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Josef Pieper: Filosofía, Contemplación y Sabiduría

Prólogo
Dr. Héctor J. Delbosco

Material de lectura obligatoria para la decimotercera Clase Magistral del Curso sobre Historia del Pensamiento Contemporáneo.

Introducción: Su personalidad filosófica

Josef Pieper ha sido uno de los más importantes pensadores cristianos del siglo XX. Con asombrosa lucidez, abordó un amplio
espectro de cuestiones esenciales para el hombre y la sociedad de nuestro tiempo. Como fruto de estas reflexiones nos dejó
una vasta obra escrita, que sobrepasa largamente el medio centenar de libros e incluye una gran cantidad de artículos y
publicaciones diversas. Algunos de sus escritos fueron traducidos a más de quince idiomas, y registran numerosas ediciones.

Sus obras están redactadas en un estilo llano y con un lenguaje accesible, lo que no impide reconocer la inmensa erudición que
fundamenta sus afirmaciones. Sus méritos no pasaron inadvertidos al mundo académico, que le otorgó numerosas distinciones:
miembro de la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung (Academia Alemana de la Lengua y la Poesía, de Darmstadt) y de
la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino; doctor honoris causa en Filosofía y en Teología por diferentes
universidades de su país; profesor invitado en distintos centros académicos de los Estados Unidos, Canadá, España, India,
Japón; y muchos otros reconocimientos.

Una característica destacada de su estilo de pensamiento es su maestría en el arte de iluminar los problemas actuales desde los
principios perennes de la filosofía, que él supo repensar y transmitir al hombre actual como pocos. Sin pretender hacer un
repaso exhaustivo de todos sus temas, lo que excedería en mucho los objetivos de esta presentación, podemos mencionar
algunos de los que suscitaron su reflexión orientadora.

Un buen comienzo para esta breve enumeración son sus enseñanzas sobre el verdadero sentido del ocio, que constituye, según
sus mismas palabras, “uno de los fundamentos de la cultura occidental”. A este tema y a su centralidad como condición para un
filosofar auténtico y, aún más, para una vida auténticamente humana, dedicó Pieper una serie de estudios publicados en
castellano con el título de “El ocio y la vida intelectual”, obra que se puede catalogar, sin exageración, como un verdadero
clásico filosófico de su siglo. Es de lectura ineludible para todo el que quiera hoy adentrarse en la esencia de la actitud
filosófica, que reside en el espíritu teorético, o sea, de búsqueda y contemplación desinteresada de la verdad. Y es este mismo
espíritu el que debe animar toda vida académica tal como ha sido entendida en la verdadera cultura de Occidente, desde Platón
hasta nuestros días.

Desde esta óptica se entiende su crítica de esa forma particular de utilitarismo que él suele denominar con la expresión de
“mundo totalitario del trabajo”. Es que donde la actividad humana sólo se justifica por la utilidad y la eficiencia, no hay lugar
para el cultivo de los valores del espíritu, y juntamente con la filosofía desaparece toda forma de cultura humana. En este
punto su enseñanza resuena con el particular vigor que le da su experiencia personal de una Alemania que sufrió totalitarismos
de uno y otro signo; totalitarismos que él denunció sin ambigüedades, lo que le valió no pocas dificultades y sacrificios
personales en su carrera profesional. Sin embargo, su crítica social no se detuvo en los sistemas abiertamente totalitarios, ya
que supo ver y señalar también los defectos y las contradicciones de una civilización que se decía “occidental y cristiana” pero
no era fiel a sus raíces profundas en puntos esenciales, como éste de la desvalorización del ocio y la theoría.

Relacionada con este punto, merece una mención especial esa pequeña joya literaria que es el opúsculo titulado “Una teoría de
la fiesta”. Contracara del esfuerzo utilitario, la fiesta se presenta como un asentimiento radical al sentido del universo, lo que
revela su íntima conexión vital con el culto.

Asimismo, la profundización de estos mismos temas nos lleva al tema de la contemplación y su importancia en una cosmovisión
realista y cristiana. En efecto, la contemplación aparece como cúspide del conocimiento humano y anticipo de la plenitud final
de nuestra existencia. Sobre este punto nos detendremos más adelante.

Un aspecto primordial en la personalidad filosófica de nuestro autor es la firmeza y a la vez la viva frescura con la que expone y
defiende las tesis del realismo clásico, griego y cristiano. En un ambiente cultural dominado por filosofías de fuerte tendencia
idealista, Pieper se alza sin complejos como defensor de una tradición que en él resplandece con inusual claridad y vigor. Ahora
bien, este sano y bien fundado realismo, decisivo en el campo gnoseológico y metafísico, se proyecta también con renovador
impulso en el terreno de la moral, constituyendo lo que podríamos denominar un sólido realismo ético. Sus líneas
fundamentales están ya claramente diseñadas en su tesis doctoral sobre los fundamentos metafísicos de la moral según Santo
Tomás de Aquino, luego publicada bajo el título de “Die Wirklichkeit und das Gute”. Son las bases que sirvieron de inspiración
para sus conocidos estudios sobre Las virtudes fundamentales, estudios que contribuyeron decisivamente a remover ciertos
anquilosados planteos acerca de la moral con el fresco soplo de la sabiduría clásica.

En este brevísimo panorama de su pensamiento no debe faltar una referencia al tema de las relaciones sobre razón y fe y a su
original aporte a la cuestión de la filosofía cristiana, temática a la que se dedicó reiteradamente en varios de sus escritos. De la
misma manera, tenemos que mencionar sus valiosos enfoques sobre una visión filosófica de la historia, del lenguaje, de la
cultura, y de tantas otras cuestiones que han sido objeto de su atención y de su reflexión siempre orientadora.

Un último aspecto de su perfil de intelectual en el que vale la pena insistir es su capacidad de revivir y transmitir las grandes
enseñanzas de la filosofía clásica, mostrando la incuestionable vigencia de sus planteos. Así, en sus páginas revivimos los
diálogos de Platón en clave contemporánea, confirmando la idea de que un autor clásico es alguien que tiene algo importante y
profundo para decir a los hombres de cualquier época. Y nos muestra cómo la verdadera actualidad filosófica puede hallarse
muy lejos de los temas y los autores que nos imponen determinadas modas intelectuales.

Así también nos presenta a un Tomás de Aquino despojado de cierta armadura escolar que muchas veces oculta y hasta
deforma el sentido auténtico de su pensamiento. Es que el tomismo ha sufrido, nos dice Pieper, el pesado influjo del
racionalismo moderno, y de él debemos liberarlo si queremos volver a alimentarnos de la genuina sabiduría contenida en las
obras de este gran maestro de la cristiandad. Más de un estudio ha dedicado nuestro autor a esta tarea, entre los que no
podemos dejar de citar su artículo sobre “El elemento negativo en la filosofía de Santo Tomás de Aquino”. Es por eso que
su “tomismo” es siempre muy original, en el doble sentido de que no sigue los moldes habituales de cierta neoescolástica
moderna, y de que se alimenta de las fuentes originales del pensamiento del Doctor Angélico.

Filosofía y contemplación

Pasemos ahora a analizar de un modo más específico los temas sobre los que versan los escritos del presente volumen. Al
respecto, hay un primer punto sobre el que la enseñanza de Pieper es constante: la filosofía es esencialmente contemplación. Y
si contemplación, en la lengua en que nació la filosofía, se dice theoría, entonces puede decirse que la actitud teorética es el
alma misma de la vida filosófica.

Ahora bien, no podemos dejar de tener en cuenta que también en este punto, en lo referente al sentido auténtico de lo que
significa theoría, el desarrollo histórico nos ha jugado una mala pasada. Porque el sentido original del término se ha ido primero
diluyendo y luego deformando hasta el punto de pasar a significar casi lo contrario. En efecto hoy en día, sobre todo en el
ámbito de las ciencias empíricas, se entiende por teoría una cierta construcción intelectual. Teoría, así, no indica la visión de lo
que podemos percibir inmediatamente, sino más bien una hipótesis de trabajo que construimos – en ciertos límites,
legítimamente – para explicar lo observado. Es más, en ciertos casos teoría viene a designar precisamente aquello que por
definición es imposible de ver, de comprobar empíricamente. Pero con esto estamos en las antípodas del sentido auténtico del
término.

Theoría originalmente significa contemplación, mirada desinteresada – sin intereses segundos, concentrada totalmente en el
objeto − mirada abierta a que el objeto hable y por lo tanto esforzada por realizar interiormente el silencio total que permita
escuchar hasta la última voz que nos viene de la realidad misma. Por eso su ejercicio supone todo un trabajo de preparación
interior, una verdadera ascesis, que acalle los intereses subjetivos y los eventuales prejuicios que nos impiden una percepción
completa y objetiva de la realidad.

A su vez, esta mirada que se detiene atenta y paciente ante las cosas se enciende en el amor. “Ahora bien, contemplación
quiere decir lo mismo que mirada amorosa, algo así como fijar la mirada sosegadamente en el amado”. Y no se trata, como él
mismo nos dice, de una expresión romántica, sino de una objetiva descripción de la dinámica del contemplar, que se nos revela
como “un mirar que se despliega a partir de la inclinación amorosa y positiva”. Es, en efecto, la vibración afectiva ante la
riqueza de lo real el motor que dirige y concentra a la inteligencia en la observación de su objeto. Es ella también la que explica
la íntima conexión entre contemplación y felicidad, ya que sólo la visión de aquello que amamos nos hace felices.

El carácter teórico de la filosofía la distingue claramente de todo saber práctico, cuyo fin es aprender a utilizar los recursos de la
naturaleza al servicio de nuestras necesidades e intereses. No se trata, por supuesto, de negar o rechazar a las ciencias
prácticas, que son no sólo buenas, sino necesarias para la vida del hombre. Se trata, en cambio, de reconocer el sentido
auténtico de la filosofía, que descansa en la convicción de que hay algo distinto y más importante para el ser humano que
satisfacer sus necesidades materiales y dominar la naturaleza, y es simplemente la posibilidad de llegar a ver toda la realidad
tal cual es. Es por eso que todo intento de convertir a la filosofía en un saber esencialmente práctico la lleva a su
autodestrucción. Es lo que Pieper señala denunciando toda una línea de la filosofía moderna que partiendo de Francis Bacon −
para quien “saber es poder” − desemboca en Karl Marx, una de las expresiones más vigorosas de la “primacía de la praxis”.
Pero esto nos conduce al tema de los presupuestos de la contemplación.

En efecto, en varias de sus obras nuestro autor insiste en que la actitud contemplativa ante la realidad sólo es posible si se
reconocen dos supuestos: uno de orden metafísico y el otro de orden antropológico. El primero de ellos consiste en reconocer el
mundo como creado; el segundo, en afirmar la existencia de la capacidad intelectual, es decir, de una dimensión espiritual en
el conocimiento humano. Sigamos atentamente el sentido de cada una de estas dos condiciones.

Presupuesto metafísico de la contemplación

En primer lugar, oigamos sus mismas palabras: “Se ha dicho, con razón, que tal contemplación de la realidad, teorética en el
sentido indicado, sólo le es posible al hombre, si comprende el mundo como creación”. Efectivamente: para que tenga sentido
la contemplación es necesario que tengamos delante una realidad dada, más aún, una realidad cargada de sentido, de modo
que sea posible y valga la pena detenernos a mirarla. Debe ser una realidad inteligible, capaz de hablar a nuestra inteligencia;
se trata, en otras palabras, de aquella propiedad de las cosas que los clásicos denominaban veritas rerum. Las cosas de este
mundo son portadoras de un logos, de un sentido, que nuestra inteligencia está en condiciones de captar si les presta su
atención.

Pero una realidad así sólo se explica si el mundo es creado; es decir, si proviene de una Inteligencia que ha pensado las cosas y
las ha producido según esta idea previa. Al respecto, Pieper menciona una y otra vez la comparación clásica entre la actividad
creadora de Dios y la producción artificial de cosas por parte del hombre, sobre todo en la creación artística. Salvando las
distancias correspondientes, la analogía es aleccionadora: porque ambas suponen previamente una actividad de la inteligencia
que concibe la idea, el modelo de lo que se va a hacer. Esta idea o modelo se plasmará entonces en la obra, constituyendo su
forma. En este contexto, suele citar la afirmación de Santo Tomás que subraya que toda realidad natural está constituida entre
dos intelectos, a saber: el del Creador, que la concibió, y el de la creatura, que la conoce. De donde podría deducirse que toda
contemplación viene a ser, en última instancia, un cierto diálogo.

Pero esto lleva a su vez a otra consecuencia: dado que las cosas naturales provienen de una Inteligencia Infinita, se puede
decir que el hombre nunca llega a conocerlas totalmente, a comprehenderlas – en el lenguaje pieperiano –. Su fondo de
inteligibilidad es insondable para el hombre. Es paradójico que la misma razón que nos permite afirmar que todas las cosas son
por esencia cognoscibles, es decir, que no existe nada que sea en sí mismo incognoscible, nos obliga a admitir que nos resulta
imposible agotar esa cognoscibilidad. Esta afirmación del carácter de misterio de la realidad natural nos pone en guardia frente
a la posibilidad de exagerar la pretensión racional de abarcar toda la realidad o, mejor aún, de encerrar la realidad total en un
sistema filosófico. Esta pretensión, presente también en algunos autores neoescolásticos, e incluso tomistas, es vigorosamente
denunciada por Pieper, quien recurre al mismo Santo Tomás para criticarla. A este respecto, cita repetidamente diversos
pasajes del Doctor Angélico en los que se subraya la radical limitación del conocimiento humano afirmando, por ejemplo, que
“las esencias de las cosas nos son desconocidas”, y que el saber acerca de la naturaleza de las cosas “no pertenece al hombre
como una propiedad, sino como un préstamo”.

Por supuesto, no hablamos aquí de escepticismo; tampoco de pensiero debole, ni de alguna tesis de espíritu similar. No se trata
de la imposibilidad de llegar a la certeza o de hacer afirmaciones apodícticas, como pretenden algunas corrientes post-
modernas. Para nuestro autor es posible al hombre conocer las cosas, más aún, penetrar en lo profundo de su sentido; lo que
no es posible es encerrar ese sentido en los límites circunscriptos de nuestros conceptos. En otros términos, se trata de
reconocer el carácter de misterio propio de las cosas naturales. Misterio que significa, según la tradición clásica, no oscuridad
sino exceso de luz. Es por eso que un monje benedictino del siglo XI puede comparar a Dios, fuente de todo ser y toda
inteligibilidad, con el astro mayor, cuya luz hace visibles a todas las cosas, pero al mismo tiempo no puede ser contemplada
directamente por nuestros ojos, a riesgo de quedar encandilados por su resplandor. Y es por eso también que el mismo
Aristóteles, muchos siglos antes, compara la inteligencia humana con los ojos del ave nocturna que, por su debilidad, son más
aptos para recibir lo menos luminoso.

En la filosofía se verifica con especial claridad esta particularidad de nuestro conocimiento, en el hecho de que la respuesta a la
pregunta filosófica nunca deja cerrada la pregunta misma. Siempre puede decirse algo más. Y nuevamente salta a la
consideración la confrontación-diferenciación con otras corrientes contemporáneas. A la tesis de cierto existencialismo que
afirma que la filosofía es esencialmente un preguntar, y por lo tanto en donde empieza la respuesta ya se acabó la filosofía,
Pieper responde que el filosofar humano se acaba no cuando empieza la respuesta, sino cuando ésta pretende haberse
completado.

Esa es también la razón por la que este saber humano ha renunciado, desde tiempos muy antiguos, a la pretensión de
constituirse en verdadera y ya lograda sabiduría, y prefiere tomar para sí el nombre de amor a la sabiduría. Con esto se
reconoce lo que ya el poeta citado por Aristóteles dejó enunciado, a saber, que la posesión de la sabiduría es algo
sobrehumano, propio sólo de Dios.

Por todo esto, es claro que filosofar en el espíritu de la tradición clásica – desde Platón a nuestros días – es imposible cuando
no se reconoce la primacía de la theoría. Dicho en otros términos, que la tesis de la primacía de la práxis es la expresión más
radical que se contrapone a una visión realista y creacionista. Obsérvese que no se está planteando aquí el tema en sede
antropológica o ética; no se trata de comparar diversas formas de vida humana (la contemplativa y la activa) y de establecer
su jerarquía. Se trata de una confrontación de carácter metafísico. Si la realidad es algo dado y con sentido propio, entonces lo
primero es contemplar. Si en cambio lo primero es actuar, entonces la realidad no es más que material y ocasión para nuestra
acción transformadora; o más radicalmente aún, no hay otra realidad que la actividad misma del espíritu, que proyecta su
objeto de pensamiento en el acto intelectual. Desde este punto de vista, el marxismo representa una concepción metafísica
radicalmente anti-creacionista y anti-realista. Sus raíces se reconocen en la metafísica del idealismo absoluto, y más atrás, en
la filosofía kantiana, que ha declamado programáticamente la revolución copernicana: una revolución que debe liberar al
espíritu cognoscente de su sujeción a la realidad externa.

La alusión a Kant no es accidental cuando se habla de Pieper. En efecto, toda su obra es en gran medida un esfuerzo por volver
al realismo de la tradición clásica en un ambiente cultural fuertemente dominado por un espíritu idealista. En ese sentido, es
admirable la independencia intelectual de nuestro autor, que no se deja arrastrar por las corrientes intelectuales vigentes, en la
medida en que la realidad, la verdad de las cosas, lo lleva en otra dirección. En esto se manifiesta su verdadera talla de
filósofo, poniendo en juego un componente esencial de toda auténtica vocación filosófica: la capacidad de desarrollar, sin
concesiones ni complejos, una valiente crítica de la cultura de su tiempo.

Presupuesto antropológico de la contemplación

Si ahora pasamos al terreno antropológico, la primera condición necesaria para poder hablar de contemplación filosófica es la
de reconocer que al ser humano en esta vida, al homo viator, le es posible un acto de conocimiento perceptivo de nivel
espiritual, una “intuición intelectual”. Así como nuestra percepción sensible se realiza en la forma de un ver, de un mirar
receptivo que capta las cosas que se le presentan sin necesidad de un esfuerzo activo especial, también a nivel intelectual se da
la posibilidad de una percepción simple de “objetividades no visibles, no sensibles”. Es claro que este presupuesto no es para
nada una tesis indiscutida en la filosofía moderna y contemporánea. Y nuevamente el punto de referencia para Pieper es Kant:

“Para Kant, por ejemplo, el conocimiento espiritual del hombre es exclusivamente «discursivo»; es decir, no intuitivo. (…) El
conocer (el conocer espiritual del hombre), según la tesis kantiana, es exclusivamente una actividad, nada más que actividad”.

Es sabido que para Kant el hombre no tiene otro tipo de conocimiento intuitivo que el de los sentidos. Los sentidos captan,
perciben; el entendimiento, en cambio, no percibe, sino que aplica sobre el material sensible las formas a priori que lo ordenan
y configuran. Las categorías pasan a ser entonces las formas generales de la actividad ordenadora del espíritu. Por este
camino, falta sólo un paso para llegar al idealismo de Fichte, para el cual el carácter activo de la razón alcanza su forma
extrema en la función de constituir al objeto como tal, en la “posición del no-yo”.

En contraste con esta concepción, la tradición clásica distingue intellectus y ratio. El término ratio alude a la función discursiva
de la razón humana, la cual supone su función intuitiva como intellectus y se ordena a ella. Ésta consiste en la percepción de
la quididadde las cosas, en la captación de sus aspectos inteligibles mediante un acto receptivo efectivamente comparable a la
visión sensorial. Desde este punto de vista, el acto discursivo de la razón aparece como el movimiento de nuestra facultad
intelectual que, a partir de una primera visión, busca alcanzar una nueva visión, de alguna manera contenida en la primera,
aunque no alcanzada de modo explícito debido a la debilidad de nuestra penetración intelectiva. La razón viene así a compensar
las limitaciones de nuestro intelecto. De aquí el sentido del célebre aforismo de Santo Tomás: “certitudo rationis est ex
intellectu, sed necessitas rationis est ex defectu intellectus”.
Ciertamente, no se trata de dos facultades distintas: ratio e intellectus son dos funciones distintas de una única potencia
intelectiva en el hombre. Pero la necesidad de su reconocimiento es supuesto básico para entender la posibilidad del
conocimiento teorético.

Pero este presupuesto antropológico de la contemplación tiene un aspecto más: el intelecto del hombre, su capacidad de
conocimiento superior, debe ser algo más que un mero instrumento ordenador de los datos captados por los sentidos. Se trata
de una facultad de conocimiento capaz de trascender el nivel de las cualidades sensibles de un objeto para llegar a captar su
núcleo interior, entender qué es.

De este modo, se afirma el poder humano de sobrepasar cualitativamente el nivel cognoscitivo de los demás animales y, con él,
su nivel de vida. El animal irracional está limitado al “mundo circundante” [Umwelt], expresión técnica con la que se designa el
conjunto de las realidades que lo rodean, en la medida en que tienen una utilidad biológica para él, en la medida en que sirven
a su desarrollo vital: sean como alimento, refugio, posibilidad de reproducción, etc. El animal racional, en cambio, aunque
ligado indudablemente también, en cuanto animal, a un “mundo circundante”, puede sin embargo abrirse por su razón al
“Mundo” sin más. Que es lo mismo que decir a la totalidad de lo existente, esté o no en relación directa con su vida física.

Una facultad de conocimiento de estas características es necesariamente una facultad espiritual. Ahora bien, ¿en qué consiste
el carácter espiritual de nuestra inteligencia?. En la respuesta a esta pregunta se revela una original enseñanza filosófica de
nuestro autor. En efecto, hoy en día suele aparecérsenos el concepto de espíritu fundamentalmente como incorporeidad: lo
espiritual es lo inmaterial. Pieper subraya que, según su opinión – que en esto se ajusta a la tradición clásica – la espiritualidad
se define primera y principalmente no por la inmaterialidad, sino por la apertura a la totalidad, que también podría ser
denominada como “capacidad de infinito”. Su insistencia en este punto es digna de atención:

“La tradición filosófica de Occidente ha entendido el poder de conocimiento espiritual, e incluso lo ha definido directamente,
como el poder de ponerse en relación con la totalidad de las cosas existentes. Ya digo que esto no se ha pensado como simple
característica, sino como determinación esencial del mismo, como definición. Según su esencia, el espíritu no está determinado
tanto por el rasgo de su incorporeidad como por ser primariamente fuerza de relación orientada a la totalidad del ser”.

Se podría explicar esto desde este otro ángulo. El que tiene conocimiento tiene no sólo su propia determinación ontológica, su
propio modo de ser, sino también la capacidad de abrirse a las formas ajenas y asimilarlas. En el orden intelectual, esta
capacidad es una apertura total, y es lo que define al espíritu en cuanto tal. Se trata, en definitiva, de la universalidad que por
naturaleza compete al espíritu. Es por eso que se puede decir, con Aristóteles, que el alma humana es en cierto modo todas las
cosas, quodammodo omnia, y por su origen está orientada a convenir con todo ente, convenire cum omni ente. Y corresponde
al filósofo el apuntar a realizar esta universalidad en su interés concreto por todo lo real. En la medida en que quiere conocer la
realidad tiene que importarle todo, no puede descartar nada a priori; nada de lo real puede quedar excluido de su afán
inquisitivo.

Esta definición del espíritu como apertura a la realidad es entendida tan radicalmente por Pieper, que, de alguna manera, la
tesis es reversible. En efecto, por una lado decimos que lo que define al espíritu es la apertura al todo; o sea a lo que es, por el
solo hecho de ser. Pero entonces también se puede decir: la apertura al espíritu define al ser. Y efectivamente es así: la
inteligibilidad es una propiedad trascendental de lo real. El verum como trascendental, la verdad ontológica, significa
justamente eso: que todo ser, en la medida en que es, es inteligible. Y sería no un absurdo, sino una verdadera imposibilidad,
la existencia de un ser no-inteligible, de un ser esencialmente cerrado a la inteligencia. En este punto la tesis escolástica que
dice: omne ens est verum [todo ente es verdadero] es como la “contracara” de esta definición de espíritu como apertura a la
totalidad.

Pero la apertura del espíritu a la verdad no se da solamente en el orden del conocimiento, en el espíritu hay también apetito; el
apetito espiritual es la voluntad. Entonces con la voluntad pasa algo análogo. La apertura del espíritu a la totalidad se
encuentra también en el orden del bien. El hombre, por poseer espíritu, se abre mediante su conocimiento a la totalidad del
ser, a toda verdad, y mediante su voluntad a la totalidad de los bienes, a todo bien en cuanto bien.

En los dos órdenes, tanto en el de la verdad como en el del bien, la apertura total trae una implicancia. Si el espíritu está
abierto a todo ente, entonces ningún ente finito lo puede colmar, lo puede satisfacer plenamente. Ninguna verdad particular
puede satisfacer del todo a su inteligencia, ningún bien particular puede satisfacer del todo a su voluntad. Entonces la apertura
del espíritu tiene, como contra-cara también, su ordenación al Ser infinito. La inteligencia y la voluntad humanas están
ordenadas al infinito.

El tema del anhelo del espíritu humano hacia el infinito es un tema característico de San Agustín. En el comienzo mismo de
las Confesiones está formulado con esa claridad y al mismo tiempo con esa fuerza poética que son características de su estilo:
“Nos hiciste para Tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Tí”. Y en el tratado Sobre la naturaleza del bien, la
misma idea reaparece, expresada en términos distintos pero equivalentes: “Entre las cosas hechas por Dios, la naturaleza
racional es algo tan grande que no hay ningún bien que pueda hacerla dichosa sino Dios”. Ahora bien, para San Agustín en esto
consiste el hecho de que el hombre es imagen de Dios. Ser imagen de Dios significa ser capaz de Él. El hombre es capaz de
Dios porque puede conocerlo y amarlo. Más aun, su conocimiento está ordenado en última instancia a la Verdad infinita y su
voluntad está ordenada en última instancia al Bien infinito. Y sólo eso puede colmarlo.

En el ser humano, que además de ser creatura – ser finito – es un espíritu encarnado, sustancialmente unido a un cuerpo, esta
capacidad se va actualizando en el devenir temporal, se va realizando en su existencia histórica; y se realiza a través de la
asimilación de las cosas finitas. Pero se trata de una asimilación infinitamente abierta, que no termina nunca, justamente por
ser potencialmente infinita. Y al mismo tiempo que se va dando esa asimilación potencialmente infinita de las cosas finitas, se
ordena como a un ideal último, a la contemplación y al amor del Infinito. Por eso, en el ser humano esta apertura a la totalidad
tiene una “estructura de esperanza”, es decir, se va realizando, no está dada, sino que está por darse. Y en este sentido, esta
apertura a la totalidad es reflejo muy hondo de la naturaleza humana, que es justamente espíritu encarnado, ordenado al
Infinito y abierto a la esperanza de un encuentro con Él.

Por eso Pieper subraya también siempre la especial correspondencia que podemos encontrar entre la filosofía y la naturaleza
humana. La filosofía – en sentido amplio: aquel conocimiento que busca la verdad total, en cualquier área que sea, porque en
algún sentido un conocimiento así puede darse en muchas áreas distintas – la filosofía como pregunta por la totalidad, el amor
a la sabiduría, el anhelo de la verdad total, es algo que está muy de acuerdo con la misma naturaleza humana, con la misma
estructura de esperanza de la naturaleza humana. Y aquí volvemos entonces al tema de la theoría, de la contemplación. Pieper
es uno de esos autores en los cuales todos los temas se entrelazan en una armonía, de la cual es muy difícil separarlos.
Filosofía es theoría justamente porque es apertura a la totalidad; filosofía es theoría porque su anhelo se dirige hacia todo, sin
excluir, por principio, ningún aspecto de la realidad.

Todo hombre anhela en el fondo de su intelecto y de su voluntad esa apertura total a la realidad, como verdad y como bien,
que brota de la esencia misma de su ser espiritual. Por eso esa apertura, en la medida misma en que el ser humano está en
camino, se puede designar como sed de infinito o, mejor aun, para usar una palabra todavía más realista, como hambre de
infinito. Pieper la usa deliberadamente. “La total energía de la naturaleza humana ha sido entendida por los antiguos como
hambre”. ¿Hambre de qué?. Hambre de ser, de íntegro ser real, de plena realización. El hombre, en tanto que existe
espiritualmente, anhela hartarse de realidad, tiene hambre de la totalidad, de la abundancia sin más ni más. Y eso es tan
fuerte, es un hambre tan vehemente, que tendríamos que llamarlo desesperado si no fuera porque tenemos una esperanza de
satisfacción; de una satisfacción que en esta vida es siempre incompleta. No es ni nada ni todo, es buscar permanentemente;
buscar siempre, como diría San Agustín. En ese sentido la contemplación terrenal, el ejercicio de la vida teorética que aquí en
la tierra es posible, viene a constituirse en un aperitivo de la eternidad.

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