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Historia, ¿para qué?

Alejandro Cattaruzza:
El autor propone algunos modos de considerar la pregunta, examinando cómo fue planteado este
interrogante en el pasado y de cómo puede formularse hoy.

En 1876, Gabriel Monod planteaba en la Revue Historique que la tarea de la historia era al mismo
tiempo científica y patriótica, dos atributos difíciles de conciliar. Monod proclamaba su independencia
política a la vez que declaraba su voluntad de contribuir a la consolidación de la identidad nacional. Esto iba
en línea con el pensamiento de otras figuras de la época, que entendían que su saber era científico y
objetivo, y se atribuían además una misión social, la de despertar una conciencia nacional, lo que los
alineaba con la empresa que el Estado y parte de las elites estaban encarando. Estas, a su vez, les reconocían
un cierto privilegio en la interpretación del pasado.

El autor marca que se han producido cambios en cuanto a la forma de mirar a la historia desde este
punto, y que estos afectaron a la pregunta. En primer lugar, ha cambiado la convicción y firmeza que
sostuvieron los historiadores positivistas de mitades del s. XIX con respecto a la cientificidad de la disciplina.
Señala que desde fines del s.XIX y a lo largo de gran parte del s.XX, el trabajo de los historiadores se veía de
tal forma que se aseguraba que producía una historia objetiva, destinada a ser usada por el aparato del
Estado o de las elites a consolidar identidades nacionales. Hoy, no sólo muchos dudan de que el discurso de
los historiadores sea plenamente científico, sino que se pone en duda también de que la nación sea el sujeto
más pertinente y más interesante. Además, se reconoce la dificultad de hallar algunos contenidos ético-
políticos asociados obligatoriamente al ejercicio de la historia profesional.

El autor alega que la razón de enseñar, investigar y manejar el saber de la historia puede tener
respuestas parciales en aspectos pocos glamorosos, como es el vender la fuerza de trabajo en mejores
condiciones. Pero, en busca de un significado más profundo, se pensar si hay algo más que ofrecer, señala
que lo primero que hay que hacer es abandonar la pretensión de una historia homogénea, puesto que
existen diversos tipos de historia, pero que todas parten de algunos elementos mínimos, como sea el
plantearse una pregunta. Un segundo planteo es que si bien ya no piensa a la historia como objetiva según
los cánones positivistas, se sabe que los objetos han sido científicamente construidos y sometidos al control
de un campo profesional. Y un tercer elemento es que siempre habrá un uno público de la producción de un
historiador.

Se propone entonces un tipo de historia que sea una práctica compuesta de arrancar planteando un
problema intelectual, para terminan planteando una pregunta nueva; que se piensa productora, a través de
ciertos procedimientos intelectuales controlables, de objetos culturales que son soporte de aproximaciones
explicativas parciales al pasado; una historia que sepa que sus productos serán usados públicamente y que
intente intervenir en ese escenario. Este tipo de historia puede transformarse, según el autor, puede
transformarse en objeto de la pregunta “para qué”. Pero no da una respuesta a esta pregunta. Pero sí piensa
que una historia que se conciba a sí misma de este modo puede contribuir, por la vía de difundir los
procedimientos (más centrales que los mismos contenidos) del pensamiento crítico en la sociedad, a
expandir los espacios de libertad e igualdad.
Rosa Belvedresi:
La autora da su punto de vista desde la filosofía.

En las filosofías de la historia tradicionales, que incluyen tanto a los modelos hegelianos como a las
variantes marxistas, la historia es una excusa para exponer otro tema.

En la actualidad, en el marco de una filosofía de la historia con una fuerte carga epistemológica, la
pregunta del por qué de la historia se enmarca dentro de una pregunta más general acerca del para qué del
conocimiento. Por tanto, “Historia, ¿para qué?”, puede traducirse como “conocer el pasado, ¿para qué?”.
Surgen de esto algunas variantes:

 Aquellos que no recuerdan su pasado están obligados a repetirlo: el conocimiento del pasado
provisto por la historia sería, así, una forma de memoria que cumpliría como función
esencial la de evitar la repetición del pasado. O sea que el para qué de la historia se asocia
fundamentalmente con su utilidad para el presente. Sin embargo, esta visión de la historia
debe ser fuertemente matizada, puesto que, en primer lugar, muchas veces se apela al
pasado como una edad dorada que intentamos recuperar; en segundo lugar, el pasado
puede llegar a aprisionarnos.
 Aquellos que no conocen su pasado están obligados a repetirlo: el énfasis es ahora el
conocimiento del pasado, donde se lo debe entender, comprender, y donde debemos ser
capaces de trasladar a otras situaciones presentes o futuras ese conocimiento, de modo de
poder evitar aquellos sucesos del pasado que nos resultan indeseables.
 Si se toma en cuenta que en la historia no siempre se estudian temas con una vinculación
directa con el presente, entonces esta pasa a verse como una empresa cognitiva, y como tal
no necesita para justificarse más que estar motivada por la curiosidad, y ser guiada por la
honestidad intelectual.
 La autora presenta una cita de Collingwood, que dice que “la historia es la verdadera ciencia
de la naturaleza humana”. Por tanto, la historia pasa a ser un modo de mostrarnos un
ejemplo de la forma que esa naturaleza humana puede asumir; sin pretensiones de que se
repetirá en esas o en otras circunstancias, y por ende casi sin ninguna utilidad para intentar
alguna predicción.
 Con respecto al consumo de productos históricos, la autora señala que puede ser por pura
curiosidad, pero ligada esta a cierta sensibilidad, la cual le permite cristalizar un estado de
las cosas, de la realidad, que en cuanto a histórico podría y puede ser de otra manera.

Elías J. Palti:
El autor se plantea dar un sentido histórico a la pregunta, reconstruyendo los distintos marcos
conceptuales en las que fue planteada, y sus respuestas en acuerdo con estos.

El primero de los marcos conceptuales en el que se planteó la pregunta fue el de la historia magistra
vitae, es decir, la historia como maestra de vida, donde esta era un reservorio de lecciones y máximas
morales que orientan la conducta del presente. Esto abre además otro supuesto, predominante en el mundo
antiguo: la idea de repetitividad de la historia. Esto se asocia, a su vez, a la visión estática del mundo.
La idea planteada sería retomada por el cristianismo, añadiéndole la premisa de que tanto las
acciones humanas como el mundo natural son la forma por la cual Dios revela su creación.

La pregunta se replantearía tras los desarrollos de los siglos XVII y XVIII, donde surge una nueva
conciencia de temporalidad. La respuesta que encuentra, por ejemplo, Kolleck, es que el tiempo se repliega,
produciéndose cambios a intervalos cada vez más cortos de tiempo. Con esto, la historia pierde todo
significado trascendente, pues es solo un fluir de acontecimientos.

Hacia el s.XIX, los filósofos de la historia van a plantearla como disciplina científica. Sin embargo, en
esta época se le da a la disciplina un carácter a la vez objetivo, y a la vez destinada a la realización de ciertos
valores, tales como el sentido del progreso, el aumento de la libertad, la expansión de las formas
democráticas de gobierno, etc.

Aparece en escena Nietzche, quien dice que la historia resulta incompatible con la vida porque, en
última instancia el conocimiento de la historia, despojado de todo valor, sólo nos termina por revelar el
sinsentido de la historia. Es decir que nos enfrentaría con aquello que ninguna comunidad puede aceptar sin
destruirse, que es la contingencia, la arbitrariedad de sus orígenes y fundamentos.

Luego, aparecería la llamada teoría de la secularización, que dice que esta búsqueda de sentido
propia de la filosofía de la historia revela que, en el fondo, esta no es más que una versión secularizada de
las viejas escatologías cristianas. Hans Blumenberg haría una distinción: para él, la filosofía de la historia no
heredaría los contenidos ideales del cristianismo, sino un lugar vacío, que es la pregunta por el sentido de la
historia.

Traslada esta cuestión a cuál es el fin del historiador, pregunta planteada por Zygmunt Bauman. El
fin del historiador sería ampliar nuestro horizonte cultural al ponernos en contacto con realidades, gente,
etc., que nos resultan ajenas, volvernos familiares esas culturas o universos extraños e incomprensibles para
nosotros. Y para que esto sea posible, el historiador debe desnaturalizar lo familiar.

Por lo visto, el sentido que se encontraría en la historia a partir de que se quiebran las visiones
teleológicas de la historia radicaría en el hecho de que, justamente, confrontarnos a este vacío de sentido, a
la contingencia de los fundamentos de nuestros modos de vida colectiva, nos permitiría, de alguna forma,
minar las identidades sustantivas y desarrollar un sentido de tolerancia hacia el otro, hacia el que nos es
extraño, que sería, en fin, el presupuesto de una democracia pluralista. Ya no es la misión de la historia crear
sentidos ilusorios de comunidad imaginada, sino revelarla justamente como tal, lo que alinea así
nuevamente la escritura histórica en un horizonte democrático.

En suma, la pregunta “Historia, ¿para qué?”, esto es, la cuestión acerca de la escritura histórica en
un contexto post-secular, nos enfrenta a un doble dilema: por un lado, la simultánea necesidad e
imposibilidad de distanciamiento, y por otro lado, la simultánea necesidad e imposibilidad de identificación.
Un doble dilema para el cual ya no hay respuestas a priori válidas, y quizá probablemente tampoco las haya
a posteriori.

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