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Fenomenología del Espíritu. – G.W.

Hegel – Fondo de cultura económica – Traducción: Wenceslao Roces –


Méjico 1966.

Las tareas científicas del presente.

I) La verdad como sistema científico.

Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar
también, ante un sistema filosófico dado, o el asentimiento o la contradicción, viendo en cualquier
declaración ante dicho sistema solamente lo uno o lo otro. No concibe la diversidad de los sistemas
filosóficos como el desarrollo progresivo de la verdad, sino que solo ve en la diversidad la contradicción.

El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquel es refutado por esta; del mismo modo
que el fruto hace aparecer la flor como un falso ser allí de la planta, mostrándose como la verdad de esta
en vez de aquella. Estas formas no solo no se distinguen entre sí, sino que se eliminan las unas a las otras
como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen al mismo tiempo otros tantos momentos de una unidad
orgánica, en la que, lejos de contradecirse, son todos igualmente necesarios, y está igual necesidad es la
que cabalmente constituye la vida del todo. Pero la contradicción ante un sistema filosófico o bien, en
parte la conciencia del que la aprehende no sabe, generalmente, liberarla o mantenerla libre de su
unilateralidad, para ver bajo la figura de lo polémico y de lo aparentemente contradictorio momentos
mutuamente necesarios.

La exigencia de tales explicaciones y su satisfacción pasan fácilmente por ser algo que versa sobre lo
esencial. ¿Acaso puede el sentido interno de una obra filosófica manifestarse de algún modo mejor que en
sus fines y resultados, y como podrían estos conocerse de un modo más preciso que en aquellos que los
diferencia de lo que una época produce en esa misma esfera? Ahora bien, cuando semejante modo de
proceder pretende ser algo más que el inicio del conocimiento, cuando trata de hacerse valer como
conocimiento real, se le debe incluir, de hecho, entre las invenciones a que se recurre para eludir la cosa
misma y para combinar la apariencia de seriedad y del esfuerzo, con la renuncia efectiva a ellos. En efecto, la
cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo es
en unión con su devenir; el fin para sí es lo universal carente de vida, del mismo modo que la tendencia es
el simple impulso privado todavía de su realidad, y el resultado escueto simplemente el cadáver que la
tendencia deja tras de sí. Asimismo, la diversidad es más bien el límite de la cosa; aparece allí donde la
cosa termina o es lo que esta no es. Estos esfuerzos en torno al fin o a los resultados o acerca de la
diversidad y los modos de enjuiciar lo uno y lo otro representa, por tanto, una tarea más fácil de lo que
podría tal vez parecer.

Lo más fácil es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo, y lo más difícil de
toda la combinación de lo uno y de lo otro: el lograr su exposición. El comienzo de la formación y del
remontarse desde la inmediatez de la vida sustancial tiene que proceder siempre mediante la adquisición
de conocimientos de principios y puntos de vista universales, en elevarse trabajosamente hasta el
pensamiento de la cosa en general, apoyándola o refutándola por medio de fundamentos, aprehendiendo
la rica y concreta plenitud con arreglo a sus determinabilidad, sabiendo bien a qué atenerse y formándose
un juicio serio acerca de ella.
La verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella. Contribuir a que
la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia – a la meta en que pueda dejar de llamarse amor por el
saber para llegar a ser saber real: he aquí lo que me propongo. La necesidad interna de que el saber sea
ciencia radica en su naturaleza, y la explicación satisfactoria acerca de esto solo puede ser la exposición de
la filosofía misma. En cuanto a la necesidad externa, concebida de un modo universal, prescindiendo de lo
que haya de contingente en la persona y en las motivaciones individuales, es lo mismo que la necesidad
interna, pero bajo la figura en que el tiempo presenta el ser allí de sus momentos.

II) Lo verdadero como principio, y su despliegue.

La primera aparición es tan solo su inmediatez o su concepto. Del mismo modo que no se construye un
edificio cuando se ponen sus cimientos, el concepto del todo a que se llega no es el todo mismo. No nos
contentamos con que se nos enseñe una bellota cuando lo que queremos ver ante nosotros es un roble,
con todo el vigor de su tronco, la expansión de sus ramas y la masa de su follaje. Del mismo modo, la
ciencia, coronación de un mundo del espíritu, no encuentra el acabamiento en sus inicios. El comienzo de
un nuevo espíritu es el producto de una larga transformación de múltiples y variadas formas de cultura, la
recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos no menos arduos y diversos. Es el todo
que retorna a si mismo saliendo de la sucesión y de su extensión, convertido en el concepto simple de este
todo.

Mientras que, de una parte, la primera manifestación del mundo nuevo no es más que el todo velado en su
simplicidad o su fundamento universal, tenemos que, por el contrario, la conciencia conserva todavía en el
recuerdo la riqueza de su existencia anterior. La conciencia echa de menos en la nueva figura que se
manifiesta la expansión y la especificación del contenido; y aun echa más de menos, el desarrollo completo
de la forma que permite determinar con seguridad las diferencias y ordenarlas en sus relaciones fijas. Sin
este desarrollo completo, la ciencia carece de su inteligibilidad universal y presenta la apariencia de ser
solamente patrimonio esotérico de unos cuantos; patrimonio esotérico, porque por el momento existe
solamente en su concepto o en su interior; y de unos cuantos, porque su manifestación no desplegada hace
de su ser allí algo singular (particular).

Esta contraposición parece ser el nudo fundamental en que se afana actualmente la formación científica,
sin que hasta ahora exista la unidad de criterio necesaria acerca de ello. Unos insisten en la riqueza del
material y en la inteligibilidad; otros desdeñan, por lo menos, esto y hacen hincapié en la inmediata
racionalidad y divinidad. Y si aquellos son reducidos al silencio, ya sea por la sola fuerza de la verdad o
también por la acometividad de los otros, y se sienten vencidos en cuanto al fundamento de la cosa, ello no
quiere decir que se den por satisfechos en lo tocante a aquellas exigencias que, siendo justas no han sido
satisfechas.

En lo que respecta al contenido, los otros recurren a veces a medios demasiado fáciles para lograr una
gran extensión. Despliegan en su terreno gran cantidad de materiales, todo lo que ya se conoce y se ha
ordenado y, al ocuparse preferentemente de cosas extrañas y curiosas, aparentar tanto más poseer el
resto, aquello que ya domina; el saber a su manera, y con ello lo que aún no se haya ordenado, y
someterlo así todo a la idea absoluta, que de este modo parece reconocerse en todo y prosperar en forma
de ciencia desplegada.

Pero, si se nos paramos a examinar de cerca este despliegue, se ve que no se produce por el hecho de que
uno y lo mismo se configura por sí mismo de diferentes modos, sino que es la informe repetición de lo uno
y lo mismo, que no hacen más que aplicarse exteriormente a diferentes materiales, adquiriendo así la
tediosa apariencia de la diversidad. Cuando el desarrollo consiste simplemente en esta repetición de la
misma fórmula, la ida por si indudablemente verdadera sigue manteniéndose realmente en su comienzo. Si
el sujeto del saber se limita a hacer que de vueltas en torno a lo dado una forma inmóvil, haciendo que el
material se sumerja desde fuera en este elemento quieto, esto, ni más ni menos que cualesquiera
ocurrencias arbitrarias en torno al contenido, no puede considerarse como el cumplimiento de lo que se
había exigido, a saber: la riqueza que brota de sí misma y la diferencia de figuras que por sí misma se
determina. Se trata más bien de un monótono formalismo, que, si logra establecer diferencias en cuanto al
material, es, sencillamente, porque estaba ya presto y era ya conocido.

El formalismo que la filosofía de los tiempos modernos denuncia y vitupera y que constantemente se
engendra de nuevo en ella no desaparecerá de la ciencia, aunque se le conozca y se lo sienta como
insuficiente, hasta que el conocimiento de la realidad absoluta llegue a ser totalmente claro en cuanto a su
naturaleza.

III) El concepto de lo absoluto como concepto del sujeto.

Según mi modo de ver, que deberá justificarse solamente mediante la exposición del sistema mismo, todo
depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma
medida como sujeto. Hay que hacer notar, al mismo tiempo, que la sustancialidad implica tanto lo universal
o la inmediatez del saber mismo como aquello que es para el saber ser, o inmediatez.

La sustancia viva es, además, el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale, que es en verdad real,
pero solo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma o la mediación de su devenir otro consigo
misma. Es, en cuanto sujeto, la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de
lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y de
su contraposición; lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser otro en
sí mismo, y no una unidad originaría en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal. Es el devenir de
sí mismo, el círculo que presupone y tiene por comienzo su término como su fin y que solo es real por
medio de su desarrollo y su fin.

Pero este en si es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello,
del auto movimiento de la forma en general. Precisamente por expresarse la forma como igual a la esencia
constituye una equivocación creer que el conocimiento puede contentarse con él en sí o la esencia y
prescindir de la forma, que el principio absoluto o la intuición absoluta hacen que resulten superfluos la
ejecución de aquel o el desarrollo de esta. Cabalmente porque la forma es tan esencial para la esencia
como esta lo es para sí misma, no se la puede concebir y expresar simplemente como esencia, es decir,
como sustancia inmediata, sino también y en la misma medida en cuanto forma y en toda la riqueza de la
forma desarrollada; es así y solamente, así como se la concibe y expresa en cuanto algo real.

Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo. De
lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que solo al final es lo que es en verdad, y en ello
precisamente estriba su naturaleza, que es la de la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo.

Lo que se ha dicho podría expresarse también diciendo que la razón es el obrar con arreglo a un fin. La
elevación de una supuesta naturaleza sobre el pensamiento tergiversado y, ante todo, la prescripción de la
finalidad externa ha hecho caer en el descredito la forma del fin en general. Sin embargo, del modo como
el mismo Aristóteles determina la naturaleza como el obrar con arreglo a un fin, fin que es lo inmediato, lo
quieto, lo inmóvil que es por sí mismo motor y, por tanto, sujeto. Su fuerza motriz, vista en abstracto, es el
ser para sí o la pura negatividad. El resultado es lo mismo que el comienzo simplemente porque el
comienzo es el fin; o, en otras palabras, lo real es lo mismo que su concepto simplemente porque lo
inmediato, en cuanto fin, lleva en si el sí mismo o la realidad pura.
El que lo verdadero solo es real como sistema o el que la sustancia es esencialmente sujeto se expresa en
la representación que enuncia, lo absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que
pertenece a la época moderna y a su religión. Solo lo espiritual (racional) es lo real; es la esencia o el ser en
sí, lo que se mantiene y lo determinado – el ser otro y el ser para sí. Pero este ser en sí y para sí es
primeramente para nosotros en sí, es la sustancia espiritual. Y tiene que ser esto también para sí mismo,
tiene que ser el saber de lo espiritual y el saber de sí mismo como espíritu, es decir, tiene que ser como
objeto y tiene que serlo, asimismo, de modo inmediato, en cuanto objeto superado, reflejado en sí. Es para
sí solamente para nosotros, en cuanto que su contenido espiritual es engendrado por el mismo; pero en
cuanto que es para si también para sí mismo, este auto engendrarse, el concepto puro, es para él, al
mismo tiempo, el elemento objetivo en el que tiene su existencia; y, de este modo, en su existencia, es
para sí mismo objeto reflejado en sí. El espíritu que se sabe desarrollado, así como espíritu es la ciencia.

V) La formación del individuo.

La formación, considerada bajo ese aspecto y desde el punto de vista del individuo, consiste en que
adquiere lo dado y consuma y se apropia su naturaleza inorgánica. Pero esto, visto bajo el ángulo del
espíritu universal como la sustancia, significa sencillamente que esta se da su autoconciencia y hace brotar
dentro de sí misma su devenir y su reflexión.

La ciencia expone en su configuración este movimiento formativo, así en su detalle cuanto en su necesidad
como lo que ha descendido al plano de momento y patrimonio del espíritu. La meta es la penetración del
espíritu en lo que es el saber. La impaciencia se afana en lo que es imposible: en llegar al fin sin los medios.
De una parte, no hay más remedio que resignarse a la largura de este camino, en el que cada momento es
necesario – de otra parte, hay que detenerse en cada momento, ya que cada uno de ellos constituye de por
si una figura total individual y solo es considerada de un modo absoluto en cuanto que es su
determinabilidad, se considera como un todo o algo concreto o cuando se considera el todo en lo que esta
determinación tiene de peculiar.

Como algo ya pensado, el contenido es ya patrimonio de la sustancia; ya no es el ser allí en la forma del
ser en si – no ya simplemente originario ni hundido en la existencia – sino en si recordado y que hay que
revertir a la forma del ser para sí.

Lo conocido en términos generales, precisamente por ser conocido, no es reconocido. El sujeto y el objeto,
etc., dios, la naturaleza, el entendimiento, la sensibilidad, etc. son tomados sin examen como base,
dándolos por conocidos y valederos, como puntos fijos de partida y de retorno. El movimiento se
desarrolla, en un sentido y en otro, entre estos puntos que permanecen inmóviles y se mantiene, por
tanto, en la superficie. De este modo, el aprehender y el examinar se reducen a ver si cada cual encuentra
también en su propia representación lo que se dice de ello, si le parece así y es o no conocido para él.

El análisis de una representación, tal y como solía hacerse, no era otra cosa que la superación de la forma
de su ser conocido. Descomponer una representación en sus elementos originarios equivale a retrotraerla
a sus momentos, que, por lo menos, no poseen la forma de la representación ya encontrada, sino que
constituyen el patrimonio inmediato del sí mismo. Es indudable que este análisis solo lleva a pensamientos
de suyos conocidos y que son determinaciones fijas y quietas. Pero este algo separado, lo irreal mismo, es
un momento esencial, pues si lo concreto es lo que se mueve es, solamente, porque se separa y se
convierte en algo irreal. La actividad de separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y
maravillosa de las potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta.
El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto
desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando
decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que solo es
esta potencia cuando mira cara a cara lo negativo y permanece cerca de ello. Esta permanencia es la fuerza
mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.

El que lo representado se convierta en patrimonio de la pura autoconciencia, esta elevación a la


universalidad en general es solamente uno de los aspectos, pero no es aún la formación cultural completa.

La razón de ello es lo que se ha dicho anteriormente: aquellas determinaciones tienen como sustancia y
elemento de su ser allí el yo, la potencia de lo negativo o la pura realidad; en cambio, las determinaciones
sensibles solamente la inmediatez abstracta e impotente o el ser en cuanto tal. Los pensamientos se hacen
fluidos en tanto que el pensamiento puro, esta inmediatez interior, se conoce como momento o en cuanto
que la pura certeza de sí misma hace abstracción de si – no se descarte o se pone a un lado, sino que
abandona lo que hay de fijo en su ponerse a sí misma, tanto lo fijo de lo puro concreto que es el yo mismo
por oposición al contenido diferenciado, que, puesto en el elemento del pensamiento puro, participa de
aquella incondicionalidad del yo.

A través de este movimiento los pensamientos puros devienen conceptos y solo entonces son lo que son en
realidad, círculos; son lo que su sustancia es, esencialidades espirituales. Este movimiento de las
esencialidades puras constituye la naturaleza de la cientificidad en general. El camino por el que se llega al
concepto del saber se convierte también, a su vez, en un devenir necesario y total, de tal modo que esta
preparación deja de ser un filosofar contingente que versa sobre estos o los otros objetos, relaciones y
pensamientos de la conciencia imperfecta, tal como lo determina la contingencia, o que trata de
fundamentar lo verdadero por medio de razonamientos, deducciones y conclusiones extraídas al azar de
determinados pensamientos; este camino abarcara más bien, mediante el movimiento del concepto, el
mundo entero de la conciencia de su necesidad.

Semejante exposición constituye, además, la primera parte de la ciencia, porque el ser allí del espíritu, en
cuanto lo primero, no es otra cosa que lo inmediato o el comienzo, pero el comienzo no es aun su retorno a
sí mismo.
B

El conocimiento Filosófico.

I) Lo verdadero y lo falso.

El ser allí inmediato del espíritu, la conciencia, encierra los dos momentos, el del saber, y el de la
objetividad negativa con respecto al saber. Cuando el espíritu se desarrolla en este elemento y despliega
en el su momento, a ellos corresponde esta oposición y aparecen todos como figuras de la conciencia. La
ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia.

La conciencia solo sabe y concibe lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en esta es solo la
sustancia espiritual, y cabalmente en cuanto objeto de su sí mismo y superar este ser otro. Y lo que se llama
experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir, lo
abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para luego retornar a
si desde este extrañamiento, y es solamente, así como es expuesto en su realidad y en su verdad, en
cuanto patrimonio de la conciencia.

La desigualdad que se produce en la conciencia entre el yo y la sustancia, que es su objeto, es su diferencia,


lo negativo en general. Puede considerarse como el defecto de ambos, pero es su alma o lo que los mueve a
los dos; he aquí porque algunos antiguos concebían el vacío, como el motor, ciertamente, como lo negativo,
pero sin captar todavía lo negativo como el sí mismo. Ahora bien, si este algo negativo aparece ante todo
como la desigualdad del yo con respecto al objeto, es también y en la misma medida la desigualdad de la
sustancia con respecto a si misma. Lo que parece acaecer fuera de ella y ser una actividad dirigida en
contra suya es su propia acción y ella muestra ser esencialmente sujeto. Al mostrar la sustancia
perfectamente esto, el espíritu hace que su ser allí se iguale a su esencia; es objeto de sí mismo tal y como
es, y se sobrepasa con ello el elemento abstracto de la inmediatez y la separación entre el saber y la verdad.

El ser es absolutamente mediado – es contenido sustancial, que de un modo no menos inmediato es


patrimonio del yo, es sí mismo o el concepto. Lo que el espíritu se prepara en ella es el elemento del saber.
En este elemento se despliegan ahora los momentos del espíritu en la forma de la simplicidad, que sabe de
su objeto como si mismo. Dichos momentos ya no se desdoblan en la contraposición del ser y el saber, sino
que permanecen en la simplicidad del saber, son lo verdadero bajo la forma de lo verdadero, y su
diversidad es ya solamente una diversidad en cuanto al contenido. Su movimiento, que se organiza en este
elemento como un todo, es la Lógica o Filosofía Especulativa.

Ahora bien, como aquel sistema de la experiencia del espíritu capta solamente la manifestación de este,
parece como si el progreso que va desde el hasta la ciencia de lo verdadero y que es en la figura de lo
verdadero, fuese algo puramente negativo, y cabria pedir que se eximiera de lo negativo como de lo falso,
exigiendo ser conducidos directamente y sin más a la verdad, pues, ¿para que ocuparse de lo falso?

Lo verdadero y lo falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se consideran como
esencias propias, situadas una de cada lado, sin relación alguna entre sí, fijada y aislada la una de la otra.
Por el contrario, debe afirmarse que la verdad no es una moneda acuñada, que pueda entregarse y
recibirse sin más, tal y como es. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son,
indudablemente, tan malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos particulares como a
este; como lo falso y lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno con
respecto al otro. Lo falso (pues aquí se trata solamente de esto) sería lo otro, lo negativo de la sustancia,
que en cuanto contenido del saber es lo verdadero. Pero la sustancia es ella misma esencialmente lo
negativo, en parte como diferenciación y determinación del contenido y en parte como una simple
diferenciación, es decir, como sí mismo y saber en general. No cabe duda de que se puede saber algo de
manera falsa. Decir que se sabe algo falsamente equivale a decir que el saber está en la desigualdad con su
sustancia. Y esta desigualdad constituye precisamente la diferenciación en general, es el momento esencial.
De esta diferenciación llegara a surgir, sin duda alguna, su igualdad, y esta igualdad que llega a ser es la
verdad.

Sin embargo, no puede afirmarse, por ello, que lo falso sea un momento e incluso parte integrante de lo
verdadero. Cuando se dice que en lo falso hay algo verdadero, en este enunciado son ambos como el aceite
y el agua, que no pueden mezclarse y que se unen de un modo puramente extremo. Y precisamente
atendiendo al significado y para designar el momento del perfecto ser otro, no deberían ya emplearse
aquellos términos allí donde se ha superado su ser otro. Así como la expresión de la unidad del sujeto y el
objeto, de lo finito y lo infinito, del ser y del pensamiento, etc. tiene el inconveniente de que objeto y
sujeto, significan lo que son fuera de su unidad y en la unidad no encierran ya, por tanto, el sentido que
denota su expresión, así también, exactamente lo mismo, lo falso no es ya en cuanto falso un momento de
la verdad.

II) El Conocimiento Histórico y el Conocimiento Matemático.

En lo que concierne a las verdades históricas, para referirse brevemente a ellas, en lo tocante a su lado
puramente histórico, se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un contenido
visto bajo el ángulo de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no necesarias de él.
Pero incluso verdades escuetas como las citadas a título de ejemplo no son sin el movimiento de la
autoconciencia. Para llegar a conocer una de estas verdades, hay que comparar muchas cosas, manejar
libros, entregarse a investigaciones, cualesquiera que estas sean; incluso cuando se trata de una intuición
inmediata, solo el conocimiento de ella unido a sus fundamentos podrá considerarse como algo dotado de
verdadero valor, aunque en puridad lo que interesa sea solamente el resultado escueto.

En cuanto a las verdades matemáticas, aún menos podríamos considerar como geometría a quien,
sabiendo de memoria el teorema de Descartes, lo supiese sin sus demostraciones, no lo supiese en su
interior, como cabría decir en contraste con aquello. Y del mismo modo, habría que considerar
insatisfactorio el conocimiento que alguien, midiendo muchos triángulos rectángulos, pudiera adquirir
acerca de que sus lados presentan la conocida proporción. Sin embargo, la esencialidad de la demostración
no tiene tampoco en el conocimiento matemático el significado ni la naturaleza de ser un momento del
resultado mismo, sino que es un momento que se abandona y desaparece en este resultado. Como
resultado, indudablemente, el teorema, es un teorema considerado como verdadero. Pero esta
circunstancia sobreañadida no afecta a su contenido, sino solamente a su relación con el sujeto; el
movimiento de la demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una
operación exterior a la cosa.

También en el conocimiento filosófico tenemos que el devenir del ser allí como ser allí difiere del devenir
de la esencia o de la naturaleza interna de la cosa. Pero, en primer lugar, el conocimiento filosófico,
contiene lo uno y lo otro, mientras que el conocimiento matemático solo representa el devenir del ser allí,
es decir, del ser de la naturaleza de la cosa en el conocimiento en cuanto tal. Y, en segundo lugar, el
conocimiento filosófico unifica también estos dos momentos particulares. El nacimiento interno o el
devenir de la sustancia es un tránsito sin interrupción a lo externo o al ser allí, es ser para otro y, a la inversa,
el devenir del ser allí el retrotraerse a la esencia. El movimiento es, de este modo, el doble proceso y
devenir del todo, consistente en que cada uno pone al mismo tiempo lo otro, por lo que cada uno tiene en
si los dos como aspectos; juntos, los dos forman el todo, al disolverse ellos mismos, para convertirse en sus
momentos.

En el conocimiento matemático la intelección es exterior a la cosa, de donde se sigue que con ello se altera
la cosa verdadera. De ahí que, aun conteniendo sin duda proposiciones verdaderas el medio, la
construcción y la demostración, haya que decir también que el contenido es falso. Para seguir con el
ejemplo anterior, el triángulo resulta desmembrado y sus partes pasan a ser elementos de otras figuras
que la construcción hace nacer de él. Solamente al final se restablece de nuevo el triángulo, del que
propiamente se trata, que en el transcurso del procedimiento se hubiera perdido de vista y que solamente
se manifestaba a través de fragmentos pertenecientes a otro todo.

Ahora bien, la defectuosidad de este conocimiento en sentido propio afecta tanto al conocimiento mismo
como a su materia en general. Por lo que al conocimiento se refiere, al principio no se da uno cuenta de la
necesidad de la construcción. Esta necesidad no se deriva del concepto del teorema, sino que viene
impuesta y hay que obedecer ciegamente el precepto de trazar precisamente estas líneas, cuando podrían
trazarse infinidad de líneas distintas, sin saber nada más del asunto, aunque procediendo con la buena fe de
creer que ello será adecuado a la ejecución de la demostración. La adecuación al fin perseguido se pondrá de
manifiesto con posterioridad, lo que quiere decir que es puramente externa, porque solo se revela más
tarde en la demostración. Esta sigue, por tanto, un camino que arranca de un punto cualquiera, sin que
sepamos qué relación guarda con el resultado que se ha de obtener.

La evidencia de este defectuoso conocimiento de que tanto se enorgullece la matemática y del que se jacta
también en contra de la filosofía, se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en el carácter
defectuoso de su materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía debe desdeñar. Su fin o concepto es
la magnitud. Es precisamente la relación inesencial, a conceptual. Aquí, el movimiento del saber opera en
la superficie, no afecta a la cosa misma, no afecta a la esencia o al concepto y no es, por ello mismo, un
concebir. La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro grato de verdades es el espacio y lo
uno. El espacio es el ser allí en lo que el concepto inscribe sus diferencias como en un elemento vacío y
muerto y en el que dichas diferencias son, por tanto, igualmente inmóviles e inertes. Lo real no es algo
espacial, a la manera como lo considera la matemática, ni la intuición sensible concreta ni la filosofía se
ocupan de esa irrealidad propia de las cosas matemáticas.

La matemática solo considera la magnitud, la diferencia no es esencial. Hace abstracción del hecho de que
es el concepto el que escinde el espacio en sus dimensiones y el que determina las conexiones entre estas y
en ellas; no se para a considerar, por ejemplo, la relación que existe entre la línea y la superficie, y cuando
compara el diámetro con la circunferencia, choca con su inconmensurabilidad, es decir, contra una relación
conceptual, contra un infinito, que escapa a su determinación.

Es cierto que la matemática aplicada trata de él, como trata del movimiento y de otras cosas reales, pero
toma de la experiencia los principios sintéticos, es decir, los principios de sus relaciones, determinadas por el
concepto de estas, y se limita a aplicar sus fórmulas a estos supuestos. El hecho de que las llamadas
demostraciones de estos principios, tales como la del equilibrio de la palanca, la de la proporción entre el
espacio y el tiempo en el movimiento de la caída, etc., demostraciones que tanto abundan en la matemática
aplicada, sean ofrecidas y aceptadas como tales demostraciones, no es, a su vez, más que una demostración
de cuan necesitado de demostración se halla el conocimiento, ya que cuando carece de ella acepta la simple
apariencia vacua de la misma y se da por satisfecho.

En cuanto al tiempo, del que podría pensarse que debería ser, frente al espacio, el tema de la otra parte de
la matemática pura no es otra cosa que el concepto mismo en su existencia. El principio de la magnitud, de
la diferencia conceptual, y el principio de la igualdad, de la unidad abstracta e inerte, no pueden ocuparse de
aquella pura inquietud de la vida y de la absoluta diferenciación. Por tanto, esta negatividad solo como
paralizada, a saber: como lo uno se convierte en la segunda materia de este conocimiento, el cual, como
algo puramente externo, rebaja lo que se mueve a sí mismo a materia, para poder tener en ella un
contenido indiferente, externo y carente de vida.

III) El conocimiento conceptual.

La filosofía, por el contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es esencial; su


elemento y su contenido no son lo abstracto e irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el
ser allí en su concepto. Es el proceso que engendra y recorre sus momentos, y este movimiento en su
conjunto constituye lo positivo y su verdad. Por tanto, esta entraña también en la misma medida lo
negativo en sí, lo que se llamaría lo falso, si se lo pudiera considerar como algo de lo que hay que
abstraerse. Lo que se halla en proceso de desaparecer debe considerarse también, a su vez, como esencial, y
no en la determinación de algo fijo aislado de lo verdadero, que hay que dejar fuera de ello, no se sabe
dónde, así como tampoco hay que ver en lo verdadero lo que yace del otro lado, lo positivo muerto. La
manifestación es el nacer y el perecer, que por sí mismo no nace ni perece, sino que es en sí y constituye la
realidad el movimiento de la vida de la verdad.

Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y
como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo
tiempo, la quietud translucida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen las formas singulares
del espíritu ni los pensamientos determinados, pero son tanto momentos positivos y necesarios como
momentos negativos y llamados a desaparecer.

Tal vez podría considerarse necesario decir de antemano algo más acerca de los diversos aspectos del
método de este movimiento o de la ciencia. Pero su concepto va ya implícito en lo que hemos dicho y su
exposición corresponde propiamente a la Lógica o es más bien la Lógica misma. El método no es, en
efecto, sino la estructura del todo, presentada en su esencialidad pura. Y en cuanto a lo que usualmente ha
venido opinándose acerca de esto, debemos tener la conciencia de que también el sistema de las
representaciones que se relacionan con lo que es el método filosófico corresponden ya a una cultura
desaparecida. Si alguien piensa que esto tiene un tono jactancioso o revolucionario, tono del que yo sé, sin
embargo, que estoy muy alejado, debe tenerse en cuenta que el aparato científico que nos suministra la
matemática – su aparato de explicaciones, divisiones, axiomas, series de teoremas y sus demostraciones,
principios y consecuencias y conclusiones derivadas de ellos – ha quedado ya, por lo menos, anticuado a la
opinión.

Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir fundamentos en
pro de él y refutar por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede aparecer
la verdad. La verdad es el movimiento de ella en ella misma, y aquel método, por el contrario, el
conocimiento exterior a la materia. Por eso es peculiar a la matemática y se le debe dejar a ella, ya que la
matemática, como hemos observado, tiene por principio la relación a conceptual de la magnitud y por
materia el espacio muerto, y lo uno igualmente muerto. Dicho método, de un modo más libre, es decir,
mezclado con una actitud más arbitraria y contingente, puede emplearse también en la vida corriente, en
una conversación o en una enseñanza histórica dirigida a satisfacer más la curiosidad que el conocimiento.
En la vida corriente, la conciencia tiene por contenido conocimientos, experiencias, concreciones sensibles
y también pensamientos y principios, en general todo lo que se considera como algo presente o como un
ser o una esencia fijos y estables. La conciencia, en parte, discurre sobre todo esto y, en parte, interrumpe
las conexiones actuando arbitrariamente sobre ese contenido, y se comporta como si lo determinara y
manejara desde fuera. Conduce dicho contenido a algo cierto, aunque solo se trate de la impresión del
momento, y la convicción queda satisfecha cuando la conciencia llega a un punto de quietud conocido de
ella.

Pero, si la necesidad del concepto excluye la marcha indecisa de la conversación razonadora y la actitud
solemne de la pompa científica, ya hemos dicho más arriba que no debe pasar a ocupar su puesto la
ausencia del método del presentimiento y el entusiasmo y la arbitrariedad de los discursos proféticos que no
desprecian solamente aquella cientificidad, sino la cientificidad en general.

Y tampoco es posible considerar como algo científico la triplicidad kantiana, redescubierta solamente por
el instinto, todavía muerta, todavía a conceptual, elevada a su significación absoluta, para que al mismo
tiempo se estableciera la verdadera forma en su verdadero contenido y brotara el concepto de la ciencia;
el empleo de esta forma la reduce a su esquema inerte, a un esquema propiamente dicho, haciendo
descender la organización científica a un simple diagrama. Este formalismo, del que ya hemos hablado
más arriba en términos generales y cuya manera queremos precisar aquí, cree haber concebido e indicado
la naturaleza y la ida de una figura al decir de ella una determinación del esquema como predicado – ya
sea la subjetividad o la objetividad, el magnetismo, la electricidad, etc., la contracción o la expansión, el
este o el oeste, y así sucesivamente, lo que podría multiplicarse hasta el infinito, ya que, con arreglo a esta
manera de proceder, cada determinación o cada figura pueden volver a emplearse por los otros como
forma o momento del esquema y cada uno puede, por agradecimiento, prestar el mismo servicio al otro, y
tenemos así un circulo de reciprocidad por medio del cual no se experimenta lo que es la cosa misma, ni lo
que es la una ni lo que es la otra. Por este camino, se reciben de la intuición vulgar determinaciones
sensibles que, evidentemente, deben significar algo distinto de lo que dicen, mientras que, por otra parte, lo
que tiene en si una significación, las puras determinaciones del pensamiento, tales como sujeto, objeto,
sustancia, causa, lo universal etc., se emplean tan superficialmente y con tanta ausencia de crítica como en
la vida corriente, ni más ni menos que los términos de lo fuerte y lo débil, la expansión y la contracción, por
donde aquella metafísica tiene tan poco de científico como estas representaciones sensibles.

Ocurre con este formalismo lo que, con todo formalismo, cualquiera que sea. Muy dura tendría que ser la
cabeza de aquel a quien no pudiera hacerse comprender en un cuarto de hora la teoría de que existen
enfermedades asténicas, estenicas e indirectamente asténicas, y otros tantos tratamientos y que cuando tal
enseñanza bastaba hasta hace poco para alcanzar esta finalidad, esperara convertirse en tan poco tiempo de
un rutinario en un médico teórico. Si el formalismo de la filosofía de la naturaleza quiere enseñar, digamos,
que el entendimiento es la electricidad o que el animal es el nitrógeno o es igual al sur o al norte, etc., o los
representa, puede enseñarlo de un modo escueto, como aquí se expresa, o adornado con otra
terminología: la inexperiencia podría caer en el pasmo admirativo ante esta capacidad para rimar cosas
que parecen tan dispares y ante la violencia que mediante esta combinación se impone a lo sensible
inmóvil, dándole la apariencia de un concepto, pero sin hacer lo más importante de todo, que es el
expresar el concepto mismo o la significación de la representación sensible; puede la inexperiencia
reverenciar este como una profunda genialidad o alegrarse y regocijarse de optimismo de tales
determinaciones, que suplen el concepto abstracto con lo intuitivo, haciéndolo así más agradable, y
felicitarse de la afinidad presentida de su espíritu con esta gloriosa manera de proceder. El ardid de
semejante sabiduría se aprende tan rápidamente como fácilmente se aplica; su repetición, cuando ya se le
conoce, resulta tan insoportable como la repetición de las artes del prestidigitador, una vez conocidas.

Lo que se consigue con este método consistente en imponer a todo lo celestial y terrenal, a todas las figuras
naturales y espirituales las dos o tres determinaciones tomadas del esquema universal, es nada menos que
un informe claro como la luz del sol acerca del organismo del universo; es, concretamente, un diagrama
parecido a un esqueleto con etiquetas pegadas encima o a esas filas de tarros rotulados en las tiendas de los
herbolarios; tan claro es lo uno como lo otro, y si allí faltan la carne y la sangre y no hay más que huesos y
aquí se hallan ocultas en los tarros las cosas vivas que contienen, en el método a que nos referimos se
prescinde de la esencia viva de la cosa o se la mantiene escondida. Ya hemos visto como este método se
convierte al mismo tiempo, en una pintura absoluta de un solo color cuando, avergonzándose de las
diferencias del esquema, las hunde en la vacuidad de lo absoluto, como algo perteneciente a la reflexión,
para lograr así la identidad pura, el blanco carente de forma. Aquella uniformidad del color del esquema y de
sus determinaciones inertes y aquella identidad absoluta, y el paso de lo uno a lo otro, todo es igualmente
entendimiento muerto y conocimiento externo.

La ciencia solo puede, lícitamente, organizarse a través de la vida propia del concepto; la determinabilidad
que, desde fuera, desde el esquema, se impone a la existencia es en ella, por el contrario, el alma del
contenido pleno que se mueve a sí misma. El movimiento de lo que es consiste, de una parte, en devenir el
mismo otro, convirtiéndose así en su contenido inmanente; de otra parte, lo que vuelve es a recoger en sí
mismo este despliegue o este ser allí, es decir, se convierte a sí mismo en un momento y se simplifica como
determinabilidad. En aquel movimiento, la negatividad es la diferenciación y el poner la existencia; en este
recogerse en sí, es el devenir de la simplicidad determinada. De este modo, el contenido hace ver que no ha
recibido su determinabilidad como impuesta por otro, sino que se la ha dado el mismo y se erige, de por si
en momento y en un lugar del todo.

El entendimiento esquemático retiene para sí la necesidad y el concepto del contenido, lo que constituye lo
concreto, la realidad y el movimiento vivo de la cosa que clasifica; o, más exactamente, no lo retiene para sí,
sino que no lo conoce, pues si fuese capaz de penetrar en ello, no cabe duda de que lo mostraría. Pero ni
siquiera siente la necesidad de ello; si se la sintiera, se abstendría de su esquematización, o, por lo menos,
no sabría con ello más que lo que es una simple indicación del contendido; solo aporta, en efecto, la
indicación del contenido, pero no el contenido mismo.

El conocimiento científico, en cambio, exige entregarse a la vida del objeto o, lo que es lo mismo, tener
ante sí y expresar la necesidad interna de él. Al sumergirse así en su objeto, este conocimiento se olvida de
aquella visión general que no es más que la reflexión del saber en sí mismo, fuera de contenido. Pero
sumergido en la materia y en su movimiento, dicho conocimiento retorna a sí mismo, aunque no antes de
que el cumplimiento o el contenido, replegándose en sí mismo y simplificándose en la determinabilidad,
descienda por sí mismo para convertirse en un lado de su ser allí y trascienda a su verdad superior. De este
modo, el todo simple, que se había perdido de vista a sí mismo, emerge desde la riqueza en que parecía
haberse perdido su reflexión.

Siendo así que, en general, como hemos dicho más arriba, la sustancia es en ella misma sujeto todo
contenido es su propia reflexión en sí. La persistencia o la sustancia de su ser allí es la igualdad consigo
mismo, pues su desigualdad consigo mismo es la abstracción pura, y esta es el pensamiento. Cuando digo
cualidad, digo determinabilidad simple, mediante la cualidad se distingue un ser allí de otro o es un ser allí;
este ser allí es para sí mismo o subsiste por esta simplicidad consigo mismo. Pero es por ello por lo que es
esencialmente el pensamiento. Es aquí donde se concibe que el ser es pensamiento; aquí es donde encaja
el modo de ver que trata de rehuir la manera corriente y a conceptual de expresarse acerca de la identidad
del pensamiento y el ser. Al ser la subsistencia del ser allí la igualdad consigo mismo o la abstracción pura,
es la abstracción de si de sí mismo o es ella misma su desigualdad consigo y su disolución, su propia
interioridad y su repliegue sobre sí mismo, su devenir.

Habiendo señalado más arriba lo que significa el entendimiento visto por el lado de la autoconciencia de la
sustancia, de lo que aquí decimos se desprende su significación con arreglo a la determinación de la misma
sustancia como lo que es. El ser allí es cualidad, determinabilidad igual consigo misma o simplicidad
determinada, pensamiento determinado; esto es, el entendimiento del ser allí. Es, de este modo, el nus
(intelecto), que era, como Anaxágoras comenzó reconociendo, la esencia. Posteriormente se concibió la
naturaleza del ser allí, de un modo determinado, como idea, es decir, como universalidad determinada,
como especie. La palabra especie parecerá tal vez demasiado vulgar y pobre para referirse a las ideas, a lo
bello, lo sagrado y lo eterno, que tantos estragos causan en nuestra época. Pero, en realidad la idea no
expresa ni más ni menos que la especie. Pero, en la actualidad, solemos encontrarnos con que se desprecia y
rechaza una expresión que designa un concepto de un modo determinado en favor de otra que, sin duda por
estar tomada de una lengua extranjera, envuelve el concepto en cendales nebulosos y le da con ello una
resonancia más edificante. Precisamente por determinarse como especie, es el ser allí un pensamiento
simple, el nus, la simplicidad, la sustancia. Y su simplicidad o igualdad consigo mismo lo hace aparecer
como algo fijo y permanente. Pero esta igualdad consigo mismo es también precisamente por ello,
negatividad, y de este modo pasa a ser aquel ser allí fijo a su disolución. Al principio, la determinabilidad
solo parece serlo por referirse a otro, y su movimiento parece comunicarse a ella de una fuerza extraña;
pero el que tenga en si misma su ser otro y sea auto movimiento es lo que va precisamente implícito en
aquella simplicidad del pensamiento, pues esta es el pensamiento que se mueve y se diferencia a sí mismo,
la propia interioridad, el concepto puro. Así pues, la inteligibilidad es un devenir y es, en cuanto devenir, la
racionalidad.

En esta naturaleza de lo que es que consiste en ser en su ser concepto, reside en general la necesidad
lógica; solo ella es lo racional y el ritmo del todo orgánico, y es precisamente saber del contenido en la
misma medida en que el contenido es el concepto y esencia o, dicho, en otros términos, solamente ella es
lo especulativo. La figura concreta, moviéndose a sí misma, se convierte en determinabilidad simple; con
ello, se eleva a forma lógica y es en su esencialidad, su ser allí concreto es solamente este movimiento y es
un ser allí inmediatamente lógico. De ahí que sea innecesario revestir de formalismo al contenido concreto
desde el exterior; aquel, el contenido, es en sí mismo el paso a este, al formalismo, el cual deja, sin
embargo, de ser un formalismo externo, porque la forma es ella misma el devenir intrínseco del contenido
concreto.

Esta naturaleza del método científico, consistente de una parte en no hallarse separada del contenido y,
de otra, en determinar su ritmo por si misma encuentra su verdadera exposición, como ya hemos dicho, en
la filosofía especulativa. Su verdad no reside en esta exposición en parte puramente narrativa; y tampoco se
la refuta porque se diga, en contra de esto, que no es así, sino que ocurre de tal o cual modo, porque se
traiga a colación y se expresen estas o las otras representaciones usuales como verdades establecidas y
conocidas, o porque se sirva y asegure algo nuevo, extraído del santuario de la divina intuición interior. Suele
ser esta la primera reacción del saber ante lo para el desconocido, reacción adversa que adopta para salvar
su libertad y su propia manera de ver, su propia autoridad contra otra extraña – ya que bajo esta figura se
manifiesta lo que se asimila por primera vez -, y también para descartar la apariencia y especie de vergüenza
que representaría el tener que aprender algo; así como en el caso contrario en la acogida plausible de lo
desconocido la reacción del mismo tipo consistente en algo parecido a lo que son, en otra esfera, los
discursos y los actos ultra revolucionarios.
C

Lo que se requiere para el estudio filosófico.

I) El Pensamiento Especulativo.

Lo que importa, pues, en el estudio de la ciencia es el asumir el esfuerzo del concepto. Este estudio
requiere la concentración de la atención en el concepto en cuanto tal, en sus determinaciones simples, por
ejemplo, en el ser en sí, en el ser para sí, en la igualdad consigo mismo, etc., pues estos son auto
movimientos puros a los que podría darse el nombre de alma si su concepto no designase algo superior a
esto. A la costumbre de seguir el curso de las representaciones le resulta tan perturbador la interrupción
de dichas representaciones por medio del concepto como al pensamiento formal que razona en uno u otro
sentido por medio de pensamientos irreales.

Habría que calificar aquel habito como un pensamiento material, una conciencia contingente, que se
limita a sumergirse en el contenido y a la que, por tanto, se le hace duro desentrañar al mismo tiempo de
la materia su propio si mismo puro y mantenerse en él. Por el contrario, lo otro, el razonar, es la libertad
acerca del contenido, la vanidad en torno a él; se pide de ella que se esfuerce por abandonar esta libertad
y que, en vez de ser el principio arbitrariamente motor del contenido, hunda en esta libertad, deje que el
contenido se mueva con arreglo a su propia naturaleza, es decir, con arreglo al sí mismo, como lo suyo del
contenido, limitándose a considerar este movimiento. Abstenerse de inmiscuirse en el ritmo inmanente de
los conceptos, no intervenir en el de un modo arbitrario y por medio de una sabiduría adquirida de otro
modo, esta abstención, constituye de por si un momento esencial de la concentración de la atención en el
concepto.

En el comportamiento razonador hay que señalar con mayor fuerza los dos aspectos en que se contrapone
a él el pensamiento conceptual. De una parte, aquel se comporta negativamente con respecto al contenido
aprehendido, sabe refutarlo y reducirlo a la nada. Este ver que el contenido no es así es lo simplemente
negativo; es el límite final, que no puede ir más allá de si mismo hacia un nuevo contenido, sino que para
que pueda encontrarse un nuevo contenido, no hay más remedio que tomar de donde sea algo otro. Esto es
la reflexión en el yo vacío, la vanidad de su saber. Esta vanidad no expresa solamente esto, el que este
contenido es vano, sino que expresa también la vanidad de este modo de ver, puesto que es lo negativo,
que no ve en si lo positivo. Y, como esta reflexión no obtiene como contenido su misma negatividad, no se
halla en general en la cosa misma, sino siempre más allá de esta, por lo cual cree que la afirmación de lo
vacío le permite ir más allá de una manera de ver rica en contenido. Por el contrario, como ya se ha hecho
ver más arriba, en el pensamiento conceptual lo negativo pertenece al contenido mismo y es lo positivo,
tanto en cuanto su movimiento inmanente y su determinación como en cuanto la totalidad de ambos.

Ahora bien, si tenemos en cuenta que tal pensamiento tiene un contenido, ya se trate de representaciones,
de pensamientos, o de una mezcla de ambos, encontraremos en el otro aspecto que le entorpece la
concepción. La naturaleza peculiar de este aspecto aparece estrechamente unida a la esencia de la idea
misma a la que nos referimos más arriba o, mejor dicho, expresa tal y como se manifiesta en cuanto
movimiento, que es la aprehensión pensante. En efecto, así como en su comportamiento negativo, del que
acabamos de hablar, el pensamiento razonador es por sí mismo el sí al que retorna el contenido, ahora, en
su conocimiento positivo, el sí mismo es, por el contrario, un sujeto representado, con el cual el contenido se
relaciona como accidente y predicado. Este sujeto constituye la base a la que se enlaza el contenido y sobre
la que el movimiento discurre en una y otra dirección. En el pensamiento conceptual ocurre de otro modo.
Aquí, el concepto es el propio si mismo del objeto, representado como su devenir, y en este sentido no es
un sujeto quieto que soporte inmóvil los accidentes, sino el concepto que se mueve y que recobra en sí
mismo sus determinaciones. En este movimiento desaparece aquel mismo sujeto en reposo; pasa a formar
parte de las diferencias y del contenido y constituye más bien la determinabilidad, es decir, el contenido
diferenciado como el movimiento del mismo, en vez de permanecer frente a él. Por tanto, el contenido no
es ya, en realidad, predicado del sujeto, sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello que se
habla.

El pensamiento como representación, puesto que tiene por naturaleza el seguir su curso en los accidentes
o predicados y el ir más allá de ellos con razón ya que solo se trata de predicados y accidentes, se ve
entorpecido en su marcha cuando lo que en la proposición presenta la forma de predicado es la sustancia
misma. Sufre para representárnoslo asi, un contragolpe.

Partiendo del sujeto, como si este siguiese siendo el fundamento, se encuentra, en tanto que el predicado es
más bien la sustancia, con que el sujeto ha pasado a ser predicado, y es por ello superado asi; y, de este
modo, al devenir lo que parece ser predicado en la masa total e independiente, el pensamiento no puede ya
vagar libremente sino que se ve retenido por esta gravitación. Por lo común, el sujeto comienza poniéndose
en la base como el sí mismo objetivo fijo; de ahí parte el movimiento necesario, hacia la multiplicidad de las
determinaciones o de los predicados; en este momento, aquel sujeto deja el puesto al yo mismo que sabe y
que es el entrelazamiento de los predicados y el sujeto que los sostiene. Pero, mientras que aquel primer
sujeto entra en las determinaciones mismas y es el alma de ellas, el segundo sujeto, es decir, el que sabe,
sigue encontrando en el predicado a aquel otro con el que creía haber terminado ya y por encima del cual
pretende retornar a sí mismo y, en vez de poder ser, como razonamiento, lo activo en el movimiento del
predicado u otro, se encuentra con que, lejos de ello, todavía tiene que vérselas con el sí mismo del
contenido, si no quiere ser para sí, sino formar un todo con el contenido mismo.

En términos formales, puede expresarse lo dicho enunciando que la naturaleza del juicio o de la
proposición en general, que lleva en si la diferencia del sujeto y el predicado aparece destruida por la
proposición especulativa, y que la proposición idéntica, en que la primera se convierte, contiene el
contragolpe frente a aquella relación. Este conflicto entre la forma de una proposición en general y la
unidad del concepto que la destruye es análogo al que media en el ritmo entre el metro y el acento. El
ritmo es la resultante del equilibrio y la conjunción de ambos. También en la proposición filosófica vemos
que la identidad del sujeto y el predicado no debe destruir la diferencia entre ellos, que la forma de la
proposición expresa, sino que su unidad debe brotar como una armonía.

Para ilustrar por medio de algunos ejemplos lo ya dicho, tenemos que en la proposición “Dios es el ser” el
predicado es el ser; este predicado tiene una significación sustancial, en la que el sujeto se esfuma. Ser no
debe ser, aquí, el predicado, sino la esencia, pues con ello, Dios parece dejar de ser lo que es por la posición
que ocupa en la proposición, es decir, el sujeto fijo.

El pensamiento en vez de pasar adelante en el transito del sujeto al predicado, se siente al perderse el
sujeto, más bien entorpecido y repelido hacia el pensamiento del sujeto, porque echa de menos a este; o
bien encuentra también el sujeto de un modo inmediato en el predicado, puesto que el predicado mismo se
expresa como un sujeto, como el ser, como la esencia, que agota la naturaleza del sujeto; y asi, en vez de
recobrarse a sí mismo en el predicado y moverse libremente para razonar, el pensamiento se encuentra
todavía más hundido en el contenido o, por lo menos, se hace presente ahora la pretensión de ahondar en
él. Del mismo modo, si se dice que lo real es lo universal, vemos que lo real se desvanece, como sujeto en su
predicado.

Lo universal no debe tener tan solo la significación del predicado, como si la proposición enunciara que lo
real es lo universal, sino que lo universal debe expresar la esencia de lo real. Por tanto, el pensamiento
pierde el terreno fijo objetivo que tenía en el sujeto al ser repelido de nuevo en el predicado y al
retrotraerse, en este, no a sí mismo, sino al sujeto del contenido.
En lo que queda expuesto encontramos la razón del reproche muy determinado que con frecuencia se hace
a estas obras, al decir de ellas que hay que leerlas varias veces para llegar a entenderlas; reproche que debe
de encerrar algo de insuperable y definitivo, puesto que, de ser fundado, no admite replica. De lo que
dejamos dicho se desprende claramente cómo se plantea la cosa. Las proposiciones filosóficas, por ser
proposiciones, suscitan la opinión de la relación usual entre el sujeto y el predicado y sugieren el
comportamiento habitual del saber. Y este comportamiento y la opinión acerca de él son destruidos por su
contenido filosófico; la opinión experimenta que las cosas no son tal y como ella había creído, y esta
rectificación de su opinión obliga al saber a volver de nuevo sobre la proposición y a captarla ahora de
otro modo.

Una dificultad que debiera evitarse es la confusión del modo especulativo y del modo razonador,
consistente en lo que dice del sujeto tiene una vez la significación de su concepto, y otra, en cambio,
solamente la de su predicado o accidente. Un modo estorba al otro, y solo lograra adquirir un relieve
plástico la exposición filosófica que sepa eliminar rigurosamente el tipo de las relaciones usuales entre las
partes de una proposición.

De hecho, también el pensamiento no especulativo tiene su derecho, un derecho valido, pero que no es
tomado en consideración a la manera de la proposición especulativa. El que la forma de la proposición se
supere no debe acaecer solamente de un modo inmediato, por el simple contenido de la proposición, sino
que este movimiento opuesto debe expresarse; no debe tratarse tan solo de un entorpecimiento interno,
sino que debe exponerse este retorno del concepto a sí mismo. Este movimiento, que en otras condiciones
haría las veces de la demostración, es el movimiento dialectico de la proposición misma. Solamente él es lo
especulativo real. Y solo su expresión constituye la exposición especulativa. Como proposición lo
especulativo es solo el entorpecimiento interior y el retorno inexistente de la esencia a sí misma. He ahí
porque las expresiones filosóficas nos remiten con tanta frecuencia a esta intuición interior, con lo que se
ahorra la exposición del movimiento dialectico de la proposición que exigíamos. La proposición debe
expresar lo que es lo verdadero, pero ello es, esencialmente, sujeto; y, en cuanto tal, es solo el movimiento
dialectico, este proceso que se engendra a sí mismo, que se desarrolla y retorna a sí. En cualquier otro
conocimiento, es este lado de lo interior expresado lo que sirve de demostración. Pero, una vez separada
la dialéctica de la demostración, el concepto de la demostración filosófica se ha perdido, en realidad.

Cabe recordar, a este propósito, que en el movimiento dialectico entran también proposiciones como partes
o elementos; parece, pues, presentarse de nuevo a cada paso la dificultad señalada y como si fuera una
dificultad de la cosa misma. Es algo parecido a lo que sucede en la demostración usual, en que los
fundamento empleados requieren a su vez una fundamentación, y asi sucesivamente, hasta el infinito. Pero
esta forma de fundamentar y condicionar corresponde a un tipo de demostración diferente del movimiento
dialectico y, por tanto, al conocimiento externo.

El elemento del movimiento dialectico es el puro concepto, lo que le da un contenido que es, en sí mismo y
en todo y por todo, sujeto. No se da, pues, ningún contenido de esta clase que se comporte como sujeto
puesto como fundamento y al que su significación le corresponda como un predicado: inmediatamente, la
proposición es solamente una forma vacía. Fuera del sí mismo intuido de un modo sensible o
representado, solo es, preferentemente, el nombre como tal nombre el que designa el sujeto puro, lo uno
carente de concepto. La exposición deberá, ateniéndose fielmente a la penetración en la naturaleza de lo
especulativo, mantener la forma dialéctica y no incluir en ella nada que no haya sido concebido ni sea
concepto.
Ciencia de la Lógica – G.W.F Hegel – Editorial Folio – Traducción: Antonio Zozaya.

I) La filosofía carece de la ventaja, que favorece a las otras ciencias, de poder suponer sus objetos como
inmediatamente ofrecidos por la representación y [de poder suponer] como ya aceptado el método de
conocimiento para empezar y proseguir [su discurso].

Pero también es cierto por de pronto que sus objetos los tiene en común con la religión. Ambas tienen la
verdad por objeto y precisamente en el sentido más elevado [de esta palabra], a saber, en el sentido de
que Dios es la verdad y él solo lo es. Ambas tratan además de la región de lo finito, de la naturaleza y del
espíritu humano, de su referencia mutua y de su referencia a Dios en cuanto verdad suya. La filosofía puede,
por tanto, suponer desde luego una cierta familiaridad con sus objetos; es más, debe suponer esa
familiaridad, así como un cierto interés en aquellos objetos; y esto por la simple razón de que la conciencia
se hace representaciones de los objetos antes (en el tiempo) de hacerse conceptos de ellos, hasta el punto
de que el espíritu que piensa solamente pasando por el representar y aplicándose sobre él, avanza hasta el
conocimiento pensante y el concebir.

Ahora bien, a la contemplación pensante pronto se le hace manifiesto que ella comporta la exigencia de
mostrar la necesidad de su contenido y también de demostrar tanto el ser como las determinaciones de
sus objetos. Aquella familiaridad con esos objetos aparece entonces como insuficiente; y aparece también
como improcedente hacer suposiciones o aseveraciones,
o simplemente dejarlas pasar. Se presenta así, a la vez, la dificultad en establecer un comienzo, ya que un
comienzo en cuanto inmediato hace una suposición o, más bien, es él mismo un supuesto.

II) La filosofía puede determinarse, para empezar y en general, como contemplación pensante de los
objetos. Si por otra parte es verdad (y se verá desde luego que lo es) que el ser humano se distingue del
animal por el pensamiento, resulta entonces que lo humano es humano por ser causado por el
pensamiento y sólo por esto. Sin embargo, siendo la filosofía un modo peculiar de pensar, un modo
mediante el cual el pensar llega a ser conocer y precisamente conocimiento concipiente (conceptual), este
pensar de la filosofía mantendrá una diversidad respecto de aquel pensar que actúa en todo lo humano, es
decir, del que causa la humanidad de lo humano, por bien que siendo también [el pensar filosófico] un
pensar idéntico a éste, hay en sí sólo un pensar.

Que el ser humano se distingue del animal por el pensamiento es algo que se da por sabido desde antiguo
hasta el punto de haberse hecho trivial; puede parecer trivial [desde luego], pero debería también parecer
extraño que hubiera necesidad de recordar esa antigua creencia. Y sin embargo puede tenerse como una
necesidad [recordarlo ahora] ante el prejuicio de nuestro tiempo que separa de tal modo sentimiento y
pensamiento que los opone, y tan enemigos deben ser, que el sentimiento, especialmente el religioso, se
mancha y pervierte por el pensamiento; es más, se aniquila, de tal modo que [según este prejuicio] religión y
religiosidad no tienen esencialmente su raíz y su lugar en el pensamiento [sino en el sentimiento], Al hacer
esa separación se olvida que sólo el ser humano es capaz de religión; al animal, por el contrario, [a pesar de
tener sentimientos] le compete tan poca religión como derecho y moralidad.

Cuando se afirma aquella separación entre religión y pensamiento, éste se queda entonces colgado del
aire y se le puede caracterizar como reflexión o pensamiento reflexivo, el cual tiene como contenido
pensamientos en cuanto tales y los lleva a la conciencia. La negligencia en conocer y considerar la
distinción indicada entre pensamiento [en general] y filosofía, es lo que da lugar a las representaciones
más burdas y a los reproches que se dirigen a la filosofía. Puesto que la religión, como el derecho y la
moralidad, sólo le competen al ser humano precisamente por ser éste esencia pensante, es por lo que el
pensamiento no deja nunca de actuar en lo religioso, en lo jurídico y en lo ético, sea ello sentimiento y
creencia o representación. La actividad y los productos del pensamiento están ahí presentes y ahí están
contenidos.

Sólo que no es lo mismo tener sentimientos o representaciones determinados y penetrados por el


pensamiento, que tener pensamientos sobre ellos. Los pensamientos engendrados por el pensar reflexivo
aplicado a aquellos modos de la conciencia son lo que se comprende como reflexión, raciocinio u otros
términos semejantes, incluso filosofía. Con todo ello se ha presentado, y frecuentemente ha prevalecido, el
malentendido de que ese reflexionar era la condición, más aún, el único camino para alcanzar la
representación de lo eterno y verdadero, y tenerlo por verdadero.

III) El contenido que llena nuestra conciencia, sea de la clase que sea, constituye la determinidad
(determinación) de los sentimientos, intuiciones, imágenes representaciones, fines, obligaciones, etc., y
[también] de los pensamientos y conceptos. Sentimiento, intuición, imagen, etc., son, por tanto, las formas
de aquel contenido que permanece uno y el mismo al ser sentido, intuido, representado, querido, tanto si
es meramente sentido, como si es sentido, intuido, etc., con mezcla de pensamiento o también si es
pensado sin mezcla alguna. Bajo cualquiera de estas formas, o en la mezcla de varias, el contenido es el
objeto de la conciencia.

Como sea que las determinidades del sentimiento, de la intuición, del deseo, de la voluntad, etc., en tanto
se es consciente de ellas, se pueden llamar en general representaciones, resulta que se puede decir de
manera general que la filosofía pone pensamientos, categorías o, más exactamente, conceptos en el lugar
de las representaciones. Las representaciones pueden ser vistas como metáforas de los pensamientos y de
los conceptos. Ahora bien, por el hecho de tener representaciones, uno no conoce todavía su significado
para el pensamiento, esto es, no conoce aún los pensamientos y conceptos de ellas. Y viceversa, tampoco
es lo mismo tener pensamientos y conceptos que saber cuáles son las representaciones, intuiciones o
sentimientos que les corresponden. Una parte de lo que se llama la incomprensibilidad de la filosofía tiene
que ver con esto. La dificultad reside, por una parte, en la incapacidad (que es sólo falta de costumbre) de
pensar abstractamente, esto es, de retener conceptos puros y de moverse entre ellos.

La otra parte de la incomprensibilidad [de la filosofía] es la impaciencia por querer tener ante sí, bajo la
forma de la representación, aquello que tenemos en la conciencia como pensamiento y concepto. Se oye
decir con frecuencia que uno no sabe qué es lo que se debe pensar bajo el concepto que se ofrece; pero [es
que] bajo un concepto no se debe pensar otra cosa que el concepto mismo. El sentido de aquella expresión
es una cierta añoranza de una representación que fuese ya familiar y corriente; a la conciencia le ocurre
como si al quitarle el modo de la representación se le quitara el suelo sobre el que se sostiene firmemente
de modo habitual. Cuando se encuentra trasladada a la pura región de los conceptos no sabe en qué lugar
del mundo se encuentra.

IV) En relación con nuestra conciencia común, la filosofía tendría que hacer evidente primeramente, o
mejor, tendría que despertar la necesidad [subjetiva] de su modo propio de conocer.

V) Para ayudar a una comprensión preliminar de la mencionada distinción y de la tesis que de ella
depende, a saber, que el verdadero contenido de nuestra conciencia se conserva al traducirlo a la forma
del pensamiento y del concepto, es más, se coloca bajo su luz propia, podemos recordar otro viejo tópico
que afirma que para experimentar lo verdadero de los datos y de los objetos, de los sentimientos,
intuiciones, opiniones, representaciones, etc., es preciso reflexionar.

Y el reflexionar sirve en cualquier caso, por lo menos, para transformar en pensamientos los sentimientos,
representaciones, etc. Como consecuencia de que el pensamiento es lo único que la filosofía reivindica
como forma propia de su tarea y siendo así que todo ser humano es naturalmente capaz de pensar, se
presenta, en virtud de esa abstracción que prescinde de la distinción ofrecida en el III, el inconveniente
opuesto a aquel que antes se ha mencionado como queja contra la incomprensibilidad de la filosofía.
[Generalmente] se concede que para conocer las otras ciencias es necesario haberlas estudiado y que, para
juzgarlas, se necesita estar facultado por aquel conocimiento. Se concede que para fabricar un zapato es
necesario haber aprendido a hacerlo y, por mucho que todo el mundo tenga la horma en su propio pie, se ha
de haber ejercitado en ello, ha de tener además manos y, juntamente con ellas, el talento natural para
dedicarse a tal ocupación. Sólo para filosofar sería superfluo estudiar, aprender y esforzarse. Esta cómoda
opinión se ha visto reforzada últimamente por la doctrina acerca del saber inmediato o saber por
intuición.

VI) Por otra parte, es igualmente importante que la filosofía se entere de que su contenido no es otro que
aquel contenido que [fue] originariamente producido y [continuamente] se produce en el campo del
espíritu viviente; contenido que se ha hecho mundo, mundo exterior y [mundo] interior de la conciencia;
[es importante que la filosofía se entere de que] su contenido es la realidad efectiva. Nosotros llamamos
experiencia a la conciencia más próxima de este contenido. Una consideración perspicaz del mundo
distingue en seguida, en el ancho campo de lo existente, interior o exterior, aquello que es meramente
fenómeno, algo efímero e insignificante, de lo que en sí mismo merece verdaderamente el nombre de
realidad efectiva. Siendo la filosofía un modo distinto de los otros modos de hacerse consciente de ese
único haber, modo que se distingue solamente según la forma, resulta necesaria su conformidad con la
realidad efectiva y con la experiencia.

En el prefacio de mi Filosofía del derecho, página XIX, se encuentran las proposiciones:

Lo que es racional, eso es efectivamente real, y lo que es efectivamente real, eso es racional.

En la vida común se denomina realidad a cualquier ocurrencia, al error, al mal y a todo lo que pertenece a
este campo, así como a cualquier EXISTENCIA atrofiada y efímera se la llama precipitadamente realidad
efectiva.

Pero incluso para el sentir corriente, una EXISTENCIA contingente [o hecho casual] no merece el enfático
nombre de realidad efectiva. Lo contingente es una existencia que no tiene más valor que el de una
posibilidad, algo que tanto es como podría igualmente no ser. Pero cuando yo he hablado de realidad
efectiva, se tendría que haber pensado en qué sentido he usado tal expresión, ya que he tratado de ella
dentro de una lógica detallada y no solamente la he distinguido cuidadosamente de lo contingente, lo cual
ciertamente EXISTE, sino que la he distinguido [también], con más precisión todavía, del existir, de la
EXISTENCIA y de otras determinaciones. A la realidad efectiva de lo racional se le opone, por un lado, la
representación de que las ideas y lo ideal no son más que quimeras y que la filosofía no es más que un
sistema de telarañas mentales. Por el lado contrario, se opone también a la realidad efectiva de lo racional
la representación de que las ideas y lo ideal son cosa demasiado exquisita para alcanzar realidad efectiva, o
también demasiado impotente para conseguírsela. Pero a quien le es especialmente querida la separación
entre realidad efectiva e idea es al entendimiento que tiene por verdaderos los sueños de su abstracción y
se envanece con el deber [moral] que él receta muy a gusto especialmente en el terreno político, como si el
mundo hubiese tenido que aguardarle a él para saber cómo debe ser, sin serlo; porque si el mundo fuese
ya como debe ser, ¿qué lugar habría para la precoz sabihondez de su deber ser? Cuando el entendimiento,
valiéndose del deber moral, arremete contra objetos triviales, extrínsecos y caducos, o contra cosas
establecidas o situaciones que por un tiempo determinado y para ciertos ámbitos pueden tener tal vez una
gran importancia relativa, puede ser muy bien que tenga razón, y puede ser [también] que en tal caso
encuentre muchas cosas que no se corresponden con determinaciones universales y justas.

VII) Como sea que el reflexionar en general contiene en primer lugar el principio de la filosofía (también en
el sentido de comienzo) y después de que este principio haya florecido de nuevo en los tiempos modernos
con su [propia] autosuficiencia (después de la reforma luterana), en tanto desde su comienzo mismo no ha
sido sostenido de manera meramente abstracta como [había ocurrido] en los comienzos filosóficos de los
griegos, sino que en seguida se ha arrojado sobre la materia aparentemente desmedida del mundo
fenoménico, ha venido a darse el nombre de filosofía a todos los saberes que se ocupan del conocimiento
de la medida estable y universal dentro del océano de las singularidades empíricas, y [que se ocupan
también] de lo necesario de las leyes dentro del aparente desorden de la multitud infinita de lo
contingente; de esta manera [la filosofía] ha tomado al mismo tiempo su contenido de su propia intuición
y percepción de lo externo e interno, de la naturaleza presente, e igualmente del espíritu presente y del
pecho de los seres humanos.

El principio de la experiencia contiene la determinación infinitamente importante de que para la aceptación


de un contenido y para tenerlo por verdadero tiene que estar allí el ser humano; dicho de modo más
preciso: que el ser humano tiene que encontrar aquel contenido unido o enlazado con la certeza de sí
mismo.

VIII) Es una vieja proposición que equivocadamente se suele atribuir a Aristóteles, como si con ella se
expresara el punto de vista de su filosofía, que nada hay en el pensar que no haya estado antes en el
sentido, en la experiencia. Hay que considerar como un simple malentendido que la filosofía especulativa
no quisiera conceder esta proposición. Pero ella viceversa afirmará igualmente: el sentido enteramente
universal de que el ñus - intelecto (y en determinación más profunda, el espíritu) es la causa del mundo.

IX) Por otra parte, la razón subjetiva exige además su satisfacción según la forma; esta forma es en
general la necesidad (I). Por un lado, bajo aquella manera científica lo universal que allí reside, el género,
etc., está como indeterminado de suyo, como no pendiendo de por sí, juntamente con lo particular, uno de
otro, sino que ambos están allí como recíprocamente extrínsecos y contingentes; e igualmente las
particularidades enlazadas están allí como [igualmente] extrínsecas y contingentes unas respecto de otras.
Por otro lado, los comienzos son aquí y allá cosas inmediatas, cosas halladas, suposiciones.

Por los dos lados no se da la debida satisfacción a la forma de la necesidad. La reflexión, en la medida en
que está orientada a dar satisfacción a esa menesterosidad, es lo propiamente filosófico, el pensamiento
especulativo. La relación entre la ciencia especulativa y las otras ciencias consiste, por consiguiente, sólo
en esto: no en que aquélla deje de lado el contenido empírico de éstas, sino que lo reconoce y usa; de tal
modo reconoce lo universal de estas ciencias (las leyes, los géneros, etc.) que lo convierte en contenido
propio y en estas categorías [de estas ciencias] introduce otras y las hace valer. La distinción se refiere
únicamente, por tanto, a este cambio de categorías. La lógica especulativa contiene a la lógica anterior y a
la metafísica, conserva sus mismas formas de pensamiento, sus leyes y objetos, pero al mismo tiempo las
reelabora y transforma con ulteriores categorías.

Hay que distinguir entre lo que se llama concepto en sentido especulativo y lo que usualmente se denomina
así. Es sobre este último sentido sobre el que descansa la afirmación repetida millares de veces hasta
convertirse en prejuicio, de que lo infinito no se puede captar con conceptos.

X) Este pensamiento [propio] del modo filosófico de conocer precisa él mismo de justificación, tanto
respecto de su necesidad como respecto de su capacidad para conocer los objetos absolutos. Este asunto,
sin embargo, es en sí mismo conocimiento filosófico y solamente cae, por tanto, dentro de la filosofía. Una
explicación provisional, por tanto, tendría que ser una explicación a filosófica y no podría ser otra cosa que
un entramado de suposiciones, aseveraciones y raciocinios, es decir de afirmaciones contingentes a las que
se podrían oponer las contrarías con el mismo derecho.

Un punto de vista capital de la filosofía crítica consiste en [la afirmación de] que antes de emprender el
conocimiento de Dios o de la esencia de las cosas es preciso investigar previamente si la facultad de
conocer es capaz de semejante tarea; hay que conocer el instrumento antes de emprender el trabajo que
se debe realizar por medio de él, pues si [el instrumento] no fuese adecuado, se emplearía vanamente el
esfuerzo.

Este pensamiento ha parecido tan plausible que ha provocado la mayor admiración y asentimiento y ha
retrotraído el conocimiento hacia sí mismo, desde su interés por los objetos a la ocupación consigo, es
decir, al interés por lo formal.

Pero si uno no quiere engañarse con las palabras, le resulta fácil ver que otros instrumentos, desde luego,
se dejan investigar y juzgar mediante otro procedimiento que no sea la aplicación al trabajo peculiar al
que están destinados. Pero la investigación del conocimiento no puede acaecer más que conociendo. Con
este, así llamado, instrumento, la investigación no significa otra cosa que conocerle. Y querer conocer antes
de conocer es tan insensato como el sabio propósito de aquel escolástico de aprender a nadar antes de
echarse al agua.

XI) Más concretamente, haber menester de filosofía se puede caracterizar así: Como sea que el espíritu, en
cuanto siente e intuye, tiene a lo sensible por objeto, en cuanto es fantasía tiene imágenes, en cuanto
voluntad fines, etc., también procura él satisfacción a su suprema intimidad, al pensamiento, oponiéndolo
a esas formas de su existencia o simplemente distinguiéndolo de ellas, y gana al pensar como objeto suyo.
De este modo se encuentra a sí mismo en el sentido más profundo de la expresión puesto que su principio,
su mismidad sin mezcla, es el pensar.

La visión de que la naturaleza del pensar consiste precisamente en la dialéctica, que él en cuanto
entendimiento viene a dar en lo negativo de sí mismo, en la contradicción, constituye un aspecto capital
de la lógica. El pensar, desesperando de poder resolver por sí mismo la contradicción en que se encuentra
metido, regresa a las soluciones y sosiegos que el espíritu obtuvo parcialmente bajo otros modos o formas
suyas. En este regreso, sin embargo, [el pensamiento] no ha de caer necesariamente en la mitología, cuya
experiencia ya tuvo presente Platón, ni debería tampoco comportarse hostilmente contra sí mismo, como
sucede cuando afirma el así llamado saber inmediato como forma exclusiva de hacerse consciente de la
verdad.

XII) El nacimiento de la filosofía, surgido de la mencionada menesterosidad, tiene como punto de partida a
la experiencia, o sea, a la conciencia inmediata y razonadora. Estimulado por eso como por un excitante, el
pensamiento se comporta esencialmente de tal modo que se eleva sobre la conciencia natural, sensible y
raciocinante, se sumerge en el elemento sin mezcla de sí mismo y se coloca así por de pronto en relación
negativa con aquel comienzo.

Por el contrario, las ciencias experimentales llevan consigo el estímulo para vencer la forma con la que se
ofrece la riqueza de su contenido en cuanto algo meramente inmediato y hallado (una pluralidad de cosas
colocadas una junto a otra y por ende una pluralidad contingente) y para elevar este contenido a necesidad.
Ese estímulo arranca al pensamiento de aquella universalidad [más o menos abstracta] y de la satisfacción
que obtuvo meramente en sí y lo empuja hacia el desarrollo desde sí mismo. Este desarrollo es solamente,
por una parte, una asunción del contenido y de sus determinaciones puestas ahí enfrente, pero, por otra
parte, confiere también a este contenido la figura de lo que brota libremente, en el sentido de que brota
del pensar originario solamente con arreglo a la necesidad de la cosa misma.

Sobre la relación entre inmediatez y mediación en la conciencia tenemos que hablar expresamente y con
más detalle más adelante. Bastará aquí de pasada llamar la atención en que si bien ambos momentos
aparecen también como distintos, ninguno de los dos puede faltar y ambos están bajo un vínculo
inseparable. Así resulta que el saber acerca de Dios, como el de todo lo suprasensible en general, contiene
una elevación sobre la sensación e intuición; contiene, por tanto, un comportamiento negativo respecto de
eso primero y contiene por ende la mediación.

Cuando la mediación se convierte en condicionamiento y éste se destaca de modo unilateral, tanto se


puede decir (y con ello no se dice mucho) que la filosofía debe a la experiencia (a lo a posteriori) su primer
nacimiento (de hecho, el pensamiento es esencialmente la negación de lo que está ahí inmediatamente),
cuanto pueda decirse que uno es deudor del comer a los alimentos, pues sin ellos uno no podría comer;
pero bajo esta relación el comer se representa precisamente como desagradecido, pues consiste en
devorar aquello a lo que se debería estar agradecido. El pensamiento, en este sentido, no es menos
desagradecido.

Cuando el pensamiento permanece en la universalidad de las ideas (como ocurre necesariamente en las
primeras filosofías, en el caso del ser de Parménides o del devenir de Heráclito, etc.) se le reprocha
justificadamente su formalismo, y puede suceder incluso que filosofías más desarrolladas capten
solamente los principios o determinaciones abstractas y, al tratar de lo particular, repitan
[monótonamente] lo mismo, que en lo absoluto todo es uno o la identidad de lo subjetivo y lo objetivo.
Respecto de la primera universalidad abstracta del pensamiento, tiene un sentido auténtico y fundamental
decir que el desarrollo de la filosofía hay que agradecerlo a la experiencia.

XIII) Bajo la figura propia de la historia externa, el nacimiento y desarrollo de la filosofía se representa
como historia de esta ciencia. Esta figura confiere a los grados de desarrollo de la idea la forma de una
secuencia contingente y de algo así como una mera diversidad de los principios y de las realizaciones de
estos principios dentro de las filosofías correspondientes. Pero el artífice de este trabajo de milenios es el
espíritu viviente único cuya naturaleza pensante consiste en llevar a su conciencia lo que él es, y en tanto
esto ha devenido así objeto, ha sido ya elevado a la vez por encima de ello [mismo] y ha venido a ser un
peldaño más alto en sí mismo. Por una parte, la historia de la filosofía muestra en las diversas filosofías que
van apareciendo una sola filosofía con diversos peldaños de formación y, por otra parte, muestra que los
principios particulares, uno de los cuales subyace en cada una de las filosofías, son solamente ramas de uno
y el mismo todo.

Cuando se contemplan las muchas y diversas filosofías, hay que distinguir lo universal y lo particular de
acuerdo con su propia determinación. Lo universal, tomado formalmente y colocado junto a lo particular,
se hace él mismo particular. Tal colocación, cuando se trata de objetos de la vida común, aparece en
seguida como inadecuada y disparatada, como sería el caso del que pidiese fruta y rechazara cerezas,
peras, uvas, etc., por ser cerezas, peras o uvas y no ser fruta. Respecto de la filosofía, sin embargo, se
permite justificar el desprecio hacia ella en el hecho de que hay filosofías tan diversas y porque cada una
sólo es una filosofía, pero ninguna la filosofía; como si las cerezas no fueran también fruta. Sucede
igualmente que junto a una filosofía, cuyo principio es lo universal, se coloca otra, cuyo principio es algo
particular; es más, se la coloca incluso junto a doctrinas que aseguran que no se da ninguna filosofía,
considerando de esta manera que ambas son sólo diversos modos de ver filosóficos; algo así como si luz y
tinieblas fueran simplemente designadas como dos especies diversas de la luz.

XIV) El mismo desarrollo del pensamiento que se ofrece en la historia de la filosofía se presenta en la propia
filosofía, pero liberado de aquella exterioridad histórica, es decir, se presenta puramente dentro del
elemento del pensamiento.

El pensamiento libre y verdadero es en sí mismo concreto y de este modo es él idea y, en su total


universalidad, la idea o lo absoluto. La ciencia de éste es esencialmente sistema, porque lo verdadero sólo
es desarrollándose dentro de sí como concreto y tomándose y reteniéndose [todo] junto en unidad, es
decir, sólo es como totalidad, y solamente mediante la diversificación y determinación de sus distinciones
puede ser la necesidad de ellas y la libertad del todo. Un filosofar sin sistema no puede ser nada científico;
por lo demás, porque tal modo de filosofar expresa de suyo más bien un modo subjetivo de sentir, es él
contingente según su contenido. Un contenido sólo se justifica como momento del todo; fuera de éste es
una suposición infundada o certeza subjetiva; muchos escritos filosóficos se limitan así a expresar
solamente pareceres y opiniones.

XV) Cada parte de la filosofía es un todo filosófico, un círculo que se cierra en sí mismo, pero la idea
filosófica se contiene allí [en las partes] bajo una determinidad particular o elemento. Y porque el círculo
singular es en sí mismo totalidad, rompe también los límites de su elemento y funda una esfera ulterior.
Por ello se presenta la totalidad como un círculo de círculos cada uno de los cuales es un momento
necesario, de tal manera que el sistema de sus elementos propios constituye la idea total, la cual aparece
también de este modo en cada círculo singular.

XVI) Como enciclopedia la ciencia no se expone con el desarrollo detallado de su particularización, sino que
se debe limitar a los comienzos y a los conceptos fundamentales de las ciencias particulares. Cuántas son
las partes particulares a las que corresponde constituir una ciencia particular permanece indeterminado
mientras [no se sepa si] aquella parte, para ser algo verdadero, no ha de ser solamente un momento
singularizado, sino ella misma totalidad. El todo de la filosofía constituye por ello verdaderamente una
ciencia, pero se la puede ver también como un todo [compuesto] de varias ciencias particulares.

La enciclopedia filosófica se distingue de cualquier otra enciclopedia corriente en que ésta suele ser algo
así como un conglomerado de las ciencias, las cuales se asumen de manera contingente y empírica y entre
las cuales también hay algunas que sólo llevan el nombre de ciencia y son ellas mismas una mera colección
de conocimientos. Por tanto, además de que la enciclopedia filosófica excluye 1) los meros conglomerados
de conocimientos, como de entrada aparece la filología, excluye también 2) en cualquier caso, las ciencias
que tienen al puro arbitrio como fundamento suyo, como la heráldica; las ciencias de esta última clase son
positivas por los cuatro costados. 3) Otras ciencias se llaman también positivas, las cuales sin embargo
tienen un fundamento y comienzo racional; esta parte [racional y] que les es constitutiva pertenece a la
filosofía, mientras su aspecto positivo les queda como propio. Lo positivo de las ciencias es, por su parte,
de varias clases. 1) Su comienzo en sí mismo racional pasa a contingente porque esas ciencias han hecho
descender lo universal hasta la singularidad empírica y hasta la realidad efectiva. Dentro de este campo de
la mutabilidad y la contingencia no se puede hacer valer el concepto, sino sólo razones.

Lo mismo le ocurre a la idea de naturaleza cuando se dispersa en contingencias y entonces la historia


natural, la geografía, la medicina, etc., vienen a dar en determinaciones de la EXISTENCIA, en modos y en
distinciones, que están determinadas por el azar extrínseco o por el arbitrio y no por la razón. También la
historia pertenece a este grupo, en tanto que la idea es su esencia, pero sus fenómenos vienen a dar en la
contingencia y el arbitrio. 2) Algunas ciencias son también positivas en la medida en que no conocen sus
determinaciones como finitas, sino que las aceptan como simplemente válidas, aunque indiquen el
tránsito de esas determinaciones y de toda su esfera a otra superior. Esta finitud de la forma, así como la
primera finitud lo era de la materia, enlaza 3) con la finitud del fundamento del conocimiento, el cual
consiste, en parte, en el raciocinio y, en parte, en el sentimiento, la fe, la autoridad de otros, en una
palabra, en la autoridad de la intuición interior o exterior. También la filosofía que quiere cimentarse
sobre antropología, hechos de conciencia, intuición interior o experiencia exterior, pertenece a este grupo.
4) Por último, puede también suceder que sólo sea empírica la forma de la exposición de una ciencia y que
la intuición dotada de buen sentido ordene todo aquello que es mero fenómeno de un modo semejante a
la secuencia intrínseca del concepto. A esta empiria le corresponde superar las circunstancias exteriores y
contingentes propias de las condiciones, mediante las contraposiciones y la multiplicidad de los fenómenos
tomados en su conjunto, con lo cual viene a hacer manifiesto lo universal. Una física experimental bien
precisa o una [buena] historia, etc., representan entonces la ciencia racional de la naturaleza o la ciencia
racional de las conductas y hechos humanos bajo una imagen extrínseca que espejea el concepto.

XVII) Por lo que se refiere al comienzo que la filosofía tiene que adoptar, parece que ella comienza con una
suposición subjetiva, igual que las otras ciencias en general, a saber, con un objeto particular, y así como
en los otros casos se toma [como comienzo] al espacio, al número, etc., parece que aquí hay que tomar al
pensamiento como objeto del pensar. Sólo que eso es precisamente el acto libre del pensar: ponerse en la
posición en la que es para sí y, por tanto, él mismo se engendra y da su objeto.

Más adelante, aquella posición que de este modo aparece como inmediata, debe convertirse en resultado
en el interior de la ciencia y precisamente en su último resultado con el cual la filosofía alcanza de nuevo su
comienzo y a él regresa. De este modo la filosofía se muestra como un círculo que regresa a sí, el cual no
tiene ningún comienzo en el sentido en que lo tienen las otras ciencias, de manera que [en este caso] el
comienzo sólo se refiere al sujeto en tanto éste quiere decidirse a filosofar, pero no a la ciencia en cuanto
tal. Éste es precisamente su único fin, su única actividad y meta, alcanzar el concepto de su concepto y
lograr así el regreso a sí misma y su satisfacción.

XVIII) Del mismo modo que de una filosofía no puede darse una representación provisional y genérica,
puesto que sólo el todo de la ciencia es la exposición de la idea, así también su división sólo puede
concebirse desde ella. La división, como la idea de la que ha de tomarse, es aquí algo que se anticipa. Ahora
bien, la idea se hace patente como el pensar simplemente idéntico a sí mismo y éste se hace patente
igualmente como la actividad de ponerse ante sí para ser para sí, y, en este otro, estar sólo cabe sí.
Noción más determinada y división de la Lógica.

XIX. La idea lógica ofrece, según la forma tres aspectos: 1) Es idea lógica Abstracta, o lógica del
entendimiento; 2) Es idea Dialéctica, o lógica de la razón negativa; 3) Es idea Especulativa, o lógica de la
razón positiva.

OB. Estos tres aspectos de la idea lógica no constituyen tres partes distintas y separadas, pero son los tres
momentos de toda realidad lógica, es decir, de toda noción y verdad en general. Se podría colocar a las tres
en el primer momento, el entendimiento; pero se les mantendría así en su estado de separación y no se les
aprehendería en su verdad. – Solamente por anticipación e históricamente indicamos aquí los momentos
principales, así como la división de la lógica.

XX. El pensamiento en cuanto entendimiento se detiene en las determinaciones inmóviles y en su


diferencia, y considera estás abstracciones limitadas con una existencia independiente y bastándose a sí
misma.

Zusatz. Cuando se habla del pensamiento en general o del conocimiento, se piensa generalmente solo en
la actividad del entendimiento. Sin duda el pensamiento es ante todo pensado según el entendimiento;
pero no se detiene en el entendimiento, y la noción no es una simple determinación suya. – La actividad
del entendimiento consiste en marcar su contenido con la forma de lo universal; pero este universal puesto
por el entendimiento es un universal abstracto que, como tal, está mantenido en un estado de oposición
con lo particular, lo que hace que el mismo se halle determinado como un elemento particular.

Por lo mismo que el entendimiento procede respecto a su objeto por vía de división y abstracción, es
opuesto a la intuición y la sensibilidad inmediatas que, como tales, se mueven en el círculo de las existencias
concretas. Sobre esta oposición del entendimiento y de la sensibilidad se fundan los reproches tan
frecuentemente dirigidos a la filosofía, que consisten en acusar al pensamiento de rigidez y exclusivismo, y
de llegar a resultados vergonzosos y disolventes. Si este reproche tiene fundamento, hay que decir que a lo
que ataca no es al pensamiento en general, o, mejor dicho, al racional, sino al pensamiento por
entendimiento. Pero hay que agregar que este pensamiento también tiene su valor y sus derechos que hay
que tener en cuenta, ante todo, y que consisten en que, lo mismo en la esfera práctica que en la teórica, no
se puede llegar a punto alguno fijo ni principio determinado sin el concurso del entendimiento.

En cuanto al conocimiento, comienza representándose los objetos en su diferencia determinada. Aquí el


pensamiento se conduce como entendimiento siguiendo el principio de identidad, de simple relación
consigo. Según esta identidad es como el conocimiento procede ante todo en sus desenvolvimientos
ulteriores, y pasando de una determinación a otra.

Lo que ocurre particularmente en las matemáticas en qué la magnitud es la determinación que se desarrolla
con exclusión de toda otra. Conforme a este principio, la geometría compara las diversas figuras entre sí,
haciendo resaltar su identidad. En otras esferas del conocimiento, en la jurisprudencia, por ejemplo, se
procede igualmente ante todo según la identidad. – Esto ocurre también en la esfera práctica en que no se
podría prescindir del entendimiento. El carácter entra en el dominio de la acción, y un hombre de carácter es
un hombre que obra según el entendimiento, que tiene ante sí fines determinados y que los persigue con
firmeza. Aquel que quiera realizar algo grande, debe, como dice Goethe, saber limitarse. Quien todo lo
quiere todo lo pierde, y nada quiere en realidad. Hay una porción de cosas interesantes en el mundo. La
poesía española, la política, la música, todo esto es muy interesante, y no hay mal en interesarse en ello.
Más para realizar como individuo en una posición dada una obra, hay que dedicarse a un objeto detenido y
no derrochar las fuerzas. Esto es verdadero en toda profesión, y se practica siguiendo el entendimiento.
El entendimiento es, además un momento esencial de la educación. El hombre cultivado no se contenta
con puntos de vista oscuros e indeterminados, sino que aprehende los objetos en su determinada
naturaleza, en tanto que el hombre grosero flota en la superficie, y a veces cuesta mucho trabajo hacerle
comprender de qué se trata y llevarle a fijar un punto determinado. Ahora, como tras las explicaciones que
preceden, la idea lógica no debe ser entendida en el sentido de una simple actividad subjetiva, sino antes
bien como idea absolutamente universal, y, por tanto, como idea objetiva también, esto se extiende
igualmente al entendimiento, que es la primera forma de la idea lógica.

Mirador de este modo, el entendimiento interviene en todas las esferas del universo, y un objeto no puede
alcanzar la plenitud de su existenciaria sin que desempeñara el entendimiento el papel que le es propio. Es
incompleta, por ejemplo, aquella sociedad en la cual los estados y las condiciones no son diferenciados de
una manera determinada y las funciones y los poderes no están orgánicamente constituidos al igual de lo
que ocurre, por ejemplo, en la sensibilidad, en el movimiento, en la digestión, en una palabra, en las
diferentes funciones del organismo animal desarrollado. – Se ve, por lo que precede, que el entendimiento
interviene y debe intervenir en la medida que le corresponde, aún en estas esferas que, según la opinión
vulgar, parecen ser de él las más lejanas. Esto se aplica, sobre todo, al arte, a la religión y a la filosofía.

En fin, que la filosofía misma no puede prescindir del entendimiento, apenas hay necesidad de notarlo tras
las precedentes explicaciones. La filosofía, sobre todo, es la que debe aprehender cada pensamiento en su
mayor precisión y nada dejar en la indeterminación o vaguedad. Pero hay que agregar también que el
entendimiento no debe traspasar sus límites, y que, lejos de constituir la esfera más alta, está en una esfera
de lo finito, y llegando a su límite extremo se cambia en su contrario. Propio es del carácter estrecho
lanzarse a abstracciones, mientras que el intelecto ávido no se deja seducir por abstracciones como la de o
esto o aquello, sino que se atiene a la naturaleza concreta de las cosas.

XXI. El movimiento dialectico constituye ese momento especial en que sus determinaciones finitas se
suprimen ellas mismas pasando a su contrario. 1) El momento dialectico, cuando es considerado
separadamente por el entendimiento, produce, sobre todo en el conocimiento científico, el escepticismo
que no contiene como resultado de la dialéctica sino la pura negación. 2) Se considera ordinariamente la
dialéctica como un arte exterior que produce arbitrariamente la confusión de nociones determinadas y una
apariencia de contradicción, de tal suerte que está apariencia no tiene realidad y que lo verdadero reside,
por el contrario, en el entendimiento y sus determinaciones. A veces también no se considera la dialéctica
sino como una especie de juego de báscula de un razonamiento que avanza y retrocede, y cuya vaciedad
disimula la sutileza que le es propia. Pero la dialéctica constituye antes bien por su determinación especial
la naturaleza propia y verdadera de las determinaciones del entendimiento, de las cosas y de lo finito en
general. La reflexión va primeramente más allá de la determinación aislada y pone a está en relación. Pero,
aun así, no pierde la determinación su estado de aislamiento. La dialéctica, por el contrario, es el tránsito
inmanente de un término a otro, tránsito en que lo exclusivo y limitado de las determinaciones del
entendimiento muestra lo que son, es decir, que contienen su propia negación. Lo propio de toda cosa
finita es suprimirse ella misma. Por consiguiente, la dialéctica es el alma viva de todo desenvolvimiento
científico, es el único principio que introduce en el contenido de la ciencia la conexión inmanente y la
necesidad de sus partes, y que le eleva, no de un modo exterior, sino real por encima de lo finito.

Zusatz 1. Es muy importante aprehender y entender el movimiento dialectico. Él es en realidad el principio


de todo movimiento, vida y actividad y el alma de todo verdadero conocimiento científico. No detenerse
en las determinaciones abstractas del entendimiento no parece a nuestra conciencia ordinaria sino una
especie de equidad, vivir y dejar vivir, como se dice, de tal modo que uno viva y otro también. La verdad es
que lo finito no recibe su limitación del exterior, sino que se suprime en virtud de su naturaleza especial y
pasa el mismo a su contrario.
Además, no se debe confundir la dialéctica con la sofistica, cuya esencia consiste precisamente en afirmar
y hacer valer las determinaciones del entendimiento en su estado de aislamiento, así como lo que
demanda el interés momentáneo del individuo y de su posición. Hay, por ejemplo, en la esfera de la acción
este momento esencial, que yo existo y que debo tener medios para mi existencia. Pero su aisló este lado,
este principio de mi bien y deduzco de él que el robo me es permitido, o que le es lícito hacer traición a mi
patria, razonare al modo de los sofistas. Asimismo, mi acción implica mi actividad subjetiva, en el sentido de
que, en lo que hago, yo soy como un principio esencial con mi designio y mi convicción. Pero si razono
exclusivamente según este principio, razonare también de un modo sofistico y alterare todos los principios
fundamentales de la vida social.

La dialéctica se distingue esencialmente de este modo de razonar, porque lo que considera es


precisamente la naturaleza íntima de las cosas, demostrando así la finidad de las determinaciones
exclusivas del entendimiento. Por lo demás, la dialéctica no es en modo alguno un principio nuevo en la
filosofía. Entre los antiguos, se atribuye a Platón su invención; lo cierto es que en la filosofía platónica es
donde la dialéctica se produce bajo su forma verdaderamente científica, y, por tanto, objetiva. En
Sócrates, lo que domina en su dialéctica, en armonía con el carácter general de su modo de tratar la
filosofía, es aún la forma subjetiva, la de la ironía. Dirige, sobre todo, su dialéctica contra la conciencia
ordinaria en general y, en particular contra los sofistas.

Pero Platón demuestra dialécticamente en sus diálogos estrictamente científicos la finidad de las
determinaciones del entendimiento. Así, por ejemplo, en Parménides deduce, de un lado, lo múltiple de lo
uno y demuestra, de otro, como la naturaleza de lo múltiple consiste en determinarse como uno. Este es el
sentido profundo que la dialéctica recibe entre las manos de Platón. En nuestros días es a Kant
principalmente a quien se debe el haber sacado del olvido y honrado la dialéctica, y esto por sus
antinomias de la razón, en que no se trata de una simple oscilación de razonamientos y de un hecho
puramente subjetivo, sino en que se demuestra cómo toda determinación del entendimiento tomada en sí
misma y separadamente, se cambia inmediatamente en su contrario. Ahora, frente al entendimiento, que
dirige todos sus esfuerzos contra la dialéctica, se puede mostrar que está no existe solamente en la
conciencia filosófica, sino en cualquier otra, así como en la experiencia universal. Se puede hallar, en efecto,
en todo cuanto nos rodea un ejemplo de la dialéctica. Sabemos que todo ser finito, en vez de tener en sí
mismo su fundamento y razón última, es variable y pasajero, lo cual no significa, sino que es virtualmente
otro qué el mismo, que se halla como impulsado más allá de lo que es inmediatamente y que se transforma
en su contrario. Además, la dialéctica se afirma en todas las esferas y formas de la naturaleza y del espíritu;
por ejemplo, en el movimiento de los cuerpos celestes. Un planeta está en tal movimiento en determinado
lugar, pero está virtualmente en otro y trae a la existencia está oposición consigo mismo al moverse. En la
constitución de los elementos físicos interviene también la dialéctica. El mismo principio constituye el
fundamento de todos los demás procesos de la naturaleza, por el cual está es también estimulada a elevarse
por encima de sí misma. En cuanto a la presencia de la dialéctica en el mundo del espíritu y más
particularmente en el dominio del derecho y de la vida social, bastará recordar como la experiencia universal
nos enseña que un estado, una acción llevada a su extremo límite, se cambia ordinariamente en su contraria,
dialéctica que a veces es confirmada por adagios tales como summum ius, summa iniuria, por el cual se
quiere significar que el derecho abstracto llevado a su límite se convierte en justicia. Se ve también como en
la esfera política los extremos de la anarquía y del despotismo se engendran uno al otro.

Zusatz 2. No se debe considerar el escepticismo como una doctrina que enseña la duda sino más bien como
una doctrina que tiene la certidumbre de su objeto, es decir, de la insuficiencia de toda cosa finita. Aquel
que se limita a dudar alimenta siempre la esperanza de que su duda podrá hallar una solución y de que,
entre las diversas determinaciones entre las cuales oscila, hay una quizás en que hallará un punto de
apoyo sólido e inquebrantable. El escepticismo propiamente dicho, implica por el contrario la repulsa
absoluta de todo principio determinado del entendimiento y la disposición interna que del resulta es una
firmeza inquebrantable y una concentración en sí mismo. Por lo demás, a aquellos que, también hoy,
consideran el escepticismo como un enemigo irreconciliable de todo conocimiento positivo, y, por lo tanto,
de la filosofía, en cuanto es su objeto este conocimiento, hay que hacer observar que, de hecho, lo que
debe rechazar el escepticismo y no podría resistirle no es la filosofía, sino el pensamiento finito, abstracto
y según el entendimiento; la filosofía contiene, por el contrario, el escepticismo como uno de sus
movimientos, es decir, como momento dialectico, solamente que la filosofía no se detiene en el resultado
negativo de la dialéctica como el escepticismo. Desconoce este su resultado en cuanto no ve en ella sino
una simple negación, es decir, abstracta. Pero, pues que la dialéctica tiene por resultado un término
negativo, este es, al mismo tiempo y precisamente en cuanto resultado, un término positivo porque
contiene como absorbido en el aquello de que resulta y no existe sin él. Esta es la determinación
fundamental de la tercera forma de la idea lógica, a saber, de la forma especulativa o de la razón positiva.

XXII. El momento especulativo o de la razón positiva aprehende la unidad de las determinaciones en su


oposición; esta es la afirmación contenida en su conciliación y en su transición de una a otra. 1) la
dialéctica tiene un resultado positivo, porque tiene un contenido determinado o, si se quiere, porque su
resultado no es una negación vacía, abstracta, sino la negación de las determinaciones afirmadas que
están contenidas en el resultado por lo mismo que este no es una negación inmediata, sino un resultado.
2) Por consiguiente, aunque este momento racional sea un momento pensado y abstracto, es al par
concreto en cuanto no es una unidad simple y formal, sino la unidad de determinaciones diferentes. El
objeto de la filosofía no es, pues, en modo alguno, la abstracción vacía de contenido o el pensamiento
formal, sino el pensamiento concreto. 3) La lógica especulativa contiene la del entendimiento y se le
pudiera cambiar en ella con solo separar el elemento dialectico y racional. Vendría a ser así lo que la lógica
ordinaria, una descripción y conjunto de un número de determinaciones del pensamiento, a las cuales se
concede un valor infinito en su finidad.

Zusatz. Según su contenido, la razón dista tanto de ser propiedad exclusiva de la filosofía, que puede
decirse, antes bien, que existe para todos los hombres, sea cualquiera su educación y cultura. En este
sentido se ha definido, desde la antigüedad, al hombre un ser dotado de razón. El modo general empírico
de conocer el ser racional, es primero aquel que consiste en partir de opiniones preconcebidas e hipótesis,
y según las consideraciones expuestas; el ser racional es el ser incondicional que, por tanto, encierra en sí
su determinación. Este es su carácter. Ahora bien, el ser especulativo en general no es sino el ser racional y
el ser racional positivo, en cuanto es pensado.

Ordinariamente se emplea la palabra especulación en un sentido muy vago, y al mismo tiempo subordinado.
Así se habla de especulación en el matrimonio, por ejemplo, o en el comercio, entendiendo así simplemente
de un lado que hay que ir más allá de lo que se tiene ante sí, y de otro, que lo que forma el contenido de la
especulación es, ante todo, un momento puramente subjetivo que, sin embargo, no debe quedar como tal,
sino realizarse y objetivarse. Se puede decir del uso que se hace comúnmente de la palabra especulación lo
que se ha observado de la idea, añadiendo que aquellos mismos que se tienen por instruidos nos hablan a
veces de aquella como de un proceso meramente subjetivo, entendiendo que un cierto modo de concebir
los diferentes estados y relaciones de la naturaleza o del espíritu puede ser, desde el punto de vista
puramente especulativo, muy bello y justo, pero que no se acuerda con la experiencia, ni es posible que
tales concepciones se establezcan en la realidad. Pero, por el contrario, la especulación en su significación
verdadera, ya como proceso previo y provisional, ya como definitivo, no es un proceso meramente
subjetivo, sino más bien el que contiene las oposiciones en que el entendimiento se detiene (y, por lo
tanto, también, la oposición del sujeto y del objeto), que las contiene como momentos, que se apropia y
que se afirma, pues, como principio concreto y como totalidad.
Relativamente a la acepción de la palabra especulativo, debemos recordar que se ha entendido por tal lo
que, relativamente a la conciencia religiosa y a su objeto, se ha designado antes con el nombre de
misticismo. En nuestros días, quien dice místico dice generalmente, misterioso e incomprensible, y según la
diferencia de educación y de modo de sentir, el objeto misterioso para unos contiene la escénica y la verdad,
y para otros es fuente de superstición y error. Observados primero en este punto que el objeto místico es, si,
un arcano, pero solo para el entendimiento, mientras que el ser místico (en cuanto equivalente al ser
especulativo) es la unidad de estas determinaciones, que el entendimiento no tiene con verdaderas son en
su estado de separación y oposición. Por consiguiente, aquellos que, de un lado, reconocen en el ser místico
la verdad pero que no quieren ver, de otro lado, en este ser sino un objeto inescrutable, enseñan en realidad
que la actividad del pensamiento no es sino la de la identidad abstracta y que, por esto mismo, para alcanzar
la verdad y querer prescindir del pensamiento, como se expresa ordinariamente, hay que aprisionar la razón.
Pero, como acabamos de ver el pensamiento abstracto y según el entendimiento, dista tanto de ser el
pensamiento verdadero el más alto, que se suprime más bien y pasa a su contrario, mientras que el
pensamiento racional, como tal, es precisamente ese pensamiento que contiene a los contrarios como
momentos ideales. Todo lo que es racional puede, pues, ser llamado místico, pero solo en el sentido de que
exceda los límites del entendimiento y no porque se deba considerarle como inaccesible e incomprensible al
pensamiento.
Lecciones sobre la filosofía de la historia universal - G. W. F. Hegel – Editorial Altaya – Traducción José
Gaos.

Introducción general.

Señores:

El objeto de estas lecciones es la filosofía de la historia universal. No necesito decir lo que es historia, ni lo
que es historia universal. La representación general es suficiente y sobre poco más o menos concordamos
con ella. Pero lo que puede sorprender, ya en el título de estas lecciones, y lo que ha de parecer necesitado
de explicación, o más bien de justificación, es que el objeto de nuestro estudio sea una filosofía de la historia
universal y que pretendamos tratar filosóficamente la historia.

Sin embargo, la filosofía de la historia no es otra cosa que la consideración pensante de la historia; y
nosotros no podemos dejar de pensar, en ningún momento. El hombre es un ser pensante; en esto se
distingue del animal. En todo lo humano, sensación, saber, conocimiento, apetito, voluntad – por cuanto
es humano y no animal – hay un pensamiento; por consiguiente, también lo hay en toda ocupación con la
historia. Pero este apelar a la universal participación del pensamiento en todo lo humano y en la historia,
puede parecer insuficiente, porque estimamos que el pensamiento está subordinado al ser, a lo dado,
haciendo de este su base y su guía. A la filosofía, empero, le son atribuidos pensamientos propios, que la
especulación produce por sí misma, sin consideración a lo que existe, y con estos pensamientos se dirige a la
historia, tratándola como un material, y no dejándola tal como es, sino disponiéndola con arreglo al
pensamiento y construyendo a priori una historia.

La historia se refiere a lo que ha acontecido. El concepto, que se determina esencialmente por sí mismo,
parece, pues, contrario a su consideración. Pero entonces hay que establecer el enlace de los
acontecimientos; hay que descubrir eso que se llama historia pragmática, esto es, las causas y
fundamentos de lo sucedido, y cabe representarse que el concepto es necesario para ello, sin que por eso
el concebir se ponga en relación de oposición a sí mismo. Ahora que, de este modo, los acontecimientos
siguen constituyendo la base; y la actividad del concepto queda reducida al contenido formal, universal, de
los hechos, a los principios y reglas. Se reconoce, pues, que el pensamiento lógico es necesario para las
deducciones, que asi se hacen de la historia; pero se cree que lo que las justifica, debe provenir de la
experiencia. En cambio, lo que la filosofía entiende por concepto es otra cosa; el concebir es aquí la
actividad misma del concepto y no la concurrencia de una materia y una forma que viene cada una de su
lado.

Una alianza como la de la historia pragmática no basta al concepto en la filosofía; este toma esencialmente
de sí mismo su materia y contenido. En este respecto, y a pesar del enlace indicado, subsiste la misma
diferencia: lo sucedido y la independencia del concepto se oponen mutuamente. Sin embargo, la misma
relación nos ofrece ya dentro de la historia (prescindiendo aun enteramente de la filosofía), tan pronto como
tomamos en ella un punto de vista más alto. En primer término vemos en la historia ingredientes,
condiciones naturales, que se hallan lejos del concepto; vemos diversas formas del arbitrio humano y de la
necesidad externa. Por otro lado ponemos frente a todo esto el pensamiento de una necesidad superior; de
una eterna justicia y amor, el fin último absoluto, que es verdad en sí y por sí. Nuestro propósito es
mostrarla resuelta en sí y por si en la historia universal.

La historia solo debe recoger puramente lo que es, lo que ha sido, los acontecimientos y actos. Es tanto
más verdadera cuanto más exclusivamente se atiene a lo dado – y puesto que esto no se ofrece de un
modo inmediato, sino que exige varias investigaciones, enlazadas también con el pensamiento – cuanto
más exclusivamente se propone como fin lo sucedido. La labor de la filosofía parece hallarse en
contradicción con este fin; y sobre esta contradicción, sobre el reproche que se hace a la filosofía de que
lleva pensamientos a la historia con arreglo a los cuales trata la historia, quiero explicarme en la
Introducción. Se trata de enunciar primeramente la definición general de la filosofía de la historia universal,
y de hacer notar las consecuencias inmediatas que se derivan de ella. Con esto, la relación entre el
pensamiento y lo sucedido se iluminara por si misma con recta luz.

Capítulo I

La visión racional de la Historia Universal.

Empezare advirtiendo, sobre el concepto provisional de la filosofía de la historia, que, como he dicho, a la
filosofía se le hace en primer término el reproche de que va con ciertos pensamientos a la historia y de que
considera esta según esos pensamientos. Pero el único pensamiento que aporta es el simple pensamiento
de la Razón, de que la razón rige el mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha
transcurrido racionalmente. Esta convicción y evidencia es un supuesto, con respecto a la historia como tal.
En la filosofía, empero, no es un supuesto. En ella está demostrado, mediante el conocimiento especulativo,
que la razón – podemos atenernos aquí a esta expresión, sin entrar a discutir su referencia y relación a dios –
es la sustancia; es, como potencia infinita, para sí misma la materia infinita de toda vida natural y espiritual
y, como forma infinita, la realización de este su contenido: sustancia, como aquello por lo cual y en lo cual
toda realidad tiene su ser y consistencia; potencia infinita porque la razón no es tan impotente que solo
alcance al ideal, a lo que debe ser y solo exista fuera de la realidad, quien sabe dónde, quizás como algo
particular en la cabeza de algunos hombres ; contenido infinito, porque ser toda esencia y verdad y materia
para sí misma, la metería que ella da a elaborar su propia actividad. La razón no ha menester, como la
acción finita, condiciones de un material externo; no necesita de medios dados, de los cuales recibe el
sustento y los objetos de su actividad se alimenta de sí misma y es ella misma el material que elabora.

Pues bien, que esa idea es lo verdadero, lo eterno, lo absolutamente poderoso, que esa idea se manifiesta
en el mundo y que nada se manifiesta en el mundo sino ella misma, su magnificencia y dignidad; todo esto
está, como queda dicho, demostrado en la filosofía, y por tanto se presupone aquí como demostrado. La
consideración filosófica no tiene otro designio que eliminar lo contingente. La contingencia es lo mismo
que la necesidad externa, esto es, una necesidad que remonta a causas, las cuales son solo circunstancias
externas. Y debemos aprehenderlo por la razón, que no puede poner interés en ningún fin particular y
finito, y solo en el fin absoluto.

Lo racional es el ser en sí y por si, mediante el cual todo tiene su valor. Se da a si mismo diversas figuras;
en ninguna es más claramente fin que en aquella en que el espíritu se explicita y manifiesta en las figuras
multiformes que llamamos pueblos. Es necesario llevar a la historia la fe y el pensamiento de que el mundo
de la voluntad no está entregado al acaso. Damos por supuesto, como verdad, que en la historia universal
hay una razón – no la razón de un sujeto particular, sino la razón divina y absoluta -. La demostración de esta
verdad es el tratado de la historia universal misma, imagen y acto de la razón. Pero la verdadera
demostración se halla más bien en el conocimiento de la razón misma. Esta se revela en la historia universal.
La historia universal es solo la manifestación de esta única razón; es una de las figuras particulares en que
la razón se revela; es una copia de ese modelo que se ofrece en un elemento especial, en los pueblos.

La razón descansa y tiene su fin en sí misma; se da existencia y se explana por sí misma. El pensamiento
necesita darse cuenta de este fin de la razón. El modo filosófico puede tener al principio algo de chocante;
dadas las malas costumbres de la representación, puede pasar por contingente, por una ocurrencia. Aquel
para quien el pensamiento no sea lo único verdadero, lo supremo, no puede juzgar en absoluto el modo
filosófico. Podría, pues, pedir a aquellos de ustedes, señores, que todavía no han trabado conocimiento con
la filosofía, que se acercasen a esta exposición de la historia universal con fe en la razón, con sed de su
conocimiento. Y en efecto, la necesidad subjetiva que lleva al estudio de las ciencias es, en verdad, sin
duda, el afán de evidencia racional, de conocimiento y no meramente de una suma de noticias. La
consideración de la historia universal ha dado y dará por resultado el saber que ha transcurrido
racionalmente, que ha sido el curso racional y necesario del espíritu universal, el cual es la sustancia de la
historia – espíritu uno, cuya naturaleza es una y siempre la misma, y que explicita esta su naturaleza en la
existencia universal. (El espíritu universal es el espíritu en general.) Este ha de ser, como queda dicho, el
resultado de la historia misma. Pero hemos de tomar la historia tal como es; hemos de proceder histórica,
empíricamente. Entre otras cosas, no debemos dejarnos seducir por los historiadores de oficio. Pues, por lo
menos entre los historiadores alemanes, incluso aquellos que poseen una gran autoridad y se enorgullecen
del llamado estudio de las fuentes, los hay que hacen lo que reprochan a los filósofos, esto es, llevar a la
historia invenciones a priori.

Podríamos formular, por tanto, como la primera condición, la de recoger fielmente lo histórico. Pero son
ambiguas esas expresiones tan generales como recoger y fielmente. El historiógrafo corriente, medio, que
cree y pretende conducirse receptivamente, entregándose a los meros datos, no es en realidad pasivo su
pensar. Trae consigo sus categorías y ve a través de ellas lo existente. Lo verdadero no se halla en la
superficie visible. Singularmente en lo que debe ser científico, la razón no puede dormir y es menester
emplear la reflexión. Quien mira racionalmente el mundo, lo ve racional. Ambas cosas se determinan
mutuamente.

Cuando se dice que la finalidad del mundo debe desprenderse de la percepción, eso no deja de tener
exactitud. Más para conocer lo universal, lo racional, hace falta emplear la razón. Los objetos son estímulos
para la reflexión. El mundo se ve según como se le considere. Si nos acercamos al mundo solo con nuestra
subjetividad, lo encontraremos tal como nosotros mismos estamos constituidos; sabremos y veremos
cómo ha tenido que hacerse todo y como hubiera debido ser. Para el gran contenido de la historia universal
es racional y tiene que ser racional; una voluntad divina rige poderosa el mundo, y no es tan impotente que
no pueda determinar este gran contenido. Nuestro fin debe ser conocer esta sustancialidad (la razón), y
para descubrirla, hace falta la conciencia de la razón, no los ojos de la cara, ni un intelecto finito, sino los
ojos del concepto, de la razón, que atraviesan la superficie y penetran allende la intrincada maraña de los
acontecimientos. Más se dice que, procediendo asi con la historia, se emplea un procedimiento apriorístico
e ilícito en sí y por sí. Pero tal lenguaje le es indiferente a la filosofía. Para conocer lo sustancial hay que
acercarse a ello con la razón. Sin duda, no debemos acudir con reflexiones parciales, pues estas desfiguran
la historia y provienen de falsas opiniones subjetivas. Pero la filosofía no tiene nada que ver con estas. La
filosofía opera también a priori, puesto que supone la idea. Pero esta existe ciertamente; tal es la
convicción de la razón.

El punto de vista de la historia universal filosófica no es, por tanto, un punto de vista obtenido por
abstracción de otros muchos puntos de vista generales y prescindiendo de los demás. Su principio
espiritual es la totalidad de los puntos de vista. Considera el principio concreto y espiritual de los pueblos y
su historia, y no se ocupa de las situaciones particulares, sino de un pensamiento universal, que se prolonga
por el conjunto. Este elemento universal no pertenece al fenómeno, que es contingente. La muchedumbre
de las particularidades debe comprenderse aquí en una unidad. La historia tiene ante sí el más concreto de
los objetos, el que resume en si todos los distintos aspectos de la existencia; su individuo es el espíritu
universal. La filosofía, pues, al ocuparse de la historia, toma por objeto lo que el objeto concreto es, en su
figura concreta, y considera su evolución necesaria. Por esto, lo primero para ella no son los destinos, ni las
pasiones, ni las energías de los pueblos, junto a las cuales se empujan los acontecimientos; sino que lo
primero es el espíritu de los acontecimientos, que hace surgir los acontecimientos; este es mercurio, el guía
de los pueblos. Por tanto, no se puede considerar lo universal, que la historia universal filosófica tiene por
objeto, como una parte, por importante que sea, junto a la cual existieran otras partes; sino que lo universal
es lo infinitamente concreto, que comprende todas las cosas, que está presente en todas partes (porque el
espíritu esta eternamente dentro de sí mismo), para el que no hay pasado y que permanece siempre el
mismo en su fuerza y poder.

La historia debe considerarse con el intelecto, la causa y el efecto deben hacérsenos concebibles. Vamos a
considerar, de este modo, lo esencial en la historia universal, omitiendo lo inesencial. El intelecto hace
resaltar lo importante, lo en si significativo. Determina lo esencial y lo inesencial, según el fin que
persigue, al tratar la historia.

Pero no es pertinente desarrollar aquí los distintos modos de la reflexión, puntos de vista y juicio sobre la
mera importancia e insignificancia (que son las categorías mas próximas), sobre aquello a que, en el inmenso
material existente, concedemos el mayor peso. En cambio, debemos indicar brevemente las categorías en
que la faz de la historia se presenta, en general, al pensamiento.

La primera categoría surge a la vista del cambio de los individuos, pueblos y Estados, que existen un
momento y atraen nuestro interés, y en seguida desaparecen. Es la categoría de la variación. Vemos un
ingente cuadro de acontecimientos y actos, de figuras infinitamente diversas de pueblos, Estados e
individuos, en incesante sucesion. En todos estos acontecimientos y accidentes vemos sobrenadar el
humano hacer y padecer; en todas partes algo nuestro y, por tanto, una inclinación de nuestro interés en
pro y en contra. Ora nos atraen la belleza, la libertad y la riqueza; ora nos incita la energía con que hasta el
vicio sabe adquirir importancia. Unas veces vemos moverse difícilmente la extensa masa de un interés
general y pulverizarse, sacrificada a una infinita complexión de pequeñas circunstancias. Otras veces vemos
producirse una cosa pequeña, mediante una enorme leva de fuerzas, o salir una cosa enorme de otra, en
apariencia, insignificante.

El aspecto negativo de este pensamiento de la variación provoca nuestro pesar. Lo que nos oprime es que
la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos entre las
ruinas de lo egregio. La historia nos arranca a los más noble y más hermoso, porque nos interesamos. Las
pasiones lo han hecho sucumbir. Es perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha
sentido esta melancolía. ¿Quién habrá estado entre las ruinas de Cartago, Palmira, Persepolis o Roma, sin
entregarse a consideraciones sobre la caducidad de los imperios y de los hombres, al duelo por una vida
pasada, fuerte y rica? Es un duelo que no deplora perdidas personales y la caducidad de los propios fines,
como sucede junto al sepulcro de las personas queridas, sino un duelo desinteresado, por la desaparición de
vidas humanas, brillantes y cultas.

Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la
muerte. Este es un pensamiento que los orientales ya concibieron, quizá su pensamiento más grande, y
desde luego el más alto de su metafísica. En el mito de la transmigración de las almas esta contenido, con
respecto a lo individual; pero más universalmente conocida es aun la imagen del fénix, de la vida natural
que se prepara eternamente su propia pira y se consume sobre ella, de tal suerte, que de sus cenizas
resurge una nueva vida rejuvenecida y fresca. Pero esta es solo una imagen oriental; conviene al cuerpo no
al espíritu. Lo occidental es que el espíritu no solo resurge rejuvenecido, sino sublimado, esclarecido.
Oponiéndose a sí mismo y consumiendo su figura presente, elevase a una formación nueva. Pero al deponer
a la envoltura de su existencia, no solo transmigra a otra envoltura, sino que resurge de las cenizas de su
figura anterior, como un espíritu más puro. Esta es la segunda categoría del espíritu. El rejuvenecimiento
del espíritu no es un simple retorno a la misma figura; es una purificación y elaboración de sí mismo.
Resolviendo su problema, el espíritu se crea nuevos problemas, con lo que multiplica la metería de su
trabajo. Asi es como en la historia vemos al espíritu propagarse en inagotable multitud de aspectos, y
gozarse y satisfacerse en ellos. Pero su trabajo tiene siempre el mismo resultado: aumentar de nuevo su
actividad y consumirse de nuevo. Cada una de las creaciones, en que se ha satisfecho, se le presenta como
una nueva materia que exige nueva elaboración.

De este modo el espíritu manifiesta todas sus fuerzas en todas las direcciones. Conocemos las fuerzas que
posee, por la diversidad de sus formaciones y producciones. En esta alegría de su actividad, solo consigo
mismo tiene que habérselas. Sin duda está ligado, interior y exteriormente, a condiciones naturales que no
solo pueden poner resistencias y obstáculos en su camino, sino también acarrear el completo fracaso de sus
intentos. Pero en este caso cae en su función, como ente espiritual, para quien el finito no es la obra, sino en
su función, como ente espiritual, para quien el fin no es la obra, sino la propia actividad; y de este modo nos
ofrece todavía el espectáculo de haberse demostrado como tal actividad. Ahora bien, el primer resultado de
esta consideración improductiva es que nos fatigamos ante la sucesion de las formas y creaciones
particulares y preguntamos: ¿Cuál es el fin de todas estas formas y creaciones? No podemos verlas
agotadas en su fin particular. Todo debe redundar en provecho de una obra. Este enorme sacrificio de
contenido espiritual ha de tener por fundamento un fin último. Se impone, pues, la pregunta de si tras el
tumulto de esta superficie no habrá una obra íntima, silenciosa y secreta, en que se conserve la fuerza de
todo los fenómeno. Lo que puede dejarnos perplejos es la gran diversidad e incluso el interior del
antagonismo de este contenido. Vemos cosas antagónicas que son veneradas como santas y que has
suscitado el interés de las épocas y los pueblos. Produjese el deseo de hallar en la idea la justificación de
semejante decadencia. Esta consideración nos conduce a la tercera categoría, a la cuestión de un fin
último en sí y por sí. Es esta categoría la razón misma, que existe en la conciencia, como fe en la razón que
rige el mundo. Su demostración es el tratado mismo de la historia universal, la cual es la imagen y la obra
de la razón.

Solo recordare dos formas, relativas a la convicción general de que la razón ha regido y rige el mundo y,
por consiguiente, también la historia universal. Estas dos formas nos dan a la vez ocasión para tocar más de
cerca el punto capital de la dificultad y para acudir a lo que hemos exponer más ampliamente luego. La una
es el hecho histórico de que el griego Anaxágoras fue el primero en decir que el nous, el intelecto en
general o la razón, rige el mundo; no una inteligencia como razón consciente de sí misma, ni un espíritu
como tal. Debemos distinguir muy bien ambas cosas. El movimiento del sistema solar se verifica según
leyes invariables; estas leyes son la razón del mismo; pero ni el sol ni los planetas, que giran en torno al sol
conforme a estas leyes tienen conciencia de ellas. El hombre extrae de la existencia estas leyes y las sabe.
El pensamiento, pues, de que hay una razón en la naturaleza, de que esta es regida inmutablemente por
leyes universales, no nos sorprende. Estamos acostumbrados a él y no le hacemos mucho caso. He
mencionado, pues, este hecho histórico, para hacer notar que la historia enseña que algunas cosas que
pueden parecernos triviales no han estado siempre en el mundo; antes bien, ese pensamiento he hecho
época en la historia del espíritu humano.

Sócrates tomo de Anaxágoras este pensamiento, y, con excepción de Epicuro, que atribuía todos los
sucesos al acaso, dicho pensamiento se ha hecho dominante en la filosofía. Ahora bien, Platón hace decir a
Sócrates (Fe don pp. 97-98) sobre este descubrimiento de que el pensamiento – esto es, no la razón
consciente, sino una razón todavía indeterminada, ni consciente, ni inconsciente – rige el mundo: “Me
gozaba en él y esperaba haber encontrado un maestro que me explicara la naturaleza según la razón,
mostrándome en lo particular su fin particular, y, en el todo, el fin universal, el fin último, el bien. Y no
habría renunciado por nada a esta esperanza. Pero ¡cuán decepcionado quede – prosigue Sócrates – al leer
afanosamente los escritos del propio Anaxágoras! Halle que solo aducía causas exteriores: el aire el éter,
el agua, y otras semejantes, en lugar de la razón.” Como se ve, la insuficiencia que Sócrates encontraba en
el principio de Anaxágoras, no se refiere al principio mismo, sino a su falta de aplicación a la naturaleza
concreta; a que esta no es concebida ni explicada por aquel principio permanece en la abstracción o, dicho
más determinadamente, a que la naturaleza o es aprehendida como un desarrollo de principio, como una
organización producida por él, por la razón, como causa. Llamo ya desde ahora la atención sobre la
diferencia que hay entre sentar una definición, principio o verdad, de un modo meramente abstracto, o
llevarlo a una determinación más precisa y a un desarrollo concreto. Esta diferencia es fundamental, y entre
otras cosas, la encontraremos principalmente al término de nuestra historia universal, cuando tratemos de
la novísima situación política.

Pero he señalado esta primera aparición del pensamiento de que la razón rige el mundo asi como las
deficiencias que había en el, sobre todo porque lo dicho tiene su perfecta aplicación a otra forma del
mismo pensamiento, forma que nos es bien conocida y bajo la cual este pensamiento constituye una
convicción en nosotros. Me refiero a la forma de la verdad religiosa que dice que el mundo no está
entregado al acaso, ni a causas exteriores, contingentes, sino que una providencia rigen el mundo. Ya dije
anteriormente que no quiero apelar a vuestra fe en el principio indicado. Sin embargo, apelaría a la fe en él,
bajo esta forma religiosa, si la índole propia de la ciencia filosófica no prohibiese hacer supuestos; o dicho de
otra manera: porque la ciencia que nos proponemos tratar, es la que debe proporcionar la prueba, no diré
de la verdad, pero sí de la exactitud de aquel principio, de que ello es asi; sol ella debe mostrarlo en
concreto.

La verdad de que una providencia, la providencia divina, preside los acontecimientos del mundo,
corresponde al principio indicado. La providencia divina, es, en efecto, la sabiduría según una potencia
infinita, que realiza sus fines, esto es, el fin último, absoluto y racional del mundo. La razón es el
pensamiento, el nous, que se determina a si mismo con entera libertad.

Mas, por otra parte, la diferencia y hasta la oposición entre esta fe y nuestro principio, resalta justamente
del mismo modo que, en el principio de Anaxágoras, entre este y la exigencia que Sócrates le pone.
Aquella fe es igualmente indeterminada; es una fe en la providencia en general, y no pasa a lo
determinado, a la aplicación, al conjunto, al curso integro de los acontecimientos en el universo. En lugar
de llevar a cabo esta aplicación, complacerse los historiadores en explicar naturalmente la historia.
Ateniense a las pasiones de los hombres, a los ejércitos más fuertes, al talento o genio de tal o cual
individuo o al hecho de que en un Estado no ha existido justamente ningún individuo semejante, a las
llamadas causas naturales y contingentes, como las que Sócrates censuraba en Anaxágoras.

Esta determinación de la providencia, el hecho de que la providencia obre de este o de aquel modo, se llama
el plan de la providencia (fin y medios para este destino, estos planes). Pero se dice que este plan se halla
oculto a nuestros ojos e incluso que sería temeridad querer conocerlo. La ignorancia de Anaxágoras sobre el
modo de revelarse el intelecto en la realidad era una simple ignorancia; el pensar, la conciencia del
pensamiento no se había desarrollado aun ni en él, ni, en general, en Grecia. Todavía no era capaz de aplicar
su principio general a lo concreto, ni de explicar lo concreto por su principio. Sócrates ha dado un paso más,
concibiendo una forma de unión entre lo concreto y lo universal, aunque solo en el aspecto subjetivo: por
eso no adoptó una actitud polémica contra semejante aplicación. Pero aquella fe significa una actitud
polémica, por lo menos contra la aplicación en grande, contra el conocimiento del plan providencial. Pues en
particular se la deja intervenir acá y allá; y los espíritus piadosos ven en muchos sucesos, que otros
consideran como casualidades, no solo decretos de dios, en general, sino también de su providencia, es
decir, fines que esta se propone. Sin embargo, esto suele suceder solamente en casos aislados.

Por ejemplo, cuando un individuo, que se halla en gran confusión y necesidad, recibe inesperadamente un
auxilio, no debemos negarle la razón, si da gracias por ello a dios. Pero el fin mismo es de índole limitada, su
contenido es tan solo el fin particular de este individuo. Más en la historia universal nos referimos a
individuos que son pueblos, a conjuntos que son Estados. Por tanto, no podemos contentarnos con aquella
fe que administra la providencia al por menor, digámoslo asi; ni tampoco con la fe meramente abstracta e
indeterminada que se satisface con la formula general de que hay una providencia que rige el mundo, pero
si querer entrar en lo determinado y concreto, sino que hemos de proceder detenidamente este punto. Lo
concreto, los caminos de la providencia son los medios, los fenómenos en la historia, los cuales están
patentes ante nosotros; y debemos referirlos a aquel principio universal.

La fe ingenua puede renunciar al conocimiento detallado y contentarse con la representación general de un


gobierno divino del mundo. Quienes tal hacen no son censurables, mientras su fe no se convierta en
polémica. Pero cabe también sostener esa representación con parcialidad; la proposición general puede
tener, precisamente a causa de su generalidad, un sentido negativo particular; de suerte que, manteniendo
el ser divino en la lejanía, quede situado más allá de las cosas humanas y del conocimiento humano. Asi se
conserva, por otro lado, la libertad de eludir las exigencias de la verdad y de la razón y se gana la comodidad
de abandonarse a las propias representaciones. En este sentido, esta representación de dios se convierte en
una palabra vana. Si ponemos a dios más allá de nuestra conciencia racional, podemos muy bien prescindir
de preocuparnos de su naturaleza, como de buscar la razón en la historia universal; las libres hipótesis tienen
entonces ancho campo. La piadosa humildad sabe en lo que gana con su renuncia.

Podría no haber dicho que nuestra afirmación de que la razón rige y ha regido el mundo, se expresa en
forma religiosa, cuando afirmamos que la providencia rige el mundo. Asi no hubiera recordado esta cuestión
de la posibilidad de conocer a dios. Pero no he querido dejar de hacerlo, no solo para hacer notar los
objetos con que se relacionan estas materias, sino también para evitar la sospecha de que la filosofía se
atemorice, o deba atemorizarse, de recordar las verdades religiosas y las aparte de su camino, como si,
acerca de ellas, no tuviese la conciencia tranquila. Antes por el contrario, se ha llegado en los últimos
tiempos a tal punto, que la filosofía tiene que hacerse cargo del contenido de la religión, incluso contra
algunas formas de teología.

Se acusa de orgullo a la razón, por querer saber algo sobre dios. Pero más bien debe decirse que la
verdadera humildad consiste justamente en reconocer a dios en todas las cosas, tributándole honor en todo
y principalmente en el teatro de la historia universal. Arrastramos, como una tradición, la convicción de que
la sabiduría de dios se reconoce en la naturaleza. Asi fue moda durante algún tiempo admirar la sabiduría de
dios en los animales y las plantas. Se demuestra conocer a dios asombrándose ante los destinos humanos o
ante los productos de la naturaleza. Si se concede, pues, que la providencia se revela en estos objetos y
materias, ¿Por qué no en la historia universal? ¿Parecerá esta materia acaso demasiado amplia?
Habitualmente, en efecto, nos representamos la providencia como obrando en pequeños; nos la figuramos
semejante a un hombre rico que distribuye sus limosnas a los hombres y los dirige. Pero yerra quien piense
que la materia de la historia universal es demasiado grande para la providencia. Pues la divina sabiduría es,
en lo grande como en lo pequeño, una y la misma. En la planta y en el insecto es la misma que en los
destinos de los pueblos e imperios enteros.

Por otra parte, la naturaleza es un escenario de orden inferior al de la historia universal. La naturaleza es el
campo donde la idea divina existe en el elemento de lo que carece de concepto. En lo espiritual esta en
cambio en su propio terreno, y aquí justamente es donde ha de ser cognoscible. Armados con el concepto de
la razón, no debemos atemorizarnos ante ninguna materia. La afirmación de que no debemos pretender
conocer a dios, necesita sin duda un desarrollo más amplio que el que puede hacerse aquí. Pero como esta
materia se halla muy emparentada con nuestro fin, es necesario indicar los puntos de vista generales más
importantes. Si dios no pudiera ser conocido, únicamente lo no divino, lo limitado, lo finito, quedaría al
espíritu, como algo capaz de interesarle. Sin duda el hombre ha de ocuparse necesariamente de lo finito;
pero hay una necesidad superior, que es la de que el hombre tenga un domingo en la vida, para elevarse
sobre los quehaceres de los días ordinarios, ocuparse de la verdad y traerla a la conciencia.

Ahora bien, se dice que dios se comunica, pero solo en la naturaleza, en el corazón, en el sentimiento de los
hombres. Lo principal en esto es que en nuestro tiempo se afirma la necesidad de permanecer quieto; se
dice que dios existe para nosotros en la conciencia inmediata, en la intuición. La intuición y el sentimiento
coinciden en ser conciencia irreflexiva. Contra esto debe hacerse resaltar que el hombrees un ser pensante;
que se diferencia del animal por el pensamiento. El hombre piensa, aun cuando no tenga conciencia de ello.
Si pues dios se revela al hombre, se le revela esencialmente como a un ser pensante; si se revelara al
hombre esencialmente en el sentimiento, lo consideraría idéntico al animal, a quien no ha sido dada la
facultad de la reflexión. Pero a los animales no les atribuimos religión. En realidad, el hombre tiene religión
porque no es un animal, sino un ser pensante. Es la mayor de las trivialidades decir que el hombre se
diferencia del animal por el pensamiento, y, sin embargo, esta trivialidad ha sido olvidada.

Dios es el ser eterno en sí y por sí; y lo que en sí y por si es universal objeto del pensamiento, no del
sentimiento. Todo lo espiritual, todo contenido de la conciencia, el producto y objeto del pensamiento y,
ante todo, la religión y la moralidad, deben, sin duda, estar en el hombre también en la forma del
sentimiento, y asi empiezan estando en él. Pero el sentimiento no es la fuente de que este contenido mana
para el hombre, sino solo el modo y manera de encontrarse en él; y es la forma peor, una forma que el
hombre tiene en común con el animal. Lo sustancial debe existir en la forma del sentimiento; pero existe
también en otra forma superior y más digna. Más si se quisiera reducir la moralidad, la verdad, los
contenidos más espirituales, necesariamente al sentimiento y mantenerlo generalmente en el, esto sería
atribuirlo esencialmente a la firma animal; la cual, empero, es absolutamente incapaz de contenido
espiritual. El sentimiento es la forma inferior que un contenido puede tener; en ella existe lo menos posible.
Mientras permanece tan solo en el sentimiento, hallase todavía encubierto y enteramente indeterminado.
Lo que se tiene en el sentimiento es completamente subjetivo, y solo existe de un modo subjetivo. El que
dice: “yo siento asi”, se hay encerrado en sí mismo. Cualquier otro tiene el mismo derecho a decir: “yo no lo
siento asi”; y ya no ha terreno común. En las cosas totalmente particulares el sentimiento está en su
derecho. Pero querer asegurar de algún contenido que todos los hombres lo tienen en su sentimiento, es
contradecir el punto de vista del sentimiento, en el que nos hemos colocado; es contradecir el punto de vista
de la particular subjetividad de cada uno. Cuando un contenido se da en el sentimiento, cada cual queda
atenido a su punto de vista subjetivo.

Asi, pues, reducir de este modo al mero sentimiento el contenido divino – la revelación de dios, la relación
del hombre con dios, la existencia de dios para el hombre – es limitarse al punto de vista de la subjetividad
particular, del albedrio, del capricho. En realidad, es hacer caso omiso de lo verdadero en sí y por sí. Si solo
existe el modo indeterminado del sentimiento, sin ningún saber de dios, ni de su contenido, no queda nada
más que mi capricho. Lo finito es lo único que prevalece y domina. Si nada se de dios, nada serio puede
haber que limite y constriña la relación. Lo verdadero es algo en si universal, esencial, sustancial; y lo que es
asi, solo existe en y para el pensamiento. Pero lo espiritual, lo que llamamos dios, es precisamente la verdad
verdaderamente sustancial y en si esencialmente individual subjetiva. Es el ser penosamente; y el ser
penosamente es en sí creador; como tal lo encontramos en la historia universal. Todo lo demás, que
llamamos verdadero, es solo una forma particular de esta eterna verdad, tiene su base en ella, es un rayo de
ella. Si no se sabe nada de ella, nada se sabe verdadero, recto, nada moral.

¿Cuál es, pues, el plan de la providencia en la historia universal? ¿Ha llegado el tiempo de conocerlo? Solo
quiero indicar aquí esta cuestión general. En la religión cristiana, dios se ha revelado, esto es, ha dado a
conocer a los hombres lo que él es; de suerte que ya no es un arcano ni un secreto. Con esta posibilidad de
conocer a dios se nos ha impuesto el deber de conocerlo, y la evolución del espíritu pensante, que ha partido
de esta base, de la revelación de la esencia divina, debe, por fin, llegar a un buen término, aprehendiendo
con el pensamiento lo que se presentó primero al sentimiento y a la representación. ¿Ha llegado el tiempo
de conocerlo? Ello depende necesariamente de que el fin último del mundo haya aparecido en la realidad de
un modo consciente y universalmente cálido. Ahora bien, lo característico de la religión cristiana es que con
ella a alegado este tiempo. Este constituye la época absoluta en la historia universal. Ha sido revelada la
naturaleza de dios. Si se dice: no sabemos nada de dios, entonces la religión cristiana es algo superfluo, algo
que ha llegado demasiado tarde y malamente. En la religión cristiana se sabe lo que es dios. Sin duda. El
contenido existe también para nuestro sentimiento; pero, como es un sentimiento espiritual, existe también
por lo menos para la representación; y no meramente para la representación sensible, sino para la pensante,
para el órgano peculiar en que dios existe propiamente para el hombre. La religión cristiana es la que ha
manifestado a los hombres la naturaleza y la esencia de dios.

Los cristianos están, pues, iniciados en los misterios de dios, y de este modo nos ha sido dada también la
clave de la historia universal. En el cristianismo hay un conocimiento determinado de la providencia y de su
plan. En el cristianismo es doctrina capital que la providencia ha regido y rige el mundo; que cuanto sucede
en el monto está determinado por el gobierno divino y es conforme a este. Hay un fin último, universal, que
existe en sí y por sí. La religión no rebasa esta representación general. La religión se atiene a esta
generalidad. Pero esta fe universal, la creencia de que la historia universal es un producto de la razón eterna
y de que la razón ha determinado las grandes revoluciones de la historia, es el punto de partida necesario de
la filosofía en general y de la filosofía de la historia universal. Se debe decir, por tanto, que ha llegado
absolutamente el tiempo en que esta convicción o certidumbre no puede ya permanecer tan solo en la
modalidad de la representación, sino que debe además ser pensada, desarrollada, conocida y convertirse en
un saber determinado.

La distinción entre la fe y el saber se ha convertido en una antítesis corriente. Considerase como cosa
decidida que son distintos la fe y el saber y que, por tanto, no sabemos nada de dios. Para asustar a los
hombres, basta decirles que se quiere conocer a dios y exponer este conocimiento. Pero esta distinción es,
en si determinación esencial, vana; pues aquello que creo, lo sé, estoy cierto de ello. El hombre religioso
cree en dios y en las doctrinas que explican su naturaleza; pero sabe también esto, y esta cierto de ello.
Saber significa tener algo como objeto ante la conciencia y estar cierto de ello. Saber significa tener algo
como objeto ante la conciencia y estar cierto de ello; y creer significa exactamente lo mismo. El conocer, en
cambio, penetra además en los fundamentos, en la necesidad del contenido sabido, incluso del contenido de
la fe, prescindiendo de la autoridad de la iglesia y del sentimiento, que es algo inmediato; y desarrolla, por
otro lado, el contenido en sus determinaciones precisas. Estas determinaciones precisas deben primero ser
pensadas, para poder ser conocidas exactamente y recibidas, en su unidad concreta, dentro del concepto.

Dios no quiere espíritus estrechos, ni cabezas vacías en sus hijos, sino que exige que se le conozca; quiere
tener hijos cuyo espíritu sea pobre en sí, pero rico en el reconocimiento de él, y que pongan todo valor en el
conocimiento de dios. Siendo la historia el desarrollo de la naturaleza divina en un elemento particular y
determinado, no puede satisfacer ni haber en ella más que un conocimiento determinado. Tiene que haber
llegado, en fin, necesariamente el tiempo de concebir también esta rica producción de la raza creadora, que
se llama la historia universal. Nuestro conocimiento aspira a lograr la evidencia de que los fines de la eterna
sabiduría se han cumplido en el terreno del espíritu, real y activo en el mundo, lo mismo que en el terreno
de la naturaleza. Nuestra consideración es por tanto, una teodicea, una justificación de dios, como la que
Leibniz intento metafísicamente, a su modo, en categorías aun abstractas e indeterminadas: se propuso
concebir el mal existente en el mundo, incluyendo el mal moral, y reconciliar al espíritu pensante con lo
negativo. Y es en la historia universal donde la masa entera del mal concreto aparece ante nuestros ojos. (En
realidad, en ninguna parte hay mayor estímulo para tal conocimiento conciliador que en la historia universal.
Vamos a detenernos sobre esto un momento) Esta reconciliación solo puede ser alcanzada mediante el
conocimiento de lo afirmativo - en el cual lo negativo de aparecer como algo subordinado y superado - ,
mediante la conciencia de lo que es en verdad el fin último del mundo; y también de que este fin esta
realizado en el mundo y de que el mal moral no ha prevalecido en la misma medida que este fin último.

La justificación se propone hacer concebible el mal, frente al poder absoluto de la razón. Se trata de la
categoría de lo negativo, de que se habló anteriormente, y que nos hace ver como en la historia universal lo
más noble y más hermoso es sacrificado en su altar. Lo negativo es rechazado par la razón, que quiere más
bien en su lugar un fin afirmativo. La razón no puede contentarse con que algunos individuos hayan sido
menoscabados; los fines particulares se pierden en lo universal. La razón ve, en lo que nace y perece, la obra
que ha brotado del trabajo universal del género humano, una obra que existe realmente en el mundo a que
nosotros pertenecemos. El mundo fenoménico ha tomado la forma de una realidad, sin nuestra
cooperación; solo la conciencia, la conciencia pensante, es necesaria para comprenderlo. Pues lo afirmativo
no existe meramente en el goce del sentimiento, de la fantasía, sino que es algo que pertenece a la realidad,
y que nos pertenece, o a que nosotros pertenecemos.

La razón, de la cual se ha dicho que rige el mundo, es una palabra tan indeterminada como la de providencia.
Se habla siempre de la razón, sin saber indicar cuál sea su determinación, su contenido; cual sea el criterio
según el cual podemos juzgar si algo es racional o irracional. La razón aprehendida en su determinación, es la
cosa. Lo demás – si permanecemos en la razón en general – son meras palabras

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