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En la peluquería
La peluquería me parece un lugar tan separado del
mundo exterior, tan distante como el cine, por
ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida
dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina
al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea
que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo
a tomar un café, con la bata negra puesta y los
pelos untados”. Por suerte para mi reputación
imagino después al café tan lejano e imposible como
un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al
espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo
mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis
imperfecciones: ojos cansados que me dan una
expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para
que no se manchara y con la luz de ese espejo veo
que está realmente viejo; no lo veo como en casa.
Ya que parezco tan mal, debo ser simpática para
compensar, debo demostrar que soy una persona
razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que
pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a
comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero
(dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja
muchas horas, cuándo viene menos gente y si
atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si
no las supiera me importan un pito. La conversación
con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo
y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el
pensamiento de ese esfuerzo me trae cansancio y
resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda,
él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser
exigente y aguantaría que me pusieran matizador,
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yo quisiera ser como una de esas mujeres que
vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más
arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el
centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente
no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo
soy más bien como un taximetrero con el que
hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo
que él pidió a su dentista:
–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes
de a uno, sáqueme todos juntos.
Eran seis.
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esquina, ni me acuerdo del cajero y de las peras:
quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero.
Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto
de la cabeza se va secando mientras me hacen otra
cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer
nada ni que me hagan nada, porque me parece que
el mundo está en acción, como cuando hiervo
verduras y controlo al mismo tiempo un partido de
futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago
todo junto.
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las extremidades son como apéndices. La chica
barrendera que recoge pelo del suelo corresponde
al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni
les acomoda las capas; va con su pelo así nomás,
con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la
chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca
del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas
muy largas, que si las empleara a full, me sangraría
la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo
que los gatos.
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me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier
cosa y corta.
Yo salgo contenta.
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Mi nuevo amor
Tengo un amor nuevo y con él aprendí muchas
cosas. Por ejemplo, los límites. Tantos años de ir a
lo del psicoanalista para escucharlo repetir siempre:
“Pero usted se tira a la pileta sin agua”. A mí esa
frase me producía consternación, porque una pileta
sin agua es de lo más triste que hay. O si no, me
decía: “Hágase valer, usted tiene una imagen muy
deteriorada de sí misma, usted es inteligente, es
creativa”. Eso a mí me daba como un destello de
valor por un momento y después me sonaba a
consuelo, como cuando alguien presenta a otra
persona a un tipo o una tipa impresentables y para
arreglarlo dicen: “es historiador” o “viajó a Tánger”, y
como yo creo que lo que siento es verdadero amor,
no necesito ni ser linda ni ser creativa ni viajar a
Tánger: él me quiere por lo que soy. Y no le importa
si soy un poco vieja, porque es como que no
registrara esas cosas: para mi asombro me quiere
sin condiciones. Con él aprendí la expresión de la
mirada, que vale por mil palabras: no me asusta si
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en sus ojos veo una pizca de odio; sé que no es
hacia mí como yo suponía antes, o tal vez el análisis
anterior haya hecho efecto a posteriori; de pronto
uno puede tener una pizca de odio en los ojos por
cosas que recuerda, motivos privados. Yo sé con él
cuándo debo acercarme porque no es violento para
el rechazo y así —y a eso siempre lo consideré una
prueba de convivencia que alabaría el analista—
podemos estar cada uno en su habitación, pensando
en nuestras respectivas cosas sin necesidad de
perturbar preguntando “¿qué estás haciendo?” para
joderse las paciencias mutuamente. Con él me ha
surgido una femineidad insospechada, porque ante
su sencillez —es de hábitos regulares y desea cosas
simples— he depuesto toda rivalidad o competencia.
Compartimos esa cualidad neutra que posee el
tiempo después de cierta edad, en que no hay días
terribles ni fiestas luminosas, porque los días se
enlazan en el comer, dormir, trabajar y ver un poco
de televisión.
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El budín esponjoso
Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería
hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión.
Uno come galletitas y parece que le faltara alguna
cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas
parecen hechas con pan rallado o reconstituido. Los
únicos que saben comer galletitas como
corresponde son los perros: las cazan en el aire, las
destrozan con un ruido fuerte y ya las tragaron en un
suspiro, levantando un poco la cabeza.
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deglución, etc., eran perfectos. Además no era como
las galletitas, que son para comer cuando uno está
aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna
tarde y comerla, alguna tarde de lindos
pensamientos. Cuando vi la receta “Budín
esponjoso”, dije: Con esto, voy a hacer una cosa
semejante. Le pedí a mi mamá que me dejara usar
la cocina económica para hacerla.
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budín esponjoso, en la cocina común, tampoco.
Entonces pregunté:
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en venir. Vino con cara de haber venido por no tener
otra cosa mejor que hacer y participó en calidad de
observadora reticente. Ella tampoco tenía miedo de
la muerte por estallido de calentador y cuando se
bajaban las llamas, bombeaba dándose el lujo de
dar una última bombeada fuerte, como diciendo
“Lista esta merda”. Pero yo advertí que no
bombeaba como contribución al budín, sino por el
ejercicio en sí, por hacer algo, porque ella estaba
acostumbrada a manejar ese artefacto y le resultaba
una cretinada que se apagara, por el hecho en sí.
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con esa idea luminosa del palo. Mi mamá supo
enseguida que esa idea era mía.
Mi mamá dijo:
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Pero yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco
hubiera podido comer eso.
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Camilo
Ese día Camilo andaba por la plaza de Moreno. Era
un lunes a la mañana y todo daba sensación de
calma preparatoria para el atardecer. El cura había
puesto el colchón a ventilarse en el atrio de la iglesia
y en el almacén-bebidas-restaurante «La Esquina»
entraba el panadero, con una gran bolsa de pan;
Atilio limpiaba los vidrios y un solo parroquiano
tomaba café. Iba a buscar a Atilio, pero lo vio de lejos
y no entró. Atilio llevaba un delantal largo que se
había atado de cualquier modo; el delantal era largo
y los pantalones, cortos. El hombre que tomaba café
lo llamó con gesto imperioso; él fue, distraído, como
si no le importara nada.
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oficina muy chica; adentro había un señor de gorra,
parecida a la del guarda del tren; llevaba reloj-
cadena. Desde la puerta abierta se oía pip, piripip,
mientras el hombre daba golpecitos. Se paró a mirar,
el hombre seguía dando golpecitos. Cuando
descansó, le dijo:
—Entrá.
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—Pero sí, pibe, te voy a enseñar a transmitir
«Josefina se casó con aquel viejo bachicha, otro se
la comió y todo fue una desdicha».
Camilito dijo:
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—Por favor, papá, no sea que vayas allá donde está
el telegrafista principal y vayas a decir eso.
Emilio dijo:
—¿Cuánto te pagan?
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Camilo se fue a llorar a su cama. Teresa lo dejó que
llorara un rato y se sentó, pensativa. Después se
acercó a la cama y le dijo:
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