denominación meramente extrínseca.
Cayetano reconoce que la analogía de proporcionalidad tam-
bién puede fundar una denominación impropia o translaticia;
pero relega esta forma de analogía a un segundo plano y privile-
gia la analogía de proporcionalidad propia, donde la relación
expresada por el nombre común se realiza de manera propia, es
decir, según la totalidad de su ser, en las diversas parejas de
analogados. Sólo a esta última correspondería, en su opinión,
aquella analogía que describe santo Tomás como secundum in-
tentionem et secundum esse, de modo que únicamente por su
concurso es posible tomar conocimiento del ser, del bien y de la
verdad que son intrínsecos a las cosas. Por eso la analogía de
proporcionalidad propia es la analogía metafísica por excelen-
cia, no así la de atribución (n. 28-39).
Aubenque se encuentra muy próximo a la interpretación ca-
yetana de la analogía. Para Aubenque el ser en cuanto ser no es
experimentado, no es objeto de ninguna intuición ni sensible ni
intelectual, no tiene otro sustento que el discurso que mantene-
mos acerca de él. Por tanto, es en principio sólo un fenómeno
lingüístico: «Si los hombres se entienden entre sí, se requiere
una base para su entendimiento, un lugar en el que sus intencio-
nes (de significación) se encuentran: y ese lugar es el que el libro
IV de la Metafisica llama el ser (tò eînai) o la esencia (he oûsía).
Si los hombres se comunican lo hacen dentro del ser. Cualquiera
que sea su naturaleza profunda, su esencia [...] el ser resulta pre-
supuesto en principio por el filósofo como el horizonte objetivo
de la comunicación [...]. Desde tal punto de vista el ser no es otra
cosa que la unidad de esas intenciones humanas que se respon-
den unas a otras en el diálogo: terreno siempre presupuesto y

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que nunca está explícito, sin el cual el discurso quedaría termi-
nado y el diálogo sería inútil».10
Para Aubenque, «el hombre jamás habría pensado en plan-
tear la existencia del ser en cuanto ser, sino como el horizonte
siempre presupuesto de la comunicación»11 y, así, mientras que
los objetos de todas las otras ciencias existen independientemente
de su expresión, el objeto de la ontología necesita el lenguaje no
sólo por su expresión sino también para su constitución. «El ser
no tiene existencia inmediata, sino dentro del discurso»,12 «éste
es su único “soporte”»,13 «la única ocasión de surgimiento».14
Aubenque demuestra, con gran riqueza de detalles y citando
con profusión los textos del estagirita, que, en primer lugar, el ser
no tiene una sola significación, sino muchas;15 en segundo lugar,
que estas significaciones no se pueden reducir, como la univoci-
dad, a la unidad de un género y consecuentemente caen dentro de
la homonimia;16 en tercer lugar, que esta homonimia constituye,
sin embargo, un tertium quid entre la sinonimia y la homonimia
propiamente dicha, pues no es una homonimia accidental (apò
týchés), sino intencional (apò dianoían) y objetiva, no imputable al
lenguaje sino a las cosas mismas: tal es la homonimia pròs hén, la
cual expresa la referencia de las diversas significaciones del ser a
un único término y una única naturaleza: la esencia (oûsía).17
Empleando el término «analogía» según el uso aristotélico y
no escolástico, es decir, reservándolo para lo que actualmente se
llama analogía de proporcionalidad, Aubenque niega de manera
terminante, como Cayetano, que Aristóteles hubiera sostenido
alguna vez la pretendida analogía del ser.18 Según su interpreta-
ción, el ser es un pròs hén legómenon y no un kat’analogían legó-
menon. Pero de la denominación extrínseca de Aubenque no
concluye que el discurso metafísico se reduzca al teológico, sino
la imposibilidad de un discurso científicamente válido sobre el

10. P. Aubenque, El problema del ser en Aristóteles (trad. V. Peña), Madrid, Taurus,
1984, 131-132.
11. Ibíd., 133.
12. Ibíd., 396.
13. Ibíd., 235.
14. Ibíd., 133.
15. Cfr. ibíd., 134-163.
16. Cfr. ibíd., 163-190.
17. Cfr. ibíd., 190-198.
18. Cfr. ibíd., 198-206.

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ser, ya sea ontológico19 o teológico.20 En efecto, sostiene Auben-
que, la referencia a la esencia no suprime la ambigüedad del ser
ni permite fundar una ciencia universal de todos los seres. Para
esto ofrece extensas y complejas argumentaciones, las cuales
podrían resumirse del siguiente modo.
Primeramente, la esencia es principio del ser de las otras ca-
tegorías, pero no de su conocimiento, pues la esencia no es la
esencia de cada una de las categorías, ni siquiera forma parte de
sus esencias a titulo de género y, por tanto, es imposible deducir
de ella las otras categorías. En cada una de las categorías o signi-
ficaciones del ser encontramos presente la esencia, pero en ella
no encontramos ninguna de las demás significaciones —de he-
cho las categorías segundas no pueden existir sin la primera,
pero la primera puede existir sin ellas—; por eso, ningún análisis
de la esencia explicará por qué el ser se ofrece como cualidad,
cantidad, tiempo... más bien que de otro modo.21
En segundo lugar, la pregunta por el ser equivale a la pregunta
por la esencia, en la medida en que esta última es la primera for-
ma que reviste aquél, pero no coinciden en el sentido de reducir el
análisis del ser al de la esencia, como hacen los eleatas, pues no
hay sólo un ser de la esencia, sino también de la cualidad, de la
cantidad... La esencia es la categoría primordial, porque es el fun-
damento de todas las otras; pero en cuanto que ella misma es una
categoría, no se puede identificar con el ser en cuanto ser. Luego
el conocimiento de la esencia no satisface el conocimiento del ser.
Finalmente, la doctrina del pròs hén pretende fundar la unidad
del discurso acerca del ser y librarlo de la homonimia, pero en rea-
lidad no hace más que traspasar la homonimia del ser al pròs del
pròs hén y consagrar así la fragmentación de dicho discurso en uno
sobre la esencia y otros que, aunque no hablan de la esencia, sino de
las otras categorías, no por eso dejan de significar, a su modo, el ser.
Señala Aubenque que el pròs hén es ambiguo y oscuro por-
que, por una parte, se comete petición de principio definiendo
las categorías mediante el pròs, que es una categoría más del
ser.22 Se afirma que toda categoría es relativa a la esencia, por lo
cual se inscriben dentro de la categoría de los relativos, al mismo

19. Cfr. ibíd., 206-250.


20. Cfr. ibíd., 368-411.
21. Cfr. ibíd., 192-194; 246-249.
22. Cfr. ibíd., 194-198.

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tiempo que se afirma que toda categoría tiene una esencia, por
lo cual se inscriben dentro de la categoría de la esencia; por otra
parte, la presencia de la esencia en cada una de las significacio-
nes del ser es descrita como «relación a» (pròs), pero el estagirita
nunca define esa relación, limitándose a dar ejemplos. No puede
ser ni relación de atribución ni de deducción ni de generación,
pues tales relaciones no son equívocas. Aristóteles dice que la
esencia es el fundamento de las otras categorías, pero nunca pone
en práctica la doctrina haciendo ver en concreto cómo es funda-
mento de las diversas categorías y cómo se deduce de la conside-
ración de la esencia la universalidad del ser.23 En cuanto aplica-
mos al pie de la letra e intentamos fundamentar las demás ca-
tegorías en la esencia «desembocamos en una irreductible plu-
ralidad de respuestas: la esencia tiene tantas maneras de funda-
mentar como categorías hay, y así se vuelve a encontrar la irre-
ductible pluralidad de las categorías en la propia ambigüedad
del papel fundamental que tiene la esencia».24
La conclusión que extrae de aquí Aubenque es que el discurso
acerca del ser es irreductiblemente disperso para el estagirita, pero
ello no impide que el ser siga siendo uno en cuanto a su denomi-
nación, lo cual nos invita a buscar el sentido de su problemática
unidad. Ahora bien, las significaciones del ser no encuentran asi-
dero en una unidad real o lógica, pues las categorías son géneros
incomunicables, con lo cual esas significaciones acaban difumi-
nándose del todo. Tras la unidad de la voz «ser» no hay otra uni-
dad verdadera que la psicológica: la de una búsqueda indefinida,
infinita para encontrar tras la palabra una unidad ulterior que es
en rigor inhallable. Como en Kant, la metafísica es, ha sido y será
siempre una ciencia «buscada» y nunca constituida, pues el ser y
la ciencia son incompatibles. Tal búsqueda es dialéctica. La dialé-
ctica es, en consecuencia, el sustituto real de ese ideal imposible
que se conoce bajo el nombre de «metafísica».25
Cuál es el resultado de esta transformación de la metafísica y
sus consecuencias para el lenguaje —puesto que el ser era su
fundamento— queda expuesto en las siguientes líneas: «Si bien
la esencia es a la vez principio y fin de la demostración, no es
principio y fin del diálogo [...]. El verdadero diálogo es, para él

23. Cfr. ibíd., 248, n. 4.


24. Ibíd., 247.
25. Cfr. ibíd., 189-190; 197-198; 218-222; 235-236; 249-250.

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[Aristóteles], aquel que progresa —sin duda— pero que no con-
cluye; pues sólo la inconclusión garantiza al diálogo su perma-
nencia. La verdadera dialéctica es la que no desemboca en nin-
guna esencia, en ninguna naturaleza y que, sin embargo, es lo
bastante fuerte como para “encarar los contrarios” sin el auxilio
de la esencia. Tal es, en Aristóteles, el amargo triunfo de la dialé-
ctica: que el diálogo renazca siempre pese a su fracaso; más aún:
que el fracaso del diálogo sea el motor secreto de su superviven-
cia, que los hombres puedan seguir entendiéndose cuando no
hablan de nada, que las palabras conserven aún un sentido, in-
cluso problemático, más allá de toda esencia, y que la vacuidad
del discurso, lejos de ser un factor de impotencia, se transmute
en una invitación en una búsqueda indefinida [...]. Allí donde no
hay mediación, allí donde el silogismo es impotente, no como
consecuencia de un error de método sino a causa de la excesiva
generalidad del objeto de la demostración, que excluye la posibi-
lidad de un término medio, entonces la dialéctica no se esfuma
ante la analítica sino que la sustituye, supliendo sus insuficien-
cias: la permanencia misma del diálogo llega a ser el sustituto
humano de una mediación inhallable en las cosas. La palabra
vuelve a ser, como lo era entre los sofistas y retóricos, el sustitu-
to, inevitable esta vez, del saber».26

Phrónésis y analogía

Hay que destacar ahora la importancia de la phrónésis aristo-


télica en el ámbito de la interpretación.27 Consideramos que la
phrónésis es la analogía puesta en práctica. La phrónésis es, en
primer lugar, parte de la interpretación y la phrónésis es analógi-
ca; en segundo lugar, la analogía es parte de la phrónésis; final-
mente, la phrónésis y la virtud son analogía. Esclareceremos a
continuación cada uno de estos tres aspectos.
La phrónésis se aplica en la interpretación. Es la que ayuda a
argumentar, de modo muy semejante a la retórica, a favor de una
interpretación y en contra de otra u otras. Es el procedimiento dis-

26. Ibíd., 294-295.


27. Cfr. P. Aubenque, La prudencia en Aristóteles (trad. M.ªJ. Torres), Barcelona,
Crítica, 1999; M. Beuchot, «La frónesis gadameriana y una hermenéutica analógica»,
en J.J. Acero, J.A. Nicolás, J.A.P. Tapias, L. Sáez y J.F. Zúñiga (eds.), El legado de
Gadamer..., 439-449.

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cursivo —y aquí parece embonar la hermenéutica con la ética discur-
siva de Apel y Habermas—, pero una discursividad más rica y com-
pleja, no en línea recta, sino circular, o con varias espirales, en cum-
plimiento de esa circularidad de la interpretación, de acuerdo con el
círculo hermenéutico, que nos lleva por más vericuetos que el dis-
curso o razonamiento lógico. La phrónésis implica el diálogo, la de-
liberación en la que se buscan los medios conducentes a los fines
establecidos, por lo que la phrónésis entra en lo más íntimo de la
hermenéutica. De hecho, tiene mucho que ver con la decisión moral
acerca de las opciones éticas que se nos presentan; y esto tiene una
gran semejanza con el saber para decidir entre las interpretaciones
diversas que se nos presentan como posibles. Así, la phrónésis es una
de las formas de la comprensión, caso especial de la aplicación de
algo general a una situación concreta y determinada. Esto nos per-
mite poner en conexión la phrónésis con el pensamiento teleológico
que marca Kant en la Crítica del Juicio, un juicio reflexionante o
reflexivo, que busca poner lo particular en el seno de lo universal, en
contexto. En consecuencia, la hermenéutica tiene como modelo la
phrónésis, así como la retórica dispone de una inuentio y una argu-
mentatio, de una parte inventiva y otra argumentativa.
La phrónésis es eminentemente analógica puesto que es la que
obliga a distinguir. Así lo pone de manifiesto la vinculación de la
phrónésis con la sutileza, que es el arte de la distinción, de encon-
trar entre dos caminos uno tercero que los demás no ven. La inven-
ción de la analogía fue ella misma un acto de distinción y de sutile-
za; entre lo unívoco y lo equívoco se hallaba lo analógico, que no es
ni unívoco ni equívoco. Y ello supone deliberar para alcanzar un
consejo o juicio prudencial. Lo principal así de la phrónésis es la
deliberación y la decisión que resulta de ella. La phrónésis es suma-
mente analógica, pues junta proporciones y las proporciona, las
organiza y ordena; y esto lo hace ya en sí misma, pues tiene una
estructura híbrida, ya que es mixta de teoría y praxis, es una virtud
teórico-práctica, intermedia. Y ese carácter intermedio fue visto
como algo muy característico de la analogía, ya que la proporción
exige convergencia, confluencia, integración.
Además, la phrónésis es la clave de la virtud, puesto que la
misma aretë consiste en el medio proporcional. Este equilibrio
no es un equilibrio estático, sino un equilibrio dinámico, que a
veces tendrá que tender más hacia un lado y a veces más hacia el
otro, para que de veras haya una acción virtuosa. En consecuen-
cia, es posible mantener la diferencia sin perder la unidad o se-

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mejanza. Esto se ve con claridad en aquello que es su constituti-
vo principal, la deliberación, que tiene como producto o fruto el
juicio prudencial. Resulta evidente que el juicio prudencial es lo
más importante en ella, pero requiere de la deliberación como
proceso, la cual es todo un procedimiento argumentativo, que
Aristóteles veía conectado sobre todo con la retórica. La conexión
de ésta con la hermenéutica se ve a las claras. Para interpretar
necesitamos llegar a un juicio hermenéutico que responda a un
problema hermenéutico y requiere una argumentación herme-
néutica —que, en este caso, está más del lado de la retórica— y
con ello se establece una interpretación.

Iconicidad

Además de analógico, el modelo hermenéutico que propone-


mos es icónico. El modelo hermenéutico analógico-icónico se
basa en la analogía y el icono. Una hermenéutica analógico-icó-
nica es primeramente un intento de ampliar el margen de inter-
pretaciones válidas de un texto sin perder los límites; de abrir la
verdad textual, esto es, la de las lecturas posibles, sin que se pier-
da la posibilidad de que haya una jerarquía de acontecimientos
a una verdad delimitada o delimitable. Hay que lograr modos de
universalidad analógicos que tengan la posibilidad de respetar
las diferencias dentro de la semejanza. La hermenéutica analó-
gico-icónica nos lleva a preguntarnos precisamente cómo uni-
versalizar el sentido, la captación de un sentido que nos unifique
y reduzca la fragmentación sin romper el pluralismo.
La hermenéutica del icono es analógica porque centra la in-
terpretación o la comprensión más allá de la univocidad y de la
equivocidad. La hermenéutica del icono es analógica, es decir,
desmiente, desengaña, nos reenvía a la verdad, posibilita la li-
bertad. La analogicidad nos hace abrir las posibilidades de la
verdad dentro de ciertos límites; nos da la capacidad de tener
más de una interpretación válida de un texto, pero no permite
cualquiera, y aun las que se integran se dan jerarquizadas según
grados de aproximación a la verdad textual. La analogía permite
diversificar y jerarquizar. Es un contextualismo relativo, no ab-
soluto, y ello nos da la posibilidad de abrir nuestro espectro cog-
noscitivo sin perdernos en un infinito de interpretaciones que
hagan imposible la comprensión.

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Una hermenéutica del icono toma como modelo de interpre-
tación el acto interpretativo que se usa para interpretar o desci-
frar un signo icónico o analógico, situándose así entre el univo-
cismo positivista y el equivocismo relativista. El modelo del ico-
no permite ver el acto hermenéutico como la búsqueda de una
relación de semejanza, semejanza entre una interpretación y el
contenido de un texto, y aun entre varias interpretaciones del
mismo, que se escalonan entre sí y guardan un equilibrio diná-
mico y tensional entre una interpretación literal y otra figurada
o tropológica, las cuales, en juego dialéctico entre ellas, abren la
posibilidad de divergencia sin perder coherencia.
Pero, además, una hermenéutica analógica es también icóni-
ca. La iconicidad es analogía. No da lo que significa de manera
idéntica, pero nos acerca a ello. Lo que Peirce llama icono coin-
cide con lo que la tradición semiológica europea llama símbolo.
Peirce toma símbolo en su acepción griega originaria como sig-
no meramente arbitrario; en su nomenclatura el icono es el que
corresponde a la riqueza del símbolo. El icono es el signo que
tiene la propiedad de hacernos pasar a otra cosa que revela más
allá de lo que aparece a primera vista. Eso mismo es lo que se
atribuye al símbolo en la escuela europea. De este modo, pode-
mos decir que una hermenéutica icónica es también una herme-
néutica simbólica. Por eso, una hermenéutica icónica se vincula
con aquel tipo de signo que algunos llaman icono y otros símbo-
lo. Lo que en la tradición estructuralista es el símbolo en la prag-
mática es el icono. Es decir, lo que, en la escuela de Saussure,
Ricœur llama símbolo, Peirce lo llama icono.
Para Peirce el índice es lo natural; el símbolo es lo cultural; el
icono es mixto de ambos. El símbolo es, para Peirce, lo mismo
que para Aristóteles: el signo meramente arbitrario, como lo es
el lenguaje. Para Peirce el icono es el signo que al darnos conoci-
miento de un fragmento nos conduce al conocimiento del todo.
Icono y símbolo se corresponden. En el caso del hombre, el ico-
no consiste en simbolizar al otro, otorgarle carácter de símbolo,
con la iconicidad de lo simbólico. El icono, la imagen analógica,
da sentido, orienta nuestra intencionalidad, nos proporciona una
meta, es utópico, realista, escatológico y presencial. La función
simbólica es una de las de la iconicidad. La iconicidad es la ca-
pacidad que tiene el icono, como signo, de hacernos pasar del
fragmento a la totalidad, inclusive más allá de la totalidad, hacia
el infinito. El icono nos hace ver lo universal en lo mismo indivi-

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dual. La utilización del símbolo es una manera de universalizar.
Iconizar, simbolizar es descubrir lo universal en lo particular, lo
diacrónico en lo sincrónico. El icono es el signo que viendo un
fragmento nos lleva al todo. Más aún, el todo se ve en el fragmen-
to y el fragmento mismo cobra su sentido pleno en el todo.
En cambio, para Ricœur el símbolo es un signo no meramen-
te arbitrario, sino que tiene una sobrecarga de sentido que depo-
sita en los acontecimientos de la realidad y los llena de conteni-
do significativo. El símbolo hace pasar de lo conocido a lo desco-
nocido, de lo sensible a lo conceptual, de lo material a lo espiritual.
Como ha dicho Ricœur, el símbolo toca sectores preverbales del
hombre, experiencias que no pueden ser llevadas totalmente a la
palabra. Pero sí pueden ser llevadas a ese nivel, intermedio entre
lo preverbal y lo verbal pleno, que es la metáfora, la alegoría,
dimensiones de la analogía misma que participan un poco de
esa semejanza que conllevan, pero más de esa diferencia que no
deja de constituirlas en el fondo.
Por eso, una hermenéutica analógico-icónica interpreta los sím-
bolos. El símbolo es un signo que ofrece un significado manifiesto y
un significado oculto. Es condición de su interpretación el poder
vivirlo, pues un símbolo no se interpreta, se vive. El vivirlo es requi-
sito para interpretarlo. Y siempre será vivido de manera distinta
por cada uno, de modo que sólo se puede interpretar de manera
analógica. El símbolo es una guía, un pedagogo, un mistagogo, una
clave para rastrear el sentido oculto de las cosas, de las personas, de
la vida, de la realidad, del misterio. El símbolo nos conduce de lo
sensible a lo espiritual, de lo sensible a lo conceptual, de lo concreto
a lo abstracto, de lo empírico a lo formal, de lo fenoménico a lo
nouménico, del conocimiento a la acción, a la vida.
El símbolo metonimiza, hace pasar de la parte al todo, de los
efectos a las causas. Sirve para universalizar, para encontrar una
explicación, una ley, un lógos. Pero el símbolo también metafori-
za, cambia los significados. Y coopera con la metonimia en su
función universalizadora. El símbolo es el mejor camino para
universalizar. Cuando Aristóteles en la Poética decía que la poe-
sía es más filosófica que la historia, lo explicaba diciendo que la
historia narra lo particular, mientras que la poesía narra lo uni-
versal, porque al presentar un hecho particular o un personaje
individual nos da a conocer lo universal. Encontramos en los
modelos que nos da la poesía la suficiente universalidad para
reconocernos y reconocer la diferencia que nos permite ser nos-

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otros mismos. La filosofía puede enriquecerse y aproximarse a
la vida, si atiende a los símbolos, como los que se encuentran en
la poesía y en la mística.
En Teoría del lenguaje (1934) Bühler considera la triple forma
de la compresión, distinguiendo entre «símbolos», «signos» y
«señales».28 Según Bühler, los signos constituyen el sustrato ob-
jetivo de la comprensión ya que en toda percepción hay un com-
ponente interpretativo, pues los datos de los sentidos funcionan
como signos que se interpretan como símbolos lingüísticos. La
concepción del sistema de signos lingüísticos como organon, ins-
trumento comprensible a partir de las tareas que realiza, arran-
ca de Platón (Crat. 388b 13 y 388c 1) y ha dado lugar en tiempos
modernos a profundos estudios que intentan determinar las fun-
ciones del lenguaje.
Retomando la definición que hace Platón en el Crátilo, según
la cual el lenguaje es un organon para comunicar uno a otro algo
sobre las cosas, Bühler propone el enfoque de las funciones del
discurso o funciones del lenguaje y con este fin plantea un es-
quema triangular, donde el vértice A equivale al sujeto cognos-
cente, que es quien elabora los contenidos representacionales, el
vértice B representa el sector que permite el acceso de los demás
seres humanos a la propia interioridad del sujeto cognoscente, a
las representaciones mentales del individuo, gracias a las posibi-
lidades de los códigos lingüísticos o de las estructuras de comu-
nicación, y el vértice C representa el mundo de las cosas.
Lo importante de la interpretación bühleriana es establecer
una equivalencia, por un lado, entre el «lenguaje» y «los otros»
(vértice B) y, por otro lado, entre el «concepto» y el «sujeto» cog-
noscente (vértice A). Esta interpretación resulta perfectamente
adecuada al concepto de explicación (científica), en contraposi-
ción al concepto de comprensión (hermenéutica y fenomenológi-
ca): mientras en la explicación (de carácter pluralista) hay un com-
promiso obligatorio con «los otros», en la comprensión (de carác-
ter dualista) sólo se plantea una relación binaria entre el «sujeto»
(vértice A) y el «objeto» (vértice C), quedando excluidos «los otros».
El emisor o hablante puede concentrarse en cualquiera de los
vértices del triángulo. Unas veces se concentra en el vértice A, en
los propios contenidos mentales o en sí mismo, de donde se expli-

28. Cfr. K. Bühler, Teoría del lenguaje (trad. J. Marías), Madrid, Revista de Occiden-
te, 1961, 33-37.

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ca una primera función del lenguaje, que Bühler llama «función
expresiva». Esta función permite el tipo de realizaciones lingüísti-
cas en que se manifiestan las propias emociones, vivencias y esta-
dos interiores, muy frecuentes en la poesía. Otras veces el emisor
se concentra en el vértice B, el que remite a los otros, de donde se
explica una segunda función del lenguaje, llamada «función ape-
lativa» o «función vocativa». Esta función genera el tipo de reali-
zaciones lingüísticas en las cuales predomina la apelación al desti-
natario, asociadas al modo verbal imperativo y, en general, a las
estructuras construidas sobre la base de la segunda persona ver-
bal, que a veces se disfraza de primera persona plural. Finalmente
el hablante puede concentrarse en el vértice C, el que remite al
mundo exterior, a las cosas, de donde se explica una tercera fun-
ción del lenguaje, que Bühler llama «función representativa». Esta
función genera el tipo de expresiones en que predomina la refe-
rencia hacia las cosas, basada en los enunciados descriptivos y
explicativos (es por eso por lo que también se le ha llamado «fun-
ción referencial» o «discurso referencial»).
Es posible llevar a cabo una aplicación filosófico-cultural del
esquema de Bühler. La hipótesis de los «tres mundos» de Popper se
atiene a este mismo esquema triangular.29 En la formulación de la
hipótesis de Popper el vértice A representa el mundo 2 (el yo, los
contenidos de conciencia), el vértice B equivale al mundo 3 (las
construcciones de pensamiento, el espacio intersubjetivo) y el vérti-
ce C representa el mundo 1 (las cosas, los estados físicos). Popper
no hizo sino repetir el mismo triángulo de Bühler extendiéndolo a
la filosofía y mostrando cómo el dualismo resulta insuficiente.
Principal mérito de Bühler fue presentar la constitutiva con-
dición social del lenguaje. Las tres funciones señaladas por este
autor podrían acaso completarse con una cuarta función, la «fun-
ción suasiva», tal como apunta Laín, puesto que «llamando, co-
municando y nombrando, el hablante, aunque con resultado
variable, quiere persuadir al oyente y persuadirse a sí mismo de
que sus palabras han sido verdaderamente adecuadas y efica-
ces».30 A estas funciones habría que añadir otras: la «función
sodalicia», pues llamando al otro pretendo recibir compañía, la

29. Cfr. K.R. Popper, Conocimiento objetivo. Un enfoque evolucionista (trad. C. Solís
Santos), Madrid, Tecnos, 1974, 147-154.
30. P. Laín Entralgo, Qué es el hombre. Evolución y sentido de la vida, Oviedo, Edi-
ciones Nobel, 1999, 207.

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«función liberadora» o «función catártica», porque al decir bien
lo que quiero decir me siento como liberado en mi intimidad, la
«función posesiva», pues nombrando adecuadamente una cosa,
de un modo no mágico la poseemos, la «función auto/afirmado-
ra», porque a tal vivencia conduce la convicción de que ha sido
aceptado lo que decimos.31
Aristóteles hablaba de que en el ámbito de la dialéctica tiene
que argumentarse basándose en lo opinable y en lo que el interlo-
cutor pueda aceptar o estaría dispuesto a aceptar. Este tipo de ar-
gumentación tiene una gran aplicación en la filosofía. Este tipo de
argumentación nos ayuda a situarnos frente a la comprensión de
otras culturas y otros modelos de pensamiento. Por analogía,
de manera dia-filosófica, no meta-filosófica, es posible juzgar a las
otras culturas. Es necesario aceptar que más allá del nominalismo
y el relativismo se puede lograr la universalidad, al menos en la
argumentación. De otro modo se cae en la incomunicación.
En su historia la hermenéutica se ha movido entre el univo-
cismo y el equivocismo, de modo que puede hablarse de una
hermenéutica unívoca —que restringe demasiado las posibilida-
des de la interpretación— y una hermenéutica equívoca —que
abre en demasía dichas posibilidades, hasta el punto de que no
pueda discernirse entre una buena interpretación y otra equivo-
cada. Entre ambas existe la posibilidad de una hermenéutica
analógica, cuyas características hemos considerado.

31. Cfr. ibíd., 207-208.

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CONCLUSIONES

La argumentación desarrollada en esta tercera parte se ha si-


tuado en la encrucijada entre diversos planteamientos interpreta-
tivos. En esta encrucijada la referencia a Aristóteles ha sido, en
muchos casos, una exigencia ineludible. La filosofía contemporá-
nea ha llegado a una situación en la que parecen sucederse desde
dentro los intentos por enmendar la dirección del vehículo en
marcha. La disputa entre univocistas y equivocistas en la historia
del pensamiento occidental podría compararse a la historia de la
disputa entre el Homo seriosus y el Homo rhetoricus que presenta
Fish.1 El Homo seriosus —el univocista— sería aquel que posee
un yo central, una identidad irreductible. Estos yoes se combinan
homogéneamente en una única sociedad real que constituye una
realidad referente para los hombres que viven en ella. El hombre
ha inventado el lenguaje para comunicarse con sus semejantes.
Comunica hechos y conceptos acerca de la naturaleza y de la so-
ciedad. Su acierto se mide de acuerdo con la claridad. El Homo
rhetoricus —el equivocista— es un actor. Su realidad es pública,
dramática. Su sentido de identidad se concentra en un tiempo y
en un lugar concretos. Asume una agilidad natural para cambiar
de orientaciones. No se entrega a ninguna construcción única del
mundo sino que acepta el paradigma presente y explora sus recur-
sos. No está educado para descubrir la verdad sino para manipu-
larla. La realidad es lo que se acepta como realidad.
Es cierto que hemos vivido durante mucho tiempo bajo una
filosofía del lógos marcada por una comprensión univocista de
la razón. Comprender la razón desde una perspectiva univocista
implica además de una teoría del lenguaje una teoría del indivi-
duo, de la comunidad, de la racionalidad, de la práctica y de la
política. Aplicando algunas ideas de Fish, una perspectiva uni-
vocista sostiene: «1) que las mentes ven claramente esos signifi-
cados claros; 2) que la claridad es una propiedad que perdura a

1. Cfr. S. Fish, Práctica sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional (trad. J.L
Fernández Villanueva), Barcelona, Destino, 1992.

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través de los cambios en el contexto; 3) que en el individuo nada
hay que infiera su percepción de la claridad o que, si lo hubiera,
tal interferencia podría ser controlada por alguna otra función
de la mente; 4) que los significados son una propiedad del len-
guaje; 5) que el lenguaje es un sistema abstracto anterior a cual-
quier ocasión de uso; 6) que las ocasiones de uso están garanti-
zadas por aquel sistema; 7) que los significados que las palabras
tienen en aquel sistema (en oposición a los significados que ad-
quieren en ciertas situaciones) son o deben ser la base de los
discursos generales, como la ley; 8) que porque son generales y
no locales, tales discursos pueden servir (en forma de normas o
estatutos) de limitación de los deseos interpretativos; 9) que los
deseos interpretativos deben (y pueden) rechazarse cuando se
trata de asuntos públicos serios; 10) que la consecución de un
régimen político justo exige tal rechazo, esto es, la sumisión de
la voluntad individual a normas públicas e impersonales (codifi-
cadas en un lenguaje público e impersonal); 11) que esta sumi-
sión es un acto racional, elegido por la misma voluntad que debe
ser controlada; 12) que la racionalidad, como el significado, es
un sistema abstracto independiente de los contextos en que su
criterio debe ser consultado; 13) que el criterio de racionalidad
se emplea para dirimir las disputas entre agentes situados en
contextos diferentes; 14) que la característica de una comunidad
civilizada (legal, de derecho) es el reconocimiento de ese criterio
como árbitro o juez; 15) que las comunidades cuyos miembros
dejan de reconocer tal criterio son, por definición, irracionales,
y 16) que la irracionalidad es el estado de gobernarse por el de-
seo y la fuerza —es decir, por la persuasión— en lugar de serlo
por una norma que refleja los deseos de ninguno y en cambio
protege los deseos de todos». 2
Sin embargo, el agotamiento y fracaso de la razón univocista
corre el riesgo de desembocar en una razón equivocista. Así, el
pensamiento posmoderno cree haber desenmascarado la razón
moderna como ficticia, ya que no ofrece ninguna garantía para
ordenar satisfactoriamente la realidad; mediante su deconstruc-
ción se nos ofrece un perspectivismo radical como nueva expre-
sión de la libertad, en vez de seguir confiando en la razón como
órgano de la libertad y como poder para transformar el mundo
según sus propios cánones. La racionalidad debe debilitarse en su

2. Ibíd., 16-17.

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mismo núcleo, debe ceder terreno, sin temor a retroceder hacia la
supuesta zona de sombras, sin quedarse paralizada por haber per-
dido el punto de referencia luminoso, único y estable, que un día
le confiriera Descartes. Considera el pensamiento posmoderno que
la tarea del pensamiento no es hoy otra que la de un diálogo —sin
pretensiones «fuertes» de sistematicidad, integridad y penetra-
ción— con la esencia del nihilismo; es decir, con la culminación
misma de la filosofía. Vattimo ilustra perfectamente todas estas
ideas: «El verdadero trascendental, lo que hace posible cualquier
experiencia del mundo, es la caducidad; el ser no es sino que suce-
de [...]. Lo que constituye propiamente la índole de los objetos no
es su estar frente a nosotros, de manera estable, resistiéndonos
(gegen-stand), sino su a-caecer o suceder [...]. Recordar el ser equi-
vale a traer a la memoria esta caducidad; el pensamiento de la
verdad no es un pensamiento que se “fundamenta”, tal como piensa
la metafísica, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es
aquel pensamiento que, al poner de manifiesto la caducidad y la
mortalidad como constitutivos intrínsecos del ser, lleva a cabo una
des-fundamentación o hundimiento».3
El lógos, entendido por los posmodernos como lógica, como
un modo de calcular, como un sistema o una definición, se hace
impracticable. Las definiciones son infinitas en potencia y su
infinidad hace difícil una concepción universal del lógos para los
pensadores posmodernos. En esta dirección se orienta Vattimo,
para quien el problema no consiste en ver la estructura interpre-
tativa como límite del conocimiento de la que hay que liberarse
sino en valorar cómo se transforma la noción de verdad misma.
Para Vattimo éste es el núcleo de la transformación hermenéuti-
ca de problema técnico en problema filosófico.
Una vez establecido el carácter metalingüístico de la filosofía
se impone el problema de las condiciones de verdad a las que tiene
que subyacer un juicio para considerarse significativo. Uno de los
objetivos de la comunicación lingüística es de hecho la consecu-
ción del enunciado verdadero de manera que se pueda unir el pen-
samiento a su objeto mediante el lenguaje. Vattimo retoma el tema
de la verdad observando que si se entiende como evento y si es
intrínseca a la historia, la verdad misma adquiere su dignidad en
una lógica de más valores. Esa lógica favorece una sociedad trans-

3. G. Vattimo, «Dialéctica, diferencia y pensamiento débil», en G. Vattimo y P.A.


Rovatti (eds.), El pensamiento débil (trad. L. de Santiago), Madrid, Cátedra, 2000, 34.

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parente, permite la complejidad y garantiza su integridad. Éste no
es sólo el espacio de lo verdadero y lo falso sino un lugar de indefi-
nidas elaboraciones de lo probable. Esta pluralidad tiene que ser
dirigida, pero sin duda tiene que expresarse en todas sus articula-
ciones sin eludir la pregunta acerca de la identidad de quien deci-
de el uso de una lógica más que de otra. En ese caso no se trata de
debatir sobre elecciones o sobre el mayor valor de este o aquel
punto de vista. En necesario comprender el valor intrínsecamente
interpretativo de la multiplicidad como categoría capaz de dar
razón de las distintas visiones del mundo.
Las consecuencias ontológicas de un discurso así se centran en
una historia del ser en la que cada existencia es heideggerianamen-
te «arrojada» en función de una proveniencia que es historia. El
lenguaje, subraya Vattimo, custodia el ser. En este punto se delinea
de forma más completa la cercanía de la gnoseología a la retórica:
es persuasivo el discurso preferible en un momento determinado y
que responde a la exigencia de multiplicidad de nuestro tiempo.
Parece persuasivo en definitiva lo que logra dar cuenta de la com-
plejidad de los distintos puntos de vista sobre las cosas.
La hermenéutica es la misión de la variedad de las perspecti-
vas interpretativas y el reconocimiento de la individualidad de cada
una de ellas. La conclusión es la presencia de una pluralidad de
círculos hermenéuticos que es posible considerar como caminos
hacia los que conduce el ejercicio de la razón. Parte integrante de
este horizonte crítico es la fractura del concepto de verdad, que se
diluye en distintas verdades particulares. Pese a que las categorías
de multiplicidad y relación ofrecen una clara referencia, la lógica
corre el riesgo de disolverse completamente en la retórica, debido
a la condición en la que el discurso tiene como criterio de validez
su difusión social y su capacidad de convencer.
Retomando a Gadamer en este punto, para Vattimo el ser
del hombre en el mundo coincide con su pertenencia al mun-
do del lenguaje. El hombre entonces pertenece al lenguaje pero
no lo posee. La pertenencia a este omnicomprehensivo hori-
zonte lingüístico significa para los entes que su ser, en cuanto
se ofrece a la comprensión interpretativa, es idéntico al ser
mismo de la obra de arte y en general de los hechos históri-
cos. Se trata de una relación cuya esencia consiste en estar en
la interpretación siempre.
Por tanto, a juicio de Vattimo, objeto de la interpretación y
del proceso interpretativo son hechos lingüísticos —evento his-

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tórico y obra de arte son signos a interpretar y traducir en un
lenguaje. El horizonte lingüístico es el horizonte histórico-com-
prehensivo que rige los horizontes históricos particulares y va-
riables en el tiempo: «Mientras el hombre y el ser sean pensados
metafísicamente [...] según estructuras estables que imponen al
pensamiento y a la existencia la tarea de “fundarse”, de estable-
cerse [...] en el dominio de lo que no evoluciona y que se refleja
en una mitificación de las estructuras fuertes en todo campo de
la experiencia, al pensamiento no le será posible vivir de manera
positiva esta verdadera y propia edad posmetafísica que es la
posmodernidad. En ella no todo se acepta como camino de pro-
moción de lo humano, sino que la capacidad de discernir y ele-
gir [...] se construye únicamente sobre la base de un análisis de
la posmodernidad que la tome en sus características propias,
que la reconozca como campo de posibilidades y no la conciba
sólo como el infierno de la negación de lo humano».4
Se trata en particular de aceptar una concepción no metafísi-
ca de la verdad, que se interprete no tanto a partir del modelo
positivista del saber científico sino más bien, por ejemplo, según
el enfoque característico de la hermenéutica, a partir de la expe-
riencia del arte y del modelo de la retórica. A juicio de Vattimo
«se puede decir que la experiencia posmoderna [...] de la verdad
es, probablemente una experiencia estética y retórica».5
Aquí se encuentra la primera caracterización del nihilista
consumado: el reconocimiento no nostálgico de la pérdida de
todos los valores supremos, en particular, de la verdad. Afron-
tando este problema, Nietzsche reconsidera la entera tradición
metafísica como una herencia a sobrepasar. Esto implica el des-
cubrimiento de la noción de sujeto como noción superficial no
originaria, producto de actos metafóricos y de interpretaciones
y conduce a una generalización explícita de la misma actividad
de producción simbólica, es decir, el ejercicio interpretativo es el
nuevo lugar del sujeto.
El hombre de la tradición metafísica siempre ha rechazado
reconocer este hecho, es decir, tal estructura interpretativa del ser.
Donde de hecho no existen fundamentos y esencias el ser se redu-
ce a puro acontecimiento interpretativo, evento hermenéutico. La

4. G. Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura


posmoderna (trad. A.L. Bixio), Barcelona, Paidós, 1986, 19.
5. Ibíd., 54.

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hermenéutica implica consecuentemente una capacidad interpre-
tativa universal puesta en obra por el superhombre, una voluntad
de poder. Para Vattimo «el descubrimiento de la insensatez del
devenir que acaece con el despliegue del nihilismo es también,
inseparablemente, afirmación de una hýbris; la cual, no obstante,
precisamente porque nace como reconocimiento del carácter her-
menéutico de cualquier pretendido “hecho” (no hay hechos, sólo
interpretaciones), no se da ella misma como interpretación in pro-
gress [...]. Se trata [...] de pensar hasta el fondo el sentido de la
disolución que [...] sufre la noción de cosa en sí, a favor de una
afirmación de la estructura interpretativa del ser».6
Todo ello lleva a Vattimo a reconocer el lenguaje como el lu-
gar en el que el ser verdaderamente acontece. El lenguaje de he-
cho no es solamente un medio para analizar y comunicar una
realidad construida e independiente del lenguaje mismo, sino
que es más bien el lugar en el que el mundo se define auténtica-
mente. El evento del ser acaece sobre todo y originariamente en
el lenguaje. Son las palabras las que llaman al ser a las cosas.
Resulta así intrínsecamente establecida la relación entre ser y
lenguaje, no solamente por el hecho de que las cosas surgen en
un proyecto que es en primer lugar un hecho lingüístico, en el
sentido que podemos tener experiencia en cuanto este nexo tie-
ne un sentido nihilista, sino también porque, a juicio de Vatti-
mo, obrando una destitución del ser como fundamento se confi-
gura como modalidad temporalmente debilitada.
Para Vattimo el nexo entre ser y lenguaje no se puede simple-
mente resolver en la afirmación de su identidad, como si la lin-
güística pudiera ser atribuida al ser como una determinación
metafísica, como una propiedad que la califique, más bien exige
una interna articulación que limite cualquier cercanía con un
pensamiento metafísico: «La filosofía secularizada no constitu-
ye el principio de los saberes especializados como si fuera su
fundamento o como si se tratara de una metodología crítica-
mente explicitada, sino más bien se encuentra tras ellos, en la
conclusión, no como síntesis suprema que despliega y realiza
toda la verdad de aquellos saberes parciales en la autoconcien-
cia, sino sólo a modo de síntesis superficial que posee los carac-
teres de una construcción más retórica que lógica. La filosofía

6. G. Vattimo, Más allá del sujeto: Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica (trad. J.C.
Gentile Vitale), Barcelona, Paidós, 1989, 34.

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secularizada se acerca a la vaguedad e imprecisión del lenguaje
cotidiano, a la lengua hablada de una comunidad histórica [...].
El pensamiento secularizante continúa y doblega la exigencia de
unidad, buscándola como unidad [...] de semejanzas, concep-
ciones histórico-destinales, interpretaciones».7
Efecto positivo de todo esto es una apertura hacia el lenguaje
poético y metafórico, en definitiva, hacia la retórica. El conoci-
miento es hermenéutico porque es interesado, proyectual. Tal ha
sido la dirección que ha tomado la hermenéutica posmoderna, al
radicalizar la ruptura gadameriana con el planteamiento de la
hermenéutica moderna. Si bien es cierto que Gadamer renuncia a
entender la hermenéutica como un método específico de las cien-
cias sociales, lo que pretende realmente es instaurar un discurso
que tiene que ver con las ciencias, naturales y sociales, así como
con otras formas de conocimiento o «experiencias», como el arte,
la literatura, etc. En otras palabras, «Gadamer renuncia a la tenta-
ción de hacer un discurso verdadero, o a dar una preceptiva meto-
dológica para la constitución de las ciencias sociales en discursos
verdaderos; pero aspira a otras “experiencias de verdad”».8
Los desafíos del univocismo y del equivocismo nos impulsan
hacia un nuevo modo de pensar el lógos vivificado desde la expe-
riencia, donde, por ejemplo, nuestra comprensión de la retórica
tiene un sentido bastante diverso tanto de la caracterización del
Homo rhetoricus que hace Fish como de la apertura hacia el len-
guaje poético y retórico propuesta por Vattimo.
A nuestro juicio, es necesario completar estas perspectivas
con una hermenéutica analógica, que también se entiende como
una hermenéutica débil o no violenta, pero que busca un funda-
mento analógico.9 De este modo, una hermenéutica analógica
sería el verdadero y auténtico pensamiento débil, capaz de ami-
norar la dureza y rigidez de la filosofía de la modernidad, pero
sin deslizarse e incurrir en ciertos excesos posmodernos. Ésta
será una hermenéutica que abra camino en lo que se desea para
la filosofía en la actualidad. No tendrá la rigidez univocista de la
hermenéutica moderna, pero tampoco la apertura desmedida y
sin freno de muchas hermenéuticas posmodernas, francamente

7. G. Vattimo, «La secolarizzazione della filosofia», Il Mulino (Bolonia), 4, 1985, 602.


8. J.M. Bermudo, Filosofía política. Vol. III: Asaltos a la razón política, Barcelona,
Ediciones del Serbal, 2005, 417.
9. Cfr. M. Beuchot, En el camino de la hermenéutica analógica, Salamanca, San
Esteban, 2005, 229-231.

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equivocistas; tratará de llegar a un equilibrio prudencial o froné-
tico. Y esto solamente lo podrá dar una hermenéutica que apli-
que —en una línea trazada ya por Gadamer— la phrónésis aris-
totélica, la cual es eminentemente analógica.10 Vivimos en un
mundo retórico. Sin embargo, pocos han caído en la cuenta de
que la retórica, empleada apropiadamente, es una heurística,
que nos ayuda no a distorsionar los hechos sino a descubrirlos.11
Por tanto, urge ahora una profundización hermenéutica que
permita entender más adecuadamente cada ámbito, su peculiar
racionalidad y sus nociones principales. Como ha señalado Co-
nill, «el trasfondo más radical de la racionalidad no es la lógica y
la metodología, sino la experiencia. Habrá que pasar del para-
digma de la razón (en versión de la conciencia o del lenguaje) al
paradigma de la creatividad e insondable —enigmática— pro-
fundidad de la experiencia».12 De ahí la importancia de haber
mostrado las virtualidades de una más amplia noción de razón,
una noción de razón experiencial que puede contribuir a recons-
truir la razón práctica desde la perspectiva hermenéutica. La
razón no puede ser más que real e histórica.

10. Cfr. M. Beuchot, «La hermenéutica...», 27.


11. Cfr. J.L. Ramírez, «Konsten att tala - konsten att säga. En botanisering i retorikens
trädgård», Rhetorica Scandinavica (Estocolmo), 3, 1997, 18-25.
12. J. Conill, El enigma del animal fantástico..., 159.

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APÉNDICE
HERMENÉUTICA, ANALOGÍA Y RETÓRICA
EN EL DEBATE FILOSÓFICO*

Tra chiaro e oscuro c’è un velo sottile.


Tra buio e notte il velo si assotiglia.
Tra notte e nulla il velo è quasi impalpabile.
La nostra mente fa corporeo anche il nulla.
Ma è allora
che cominciano i grandi rovesciamenti,
la furiosa passione per il tangibile,
non quello elefantico, mostruoso
che nessuna mano può chiudere in sé,
ma la minugia, il fuscello che neppure
il più ostinato bricoleur può scorgere.

EUGENIO MONTALE

Las referencias que anteceden y concluyen este libro ubican


de alguna forma los temas fundamentales y la sensibilidad her-
menéutica compartida por sus autores. Por una parte, la bús-
queda de una configuración intermedia del lógos entre el univo-
cismo moderno y el equivocismo posmoderno: la analogía; por
otra parte, el hallazgo de un signo que nos lleve del fragmento al
todo, «entre claro y oscuro», respetando la individualidad y la
diferencia: el icono.
Estas páginas recogen algunas conversaciones mantenidas por
los autores en el Centro de Estudios Clásicos del Instituto de In-
vestigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM), a través de las cuales el lector podrá tener una
idea resumida, pero muy completa, de la propuesta del filósofo
mexicano: la hermenéutica analógica. Han sido ligeramente reto-
cadas y completadas y constituyen, en buena medida, una presen-
tación sucinta de la filosofía de Mauricio Beuchot quien, al hablar
de su pensamiento y responder a las preguntas planteadas, pone
en juego, quizá con mayor nitidez, lo dicho en sus libros y se so-
mete a la prueba del instante de un interlocutor que, si bien no le

* Versión revisada del artículo de F. Arenas-Dolz, «Hermenéutica, analogía y retórica.


Entrevista a Mauricio Beuchot», Éndoxa. Series Filosóficas (Madrid), 20, 2005, 677-717.

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invita a expresarse sobre temas distintos de los que había tratado
ampliamente en sus libros, busca aclaraciones inéditas.

Cómo tender puentes con palabras

Mauricio Beuchot nace en Torreón (Coahuila, México) el 4


de marzo de 1950. Es una de las figuras más relevantes del pen-
samiento mexicano. Investigador en el Centro de Estudios Clási-
cos del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, des-
pués de haberlo sido en el Instituto de Investigaciones Filosófi-
cas de la misma universidad. De 1961 a 1968 realizó en México
estudios de Humanidades Clásicas y de 1968 a 1973 estudió Fi-
losofía. Entre 1973 y 1974 llevó a cabo estudios de Filosofía en la
Universidad de Friburgo, Suiza. Licenciado en Filosofía por el
Instituto Superior Autónomo de Occidente (actualmente Uni-
versidad del Valle de Atemajac), Guadalajara, Jalisco, México.
Los estudios los realizó de 1974 a 1976 y, en ese mismo año,
obtuvo el grado con mención honorífica. La tesis que defen-
dió llevaba por título Estructura y función de la metafísica de
Aristóteles. La maestría en Filosofía la realizó en la Universidad
Iberoamericana de México de 1976 a 1978; en ese mismo año
obtuvo el grado de maestro con la tesis Análisis semiótico de la
metafísica. En la Universidad Iberoamericana de México, entre
1978 y 1980, realizó los estudios para obtener el grado de doctor
en Filosofía. La tesis con que sustentó su examen, Sobre el pro-
blema de los universales en la filosofía analítica y en la metafísica
tomista (1981), es considerada un clásico sobre el tema.1
Su ingente e innovadora obra le ha valido reconocimiento in-
ternacional. Desde 1980 hasta la actualidad ha dirigido y formado
parte del consejo de redacción de numerosas publicaciones. El 8
de febrero de 1990 fue nombrado coordinador del Centro de Es-
tudios Clásicos del Instituto de Investigaciones Filológicas de la
UNAM, cargo que desempeñó hasta 1996. Es miembro de la Aca-
demia Mexicana de la Historia (1990), de la Academia de Docto-
res en Humanidades (1996), de la Sociedad Cultural Sor Juana
Inés de la Cruz (1996), de la Academia Mexicana de la Lengua
(1998), de la Academia Romana de Santo Tomás de Aquino (1999)
y de la Academia Mexicana de los Derechos Humanos (2000).

1. Cfr. M. Beuchot, El problema de los universales, México, Facultad de Filosofía y


Letras, UNAM, 1981.

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Su bibliografía rebasa ya los cincuenta títulos de libros y
más de un centenar de colaboraciones y artículos. Ha traducido
además a autores como Alberto Magno, Juan de Santo Tomás,
Tomás de Mercado, Alfonso de la Vera Cruz, Leibniz, y un grupo
escolástico de autores novohispanos. La influencia de su pensa-
miento se refleja también en varias tesis consagradas a su obra y
en más de veinte estudios críticos sobre la misma.
La traducción del latín de pensadores novohispanos coloca a
Mauricio Beuchot como uno de los más profundos conocedores
de esta época del pensamiento. Su estudio sobre los universales
le permitió entablar un diálogo profundo con el nominalismo y
con lo que, en el siglo XX, desembocaría en la filosofía del len-
guaje. Este análisis desembocó en la propuesta hermenéutica
que Beuchot ha desarrollado en los últimos años, la hermenéuti-
ca analógico-icónica. Con ella, Beuchot intenta abrir un camino
para un diálogo que rompa la inconmensurabilidad y el relati-
vismo. La hermenéutica analógica de Beuchot es una herme-
néutica del lógos (limitado) del hombre. Es decir, Beuchot cree
que el hombre puede decir algo del mundo. Pero es consciente
que ese decir es limitado. Sin embargo, no se deja avasallar por
esos límites, sino que es capaz de reconocer que, a pesar de ellos,
es posible hablar con sentido y que por ello, al hablar se crean
compromisos, se asumen posturas, se toma partido.
La intención más profunda de la hermenéutica analógica de
Beuchot se encamina hacia la toma de conciencia del compro-
miso ético que el hablar y el decir suponen. El lenguaje es una
herramienta limitada que, sin embargo, puede tocar la verdad,
el ser y, además de ello, funda sentidos y, por consiguiente, mo-
dos de vida. Así, la hermenéutica analógico-icónica de Beuchot
apunta a una clarificación y vivencia de la eticidad que cubre
todas las dimensiones humanas, incluyendo el lenguaje de una
manera sorprendente. Esta dimensión ética estaba presente en
la filosofía antigua, medieval. Allí radica la recuperación del pen-
samiento antiguo en la propuesta de Beuchot.

Años de aprendizaje

Francisco Arenas-Dolz.—¿Podrías narrar brevemente tus años


de aprendizaje y cuál ha sido tu itinerario intelectual?

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Mauricio Beuchot.—En mis años de aprendizaje me entrené
en la filosofía griega y medieval, principalmente la tomista. Tam-
bién, de manera muy intensa, en la filosofía analítica. En una
estancia de estudios en Friburgo (Suiza) entre 1973 y 1974, tuve
de profesores a Joseph M. Bochenski y a Guido Küng. Del pri-
mero heredé el gusto por la historia de la lógica y de la filosofía
del lenguaje, así como el reconocimiento de la importancia de
Ch.S. Peirce; del segundo, el problema de los universales, es de-
cir, el aprecio por la ontología. Por eso, mi tesis de doctorado,
que presenté en 1980 en la Universidad Iberoamericana (Méxi-
co), fue sobre el problema de los universales en la historia y su
desembocadura en la filosofía analítica. Eso me ha hecho ver
siempre, en seguimiento de W.V. Quine, que en el lenguaje hay
una remisión muy fuerte a la ontología. Me quedó esa impresión
de que la ontología es ineludible.
Enseñé primero en la Universidad Iberoamericana, en 1976,
semiótica y filosofía del lenguaje, y luego, en 1979, en la facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM), en cuyo posgrado impartía el curso de historia
de la lógica. Ese mismo año entré como investigador en el Insti-
tuto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, donde me dedi-
qué a la historia de la lógica y de la filosofía del lenguaje, princi-
palmente en los medievales y novohispanos. La misma filosofía
del lenguaje me fue llevando a la hermenéutica y, después de
once años, en 1991, se me invitó al Instituto de Investigaciones
Filológicas de la misma UNAM, de cuyo Centro de Estudios Clá-
sicos fui coordinador dos periodos, es decir, casi ocho años. En
Filológicas se utilizaba mucho la hermenéutica, como es natu-
ral, y allí empecé a dedicarme a la hermenéutica. Me pedían que,
como filósofo, les hablara a los filólogos de las aplicaciones de la
hermenéutica a la filología clásica. Fue así como surgió lo de
una hermenéutica analógica.
Ya había trabajado la hermenéutica, tanto en Gadamer como
en Ricœur, a quien conocí en 1987 durante un congreso celebra-
do en Granada. Me iluminó mucho la discusión que sostuve con
él acerca de su aplicación de la hermenéutica al psicoanálisis.
En 1989 publiqué un libro sobre Ricœur y su visión de la acción
psicoanalítica. Además, en un excelente libro, La metáfora viva,
Ricœur da una gran importancia a la analogía, y eso me orientó.
En 1991 me tocó dialogar, en la Universidad Iberoamericana
(México), con alguien muy vinculado a la hermenéutica, pero en

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ese entonces ya más centrado en la pragmática, Karl-Otto Apel,
con quien discutí el problema de la referencia y la verdad. Noté
en Apel un temor muy fuerte a la referencia, por creer que con-
duce a una teoría de la verdad como correspondencia y, por ende,
a un realismo demasiado fuerte. Traté de meditar sobre estos
problemas y, en el Congreso Nacional de Filosofía de 1993, en
Cuernavaca (México), presenté un esbozo de mi propuesta de un
modelo analógico de interpretación. Fue en el marco de una mesa
de discusión muy amplia, con Ambrosio Velasco, Mariflor Agui-
lar, Raúl Alcalá, Samuel Arriarán y José Manuel Orozco, todos
muy queridos amigos. El debate me estimuló, al ver que, aun
cuando había —y sigue habiendo— muchas cosas que corregir,
apuntalar y aumentar, la propuesta había sido bien recibida.
Tratando de vertebrar más el modelo analógico de la herme-
néutica, publiqué en 1996 el libro Posmodernidad, hermenéutica y
analogía.2 El diálogo se daba ahora con la filosofía posmoderna,
así como antes en el ámbito de la filosofía analítica. Me di cuenta
de cómo la posmodernidad, que se inclinaba mucho a la equivoci-
dad, con su gran decepción de la razón, era como una reacción en
contra de los positivismos, que se inclinaban mucho a la univoci-
dad, ideal inalcanzable, y que de tiempo en tiempo se derrumba-
ba. Pero se echaba en falta algo intermedio, por eso había que
acudir a aquello que estaba —según la semántica— entre la uni-
vocidad y la equivocidad, a saber, la analogía. Por eso se hacía
necesaria una hermenéutica distinta, ni univocista ni equivocista,
sino analógica. Así fue como desemboqué en el Tratado de herme-
néutica analógica, publicado en 1997, en su primera edición.3

A vueltas con la analogía

F.A.-D.—En el Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un


nuevo modelo de interpretación (1997) buscas, en una primera parte,
el sentido de una hermenéutica analógica y el tipo de argumenta-
ción que puede ofrecer, vinculándola con la metafísica y con la
ética; en una segunda parte, intentas aplicar la hermenéutica ana-
lógica vinculándola con la filología clásica, con el psicoanálisis

2. Cfr. M. Beuchot, Posmodernidad, hermenéutica y analogía, México, Miguel Ángel


Porrúa-UIC, 1996.
3. Cfr. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica...

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freudiano y también realizas una comparación de la hermenéuti-
ca con la semiótica. ¿Qué tendrías que matizar, añadir o corregir a
la segunda edición de tu libro publicada en 2000?
M.B.—Primero presento un intento de estructuración de la
hermenéutica con el concepto de «analogía». Para ello sentí la
necesidad de conectarla con la metafísica y con la ética, pues son
las disciplinas principales de la filosofía. Algunos discuten cuál
de ellas es la primera y cuál la segunda, pero creo que son simul-
táneas, dada la importancia que tienen. Pero estoy convencido
de que la hermenéutica sólo tiene estructuración aceptable por
su relación con la ontología o metafísica. Ella es la que le puede
señalar su lugar, su alcance y sus límites. Inclusive a través de
eso que podríamos llamar reflexión previa (o posterior) a la on-
tológica, que es la epistemológica. Eso nos conduce a la forma
de argumentación que se da en la hermenéutica. Una argumen-
tación no analítica, sino más bien tópica o retórica, del tipo que
cultivó tanto Perelman. Y la conexión de la hermenéutica con la
ética nos la marca Lévinas, quien no dejaba de insistir en que no
podemos hacer filosofía ninguna si no tenemos la actitud de res-
peto por la vida y la dignidad del otro.
Luego vinieron algunas aplicaciones: a la filología clásica, al
psicoanálisis y la comparación con la semiótica. La aplicación a la
filología era obligada, pues la hermenéutica analógica ha sido apli-
cada por filólogos, estudiosos de lo clásico, en el Instituto de In-
vestigaciones Filológicas de la UNAM, como Víctor Hugo Mén-
dez. También ha sido utilizada y aplicada, tanto a la teoría como a
la clínica, por varios psicoanalistas, como los mexicanos Ricardo
Blanco, Felipe Flores y Luis Álvarez Colín. Y la comparación con
la semiótica, porque muchos contraponen la semiótica y la her-
menéutica como enemigas irreconciliables; pero creo que hay un
punto de conexión, a través de la pragmática, ya que la hermenéu-
tica misma reconoce que tiene un nivel sintáctico, otro semántico
y otro pragmático, y todos ellos son aspectos de la semiótica.
F.A.-D.—¿Cómo habría de leerse la apelación en tu obra a la
analogía? ¿Cuál es el marco en el que se inscribe tu invitación a
una hermenéutica analógica?
M.B.—Tomo la idea de la analogía de los pitagóricos, quienes
la consideraban no solamente como semejanza, sino, sobre todo,
como proporción, como proporcionalidad. Ellos tuvieron que
aprender a analogizar, a proporcionar, a equilibrar. En primer lu-

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gar, por su ideal de armonía, una armonía no estática, sino diná-
mica y movediza. De ella procede la idea de la virtud o aretë, pues
es la proporción, la moderación, el término medio. En segundo
lugar, porque los pitagóricos, como descendientes de los órficos,
veneraban a Dioniso y a Apolo, tratando de observar un delicado
equilibrio. Adoraban a Dioniso en su forma de Zagreus, que era el
descuartizado por los titanes; precisamente aquel de quien habla
Nietzsche en El origen de la tragedia. También aplicaban la analo-
gía en el eterno retorno, pues no era el retorno de lo idéntico, sino
de lo análogo, de lo semejante, de lo que únicamente era igual de
manera proporcional. Y, finalmente, pero lo más importante, por-
que, aun cuando tenían un ideal racionalista de exactitud, trope-
zaron con lo irracional. Ellos encontraron los números irraciona-
les, y, en definitiva, iniciaron el contacto con lo infinitesimal, con
lo que se va en una progresión infinita, la deriva que no tiene fin.
Igualmente, encontraron lo inconmensurable, al hallar casualmen-
te la inconmensurabilidad de la diagonal. Todo eso fue fuente de
una gran angustia cultural. Pero tanto la progresión infinita como
la inconmensurabilidad la resolvieron acudiendo a la proporción,
a la analogía. Sólo se alcanza de manera proporcional, analógica.
No es la exactitud total, pero es la suficiente.
Estas ideas las recibió Platón quien, como es muy sabido, fue
discípulo de pitagóricos, y las plasmó en la visión jerarquizante que
tuvo de la realidad: el mundo de las ideas y el mundo sublunar. Para
hablar de lo suprasensible utilizó los mitos, que son también algo
muy analógico. Aristóteles recogió con mucha dedicación la analo-
gía. Es cierto, como sostiene Pierre Aubenque, que casi no utilizó la
palabra «analogía», sino otras expresiones, como pollachós légetai,
es decir, los conceptos que se dicen de muchas maneras, que son
casi todos los principales de la filosofía, y la predicación pròs hén, a
saber, la que se da ordenada o jerarquizada a partir de uno que es el
más propio, esto es, el analogado principal, y otros que son menos
propios o analogados secundarios. Después, la noción de analogía
atraviesa la Edad Media; a veces aceptada, a veces negada, como
por Escoto Eriúgena y Ockham. El univocismo impregnó el no-
minalismo, que pasó a la modernidad, tanto en su forma raciona-
lista como en su forma empirista.
La analogicidad logra sobrevivir, primero en el Barroco, tiem-
po en el que la metáfora y la metonimia jugaron un papel muy
importante, luchando por equilibrarse. También sobrevivió en al-
gunos que se opusieron a la Ilustración, como Vico, y en el Ro-

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manticismo, opuesto a la Ilustración y al positivismo. También
allí se luchó por el equilibrio entre lo metafórico y lo metonímico.
Y es lo que vemos de alguna manera en Nietzsche, pues, aunque
muchos lo consideran metaforista y opuesto diametralmente a la
metonimia, Nietzsche no renunció del todo a la metonimia, sino
que trató de sujetarla a sus justos límites. Otro que hizo pervivir el
analogismo fue Ch.S. Peirce, quien asoció la analogía a la iconici-
dad, es decir, al signo icónico. Para él, la analogía es iconicidad, o
la iconicidad es analógica. Nunca llega a la univocidad ni se desli-
za a la equivocidad, pues lo icónico se mantiene en un movedizo
equilibrio entre ambas. Peirce asocia mucho la analogía también
con la abducción, al punto de que llegó a decir que algunos lógicos
que lo criticaban decían que la abducción no era sino el argumen-
to por analogía, lo cual no era exacto. Además, Peirce asocia la
analogía o iconicidad con la distinción, con el hacer distinciones
precisas y fructíferas, para poder evitar la equivocidad y para acla-
rar los términos y conceptos.
También puede encontrarse la iconicidad y la analogía en Witt-
genstein, en su teoría de los paradigmas con respecto a los cuales
se guardan parecidos de familia, esto es, semejanzas, similitudes
o analogías. En la actualidad, el pensamiento analógico se encuen-
tra en autores como Bachelard y Morin, en el lado de la ciencia, y,
en el lado de la literatura, en autores como Octavio Paz, que pone
a la analogía como el núcleo esencial de la poesía.
F.A.-D.—¿Cuál sería, de acuerdo con eso, lo propio y específi-
co de una hermenéutica analógica? ¿Qué nos ofrece que la haga
atendible o interesante?
M.B.—Como su nombre lo indica, la hermenéutica analógica
intenta superar la distensión que actualmente se observa entre
las que se pueden llamar hermenéuticas unívocas (cientificistas)
y hermenéuticas equivocistas (relativistas). Las últimas prolife-
ran ahora, en esto que se denomina tardomodernidad o posmo-
dernidad. Se trata de evitar la rigidez de las primeras y la excesi-
va apertura de las segundas. Y tiene la ventaja de que en la ana-
logía predomina la diferencia sobre la identidad; es decir, aunque
está a mitad de camino entre la univocidad y la equivocidad,
participa más de esta última que de aquélla. Esto le permite os-
cilar en difícil equilibrio entre el sentido literal y el alegórico, de
modo que pueda explorar los sentidos profundos, simbólicos o
alegóricos —donde los haya— sin perder el amarre del sentido

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literal, que es el que asegura la objetividad alcanzable. Igualmente
le permite dar juego a la metáfora y la metonimia, pues el senti-
do metafórico enriquecerá nuestra expresión, pero será ajusta-
do por el sentido metonímico, del que no se puede prescindir. De
esta manera, una hermenéutica tal nos ayudará a buscar el sen-
tido sin renunciar a la referencia (en contra de lo que frecuente-
mente se hace, pues en la actualidad hay mucha animadversión
contra el referencialismo).

Confluencias

M.B.—Además, dado que la analogía exige el recurso a la dis-


tinción frecuente, nos ayudará a evitar los univocismos y equivo-
cismos, con lo cual nos permitirá tener una interpretación sin-
tagmática y otra paradigmática; en donde esta última es la que
cala en profundidad, a la búsqueda de significados hondos y hasta
ocultos del texto. Y, ya que acude a la distinción, la analogía re-
quiere del diálogo, es eminentemente dialógica. Ello nos permi-
tirá superar ciertas dicotomías que se han considerado como
irreductibles o insalvables; por ejemplo, nos ayudará a superar
la dicotomía entre la descripción y la valoración (la llamada fala-
cia naturalista) y la dicotomía de Wittgenstein entre el decir y el
mostrar (de hecho, la analogicidad-iconicidad es el intento de
decir lo que sólo se podría mostrar, claro que de una manera
aproximativa y empobrecida: deficiente pero suficiente). Con esto,
la analogía puede conjuntar, en el límite, hermenéutica y ontolo-
gía, para que ninguna de las dos destruya a la otra. Sobre todo, y
en definitiva, nos ayudará a superar esas posturas extremas que
luchan entre sí en la actualidad, sin llevar a ningún lado, y de lo
cual ya está muy cansada la mayoría de los pensadores.
La analogía, entendida como búsqueda de confluencias, se
encuentra en pensadores españoles, como Ortega y Gasset y Zu-
biri, o también en García Bacca y Ferrater Mora, así como en los
mexicanos Antonio Caso y José Vasconcelos. El pensamiento
analógico ha sido estudiado en América Latina por autores como
Juan Carlos Scannone y Enrique Dussel, bajo la forma de analéc-
tica. Recientemente, Alejandro Salcedo y Greta Rivara hablan
de toda una racionalidad analógica, aledaña a la hermenéutica
analógica. Por cierto que viene a ser una racionalidad muy cer-
cana a la que propone Zambrano, es decir, tratando de conjun-

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tar lo literal y lo simbólico, lo científico y lo poético, lo metoní-
mico y lo metafórico. Como se ve, la analogía tiene una raigam-
bre hispana y latinoamericana muy fuerte; es más, estuvo pre-
sente en el encuentro entre las dos culturas, en pensadores clari-
videntes como Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga,
Bernardino de Sahagún, Alonso de la Veracruz y Tomás de Mer-
cado, los cuales supieron reconocer al otro, a través de la acepta-
ción de la semejanza (no de la exigencia de la identidad), es de-
cir, analógicamente, dejando que predominara su diferencia. Se
manifestó de manera muy fuerte en el Barroco latinoamericano,
en el que se ve la fusión de razas y culturas, por fuerza de la
naturaleza misma, esto es, de la pasión, a pesar de que hubo
innegablemente desconocimiento y opresión. Y vuelve a verse
ahora, momento en el que tanto necesitamos caminos para in-
tercomunicarnos las ideas.
F.A.-D.—¿Cuál es tu relación intelectual con algunos de los
siguientes estudiosos mexicanos de la hermenéutica: Mariflor
Aguilar, Raúl Alcalá, María Herrera, José Manuel Orozco, María
Rosa Palazón, Carlos Pereda, Blanca Solares y Ambrosio Velasco?
M.B.—Con Mariflor Aguilar he conversado mucho sobre Ga-
damer, de la que es consumada especialista. Raúl Alcalá ha hecho
interesantes investigaciones sobre la hermenéutica y su relación
con la ciencia, y hemos tenido un debate muy amistoso y prolon-
gado sobre temas fundamentales de la hermenéutica, en los que
disentimos pero nos ayudamos a tomarlos con más cuidado y
ponderación. María Herrera ve la hermenéutica como aplicable a
la filosofía política y a la filosofía de la historia, cosas que he com-
partido con ella. José Manuel Orozco ha explorado la hermenéuti-
ca para sus investigaciones acerca del psicoanálisis, y también, a
pesar de nuestros disensos, hay una entrañable amistad. María
Rosa Palazón es especialista en Ricœur y con ella he discutido
cuestiones relativas al símbolo y a la metáfora. Carlos Pereda, al
igual que yo, desemboca en la hermenéutica desde la filosofía ana-
lítica; me han servido mucho las discusiones que he tenido con él
acerca de la verdad en la interpretación y las condiciones del diá-
logo. Blanca Solares me ha ayudado a clarificar mis ideas sobre el
mito y la hermenéutica del mismo; en nuestras conversaciones
hemos encontrado muchos caminos para aplicar la hermenéutica
a este campo tan apasionante que es el del discurso religioso. Y
Ambrosio Velasco utiliza la hermenéutica en las áreas de la filoso-

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fía de la ciencia y la filosofía política. Por otra parte, de Enrique
Dussel, Jorge Velásquez y Gustavo Leyva he aprendido que la her-
menéutica no tiene por qué ser apolítica, sino comprometida con
la transformación de la realidad social.
F.A.-D.—¿Cuál es tu relación personal e intelectual con algu-
nos de los estudiosos españoles de la hermenéutica: Jesús Conill,
Agustín Domingo, Manuel Maceiras, Andrés Ortiz-Osés, Teresa
Oñate, Luis de Santiago, Eugenio Trías o Félix Duque?
M.B.—Jesús Conill me ha enseñado a buscar una hermenéu-
tica crítica de las instituciones, que va muy en la línea de la filo-
sofía política y la filosofía de la cultura. De Agustín Domingo
tomo la aplicación de la hermenéutica a los fenómenos sociales,
lo cual la hace más útil de lo que se sospechaba. En Manuel
Maceiras he encontrado una interesante aplicación de Ricœur a
las ciencias sociales. Ortiz-Osés me proporciona una complici-
dad con la noción de analogía mediadora, para establecer la in-
termediación entre los opuestos. De Teresa Oñate he recibido
interesantes lecciones de cómo aplicar ideas aristotélicas en la
hermenéutica, a las cuales ella les da una extraña actualidad.
Asimismo, Luis de Santiago me ha manifestado la fuerte presen-
cia de Nietzsche en la hermenéutica. Y con Eugenio Trías he
debatido mucho la idea de límite analógico. También he discuti-
do la dialectización de la analogía con Félix Duque, en la línea de
los filósofos románticos como Schelling.
F.A.-D.—¿Cuál es tu relación intelectual con Gianni Vattimo?
M.B.—A Gianni Vattimo lo conocí personalmente en septiembre
de 1993, cuando estuvo en la Universidad Autónoma Metropolitana
(México), en un seminario organizado por Enrique Dussel. Luego
volvimos a encontrarnos en julio de 1994 en Bogotá (Colombia), en
el XIII Congreso Interamericano de Filosofía. Gianni Vattimo, Félix
Duque y yo coincidimos como ponentes en mayo de 2002 durante el
Congreso Internacional de Hermenéutica, organizado por la St. Bo-
naventure University (Buffalo, Nueva York). Allí se estrechó nuestra
amistad, y conversamos mucho. A mí se me había pedido que hicie-
ra una presentación de mi propuesta de una hermenéutica analógi-
ca. Así que Vattimo, y el resto de participantes, pudieron escuchar
una síntesis de mi propuesta. Después de mi exposición, él fue el
primero en pedir la palabra, y dijo que le gustaba la propuesta, por-
que no era violenta, sino «débil» o mediadora, aunque también pre-
sentó varias objeciones y dificultades. Por ejemplo, a él le parece que

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no debilito suficientemente la ontología, que todavía acepto dema-
siadas estructuras ontológicas; pero creo que sin ellas la hermenéu-
tica se debilitaría demasiado y correría el peligro de trivializarse o
llevar a un relativismo excesivo, si no es que al escepticismo, todo en
la línea del equivocismo. Finalmente, en noviembre de 2004 Gianni
Vattimo y yo pudimos discutir sobre mi propuesta de un hermenéu-
tica analógica en el marco de un coloquio organizado por la Facul-
tad de Filosofía y Letras de la UNAM.
F.A.-D.—¿Qué desarrollos o aplicaciones ha encontrado la
hermenéutica analógica?
M.B.—Ya van algunos avances y utilizaciones. En México ha
sido aplicada a la literatura,4 a la antropología,5 a la filología
clásica,6 al derecho,7 al psicoanálisis,8 a la pedagogía9 y a la filo-

4. Cfr. C. Olvera Romero, Hermenéutica analógica y literatura, México, Primero


Editores, 2000.
5. Cfr. S. Reding Blase, Antropología y analogía, México, Torres Asociados, 1999;
J.M.ª Herrera, Antropología filosófica y analogía en Mauricio Beuchot, México, Analo-
gía, 1999; J.P. Martínez Hernández, Antropología filosófica en Mauricio Beuchot, Morelia,
Nous, 2003; S. Aguirre Rocha, Sujeto y alteridad. Hacia una antropología analógica,
Morelia, Nous, 2004.
6. Cfr. V.H. Méndez Aguirre, ¿Filantropía divina en la ética de Aristóteles? Lectura
desde la hermenéutica analógica, México, UNAM, 2002.
7. Cfr. N. Conde Gaxiola (comp.), La filosofía de los derechos humanos de Mauricio
Beuchot, México, Primero Editores, 2001; J.A. de la Torre Rangel (ed.), Hermenéutica
analógica, derecho y derechos humanos, Aguascalientes, Universidad Autónoma de
Aguascalientes, 2004; E. Aguayo, La hermenéutica filosófica de Mauricio Beuchot, México,
Ducere, 2001.
8. Cfr. L. Álvarez Colín, Hermenéutica analógica, símbolo y acción humana, México,
Torres Asociados, 2000; (ed.), Hermenéutica analógica, símbolo y psicoanálisis, Méxi-
co, Ducere, 2003; C. Gordillo Pech, Hermenéutica analógica, psicoanálisis y lenguaje.
Prolegómenos a la aporía de la técnica de interpretación, México, Analogía, 2002; Tiem-
po, analogía lingüística y significación. Antecedentes y perspectiva de la historicidad en la
técnica psicoanalítica, México, Primero Editores, 2003; V.H. Valdés Pérez, Cultura y psi-
coanálisis. Hermenéutica del concepto, filosofía y naturaleza, Morelia, Nous, 2002; F. Cla-
vel, «Tipificación por analogías de algunos conceptos centrales del psicoanálisis», en
L. Álvarez Colín (ed.), Hermenéutica analógica, símbolo y psicoanálisis..., 1-33.
9. Cfr. A.C. Álvarez Balandra, Hermenéutica analógica y procesos educativos, Méxi-
co, Analogía, 2002; S. Arriarán y M. Beuchot, Virtudes, valores y educación moral. Con-
tra el paradigma neoliberal, México, Universidad Pedagógica Nacional, 1999; S. Arria-
rán y E. Hernández (comps.), Hermenéutica analógico-barroca y educación, México,
Universidad Pedagógica Nacional, 2001; L.E. Primero Rivas, Emergencia de la pedago-
gía de lo cotidiano, México, Primero Editores, 1999; Epistemología y metodología de la
pedagogía de lo cotidiano, México Primero Editores, 2000; Balance de la emergencia de
una propuesta pedagógica, México, Primero Editores, 2005; Significado y posibilidades
de la hermenéutica analógica, México, Asociación Filosófica de México - Primero Edito-
res, 2005; La hermenéutica analógica: desarrollos y horizontes, México, Primero Editores,
2007; Diversidad y democracia. Aportes de la hermenéutica analógica al diálogo intercul-
tural, México, Analogía Filosófica, 2007.

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sofía política.10 Hay también, en otros autores, una búsqueda de
una racionalidad analógica11 y de una referencia analógica.12
Asimismo, la hermenéutica analógica ha sido aplicada al estu-
dio del símbolo y el mito,13 así como a los estudios de género.14
También en Argentina, concretamente en la Universidad del Norte
Santo Tomás de Aquino (Buenos Aires), hay un grupo de investi-
gación sobre hermenéutica analógica,15 y otro en la Universidad
Nacional del Comahue (Neuquén), que aplica la hermenéutica
analógica al multiculturalismo.16 También se estudia en Colom-
bia,17 y en España, donde tú mismo has establecido fructíferas
conexiones entre la hermenéutica analógica y la hermenéutica
crítica, en forma de una hermenéutica crítico-analógica,18 y don-
de también otros la están aplicando a la pedagogía,19 a la estéti-

10. Cfr. A. Salcedo Aquino, Hermenéutica analógica, pluralismo cultural y subjetivi-


dad, México, Torres Asociados, 2000; D.E. García González, Hermenéutica analógica,
política y cultura, México, Ducere, 2001; Hermenéutica analógica, logros y perspectivas,
México, Analogía, 2004; Hermenéutica analógica y sociedad, México, Torres Asociados,
2005; R. Álvarez Santos, Hermenéutica analógica y ética, México, Torres Asociados,
2003; A. Martínez de la Rosa, La hermenéutica analógica y la emancipación de América
Latina, México, Torres Asociados, 2003.
11. Cfr. G. Rivara Kamaji, El ser para la muerte: una ontología de la finitud, UNAM-
Itaca, México, 2003; Vocación por la sombra. La razón confesada de María Zambrano,
Edere, México, 2003.
12. Cfr. M.A. González Valerio, «Estética y hermenéutica. El problema de la refe-
rencia en el relato de ficción», Estudios Filosóficos (Valladolid), 54, 2005, 313-332.
13. Cfr. R. Mazón Fonseca, La hermenéutica analógica y el mito, México, Primero
Editores, 2002; R. Maldonado, «El hilo de Ariadna: el símbolo. Ensayo de hermenéuti-
ca analógica», Estudios Filosóficos (Valladolid), 156, 2005, 293-302; «Sobre la posibili-
dad de un fundamento analógico y simbólico. Ensayo de hermenéutica analógica»,
Dikaiosyne (Mérida, Venezuela), 9, 2006, 25-34; y B. Solares (coord.), Los lenguajes del
símbolo. Investigaciones de hermenéutica simbólica, Anthropos, Barcelona, 2001.
14. Cfr. A. Ocampo Jiménez, La hermenéutica analógica en el análisis de los feminis-
mos en la postmodernidad, México, Analogía Filosófica, 2003.
15. Cfr. J.J. Herrera, «La hermenéutica analógica y su apertura a la metafísica en el
pensamiento de Mauricio Beuchot», Anámnesis (México), IX/2, 1999, 183-216; R.R.
Cúnsulo, «Analogía y responsabilidad: una hermenéutica del derecho», Studium. Filo-
sofía y Teología (Buenos Aires), V/X, 2002, 221-230; F. Boquete Negros, «Importancia
de la analogía tomista en la hermenéutica de Mauricio Beuchot», Anámnesis (México),
25 (enero-junio), 2003, 139-186.
16. Cfr. S. Arriarán (coord.), La hermenéutica en América Latina. Analogía y Barroco,
México, Ítaca, 2007.
17. Cfr. M. Beuchot y G. Marquínez Argote, Hermenéutica analógica y filosofía lati-
noamericana, Bogotá, Editorial El Búho, 2005.
18. Cfr. F. Arenas-Dolz, Hacia una hermenéutica analógico-crítica...
19. Cfr. J. Esteban Ortega, «El dinamismo trágico de la mediación analógica en la her-
menéutica de Mauricio Beuchot», Studium (Madrid), XL/2, 2002, 325-337; «El reto de la
pedagogía hermenéutico-analógica de lo cotidiano: encuentros y desencuentros», en L.E.
Primero Rivas (coord.), Usos de la hermenéutica analógica, México, Primero Editores, 2004,
203-247; «La radicalización trágica de la pedagogía hermenéutico-analógica», Estudios

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ca20 y a la filosofía de la ciencia.21 Veo cómo este movimiento
avanza, beneficiándose de la crítica y de las aplicaciones.

El ágata, el pulpo, la idea

F.A.-D.—«Los clásicos —dice Italo Calvino— son aquellos li-


bros que nos llegan llevando consigo la huella de las lecturas que
precedieron a la nuestra y tras de sí la huella que han dejado las
culturas que han atravesado [...] y nunca terminan de decir lo
que quieren decir».22 En la aplicación de la hermenéutica analó-
gica a la filología, ¿qué entiendes por «clásico»?
M.B.—Aquí sigo muy de cerca a Gadamer, que tanto insistió
en las nociones de «tradición» y de «clásico».23 Efectivamente,
estamos siempre en una tradición, y los mejores ejemplos de ella
son los que llamamos clásicos. En esto veo una aplicación de la
analogía o analogicidad, ya que si tenemos una concepción uni-
vocista de la tradición, nunca pasaremos de repetirla, de ser re-
petidores suyos. Aquí el clásico es para ser imitado al pie de la
letra, lo cual resulta, a la postre, imposible. En el otro polo, vie-
nen los equivocistas de la tradición, los que rompen y rasgan, los
que no dejan títere con cabeza. Éstos creen que la mera labor
destructiva es suficiente, y son los eternos innovadores, pero sin
ton ni son. Y lo que vemos es que nunca pasan de esa labor nega-
tiva frente a la tradición. En cambio, una postura analogista o
analógica frente a la tradición nos hace asimilarla lo mejor que
podamos, estudiarla seriamente para saber dónde ya no rinde y
saber, por consiguiente, dónde se necesita innovar. Y, como en la
analogía predomina la diferencia, también nos hará apostar por

Filosóficos (Valladolid), 156, 2005, 251-270; «Finitud», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz


(dirs.), 10 palabras clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 219-256.
20. Cfr. S.J. Castro, «Estética y hermenéutica analógica», Estudios Filosóficos (Va-
lladolid), 156, 2005, 333-355; «Arte», en M. Beuchot y F. Arenas-Dolz (dirs.), 10 pala-
bras clave en hermenéutica filosófica, Estella, Verbo Divino, 2006, 83-113; L. Otero León,
«La estética hermenéutica frente al esteticismo difuso y la destrucción de la memoria»,
Diálogo Filosófico (Madrid), 66, 2006, 453-472; «La hermenéutica analógica y sus puen-
tes con la pragmática y la retórica. Beuchot, Wittgenstein y Nietzsche», Logos. Revista
de Filosofía (México) 96, 2008, 95-116.
21. Cfr. J.R. Coca, «El sentido en el desarrollo de la actividad científica», Cuadernos
Salmantinos de Filosofía (Salamanca), 34, 2007, 435-446; «Las dimensiones personales
de la actividad científica», Revista Portuguesa de Filosofia (Braga), 63, 2007, 663-670.
22. I. Calvino, Por qué leer los clásicos (trad. A. Bernárdez), Barcelona, Tusquets, 1992.
23. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 353-360.

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la innovación, aunque sin perder nunca el amarre en el trabajo
serio, exigente y riguroso de estudiar la tradición misma. En esta
perspectiva analogista, es clásico el que, habiendo asimilado bien
la tradición, está en condiciones de aportar algo nuevo. Ha sabi-
do reflejar la tradición misma, y él mismo se constituye en nueva
tradición, o en sesgo nuevo de la tradición, en paradigma o mo-
delo dentro de esa tradición, tanto como representante de lo an-
terior cuanto como representante de lo nuevo que se inicia. Y,
así, un clásico no es sólo para imitar, como sucede en el univo-
cismo, ni tampoco para denostar o tirar, como en el equivocis-
mo, sino para seguirlo, para mantener con respecto a él lo que
Wittgenstein denominaba un «parecido de familia», lo cual es
muy analógico de suyo.
Y con ello me parece que se recupera la idea de Gadamer de
que el clásico es una especie de universal, es una manera de uni-
versalizar. Es, ciertamente, alguien singular, particular; pero, a
pesar de ello, se coloca en un rango tan abarcador, se pone en
una situación de tanta lucidez, que abre los horizontes, los am-
plía, y con ello gana en universalidad a partir de su labor indivi-
dual. Allí se combinan y se tocan lo particular y lo universal, es
una cierta clave para el problema de universalismo y del particu-
larismo, tan propio de la hermenéutica. El clásico nos enseña a
ganar universalidad a partir de nuestra propia particularidad.
En un clásico, o, más sencillamente, en un buen poeta, por ejem-
plo, nos vemos reflejados como en un espejo. En eso consiste su
universalidad. Habla de su propia alegría o de su propia tristeza, y
todos encontramos reflejada nuestra propia alegría o nuestra pro-
pia tristeza. Ésa es una manera de universalizar. Una manera dis-
tinta, una manera extraña, pero válida, al fin, una especie de univer-
sales análogos. No nos espejeamos en ellos de manera idéntica, sólo
aproximada, sólo por semejanza, pero con eso nos basta.
F.A.-D.—En Sombras de obras: Arte y literatura Octavio Paz
refiere la preocupación de Roger Caillois por la analogía con
estas palabras: «Según Caillois la poesía no es un fenómeno par-
ticular del lenguaje humano sino una propiedad de la naturaleza
entera. Hay una suerte de unidad y de continuidad entre el mun-
do físico, el intelectual y el imaginario; esa unidad es de orden
formal y se constituye, a la manera de un poema, no como una
serie deductiva, de significados sino como un sistema de ecos,
correspondencias y analogías. Caillois no ignoraba que las pie-

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dras son piedras y que las fábulas son fábulas pero decía que, a
veces, “convenía ver a las piedras como poemas y buscar en las
ficciones poéticas la perennidad de las piedras...”. Confronta-
ción de las opuestas metáforas en donde, simultáneamente, se
aguzan y se disipan los dos extremos del universo: el mineral y la
idea [...] desvelado por la presencia constante, a un tiempo evi-
dente e indemostrable, de la analogía —siempre a la vista y siem-
pre huidiza— Caillois buscó sin cesar el puente invisible que une
a la piedra y a la idea».24
La misma preocupación de Caillois por la analogía está pre-
sente también en la obra de Paz. Tú mismo has señalado la impor-
tancia de la analogía en Paz. ¿Hablaste alguna vez de esto con él?
M.B.—Conocí a Octavio Paz en 1975, gracias a Julián Pablo
Fernández, un pintor y cineasta mexicano. Sólo un par de veces
nos encontramos para comer, y él me sugirió que algún día nos
reuniéramos para hablar acerca del aspecto filosófico de la analo-
gía. Nunca se pudo concretar esa cita. Pero leí lo que él había
escrito acerca de la analogía como núcleo de la poesía, como lo
más esencial de la misma. Me parece muy interesante lo que es-
cribe a este propósito en otro texto recogido en Sombras de obras:
Arte y literatura: «Para Caillois la piedra era música mineralizada.
Sin embargo, lo que distingue al poema de todas las otras formas
y organismos es precisamente lo contrario: la animación, el movi-
miento. El poema es un organismo rítmico, una forma en perpe-
tuo movimiento. El poema está hecho de aspas de aire que, al
girar, emiten torbellinos de sonidos que son remolinos de senti-
dos. Pero el poema no es ni música ni idea. El sentido del poema
está más allá del sentido y su música no se agota en el sonido. Las
ideas bailan, los sonidos piensan. Vasos comunicantes: oímos al
poema con los ojos, lo pensamos con los oídos, lo sentimos con la
mente. Poesía es ver y oír, pensar y sentir, todo junto. O más bien:
es unir en un solo giro, en un oleaje rítmico, el sentir y el pensar...
Pensaba todo esto (y al pensarlo lo sentía) al leer un pequeño libro
que acababa de publicar Rubén Bonifaz Nuño: Tres poemas de
antes (ediciones de la Universidad, MCMLXXVIII). Cada uno de es-
tos tres poemas está compuesto, a su vez, por cuatro sonetos y
tres cortas composiciones en endecasílabos y heptasílabos. Pri-
mera alegría: esos poemas son formas sensibles que podemos ver,

24. O. Paz, Sombras de obras: Arte y literatura, Barcelona, Seix Barral, 1996, 243-
244 y 246-247.

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tocar, oír. Sobre todo oír. La poesía es un arte oral y olvidarlo,
como lo olvidan algunos jóvenes poetas, es traicionarla. El tema
de los poemas de Bonifaz Nuño es el tiempo y el amor, ambos
fugitivos y recurrentes. La brevedad de la vida y la perennidad de
la palabra: temas de Horacio y de Ronsard, temas de antes y de
mañana, temas de ahora. A la manera del que se acerca a su oído,
repetida maravilla, una caracola, leo los límpidos poemas de Bo-
nifaz Nuño y oigo, al través de cada verso y cada estrofa, los pasos
del tiempo que pasa y regresa y vuelve a pasar. Al oírlos, veo cada
uno de esos poemas como un árbol que arde, llama verde, en la
transparencia del otoño».25
Claro que Octavio Paz, como poeta, se inclinaba más a la
parte metafórica de la analogía, a esa metáfora analógica que es
la que más se hace presente en la poesía. Por eso veía a los ro-
mánticos como analógicos, y es verdad en ese sentido, ya que
ellos también se inclinaban mucho al lado metafórico de la ana-
logía, a la analogía metafórica. Pero yo creo que la analogía tiene
también un lado metonímico, es decir, inclinado al sentido lite-
ral, al discurso científico, al amarre objetivo de lo que, de otra
manera, correría el riesgo de quedarse en lo meramente subjetivo.
En cualquier caso, Paz ha sido uno de los más grandes analo-
gistas en el mundo, sobre todo en América Latina, en México. Él
veía la analogía en el encuentro entre el hombre y la naturaleza.
Así como Hölderlin decía que sólo el poeta hace habitable el mun-
do, y en eso lo seguía Heidegger, Paz decía que la analogía era lo
que hacía habitable el mundo, porque le quitaba ese aspecto des-
conocido, demasiado otro, amenazador. Donde todo eran fauces
y garras, miedo a los terrores de la selva, el hombre puso su sello,
urbanizó y se asentó. No solamente construyó su morada, sino
que plasmó su firma, su marca, en toda la naturaleza (hasta el
punto en que ahora vemos que está amenazada por el hombre, el
hombre se ha vuelto el terror de aquello que antes era su terror).
Además de ver la analogicidad en los románticos, en su libro
Los hijos del limo,26 Paz la ve en los barrocos, en su otro libro,
Sor Juana o las trampas de la fe.27 La época barroca fue analogis-
ta por la fuerte presencia en ella del símbolo, de la alegoría, de la

25. Ibíd., 247-248.


26. Cfr. O. Paz, Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1974.
27. Cfr. O. Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe, México, Fondo de
Cultura Económica, 1982.

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iconicidad, por ejemplo en la emblemática. Fue analogista no
sólo por sincretista, sino también porque trataba de concordar
los opuestos, los extremos. Así, fue un juego de oscilación entre
la metáfora y la metonimia, que eran tratadas diversamente en
esos dos extremos del Barroco que fueron el culteranismo y el
conceptismo. Donde más equilibrio analógico ve es en sor Jua-
na, que unió magistralmente ambos extremos, del conceptismo
y el culteranismo, en su famoso poema Primero sueño.28 Pero,
así como Foucault, en sus libro Las palabras y las cosas, asegura
que el Quijote fue el último análogo, por ser una mezcla de ge-
nialidad y locura, de prudencia y despropósito,29 así también Paz
da la impresión de estar de acuerdo. En su libro El arco y la lira,
dice que esa novela de Cervantes fue la primera novela moder-
na.30 Porque Cervantes sabía que el Quijote era un loco, y por
eso, en vez de un poema épico, escribió una novela; pero tam-
bién sabía que estaba cuerdo, y por eso dejó que la novela se
resolviera en poesía. Tal vez el Quijote es analógico porque supo
ver su propia locura (como ocurre explícitamente al final de su
vida) y la transubstanció.

Horizontes de la hermenéutica

F.A.-D.—¿Qué tareas prevés para la hermenéutica analógica?


M.B.—Muchas, que tienen que hacerse en equipo, en grupo.
Por lo pronto, me parece que una de ellas es la de seguir estruc-
turándose y vertebrándose interiormente, desde la misma teoría
que la sustenta. Otra es, por supuesto, la de seguir aplicándose a
ámbitos específicos del pensamiento, es decir, disciplinas y pro-
blemas concretos. Uno de ellos consiste en ayudarnos a esclare-
cer la naturaleza de una filosofía hispánica, española y america-
na, que puede ofrecer mucho a la filosofía universal desde su
particular condición. Otro punto pendiente es el de estudiar la
manera más concreta de conjuntar el intelecto y el afecto, la ra-
zón y el sentimiento, que es algo muy importante y que nos hace
mucha falta. Otro es el de la crítica de las instituciones, de modo

28. Cfr. Juana Inés de la Cruz, Primero sueño, en Obras completas (ed., pról. y notas
A. Méndez Plancarte), México, Fondo de Cultura Económica, 1951, vol. I, 335-359.
29. Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias huma-
nas (trad. E.C. Frost), México, Siglo XXI, 1974.
30. Cfr. O. Paz, El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1956.

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que no solamente se aplique a la filosofía política, sino a la filo-
sofía de la cultura, cosa que ya se ha hecho, pero sobre todo
como crítica de la cultura. Éste es el legado de Nietzsche, la fi-
losofía de la cultura como crítica de la cultura. Hay mucho que
hacer y mucho que modificar en lo que se ha hecho en esa línea.
Es algo en lo que encuentro un reto. Finalmente, por sólo men-
cionar uno de los muchos puntos pendientes, me parece que haría
falta aplicar la hermenéutica analógica a la tecnología, sobre todo
a las tecnologías de la comunicación, a los media, ya que son los
que, para bien o para mal, están dictando la orientación de nues-
tra cultura contemporánea.

Retórica y hermenéutica

F.A.-D.—La filosofía se ha preguntado insistentemente, so-


bre todo en los últimos tiempos, acerca del tipo de argumenta-
ción del que puede echar mano y del tipo de racionalidad que la
anima. ¿Qué relación verías entre la hermenéutica analógica y la
retórica, la cual encuentra en la actualidad mucho cultivo?
M.B.—Yo creo que, desde Aristóteles por lo menos, retórica y
hermenéutica van muy estrechamente asociadas. Mucho de lo
que tratamos ahora en la hermenéutica fue tratado por el estagi-
rita en la Retórica (además de en el De Interpretatione, por su-
puesto). En el capítulo del Tratado de hermenéutica analógica
dedicado al modo de la argumentación que se propone para apo-
yar las interpretaciones, afirmo que la retórica es ese modo ar-
gumentativo. En un momento en que algunos, demasiado es-
cépticos por fuerza de la posmodernidad, ya no argumentan sino
que sólo narran, creo que es importante defender la argumenta-
ción, por lo menos en esas modalidades no tan fuertes como la
lógica apodíctica, pero que nos aseguren un recurso a algo obje-
tivo. Perelman vio que esto podía hacerlo la retórica.
Además, hay una idea aristotélica, recuperada por Gadamer, que
es la de virtud. La virtud como habilidad para hacer algo, cosa que se
va construyendo paulatinamente y con mucho esfuerzo, a través de
la teoría y sobre todo del ejercicio. Es como se veía al orador, que,
además de la capacidad natural de la oratoria que ya poseía, la culti-
vaba y desarrollaba por medio del arte de la retórica. Es lo que ahora
podemos ver en la hermenéutica como la uirtus interpretativa, como
la virtud de la interpretación o la aretë herméneutikë, algo que, con el

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estudio y con la práctica, vamos construyendo en nosotros mismos
para lograr buenas interpretaciones. La hermenéutica es algo que se
va edificando con estudios teóricos y con ejercicios prácticos. Y esto
es muy parecido a la idea de prudencia o phrónésis, que Gadamer ha
retomado de Aristóteles. El prudente o phrónimos es alguien que, a
través del estudio y de la acción, sabe conducirse acertadamente en
los casos concretos, particulares y contingentes. Es decir, sabe apli-
car la ley general al caso particular. No se queda en la univocidad de
la ley, pero tampoco se distiende en la equivocidad de los casos, de la
pura casuística; une las dos cosas, las conecta, de modo que tenga
una buena habilidad para aplicar la ley general al caso particular. Y
eso es lo más hermenéutico: colocar algo particular, como es el texto,
en algo más general, como es su contexto, recorriendo los grados de
contextualidad o de universalidad ascendente que convenga alcan-
zar, para llegar a la adecuada interpretación. Es, además, algo muy
analógico. No en balde se puede ver a la prudencia o phrónésis como
la misma analogía puesta en práctica, hecha parte de uno mismo,
transformada en vida.
F.A.-D.—En tu obra destaca el interés por la competencia cívi-
ca y democrática del individuo humano, un individuo concebido
como ser social, sin dejar de ser individuo histórico y concreto.
Esa ética comunicativa basada en una prudencia adquirida en el
obrar, no en el cálculo de los resultados ni en la deducción a partir
de principios a priori, es comunicativa pero diferente de la de Ha-
bermas. No una ética de la acción comunicativa, sino una ética de
la comunicación activa y operante: la vieja ética aristotélica. Ins-
pirados por ella estamos algunos trabajando por el establecimien-
to de una concepción dialógica de la gestión pública local...
M.B.—Quisiera terminar con lo siguiente. Se puede hablar
de una analogía entre la prudencia o phrónésis con la hermenéu-
tica. Antiguamente se señalaba la analogía existente entre la pru-
dencia y la lógica. Quisiera señalar la analogía que existe entre la
prudencia y la hermenéutica. El prudente tiene, sobre todo, la
habilidad de seleccionar los medios que van a ser los mejores
para conducir al fin o a los fines que se ha planteado. En ese
sentido, el hermeneuta prudente es el que sabe allegarse los me-
dios necesarios para la comprensión de un texto, es decir, lo rela-
tivo al idioma en que está escrito el texto, lo relativo al estudio
histórico-cultural del autor, lo relativo a las circunstancias en las
que lo escribió y los destinatarios originales que tuvo el texto;

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pero también debe contar con lo que le ayude a ver cómo habla
ahora el texto, a unos destinatarios que tal vez no eran los del
autor, en una cultura que quizá difiere mucho de la del autor y
sus destinatarios, y poder hacer el texto significativo para la gen-
te de nuestro tiempo. Asimismo, otro aspecto de la prudencia es
la deliberación, que abarca la búsqueda de medios para los fines
y la ponderación de los mismos (de sus pros y sus contras) para
mostrarlos como conducentes, lo cual es una argumentación.
Aquí se ve el doble proceso de inuentio y demonstratio, esto es, el
lanzamiento de una hipótesis, en nuestro caso, interpretativa, y
la prueba de la misma, a través de una argumentación, la cual
será, como dijimos, más bien de naturaleza retórica. Creo que
con eso se ve suficientemente la analogía que guarda la herme-
néutica con la prudencia o phrónésis, y, dado que la phrónésis
tiene una estructura analógica, nos hace ver la oportunidad de
una hermenéutica analógica.

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EPÍLOGO
¿HERMENÉUTICA ANALÓGICA
O HERMENÉUTICA ANAGÓGICA?*

Gianni Vattimo

El título de este epílogo es un poco provocador; pero no de


suyo, sino porque marca una diferencia entre lo que pienso de la
hermenéutica y lo que Beuchot de una manera muy sugerente
ha elaborado en su texto sobre hermenéutica analógica.1 Me re-
feriré básicamente a este tratado, que he estudiado con suficien-
te atención. El término «anagogía» es un término latino que vie-
ne del griego. El término «anagogía» viene en un adagio, en un
proverbio, en un motto medieval sobre la hermenéutica que con-
cierne a la interpretación de la Sagrada Escritura:

Littera gesta docet.


Quid credas, allegoria.
Moralis, quid agas.
Quo tendas, anagogia.

Hay cuatro sentidos de la Biblia: el sentido literal, que relata


lo que pasó: gesta. Quid credas, allegoria, porque lo que pasó tie-
ne un sentido alegórico, que revela lo que tienes que creer. Por
ello, el contenido de tu fe es activado por la lectura alegórica de

* Este epílogo es una versión revisada del texto homónimo que recoge la intervención
de Gianni Vattimo en la discusión mantenida el 22 de noviembre de 2004 en el Aula
Magna de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM entre Gianni Vattimo y Mauricio
Beuchot. El texto ha sido publicado en M. Beuchot, G. Vattimo y A. Velasco Gómez (eds.),
Hermenéutica analógica y hermenéutica débil, México, Facultad de Filosofía y Letras,
UNAM, 2006, 21-41. Anteriormente apareció publicado, con idéntico título, en Estudios
Filosóficos (Valladolid), 156, 2005, 213-227. Agradecemos tanto a la Secretaría de Exten-
sión Académica de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM como a la revista Estu-
dios Filosóficos la posibilidad de reproducir de nuevo aquí este texto.
1. M. Beuchot, Tratado de hermenéutica analógica..., 27 y ss.

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la Escritura; por ejemplo, cuando desciende la paloma sobre la
cabeza de Jesús en el bautismo en el Jordán, es el Espíritu. Tú no
crees en la paloma, pero crees en el Espíritu Santo: alegoría.
Moralis, quid agas es más fácil: hay un sentido moral en la Escri-
tura que te indica lo que tienes que hacer. Es el aspecto ético o
moral de la cosa. Quo tendas, anagogia. La anagogía te enseña
hacia dónde tienes que dirigirte: quo tendas. En la interpreta-
ción tradicional de este proverbio, de este motto, esto significa
simplemente que el aspecto anagógico de la lectura de la Escri-
tura consiste en detectar en ella las promesas de la salvación
eterna: quo tendas, anagogia.
¿Qué tiene que ver la anagogía con el problema de la hermenéu-
tica, en el sentido actual de la palabra, no solamente puesto en rela-
ción con la Sagrada Escritura, sino con todo lo que nosotros llama-
mos hermenéutica? Esto es lo que voy a intentar tratar un poco, en
discusión con Beuchot, y quizá con un esfuerzo sobre todo de de-
fender mis propias posiciones en contra de sus objeciones.
Creo también en el esfuerzo de hacer una síntesis. Beuchot y
yo hemos hablado —un poco jugando— de una hermenéutica
analógico-anagógica, que no contribuye mucho a la popularidad
de la hermenéutica. Ya la misma palabra «hermenéutica» no es
tan común. «¿Qué hace usted? —Hago un poco de hermenéuti-
ca». Es como la historia de Molière: «Estuve haciendo prosa y
no lo sabía». Pero, efectivamente, se puede trabajar un poco en
torno a esta conexión, y lo que sugiere, desde el comienzo, la
mención de la anagogía, puede ser comprendido inmediatamente;
después vamos a clarificarlo un poco.
La anagogía tiene que ver con una orientación teleológico-
histórica de la interpretación, en la que no se puede interpretar
algo sino en una perspectiva escatológica, es decir, proyectual
absoluta o totalizadora. La anagogía es un modo de subir, de
ascender. Llegarse hasta otro desde una situación horizontal.
Ahora bien, uno de los motivos del interés de la hermenéutica
analógica de Beuchot es que sugiere una virtud en la interpreta-
ción de textos que está metodológicamente alejada de dos actitu-
des extremistas, a las cuales él llama la hermenéutica univocista
y la hermenéutica equivocista. Es decir que, frente a un texto, se
puede imaginar que tenemos que leerlo con exactitud o de nin-
guna manera. Porque éste es también el problema de la herme-
néutica univocista, que él no estudia bastante: cómo lo pensaba
el autor, cómo lo entendía el oyente originario, el discípulo

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contemporáneo, según lo dice él en unas páginas que concier-
nen a esto. La escucha de Jesús como otro, o como dicen las
palabras mismas. Schleiermacher, que fue un gran hermeneuta
de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, incluso un teólogo,
discutía exactamente sobre estos mismos problemas, porque su
tesis era que en la hermenéutica se trata de comprender ante
todo un texto tan bien como lo comprendía su autor. Y, más ade-
lante, comprenderlo mucho mejor que su autor, mejor que el
autor mismo. Éste es el aspecto adivinatorio de la hermenéutica.
Hay un adagio schleiermacheriano que dice: «Al principio, com-
prender el texto tan bien como lo comprendía su autor y, más
adelante, comprenderlo mejor que el autor mismo».2
La analogía es una manera de intentar realizar esta empresa
hermenéutica. Sólo que, como es más fácil comprender el texto
mejor que el autor que comprenderlo como el autor, la analogía
efectivamente se plantea como un esfuerzo de no intentar reali-
zar total y absolutamente esta empresa de comprender como el
autor, sino de desarrollar una actitud que nos conduzca hacia
una comprensión más profunda que la del autor mismo, la cual
quizá no podríamos nunca alcanzar. Éstos son problemas tam-
bién que se expresan en el adagio schleiermacheriano, el cual
incluye la cuestión de la hermenéutica univocista, es decir, tú
tienes que entender el texto como el autor lo comprende. ¿Es
posible? Tal vez es posible, pero cuando llegue a comprender el
texto como el autor lo comprendía, esto podría impedirme com-
prender el texto mejor. Pues, ¿por qué tendría que comprender
mejor el texto que el autor? No sé; paradójicamente, si un texto
tiene su sentido, y si el sentido del texto es básicamente el senti-
do que el autor quería darle al texto cuando lo comprendió, todo
esto termina siendo una empresa inútil, porque termina en una
suerte de actitud puramente contemplativo-historiográfica re-
trospectiva. Por ejemplo, puede volverse una cuestión puramen-
te de biografía del autor. He comprendido que Dante quería de-
cir esto y esto. El discurso se termina aquí. ¿Qué decía Dante?
Esto. Lo descubro, y ahora es una noticia histórica, entre otras,
que tengo que poner en mi biblioteca.
En esta cuestión de la interpretación univocista hay, por un
lado, una imposibilidad efectiva, porque meterse en la cabeza

2. F.D.E. Schleiermacher, Hermeneutik und Kritik. Mit einem Anhang sprach-


philosophischer Texte Schleiermachers (ed. M. Frank), Frankfurt, Suhrkamp, 1977, 94.

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del autor e imaginar todos los motivos que podía tener detrás es
una empresa desesperada, según aquello de que indiuiduum est
ineffabile. Nunca conozco exactamente la imaginación del otro.
Si esto es el principio, tiene una cuestión de imposibilidad. Por
otro lado, ¿para qué me sirve saber qué piensa él? Puedo utilizar-
lo, pero esta utilización entra en conflicto con una idea de com-
prender exactamente lo que tú me dices. Asimismo, hay toda
una serie de problemas. Esto para la interpretación univocista.
Obviamente, la interpretación equivocista tiene otros proble-
mas. Por ejemplo, ¿por qué decimos que esta interpretación es la
interpretación de la Divina comedia de Dante y no del Orlando
furioso de Ariosto? Cuando intentamos dar una interpretación,
incluso libre y equivocista, de la Divina comedia, tenemos todavía
una referencia objetiva a ese texto; no se puede decir siempre lo
que nos gusta sobre cualquier texto. Beuchot, por ello, agarra bien
el problema de la interpretación; es decir, la intepretación tiene
que relacionarse con un dato, pero no permanecer literalmente
relacionada con él. Porque, aun cuando fuera posible interpretar
de manera puramente univocista un texto, ese fin sería prácti-
camente inútil, pues se permanecería en una actitud contemplati-
vo-objetivista frente al texto. Finalmente he descubierto que un
thriller, una novela policíaca, nos conduce a saber lo que pasó exac-
tamente en este momento, pero con el fin de dar una condena al
culpable, o para resolver un problema de herencia; si no, saber
qué pasó exactamente no me interesa nada; o puede interesarme,
pero sería una pura curiosidad, e incluso la curiosidad no siempre
es completamente desinteresada, pues estamos más interesados
en novelas policíacas donde hay cuestiones sea de poder, sea de
sexualidad, sea de dinero, y no en las novelas policíacas para sa-
ber qué pasó en un cierto momento, sin otra motivación.
La hermenéutica analógica, en la teoría de Beuchot, sería una
manera de leer textos que no se propone la empresa imposible
de despejar completamente y sin residuos el contenido de un
texto, la intención del texto y del autor, y, por otro lado, que no se
resigna a simplemente decir lo que me interesa frente a cual-
quier texto. Efectivamente, es algo que se puede vincular a esta
actitud que se llama «analogía», porque disfruta de un término,
también tradicional, de la tradición, sea retórica o metafísica,
del Occidente. La analogía es «como», es una forma de paralelo.
Se habla del fundamento de una argumentación en analogía con
el fundamento de un edificio. Hay una página interesante de

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Kant, en la Crítica del Juicio, en la que hace una alusión a la
utilización de estos términos metafóricos analógicos.3 Y, sobre
todo, la analogía existe muy profundamente en la tradición to-
mista y neoaristotélica. Es lo que se llama la analogia entis, don-
de se distingue una analogía de proporcionalidad y una analogía
de atribución, es decir, el color de mi cara es sano, análogamente
a la salud que expresa. Ésta sería la analogía de atribución. La
manifestación de mi salud en el color no tan pálido de mi cara.
Por otro lado, una analogía de proporcionalidad es: esto es a esto
como esto es a esto otro. Es una proporción matemática. Lo que
es más o menos. Por ejemplo, mi padre es como la fuente de mi
vida; o: como de la fuente sale agua así de mi padre sale mi vida,
más o menos.
Se puede elaborar, y creo que Beuchot lo ha hecho. Pero, más
que en este libro, que es un tratado más teórico que aplicativo, se
puede elaborar con más ejemplos y más aplicaciones concretas
de esta interpretación analógica. Es bastante aceptable y demos-
trado que trabajar analógicamente en la interpretación funcio-
na, y resulta lo mismo con lo que otros llaman un discurso fuzzy,
es decir, un discurso que se podría llamar «débil», sobre lo que
se discute, porque se llega a resultados, aunque no se tengan
pruebas matemáticas fuertes. Es también el discurso de Aristó-
teles en la Ética Nicomáquea, cuando Aristóteles dice que en la
ética no se pueden pedir argumentos rigurosos como en la geo-
metría. Es más o menos la misma cosa que cuando Aristóteles
dice: «¿De quién se aprende la virtud? —De los virtuosos». Aquí
aparece un círculo: «¿Y quiénes son los virtuosos? Bueno, los
que la gente llama virtuosos». Lo cual, efectivamente, parece un
poco demasiado débil, en un Aristóteles que conocemos como
metafísico y lógico.
Efectivamente esto pasa, sobre todo en el campo, en el terri-
torio, en el dominio de las ciencias humanas, como decimos
nosotros. Pero todo esto me parece quizá demasiado pragmáti-
co. Sin embargo, funciona. Si funciona, quiere decir que hay
una analogía. Mi problema es que este funcionamiento de la ana-
logía, el hecho de que la analogía en muchos casos funciona como
método hermenéutico, tiene razones que merecen ser más dis-
cutidas. El ejemplo aristotélico de la virtud es efectivamente muy
importante. En el libro de Beuchot se encuentra citado en el

3. I. Kant, Crítica del Juicio..., § LVIII.

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capítulo de la ética,4 es decir, la analogía funciona más o menos
en la medida en que nos ponemos dentro de un horizonte histó-
rico-cultural lingüístico que compartimos. Si no, no se tendría
que imaginar una analogía objetivamente existente en el ente
mismo, lo cual es muy difícil de demostrar y de aceptar. Sería un
discurso analógico-ontológico u ontológico-analógico. Podría ser
el de Giordano Bruno, que imaginaba que todo se relaciona: tout
se tient. Incluso el de Leibniz podría ser una forma de analogis-
mo ontológico, porque la mónada tiene en sí misma todo lo que
existe. Pero si no queremos ser explícitamente brunianos o leib-
nizianos, la cuestión que se plantea es si funciona, cómo funcio-
na y cuándo funciona. Si nos preguntamos un poco más, cuando
hay un horizonte compartido, ¿qué se puede decir dentro de él?
Se puede decir que esto sería algo así como los paradigmas de
Thomas S. Kuhn, es decir, un trabajo científico llega a resulta-
dos de verificación o de falsificación de proposiciones puesto
que nosotros compartimos un cierto horizonte de método, de
presupuestos, de contenidos de nuestra tradición científica.
Ningún científico empieza desde cero para hacer física. Em-
pieza con una cantidad de teoremas probados, de experiencias
hechas que no repite, que son en principio repetibles pero que
no repite, que acepta. Es como llegar a ser un monje, más o me-
nos, pues decía Kuhn: si tú no sabes nada de física, si nunca
estudiaste un manual de física, no comprendes nada; pero, cuan-
do estudias un manual de física, estudias solamente un conteni-
do objetivo, o te llegas a hacer un miembro de una comunidad
que comparte esto y lo otro; como si tú fueras un antropólogo
que va a las islas Trobriand —que son las famosas islas de Mali-
nowski— y empiezas a compartir el lenguaje, las costumbres, y
así se te vuelve posible comprender la racionalidad de lo que
pasa. Pero no es un conocimiento objetivo, sino la inclusión en
una comunidad. La analogía de la que hablo tiene algo que ver
con estos ejemplos, porque la verdad de la interpretación, ¿pue-
de ser medida por la conformidad con el objeto o no?
Ahora, ¿hasta qué punto la idea de la interpretación analógi-
ca es todavía esclava o está todavía sujeta a este ideal de corres-
pondencia con el objeto? Claro, lo mejor sería comprender el
objeto de manera total; pero, ¿cómo es posible, tomando en cuen-
ta la finitud del hombre? Vamos a intentar algo; por ejemplo,

4. M. Beuchot, op. cit., 121 y ss.

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estoy en estos días en Italia en polémica con algunos fundamen-
talistas cristianos que se dicen demócratas, pero que no son de-
mócratas, porque siempre imaginan que la democracia tiene un
límite en la ley natural, de la cual el representante es solamente
alguien, y no los otros. Como la razón está básicamente corrom-
pida por el pecado original, para comprender la verdad natural
tienen que estar iluminados por el papa. ¿Por qué me interesa
esto? Porque, una vez más, un fundamentalista cristiano tiene
que pensar que la democracia es un método absolutamente im-
perfecto, pues siempre puede pasar que la mayoría esté en con-
tra del derecho natural —en la cuestión del divorcio, del aborto,
etc.—, pero que es mejor aceptar esto que hacer una guerra civil.
Así es el discurso de la analogía. Análogamente —ésta es una
analogía en acto—, ¿qué tiene que ver con el problema? El pro-
blema es que mejor sería tener la verdad absoluta en la vida so-
cial; pero, como hay mucha gente que no está de acuerdo, que
son pecadores, ahora tratamos la cosa con un poco más de elas-
ticidad. Recuerdo a un gran profesor de la Universidad Católica
de Milán, que yo he conocido bastante bien, Gustavo Bontadini,
quien decía siempre: «La Iglesia, cuando es minoría, habla de
libertad; y cuando es mayoría, habla de verdad». Efectivamente,
no podemos asumir la responsabilidad de que la verdad sea vio-
lada cuando somos mayoría.
Pero dejemos de lado todos estos elementos, demasiado ac-
tuales y políticos. El punto es el siguiente: ¿es o no es así que la
hermenéutica analógica asume la analogía como un método liga-
do a nuestra finitud, para llegar lo más cerca posible de la objetivi-
dad, como si la objetividad fuera el ideal a alcanzar? En este con-
texto, el ideal de la objetividad, realizado, sería exactamente lo
que describía antes como una suerte de inutilidad de la interpre-
tación univocista. Una vez que he visto exactamente lo que tú de-
cías. Hay un chiste de Bertrand Russell en contra de los analíticos.
Un señor está sentado frente a su casa y pasa uno que se marcha y
le dice: «Por favor. —¿Por favor?», «Señor. —¿Señor?», «El cami-
no. —¿El camino?», «El camino a Londres. —¿Londres?», «Sí, a
Londres. —No lo sé». Es como cuando uno pregunta a otro: «¿Sa-
bes qué hora es?», y el otro le contesta: «Sí, lo sé».
Quiero decir que, efectivamente, este problema de la objetivi-
dad nos sitúa frente a una cantidad de problemas ontológicos.
(Ahora vamos a hacer el pequeño camino hacia Londres.) Al fi-
nal vamos a descubrir que una reflexión sobre esta temática de

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la objetividad nos conduce a una idea del ser que no es más la
objetividad dada, sino que es o puede ser la idea heideggeriana
del ser como acontecimiento. Porque, ¿qué pasa en un proceso
de interpretación? Esto es lo difícil en hermenéutica. Conozco
sólo a un hermeneuta que ha propuesto una definición de la in-
terpretación. Sin embargo, he traducido al italiano Verdad y mé-
todo de Gadamer y no he encontrado allí hay ninguna definición
formal de la interpretación. Encuentro una definición en mi
maestro Luigi Pareyson, que escribió esta definición en un texto
sobre estética. Sale de un tipo con una experiencia determinada,
una experiencia estética, pero que, efectivamente, se puede apli-
car a todo proceso interpretativo. Pareyson decía que «la inter-
pretación es un conocimiento de formas por parte de las perso-
nas».5 Lo cual no es un conocimiento de objetos por parte de
sujetos. Los dos, las formas y las personas, son resultados tem-
porales, provisionales, provisorios, de textos históricos abiertos.
Ahora bien, una forma es el resultado de un proceso de forma-
ción. Y una persona es también el resultado de un proceso histó-
rico de autoformación. Éstas son también básicamente las razo-
nes de Heidegger en Ser y tiempo. ¿Se puede decir que existo en
el sentido de existir o de ser como un objeto dado y definido una
vez por todas? No. Cuando Heidegger escribe Ser y tiempo, en
1927, su motto, su epígrafe, su exergo es una frase del Sofista de
Platón, donde éste dice que no sólo hemos olvidado lo que signi-
fica «ser», sino que hemos olvidado también que hemos olvidado.
La significación del ser. ¿Y por qué se plantea este problema?
Porque Heidegger era un existencialista. ¿Qué significaba exis-
tencialista en ese momento del siglo XX? Significaba reivindicar
la irreductibilidad de la existencia humana a la objetividad de la
sociedad totalmente racionalizada de la industria de antes y des-
pués de la Primera Guerra Mundial. Esta pregunta es como la de
Los tiempos modernos, de Chaplin. Es decir, si el ser significa lo
que la tradición que se determina o culmina en el positivismo
nos ha dicho, en la objetividad mensurable del proceso, que tie-
ne una calculabilidad, nosotros no somos; absolutamente no
podemos decir que somos seres, porque la existencia no es esto:
la existencia es la historicidad abierta, esperanza, recuerdo, te-
mor, angustia, todo eso. No son cosas de las que se puedan dar
medidas físicas o descripciones objetivas. Incluso cuando uno

5. L. Pareyson, Esistenza e persona, Génova, Il Melangolo, 1985, 218.

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dice: «Te amo», puede ser que se tome el pulso y diga: «Vieni, e
senti del mio core / il frequente palpitar», que son unos conocidos
versos del Rigoletto de Verdi. Fundamentalmente, todos esos fe-
nómenos de la existencia son fenómenos que no se pueden des-
cribir como seres en términos de objetividad.
Cuando Pareyson afirma que «la interpretación es conoci-
miento de formas por parte de personas» habla no de objetos y
de sujetos, como dos cosas distintas y definidas, sino como pro-
cesos que se encuentran y se desarrollan por un tiempo juntos.
Comprender y apreciar una obra de arte, dice Pareyson, es cap-
tar la forma formante de la obra y buscar la obra sobre la base de
su propia ley interior. Es interesante todo esto porque, una vez
más, ¿cómo se puede decir que una obra de arte es bella o no?
Seguramente no porque corresponde a cánones pre-dados, si no,
todas las tragedias tendrían que imitar la tragedia de Edipo. Lo
que apreciamos en una obra de arte es la originalidad, obvia-
mente, no que se repita siempre una cosa. Pero, si es original, no
tiene un criterio de evaluación exterior a sí misma, tiene que
haber un criterio de evaluación interior a ella misma. Este crite-
rio interior nos exige que penetremos en su propio proceso de
formación. Hay una ley que no es exterior a la obra, sino que es
una ley interior a la obra misma, que nosotros captamos. Ésta es
la idea de forma formante y de forma formada. La interpreta-
ción es algo así. Es un proceso, es un encuentro vital con algo
que se transforma en el mismo momento en el cual me acerco.
Es como un encuentro con otra persona, un encuentro con un
libro extraño, como uno de esos libros de Kafka. Naturalmente,
esto no significa que no sea útil saber de qué tipo de forro está
hecho el libro, de qué papel, cuánto pesa; pero eso no significa
comprender el libro. Comprender el libro significa leerlo. Leer-
lo, ¿por qué? Porque quiero comprenderlo.
«¿Tú quieres comprender todos los libros que encuentras en
la calle? Absolutamente no. Seleccionas, eliges algún libro». «¿Por
qué este libro? —Me lo ha dicho un vecino. —Bueno, ¿y por qué
te ha dicho que lo leas? —Porque hay una historia interesante
que allí se desarrolla».
Cuando uno lee un libro para comprenderlo, tiene que saber
ya lo que el libro contiene. Ésta es la verdad, incluso de Platón:
«Nunca voy a reconocer la verdad si no la conozco ya antes, de
alguna manera» (Plat. Phædr. 273d). Esto es lo que Heidegger
llama «círculo hermenéutico», sobre el cual en la hermenéutica

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analógica se habla poco, me parece. Porque el círculo herme-
néutico es todo. Interpretar significa un encuentro de una perso-
na, que es un proceso de autoformación. Un proceso histórico
abierto con algo que es ello mismo un proceso parcialmente abier-
to, una obra abierta, como decía Umberto Eco en uno de sus
libros juveniles.6 Es algo que se da a una interpretación, y no a
un conocimiento objetivo. Si añadimos que en la interpretación,
cuando se dice: «Pero esto es sólo una interpretación», se inclu-
ye la idea de que, frente al conocimiento objetivo, descriptivo
puro, la interpretación incluye un interés del lado del intérprete.
Cuando se dice: «Es sólo una interpretación», se dice: «Tú lo
dices porque eres mi amigo, pero otro no lo dice: que yo hablo
bien el castellano». Y por ello es un interés del sujeto en enfatizar
un aspecto más que otro.
La interpretación no es sólo el conocimiento de formas por
parte de personas, sino que —otra definición de Pareyson— es
un proceso «en el cual el objeto se revela en la medida en que el
sujeto se expresa».7 Esto, por ejemplo, significa que, para com-
prender una obra de arte, tenemos que tener algún tipo de con-
genialidad con ella. Ni siquiera puedo decir que algo es buena
música, si no comprendo nada de música. Efectivamente, hay
una como disposición activa del sujeto que éste aporta en la lec-
tura de la obra: disposiciones personales, intereses. Inter-prete,
inter-esse. Soy un intérprete en la medida en la cual estoy entre o
en medio. No sabría en este momento cómo reconstruir la eti-
mología de la palabra «interpretación»; pero, obviamente, inter-
significa «estar entre». Generalmente, el intérprete es el traduc-
tor, pero eso de estar entre los dos lo incluye también la palabra
inter-esse, estar en medio de los dos. Pero no sólo en medio de dos
que hablan lenguas diferentes, sino que estoy en medio de algo.
Lo interpreto mal sin ningún interés.
Los italianos tenemos un chiste en contra de los genoveses,
porque se dice que son avaros, tacaños. Dos genoveses se en-
cuentran y uno dice: «¿Cómo va el señor fulano de tal? —Se murió.
—Habrá tenido su interés». Ahora bien, inter-esse seguramente
es estar dentro de un proceso que no vemos de manera pura-
mente contemplativa, panorámica. Me gusta jugar con la pala-

6. Cfr. U. Eco, Obra abierta. Forma e indeterminación en el arte contemporáneo (trad.


F. Perujo), Barcelona, Seix Barral, 1965.
7. L. Pareyson, op. cit., 211.

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bra italiana inter-prete, que interpreta, pero también significa
un cura (prete) que está en medio. Prete es el cura, sería un inter-
cura, porque tiene que ver con la analogía, con la salvación; no
está tan lejos. Insisto: sin interés no hay interpretación. La idea
de que alguien pueda estar frente a los objetos con una actitud
puramente objetiva, implica planteamientos como los siguien-
tes: «¿Por qué quieres saber esto? —Por mor de la verdad». Cuan-
do ustedes leen en el Evangelio: «La verdad os hará libres», ¿es
saber que 2 + 2 = 4? ¿Me hace libre? Cuando voy a comprar algo
en un Shoping Center, tengo que hacer mi cálculo; pero no es que
esté interesado en la verdad, estoy interesado en no ser engaña-
do por el vendedor. Tengo un interés, es por eso que trato de
comprender exactamente por qué. El científico en su laborato-
rio deja de lado todos sus intereses, sus preferencias, e intenta
solamente comprender lo que pasa, en la cosa misma. ¿Por qué
lo hace, y no se va, por ejemplo, a pasear en la montaña? ¿Quiere
ganar su salario de científico? ¿Intenta llegar al premio Nobel?
Obviamente tiene su interés.
Uno de los argumentos fuertes de Heidegger en Ser y tiempo
es exactamente esto: nunca estamos frente al mundo en una ac-
titud panorámico-contemplativa. Siempre estamos en una acti-
tud práctico-proyectual. Existir significa ser un proyecto arroja-
do. Estoy en una situación que no he creado, pero estoy en esta
situación con expectativas y sugerencias que deseo organizar; o
incluso deseo permanecer así, si soy un conservador. Pero nadie
diría que los conservadores no tienen intereses. Sobre todo ellos.
Por tanto, a la actitud objetiva se opone una actitud de conoci-
miento interpretativo, que es, paradójicamente, una actitud
mucho más realista. Es decir, ¿qué pasa en tu empresa de cono-
cer el mundo? Pasa que tú estás en un mundo en el que tú quie-
res hacer algo, y para saber cómo hacer algo necesitas saber cómo
están las cosas. Obviamente, si quieres construir un coche, nece-
sitas conocimientos técnicos; y puedes construir un coche, pero
no un carromato, por ejemplo. Si utilizas las mismas reglas para
construir un carromato, es porque tienes otro interés. No de via-
jar a la montaña, o de combatir a tus enemigos. Si atendemos a
este hecho, es la base de la analítica del Dasein en Ser y tiempo de
Heidegger.8 Todo se mueve desde Kant. ¿Por qué no podemos

8. M. Heidegger, El ser y el tiempo (trad. J. Gaos), México, Fondo de Cultura Econó-


mica, 53 y ss.

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pensar el ser como objetividad? Porque nosotros en principio no
somos seres objetivos. ¿Y cómo tenemos que pensar el ser? ¿Cómo
podemos pensar el ser?
¿Qué significa para mí «ser»? Significa «ser en un mundo»,
dice Heidegger. Pero ser en un mundo, ¿qué significa? ¿Ser so-
bre este globo? «Ser en un mundo», si lo analizo desde el punto
de vista de mi existencia cotidiana, significa estar arrojado en
situaciones que siempre intento activamente modificar. Incluso
cuanto intento conservarlas como son, si soy un conservador; si
no, las modifico. Pero soy un proyecto. La manera de estar en el
mundo es ser un proyecto y hacer proyectos. Podemos decir de
Kant que es alguien sobre el que Heidegger reflexiona bastante.
Diría yo, desde cierto punto de vista, que esto se podría atribuir
a Schopenhauer, quien se sentía y se profesaba un kantiano rigu-
roso. ¿Por qué tenemos los a priori del espacio y del tiempo y las
categorías? ¿Solamente porque lo mejor que tenemos que hacer
es ser una pantalla sobre la cual se imprime la imagen del mun-
do? ¿Y si no queremos ser una pantalla? Incluso las funciones a
priori de Kant son funciones vitales; en este sentido se puede
reunir un poco con el aparejo de Schopenhauer, el de la sobrevi-
vencia. No, absolutamente, esto sería bastante spinozista, mi ta-
rea en el mundo es espejear el mundo como es. Y basta.
¿Qué tengo que hacer? Ganar la vida eterna. Y la vida eterna
es la contemplación de Dios. ¿No sería un poco aburrido? Se
dirá que es infinito. Pero es infinito en el sentido de que siempre
marcho alrededor de un enorme elefante del cual no he visto
todos los aspectos. El dogma de la Trinidad se explica en la doc-
trina católica más o menos con la idea de que Dios no es un
objeto, sino que es un viviente. Algo más. El paraíso no siempre
se describe como la contemplación de Dios: estar allá arriba y
mirar todo, sino como un simposio, como una conversación.
Como un estar juntos con el Amado. Si a ustedes les gusta pasar
un día con la persona que quieren, no es sólo para mirarla: «Ten-
go que verte este perfil». No, se conversa, se hacen otras cosas,
incluso físicas, bastante interesantes. Pero eso no es una manera
objetiva de considerar el objeto. Nuestro conocimiento es her-
menéutico porque es interesado, proyectual e incluso amante, y
no simplemente amante u odiante.
Todo esto me conduce a la reseña que Heidegger escribió en
1919 del libro de Jaspers, Psicología de las concepciones del mun-

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do,9 que a Heidegger le interesaba mucho, porque era amigo de
Jaspers. Este último era un poco mayor que él, pues era ya un
profesor conocido cuando Heidegger empezaba a escribir sus
obras al comienzo de los años veinte. Jaspers había publicado
este libro que construía como un panorama de los tipos psicoló-
gicos. Heidegger se limitaba al prefacio. Porque en él Jaspers
había dicho que intentaba reconstruir la psicología de las visio-
nes del mundo para llegar a ser más capaz de comprender su
propia visión del mundo y ponerla en discusión. Pero, al final, lo
que le reprochó Heidegger era que, en esta empresa de escribir
la historia de las visiones del mundo, había simplemente olvida-
do el fin que se había propuesto al comienzo. Es decir, no había
puesto todo esto en relación con su propia visión del mundo,
poniéndola en discusión. Heidegger reconoce en este punto el
carácter filosófico de una empresa, es decir, que no me interesa
filosóficamente construir un panorama objetivo de las visiones
del mundo, sino que el interés filosófico consiste en relacionar lo
que he conocido con mi historicidad concreta y ponerme explí-
citamente en relación con el objeto. He estudiado la temática
para no ser engañado acerca de mi objeto. Pero no para perma-
necer en una actitud estético-contemplativo-panorámica. Son los
adjetivos que Heidegger utiliza más o menos en esta discusión.
Ésta es la cuestión. Siempre la misma cuestión de la herme-
néutica analógica, cierto. Hablamos de interpretación. ¿Pode-
mos describir el fenómeno interpretativo objetivamente? No, en
nuestro discurso sobre la interpretación es incluso él mismo una
interpretación. Pero, en tanto que interpretación, tiene que po-
nerse en juego a sí mismo. ¿Por qué, por ejemplo, nos gustaría
conocer exactamente la intentio auctoris de un poeta? Si plan-
teamos esta cuestión, todo el problema de la objetividad del co-
nocimiento, de la oposición entre interpretación y conocimiento
objetivo, de la diferencia entre Natur- und Geisteswissenschaf-
ten, ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, explota, por
decirlo así. Heidegger había empezado a leer sobre todo a Dil-
they, y Dilthey era, digamos, un discípulo de Schleiermacher;
pero fundamentalmente en Ser y tiempo, por ejemplo, habla de
fenomenología al comienzo, la fenomenología radical es un he-
cho de puesta en relación existencial de lo que pasa conmigo

9. Cfr. K. Jaspers, Psicología de las concepciones del mundo (trad. M. Marín Casedo),
Madrid, Gredos, 1967.

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mismo. No es la fenomenología eidética de Husserl, absoluta-
mente, sino que es un discurso distinto. La diferencia radica en
que Husserl venía de las matemáticas, y tenía el problema de la
fundamentación de las matemáticas.
Heidegger venía de la teología, había estudiado un poco de
matemáticas, pero justo para ganar el derecho de hablar de teo-
logía, y no para centrarse en las matemáticas. Teología significa-
ba también el destino del alma. Él había sido formado en un
ambiente católico y tenía discusiones con los protestantes. Tenía
el problema de la predestinación. Pero la predestinación tiene
que ver con la manera en que pensamos el ser. Si el ser y el ser de
Dios es ese actus purus que no puede cambiar nada, hay que ver
cómo se resuelve el problema de la libertad. Si todo está necesa-
riamente, parmenídeamente, predeterminado y no puede ser
diferente; si Dios es la necesidad pura, el actus purus, el acto sin
potencia, sin posibilidad, sale sobrando la interpretación. Por
eso todo el discurso de la interpretación se liga al problema de lo
que nosotros pensamos que sea el ser, si el ser es el objeto. Heideg-
ger escribió en 1946 la Carta sobre el humanismo. Junto con este
libro publicó otro en contra de Platón, en contra del Platón de la
teoría de las ideas, que objetaba que, si el ser está en las ideas
como formas definidas que tienen que ser contempladas, éste es
el primer paso hacia el positivismo de finales del siglo XIX, repre-
sentado por Chaplin en Los tiempos modernos, el cual implica el
olvido de la existencia como acto históricamente abierto. Por
ello, mi enemistad contra la objetividad no es casual, es básica-
mente ético-política.
Es interesante saber que las razones que Heidegger esgrime en
el momento en que escribió Ser y tiempo, en 1927, en contra de la
idea tradicional del ser como objetividad, estas razones críticas
no podían ser razones descriptivas teóricas; en otras palabras, Hei-
degger no podía decir: «Estoy en contra de la idea metafísica del
ser porque no corresponde a la verdad objetiva del ser», porque
esto hubiera sido una contradictio frente a su revuelta en contra
del objetivismo. Esto se comprende bastante bien. Digo que Hei-
degger no tenía en contra del ser metafísico la razón de que el ser
metafísico era descrito como azul y él quería describirlo como
rojo, por ejemplo. Él no quería describirlo. El error de la metafísi-
ca era la idea de verdad como correspondencia con un objeto dado.
Entonces, ¿cuáles podían ser las razones de la objeción de Hei-
degger en contra de la metafísica? Éticas y, a la larga, políticas. Es

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decir, no le gustaba la sociedad que se formaba sobre la base de la
metafísica positivista de la objetividad. No se olvide que el tiempo
en el que Heidegger había preparado Ser y tiempo era el tiempo de
las vanguardias artísticas, del principio del siglo, del expresionis-
mo, por ejemplo. Del expresionismo, que es el rechazo de una
actitud contemplativo-descriptiva de la pintura. Se trataba no de
registrar impresiones, sino de expresar visiones del mundo: Klee,
Kandinsky; éste era el espíritu.
Toda la cultura de este período era una cultura humanística,
obviamente. Era una cultura fuertemente polémica en contra de
la objetivación general de la sociedad. Frederick Winslow Taylor
publicó en 1911 un libro sobre la organización científica del tra-
bajo,10 la cual se había desarrollado sobre todo en el período de la
Primera Guerra Mundial, porque ya era una guerra de materiales,
de objetos, de cañones, de aviones. Se tenía que producir de una
manera super-racionalizada. Éste era el problema de los huma-
nistas de la época, reivindicar la irreductibilidad de la existencia a
la objetivación sociopolítica de la sociedad, al totalitarismo. La
Escuela de Frankfurt surge de las mismas exigencias. Adorno y
Horkheimer son ligeramente posteriores. Así pues, ésta es la cues-
tión. Tenemos que ser anti-metafísicos en la medida en que sea-
mos anti-totalitarios, anti-fascistas, anti-estalinistas. Las razones
que tenía Heidegger en contra de Platón, como el autor que había
empezado una tradición que conducía al positivismo y a la racio-
nalización total de la sociedad, eran las mismas —aunque ni uno
ni otro lo han reconocido— que tenía Popper cuando escribía en
contra de Platón el libro La sociedad abierta y sus enemigos, mu-
cho más tarde;11 pero, una vez más, Platón era el nombre para
indicar una actitud filosófica que pretendía construir la sociedad
política sobre la base de un conocimiento científico objetivo de lo
que es el bien de la sociedad.
Todo esto me parece determinante para estar en contra de la
objetividad como tal; obviamente no en contra de la objetividad
como conocimiento técnico-científico de instrumentos que po-
demos utilizar para realizar valores, aunque los valores nunca se
conocer objetivamente. Son opciones analógicas, por decirlo así,
que tomamos en conexión con una situación histórica, incluso

10. Cfr. F.W. Taylor, The Principles of Scientific Management, Nueva York, Norton, 1967.
11. Cfr. K.R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (trad. E. Loedel), Barcelona,
Paidós, 1982.

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con una pertenencia histórica a una comunidad, una preferen-
cia histórica por una comunidad más que por otra. Lo cual no es
simplemente una apología del relativismo. Tú eres un italiano,
imaginas un proyecto existencial de este tipo y, paradójicamen-
te, hoy que me doy cuenta de que mis ideas están muy ligadas a
mis ideologías y a mis intereses, es exactamente el momento en
el cual las comunidades se mezclan, cuando ya no es posible
decirse italiano sin saber que hay norteamericanos, suecos. La
identidad que reconozco como base de mi ideología se presenta
explícitamente en un momento en el que se pierde también. Por
ello, es verdad que me encuentro en una situación histórica de-
terminada y no puedo pensar fuera de ella, pero en este momen-
to mismo me doy cuenta de que esta condición histórica es algo
que tengo que sobrepasar, que tengo que hacer explotar, porque
me doy cuenta de que estoy en un horizonte limitado.
La teoría de la ideología, de Marx, que era el ser social de un
individuo en una comunidad, explica más o menos sus ideales,
sus visiones del mundo, sus Weltanschauungen. Sí, pero esto era
formulado ya desde un punto de vista meta-ideológico. Marx, por
un lado, pensaba que él era el ideólogo de la clase obrera, del pro-
letariado mundial, el cual tenía que rebelarse. Pero el problema
del ideólogo mundial, justamente, era que tenía el proyecto de
eliminar las ideologías. Ahora bien, yo no creo que en esto Marx
tenía razón, porque era todavía cartesiano. Pensaba que las ideo-
logías son límites, pero que, a través de una revolución proletaria,
hecha por gentes que no tenían intereses, porque estaban despo-
jados de todo, se podía llegar a la verdad. Se llegaba a la verdad
objetiva. Ésta es exactamente la razón teórica fundamental de Sta-
lin y del totalitarismo comunista. Es decir, si la revolución realiza
la verdad absoluta de la historia, el que llega diciendo que no, que
se tiene que hacer todavía una pequeña revolución, es un loco o
un agente de la CIA, porque nosotros hemos realizado la verdad.
He escrito un pequeño libro titulado Ecce comu. Cómo se vuel-
ve a ser lo que se era.12 Nunca fui comunista, pero ahora estoy
llegando a serlo. Recuerdo el motto de mi campaña electoral, en la
cual no gané: «El comunismo real ha muerto, viva el comunismo
ideal». Sí, el comunismo ideal es simplemente un comunismo de
tipo heideggeriano-popperiano, que no implica la idea de haber

12. Cfr. G. Vattimo, Ecce comu. Cómo se vuelve a ser lo que se era, La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 2007.

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realizado la verdad de una vez por todas. Implica una liberación
de solidaridad social, que no es exactamente como en la econo-
mía capitalista de Bush, pero que no pretende ser el sistema defi-
nitivo que tiene que ser defendido en contra de todos, incluso en
contra de los mismos comunistas. Lo que intento decir es que
toda esta polémica en contra de la metafísica, en contra de la ob-
jetividad, que es conducida básicamente desde el punto de vista
de la hermenéutica como interpretación, no como conocimiento
objetivo, implica una ontología, una ética, incluso una política.
No sería contradictorio que yo intente derivar de mi filosofía mi
actitud política, pero, quizá, siendo un hermeneuta no dogmático
ni metafísico, puedo ser también un comunista o socialista no
dogmático, no estalinista, no autoritario, no totalitario.
¿Qué hacer, pues, con la hermenéutica analógica? Intentar
darle una dimensión ontológica heideggeriana, más que un ho-
rizonte objetivista-metafísico. Cuando yo hablo de hermenéuti-
ca anagógica, hablo de la idea de que toda la verdad de la inter-
pretación está ligada a un proyecto que tiene que ser explícita-
mente situado en una historicidad, frente a la cual toma una
posición activa, se presenta como un proyecto. Porque a mí no
me interesa comprender los textos solamente como el autor los
comprendía. Me interesa considerar los textos dentro de una his-
toria todavía viva a la cual respondo, correspondo. Los textos
son mensajes que recibo, obviamente, hablando el mismo len-
guaje. Si no conozco el turco, difícilmente puedo interpretar un
poema turco. Pero ciertamente no porque me interese saber qué
decía el autor en ese poema turco. Me interesa comprender la
poesía turca porque, por ejemplo, en este momento se discute la
admisión de Turquía en la Unión Europea, o porque en este mo-
mento se trata de comprender el islam para no luchar ciegamen-
te en contra de él. Y, si no, intentar un diálogo.
Efectivamente, el momento de la objetivación del texto es un
momento interno de un proyecto que es básicamente interesado
y no objetivo, no fundamentalmente objetivo; es por esto que
hablo de anagogía. En estos discursos me interesa la salvación
de mi alma. Esto implica también la asunción de una virtud filo-
sófica no metafísica. Porque si siempre pienso metafísicamente
que lo mejor es la objetividad, siempre tengo una mala concien-
cia cuando propongo interpretaciones. Por ejemplo, cuando pro-
pongo utilizar a Nietzsche para hacer una revolución. Nietzsche
no era un revolucionario, pero eso no me importa nada. Si me es

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útil para realizar la revolución, lo utilizo. Obviamente, no utilizo
a De Maistre para hacer la revolución, porque es verdad que en
Nietzsche hay proposiciones más revolucionarias que en De Mais-
tre. Y ésta es la objetividad del texto. Pero esta objetividad es
solamente una rueda en el mecanismo de mi proyecto histórico
existencial, anagógico, no analógico.
Voy a concluir así. También la eficacia de la analogía se explica
solamente por el hecho de que interpreto analógicamente en una
situación en la cual un cierto proyecto funciona. Es un resultado
práctico el hecho de que la analogía tal vez funcione, y funciona
cuando la utilizo dentro de un proyecto históricamente eficaz (la
Wirkungsgeschichte, la historia efectual o historia de los efectos).13
Y, por ello, cuando asumo un pasado, un dato del pasado y un pro-
yecto todavía abierto en el cual puede funcionar de alguna manera.
No excluyo, obviamente, que hay una objetividad del texto. Justa-
mente tomo a Nietzsche o a Marx, y no a De Maistre o Flaubert;
pero todo esto es una uia, una opción que se explica solamente con
un proyecto de emancipación. Este proyecto de emancipación es
débil. Es decir, este proyecto puede afirmarse como proyecto sola-
mente si no pensamos que el ser está dado de una vez por todas. Así
no podríamos hacer nada. Pero esta alusión al ser como algo que
acontece, que crece, que tal vez no ha logrado todo, esta noción del
ser no es solamente una noción débil del ser, sino que es también
una invitación para lo que tenemos que buscar.
Tenemos que buscar un debilitamiento de las estructuras. En
este sentido, sigo siendo metafísico si reconozco una estructura del
ser, pues ésta se convierte en una suerte de hilo conductor para mis
opciones éticas. ¿Cómo se llega a una condición en la cual final-
mente no estoy ya determinado, sino que, por el contrario, soy libre
de hacer proyectos? A través de un debilitamiento del ser metafísi-
co tradicional. No es solamente un cambio de mentalidad. Por ejem-
plo, con la técnica hemos preparado condiciones de existencia en el
mundo en las cuales el ser se nos aparece menos resistente. Menos
como un obstáculo. La debilitación del ser es un acontecimiento,
acontece. Cuando Nietzsche dice que Dios ha muerto, dice que ha
muerto porque nosotros hemos elaborado con su ayuda, con la ayuda
de esta creencia de Dios, condiciones de vida menos peligrosas,
hemos construido sociedades con aparatos, hemos hecho tecnolo-
gías científicas que implicaban el monoteísmo, por ejemplo. Pero

13. Cfr. H.-G. Gadamer, Verdad y método..., 370 y ss.

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ahora no nos sirve más este Dios: el Dios de Spinoza; Pascal diría: el
Dios de los filósofos, de los metafísicos. Esto no excluye el Dios del
cristianismo. Siempre digo que soy ateo gracias a Dios; gracias al
Dios del cristianismo, que me ha liberado de la creencia en un or-
den metafísico objetivo, frente al cual puedo solamente estar en
actitud de aceptación spinozista del destino. No.
Jesús ha venido exactamente para liberarnos de la verdad. «Yo
soy la verdad», decía Jesús. No «soy el teorema de Pitágoras», ni
tampoco «soy la totalidad de las verdades sobre la astronomía», como,
por ejemplo, creían aún los papas del Renacimiento, cuando conde-
naron a Galileo. En la Biblia está escrito: «No soy ni siquiera la ver-
dad teológica», porque si ustedes dicen que Dios no es solamente un
padre, sino también una madre, van en contra de la teología explíci-
ta de la Biblia. Pero creo que no tiene nada que ver con la salvación
del alma la idea de que sea un padre más que una madre; podría ser
un tío, por ejemplo. Estas metáforas familiares son solamente cultu-
rales; las utilizamos porque no podemos hablar con palabras puras,
con palabras de la Biblia, sino que simplemente son metáforas. Si
hemos llegado a esta condición de libertad proyectual, es porque
Dios, el Dios de la metafísica, está efectivamente muerto. En conse-
cuencia con la tecnología, con la ciencia, con la concepción social,
ésta es una forma de debilitamiento. ¿Tenemos otro modelo de civi-
lización, de emancipación? No. Éste es nuestro modelo, que tiene
que ser continuado en la posmodernidad. Incluso en contra de las
rigideces de la modernidad, que dice: «Ésta es la verdad absoluta de
la condición humana». Tenemos que experimentar, tenemos que
abrirnos con esta confianza en una historia del ser.
Soy debolista porque soy cristiano. Creo que hay una signifi-
cación redentora en la historia que coincide con la caída de los
ídolos, con la disminución de las autoridades, con la disolución
de la objetividad resistente. Es un poco lo que pensaba Hegel
también. Él mismo, como Marx, pensaba que vamos a llegar a
una situación final; y no, no hay una situación final. Hay una
continua transformación del ser en menor presencia óntica rígi-
da, en mayor espiritualidad, en mayor solidaridad. La verdad es
la caridad. Mucho de la epistemología del siglo XX es una transi-
ción de la verdad a la caridad. Cuando Habermas habla de la
verdad objetiva de las ciencias como saber estratégico, que tiene
que ser incluido en el saber comunicativo, dice más o menos
esto. Cuando Kuhn habla de paradigmas, dice más o menos esto.
Se llega a una verdad dentro de un horizonte de verdad. Esto es
la debilidad, es, tal vez, con otras palabras, el socialismo realizado.

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ÍNDICE DE NOMBRES

Abelardo, P.: 26 241-245, 247, 248, 250, 252,


Abizadeh, A.: 247, 427 255, 262, 264, 266, 269, 290-
Acero, J.J.: 132, 133, 368, 427, 429, 292, 296, 297, 299-301, 305,
432-434, 441, 449, 451 306, 309, 316, 322, 324-327,
Adorno, Th.W.: 421 330-332, 334, 336, 337, 344,
Aecio de Amida: 237 356, 360, 362, 363, 365, 367,
Agís Villaverde, M.: 97, 427, 448 368, 370-372, 375, 376, 391,
Aguayo, E.: 396, 427 403, 404, 411
Aguilar, M.: 389, 394 Arquitas de Tarento: 34, 435
Aguirre Rocha, S.: 396, 427 Arriarán, S.: 389, 396, 397
Agustín de Hipona: 7, 24, 37-39, Aubenque, P.: 364-368, 391
44, 97, 280 Aubry, G.: 428
Alcalá, R.: 68, 389, 394, 427 Austin, J.L.: 64
Alcina Franch, J.: 340, 446 Averroes: 327
al-Farabi: 327 Avicena: 327
Alonso de la Veracruz: 394
Álvarez, Ll.X.: 235, 427 Bachelard, G.: 83, 392
Álvarez Balandra, A.C.: 396, 427 Bacon, F.: 327, 337
Álvarez Colín, L.: 390, 396, 427, 431 Bain, A.: 169
Álvarez Santos, R.: 397, 427 Bajtin, M.M.: 338
Amor Ruibal, Á.: 271, 272, 281, Ballesteros, J.: 106, 270, 331, 442
282, 347, 427, 447 Barroso Hernández, Ó.: 441
Andrén, M.: 324, 428 Behler, E.: 161, 428
Andrónico de Rodas: 11 Benot, E.: 272-278, 428
Anselmo, arzobispo de Bentham, J.: 337, 429
Canterbury: 26 Benveniste, É.: 190, 429
Apel, K.-O.: 28, 67, 150, 350, 352, Bergson, H.: 240, 328, 429
369, 389, 428, 441 Bermudo, J.M.: 382, 429
Apolo: 49, 391 Beuchot, M.: 7, 8, 18, 22-24, 65, 67,
Aranguren, J.L.L.: 271, 350 68, 79, 82, 87, 88, 117, 118, 368,
Araos San Martín, J.: 35, 428 382, 383, 385-389, 396-398, 407,
Arenas-Dolz, F.: 7, 8, 19, 65, 67, 408, 410-412, 428-432, 434-437,
79, 87, 88, 96, 117, 279, 282, 443, 451
301, 306, 311, 313, 321, 385, Bien, G.: 251, 430
397, 398, 428, 430-432, 434- Birgersson, L.: 324, 430
437, 443, 449 Birgerstam, P.: 324, 430
Arendt, H.: 328, 331 Blanco, R.: 390
Arés, M.: 171, 447 Blass, F.: 160, 430
Ariosto, L.: 410 Bloch, E.: 430
Aristóteles: 11, 23, 24, 28, 35-38, Blomqvist, K.: 323, 446
44, 61, 66, 118, 125, 129, 132- Blondel, M.: 44-45, 328, 430
134, 137, 140, 142, 143, 146- Bobbio, N.: 106
149, 158, 187, 188, 190, 197, Bonete, E.: 351, 432
201, 203, 211, 216, 235, 237, Bonhomme, M.: 340, 430

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Bonifacio VIII, papa: 204 Cordero, N.L.: 163, 434
Bonifaz Nuño, R.: 400-401 Cortina, A.: 19, 96, 142, 144, 145,
Bontadini, G.: 413 254, 256, 258, 271, 350-352,
Boquete Negros, F.: 397, 430 354-356, 432-435, 440, 441, 449
Bornscheuer, L.: 338, 430 Covarrubias Correa, A.: 132, 433
Boscher, R.: 338, 430 Crátilo: 35
Bourdieu, P.: 338, 430 Crisipo: 237
Bréhier, É.: 97-98, 431 Croce, B.: 130, 208-216, 327, 337, 433
Bruno, G.: 412 Crocker, D.A.: 196, 251, 432
Buber, M.: 47 Cruz, M.: 319, 433
Bubner, R.: 431 Cúnsulo, R.R.: 397, 433
Buenaventura: 26, 346 Curtius, E.R.: 338, 433
Bueno, G.: 84
Buffon (G.L. Leclerc), conde de: 59 Damasio, A.R.: 183, 433
Bühler, K.: 207, 208, 373, 374, 431 Dante Alighieri: 204, 205, 409,
Bush, G.W.: 423 410, 433
Darwin, Ch.: 63
Caballero, J.L.: 350, 449 Dascal, M.: 24
Caillois, R.: 399, 400
Davidson, D.: 53
Calés Bourdet, M.: 340, 446
Deleuze, G.: 121
Calvino, I.: 398, 431
Demócrito: 295
Calvino, J.: 27, 102
Camps, V.: 246, 431, 450 Derrida, J.: 109, 110, 138
Carlos II el Calvo: 25 Descartes, R.: 41, 42, 152, 157,
Carnap, R.: 77 178, 237, 378, 434
Casas, B. de las: 58, 394 Descuret, J.-B.F.: 178, 434
Caso, A.: 393 Dewey, J.: 328, 434
Cassin, B.: 431 Díaz Ramón, L.: 79, 434
Cassirer, E.: 22, 44, 327, 328, 431 Díez Gargari, R.: 58, 434
Castilla del Pino, C.: 325, 444 Dilthey, W.: 7, 28, 97, 240, 287,
Castro, S.J.: 398, 431 305, 419
Cayetano, cardenal (T. de Vío): 39, Dioniso: 391
40, 363-365 Dixsaut, M.: 163, 434
Cencillo, L.: 22, 429, 431 Domingo Moratalla, A.: 87, 132,
Cervantes Saavedra, M. de: 83, 136, 139, 142, 146, 149, 266,
230, 402 267, 357, 434
Chaplin, Ch.: 414, 420 Ducrot, O.: 338, 434
Charcot, J.M.: 170 Dugas, L.: 169, 434
Chladenius, J.M.: 199 Dunne, J.: 434
Cicerón, M.T.: 24, 236, 273, 332 Duque, F.: 395
Clavel, F.: 396, 431 Dussel, E.: 59, 393, 395
Clavigero, F.X.: 59 Dworkin, R.: 106
Clemente de Alejandría: 237
Coca, J.R.: 398, 431 Echeverría, J.: 235, 434
Collingwood, R.G.: 130, 208, 209, Eckhart, maestro: 15, 39, 55, 346
215-226, 327, 431 Eco, U.: 22, 24, 73, 416, 434
Colorado, V.: 171, 448 Edipo: 415
Comte, A.: 97 Edith Stein: 44
Conde Gaxiola, N.: 8, 396, 431 Erasmo: 27
Conill, J.: 19, 96, 106, 133, 134, 136, Escámez, J.: 256, 435
142, 144, 162, 168, 196, 228, 240, Escoto Eriúgena, J.: 25, 38, 39, 391
251, 256, 266, 270, 288, 351, 383, Esteban Ortega, J.: 319, 397, 435
395, 431, 433-435, 440, 441 Euclides: 235

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Fafner, J.: 329, 435 Goya y Lucientes, F. de: 261
Fallas López, L.A.: 34, 435 Gozálvez, V.: 351, 433
Fechner, G.Th.: 170 Gracián, B.: 102
Fernández, J.P.: 400 Granada, M.Á.: 319, 433
Fernández-Galiano, M.: 11 Gregorio Palamás: 55
Ferraris, M.: 23, 435 Greisch, J.: 112
Ferrater Mora, J.: 55, 393 Grenet, P.B.: 35, 437
Feuerbach, L.: 119 Grocio, H.: 102, 103
Feyerabend, P.: 77 Grondin, J.: 7, 23, 110, 115, 437
Fichte, J.G.: 43, 327 Guariglia, O.: 431, 450
Ficino, M.: 237 Guerrero, A.L.: 102, 437
Filón de Alejandría: 7, 55 Gustavsson, E.: 324, 437
Fish, S.: 376, 382, 435
Flamarique, L.: 7, 435 Habermas, J.: 28, 67, 93, 137, 284,
Flaubert, G.: 424 350, 352, 369, 404, 425
Flores, F.: 390 Hagen, A.: 324, 437
Foucault, M.: 43, 109, 338, 402, 435 Håkansson, M.: 324, 437
Fraijó, M.: 65, 435 Halle, M.: 82, 438
Francisco de Asís: 204, 205 Hamann, J.G.: 212
Hartley, D.: 169, 170
Gadamer, H.-G.: 7, 18, 19, 22, 28, Hegel, G.W.F.: 42, 43, 47, 97, 153, 425
80, 84, 86, 87, 93, 94, 105, 110, Heidegger, M.: 7, 28, 43, 57, 98,
111, 116, 118, 131-140, 154, 109, 110, 112, 118, 136, 263-
261, 265-269, 328, 357, 379, 266, 287, 305, 328, 401, 414,
382, 383, 388, 394, 398, 399, 415, 417-421, 437
403, 404, 414, 424, 435 Heimann Hansen, B.: 324, 437
Galeno: 178, 237 Hellström, M.: 324, 437
Galileo Galilei: 27, 42, 425 Heraclito de Éfeso: 35, 293
Ganivet, Á.: 171, 435 Herbart, J.F.: 170
Gaos, J.: 117, 417, 437 Hércules: 24
García Bacca, J.D.: 22, 43, 305- Herder, J.G.: 212
311, 393, 429, 435, 437 Hermes: 17, 49
García Díaz, A.: 59 Hermógenes: 35
García Gómez-Heras, J.M.ª: 263, 436 Hernández, E.: 396, 428
García González, D.E.: 397, 436 Herrera, J.J.: 358, 397, 437
García Gual, C.: 235, 436 Herrera, J.M.ª: 396, 438
García Máynez, E.: 101 Herrera, M.: 394
García-Marzá, D.: 351, 433 Herreras, E.: 323, 438
Gentili, C.: 160, 161, 436 Hipócrates: 178
Gerber, G.: 140, 161-163, 203, 436 Hobbes, Th.: 102, 103
Gerson, J.: 26 Höijer, C.H.B.: 327, 438
Ghirardi, O.A.: 34, 436 Hölderlin, F.: 43, 401, 438
Glare, P.G.W.: 11, 12 Holmgren Caicedo, M.: 324, 438
Goleman, D.: 183, 436 Holmström, P.: 323, 446
Gomá Lanzón, J.: 84, 436 Homero: 23
Góngora y Argote, L. de: 27, 41 Horacio: 5, 156, 401
González Navarro, M.: 65, 436 Horkheimer, M.: 421
González Serrano, U.: 171, 448 Hugo de San Víctor: 26
González Valerio, M.A.: 8, 117, Humboldt, W.v.: 190, 199, 212, 438
397, 436 Hume, D.: 327
Goodman, N.: 69 Husserl, E.: 28, 44, 420
Gordillo Pech, C.: 396, 436
Gorgias: 253 Isaac de Stella: 25

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Jakobson, R.: 45, 59, 82, 438 Maimónides: 48, 55
Jano: 119 Maistre, J., conde de: 424
Jaspers, K.: 98, 418, 419, 438 Maldonado, R.: 397, 440
Jones, H.S.: 11 Malinowski, B.: 412
Juan Damasceno: 55, 280 Mara, G.M.: 252, 440
Juan de la Cruz: 55 Marcus, L.: 324, 440
Juana Inés de la Cruz, sor: 402, 438 Mariana, J. de: 102
Jullien, F.: 328, 438 Marías, J.: 12, 350, 373, 431
Marion, J.-L.: 112
Kafka, F.: 415 Marquínez Argote, G.: 397, 430
Kalinowski, J.: 105 Martín, F.J.: 441
Kambouchner, D.: 178, 438 Martínez, M.: 256, 440
Kampits, P.: 202, 438 Martínez Conde, F.: 171, 448
Kandinsky, W.: 421 Martínez de la Rosa, A.: 397, 440
Kant, I.: 18, 42, 44, 129, 139, 153, Martínez Hernández, J.P.: 396, 440
157, 206, 215, 231, 268, 327, Martínez-Pulet, J.M.: 343, 440
348, 356, 367, 369, 411, 417, Marx, K.: 43, 97, 119, 422, 424,
418, 439 425
Kelsen, H.: 102, 103 Mauthner, F.: 130, 186-203, 327, 440
Kierkegaard, S.: 280 Mazón Fonseca, R.: 397, 440
Kircher, A.: 27 Meijers, A.: 161, 440
Klee, P.: 421 Melanchton, Ph.: 27
Kremer-Marietti, A.: 161, 439 Méndez Aguirre, V.H.: 396, 440
Kuhn, Th.S.: 49, 77, 78, 81, 84, Millán Puelles, A.: 325
412, 425 Molière (J.-B. Poquelin): 408
Laín Entralgo, P.: 374, 439 Moncho, J.: 440
Lamarque, G.: 169, 439 Montagnes, B.: 39, 441
Lanceros, P.: 43, 443, 451 Montale, E.: 385, 441
Lange, F.A.: 161, 439 Montefeltro, G. da: 204
Larsson, A.: 324, 439 Montoya, J.: 441
Lazzeri, Ch.: 178, 439 Morris, Ch.W.: 67
Le Guern, M.: 339, 340, 439 Mörtberg, C.: 324, 441
Leibniz, G.W.: 27, 39, 101, 103, Moulines, C.U.: 70, 189, 441, 452
230, 235, 259, 387, 412 Muguerza, J.: 54, 263, 323, 441, 444
Lenk, H.: 190, 439 Muñoz, J.: 68, 441, 452
Lévinas, E.: 45-48, 60, 121, 390, 439 Murillo, I.: 441
Leyva, G.: 395 Muskens, G.L.: 35, 441
Libera, A. de: 39, 439 Musschenga, A.W.: 256, 257, 441
Liddle, H.G.: 11 Newton, I.: 27, 79, 230
Lledó, E.: 317-319, 321, 439 Nicol, E.: 90, 208, 305, 313-316, 441
Locke, J.: 102, 103, 327 Nicolás, J.A.: 132, 133, 368, 427,
López de la Vieja, M.ªT.: 227, 439 429, 432-434, 441, 449, 451
López Eire, A.: 331, 332, 439 Nicolas d’Autrecourt: 26
Löwith, K.: 98 Nicolás de Cusa, cardenal: 39, 47, 346
Luján, E.: 8, 439
Nietzsche, F.: 12, 28, 63, 79, 80,
Lutero, M.: 7, 27
82, 95, 109, 110, 118, 120, 130,
Maceiras, M.: 395 140, 159-168, 202, 203, 227,
Machado, A.: 5 327, 380, 391, 392, 395, 398,
Macherey, P.: 178, 439 403, 423, 424, 441
Machiavelli, N.: 102 Núñez, A.: 65, 79, 434, 436, 451
MacIntyre, A.: 65, 80, 440 Nussbaum, M.C.: 144, 269, 270,
McKenzie, R.: 11 331, 333, 442

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Ocampo Jiménez, A.: 397, 442 Quesada, F.: 323, 441, 444
Ockham, W.: 26, 391 Quevedo y Villegas, F. de: 27, 41,
Olbrechts-Tyteca, L.: 150, 284, 285, 312 196, 198
Olivé, L.: 70, 71, 74, 75, 442 Quine, W.V.O.: 74, 388, 444
Olvera Romero, C.: 396, 442 Quintiliano, M.F.: 107, 163
Ong, W.J.: 228, 442 Quiroga, V de: 394
Ong-Van-Cung, K.S.: 178, 438
Oñate y Zubía, T.: 324, 360, 442 Ragneklint, R.: 324, 444
Orozco, J.M.: 389, 394 Ramírez, J.L.: 195, 196, 201, 203,
Ors, E. d’: 271 224, 251, 273, 321-332, 336-
Ortega y Gasset, J.: 13, 98, 130, 341, 383, 438, 444-446
206, 207, 228-239, 271, 272, Ramírez, S.: 31, 32, 447
285-287, 305, 350, 393, 442 Rämö, H.: 324, 447
Ortiz-Osés, A.: 43, 88, 282, 342, Ramos, M.Á.: 350, 449
343, 347-349, 395, 442, 451 Rawls, J.: 124
Otero León, L.: 398, 443 Raynal, L.-H.Ch. de: 59
Recaséns Siches, L.: 305, 311-313, 447
Pablo de Tarso: 280 Reding, J.-P.: 190, 447
Palazón, M.R.: 394 Reding Blase, S.: 396, 447
Panecio de Rodas: 24 Regnaud, P.: 281, 427, 447
Papiol, A.: 319, 433 Ribot, Th.: 130, 169-185, 447
Pareyson, L.: 414-416, 443 Ricœur, P.: 21, 22, 28, 44, 51, 73,
Parménides de Elea: 35, 293, 294, 344 75, 86, 88, 89, 94, 97, 118, 165,
Pascal, B.: 41, 79, 81, 127, 129, 371, 372, 388, 394, 395, 448
280, 425, 443 Ritter, J.: 251, 448
Paul, G.: 190, 439 Rivara Kamaji, G.: 397, 448
Pawn, C. de: 59 Roberto Bellarmino: 102
Paz, O.: 43, 45, 59, 60, 392, 399- Rodríguez Aramayo, R.: 323, 441, 444
402, 443 Rodríguez Tous, J.A.: 343, 449
Pedro Damiani: 26 Rof Carballo, J.: 271
Peirce, Ch.S.: 43, 45, 62, 83, 348, Ronsard, P. de: 401
371, 388, 392 Rorty, A.O.: 333, 442
Pereda, C.: 394 Rorty, R.: 24, 28, 53
Peregrina Mancilla, C.: 113, 443 Rossi, A.: 60
Perelman, Ch.: 150, 284, 285, 312, Rousseau, J.-J.: 212, 280
337, 338, 390, 403 Rovatti, P.A.: 378, 451
Pérez Tapias, J.A.: 132, 133, 368, Rubio, R.: 171, 448
427, 429, 432-434, 441, 449, 451 Ruiz de Samaniego, A.J.: 350, 449
Pettersson, L.: 341, 446 Russell, B.: 26, 413
Piaget, J.: 82, 83, 443
Pitágoras de Samos: 34, 425 Sáez, L.: 132, 133, 368, 427, 429,
Platón: 17, 23, 34, 35, 47, 61, 83, 86, 432-434, 441, 449, 451
92, 118, 120, 125, 216, 235, 247, Sahagún, B. de: 394
293, 295, 297, 300, 316, 318, Salaquarda, J.: 161, 449
373, 391, 414, 415, 420, 421 Salas Ortueta, J. de: 235, 427
Plotino: 37 Salcedo, A.: 393
Pocock, J.G.A.: 331, 443 Salcedo Aquino, A.: 397, 449
Popper, K.R.: 105, 374, 421, 443 Salmerón, F.: 431, 450
Primero Rivas, L.E.: 396, 397, 435, 443 Sánchez Pascual, A.: 343, 449
Proclo: 37 Sánchez-Gey Venegas, J.: 350,
Przywara, E.: 44 352, 449
Pseudo Dionisio Areopagita: 25- Sancho Rocher, L.: 148, 449
27, 37-39, 55 Sandoval y Zapata, L. de: 59
Putnam, H.: 69, 72, 443 Santiago Guervós, L.E. de: 163, 449

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Sanz de Almarza, L.: 11 Toynbee, A.J.: 238
Sauca, J.M.ª: 351, 432 Trías, E.: 342-346, 395
Saussure, F. de: 272, 371
Savignano, A.: 279, 282, 301, 306, Unamuno, M. de: 12, 171, 271,
311, 313, 449 272, 279-282, 450
Scannone, J.C.: 59, 393 Vaca, D.: 171, 448
Schelling, F.W.J.v.: 43, 395 Valdés Pérez, V.H.: 8, 396, 436, 450
Schleiermacher, F.D.E.: 27, 28, Vallejo Campos, Á.: 133, 451
209, 409, 419, 449 Valverde, J.M.ª: 328
Schmidt, R.: 188, 440 Vasconcelos, J.: 393
Schön, D.A.: 328, 449 Vattimo, G.: 9, 19, 28, 43, 46, 48,
Schopenhauer, A.: 170, 171, 418 58, 65, 79, 109-111, 378-382,
Scott, R.: 11 395, 396, 407, 422, 430, 434,
Searle, J.R.: 54, 64, 257, 258, 449 436, 451
Secretan, Ph.: 35, 37, 38, 41, 44, 449 Vaz Ferreira, C.: 271, 272, 282-285,
Segura, C.: 132, 136-138, 140, 449 328, 451
Sellars, W.: 77, 111 Velasco, A.: 389, 394, 407, 430, 451
Sepúlveda, J.G. de: 58 Velásquez, J.: 395
Sherman, N.: 333, 449 Verdi, G.: 415
Sigrell, A.: 324, 449 Vico, G.B.: 28, 42, 95, 97, 130, 131,
Sigüenza y Góngora, C. de: 59 150-158, 165, 203, 211, 212,
Silfverberg, G.: 323, 324, 446, 449 327, 337, 391, 451
Sócrates: 216, 288, 290, 297-300, 316 Vicuña, J.: 11
Sófocles: 294 Viehweg, Th.: 312, 338, 451
Solares, B.: 394, 397, 450 Vigo, R.L.: 104, 451
Spencer, H.: 169 Vigotsky, L.: 338, 451
Spengel, L.v.: 160, 450 Villegas, A.: 117
Spengler, O.: 230 Villoro, L.: 67, 117, 451
Spinoza, B. de: 27, 425 Vives, J.L.: 27
Špir, A.A.: 161, 450 Volkmann, R.: 160, 451
Stalin, I.: 422 Volle, M.: 329, 451
Strawson, P.F.: 67 Volpi, F.: 266, 452
Stuart Mill, J.: 169 Voltaire (F.M. Arouet): 97
Suárez, F.: 40, 102, 235
Weber, M.: 70
Taine, H.A.: 169 Weisgerber, L.: 328, 452
Tarski, A.: 67 Westermann, A.: 160, 452
Taylor, Ch.: 124 Wischke, M.: 139, 452
Taylor, F.W.: 421, 450 Wittgenstein, L.: 26, 45, 54, 60, 68,
Teofrasto: 37 88, 186, 188, 189, 191-196, 199,
Tertuliano, Q.S.F.: 237, 280 319, 392, 393, 398, 399, 452
Thiebaut, C.: 450 Wright, G.H.v.: 326, 452
Thomasius, Ch.: 103 Wundt, W.M.: 169, 170
Thompson, A.A.: 11
Todorov, Tz.: 338, 434 Zambrano, M.: 271, 393
Tomás de Aquino: 26, 38, 41, 44, Zea, L.: 117
55, 59, 60, 102, 290, 346, 361- Zenón de Elea: 236
364, 387, 450 Zubiri, X.: 13, 130, 228, 229, 239-
Tomás de Mercado: 387, 394 245, 271, 272, 288-295, 297-
Torre Rangel, J.A. de la: 396, 450 304, 393, 432, 452
Toulmin, S.: 337, 450 Zúñiga, J.F.: 132, 133, 261, 368, 427,
Touratier, Ch.: 190, 450 429, 432-435, 441, 449, 451

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ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO ........................................................................................ 7
CRITERIOS DE TRANSCRIPCIÓN, ABREVIATURAS Y SIGLAS .............. 11

PARTE I
EXPOSICIÓN DE LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA

INTRODUCCIÓN ............................................................................... 17
CAPÍTULO I. Hermenéutica ............................................................ 21
Noción de hermenéutica ........................................................ 21
La hermenéutica en la historia ............................................... 22
CAPÍTULO II. Concepto general de analogía ................................. 31
Etimología ............................................................................... 31
Contenido ideativo .................................................................. 32
CAPÍTULO III. Proceso histórico de la noción de analogía ........... 34
La analogía en los griegos ....................................................... 34
La analogía en los medievales ................................................ 37
La analogía en los modernos .................................................. 41
La analogía en los contemporáneos ....................................... 43
Apéndice sobre algunos acercamientos alternativos
a la analogía ....................................................................... 45
CAPÍTULO IV. Qué es una hermenéutica analógica ...................... 50
Su estructura ........................................................................... 50
Sus funciones .......................................................................... 55
CAPÍTULO V. Algunas aplicaciones de la hermenéutica
analógica ................................................................................. 61
El acto de interpretación analógica ........................................ 61
Aplicaciones de la hermenéutica analógica ........................... 64
CAPÍTULO VI. El problema de la verdad en la hermenéutica
analógica ................................................................................. 67
Marcos conceptuales y realidad ............................................. 67
Reducción de la separación entre lo apriorístico
y lo aposteriorístico ........................................................... 69
Meta-filosofía y dia-filosofía ................................................... 71

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Carácter analógico de la verdad: hacia un realismo
analógico ............................................................................ 72
Correspondencia analógica o dinámica ................................. 74
CAPÍTULO VII. El problema de la creatividad en la hermenéutica
analógica ................................................................................. 77
Pluralismo epistémico ............................................................ 77
El taller hermenéutico ............................................................ 80
Intuición y razonamiento ....................................................... 81
Dialéctica entre creatividad y repetición ................................ 84
CAPÍTULO VIII. Símbolo y diálogo en la hermenéutica
analógica ................................................................................. 86
La analogía de la analogía ...................................................... 86
El símbolo ............................................................................... 87
El diálogo ................................................................................ 90
CAPÍTULO IX. Hermenéutica analógica, ética y filosofía
política ..................................................................................... 93
La vocación ético-política de la hermenéutica ...................... 93
La hermenéutica analógica como instrumento de la ética
y la filosofía política .......................................................... 95
Hermenéutica analógica e historia ......................................... 97
CAPÍTULO X. Hermenéutica analógica y derechos humanos ....... 101
Los derechos humanos en el límite de los derechos
naturales y los derechos positivos ..................................... 101
Derecho e interpretación ........................................................ 104
La naturalidad de la democracia y la naturalización
de la justicia ....................................................................... 105
CAPÍTULO XI. Hermenéutica analógica y ontología analógica .... 109
Hermenéutica ontológica y ontología hermenéutica ............ 109
Reconstrucción de la ontología o metafísica ......................... 111
La acusación de onto-teología ................................................ 112
CAPÍTULO XII. La hermenéutica analógica y el futuro
de la filosofía ........................................................................... 115
Aspecto general del territorio filosófico ................................. 116
Diálogo con nuestra tradición ................................................ 116
La filosofía y el sentido ........................................................... 118
El filósofo como consejero de la sociedad ............................. 119
Hermenéutica analógica y filosofía ........................................ 120
CONCLUSIONES .............................................................................. 123

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PARTE II
EL TALLER DE LA RETÓRICA

INTRODUCCIÓN ............................................................................... 129


CAPÍTULO I. Racionalidad retórica ............................................... 131
Hermenéutica y filosofía práctica .......................................... 133
Hermenéutica y dialéctica ...................................................... 137
La rehabilitación de la retórica .............................................. 139
Actualidad de la retórica para la ética .................................... 140
CAPÍTULO II. Hermenéutica y lógica poética ................................ 150
La retórica del humanismo y la nueva retórica ..................... 150
Retórica como ciencia nueva ................................................. 152
La tópica de la retórica ........................................................... 157
CAPÍTULO III. El giro retórico ....................................................... 159
El poder del lógos .................................................................... 159
La retórica de la filosofía ........................................................ 162
CAPÍTULO IV. Imaginación y creatividad ...................................... 169
De la imaginación reproductora a la imaginación
creadora ............................................................................. 172
La psicología de la atención y el lugar de los afectos ............ 176
Teoría fisiológica de los sentimientos .................................... 177
La lógica de los sentimientos ................................................. 182
CAPÍTULO V. La retórica como crítica del lenguaje ...................... 186
Toda filosofía es «crítica del lenguaje» ................................... 188
Tres imágenes del mundo ....................................................... 195
¿Positivismo o hermenéutica? ................................................ 201
CAPÍTULO VI. La retórica como ciencia ........................................ 206
Estética, retórica y gramática: la expresión y sus medios ..... 209
Estética y ética: expresión y lenguaje ..................................... 215
CAPÍTULO VII. Los mundos de la phantasía ................................. 227
La vida humana como género literario .................................. 229
Lo real y lo irreal ..................................................................... 239
CONCLUSIONES .............................................................................. 246

PARTE III
LOS NOMBRES DE LA RAZÓN

INTRODUCCIÓN ............................................................................... 261


CAPÍTULO I. Interpretar la vida ..................................................... 263
Facticidad y hermenéutica ..................................................... 263
Acotaciones gadamerianas ..................................................... 266

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CAPÍTULO II. De la razón fisiológica a la razón sentiente ............ 272
Arte de hablar, arte de decir .................................................... 272
Razón trágica y agonismo ...................................................... 279
El correlacionismo .................................................................. 281
La lógica viva y el problema de la razón ................................ 282
La razón vital e histórica ........................................................ 285
Una concepción radical del lógos ........................................... 288
CAPÍTULO III. Caminos de la razón en el exilio ............................ 305
Razón poética y técnica .......................................................... 305
La lógica de lo razonable ........................................................ 311
Para una crítica de la razón simbólica ................................... 313
CAPÍTULO IV. Memoria, discurso y acción ................................... 317
El lógos de la poíésis ................................................................ 317
Teoría de la acción como ciencia humana ............................. 321
CAPÍTULO V. De la filosofía del límite a la hermenéutica
simbólica ................................................................................. 342
La filosofía del límite .............................................................. 343
La hermenéutica simbólica .................................................... 347
CAPÍTULO VI. Ética de la razón cordial ........................................ 350
De la ética mínima a la ethica cordis ...................................... 350
Hermenéutica crítica .............................................................. 352
CAPÍTULO VII. Racionalidad analógica ......................................... 357
Los tres momentos de la comprensión hermenéutica .......... 357
A vueltas con la analogía ........................................................ 358
Ab unum, ad unum y secundum analogiam ........................... 360
Phrónésis y analogía ................................................................ 368
Iconicidad ................................................................................ 370
CONCLUSIONES .............................................................................. 376

APÉNDICE. Hermenéutica, analogía y retórica en el debate


filosófico .................................................................................. 385

EPÍLOGO. ¿Hermenéutica analógica o hermenéutica


anagógica?, por Gianni Vattimo .............................................. 407

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................. 427

ÍNDICE DE NOMBRES ...................................................................... 453

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