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El pensamiento evoluciona a partir de una herencia que se inicia antes del nacimiento,
se nutre de cuanto aceptamos como verdadero y cambia con las nuevas creencias
resultantes del trato con los demás, del confronta miento con situaciones ambientales
y del resultado de nuestras reflexiones. Como resultado, el conocimiento es relevo de
ideas, creencias aceptadas que con el paso del tiempo son corregidas, ratificadas o
rechazadas. El conocimiento parte de algo para luego evolucionar, pero en sus
procesos no actúa solo el individuo, también interviene el grupo social que comunica la
identidad cultural. El individuo puede compartir, rechazar y hasta reformar la cultura,
pero nunca apartarla. La cultura forma parte del individuo como su propia piel,
constituye su identidad cultural. La cultura es parte de él y está sujeta a los mismos
procesos de conocimiento, sólo que los realiza con la lentitud que requiere asimilar los
procesos individuales.
Las culturas, aun habitando regiones naturales idénticas, no son iguales. Su diferencia
la establece el modo como sus individuos resuelven los obstáculos que el ambiente
exterior interpone. Los problemas para el desarrollo social y las formas de
solucionarlos, son la base para comparar las culturas. Para poder apreciar y
comprender nuestra propia cultura, es necesario el contacto respetuoso con culturas
diferentes. En las demás culturas podemos encontrar el espejo que nos devuelve
nuestra propia imagen cultural. Cada cultura es comparable con una arboleda que ha
echado raíces en un mismo suelo y que ofrece su variedad y semejanza de árboles, de
ramas y de frutos. Las migraciones son nuevos árboles y semillas trasplantados de
otros suelos, y cuya exuberancia a veces ahoga la expresión de las especies originarias.
Las culturas de los pueblos que habitaron durante muchos siglos lo que es hoy la
América Latina, sufrieron un choque violento a partir de la conquista española. Fueron
asfixiadas, doblegadas y casi físicamente destruidas. Sus habitantes pasaron de ser
entre 20 y 40 millones, a ser sólo de 4 millones, unos pocos años después. No porque
los españoles quisieran matarlos, ya que los necesitaban para trabajar, sino por el tifo
y la viruela que les contagiaron, enfermedades para las cuales los nativos no habían
creado anticuerpos.
En cuanto a los pueblos indígenas, a la llegada de los españoles, eran muy diferentes
entre sí, por su fisonomía, color, lengua, religión y costumbres. Carecían de cereales
para pan y de bestias domésticas. No conocían la rueda y su escritura la constituían
jeroglíficos. Los aztecas, mayas e incas, estaban más desarrollados, en lo que se
considera la Edad de los Metales. Tenían su arquitectura y una organización política y
social semejante a la existente en la cuenca del Mediterráneo, 2.500 años antes de
nuestra era. Constituyeron rudimentarios estados que se ha dado en llamar los
imperios aztecas e incas. Fueron agrupaciones de pueblos regidos por un orden militar
y religioso.
Las tribus menos avanzadas vivían todavía en la Edad de Piedra. Eran agrupaciones
diseminadas por todo el territorio americano, de muy variadas
costumbres, generalmente con guerreros feroces e indomables. Sus armas eran arcos,
flechas y macanas. Algunos utilizaban también lanzas y boleadoras con ramales o
sogas. Había tribus que ponían veneno en sus flechas. El vestuario y la vivienda
correspondían a las características del clima y su ubicación. Había tribus que andaban
desnudas, otras se cubrían con cueros de animales; algunas carecían de vivienda, otras
construían sus habitaciones utilizando ramas, hojas, troncos, cueros, barro y paja;
otras más habitaban cuevas y se alimentaban de la caza, la pesca, frutos y raíces. Las
tribus de las zonas templadas permanecían por tiempos en un mismo lugar, cerca de
donde cultivaban maíz, papa, frijol, y otros vegetales.
Cristóbal Colón llegó sin proponérselo a nuestra América con su flotilla de tres
carabelas. Venía en representación de los reyes católicos de Castilla y Aragón, en
busca de Catay y de Cipango, hoy China y Japón, en el territorio que ellos
denominaban Las Indias. En aquella época se sabía ya que el mundo era redondo.
Antes de decidir la partida, la reina Isabel La Católica reunió algunos sabios para
consultarles. Ellos estuvieron de acuerdo en considerar que era imposible que la
expedición llegara hasta Las Indias, en lo que estuvieron acertados; sin embargo, ante
la reina, fue más convincente la insistencia de Colón que la sabiduría de los
consultados y así el terco descubridor, buscando Las Indias se encontró con nuestra
América.
La expedición no era de conquista. Entre los papeles traídos por Colón estaban la
geografía de Ptolomeo, cartas de navegación, documentos de presentación de los
Reyes Católicos al Gran Kan y el libro de los viajes de Marco Polo, el veneciano. Este
libro estaba lleno de fantasiosas descripciones del grandioso imperio de Las Indias, con
hermosas tierras cultivadas, maravillosas vías de penetración, carrozas, caballos y
acogedoras posadas para los viajeros a lo largo de todos los caminos. Así que la
decepción de Colón y su comitiva debe haber sido grande, y la nueva realidad cambió
el objetivo diplomático de la expedición.
Los siglos XVII y XVIII de la colonia consolidaron nuestra cultura con el pensamiento
católico, sus creencias en verdades reveladas por Dios, en la verdad absoluta, en la
infalibilidad del papa, en la dualidad de cuerpo y alma, en la vida eterna, en el temor al
castigo y otras creencias sólo basadas en la fe religiosa que sumieron nuestra cultura
en un oscurantismo semejante al europeo en la edad media y del cual ya la cultura
Europa estaba emergiendo.
El control del clero y de las autoridades, agregado a la distancia de otras culturas más
avanzadas y a la casi ausencia de medios de comunicación, causó que América Latina
se mantuviera apartada de las nuevas ideas que surgían en otros continentes. Sin
embargo; en la soledad de nuestro exilio cultural se filtraban algunas novedades como
los derechos del hombre publicados en Francia, e introducidas subrepticiamente por
rebeldes mestizos cuyo dinero les permitía el privilegio de viajar, y que conspiraban,
ante todo por resentimiento con los españoles que los despreciaban y les dificultaban
la participación en la administración pública. Fue así como pudieron aprovechar la
ausencia de un rey “legítimo” en España, para declarar la independencia, organizar
campañas libertadoras, improvisar ejércitos y, culminar con éxito, después de algunas
batallas, la liberación del yugo español. No del yugo cultural de la religión, del cual
todavía no logramos liberarnos, ni del yugo despótico, porque la independencia fue el
cambio del gobierno monárquico de los “chapetones” por las dictaduras criollas
oligárquicas, de las cuales apenas podemos decir, con cierto optimismo, que acabamos
de salir.