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TRATADO DE CRISTOLOGÍA

LA CUESTIÓN HISTÓRICA SOBRE JESUCRISTO.


Al abordar el tratado de Cristología una primera cuestión se impone a nuestra
consideración. ¿Cuál es el objeto de nuestro estudio? ¿Cuál es el sujeto de nuestras
afirmaciones? La respuesta obvia es que trataremos acerca de Cristo como claramente lo
deja ver el nombre de este tratado. Pero ¿qué datos concretos tenemos sobre él? ¿Bastan
los datos de los evangelios para hacer un estudio válido de Jesucristo? Antes de dar
respuesta a esta última pregunta digamos que el objeto de nuestro estudio no es una idea
sino una persona concreta que vivió en un tiempo y espacio determinados. Este dato no
sólo nos es dado por los evangelios sino por fuentes profanas. Cristo, en efecto, vivió en
Palestina, bajo el imperio romano, en tiempos de los emperadores Augusto (29 a.C. – 14
d. C.) y Tiberio (14-37 d.C.). Así lo atestiguan Flavio Josefo, Tácito y Suetonio. Este dato
no es de poca importancia porque atestigua la realidad de la humanidad de Jesucristo. Él
fue un personaje real y humano, no una invención mítica de una comunidad de fe.
El año de su nacimiento parece que debe adelantarse unos seis o siete años. El
calendario cristiano actual, que cuenta los años a partir del nacimiento de Cristo, fue
confeccionado por el monje Dionisio el Exiguo que vivió en Roma en la primera mitad
del siglo VI. Según sus cálculos, Cristo nació el 25 de diciembre del año 753 de la
fundación de Roma. Pero casi todos están de acuerdo en afirmar que Dionisio retrasó en
unos seis o siete años el nacimiento de Cristo que, por lo tanto, debería ubicarse antes del
año 750 de la fundación de Roma. Si Jesucristo nació en Belén en tiempos del rey
Herodes, como atestigua Mt 2, 1, dado que este rey murió el año 4 a. C., resulta que el
nacimiento del Señor debe ubicarse un tiempo antes del 4 a. C.
En cuanto al 25 de diciembre, no hay acuerdo entre los estudiosos. Para algunos
se trataría de una fecha simbólica, esto es, el solsticio de invierno en el hemisferio norte;
para otros es un dato histórico.
A pesar de estas coordenadas geográficas y temporales permanece abierta una
cuestión: ¿a quién designamos en concreto con este nombre? ¿Es el Cristo que nos
transmiten los evangelios, y que, por lo tanto, ya es objeto de fe, o es Jesús de Nazaret a
quien conocieron y trataron quienes nos testimonian su fe en él a través de los evangelios?
El dilema entre el Cristo de la fe y el Jesús de la historia es falso, pero también es verdad
que plantea un problema que debe ser resuelto con cuidado. Los evangelios, a través de
los cuales tenemos acceso a la figura de Jesucristo, no son una crónica histórica o una
biografía de Jesús, sino un testimonio de fe puesto por escrito para que los que lo reciban
crean y alcancen la vida eterna, como dice la conclusión del evangelio de San Juan (20,
31). Estos testimonios, por otro lado, se han puesto por escrito en distintas circunstancias
y momentos, con ocasión y para fines diversos. Este hecho ha movido a algunos a
preguntarse si los evangelios no son, al fin y al cabo, una elaboración de fe de la cual no
podemos estar seguros acerca de su adherencia al dato histórico. Dicho en otros términos,
¿cómo asegurarnos que lo que los evangelios transmiten se corresponde con el mensaje
original de Jesús? Más radicalmente aún, ¿tiene el cristianismo una relación real con la
figura histórica y terrena de Jesús? ¿El kerigma que nos anuncia el evangelio tiene alguna
vinculación con la historia? Es fácil darse cuenta que la suerte del cristianismo depende
de esta vinculación, a menos que se acepte hacer de él una gnosis o un mito. Por mucho
que opine lo contrario R. Bultmann, no hay fe cristiana sin historia. Si los apóstoles
confesaron a Jesús como el Cristo e Hijo de Dios, es necesario que él mismo se haya
manifestado por sus palabras y obras como tal. Pero el interrogante permanece: ¿cómo
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podemos acceder a ello para asegurarnos de que realmente fue así? Es necesario,
entonces, que podamos establecer, por y en los evangelios, que no pueden ser tenidos
como una crónica, el fundamento histórico de nuestra fe en Jesucristo, el Señor. Lo que
así se plantea es el problema del acceso histórico a Jesús.
Este problema surge, en un primer esbozo, a partir del siglo XVIII, con H. S.
Reimarus (1694-1768). Lo elaboran, a continuación, David Strauss (1808-1874), Martin
Kähler (1835-1912) y William Wrede (1859-1906), pero pasa a la posteridad en la forma
radicalizada que le da Rudolf Bultmann (1884-1976) para quien no es posible acceder al
Jesús de la historia. Sólo es posible aferrarse al Cristo de la fe que, por otro lado, es lo
único necesario. La doctrina de origen protestante de la fe fiducial como encuentro de
subjetividades, diametralmente opuesta a la comprensión católica de la fe como
dogmática e histórica, abona eficazmente este escepticismo histórico.
Los discípulos de R. Bultmann reaccionan contra su maestro considerando
exagerado su escepticismo histórico y comienzan el camino de la afirmación de la
importancia del Jesús de la historia para la fe. Es la vía iniciada por Ernst Käsemann
(1906-1998), G. Bornkamm (1905-1990), Ernst Fuchs (1903-1983), G. Ebeling (1912-
2001) y James Robinson (1924-2016), hasta que J. Moltmann (1936-) y W. Pannenberg
(1928-2014) terminan afirmando la mayor relevancia de la historia ante la fe.
En el ámbito católico se busca encontrar un equilibrio entre el movimiento
pendular que va de la acentuación de la fe a la de la historia, cada vez con detrimento del
extremo opuesto. La exégesis católica, en efecto, aun a pesar de la diversidad de
interpretaciones concretas, afirma la identidad real entre el Cristo pascual y Jesús de
Nazaret. Separar del kerigma a Jesús sería caer en el gnosticismo, pero hablar solamente
del Jesús de la historia sin relación con la fe, sería renunciar a comprenderlo incluso en
su dimensión terrena. La exégesis católica, por tanto, se caracteriza por su fidelidad a esta
particularidad del misterio de Jesucristo. En el evangelio se anudan, sin separación,
aunque sea posible la distinción, el acontecimiento y la confesión de fe. El sentido que la
fe descubre es constitutivo del mismo acontecimiento salvífico, por eso no es posible asir
a éste sin la fe, del mismo modo que la fe no puede jamás prescindir del acontecimiento
que la funda.
¿Cómo es posible mostrar esta identidad teológica e histórica entre el Jesús de la
historia y el Cristo de la fe? Resumiremos, a continuación, los argumentos principales sin
mayor extensión porque ello forma parte de la teología fundamental.
Hasta el siglo XVIII el valor histórico de los evangelios descansaba,
fundamentalmente, sobre la afirmación de la autoría de los mismos. Si los evangelios
provenían directamente de los apóstoles y de los evangelistas que fueron inmediatos
discípulos suyos, no había por qué dudar de la historicidad de lo que narraban. El valor
histórico de los evangelios se apoyaba, así, en los datos del autor, lugar y fecha de
composición, las fuentes y la integridad del texto conformando lo que hoy se llama
“crítica externa”. La “crítica interna”, en cambio, ya no aborda el texto como desde fuera,
sino que se apoya en él tratando de mostrar, desde él mismo, cómo la mediación de la
Iglesia y de los evangelistas nos ha transmitido un evangelio en fidelidad al
acontecimiento histórico de Jesús. Es esta crítica interna la que ha cobrado auge desde el
siglo XVIII hasta hoy hasta casi desplazar la crítica externa como innecesaria o superflua.
La crítica externa, sin embargo, conserva su valor aportándonos datos importantes sobre
la autoría de los evangelios, la autoridad de sus autores y la actitud de la Iglesia frente a
las tendencias deformantes de los apócrifos y los escritos gnósticos.
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La crítica, la externa y la interna, en su conjunto, deben brindar respuesta a


diversos interrogantes. Ante todo debe responder si los evangelios fueron realmente
escritos por los autores a los que se les atribuye. Dicho de otro modo, ¿los evangelios son
auténticos? Por otro lado, suponiendo esta autenticidad, ¿poseemos nosotros, al cabo de
tantos siglos, el texto tal como salió de la mano de sus autores? ¿Se han introducido en él
cambios e interpolaciones? Por fin, en tercer lugar, ¿estuvieron los autores bien
informados sobre los hechos y dichos de Jesús? Es decir, ¿poseían la ciencia debida?
Además, ¿narraron la historia con objetividad? ¿Podemos decir que esos textos son
veraces? Es claro que el valor histórico y humano de los evangelios consta de estas tres
verdades: autenticidad, integridad e historicidad de los autores. Si se puede responder a
estas cuestiones el valor de los evangelios es indiscutible y su autoridad, histórica.
Es de aclarar que estas preguntas son las que deben hacerse a cualquier historia,
aun profana, para poder aceptarla como de valor real y no es necesario, por tanto, para
probar la autenticidad histórica de los evangelios, pedir más requisitos. Esto último es
importante porque muestra que los evangelios se encuentran en una posición privilegiada.
En favor de la autenticidad de los evangelios existe más tradición literaria que para
cualquier otro escrito profano. Según parece, a favor de la obra de Heródoto la primera
mención se encuentra en Aristóteles, a cien años de distancia de su muerte y la segunda
en Cicerón, más de 300 años después. Sin embargo, nadie cuestiona la autenticidad de la
obra de Herodoto. Si los argumentos de autenticidad de las obras de este autor son
consideradas suficientes, no hay por qué pedir más a los evangelios. Pero, además,
también estos últimos están en una posición privilegiada en lo que hace a la integridad
del texto. De ninguna otra obra se cuentan con tantos manuscritos de tanta antigüedad.
De Cicerón, por ejemplo, el códice completo más antiguo data del siglo VIII.
Una prueba capital de la genuinidad y autenticidad de los evangelios, cuyos
autores no le pusieron títulos, es que son atribuidos a San Mateo, San Marcos, San Lucas
y San Juan desde la misma vida apostólica según consta en testimonios de aquella época.
Desde ese entonces hasta el siglo XIX la tradición a favor de la autenticidad de los
evangelios es universal, constante y clara. Pero estos testimonios históricos son
fundamentales, en la ciencia histórica, para determinar un hecho histórico como es la
autoría de un texto. Por esto no son descartables o prescindibles por el hecho de ser
testimonios externos. Al contrario, las razones de índole interna serían más importantes
sólo si pudieran probar la falsedad de la autoría, pero no para mostrar su autenticidad.
Visto que los cuatro evangelios son auténticos, también es necesario añadir que
fueron escritos en pleno siglo I, como lo corrobora la crítica interna de cada texto,
fundamentalmente para los evangelios llamados sinópticos, redactados antes del año 70.
Para el de San Juan, en cambio, la fecha de composición no va más acá de fines del siglo
I. El evangelio de San Mateo fue el primero. Sigue en orden de antigüedad San Marcos,
con poca diferencia respecto del de San Lucas. Esta es la doctrina católica recogida por
la Pontificia Comisión Bíblica en los años 1907 (DH 3398-3400), 1911 (DH 3561-3567)
y 1912 (DH 3568-3578).
Pero ahora cabe preguntarse si los evangelios escritos por sus genuinos autores
son los mismos evangelios que hoy nosotros leemos. ¿Acaso no es posible descubrir en
ellos diversas capas redaccionales que nos permitan sospechar una ruptura, tal vez
irreconciliable, entre lo que los autores redactaron y lo que nosotros leemos? De hecho,
los textos completos de los evangelios están en pergaminos que datan del siglo IV.
¿Podemos asegurar su continuidad con los originales, de los cuales, por haber sido
escritos en papiro, sólo quedan pocos fragmentos? Si así no fuera, los evangelios
históricos serían una historia pasada y de los actuales no tendríamos ya seguridad de que
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fueran históricos. El problema de este modo propuesto es, por lo tanto, el del texto
original. ¿Cómo asegurarnos del texto original para poder juzgar los textos que hoy se
presentan como auténticos evangelios?
No es posible dar aquí la lista completa de los manuscritos con que se cuenta para
establecer el texto crítico de los evangelios. Baste decir que aunque tanta multitud de
documentos multiplica las variantes, al mismo tiempo garantiza la posibilidad de llegar
al texto original y de hecho es así. Las variantes son en cuestiones accidentales y ninguna
llega a tocar problemas dogmáticos o de moral. Puede decirse que el texto que hoy
poseemos es el mismo que se escribió en el siglo I. Hablo del texto en su lengua original
y no de las traducciones donde es posible encontrar variedad de interpretaciones.
Queda, por tanto, sólo dilucidar una cuestión más y es la de la ciencia y veracidad
de los evangelistas. Con esta respuesta quedará asentado definitivamente el valor
histórico de los evangelios. Éste es el problema actual y a nadie escapa la importancia del
tema. Si Cristo fue tal y como aparece en los evangelios, es más que hombre, es Dios. Si
la figura de Cristo está deformada, con buena o mala intención, el cristianismo tiene un
mal principio, un error de raíz del que difícilmente podrá sanar.
Es bueno, en este punto, recordar una afirmación de D. F. Strauss en su “Vida de
Jesús”, que fue uno de los pioneros en la negación de la historicidad de los evangelios.
Para este autor, si se pudiera probar que los evangelios fueron escritos por testigos
oculares, o por lo menos por autores vecinos a los sucesos, no podría negarse su
historicidad. Este punto que, para él fue la razón de su negación de la historicidad de los
evangelios es, para nosotros, la razón de nuestra afirmación de dicha historicidad, pues
ya hemos asentado científicamente su genuinidad. Tal es la conclusión a la que llega el
mismo Adolf von Harnack (1851-1930) en su “Esencia del cristianismo” a pesar de que,
por otro lado, considera al cristianismo católico una helenización indebida del
cristianismo genuino que puede leerse en los evangelios. Si a pesar de esto se sigue
rechazando en los ambientes de la crítica racionalista la historicidad de los evangelios no
es por una razón de crítica histórica, sino por razones a priori de otro orden, a saber, la
negación de la posibilidad del orden sobrenatural. Así, en la medida en que los evangelios
relaten milagros dejan de ser históricos, por dar cabida a lo sobrenatural que por principio
se afirma que no existe. De este modo, por ejemplo, piensa Ernst Renán (1823-1892).
Para él, con todo, los evangelistas son historiadores fidedignos que no mienten, por
ejemplo, cuando afirman que los discípulos creyeron en la resurrección del Señor. Este
fue, la fe de los discípulos, un hecho histórico innegable. Lo que no es verdad es que
Cristo haya resucitado. Para este autor, por tanto, todo lo que dicen los evangelistas tiene
un fundamento histórico pero hay que desnudarlo de lo que suponga una intervención
divina en el mundo. Por esta razón considera a los evangelios leyenda; no por no narrar
hechos históricos. No critica, entonces, la historia narrada por los evangelios, sino la
comprensión y vivencia erradamente sobrenatural de los hechos históricos por parte de
sus protagonistas reales. El viento de Pentecostés fue real; fue real también que los
Apóstoles lo asociaron a la venida del Espíritu Santo. Lo que no fue real, porque lo
sobrenatural no existe, fue la venida misma del Espíritu. El problema de la historicidad
de los evangelios, por consiguiente, tal como lo enfoca la tesis racionalista no es un
problema bíblico ni histórico, sino de filosofía religiosa. La cuestión última que aquí se
pone en juego es si Dios existe y si puede intervenir en el mundo, por ejemplo, haciendo
milagros.
Dejando de lado el prejuicio antisobrenatural de la crítica racionalista del siglo
XIX, y sin apoyarnos en el crédito que, a pesar de todo, conceden a los evangelistas como
historiadores fidedignos, asentemos la afirmación de la historicidad de los evangelios en
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los datos que sostienen, desde un punto de vista de examen interno, la ciencia y veracidad
de sus autores. En primer lugar, el marco en que los evangelistas encuadran la figura de
Jesús. Ese marco es histórico y totalmente congruente con los demás documentos de la
historia, de la literatura y la arqueología sobre el estado religioso, político y social del
judaísmo antes del año 70. No hay aquí lugar para sospecha alguna de fraude o de
desconocimiento del contexto en el que vivió Jesucristo. Por este título, los evangelios se
revelan nuevamente históricos.
El estilo sobrio de los evangelios también atestigua su historicidad y veracidad.
Es el modo de escribir de los testigos, contemporáneos de los hechos y de las personas.
No es el estilo de un novelista. El que conoce los hechos en su realidad no necesita
detenerse, cuando los narra, en su mutua unión y trabazón. Los evangelios no son una
vida de Jesús, sino cuadros tomados de la realidad para edificación de los fieles.
El lenguaje usado también prueba la veracidad y ciencia de los evangelistas. Nos
han conservado términos en desuso cuando ellos mismos escribían. Son términos que se
usaban en vida del Señor, como “Hijo de Hombre” o “Hijo de David” y “Reino de los
cielos”. Estos términos desaparecieron con la Ascensión de Jesús a los cielos. Se lo invocó
a partir de entonces como “Señor” e “Iglesia” suplantó a “reino d los cielos”.
Pero la mejor prueba de exactitud histórica es el contenido mismo de los
evangelios. En efecto, la doctrina de estos libros representa un estadio primitivo respecto
de la doctrina de las cartas de San Pablo que fueron escritas antes del año 66/67. Por
ejemplo, el dogma del mesianismo y divinidad de Jesucristo aparece en los evangelios
menos desarrollado que en otros escritos del Nuevo Testamento o posteriores. Si, como
pretende la crítica racionalista, los evangelios proceden de autores muy posteriores a los
hechos, ello debería reflejarse en su comprensión del Señor la fe de ese momento.
Deberían transmitirnos más al Cristo de la fe que el de la historia. Pero vemos que en los
evangelios los mismos apóstoles se presentan reacios a creer; tardos en confesar las
prerrogativas divinas del Señor que, en la época en que supuestamente deberían haber
escrito sus memorias según los racionalistas, ya deberían estar más desarrolladas. Que se
presenten duros en comprender; desconfiados a la hora de creer en la resurrección muestra
que no escribieron en momentos en que todo esto era creído unánimemente. Por todas
estas razones los evangelios gozan de un valor histórico indiscutible.
La crítica, sin embargo, insiste en que el texto que ahora leemos y que responde,
según la reconstrucción crítica actual, al original, no pertenece directamente a los que
hasta ahora fueron tenidos por sus autores. Se cuestiona, en otras palabras, que sean
auténticos, al menos según el sentido tradicional del término. La razón que aducen es que,
en el análisis interno del texto crítico son perceptibles distintas capas de tradición y
redacción que testimonian la intervención de distintas manos, en distintos momentos y
obedeciendo a diversas circunstancias. Dentro del ámbito católico, con todo, la aceptación
de este hecho no llega a quitarle historicidad a los evangelios. El cambio en la noción de
autor no desemboca, para la crítica católica, en una anulación de la autoridad. Aquí la
crítica externa revela su importancia. Aunque los testimonios antiguos desde San Papías
en adelante no parezcan científicos a la hora de asignar como autores personales de los
evangelios a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, sí aciertan en concederles autoridad. En
efecto, son unánimes en leer en ellos los hechos y dichos históricos de Jesucristo.
Difícilmente, dice la crítica católica, se pueda rechazar el alcance de un testimonio
semejante, aunque sea acrítico e ingenuo en su expresión, ya que procede de generaciones
muy cercanas al acontecimiento, que se entregaron al martirio por defender la fe en el
mensaje de Cristo transmitido por la tradición de la Iglesia y consignado en los
evangelios.
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Desde esta posición se entiende la necesidad de encontrar criterios de historicidad


que aseguren la historicidad de los evangelios. Ellos son necesarios desde el momento en
que se ha aceptado una distancia entre la historia y el texto por más que se asegure que
esa distancia no ha significado una pérdida de vista de la historia. Pero, ¿existe
verdaderamente esta distancia? Como sea, una vez que ella ha sido aceptada, la fidelidad
de la Iglesia en la conformación de los evangelios debe ser probada en forma concreta
indiscutible. Surgen, así, los criterios de historicidad:
- Criterio de fuentes múltiples: Puede considerarse como auténtico un dato
evangélico sólidamente atestiguado en todas las fuentes de los evangelios o en
la mayor parte de ellas. Marcos, fuente de Mateo y de Lucas; Quelle, fuente
de Lucas y de Mateo; las fuentes especiales de Mateo y de Lucas y,
eventualmente de Marcos. Por ejemplo, la misericordia del Señor con los
pecadores puede ser tenido como dato auténtico porque aparece en todas las
fuentes.
- Criterio de discontinuidad: Se puede considerar como auténtico un dato
evangélico que no puede reducirse a las concepciones del judaísmo o a las
concepciones de la Iglesia primitiva. Por ejemplo, es auténtica la orden del
Señor dada a los Apóstoles de no predicar a los samaritanos y a los gentiles
porque ello no corresponde a la situación de la Iglesia primitiva que se abre a
todas las naciones.
- Criterio de conformidad o continuidad: Es auténtico un dicho o un gesto del
Señor en estrecha conformidad con la época, el ambiente social, político,
económico, religioso de Jesucristo y, además, con la enseñanza esencial del
Señor sobre la instauración del Reino mesiánico. Resultan auténticas, así,
todas las parábolas que hablan sobre la llegada del Reino y las condiciones de
su desarrollo.
- Criterio de explicación necesaria: Es auténtico el dato que explica muchos
otros y sin el cual éstos permanecerían un enigma. Es auténtico el dato de la
divinidad de Jesucristo porque explica la multitud de hechos en los que el
Señor se manifiesta su superioridad, por ejemplo, sobre la Ley mosaica.

CRISTOLOGÍA BÍBLICA
Cuando los Apóstoles comienzan el anuncio del kerigma, una primera dificultad
de peso sale a su paso. Se trataba del lugar que ocupaba la nueva doctrina en el conjunto
de la revelación de Dios. En otros términos, lo que estaba en juego era nada menos que
la identidad de la nueva vida que se proponía. ¿Estaba el cristianismo naciente en
continuidad con el judaísmo veterotestamentario o había entre ambos una ruptura
insalvable? Ya el hecho de referirnos al Antiguo Testamento como “Antiguo” supone
una valoración particular de su relación con el llamado “Nuevo” Testamento. Con esta
terminología se da a entender que ha sucedido algo que ha hecho de la Escritura
precedente algo “antiguo”. ¿Considerar al Antiguo Testamento como “antiguo” es lo
mismo que tenerlo por superado? Los cristianos, es decir, los que abrazan la nueva
doctrina enseñada por Jesucristo, ¿siguen vinculados a las enseñanzas antiguas y a las
normas de vida que imponía? Éste es el tema debatido en el denominado Concilio de
Jerusalén. Desde aquella temprana edad dos posturas se enfrentaron: la de los judaizantes,
que reconducían el cristianismo al judaísmo; la de los cristianos que sostenían que la
nueva fe suplantaba la antigua Ley y, por lo tanto, que el cristiano no estaba obligado a
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su cumplimiento. Esta cuestión, expresada en términos generales, es la de la relación entre


el Antiguo y el Nuevo Testamento. Para poder responder a este interrogante debemos
dirigir nuestra mirada a lo que el mismo Señor nos enseñó al respecto. Es importante,
aquí, la lectura de Lc 4, 16-21. En este texto, Jesucristo se muestra el intérprete autorizado
de la Escritura. Los oyentes comprendieron lo que el Señor afirmaba y por eso, a pesar
de su admiración primera, se encolerizaron con él y quisieron matarlo.
En la sinagoga, el oficio de lecturas comenzaba con la lectura de un pasaje de la
Ley. Luego se leía un texto tomado de los profetas, frecuentemente de Isaías. Esta
segunda lectura era llamada “cumplimiento” y quería significar que lo anunciado en la
Ley era explicado y actualizado por los profetas. En el texto que ahora analizamos falta
la lectura de la Ley. Sólo se menciona el texto del profeta Isaías y el Señor se proclama
como su “cumplimiento”. Quiere decir que si bien el profeta cumple la Ley, Jesucristo
cumple al profeta y, en él, la Ley (Mt 5, 17). En el Señor alcanza su término (finis
perficiens sed non interficiens) lo que se anunciaba desde antiguo. Así, ante lo “nuevo”
que es Jesucristo, la Ley y los Profetas pasan a ser “antiguo” Testamento, pero no como
algo desvinculado del Nuevo, sino como lo que halla en él su acabamiento porque hacia
él se ordenaba por especial disposición divina. Toda la historia de la salvación converge,
ahora, en Cristo, como lo atestiguan, por otro lado, otros pasajes evangélicos: Jn 5, 39; 8;
56; Lc 24, 25-27.
Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento hay, por lo tanto, continuidad, pero
también ruptura en cuanto que el aporte del Nuevo supera lo antiguo y no es deducible a
partir de él. Lo “nuevo” se origina en una nueva intervención divina. No brota de lo
Antiguo como un árbol brota de una semilla. Lo nuevo no se construye sin lo antiguo pero
lo antiguo no se continúa, sin más, en lo nuevo. A partir de Jesucristo, por consiguiente,
ya no es posible realizar una lectura davídica del Antiguo Testamento, pero tampoco se
lo puede espiritualizar quitándole su sentido histórico. Cristo, en efecto, no puede
comprenderse sin el Antiguo Testamento. El Antiguo Testamento constituye el horizonte
mental en el que puede comprenderse todo el peso teológico de la cristología
neotestamentaria1, aunque lo “antiguo” no alcance para la comprensión de lo “nuevo”. La
cristología requiere, por lo tanto, la inclusión de un capítulo dedicado al análisis de los
elementos veterotestamentarios que nos permitan circunscribir mejor el misterio de
Jesucristo.
Ahora bien, cuando Adán pecó, Dios inmediatamente promete su redención que
llevará a cabo el descendiente de la mujer (Gn 3, 15). Esta promesa, que alimenta la
esperanza de Israel, es retomada y vuelta a proponer en distintas ocasiones que apuntan a
su cumplimiento definitivo en la persona del Mesías. Desde el descendiente de la mujer,
pasando por la descendencia de Abrahán, se llega a la figura del descendiente de David.

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“Ignoratio Scripturarum ignoratio Christi est”. Con esta frase resumía San Jerónimo la utilidad
y necesidad del Antiguo Testamento para los cristianos. Cf. In Isaiam, prólogo. Esta máxima así formulada
puede aceptarse sin dificultad. N. Füglister, en su artículo “Fundamentos veterotestamentarios de la
cristología del Nuevo Testamento”, Misterium Salutis III, p. 94-185, la comenta de esta manera: “Mientras
el Nuevo Testamento muestra “quién es Cristo”, el Antiguo Testamento nos dice “qué es Cristo”; si el
Nuevo Testamento proclama que Jesús es el Cristo, nos remite al Antiguo Testamento; a partir de éste
hemos de aprender qué significa ser Cristo (Hijo de David, Hijo de Dios, Hijo de Hombre y Siervo de Dios,
así como las palabras expiación, reconciliación, salvación y redención)” (ibi, p. 95). Esta interpretación,
aunque su autor aclare que se trata de un modo gráfico de expresarse, no parece certera. El Nuevo
Testamento no cumple solamente la función de mostrar a Cristo, sino también la de terminar la revelación
sobre él. El contenido del mesianismo del Señor no se cierra sobre el Antiguo Testamento. Hay algo más
que el Nuevo aporta y que no puede ser deducido a partir del Antiguo, aunque su comprensión dependa de
él.
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Así, la figura real retoma y condensa la antigua promesa de salvación. Un momento


culmen en el anuncio del mediador regio de salvación fue la profecía de Natán sobre la
casa de David (2 S 7, 12). Un descendiente de David cumplirá lo que Dios prometió en
los albores de la humanidad. Desde entonces, la figura del Mesías reviste caracteres
regios. El Mesías salvador será un hijo de David y, a través de él, entroncará y cumplirá
la promesa original repropuesta en Noé, Abrahán, Jacob y Moisés. La figura de Jesucristo
es incomprensible al margen de esta configuración del Mesías esperado: “Él será grande;
se llamará Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su Padre, y
reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin” (Lc 1, 32s).
Pero el Mesías prometido no sólo será Rey. También será sacerdote. Así lo
mostrará, de hecho, la Carta a los Hebreos. Ya en la profecía de Natán, el mesianismo
regio se abría a su condición sacerdotal a través del expediente de la construcción del
Templo (2 S 7, 11. 13). Pero el cumplimiento de esta figura mesiánica recibió, luego del
exilio, una concreción particular. La deportación a Babilonia supuso la cesación de la
dinastía davídica. Su lugar lo ocupó el Sumo Sacerdote considerado como legítimo
sucesor de la Casa de David. Al terminar el exilio, esta figura la encarnaron los
descendientes de Sadoq (Cf. Ez 44, 15), cuya descendencia acaba con Onías III alrededor
del año 170 a. C. Esta desaparición, al igual que la cesación de la dinastía davídica, no
llevó a los israelitas a pensar que las promesas de Dios ya no tendrían cumplimiento. Al
contrario, ellas se proyectan en un futuro en el que finalmente el Mesías las realizará
revistiendo condición regia y sacerdotal (Zac 3, 1-7; 4, 1-6a. 10b-14; 6, 9-15). Mientras
tanto, luego del exilio, la única institución que representa a Israel ante Yahvé es el
sacerdocio. La idea preexílica de que la misión del sacerdote sería, como la de cualquier
funcionario de la corte, entrar y salir en presencia del ungido de Yahvé, es decir, el Rey
(1 S 2, 35), pasa a ser algo dejado de lado. Lo que al principio fue la monarquía, ahora lo
es la mediación sacerdotal. Sólo ella procura y garantiza a Israel la salvación de Yahvé.
Esta mediación se verifica exclusivamente mediante el culto sacrificial, concentrado en
la idea de expiación.
Pero el Mesías profetizado y esperado desborda estas configuraciones
particulares. También se presentará como un “Siervo sufriente”, tal como aparece en la
segunda parte de la profecía de Isaías (42, 1-7; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13 – 53, 12). El
personaje descrito en estos cánticos no cuadra bien con una interpretación colectiva, como
si se refiriera al pueblo de Israel. Pero tampoco se ajusta bien a una interpretación
individual. Su realización en Jesucristo develará definitivamente su misterio. Este Siervo
será un profeta, predestinado antes de nacer (Is 42, 1; 49, 1. 5); elegido y llamado
solemnemente por Dios (Is 42, 1-5; 40, 3-11) para una misión (Is 42, 1s; 49, 2. 5s; 50, 4).
Sus destinatarios son el amplio campo de las naciones, reyes, islas y pueblos,
particularmente los ciegos, presos y pobres. Su función será la predicación y la enseñanza
de la Ley, lo cual le valdrá muchos sufrimientos internos y externos: morirá de muerte
violenta y será contado entre los malhechores, pero por este camino dará vida a muchos:
su misión consiste en ofrecer voluntariamente su propia vida. Pero por su obediencia,
Dios lo levantará y, con él, a todos los que crean en él.
Con la figura del Siervo sufriente estamos, ya, a las puertas del Nuevo Testamento,
pero aún quedan otras figuras que dibujan anticipadamente la fisonomía mesiánica de
Jesucristo. Hasta aquí esas prefiguraciones de Jesucristo mediaban la salvación ofrecida
por Dios en un sentido fundamentalmente ascendente. Pero también hubo en el Antiguo
Testamentos figuras cuya mediación salvífica era descendente. Su aplicación a Cristo
revela solapadamente el misterio de la encarnación. La salvación que aportará Jesucristo,
en efecto, no brotará desde abajo, es decir, desde el hombre mismo, sino desde Dios, esto
9

es, desde lo alto, aunque no caerá sobre el hombre como un aerolito sin relación alguna
con el hombre mismo. El Mesías esperado desempeñará una mediación trascendental que
supera las barreras del espacio y del tiempo. Estas mediaciones se concretizan, entre otras,
en la figura del Ángel de Yahvé. Él es portavoz y ejecutor de las órdenes divinas. En el
Antiguo Testamento algunas veces este Ángel se identifica con el mismo Dios (Gn 16,
13; Ex 3, 2); otras veces es un mensajero particular (Ex 23, 20-22), distinto de Dios pero
muy estrechamente unido a él, de manera que quien lo desobedece o desoye, desobedece
y desoye al mismo Dios; en fin, también recibe identidades precisas como San Miguel
(Dn 10, 13. 21) o San Rafael (Tb 3, 17). Este ángel desempeña funciones precisas. En
primer lugar, la función reveladora, sea porque manifiesta la voluntad de Dios, sea porque
interpreta a los videntes el sentido de las visiones apocalípticas. Está también la función
soteriológica. El ángel libera a Jacob de todo mal (Gn 48, 17), saca a Israel de Egipto y
lo conduce por el desierto hasta la tierra prometida (Ex 14, 19s; Nm 20, 16). Esta tarea
salvífica el ángel la desempeña no sólo sobre Israel, sino también sobre individuos (Gn
24, 7. 40; Dn 14, 34-39; Tb 3, 17). Estas mediaciones son descendentes, pero el ángel de
Yahvé también ejerce una función ascendente de intercesión (Tb 12, 12.15; Jb 33, 23s;
Zac 1, 12). Luego del exilio, Israel esperó para los tiempos mesiánicos que Dios enviara
a su ángel (Cf. Mal 3, 1 entendido a la luz de 3, 23. El ángel mensajero, equiparado a
Elías, es un mensajero celeste que vendrá al fin de los tiempos).
La mediación de la Sabiduría también anuncia y remite a Jesucristo. De ella se
predican propiedades que corresponden también al Señor. La Sabiduría divina es un
reflejo de Dios, fue engendrada por él (Pr 8, 24; Sb 7, 26); lo asistió en la creación (Sb 9,
9). Esta Sabiduría es fuerza de salvación para el hombre (Si 24, 6-8); habla en la Ley (Si
24, 23); suscita profetas (Sb 7, 27) y rinde culto a Dios (Si 24, 10). Tiene también función
regia (Pr 8, 15-16) y es dadora de vida (Pr 8, 35-36). No hay aquí, propiamente, una
expectación mesiánica, pero el mesías, que ejercerá las funciones sacerdotal, regia y
profética, poseerá también los rasgos descriptivos de esta Sabiduría, a la que el Antiguo
Testamento atribuye también el ejercicio de esas tres funciones mediadoras.
El “Hijo del Hombre” (Dn 7, 13-14), en fin, es un hombre que supera la condición
humana. Su origen es celeste. Tiene poder universal y es eterno (v. 14); es entronizado
por Dios como Rey. Esta entronización es fundamental porque acerca la figura del Mesías
Rey a la del Hijo del Hombre. Cuando Jesucristo se llame a sí mismo Hijo del Hombre
no habrá ya dificultades para ver en tal designación una indicación de su mesianismo
regio. Las mediaciones salvíficas del pueblo de Israel se revelaron insuficientes ante el
pecado del hombre. Ello dio pie a la literatura apocalíptica con la que a la vez que se
denunciaba el resultado trágico al que lleva el pecado, se abre paso la esperanza en una
salvación futura. Una de esas esperanzas fue encarnada en la figura del Hijo del Hombre
Con esta preparación se llega al Nuevo Testamento inaugurado por el nacimiento
virginal de Jesucristo. La fe en él se origina en su propia persona histórica, en su
enseñanza y en sus obras, pero principalmente en los acontecimientos de su Pasión y
Resurrección. La luz de la Pascua influye decididamente en la maduración de la fe de los
discípulos, pero no le da comienzo. Lo que los discípulos conocieron de primera mano (1
Jn 1, 1) acerca del Señor es profundizado luego de la Resurrección provocando una mayor
adhesión a él y expresándose en una reflexión cristológica incipiente. En la búsqueda
de esta primera reflexión cristológica no nos movemos con sentido arqueológico, es decir,
como si nos interesara rescatar datos originales para contemplarlos luego como piezas de
museo. Lo que aquí está en juego es la misma continuidad de la fe. La Iglesia de todos
los tiempos se apoya en la fe de los Apóstoles. Esa fe, aunque pueda desarrollarse y
conocer distintas profundizaciones a lo largo del tiempo, debe permanecer siempre la
10

misma. La fe no resiste a una hermenéutica de la discontinuidad. Preguntarse por la


primera reflexión cristológica equivale a aferrar el fundamento permanente de la fe
cristológica de siempre de la Iglesia.
Pues bien, aquella adhesión a Jesucristo se concretiza, al principio, como culto
comunitario. La liturgia se constituye, así, en el lugar privilegiado de la confesión vital
de la fe. Allí encontramos doxologías y oraciones; salmos y bendiciones; súplicas, himnos
y cánticos en los que resuena la primera comprensión del misterio de Jesucristo. En el
culto, la fe se actúa en el doble registro del creer y la confesión. Ambos aspectos se anudan
en apretada unidad en los documentos litúrgicos que nos transmiten los textos
neotestamentarios.
Las fórmulas más antiguas de esta fe/confesión se concentran sobre el “Señorío
de Jesús” manifestado por su resurrección. “Si confesares con tu boca al Señor Jesús y
creyeres en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,
9). Estamos ante los núcleos más fundamentales de la fe. Se los llama “homologías” y
tienen dos formas: la aclamación, que reúne uno o más títulos cristológicos, como el de 1
Co 8, 6: “Un solo Señor, Jesucristo” o el de 1 Co 12, 3: “Jesús es el Señor”. La otra
forma es la frase predicativa: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios” (Hch 8, 37).
Estas homologías se refieren al dato fundamental del acontecimiento Cristo, es
decir, su muerte y resurrección por nosotros (Cf. 1 Co 6, 14; 1 Ts 1, 10; Rm 5, 8; 4, 24-
25). Los títulos cristológicos privilegiados son “Cristo”, “Señor”, “Hijo de Dios”. Pronto
estas homologías conocen un primer desarrollo tanto hacia el nacimiento y preexistencia
del Señor, como hacia su exaltación y la Parusía. Se convierten, así, en el contenido
fundamental de los evangelios. Estos desarrollos no son meramente ocasionales o
productos de una ampliación inevitable. La fe de los Apóstoles no comienza con la
Resurrección del Señor aunque encuentre en ella la forma que da sentido a todo lo que ya
conocían sobre Jesucristo. Justamente, antes de la Resurrección está toda la vida terrena
del Señor que va disponiendo la mente y corazón de los discípulos a la plena fe que brota
de la Resurrección y, sobre todo, de Pentecostés. Los hechos de la vida terrena de Jesús
son indispensables para entender la Resurrección. De lo contrario, ésta sería una luz que
no tendría nada que iluminar. Por esta razón los evangelios no se contentan con narrar la
pasión, muerte y resurrección del Señor, sino que han incorporado estos desarrollos yendo
más allá incluso del tiempo, antes y después de los acontecimientos netamente históricos
de Jesús. Así, pues, a estos desarrollos de las homologías se los llama, con razón, “regula
fidei” porque son textos normativos de la fe y prefiguran los sucesivos símbolos de fe,
especialmente los bautismales.
Estas homologías se amplían también en otras expresiones litúrgicas como los
himnos En el Nuevo Testamento pueden enumerarse los siguientes:
1) Lc 1, 68-79
2) Lc 2, 29-32
3) Jn 1, 1-18
4) Ef 2, 14-16
5) 1 P 3, 18-22
6) Flp 2, 6-11
7) Col 1, 15-20
8) 1 Tm 3, 16
9) Hb 1, 2-3
Pero estas homologías no son la única fuente del desarrollo cristológico. También
son importantes los anuncios del kerigma que, como las regula fidei, contienen
11

embrionalmente lo que desplegarán ampliamente más tarde los evangelios. El culto y la


misión, por lo tanto, promueven y exigen un desarrollo cristológico. Los primeros
pasos en este camino se concentran sobre la resurrección y el misterio pascual del Señor
pero llegan a alcanzar estadios muy desarrollados en San Pablo y en San Juan donde
encontramos datos no sólo del Jesucristo terreno, sino también de su preexistencia y su
exaltación a los cielos luego de su resurrección.
El núcleo más antiguo de esta primera reflexión cristológica es e1 que se ha
llamado “cristología de exaltación”. Ella expresa la primera y más fundamental
confesión de fe en Jesús como Mesías y Señor, aunque la expresión “exaltar” es
relativamente rara en el Nuevo Testamento. Se la encuentra en Hch 2, 33 y 5, 31; también
en Jn 3, 14; 8, 28; 12, 32-34 y en Flp 2, 6-11. El primer texto, citado en su contexto
inmediato (vv. 32-36), dice así: “A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros
somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo
prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Pues David no subió a los cielos y
sin embargo dice: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus
enemigos por escabel de tus pies’. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios
ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”. A la
cristología de exaltación pertenece, según este texto, la afirmación de la resurrección
del Señor; su exaltación a la derecha de Dios; la misión del Espíritu Santo en
Pentecostés. La situación de Cristo luego de su resurrección es gloriosa, esto es, fue
elevado a los cielos. La resurrección de Jesucristo no fue, por lo tanto, una simple vuelta
a la vida o la sola recuperación de la forma divina original. Por su parte, la Ascensión de
Señor tampoco fue un hecho testimoniado por los que lo vieron subir a los cielos como
su bautismo o la transfiguración. Se trata, en cambio, de la exaltación y glorificación
de Jesús. Ello es algo más que ver subir un cuerpo a las alturas; es entender ese hecho
según su significado cristológico preciso de entronización y de entrega del señorío
universal. Su sentido pleno y sobrenatural se entiende como cumplimiento de las
antiguas profecías. Hay, allí, por lo tanto, un misterio que pide ser desentrañado. Por eso
se lo prueba con recurso a la Sagrada Escritura, particularmente el Sal 110, 1 y se lo
expresa con dos títulos: Señor y Cristo (o Mesías). Esto es lo que la fe confiesa antes que
nada sobre Jesús.
El título “Señor”, con todo, dice algo más que la exaltación de la humanidad de
Jesucristo y su entronización como Rey del universo. Indica, también, su pertenencia a la
divinidad. Confesarlo como “Señor”, entonces, no tiene solamente sentido soteriológico,
sino también ontológico. Jesús es de condición divina.
“Cristo” o “Mesías” se sigue de esto, es decir, el Mesías siempre fue considerado
por los judíos como Rey. Precisamente, para los judíos, el escándalo del mesianismo de
Jesucristo está en que es un Mesías sufriente. Pero la Iglesia comprende la realeza de
Jesús de un modo diverso. Llamar a Jesús, “Cristo”, no es reducir al Señor a una
comprensión judaica, sino mostrar la realización plena de esta condición por el camino
de la humillación. La Cruz no es un abandono de la condición regia, sino su modo perfecto
de realización. En efecto, para la fe de la Iglesia, el Señorío de Jesús supone, al igual que
su mesianismo, la cruz. La exaltación, por tanto, no indica que sólo a partir de la
resurrección Dios lo haya hecho Señor y Mesías, sino que muestra cómo Jesucristo, que
fue Señor y Mesías antes de la resurrección, con ella alcanza el talante glorioso que
esperaban los judíos del Mesías terreno. La resurrección es la “exaltación” a la derecha
del Padre de aquél que, ya en su estadio terreno, era Señor y Mesías, pero en la
humillación de la carne. Para la fe de la Iglesia naciente, Jesús glorificado a la derecha
del Padre no es simplemente el Mesías constitutus, mientras que en su etapa terrena era
12

solamente el Mesías designatus. Y tampoco puede pensarse, como hacen algunos


apoyándose en Hch 3, 20s, que la elevación a la diestra del Padre sea equivalente a un
retener al Señor en el cielo hasta que, manifestándose al final de los tiempos, sea
constituido definitivamente como Mesías.
A este primer núcleo de reflexión cristológica sigue otro que reconoce en Jesús
las dos dimensiones de su definición soteriológica, la terrena y la celeste. Es la llamada
“cristología de los dos estadios”. Esta cristología, siendo también primitiva, sigue a la
primera de exaltación y se presenta como un complemento necesario para dar razón
integral del mesianismo que la fe de la Iglesia confiesa a propósito de Jesucristo. Así, por
ejemplo, puede leerse esta cristología en Rm 1, 3-4: “… su Hijo, nacido del linaje de
David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro…” (Cf. 1 Tm 3, 16; 1
P 3, 18). La consideración de estos dos momentos de la vida del Señor dio pie,
posteriormente, a la doctrina sobre las dos naturalezas, pero en esta formulación la
perspectiva no es tanto ontológica como histórico-salvífica. El problema afrontado no es,
aquí, el ser de Cristo, ni siquiera en el plano antropológico que distingue carne y espíritu.
Se trata del misterio redentor actuado por el Señor, en cuanto Cristo, en dos estadios, el
terreno y el espiritual, unidos ambos por la resurrección. En otras palabras, siempre se
trata de la confesión de Jesús como Señor y Cristo más que como hombre y Dios,
pero ahora mostrando más explícitamente que su señorío y mesianismo no es algo que
compete a Jesús sólo después de su resurrección, sino ya desde su vida terrena. El señorío
y el mesianismo no son premios otorgados a Cristo a posteriori por su obediencia filial,
sino su definición soteriológica. De aquí poco falta para pasar a su definición ontológica
y, de hecho, los elementos constitutivos de la misma no faltarán en los escritos del Nuevo
Testamento.
Los datos cristológicos del Nuevo Testamento pueden ordenarse sistemáticamente
en torno a dos ejes: la humanidad y la divinidad del Señor. Hay títulos, en efecto, que
hacen referencia a su humanidad (“Cristo”, “Profeta”, “Hijo de Hombre”); otros, a su
condición divina (“Señor”, “Hijo de Dios”). Ambos, sin embargo, son necesarios para
rendir cuenta de su misterio, tanto en el plano ontológico como el soteriológico. En efecto,
la verdadera humanidad y divinidad de Jesucristo es fundamental para entender su misión
salvífica; los rasgos que definen su talante como Redentor abren a la confesión de su
misterio ontológico como Dios hecho hombre. Los evangelios y los himnos cristológicos
arriba mencionados corroboran esta afirmación.

La cristología de los evangelios.


En efecto, San Marcos presenta al Señor en torno a dos títulos, “Cristo” e “Hijo
de Dios”. El primero podríamos catalogarlo como de carácter soteriológico; el segundo,
ontológico. La confesión de la índole mesiánica (soteriológica) de Jesús es clara en labios
de San Pedro: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29), pero necesita, inmediatamente, de una
aclaración fundamental: su mesianismo será paciente. La gloria, ciertamente, le
pertenece como al Hijo del Hombre, pero se revelará sólo al final cuando, por su
obediencia filial, muera en la cruz y sea resucitado por el Padre al tercer día. La figura
del Hijo del Hombre que Jesús reivindica para sí equilibrándola con el anuncio de su
pasión (Mc 8, 31), expresa el talante misterioso e inédito de su mesianismo. Si durante su
vida pública no se percibe su gloria no es porque no le pertenezca, sino solamente porque
no es tiempo de su manifestación. Cuando ella se muestre, entonces, no será porque recién
allí la haya alcanzado, sino porque sólo en ese momento la hará visible. Por eso, sólo en
13

la inminencia de su cruz admitirá el Señor su condición mesiánica (Mc 14, 62) admitiendo
ser el Hijo del Hombre glorioso, sin temor, ya, a que su mesianismo no sea visto como
paciente. Antes de ese momento siempre impondrá el denominado “secreto mesiánico”
(Mc 8, 30) 2. En la cruz, pues, se revela plenamente el misterio de su mesianismo: él es el
Hijo de Dios manifestado como tal en la obediencia al Padre hasta la muerte. El
sufrimiento, pasión y muerte de Jesús revelan a una, por su obediencia y sumisión, su
filiación divina y, por su humillación, el sentido paciente de su mesianismo, es decir, los
aspectos ontológico y soteriológico, respectivamente, de su misterio.

Para San Mateo, por su parte, el título que le permite develar el misterio de Jesús
a los destinatarios judíos de su evangelio es “Hijo de David”. Es en tanto tal que San
Mateo presenta el mesianismo de Jesús, es decir, como el que cumple las promesas hechas
al pueblo que desciende de Abrahán (Mt 1, 1). Es este carácter soteriológico del misterio
de Jesucristo, es decir, su ascendencia davídica y abrahámica, el que da pie a San Mateo
para presentar su aspecto ontológico: Jesucristo, Hijo de David e Hijo de Abrahán es,
también, Hijo de Dios (1, 20; 14, 33; 16, 16). La prueba la aporta, otra vez, el Sal 110,
1, como puede leerse en Mt 22, 41-45. Esto mismo explica que este Hijo de David sea
también llamado “Kyrios” (9, 28; 15, 22. 27; 20, 30-31). El mesianismo de Jesucristo,
por lo tanto, hunde sus raíces no tanto en su genealogía davídica cuanto en su filiación
divina, que San Mateo repite más veces que la misma filiación davídica (2, 15; 3, 17; 4,
3. 6; 8, 29; 11, 27; 14, 33; 16, 16; 17, 5; 21, 37; 24, 36; 26, 63; 27, 40. 43. 54)3.

San Lucas, en cambio, prefiere el título “Profeta” para poner de manifiesto el


misterio de Jesucristo: él es el Mesías Salvador porque es el Profeta esperado desde
antiguo. En efecto, en tiempos del Señor, Israel esperaba la venida del Profeta por
excelencia fundado en la profecía de Dt 18, 18. Pero la muchedumbre que sigue a
Jesucristo, así lo considera. Es más, no sólo la gente del pueblo tenía al Señor por Profeta
(7, 16), sino también sus discípulos (24, 19. 21) y el mismo Jesucristo se proclamaba así
(13, 32-33). En este último texto, el Señor (v. 31) se nombra a sí mismo “Profeta” (v. 33)
en una misión que debe llevar a término (v. 32) en Jerusalén (v. 33). El término es su
muerte (v. 33) violenta (v. 31), como conviene (v. 33) a un profeta. Su misión, según

2
El “secreto mesiánico”, sin embargo, no debe ser tenido solamente como un recurso didáctico,
ni de San Marcos, ni del Señor. Tiene, más bien, un sentido teológico profundo ordenado a la revelación
plena del misterio de Cristo y responde a un hecho histórico: el Señor mismo impuso ese secreto. Se ha
dicho que la razón de tal imposición fue corregir la perspectiva política que los judíos tenían del Mesías
que esperaban. Es probable que esta razón haya influido en la implementación del “secreto mesiánico” por
parte del Señor. Pero no hay que perder de vista que ese secreto también tiene que ver con la incomprensión
de la muchedumbre y hasta de sus propios discípulos; incomprensión que acabará en la muerte del Señor.
El “secreto mesiánico” pertenece a la esencia del misterio redentor de Jesús. Su poder salvífico no debía
manifestarse más que en el abandono y la muerte en cruz. No es, pues, un simple medio de transmisión con
claridad de un mensaje, sino la exposición fiel del misterio del Señor que incluye como elemento esencial
la pasión y muerte en Cruz. Esta interpretación del secreto mesiánico se opone diametralmente a la de W.
Wrede, para quien ese secreto testimonia, por un lado, la ausencia de mesianismo en el Jesús terreno y, por
el otro, la “mesianización” posterior de la figura del Señor.
3
A veces, el título “Hijo de Dios” no conlleva ninguna novedad respecto del uso judío de ese
título. También en este sentido, por ejemplo, lo usan los demonios (4, 3. 6; 8, 29; 26, 63; 27; 39-40. 41-43).
Pero al corregir el Señor este modo judaico de comprender el mesianismo, orienta a entender el título “Hijo
de Dios” en la línea de la sumisión y obediencia (4, 10; 27, 43). Pero en Mateo, además, “Hijo de Dios”
expresa la fe cristiana en la filiación divina (3, 17; 27, 54; 17, 5; 14, 33; 16, 16; 11, 27). La penetración de
esta comprensión de la filiación divina de Jesús se expresa finalmente en el mandato misional: Bauticen en
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (28, 19).
14

voluntad divina (v. 33), se debe cumplir en Jerusalén, no como punto geográfico, sino
como lugar del sacrificio. Si Lucas presenta al Señor en camino a Jerusalén, es porque es
Profeta y ningún profeta debe morir fuera de Jerusalén. La perspectiva del tercer
evangelista, por tanto, es más soteriológica que ontológica.

San Juan, en cambio, en su evangelio, muestra el misterio del Señor tal como él
se ha manifestado en su vida pública y en su muerte y resurrección. Para presentar este
misterio, San Juan recurre, a lo largo de todo su evangelio, a la interrogación sobre el
Señor. En distintos círculos se propone reiteradamente la pregunta sobre él: 4, 12. 29; 12,
21; 19, 8-9; 7, 26-27; 8, 53; 10, 24; 9. 17. Resalta en la presentación de este interrogante
el contraste entre su condición humana y su condición divina. Es un hombre, pero que
dice la verdad que oyó de Dios (8, 40). Es un hombre que se hace Dios (10, 33).
La respuesta que se ofrece a esta pregunta es variada y se da de distintas maneras.
Sin recurrir a una formulación abierta, Jesucristo es presentado implícitamente en el
centro del mundo judaico y del interés universal. Como centro del pueblo judío, Jesús
aparece como el punto de convergencia de toda la Sagrada Escritura (1, 45; 5, 39. 46; 12,
12-16; 19, 24. 36-37; 20, 9). Además, los grandes personajes del Antiguo Testamento son
figuras del Señor o dicen referencia a él: 8, 56; 1, 51; 4, 12; 1, 17; 5, 46. Lo mismo debe
decirse de acontecimientos veterotestamentarios: 3, 14-15; 6, 32-33; 7, 37-38; 8, 12; 1,
29.
Pero no sólo la Sagrada Escritura, con sus personajes y hechos, muestran a Jesús
en el centro del pueblo judío. También el culto está todo orientado hacia él. El esquema
litúrgico del evangelio se ordena a mostrar cómo las distintas fiestas litúrgicas tienen en
el Señor su sentido pleno. El recuerdo del agua de la Roca en la fiesta de los Tabernáculos
explica las palabras de Jesús en 7, 37-38. En cada fiesta litúrgica en la que participa el
Señor se puede ver un aspecto relevante de la revelación de su misterio porque esas fiestas
apuntaban hacia él como hacia la plenitud de su sentido. No se trata, por lo tanto, de
simples alegorías que iluminan el misterio de Cristo. Se trata, más bien, del sentido último
de la revelación de Dios y de su plan de salvación: el culto y glorificación del Padre y de
su enviado, Jesucristo.
Pero el Señor no sólo es presentado por San Juan como el centro del pueblo judío,
sino también del mundo, ante el cual se presenta como Luz (8, 12), Camino (14, 6), Pan
(6, 35. 41), Verdad y Vida (14, 6). La universalidad de la persona del Señor se pone de
relieve en labios de los samaritanos (4, 42).
También el interrogante sobre el misterio de Jesús recibe en el evangelio de San
Juan una respuesta explícita y variada. Así, por ejemplo, Jesús se presenta como “el
Enviado del Padre”. Aunque el Antiguo Testamento conoce muchos “enviados”, como
Moisés, Jeremías, Isaías, Juan Bautista, etc., “Enviado” en este evangelio es sinónimo de
“Jesús”. No hay un momento determinado en la vida del Señor en el que se lo “envíe”.
Su misión lo define permanentemente y se confunde con su ser. En cuanto “enviado” no
sólo debe transmitir un mensaje, sino que él es el mensaje; lo que debe transmitir es el
hecho y realidad de ser “enviado”, lo que Jesucristo es. Su ser se aclara en relación al
Padre que lo envía. El título, por tanto, lleva una fuerte carga trinitaria.
También la apelación “Hijo de Hombre” responde en Juan al interrogante sobre
quién es Jesús. Pero, a diferencia de los evangelios sinópticos, en Juan interesa, sobre
todo, la condición celeste por origen de este Hijo de Hombre. Esto es una consecuencia
lógica de haber mostrado al Señor como “Enviado del Padre”. Esto explica también por
15

qué la vinculación del Hijo del Hombre con el sufrimiento y la muerte, presente en los
sinópticos, en Juan, sin desaparecer, es presentada como “elevación” de Jesús en Cruz
(12, 34).
Pero el título “Hijo de Hombre” en San Juan no se entiende sólo como indicación
del origen divino del Señor, sino también en conexión con otros dos títulos: “Mesías” e
“Hijo de Dios” (20, 31). En efecto, en el cuarto evangelio la denominación de Jesús como
Mesías tiene diversidad de contenido según las personas que utilizan este título, a saber:
la muchedumbre (7, 26), la samaritana (4, 29), Marta (11, 27), los discípulos (1, 41) o el
mismo Jesucristo (4, 26). Es llamativo que en boca de distintas personas el término
Mesías o Cristo esté acompañado de artículo. Quiere decir que se refiere a una persona
determinada y esperada (1, 20. 25. 41; 10, 24; 11, 27). Cuando Jesús se llama a sí mismo
“el Cristo” (4, 26) se identifica con esa persona esperada según las Escrituras.
El título “Hijo de Dios”, en cambio, tiene un sentido genérico y no necesariamente
mesiánico. Específicamente designa a aquél que es objeto de una especial predilección
divina. Así, por ejemplo, se emplea en 1, 34 y en 1, 12. En este sentido genérico aparece
aplicado tanto a Jesús como a Juan Bautista. Pero también se lo aplica en un sentido
mesiánico más o menos claro en 10, 36; 19, 7; 5, 18; 3, 16. 18; 5, 25; 11, 4. Este contenido
mayor se confirma por el modo de dirigirse de Jesús a Dios llamándolo “mi Padre” o
“Padre” (20, 17). Esta relación del Señor con “su” Padre se expresa en el mutuo
conocimiento único (1, 18; 10, 15, 17, 25), en el amor recíproco excepcional (5, 20; 14,
31; 17, 24.26), en la unidad en el actuar (5, 17. 19. 26. 30), en su unidad (14, 10; 17, 21-
22). Conocer esta única y exclusiva filiación divina que se da en Jesús es el fin del
evangelio de Juan (20, 31).
En Jesús, Enviado del Padre, Hijo del Hombre, Mesías e Hijo de Dios, se dan cita
lo poderoso de su ser divino como Palabra que existía desde el principio, y lo frágil de su
ser humano como Verbo hecho carne. Esto es lo que San Juan oyó, vio y tocó de la Palabra
de vida que se manifestó (1 Jn 1, 1-2). Esto lo comunicó por escrito para que creamos que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y creyendo tengamos vida en su nombre (20, 31).

Cristología de los himnos más antiguos.


Flp 2, 6-11
El himno responde a la intención de San Pablo al escribir a los filipenses. Los
cristianos de Filipo están divididos. San Pablo los llama vivamente a la unidad (2, 1)
proponiendo el ejemplo de Jesucristo (2, 5), su unidad con el Padre, su renunciamiento y
su humildad (2, 3). Pero no debe entenderse este ejemplo en un sentido meramente ético.
San Pablo quiere fundar en el ser mismo de Cristo el ser y el obrar de los cristianos. La
incorporación al ser de Cristo del cristiano es la razón de la imitación de su obrar
guardando la unidad a costa, incluso, de humillaciones.
El Apóstol brinda, aquí, la primera cristología completa, puesto que atestigua los
tres modos de ser de Cristo: su preexistencia, su condición terrena y su glorificación
pascual. Cristo, en efecto, es aquí confesado, ante todo, en su condición divina. “Ἐν
μορφῇ Θεοῡ” significa la realidad de Dios. Esta realidad se confirma por la igualdad de
Cristo con Dios. En efecto, fuera de su humanidad, Cristo no tiene otro modo de ser que
el divino. Tiene, por lo tanto, derecho estricto a todos los privilegios de Dios y le
pertenecen eternamente. Cristo hombre podría haberlos reclamado estrictamente, con
toda justicia, desde la encarnación. Su humildad no está en un despojo de esos
privilegios, sino en no querer reclamarlos. Esto es lo que se designa con la expresión
16

“μορφῇ δούλου”, “forma de siervo”. El himno, en realidad, parte de este punto y se eleva
a considerar la condición divina preexistente del Señor.
Esta referencia a la preexistencia con el verbo ὑπάρχω (haber/poseer) puede
entenderse en relación a la condición divina del Señor antes de la encarnación, pero es
mejor entenderla de esa condición conservada en su realidad terrena, aunque sin
reclamar los privilegios que le son inherentes. Cristo, en efecto, al hacerse hombre no
abandonó su divinidad, sino que en lugar de elegir el camino de los honores, escogió el
de la humildad que le ofrecía el Padre, tomando verdadera forma humana y haciéndose
Siervo. De este modo, el himno considera la encarnación más como estado o
condición que como nacimiento humano. El que se manifiesta en la humildad de la
carne es, en realidad, el Hijo de Dios. Posee verdaderamente esta dignidad, pero
momentáneamente resignó sus privilegios. Esta libre resignación San Pablo la llama
“anonadamiento” (ἑαυτὸν ἐκένοσεν), con clara referencia a Is 49, 4. Este anonadamiento
no se verifica simplemente por la encarnación, sino también, y sobre todo, por haber
asumido la forma de Siervo hasta la muerte en cruz. De aquí que la palabra fundamental
del himno sea “se humilló” (ἐταπείνωσεν).
A esta obediente humillación corresponde la exaltación del Siervo en su
humanidad. El-Nombre-sobre-todo-nombre es “Jesús”, no sólo como apelativo, sino su
misma realidad significada por ese nombre (v. 10). La exaltación de Cristo, por lo tanto,
será cósmica: “sobre-todo-nombre” (Cf. Is 45, 23; 49, 6-7. 23). No se trata, por
consiguiente, sólo de ejercer el poderío divino del que se privó voluntaria y
momentáneamente. Cuando doblamos las rodillas ante Jesús, lo adoramos en su
humanidad exaltada, la que recibió el gran Nombre, y no sólo por ser Dios. “Jesucristo
es el Señor” (v. 11).
Cristo es el Hijo de Dios antes y después de la encarnación. El Hijo eterno de
Dios, por lo tanto, no se convierte en hombre, pero para llegar a él habrá que hacerlo a
través de la humanidad que él asume. Por esto mismo, la exaltación del Señor no es la
suspensión de su humanidad para que el Hijo de Dios se manifieste como tal a los
hombres.

Col 1, 15-20
A diferencia del himno anterior, este himno no se concentra sobre el curso de la
vida del Señor, sino en los efectos de su intervención en el mundo. Había en Colosas un
incipiente gnosticismo que amenazaba con quitar a Cristo todo lugar en la creación y
redención. San Pablo enfrenta esta herejía con la presentación del rol central de Jesucristo
como mediador en la creación y su primacía absoluta en la redención. El himno pone
las bases de una cristología cósmica con los siguientes títulos atribuidos a Cristo: Imagen,
Primogénito, Creador, Primogénito entre los muertos, Plenitud.
La fuente del primer título, “imagen”, está en Gn 1, 27 y Sb 7, 25ss. La primera
referencia acentúa la humanidad de Cristo; la segunda, su trascendencia. En Cristo
hombre, Dios invisible se da a conocer y manifiesta su presencia. Apelando a este título,
el himno señala la significación cósmica de Cristo. No hay ángel o potencia que pueda
suplir o completar el rol de revelador y salvador atribuido a Cristo. Lo inefable del Padre
se expresa en él.
Pero “imagen” dicho de Cristo también tiene el sentido de “modelo”. Él es el
paradigma en el que la creación encuentra su sentido. De aquí que de “imagen” se
pase, sin solución de continuidad, a “primogénito de toda la creación” (vv. 15b-16). En
17

efecto, la función especial del Señor en el cosmos, “imagen/modelo”, justifica su puesto


eminente en él y, por ende, el título “Primogénito”. Este puesto cósmico es el que ocupaba
la Sabiduría en el Antiguo Testamento (Pr 8, 22; Jb 28, 23-27). Esta primacía cósmica
corresponde al Señor en cuanto Dios y en tanto hombre. En Cristo, Sabiduría
hipostasiada, los hombres contemplan la gloria de Dios (2 Co 3, 18) y Dios brinda la clave
de sentido del mundo.
Esta primacía cósmica de Cristo “Primogénito” es universal. Hasta los ángeles le
están sometidos, no sólo como seres creados (invisibles), sino también en el poder que
tienen en el cosmos (principados/potestades). La primacía cósmica del Señor sobre estos
poderes tiene sentido salvífico para el hombre y para el cosmos dado que en San Pablo
estas potencias no siempre tienen sentido positivo (1 Co 2, 7-8).
Cristo también es “Principio” (ἀρχή), título de la Sabiduría creadora junto con el
de “imagen”. La obra de Cristo implica un nuevo acto fundacional, un nuevo comienzo
verificado en la resurrección o, mejor dicho, el término pleno del objetivo original.
“Principio” y “Primogénito” indican que la resurrección de Cristo no es sólo la causa
ejemplar, sino también la eficiente de nuestra resurrección4. También en el plano cósmico
Cristo ejercía una primacía como “Primogénito” y lo hacía sobre todas las cosas, incluidos
los ángeles. Ahora, en el plano soteriológico, esta Primogenitura es de resurrección, como
principio de vida de los cristianos, constituyéndose así en Cabeza del Cuerpo que es la
Iglesia, esto es, Jefe y Principio de vida.
“Primero en todo” (v. 18c) retoma y explicita el sentido soteriológico de la
Primogenitura cósmica de Cristo sobre los principados y potestades antes mencionada.
Lo que el Señor logró por su resurrección es una victoria definitiva que deberá
manifestarse hasta el fin de los tiempos hasta que sea “Primero en todo”.
Pero esta apreciación soteriológica de la Primogenitura del Señor no olvida su
dimensión cósmica. La obra de Cristo no deja fuera la creación pues por ella comenzó.
La palabra “Plenitud” (πλήρωμα) da razón de ello. Cristo será el “Primero en todo” porque
Dios hizo residir en él toda “Plenitud”, es decir, toda gracia. En términos más escolásticos,
la gracia que Cristo recibe por la unión hipostática es una gracia capital, una “Plenitud”,
una fuente infinita de gracia.
Pero esta gracia se derramará, para que él sea “Primero en todo”, no solamente
sobre los hombres que constituyen el cuerpo de la Iglesia, sino también sobre la creación
entera. El cuerpo del que Cristo es la cabeza no es solamente la raza humana, sino todo
el universo. La palabra σωμα no expresa adecuadamente esta idea y por eso introduce
πλήρωμα. Cristo tiene un rol cósmico no sólo en cuanto creador, sino también en cuanto
redentor porque la redención comienza por la creación.

Hb 1, 2-4.
El autor de esta carta presenta a Jesucristo como el Hijo que lleva a acabamiento
la revelación del Padre (v. 2). El título “Hijo” pone de manifiesto la especial relación que
une a Jesús con Dios Padre. Ésta es la razón por la cual se atribuyen al Hijo los términos
“resplandor” e “impronta” (v. 3).
La relación de Jesucristo con Dios es, ante todo, como la del reflejo con la luz que
lo origina. Pero también es “impronta” o “trasunto”. El diccionario define “impronta”

4
Respecto de la creación, la causalidad de Cristo, hombre, no es tan fácil de especificar. El tema
es más explícitamente estudiado en el tratado de creación.
18

como reproducción de imágenes en hueco o en relieve. “Trasunto”, en cambio, es una


copia proveniente del original o una representación que imita con propiedad alguna cosa.
Ambos términos vienen a indicar la total concordancia entre Jesús y Dios.
Pero esta concordancia supone y sanciona, a la vez, la distancia entre ambos. En
efecto, toda concordancia se da entre al menos dos. Con todo, esta concordancia no deja
de afirmar la identidad entre Jesús y Dios. Según la Biblia de Jerusalén, “resplandor”
indica la distinción. Jesucristo es, como lo confesamos en el credo, lumen de lumine.
“Impronta”, en cambio, señala la identidad de naturaleza, como “imagen” lo hacía en Col
1, 15. Estos términos, además, muestran un orden de procedencia. El resplandor no sería
sin la fuente luminosa; la impronta supone el original.
Jesús, “Hijo”, “resplandor” e “impronta”, es mediador en la creación (v. 2), pero
no sólo por ser igual a Dios en su naturaleza divina (impronta de su substancia), sino
porque habiendo muerto en la cruz para la purificación de los pecados, ha sido exaltado
a la derecha de Dios (v. 3). Hay, aquí, convergencia con la cristología cósmica de Col 1,
15ss. Esta mediación cósmica no se verificó solamente al comienzo de la creación, sino
que se actúa también en el presente (“el que sostiene todo” es un participio presente) y
hasta el final. Jesús impide que la creación vuelva a la nada y al caos. Lo hace con el
“poder de su palabra”. La creación por la palabra de Gn 1 queda, así, cristologizada. La
mediación de Jesucristo es universal. No se necesita, ya, ninguna otra mediación, ni
humana ni celestial (v. 4).
El lenguaje empleado por el himno es semejante al de Filón, influenciado de la
cosmovisión platónica. Pero aunque ambos tengan como trasfondo Sb 7, 24ss, la
diferencia es grande. El autor del himno no habla de una idea, sino de una figura histórica
concreta: Jesús de Nazaret, el Cristo. Con terminología afín a la filosofía alejandrina, aquí
se describe la pertenencia a Dios y el actuar divino del Hijo, Jesús, como centro
misterioso del mundo, que nos trae la revelación plena de Dios y ha llevado a cabo la
plena reconciliación del mundo con él.
La redención aportada por Cristo es descrita como “purificación de los pecados”
y supone, naturalmente, la muerte de Jesús. Toda su vida, a cuyo través se llevó a cabo la
plena revelación de Dios y la salvación de los hombres, se resume en su muerte. No se
piensa en la resurrección, sino que se une inmediatamente a la muerte, la exaltación del
Señor. Esta exaltación se describe como una resonancia del Sal 110, 1. A la luz de este
salmo, pues, el autor del himno muestra a Cristo partícipe de la soberanía y majestad de
Dios y, por ello, es superior también a los ángeles (v. 4).

1 Tm 3, 16
Este himno, punto culminante de toda la carta, es un canto de alabanza que, en el
lugar que ahora se lo lee, constituye una oración subordinada a la que le falta la oración
principal. Distintas traducciones suponen distintos antecedentes: el Misterio; Dios, Cristo.
La Biblia de Jerusalén designa este antecedente con el pronombre personal “Él”,
refiriéndolo a Cristo. Así, el himno resulta ser una profesión de fe cristológica.
Para la interpretación de este himno es importante su estructura. Consta de tres
contraposiciones dobles y, por lo tanto, de seis miembros. En las tres contraposiciones se
enfrenta lo terrenal a lo celestial y se lo hace de forma de quiasmo, a saber: terrenal –
celestial; celestial – terrenal; terrenal – celestial. Con este esquema se muestra cómo
fueron glorificados celestialmente tres procesos históricos de la manifestación de Dios en
19

Cristo. Estos tres procesos son paralelos a los que narraba en el antiguo oriente el
ceremonial de entronización del rey:
1º proceso: exaltación del rey por asunción de cualidades divinas.
2º proceso: presentación del rey divinizado al círculo de los dioses.
3º proceso: entronización por transmisión de la soberanía.
Este ceremonial en tres actos con el tiempo se transformó en recurso estilístico y
así fue usado para la conformación del presente himno cristológico. En 1 Tm 3, 16 así se
leen los tres procesos:
1º proceso: exaltación del que se hizo hombre.
2º proceso: presentación al mundo celestial y terreno.
3º proceso: entronización en la Soberanía divina.
Casa proceso se verifica en el cielo y la tierra, es decir, la revelación de Cristo es
un acontecimiento cósmico y omnicomprensivo. En efecto, Jesucristo fue revelado en la
carne y justificado en el Espíritu. La revelación en la carne es la vida terrenal de Jesús
que culmina en su justificación espiritual, esto es, en la resurrección. La resurrección es
justificación porque por ella Dios muestra como Justo al que fue ajusticiado como
delincuente en la cruz.
Esta justificación le vale su exaltación. Los ángeles adoran al que sube al cielo y
se someten a él como a su Señor. A ello sigue el anuncio del señorío de Cristo en la tierra
por la predicación del evangelio, que no es otra cosa que proclamar la realeza y soberanía
universal de Jesús por su resurrección.
Al entrar en el cielo, Cristo se sienta a la derecha de Dios y asume su soberanía
sobre la tierra.
La cristología de este himno confiesa a Cristo como el crucificado que por ello
fue exaltado y ahora es Señor de ángeles y hombres para siempre. Hay, sin embargo, algo
inaudito: que este Jesús se reveló en la carne. La encarnación es el misterio grande de
nuestra fe.

1 P 3, 18-22
La carta se dirige a cristianos dispersos en el Asia Menor, provenientes del
paganismo, y sometidos a duras pruebas que se prevé irán en aumento. De aquí e tono
edificante y la exhortación a la constancia fiel haciendo valer la fe y a esperanza. Para la
exhortación al valor y paciencia, y para mostrar el sentido de la prueba, San Pedro recurre
al ejemplo de Cristo paciente (1, 18-21; 2, 21-25; 3, 18-4, 1). Para esta exhortación el
autor se vale de elementos de la liturgia bautismal de su época. De aquí que, con distintos
matices, los estudiosos vean en esta carta un discurso bautismal en el que se añadieron
distintos temas exhortativos, particularmente por la situación de dificultad en que se
hallaban los destinatarios de la carta.
El himno que analizamos se encuentra en medio de una exhortación a la
perseverancia en medio de las pruebas. El sufrimiento de Cristo paciente es ejemplo para
la perseverancia de los cristianos. Pero no sólo ejemplo, sino también manifestación de
la voluntad de Dios (2, 20; 3, 17). Es más, el sufrimiento de Cristo tiene valor redentor.
La paciencia de los cristianos será, por lo tanto, el camino a la justicia porque Cristo
mismo abrió ese camino con sus padecimientos.
20

Es interesante que, para expresar la virtud redentora de los sufrimientos del Señor
y, por lo tanto, del sentido de justificación que tienen los padecimientos y persecuciones
de los cristianos, se recurra a una terminología cultual bautismal. Con ella se pone en
evidencia la formulación primitiva de la fe (v. 18) que confiesa el sentido redentor
decisivo de la muerte de Cristo. Por este acto, Jesucristo “nos lleva a Dios”, lo cual
significa que nos acerca al culto de Dios haciendo del cristiano un sacerdote (2, 9).
El Señor padece y muere en la carne, es decir, por haber asumido condición
humana. Pero en él hay algo más que carne; es un Espíritu que no es simplemente el
espíritu humano, sino su condición divina que no puede morir. Ese Espíritu lo vivificó,
es decir, lo resucitó.
La acción redentora de Cristo, por la que los cristianos perseguidos pueden
efectivamente dar sentido salvador a sus sufrimientos, incluye el “descenso a los
infiernos”. Los Padres (Clemente Alejandrino, Orígenes, Atanasio y Agustín) entendieron
este descenso como rescate de los justos del Antiguo Testamento. Pero en este himno
“descenso” parece querer indicar la universalidad absoluta de la salvación obrada por
Cristo. La bajada a los infiernos podría ser una metáfora de la muerte de Cristo. En el
mundo subterráneo de la muerte, el poder redentor del Señor se extiende a todos los
tiempos y a todos los hombres (4, 6).
El himno se cierra con la confesión cristológica de la exaltación de Jesús a la
diestra de Dios y de su consecuente soberanía incluso sobre los poderes celestiales.

Jn 1, 1-18
Ya vimos cómo en el evangelio de San Juan Jesús aparece como la Palabra
definitiva de Dios que revela plenamente al Padre. Es el Enviado divino, superior a todos
los profetas; el único testigo ocular del mundo celestial; mediador de la gracia y la verdad,
superior a Moisés. En este himno el acento recae sobre el versículo 14: “El Verbo se hizo
carne”. Es una afirmación cristológica fundamental que une en una misma realidad,
Jesucristo, dos mundos distintos: el Logos y la carne.
Jesús es, ante todo, el Logos. Juan es el primero en la literatura cristiana en dar al
Señor este título. Que él sea “Logos” significa, en San Juan, ante todo, que es el
“Revelador”; es lo que define a Jesús. Por eso, él no sólo es alguien que revela al Padre,
sino que se presenta, por su envío y su origen, como “la revelación” misma de Dios. La
misión reveladora de Jesús es expresión de su ser Logos, esto es, Revelación divina.
Quiere esto decir que para San Juan, “Logos” es más “Palabra hablada” que
“razón”. Por eso, su estrecha relación con la misión de revelar. Pero este Logos no se
debe entender exclusivamente en sentido funcional. Él pertenece al mundo de Dios (1,
1-2); es el Hijo único (1, 18). El Logos es Dios en Dios; mediador de la creación y autor
de la revelación; es el Hijo y Enviado del Padre en la “carne” de Cristo. El Señor es la
Palabra de Dios humanada.
Aunque la idea del Logos se hallaba preparada en las nociones
veterotestamentarias de “palabra” y “sabiduría”, despunta en San Juan, con una novedad
que deja atrás no sólo sus fuentes originarias, sino también los contactos griegos con los
que se vincula. El Logos no es sólo fuerza cósmica, como en el Antiguo Testamento, o
de carácter personal como la Sabiduría veterotestamentaria, sino que siendo personal y
fuerza creadora y redentora, es Dios en Dios y, sobre todo, es un Logos que se hizo visible
21

por la encarnación. Pero con esto se introduce una novedad única: “El Logos de Dios es
hombre”.
Por su parte, el término “carne” pone de relieve la visibilidad y realidad, a la vez
que la condición mortal de la aparición humana del Logos inmortal y divino. La realidad
carnal del Logos divino es un escándalo para los judíos, de donde los múltiples intentos
de atemperar su realidad. La fuerza del significado de término “carne” hizo que el Logos
no opacara la realidad humana de Cristo. Esta humanidad es palpable e incontestable. Sin
embargo, los discípulos de Jesús vieron en ella la manifestación de la gloria del Unigénito
del Padre, lleno de gracia y de verdad. Para San Juan nada hay más glorioso que la
verdadera presencia carnal del verdadero Hijo de Dios.

Cristología de las cartas paulinas


Como para la Iglesia primitiva, también para San Pablo el punto de partida de su
cristología es la muerte y resurrección del Señor. Pero a partir de esto, la reflexión
cristológica del Apóstol toma un rumbo propio. No se concentra sobre el Jesús terreno,
en sus acciones y palabras, sino en el Jesús que se le manifestó en Damasco. La imagen
de Jesús que a partir de allí elabora es como la de Flp 2, 6-11. Allí es fundamental la
expresión “y muerte de cruz” como el punto culminante del camino de humillación del
Señor. Para San Pablo, por tanto, el dato más importante no es tanto el de la muerte cuanto
el de la crucifixión. Cuando piensa en el Mesías, lo hace en cuanto crucificado, viendo en
él el cumplimiento de la larga espera mesiánica. La cruz es el criterio del evangelio. Pero
esta cruz es vista a la luz de la resurrección (Rm 4, 25). La debilidad humana, que Cristo
asumió, se manifiesta en la crucifixión, pero al mismo tiempo se descubre en ella la fuerza
de la resurrección (2 Co 13, 4). Todo ello es salvación para el hombre, y así la cristología
paulina tiene fuerte orientación cristológica. Pero esa soteriología se funda en la
cristología. El sentido de Cristo no es, pues, meramente existencial para el hombre.
Esta cristología se expresa en los títulos con que San Pablo se refiere a Jesús. El
primero de ellos es el de “Hijo de Dios”. Este “Hijo” es presentado por el Apóstol de
diversa manera: como preexistente (Rm 8, 3; Gal 4, 4); crucificado (Rm 5, 10; 8, 32); que
vendrá al final de los tiempos (1 Ts 1, 10; 1 Co 15, 28). Este título, por lo tanto, no expresa
solamente la mutua presencia de Jesús en el Padre y del Padre en Jesús, sino que sirve a
San Pablo para expresar que el camino que Cristo recorre (Mesías y Salvador) desde la
encarnación a la resurrección es el camino del “Hijo”, cuyo origen está en Dios. Y a esto
se une la manifestación más explícita del sentido soteriológico de la obra de Jesús. La
manifestación del amor de Dios (Rm 5, 8) es revelación de Cristo como Hijo de Dios y
viceversa. Si el que es entregado es el Hijo, el amor del Padre hacia nosotros no puede
ser mayor (Rm 5, 10).
El título “Hijo” ayuda también a San Pablo a explicar cómo nosotros podemos
participar de la promesa hecha a Abrahán. En el Hijo somos hechos hijos (Gal 4, 4-6). En
Damasco, por lo tanto, Jesús se descubrió al Apóstol no sólo como el Mesías resucitado,
sino también como Hijo de Dios, a quien el Padre ama y entregó (Gal 2, 21). Dios le
mostro que ese Hijo es Dios. Así lo proclama San Pablo (Rm 1, 19; 2, Co 1, 19), poniendo
también de manifiesto su sentido salvífico para nosotros: hemos sido llamados a ser
“hijos” (Rm 8, 29).
“Hijo de Dios” sirve a San Pablo para centrar el misterio más hondo del Salvador
como Cristo y Señor en su relación con Dios. Sin embargo, no contiene toda su
cristología. Ella se expresa también a través del título “Κυριος”. Este título resalta en el
22

Apóstol la presencia actual y viviente del resucitado y le permite robustecer en la


comunidad cristiana la conciencia de su pertenencia a este “Señor” y su compromiso con
él. Así, por ejemplo, en contexto eucarístico, “Κυριος” permite mostrar que el Señor, que
se une con su comunidad mediante la donación de su cuerpo y su sangre para conformar
su “cuerpo”, tiene pretensiones de exclusividad (1 Co 10, 16-22). Este “Κυριος”, cuyo
señorío se ejerce sobre cada uno y se ejercerá de manera soberana en el juicio escatológico
(1 Co 1, 8; 2 Co 5, 10; 1 Ts 3, 13; 1 Co 4, 4-5), se une completamente con cada cristiano
brindándole verdadera libertad por su Espíritu (2 Co 3, 17s), pero exigiendo también un
verdadero compromiso (Rm 14, 8). La vida de los cristianos está determinada por la
voluntad del “Κυριος” (1 Co 7, 10s; 9, 14). El “Κυριος”, en efecto, según San Pablo,
dirige la comunidad en el presente, provoca sus decisiones (1 Co 5, 4), indica el servicio
de los miembros de la Iglesia (1 Co 12, 5) y les recuerda las prescripciones apostólicas (1
Ts 4, 2).
Otro título cristológico, propio del Apóstol, es “último Adán”. Quiere decir que
Cristo comparte con Adán la calificación de “hombre”, en el que se decide el destino de
la humanidad. Cristo es representante de la humanidad, tanto en su muerte (2 Co 5, 14)
expiatoria (1 Co 15, 3) como en su resurrección (1 Co 15, 20). Adán y Cristo, último
Adán, determinan la vocación de los demás hombres (1 Co 15, 49). Este título, por lo
tanto, permite a San Pablo mostrar cómo Cristo es el punto crucial de las relaciones entre
Dios y el género humano, el nuevo principio y punto culminante de la historia de la
salvación, el origen y cabeza de la nueva humanidad que marcha hacia la Parusía.

Cristología de la Carta a los Hebreos, 1 Pedro y cartas pastorales.


1 P no aporta ideas nuevas y originales. Se limita a aprovechar los datos de la
cristología ya elaborada y las expone nuevamente. El punto de referencia es la celebración
bautismal, sea que se estructure según ese ritual, sea que se trate de una exhortación a los
que serán bautizados tomando elementos del rito y algunos himnos.
La imagen con que se presenta a Jesús es la de “cordero sacrificado”. La obra
redentora de Cristo es un sacrificio (Rm 3, 25; 5, 9; Ef 1, 7; Col 1, 20; 1 P 1, 2). Cristo
paciente, por lo tanto, es el paradigma que los cristianos deben seguir, especialmente los
esclavos y los que sufren (2, 18-25).
En las cartas pastorales se leen expresiones de origen judeocristiano, como en 2
Tm 2, 8 (ascendencia davídica del Señor) y también de cuño helenístico. Llama la
atención la ausencia del título “Hijo de Dios”. En cambio es más ampliamente usada la
expresión “Salvador” que se aplica tanto a Dios (1 Tm 1, 1; 2, 3; 4, 10; Tt 1, 3; 2, 10; 3,
4) como a Cristo (2 Tm 2, 10; Tt 1, 4; 2, 13; 3, 6). La preferencia por este título podría
depender de sus resonancias en el mundo helenístico, donde frecuentemente se usaba en
el culto a los soberanos. La asociación de este título con Cristo y con Dios muestra que
se considera al Señor como la manifestación del designio salvífico de Dios.
Por lo tanto, en las cartas pastorales Cristo es la gran epifanía de Dios, que brilló
en la encarnación y habrá de brillar aún más en la Parusía. Hay detrás de esta visión de
Jesucristo una teología de la gloria. La teología de la cruz no está ausente, pero se expresa
con fórmulas tradicionales.
La obra redentora de Cristo se presenta como una mediación salvífica operada por
él en cuento hombre (2 Tm 1, 10; 2, 10; 1 Tm 2, 5), es decir, en cuanto que representa
universalmente a todos los hombres porque Dios quiere la salvación de todos ellos (1 Tm
23

2, 4). Estas cartas presentan, así, al mundo helenístico una figura gloriosa de Cristo en la
que se ven cumplidas todas sus ansias de liberación, vida e inmortalidad.
La Carta a los Hebreos presenta como rasgo distintivo una cristología del
sacerdocio de Jesucristo. Sin embargo, hay que decir, primero, que la confesión de Jesús
como enviado y pontífice de nuestra fe no fue elaborada por el autor de la carta, sino que
pertenecía, ya, a la fe de la Iglesia primitiva (Hb 3, 1; 4, 14). Nuestro autor la explica
teológicamente haciendo gala de gran penetración teológica. Segundo, que la cristología
de esta carta conoce también otras afirmaciones cristológicas que son necesarias explicar
para entender las afirmaciones más específicamente sacerdotales.
El primer título que se aplica a Jesús es el de “Hijo”, pero se lo ve más en su
entronización en la gloria que en su preexistencia eterna y, en cuanto tal, se afirma su rol
cósmico y salvador. Por él son creadas las cosas y por él entramos en posesión de la
herencia.
En Hb 3, 1, por primera vez en un escrito bíblico se llama a Jesucristo “Sumo
Sacerdote”. El título pertenece a una homología primitiva, pero aquí sirve para mostrar el
valor e importancia de este Hijo que salva, a la vez que su vinculación a los hombres que
salva (Hb 5, 1). El sacerdocio de Cristo no es como el del Antiguo Testamento, sino
definitivo, según el orden de Melquisedec. Es un sacerdote mediador de una alianza nueva
sellada en su sangre. Su muerte sacrificial funda su pontificado. El culto antiguo pasó. En
Cristo Sacerdote los cristianos tienen acceso al santuario celestial a través del “velo” de
su carne. Su sacerdocio es eterno por la resurrección de Cristo. Su sacrificio fue ofrecido
de una vez para siempre y permanece eternamente.

Cristología del Apocalipsis.


En estos apartados bíblicos, “cristología” es sinónimo de “presentación del
misterio de Jesucristo”. En este sentido, la cristología del Apocalipsis es una “cristología
de exaltación”. Así, Jesucristo es mostrado no tanto en su camino desde la cruz a la gloria,
sino ya entronizado en los cielos, revestido de dignidad, con soberanía y poder de juzgar.
La figura del “Hijo del hombre” entre los siete candelabros de oro (1, 12-13) se refiere a
Cristo según la profecía de Dn 10, 5s, pero se enriquece con otras descripciones tomadas
de Dn 7, 9, con lo cual Cristo aparece muy superior al “hombre” de Dn 10 (Cf. Ap 1, 14).
La imagen del “cordero” que abre el libro siete veces sellado resalta el aspecto
soberano y victorioso de Cristo. Él es el ejecutor de la voluntad de Dios, el vencedor de
los últimos tiempos. La victoria de Cristo, que se manifestará cósmica y total al fin de los
tiempos, ya está decidida hace tiempo. El triunfo de Cristo en la cruz libera a los
hombres de su acusador, como lo muestran los confesores que le vencieron por la sangre
del Cordero (Ap 12, 10-12).
Entre la cruz y la Parusía, la Iglesia, simbolizada por los 144.000 marcados con el
sello en sus frentes, vive en el desierto de este mundo. En él, el anticristo sigue actuando
y provocando grandes calamidades que prueban la fe de los elegidos. Pero Cristo está
junto a su lado, victorioso (Ap 7, 1-8; 14, 1-5).
El Cristo celestial que ve San Juan tiene un señorío cósmico. Se dice de él,
recordando Col 1, 15, que es principio de la creación. No parece, sin embargo, que se
quiera subrayar su rol mediador en la creación sino su capacidad para ser “testigo fiel y
verdadero”. Además, siendo “principio” tiene soberanía y poder. Esta condición abre la
mirada también a la meta. Cristo es la omega.
24

Por último, el libro del Apocalipsis pregona la divinidad de Cristo, pero no a través
de una reflexión teológica, sino mostrándolo como sujeto de culto de la Iglesia. No hay
tensión entre el culto a Dios y el culto a Jesucristo. Cuando la Iglesia celebra a su Señor
honra al mismo Dios (Ap 19, 6s).

CRISTOLOGÍA PATRÍSTICA
Cuestiones preliminares: Raigambre judeocristiana de la teología patrística del
siglo II.
La primera literatura patrística es pastoral y litúrgica. La generación posapostólica
tuvo conciencia de que ya no era apostólica. En consecuencia, su cometido fue transmitir
lo recibido en orden a consolidar el orden y la unidad de las comunidades y exhortarlas
al martirio. Son expresión de esta literatura la primera carta de San Clemente Romano;
las de San Ignacio de Antioquía y San Policarpo de Esmirna; la Carta de Bernabé; la
segunda carta de San Clemente Romano a los corintios; la Didajé y El Pastor, de Hermas.
Desde mediados del siglo II, la literatura patrística se torna apologética, primero
frente a los judíos y paganos; luego frente a los herejes. San Justino discute con los judíos
(Diálogo con Trifón) para mostrarles en base a las Escrituras que Jesús es el Cristo y
también argumenta contra los paganos (Apologías).
Pero los Padres de este período también tuvieron que enfrentar doctrinas heréticas.
La primera gran herejía fue el gnosticismo, contra la que, en una formulación aún
incipiente, ya tuvieron que luchar San Juan y San Pablo. Aunque San Justino produjo
algunos escritos contra herejes, hoy perdidos, el mayor exponente de la literatura
apologética de este siglo es de San Ireneo.
Toda esta literatura posapostólica se basa en una convicción: la fe cristiana tiene
que permanecer fiel a sí misma. Ella, pues, supone una normatividad, una regla y unos
artículos de fe. Esta convicción ya estaba presente en los textos del Nuevo Testamento
(Hch 15; 16, 4; Gal 1, 8-9; 1 Tm 6, 3-6; 2 Tm 4, 1-4; Tt 3, 10-11). Se trata de la fe
transmitida por los Apóstoles y recibida en la Iglesia. Es la Tradición dada por Cristo
mismo y que se asegura en la Iglesia por la sucesión apostólica y la regla o canon de las
Escrituras. El principio de autoridad de la Iglesia se sustenta sobre el principio de
sumisión y fidelidad a la Tradición.
Esta Tradición se plasma en fórmulas doctrinales, de formulación variada, que
vinculan al creyente con Jesucristo mismo a través de la comprensión originaria y siempre
vigente de la Iglesia. Estas fórmulas resuenan en la catequesis, la predicación y el culto.
Especialmente la liturgia brinda un doble servicio vital a esta Tradición. Por un lado
custodia y mantiene intactas sus fórmulas doctrinales; por otro, las protege de toda
formalización abstracta e impersonal, en tanto expresión viva de la fe de la Iglesia. De
este modo, estas fórmulas son expresión, que no agota, la intuición espiritual de la Iglesia
sobre Cristo. No agota, decimos, porque el misterio de Cristo así intuido espiritualmente
en la fe es inexpresable en palabras. Por esto mismo, esas palabras, en los comienzos,
pudieron ser variadas y ser medio para elaborar creativamente las ideas de la fe con
nuevas fórmulas de anuncio. Pero el impulso mayor para la elaboración de estas nuevas
formulaciones de la misma fe no provino interiormente de la inadecuación de las palabras
al misterio creído, sino del encuentro con la filosofía griega. Fue principalmente de este
modo que aquellas fórmulas se desarrollaron y desplegaron en teología.
25

Así, pues, los moldes filosóficos del platonismo medio empleados para anunciar
el mensaje y la fe en Cristo al mundo cultural griego permitieron el nacimiento del
pensamiento teológico, pero también abrieron el campo de la fe a interpretaciones que
pusieron a prueba el genuino sentido de la fe de la Iglesia. El siglo II cristiano se vio, así,
en la necesidad de establecer fórmulas fijas y seguras de la fe, pero también de arriesgarse
a especulaciones nuevas sorteando el peligro que presentaba la gnosis. El punto de
partida de esta elaboración doctrinal y teológica fue la primitiva cristología
judeocristiana y la imagen popular de Cristo de ciertos círculos cristianos.

Qué se denomina “judeocristianismo” no es fácil de decir, pero sin embargo es


necesario formularlo para poder establecer el interés de su cristología. En primer lugar es
necesario ubicar temporalmente el fenómeno así denominado. Se trata del período de
tiempo que va desde la destrucción del Templo de Jerusalén a los inicios de la teología
helenista, tal como aparece en los Padres Apologistas, es decir, hasta mediados del siglo
segundo. En efecto, la caída de Jerusalén supuso el término del mesianismo judío, lo cual
liberó al cristianismo de su presión, desgajándolo, además, sociológicamente, del
judaísmo. La Iglesia, sin embargo, estaba muy profundamente enraizada en el mundo
judío como para desgajarse de él de un solo golpe y encontrar nuevo asiento en el mundo
helenista. El período que va del 70 al 140 d. C. constituye, en este sentido, un tiempo de
búsqueda y tanteos. Las formas del pensamiento “judeocristiano” permanecen mientras
el cristianismo helenista es todavía demasiado joven como para constituir una forma
estable y definida de pensamiento. Fue en esta época que en la frontera entre judaísmo y
cristianismo surgen las primeras sectas denominadas genéricamente “gnósticas” 5, que
transfirieron a un mundo fantástico las esperanzas mesiánicas perdidas.
En este espacio temporal (70-140 d.C.), por tanto, hay distintos grupos que
podrían recibir el apelativo de “judeocristianos”. San Justino, en su Diálogo, poco
después del año 150, distingue dos categorías de “judeocristianos”: los que comparten la
fe cristiana pero permaneciendo fieles a las observancias judías. Son los descendientes de
la comunidad de Santiago; los que reconocen a Jesús como Cristo pero sin afirmar su
divinidad. Aunque San Justino no brinda el nombre de este segundo grupo, San Ireneo,
Orígenes y Eusebio lo designan con el nombre de “ebionitas”.
Al parecer, según opinión de J. Danielou, no hay que vincular a los ebionitas con
un personaje llamado Ebión, sino con el nombre hebreo ebyon que significa pobre, puesto
que, según parece, los miembros de la secta daban un especial valor a la pobreza
voluntaria. Su posición cristológica, que reconoce a Cristo como el verdadero Profeta
pero no como Mesías e Hijo de Dios, es cercana a lo que posteriormente constituirá la
herejía adopcionista. Para ellos, Jesús no fue concebido ni nació virginalmente, sino que
sobre él descendió Cristo, cuando su bautismo, en forma de paloma. Pero Cristo mismo
es creatura, como el más grande de los ángeles. Como Profeta, la misión de Jesús no es
la de salvar, sino la de enseñar. Los ebionitas recogen, así, la perspectiva del judaísmo
del grupo de los esenios rechazando, con ellos, los sacrificios sangrientos y aceptando las
doctrinas esotéricas de la transmigración y de la oposición de dos principios. Sin embargo,
creyendo que sólo Dios es creador, no llegan a ser “gnósticos” en el sentido estricto de la
palabra.

5
El gnosticismo debe distinguirse de las corrientes de pensamiento gnósticas existentes antes del
año 70 que se inscriben, más bien, en las corrientes mesiánicas y apocalípticas del judaísmo y del
cristianismo naciente. En realidad el gnosticismo es una radicalización heterodoxa de esas corrientes y
aparecen después del año 70 bajo la forma de sectas más claramente delineadas.
26

Bajo el reinado de Trajano, el elkasaísmo constituyó otra seca judeocrisiana que


nos es conocida por las informaciones de Orígenes, Hipólito y Epifanio. Su fundador,
Elkai, recibió una revelación por medio de un libro que le fue dado por un ángel. En ese
libro se anuncia la remisión de los pecados cometidos después del bautismo. Hay gran
semejanza en este hecho con Hermas, cuyo libro, “Pastor”, también fue recibido por su
autor en una revelación angélica y presenta la misma temática de una remisión de los
pecados después del bautismo. Sin embargo, Hermas es un profeta judeocristiano
ortodoxo. Elkai y sus seguidores, en cambio, son judíos heterodoxos en cuanto que
rechazan los sacrificios y no retienen del Antiguo Testamento más que algunos libros. Y
también son judeocristianos heterodoxos que comparten la cristología del ebionismo.
Pero mientras el ebionismo se ubica en la Transjordania, el elkasaísmo crece en Siria
oriental bajo la influencia de la dominación de los Partos.
Otro grupo que también puede ser llamado “judeocristiano”, aunque también en
sentido heterodoxo, es el de Cerinto. San Ireneo nos dice que fue contemporáneo del
Apóstol San Juan. Mantiene la práctica de la circuncisión y la observancia del sábado;
espera un reino terrestre de Cristo y la restauración del culto en Jerusalén; no cree que
Jesús es el Hijo de Dios, sino un hombre eminente, nacido de José y María, sobre el cual
descendió Cristo en forma de paloma cuando fue bautizado por Juan. Estos puntos
doctrinales hacen de Cerinto un judeocristiano heterodoxo, pero también es un judío
heterodoxo que formula por primera vez, de manera precisa, la premisa gnóstica del
mundo no creado por Dios, sino por un demiurgo.
Carpócrates, por su parte, mencionado por Hegesipo, San Ireneo y Eusebio,
profesa también una cristología semejante a la de los ebionitas, es decir, de tinte pre-
adopcionista, pero su matiz propio está en no considerar a Jesús como el único sobre el
cual descendió Cristo, sino como un modelo que otros pueden imitar en la medida en que
reciban, como Jesucristo, la misma potencia.

Pero el término “judeocristianismo”, no sólo menciona a estas sectas heterodoxas,


sino que también puede designar a la comunidad cristiana de Jerusalén bajo el gobierno
de Santiago Apóstol y sus tendencias más o menos judaizantes. Es un ambiente ortodoxo
y, en esto, se distingue de los anteriores casos de judeocristianismo. Confiesan a Jesús
como Mesías, implicando esta afirmación la profesión de su divinidad. Se distancian, así,
abiertamente, de la cristología de cuño ebionita.
En fin, “judeocristianismo” puede significar, más ampliamente, una forma de
pensamiento cristiano que no implica necesariamente un vínculo con la comunidad judía,
sino que se expresa según esquemas sacados del judaísmo. En este tercer sentido San
Pablo es judeocristiano aunque no lo sea según el segundo. Se trata, pues, del
judeocristianismo de los cristianos venidos del judaísmo y de los paganos convertidos.
En este tiempo tenemos, por lo tanto, verdaderos cristianos que se expresan en los
términos culturales del judaísmo. El problema es, ahora, establecer los cánones culturales
de ese judaísmo. Existen tres posibilidades.
Ante todo el judaísmo del judeocristianismo alude al uso del Antiguo Testamento.
Pero este uso forma parte de la herencia permanente del cristianismo y, por ende, no da
lugar a la figura específica del judeocristianismo a la que nos referimos aquí. En segundo
lugar por judaísmo se entiende el de los contemporáneos de Cristo, es decir, el de los
fariseos, de los esenios y de los zelotes. El cristianismo se expresó por vez primera en las
formas de este judaísmo. El tercer modo de entender el judaísmo es el legalista, esto es,
27

el de los rabinos posteriores a la caída de Jerusalén. Es el judaísmo combatido por el


cristianismo y que también combatió al cristianismo.
Teniendo en cuenta esta triple acepción de “judaísmo”, el judeocristianismo al que
nos referiremos en lo que sigue es el cristianismo que se expresa en los moldes del
judaísmo entendido en segundo término. No se trata, sin embargo, de un
judeocristianismo unívoco. Hay en él distintas variaciones, por ejemplo, el palestino, de
tendencia farisea y legalista. También está la corriente apocalíptica y mesiánica de Asia
menor, de tendencia más bien zelote. No falta la corriente de influencia esenia, que
aparece en Roma con el “Pastor” de Hermas y, en Antioquía, con las “Odas de Salomón”.
De todos modos, hay elementos comunes que permiten hablar, más allá de estas distintas
variaciones, de un “judeocristianismo” que dio lugar a una teología cristiana de
expresión semítica. Esta teología cubre el período que de ordinario se llama de los Padres
Apostólicos.
Para expresar que Jesucristo es el Verbo preexistente, el Nuevo Testamento utiliza
expresiones como “Hijo de Dios”, “Verbo”, “Sabiduría”. Se trata de términos que también
emplea el judeocristianismo. Pero junto a éstos también recurre a otros títulos. El primero
de ellos es “Nombre”. Los orígenes de esta cristología se hunden en el Antiguo
Testamento. En él, este título designa con frecuencia a Yahvé en tanto que se manifiesta
(Ex 23, 21; Dt 12, 11). Pero este origen no basta para explicar su empleo cristológico.
Para esta explicación hace falta comprender el desarrollo de la teología del Nombre en el
judaísmo tardío, donde “Nombre” sigue designando a Yahvé pero en su realidad
inefable. Es el equivalente semítico de οὐσία. También indica la “Potencia” por la que
Dios realiza sus obras, adoptando el mismo rol que “Logos” desempeña en Filón. Esta
cristología del Nombre aparece ya esbozada en el Nuevo Testamento: Hch 2, 21; 4, 12;
Rm 10, 12-13; Jn 17, 6; St 2, 7; 5, 14. En estos textos, “Nombre” se refiere a Cristo para
designar su naturaleza divina, común al Padre y al Espíritu. Será el judeocristianismo
posterior el que con esta expresión designará no ya la divinidad común a las tres personas
de la Trinidad, sino la sola persona del Verbo. Al hacerlo, prolonga una reflexión arcaica
anterior, incluso, a San Pablo y San Juan.
El “Nombre” no es la única expresión de origen semítico que el judeocristianismo
ha aplicado a Cristo. También lo ha llamado “Ley”, νόμος, que traduce Torah.
Recordemos que para los hebreos, torah no es tanto la colección de los mandamientos
cuanto el acto de su ordenación por parte de Dios. Hay cercanía, entonces, entre torah y
dabar (Palabra). No extraña que en el judaísmo contemporáneo a Cristo “torah” fuera
tenida como una realidad divina y preexistente y, por eso mismo, tampoco resulta extraño
que la teología judeocristiana emplee “νόμος” para designar a Cristo. Así, por ejemplo,
lo designa Hermas en su obra, “Pastor”, pero también Melitón y San Ireneo y San
Clemente Alejandrino.
Otros dos nombres aplicados a Cristo en el judeocristianismo son “Principio” y
“Día”. “Principio”, interpretando “bereshith” (“en el principio”) de Gn 1, 1, es una
hipóstasis divina, entendida, además, como el “Hijo”. Así, por ejemplo, San Ireneo, San
Justino, Taciano y Orígenes. La interpretación tiene su antecedente en Pr 8, 22, donde a
la Sabiduría se la llama ἀρχή.
Es posible acercar a ἀρχή a otro título, más raro: “Día” (ἡμέρα). Es atribuido a
Cristo por San Justino junto a “Hijo” y “Sabiduría”. Para este título no parece haber en el
Nuevo Testamento una base explícita. Sin embargo, hay un acercamiento en una versión
de “Yo soy la Luz” del evangelio de San Juan leída como “Yo soy el Día”. Así lo lee, por
ejemplo, Marcelo de Ancira. Esta lectura, sin embargo, no es arbitraria, sino que está
28

autorizada por el Antiguo Testamento donde “día” designa la edad escatológica de la


venida del Señor y, además porque en Gn 1, 5 se dice: “Dios llamó a la luz día”. La
teología judeocristiana profundizó en estas sugerencias vinculándolas a otros textos,
como Gn 2, 4 y designando la persona divina del Verbo. Para San Clemente de Alejandría
el “Día” es el Logos por el cual fueron hechas todas las cosas.
Pero la primera cristología cristiana conoce también como punto de referencia la
imagen popular de Cristo en los círculos de iniciación cristiana. Se trata de una
comprensión que es el resultado de la catequesis primitiva. Ella también forma parte de
la Tradición del siglo II. Esta cristología popular presenta muchas ambigüedades en su
expresión pero que de todos modos testimonia un estadio arcaico de la comprensión del
misterio de Jesucristo. Así, por ejemplo, Hermas presenta a Cristo, en su “Pastor”,
empleando el género literario de las parábolas, como “Siervo”, “Hijo de Dios” y
“Espíritu”. Según la imagen de la parábola, Jesús – Siervo es adoptado por el Padre como
heredero gracias al gran servicio que le prestó en el cuidado de su viña y hacienda. Pero
esta imagen adopcionista se ve superada en la línea de la identidad divina de Jesús cuando
se dice que este “Siervo” es “Hijo de Dios”.
Esto, con todo, no despeja totalmente la ambigüedad, porque junto a este “Hijo”,
aparece otro que es el “Espíritu”, al que se lo presenta como “encarnado”. La
ambivalencia se resuelve, sin embargo, si se tiene en cuenta que, aquí, “Espíritu” no
designa a la tercera persona de la Trinidad, sino la divinidad misma. El texto, por lo tanto,
refleja una tradición cristológica muy antigua que expresa el misterio de Cristo en
términos de divinidad (espíritu/pneuma) – carne (sarx). Esta idea será más tarde
perfeccionada por la de Logos – sarx en la línea del Evangelio de San Juan.

El desarrollo de la cristología patrística.


Hemos visto cómo la verdad sobre el Señor se expresa, primeramente, en
categorías tomadas del judaísmo contemporáneo a Jesucristo. Pero existían también, en
ese mismo período de tiempo, puntos de vistas heterodoxos a los ojos del cristianismo y,
también, a la mirada del mismo judaísmo. Hemos pasado revista a las doctrinas del
ebionismo, de Cerinto, Carpócrates y Elkai. Todos ellos tienen en común una cristología
reducida que no reconoce la divinidad de Jesucristo. Pero junto a ellos se levantó también
una corriente de pensamiento herética que, por el contrario, no reconocía suficientemente
la carne humana del Señor. Fueron los docetistas. Aunque desde un punto de vista
opuesto, el problema sigue siendo siempre el mismo: la encarnación que obliga a pensar
los dos aspectos del misterio del Señor sin optar por uno en detrimento del otro, a saber:
su divinidad y su humanidad, ambas verdaderas. El docetismo considera indigna de Dios
la encarnación y la pasión. Empleamos la expresión “docetismo” en sentido amplio para
dar cabida en ella a aquellos que, sin negar la humanidad de Jesucristo, la atemperan. Así,
por ejemplo, Marción afirma la realidad corporal de Jesús, pero atribuyéndole un origen
celeste sin nacimiento natural. Los maniqueos tampoco negaron la corporeidad de
Jesucristo, pero negaron todo lo que les resultaba demasiado humano, como el comer y
el padecer. Los gnósticos, en cambio, no fueron todos docetas, a no ser el gnosticismo
valentiniano.
El problema que estas corrientes planteaban a la ortodoxia cristiana era la
conciliación de los dos factores definitorios del misterio del Señor: su humanidad y su
divinidad. En la respuesta a esta cuestión se delinean, desde el comienzo, dos líneas de
comprensión. Una, llamada “Logos – sarx”; otra, denominada “Logos – anthropos”.
29

El esquema Logos – sarx.


Antes de abordar el problema cristológico en sentido estricto, es decir, el de la
unidad en Cristo de Dios y hombre, los Padres se abocaron a la cuestión del monoteísmo
conciliando con él la afirmación cristiana de la Santísima Trinidad. Sobresalen en este
período (primera mitad del siglo III) Orígenes en Oriente y Tertuliano en Occidente. Estas
especulaciones tuvieron necesarias consecuencias para la cuestión estrictamente
cristológica recién mencionada. Un fundamento sólido para la solución de este problema
es la comprensión patrística, más intuitiva que especulativa, al menos en esta época hasta
desembocar en el Concilio de Nicea (325), de la identidad numérica del Logos en Dios y
en Cristo. Ese Logos es, siempre, “uno y el mismo”.
En la presentación de esta verdad tiene gran relevancia el pensamiento de
Tertuliano. Frente al mundo pagano, en efecto, el doctor africano debía mostrar el
monoteísmo cristiano sin dejar de lado el misterio de la Trinidad; ante las primeras
herejías trinitarias, en cambio, debía mostrar la distinción de las tres Personas sin
menoscabar la unidad de la substancia divina. Particularmente fue el patripasiano Práxeas
quien ofrece a nuestro autor la oportunidad de dar los primeros pasos de una reflexión
cristológica que el pensamiento patrístico posterior deberá continuar.
Práxeas había extremado su idea modalista de la monarquía divina aplicándola a
la encarnación. Cristo, y no sólo el Hijo, resultaba ser, así, un modo del Padre, aunque
ahora visible. De aquí su “patripasianismo”, pues en Cristo fue el Padre quien
verdaderamente se hizo hombre y padeció. Para Práxeas, por lo tanto, si en la Escritura
se dice que el Hijo, y no el Padre, se encarnó y murió en la cruz, es porque “Hijo” es el
nombre de la carne en la que el Padre aparece visiblemente. La carne resulta ser, así,
el verdadero sujeto del título “Hijo”. No puede decirse, entonces, que en Cristo el Logos
es uno y el mismo sujeto.
La teología de Tertuliano parte del punto opuesto al de Práxeas. El Logos no es
un modo del Padre sino una persona divina distinta, el verdadero sujeto de la encarnación
y el único soporte de la realidad divina y humana de Cristo. La terminología usada
por Tertuliano, pero que deberá ser todavía largamente purificada, incluso después de
Nicea en contexto de las disputas explícitamente cristológicas, es “persona” para subrayar
la distinción en la unidad divina; “substancia” para señalar esa unidad sin detrimento de
la distinción. El Logos, ya distinguido del Padre en la Trinidad, es el único sujeto en
Cristo. En Cristo el Logos se une a la carne. Pero la idea de “persona” no es la explicación
de la unión, sino la expresión de esa unidad: divinidad y humanidad son dos “estados”
(status) que se manifiestan unidos como “persona” en Cristo. “Persona” designa la
unidad de las dos naturalezas6 de Cristo y no la explicación de su unión.
Lo que Tertuliano fue en cristología para el occidente cristiano, Orígenes lo fue
para el oriente. Pero Orígenes fue preparado por San Clemente de la misma escuela
teológica de Alejandría. San Clemente elabora su teología en contacto con la filosofía
judeo-alejandrina, el platonismo medio y el neoplatonismo pero sin perder de vista el
contenido propio de la revelación cristiana. En este sentido debe decirse que, aunque se
ha pretendido sospechar a San Clemente de docetismo, no falta en él una clara afirmación
de la humanidad de Jesucristo conforme a la verdadera Tradición de fe. El problema en

6
No hay que entender estas naturalezas en el sentido que cobrarán en la afirmación cristológica
de Calcedonia. Tertuliano se expresa en términos de “status”. Este vocablo señala la permanente realidad
de la divinidad y la humanidad en Cristo. Cf. Adv. Prax. XXVII, 11.
30

la interpretación adecuada de su pensamiento estriba en su tendencia espiritualizante que


parece relativizar la autenticidad de la encarnación. Sin embargo, también hay que decir,
que su clara identificación del Logos preexistente con Jesucristo revela elementos de
tensión que requieren una mayor elaboración de los datos puestos en juego. Para entender
las afirmaciones cristológicas del alejandrino no hay que olvidar los elementos
fundamentales de su concepción de la naturaleza humana. Según la filosofía estoica, que
San Clemente asume no sin complementarla con los datos aportados por la revelación,
hay en el hombre un principio rector que es, para los seres vivos en general, el fundamento
de su unidad orgánica y propia consistencia. En el hombre es la sede de la fuerza mental
y de la libre voluntad y decisión. En cierto modo, ese principio rector es lo que podemos
llamar “alma humana”. Este principio rector (ἡγεμονικόν) o alma humana es el propio
logos o logos interior, copia del Logos divino a cuya imagen fue creado. Cuando esta
antropología se emplea para explicar la unidad entre el Logos divino y la carne humana
en Jesucristo surgen grandes dificultades. Para San Clemente, si verdaderamente en
Cristo el único y mismo sujeto es el Logos preexistente, le compete el rol de principio
rector (ἡγεμονικόν), es decir, el dueño exclusivo de la naturaleza humana del Señor
porque cuando aparece el original, la copia debe perder su puesto y función. Así, el Logos
cumple la función del alma humana de Cristo sin que ésta pueda alcanzar su verdadera
relevancia teológica.
Orígenes, por su parte, continúa esta elucubración teológica pero sabiendo rescatar
mejor la consistencia del alma humana del Señor. No lo hace, ciertamente, movido por
un interés ontológico sino más bien soteriológico. Cristo es, para Orígenes, el Mediador
de la unión mística del alma con Dios, es decir, una unión de conocimiento y amor. Cristo
es el Hijo de Dios y, como tal, mediador y revelador del Padre de cara al mundo. Quiere
decir que, para Orígenes, su generación lo refiere a los hombres para revelarles lo inefable
del Padre. Es en el conocimiento de esta manifestación divina que los cristianos se elevan
al Padre y se unen místicamente a él. Pero el Hijo y Cristo son un mismo sujeto, el Logos
que se une a la verdadera humanidad de Jesucristo. Para Orígenes, esa humanidad se
compone de alma y carne, siendo la función del alma de Cristo mediar entre el Logos y
la carne.
En efecto, el alma humana de Cristo es preexistente y está unida al Logos divino
con un conocimiento y amor perfectos que la diviniza. Así, hay una identidad moral, que
no ontológica, entre el Logos y el alma de Jesucristo. Quiere decir que el alma humana
en Cristo mantiene su consistencia y función creadas, constituyéndose en el verdadero
centro de actividad del Señor, pero a su vez mediadora, por su identidad (moral) con el
Logos, de la actividad rectora (ἡγεμονικόν) de este Logos sobre la carne de Jesucristo. La
identidad moral – distinción real del alma humana de Cristo con el Logos preexistente
hace permeable a la cristología origeniana a la afirmación de una doble personalidad en
Cristo, pero también tiene como ventaja la afirmación de un verdadero aspecto humano
y espiritual en el Señor.
A pesar de esta afirmación de la realidad del alma humana de Cristo, más clara
que en el mismo San Clemente de Alejandría, la cristología de Orígenes dio fuerza e
impulso al esquema Logos – sarx en el cual el rol del alma humana de Jesucristo es
olvidada y hasta abolida cuando se llega a considerar que el Logos se une
inmediatamente a la carne.
Positivamente hablando, este esquema cristológico tiene la virtud de salvaguardar
la unidad de Cristo: en él, el Logos es uno y un mismo sujeto. Dicho de otra manera,
Jesucristo es el Logos. Así, este Logos es visto como el principio de la unidad de
Jesucristo y también de su vida y acción. Llevada al extremo, este esquema manifiesta su
31

lado negativo, es decir, el desconocimiento de la existencia en Jesucristo de un principio


creado de vida y acción, a saber, el alma humana.
Tres vertientes, de no idéntico valor, abrevan en las aguas de este esquema. La
cristología de San Atanasio que no niega el alma humana del Señor pero no la afirma
tampoco con claridad; la de Apolinar de Laodicea, que niega la existencia del alma
humana de Cristo; la de Arrio, para quien el Logos, tenido por creatura, reemplaza el alma
humana del Señor.
Las problemáticas teológicas que se suscitaron luego de la muerte de Orígenes y
que explican el derrotero seguido por estas tres vertientes pueden resumirse en dos
cuestiones fundamentales. En primer lugar, el problema del modalismo de Sabelio. Las
discusiones teológicas en este terreno conducen a la Iglesia a la afirmación del homousios
en Nicea (325) en oposición a la doctrina arriana. En segundo lugar, el olvido tácito y, a
veces, la negación explícita, del alma humana de Cristo que Orígenes había claramente
afirmado. La figura en torno a la cual termina cristalizando esta negación fue el obispo
de Antioquía, Pablo de Samosata.
Respecto de la primera problemática de carácter trinitario, que conllevará
consecuencias cristológicas, Orígenes había afirmado claramente tres hipóstasis divinas.
En el período que va de la muerte de Orígenes a Nicea, Sabelio reaccionó contra el
maestro alejandrino oponiendo la doctrina de la monarquía divina pero sostenida de tal
manera que ya no le permitía distinguir en Dios sino tres modos y no tres hipóstasis. El
sabelianismo se extendió rápidamente y obligó a Dionisio, obispo de Alejandría, a
intervenir denunciando esta reedición del antiguo error modalista de Noeto y Práxeas. Su
reacción, sin embargo, no fue del todo clara dando lugar a una comprensión
subordinacianista de la Trinidad. Y aunque intentaron interpretarlo en sentido ortodoxo
San Atanasio y San Basilio, también Arrio lo pudo interpretar a favor de su propia
doctrina trinitaria condenada en Nicea.
Testigo y protagonista de este proceso doctrinal fue Eusebio de Cesarea quien,
tomando distancia del sabelianismo admitía la hipóstasis del Hijo, engendrado del Padre
(no de la substancia del Padre como afirma Nicea) y distinto de él, es decir, según la
comprensión de Eusebio, subordinado al Padre. Se distingue, ciertamente, al mismo
tiempo, del pensamiento arriano en cuanto que no admite que el Logos haya sido creado
de la nada, pero su apartamiento del sabelianismo lo deja sólo a un paso del arrianismo.
En la doctrina trinitaria, pues, ante la dificultad de coordinar la unidad de la substancia
divina con la distinción de las personas, el subordinacianismo parece haber configurado
el intento de escapar a las consecuencias del modalismo sabeliano. Pero esto no pudo no
tener consecuencias en la comprensión del misterio de Cristo. Ya en el mismo Eusebio se
perciben estas derivaciones y, más claramente, en el presbítero griego Malquión. En
efecto, para el obispo de Cesarea, la encarnación es vista como la máxima epifanía del
Logos subordinado al Padre como su revelación. Esta función mediadora constitutiva del
Logos se revela visiblemente en la carne de Cristo, que no es sino el ropaje de ese Logos.
En la realidad de Jesús, por tanto, el elemento decisivo es el Logos a tal punto que Eusebio
termina abandonando la imagen origeniana de Cristo. El anima mediatrix entre el Logos
y la sarx desaparece. Eusebio, por lo tanto, no necesita de un alma humana en su
concepción de Cristo; todo en él se explica por la presencia del Logos. Solo él es
suficiente para desempeñar en la carne del Señor su función reveladora constitutiva.
Ya Dionisio de Alejandría, en continuidad con Orígenes, aunque todavía
mencionaba el alma de Cristo en la explicación de su agonía en el huerto de los olivos, el
drama que allí se desarrolla dependía, en la explicación del obispo alejandrino, más de la
32

divinidad de Cristo que de su alma humana. Pero fue el presbítero griego Malquión,
oriundo de Antioquía, quien hace valer esta cristología negadora del alma humana de
Cristo. La circunstancia histórica fue su oposición a la doctrina de Pablo de Samosata,
obispo de Antioquía (260). En efecto, el obispo antionqueno había renovado, en clave
cristológica, el antiguo modalismo de Práxeas y Noeto. Partiendo del manarquianismo
sabeliano afirmaba que Cristo fue un puro hombre en quien habitó el Logos, no
entendido ya como distinto del Padre, sino como un modo suyo. Reeditaba, de esta forma,
la arcaica cristología ebionita. Como es fácil de observar, esta nueva problemática supuso
un desplazamiento del eje de discusión. De la relación Padre – Logos se pasaba a la
cuestión de la encarnación, es decir, al vínculo entre el Logos y la carne (sarx). Pablo de
Samosata pretendió explicar este vínculo con recurso a un cambio de esquema,
deslizándose hacia el esquema Logos – anthropos. Pero el esquema Logos – sarx, por su
utilidad para garantizar la unidad de sujeto en Cristo con el Logos, seguía vigente con
fuerza. Seguir aferrados a él supuso, sin embargo, no sólo la negación del adopcionismo
modalista, sino también de la existencia del alma humana en Cristo, afirmándose que el
Logos se une a la carne del Señor inmediatamente.
Este fue el punto decisivo en la refutación de Pablo de Samosata por Malquión en
el Concilio de Antioquía del año 268. Para el presbítero griego, el problema del obispo
de Antioquía no consistía sólo en afirmar que Cristo es puro hombre, sino también si es
hombre que consta de alma y cuerpo. La trascendencia divina de Cristo exigía, para
Malquión, que el Logos se una inmediatamente a la carne suplantando al alma humana.
Separándose, así, de Orígenes, Malquión piensa al Logos como el sujeto último de la vida
humana del Señor.
Este rápido repaso por las doctrinas trinitarias y cristológicas desarrolladas entre
la muerte de Orígenes y Nicea nos muestra que el subordinacianismo, aunque efectivo
para rechazar el modalismo sabeliano, fue insuficiente para explicar el misterio de la
unidad de las tres personas en Dios, y que el esquema Logos – sarx resultaba inadecuado
en la explicación consecuente del misterio de la encarnación. Fue, sin embargo, este
mismo esquema el que usó Arrio como argumento para fundamentar su doctrina trinitaria.
En efecto, Arrio (256/260 – 336) pretende superar la insuficiencia del
subordinacianismo negando que el Logos sea de naturaleza divina, pero sin plegarse al
modalismo monarquiano y adopcionista de Pablo de Samosata. Dios, en efecto, es, para
Arrio, una mónada que excluye toda dualidad y toda distinción. Esta mónada es el Padre.
Ni el Hijo, ni el Espíritu Santo tienen lugar en ella. La unidad de esta mónada excluye,
incluso, la distinción mínima de los modos sabelianos. Así, pues, sólo el Padre es Dios
en sentido pleno. El Hijo pertenece al orden creatural; es el que primero participa del
Padre para desempeñar una función cosmológica, es decir, es el único creado por el Padre;
todo lo demás es creado por él. Esta concepción del Logos, Arrio la fundamenta sobre su
pensamiento cristológico configurado sobre el esquema Logos – sarx. Los arrianos de
segunda generación (Eunomio) negarán el alma humana de Cristo pensando la
encarnación como la constitución de una naturaleza compuesta (monofisismo arriano)
incompatible con la afirmación de la divinidad del Logos. Arrio, sin embargo, en un
primer momento, no necesitará negar la existencia del alma humana de Cristo, sino que
mostrará la incompatibilidad de la divinidad del Logos con los padecimientos redentores
del Señor.
Nicea responderá a esta problemática resolviendo la dificultad que supone para la
afirmación del monoteísmo el misterio de la Trinidad y, en filigrana, el de la divinidad de
Jesucristo. La solución trinitaria de Nicea supone, por consiguiente, una doctrina
cristológica que ahora es necesario dilucidar para aclarar las otras dos vertientes en que
33

se desenvuelve el esquema cristológico Logos – sarx, el de San Atanasio y el de Apolinar


de Laodicea.
La consubstancialidad trinitaria definida en Nicea anatematiza definitivamente
toda forma de subordinacianismo y lleva implícita la afirmación de la unidad de sujeto en
Cristo y, consiguientemente, la trascendencia divina del Señor. Fiel a esta doctrina, San
Atanasio de Alejandría (292-373) también mantendrá esta trascendencia pero,
permaneciendo dentro del esquema Logos – sarx, tampoco encontrará demasiado espacio
en su explicación para el alma humana de Cristo, aunque no llegue a negarla. Para San
Atanasio, en efecto, deudor de las especulaciones sobre el Logos del estoicismo, pero
también de la doctrina de Orígenes y de Clemente de Alejandría, el Logos en Cristo es el
principio espiritual que ejecutó el acto moral de la redención. Con ello se torna difícil
explicar cuál es el sujeto físico y real de la pasión redentora. Para los arrianos esta cuestión
sustentaba su negación de la divinidad del Logos. Según ellos, si el Logos es divino y
trascendente, no puede asociarse a la humanidad y padecer en ella. Por el contrario, la
redención por el padecimiento implica negar la divinidad del Logos. A esta dificultad San
Atanasio responde profundizando en el esquema Logos – sarx, pero ello lo lleva a
minimizar el sentido teológico y soteriológico del alma de Cristo, esto es, ella no alcanza
a ser un elemento de interpretación de su acto redentor y tampoco de su vida humana
interna. Para San Atanasio, en efecto, las debilidades humanas de Cristo no atentan contra
la trascendencia e inmutabilidad del Logos porque ellas pertenecen a la carne del Señor.
Es más, es por ser trascendente que el Logos, que ya vivifica y mueve al cosmos, puede
también animar el cuerpo de Cristo. La encarnación no anula la providencia y el poder
del Logos sobre el mundo entero. Si se viera limitado por su inhabitación en el cuerpo del
Señor, no sería trascendente y, en consecuencia, no sería Dios. Pero San Atanasio no
piensa como los arrianos. Para él, las debilidades “somáticas” de Cristo pertenecen sólo
a la carne y las que, en los demás hombres provienen del alma, esto es las debilidades que
podemos llamar “anímicas”, como la angustia en el huerto de los olivos, en el Señor son
más ficticias que reales. Quiere decir que el Logos, en Cristo, no sólo es el soporte
personal del acto redentor (principium quod), sino también su principio ejecutivo físico
(principium quo). Toda la cristología de San Atanasio está marcada por esta inmediatez
que permite detectar en todo la actividad física del Logos, aunque esté mediatizada por la
realidad corporal de la humanidad de Cristo. En oposición, pues, a la cristología
disociativa de Pablo de Samosata (esquema Logos – anthropos), San Atanasio formula
así su idea cristológica fundamental: “El Logos se hizo hombre y no sólo vino al hombre”.
Es el Logos, pues, el que sustenta la carne de Cristo y no un hombre el que sustenta a
Dios.
Lo que en Atanasio se presenta como una inclinación suficientemente contenida
en la ortodoxia, en Apolinar de Laodicea († 373) se transforma en negación explícita del
alma humana de Cristo. La cristología disociativa de Pablo de Samosata articulada sobre
el esquema Logos – anthropos es rechazada en nombre de una cristología unitiva
articulada en el esquema Logos – sarx pero de modo heterodoxo. Para Apolinar el hombre
se compone de alma y cuerpo. Ambos constituyen el todo substancial que es el hombre.
Pero el misterio de la encarnación no consiste en una inhabitación del hombre por parte
de Dios. Un Dios habitando en el hombre no da como producto un hombre. En la
encarnación, enseña Apolinar en clara resonancia de las palabras de San Atanasio, Dios
se hace hombre. El hombre no preexiste ni temporal ni ontológicamente a la encarnación.
Lo humano en el hombre no son sus partes constitutivas sino la unidad substancial. En el
caso único de Jesucristo la ausencia del alma humana no compromete la humanidad de
Jesús porque el Logos se vincula a la carne en una unidad substancial. Dicho en otros
34

términos, para Apolinar Cristo es hombre porque es la unidad substancial de Logos y


carne. Una unidad de Logos y hombre no podría ser sino accidental. Cristo es hombre,
por lo tanto, porque el principio de su movimiento vital es el Logos. En otras palabras,
todo el movimiento vital de la unidad divino – humana del Señor, se concentra en el
Logos. Si el Logos no domina todo movimiento vital, no cabe afirmar que se haya hecho
carne. En efecto, si el Logos se uniera a un hombre compuesto de alma y cuerpo, no le
aportaría más que el hecho de la inhabitación, manteniendo ese hombre en sí el principio
de su movimiento vital. Esto sugiere que la unión de Logos y carne en Cristo no es estática
sino dinámica. Sólo porque domina todo el movimiento vital es verdad que el Logos se
hizo carne. Por esto, afirma Apolinar, no basta decir que el Logos se hizo hombre. Hay
que decir también, distanciándose ahora de San Atanasio, que el Logos no asumió al
hombre.
Apolinar, por tanto, piensa a Cristo como “una naturaleza” (“μία φύσις”),
entendiendo por “naturaleza” aquello que se mueve a sí mismo. Ahora bien, el cuerpo no
es en sí una physis, porque no dispensa vida por sí mismo. Cristo, por tanto, es una
naturaleza (μία φύσις) porque es una sola unidad vital de Logos y sarx. Sólo dentro de
esta perspectiva se entiende que, para Apolinar, Cristo sea una sola persona. La unidad
personal de Cristo, por tanto, no es otra cosa que su unidad de naturaleza. La unidad de
sujeto en Cristo es el resultado de su unidad de naturaleza. Pero porque esta “μία φύσις”
es de índole dinámica y vital, Apolinar no llega a ser, aún, un monofisita como los habrá
luego. Para ello será necesario concebir la naturaleza como algo estático y abstracto.

El esquema Logos – anthropos.


Preliminares.
El esquema Logos – sarx se mostraba firme para asegurar la unidad de Cristo. Éste
fue el motivo por el cual los Padres del siglo IV se aferraron tan fuertemente a él. Pero el
peligro del apolinarismo, que interpretaba en sentido heterodoxo este esquema, era
suficientemente importante como para suscitar una oposición que, lentamente, fue
buscando garantizar aquella unidad por otros senderos, es decir, poniendo en juego el
esquema cristológico Logos – anthropos. Así, los opositores del apolinarismo tuvieron
que afinar sus conceptos e ideas cristológicas recuperando líneas de pensamiento que
habían surgido inmediatamente después de Nicea pero que, por aquel entonces, no habían
llegado a cobrar fuerza suficiente. Fue necesario para ello que el apolinarismo mostrara
el extremo al que podía conducir el esquema Logos – sarx si no se lo acotaba
convenientemente. Pero para comprender el desarrollo de la línea de pensamiento
opositora al apolinarismo se hace necesario presentar sucintamente el orden de los
acontecimientos a fin de ubicar correctamente los protagonistas de la controversia
cristológica desatada a propósito del Concilio de Nicea y sus distintos pensamientos.
Después de Nicea, los arrianos arremetieron decididamente contra los defensores
de la ortodoxia nicena, particularmente San Atanasio. Entre los hechos que se siguieron
luego de Nicea cabe destacar, para la dilucidación de la cuestión cristológica, el Sínodo
de Alejandría convocado por el obispo de esa sede patriarcal el año 362, luego del regreso
de su tercer destierro. En ese sínodo tratan de ponerse de acuerdo los dos grupos que se
reconocían partidarios de Nicea en contra del arrianismo que, hasta entonces, había tenido
grandes victorias políticas gracias al apoyo que en aquel período les dio el Emperador
Constancio, hijo de Constantino. El primer grupo era el de los eustacianos, es decir,
discípulos de Eustacio de Antioquía († antes del 337). El otro era el de los apolinaristas.
35

En pleno ambiente de controversia antiarriana, pero sin compartir la oposición


presentada por Apolinar de Laodicea, Eustacio intentó salvaguardar la humanidad de
Cristo distanciándose, a la vez, del extremo arriano y del apolinarismo. Ya había tenido
respecto de este propósito un antecesor en Marcelo de Ancira († hacia 374), gran discípulo
de San Atanasio.
En efecto, el obispo de Ancira, partiendo de la afirmación nicena del Hijo - Logos,
pero más en clave antiarriana que nicena, y fundándose más en la Sagrada Escritura y en
la Regula fidei que en la misma definición conciliar, intentó alcanzar una nueva
comprensión del misterio de la encarnación opuesta principalmente al arrianismo pero
que también, derivadamente, esboza una separación del apolinarismo. Las cuestiones
trinitarias y cristológicas se implicaban recíprocamente y Marcelo intentó brindar alguna
línea de solución siguiendo un camino propio. Habiendo afirmado, acorde al dato
dogmático de Nicea, que el sujeto único de Cristo es el Logos eterno, busca explicar la
unión de este Logos con la carne del Señor. Es aquí donde su explicación no logra
ajustarse totalmente al esquema Logos – sarx. En efecto, aunque la unidad de sujeto en
Cristo es claramente afirmada, Marcelo distingue al Logos en Dios (δύναμις) del Logos
en Cristo (ἐνέργεια), al parecer con una distinción sólo de funciones. La δύναμις se
manifiesta como ἐνέργεια en Cristo actuando sobre su dimensión carnal de manera
inmediata. Por este expediente, la cristología sigue siendo la del Logos – sarx. Pero resulta
que esta ἐνέργεια actuante en el Señor también manifiesta el Logos divino haciendo de la
carne de Jesucristo el εἰκών de Dios invisible. Por esta razón, a diferencia de Arrio,
Marcelo reserva los títulos mayestáticos al Logos y los inferiores a la carne de Cristo.
Así, por su carne, Cristo es εἰκών y también “hijo primogénito”. Recordemos que por el
camino inverso los arrianos hacían repercutir la debilidad de la carne del Señor en el
Logos concluyendo su condición creatural. De esta manera, el pedido del Señor al Padre
de que si era posible hiciera pasar el cáliz de su pasión, mostraba según Marcelo la
existencia en Cristo de una voluntad humana y carnal, deslizándose de este modo hacia
una cristología del Logos – anthropos. Por este camino, el alma de Cristo emerge
tímidamente de nuevo, pero Marcelo no la menciona explícitamente. Sin embargo, este
pálido despunte del alma humana del Señor anuncia la posterior oposición de sus
seguidores, y en particular de los eustacianos, a la cristología apolinarista.
En esta línea de pensamiento se inscribe también Eustacio de Antioquía. A
diferencia de San Atanasio, Eustacio admite explícitamente los sufrimientos anímicos de
Cristo y su principio real: el alma. Con esto se distinguen claramente las naturalezas en
el Señor y se afirma también su humanidad íntegra. Emerge, así, el antitipo de la
cristología Logos – sarx con el consiguiente peligro para entender la unidad de Cristo.
Esta clara distinción del “hombre” en Cristo le valió la acusación de samosatiano por
parte de los apolinaristas. Éste es el punto en que se encontraban los defensores de Nicea
en oposición a los arrianos cuando el Sínodo de Alejandría del año 362.
En ese momento, la nueva situación política desfavorable a los arrianos permitió
al Obispo de Alejandría, San Atanasio, convocar un sínodo que eliminara las divisiones
entre los dos grupos que disputaban contra los arrianos. No se tuvo la intención, sin
embargo, de ampliar el homoousios niceno en sentido cristológico a fin de no dar pie a
interminables discusiones como las que se habían entablado contra los arrianos por temas
trinitarios En efecto, eustacianos y apolinaristas, en oposición común a los arrianos,
convenían en la afirmación fundamental de Nicea, de orden trinitario, pero disputaban
sobre cuestiones cristológicas. En ese sínodo ambos grupos reconocieron respectivamente
su ortodoxia. Esto permitió a los eustacianos atemperar su cristología adaptándolas a las
exigencias del esquema Logos – sarx, es decir, subrayando la unidad de sujeto en Cristo.
36

Lo mismo, pero en sentido inverso, hicieron los apolinaristas dando espacio, aunque sólo
en sus expresiones, al alma humana del Señor.
Este sínodo no fue sólo una maniobra política de pacificación de los antiarrianos.
Tampoco San Atanasio hizo de notario en él, sino que logró plasmar su propia fórmula
cristológica basada en lo que él entendía era la afirmación cristológica fundamental de la
Sagrada Escritura, el texto de Jn 1, 14: “el Logos se hizo carne”. Frente a la cristología
disociativa de Pablo de Samosata, el Alejandrino afirma la unidad substancial de Cristo:
“El Logos se hizo hombre y no vino al hombre”. La mención del hombre no indica, aquí,
la adopción del esquema Logos – anthropos. Hacerse hombre es, para San Atanasio,
asumir la carne humana, vivificándola inmediatamente el Logos. Hay, como lo requería
la ortodoxia nicena, una clara admisión de la unidad de sujeto en Cristo. El Logos es el
soporte general único de todo el ser de Cristo y, en consecuencia, de todos los enunciados
sobre él, a diferencia de Marcelo de Ancira y Eustacio de Antioquía, que distribuían entre
el Logos y la carne los atributos divinos y humanos, respectivamente. También lo humano
de Cristo es gobernado por el Logos (ἡγεμονικόν); el Señor es un Logos que sustenta la
carne y no un hombre que sustenta a Dios.
Por la gran fuerza de su propaganda, el apolinarismo fue imponiéndose
ampliamente, obligando a dejar de lado las reservas atanasianas sobre las discusiones
cristológicas y enfrentar de lleno el nuevo problema. Parece haber sido el Papa Dámaso
el que impulsó esta empresa. Pero la cristología de Atanasio no era suficiente para hacer
frente a este extremo heterodoxo del esquema Logos – sarx. Para ello fue necesario
retomar las especulaciones iniciadas por Marcelo de Ancira y de Eustacio de Antioquía y
andar un camino de precisiones teológicas y esquemas cristológicos en el que los
apolinaristas llevaban la delantera. Este proceso de dilucidación cristológica conducirá
finalmente a la definición del Concilio de Calcedonia en el año 451.
El esquema Logos – anthropos comienza a mostrar su importancia en la
explicación cristológica, aunque para ello todavía deberá probar que puede mantener a
salvo lo que aseguraba la cristología Logos – sarx, es decir, la unidad de sujeto en Cristo.
Éste será el gran problema a resolver en lo que sigue. La alternativa entre una cristología
disociativa y otra unitiva debía salvar las dificultades que representaba, para pensar la
unidad de Cristo, la afirmación de su divinidad (contra los arrianos) y, al mismo tiempo,
la fe en su humanidad íntegra (contra los apolinaristas).

El primer antiapolinarismo.
La lucha de Eustacio contra la cristología arriana fue continuada, después de él,
por Paulino y sus seguidores. Por esto a los “eustacianos” también se los conoce con el
nombre de “paulinianos”. Se intentó, en un primer paso, como lo demuestra el caso de
Diodoro de Antioquía y obispo de Tarso, superar las dificultades apolinaristas del
esquema Logos – sarx resaltando la distinción en Cristo de lo humano y lo divino, pero
sin abandonar el esquema, esto es, sin afirmar con eficacia el alma humana del Señor.
Sólo con el tiempo este intento se concentró sobre esta cuestión. Mientras eso no ocurre,
en Alejandría se abre paso una especulación de talante origenista que reconoce el alma
de Cristo no sólo como una realidad física, sino también otorgándole una preponderancia
teológica cada vez más marcada. Así, por ejemplo, Dídimo de Alejandría (313-398) y
Teófilo, también de Alejandría (385-412). El decurso de estas doctrinas oscila entre una
cristología unitiva y una disociativa pero no siempre distribuyéndose simétricamente
entre los esquemas Logos – sarx y Logos – anthropos, respectivamente. Tampoco puede
señalarse, para lo que queda de este siglo IV, como sedes teológicas respectivas, a
37

Alejandría y a Antioquía. Tanto en uno como en otro Patriarcado se dan fuertes contrastes
en los esquemas cristológicos empleados para dar razón del misterio de la unidad de
sujeto en Cristo y la afirmación de su verdadera divinidad y verdadera humanidad. Sólo
con Cirilo de Alejandría, pero ya en el siglo V, su oposición al apolinarismo creará frentes
cerrados en ambas partes pudiéndose caracterizar a la escuela teológica de Alejandría
como partidaria del esquema Logos – sarx en oposición a la escuela de Antioquía,
propulsora de una cristología de tipo Logos – anthropos. En efecto, en los primeros años
del siglo V, en Alejandría, subsiste todavía una cristología del Logos – sarx
preapolinarista del tipo atanasiano. Es más, el mismo obispo de Alejandría, Cirilo, en un
primer momento, es ajeno a la lucha que conducirá posteriormente a las definiciones del
Concilio de Éfeso. En efecto, sólo con Apolinar su esquema cristológico se revela
peligroso y aun así llevó tiempo calibrar su real peligrosidad. Para ello será necesario que
la aparición de Nestorio muestre hasta qué punto la cuestión del alma humana de Cristo
puede ser problemática en cristología.
Pero si en Alejandría se tardó en asumir el real riesgo cristológico representado
por el apolinarismo, en Antioquía el debate contra esa cristología, que era asumida en su
terminología en la misma doctrina de San Cirilo, salió a la luz en una época más temprana,
impulsando el desarrollo del esquema Logos – anthropos, particularmente con Teodoro
de Mopsuestia. Con todo, Cirilo y Teodoro no se enfrentaron en vida. Sólo después de la
muerte de este último (428) el debate entre los dos esquemas cristológicos cobrará todo
su ardor. Mientras tanto el ambiente teológico es pre-efesino, pero en él se incuban los
esquemas cristológicos que serán decisivos en Éfeso. Presentamos, entonces, en primer
lugar, el estado del pensamiento cristológico en este período anterior al sínodo efesino.

Cirilo de Alejandría (370/3 – 444).


En este primer tiempo Cirilo permanece fiel al esquema Logos – sarx según la
cristología de su predecesor en la sede episcopal de Alejandría, Atanasio. Esto quiere
decir que su visión cristológica no se enfrenta al error apolinarista sino al arriano. Lo que
concentra su preocupación, por lo tanto, es mantener a salvo la trascendencia divina del
Logos en Cristo a pesar de su unión a la carne. Pero al igual que San Atanasio, no intenta
obviar las dificultades creadas por los arrianos contra la inmutabilidad del Logos apelando
al alma de Cristo. San Cirilo, reconociendo la realidad del sufrimiento del Señor, la
atribuye a la carne. En Cristo, por ende, sólo se da el sufrimiento de la carne, no el
sufrimiento anímico. Para él, el Logos es el “alma” de Jesucristo. Por eso, en Cirilo, como
antes con Atanasio, el alma es una realidad física del Señor, ni negada ni afirmada, que
no juega ningún rol teológico particular en la explicación de su misterio. Por eso mismo,
tampoco se percibe como problemática la negación apolinarista de la misma.

Teodoro de Mopsuestia (350 – 428).


Los adversarios, en cuestión cristológica, de Teodoro no son sólo los arrianos,
sino también los apolinaristas. Especialmente en oposición a estos últimos critica el
esquema Logos – sarx afirmando la importancia teológica del alma humana de Cristo. La
debilidad de la cristología del Logos – sarx radica, para Teodoro en considerar al Logos
como ἡγεμόν. Su crítica, por lo tanto, va a la raíz del apolinarismo. Si la divinidad ocupara
el puesto del alma nunca faltaría nada al cuerpo porque toda insuficiencia viene de la
debilidad natural del principio vital humano que es el alma. Si Cristo pasó hambre, sed y
demás penalidades, es porque las funciones vitales eran regidas por un alma humana y
38

procedían de una fuente finita. El cuerpo, por su parte, también aporta lo suyo en la
operación vital del hombre. Si éste falla por alguna razón, el alma no puede cumplir bien
su función vitalizadora y sufriría por ello. Por lo tanto, si el Logos ejerciera la función del
alma, también tendría que cumplir la función del cuerpo para que éste, por su debilidad,
no oponga resistencia a la acción vital del Logos. De esta manera, los que niegan la
realidad corporal del Señor tendrían tanta razón como los que niegan su alma humana. El
Verbo, sin embargo, tenía que asumir un alma y un cuerpo para superar la muerte del
cuerpo y el pecado del alma. Así, en la cristología de Teodoro, la naturaleza humana del
Señor recupera su auténtica vida interna y su capacidad de acción propia. A diferencia de
Apolinar, entonces, el sacrificio redentor de Cristo se apoya en un acto de decisión
humana del Señor. El esquema Logos – anthropos alcanza, así, un gran logro. Sin
embargo, con ello se abre el antiguo problema que amenazó siempre a este esquema. Si
ahora se puede distinguir bien la divinidad de la humanidad de Cristo, ¿cómo explicar su
unión? Aquí se encuentra la mayor dificultad de la cristología de Teodoro. Aunque su
intención es no reducir esa unión a un plano meramente accidental y moral, por gracia,
su idea de Cristo como “assumptus homo” no cuenta todavía con el auxilio explicativo
de una terminología precisa y permite que sus oponentes, particularmente los
apolinaristas, lo acusen injustamente de samosatiano. Lo que se halla en juego es lo que
afirma el Concilio de Nicea, que Teodoro no niega pero que tampoco explica
satisfactoriamente: “se hizo hombre”. La afirmación de la identidad de sujeto en Cristo
como “uno y el mismo” Logos divino queda expuesta al peligro de su negación.
Con todo, Teodoro intenta un ensayo de explicación recurriendo a la idea de un
prósopon común, como si se tratara de una tercera entidad por encima de las dos
naturalezas y como resultante de ellas. Pero en Teodoro prósopon no equivale
simplemente a persona. Más bien es, para ese momento de la reflexión antioquena, la
forma en que una naturaleza o hipóstasis aparece. Cada naturaleza tiene, pues, su propio
prósopon. Dado que Teodoro subraya la realidad íntegra de las dos naturalezas en Cristo,
pareciera que debiera también aceptar una dualidad de prósopa en él. Sin embargo, sabe
introducir matices. Dada la profunda unidad entre Logos y hombre en Cristo, no cabe
distinguir en él sino un prósopon, por más que en algunos escritos admita que cada
naturaleza tiene el suyo propio. En esos casos atiende a las naturalezas en sí mismas.
Cuando en cambio las considera en su conjunción, habla de un solo prósopon, pero que
no debe ser entendido como un prósopon mixto. Se trata, por el contrario, del prósopon
del Logos que, en la unión con la naturaleza humana, pasa a ser el medio para
manifestarla. Esta naturaleza se manifiesta, por su conjunción con la divinidad, en el
prósopon del Logos. Éste es único e impregna y conforma la entera humanidad del Señor.
En otras palabras, detrás del prósopon de Cristo no hay una nueva naturaleza (Cristo)
compuesta. Este prósopon de Cristo hay que interpretarlo a la luz de la relación singular
que establece la hipóstasis divina del Logos con la naturaleza asumida. El prósopon, por
tanto, es la expresión, no de una nueva naturaleza compuesta, sino de la unión de la
naturaleza humana con la divina. Por esta razón el Logos es adorado justamente en este
hombre Jesús, y este hombre Jesús es adorado como el Logos. Falta, sin embargo, a
Teodoro explicar la naturaleza de esa unión. El paradigma empleado es el de la unidad
esencial entre hipóstasis y su prósopon. De este modo puede expresar su cristología en
una fórmula que, en su materialidad, se aproxima bastante a la fórmula de Calcedonia:
“dos hipóstasis, un solo prósopon”.
Pero la comprensión formal de esta formulación cristológica en Teodoro todavía
está lejos de Calcedonia. En efecto, Apolinar entendía por hipóstasis un principio
automoviente. En Cristo, pues, para el laodicense, hay una sola hipóstasis y una sola
39

physis porque sólo existe un αὐτοκίνητον, el Logos. Teodoro deja de lado esta
comprensión de la hipóstasis en favor de un concepto más estático. Para él, hipóstasis
designa la naturaleza que puede existir separadamente. Como en Cristo hay dos
naturalezas que pueden existir una sin la otra, en él hay dos hipóstasis. La separación de
Apolinar es evidente. La diversidad en Cristo, por tanto, hay que ponerla del lado de las
naturalezas o hipóstasis. La unidad, en cambio, queda garantizada por el único prósopon.

La crisis nestoriana. Éfeso y Calcedonia.


Las discusiones cristológicas se han ido desarrollando, hasta aquí, sobre el
trasfondo de la doctrina trinitaria definida en Nicea, es decir, en contra del arrianismo. En
efecto, como una consecuencia ineludible, de la confesión de la consubstancialidad divina
del Logos se siguió la afirmación del único y mismo sujeto en Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre. Los esquemas explicativos de esta enseñanza sobre el misterio del
Señor, han oscilado, como vimos, entre el de Logos – sarx y el de Logos – anthropos. A
lo largo de estas discusiones, los Padres de la Iglesia del siglo IV han ido tomando
conciencia cada vez más clara de otro problema que despuntaba ante ellos, a saber, el del
modo correcto de concebir la unión de divinidad y humanidad en Cristo. A fin de entender
la elucubraciones realizadas para dar respuesta a esta cuestión, ya no es de utilidad aplicar
la distinción de los dos esquemas cristológicos puestos en juego hasta ahora, sino que se
revela necesario un nuevo esfuerzo intelectual. Los dos grandes protagonistas de este
intento fueron Cirilo de Alejandría y Nestorio. Impulsado por ellos, el debate entre las
dos escuelas teológicas que representan, Alejandría y Antioquía, respectivamente,
conducirá a las conclusiones de Éfeso (431), Calcedonia (451) y del Concilio
Constantinopolitano III (680-681).

Nestorio y la “theotókos”.
La fe de la Iglesia proclamaba desde antiguo que María era la “Madre de Dios”
(Theotókos) y también hablaba de la “pasión de Dios” (Deus passus) para expresar que
el verdadero Hijo de Dios, hecho hombre, nació de María y murió en la cruz. Estas
afirmaciones no eran el resultado de una especulación teológica, sino de la fe y confesión
de la Iglesia de acuerdo con la tradición apostólica. Cuando Nestorio ocupa su sede
episcopal de Constantinopla se encuentra que allí ya había estallado la discusión teológica
sobre el título Theotókos dado a María Santísima. Unos (arrianos y apolinaristas) la
llamaban Madre de Dios (θεοτόκος); otros la confesaban sólo como Madre de un hombre
(ἀνθρωποτόκος). Queriendo mediar entre las partes introduce su propio pensamiento que,
a partir de entonces, será el centro de las discusiones siguientes.
El arrianismo difundía el título θεοτόκος para tener ocasión de atacar la divinidad
de Cristo. Ante este hecho, el único remedio que el obispo de Constantinopla vislumbró
como posible fue el de eliminar el título. Pero ello lo llevó a enfrentarse con los
apolinaristas entre quienes equivocadamente incluía a San Cirilo de Alejandría, con lo
cual al mismo tiempo entró en conflicto con la cristología ortodoxa. La oposición al
arrianismo era correcta, aunque el camino elegido fue equivocado. Por otro lado, la
identificación de la cristología ciriliana con la apolinarista, aunque falsa, puede de algún
modo comprenderse en Nestorio dado que San Cirilo expresaba su doctrina cristológica
en términos tomados de Apolinar, μία φύσις, aunque entendidos de manera ortodoxa. En
concreto, la posición nestoriana se deja apresar en su rechazo de la communicatio
idiomatum. En efecto, para Nicea el único sujeto de los predicados de Cristo es el Hijo.
40

De él se dice, por igual, que fue engendrado desde siempre por el Padre y que fue
concebido virginalmente en el seno de María y que nació en el tiempo y que murió en la
cruz. Según esto, pues, la cristología de San Cirilo atribuía a “uno y el mismo” sujeto en
Cristo lo divino y lo humano. En ello se jugaba la adhesión ortodoxa a Nicea, aunque, a
decir verdad, todavía quedaba mucho por clarificar en la cuestión cristológica
fundamental: el modo de unión de lo divino y humano en Cristo. Para Nestorio, en
cambio, el único modo de mantener la cristología de Nicea, que afirmaba que en Cristo
el sujeto de toda atribución de lo divino y lo humano era “uno y el mismo”, era reemplazar
al “Logos” por “Cristo”. De esta manera, lo que Nestorio pretendía decir era que “Cristo”
era un “sujeto aditivo” que reunía en sí las propiedades divinas y humanas. Ello no
significa que se pueda predicar de él esas propiedades como si fuera el Logos, sino que
el sujeto “Cristo” es la suma de dos naturalezas, no el soporte de ambas. Hay en Nestorio,
pues, una preeminencia de la naturaleza sobre el sujeto; “Cristo” es sólo el nombre común
de las dos naturalezas; la mera suma cualitativa y adjetiva de propiedades. Se entiende,
por lo tanto, por qué y cómo rechaza el patriarca constantinopolitano la communicatio
idiomatum.
La posición nestoriana fue tomada por la ortodoxia ciriliana como una negación
de la unidad de Dios y hombre en Cristo y como una profesión de la doctrina de dos
personas. Es cierto que la unidad en Cristo no se ve suficientemente salvada en Nestorio
pero, al menos en sus comienzos, más que afirmar dos personas el patriarca
constantinopolitano sostiene que en Cristo hay dos naturalezas, aunque sin explicar
adecuadamente su unidad. Por eso Nestorio se defendía diciendo que no había enseñado
que uno sea el Hijo y otro el Dios – Logos, sino que Dios – Logos es uno por naturaleza
y el “templo” en el que habita es otro por naturaleza. Sin embargo, ambos son un solo
Hijo por conjunción. “Hijo”, por tanto, es el título del único sujeto en Cristo, pero resulta
ser un sujeto por “conjunción”, al igual que el nombre “Cristo”. Según estas aclaraciones
de Nestorio, considerar a “Cristo” como un sujeto aditivo no es más que un modo de
hablar del misterio del Señor. Para él, el Logos eterno es Hijo desde siempre. En la carne
del Señor, la misma persona del Logos recibe el nombre de “Cristo”. Pero el límite entre
una expresión semántica del misterio de Cristo y una afirmación ontológica del mismo es
muy débil y sus contrincantes no prestaron atención a él tomando sus expresiones como
declaraciones de orden ontológico. Parece, por tanto, que Nestorio pretendía permanecer
fiel a la afirmación de la unidad de sujeto en Cristo, y por eso también se opuso al título
ἀνθρωποτόκος. Para él, en efecto, a pesar del lenguaje de inhabitación que emplea, Cristo
no era un mero hombre. Pero la expresión verbal de su intención no es adecuada y así no
sólo se hizo blanco de los ataques de San Cirilo, sino que tampoco pudo rebatir
convenientemente las objeciones que por ello se le oponían.
En efecto, en un intento por dar razón de su fórmula cristológica, llama ὑπόστασις
a las naturalezas en Cristo, esto es, naturaleza concreta. Cada ὑπόστασις¸ añade, tiene su
prósopon, esto es, sus propios rasgos individuantes. El concepto nestoriano de prósopon
se inspira en la Biblia. Lo que Flp 2, 5-8 dice sobre la “forma de Dios” y la “forma de
siervo”, Nestorio lo entiende del prósopon: el modo de manifestarse de una naturaleza
concreta. Siendo cada naturaleza en Cristo concreta e individual (ὑπόστασις), a cada una
le corresponde su prósopon propio. La unidad de naturalezas en Cristo, por tanto, no se
produce a nivel de las naturalezas (μία φύσις), al modo de una mezcla o composición,
como enseñaban los apolinaristas, sino a nivel del prósopon. En efecto, el prósopon del
Logos usa como instrumento el prósopon de la humanidad, dando esa instrumentalización
como resultado la unidad de dos naturalezas. El prósopon de la humanidad de Cristo
41

revela la hipóstasis del Logos en la medida en que el prósopon de ésta lo usa como
instrumento de su manifestación.
A partir de aquí el debate con Nestorio comienza su etapa crítica. Aunque Nestorio
envió cartas al Papa Celestino I pidiéndole información sobre la herejía pelagiana que
ignoraba y poniéndolo al tanto de las herejías cristológicas que combatía en su sede
patriarcal, concretamente el arrianismo y el apolinarismo, las dificultades de traducción
de los textos griegos retrasó la respuesta del Sumo Pontífice. Mientras tanto, Cirilo, en
Alejandría, interrogado por el mismo Papa sobre los sucesos en Antioquía, envía al
diácono Posidonio para transmitir personalmente su opinión sobre Nestorio: “blasfema
contra Cristo”. Para Cirilo, en efecto, Nestorio era adopcionista, sosteniendo que el
vínculo que une al Logos y al hombre en Jesús era moral, al modo de la Alianza de Dios
con Moisés; alianza, por otro lado, merecida por el hombre Cristo al modo pelagiano. De
la misma opinión fue Juan Casiano, consultado por el archidiácono León, futuro León
Magno, Papa. La interpretación de Cirilo y de Casiano mueve al Papa Celestino I reunir
el año 430 un sínodo en Roma para tratar la doctrina de Nestorio que termina
condenándolo. El Concilio de Éfeso tendrá lugar el año siguiente. Mientras tanto, el Papa
reviste a Cirilo de autoridad pontificia para comunicar a Nestorio y a sus seguidores los
puntos de la doctrina ortodoxa que él debía suscribir en conformidad con las decisiones
del sínodo de Roma que acababa de celebrarse. Muñido de esta autoridad, Cirilo reunió,
ese mismo año, en Alejandría, un sínodo en el que se compusieron los conocidos 12
anatematismos contra el patriarca constantinopolitano.

San Cirilo y Nestorio (386 – 451).


En oposición a Nestorio, San Cirilo, partidario de la cristología del Logos – sarx,
asume la fórmula cristológica de Apolinar: μία φύσις τοῡ θεοῡ λόγοῡ σεσαρκωμένη (una
sola naturaleza del Logos hecho carne). Para el laodicense, en Cristo hay una sola
naturaleza porque hay una sola fuente de vida y movimiento que todo lo vivifica: el
Logos. La fórmula μία φύσις tiene en Apolinar, como vimos, un sentido netamente
vitalista. Pero la adopción ciriliana de esta fórmula supone una manera nueva de
comprender la φύσις a fin de escapar de las consecuencias heterodoxas de la cristología
apolinarista. En efecto, a diferencia de Apolinar, para el obispo de Alejandría ella designa
la substancia individual. Y para expresar su condición de existencia real emplea el
término ὑπόστασις. Cuando San Cirilo habla de μία φύσις, por tanto, se refiere a la
naturaleza divina del Logos (φύσις τοῡ θεοῡ λόγοῡ), que es una sola (μία) y, siendo
existente, también ὑπόστασις. ¿Cómo entender que esa única naturaleza divina real y
existente se haya hecho carne (σεσαρκωμένη)? Para Cirilo significa que la naturaleza
humana de Cristo tiene su hipóstasis, el fundamento de su existencia real, en el Logos. La
unidad de las naturalezas en el Señor deja a la humana sin autonomía propia, es decir, sin
existencia separada (ὑπόστασις). De este modo, Cirilo conduce la fórmula μία φύσις a la
idea de unidad de persona en Cristo. El lenguaje no es explícito, pero para San Cirilo, la
unidad es personal y la diversidad pertenece a la naturaleza.
Para el alejandrino, pues, no se pueden separar las φύσεις o ὑπόστασεις después
de la unión. Tampoco se pueden dividir los ἰδιώματα en dos φύσεις, sino que todo hay
que referirlo a una sola persona o μία ὑπόστασις (φύσις) τοῡ θεοῡ λόγοῡ σεσαρκωμένη
porque el Logos se une a la carne que asumió καθ’ ὑπόστασιν.

El Concilio de Éfeso (431).


42

El propósito de los padres conciliares no fue el de definir ninguna fórmula


cristológica nueva, sino la de responder a los errores nestorianos afianzándose en el
Concilio de Nicea, a saber, la afirmación de que Cristo es “uno y el mismo” sujeto que el
Logos.
San Cirilo había enviado a Nestorio tres documentos. El último de ellos contenía
los famosos doce anatematismos contra el patriarca constantinopolitano. El obispo de
Constantinopla rechaza de plano esos anatemas y emprende su defensa. Supo sacar
partido de las expresiones de San Cirilo que, aunque entendidas por él en sentido
ortodoxo, sabían a apolinarismo y a monofisismo. Interesó en su causa, Nestorio, a Juan,
patriarca de Antioquía (429 – 441), que no se convenció totalmente de su inocencia, y,
por pedido de éste, a Teodoreto de Ciro y a Andrés de Samosata. Con estos aliados
procura también Nestorio inclinar a su favor al mismo Emperador Teodosio II quien
finalmente se resuelve a convocar en Éfeso un sínodo a fin de recomponer la paz en
Oriente. Habiéndose comunicado al Papa Celestino I la intención imperial, el Pontífice
aseguró que enviaría sus legados.

Teodoreto de Ciro (393 – 458/466).


Teodoreto, habiendo leído los anatemas de Cirilo, los refutó acusando a su autor
de apolinarista. Entendiendo como sinónimos ὑπόστασις y φύσις, es decir, como
substancia o naturaleza, no pudo sino interpretar el pensamiento de Cirilo como
monofisismo, esto es, como afirmando en Cristo una única naturaleza (μία φύσις),
resultado de la mezcla o fusión de lo divino y humano. Este rechazo debería llevar a
Teodoreto a la afirmación de dos hipóstasis en Cristo y, de hecho, en su crítica al tercer
anatema de Cirilo así parece haberlo hecho. Con todo, Teodoreto no quiere separar las
hipóstasis o naturalezas en Cristo, sino sólo distinguirlas. El problema, para él, sigue
siendo la explicación de la unión. En un intento de expresarla, recurre al término
πρόσωπον. En Cristo hay distinción de naturalezas y unidad de prósopon. Pero esta
palabra conserva todavía en él el significado arcaico de “rostro”. Así, prósopon es la
expresión visible de la unidad divino-humana de Cristo. La humanidad de Cristo hace
visible la divinidad, y brilla así el “único rostro (πρόσωπον)” del Señor. Se recoge, aquí,
la herencia de Eustacio y de Teodoro de Mopsuestia. ¿Qué sucede, pues, con la
hipóstasis? Teodoreto mantiene su distinción, pues la identificó con la naturaleza. La
unidad del prósopon, por tanto, es resultado de la unión del Logos y la humanidad,
entendidos como φύσις/ὑπόστασις. El eje de la unidad se ha desplazado y ya no es, como
en Cirilo, la ὑπόστασις τοῡ θεοῡ λόγοῡ. Según esta comprensión del misterio de la unidad
de naturalezas en el Señor, Teodoreto considera a “Cristo” como el sujeto común de todos
los enunciados, divinos y humanos. La primacía del Logos es confesada, pero no se hace
de él el sujeto común de los predicados divinos y humanos. Falta la distinción entre el
sujeto divino y su naturaleza. Así, predicar algo humano del Logos implicaría, para
Teodoreto, enunciarlo de la divinidad. De aquí su reticencia para aceptar el título
θεοτόκος. Falto de la distinción entre unidad personal y unidad de naturaleza, María podía
ser honrada como Madre de Dios sólo en virtud de la unión, pero era madre del hombre
por naturaleza.

Las sesiones de Éfeso.


El año 431 se reúne en Éfeso el tercer concilio ecuménico. Llegan, en primer lugar,
Nestorio y sus partidarios. Luego hace su entrada San Cirilo acompañado de sus prelados.
43

Se esperó tiempo suficiente para que llegaran los legados pontificios y Juan de Antioquía
con los suyos. Ante su retraso, Cirilo, haciendo uso de la autoridad pontificia que había
recibido, y que no le había sido quitada, da comienzo a la primera sesión del concilio. En
ella se leyeron la sentencia del Sínodo de Roma y la correspondencia intercambiada entre
Cirilo y Nestorio. La discusión dogmática se centró sobre la segunda carta de San Cirilo
y la respuesta del constantinopolitano. Hecha la lectura, los obispos allí reunidos
declararon unánimemente que la carta de Cirilo se ajustaba al credo niceno mientras que
la de Nestorio no. La carta de Cirilo, en cambio, la que contenía los doce anatematismos,
aunque fue aprobada como plenamente coincidente con Nicea, no se votó sobre ella, de
manera que no adquirió el mismo valor dogmático que la segunda. Como conclusión se
declaró que Nestorio era culpable y que debía ser condenado. La fe católica, por
consiguiente, debía expresarse así: Uno y el mismo son el Hijo eterno del Padre y el hijo
de la Virgen María, nacido en el tiempo según la carne, a la que podemos llamar por eso
Madre de Dios.

Entre Éfeso y Calcedonia.


Teodosio II no aprobó inmediatamente las conclusiones del concilio. Los
adversarios de Cirilo, en efecto, protestaron por no haber esperado a los demás obispos
y, aunque llegados los legados pontificios refrendaron la condena conciliar, lograron que
el emperador decidiera que tanto Nestorio como Cirilo debían ser depuestos de sus
respectivas sedes, y desterrados. Inmediatamente se protestó contra la medida imperial y,
finalmente, el emperador comprobó la justicia que asistía a San Cirilo. Asegurado de ello,
Teodosio II desterró a Nestorio al monasterio de Eutropio, cerca de Antioquía, y consintió
que se publicasen las decisiones de Éfeso. Es fácil percatarse que, aunque la definición
dogmática del concilio fue clara, la situación política de división que se suscitó no
favoreció su pacífica asimilación. En efecto, Juan de Antioquía, en incluso Teodoreto de
Ciro, creía que San Cirilo había incurrido en el error opuesto al nestorianismo, esto es, el
monofisismo apolinarista. Luego de la celebración de Éfeso, por tanto, se siguen dos años
de arduas discusiones teológicas. Teodosio se interesa nuevamente en el asunto que
amenazaba la paz imperial en Oriente e impulsa a San Cirilo a explicarse mejor ante los
antioquenos sobre su doctrina cristológica. El resultado final fue el célebre edicto de
unión de 433 (DH 271-273). Allí, San Cirilo y Juan de Antioquía coinciden en la
formulación de la cuestión cristológica de la unión de las dos naturalezas en conformidad
con lo definido en Nicea.
En efecto, Nestorio había rechazado el título θεοτόκος enfrentándose no sólo a los
arrianos, sino también a los apolinaristas. En las conversaciones previas al edicto de
unión, los antioquenos acordaron suscribir ese título, como lo declaraba Éfeso, si se
evitaba toda comprensión apolinaristas de la unión de las dos naturalezas en Cristo. Así,
proponen un creado que confiese, lejos del apolinarismo, a Jesucristo, Hijo de Dios,
perfecto como Dios y perfecto como hombre, es decir, poseedor de cuerpo y alma
espiritual. San Cirilo acepta esta fórmula pero la explica con algunas aclaraciones
precisas. En particular quiere atemperar la impresión de dualidad de sujetos que da la
expresión perfecto Dios – perfecto hombre, cambiándola por esta otra: Él mismo
(Jesucristo), perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad. De este modo San Cirilo
acentúa la unidad de sujeto en Cristo, esto es, el Dios-Logos. Con esta concesión, el
obispo de Alejandría no necesitó, ya, revocar sus anatemas, como en un principio pedían
los antioquenos.
44

Pero mientras los antioquenos buscaban, de mano de Juan de Antioquía, pacificar


sus relaciones con los alejandrinos, Nestorio, desde su destierro, emprende con fuerza su
defensa. De este modo, lo que parecía ir apaciguándose recobra nuevo vigor y da pie no
sólo a que Nestorio sea desterrado cada vez más lejos de Antioquía, sino también a nuevas
discusiones teológicas. Fundamental en este período es el Liber Heraclidis de Nestorio.
En su apología, el depuesto obispo de Constantinopla se mantiene firme en su
afirmación de las dos naturalezas de Cristo en contra del monofisismo apolinarista en el
que seguía incluyendo a San Cirilo. En efecto, decía, en Cristo hay dos prósopa naturales,
es decir, un prósopon propio de cada naturaleza. El prósopon natural obtiene su realidad
de la naturaleza, cuya apariencia es. Sin este prósopon, la naturaleza es incompleta e
indiferenciable. En él se incluyen las propiedades características que distinguen,
delimitan y determinan una naturaleza. Si dos naturalezas, como en el caso de Cristo, no
mantienen sus prósopa naturales en la unión, no se las puede considerar distintas, sino
mezcladas, que es el error de los monofisitas apolinaristas y, para Nestorio, también de
San Cirilo. Ahora bien, la naturaleza en su prósopon natural es, según la filosofía del ente
concreto de Nestorio, la hipóstasis. “Hipóstasis”, por tanto, designa a la naturaleza en
tanto completa. Según esta elucubración, el prósopon natural pertenece al campo de lo
que distingue las naturalezas. Incluso después de Calcedonia se asumirá esta idea
hablando de naturaleza completa individual. Pero Nestorio quiere también pensar el
prósopon como principio de unidad. Es así que habla de prósopon de unión.
Este prósopon de unión no debe pensarse como el prósopon único del hombre
resultante de la unión del alma y el cuerpo, porque estos dos no son naturalezas completas.
Su compleción se da en la unidad y, de allí, que sólo en la unión puedan alcanzar su único
prósopon natural. Pero en Cristo cada naturaleza es completa. Su unión no se da en un
prósopon natural como si fuera el resultado de una naturaleza mixta fruto de la unión de
lo divino y humano. Ello sería si lo divino y humano fueran naturalezas incompletas. Pero
en el Señor, su único prósopon pertenece a la unidad de dos naturalezas completas,
intactas, sin mezcla ni confusión (adverbios que aparecerán en la definición de
Calcedonia). Este prósopon de unidad surge porque cada naturaleza hace uso del próspon
natural de la otra a causa de la unión y porque las naturalezas se compenetras mutuamente
una en la otra. Este prósopon de unión, por lo tanto, pertenece a cada una de las
naturalezas que, a su vez, tienen su correspondiente prósopon natural. Se trata, dicho con
otras palabras, de un prósopon de unión, es decir, resultado de la unión y no el camino
hacia ella.
La encarnación consiste, según esto, en que el ser divino del Hijo usa el prósopon
humano de Cristo como su expresión o figura. Por lo mismo, la humanidad adquiere la
figura (prósopon) gloriosa de Hijo. Este intercambio explica la encarnación; ella se da a
nivel de los prósopa dejando intactas las naturalezas. Con esto, a pesar de la interpretación
de San Cirilo, Nestorio no quiere hacer de la unión de las naturalezas algo accidental y
moral. Al contrario, el prósopon de la divinidad se fabricó la humanidad a modo de
templo y dio a esa humanidad su prósopon, sus propiedades, su modo de manifestación,
esto es, todo lo que pertenece al prósopon natural del Hijo. La humanidad, por su parte,
sirve de expresión del prósopon divino. No hay, por tanto, un acto de acreditación humano
o mérito de Cristo para recibir la encarnación del Hijo. La encarnación es un acto divino
que no se apropia una humanidad preexistente y personal, sino que es un acto creativo
cuyo producto es esa humanidad como templo de la divinidad.
Pero el intercambio de prósopa no basta, en Nestorio, para explicar la unión de la
encarnación. Hace falta también recurrir a la mutua compenetración que los griegos
llaman perijóresis. Por este camino, el depuesto obispo de Constantinopla muestra que la
45

unión de las naturalezas no es moral, sino ontológico, como es ontológica la perijóresis


trinitaria. Busca así expresar que la unión de naturalezas, aunque no sea una mezcla, a
pesar de que alguna vez emplea la expresión, es una unidad real, de rango ontológico y
no meramente moral.

Desde el destierro, la doctrina de Nestorio ejerció gran influencia sobre sus


partidarios antioquenos. A ello se sumó que en Alejandría, por la tendencia de su escuela
a acentuar la unidad de las naturalezas en Cristo, disgustaron las concesiones de Cirilo a
la cristología antioquena con ocasión del edicto de unión del año 433. A pesar de los
intentos de Juan de Antioquía y de Proclo de Constantinopla posteriores a ese edicto, la
reacción alejandrina fue cobrando cada vez mayor cuerpo. En esta situación de
intensificación progresiva de la reacción antinestoriana y antiantioquena discurrieron los
años hasta la muerte de San Cirilo el año 444. Pero su sucesor, Dióscoro, ya será uno de
los más eficaces portavoces de la nueva reacción que no consistió sino en un retoño y
continuación del apolinarismo, reinterpretando incluso en este sentido al mismo San
Cirilo. Sin embargo, el corifeo del ala antinestoriana fue Eutiques (378 – ca. 454). Se
enfrentó a él, en un primer momento, Teodoreto de Ciro, el mismo que había atacado a
San Cirilo por tenerlo por monofisita. Pero el representante, más por su posición
eclesiástica que por su teología, de la oposición al monofisismo de Eutiques fue el
patriarca de Constantinopla, Flaviano. Estamos en el año 448. El 8 de noviembre de ese
año se reunió en Constantinopla un sínodo regional. El obispo de Dorilea, Eusebio, pide,
en base a la doctrina de San Cirilo expresada en su segunda carta a Nestorio, que había
sido sancionada como de valor dogmático en Éfeso, y a la confesión de fe el edicto de
unión del año 433, la condenación de Eutiques por no aceptar la distinción de naturalezas
en Cristo. En esa ocasión, Flaviano lee la siguiente profesión de fe: Confesamos que
Cristo consta de dos naturalezas después de la encarnación; en una sola hipóstasis, en
una sola persona confesamos a un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor.
La expresión problemática fue “de dos naturalezas”. Se la consideró como
perteneciente a la verdadera fe, razón por la cual Eutiques, aunque de mala gana, debió
suscribirla, pero la entendió a su manera rechazando el agregado “después de la
encarnación”. El monje monofisita puede suscribir que Cristo conste “de dos
naturalezas” antes de la unión. Pero después de ella sólo reconoce “una naturaleza”.
La profesión de fe también incluía la afirmación de una sola hipóstasis o persona
en Cristo. Si bien la confesión de las dos naturalezas, a pesar de las resistencias de los
eutiquianos, fue aceptada unánimemente, hubo fuertes reservas, en cambio, respecto de
la sola hipóstasis o persona en el Señor. El problema era que aún no se distinguía
correctamente entre hipóstasis y physis. Como sea, Eutiques se mantuvo con firmeza en
su doctrina y trató de revocar la condena de la que había sido objeto en el sínodo del 448
interesando a su favor al emperador Teodosio II y al mismo Papa, León I (390 – 461). El
Papa se interiorizó convenientemente de los acontecimientos y doctrinas y produjo el gran
documento cristológico latino conocido como “Tomus ad Flavianum” del 13 de junio de
449. Mientras tanto, el emperador, captado por Eutiques, había decretado, el 30 de marzo
de ese mismo año, la convocatoria de un nuevo sínodo regional con la intención de dejar
atrás el nestorianismo, rehabilitar a Eutiques y condenar a Flaviano y sus seguidores. Se
dispuso también dar la presidencia del Sínodo a Dióscoro de Alejandría y se prohibió a
Teodoreto de Ciro participar en él.
El Papa León Magno intentó impedir la reunión sinodal, convencido de que para
regular la cuestión de Eutiques no era necesario un sínodo, pero éste se concretó
46

finalmente en Éfeso el 8 de agosto de 449. Dióscoro presidió las sesiones negándose a


dar lectura al Tomus ad Flavianum que había enviado León con sus legados. Eutiques, en
efecto, había puesto en duda la imparcialidad de los mismos alegando que habían sido
hospedados por Flaviano. La andadura de las sesiones sinodales fue violenta. Eutiques
fue declarado ortodoxo; Flaviano y Eusebio de Dorilea terminaron condenados por haber
querido añadir, en contra de lo estipulado en el Concilio de Éfeso (431), una nueva
profesión de fe al credo de Nicea (Cf. DH 265). También Teodoreto de Ciro y otros
obispos ortodoxos fueron depuestos de sus sedes y exiliados. Los legados pontificios no
fueron escuchados en su protesta. Las fuerzas policiales amedrentaron a los obispos
orientales que no habían estado de acuerdo con la conclusión sinodal. El Sínodo, pues,
terminó en un tumulto y, posteriormente, el Papa León lo llamó “latrocinio”: In illo
Ephesino non iudico sed latrocinio.
Flaviano murió antes de llegar al destino de su destierro, víctima de la violencia
sufrida durante el sínodo. Juvenal, obispo de Jerusalén, fue el primero en acoger
favorablemente la doctrina de Eutiques. El monofisismo parecía tener carta de ciudadanía
en todo oriente. San León Magno emprende, entonces, la tarea de reconducir a la Iglesia
en oriente a la unidad católica. Para ello emprende una gran labor epistolar. Sus
destinatarios son muy variados. Siguiendo el pedido que Flaviano pudo hacerle llegar
antes de partir al destierro, el Papa escribe al clero, a los monjes, al pueblo fiel de
Constantinopla y al mismo emperador. Recibió el Papa respuestas favorables de varios
de los interpelados, particularmente de Pulqueria (399 – 453), hermana del emperador.
Teodosio II, sin embargo, siguió protegiendo a Dióscoro y nombró, por sugerencia suya,
como sucesor de Flaviano a Anatolio de origen alejandrino. El Papa no se contentó con
enviar cartas, sino que además emprendió negociaciones directas con los interesados en
la cuestión. En medio de ellas muere el emperador y lo sucede como emperatriz su
hermana Pulqueria. Fue así que el Tomus fue acogido y promulgado en un sínodo de
Constantinopla el año 450 y Eutiques fue destituido. Pulqueria se desposó con Marciano
(390 – 457) quien, desde el comienzo, junto con su esposa, se mostró favorable a pacificar
la Iglesia imperial según las directrices del Papa. En concreto, se comprometió a convocar
un nuevo sínodo imperial a fin de clarificar el credo cristológico. Será el Concilio de
Calcedonia del año 451.
El Tomus aporta un avance fundamental para la definición de Calcedonia. En él
se afirma claramente la distinción de naturalezas, cada una con su propiedad, pero unidas
en la persona: “salva igitur proprietate utriusque naturæ et in unam coeunte personam”.
Esto es lo que no entendió Eutiques. Uno mismo es Dios y hombre (unidad de sujeto de
la cristología de Nicea), doble en la naturaleza, uno en la persona. Pero esta persona no
es un tercero resultante de la unión de las naturalezas. La persona es la del Hijo eterno del
Padre. Por la encarnación no hay una nueva persona. Es lo que no entendió Nestorio.

El Concilio de Calcedonia.
Las discusiones cristológicas posteriores a Éfeso mostraron la necesidad de llegar
a una nueva formulación dogmática del misterio cristológico. Ello significaba que ya el
Credo de Nicea no era suficiente para expresar la verdad de la humanidad y divinidad del
Señor y que las prescripciones de Éfeso al respecto debían caer. El Concilio de Calcedonia
dará satisfacción a esta necesidad. Tal fue, de hecho, el propósito de quienes lo
convocaron y sus protagonistas.
Reunidos los obispos en Calcedonia y presididos por el patriarca de
Constantinopla, Anatolio, por mandato imperial se abocaron a la redacción de una
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fórmula de fe cristológica que respetara la doctrina del Tomus del Papa León sobre las
dos naturalezas. La definición lograda y sancionada dice así: “Siguiendo a los santos
Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor
nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente
Dios, y verdaderamente hombre, con alma racional y cuerpo; consubstancial con el
Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos
según la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación,
engendrado de María Virgen, la madre de Dios, según la humanidad; que se ha de
reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas (ἐν δύο
φύσεσιν), sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de
naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las
propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una
sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino un solo y el mismo Hijo
unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de él nos enseñaron los
profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres (DH
301-302).
La aplicación del ὁμοούσιος a la humanidad de Cristo se opone a Eutiques que lo
predicaba sólo de la Virgen respecto de nosotros. Cristo, por lo tanto, no es como lo
pensaba Eutiques de una sola naturaleza divina. Al contrario, la fe nos mueve a confesar
en Cristo dos naturalezas completas y perfectas. Pero Calcedonia no se reduce a esta sola
confesión. Era necesario resolver también las cuestiones tan álgidamente debatidas hasta
entonces. El Concilio alcanza su propósito cuando, sorteando toda forma de monofisismo
y de nestorianismo, se afirma que “Cristo es uno solo y el mismo Hijo, Señor y Unigénito”
pero “en dos naturalezas” (ἐν δύο φύσεσιν). Ya no se habla de Cristo compuesto “ἐκ δύο
φύσεων” (de dos naturalezas). La unidad de Cristo no puede buscarse en las naturalezas.
Ellas permanecen como tales, “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”,
es decir, no cesan con la unión, sino que cada una conserva intactas sus propiedades. La
unión, por el contrario, se da en la persona. La cristología de Calcedonia se concentra,
pues, en estas dos enseñanzas: sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación; una
sola persona en dos naturalezas.

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