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Calvinismo, republicanismo y democracia:

El federalismo calvinista

Antonio RIVERA GARCÍA


(Universidad Complutense de Madrid)

Calvinismo, republicanismo y democracia pueden ser englobados en una


sola expresión: «federalismo calvinista». Nos referimos a la teoría calvinista
del pacto que concilia unidad y diversidad, o que al mismo tiempo exalta el
consenso y reconoce la pluralidad y existencia de múltiples y heterogéneas aso-
ciaciones. Cuando tratamos el tema del federalismo calvinista, podemos seguir
dos líneas. La primera está relacionada con los convenants que se desarrollan
sobre todo en Norteamérica, en un nuevo escenario que carece de los límites
históricos y estamentales de Europa. Esta versión, que acentúa sobre todo el
aspecto unitario y homogéneo del pacto, nos parece más próxima al moderno
contrato social. La otra línea es iniciada por los monarcómacos calvinistas y
alcanza su madurez y mayor grado de perfección con Althusius. Esa segunda
línea, que conecta con la situación social y política de finales de la Edad Media,
con el marco estamental y corporativo de la época, podría, sin embargo, con-
ciliarse –debido a la aceptación de un pluralismo irreductible a unidad– con
las versiones más radicales del federalismo moderno y, desde luego, con ese
federalismo postmoderno surgido tras la crisis contemporánea de la filosofía y
de los conceptos políticos modernos.

1. Federalismo calvinista: la tensión entre la unidad y la diversidad


Si algo caracteriza al pensamiento político calvinista es su carácter federal
en sentido amplio (luego nos referiremos al sentido más restringido y utilizado
en la actualidad), ya que el pacto (foedus) ocupa un lugar central a la hora de
pensar la fundación de la comunidad política. Se trata de un pacto real, y no
heurístico o abstracto como el social, que, antes de ser un convenio entre los
hombres, lo es entre éstos y Dios. Por eso, el principio de la caridad o de la
comunión constituye el primer fundamento de la política. La teoría calvinista
del pacto, el federalismo, tampoco se entiende, a diferencia de la versión uni-
taria del contrato, sin la división y reconocimiento de la diferencia entre los

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asociados, los cuales no desaparecen en una masa igualitaria. De ahí resulta el
mantenimiento de un pluralismo que, si bien en los albores de la modernidad
–cuando se inicia la Reforma de Calvino– es fundamentalmente corporativo
y está unido a una sociedad estamental, guarda una cierta afinidad con el
posterior pluralismo moderno. Ciertamente, no es indiferente que hablemos
de corporaciones premodernas o de individuos modernos. Pero la idea de la
división federal, así como la de que los federados no pierden sus derechos por-
que del pacto no surge un sujeto con poder ilimitado como lo es el soberano
hobbesiano, se puede aplicar tanto a la realidad corporativa premoderna como
a la moderna o liberal. Por lo demás, hemos de tener en cuenta que el pactismo
calvinista debe conciliarse con la individual libertad de conciencia.
En el pensamiento calvinista se suele reconocer la existencia de tres pactos
–y la obra más representativa sería la Política de Althusius1– que a menudo
se celebran simultáneamente: un pacto religioso entre Dios y el pueblo; y un
pacto civil que a su vez se suele escindir en dos, uno entre todos los miembros
de la comunidad política, y un segundo contrato entre el pueblo y el sumo
magistrado. Los monarcómacos calvinistas se preocupan principalmente de
este último pacto, mientras que el iusnaturalismo moderno, el de las teorías
del contrato social, se va a centrar en el acuerdo entre los individuos.
Los tres pactos citados son muy distintos: mientras el religioso supone
una unión entre desiguales porque de él sólo se derivan obligaciones para
una parte, el hombre; el primer pacto civil se da, en cambio, entre iguales, y
por ello se acerca al moderno contrato social. El segundo pacto civil también
supone una alianza entre sujetos desiguales, pero de él se derivan obligaciones
recíprocas: el pueblo conserva la soberanía, la maiestas, y, al mismo tiempo, se
compromete a obedecer al magistrado. Obediencia que no es incondicional,
pues el magistrado debe atenerse a la ley fundamental de la que él no es autor.
Con Bodino –que ya distingue claramente entre contrato y ley– y sobre todo
con Hobbes se produce una evidente simplificación: el pacto, a diferencia de
la ley, sólo puede ser entre iguales, y por este motivo el representante supremo
de la comunidad política ya no forma parte de él.
En relación con el pacto religioso, con el suscrito entre desiguales, podemos
afirmar que se trata de una categoría central en la teología reformada. Durante
los mismos años en que Althusius daba clases en la Hohe Schule de Herborn,
en este mismo centro enseñaba Matthias Martinius, quien organizaba su
docencia teológica en torno al contrato que cubre toda la historia bíblica de
la relación entre Dios y el hombre.2 En la teología federal, cuyo modelo es la

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alianza religiosa del Antiguo Testamento, el pacto no es un hecho que se funde
en la voluntad humana, pues ésta nada puede en relación con la divinidad.
En otro caso sería contradictorio con la teología calvinista, y se parecería más
a la justificación por las obras del catolicismo. El contrato religioso contiene
los dos elementos esenciales de aquella teología: elección y fe. La federación
religiosa significa –si nos situamos del lado de Dios– ser elegidos gratuitamen-
te, y –si nos situamos del lado del hombre– tener fe en la divinidad. De esta
fe se deriva el compromiso de los contrayentes de subordinar su voluntad a
la ley divina. Los hombres rompen el pacto cuando ya no tienen fe, es decir,
cuando no sirven fielmente a su Creador y no defienden la verdadera religión.
Esta alianza interior o religiosa siempre está expuesta al riesgo de la traición,
a la pérdida de la fe, por parte de los hombres. En cambio, el contrato social
del moderno iusnaturalismo, cuyo primer objetivo consiste en acabar con la
teoría monarcómaca que legitima el derecho de resistencia, es lo más opuesto
a aquella alianza interior: se construye de tal modo que se elimina todo riesgo
o temor al futuro; pues, como consecuencia del pacto, se constituye una fuerza
inmanente, la espada del soberano, que garantiza la fidelidad de los individuos.
Pero, eso sí, con la condición de eliminar todo problema interno, sea relativo
a la fe o a las motivaciones profundas para obedecer voluntariamente.

2. Los convenants norteamericanos


Ente los puritanos ingleses y presbiterianos escoceses era frecuente el
convenio (covenant) o pacto (compact) eclesiástico, esto es, el establecimiento
de una alianza expresa entre Dios y los hombres. Cuando algunos hombres
decidían dejar su parroquia y establecer una nueva, redactaban un contrato
por medio del cual «se comprometían a vivir con amor y caridad, a conducirse
según el Nuevo Testamento, a apoyar económicamente a su Iglesia, así como
a obedecer a las autoridades religiosas» que ellos mismos elegían. Cada adulto
aceptado como miembro de la Iglesia debía firmar y hacer suyo el convenio y
suscribir la confesión de fe.3 Esta costumbre de establecer pactos religiosos la
van a extender los puritanos o reformados calvinistas al ámbito civil o político
cuando lleguen a Norteamérica. De ahí que « el derecho de toda comunidad
[inicialmente] religiosa para decidir, con propia autoridad, sobre sus asuntos
y para gobernarse libremente», se convierta, según Jellinek, en « la base de la
doctrina de la soberanía del pueblo».4
El covenant era muy distinto del medieval pactum dominationis y del abstracto
contrato social. Mientras el pacto medieval era establecido por el magistrado

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supremo y el resto del cuerpo político, el convenant puritano era suscrito por
cada uno de los individuos que integraban el pueblo y, además, tenía como
fuente un mandato divino, en el sentido de que era ratificado por la propia
divinidad.5 De ahí que la comunidad civil de los colonos nunca estuviera en
desacuerdo con los fines eclesiásticos. En segundo lugar, el contrato social del
iusnaturalismo moderno poseía un carácter hipotético o heurístico y los derechos
naturales gozaban únicamente de reconocimiento extrajurídico,6 mientras que
los convenios de los Padres Peregrinos fueron suscritos de facto por los colonos
ingleses en Norteamérica, e incluso por los norteamericanos que se traslada-
ron hacia el Oeste después de 1775. Por este motivo, no constituyen meros
artificios intelectuales o hipótesis para explicar los fundamentos del Estado y
del derecho: el contrato se celebraba realmente y los derechos naturales eran
reconocidos por documentos que, en caso de infracción, se podían alegar ante
los tribunales.
Desde luego, no podemos ignorar estas diferencias que separan la práctica
del pacto de establecimiento de la teoría del contrato social. Sin embargo, han
sido los mismos Padres Fundadores norteamericanos, en particular John Quin-
cy Adams, quienes han aplicado el nombre de contrato social a los convenios
establecidos por los Padres Peregrinos. Nadie empleaba el término contrato para
referirse al acuerdo firmado en el Mayflower, hasta que los trabajos de Locke y
Rousseau se hicieron célebres. Antes de 1793, solía recibir el nombre de com-
binación, asociación y acuerdo o convenio (covenant). Generalmente, covenant
hacía referencia al acuerdo solemne establecido entre los miembros de una
Iglesia para actuar según los preceptos del Evangelio, mientras que compact se
empleaba para aludir al contrato con efectos civiles más que religiosos.7
El primero de estos pactos fue el famoso contrato (compact) del Mayflower.
Los peregrinos congregacionistas, tan sólo cuarenta y una personas perseguidas
y desterradas, suscribieron a bordo del Mayflower, en noviembre de 1620, un
pacto por el cual declaraban fundar la colonia de Nueva Plymouth. Mediante
este compact prometían asociarse «en un cuerpo político civil (Civil Body Po-
litic)», así como establecer y obedecer las leyes, ordenanzas, actas, estatutos y
autoridades, todo ello con el fin de obtener «el bienestar general de la colonia
(for the general good of the Colony)».8 De este modo se inauguraba la serie de
pactos de establecimiento que los puritanos ingleses establecían al fundar una
colonia, de conformidad con sus principios eclesiásticos y políticos.
No era otro el objetivo de John Winthrop cuando pronuncia su conocido
sermón Un modelo de caridad cristiana en el año 1630, a bordo de uno de los

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buques que habían de llevarle hasta las costas de Massachusetts. En este opúsculo,
Winthrop señalaba la necesidad de que los peregrinos se pusieran de acuerdo en
la fundación de una comunidad, tanto religiosa como civil, que se convirtiera
–de ahí el título del sermón– en un modelo para todo el mundo cristiano. Se
trata tanto de un pacto suscrito por cada miembro de la comunidad como de
una alianza de todos ellos con Dios. Esta última alianza con la divinidad es el
elemento esencialmente puritano. Con ello se quería expresar que el pacto es
bueno en sí mismo, y que con él también se persiguen fines propios de la esfera
religiosa o moral como la caridad. El párrafo más relevante dice así:
«Hemos entrado en alianza con Él para esta empresa. Hemos aceptado un
encargo; el Señor nos ha dado libertad para que tracemos nuestros propios de-
talles [...] Ahora bien, si el Señor se complace en oírnos y nos lleva en la paz al
lugar que deseamos [no olvidemos que el sermón se pronuncia antes de llegar
a tierra], entonces es que ha ratificado esta alianza y sellado nuestra comisión, y
entonces esperará un estricto cumplimiento de las cláusulas contenidas en ella;
pero si descuidamos la observancia de esas cláusulas, que son los fines que nos
hemos propuesto y, siendo hipócritas con nuestro Dios, caemos para abrazarnos
a este mundo presente e ir en pos de los propósitos de nuestra carne, buscando
grandes cosas para nosotros mismos y nuestra descendencia, con seguridad es-
tallará el Señor en ira contra nosotros; tomará venganza de pueblo tan perjuro
y nos hará conocer el precio de la violación de la alianza».
Y concluye, parafraseando a Mateo, 5, 14, que serán un modelo de ciudad
cristiana:
«debemos considerar que seremos como una ciudad erigida sobre una colina;
los ojos de todas las gentes están sobre nosotros».9
El puritano, en el fragmento de su sermón relativo al pacto con Dios, re-
introduce la cuestión del pueblo elegido, la de si estamos ante el nuevo Israel.
Ciertamente, en el sermón de Winthrop encontramos las bases para el desarro-
llo del posterior republicanismo liberal de los fundadores; pero aquí también
podemos situar el origen de la religión civil norteamericana, que, como han
señalado Bellah, Lipset, Bloom y tantos otros, consiste en la creencia de que
los Estados Unidos son el nuevo pueblo elegido.
Fuentes como la citada de Winthrop nos permiten comprender por qué
Jellinek pensaba que la idea democrática se desarrolla casi de un modo natural
en las comunidades puritanas inglesas de finales del siglo XVI. Este es el caso,
no sólo de puritanos como Winthrop, sino también de Robert Brown y de sus
adeptos, para quienes –en palabras de Jellinek– la «Iglesia debía identificarse

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con la Comunidad en una comunidad de creyentes que, mediante un pacto
con Dios, se han sometido a Cristo; y, además, reconocían como norma di-
rectora la voluntad de la asociación, es decir, la de la mayoría».10 Perseguido
en Inglaterra –añade el jurista austriaco–, el brownismo se refugió en Holanda
donde se transformó en el congregacionismo, que es la forma primitiva del in-
dependentismo. Según Figgis:
«entre los independientes y los presbiterianos se abría un abismo más profundo
que entre éstos y los episcopales [pues] la doctrina presbiteriana no era menos
aristocrática que la episcopal, porque afirmaba que el poder íntegro del go-
bierno estaba en manos de los oficiales, si bien algunos eran laicos, los Elder
(los mayores)».11
En cualquier caso, el principio antierastiano del congregacionismo, esto
es, la separación entre la Iglesia y el Estado, era compartido por la comunidad
presbiteriana. De ese principio se derivó, a juicio de Jellinek, la libertad de
conciencia, la cual constituía un derecho que, al no ser «otorgado por ningún
poder terrenal, no debe ser constreñido por ningún poder terrenal».12
Es verdad, como afirma el maestro de Kelsen, que la concepción calvinista
del pacto como origen del Estado y del gobierno adquiere en Norteamérica,
por la fuerza de los acontecimientos históricos, un claro carácter democrático.
Troeltsch afirmaba a este respecto que la democracia moderna brota allí don-
de, como en los Estados de Nueva Inglaterra, no existían las estructuras del
corporativismo europeo y se pudo fundar una comunidad política sobre bases
más igualitarias; o allí donde las instituciones políticas surgían de instituciones
religiosas democráticas como las congregacionistas. Tiene asimismo razón el
filósofo y teólogo Troeltsch cuando expresa que no se debe imputar «ni directa-
mente ni exclusivamente al calvinismo la democratización del mundo político
moderno». Pero, a pesar de que, en su opinión, juega un papel más importante
«el racionalismo puro, iusnaturalista y liberado de intenciones religiosas», admite
que «el calvinismo ha contribuido, de manera eminente, a crear el dispositivo
dentro del cual se iba a poder desplegar el espíritu moderno».13
Para referirnos al ámbito hispánico, tanto Ramiro de Maeztu como el
hispanista Waldo Frank14 señalaban, desde posiciones ideológicas opuestas,
que en Estados unidos se había producido una fusión entre el puritano y el
pionero, entre el capitalismo y la democracia, entre la tierra para los elegidos
y la convicción –en una época en la que se expandía la frontera interior– de
que hay tierra para todos. El espíritu capitalista de infinito se aliaba en aquel
contexto con el democrático principio de la igualdad. Pero mientras Maeztu,

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en afinidad con la weberiana La ética protestante y el espíritu del capitalismo, veía
en la unión de religión y economía un signo de superioridad de la originaria
cultura norteamericana y un modelo para el mundo hispano, Waldo Frank
hablaba de espíritu irreligioso, en la medida que la religión más espiritual,
desinteresada o interna, la reformada, quedaba subordinada a lo más externo,
a factores tan materiales como el enriquecimiento.
Abordemos a continuación la segunda línea relacionada con el federalismo o
pacto calvinista, la que se desarrolla en Europa, allí donde todavía impera la rea-
lidad corporativa y estamental. Aquí la figura central es sin duda Althusius.

3. Entre el aristotelismo calvinista y el sistema presbiteriano:


Johannes Althusius
Escribía Carl Schmitt en 1931, a propósito del proyecto de Carl Joachim
Friedrich de traducir al inglés la Política de Althusius, que esta obra coincide
con el momento histórico en que la época del pensamiento teológico deja su
lugar a la época de la metafísica. El jurista de Weimar concluía observando
que una nueva edición de esta obra fundamental de Althusius –el predecesor
inmediato del iusnaturalismo inaugurado por Grocio– abriría una terra incognita
y ampliaría el horizonte de la conciencia histórica actual.15 Seguramente tenía
razón Schmitt cuando situaba esta obra en el umbral entre dos épocas. Pues
Althusius intenta comprender una realidad corporativa y estamental, la del
Imperio alemán y las Provincias Unidas, que procede de la Edad Media; pero
intenta comprenderla con el pactismo calvinista, que no es exactamente igual
al modelo representativo medieval. Esta tensión se refleja en una obra que a
veces resulta muy cercana –como indican Gierke y Derathé16– al Rousseau que
antepone el pueblo soberano a todo gobernante; y otras, sobre todo en relación
con la pluralidad corporativa, se aleja de la filosofía política moderna.
Hemos de comenzar advirtiendo que la vertiente realista del federalismo
exige reconocer las diferencias que en cada periodo histórico se dan entre las
diversas asociaciones. Por eso el sistema federal de Althusius sirve para pensar
las dos realidades políticas de su época, las dos comunidades políticas en las
que vivió, Alemania y las Provincias Unidas. Más allá de encontrarnos ante un
federalismo que en otras ocasiones he denominado primitivo en comparación
con el moderno o dual de los Estados Unidos,17 lo cierto es que la estructura
formal que nos propone la Política de Althusius es federal por tres razones:
la res publica o consociación máxima es el fruto del consenso, del pacto, en
todos los niveles que consideremos; la federación se construye de abajo arriba;

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y las partes federadas no pierden sus derechos y autonomía dentro de la nueva
consociación.
El modelo althusiano no coincide con el iusnaturalista contrato social, propio
de la filosofía política inaugurada con Hobbes. Althusius no nos propone un
modelo asociativo abstracto, no parte de la ficción del estado de naturaleza, en
donde no existe ningún vínculo asociativo. La lógica moderna de la soberanía
que, como puede apreciarse es sumamente hostil al republicanismo, a la na-
turaleza política del ser humano, acaba con la tensión, propia del federalismo,
entre unidad y variedad, contrato y división, pues el pacto se produce entre
iguales y la unidad política se constituye sin diferencia, sin fisuras. El mismo
federalismo dual norteamericano nos parece una simplificación que camina en
la línea de esta lógica. Se comprende entonces que el umbral antes referido sea
también el umbral entre el republicanismo premoderno y el poder moderno,
ya sea en su variante absolutista o liberal-constitucional.
Daniel J. Eleazar distinguió hace unos años entre un federalismo moderno
y un federalismo postmoderno que piensa en los grupos y comunidades infra-
estatales como entidades legítimas reales, a las cuales debe atribuirse, dentro del
espacio público, derechos jurídicos y políticos.18 En la literatura política actual
se tiende a conectar el pensamiento althusiano con esta versión postmoderna,
pero lo cierto es que la tradición federalista europea del siglo XIX, la inaugurada
por Tocqueville y Proudhon, tampoco está lejos en algunos aspectos de este
primitivo federalismo representado por Althusius.
3.1. Althusius y el aristotelismo calvinista. El pensamiento de Althusius se
aproxima al de otros calvinistas que enseñaron en Herborn como Danaeus,19
un buen ejemplo de aristotelismo y republicanismo calvinistas. A pesar de
partir del sistema anti-aristotélico de Ramus, cuyo anti-escolasticismo, con sus
árboles de conceptos fundados en la divisio y definitio, sigue siendo muy escolar,
Althusius coincide con el aristotelismo calvinista en afirmar la naturaleza política
del hombre: lo político surge –como admite el mismo Calvino– del deseo de
sociedad implantado por Dios en el hombre.20 No debe extrañar entonces que
algunos insistamos en hablar de republicanismo calvinista.
Danaeus, en su Politices Christianae21 (I, IV), se opone a la tesis de que en
el bíblico estado de naturaleza no fue necesaria la política y de que el impe-
rium politicum sólo se necesitó tras la caída, tesis que mantenían aristotélicos
medievales como Alfonso de Madrigal en su De optima politia. Admite que,
antes del pecado, la bondad de los hombres facilitaba que la dominación fuera
más justa, leve y moderada, pero esto no significaba que no hubiera imperium

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político. Incluso en el orden de los ángeles existía desde el principio de los
tiempos politia y ordo.
En contra de los seguidores de Maquiavelo, Danaeus distingue, como
también los jesuitas para oponerse al patriarcalismo y al derecho divino de los
reyes, dos tipos de dominio: el económico, que es producto de la naturaleza;
y el político, que precisa del suffragio y del consenso. En el ámbito político no
hay esa relación de desigualdad que encontramos en el familiar, pues entre
los gobernantes y los gobernados siempre cabe observar una cierta «aequalitas
(igualdad) aut certe aequabilitas (equidad)».
La res-publica calvinista, como es res populi, está relacionada en primer lugar
con lo común, el consenso y el pacto. Pero, en segundo lugar, como es socie-
dad federal y se caracteriza por la unión de una pluralidad de asociaciones de
índole muy diversa, tiene necesidad de la función de guía, gobierno o dirección
desempeñada por los gobernantes. Es la misma diversidad o diferencia entre
las asociaciones y asambleas la que exige esta función de guía o dirección. Se
entiende así que la anarquía no signifique la ausencia de un poder que crea
orden a través de una relación formal de mando-obediencia, sino más bien la
falta de guía o coordinación. La función unificadora del gobernante calvinista
no debe ser confundida con la del hobbesiano soberano moderno, el cual asu-
me la función de representar a un pueblo homogéneo y abstracto y obtiene
como contrapartida la sumisión incondicional de cada uno de los gobernados.
Danaeus, Althusius, y en general los monarcómacos, opinan, por el contrario,
que el pueblo, la asociación de todos los gobernados, es superior al gobernante
y magistrado supremo.
3.2. El sistema presbiteriano y su influencia sobre Althusius. Ya sabemos que,
en la política calvinista, el pacto civil siempre está unido al pacto religioso. No
porque nos proponga una concepción teológica de la política, sino porque de
este modo se pretende subrayar la bondad de la política. La alianza civil tiene así
como modelo la unión, la fe, propia del acuerdo religioso. Althusius sería una
buena muestra de ello: sus constantes referencias al Decálogo o a las Escrituras
sirven para reforzar lo que ordena la ley natural. Es decir, los pactos civiles son
buenos si nos acercan al sentido –unión, caridad, fe, etc.– que caracteriza al
primer pacto religioso, del que se deriva la obligación de servicio a Dios.
El síndico de Emden recibió, ciertamente, una gran influencia de la Escuela
de Salamanca, y sobre todo de Covarrubias. Ahora bien, el pensamiento político
del alemán es original y está inspirado tanto por el concepto calvinista de pacto
como –si estamos de acuerdo con Hasso Hofmann22– por la organización ecle-

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siástica presbiteriana. Este sistema, construido de abajo arriba, fruto de la unión
de sínodos, de asambleas de representantes de diferentes unidades territoriales,
también favorece la tendencia federal. La parte presbiteriana de su discurso es
fundamental para comprender que no estamos ante un mero corporativismo
estamental, que la realista atención a las diferentes modalidades de cuerpos
políticos, de corporaciones o asambleas, debe armonizarse con el principio de la
igualdad que está en la base de la citada estructura eclesiástica. Según Troeltsch,
la constitución presbiteriana y sinodial de la Iglesia con su sistema representativo
es la fórmula que propone el calvinismo para sanear las relaciones políticas.
El gobierno del nuevo Estado reformado debía «ejercerse de manera colegial a
través de la asamblea de aquellos que las elecciones hubieran designado como
los mejores».23 En Althusius, el orden eclesiástico presbiteriano aparece en el
capítulo VIII, y, según Hofmann,24 propone un modelo cuasi-parlamentario
de constitución eclesiástica que tiene cierta afinidad con la parte dedicada a la
democracia que añade Althusius a la última edición de su Política.
El orden eclesiástico de los reformados es, de modo similar al orden althu-
siano, un sistema de habilitaciones escalonadas y corporativas. W. Zepper,
teólogo de Herborn, fue el primero que sistematizó el orden eclesiástico de los
reformados, pero sin proporcionar un sistema global parecido al que expone
la Política de Althusius en su capítulo VIII, con sínodos generales o estatales.
De manera sintética, podemos decir que, para Althusius, las comunidades
territoriales de culto –las parroquias– eligen a presbíteros y diáconos para los
colegios presbiteriales (8-10, 12, ss.), unos senados o colegios eclesiásticos que
tienen la función de representar a las comunidades religiosas que los han elegido
(11). Algunos colegios presbiteriales, pertenecientes a varias comunidades de la
misma ciudad o provincia, constituyen una región sinodal (33); y, finalmente, los
obispos dirigentes de estos conventos o regiones sinodales se reúnen en sínodos
territoriales o provinciales (6, 34-36). Althusius añade que el emperador debe
cuidar que los príncipes del reino establezcan en sus territorios los senados de
cada Iglesia: «ex consenso et electione cuiusque ecclesiae» (XXVIII, 30).
El sistema presbiteriano propone una modalidad aristo-democrática de
representación que apunta al principio propio de la representación moderna,
el de la distinción: la elección de los mejores por el pueblo, con independencia
de que este principio tenga un sentido más estrecho (que puede llegar hasta la
cooptación y simple presentación de los magistrados al pueblo para que muestre
su conformidad con la elección) o más amplio (como sucede con el sufragio
universal del liberalismo). En realidad, el sistema electivo tiene siempre una

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dimensión aristocrática, pues lo auténticamente democrático es el sorteo. Por
eso las democracias modernas y contemporáneas son más bien un gobierno aris-
tocrático que cuenta con legitimidad democrática o autorización del pueblo.
3.3. La constitución mixta: la dimensión premoderna de la política althu-
siana. Aunque a veces se valora la obra del jurista alemán como una de las
primeras muestras de la filosofía política moderna, o incluso como un ante-
cedente de Rousseau, en él todavía hallamos los grandes conceptos políticos
premodernos, y entre ellos destaca el de constitución mixta. Althusius llega a
escribir en su magna obra que todos los regímenes políticos son el resultado
de la mezcla de elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos. De ahí
que, si excluimos los regímenes patológicos o tiránicos, sólo quepa hablar de
diversas modalidades de constitución mixta.
Analicemos brevemente los puntos esenciales de su pensamiento relativo a
esta cuestión,25 que, en resumidas cuentas, se caracteriza por describir la vida
de un cuerpo político compuesto por partes heterogéneas. El jurista y filósofo
alemán explica que el pueblo es en cualquier tipo de Estado o de régimen el
depositario de la summa potestas. Esto significa que siempre se halla por encima
del magistrado supremo, y que sólo obedece según las condiciones y modali-
dades fijadas en el pacto de subordinación. O en otras palabras, es el mismo
pueblo quien instituye, controla y depone, si lo estima oportuno, al magistrado
supremo. Lo importante es advertir que la summa potestas del pueblo no debe
confundirse con la soberanía moderna que ya podemos encontrar, aun con
algunos titubeos, en Bodino. El mando del gobierno o magistrado supremo
no es absoluto porque, en primer lugar, depende de las leyes divinas, el dere-
cho antiguo, las costumbres y las normas positivas del Estado; y, en segundo
lugar, es instituido y controlado por los órganos colegiales o representantes de
las consociaciones inferiores de las que se compone el pueblo. A este respecto
podemos estar de acuerdo con Hofmann26 cuando señala que en Althusius cabe
apreciar dos modalidades de representación: la de la asamblea de los éforos,
que se corresponde con la representatio identitatis, la cual afirma la identidad
entre la voluntad de los éforos y la del pueblo representado; y la del supremo
magistrado, que, a semejanza de la tutela, subraya la diferencia insuperable entre
el representante y el sujeto colectivo representado. En contraste con estas dos
modalidades de representación, la majestad o potestad suprema del pueblo no
consiste en una instancia última de decisión, sino que pertenece al ámbito de
los derechos necesarios para que la consociación simbiótica universal pueda
lograr sus fines.

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El pueblo al que se refiere Althusius no coincide con el de la filosofía política
moderna. No puede ser entendido como la totalidad de los individuos libres e
iguales, sino que se trata de un conjunto heterogéneo de grupos, asociaciones o,
como las llama Althusius, consociaciones. Asimismo constituyen grupos orga-
nizados y armónicos que se diferencian claramente del mero agregado informe
de individuos (turba, coetus, multitudo). La heterogeneidad del cuerpo político
althusiano, de la denominada «consociación simbiótica universal», se refleja
también en la heterogeneidad de las instancias de decisión, pues la pluralidad
de órganos colegiales de las diversas consociaciones convive con el gobierno del
magistrado supremo. Este último se encarga, más allá de que sea monárquico
o poliárquico, de buscar el acuerdo y concordia entre todas las plurales partes
de la respublica o consociatio symbiotica universalis.
El pensamiento althusiano sobre la constitución mixta pone ante todo de
relieve que la summa potestas del pueblo no equivale a afirmar –más bien lo
contrario– la superioridad del gobierno democrático. Y es que, para Althusius,
las formas de gobierno legítimo no indican quién es el depositario de la maiestas,
summa potestas o soberanía. Para el jurista alemán sólo hay un tipo de Estado
porque la soberanía reside siempre en el pueblo, si bien admite las tres clásicas
especie de gobierno.
Está claro que Althusius se sitúa intencionadamente en las antípodas de
Bodino, de quien sí reconoce la existencia de tres clases distintas de Estado,
dependiendo de quién detente la soberanía: rey, minoría o mayoría del pueblo.
Mientras el supremo magistrado o rey de Bodino puede ser soberano, el de
Althusius sólo administra los derechos y poderes que bajo condición y tem-
poralmente le ha cedido el pueblo. Esto significa que, aun cuando la forma de
gobierno adoptada sea la monárquica, el pueblo sigue detentando la supremacía
o majestad, y por ello el rey no puede gobernar contra las leyes, la voluntad del
consejo general del reino o los éforos.
Ahora bien, el pueblo no puede gobernarse a sí mismo porque es una plu-
ralidad irreductible y necesita siempre de una instancia unitaria de mando.
Toda magistratura suprema, con independencia de que adopte la forma de
una monarquía o de una poliarquía, se expresa como si fuera una sola persona.
Pero insistimos en que nunca detenta el derecho de majestad. La misma forma
de gobierno democrática, la cual supone que algunos pocos sean elegidos por
toda la comunidad para gobernar por un tiempo determinado, es instituida,
controlada y depuesta por el pueblo entendido como un complejo heterogéneo
de órganos colegiales.

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Toda constitución tiene una forma mixta porque debe conciliar la soberanía
del pueblo, que es forzosamente plural y se expresa a través de diversos órganos
colegiales, con el gobierno que debe administrar los bienes comunes y coordinar
y armonizar las diversas asociaciones. Además, cada una de las modalidades de
gobierno contiene elementos de las otras dos. Lo democrático en la monarquía
y en la aristocracia –añade Althusius– se debe a que en ambos regímenes exis-
ten los comicios del Estado, pues el pueblo sigue reservándose «el derecho de
sufragio y representa la democracia». Lo aristocrático en la democracia y en la
monarquía consiste en la representación ejercida por los estados o estamentos
y por los magistrados intermedios de la consociación. Y lo monárquico está
presente en la aristocracia y democracia porque aquí también se requiere «la
concordia y el consenso de los que mandan, donde las voces de muchos se piensa
que son voz y voluntad de uno». De ahí que sea «temperada y mixta toda forma
de república»,27 lo cual no impide que se pueda seguir hablando de regímenes
monárquicos y poliárquicos, ya que, con independencia de la mezcla, resulta
posible que en unos domine un elemento sobre los otros dos.
Finalmente, cabe decir que este calvinista acaba su libro con una crítica de
la democracia, de un régimen, ciertamente, legítimo, pero probablemente más
fácil de degenerar que los demás. Althusius pertenece así a esa larga tradición
premoderna que ve en la constitución mixta el mejor remedio a los excesos de
la democracia. Reconoce que la naturaleza del régimen popular exige libertad e
isonomía o igualdad de derechos «para que todos manden sobre cada uno y cada
uno obedezca a todos».28 En su forma más pura únicamente se valora el número
y se prescinde de cualquier distinción cualitativa.29 Es entonces cuando se corre
el riesgo de caer en la anarquía, esto es, en una situación en la que nadie quiere
ser gobernado «por los elegidos y diputados, sino que todos quieren a la vez
mandar y nadie obedecer». En este contexto, Althusius critica «la inconstancia
de la plebe y su ligereza», el hecho de que se deleite con los frecuentes cambios y
pugne «al fin consigo misma en las elecciones y otros asuntos públicos». Ahora
podemos comprender por qué Althusius sólo considera aceptable la democracia
si está mezclada con la aristocracia. Por ello aconseja primero que «la razón de
gobernar sea aristocrática, esto es, que pocos, y éstos, los mejores, administren
la república»; y después que a las magistraturas intermedias se acceda, como
ya decía Platón, mediante un sistema mixto: el popular sorteo que conserva la
libertad y la aristocrática elección que permite nombrar a «los mejores y más
idóneos para mandar».30 Sea cual sea el tipo de magistrado supremo, el régimen
político debe adoptar siempre la forma de la constitución mixta. El publicista

194
alemán nos ofrece así una especie de aristodemocracia que, indudablemente,
guarda cierta afinidad con la moderna síntesis de legitimidad democrática y
principio de distinción.

4. El complejo federalismo althusiano: ¿bases para un federalismo


postmoderno?
Es necesario reconocer que la complejidad del federalismo althusiano con-
trasta con la simplificación de la filosofía política moderna, e incluso con el
federalismo dual norteamericano. Hay toda una serie de elementos que ponen
de relieve que nos encontramos ante un modelo de sociedad que desaparece con
las revoluciones modernas. Basta a este respecto mencionar el papel preponde-
rante que tiene en la obra de Althusius entidades infraestatales como la ciudad,
que, para los autores del Federalist, impedían la existencia en Alemania y Países
Bajos de instituciones centrales con el suficiente poder; la función política de los
órdenes y estamentos dentro de las distintas asambleas territoriales; la decisiva
intervención mediadora de los éforos, que, a grandes rasgos, se correspondían
con los príncipes electores; o la combinación, en la línea de la premoderna y
republicana constitución mixta, de elementos democráticos (voto del pueblo
y sorteo), aristocráticos (la asamblea de éforos), y monárquicos (magistrado
supremo). La presencia de este último elemento, el monárquico, en la Política
responde a la necesidad de pensar en repúblicas que, como la alemana o la de
las Provincias Unidas, contaban con el emperador y el estatúder.
No les falta razón a filósofos contemporáneos como Hofmann o Duso
cuando sostienen que las diferencias entre las asociaciones, asambleas y demás
cuerpos civiles –tan relevantes para el federalismo calvinista de Althusius– dejan
de ser tomadas en consideración en la filosofía moderna. Desde Hobbes, la
política tiende a construirse sobre un horizonte de igualdad entre los hombres.
Nos parece, sin embargo, que esta genérica opinión debería ser matizada. Pues
también el federalismo moderno de un Proudhon, o el mismo estado estético de
Schiller, llaman la atención sobre la necesidad de escapar a esta simplificación y
de no restar importancia a la heterogeneidad y pluralidad naturales y sociales.
Teniendo todo esto en cuenta, en este último apartado, tras explicar que la teoría
de Althusius fracasa en su país, reflexionaremos sobre la posible convergencia
del proyecto althusiano con el federalismo postmoderno.
4.1. El fracaso del proyecto althusiano en Alemania. A pesar de que la teoría
federal de Althusius partía de la realidad política y social de su época, existían
considerables dificultades para que fuera aceptada en Alemania. Como calvi-

195
nista, asumía la homogeneidad confesional, la identidad entre el pueblo civil
y el pueblo de Dios, que no existía en el Imperio, en donde hacía décadas que
se había impuesto el principio cuius regio, eius religio. Además, al rechazar la
maiestas o soberanía del emperador y atribuirla al pueblo, Althusius rebajaba
al magistrado supremo al rango de un simple oficial público. Según Stolleis,
la solución de Limnaeus era mucho más aceptable: concedía la soberanía al
emperador, aunque limitada por un derecho superior (derecho divino, derecho
natural, leges fundamentales y contratos),31 en una línea alemana que resulta
convergente con la tradición inglesa del derecho divino de los reyes culminada
por James I. Althusius atribuía, en cambio, la soberanía al pueblo; y se acercaba
incluso al significado del moderno poder constituyente cuando proclamaba
que «el pueblo o los miembros consociados del reino tienen potestad para
establecer este derecho del reino y obligarse a él».32 Ahora bien, estamos lejos
de la soberanía hobbesiana, pues, como el mismo jurista calvinista advertía,
«toda potestad está limitada con ciertas barreras y leyes, ninguna potestad
es absoluta, infinita sin fuero, arbitraria, sin ley, sino que está ligada a leyes,
derecho y equidad».33
En cualquier caso, no bastó el levantamiento de un sistema federal de corte
corporativo que, por fuerza, resultaba ajeno al moderno concepto de pueblo
entendido como un conjunto de individuos iguales. La contundente afirmación
de la soberanía (maiestas) popular y de la homogeneidad confesional hicieron
que las tesis althusianas no tuvieran gran aceptación en la Alemania del siglo
XVII. El triunfo posterior del contrato social y de un iusnaturalismo hostil al
realismo federal, que precisa de conceptos tan abstractos como el de estado
de naturaleza, también explica por qué el pensamiento althusiano habrá de
esperar hasta la primera gran crisis del liberalismo, y sobre todo a la obra de
Gierke, para ser recuperado.
4.2. La actualidad de Althusius. Hoy, el publicista alemán sirve a algunos
filósofos e historiadores para pensar, en el contexto de crisis del Estado y de
todos los conceptos políticos modernos, en un federalismo postmoderno.
Ahora bien, una de las claves del pensamiento federal althusiano, eso que en los
últimos años –y sobre todo en el ámbito de la Unión Europea– se ha llamado
el principio de subsidiariedad,34 se puede encontrar también en el federalismo
clásico estadounidense y en el anarquista de Proudhon. Althusius defendía
este principio, aun sin utilizar estas palabras, cuando indicaba que la conso-
ciación máxima, el Estado, sólo debe efectuar las tareas que las asociaciones
de menor nivel no pueden cumplir. No es otro el sentido de la constitución

196
norteamericana, luego subrayado por la Décima enmienda.35 Es asimismo un
principio profundamente democrático que pone de relieve la conexión entre
federalismo y democracia, pues impide que las iniciativas de la base, desde
los Estados miembros, pasando por asociaciones de distinto nivel, hasta los
propios ciudadanos particulares, no sean ahogadas por el poder central. A fin
de cuentas, el principio federal, equivalente en parte a la citada subsidiariedad,
se basa en la idea de que no se debe impedir a nadie realizar la acción pública
que puede y desea realizar. Así que mientras la soberanía moderna conduce
a que el pueblo sólo sea visible a través del representante, a que la política
ordinaria sea monopolizada por este sujeto, el pensamiento federal recupera
una concepción más activa del pueblo, pero de un pueblo comprendido en un
sentido más complejo que el iusnaturalista, en el sentido de que abarca tanto
a las diferentes asociaciones infraestatales como a los ciudadanos singulares.
Desde este punto de vista, el federalismo entronca con el republicanismo, ya
que apela a una ciudadanía activa, responsable, y que asume el primado del
bien común sobre los intereses particulares.
No algo muy distinto pretendía Proudhon, el anarquista que, en su obra
El principio federativo, quería exponer las bases del genuino republicanismo.
El francés asumía la tesis de que el Estado sólo debía intervenir en aquellos
casos en que las unidades inferiores que forman el cuerpo político no puedan
hacerlo; reconocía que el contrato federal equivale a un pacto sinalagmático
y conmutativo «cuya condición esencial es que los contratantes se reserven
siempre una parte de soberanía y acción mayor de la que ceden»;36 admitía
igualmente que el poder federal, el órgano de la gran colectividad, «no puede
absorber las libertades individuales, corporativas y locales que son anteriores
a él, puesto que le han dado nacimiento, sólo ellas le sostienen» y, además,
son superiores al poder central;37 y, por último, que el principio federal une la
moderna lucha por la igualdad con la tradición, con las libertades corporativas
y locales heredadas de época pasadas.38
En suma, nos parece que el federalismo calvinista conectado con Althusius
no puede asimilarse al organicismo medieval escolástico, para el cual el micro-
cosmos se corresponde con el macrocosmos, porque el pensamiento calvinista
suprime toda analogía entre el reino temporal y el espiritual. Es más, afirma
que las instituciones humanas son imperfectas y provisionales, y, por tanto,
no son equivalentes o análogas al reino de Dios. Tampoco puede identificarse
con el contrato social moderno que, partiendo de una abstracta concepción de
la realidad política y de un pueblo concebido como un conjunto homogéneo,

197
pretende eliminar toda posibilidad de disenso. Es cierto que de la Reforma de
Calvino surgen comunidades puritanas cerradas, homogéneas y que toman
como modelo la comunidad de elegidos. Pero también lo es que otra rama, la
representada por monarcómacos del tipo de Althusius, concibe la comunidad
política como una sociedad imperfecta donde, primero, es preciso reconocer
tanto la unidad racional como la pluralidad natural o social; y, después, aceptar
–como pone de relieve el derecho de resistencia y la figura del éforo– el riesgo
permanente de la separación y de la diferencia. Aceptar este riesgo constante
puede ser beneficioso para evitar las patologías políticas que, provocadas por
la compacidad (Kompakheit),39 han sufrido los modernos.

NOTAS
1. Stolleis destaca la importancia que tienen 5. El mismo Rousseau, en aquellos pasajes de
en Althusius los tres pactos. Frente a aquellos su obra donde, entre los dogmas de la religión
publicistas que sólo se atienen a los dos pactos civil, cita «la santidad del contrato social y de
entre los hombres, el alemán nacido en el siglo las leyes», reconocía, en buena línea calvinista,
XVI no olvida mencionar el de los hombres que la divinidad ratificaba de algún modo el
con Dios. Cf. M. Stolleis, Histoire du droit contrato. «Si alguien –escribía el ginebrino–
public en Allemagne. Droit public impérial et tras haber reconocido públicamente estos
science de la police, 1600-1800, PUF, París, mismos dogmas se conduce como no creyendo
1998, pp. 156-157. en ellos, sea condenado a muerte; ha cometido
2. Duso, G.: «Una prima esposizione del el mayor de los crímenes, ha mentido ante las
pensiero politico di Althusius: la dottrina del leyes.» (Del contrato social, Alianza, Madrid,
patto e la costituzione del regno», en Quaderni 1980, p. 140).
Fiorentini, núm. 25 (1996), pp. 82-83. 6. Según Locke, únicamente se podía apelar a
3. Morison, S. E.: «El pacto del Mayflower. ellos cuando no había sobre la tierra apelación
1620», en D. J. Boorstin (comp.), Compendio posible, esto es, en una revolución y con el
histórico de los Estados Unidos. Un recorrido por objeto de derribar un gobierno tiránico. Cf.
sus documentos fundamentales, FCE, México, Locke, J.: Segundo Tratado del Gobierno Civil,
1997, p. 16. Alianza, Madrid, 1990, §168, pp. 170-171.
4. Jellinek, G.: «La Declaración de los Dere- 7. Morison, S. E. (o. c., p. 19), «el vínculo
chos del hombre y del ciudadano, y respuesta entre el documento del Mayflower y la teoría
del Profesor Jellinek al Sr. Boutmy», en J. G. de Rousseau fue señalado por primera vez por
Amuchastegui (ed.), Orígenes de la declaración Alden Bradford».
de derechos del hombre y del ciudadano, Editora 8. Bradford, W.: Of Plymouth Plantation,
Nacional, Madrid, 1984, p. 98. Nueva York, Alfred A. Knopf, 1952, II, XI.

198
9. Winthrop,J.: Un modelo de caridad cris- 19. Cf. Duso, G.: «Una prima esposizio-
tiana, Universidad de León, León, 1997, pp. ne…», cit., pp. 77 ss.
66-67. 20. Stolleis, M.: o. c., p. 155. Según el profe-
10. Jellinek, G.: o. c., p. 97. sor alemán, hasta el comienzo del siglo XVII
11. Figgis, J.N.: El derecho divino de los reyes, «todas las tendencias doctrinales dependían a
México, FCE, 1956, pp. 206-207. fin de cuentas de Aristóteles, incluso cuando
12. Jellinek, G.: o. c., pp. 97-98. pretendían combatir la tradición aristotélico-
13. Troeltsch, E. : Protestantisme et modernité, escolástica. Concepciones teológicas y políticas
Gallimard, París, 1991, p. 84. muy diferentes se inscribían muy a menudo
14. Cf. Frank, W.: Nuestra América, Babel, dentro del marco aristotélico, contentán-
Buenos Aires, 1929; y R. Maeztu, Norteamérica dose en todo caso en renovar el método de
desde dentro, Rialp, Madrid, 1957. exposición, pero casi sin cambiar nada del
15. Schmitt, C.: «Carta de 18 de febrero contenido» (Ibidem, p. 150, trad. A.R.).
de 1931, dirigida a Walter R. Sharp», en P. 21. Politices christianae libri 7, Ginebra,
Tommissen (ed.), Schmittiana, VII. Beiträge zu 1596. Otras obras de Lambertus Danaeus
Leben und Werken Carl Schmitts, Duncker und (1530-1596) citadas por Althusius son: Ethices
Humblot, Berlín, 2001, pp. 374-375. christianae libri tres, Ginebra, 1577, 1614;
16. Según Dérathé (Jean-Jacques Rousseau et Politicorum aphorismorum silva, ex optimis qui-
la science politique de son temps, J. Vrin, París, busque tum graecis, tum latinis scritoribus coll.,
1988, p. 96), «Althusius a formulé près d’un Amberes, 1583, Leiden, 1591; Vetustissimarum
siècle et demi avant Rousseau l’idée maîtresse primi mundi antiquitatum sectiones seu libri 4,
du Contrat social. Il a fait de la souveraineté Orthès, 1590.
un droit inaliénable qu’aucun pacte de sou- 22. Hofmann, H.: Rappresentanza-Rappre-
mission, même librement consenti, ne saurait sentazione. Parola e concetto dall’antichità
transférer du peuple à un monarque. Ce all’ottocento, Giuffrè, Milán, 2007, p. 434.
principe qu’Althusius n’avait cessé d’opposer 23. Troeltsch, E.: o. c., p. 83.
à Bodin, Rousseau le fera sien –on a peine à 24. Hofmann, H.: «La representación en
croire qu’il ne le lui ait pas emprunté– pour la teoría del Estado premoderna. Sobre el
l’opposer à Pufendorf et aux absolutistes de principio de representación en la Política de
son temps». El libro donde O. Gierke expone Johannes Altusio», en Fundamentos, vol. 3,
la proximidad entre Althusius y Rousseau es Universidad de Oviedo. Se puede consultar
Johannes Althusius und die Entwicklung der en: http://www.unioviedo.es/constitucional/
naturrechtlichen Staatstheorien. Zugleich ein fundamentos/tercero/pdf/Hofman.pdf.
Beitrag zur Geschichte der Rechtssystematik, 7ª 25. Sigo aquí a Giuseppe Duso, «La costi-
ed., Scientia, Aalen, 1981. tuzione mista e il principio del governo: il caso
17. Rivera, A.: «Federalismo y derecho Althusius», Filosofia Politica, vol. XIX, núm.
cosmopolita en el marco de la crisis global de 1, 2005, pp. 77-96.
la soberanía», Daimon, núm. 29 (2003), pp. 26. Hofmann, H.: «La representación en la
155-170. teoría del Estado premoderna…», cit.
18. Eleazar, D.J.: Exploring Federalism, Uni- 27. Todas las citas de este párrafo están ex-
versity of Alabama Press, Tuscaloosa, 1987 traídas de J. Altusio, Política, CEC, Madrid,
(Exploración del federalismo, Hacer, Barcelona, 1990, pp. 614-616.
1990). 28. Ibidem, p. 623.

199
29. «Popular es tener a todos según el número, simple división funcional de competencias hay
cuando no más gobiernan los ricos que los una mayor preocupación por evitar la disgrega-
pobres, ni sólo ellos tienen potestad, sino todos ción, de forma que la competencia sobre materias
por igual, según el número» (Ibidem, p. 625). que no hayan sido atribuidas expresamente a
Por eso, la junta del pueblo está compuesta por las regiones o provincias suele corresponder al
todos y no por expertos. Estado central.
30. Las citas de este párrafo en ibidem, pp. 36. Proudhon, P.-J.: El principio federativo,
626-628. Editora Nacional, Madrid, 1977, p. 124.
31. Stolleis, M.: o. c., p. 333. 37. Ibidem, p. 328.
32. Altusio, J.: o. c., p. 121. 38. «La tradición no es contraria a este
33. Ibidem, p. 220. cometido: quitad de la antigua monarquía
34. Cf. Millon-Delsol, C. : Le principe de la tradición de castas y los derechos feudales;
subsidiarité, PUF, París, 1993. El principio Francia, con sus Estados provinciales, sus
de subsidiariedad, con independencia de que derechos consuetudinarios y sus burguesías,
se haya respetado, es citado en el tratado de no es otra cosa que una vasta Confederación,
Maastricht del 7 de febrero de 1992. Este con el rey como presidente federal. Es la
tratado afirma que la Unión europea sólo debe lucha revolucionaria quien nos ha dado la
intervenir en la medida que pueda hacerlo centralización. Bajo este régimen, la Igualdad
con más eficacia que los Estados miembros o se ha mantenido, al menos en las costumbres;
las regiones. la libertad ha decrecido progresivamente»
35. La Décima Enmienda de 1791 hace del (Ibidem, p. 328). Proudhon se aleja tanto del
poder federal un gobierno con poderes taxati- antifederalismo de la Revolución francesa que
vamente enumerados, por cuanto «los poderes llega a preferir la Italia del Antiguo Régimen
que no se hayan delegado a los Estados Unidos a una nueva república italiana –vivió intensa-
por la Constitución y no se hayan prohibido mente la época de la unificación– dominada
por ella a los Estados, serán reservados, res- por el centralismo jacobino.
pectivamente, a los Estados o al pueblo». Aquí 39. Con este término, compacidad, Voegelin
radica una de las principales diferencias entre se refería al proceso de diferenciación teórica
un sistema federal y un sistema funcional de entre la esfera espiritual –el espacio de la ne-
competencias repartidas. En un sistema federal cesidad y la verdad– y la temporal –el relativo
como el norteamericano la principal preocupa- a la posibilidad–, o entre el ius y la lex (diké y
ción reside, al menos teóricamente, en limitar nómos). No cabe la menor libertad para disentir
el poder del Gobierno federal o central. Por el o criticar cuando se afirma que las leyes tempo-
contrario, en un sistema descentralizado o de rales encarnan la verdad o la justicia.

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