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Amable Runyange tiene 37 años y es el párroco de Loukolela, una región al norte de la República Democrática de Congo
que tiene un radio de 300 kilómetros, con más de 24 pueblos a los que tiene que atender. En total, 40.000 personas. Hace
diez años que no ha vuelto a Ruanda y durante este tiempo no ha visto a sus padres ni a seis de sus ocho hermanos,
algunos muertos en la guerra, otros perdidos en la selva.
Amable habla rodeado de cables, mezcla el verde con el rojo, une el amarillo, retuerce el azul y... consigue que una voz
nítida y potente salga de un viejo cacharro. “Ya tenemos altavoz”, dice. Y la gente aplaude alborozada, mientras pasan las
imágenes delante de sus retinas. Allí está, en grande, proyectada la figura de Mamá Poline arreglando las pajas de su
choza; allí Janvier recogiendo agua del pozo, allí centenares de niños metidos en un barracón que resulta ser la escuela
infantil, allí el hospital con sus cucarachas correteando por las paredes, allí los enfermos de diarrea, allí los muertos
lanzados desde una piragua al río, allí unos pequeños que acaban de quedarse huérfanos, allí Loukolela, un pueblo
olvidado del resto del mundo.
Dos horas más tarde, el generador deja de rugir y acaba la sesión. La gente regresa a sus chozas, acompañada de una
nube de mosquitos henchidos de malaria que no cesan de zumbar. La oscuridad es absoluta, pero las estrellas guían a los
congoleños, que se marchan en silencio, pensativos, rumiando las imágenes que acaban de ver, todavía consternados al
tomar conciencia de que ese horror filmado no es otra cosa que su propia vida.
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Amable se queda solo, en su parroquia. Es un hombre convencido de que puede sacar a esas personas que se acaban de
marchar de la cuneta del subdesarrollo, un refugiado ruandés que trabaja sin descanso para mejorar la vida de los más
desgraciados de la tierra, un hombre valiente e inclasificable, siempre atento a las necesidades de los más pobres. “Los
políticos y las multinacionales nos ignoran completamente. Incluso los medios de comunicación optan por sus propios
intereses en lugar de buscar la verdad y el bienestar de los pueblos”, dice.
La Iglesia ayuda
Reconoce que al menos la Iglesia manda ayuda, pero siempre es
poca. “Desearía que la Iglesia europea viniera a África y
experimentara la miseria que tenemos. Los obispos de Europa
deberían visitarnos para enterarse de cómo vivimos, y desde ahí
comprenderían más la importancia de la solidaridad. No digo que
no lo hagan, pero queda como una gota en el mar. Se nota que la
Iglesia de África es pobre respecto a la de Europa. Pero no
perdemos la ilusión. Somos gente trabajadora, y queremos
trabajar. No nos gusta esta política de manos tendidas, pero
necesitamos un punto de apoyo para levantar la cabeza”.
En su opinión, la Iglesia africana es tan pobre que apenas tiene medios. Y pone como ejemplo su propia parroquia: “Ni
siquiera tiene techo, faltan sillas, no hay micrófono, ni una campana. Esto no es una iglesia digna. Y cuando uno tiene que
construir una capilla en alguna comunidad siempre hay dificultades”.
“Mi vida en el pueblo es siempre difícil. Soy el cura de la parroquia más grande de la diócesis. Tengo que atender a 24
comunidades; me cuesta, porque están muy lejos, y no tengo medios para viajar. Tengo una piragua con un motor
fueraborda que amigos españoles me han comprado, pero resulta pequeña. Tiene 15 caballos y anda como una tortuga. No
tengo facilidad para moverme rápidamente”.
Después de la Misa diaria, Amable atiende a cientos de personas que se acercan a la casa parroquial a pedirle ayuda, pero
él sólo puede darles palabras de esperanza. “Esta región está al borde de la miseria. Hay dificultades, pobreza... hay
muchos chicos que no saben ni leer ni escribir. No han frecuentado la escuela por falta de medios. Aquí la escuela está fatal
y no hay estructuras educativas. Eso me da mucha pena, porque el futuro del país está en la silla de la escuela”.
Sin embargo, la escuela pública no funciona, porque los profesores no cobran sufientemente. “Por ejemplo, si hay clase a
las siete, el profesor llega a las once, y los chicos ya se han marchado. Donde se alojan los chicos no hay agua, ni luz, ni
nada; es una pena. Es difícil estudiar en esas condiciones”.
La escuela parroquial es un barracón que Amable ha levantado con sus propias manos, un local en el que se hacinan más
de cien niños entre dos y cinco años. El profesor se llama Protogene, un refugiado ruandés que trabaja de forma voluntaria.
Los niños sólo aprenden canciones, porque no hay cuadernos, ni bolígrafos, ni libros, sólo unas pizarritas destartaladas que
Amable compró hace unos años y que comparten los pequeños. En un futuro le gustaría levantar un colegio infantil. Hasta
ahora no ha habido suerte, pero Amable no pierde la ilusion de “seguir trabajando por esta gente humillada por la pobreza”.
“Hace falta que los políticos se sientan responsables para conocer los problemas del pueblo. Que no haya corrupciones, ni
desvíos en la ayuda. El Fondo Monetario Internacional envía dinero, pero ese dinero regresa a Europa para comprar casas
bonitas. Y eso es una pena. A mí me gustaría que ese dinero se dirigiese a gente que está deseando trabajar
honestamente, que no pase por los políticos que llenan sus bolsillos para comprar mansiones en todas las partes del
mundo, porque el pueblo se queda sin nada. No hay carreteras para facilitar el transporte de cosas, no hay barcos, el río no
se cuida… No se interesan por nada. Pero necesitamos esa ayuda grande, porque la gota siempre nos llega”.
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Amable no puede creer cómo puede faltar agua mientras viven junto al río más caudaloso del mundo. “Es agua mala, muy
sucia, por eso tenemos siempre enfermos de diarrea. Hay un pozo, pero esa agua sólo sirve para ducharse, y además se
seca. Lo pasamos fatal”.
Mucha gente muere de diarrea, sobre todo los niños. “Beben agua mala, enferman y enseguida mueren. Bastaría con
conseguir una motobomba para sacar el agua del río, tratarla y después distribuirla por el pueblo. Pero se necesitan medios.
Dinero. Siempre dinero para hacer los proyectos”.
Ni agua, ni luz
No hay agua, y tampoco luz. A partir de las cuatro de la tarde la noche cae sobre Loukolela y un manto de estrellas se
extiende sobre el cielo. Las luciérnagas saltan a cada paso y dejan entrever enormes baobabs con sus ramas alargadas
como brazos extendidos. Sus raíces son tan altas que parece que van a echar a andar. Es como si estuviéramos en un
cuento de hadas con su concierto de ranas al fondo, y las risas de los niños como alegre acompañamiento. En este pueblo
hay cientos, miles de niños. La mala noticia es que muchos de ellos morirán antes de los cinco años, algunos de una
gastroenteritis, otros de una simple gripe. No hay hospital. Ni medicinas. Sólo una desesperante penuria que hace que
triunfen las enfermedades más fáciles de vencer.
“Es increíble ver a esta cantidad de niños que mueren por hambre, por enfermedades, por falta de medicinas, y que a nadie
le importan”, dice Amable. “Sin embargo, cuando muere un gorila todo el mundo se levanta, incluso los medios de
comunicación lo publican. Todo el mundo está impactado por la muerte de un gorila. Pero cantidad de niños mueren de
hambre, de enfermedades, y nadie lo comenta, ni siquiera se le hace caso. Sin embargo, los africanos también tenemos
derecho a la vida”.
Y mira al hospital, un barracón destartalado de paredes verdes con cinco camas, techo roto y ventanas sin cristales. Hay
que andar esquivando a las cucarachas, y a los murciélagos que revolotean entre los enfermos. Huele a muerte, a dolor, a
sufrimiento, huele a pobreza, a desesperación, a injusticia. Huele muy mal en esta catedral de la naturaleza, donde los seres
humanos, sin duda, son los animales más desgraciados.
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