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BENEDICTO XVI, ÁNGELUS 12 DE MARZO DE 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer por la mañana concluyó la semana de ejercicios espirituales, que el patriarca emérito de
Venecia, cardenal Marco Cè, predicó aquí, en el palacio apostólico. Fueron días dedicados
totalmente a la escucha del Señor, que siempre nos habla, pero espera de nosotros mayor
atención, especialmente en este tiempo de Cuaresma. Nos lo recuerda también la página
evangélica de este domingo, que propone de nuevo la narración de la transfiguración de Cristo
en el monte Tabor.
Mientras estaban atónitos en presencia del Señor transfigurado, que conversaba con Moisés y
Elías, Pedro, Santiago y Juan fueron envueltos repentinamente por una nube, de la que salió
una voz que proclamó: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo" (Mc 9, 7).
Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo
semejante a lo que les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se
gusta anticipadamente algo de lo que constituirá la bienaventuranza del paraíso. En general,
se trata de breves experiencias que Dios concede a veces, especialmente con vistas a duras
pruebas. Pero a nadie se le concede vivir "en el Tabor" mientras está en esta tierra. En efecto, la
existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena
luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra
relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se
realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por
la palabra de Dios.
También la Virgen María, aun siendo entre todas las criaturas humanas la más cercana a
Dios, caminó día a día como en una peregrinación de la fe (cf. Lumen gentium, 58),
conservando y meditando constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía, ya sea
a través de las Sagradas Escrituras o bien mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo,
en los que reconocía y acogía la misteriosa voz del Señor. He aquí, pues, el don y el
compromiso de cada uno de nosotros durante el tiempo cuaresmal: escuchar a Cristo, como
María. Escucharlo en su palabra, custodiada en la Sagrada Escritura. Escucharlo en los
acontecimientos mismos de nuestra vida, tratando de leer en ellos los mensajes de la
Providencia. Por último, escucharlo en los hermanos, especialmente en los pequeños y en los
pobres, para los cuales Jesús mismo pide nuestro amor concreto. Escuchar a Cristo y obedecer
su voz: este es el camino real, el único que conduce a la plenitud de la alegría y del amor.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Palacio pontificio de Castelgandolfo Domingo 6 de agosto de 2006

Queridos hermanos y hermanas:


En este domingo el evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a
una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, "como no puede dejarlos ningún batanero del mundo" (cf. Mc 9, 2-10). La
liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado
de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá
en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una
anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente
en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: "Fiat lux",
"Haya luz" (Gn 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz
es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus
manifestaciones. Cuando Dios se presenta, "su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos"
(Ha 3, 4). La luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2).
En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de
Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es "un reflejo de la luz eterna", superior a toda
luz creada (cf. Sb 7, 27. 29 s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena
manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las
tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el
pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de
la historia. "Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la
oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).
¡Cuánta necesidad tenemos, también en nuestro tiempo, de salir de las tinieblas del mal para
experimentar la alegría de los hijos de la luz! Que nos obtenga este don María, a quien ayer,
con particular devoción, recordamos en la memoria anual de la dedicación de la basílica de
Santa María la Mayor. Que la Virgen santísima consiga, además, la paz para las poblaciones de
Oriente Próximo, martirizadas por luchas fratricidas. Sabemos bien que la paz es ante todo don
de Dios, que hemos de implorar con insistencia en la oración, pero en este momento queremos
recordar también que es compromiso de todos los hombres de buena voluntad. ¡Que nadie se
substraiga a este deber!

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Segundo domingo de Cuaresma, 4 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista san Lucas subraya que Jesús subió a un
monte "para orar" (Lc 9, 28) juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, "mientras
oraba" (Lc 9, 29), se verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres
Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se retiraba a menudo a
orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a veces durante toda la noche. Pero sólo
aquella vez, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando
oraba: su rostro —leemos en el evangelio— se iluminó y sus vestidos dejaron transparentar el
esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc 9, 29).
En la narración de san Lucas hay otro detalle que merece destacarse: la indicación del objeto
de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, que aparecieron junto a él transfigurado. Ellos
—narra el evangelista— "hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en
Jerusalén" (Lc 9, 31). Por consiguiente, Jesús escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de su
muerte y su resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no sale de la historia, no huye de
la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar
por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su
ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en
unir nuestra voluntad a la de Dios.
Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades
que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso,
la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-
46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la
voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En
efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que "lo salve de la muerte" y, como escribe el autor de
la carta a los Hebreos, "fue escuchado por su actitud reverente" (Hb 5, 7). La resurrección es la
prueba de que su súplica fue escuchada.
Queridos hermanos y hermanas, la oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de
vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor
filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo.
Durante este tiempo de Cuaresma pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida
espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su Hijo, para que nuestra existencia sea
transformada por la luz de su presencia.

II Domingo de Cuaresma, Ciclo A Mateo 17, 1-9


Autor: SS. Benedicto XVI Ángelus
Plaza de San Pedro Segundo domingo de Cuaresma, 17 de febrero de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Ayer se concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales durante los
cuales, como todos los años, se unieron en la oración y en la meditación el Papa y sus
colaboradores de la Curia romana. Doy las gracias a cuantos nos han acompañado
espiritualmente: el Señor los recompense por su generosidad.
Hoy, segundo domingo de Cuaresma, prosiguiendo el camino penitencial, la liturgia, después
de habernos presentado el domingo pasado el evangelio de las tentaciones de Jesús en el
desierto, nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración
en el monte. Considerados juntos, ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de
Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo
transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente
hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo
de Dios, que diviniza nuestra humanidad. De este modo, podríamos decir que estos dos
domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la
Pascua, más aún, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el
dinamismo pascual: de la muerte a la vida.
El monte —tanto el Tabor como el Sinaí— es el lugar de la cercanía con Dios. Es el espacio
elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira el aire puro de la creación. Es el
lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor, como Moisés y Elías, que aparecen
junto a Jesús transfigurado y hablan con él del "éxodo" que le espera en Jerusalén, es decir, de
su Pascua.
La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando, Jesús se sumerge en Dios, se une
íntimamente a él, se adhiere con su voluntad humana a la voluntad de amor del Padre, y así la
luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. También el
vestido de Jesús se vuelve blanco y resplandeciente. Esto nos hace pensar en el Bautismo, en el
vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el Bautismo es revestido de luz,
anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las
vestiduras blancas (cf. Ap 7, 9. 13).
Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta
presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza
para afrontar el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas
tribulaciones para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama
que Jesús es su Hijo predilecto, como en el bautismo en el Jordán, añadiendo: "Escuchadlo"
(Mt 17, 5). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de
la cruz, llevando en el corazón, como él, la esperanza de la resurrección. Spe salvi, salvados en
esperanza. Hoy podemos decir: "Transfigurados en esperanza".
Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconozcamos en ella a la criatura humana
transfigurada interiormente por la gracia de Cristo, y encomendémonos a su guía para recorrer
con fe y generosidad el itinerario de la Cuaresma.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS Plaza de San Pedro


II Domingo de Cuaresma, 8 de marzo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Durante los días pasados, como sabéis, hice los ejercicios espirituales juntamente con mis
colaboradores de la Curia romana. Fue una semana de silencio y de oración: la mente y el
corazón pudieron dedicarse totalmente a Dios, a la escucha de su Palabra y a la meditación de
los misterios de Cristo. Con las debidas proporciones, es algo así como lo que les sucedió a los
apóstoles Pedro, Santiago y Juan, cuando Jesús los llevó a ellos solos a un monte alto, en un
lugar apartado, y mientras oraba se "transfiguró": su rostro y su persona se volvieron
luminosos, resplandecientes.
La liturgia vuelve a proponer este célebre episodio precisamente hoy, segundo domingo de
Cuaresma (cf. Mc 9, 2-10). Jesús quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían
la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina,
para afrontar el escándalo de la cruz. En efecto, cuando llegue la hora de la traición y Jesús se
retire a rezar a Getsemaní, tomará consigo a los mismos Pedro, Santiago y Juan, pidiéndoles
que velen y oren con él (cf. Mt 26, 38). Ellos no lo lograrán, pero la gracia de Cristo los
sostendrá y les ayudará a creer en la resurrección.
Quiero subrayar que la Transfiguración de Jesús fue esencialmente una experiencia de oración
(cf.Lc 9, 28-29). En efecto, la oración alcanza su culmen, y por tanto se convierte en fuente de
luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden
como formando una sola cosa. Cuando Jesús subió al monte, se sumergió en la contemplación
del designio de amor del Padre, que lo había mandado al mundo para salvar a la humanidad.
Junto a Jesús aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras
concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para
entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46). En aquel momento Jesús vio perfilarse ante él la cruz, el
extremo sacrificio necesario para liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Y en su
corazón, una vez más, repitió su "Amén". Dijo "sí", "heme aquí", "hágase, oh Padre, tu
voluntad de amor". Y, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del
cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que
lo proclamó "Hijo amado" (Mc 9, 7).
Juntamente con el ayuno y las obras de misericordia, la oración forma la estructura
fundamental de nuestra vida espiritual. Queridos hermanos y hermanas, os exhorto a encontrar
en este tiempo de Cuaresma momentos prolongados de silencio, posiblemente de retiro, para
revisar vuestra vida a la luz del designio de amor del Padre celestial. En esta escucha más
intensa de Dios dejaos guiar por la Virgen María, maestra y modelo de oración. Ella, incluso en
la densa oscuridad de la pasión de Cristo, no perdió la luz de su Hijo divino, sino que la
custodió en su alma. Por eso, la invocamos como Madre de la confianza y de la esperanza.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Plaza de San Pedro Domingo 28 de febrero de 2010
Ayer concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales que, como de
costumbre, tienen lugar al inicio de la Cuaresma en el Vaticano. Con mis colaboradores de la
Curia romana hemos pasado días de recogimiento y de intensa oración, reflexionando sobre la
vocación sacerdotal, en sintonía con el Año que la Iglesia está celebrando. Doy las gracias a
todos los que han estado espiritualmente cerca de nosotros.
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la
Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del
Maestro: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y
sígame" (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos
elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en
presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten
a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los
prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro,
Santiago y Juan "ver" la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías
se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los
otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios,
como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero
los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: "Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo" (v.
35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante
una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está "Jesús solo" (v. 36). Jesús está solo
ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, "Jesús solo" es todo lo que se les da a los
discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única
voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén
dará la vida y un día "transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como
el suyo" (Flp 3, 21).
"Maestro, qué bien se está aquí" (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo
se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos
recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces
que él nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y su Palabra sea
el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio.
Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores "estén realmente impregnados de la
Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje
huella en su vida y forme su pensamiento" (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009:
L'Osservatore Romano,edición en lengua española, 17 de abril de 2009, p. 3).
Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el
Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada
invocándola con la oración del Ángelus.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Plaza de San Pedro Domingo 20 de marzo de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias al Señor que me ha permitido vivir en los días pasados los ejercicios espirituales, y
me siento agradecido a cuantos me han manifestado su cercanía con la oración. Este domingo,
segundo de Cuaresma, se suele denominar de la Transfiguración, porque el Evangelio narra
este misterio de la vida de Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró
delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como
la luz» (Mt 17, 1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la
naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún
más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San
Máximo el Confesor afirma que «los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo
de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas»
(Ambiguum 10: pg 91, 1128 b).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando
con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando
Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín comenta
diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de
Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3: pl 38, 491). De
hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco.
Escuchadlo» (Mt 17, 5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación
de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En
su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361).
Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el
escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus
discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote
crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres
verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en: Menaia, t. 6,
Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural,
dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este
tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el siervo de Dios Pablo vi, «a responder al
precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas
por el peso de la vida diaria» (const. ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, iii, c: aas 58 [1966]
182).
Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús,
hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)


Homilía (10-08-1978)
En la Catedral del Baviera
Durante quince años, en la plegaria eucarística durante la santa misa, hemos pronunciado las
palabras: “Celebramos en comunión con tu siervo, nuestro Papa Pablo”. Desde el 7 de
agosto esta frase está vacía. La unidad de la Iglesia en esta hora no tiene ningún nombre; su
nombre está ahora en el recuerdo de quienes nos han precedido en el signo de la fe y duermen
en la paz. El Papa Pablo ha sido llamado a la casa del Padre en la tarde la fiesta de la
Transfiguración del Señor, poco después de haber oído la santa misa y recibido los
sacramentos. “Qué bueno es que estemos aquí”, dijo Pedro a Jesús en el monte de la
transfiguración. Quería quedarse. Lo que a él se le negó entonces, sin embargo, se le ha
concedido a Pablo VI en esta fiesta de la Transfiguración de 1978: no ha tenido ya que bajar a
la cotidianidad de la historia. Ha podido quedarse allí, donde el Señor eternamente está a la
mesa con Moisés, Elías y los muchos que llegan de oriente y de occidente, desde el septentrión
y desde el meridión. Su camino terreno ha concluido. En la Iglesia de Oriente, que tanto
amó Pablo VI, la fiesta la Transfiguración ocupa un lugar muy especial. No está considerada
como un acontecimiento entre tantos, como un dogma entre dogmas, sino como la síntesis de
todo: cruz y resurrección, presente y futuro de la creación se reúnen aquí. La fiesta de la
Transfiguración es garantía del hecho de que el Señor no abandona la creación. Que no se
desprende del cuerpo como si fuera un vestido y que no deja la historia como si fuera un papel
teatral. A la sombra de la cruz, sabemos que precisamente así la creación va hacia la
transfiguración.
Lo que nosotros indicamos como transfiguración, en el griego del Nuevo Testamento se llama
metamorfosis (“transformación”), y esto hace que emerja un hecho importante: la
transfiguración no es algo muy lejano, que en la perspectiva puede suceder. En el Cristo
transfigurado se revela mucho más aquello que es la fe: transformación, que en el hombre
acontece en el curso de toda la vida. Desde el punto de vista biológico la vida es una
metamorfosis, una transformación perenne que se concluye con la muerte. Vivir significa
morir, significa metamorfosis hacia la muerte. El relato de la transfiguración del Señor añade
algo nuevo: morir significa resucitar. La fe es una metamorfosis en la que el hombre madura en
lo definitivo y se hace maduro para ser definitivo. Por eso el evangelista Juan define la cruz
como glorificación, fundiendo la transfiguración y la cruz: en la última liberación de uno
mismo la metamorfosis de la vida llega a su meta.
La transfiguración prometida por la fe como metamorfosis del hombre es ante todo camino de
purificación, camino de sufrimiento. Pablo VI aceptó su servicio papal cada vez más como
metamorfosis de la fe en el sufrimiento. Las últimas palabras del Señor resucitado a Pedro,
después de haberle constituido pastor de su rebaño, fueron: “Cuando seas viejo, extenderás las
manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras” (Juan 21,18). Era una alusión a la cruz
que esperaba a Pedro al final de su camino. Era, en general, una alusión a la naturaleza de este
servicio. Pablo VI se dejó llevar cada vez más adonde humanamente, él solo, no quería ir. Cada
vez más el pontificado significó para él dejarse ceñir las vestiduras por otro y ser clavado en la
cruz. Sabemos que antes de su 75 cumpleaños, y también antes del 80, luchó intensamente con
la idea de retirarse. Y podemos imaginar cuán pesado debió ser el pensamiento de no poder ya
pertenecerse a sí mismo. De no tener ya un momento privado. De estar encadenado hasta el
final, con el proprio cuerpo que cede, a una tarea que exige, día tras día, el pleno y vivo empleo
de todas las fuerzas de un hombre. “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere
para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor”
(Romanos 14,7-8).Estas palabras de la lectura de hoy marcaron literalmente su vida. Él dio
nuevo valor a la autoridad como servicio, llevándola como un sufrimiento. No experimentaba
ningún placer en el poder, en la posición, en la carrera conseguida; y precisamente por esto,
siendo la autoridad un encargo soportado –“te llevará adonde no quieras”-, ésta se hizo grande
y creíble.
Pablo VI desempeñó su servicio por fe. De ahí se derivaban tanto su firmeza como du
disponibilidad al compromiso. Por ambas tuvo que aceptar críticas, e igualmente en algunos
comentarios tras su muerte no ha faltado el mal gusto. Pero un Papa que hoy no sufriera críticas
fracasaría en su tarea ante este tiempo. Pablo VI resistió a la telecracia y a la demoscopia, las
dos potencias dictatoriales del presente. Pudo hacerlo porque no tomaba como parámetro el
éxito y la aprobación, sino la conciencia, que se mide según la verdad, según la fe. Es por esto
que en muchas ocasiones buscó el acuerdo: la fe deja mucho abierto, ofrece un amplio espectro
de decisiones, impone como parámetro el amor, que se siente en obligación hacia el todo y por
lo tanto impone mucho respeto. Por ello pudo ser inflexible y decidido cuando lo que ponía en
juego era la tradición esencial de la Iglesia. En él esta dureza no se derivaba de la insensibilidad
de aquellos cuyo camino lo dicta el placer del poder y el desprecio de las personas, sino de la
profundidad de la fe, que le hizo capaz de soportar las oposiciones.
Pablo VI era, en lo profundo, un Papa espiritual, un hombre de fe. No por error un periódico le
definió como el diplomático que había dejado a las espaldas la diplomacia. En el curso de su
carrera curial había aprendido a dominar de modo virtuoso los instrumentos de la diplomacia.
Pero estos pasaron cada vez más a un segundo plano en la metamorfosis de la fe a la que se
sometió. En lo íntimo halló cada vez más el propio camino sencillamente en la llamada de la fe,
en la oración, en el encuentro con Jesucristo. De tal manera se convirtió cada vez más en un
hombre de bondad profunda, pura y madura. Quien le encontró en los últimos años pudo
experimentar de modo directo la extraordinaria metamorfosis de la fe, su fuerza
transfiguradora. Se podía ver cuánto el hombre, que por naturaleza era un intelectual, se entrega
día tras día a Cristo, cómo se dejaba cambiar, transformar, purificar por Él y cómo ello le hacía
cada vez más libre, cada vez más profundo, cada vez más bueno, perspicaz y sencillo.
La fe es una muerte, pero es también una metamorfosis para entrar en la vida auténtica, hacia la
transfiguración. En el Papa Pablo VI se podía observar todo ello. La fe le dio valor. La fe le dio
bondad. Y en él era también claro que la fe convencida no cierra, sino que abre. Al final,
nuestra memoria conserva la imagen de un hombre que tiende la mano. Fue el primer Papa que
viajó a todos los continentes, fijando así un itinerario del Espíritu, que tuvo comienzo en
Jerusalén, fulcro del encuentro y de la separación de las tres grandes religiones monoteístas:
después el viaje a las Naciones Unidas, el camino hasta Ginebra, el encuentro con la mayor
cultura religiosa no monoteísta de la humanidad, la India, y la peregrinación a los pueblos que
sufren de América Latina, de África, de Asia. La fe tiende manos. Su signo no es el puño, sino
la mano abierta.
En la Carta a los Romanos de San Ignacio de Antioquía está escrita la maravillosa frase: “Es
bello decaer al mundo por el Señor y resucitar con Él” (II, 2). El obispo mártir la escribió
durante el viaje desde oriente hacia la tierra en la que se pone el sol, occidente. Allí, en el ocaso
del martirio, esperaba recibir el surgimiento de la eternidad. El camino de Pablo VI, se
convirtió, año tras año, en un viaje cada vez más consciente de testimonio soportado, un viaje
en el ocaso de la muerte, que le llamó el día de la Transfiguración del Señor. Encomendamos
su alma con confianza en las manos de la eterna misericordia de Dios para que sea para él
aurora de vida eterna. Dejemos que su ejemplo sea un llamamiento y dé fruto en nuestra alma.
Y oremos para que el Señor nos envíe otra vez a un Papa que cumpla de nuevo el mandamiento
originario del Señor a Pedro: “Confirma a tus hermanos” (Lucas 22, 32).
Benedicto XVI
Jesús de Nazaret: La Transfiguración
Tomo I, Capítulo IX, 2
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están
enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó
Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe:
«Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los
que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer
momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero
en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión.
La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús
correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir
que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz.
Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos
interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.
Jean-Marie van Cangh y Michel van Esbroeck han analizado minuciosamente la relación del
pasaje con el calendario de fiestas judías. Llaman la atención sobre el hecho de que sólo cinco
días separan dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta
de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkoí), que dura una semana.
Esto significaría que la confesión de Pedro tuvo lugar en el gran día de la expiación y que,
desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el trasfondo de esta fiesta, única
ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en
el sancta sanctórum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo
tendría en este contexto una dimensión más profunda. Jean Daniélou, en cambio, relaciona
exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta de la Tiendas, que —
como ya se ha dicho— duraba una semana. En definitiva, pues, las indicaciones temporales de
Mateo, Marcos y Lucas coincidirían. Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a
la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar
el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna.
Ambas interpretaciones tienen en común que relacionan la transfiguración de Jesús con la fiesta
de las Tiendas. Veremos que, de hecho, esta relación se manifiesta en el texto mismo, lo que
nos permite entender mejor todo el acontecimiento. Aparte de la singularidad de estos relatos,
se muestra aquí un rasgo fundamental de la vida de Jesús, puesto de relieve sobre todo por
Juan, como hemos visto en el capítulo precedente: los grandes acontecimientos de la vida de
Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo,
acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace
realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a
convertirse en vida.
Precisamente al analizar las relaciones entre la historia de la transfiguración y la fiesta de las
Tiendas veremos que todas las fiestas judías tienen tres dimensiones. Proceden de
celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se
convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en
esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción
salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de
toda la creación. Veremos que estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y
adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús.
A esta interpretación litúrgica de la fecha se contrapone otra, defendida insistentemente sobre
todo por Hartmut Gese, que no cree suficientemente fundada la relación con la fiesta de las
Tiendas y, en su lugar, lee todo el texto sobre el trasfondo de Éxodo 24, la subida de Moisés al
monte Sinaí. En efecto, este capítulo, en el que se describe la ratificación de la alianza de Dios
con Israel, es una clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración.
En él se dice: «La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la
nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube» (Ex 24, 16). El
hecho de que aquí —a diferencia de lo que ocurre en los Evangelios— se hable del séptimo día
no impide una relación entre Éxodo 24 y el acontecimiento de la transfiguración; en cualquier
caso, a mí me parece más convincente la datación basada en el calendario de fiestas judías. Por
lo demás, nada tiene de extraño que en los acontecimientos de la vida de Jesús confluyan
relaciones tipológicas diferentes, demostrando así que tanto Moisés como los Profetas hablan
todos de Jesús.
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a
encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de
Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están
inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24,
donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta
ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús
pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos
que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la
tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la
transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la
ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en
virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt
28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la
revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y
montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace
liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el
simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre
todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el
aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su
belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas
consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina
con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo
sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios;
ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza
y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador,
como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de
mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo
alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son
testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos
brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve
claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración
de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es
Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más
íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su
propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando
Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado
con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le
hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace
brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz,
sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración,
hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son
expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan
habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19,
14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido
lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se
unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura
original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos
revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los
discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan
con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de
qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de
su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero
entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén.
La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un
llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de
Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el
Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a
la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión.
Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero
mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación;
que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y
alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús
mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los
muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le
preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías
vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene
que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo
que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la
esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se
habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo:
en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías
mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces
también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión.
Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13).
Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la
Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías:
Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución;
a su regreso… también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una
imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una
novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la
Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos
introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender
continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la
grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que
sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su
propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9,
6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «… no sabía lo que decía» (9,
6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el
temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de
las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el
auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la
«ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento»
la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y
Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro
querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del
encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse
de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la
paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación,
complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas
contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria.
La relación con la fiesta de las Tiendas resulta plausible cuando se considera la interpretación
mesiánica de esta fiesta en el judaísmo de la época de Jesús. Jean Daniélou ha profundizado en
este aspecto de manera convincente y lo ha relacionado con el testimonio de los Padres, en los
que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto
cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza —
como ya hemos visto— a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente
originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de
las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación
definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la
ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte
muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en
tiendas (chozas, sukkot) (cf. Lv 23,43). Daniélou cita primero a Riesenfeld: «Las Tiendas no
eran sólo el recuerdo de la protección divina en el desierto, sino lo que es más importante, una
prefiguración de los sukkot [divinos] en los que los justos vivirían al llegar el mundo futuro.
Parece, pues, que el rito más característico de la fiesta de las Tiendas, tal como se celebraba en
los tiempos del judaísmo, tenía relación con un significado escatológico muy preciso» (p. 451).
En el Nuevo Testamento encontramos en Lucas las palabras sobre la morada eterna de los
justos en la vida futura (16, 9). «La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es
interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las
características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura
era la fiesta de las Tiendas» (p. 459). La vivencia de la transfiguración durante la fiesta de las
Tiendas hizo que Pedro reconociera en su éxtasis «que las realidades prefiguradas en los ritos
de la fiesta se habían hecho realidad… La escena de la transfiguración indica la llegada del
tiempo mesiánico» (p. 459). Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo
nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración
—ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.
A partir de estas conexiones adquiere también un nuevo sentido la frase fundamental del
Prólogo de Juan, en la que el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: «Y la Palabra se hizo
carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Efectivamente, el Señor ha puesto la tienda de su
cuerpo entre nosotros inaugurando así el tiempo mesiánico. Siguiendo esta idea, Gregorio de
Nisa analiza en un texto magnífico la relación entre la fiesta de las Tiendas y la Encarnación.
Dice que la fiesta de las Tiendas siempre se había celebrado, pero no se había hecho realidad.
«Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por
eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118, 27] Dios, el Señor del universo, se
nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana»
(De anima, PG 46,132 B; cf. Daniélou, pp. 464-466).
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se
formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo»
(Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube
sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la
que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a
los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la
nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta
proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí
se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al
principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la
Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús:
«Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha
convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo
más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la
aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen
que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y
comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos
incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato
de la transfiguración, por otro: «Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no
morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios”» (9, 1). ¿Qué significa esto?
¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la
irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras
justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se
promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán
una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven
resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube
sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los
Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte
experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el
«poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender
lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios:
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos;
pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de
Dios» (1, 23s) Este «poder» (dynamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado,
que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino
hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco
a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.

BENEDICTO XVI ÁNGELUS


Plaza de San Pedro Domingo 24 de febrero de 2013

Queridos hermanos y hermanas: ¡Gracias por vuestro afecto!


Hoy, segundo domingo de Cuaresma, tenemos un Evangelio especialmente bello, el de la
Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de
que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre
durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro,
Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación
divina del Maestro (Lc 5, 10; 8, 51; 9, 28). El Señor, que poco antes había preanunciado su
muerte y resurrección (9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la
Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo, el
Elegido, escuchadlo» (9, 35). La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y
los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está
orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9, 31), no hacia la Tierra prometida
como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: «Maestro, ¡qué
bueno es que estemos aquí!» (9, 33) representa el intento imposible de detener tal experiencia
mística. Comenta san Agustín: «[Pedro]... en el monte... tenía a Cristo come alimento del alma.
¿Por qué tuvo que bajar para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno
de sentimientos de santo amor hacia Dios, que le inspiraban por ello a una santa conducta?»
(Discurso 78, 3: pl 38, 491).
Meditando este pasaje del Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante
todo, el primado de la oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se
reduce a activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal y
comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del
mundo y de sus contradicciones, como habría querido hacer Pedro en el Tabor, sino que la
oración reconduce al camino, a la acción. «La existencia cristiana —escribí en el Mensaje para
esta Cuaresma— consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después
volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a nuestros
hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios» (n. 3).
Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de Dios la siento dirigida a mí, de modo
particular, en este momento de mi vida. ¡Gracias! El Señor me llama a «subir al monte», a
dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia,
es más, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la
misma entrega y el mismo amor con el cual he tratado de hacerlo hasta ahora, pero de una
forma más acorde a mi edad y a mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María:
que ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.

La Transfiguración
Homilía para el Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)
En el “Mensaje para la Cuaresma” de 2011, Benedicto XVI sintetiza el significado del
Evangelio de la Transfiguración: “El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante
de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización
del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles
Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo,
como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me
complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para
sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra
en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y
fortalece la voluntad de seguir al Señor”.
Detengámonos en la contemplación de este pasaje evangélico (cf Mt 17, 1-9), considerando tres
aspectos: La Transfiguración como manifestación de la gloria de Cristo, como anuncio de la
divinización del hombre y como invitación a sumergirse en la presencia de Dios.
1. La Transfiguración muestra a Jesús en su figura celestial: Su rostro “resplandecía como
el sol” y sus vestidos “se volvieron blancos como la luz”. Moisés y Elías, precursores del
Mesías, conversaban con Jesús.
La voz que procede de la nube confirma la enseñanza de Jesús: “Este es mi Hijo, el amado, mi
predilecto. Escuchadle”. Es preciso escuchar a Jesús y cumplir así la voluntad de Dios. San
Juan de la Cruz comenta al respecto que sería agraviar a Dios pedir una nueva revelación en
lugar de poner los ojos totalmente en Cristo, “sin querer otra cosa alguna o novedad”: “Pon los
ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aun más de lo
que pides y deseas”.
La aparición de la gloria de Cristo está relacionada con su Pasión: “La divinidad de Jesús va
unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente” (Benedicto XVI).
2. El evangelio de la Transfiguración habla también de nuestro futuro. A través del
Bautismo nos revestimos de la luz de Cristo y nos convertimos nosotros mismos en luz. San
Pablo dice a Timoteo: “Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa
gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que
destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal” (cf 2 Tim 1,8-10).
El Catecismo explica que la Transfiguración es, como decía Santo Tomás de Aquino, “el
sacramento de nuestra segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (cf Catecismo, 556).
Cristo, nuestro Señor, transformará en su segunda venida “este miserable cuerpo nuestro en un
cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21).
3. Los discípulos – Pedro, Santiago y Juan – experimentaron en “una montaña alta” un
encuentro con Dios. El monte simboliza siempre el lugar de la máxima cercanía de Dios. En la
vida de Jesús están presentes diversos montes: “el monte de la tentación, el monte de su gran
predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el
monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión” (Benedicto XVI).
El monte es el lugar de la ascensión, de la subida interior. Subir al monte equivale a alejarse de
la vida cotidiana para sumergirse en la presencia de Dios. El evangelio según san Mateo nos
indica que “la experiencia de Dios no es algo exclusivo de unos pocos elegidos y que no sólo
los profetas escuchan la voz de Dios, sino que esto es algo posible para cualquier persona” (M.
Grilli – C. Langner).
Meditar sobre la Transfiguración del Señor nos ha de impulsar a centrar nuestra mirada en
Jesucristo, Revelador y Revelación del Padre; a llenarnos de esperanza, aguardando nuestra
resurrección futura, y a buscar en nuestra vida tiempos y espacios que nos permitan escuchar la
voz de Dios.
Guillermo Juan Morado.
II Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Mateo 17, 1-9: Se transfiguró ante ellos
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Génesis 12, 1-4a; 2 Timoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9

¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen constituir, al menos para la
mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir
los propios deberes de creyentes? ¿Por qué los jóvenes no sienten que les atraen? ¿Por qué, en
resumen, esta monotonía y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de la
transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.

¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron? Hasta entonces
habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no distinto a los demás, de quien
conocían su procedencia, sus costumbres, su tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al
verdadero Jesús, al que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la luz normal del
sol, sino que es fruto de una revelación imprevista, de un cambio, de un don.

Para que las cosas cambien también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el
Tabor, es necesario que suceda en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un chico o a
una chica cuando se enamoran. En el enamoramiento el otro, el amado, que antes era uno de
tantos, o tal vez un desconocido, de golpe se convierte en único, el único que interesa en el
mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa en un fondo neutro. No se es capaz de pensar en
otra cosa. Sucede una auténtica transfiguración. La persona amada se contempla como en un
halo luminoso. Todo aparece bello en ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indignidad
hacia ella. El amor verdadero genera humildad. Algo cambia también concretamente hasta en
los hábitos de vida. He conocido a chicos a quienes por la mañana sus padres no lograban sacar
de la cama para ir al colegio; si se les encontraba un trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o
bien descuidaban los estudios sin llegar a licenciarse nunca... Después, cuando se han
enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana saltan de la cama, están
impacientes por finalizar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan mucho. ¿Qué ha ocurrido?
Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora lo hacen por atracción. Y la
atracción es capaz e hacer cosas que ninguna constricción logra; pone alas a los pies. «Cada
uno», decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».

Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser verdaderos cristianos,
convencidos, gozosos se serlo. «¡Pero a la chica o al chico se le ve, se toca!». Respondo:
también a Jesús se le ve y se le toca, pero con otros ojos y con otras manos: del corazón, de la
fe. Él está resucitado y está vivo. Es un ser concreto, no una abstracción, para quien ha tenido
esta experiencia y este conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van incluso mejor. En el
enamoramiento humano hay artificio, atribuyendo al amado cualidades de las que tal vez
carece y con el tiempo frecuentemente se está obligado a cambiar de opinión. En el caso de
Jesús, cuanto más se le conoce y se está a su lado, más se descubren nuevos motivos para estar
enamorados de Él y seguros de la propia elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo, el clásico
«flechazo». Si un chico, o una chica, pasa todo el tiempo encerrado en casa sin ver a nadie,
jamás sucederá nada en su vida. ¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está
convencido, o sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo
distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a
«frecuentarlo», a leer sus escritos. ¡Sus cartas de amor son el Evangelio! Es ahí donde Él se
revela, se «transfigura». Su casa es la Iglesia: es ahí donde se le encuentra.

II Domingo de Cuaresma, Ciclo B.


¡Escuchadle!
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18;


Romanos 8, 31b-34;
Marcos 9, 2-10

¡Escuchadle!

«Este es mi Hijo amado, escuchadle». Con estas palabras, Dios Padre daba a Jesucristo a la
humanidad como su único y definitivo Maestro, superior a las Leyes y a los profetas.

¿Dónde habla Jesús hoy, para que le podamos escuchar? Nos habla ante todo a través de
nuestra conciencia. Ella es una especie de «repetidor», instalado dentro de nosotros, de la voz
misma de Dios. Pero por sí sola ella no basta. Es fácil hacerle decir lo que nos gusta escuchar.
Por ello necesita ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El
Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Pero sabemos por
experiencia que también las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas de maneras
distintas. Quien nos asegura una interpretación auténtica es la Iglesia, instituida por Cristo
precisamente a tal fin: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» [Lc 10, 16. Ndt]. Por
esto es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia, conocerla de primera
mano, como ella misma la entiende y la propone, no en la interpretación –frecuentemente
distorsionada y reductiva-- de los medios de comunicación.

Casi igualmente importante que saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no
habla ciertamente a través de magos, adivinos, nigromantes, oradores de horóscopos,
pretendidos mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones de espiritismo, en el ocultismo.
En la Escritura leemos esta advertencia al respecto: «No ha de haber en ti nadie que haga pasar
a su hijo o a su hija por el fuego, que practique adivinación, astrología, hechicería o magia,
ningún encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el
que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios» (Dt 18, 10-12).

Estos eran los modos típicos de referirse a lo divino de los paganos, que sacaban auspicios
consultando los astros, o vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Con esa palabra de
Dios: «¡Escuchadle!», todo aquello se acabó. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres;
no estamos obligados a ir ya «a tientas», para conocer la voluntad divina, a consultar esto o
aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.

Lamentablemente hoy aquellos ritos paganos vuelven a estar de moda. Como siempre, cuando
disminuye la verdadera fe, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de todas, el
horóscopo. Se puede decir que no hay periódico o emisora de radio que no ofrezca diariamente
a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de un mínimo de
capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una
especie de juego y de pasatiempo. Pero mientras tanto miremos los efectos a la larga. ¿Qué
mentalidad se forma, especialmente en los chavales y en los adolescentes? Aquella según la
cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de aplicación en el estudio y constancia en el
trabajo, sino de factores externos, imponderables; de conseguir dirigir en provecho propio
ciertos poderes, propios o ajenos. Peor aún: todo ello induce a pensar que, en el bien y en el
mal, la responsabilidad no es nuestra, sino de las «estrellas», como pensaba Don Ferrante, de
recuerdo manzoniano [en referencia a la novela «Los novios» de Alessandro Manzoni (1785-
1873) Ndt]

Debo aludir a otro ámbito en el que Jesús no habla y donde, sin embargo, se le hace hablar todo
el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de
naturaleza variada. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar también a través de estos
medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que
antes de dar por descontado que se trata de Jesús o de la Virgen, y no de la fantasía enferma de
alguno, o peor, de espabilados que especulan con la buena fe de la gente, es necesario tener
garantías. Se necesita en este campo esperar el juicio de la Iglesia, no precederlo. Son aún
actuales las palabras de Dante: «Sed, cristianos, más firmes al moveros: / no seáis como pluma
a cualquier soplo» (Par. V, 73 s.).

San Juan de la Cruz decía que desde que, en el Tabor, dijo de Jesús: «¡Escuchadle!», Dios se
hizo, en cierto sentido, mudo. Ha dicho todo; no tiene cosas nuevas que revelar. Quien le pide
nuevas revelaciones, o respuestas, le ofende, como si no se hubiera explicado claramente
todavía. Dios sigue diciendo a todos la misma palabra: «¡Escuchadle a Él!, leed el Evangelio:
ahí encontraréis ni más ni menos que lo que buscáis».

II Domingo de Cuaresma. Ciclo C.


Subió al monte a orar
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Génesis 15, 5-12.17-18;
Filipenses 3, 17-4,1;
Lucas 9, 28b-36

El Evangelio del domingo relata el episodio de la Transfiguración. Lucas, en su evangelio, dice


también el motivo por el que Jesús aquel día «subió al monte»: lo hizo «para orar». Fue la
oración la que hizo su vestido blanco como la nieve y su rostro resplandeciente como el sol.
Según el programa explicado la vez pasada, deseamos partir de este episodio para examinar el
lugar que ocupa en toda la vida de Cristo la oración y qué nos dice ésta sobre la identidad
profunda de su persona.

Alguien dijo: «Jesús es un hombre judío que no se siente idéntico a Dios. No se reza de hecho a
Dios si se piensa que se es idéntico a Dios». Dejando de lado por el momento el problema de
qué pensaba Jesús de sí mismo, esta afirmación no tiene en cuenta una verdad elemental: Jesús
es también hombre, y es como hombre que ora. Dios tampoco podría tener hambre y sed, o
sufrir, pero Jesús tiene hambre y sed, y sufre, porque también es hombre.

Al contrario, veremos que es precisamente la oración de Jesús la que nos permite echar un
vistazo al misterio profundo de su persona. Es un hecho históricamente comprobado que Jesús,
en su oración, se dirigía a Dios llamándole Abbà, esto es, querido padre, padre mío, y hasta mi
papá. Este modo de dirigirse a Dios, aún no del todo ignorado antes de Él, es tan característico
de Cristo que obliga a admitir una relación única entre Él y el Padre celestial.

Escuchemos una de estas oraciones de Jesús, recogida por Mateo: «En aquel tiempo, Jesús dijo:
"Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le
conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 26-27).
Entre Padre e Hijo existe, como se ve, una reciprocidad total, «una estrecha relación familiar».
También en la parábola de los viñadores homicidas emerge claramente la relación única, como
de hijo a padre, que Jesús tiene con Dios, diferente a la de todos los demás que son llamados
«siervos» (Mc 12, 1-10).

En este punto surge en cambio una objeción: ¿por qué entonces Jesús no se atribuyó jamás
abiertamente el título de Hijo de Dios durante su vida, sino que habló siempre de sí como del
«hijo del hombre»? El motivo es el mismo por el que Jesús no dice nunca que es el Mesías, y
cuando otros le llaman con este nombre se muestra reticente, o incluso prohíbe que lo digan. La
razón de esta forma de comportarse es que aquellos títulos los entendía la gente en un sentido
preciso que no correspondía a la idea que Jesús tenía de su misión.

Hijo de Dios eran llamados un poco todos: los reyes, los profetas, los grandes hombres; por
Mesías se entendía al enviado de Dios que habría combatido militarmente a los enemigos y
reinaría sobre Israel. Era la dirección en la que buscaba empujarle el demonio con sus
tentaciones en el desierto... Sus propios discípulos no habían comprendido esto y continuaban
soñando con un destino de gloria y de poder. Jesús no intentaba ser este tipo de Mesías. «No he
venido -decía- para ser servido, sino para servir». Él no ha venido para quitar a nadie la vida,
sino para «dar la vida en rescate de muchos».

Cristo debía antes sufrir y morir para que se entendiera qué tipo de Mesías era. Es sintomático
que la única vez que Jesús se proclama Él mismo Mesías es mientras se encuentra encadenado
ante el Sumo Sacerdote, a punto de ser condenado a muerte, ya sin posibilidades de equívocos:
«¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios Bendito?», le pregunta el Sumo Sacerdote, y Él responde:
«¡Yo soy!» (Mc 14, 61 s.).

Todos los títulos y las categorías dentro de las cuales los hombres, amigos y enemigos, intentan
situar a Jesús durante su vida aparecen estrechas, insuficientes. Él es un maestro, «pero no
como los demás maestros», enseña con autoridad y en nombre propio; es hijo de David, pero es
también Señor de David; es más que un profeta, más que Jonás, más que Salomón. La cuestión
que la gente se planteaba: «¿Quién es éste?» expresa bien el sentimiento que reinaba en torno a
Él como de un misterio, de algo que no se conseguía explicar humanamente.

El intento de ciertos críticos de reducir a Jesús a un judío normal de su tiempo, que no dijo ni
hizo nada especial, choca completamente con los datos históricos más ciertos que poseemos
sobre Él y se explica sólo con el rechazo por prejuicios de admitir que algo trascendente pueda
aparecer en la historia humana. Entre otras cosas, no explica cómo un ser tan normal se
convirtiera (según los mismos críticos) en «el hombre que cambió el mundo».

Volvamos ahora al episodio de la Transfiguración para sacar de él alguna enseñanza práctica.


También la Transfiguración es un misterio «para nosotros», nos contempla de cerca. San Pablo,
en la segunda lectura, dice: «El Señor Jesucristo transfigurará este miserable cuerpo nuestro en
un cuerpo glorioso como el suyo». El Tabor es una ventana abierta a nuestro futuro; nos
asegura que la opacidad de nuestro cuerpo un día se transformará también en luz; pero es
también un reflector que apunta a nuestro presente; evidencia lo que ya es ahora nuestro
cuerpo, por encima de sus míseras apariencias: el templo del Espíritu Santo.

El cuerpo no es para la Biblia un apéndice prescindible del ser humano; es parte integrante de
él. El hombre no tiene un cuerpo, es cuerpo. El cuerpo ha sido creado directamente por Dios,
asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu en el bautismo. El hombre
bíblico se queda encantado ante el esplendor del cuerpo humano: «Me has tejido en el vientre
de mi madre. Prodigio soy, prodigios son tus obras» (Sal 139). El cuerpo está destinado a
compartir eternamente la misma gloria del alma: «Cuerpo y alma, o serán dos manos juntas en
eterna adoración, o dos muñecas esposadas por una maldad eterna» (Ch. Péguy). El
cristianismo predica la salvación del cuerpo, no la salvación a partir del cuerpo, como hacían,
en la antigüedad, las religiones maniqueas y gnósticas y como hacen aún hoy algunas religiones
orientales.

¿Pero qué decir a quien sufre? ¿A quien debe asistir a la «desfiguración» de su propio cuerpo o
de un ser querido? Para ellos es tal vez el mensaje más consolador de la Transfiguración: «Él
transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Serán
rescatados los cuerpos humillados en la enfermedad y en la muerte. También Jesús, de ahí en
poco tiempo, será «desfigurado» en la pasión, pero resurgirá con un cuerpo glorioso, con el que
vive eternamente, con quien la fe nos dice que iremos a reunirnos después de la muerte.

I Domingo de Cuaresma, Ciclo A


¡Para enamorarse hay que frecuentarse!... También con Cristo
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap Mateo (17,1-9)

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva
aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol
y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que
conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si
quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba
hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que
decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».
¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen constituir, al menos para la
mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir
los propios deberes de creyentes? ¿Por qué los jóvenes no se sienten atraídos? ¿Por qué, en
resumen, este abatimiento y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de la
transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.
¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron? Hasta entonces
habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no distinto a los demás, de quien
conocían la procedencia, las costumbres, el tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al
verdadero, que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la luz normal del sol, sino
que es fruto de una revelación imprevista, de un cambio, de un don. Para que las cosas cambien
también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el Tabor, es necesario que suceda
en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un joven o a una muchacha cuando se
enamoran. En el enamoramiento el otro, que antes era uno de tantos, o tal vez un desconocido,
de golpe se hace único, el único que interesa en el mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa
en un fondo neutro. No se es capaz de pensar en otra cosa. Sucede una verdadera
transfiguración. La persona amada es vista como en un halo luminoso. Todo aparece bello en
ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indigno de ella. El amor verdadero genera humildad.
Concretamente cambia algo incluso en los hábitos de vida. He conocido chicos a los que por la
mañana no lograban sacar de la cama sus padres para ir al colegio; si se les encontraba un
trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o bien se descuidaban en los estudios sin licenciarse
jamás... Después, cuando se han enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana
saltan de la cama, están impacientes por acabar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan
mucho. ¿Qué ha ocurrido? Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora lo
hacen por atracción. Y la atracción es capaz e hacer cosas que ninguna constricción logra; pone
alas a los pies. «Cada uno», decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».
Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser verdaderos cristianos,
convencidos, gozosos. «¡Pero la joven o el chico se ve, se toca!». También Jesús se ve y se
toca, pero con otros ojos y con otras manos: los del corazón, de la fe. Él está resucitado y está
vivo. Es un ser concreto, no una abstracción, para quien tiene esta experiencia y este
conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van aún mejor. En el enamoramiento humano hay
artificio, atribuyendo al amado dotes que tal vez no tiene y con el tiempo frecuentemente se
está obligado a cambiar de opinión. En el caso de Jesús, cuanto más se le conoce y se está
juntos, más se descubren nuevos motivos para estar orgullosos de Él y confirmados en la propia
elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo, el clásico
«flechazo». Si un chico, o una chica, se queda todo el tiempo encerrado en casa sin ver a nadie,
nunca sucederá nada en su vida. ¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está
convencido, o sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo
distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a
«frecuentarlo», a leer sus escritos. Sus cartas de amor son el Evangelio: ahí Él se revela, se
«transfigura». Su casa es la Iglesia: ahí se le encuentra.

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