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SIGNOS DE PUNTUACIÓN

Cuanto menor es la significación o la expresión de los signos de puntuación, tomados

aisladamente, cuanto más constituyen en el lenguaje el contrapolo del nombre, tanto más

resueltamente cobra cada uno de ellos su propio valor local fisiognómico, su propia expresión,

la cual, sin duda, es inseparable de su función sintáctica, pero no se agota ni mucho menos en

ella. La experiencia del Grünen Heinrich que, preguntado por la P mayúscula gótica, exclama:

¡es el Pumpernickel! (1) es experiencia aún más válida para las figuras de la interpunción. ¿No

parece el signo de exclamación un índice amenazadoramente erguido? ¿No son los signos de

interrogación como luces intermitentes o como una caída de párpados? Los dos puntos abren,

según Karl Kraus, la boca: ¡ay del escritor que no sepa saciarla! El punto y coma recuerda

ópticamente unos bigotes colgantes; aún más rudamente siento su violento sabor. Las comillas

se pasan la lengua por los labios, tontiastutas y satisfechas.

Todos son señales del tráfico; en última instancia, éstas son imitaciones de ellos. Los puntos de

exclamación son el rojo, los dos puntos son el verde, los guiones dan orden desto p . Error de la

escuela de George fue basarse en eso para confundirlos con signos de comunicación. Más bien

son signos de dicción o elocución; no están al atento servicio del tráfico del lenguaje con el

lector, sino que sirven jeroglíficamente a un tráfico que se desarrolla en el interior del lenguaje,

en sus propias vías. Por eso es superfluo ahorrarlos por superfluos: pues con ello no se

consigue más que que se disimulen. Todo texto, incluso el más densamente tejido, los cita sin

más, amistosos espíritus de cuya presencia sin cuerpo se alimenta el cuerpo del lenguaje.

En ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical como en los signos de puntuación.

Coma y punto corresponden a finales o semifinales. Los signos de exclamación son como
silenciosos golpes de platillos; los signos de interrogación son modulaciones de frasco hacia

arriba o hacia abajo; los dos puntos son acordes dominantes de séptima; y sólo percibirá

suficientemente la diferencia entre la coma y el punto y coma aquel que conozca el diverso

peso del fraseo fuerte y el fraseo débil en la forma musical. Pero tal vez la idiosincrasia contra

los signos de puntuación que se produjo hace unos cincuenta años y que no pasará por alto

ninguna persona atenta, no sea tanto sublevación contra un elemento ornamental cuanto poso

de la violencia con la cual tienden a separarse música y lenguaje. De ningún modo se podrá, en

todo caso, considerar casualidad el hecho de que el contacto de la música con los signos de

puntuación estuviera ligado con el esquema de la tonalidad que ha sucumbido desde entonces,

de tal modo que podría describirse hoy perfectamente el esfuerzo de la nueva música como un

esfuerzo por conseguir signos de puntuación sin tonalidad. Pero si la música está obligada a

mantener en los signos de puntuación la imagen de su semejanza con el lenguaje, es muy

posible que el lenguaje esté obedeciendo a su semejanza con la música cuando desconfía de

los signos de puntuación.

La diferencia entre el punto y coma griego, aquel punto alto que quiere impedir a la voz que se

hunda, y el punto y coma moderno, que, con el punto y el trazo inferior consuma precisamente

ese hundimiento, y al mismo tiempo, porque sigue conservando el punto, deja la voz en el aire,

en una imagen verdaderamente dialéctica, parece la diferencia entre la antigüedad y la era

cristiana, la era de la finitud rota por la infinitud; aunque la comparación tenga el peligro de

que resulte que el signo griego de punto alto haya sido introducido por los humanistas del siglo

XVI. En los signos de puntuación se ha sedimentado historia, y ella es, más que la significación

o la función gramatical, la que mira desde cada uno de ellos, petrificada y con ligero escalofrío.

Un poco más y uno no querría admitir como verdaderos signos de puntuación sino los de la

escritura alemana llamada Fraktur (2), cuya imagen gráfica conserva rasgos alegóricos,

mientras que los de la Antiqua (3) no serian más que imitadores secularizados.
La esencia histórica de los signos de puntuación se manifiesta en el hecho de que en ellos

queda anticuado precisamente aquello que en otro tiempo fue moderno. Los signos de

exclamación (4) se han hecho insoportables en su condición de gestos de autoridad con los que

el escritor pretende infundir desde fuera un énfasis que la cosa misma no ejerce, mientras que

la correspondencia musical del signo de exclamación, el sforzato , sigue siendo hoy tan

imprescindible como en tiempos de Beethoven, cuando señaló la irrupción de la voluntad

subjetiva en el tejido musical. Pero los signos de exclamación han degenerado hasta ser

usurpadores de autoridad, de insistencia en la importancia. Ellos acuñaron un día la forma

gráfica del expresionismo alemán. Su acumulación se rebela contra la convención, y fue al

mismo tiempo síntoma de la impotencia ante la tarea de modificar desde dentro la articulación

del lenguaje, impotencia por la cual hubo que limitarse a sacudirle desde afuera. Los signos de

exclamación sobreviven como monumentos recordatorios de la ruptura entre idea y

realización, propia de la época, y su desasistida conjuración se salva en el recuerdo: son un

desesperado gesto escrito que en vano quiere rebasar el lenguaje. En ese gesto se quemó el

expresionismo; con los signos de exclamación se declaró a sí mismo el expresionismo que

había conseguido el efecto que buscaba, y con eso mismo se le reventó el efecto como un

globo hinchado. En los textos expresionistas, los signos de exclamación nos parecen hoy como

los ceros y ceros en las cifras de millones de los billetes de banco alemanes de la inflación.

Los diletantes literarios se revelan en el hecho de quererlo enlazar todo. Sus productos meten a

martillazos las frases unas en otras por medio de partículas lógicas, sin que realmente estén

imperando las relaciones lógicas afirmadas por esas partículas. Aquel que es incapaz de pensar

verdaderamente nada como unidad no puede soportar tampoco nada que le recuerde lo

fragmentario y separado; sólo el que es capaz de un todo sabe de cesuras, las cuales se

aprenden con los guiones. En el guión el pensamiento toma conciencia de su carácter de


fragmento. No es casual que en la era de la progresiva decadencia del lenguaje este signo se

descuide y abandone precisamente en el lugar en que cumple su fin, a saber, cuando separa lo

que finge ser unido. Hoy día no sirve mas que para preparar traidoramente a sorpresas que

precisamente así dejan de serlo.

El guión serio: su maestro insuperable en la literatura alemana del siglo XIX fue Theodor Storm.

Rara vez se encuentran los signos de puntuación tan entregados al contenido como en sus

narraciones; son líneas silenciosas hacia el pasado, arrugas en la frente de los textos. La voz

que habla cae con ellos en preocupado silencio: el tiempo que los signos colocan entre dos

frases es tiempo de gravosa herencia,y tiene, desnudo y yermo entre los hechos sucesivos, algo

de la desgracia de la conexión natural y del pudor que suscita el tocarla. Tan discretamente se

esconde el mito en el siglo XIX; busca escondrijo en la tipografía.

Entre las pérdidas con las que la interpunción participa de la decadencia del lenguaje está

aquel trazo inclinado que separa por ejemplo versos de una estrofa citados en un contexto de

prosa. Puestos como estrofa, esos versos romperían barbáricamente el tejido lingüístico;

impresos simplemente como prosa, los versos hacen un efecto ridículo, porque el metro y la

rima parecen entonces casualidad burlesca o como de adivinanzas; y el guión moderno es

demasiado crasoy violento para dar de sí lo que tendría que dar en este caso. La capacidad de

percibir fisiognómicamente tales diferencias es presupuesto de todo uso adecuado de los

signos de puntuación.

Los tres puntos, con los que en tiempos del impresionismo ya comercializado a fabricación de

estado de ánimo se gustaba de dejar significativamente abiertas las frases, sugieren la infinitud

de pensamiento y asociación, la infinitud de que carece precisamente el afectado que tiene

que limitarse a sugerirla con esa imagen gráfica. Pero si, como hizo la escuela de George, se
reduce el número de esos puntos, tomados en préstamo de la representación de la serie

infinita de las fracciones decimales, a dos, se tiene la esperanza de poder seguir reclamando sin

delito la infinitud ficticia, al disfrazar de exactitud lo que según su sentido quiere ser inexacto.

Pero no es superior a la interpunción del afectado impúdico la del afectado pudoroso.

No se deben usar comillas más que cuando se transcribe algo, al citar, o, a lo sumo, cuando el

texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere. Pero deben rechazarse y

despreciarse como expedientes de ironía. Pues en este caso ellas dispensan al escritor de tener

realmente aquel espíritu cuya reivindicación es inalienablemente la ironía; y así pecan contra

su propio concepto, pues se separan de la cosa y fingen que el juicio sobre ésta ha recaído ya.

La acumulación de comillas irónicas en Marx y Engels son sombras que el proceder totalitario

lanza anticipativamente sobre sus escritos, a pesar de que éstos mentan precisamente lo

contrario; son pues la semilla de la que finalmente nació lo que Karl Kraus llamó el «jerigonza

moscovita» [Moskauderwelsch] (5). La indiferencia respecto de la expresión lingüística,

indiferencia que se manifiesta en la entrega mecánica de la intención al clisé tipográfico,

despierta la sospecha de que se haya puesto freno a la dialéctica que constituye propiamente

el contenido de la teoría, y de que el objeto se subsuma a la teoría, desde arriba, sin

elaboración mediadora. Cuando hay algo que decir, la indiferencia respecto de la forma

literaria indica siempre dogmatización del contenido. La ciega sentencia de las comillas irónicas

es el gesto gráfico de esa dogmatización.

Theodor Haecker se aterraba con razón de que el punto y coma estuviera muriendo: en este

hecho veía que no hay ya nadie capaz de escribir un período. En relación con esto está el

miedo a períodos largos, de a página, miedo suscitado por el mercado, el miedo al cliente que

no quiere esforzarse y al que fueron adaptándose primero los redactores y luego los escritores,

para ganarse la vida, hasta inventar al final de su adaptación ideologías como la de la lucidez, la
dureza objetiva, la precisión comprimida. Pero en esta tendencia son inseparables el lenguaje y

la cosa. Con el sacrificio del periodo el pensamiento mismo se hace de poco aliento. La prosa se

rebaja a la proposición de protocolo, hija favorita de los positivistas, al mero registro de los

hechos, y mientras la sintaxis y la interpunción renuncian al derecho de articular y formar ese

registro, de ejercer crítica sobre él, el lenguaje se dispone a capitular ante el ente mero ya

antes de que el pensamiento tenga tiempo suficiente para realizar otra vez, celosamente y por

sí mismo, esa capitulación. La cosa empieza con la pérdida del punto y coma, y termina con la

ratificación de la oligofrenia por una racionalidad de la que se ha extirpado todo añadido.

La sensibilidad del escritor para la interpunción se comprueba en el tratamiento de lo

parentético. El prudente se inclinará a poner los elementos parentéticos entre guiones, y no

entre paréntesis, pues éstos sacan completamente de la frase el elemento parentético, crean

por así decirlo enclaves, cuando el hecho es que todo lo que se presenta en una buena prosa

debe ser imprescindible para la estructura total; con la admisión de prescindibilidad, los

paréntesis abandonan tácitamente la pretensión de integridad de la formación lingüística y

capitulan ante la banausía pedante. Los guiones en cambio, que concentran los elementos

parentéticos en el curso mismo del río, sin encerrarlos en prisiones, mantienen al mismo

tiempo seguras la relación y la distancia. Pero del hecho de que una ciega confianza en su

capacidad de conseguir ese objetivo sería ilusoria si lo esperara sólo del mero medio, mientras

que ese objetivo no puede conseguirse sino por el lenguaje y la cosa mismos, de ese hecho

característico de la alternativa entre guiones y paréntesis se desprende lo abstractamente

caducas que son las normas de la interpunción. Proust, al que nadie acusará fácilmente de

banausía y cuya pedantería no es más que un aspecto de su magnífica fuerza micrológica, ha

trabajado sin preocupaciones con paréntesis, probablemente porque en sus dilatados períodos

lo parentético resultaba tan largo que su mera longitud habría anulado los guiones. Necesitaba

diques más firmes para no inundar el período entero, provocando aquel caos del que cada uno
de esos períodos había sido conseguido con enorme esfuerzo. La razón del uso interpuncional

de Proust se encuentra empero sólo en la disposición de su obra novelística entera: que se

rompa la apariencia de continuo de la narración, que por todas sus ventanas está dispuesto a

penetrar en él el narrador asocial para iluminar el oscurotem p s-d u rée con la linterna sorda

de un recuerdo no tan involuntario y arbitrario como parece. Sus paréntesis, que interrumpen

la forma gráfica igual que la dicción, son monumentos de los momentos en que el autor,

cansado de apariencia estética y desconfiado respecto de la auto-suficiencia de los

acaecimientos que va hilando de sí mismo, echa abiertamente mano de las riendas.

El escritor se encuentra en necesidad permanente ante los signos de puntuación; si al escribir

no se fuera plenamente dueño de sí mismo, se sentiría la imposibilidad de colocar

correctamente ni un solo signo de puntuación y se renunciaría definitivamente a escribir. Pues

es imposible unificar las exigencias de las reglas de la interpunción y de las necesidades

subjetivas de lógica y expresión: con los signos de puntuación pasa a protesto la letra de

cambio librada por el escritor al lenguaje. El que escribe no puede ni entregarse a las reglas

muchas veces rígidas y groseras, ni tampoco ignorarlas, si no quiere caer en una especie de

caprichoso disfraz, ni herir, a causa de una intensificación de lo inaparente — pues inaparente

es el elemento vital de la interpunción — la esencia de las reglas. A la inversa, empero, puede

el que escribe, si su intención es seria, negarse a sacrificar nada de lo que él busca a una

generalidad con la que hoy día no puede sentirse enteramente identificado nadie que escriba y

con la que no podría identificarse sino al precio del arcaísmo. El conflicto debe soportarse cada

vez, y hace falta mucha fuerza o mucha estulticia para no desanimarse. Sería en todo caso de

aconsejar que se procediera con los signos de puntuación como los músicos con los prohibidos

procesos de armonías y voces. En toda interpunción, como en toda conducta musical de este

tipo, puede observarse si lleva realmente en sí una intención o no es más que una chapuza; y,

más sutilmente, si la voluntad subjetiva rompe brutalmente la regla, o bien si es que el


sopesador sentimiento la piensa cuidadosamente y la hace vibrar incluso cuando la suspende.

Esto se comprobará especialmente en el más modesto de todos los signos, la coma, cuya

movilidad es la que más se adapta a la voluntad expresiva, pero que, precisamente por esa su

proximidad al sujeto, desarrolla todas las astucias del objeto y se hace especialmente

susceptible de pretensiones de que nadie la creería capaz. En todo caso, hoy día seguramente

procederá del mejor modo el que se atenga a la regla: mejor defecto que exceso. Pues los

signos de puntuación, que articulan el lenguaje y acercan así la escritura a la voz, se han

separado de toda escritura precisamente por su independización lógico-semántica, y entran así

en conflicto con su propio ser mimético. El uso ascético de los signos de puntuación intenta

corregir un tanto esto. Toda cuidadosa evitación de un signo es por ello una reverencia que la

escritura tributa al sonido al que ahoga.

(1) Pan negro de Westfalia. (N. del T.)

(2) “Fraktur = la escritura que llamamos gótica en los países latinos. (N. del T.)

(3) Antigua= escritura de modelo romano. (N. del T.)

(4) Los signos de exclamación se usan mucho más en alemán que en castellano. (N. del T.)

(5) Juego de palabras con Moskau, Moscú,y Kauderweisch, gallinatias; el autor gusta de traerlo

a colación. Cfr. Prismas. (N. del T.)

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