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Cuatro cuentos de Hebe Uhart

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En la peluquería
La peluquería me parece un lugar tan separado del
mundo exterior, tan distante como el cine, por
ejemplo. Tan distante que cuando estoy aburrida
dentro de ella pienso en el bar que está en la esquina
al que voy siempre, y con el pelo lleno de esa brea
que ponen para teñir, pienso: “Quiero ir ahora mismo
a tomar un café, con la bata negra puesta y los
pelos untados”. Por suerte para mi reputación
imagino después al café tan lejano e imposible como
un viaje a Chascomús. Con el pelo teñido me miro al
espejo, no es como el de mi casa, en casa me veo
mejor. En el espejo de la peluquería veo todas mis
imperfecciones: ojos cansados que me dan una
expresión de atontada; llevé un pulóver viejo para
que no se manchara y con la luz de ese espejo veo
que está realmente viejo; no lo veo como en casa.
Ya que parezco tan mal, debo ser simpática para
compensar, debo demostrar que soy una persona
razonable, sensata, y de ningún modo decir lo que
pienso: “quiero ir al bar de la esquina, al cajero, a
comprar peras”. Entonces charlo con el peluquero
(dice que se llama Gustavo). Y le pregunto si trabaja
muchas horas, cuándo viene menos gente y si
atienden chicos. Yo me sé todas las respuestas y si
no las supiera me importan un pito. La conversación
con el peluquero me hace pensar en todo el esfuerzo
y el tiempo que gastamos en hablar pavadas y el
pensamiento de ese esfuerzo me trae cansancio y
resentimiento; pienso que si yo estuviera más linda,
él me atendería mejor. Si yo fuera linda podría ser
exigente y aguantaría que me pusieran matizador,

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yo quisiera ser como una de esas mujeres que
vuelven locos a los peluqueros diciendo: “Más
arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el
centro”. Pero aunque fuera linda, lamentablemente
no tendría paciencia para todas esas exigencias; yo
soy más bien como un taximetrero con el que
hablamos de dientes y dentistas una vez y me dijo
que él pidió a su dentista:
–Mire, yo no tengo tiempo para sacarme los dientes
de a uno, sáqueme todos juntos.

Eran seis.

Con la cabeza llena de tintura (la cabeza se enfría)


me voy a hacer los pies y ahí me siento mejor. Me
atiende en un cubículo oculto porque la cabeza se
muestra en público, los pies, no. Las pedicuras son
dos, Violeta y María. (A los peluqueros siempre los
cambian.) Violeta es ucraniana y quiero saber cosas
de su país, pero nunca la saco de (“Oh, un poco
diferente, pero todo como acá”. Yo no sé si encierra
algún misterio o no le importa nada de nada, porque
es muy bonita y nadie se percata de ello, anda como
una sombra, se desliza como si no tuviera cuerpo;
no, no le importa tampoco ser bonita. Por eso
cuando está María, la correntina, prefiero ir con ella;
inmediatamente se acuerda de todos los
animales que tenía su papá en el campo en
Corrientes, el tatú, la yegüita alimentada a biberón y
el pájaro carpintero. Y ese cubículo blanco y frío,
mezquino, se llena inmediatamente de animalitos
del campo y del bosque. Ya no quiero ir al bar de la

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esquina, ni me acuerdo del cajero y de las peras:
quiero ir a Corrientes para ver al pájaro carpintero.
Me va entrando cierto bienestar porque el emplasto
de la cabeza se va secando mientras me hacen otra
cosa. No aguantaría un tiempo muerto sin hacer
nada ni que me hagan nada, porque me parece que
el mundo está en acción, como cuando hiervo
verduras y controlo al mismo tiempo un partido de
futbol o tenés por TV cuando juega Argentina, hago
todo junto.

Así, en mi epitafio van a poner, como le pusieron a


una mujer romana: “Fecit lenam” (tejió, era
trabajadora).

Me llama entonces la chica que lava la cabeza. A


ellas también las cambian pero por motivos distintos
a los de los peluqueros: ellos se van dando un
portazo o son transferidos a otra peluquería; cuando
las chicas que lavan la cabeza se dan cuenta de que
no las van a tomar como peluqueras (salvo alguna
muy despierta que haga carrera) se quedan en su
casa para mirar la novela de la tarde. Hay varias
clases sociales en esa peluquería. Al sector más alto
corresponde el que cobra, sentado en una silla alta
y movible, todas deben ir con sus papeles y
entregarlos a él. Los pedicuros son como un sector
paralelo, poco clasificable porque no interactúan
tanto como los peluqueros entre sí. Además estos
se mueven en un lugar central, con espejos, donde
hay pósters con mujeres hermosas de pelo
luminoso. No hay fotos de extremidades, se ve que

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las extremidades son como apéndices. La chica
barrendera que recoge pelo del suelo corresponde
al sector inferior; ella no hace café a los clientes ni
les acomoda las capas; va con su pelo así nomás,
con una colita hecha de cualquier forma. Cuando la
chica me lava el pelo estoy contenta, ya estoy cerca
del café de la esquina. Ella me frota con unas uñas
muy largas, que si las empleara a full, me sangraría
la cabeza, pero dosifica la agresión del mismo modo
que los gatos.

La que se empleaba a fondo era la pedicura


Natasha; era la otra cara de violeta; en ese cubículo
blanco parecía un tractor en acción. Maniobraba una
máquina que pasaban por la planta de los pies como
si estuviera arando en una superficie grande un
campo de trigo, por ejemplo. Estaba hecha para una
empresa heroica, para conducir un tanque por la
estepa, no para pequeñas reparaciones de pies y
manos. No aguantó las quejas de las clientas
(decían que les dolía todo) y se volvió a Ucrania. Y
con el pelo lavado me voy a buscar al peluquero.
¿Era Gerardo o Gustavo? Me olvido de que debo
mostrarme como una señora sensata y bien
comportada y le pido:

–Corte todo para arriba y para atrás; pero arriba


quiero que sea como un nido de caranchos.

No pregunta en qué consiste ese peinado, no sé si


conoce a sus caranchos y a su nido (yo tampoco),

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me mira con esa mirada acostrumbrada a cualquier
cosa y corta.

Yo salgo contenta.

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Mi nuevo amor
Tengo un amor nuevo y con él aprendí muchas
cosas. Por ejemplo, los límites. Tantos años de ir a
lo del psicoanalista para escucharlo repetir siempre:
“Pero usted se tira a la pileta sin agua”. A mí esa
frase me producía consternación, porque una pileta
sin agua es de lo más triste que hay. O si no, me
decía: “Hágase valer, usted tiene una imagen muy
deteriorada de sí misma, usted es inteligente, es
creativa”. Eso a mí me daba como un destello de
valor por un momento y después me sonaba a
consuelo, como cuando alguien presenta a otra
persona a un tipo o una tipa impresentables y para
arreglarlo dicen: “es historiador” o “viajó a Tánger”, y
como yo creo que lo que siento es verdadero amor,
no necesito ni ser linda ni ser creativa ni viajar a
Tánger: él me quiere por lo que soy. Y no le importa
si soy un poco vieja, porque es como que no
registrara esas cosas: para mi asombro me quiere
sin condiciones. Con él aprendí la expresión de la
mirada, que vale por mil palabras: no me asusta si

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en sus ojos veo una pizca de odio; sé que no es
hacia mí como yo suponía antes, o tal vez el análisis
anterior haya hecho efecto a posteriori; de pronto
uno puede tener una pizca de odio en los ojos por
cosas que recuerda, motivos privados. Yo sé con él
cuándo debo acercarme porque no es violento para
el rechazo y así —y a eso siempre lo consideré una
prueba de convivencia que alabaría el analista—
podemos estar cada uno en su habitación, pensando
en nuestras respectivas cosas sin necesidad de
perturbar preguntando “¿qué estás haciendo?” para
joderse las paciencias mutuamente. Con él me ha
surgido una femineidad insospechada, porque ante
su sencillez —es de hábitos regulares y desea cosas
simples— he depuesto toda rivalidad o competencia.
Compartimos esa cualidad neutra que posee el
tiempo después de cierta edad, en que no hay días
terribles ni fiestas luminosas, porque los días se
enlazan en el comer, dormir, trabajar y ver un poco
de televisión.

Eso sí, él televisión no mira. A la noche, para separar


un día de otro, nos frotamos la frente. Los únicos
problemas vendrían a ser la dieta y una sola
costumbre que no me gusta, porque es muy delicado
en general: sólo come carne picada y se rasca las
pulgas delante de la gente.

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El budín esponjoso
Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería
hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión.
Uno come galletitas y parece que le faltara alguna
cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas
parecen hechas con pan rallado o reconstituido. Los
únicos que saben comer galletitas como
corresponde son los perros: las cazan en el aire, las
destrozan con un ruido fuerte y ya las tragaron en un
suspiro, levantando un poco la cabeza.

Tampoco quería hacer un flan, porque el flan es un


proto-alimento y se parece a las aguas vivas. Ni un
bizcochuelo borracho, que es una torta ladina. Es
una masa a la que se le pone vino; uno va confiado,
esperando sabor a torta y resulta que tiene otro; un
gusto fuerte y rancio.

El bizcochuelo esponjoso que yo quería hacer era


como una torta que comí una vez, que venía
hermosamente envasada en una cajita: se llamaba
torta Paradiso. En la caja había una figura de una
mujer, con un vestido largo: no recuerdo bien si era
una mujer y un hombre o una mujer solamente; pero
si era una mujer solamente, estaba esperando a un
hombre.

La torta Paradiso era tan esponjosa como nunca


volví a comer nada igual; no es que se deshiciera en
la boca; apenas se masticaba suavemente y uno
sentía que todos los procesos de masticación,

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deglución, etc., eran perfectos. Además no era como
las galletitas, que son para comer cuando uno está
aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna
tarde y comerla, alguna tarde de lindos
pensamientos. Cuando vi la receta “Budín
esponjoso”, dije: Con esto, voy a hacer una cosa
semejante. Le pedí a mi mamá que me dejara usar
la cocina económica para hacerla.

—Ni en sueños —me dijo.

La cocina económica nunca se encendía; era un


artefacto negro y grande que tenía una tapa también
negra. Nunca supe cómo era por dentro ni cómo
funcionaba. No se usaba porque parece que era
fastidiosa. Estaba todos los días en la cocina como
un fastidio desconocido. Era como el horno para
hacer pan; en el fondo había un horno para hacer
pan pero yo no vi nunca hacer pan allí ni asar nada.
Este era considerado otro fastidio, pero al aire libre.
Pero para mí eran diferentes; de la existencia de la
cocina económica yo rara vez me acordaba porque
era como un mueble. Del horno sí, porque cada vez
que me iba a jugar, iba a saltar desde la base del
horno (previa mirada adentro, a lo oscuro, ya que
estaba, lleno de ceniza vieja, de mucho tiempo atrás)
hasta el suelo. Parecía un palomar el horno y si
alguna vez habían hecho pan ahí, nadie recordaba y
parecía que no quisieran recordar, como si ese
horno trajera malos o despreciativos recuerdos. En
la cocina económica no era posible que yo hiciera

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budín esponjoso, en la cocina común, tampoco.
Entonces pregunté:

—Puedo hacerla en el galpón?

—Sí —me dijo mi mamá.

Podía hacerlo en el galpón con un calentador.

En la cocina no, porque los chicos enchastran la


cocina. En el galpón mi mamá iba a prender un
calentador (es peligroso, los chicos no deben
manejarlo).

Hice el budín en una cacerolita que por su tamaño ni


era apta para hacer sopa ni nada. Yo no conocía a
esa cacerolita verde, sería de algún juego anterior
cuando yo no había nacido.

Si el calentador era tan peligroso, como decían, yo


no sé cómo mi mamá se arriesgaba a darle fuelle
con ese inflador. A cada bombeada mi mamá se
arriesgaba a ser quemada por un estallido; puede
ser que la muerte no le importara.

Como ese budín tenía que dorarse arriba, sobre la


cacerolita verde había unas brasas peligrosas. Para
esta empresa yo quería que me ayudara mi amiga
que vivía enfrente. Desde el día anterior le dije que
tenía permiso para hacer el budín esponjoso y quedó

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en venir. Vino con cara de haber venido por no tener
otra cosa mejor que hacer y participó en calidad de
observadora reticente. Ella tampoco tenía miedo de
la muerte por estallido de calentador y cuando se
bajaban las llamas, bombeaba dándose el lujo de
dar una última bombeada fuerte, como diciendo
“Lista esta merda”. Pero yo advertí que no
bombeaba como contribución al budín, sino por el
ejercicio en sí, por hacer algo, porque ella estaba
acostumbrada a manejar ese artefacto y le resultaba
una cretinada que se apagara, por el hecho en sí.

Ya la cacerolita estaba al fuego con el budín


esponjoso adentro; pero yo quería ver si ya estaba
cocinado; mejor dicho, quería ver cómo se iba
cocinando. Igual que un japonés que tenía un vivero
y se levantaba de noche para ver cómo crecían las
plantas.

Pero no podía levantar esa tapa que estaba llena de


brasas; le pregunté a mi amiga y se encogió de
hombros.

—Ah, ya sé —Pensé— Con un palo largo.

Agarré un palo largo de escoba y traté de pasarlo por


la manija de la tapa; mi amiga me ayudaba, con
reticencias. Cuando intentábamos abrirla, vino mi
mamá y mi amiga puso cara y aspecto general (lo
que además era cierto) de que no tenía nada que ver

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con esa idea luminosa del palo. Mi mamá supo
enseguida que esa idea era mía.

—¡Qué manía! —Dijo— De mirar las cosas crudas,


antes de que se hagan! A eso le falta mucho.

Cuando ella se fue, pude levantar la tapa con un palo


más fino y pude espiar apenas un momento el
pastel. Tuve una idea vaga, pero todavía parecía un
panqueque, no tenía la tercera dimensión.

—A lo mejor todavía sube —me dijo mi amiga y me


propuso hacer otra cosa mientras. Pero yo no me iba
a mover hasta ver qué pasaba.

Al rato lo abrí, ya definitivamente, porque no se


podían sacar y poner las brasas a cada momento: el
pastel se había puesto de color marrón subido, se
había replegado en si mismo en todas direcciones:
a lo largo y a lo ancho. Quedó como una factura
marrón, de esas que llaman vigilantes.

Mi mamá dijo:

—Es lógico, yo ya suponía.

Yo pensé que para los grandes la confección de


soretes era una cosa lógica e inevitable.

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Pero yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco
hubiera podido comer eso.

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Camilo
Ese día Camilo andaba por la plaza de Moreno. Era
un lunes a la mañana y todo daba sensación de
calma preparatoria para el atardecer. El cura había
puesto el colchón a ventilarse en el atrio de la iglesia
y en el almacén-bebidas-restaurante «La Esquina»
entraba el panadero, con una gran bolsa de pan;
Atilio limpiaba los vidrios y un solo parroquiano
tomaba café. Iba a buscar a Atilio, pero lo vio de lejos
y no entró. Atilio llevaba un delantal largo que se
había atado de cualquier modo; el delantal era largo
y los pantalones, cortos. El hombre que tomaba café
lo llamó con gesto imperioso; él fue, distraído, como
si no le importara nada.

Y tuvo una sensación extraña al verlo, como si su


hermano fuera un desconocido, como si él no tuviera
nada que ver con Atilio, como si Atilio fuera un
mocito cualquiera que andaba por ahí. No era su
hermano. Y no entró.

Caminó dos cuadras por un lugar que nunca había


recorrido y vio una cosa que le llamó la atención: una

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oficina muy chica; adentro había un señor de gorra,
parecida a la del guarda del tren; llevaba reloj-
cadena. Desde la puerta abierta se oía pip, piripip,
mientras el hombre daba golpecitos. Se paró a mirar,
el hombre seguía dando golpecitos. Cuando
descansó, le dijo:

—¿Qué querés, pibe?

—Estaba mirando, nomás.

—Entrá.

¡Y el hombre lo dejó entrar!

—¿Ves, pibe? Un golpe quiere decir «Sí», dos


golpes, «Cambio», tres golpes, «Cierre». A ver,
probá vos.

Camilo probó: hizo «Sí», «No» y otras cosas. Como


aprendía ligero, el hombre le dijo:

—¡Muy bien, pibe!

Entonces Camilo le dijo:

—¿Me dejaría venir mañana a practicar?

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—Pero sí, pibe, te voy a enseñar a transmitir
«Josefina se casó con aquel viejo bachicha, otro se
la comió y todo fue una desdicha».

Y Camilo ni reparó en la historia de Josefina.


¡Mañana ese señor lo dejaría ir a practicar! Él iba a
aprender ese lenguaje tan preciso y si aprendía bien,
a lo mejor más adelante podría trabajar en esa
cabina cerrada.

Porque seguramente mandarían mensajes


importantes, por ejemplo a Buenos Aires, y también
vendrían órdenes de Buenos Aires, y ese señor era
el responsable de entender bien todo eso, sin
equivocarse, y una persona que transmite mensajes
es responsable y útil, digamos que es indispensable.
Cuando volvió a su casa, le dijo a su mamá:

—Mamá, mañana voy a practicar en el telégrafo.

«Eso viene a ser como un teléfono», pensó ella. «Es


un trabajo limpio».

—Se transmiten mensajes importantes —dijo


Camilito.

—El telégrafo es como el burro: lleva lo que le ponen


encima —dijo el padre.

Camilito dijo:

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—Por favor, papá, no sea que vayas allá donde está
el telegrafista principal y vayas a decir eso.

Emilio dijo:

—Si quiero, yo lo digo delante del presidente de la


República.

Teresa lo miró con severísima reconvención a Emilio


y le preguntó a Camilo:

—¿Cuánto te pagan?

—No, mamá, no entendés nada, voy a practicar.

—¿No ves? —dijo Emilio—. Lo tienen dos o tres días


esos haraganes de traje y le van a hacer perder
tiempo. Lo único que saben es llevar traje, corbata y
cadena de reloj. Yo haría una cadena de reloj larga
como todo el río y los acogotaría a todos.

—Mamá, yo voy a ser telegrafista.

«Un telegrafista necesita traje», pensó Teresa y lo


dijo.

—Propiamente un traje —dijo Emilio y salió rabioso


del lugar.

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Camilo se fue a llorar a su cama. Teresa lo dejó que
llorara un rato y se sentó, pensativa. Después se
acercó a la cama y le dijo:

—Vendo el cerdo y los aros de Italia. Se compra un


traje y para Atilio un pantalón, total a él le ponen un
delantal. María queda en casa, puede esperar.

Y Camilo dejó de llorar.

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