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Construyendo un lugar para las preguntas,

Algunas reflexiones en torno a mi vida escolar

En el presente texto me propongo formalizar algunas reflexiones respecto de mi


paso por la escolaridad y la influencia que esta experiencia ha tenido sobre la
manera en la que entiendo el aprendizaje, la enseñanza y el ejercicio de la docencia.
Quisiera partir por señalar el lugar protagónico que siempre ocupó en mi vida el
aprendizaje, la lectura y la escritura; pues, viniendo de padres comerciantes,
quienes no habían terminado la primaria, la escolaridad comportó para mí el valor
de un elemento diferencial, una manera marcar la diferencia y, de este modo,
hacerme a un lugar: la estudiosa, la juiciosa, la come libros. No obstante, mi madre
supo legarme el valor del trabajo constante; por su parte, mi padre, quien ha sido
desde siempre un gran lector, me regaló mi primer libro de cuentos ilustrado, el cual
siempre leía antes de acostarme como recurso para contrarrestar cualquier
pesadilla.

Así, leer, escribir, estudiar se configuraron como un espacio en el que, a la vez, me


permitía tramitar las experiencias que iba viviendo y, como nunca constituyeron una
tarea tediosa, esto resultó en excelentes calificaciones. Sin embargo, la lógica de
las notas me introdujo en la competencia, en el trabajar por la calificación, por
complacer al docente y no porque me gustara, me interesara o me implicara en la
temática respectiva. Además, tuve docentes que privilegiaron esta posición, pues
más que acompañar el proceso de aprendizaje de los estudiantes, veían en la nota
un reflejo directo de sus capacidades y, ante la disminución de una décima o un
punto en un examen, invitaban a la comparación con otros a quienes les había ido
mejor o se alarmaban, diciendo “tu puedes sacar más nota”; estos mismos
docentes, más que aplicar estrategias que dieran un lugar a la construcción conjunta
de conocimiento, planteaban actividades que pudieran ser calificadas fácil e
indiscutiblemente: un examen que constituía un ejercicio de memoria en el que se
ponía a prueba la adquisición de datos y, cuando se incluía una pregunta abierta,
esta debía ser contestada parafraseando el manual o libro guía.

Sin embargo, también tuve profesores de lengua castellana, de ciencias sociales,


biología, inglés y filosofía que proponían en sus clases actividades orientadas a
reelaborar el saber teórico, tomar una postura que se pudiera sostener a través de
la argumentación y formalizarla a través de un ensayo, una crónica, una producción
teatral, entre otras. Recuerdo con afecto el efecto de aprendizaje que tuvieron estas
actividades, obras de teatro en las que mitos y leyendas colombianas se
actualizaban en el presente, ponencias en las que se argumentaba una tesis
respecto a la función social de la educación, juegos de mesa que se transformaban
en una oportunidad para entender la dinámica económica que sostiene la guerra, la
elección de una obra literaria y la elaboración de una presentación en la que,
además de contar la trama de la misma, había que explicar por qué se había
seleccionado y qué podía aportar a sus lectores. Todas estas actividades implicaban
al profesor, quien no podía reducirse a un comunicador de información y un
verificador de la respuesta correcta, ya que debía orientarse en la valoración de la
producción del estudiante, su capacidad argumentativa para sostenerla y la
interlocución con sus otros compañeros; del lado del estudiante, no se veía obligado
a una tarea tediosa y sin sentido, sino a poner en juego su creatividad y capacidad
inventiva, reelaborar la información, apropiándose de ella y tomando una posición
susceptible de ser cuestionada. Gracias a estos profesores pude comprender que
aquel que se deja atrapar por la lógica de la competencia y de la nota más alta
aprende para satisfacer a otros, una lógica desde la que rápidamente la actividad
académica puede volverse tediosa, pues no hay lugar para las preguntas que
movilizan a la invención y la creación sino para las respuestas fáciles, para la
información sin implicación.

En el contexto universitario encontré un reducido número de docentes que ejercían


su labor desde el prejuicio de que el estudiante tenía capacidades reducidas y, ante
cualquier pregunta o intervención, respondían con burla o desde el autoritarismo
que les permitía su título; entonces, más que un espacio para aprender a pensar y
poner en ejercicio tanto la escucha como la participación, las clases se
transformaban en experiencias tediosas en las que la única voz que se escuchaba
era la del profesor. Esto mismo se replicaba en los semilleros de investigación que
dirigían, en donde los estudiantes no se orientaban por una pregunta que les
interesara, sino que se dedicaban exclusivamente a realizar tareas de recolección
de datos.

No obstante, mis estudios de pregrado me permitieron encontrarme con el


psicoanálisis, con un profesor y un semillero de investigación en el que, más que
privilegiar las respuestas, se reconocía el valor de las preguntas y la función que
cumplían en la movilización del diálogo y el debate. En el marco de este espacio de
escucha y orientada por un estilo de trabajo problematizador he podido transformar
mis inquietudes en preguntas de investigación: ¿qué es lo que entiende la psicología
por escuchar?, ¿cuál es la noción de infancia que orienta la psicología clínica
cognitivo-conductual con niños?, interrogantes que, además de permitirme construir
un saber, han tenido un impacto profundo sobre la manera en la que me oriento en
mi propia práctica. Cuando un profesor se muestra, no como aquel que lo sabe todo,
sino como aquel que quiere saber, transmite a sus estudiantes la posibilidad de que
ellos también puedan desear saber; sin embargo, esta no es una cuestión que se
dé naturalmente, tampoco es un don que se reciba después de asistir a numerosas
capacitaciones, es una posición que se entrena constantemente en la práctica
misma y que se formaliza a través de un ejercicio reflexivo. Quienes nos
interesamos por la educación debemos comprometeros con entrenar nuestra
escucha, una escucha orientada a hacer emerger preguntas allí donde todo se da
por sentado.

A lo largo de este ejercicio reflexivo he intentado mostrar cómo diferentes


experiencias en mi vida escolar me han llevado a advertir la importancia de las
preguntas en los procesos de aprendizaje, enseñanza y en el ejercicio mismo de la
docencia; un buen profesor no es aquel que se sostiene en el lugar del que todo lo
sabe, sino aquel que sabe servirse de la imposibilidad de saberlo todo para darle a
sus estudiantes la posibilidad de hacerse a un saber propio, para generar espacios
de reelaboración en los que aquello que se aprende sea un saber que sirva a la
vida.

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