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Ayer por la mañana concluyó la semana de ejercicios espirituales, que el patriarca emérito de
Venecia, cardenal Marco Cè, predicó aquí, en el palacio apostólico. Fueron días dedicados
totalmente a la escucha del Señor, que siempre nos habla, pero espera de nosotros mayor
atención, especialmente en este tiempo de Cuaresma. Nos lo recuerda también la página
evangélica de este domingo, que propone de nuevo la narración de la transfiguración de Cristo
en el monte Tabor.
Mientras estaban atónitos en presencia del Señor transfigurado, que conversaba con Moisés y
Elías, Pedro, Santiago y Juan fueron envueltos repentinamente por una nube, de la que salió
una voz que proclamó: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo" (Mc 9, 7).
Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo
semejante a lo que les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se
gusta anticipadamente algo de lo que constituirá la bienaventuranza del paraíso. En general,
se trata de breves experiencias que Dios concede a veces, especialmente con vistas a duras
pruebas. Pero a nadie se le concede vivir "en el Tabor" mientras está en esta tierra. En efecto, la
existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena
luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra
relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se
realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por
la palabra de Dios.
También la Virgen María, aun siendo entre todas las criaturas humanas la más cercana a
Dios, caminó día a día como en una peregrinación de la fe (cf. Lumen gentium, 58),
conservando y meditando constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía, ya sea
a través de las Sagradas Escrituras o bien mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo,
en los que reconocía y acogía la misteriosa voz del Señor. He aquí, pues, el don y el
compromiso de cada uno de nosotros durante el tiempo cuaresmal: escuchar a Cristo, como
María. Escucharlo en su palabra, custodiada en la Sagrada Escritura. Escucharlo en los
acontecimientos mismos de nuestra vida, tratando de leer en ellos los mensajes de la
Providencia. Por último, escucharlo en los hermanos, especialmente en los pequeños y en los
pobres, para los cuales Jesús mismo pide nuestro amor concreto. Escuchar a Cristo y obedecer
su voz: este es el camino real, el único que conduce a la plenitud de la alegría y del amor.
La Transfiguración
Homilía para el Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)
En el “Mensaje para la Cuaresma” de 2011, Benedicto XVI sintetiza el significado del
Evangelio de la Transfiguración: “El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante
de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización
del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles
Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo,
como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para
sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra
en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y
fortalece la voluntad de seguir al Señor”.
Detengámonos en la contemplación de este pasaje evangélico (cf Mt 17, 1-9), considerando tres
aspectos: La Transfiguración como manifestación de la gloria de Cristo, como anuncio de la
divinización del hombre y como invitación a sumergirse en la presencia de Dios.
1. La Transfiguración muestra a Jesús en su figura celestial: Su rostro “resplandecía como
el sol” y sus vestidos “se volvieron blancos como la luz”. Moisés y Elías, precursores del
Mesías, conversaban con Jesús.
La voz que procede de la nube confirma la enseñanza de Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, mi
predilecto. Escuchadle”. Es preciso escuchar a Jesús y cumplir así la voluntad de Dios. San
Juan de la Cruz comenta al respecto que sería agraviar a Dios pedir una nueva revelación en
lugar de poner los ojos totalmente en Cristo, “sin querer otra cosa alguna o novedad”: “Pon los
ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aun más de lo
que pides y deseas”.
La aparición de la gloria de Cristo está relacionada con su Pasión: “La divinidad de Jesús va
unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente” (Benedicto XVI).
2. El evangelio de la Transfiguración habla también de nuestro futuro. A través del
Bautismo nos revestimos de la luz de Cristo y nos convertimos nosotros mismos en luz. San
Pablo dice a Timoteo: “Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa
gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que
destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” (cf 2 Tim 1,8-10).
El Catecismo explica que la Transfiguración es, como decía Santo Tomás de Aquino, “el
sacramento de nuestra segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (cf Catecismo, 556).
Cristo, nuestro Señor, transformará en su segunda venida “este miserable cuerpo nuestro en un
cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21).
3. Los discípulos – Pedro, Santiago y Juan – experimentaron en “una montaña alta” un
encuentro con Dios. El monte simboliza siempre el lugar de la máxima cercanía de Dios. En la
vida de Jesús están presentes diversos montes: “el monte de la tentación, el monte de su gran
predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el
monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión” (Benedicto XVI).
El monte es el lugar de la ascensión, de la subida interior. Subir al monte equivale a alejarse de
la vida cotidiana para sumergirse en la presencia de Dios. El evangelio según san Mateo nos
indica que “la experiencia de Dios no es algo exclusivo de unos pocos elegidos y que no sólo
los profetas escuchan la voz de Dios, sino que esto es algo posible para cualquier persona” (M.
Grilli – C. Langner).
Meditar sobre la Transfiguración del Señor nos ha de impulsar a centrar nuestra mirada en
Jesucristo, Revelador y Revelación del Padre; a llenarnos de esperanza, aguardando nuestra
resurrección futura, y a buscar en nuestra vida tiempos y espacios que nos permitan escuchar la
voz de Dios.
Guillermo Juan Morado.
II Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Mateo 17, 1-9: Se transfiguró ante ellos
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen constituir, al menos para la
mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir
los propios deberes de creyentes? ¿Por qué los jóvenes no sienten que les atraen? ¿Por qué, en
resumen, esta monotonía y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de la
transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.
¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron? Hasta entonces
habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no distinto a los demás, de quien
conocían su procedencia, sus costumbres, su tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al
verdadero Jesús, al que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la luz normal del
sol, sino que es fruto de una revelación imprevista, de un cambio, de un don.
Para que las cosas cambien también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el
Tabor, es necesario que suceda en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un chico o a
una chica cuando se enamoran. En el enamoramiento el otro, el amado, que antes era uno de
tantos, o tal vez un desconocido, de golpe se convierte en único, el único que interesa en el
mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa en un fondo neutro. No se es capaz de pensar en
otra cosa. Sucede una auténtica transfiguración. La persona amada se contempla como en un
halo luminoso. Todo aparece bello en ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indignidad
hacia ella. El amor verdadero genera humildad. Algo cambia también concretamente hasta en
los hábitos de vida. He conocido a chicos a quienes por la mañana sus padres no lograban sacar
de la cama para ir al colegio; si se les encontraba un trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o
bien descuidaban los estudios sin llegar a licenciarse nunca... Después, cuando se han
enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana saltan de la cama, están
impacientes por finalizar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan mucho. ¿Qué ha ocurrido?
Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora lo hacen por atracción. Y la
atracción es capaz e hacer cosas que ninguna constricción logra; pone alas a los pies. «Cada
uno», decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».
Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser verdaderos cristianos,
convencidos, gozosos se serlo. «¡Pero a la chica o al chico se le ve, se toca!». Respondo:
también a Jesús se le ve y se le toca, pero con otros ojos y con otras manos: del corazón, de la
fe. Él está resucitado y está vivo. Es un ser concreto, no una abstracción, para quien ha tenido
esta experiencia y este conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van incluso mejor. En el
enamoramiento humano hay artificio, atribuyendo al amado cualidades de las que tal vez
carece y con el tiempo frecuentemente se está obligado a cambiar de opinión. En el caso de
Jesús, cuanto más se le conoce y se está a su lado, más se descubren nuevos motivos para estar
enamorados de Él y seguros de la propia elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo, el clásico
«flechazo». Si un chico, o una chica, pasa todo el tiempo encerrado en casa sin ver a nadie,
jamás sucederá nada en su vida. ¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está
convencido, o sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo
distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a
«frecuentarlo», a leer sus escritos. ¡Sus cartas de amor son el Evangelio! Es ahí donde Él se
revela, se «transfigura». Su casa es la Iglesia: es ahí donde se le encuentra.
¡Escuchadle!
«Este es mi Hijo amado, escuchadle». Con estas palabras, Dios Padre daba a Jesucristo a la
humanidad como su único y definitivo Maestro, superior a las Leyes y a los profetas.
¿Dónde habla Jesús hoy, para que le podamos escuchar? Nos habla ante todo a través de
nuestra conciencia. Ella es una especie de «repetidor», instalado dentro de nosotros, de la voz
misma de Dios. Pero por sí sola ella no basta. Es fácil hacerle decir lo que nos gusta escuchar.
Por ello necesita ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El
Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Pero sabemos por
experiencia que también las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas de maneras
distintas. Quien nos asegura una interpretación auténtica es la Iglesia, instituida por Cristo
precisamente a tal fin: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» [Lc 10, 16. Ndt]. Por
esto es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia, conocerla de primera
mano, como ella misma la entiende y la propone, no en la interpretación –frecuentemente
distorsionada y reductiva-- de los medios de comunicación.
Casi igualmente importante que saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no
habla ciertamente a través de magos, adivinos, nigromantes, oradores de horóscopos,
pretendidos mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones de espiritismo, en el ocultismo.
En la Escritura leemos esta advertencia al respecto: «No ha de haber en ti nadie que haga pasar
a su hijo o a su hija por el fuego, que practique adivinación, astrología, hechicería o magia,
ningún encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el
que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios» (Dt 18, 10-12).
Estos eran los modos típicos de referirse a lo divino de los paganos, que sacaban auspicios
consultando los astros, o vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Con esa palabra de
Dios: «¡Escuchadle!», todo aquello se acabó. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres;
no estamos obligados a ir ya «a tientas», para conocer la voluntad divina, a consultar esto o
aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.
Lamentablemente hoy aquellos ritos paganos vuelven a estar de moda. Como siempre, cuando
disminuye la verdadera fe, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de todas, el
horóscopo. Se puede decir que no hay periódico o emisora de radio que no ofrezca diariamente
a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de un mínimo de
capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una
especie de juego y de pasatiempo. Pero mientras tanto miremos los efectos a la larga. ¿Qué
mentalidad se forma, especialmente en los chavales y en los adolescentes? Aquella según la
cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de aplicación en el estudio y constancia en el
trabajo, sino de factores externos, imponderables; de conseguir dirigir en provecho propio
ciertos poderes, propios o ajenos. Peor aún: todo ello induce a pensar que, en el bien y en el
mal, la responsabilidad no es nuestra, sino de las «estrellas», como pensaba Don Ferrante, de
recuerdo manzoniano [en referencia a la novela «Los novios» de Alessandro Manzoni (1785-
1873) Ndt]
Debo aludir a otro ámbito en el que Jesús no habla y donde, sin embargo, se le hace hablar todo
el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de
naturaleza variada. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar también a través de estos
medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que
antes de dar por descontado que se trata de Jesús o de la Virgen, y no de la fantasía enferma de
alguno, o peor, de espabilados que especulan con la buena fe de la gente, es necesario tener
garantías. Se necesita en este campo esperar el juicio de la Iglesia, no precederlo. Son aún
actuales las palabras de Dante: «Sed, cristianos, más firmes al moveros: / no seáis como pluma
a cualquier soplo» (Par. V, 73 s.).
San Juan de la Cruz decía que desde que, en el Tabor, dijo de Jesús: «¡Escuchadle!», Dios se
hizo, en cierto sentido, mudo. Ha dicho todo; no tiene cosas nuevas que revelar. Quien le pide
nuevas revelaciones, o respuestas, le ofende, como si no se hubiera explicado claramente
todavía. Dios sigue diciendo a todos la misma palabra: «¡Escuchadle a Él!, leed el Evangelio:
ahí encontraréis ni más ni menos que lo que buscáis».
Alguien dijo: «Jesús es un hombre judío que no se siente idéntico a Dios. No se reza de hecho a
Dios si se piensa que se es idéntico a Dios». Dejando de lado por el momento el problema de
qué pensaba Jesús de sí mismo, esta afirmación no tiene en cuenta una verdad elemental: Jesús
es también hombre, y es como hombre que ora. Dios tampoco podría tener hambre y sed, o
sufrir, pero Jesús tiene hambre y sed, y sufre, porque también es hombre.
Al contrario, veremos que es precisamente la oración de Jesús la que nos permite echar un
vistazo al misterio profundo de su persona. Es un hecho históricamente comprobado que Jesús,
en su oración, se dirigía a Dios llamándole Abbà, esto es, querido padre, padre mío, y hasta mi
papá. Este modo de dirigirse a Dios, aún no del todo ignorado antes de Él, es tan característico
de Cristo que obliga a admitir una relación única entre Él y el Padre celestial.
Escuchemos una de estas oraciones de Jesús, recogida por Mateo: «En aquel tiempo, Jesús dijo:
"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le
conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 26-27).
Entre Padre e Hijo existe, como se ve, una reciprocidad total, «una estrecha relación familiar».
También en la parábola de los viñadores homicidas emerge claramente la relación única, como
de hijo a padre, que Jesús tiene con Dios, diferente a la de todos los demás que son llamados
«siervos» (Mc 12, 1-10).
En este punto surge en cambio una objeción: ¿por qué entonces Jesús no se atribuyó jamás
abiertamente el título de Hijo de Dios durante su vida, sino que habló siempre de sí como del
«hijo del hombre»? El motivo es el mismo por el que Jesús no dice nunca que es el Mesías, y
cuando otros le llaman con este nombre se muestra reticente, o incluso prohíbe que lo digan. La
razón de esta forma de comportarse es que aquellos títulos los entendía la gente en un sentido
preciso que no correspondía a la idea que Jesús tenía de su misión.
Hijo de Dios eran llamados un poco todos: los reyes, los profetas, los grandes hombres; por
Mesías se entendía al enviado de Dios que habría combatido militarmente a los enemigos y
reinaría sobre Israel. Era la dirección en la que buscaba empujarle el demonio con sus
tentaciones en el desierto... Sus propios discípulos no habían comprendido esto y continuaban
soñando con un destino de gloria y de poder. Jesús no intentaba ser este tipo de Mesías. «No he
venido -decía- para ser servido, sino para servir». Él no ha venido para quitar a nadie la vida,
sino para «dar la vida en rescate de muchos».
Cristo debía antes sufrir y morir para que se entendiera qué tipo de Mesías era. Es sintomático
que la única vez que Jesús se proclama Él mismo Mesías es mientras se encuentra encadenado
ante el Sumo Sacerdote, a punto de ser condenado a muerte, ya sin posibilidades de equívocos:
«¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios Bendito?», le pregunta el Sumo Sacerdote, y Él responde:
«¡Yo soy!» (Mc 14, 61 s.).
Todos los títulos y las categorías dentro de las cuales los hombres, amigos y enemigos, intentan
situar a Jesús durante su vida aparecen estrechas, insuficientes. Él es un maestro, «pero no
como los demás maestros», enseña con autoridad y en nombre propio; es hijo de David, pero es
también Señor de David; es más que un profeta, más que Jonás, más que Salomón. La cuestión
que la gente se planteaba: «¿Quién es éste?» expresa bien el sentimiento que reinaba en torno a
Él como de un misterio, de algo que no se conseguía explicar humanamente.
El intento de ciertos críticos de reducir a Jesús a un judío normal de su tiempo, que no dijo ni
hizo nada especial, choca completamente con los datos históricos más ciertos que poseemos
sobre Él y se explica sólo con el rechazo por prejuicios de admitir que algo trascendente pueda
aparecer en la historia humana. Entre otras cosas, no explica cómo un ser tan normal se
convirtiera (según los mismos críticos) en «el hombre que cambió el mundo».
El cuerpo no es para la Biblia un apéndice prescindible del ser humano; es parte integrante de
él. El hombre no tiene un cuerpo, es cuerpo. El cuerpo ha sido creado directamente por Dios,
asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu en el bautismo. El hombre
bíblico se queda encantado ante el esplendor del cuerpo humano: «Me has tejido en el vientre
de mi madre. Prodigio soy, prodigios son tus obras» (Sal 139). El cuerpo está destinado a
compartir eternamente la misma gloria del alma: «Cuerpo y alma, o serán dos manos juntas en
eterna adoración, o dos muñecas esposadas por una maldad eterna» (Ch. Péguy). El
cristianismo predica la salvación del cuerpo, no la salvación a partir del cuerpo, como hacían,
en la antigüedad, las religiones maniqueas y gnósticas y como hacen aún hoy algunas religiones
orientales.
¿Pero qué decir a quien sufre? ¿A quien debe asistir a la «desfiguración» de su propio cuerpo o
de un ser querido? Para ellos es tal vez el mensaje más consolador de la Transfiguración: «Él
transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Serán
rescatados los cuerpos humillados en la enfermedad y en la muerte. También Jesús, de ahí en
poco tiempo, será «desfigurado» en la pasión, pero resurgirá con un cuerpo glorioso, con el que
vive eternamente, con quien la fe nos dice que iremos a reunirnos después de la muerte.
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva
aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol
y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que
conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si
quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba
hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que
decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».
¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen constituir, al menos para la
mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir
los propios deberes de creyentes? ¿Por qué los jóvenes no se sienten atraídos? ¿Por qué, en
resumen, este abatimiento y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de la
transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.
¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron? Hasta entonces
habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no distinto a los demás, de quien
conocían la procedencia, las costumbres, el tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al
verdadero, que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la luz normal del sol, sino
que es fruto de una revelación imprevista, de un cambio, de un don. Para que las cosas cambien
también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el Tabor, es necesario que suceda
en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un joven o a una muchacha cuando se
enamoran. En el enamoramiento el otro, que antes era uno de tantos, o tal vez un desconocido,
de golpe se hace único, el único que interesa en el mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa
en un fondo neutro. No se es capaz de pensar en otra cosa. Sucede una verdadera
transfiguración. La persona amada es vista como en un halo luminoso. Todo aparece bello en
ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indigno de ella. El amor verdadero genera humildad.
Concretamente cambia algo incluso en los hábitos de vida. He conocido chicos a los que por la
mañana no lograban sacar de la cama sus padres para ir al colegio; si se les encontraba un
trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o bien se descuidaban en los estudios sin licenciarse
jamás... Después, cuando se han enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana
saltan de la cama, están impacientes por acabar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan
mucho. ¿Qué ha ocurrido? Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora lo
hacen por atracción. Y la atracción es capaz e hacer cosas que ninguna constricción logra; pone
alas a los pies. «Cada uno», decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».
Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser verdaderos cristianos,
convencidos, gozosos. «¡Pero la joven o el chico se ve, se toca!». También Jesús se ve y se
toca, pero con otros ojos y con otras manos: los del corazón, de la fe. Él está resucitado y está
vivo. Es un ser concreto, no una abstracción, para quien tiene esta experiencia y este
conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van aún mejor. En el enamoramiento humano hay
artificio, atribuyendo al amado dotes que tal vez no tiene y con el tiempo frecuentemente se
está obligado a cambiar de opinión. En el caso de Jesús, cuanto más se le conoce y se está
juntos, más se descubren nuevos motivos para estar orgullosos de Él y confirmados en la propia
elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo, el clásico
«flechazo». Si un chico, o una chica, se queda todo el tiempo encerrado en casa sin ver a nadie,
nunca sucederá nada en su vida. ¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está
convencido, o sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo
distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a
«frecuentarlo», a leer sus escritos. Sus cartas de amor son el Evangelio: ahí Él se revela, se
«transfigura». Su casa es la Iglesia: ahí se le encuentra.