Sei sulla pagina 1di 9

Tras los pasos del Señor

Varios profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra explican el


sentido de la mortificación cristiana.

Imitar a Cristo
Javier Sesé

“Dios es Amor”, afirma San Juan en su primera carta; y continúa: “En esto se demostró
entre nosotros el Amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para
que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por
nuestros pecados”.

La gran manifestación del infinito amor de Dios por el hombre, por cada una y cada unol,
es la pasión y muerte de Jesucristo en la Cruz.

Es propio de una persona enamorada y agradecida devolver amor por amor; y el amor
se manifiesta con palabras y con obras. Cuanto mayor es el amor, más encendidas son
las palabras y más generosas y sacrificadas las obras.

Por eso, los cristianos enamorados de todos los tiempos se han esforzado por
manifestar su amor a Dios con las palabras (oración) y los hechos (sacrificio),
respondiendo así al amor de Dios manifestado en su Palabra (predicación, evangelio,
enseñanza) y su Sacrificio en la Cruz.

Pero también es propio de personas enamoradas querer parecerse al máximo a la


persona amada, seguir de cerca sus pasos, responder de la misma forma que el otro lo
ha hecho, en la medida de lo posible.

Por eso, desde el inicio del cristianismo, lo enamorados de Cristo se decantaron por
aquellos sacrificios que se acercaban más al mismo sacrificio de Cristo: al ayuno de
Jesús respondieron con ayuno y abstinencia; a su no tener “donde reclinar la cabeza”
con vigilias, dormir en el suelo o sobre lechos y cabezales duros; a su flagelación, con
flagelación (disciplinas); a su coronación de espinas, con cinturones de pinchos o
similares (cilicios); a su “via crucis”, cargando con una cruz (nazarenos), etc.

Todo ello con generosidad de enamorados, y con la humildad y la prudencia del que
sabe que debe hasta su misma vida a ese amor de Jesús: por eso, a los mismos que
imitaron e imitan flagelación, coronación de espinas o “via crucis”, no se les ocurrió ni
se les ocurre (salvo pocos exaltados, siempre reprobados por la Iglesia) clavarse en
una cruz con clavos de verdad, o poner en peligro su vida y su salud llevando al extremo
esas mortificaciones corporales.

Ha habido muchos mártires, orgullosos de ser torturados y asesinados por Jesucristo


como Él murió por nosotros; pero ningún santo ha muerto o se ha puesto en peligro de
muerte por usar voluntariamente cilicios o disciplinas, o por ayunar (a diferencia, por
ejemplo, de algunos huelguistas de hambre).
2
Un significativo botón de muestra: uno de los santos más austeros y mortificados de
toda la historia, modelo de enteras generaciones de penitentes, San Antonio Abad,
murió con 105 años de edad, en una época en que la esperanza de vida apenas
superaba los 20 años.

El amor de Dios y a Dios es, pues, la razón más profunda y decisiva de cualquier tipo
de sacrificio cristiano. Un amor que incluye la conciencia de los propios pecados y
miserias, y que busca el perdón de Aquél que fue flagelado, coronado de espinas y
crucificado, para perdonarnos de esos mismos pecados. Un amor que quiere
acompañar, aunque sea modestamente, el dolor de la persona amada: el dolor
purificador del que cargó con los pecados de todos los hombres.

Pero el Sacrificio de Jesús culmina en su Resurrección, en la Gloria, en el Cielo, en la


Felicidad total, definitiva y eterna.

La mortificación, el cilicio y la disciplina, son un medio, un camino, no un fin: el sacrificio


por amor culmina en un amor pleno, sin ningún atisbo de dolor o tristeza: en Dios mismo,
que es Amor, Alegría, Gozo, Felicidad, Gloria.

¿Qué actitud mostró Jesús ante las practicas


penitenciales?
Juan Chapa

Como en otras religiones, las prácticas penitenciales estaban arraigadas en el pueblo


de Israel. La oración, la limosna, el ayuno, la ceniza sobre la cabeza, el vestido de un
tejido tosco y áspero, llamado vestido de saco, eran algunos de los muchos modos que
tenían los israelitas de mostrar su deseo de reorientar la vida y convertirse a Dios (cf.
Tb 12,8; Is 58,5; Jl 2,12-13; Dn 9,3 etc.). Jesús, que, como unánimemente señalan
historiadores y estudiosos de la Escritura, centró el contenido de su predicación en el
Reino de Dios, exige también la conversión como parte esencial del anuncio del Reino:
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertíos y creed en el
Evangelio» (Mc 1,15).

La conversión, la penitencia, a la que Jesús llama significa el cambio profundo de


corazón. Pero también significa cambiar la vida en coherencia con ese cambio de
corazón y dar un fruto digno de penitencia (Mt 3,8). Es decir, hacer penitencia es algo
auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos. De hecho, Jesús quiso mostrar
con su vida penitente que Reino de Dios y penitencia no se pueden separar. Practicó el
ayuno (Mt 4,2), renunció a la comodidad de un lugar estable donde reposar (Mt 8,20),
pasó noches enteras en oración (Lc 6,12) y, sobre todo, entregó voluntariamente su
vida en la cruz.

Los primeros discípulos de Jesús, al hilo de sus enseñanzas, entendieron que seguir a
Cristo implicaba imitar sus actitudes. San Lucas es el evangelista que más subraya
cómo el cristiano debe vivir como Cristo vivió y tomar su cruz cada día, como Jesús
había pedido a sus discípulos: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz cada día, y que me siga» (Lc 9,23).
3
De este modo, los primeros cristianos continuaron acudiendo al templo a rezar (Hch 3,1)
y siguieron practicando las obras de penitencia, como por ejemplo el ayuno (Hch 13,2-
3), si bien en conformidad con la enseñanza de Jesús: «Cuando ayunéis no os finjáis
tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que
ayunan. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando
ayunes, perfuma tu cabeza y lávate la cara, para que no adviertan los hombres que
ayunas, sino tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te
recompensará» (Mt 6,16-18).

Sin embargo, a la luz del valor de la muerte de Cristo en la cruz, por la que los hombres
son redimidos de sus pecados, los cristianos entendieron que las prácticas
penitenciales, sobre todo el ayuno, la oración y la limosna, y cualquier sufrimiento no
sólo se ordenaban a la conversión sino que podían asociarse a la muerte de Jesús como
medio de participar en el sacrificio de Cristo y corredimir con él. Así se encuentra en los
escritos de Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en
beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) y así se sigue viviendo en la Iglesia.

Orar en cuerpo y alma


Jutta Burggraf

Hay cosas que no comprendemos. Sólo podemos acercarnos a ellas con fe. Y con amor.
¿Por qué Jesucristo murió en una cruz? ¿Fue necesaria esta horrible pasión para
liberarnos de nuestras oscuridades interiores? Desde luego que no. Dios habría podido
perdonar nuestros pecados de mil maneras distintas – o simplemente no perdonarlos.
Probablemente, ha elegido la más impresionante de todas, aquella que manifiesta más
claramente la locura de su gran amor: se ha hecho hombre –uno de nosotros–, y ha
compartido las alegrías y durezas de nuestra vida hasta el final. A pesar de su
omnipotencia eterna, se dejó –¡libremente!– humillar, flagelar, escupir, ridiculizar,
coronar de espinas y clavar en un madero. ¿Por qué? Quizá para mostrarnos que es
capaz de hacer “todo” por nosotros, como un amigo que muere para salvar al otro. Y
para convencernos –una vez por todas– que tenemos un inmenso valor: nuestro destino
no es indiferente a Dios. Misterio de amor, sobreabundancia de generosidad.

¿Esto quiere decir que los cristianos tenemos que vivir ahora de un modo severo y
riguroso? ¿Que no debemos disfrutar de las cosas buenas de la vida? ¡Todo lo contrario!
Cristo ha muerto para que nosotros vivamos; ha sufrido para que nosotros seamos
felices; ha roto nuestras cadenas para que anunciemos su reino de libertad. La obra de
salvación debería reflejarse en el rostro, en la mirada, en la sonrisa y la risa, en la
serenidad y la fortaleza, en la comprensión y la amistad, en el ánimo sincero, solidario
y generoso de los “liberados”.

Quien experimenta que es profundamente aceptado y amado, no puede más que


transmitir el amor con alegría. Y quiere estar cada vez más cerca al amor de su vida. Lo
advertimos en el amor humano, a veces con una claridad que nos hace temblar.
Pensemos, por ejemplo, en las mujeres alemanas que acompañaron voluntariamente a
sus marido judíos a los campos de concentración nazi. O en aquella madre que se
acostumbró a cerrar los ojos durante casi todo el día, para percibir el mundo del mismo
modo que su hijo ciego.
4
Algo parecido ocurre en el amor a Cristo. Los cristianos quieren compartir su destino.
¿No es verdad que dos personas se unen más fuertemente cuando llevan juntas un
gran dolor, que cuando celebran juntas una maravillosa fiesta? Por esto, los cristianos
quieren estar también en la cruz, y no tienen reparos en subir libremente al monte
Calvario. ¿Cómo lo hacen? Tratan de aceptar, con ánimo, los múltiples problemas de la
vida diaria; los utilizan como el material del que fabrican una cruz, “su cruz”, aquella
para la que Cristo les considera preparados, y la que lleva con ellos. Como es sabido,
Dios suele actuar así con sus amigos.

Sin embargo, quien ama, es capaz de “excederse”, de cometer locuras. Los cristianos
quieren identificarse cada vez más plenamente con el amado, que se dejó –
¡libremente!– crucificar. Por esto, buscan, según una larga tradición, también libremente
“mortificaciones corporales”, como son el ayuno o una peregrinación austera y tantas
otras. Lo que aman, por supuesto, no es la cruz en sí, sino al Crucificado. No quieren
tener las cosas mejor que Él. Si la gente ha flagelado y escupido a Cristo, no desean
que a ellos les den honores. No quieren vivir en comodidad y aburguesamiento, sino
con Él y como Él. Este es el primer aspecto, el más importante, de la “mortificación
corporal”.

Hay también otro, que tiene que ver con nuestra naturaleza: somos cuerpo y alma.
Todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra
vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Hay
desorden y tentaciones. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos
de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente
a la rigidez de un estoicismo inhumano. Pero sería igualmente erróneo ceder ante todos
los deseos y olvidar la realidad que vive cada uno. Lo más conveniente es aceptarse
como uno es. Cuando hay algo en el corazón que contradice al amor, necesitamos
sinceridad para reconocer nuestros sentimientos, y no ocultarlos o simplemente
reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva.

Un cristiano quiere limpiar su “casa interior”, cada día de nuevo, para que Dios pueda
habitar cada vez más hondamente en ella. Es el otro aspecto de la “mortificación
corporal” que, por cierto, es una expresión poco feliz: no se trata de “matar” nada ni a
nadie, sino de ordenar las pasiones y educar los sentidos. Es importante que cada uno
encuentre su propio modo de actuar, que le ayude a crecer en el amor y, de paso, a
vencer las tentaciones. No hace falta que todos hagan lo mismo. Cada época tiene su
estilo particular, su mentalidad, sus costumbres y formas.

Aunque es, ciertamente, más importante la lucha interior, no deberíamos despreciar la


exterior que puede prepararnos a ella. Tal vez, el recto significado de la “mortificación
corporal” fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. Por eso, hoy en
día, la “mortificación” es rechazada por amplios sectores de la sociedad. Pero no se
trata de que, debido a algunas exageraciones conocidas, se renuncie a todo tipo de vida
ascética; más bien, la ascética debe vivirse en forma inteligente, prudente y oportuna.
El poner orden en el caos interior que, a veces, tenemos, puede lograrse por amor a
Dios, sin miedo ni escrúpulos ni formalismos, con mucha confianza y una gran libertad,
y con un corazón generoso. Es una forma de rezar: orar en cuerpo y alma.

Si la lucha es sincera, conduce a un encuentro más personal con Cristo. A través de


ella, no se busca la propia perfección, sino el amor de Dios. No debemos conducirnos
5
por miedo de “no hacer nada malo”, y de no caer jamás. Lo decisivo es el valor de
levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a Él
nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros
ascéticos y nuestra perfección moral.

Si la lucha es humilde, se ensancha nuestro corazón. El mismo Dios, que quiere habitar
en nosotros, nos hace participar no sólo en su cruz, sino también en su resurrección.
Nos da la fuerza de superar nuestras rigideces y estrecheces, y nuestra ceguera para
ver la indigencia de los demás. Y nos da la luz para ver los propios límites y la gran
necesidad que tenemos de los otros. En una palabra, nos hace capaz de amar de
verdad.

La belleza de los santos


"El cristianismo no es una religión, filosofía o visión del mundo espiritualista. Es decir,
el cuerpo representa un rol fundamental. Sin el cuerpo no hay cristiano, es más: no hay
cristianismo...
Pablo Marti del Moral

1. Para abordar este tema, en el marco más o menos polémico en que se presenta hoy
día (en torno a la discusión sobre el libro y la película Código da Vinci), debemos partir
de dos premisas. La primera, de importancia esencial, es tener en cuenta que el cuerpo
desempeña un papel central e insustituible para la vida de fe. El cristianismo no es una
religión, filosofía o visión del mundo espiritualista. Es decir, el cuerpo representa un rol
fundamental. Sin el cuerpo no hay cristiano, es más: no hay cristianismo. A la vez, el
cuerpo en el conjunto de la persona tiene sus reglas, su autonomía y sus límites, con
los que hay que contar.

La segunda premisa es más circunstancial. Sabemos que una imagen vale más que
muchas palabras. Si tenemos en nuestra retina la escena de Silas flagelándose, no
entenderemos nada. Silas, el sicario-asesino con apariencia externa de especie de
monje, en las secuencias del Código da Vinci no hace mortificación corporal sino
masoquismo. La mortificación tiene un motivo más allá de sí misma, y además un motivo
bueno, de lo contrario no es mortificación cristiana. En el Cristianismo la mortificación no
busca el dolor por el dolor. En este sentido, para entender la mortificación del cuerpo
hay que ponerla junto a la imagen de un santo: cuadra con la sonrisa de Juan Pablo II
o con la paz de Teresa de Calcuta en medio de los más pobres entre los pobres.

Valoradas ambas premisas, si entramos en el fondo del asunto, encontramos que la


mortificación del cuerpo responde fundamentalmente a dos motivaciones: el autocontrol
o dominio de sí mismo y el embellecimiento de la persona.

El cuerpo manifiesta a la persona y es el cauce para expresar sus sentimientos, su


libertad y su amor. La persona es su cuerpo, pero no solo su cuerpo. El mundo interior
de cada persona no está hecho de tejidos y líquidos, sino de pensamientos, amores y
sentimientos. Por eso ya decían los griegos que el hombre es en cierto modo todas las
cosas, un microcosmos, un mundo. En la persona humana existe el nivel biológico, pero
también el psicológico y el espiritual. Aunque la persona es una unidad, observamos en
nuestra vida la existencia de fuerzas o tensiones diversas que nos conducen a distintos
objetivos y que es preciso controlar e integrar en la unidad personal. Por ejemplo, me
apetece fumar (el cuerpo me lo pide) pero sé (aquí aparece la inteligencia) que no me
6
conviene o que está prohibido y me pueden multar, por lo que decido fumar o no e
impongo esta decisión a mi actuar (esto sería la voluntad).

Para controlar y dirigir todas las fuerzas o tensiones que aparecen en mi vida, para que
se integren en torno a mi identidad personal de manera armoniosa, es preciso educar
la inteligencia y fortalecer la voluntad. Aquí la mortificación se demuestra necesaria.

Conseguir el auto-dominio o señorío sobre mi cuerpo precisa de la mortificación, que


puede describirse como negación voluntaria de una apetencia (me apetece fumar pero
no fumo), o afirmación voluntaria de algo que no me apetece (no me apetece comer
esto porque no me gusta, pero es lo que hay y me lo como; no me apetece ponerme a
estudiar o trabajar, pero me pongo; no me apetece levantarme, pero me levanto). La
mortificación del cuerpo es un acto libre forjado por una decisión de la voluntad,
informada por la inteligencia (que proporciona el motivo de esa decisión), que contraría
las apetencias o gustos del cuerpo en un acto determinado.

Ahora bien, ¿por qué necesito controlar mi cuerpo?, o mejor ¿para qué busco controlar
mi cuerpo? Los motivos pueden ser muy variados, como por ejemplo la educación o
cortesía humana. Así, debo mortificar mi cuerpo para no llevar a cabo actitudes que
disturben la paz y la convivencia próxima.

Entre las muchas razones que llevan a mortificar o sujetar -si se quiere, reprimir- el
cuerpo, pienso que la fundamental es la petición al cuerpo de un servicio a la persona
por encima de sus posibilidades iniciales u ordinarias. Me explico con algunos ejemplos.
En el mundo en que vivimos, sobre todo en las sociedades avanzadas, solemos
mortificar el cuerpo principalmente en relación con el trabajo profesional. Soportando
frío o calor (especialmente las personas que trabajan a la intemperie); superando el
cansancio y el sueño (casi universalmente cada mañana al levantarse -¿a quién no le
pide el cuerpo quedarse un buen rato más en la cama, todos o casi todos los días?-; en
los trabajos de atención directa al público no me puedo permitir poner mala cara y omitir
la sonrisa, aunque realmente el cuerpo pida enfadarse o simplemente pasar de alguien
o algo), ¡cuántos proyectos nos llevan más allá de nuestras fuerzas y exigen mortificar
el cuerpo!, en períodos determinados o para determinados trabajos siempre.

Por supuesto, también debo mortificar mi cuerpo para cumplir otros deberes,
especialmente con la familia o con los amigos. Prácticamente cada día debo mortificar
mi cuerpo y sus apetencias, a favor de los requerimientos de otros: el padre y la madre
entre ellos y respecto a sus hijos pequeños; los novios; los amigos; los vecinos. No
estamos solos en el mundo, la relación con los demás lleva muchas veces a poner sus
cosas antes que las nuestras y, por tanto, mortificar los gustos propios. En caso
contrario, en poco tiempo llegaremos a encontrarnos realmente solos.

Hoy quizá la mortificación corporal más severa se exige a los deportistas. Deben vivir
rozando y superando el límite de las posibilidades del cuerpo humano. Para ello
necesitan mortificar el cuerpo hasta la extenuación en su vida diaria de entrenamiento;
además deben seguir una dieta rigurosa, sin permitirse excesos ni caprichos; un horario
estable y regular que limite la diversión. Es algo voluntario, pero que exige mucha
mortificación: piénsese en las discusiones y críticas -a veces con fundamento- sobre si
Ronaldo está gordo o no, o si los futbolistas deben salir por la noche o no. Aunque el
caso de los futbolistas es un poco especial. Si pensamos en ciclistas, tenistas,
7
nadadores, atletas, montañistas o gimnastas no nos quedará duda de la dureza de su
vida: del entrenamiento y de la competición.

Con los deportistas profesionales, a veces justificamos todo ese esfuerzo en que ellos
son los mejores o representan la excelencia de la humanidad. En este sentido estos
personajes de élite son unos elegidos para la gloria y por tanto se les puede pedir e
incluso exigir todo ese sometimiento o mortificación del cuerpo, mientras los demás
contemplamos esas maravillas desde nuestro sillón de la tele. Pero según el
cristianismo todos hemos sido elegidos para la gloria, por tanto cada persona singular
es tratada por Dios como su mejor hijo, como si fuera el único.

Conectamos así con el tema que nos ocupa. La mortificación corporal cristiana se puede
encuadrar dentro de este sentido de ejercicio o entrenamiento para controlar el cuerpo,
con idea de disponerlo al servicio de Dios y de los demás. En la sociedad en que
vivimos, tiene sentido mortificar el cuerpo para controlar sus fuerzas e integrarlas hacia
la ejecución de un proyecto laboral, la realización de tareas o deberes en relación con
los demás, el logro de unas metas deportivas, etc. Sin embargo, a algunos les puede
extrañar la mortificación del cuerpo para conseguir un objetivo espiritual, religioso. La
renuncia a un gusto sensible o material, para apreciar con mayor soltura un valor
espiritual. Es curioso, aunque explicable por el materialismo práctico de nuestra cultura.

La vida cristiana enseña que el ideal de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás
como a uno mismo, no sale solo y necesita de la implicación personal, de la lucha y el
esfuerzo. Ahí aparece la necesidad de la mortificación del cuerpo, para involucrarle por
completo en la íntima unidad de la persona y así pueda dar lo mejor de sí mismo.

No sólo porque existen tendencias desordenadas que conducen la persona a su propia


ruina, y que es preciso controlar. El deseo de satisfacción y de goce, desordenado por
el pecado, lleva a cosas que, si las hiciéramos, nos apartarían de la paz interior y de la
comunión con Dios. Por ejemplo, el apetito desordenado por la comida o la bebida, la
envidia, la crítica o intolerancia con alguna persona (familiar, amigo, vecino o
compañero), la pereza ante los propios deberes, etc. Sino también porque la excelencia
del ideal cristiano (amar con todas las fuerzas y todas las obras), conlleva la práctica
intensa de la virtud (la caridad y todas las demás), lo cual no es posible sin imponerse
cosas, por así decir, desagradables, que nos restan comodidad y reposo para
obligarnos al compromiso y al trabajo por los demás. Para poder avanzar en la vida
cristiana, hay que mortificarse. Como sucede en muchos aspectos de la vida humana
(el deporte, el trabajo o la carrera profesional, la estética personal, etc.). Cambia la
motivación: el amor a Dios y a las demás personas.

2. Pero pasemos al segundo punto. Me parece que el otro motivo fundamental de la


mortificación corporal es el adorno del cuerpo, o si queremos el cuerpo como adorno.
Con dos precisiones. Hablamos de adorno no en el sentido de algo bonito pero
superfluo, sino como algo esencial o trascendental, es decir, como belleza. Por otro
lado, subrayamos que la belleza del cuerpo expresa y es parte de la belleza de la
persona. De ahí que siempre sea una belleza individual y singular, propia de cada
persona, que huye de la uniformidad y la uniformación de criterios generales.

Pues bien, para conseguir la belleza del cuerpo o en el cuerpo también se precisa la
mortificación corporal. Sin duda el cuerpo danone se consigue tomando muchos
8
yogures, pero a la vez dejando de tomar muchas otras cosas, ricas y sabrosas, que
reclaman la atención y el gusto, pero a las que es preciso responder con un exigente
“no”.

En ocasiones, la belleza estética requiere una mortificación corporal más específica.


Aquí entra el campo de las operaciones quirúrgicas, sin duda violentas e invasivas pero
de aceptables resultados en algunas ocasiones, estilo liposucción, estiramientos
faciales, nariz, etc. De nuevo tenemos una mortificación del cuerpo, pero por un motivo
que trasciende y supera el sacrificio: la belleza del cuerpo.

En este ámbito entra también todo el tema de las exigencias de la moda, respecto a la
incomodidad (determinados tacones no son lo mejor ni para el pie ni para el caminante,
pero la belleza justifica esa mortificación), al frío o al calor; o de la costumbre (no se
puede olvidar el llanto de una niña pequeña al abrirle un agujerito en las orejas). En este
contexto, quizá un punto especial merece el adorno del cuerpo mediante el piercing, el
tatuaje, etc.

Para el cristiano el adorno del cuerpo, el cuerpo como adorno y manifestación de la


persona es fundamental. Ese adorno se manifiesta en la sonrisa, en el esfuerzo a veces
heroico por el otro (entre los esposos o entre amigos; el padre o la madre por sus hijos),
en el compartir la pobreza con el pobre y la enfermedad con el enfermo, etc. Como se
ve es un adorno de la persona, manifestado de modos visibles (lo que siempre se han
llamado obras de misericordia corporales. Pero como se trata de un cuerpo animado
por el espíritu, por el alma, en la unidad de la persona el adorno también es espiritual:
el adorno del cuerpo pobre o enfermo es el amor solidario de ese cuerpo, de esa
persona.

Principalmente en este sentido de adorno y belleza espiritual del cuerpo, se ha


entendido la mortificación corporal del cristiano. Y también directamente relacionada
con la Pasión de Jesucristo. Se trata de adornar el cuerpo en correspondencia a
Jesucristo Crucificado. El empleo tradicional en la Iglesia de prácticas de penitencia
corporal como el cilicio o -en el caso que nos ocupa- las disciplinas, va unido a ese
adornar el cuerpo espiritualmente con los sufrimientos y las llagas de Cristo,
compartiendo en nuestro cuerpo los dolores de Jesús.

Para comprender esto es preciso intentar entender el sacrificio de Cristo. Sólo así puede
haber tolerancia y respeto hacia el cristiano. Probablemente para nuestra sociedad, este
es el aspecto de la mortificación corporal que más nos cuesta comprender. Quizá
porque la disciplina o el cilicio se ve como castigo al cuerpo.

Cristo sufre una violencia brutal por parte de los soldados y del pueblo. El prendimiento,
los insultos, la flagelación, la corona de espinas, el camino de la cruz y la crucifixión.
Pero esta descripción no explica casi nada de la realidad profunda que ahí está
sucediendo.

La realidad que acontece es que Cristo transforma la violencia brutal de la humanidad


a lo largo de la Historia en el amor total de Dios y de los hombres. Cristo no sufre sin
más la violencia de un condenado a muerte, sino que Él que es dueño de su vida, la
ofrece, y la ofrece por amor a la humanidad, a los pecadores, a los marginados, a los
9
pobres. Por eso el Crucificado adorna: expresa a través de su cuerpo mortificado la
corona del amor desinteresado y total por Dios y por los demás.

Cristo sufre porque quiere, y quiere porque con su sufrimiento se une a cada persona
que sufre, la acompaña, la sostiene, le da esperanza. No se puede pedir al cristiano que
renuncie a la cruz (“la señal del cristiano es la santa cruz”), ni que renuncie al crucifijo.

El sufrimiento del cristiano, y dentro de él, la mortificación corporal, es la manifestación


de una realidad más profunda: su solidaridad y cercanía con el sufrimiento de todos los
hombres y de cada hombre a lo largo de la Historia y de su vida. No es un castigo al
cuerpo, como si éste fuera malo o despreciable, sino todo lo contrario. Es un adorno del
cuerpo que hace más bella a la persona, ya que expresa en su carne el amor solidario
y la unión con Cristo y con la humanidad sufriente, necesitada, marginada, olvidada.

No es obligatorio tener un cuerpo danone, ni ir a la moda aunque sea incómoda, ni llevar


un piercing o hacerse tatuar, como tampoco es obligatorio utilizar la mortificación
corporal del cilicio o las disciplinas.

Tampoco esos son los únicos medios para adornar el cuerpo. Pero sí que son unos
medios, utilizados por muchos hoy como ayer, que han probado su eficacia para llegar
a una particular belleza. Ahí tenemos sobre todo el ejemplo de Cristo y de tantos
mártires. Y también el ejemplo de la vida y obra de tantos santos. No es fácil dedicar la
vida a Dios y a los demás, antes y por encima de lo que puede apetecer al propio yo:
cuidar y vivir entre los más pobres entre los pobres, no sólo un día, sino un día y otro,
la vida entera; etc.

¿Por qué estigmatizar a nadie o juzgar a priori, con un cierto grado de intolerancia?
Mejor tratemos de comprender las razones que puede tener cada uno para vivir y actuar
a su manera. Entre todos, cada uno procurando ser mejor personalmente, haremos una
civilización y un mundo mejor.

Potrebbero piacerti anche