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TRATADO DE CRISTOLOGÍA
podemos acceder a ello para asegurarnos de que realmente fue así? Es necesario,
entonces, que podamos establecer, por y en los evangelios, que no pueden ser tenidos
como una crónica, el fundamento histórico de nuestra fe en Jesucristo, el Señor. Lo que
así se plantea es el problema del acceso histórico a Jesús.
Este problema surge, en un primer esbozo, a partir del siglo XVIII, con H. S.
Reimarus (1694-1768). Lo elaboran, a continuación, David Strauss (1808-1874), Martin
Kähler (1835-1912) y William Wrede (1859-1906), pero pasa a la posteridad en la forma
radicalizada que le da Rudolf Bultmann (1884-1976) para quien no es posible acceder al
Jesús de la historia. Sólo es posible aferrarse al Cristo de la fe que, por otro lado, es lo
único necesario. La doctrina de origen protestante de la fe fiducial como encuentro de
subjetividades, diametralmente opuesta a la comprensión católica de la fe como
dogmática e histórica, abona eficazmente este escepticismo histórico.
Los discípulos de R. Bultmann reaccionan contra su maestro considerando
exagerado su escepticismo histórico y comienzan el camino de la afirmación de la
importancia del Jesús de la historia para la fe. Es la vía iniciada por Ernst Käsemann
(1906-1998), G. Bornkamm (1905-1990), Ernst Fuchs (1903-1983), G. Ebeling (1912-
2001) y James Robinson (1924-2016), hasta que J. Moltmann (1936-) y W. Pannenberg
(1928-2014) terminan afirmando la mayor relevancia de la historia ante la fe.
En el ámbito católico se busca encontrar un equilibrio entre el movimiento
pendular que va de la acentuación de la fe a la de la historia, cada vez con detrimento del
extremo opuesto. La exégesis católica, en efecto, aun a pesar de la diversidad de
interpretaciones concretas, afirma la identidad real entre el Cristo pascual y Jesús de
Nazaret. Separar del kerigma a Jesús sería caer en el gnosticismo, pero hablar solamente
del Jesús de la historia sin relación con la fe, sería renunciar a comprenderlo incluso en
su dimensión terrena. La exégesis católica, por tanto, se caracteriza por su fidelidad a esta
particularidad del misterio de Jesucristo. En el evangelio se anudan, sin separación,
aunque sea posible la distinción, el acontecimiento y la confesión de fe. El sentido que la
fe descubre es constitutivo del mismo acontecimiento salvífico, por eso no es posible asir
a éste sin la fe, del mismo modo que la fe no puede jamás prescindir del acontecimiento
que la funda.
¿Cómo es posible mostrar esta identidad teológica e histórica entre el Jesús de la
historia y el Cristo de la fe? Resumiremos, a continuación, los argumentos principales sin
mayor extensión porque ello forma parte de la teología fundamental.
Hasta el siglo XVIII el valor histórico de los evangelios descansaba,
fundamentalmente, sobre la afirmación de la autoría de los mismos. Si los evangelios
provenían directamente de los apóstoles y de los evangelistas que fueron inmediatos
discípulos suyos, no había por qué dudar de la historicidad de lo que narraban. El valor
histórico de los evangelios se apoyaba, así, en los datos del autor, lugar y fecha de
composición, las fuentes y la integridad del texto conformando lo que hoy se llama
“crítica externa”. La “crítica interna”, en cambio, ya no aborda el texto como desde fuera,
sino que se apoya en él tratando de mostrar, desde él mismo, cómo la mediación de la
Iglesia y de los evangelistas nos ha transmitido un evangelio en fidelidad al
acontecimiento histórico de Jesús. Es esta crítica interna la que ha cobrado auge desde el
siglo XVIII hasta hoy hasta casi desplazar la crítica externa como innecesaria o superflua.
La crítica externa, sin embargo, conserva su valor aportándonos datos importantes sobre
la autoría de los evangelios, la autoridad de sus autores y la actitud de la Iglesia frente a
las tendencias deformantes de los apócrifos y los escritos gnósticos.
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fueran históricos. El problema de este modo propuesto es, por lo tanto, el del texto
original. ¿Cómo asegurarnos del texto original para poder juzgar los textos que hoy se
presentan como auténticos evangelios?
No es posible dar aquí la lista completa de los manuscritos con que se cuenta para
establecer el texto crítico de los evangelios. Baste decir que aunque tanta multitud de
documentos multiplica las variantes, al mismo tiempo garantiza la posibilidad de llegar
al texto original y de hecho es así. Las variantes son en cuestiones accidentales y ninguna
llega a tocar problemas dogmáticos o de moral. Puede decirse que el texto que hoy
poseemos es el mismo que se escribió en el siglo I. Hablo del texto en su lengua original
y no de las traducciones donde es posible encontrar variedad de interpretaciones.
Queda, por tanto, sólo dilucidar una cuestión más y es la de la ciencia y veracidad
de los evangelistas. Con esta respuesta quedará asentado definitivamente el valor
histórico de los evangelios. Éste es el problema actual y a nadie escapa la importancia del
tema. Si Cristo fue tal y como aparece en los evangelios, es más que hombre, es Dios. Si
la figura de Cristo está deformada, con buena o mala intención, el cristianismo tiene un
mal principio, un error de raíz del que difícilmente podrá sanar.
Es bueno, en este punto, recordar una afirmación de D. F. Strauss en su “Vida de
Jesús”, que fue uno de los pioneros en la negación de la historicidad de los evangelios.
Para este autor, si se pudiera probar que los evangelios fueron escritos por testigos
oculares, o por lo menos por autores vecinos a los sucesos, no podría negarse su
historicidad. Este punto que, para él fue la razón de su negación de la historicidad de los
evangelios es, para nosotros, la razón de nuestra afirmación de dicha historicidad, pues
ya hemos asentado científicamente su genuinidad. Tal es la conclusión a la que llega el
mismo Adolf von Harnack (1851-1930) en su “Esencia del cristianismo” a pesar de que,
por otro lado, considera al cristianismo católico una helenización indebida del
cristianismo genuino que puede leerse en los evangelios. Si a pesar de esto se sigue
rechazando en los ambientes de la crítica racionalista la historicidad de los evangelios no
es por una razón de crítica histórica, sino por razones a priori de otro orden, a saber, la
negación de la posibilidad del orden sobrenatural. Así, en la medida en que los evangelios
relaten milagros dejan de ser históricos, por dar cabida a lo sobrenatural que por principio
se afirma que no existe. De este modo, por ejemplo, piensa Ernst Renán (1823-1892).
Para él, con todo, los evangelistas son historiadores fidedignos que no mienten, por
ejemplo, cuando afirman que los discípulos creyeron en la resurrección del Señor. Este
fue, la fe de los discípulos, un hecho histórico innegable. Lo que no es verdad es que
Cristo haya resucitado. Para este autor, por tanto, todo lo que dicen los evangelistas tiene
un fundamento histórico pero hay que desnudarlo de lo que suponga una intervención
divina en el mundo. Por esta razón considera a los evangelios leyenda; no por no narrar
hechos históricos. No critica, entonces, la historia narrada por los evangelios, sino la
comprensión y vivencia erradamente sobrenatural de los hechos históricos por parte de
sus protagonistas reales. El viento de Pentecostés fue real; fue real también que los
Apóstoles lo asociaron a la venida del Espíritu Santo. Lo que no fue real, porque lo
sobrenatural no existe, fue la venida misma del Espíritu. El problema de la historicidad
de los evangelios, por consiguiente, tal como lo enfoca la tesis racionalista no es un
problema bíblico ni histórico, sino de filosofía religiosa. La cuestión última que aquí se
pone en juego es si Dios existe y si puede intervenir en el mundo, por ejemplo, haciendo
milagros.
Dejando de lado el prejuicio antisobrenatural de la crítica racionalista del siglo
XIX, y sin apoyarnos en el crédito que, a pesar de todo, conceden a los evangelistas como
historiadores fidedignos, asentemos la afirmación de la historicidad de los evangelios en
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los datos que sostienen, desde un punto de vista de examen interno, la ciencia y veracidad
de sus autores. En primer lugar, el marco en que los evangelistas encuadran la figura de
Jesús. Ese marco es histórico y totalmente congruente con los demás documentos de la
historia, de la literatura y la arqueología sobre el estado religioso, político y social del
judaísmo antes del año 70. No hay aquí lugar para sospecha alguna de fraude o de
desconocimiento del contexto en el que vivió Jesucristo. Por este título, los evangelios se
revelan nuevamente históricos.
El estilo sobrio de los evangelios también atestigua su historicidad y veracidad.
Es el modo de escribir de los testigos, contemporáneos de los hechos y de las personas.
No es el estilo de un novelista. El que conoce los hechos en su realidad no necesita
detenerse, cuando los narra, en su mutua unión y trabazón. Los evangelios no son una
vida de Jesús, sino cuadros tomados de la realidad para edificación de los fieles.
El lenguaje usado también prueba la veracidad y ciencia de los evangelistas. Nos
han conservado términos en desuso cuando ellos mismos escribían. Son términos que se
usaban en vida del Señor, como “Hijo de Hombre” o “Hijo de David” y “Reino de los
cielos”. Estos términos desaparecieron con la Ascensión de Jesús a los cielos. Se lo invocó
a partir de entonces como “Señor” e “Iglesia” suplantó a “reino d los cielos”.
Pero la mejor prueba de exactitud histórica es el contenido mismo de los
evangelios. En efecto, la doctrina de estos libros representa un estadio primitivo respecto
de la doctrina de las cartas de San Pablo que fueron escritas antes del año 66/67. Por
ejemplo, el dogma del mesianismo y divinidad de Jesucristo aparece en los evangelios
menos desarrollado que en otros escritos del Nuevo Testamento o posteriores. Si, como
pretende la crítica racionalista, los evangelios proceden de autores muy posteriores a los
hechos, ello debería reflejarse en su comprensión del Señor la fe de ese momento.
Deberían transmitirnos más al Cristo de la fe que el de la historia. Pero vemos que en los
evangelios los mismos apóstoles se presentan reacios a creer; tardos en confesar las
prerrogativas divinas del Señor que, en la época en que supuestamente deberían haber
escrito sus memorias según los racionalistas, ya deberían estar más desarrolladas. Que se
presenten duros en comprender; desconfiados a la hora de creer en la resurrección muestra
que no escribieron en momentos en que todo esto era creído unánimemente. Por todas
estas razones los evangelios gozan de un valor histórico indiscutible.
La crítica, sin embargo, insiste en que el texto que ahora leemos y que responde,
según la reconstrucción crítica actual, al original, no pertenece directamente a los que
hasta ahora fueron tenidos por sus autores. Se cuestiona, en otras palabras, que sean
auténticos, al menos según el sentido tradicional del término. La razón que aducen es que,
en el análisis interno del texto crítico son perceptibles distintas capas de tradición y
redacción que testimonian la intervención de distintas manos, en distintos momentos y
obedeciendo a diversas circunstancias. Dentro del ámbito católico, con todo, la aceptación
de este hecho no llega a quitarle historicidad a los evangelios. El cambio en la noción de
autor no desemboca, para la crítica católica, en una anulación de la autoridad. Aquí la
crítica externa revela su importancia. Aunque los testimonios antiguos desde San Papías
en adelante no parezcan científicos a la hora de asignar como autores personales de los
evangelios a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, sí aciertan en concederles autoridad. En
efecto, son unánimes en leer en ellos los hechos y dichos históricos de Jesucristo.
Difícilmente, dice la crítica católica, se pueda rechazar el alcance de un testimonio
semejante, aunque sea acrítico e ingenuo en su expresión, ya que procede de generaciones
muy cercanas al acontecimiento, que se entregaron al martirio por defender la fe en el
mensaje de Cristo transmitido por la tradición de la Iglesia y consignado en los
evangelios.
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CRISTOLOGÍA BÍBLICA
Cuando los Apóstoles comienzan el anuncio del kerigma, una primera dificultad
de peso sale a su paso. Se trataba del lugar que ocupaba la nueva doctrina en el conjunto
de la revelación de Dios. En otros términos, lo que estaba en juego era nada menos que
la identidad de la nueva vida que se proponía. ¿Estaba el cristianismo naciente en
continuidad con el judaísmo veterotestamentario o había entre ambos una ruptura
insalvable? Ya el hecho de referirnos al Antiguo Testamento como “Antiguo” supone
una valoración particular de su relación con el llamado “Nuevo” Testamento. Con esta
terminología se da a entender que ha sucedido algo que ha hecho de la Escritura
precedente algo “antiguo”. ¿Considerar al Antiguo Testamento como “antiguo” es lo
mismo que tenerlo por superado? Los cristianos, es decir, los que abrazan la nueva
doctrina enseñada por Jesucristo, ¿siguen vinculados a las enseñanzas antiguas y a las
normas de vida que imponía? Éste es el tema debatido en el denominado Concilio de
Jerusalén. Desde aquella temprana edad dos posturas se enfrentaron: la de los judaizantes,
que reconducían el cristianismo al judaísmo; la de los cristianos que sostenían que la
nueva fe suplantaba la antigua Ley y, por lo tanto, que el cristiano no estaba obligado a
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“Ignoratio Scripturarum ignoratio Christi est”. Con esta frase resumía San Jerónimo la utilidad
y necesidad del Antiguo Testamento para los cristianos. Cf. In Isaiam, prólogo. Esta máxima así formulada
puede aceptarse sin dificultad. N. Füglister, en su artículo “Fundamentos veterotestamentarios de la
cristología del Nuevo Testamento”, Misterium Salutis III, p. 94-185, la comenta de esta manera: “Mientras
el Nuevo Testamento muestra “quién es Cristo”, el Antiguo Testamento nos dice “qué es Cristo”; si el
Nuevo Testamento proclama que Jesús es el Cristo, nos remite al Antiguo Testamento; a partir de éste
hemos de aprender qué significa ser Cristo (Hijo de David, Hijo de Dios, Hijo de Hombre y Siervo de Dios,
así como las palabras expiación, reconciliación, salvación y redención)” (ibi, p. 95). Esta interpretación,
aunque su autor aclare que se trata de un modo gráfico de expresarse, no parece certera. El Nuevo
Testamento no cumple solamente la función de mostrar a Cristo, sino también la de terminar la revelación
sobre él. El contenido del mesianismo del Señor no se cierra sobre el Antiguo Testamento. Hay algo más
que el Nuevo aporta y que no puede ser deducido a partir del Antiguo, aunque su comprensión dependa de
él.
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es, desde lo alto, aunque no caerá sobre el hombre como un aerolito sin relación alguna
con el hombre mismo. El Mesías esperado desempeñará una mediación trascendental que
supera las barreras del espacio y del tiempo. Estas mediaciones se concretizan, entre otras,
en la figura del Ángel de Yahvé. Él es portavoz y ejecutor de las órdenes divinas. En el
Antiguo Testamento algunas veces este Ángel se identifica con el mismo Dios (Gn 16,
13; Ex 3, 2); otras veces es un mensajero particular (Ex 23, 20-22), distinto de Dios pero
muy estrechamente unido a él, de manera que quien lo desobedece o desoye, desobedece
y desoye al mismo Dios; en fin, también recibe identidades precisas como San Miguel
(Dn 10, 13. 21) o San Rafael (Tb 3, 17). Este ángel desempeña funciones precisas. En
primer lugar, la función reveladora, sea porque manifiesta la voluntad de Dios, sea porque
interpreta a los videntes el sentido de las visiones apocalípticas. Está también la función
soteriológica. El ángel libera a Jacob de todo mal (Gn 48, 17), saca a Israel de Egipto y
lo conduce por el desierto hasta la tierra prometida (Ex 14, 19s; Nm 20, 16). Esta tarea
salvífica el ángel la desempeña no sólo sobre Israel, sino también sobre individuos (Gn
24, 7. 40; Dn 14, 34-39; Tb 3, 17). Estas mediaciones son descendentes, pero el ángel de
Yahvé también ejerce una función ascendente de intercesión (Tb 12, 12.15; Jb 33, 23s;
Zac 1, 12). Luego del exilio, Israel esperó para los tiempos mesiánicos que Dios enviara
a su ángel (Cf. Mal 3, 1 entendido a la luz de 3, 23. El ángel mensajero, equiparado a
Elías, es un mensajero celeste que vendrá al fin de los tiempos).
La mediación de la Sabiduría también anuncia y remite a Jesucristo. De ella se
predican propiedades que corresponden también al Señor. La Sabiduría divina es un
reflejo de Dios, fue engendrada por él (Pr 8, 24; Sb 7, 26); lo asistió en la creación (Sb 9,
9). Esta Sabiduría es fuerza de salvación para el hombre (Si 24, 6-8); habla en la Ley (Si
24, 23); suscita profetas (Sb 7, 27) y rinde culto a Dios (Si 24, 10). Tiene también función
regia (Pr 8, 15-16) y es dadora de vida (Pr 8, 35-36). No hay aquí, propiamente, una
expectación mesiánica, pero el mesías, que ejercerá las funciones sacerdotal, regia y
profética, poseerá también los rasgos descriptivos de esta Sabiduría, a la que el Antiguo
Testamento atribuye también el ejercicio de esas tres funciones mediadoras.
El “Hijo del Hombre” (Dn 7, 13-14), en fin, es un hombre que supera la condición
humana. Su origen es celeste. Tiene poder universal y es eterno (v. 14); es entronizado
por Dios como Rey. Esta entronización es fundamental porque acerca la figura del Mesías
Rey a la del Hijo del Hombre. Cuando Jesucristo se llame a sí mismo Hijo del Hombre
no habrá ya dificultades para ver en tal designación una indicación de su mesianismo
regio. Las mediaciones salvíficas del pueblo de Israel se revelaron insuficientes ante el
pecado del hombre. Ello dio pie a la literatura apocalíptica con la que a la vez que se
denunciaba el resultado trágico al que lleva el pecado, se abre paso la esperanza en una
salvación futura. Una de esas esperanzas fue encarnada en la figura del Hijo del Hombre
Con esta preparación se llega al Nuevo Testamento inaugurado por el nacimiento
virginal de Jesucristo. La fe en él se origina en su propia persona histórica, en su
enseñanza y en sus obras, pero principalmente en los acontecimientos de su Pasión y
Resurrección. La luz de la Pascua influye decididamente en la maduración de la fe de los
discípulos, pero no le da comienzo. Lo que los discípulos conocieron de primera mano (1
Jn 1, 1) acerca del Señor es profundizado luego de la Resurrección provocando una mayor
adhesión a él y expresándose en una reflexión cristológica incipiente. En la búsqueda
de esta primera reflexión cristológica no nos movemos con sentido arqueológico, es decir,
como si nos interesara rescatar datos originales para contemplarlos luego como piezas de
museo. Lo que aquí está en juego es la misma continuidad de la fe. La Iglesia de todos
los tiempos se apoya en la fe de los Apóstoles. Esa fe, aunque pueda desarrollarse y
conocer distintas profundizaciones a lo largo del tiempo, debe permanecer siempre la
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la inminencia de su cruz admitirá el Señor su condición mesiánica (Mc 14, 62) admitiendo
ser el Hijo del Hombre glorioso, sin temor, ya, a que su mesianismo no sea visto como
paciente. Antes de ese momento siempre impondrá el denominado “secreto mesiánico”
(Mc 8, 30) 2. En la cruz, pues, se revela plenamente el misterio de su mesianismo: él es el
Hijo de Dios manifestado como tal en la obediencia al Padre hasta la muerte. El
sufrimiento, pasión y muerte de Jesús revelan a una, por su obediencia y sumisión, su
filiación divina y, por su humillación, el sentido paciente de su mesianismo, es decir, los
aspectos ontológico y soteriológico, respectivamente, de su misterio.
Para San Mateo, por su parte, el título que le permite develar el misterio de Jesús
a los destinatarios judíos de su evangelio es “Hijo de David”. Es en tanto tal que San
Mateo presenta el mesianismo de Jesús, es decir, como el que cumple las promesas hechas
al pueblo que desciende de Abrahán (Mt 1, 1). Es este carácter soteriológico del misterio
de Jesucristo, es decir, su ascendencia davídica y abrahámica, el que da pie a San Mateo
para presentar su aspecto ontológico: Jesucristo, Hijo de David e Hijo de Abrahán es,
también, Hijo de Dios (1, 20; 14, 33; 16, 16). La prueba la aporta, otra vez, el Sal 110,
1, como puede leerse en Mt 22, 41-45. Esto mismo explica que este Hijo de David sea
también llamado “Kyrios” (9, 28; 15, 22. 27; 20, 30-31). El mesianismo de Jesucristo,
por lo tanto, hunde sus raíces no tanto en su genealogía davídica cuanto en su filiación
divina, que San Mateo repite más veces que la misma filiación davídica (2, 15; 3, 17; 4,
3. 6; 8, 29; 11, 27; 14, 33; 16, 16; 17, 5; 21, 37; 24, 36; 26, 63; 27, 40. 43. 54)3.
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El “secreto mesiánico”, sin embargo, no debe ser tenido solamente como un recurso didáctico,
ni de San Marcos, ni del Señor. Tiene, más bien, un sentido teológico profundo ordenado a la revelación
plena del misterio de Cristo y responde a un hecho histórico: el Señor mismo impuso ese secreto. Se ha
dicho que la razón de tal imposición fue corregir la perspectiva política que los judíos tenían del Mesías
que esperaban. Es probable que esta razón haya influido en la implementación del “secreto mesiánico” por
parte del Señor. Pero no hay que perder de vista que ese secreto también tiene que ver con la incomprensión
de la muchedumbre y hasta de sus propios discípulos; incomprensión que acabará en la muerte del Señor.
El “secreto mesiánico” pertenece a la esencia del misterio redentor de Jesús. Su poder salvífico no debía
manifestarse más que en el abandono y la muerte en cruz. No es, pues, un simple medio de transmisión con
claridad de un mensaje, sino la exposición fiel del misterio del Señor que incluye como elemento esencial
la pasión y muerte en Cruz. Esta interpretación del secreto mesiánico se opone diametralmente a la de W.
Wrede, para quien ese secreto testimonia, por un lado, la ausencia de mesianismo en el Jesús terreno y, por
el otro, la “mesianización” posterior de la figura del Señor.
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A veces, el título “Hijo de Dios” no conlleva ninguna novedad respecto del uso judío de ese
título. También en este sentido, por ejemplo, lo usan los demonios (4, 3. 6; 8, 29; 26, 63; 27; 39-40. 41-43).
Pero al corregir el Señor este modo judaico de comprender el mesianismo, orienta a entender el título “Hijo
de Dios” en la línea de la sumisión y obediencia (4, 10; 27, 43). Pero en Mateo, además, “Hijo de Dios”
expresa la fe cristiana en la filiación divina (3, 17; 27, 54; 17, 5; 14, 33; 16, 16; 11, 27). La penetración de
esta comprensión de la filiación divina de Jesús se expresa finalmente en el mandato misional: Bauticen en
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (28, 19).
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voluntad divina (v. 33), se debe cumplir en Jerusalén, no como punto geográfico, sino
como lugar del sacrificio. Si Lucas presenta al Señor en camino a Jerusalén, es porque es
Profeta y ningún profeta debe morir fuera de Jerusalén. La perspectiva del tercer
evangelista, por tanto, es más soteriológica que ontológica.
San Juan, en cambio, en su evangelio, muestra el misterio del Señor tal como él
se ha manifestado en su vida pública y en su muerte y resurrección. Para presentar este
misterio, San Juan recurre, a lo largo de todo su evangelio, a la interrogación sobre el
Señor. En distintos círculos se propone reiteradamente la pregunta sobre él: 4, 12. 29; 12,
21; 19, 8-9; 7, 26-27; 8, 53; 10, 24; 9. 17. Resalta en la presentación de este interrogante
el contraste entre su condición humana y su condición divina. Es un hombre, pero que
dice la verdad que oyó de Dios (8, 40). Es un hombre que se hace Dios (10, 33).
La respuesta que se ofrece a esta pregunta es variada y se da de distintas maneras.
Sin recurrir a una formulación abierta, Jesucristo es presentado implícitamente en el
centro del mundo judaico y del interés universal. Como centro del pueblo judío, Jesús
aparece como el punto de convergencia de toda la Sagrada Escritura (1, 45; 5, 39. 46; 12,
12-16; 19, 24. 36-37; 20, 9). Además, los grandes personajes del Antiguo Testamento son
figuras del Señor o dicen referencia a él: 8, 56; 1, 51; 4, 12; 1, 17; 5, 46. Lo mismo debe
decirse de acontecimientos veterotestamentarios: 3, 14-15; 6, 32-33; 7, 37-38; 8, 12; 1,
29.
Pero no sólo la Sagrada Escritura, con sus personajes y hechos, muestran a Jesús
en el centro del pueblo judío. También el culto está todo orientado hacia él. El esquema
litúrgico del evangelio se ordena a mostrar cómo las distintas fiestas litúrgicas tienen en
el Señor su sentido pleno. El recuerdo del agua de la Roca en la fiesta de los Tabernáculos
explica las palabras de Jesús en 7, 37-38. En cada fiesta litúrgica en la que participa el
Señor se puede ver un aspecto relevante de la revelación de su misterio porque esas fiestas
apuntaban hacia él como hacia la plenitud de su sentido. No se trata, por lo tanto, de
simples alegorías que iluminan el misterio de Cristo. Se trata, más bien, del sentido último
de la revelación de Dios y de su plan de salvación: el culto y glorificación del Padre y de
su enviado, Jesucristo.
Pero el Señor no sólo es presentado por San Juan como el centro del pueblo judío,
sino también del mundo, ante el cual se presenta como Luz (8, 12), Camino (14, 6), Pan
(6, 35. 41), Verdad y Vida (14, 6). La universalidad de la persona del Señor se pone de
relieve en labios de los samaritanos (4, 42).
También el interrogante sobre el misterio de Jesús recibe en el evangelio de San
Juan una respuesta explícita y variada. Así, por ejemplo, Jesús se presenta como “el
Enviado del Padre”. Aunque el Antiguo Testamento conoce muchos “enviados”, como
Moisés, Jeremías, Isaías, Juan Bautista, etc., “Enviado” en este evangelio es sinónimo de
“Jesús”. No hay un momento determinado en la vida del Señor en el que se lo “envíe”.
Su misión lo define permanentemente y se confunde con su ser. En cuanto “enviado” no
sólo debe transmitir un mensaje, sino que él es el mensaje; lo que debe transmitir es el
hecho y realidad de ser “enviado”, lo que Jesucristo es. Su ser se aclara en relación al
Padre que lo envía. El título, por tanto, lleva una fuerte carga trinitaria.
También la apelación “Hijo de Hombre” responde en Juan al interrogante sobre
quién es Jesús. Pero, a diferencia de los evangelios sinópticos, en Juan interesa, sobre
todo, la condición celeste por origen de este Hijo de Hombre. Esto es una consecuencia
lógica de haber mostrado al Señor como “Enviado del Padre”. Esto explica también por
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qué la vinculación del Hijo del Hombre con el sufrimiento y la muerte, presente en los
sinópticos, en Juan, sin desaparecer, es presentada como “elevación” de Jesús en Cruz
(12, 34).
Pero el título “Hijo de Hombre” en San Juan no se entiende sólo como indicación
del origen divino del Señor, sino también en conexión con otros dos títulos: “Mesías” e
“Hijo de Dios” (20, 31). En efecto, en el cuarto evangelio la denominación de Jesús como
Mesías tiene diversidad de contenido según las personas que utilizan este título, a saber:
la muchedumbre (7, 26), la samaritana (4, 29), Marta (11, 27), los discípulos (1, 41) o el
mismo Jesucristo (4, 26). Es llamativo que en boca de distintas personas el término
Mesías o Cristo esté acompañado de artículo. Quiere decir que se refiere a una persona
determinada y esperada (1, 20. 25. 41; 10, 24; 11, 27). Cuando Jesús se llama a sí mismo
“el Cristo” (4, 26) se identifica con esa persona esperada según las Escrituras.
El título “Hijo de Dios”, en cambio, tiene un sentido genérico y no necesariamente
mesiánico. Específicamente designa a aquél que es objeto de una especial predilección
divina. Así, por ejemplo, se emplea en 1, 34 y en 1, 12. En este sentido genérico aparece
aplicado tanto a Jesús como a Juan Bautista. Pero también se lo aplica en un sentido
mesiánico más o menos claro en 10, 36; 19, 7; 5, 18; 3, 16. 18; 5, 25; 11, 4. Este contenido
mayor se confirma por el modo de dirigirse de Jesús a Dios llamándolo “mi Padre” o
“Padre” (20, 17). Esta relación del Señor con “su” Padre se expresa en el mutuo
conocimiento único (1, 18; 10, 15, 17, 25), en el amor recíproco excepcional (5, 20; 14,
31; 17, 24.26), en la unidad en el actuar (5, 17. 19. 26. 30), en su unidad (14, 10; 17, 21-
22). Conocer esta única y exclusiva filiación divina que se da en Jesús es el fin del
evangelio de Juan (20, 31).
En Jesús, Enviado del Padre, Hijo del Hombre, Mesías e Hijo de Dios, se dan cita
lo poderoso de su ser divino como Palabra que existía desde el principio, y lo frágil de su
ser humano como Verbo hecho carne. Esto es lo que San Juan oyó, vio y tocó de la Palabra
de vida que se manifestó (1 Jn 1, 1-2). Esto lo comunicó por escrito para que creamos que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y creyendo tengamos vida en su nombre (20, 31).
“μορφῇ δούλου”, “forma de siervo”. El himno, en realidad, parte de este punto y se eleva
a considerar la condición divina preexistente del Señor.
Esta referencia a la preexistencia con el verbo ὑπάρχω (haber/poseer) puede
entenderse en relación a la condición divina del Señor antes de la encarnación, pero es
mejor entenderla de esa condición conservada en su realidad terrena, aunque sin
reclamar los privilegios que le son inherentes. Cristo, en efecto, al hacerse hombre no
abandonó su divinidad, sino que en lugar de elegir el camino de los honores, escogió el
de la humildad que le ofrecía el Padre, tomando verdadera forma humana y haciéndose
Siervo. De este modo, el himno considera la encarnación más como estado o
condición que como nacimiento humano. El que se manifiesta en la humildad de la
carne es, en realidad, el Hijo de Dios. Posee verdaderamente esta dignidad, pero
momentáneamente resignó sus privilegios. Esta libre resignación San Pablo la llama
“anonadamiento” (ἑαυτὸν ἐκένοσεν), con clara referencia a Is 49, 4. Este anonadamiento
no se verifica simplemente por la encarnación, sino también, y sobre todo, por haber
asumido la forma de Siervo hasta la muerte en cruz. De aquí que la palabra fundamental
del himno sea “se humilló” (ἐταπείνωσεν).
A esta obediente humillación corresponde la exaltación del Siervo en su
humanidad. El-Nombre-sobre-todo-nombre es “Jesús”, no sólo como apelativo, sino su
misma realidad significada por ese nombre (v. 10). La exaltación de Cristo, por lo tanto,
será cósmica: “sobre-todo-nombre” (Cf. Is 45, 23; 49, 6-7. 23). No se trata, por
consiguiente, sólo de ejercer el poderío divino del que se privó voluntaria y
momentáneamente. Cuando doblamos las rodillas ante Jesús, lo adoramos en su
humanidad exaltada, la que recibió el gran Nombre, y no sólo por ser Dios. “Jesucristo
es el Señor” (v. 11).
Cristo es el Hijo de Dios antes y después de la encarnación. El Hijo eterno de
Dios, por lo tanto, no se convierte en hombre, pero para llegar a él habrá que hacerlo a
través de la humanidad que él asume. Por esto mismo, la exaltación del Señor no es la
suspensión de su humanidad para que el Hijo de Dios se manifieste como tal a los
hombres.
Col 1, 15-20
A diferencia del himno anterior, este himno no se concentra sobre el curso de la
vida del Señor, sino en los efectos de su intervención en el mundo. Había en Colosas un
incipiente gnosticismo que amenazaba con quitar a Cristo todo lugar en la creación y
redención. San Pablo enfrenta esta herejía con la presentación del rol central de Jesucristo
como mediador en la creación y su primacía absoluta en la redención. El himno pone
las bases de una cristología cósmica con los siguientes títulos atribuidos a Cristo: Imagen,
Primogénito, Creador, Primogénito entre los muertos, Plenitud.
La fuente del primer título, “imagen”, está en Gn 1, 27 y Sb 7, 25ss. La primera
referencia acentúa la humanidad de Cristo; la segunda, su trascendencia. En Cristo
hombre, Dios invisible se da a conocer y manifiesta su presencia. Apelando a este título,
el himno señala la significación cósmica de Cristo. No hay ángel o potencia que pueda
suplir o completar el rol de revelador y salvador atribuido a Cristo. Lo inefable del Padre
se expresa en él.
Pero “imagen” dicho de Cristo también tiene el sentido de “modelo”. Él es el
paradigma en el que la creación encuentra su sentido. De aquí que de “imagen” se
pase, sin solución de continuidad, a “primogénito de toda la creación” (vv. 15b-16). En
17
Hb 1, 2-4.
El autor de esta carta presenta a Jesucristo como el Hijo que lleva a acabamiento
la revelación del Padre (v. 2). El título “Hijo” pone de manifiesto la especial relación que
une a Jesús con Dios Padre. Ésta es la razón por la cual se atribuyen al Hijo los términos
“resplandor” e “impronta” (v. 3).
La relación de Jesucristo con Dios es, ante todo, como la del reflejo con la luz que
lo origina. Pero también es “impronta” o “trasunto”. El diccionario define “impronta”
4
Respecto de la creación, la causalidad de Cristo, hombre, no es tan fácil de especificar. El tema
es más explícitamente estudiado en el tratado de creación.
18
1 Tm 3, 16
Este himno, punto culminante de toda la carta, es un canto de alabanza que, en el
lugar que ahora se lo lee, constituye una oración subordinada a la que le falta la oración
principal. Distintas traducciones suponen distintos antecedentes: el Misterio; Dios, Cristo.
La Biblia de Jerusalén designa este antecedente con el pronombre personal “Él”,
refiriéndolo a Cristo. Así, el himno resulta ser una profesión de fe cristológica.
Para la interpretación de este himno es importante su estructura. Consta de tres
contraposiciones dobles y, por lo tanto, de seis miembros. En las tres contraposiciones se
enfrenta lo terrenal a lo celestial y se lo hace de forma de quiasmo, a saber: terrenal –
celestial; celestial – terrenal; terrenal – celestial. Con este esquema se muestra cómo
fueron glorificados celestialmente tres procesos históricos de la manifestación de Dios en
19
Cristo. Estos tres procesos son paralelos a los que narraba en el antiguo oriente el
ceremonial de entronización del rey:
1º proceso: exaltación del rey por asunción de cualidades divinas.
2º proceso: presentación del rey divinizado al círculo de los dioses.
3º proceso: entronización por transmisión de la soberanía.
Este ceremonial en tres actos con el tiempo se transformó en recurso estilístico y
así fue usado para la conformación del presente himno cristológico. En 1 Tm 3, 16 así se
leen los tres procesos:
1º proceso: exaltación del que se hizo hombre.
2º proceso: presentación al mundo celestial y terreno.
3º proceso: entronización en la Soberanía divina.
Casa proceso se verifica en el cielo y la tierra, es decir, la revelación de Cristo es
un acontecimiento cósmico y omnicomprensivo. En efecto, Jesucristo fue revelado en la
carne y justificado en el Espíritu. La revelación en la carne es la vida terrenal de Jesús
que culmina en su justificación espiritual, esto es, en la resurrección. La resurrección es
justificación porque por ella Dios muestra como Justo al que fue ajusticiado como
delincuente en la cruz.
Esta justificación le vale su exaltación. Los ángeles adoran al que sube al cielo y
se someten a él como a su Señor. A ello sigue el anuncio del señorío de Cristo en la tierra
por la predicación del evangelio, que no es otra cosa que proclamar la realeza y soberanía
universal de Jesús por su resurrección.
Al entrar en el cielo, Cristo se sienta a la derecha de Dios y asume su soberanía
sobre la tierra.
La cristología de este himno confiesa a Cristo como el crucificado que por ello
fue exaltado y ahora es Señor de ángeles y hombres para siempre. Hay, sin embargo, algo
inaudito: que este Jesús se reveló en la carne. La encarnación es el misterio grande de
nuestra fe.
1 P 3, 18-22
La carta se dirige a cristianos dispersos en el Asia Menor, provenientes del
paganismo, y sometidos a duras pruebas que se prevé irán en aumento. De aquí e tono
edificante y la exhortación a la constancia fiel haciendo valer la fe y a esperanza. Para la
exhortación al valor y paciencia, y para mostrar el sentido de la prueba, San Pedro recurre
al ejemplo de Cristo paciente (1, 18-21; 2, 21-25; 3, 18-4, 1). Para esta exhortación el
autor se vale de elementos de la liturgia bautismal de su época. De aquí que, con distintos
matices, los estudiosos vean en esta carta un discurso bautismal en el que se añadieron
distintos temas exhortativos, particularmente por la situación de dificultad en que se
hallaban los destinatarios de la carta.
El himno que analizamos se encuentra en medio de una exhortación a la
perseverancia en medio de las pruebas. El sufrimiento de Cristo paciente es ejemplo para
la perseverancia de los cristianos. Pero no sólo ejemplo, sino también manifestación de
la voluntad de Dios (2, 20; 3, 17). Es más, el sufrimiento de Cristo tiene valor redentor.
La paciencia de los cristianos será, por lo tanto, el camino a la justicia porque Cristo
mismo abrió ese camino con sus padecimientos.
20
Es interesante que, para expresar la virtud redentora de los sufrimientos del Señor
y, por lo tanto, del sentido de justificación que tienen los padecimientos y persecuciones
de los cristianos, se recurra a una terminología cultual bautismal. Con ella se pone en
evidencia la formulación primitiva de la fe (v. 18) que confiesa el sentido redentor
decisivo de la muerte de Cristo. Por este acto, Jesucristo “nos lleva a Dios”, lo cual
significa que nos acerca al culto de Dios haciendo del cristiano un sacerdote (2, 9).
El Señor padece y muere en la carne, es decir, por haber asumido condición
humana. Pero en él hay algo más que carne; es un Espíritu que no es simplemente el
espíritu humano, sino su condición divina que no puede morir. Ese Espíritu lo vivificó,
es decir, lo resucitó.
La acción redentora de Cristo, por la que los cristianos perseguidos pueden
efectivamente dar sentido salvador a sus sufrimientos, incluye el “descenso a los
infiernos”. Los Padres (Clemente Alejandrino, Orígenes, Atanasio y Agustín) entendieron
este descenso como rescate de los justos del Antiguo Testamento. Pero en este himno
“descenso” parece querer indicar la universalidad absoluta de la salvación obrada por
Cristo. La bajada a los infiernos podría ser una metáfora de la muerte de Cristo. En el
mundo subterráneo de la muerte, el poder redentor del Señor se extiende a todos los
tiempos y a todos los hombres (4, 6).
El himno se cierra con la confesión cristológica de la exaltación de Jesús a la
diestra de Dios y de su consecuente soberanía incluso sobre los poderes celestiales.
Jn 1, 1-18
Ya vimos cómo en el evangelio de San Juan Jesús aparece como la Palabra
definitiva de Dios que revela plenamente al Padre. Es el Enviado divino, superior a todos
los profetas; el único testigo ocular del mundo celestial; mediador de la gracia y la verdad,
superior a Moisés. En este himno el acento recae sobre el versículo 14: “El Verbo se hizo
carne”. Es una afirmación cristológica fundamental que une en una misma realidad,
Jesucristo, dos mundos distintos: el Logos y la carne.
Jesús es, ante todo, el Logos. Juan es el primero en la literatura cristiana en dar al
Señor este título. Que él sea “Logos” significa, en San Juan, ante todo, que es el
“Revelador”; es lo que define a Jesús. Por eso, él no sólo es alguien que revela al Padre,
sino que se presenta, por su envío y su origen, como “la revelación” misma de Dios. La
misión reveladora de Jesús es expresión de su ser Logos, esto es, Revelación divina.
Quiere esto decir que para San Juan, “Logos” es más “Palabra hablada” que
“razón”. Por eso, su estrecha relación con la misión de revelar. Pero este Logos no se
debe entender exclusivamente en sentido funcional. Él pertenece al mundo de Dios (1,
1-2); es el Hijo único (1, 18). El Logos es Dios en Dios; mediador de la creación y autor
de la revelación; es el Hijo y Enviado del Padre en la “carne” de Cristo. El Señor es la
Palabra de Dios humanada.
Aunque la idea del Logos se hallaba preparada en las nociones
veterotestamentarias de “palabra” y “sabiduría”, despunta en San Juan, con una novedad
que deja atrás no sólo sus fuentes originarias, sino también los contactos griegos con los
que se vincula. El Logos no es sólo fuerza cósmica, como en el Antiguo Testamento, o
de carácter personal como la Sabiduría veterotestamentaria, sino que siendo personal y
fuerza creadora y redentora, es Dios en Dios y, sobre todo, es un Logos que se hizo visible
21
por la encarnación. Pero con esto se introduce una novedad única: “El Logos de Dios es
hombre”.
Por su parte, el término “carne” pone de relieve la visibilidad y realidad, a la vez
que la condición mortal de la aparición humana del Logos inmortal y divino. La realidad
carnal del Logos divino es un escándalo para los judíos, de donde los múltiples intentos
de atemperar su realidad. La fuerza del significado de término “carne” hizo que el Logos
no opacara la realidad humana de Cristo. Esta humanidad es palpable e incontestable. Sin
embargo, los discípulos de Jesús vieron en ella la manifestación de la gloria del Unigénito
del Padre, lleno de gracia y de verdad. Para San Juan nada hay más glorioso que la
verdadera presencia carnal del verdadero Hijo de Dios.
2, 4). Estas cartas presentan, así, al mundo helenístico una figura gloriosa de Cristo en la
que se ven cumplidas todas sus ansias de liberación, vida e inmortalidad.
La Carta a los Hebreos presenta como rasgo distintivo una cristología del
sacerdocio de Jesucristo. Sin embargo, hay que decir, primero, que la confesión de Jesús
como enviado y pontífice de nuestra fe no fue elaborada por el autor de la carta, sino que
pertenecía, ya, a la fe de la Iglesia primitiva (Hb 3, 1; 4, 14). Nuestro autor la explica
teológicamente haciendo gala de gran penetración teológica. Segundo, que la cristología
de esta carta conoce también otras afirmaciones cristológicas que son necesarias explicar
para entender las afirmaciones más específicamente sacerdotales.
El primer título que se aplica a Jesús es el de “Hijo”, pero se lo ve más en su
entronización en la gloria que en su preexistencia eterna y, en cuanto tal, se afirma su rol
cósmico y salvador. Por él son creadas las cosas y por él entramos en posesión de la
herencia.
En Hb 3, 1, por primera vez en un escrito bíblico se llama a Jesucristo “Sumo
Sacerdote”. El título pertenece a una homología primitiva, pero aquí sirve para mostrar el
valor e importancia de este Hijo que salva, a la vez que su vinculación a los hombres que
salva (Hb 5, 1). El sacerdocio de Cristo no es como el del Antiguo Testamento, sino
definitivo, según el orden de Melquisedec. Es un sacerdote mediador de una alianza nueva
sellada en su sangre. Su muerte sacrificial funda su pontificado. El culto antiguo pasó. En
Cristo Sacerdote los cristianos tienen acceso al santuario celestial a través del “velo” de
su carne. Su sacerdocio es eterno por la resurrección de Cristo. Su sacrificio fue ofrecido
de una vez para siempre y permanece eternamente.
Por último, el libro del Apocalipsis pregona la divinidad de Cristo, pero no a través
de una reflexión teológica, sino mostrándolo como sujeto de culto de la Iglesia. No hay
tensión entre el culto a Dios y el culto a Jesucristo. Cuando la Iglesia celebra a su Señor
honra al mismo Dios (Ap 19, 6s).
CRISTOLOGÍA PATRÍSTICA
Cuestiones preliminares: Raigambre judeocristiana de la teología patrística del
siglo II.
La primera literatura patrística es pastoral y litúrgica. La generación posapostólica
tuvo conciencia de que ya no era apostólica. En consecuencia, su cometido fue transmitir
lo recibido en orden a consolidar el orden y la unidad de las comunidades y exhortarlas
al martirio. Son expresión de esta literatura la primera carta de San Clemente Romano;
las de San Ignacio de Antioquía y San Policarpo de Esmirna; la Carta de Bernabé; la
segunda carta de San Clemente Romano a los corintios; la Didajé y El Pastor, de Hermas.
Desde mediados del siglo II, la literatura patrística se torna apologética, primero
frente a los judíos y paganos; luego frente a los herejes. San Justino discute con los judíos
(Diálogo con Trifón) para mostrarles en base a las Escrituras que Jesús es el Cristo y
también argumenta contra los paganos (Apologías).
Pero los Padres de este período también tuvieron que enfrentar doctrinas heréticas.
La primera gran herejía fue el gnosticismo, contra la que, en una formulación aún
incipiente, ya tuvieron que luchar San Juan y San Pablo. Aunque San Justino produjo
algunos escritos contra herejes, hoy perdidos, el mayor exponente de la literatura
apologética de este siglo es de San Ireneo.
Toda esta literatura posapostólica se basa en una convicción: la fe cristiana tiene
que permanecer fiel a sí misma. Ella, pues, supone una normatividad, una regla y unos
artículos de fe. Esta convicción ya estaba presente en los textos del Nuevo Testamento
(Hch 15; 16, 4; Gal 1, 8-9; 1 Tm 6, 3-6; 2 Tm 4, 1-4; Tt 3, 10-11). Se trata de la fe
transmitida por los Apóstoles y recibida en la Iglesia. Es la Tradición dada por Cristo
mismo y que se asegura en la Iglesia por la sucesión apostólica y la regla o canon de las
Escrituras. El principio de autoridad de la Iglesia se sustenta sobre el principio de
sumisión y fidelidad a la Tradición.
Esta Tradición se plasma en fórmulas doctrinales, de formulación variada, que
vinculan al creyente con Jesucristo mismo a través de la comprensión originaria y siempre
vigente de la Iglesia. Estas fórmulas resuenan en la catequesis, la predicación y el culto.
Especialmente la liturgia brinda un doble servicio vital a esta Tradición. Por un lado
custodia y mantiene intactas sus fórmulas doctrinales; por otro, las protege de toda
formalización abstracta e impersonal, en tanto expresión viva de la fe de la Iglesia. De
este modo, estas fórmulas son expresión, que no agota, la intuición espiritual de la Iglesia
sobre Cristo. No agota, decimos, porque el misterio de Cristo así intuido espiritualmente
en la fe es inexpresable en palabras. Por esto mismo, esas palabras, en los comienzos,
pudieron ser variadas y ser medio para elaborar creativamente las ideas de la fe con
nuevas fórmulas de anuncio. Pero el impulso mayor para la elaboración de estas nuevas
formulaciones de la misma fe no provino interiormente de la inadecuación de las palabras
al misterio creído, sino del encuentro con la filosofía griega. Fue principalmente de este
modo que aquellas fórmulas se desarrollaron y desplegaron en teología.
25
Así, pues, los moldes filosóficos del platonismo medio empleados para anunciar
el mensaje y la fe en Cristo al mundo cultural griego permitieron el nacimiento del
pensamiento teológico, pero también abrieron el campo de la fe a interpretaciones que
pusieron a prueba el genuino sentido de la fe de la Iglesia. El siglo II cristiano se vio, así,
en la necesidad de establecer fórmulas fijas y seguras de la fe, pero también de arriesgarse
a especulaciones nuevas sorteando el peligro que presentaba la gnosis. El punto de
partida de esta elaboración doctrinal y teológica fue la primitiva cristología
judeocristiana y la imagen popular de Cristo de ciertos círculos cristianos.
5
El gnosticismo debe distinguirse de las corrientes de pensamiento gnósticas existentes antes del
año 70 que se inscriben, más bien, en las corrientes mesiánicas y apocalípticas del judaísmo y del
cristianismo naciente. En realidad el gnosticismo es una radicalización heterodoxa de esas corrientes y
aparecen después del año 70 bajo la forma de sectas más claramente delineadas.
26
6
No hay que entender estas naturalezas en el sentido que cobrarán en la afirmación cristológica
de Calcedonia. Tertuliano se expresa en términos de “status”. Este vocablo señala la permanente realidad
de la divinidad y la humanidad en Cristo. Cf. Adv. Prax. XXVII, 11.
30
divinidad de Cristo que de su alma humana. Pero fue el presbítero griego Malquión,
oriundo de Antioquía, quien hace valer esta cristología negadora del alma humana de
Cristo. La circunstancia histórica fue su oposición a la doctrina de Pablo de Samosata,
obispo de Antioquía (260). En efecto, el obispo antionqueno había renovado, en clave
cristológica, el antiguo modalismo de Práxeas y Noeto. Partiendo del manarquianismo
sabeliano afirmaba que Cristo fue un puro hombre en quien habitó el Logos, no
entendido ya como distinto del Padre, sino como un modo suyo. Reeditaba, de esta forma,
la arcaica cristología ebionita. Como es fácil de observar, esta nueva problemática supuso
un desplazamiento del eje de discusión. De la relación Padre – Logos se pasaba a la
cuestión de la encarnación, es decir, al vínculo entre el Logos y la carne (sarx). Pablo de
Samosata pretendió explicar este vínculo con recurso a un cambio de esquema,
deslizándose hacia el esquema Logos – anthropos. Pero el esquema Logos – sarx, por su
utilidad para garantizar la unidad de sujeto en Cristo con el Logos, seguía vigente con
fuerza. Seguir aferrados a él supuso, sin embargo, no sólo la negación del adopcionismo
modalista, sino también de la existencia del alma humana en Cristo, afirmándose que el
Logos se une a la carne del Señor inmediatamente.
Este fue el punto decisivo en la refutación de Pablo de Samosata por Malquión en
el Concilio de Antioquía del año 268. Para el presbítero griego, el problema del obispo
de Antioquía no consistía sólo en afirmar que Cristo es puro hombre, sino también si es
hombre que consta de alma y cuerpo. La trascendencia divina de Cristo exigía, para
Malquión, que el Logos se una inmediatamente a la carne suplantando al alma humana.
Separándose, así, de Orígenes, Malquión piensa al Logos como el sujeto último de la vida
humana del Señor.
Este rápido repaso por las doctrinas trinitarias y cristológicas desarrolladas entre
la muerte de Orígenes y Nicea nos muestra que el subordinacianismo, aunque efectivo
para rechazar el modalismo sabeliano, fue insuficiente para explicar el misterio de la
unidad de las tres personas en Dios, y que el esquema Logos – sarx resultaba inadecuado
en la explicación consecuente del misterio de la encarnación. Fue, sin embargo, este
mismo esquema el que usó Arrio como argumento para fundamentar su doctrina trinitaria.
En efecto, Arrio (256/260 – 336) pretende superar la insuficiencia del
subordinacianismo negando que el Logos sea de naturaleza divina, pero sin plegarse al
modalismo monarquiano y adopcionista de Pablo de Samosata. Dios, en efecto, es, para
Arrio, una mónada que excluye toda dualidad y toda distinción. Esta mónada es el Padre.
Ni el Hijo, ni el Espíritu Santo tienen lugar en ella. La unidad de esta mónada excluye,
incluso, la distinción mínima de los modos sabelianos. Así, pues, sólo el Padre es Dios
en sentido pleno. El Hijo pertenece al orden creatural; es el que primero participa del
Padre para desempeñar una función cosmológica, es decir, es el único creado por el Padre;
todo lo demás es creado por él. Esta concepción del Logos, Arrio la fundamenta sobre su
pensamiento cristológico configurado sobre el esquema Logos – sarx. Los arrianos de
segunda generación (Eunomio) negarán el alma humana de Cristo pensando la
encarnación como la constitución de una naturaleza compuesta (monofisismo arriano)
incompatible con la afirmación de la divinidad del Logos. Arrio, sin embargo, en un
primer momento, no necesitará negar la existencia del alma humana de Cristo, sino que
mostrará la incompatibilidad de la divinidad del Logos con los padecimientos redentores
del Señor.
Nicea responderá a esta problemática resolviendo la dificultad que supone para la
afirmación del monoteísmo el misterio de la Trinidad y, en filigrana, el de la divinidad de
Jesucristo. La solución trinitaria de Nicea supone, por consiguiente, una doctrina
cristológica que ahora es necesario dilucidar para aclarar las otras dos vertientes en que
33
Lo mismo, pero en sentido inverso, hicieron los apolinaristas dando espacio, aunque sólo
en sus expresiones, al alma humana del Señor.
Este sínodo no fue sólo una maniobra política de pacificación de los antiarrianos.
Tampoco San Atanasio hizo de notario en él, sino que logró plasmar su propia fórmula
cristológica basada en lo que él entendía era la afirmación cristológica fundamental de la
Sagrada Escritura, el texto de Jn 1, 14: “el Logos se hizo carne”. Frente a la cristología
disociativa de Pablo de Samosata, el Alejandrino afirma la unidad substancial de Cristo:
“El Logos se hizo hombre y no vino al hombre”. La mención del hombre no indica, aquí,
la adopción del esquema Logos – anthropos. Hacerse hombre es, para San Atanasio,
asumir la carne humana, vivificándola inmediatamente el Logos. Hay, como lo requería
la ortodoxia nicena, una clara admisión de la unidad de sujeto en Cristo. El Logos es el
soporte general único de todo el ser de Cristo y, en consecuencia, de todos los enunciados
sobre él, a diferencia de Marcelo de Ancira y Eustacio de Antioquía, que distribuían entre
el Logos y la carne los atributos divinos y humanos, respectivamente. También lo humano
de Cristo es gobernado por el Logos (ἡγεμονικόν); el Señor es un Logos que sustenta la
carne y no un hombre que sustenta a Dios.
Por la gran fuerza de su propaganda, el apolinarismo fue imponiéndose
ampliamente, obligando a dejar de lado las reservas atanasianas sobre las discusiones
cristológicas y enfrentar de lleno el nuevo problema. Parece haber sido el Papa Dámaso
el que impulsó esta empresa. Pero la cristología de Atanasio no era suficiente para hacer
frente a este extremo heterodoxo del esquema Logos – sarx. Para ello fue necesario
retomar las especulaciones iniciadas por Marcelo de Ancira y de Eustacio de Antioquía y
andar un camino de precisiones teológicas y esquemas cristológicos en el que los
apolinaristas llevaban la delantera. Este proceso de dilucidación cristológica conducirá
finalmente a la definición del Concilio de Calcedonia en el año 451.
El esquema Logos – anthropos comienza a mostrar su importancia en la
explicación cristológica, aunque para ello todavía deberá probar que puede mantener a
salvo lo que aseguraba la cristología Logos – sarx, es decir, la unidad de sujeto en Cristo.
Éste será el gran problema a resolver en lo que sigue. La alternativa entre una cristología
disociativa y otra unitiva debía salvar las dificultades que representaba, para pensar la
unidad de Cristo, la afirmación de su divinidad (contra los arrianos) y, al mismo tiempo,
la fe en su humanidad íntegra (contra los apolinaristas).
El primer antiapolinarismo.
La lucha de Eustacio contra la cristología arriana fue continuada, después de él,
por Paulino y sus seguidores. Por esto a los “eustacianos” también se los conoce con el
nombre de “paulinianos”. Se intentó, en un primer paso, como lo demuestra el caso de
Diodoro de Antioquía y obispo de Tarso, superar las dificultades apolinaristas del
esquema Logos – sarx resaltando la distinción en Cristo de lo humano y lo divino, pero
sin abandonar el esquema, esto es, sin afirmar con eficacia el alma humana del Señor.
Sólo con el tiempo este intento se concentró sobre esta cuestión. Mientras eso no ocurre,
en Alejandría se abre paso una especulación de talante origenista que reconoce el alma
de Cristo no sólo como una realidad física, sino también otorgándole una preponderancia
teológica cada vez más marcada. Así, por ejemplo, Dídimo de Alejandría (313-398) y
Teófilo, también de Alejandría (385-412). El decurso de estas doctrinas oscila entre una
cristología unitiva y una disociativa pero no siempre distribuyéndose simétricamente
entre los esquemas Logos – sarx y Logos – anthropos, respectivamente. Tampoco puede
señalarse, para lo que queda de este siglo IV, como sedes teológicas respectivas, a
37
Alejandría y a Antioquía. Tanto en uno como en otro Patriarcado se dan fuertes contrastes
en los esquemas cristológicos empleados para dar razón del misterio de la unidad de
sujeto en Cristo y la afirmación de su verdadera divinidad y verdadera humanidad. Sólo
con Cirilo de Alejandría, pero ya en el siglo V, su oposición al apolinarismo creará frentes
cerrados en ambas partes pudiéndose caracterizar a la escuela teológica de Alejandría
como partidaria del esquema Logos – sarx en oposición a la escuela de Antioquía,
propulsora de una cristología de tipo Logos – anthropos. En efecto, en los primeros años
del siglo V, en Alejandría, subsiste todavía una cristología del Logos – sarx
preapolinarista del tipo atanasiano. Es más, el mismo obispo de Alejandría, Cirilo, en un
primer momento, es ajeno a la lucha que conducirá posteriormente a las definiciones del
Concilio de Éfeso. En efecto, sólo con Apolinar su esquema cristológico se revela
peligroso y aun así llevó tiempo calibrar su real peligrosidad. Para ello será necesario que
la aparición de Nestorio muestre hasta qué punto la cuestión del alma humana de Cristo
puede ser problemática en cristología.
Pero si en Alejandría se tardó en asumir el real riesgo cristológico representado
por el apolinarismo, en Antioquía el debate contra esa cristología, que era asumida en su
terminología en la misma doctrina de San Cirilo, salió a la luz en una época más temprana,
impulsando el desarrollo del esquema Logos – anthropos, particularmente con Teodoro
de Mopsuestia. Con todo, Cirilo y Teodoro no se enfrentaron en vida. Sólo después de la
muerte de este último (428) el debate entre los dos esquemas cristológicos cobrará todo
su ardor. Mientras tanto el ambiente teológico es pre-efesino, pero en él se incuban los
esquemas cristológicos que serán decisivos en Éfeso. Presentamos, entonces, en primer
lugar, el estado del pensamiento cristológico en este período anterior al sínodo efesino.
procedían de una fuente finita. El cuerpo, por su parte, también aporta lo suyo en la
operación vital del hombre. Si éste falla por alguna razón, el alma no puede cumplir bien
su función vitalizadora y sufriría por ello. Por lo tanto, si el Logos ejerciera la función del
alma, también tendría que cumplir la función del cuerpo para que éste, por su debilidad,
no oponga resistencia a la acción vital del Logos. De esta manera, los que niegan la
realidad corporal del Señor tendrían tanta razón como los que niegan su alma humana. El
Verbo, sin embargo, tenía que asumir un alma y un cuerpo para superar la muerte del
cuerpo y el pecado del alma. Así, en la cristología de Teodoro, la naturaleza humana del
Señor recupera su auténtica vida interna y su capacidad de acción propia. A diferencia de
Apolinar, entonces, el sacrificio redentor de Cristo se apoya en un acto de decisión
humana del Señor. El esquema Logos – anthropos alcanza, así, un gran logro. Sin
embargo, con ello se abre el antiguo problema que amenazó siempre a este esquema. Si
ahora se puede distinguir bien la divinidad de la humanidad de Cristo, ¿cómo explicar su
unión? Aquí se encuentra la mayor dificultad de la cristología de Teodoro. Aunque su
intención es no reducir esa unión a un plano meramente accidental y moral, por gracia,
su idea de Cristo como “assumptus homo” no cuenta todavía con el auxilio explicativo
de una terminología precisa y permite que sus oponentes, particularmente los
apolinaristas, lo acusen injustamente de samosatiano. Lo que se halla en juego es lo que
afirma el Concilio de Nicea, que Teodoro no niega pero que tampoco explica
satisfactoriamente: “se hizo hombre”. La afirmación de la identidad de sujeto en Cristo
como “uno y el mismo” Logos divino queda expuesta al peligro de su negación.
Con todo, Teodoro intenta un ensayo de explicación recurriendo a la idea de un
prósopon común, como si se tratara de una tercera entidad por encima de las dos
naturalezas y como resultante de ellas. Pero en Teodoro prósopon no equivale
simplemente a persona. Más bien es, para ese momento de la reflexión antioquena, la
forma en que una naturaleza o hipóstasis aparece. Cada naturaleza tiene, pues, su propio
prósopon. Dado que Teodoro subraya la realidad íntegra de las dos naturalezas en Cristo,
pareciera que debiera también aceptar una dualidad de prósopa en él. Sin embargo, sabe
introducir matices. Dada la profunda unidad entre Logos y hombre en Cristo, no cabe
distinguir en él sino un prósopon, por más que en algunos escritos admita que cada
naturaleza tiene el suyo propio. En esos casos atiende a las naturalezas en sí mismas.
Cuando en cambio las considera en su conjunción, habla de un solo prósopon, pero que
no debe ser entendido como un prósopon mixto. Se trata, por el contrario, del prósopon
del Logos que, en la unión con la naturaleza humana, pasa a ser el medio para
manifestarla. Esta naturaleza se manifiesta, por su conjunción con la divinidad, en el
prósopon del Logos. Éste es único e impregna y conforma la entera humanidad del Señor.
En otras palabras, detrás del prósopon de Cristo no hay una nueva naturaleza (Cristo)
compuesta. Este prósopon de Cristo hay que interpretarlo a la luz de la relación singular
que establece la hipóstasis divina del Logos con la naturaleza asumida. El prósopon, por
tanto, es la expresión, no de una nueva naturaleza compuesta, sino de la unión de la
naturaleza humana con la divina. Por esta razón el Logos es adorado justamente en este
hombre Jesús, y este hombre Jesús es adorado como el Logos. Falta, sin embargo, a
Teodoro explicar la naturaleza de esa unión. El paradigma empleado es el de la unidad
esencial entre hipóstasis y su prósopon. De este modo puede expresar su cristología en
una fórmula que, en su materialidad, se aproxima bastante a la fórmula de Calcedonia:
“dos hipóstasis, un solo prósopon”.
Pero la comprensión formal de esta formulación cristológica en Teodoro todavía
está lejos de Calcedonia. En efecto, Apolinar entendía por hipóstasis un principio
automoviente. En Cristo, pues, para el laodicense, hay una sola hipóstasis y una sola
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physis porque sólo existe un αὐτοκίνητον, el Logos. Teodoro deja de lado esta
comprensión de la hipóstasis en favor de un concepto más estático. Para él, hipóstasis
designa la naturaleza que puede existir separadamente. Como en Cristo hay dos
naturalezas que pueden existir una sin la otra, en él hay dos hipóstasis. La separación de
Apolinar es evidente. La diversidad en Cristo, por tanto, hay que ponerla del lado de las
naturalezas o hipóstasis. La unidad, en cambio, queda garantizada por el único prósopon.
Nestorio y la “theotókos”.
La fe de la Iglesia proclamaba desde antiguo que María era la “Madre de Dios”
(Theotókos) y también hablaba de la “pasión de Dios” (Deus passus) para expresar que
el verdadero Hijo de Dios, hecho hombre, nació de María y murió en la cruz. Estas
afirmaciones no eran el resultado de una especulación teológica, sino de la fe y confesión
de la Iglesia de acuerdo con la tradición apostólica. Cuando Nestorio ocupa su sede
episcopal de Constantinopla se encuentra que allí ya había estallado la discusión teológica
sobre el título Theotókos dado a María Santísima. Unos (arrianos y apolinaristas) la
llamaban Madre de Dios (θεοτόκος); otros la confesaban sólo como Madre de un hombre
(ἀνθρωποτόκος). Queriendo mediar entre las partes introduce su propio pensamiento que,
a partir de entonces, será el centro de las discusiones siguientes.
El arrianismo difundía el título θεοτόκος para tener ocasión de atacar la divinidad
de Cristo. Ante este hecho, el único remedio que el obispo de Constantinopla vislumbró
como posible fue el de eliminar el título. Pero ello lo llevó a enfrentarse con los
apolinaristas entre quienes equivocadamente incluía a San Cirilo de Alejandría, con lo
cual al mismo tiempo entró en conflicto con la cristología ortodoxa. La oposición al
arrianismo era correcta, aunque el camino elegido fue equivocado. Por otro lado, la
identificación de la cristología ciriliana con la apolinarista, aunque falsa, puede de algún
modo comprenderse en Nestorio dado que San Cirilo expresaba su doctrina cristológica
en términos tomados de Apolinar, μία φύσις, aunque entendidos de manera ortodoxa. En
concreto, la posición nestoriana se deja apresar en su rechazo de la communicatio
idiomatum. En efecto, para Nicea el único sujeto de los predicados de Cristo es el Hijo.
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De él se dice, por igual, que fue engendrado desde siempre por el Padre y que fue
concebido virginalmente en el seno de María y que nació en el tiempo y que murió en la
cruz. Según esto, pues, la cristología de San Cirilo atribuía a “uno y el mismo” sujeto en
Cristo lo divino y lo humano. En ello se jugaba la adhesión ortodoxa a Nicea, aunque, a
decir verdad, todavía quedaba mucho por clarificar en la cuestión cristológica
fundamental: el modo de unión de lo divino y humano en Cristo. Para Nestorio, en
cambio, el único modo de mantener la cristología de Nicea, que afirmaba que en Cristo
el sujeto de toda atribución de lo divino y lo humano era “uno y el mismo”, era reemplazar
al “Logos” por “Cristo”. De esta manera, lo que Nestorio pretendía decir era que “Cristo”
era un “sujeto aditivo” que reunía en sí las propiedades divinas y humanas. Ello no
significa que se pueda predicar de él esas propiedades como si fuera el Logos, sino que
el sujeto “Cristo” es la suma de dos naturalezas, no el soporte de ambas. Hay en Nestorio,
pues, una preeminencia de la naturaleza sobre el sujeto; “Cristo” es sólo el nombre común
de las dos naturalezas; la mera suma cualitativa y adjetiva de propiedades. Se entiende,
por lo tanto, por qué y cómo rechaza el patriarca constantinopolitano la communicatio
idiomatum.
La posición nestoriana fue tomada por la ortodoxia ciriliana como una negación
de la unidad de Dios y hombre en Cristo y como una profesión de la doctrina de dos
personas. Es cierto que la unidad en Cristo no se ve suficientemente salvada en Nestorio
pero, al menos en sus comienzos, más que afirmar dos personas el patriarca
constantinopolitano sostiene que en Cristo hay dos naturalezas, aunque sin explicar
adecuadamente su unidad. Por eso Nestorio se defendía diciendo que no había enseñado
que uno sea el Hijo y otro el Dios – Logos, sino que Dios – Logos es uno por naturaleza
y el “templo” en el que habita es otro por naturaleza. Sin embargo, ambos son un solo
Hijo por conjunción. “Hijo”, por tanto, es el título del único sujeto en Cristo, pero resulta
ser un sujeto por “conjunción”, al igual que el nombre “Cristo”. Según estas aclaraciones
de Nestorio, considerar a “Cristo” como un sujeto aditivo no es más que un modo de
hablar del misterio del Señor. Para él, el Logos eterno es Hijo desde siempre. En la carne
del Señor, la misma persona del Logos recibe el nombre de “Cristo”. Pero el límite entre
una expresión semántica del misterio de Cristo y una afirmación ontológica del mismo es
muy débil y sus contrincantes no prestaron atención a él tomando sus expresiones como
declaraciones de orden ontológico. Parece, por tanto, que Nestorio pretendía permanecer
fiel a la afirmación de la unidad de sujeto en Cristo, y por eso también se opuso al título
ἀνθρωποτόκος. Para él, en efecto, a pesar del lenguaje de inhabitación que emplea, Cristo
no era un mero hombre. Pero la expresión verbal de su intención no es adecuada y así no
sólo se hizo blanco de los ataques de San Cirilo, sino que tampoco pudo rebatir
convenientemente las objeciones que por ello se le oponían.
En efecto, en un intento por dar razón de su fórmula cristológica, llama ὑπόστασις
a las naturalezas en Cristo, esto es, naturaleza concreta. Cada ὑπόστασις¸ añade, tiene su
prósopon, esto es, sus propios rasgos individuantes. El concepto nestoriano de prósopon
se inspira en la Biblia. Lo que Flp 2, 5-8 dice sobre la “forma de Dios” y la “forma de
siervo”, Nestorio lo entiende del prósopon: el modo de manifestarse de una naturaleza
concreta. Siendo cada naturaleza en Cristo concreta e individual (ὑπόστασις), a cada una
le corresponde su prósopon propio. La unidad de naturalezas en Cristo, por tanto, no se
produce a nivel de las naturalezas (μία φύσις), al modo de una mezcla o composición,
como enseñaban los apolinaristas, sino a nivel del prósopon. En efecto, el prósopon del
Logos usa como instrumento el prósopon de la humanidad, dando esa instrumentalización
como resultado la unidad de dos naturalezas. El prósopon de la humanidad de Cristo
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revela la hipóstasis del Logos en la medida en que el prósopon de ésta lo usa como
instrumento de su manifestación.
A partir de aquí el debate con Nestorio comienza su etapa crítica. Aunque Nestorio
envió cartas al Papa Celestino I pidiéndole información sobre la herejía pelagiana que
ignoraba y poniéndolo al tanto de las herejías cristológicas que combatía en su sede
patriarcal, concretamente el arrianismo y el apolinarismo, las dificultades de traducción
de los textos griegos retrasó la respuesta del Sumo Pontífice. Mientras tanto, Cirilo, en
Alejandría, interrogado por el mismo Papa sobre los sucesos en Antioquía, envía al
diácono Posidonio para transmitir personalmente su opinión sobre Nestorio: “blasfema
contra Cristo”. Para Cirilo, en efecto, Nestorio era adopcionista, sosteniendo que el
vínculo que une al Logos y al hombre en Jesús era moral, al modo de la Alianza de Dios
con Moisés; alianza, por otro lado, merecida por el hombre Cristo al modo pelagiano. De
la misma opinión fue Juan Casiano, consultado por el archidiácono León, futuro León
Magno, Papa. La interpretación de Cirilo y de Casiano mueve al Papa Celestino I reunir
el año 430 un sínodo en Roma para tratar la doctrina de Nestorio que termina
condenándolo. El Concilio de Éfeso tendrá lugar el año siguiente. Mientras tanto, el Papa
reviste a Cirilo de autoridad pontificia para comunicar a Nestorio y a sus seguidores los
puntos de la doctrina ortodoxa que él debía suscribir en conformidad con las decisiones
del sínodo de Roma que acababa de celebrarse. Muñido de esta autoridad, Cirilo reunió,
ese mismo año, en Alejandría, un sínodo en el que se compusieron los conocidos 12
anatematismos contra el patriarca constantinopolitano.
Se esperó tiempo suficiente para que llegaran los legados pontificios y Juan de Antioquía
con los suyos. Ante su retraso, Cirilo, haciendo uso de la autoridad pontificia que había
recibido, y que no le había sido quitada, da comienzo a la primera sesión del concilio. En
ella se leyeron la sentencia del Sínodo de Roma y la correspondencia intercambiada entre
Cirilo y Nestorio. La discusión dogmática se centró sobre la segunda carta de San Cirilo
y la respuesta del constantinopolitano. Hecha la lectura, los obispos allí reunidos
declararon unánimemente que la carta de Cirilo se ajustaba al credo niceno mientras que
la de Nestorio no. La carta de Cirilo, en cambio, la que contenía los doce anatematismos,
aunque fue aprobada como plenamente coincidente con Nicea, no se votó sobre ella, de
manera que no adquirió el mismo valor dogmático que la segunda. Como conclusión se
declaró que Nestorio era culpable y que debía ser condenado. La fe católica, por
consiguiente, debía expresarse así: Uno y el mismo son el Hijo eterno del Padre y el hijo
de la Virgen María, nacido en el tiempo según la carne, a la que podemos llamar por eso
Madre de Dios.
El Concilio de Calcedonia.
Las discusiones cristológicas posteriores a Éfeso mostraron la necesidad de llegar
a una nueva formulación dogmática del misterio cristológico. Ello significaba que ya el
Credo de Nicea no era suficiente para expresar la verdad de la humanidad y divinidad del
Señor y que las prescripciones de Éfeso al respecto debían caer. El Concilio de Calcedonia
dará satisfacción a esta necesidad. Tal fue, de hecho, el propósito de quienes lo
convocaron y sus protagonistas.
Reunidos los obispos en Calcedonia y presididos por el patriarca de
Constantinopla, Anatolio, por mandato imperial se abocaron a la redacción de una
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fórmula de fe cristológica que respetara la doctrina del Tomus del Papa León sobre las
dos naturalezas. La definición lograda y sancionada dice así: “Siguiendo a los santos
Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor
nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente
Dios, y verdaderamente hombre, con alma racional y cuerpo; consubstancial con el
Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado; engendrado del Padre antes de los siglos
según la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación,
engendrado de María Virgen, la madre de Dios, según la humanidad; que se ha de
reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas (ἐν δύο
φύσεσιν), sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de
naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las
propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una
sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino un solo y el mismo Hijo
unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de él nos enseñaron los
profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres (DH
301-302).
La aplicación del ὁμοούσιος a la humanidad de Cristo se opone a Eutiques que lo
predicaba sólo de la Virgen respecto de nosotros. Cristo, por lo tanto, no es como lo
pensaba Eutiques de una sola naturaleza divina. Al contrario, la fe nos mueve a confesar
en Cristo dos naturalezas completas y perfectas. Pero Calcedonia no se reduce a esta sola
confesión. Era necesario resolver también las cuestiones tan álgidamente debatidas hasta
entonces. El Concilio alcanza su propósito cuando, sorteando toda forma de monofisismo
y de nestorianismo, se afirma que “Cristo es uno solo y el mismo Hijo, Señor y Unigénito”
pero “en dos naturalezas” (ἐν δύο φύσεσιν). Ya no se habla de Cristo compuesto “ἐκ δύο
φύσεων” (de dos naturalezas). La unidad de Cristo no puede buscarse en las naturalezas.
Ellas permanecen como tales, “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”,
es decir, no cesan con la unión, sino que cada una conserva intactas sus propiedades. La
unión, por el contrario, se da en la persona. La cristología de Calcedonia se concentra,
pues, en estas dos enseñanzas: sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación; una
sola persona en dos naturalezas.