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El nombre prestado
El nombre prestado
a Esther Brom,
a todos los que como ella lograron sobrevivir al holocausto,
y a los que quedaron, allá lejos.
Baruj Spinoza
-I-
Volví de la universidad como todos los atardeceres, cansado y hastiado de tanto trabajo.
Cada vez me resultaba más difícil desarrollar mis clases, por la falta de interés y atención
de los alumnos, característica propia de la juventud de esta década.
Abrí la puerta de mi departamento y sin encender la luz, bajé mis cuadernos sobre el
escritorio. Así, casi a oscuras, puesto que desde afuera entraba una tenue claridad, caminé
hasta el balcón con mucho cuidado para no tropezar. Siempre que llegaba a estas horas a la
casa, y en tales condiciones, repetía lo mismo, iba hasta ese lugar. Necesitaba aire puro, y
luna. Pasaba largo tiempo observando el mundo desde ese pequeño espacio.
Descorrí la cortina y abrí la puerta. Era una noche tibia la de aquel último viernes de
setiembre. Miré la calle, a las personas que andaban, algunas con pasos ligeros, otras con
pasos lentos, de diferentes edades y condiciones, hombres, mujeres, niños, ancianos,
mendigos parados en las esquinas, evidenciando sus miserias, artistas harapientos
ofreciendo su música, ofertando su arte como en una improvisada subasta callejera.
Automóviles de todo tipo, grandes, pequeños, lujosos o estropeados circulaban a gran
velocidad, abriéndose paso con luces altas y bocinas estridentes. [10] La avenida estaba
ruidosa, congestionada de gente, de olores, de atropellos, de pobreza, de dolor, de alegría,
de vida.
Era casi final de semana. Algunos caían rendidos en el sopor del cansancio, otros, en la
euforia previa a un feriado. Levanté la vista y me distraje con las luces de los letreros.
Luces que dormitaban y despertaban como si no se resignaran a desfallecer. Subí la mirada
y me encontré con el cielo. Por fin el cielo, aquel cielo con luna. Una luna novísima, lúcida
y arrogante. Respiré hondo como si liberara una congoja. Quise permanecer allí, en aquel
espacio pequeño, por siempre, pero el teléfono sonó y mi deseo se interrumpió. Despacio,
sin apuro, caminé hasta el salón, tomé el tubo y respondí la llamada.
-¡Hola! ¿Iósele?
-Bien, papá.
-No, no lo olvido, es viernes. Tampoco me olvido la hora, son las ocho en punto de la
noche.
-Papá, las velas del viernes las prenden y las rezan únicamente las mujeres, y acá no hay
ni una sola mujer. ¿O no te acuerdas que vivo solo? Además está escrito: «Sólo a través de
la mujer las bendiciones de Dios son concedidas a una casa».
-Igual, Iósele, igual tú las puedes prender. O si no, ¿cómo sabes que es viernes a la
noche? ¿Cómo diferencias ese día de los otros días? [11]
-Si molesto, hijo, te llamo más tarde, o mañana, no quiero interrumpir tu trabajo.
-Sabes, Iósele, que faltan unas semanas para Rosh Hashaná y como acá no hay ni un
solo shil cerca, quería saber si puedo ir a tu casa unos días. Te prometo, hijo, que no voy a
molestar.
-No tienes que pedirme permiso, papá, todos los años pasamos juntos esa fiesta. Además
esta también es tu casa.
-Esa fue mi casa, hijo, ahora es tuya, yo te la regalé.
-Sí, pero me parece que ya tienes edad de perder el miedo a los trenes.
-Bueno, no importa, ven en lo que tú quieras, pero llámame, y si no estoy en casa, deja
un mensaje en el contestador.
-Pero si voy a molestar hijo, no voy, me quedo y el año que viene, si Dios quiere
pasamos juntos, yo por eso no me enojo.
-Adiós, hijo.
-Adiós, papá.
Hacía más de veinte años que mi padre se había ido a vivir a un pueblo pequeño en las
afueras de la capital. Después de cerrar su negocio, decidió mudarse a una casa. No quería
volver a saber nada de los espacios pequeños. Buscaba un patio, aire para sus pájaros y sol
para sus plantas. Nunca terminé de entender aquella decisión de ir tan lejos, y a un lugar tan
inseguro, sobre todo para un hombre de su edad, casi anciano. Tampoco entendía su
terquedad de viajar siempre en colectivo, pudiendo hacerlo en tren, en menos horas y más
cómodamente, pero intentar persuadirlo de que estaba equivocado era igual que creer que el
Mesías estaba por llegar.
Conecté el contestador automático, y fui hasta la cocina a fijarme en el calendario
hebreo, cuánto tiempo faltaba aún para la festividad de Rosh Hashaná. Me quedaban un par
de semanas. Suficientes para arreglar el departamento, dejarlo limpio y encontrar un lugar
cómodo para mi padre.
Cada vez que él me visitaba para mí significaba un desgaste físico y emocional enorme
y después de su partida quedaba exhausto. Siempre discutíamos sobre lo mismo, mi
profesión, mi trabajo o mi estado civil, ya que él nunca aceptó que yo, siendo un sociólogo,
carrera que tampoco entendía de qué se trataba, me ganara la vida dando cátedras de
literatura y de filosofía en una universidad, o también que después de haber estudiado
periodismo, trabajara como columnista cultural en un diario vespertino poco leído. Sobre
todo le disgustaba que me dedicara a escribir poemas, cuentos, y una novela que siempre
estaba en proceso de creación. Para él los escritores éramos personas con mucha
sensibilidad pero con poca inteligencia. Tampoco entendía mi fuga de la religión, y el
tiempo que estábamos juntos lo utilizaba para censurarme sobre [13] mi carrera, mis
trabajos, mi nombre, mis ideas, mi escritura, y sobre todo por amar a Laura.
Sentí un vacío en el estómago y decidí prepararme algo de comer. Fui de nuevo hasta la
cocina, abrí la heladera y elegí dos huevos para hacerlos revueltos. Aquella receta me hizo
recordar a mi madre. Ella siempre me preparaba huevos revueltos, y a veces le agregaba
papas o cebollas. Me senté a la mesa, frente al plato de comida, y cuando llevaba el tenedor
a la boca, distraje la mirada, como si buscara a alguien. Dejé los cubiertos en el plato y
volví a sentir algo extraño. Oía una voz. Era como si alguien me hablara. Di vuelta el rostro
y no encontré a nadie. Tuve miedo, sentí mucho miedo, miedo de caer de nuevo en la
trampa que me tendía la soledad. No, no quería volver a caer en aquel estado. Entonces
decidí salir.
Yo vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, y con un portero que sólo
trabajaba medio turno. Mi departamento era el único ocupado de ese piso.
Era un barrio muy particular, donde el dueño de la farmacia era judío, el verdulero era
judío y la dueña de la confitería también era judía. En aquel lugar se habían radicado
muchas familias de inmigrantes que llegaron de Polonia, de Rusia, de Alemania y de otros
lugares de Europa. De pronto uno se cruzaba con personas que hablaban en yiddish, o con
religiosos ortodoxos que parecían [14] haber venido de Meashearim. Cuando se acercaba el
viernes o alguna importante festividad, el viento traía olor a pescado, a cebolla frita y a
torta de miel. Fue por esa razón que mi padre había comprado el departamento en ese lugar
hacía mucho tiempo atrás. Él necesitaba estar cerca de sus paisanos para sentirse seguro.
Bajé despacio, escalón por escalón. Me detuve en todos los pisos, y parado frente a la
puerta de cada departamento traté de adivinar, como en un juego de acertijos, qué podía
estar sucediendo detrás de cada una de ellas. Pensé que quizás en algunas habitaba la
soledad, tal vez en otra la alegría, el desamor, o la tristeza. En el cuarto piso me crucé con
una mujer que vivía sola con su perra. No tenía marido ni hijos, pero sí un animal tan viejo
y tan feo como ella, a quien rigurosamente sacaba a pasear todas las mañanas y todas las
tardes, aunque lloviese o cayeran granizos. Nos saludamos amablemente y después yo seguí
mi descenso. En el departamento «A» del tercer piso vivía Don Samuel. La suya era la
única puerta de todo aquel edificio que tenía clavada una Mezuzah. Era un hombre viudo
que había venido de Europa, según me contaron, en el mismo barco en el que vino mi
padre, y por ello, desde entonces, eran amigos. Cuando nos encontrábamos me obligaba a
visitarlo. Siempre tenía alguna comida o bebida para ofrecerme o algunas historias que
contar sobre Nalevki, una perdida calle de Varsovia, antes de la guerra. Don Schmuel como
lo llamaban sus amigos, ya no trabajaba. Vivía de su jubilación y la mayor parte del día
pasaba en el bar buscando a quien relatar sus recuerdos, o discutiendo de política con José,
o con Carlos, el dueño del bar. Cuando la estación se lo permitía iba hasta el parque a jugar
dominó o a las cartas con algún otro jubilado como él. En las noches escuchaba ópera con
el volumen más alto del tocadiscos y no había forma de persuadirlo [15] de que lo bajara.
Igual que mi padre, iba a casa de sus hijos solamente para la celebración de alguna
festividad o para la fecha de su cumpleaños. En el departamento «C» frente al de él, vivía
una pareja de recién casados. Siempre se los veía reír y besarse. Todavía eran felices.
Bajé al segundo. En ese piso vivía una joven bonita pero muy tímida que había venido
sola desde el interior del país a estudiar en la capital. En el departamento contiguo habitaba
también una joven sola, que continuamente recibía visitas de personas extrañas y que todas
las mañanas, antes de ir a trabajar, se perfumaba con una colonia de aroma muy fuerte.
Seguí mi descenso. En el primer piso me encontré con dos niños que volvían del parque.
Uno de ellos llevaba una pelota en las manos. Los vi y les envidié la edad y su condición.
Vivían con sus padres y con dos hermanas más pequeñas. Eran, igual que yo, los únicos
inquilinos que habitaban ese piso. El otro departamento, el «A», estaba desocupado desde
que su dueño falleció, y el «B» lo utilizaba una famosa imprenta como depósito de papeles.
En la planta baja estaba un local en el que había un negocio de venta de colchones, y otro
de venta de electrodomésticos.
Salí a la calle, caminé unas cuadras y me detuve a comprar cigarrillos antes de llegar al
bar, el único lugar seguro donde mi soledad no era atacada por la melancolía y donde
calmadamente transcurrían mis horas con la lectura de algún libro o periódico, o de lo
contrario me enredaba en discusiones que se improvisaban durante las interminables
tertulias de los escritores que se juntaban todas las noches en aquel lugar. En otras
ocasiones me detenía a mirar simple y pacientemente, irse el tiempo, desde la ventana.
Entré y ocupé la mesa del centro. Pedí un café, pero antes de que el mozo me lo trajera
se sentó a mi lado José, un viejo profesor de violín, judío que había pertenecido a la
intelectualidad rusa y que todavía creía en la ideología política de Trotsky y en la [16]
revolución Bolchevique. Era uno de esos rusos que seguía prendido a la teoría de que el
comunismo era la única salvación para los medios de producción y para la clase obrera, y
creía además que con la supresión de las clases sociales la pobreza iba a desaparecer y el
hombre dejaría de sufrir hambre definitivamente.
Los dos pedimos café y como de costumbre discutimos de los temas habituales. En otra
mesa se encontraba una pareja tomada de la mano y hablándose al oído. En otra estaban
sentados tres poetas frente a unos cuantos libros y periódicos, esperando al resto para
empezar la tertulia.
Pasada la media noche, José y yo decidimos terminar con el café, los cigarrillos y con la
conversación, cuando de pronto entró al bar una niña que iba prolijamente vestida. Llevaba
el pelo suelto y un ramo de flores en las manos. Todas eran rosas, de tallos largos, muy
largos, envueltas cada una en papel celofán y acompañadas de unas hojas de ilusión.
Tímidamente se acercó a las mesas a ofrecer a cada hombre una flor.
-¡Para su amada! -decía, mientras sus ojos grandes y negros recorrían los platos
buscando restos de comida.
Regresé a mi casa cansado y con deseos de dormir. Antes de acostarme tomé un libro
sobre la hipnosis de Charcot. Siempre me interesó aquel método de acercamiento al
inconsciente. Quedé atrapado por aquel tema, hasta que por la claridad que se filtraba por la
ventana, noté que estaba amaneciendo. Para poder descansar me levanté, descorrí la cortina,
apagué la luz del velador y volví a la cama. Me cubrí con la sábana y por debajo, con la
mano, toqué suavemente el ancho, frío y vacío espacio que me rodeaba, aquel espacio en el
que me encontraba solo y desvelado. Extrañaba a Laura. [17]
Me levanté cansado y con mucha tos, después de un oscuro sueño. Fui a tomar un baño,
pero antes me miré en el espejo del botiquín, el único espejo en toda la casa. Siempre pensé
que una casa donde vivía un hombre solo era simplemente eso, una casa sin gracia y en
desorden. Por el contrario la casa donde habita una mujer, es un hogar. Mi piel y mis
dientes tenían el tinte amarronado que deja la nicotina. Cada vez que me levantaba con
aquella tos desagradable, prometía dejar de fumar desde ese mismo instante, pero después
de tomar el desayuno, que consistía en una rigurosa taza de café negro y fuerte, no concebía
empezar mi mañana sin un cigarrillo. Después era otro y otro, y al final del día era una
cajetilla, o tal vez más.
El olor a comida y el ruido de la familia del primer piso terminaron de despertarme. Era
terrible vivir en un edificio de departamentos donde habitan muchas personas, puesto que
uno se ve obligado a recibir y a sentir diferentes ruidos y olores, aunque yo ya estaba
acostumbrado a este tipo de agresiones. De tanto convivir con ellos, los reconocía con
mucha facilidad. Identificaba la colonia de mi vecina del segundo «B», con la que se
rociaba todas las mañanas antes de ir a trabajar, o el barullo infernal que hacía la familia
que vivía en el primero cuando los niños mayores se preparaban para ir a la escuela todos
los días. Junto a los gritos de su madre, eran un real tormento sumado a los ladridos de la
perra del cuarto cuando la dueña se atrasaba en su paseo habitual.
Más tarde, entonces la mañana tomó su ritmo y las personas sus compromisos, yo me
senté a trabajar, frente al papel blanco, desafiante y limpio. Y como estaba atrasado con la
entrega de los artículos decidí dedicarme solamente a ellos, a poner al día mis comentarios
sobre algún libro escogido por mí y también sobre los últimos libros lanzados, novelas,
ensayos y poemarios. Pero de pronto frente al teclado de la máquina de escribir pensé que
durante [18] todo ese tiempo que llevaba trabajando como periodista, jamás me propuse
escribir sobre otros temas que no fueran estrictamente literarios, y sobre los que yo también
tenía conocimiento, como ser el socialismo, el comunismo, el anarquismo, el liberalismo,
derechismo, sionismo, como si temiera tocar temas políticos. Era un resabio de cobardía
que nos quedó a todos aquellos que crecimos bajo la represión de las dictaduras de los
gobiernos militares.
Aparté aquella inquietud y volví a mi trabajo rutinario. Toda aquella mañana la dediqué
a analizar el libro La estatua de sal de A. Memmi.
Después de haber estado escribiendo aquella crítica, y de haber fumado durante un par
de horas, sentí cansancio, y para distraerme salí de nuevo al balcón. Observé el día. Se
había puesto particularmente oscuro y las calles también se hallaban increíblemente quietas,
calladas.
- II -
Suponer que los acontecimientos se desarrollarían de acuerdo a como uno los imaginaba
siempre me pareció muy infantil, aunque más de una vez, siendo ya adulto, igualmente caía
en la red de los deseos irrealizables. Creer que finalmente alcanzaría un buen entendimiento
con mi padre era uno de esos ideales inalcanzables, igual que confiar en que él cambiaría de
actitud durante su próxima visita.
Siempre ocurría lo mismo. Una semana antes de su viaje me llamaba todas las noches
para recordarme que tomaría el colectivo de las cuatro de la tarde y que dejaría a sus
pájaros al cuidado de la vecina de enfrente y a sus plantas con la vecina de al lado. Esta vez
me propuse no discutir con él y tratar de cumplir lo mejor posible mi papel de hijo, pues en
definitiva serían sólo unos días los que compartiríamos.
Nuestra relación nunca fue del todo buena. Cuando mi madre vivía, ella se encargaba de
acercarlo a mí y también de ocupar su lugar en muchos aspectos, como si conociera alguna
razón por la que él se comportaba así, razón que yo desconocía, que nunca percibí, y por la
que se convirtió en un hombre ausente y solitario. [20]
De niño lo veía como a un señor extraño que nos visitaba diariamente a mi madre y a
mí. Pocas fueron las veces en que estando solos los dos, él se preocupó de preguntarme
sobre mis estudios o sobre mis gustos. Nunca jugó ni estudió conmigo. Tampoco aprendió
el nombre de mis amigos, ni de la escuela a la que yo iba. Mi madre siempre encontraba la
causa para justificar esas ausencias. Era el excesivo trabajo, o de lo contrario afloraba su
dificultosa adaptación a Sudamérica, pero desde aquel viaje ya habían pasado muchos años.
Además mi madre también era europea y nunca supe que ella hubiese sufrido dificultades
con la adaptación.
En realidad mi padre era una persona distante a la que pocas veces oí reír. Después de
varios meses de no vernos, de nuevo nos encontraríamos los dos, él un anciano solo,
queriendo mantener vivo al judaísmo en mí, su único hijo, y yo un hombre también solo
buscando un espacio de libertad.
Aquella madrugada me desperté antes de que el timbre del despertador sonara. Era muy
temprano. Las luces de los letreros todavía alumbraban. En realidad no sé si desperté,
porque seguía somnoliento y cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche.
Perezosamente saqué la mano por debajo de la frazada, bajé la perilla del reloj para evitar
que sonara aquel chirrido tan molesto. Me fijé en la hora y aunque todavía faltaban algunas
para ir a la terminal de ómnibus a buscar a mi padre, quedé pensando y preocupado porque
el departamento se viera limpio y estuviera suficientemente arreglado. Faltaba controlar que
en la heladera no hubiera restos de jamón ni de ninguna otra comida que no reuniera la
pureza ritual de un alimento, pero seguí acostado, mirando aquel mueble que se encontraba
frente a la cama mientras pensaba en lo difícil que me resultaba levantarme aquella
mañana. Deseaba continuar así, con la mirada clavada en esa antigua cómoda, con el
cuerpo en reposo, inmóvil, con la mente vacía y sin ninguna duda, [21] pero tenía que
movilizar mi cuerpo, dispersar mis dudas y concentrar mis ideas para enfrentar el día. Con
gran esfuerzo me levanté, me vestí, me puse los anteojos y fui hasta el salón. Todo a mi
alrededor estaba en total descuido. Intenté poner orden, pero por más que trataba no era
posible arreglar aquel departamento. El desorden llevaba años. Algunos objetos estaban
envueltos en una capa de polvo y cubiertos de telarañas. Había libros esparcidos por todos
los lugares, en el dormitorio, en la cocina y en el salón, sobre la mesa, sobre el escritorio y
hasta en el piso. Para dejarlo en buen estado necesitaría más tiempo del que disponía. El
piso estaba convertido en un basural, en una inmensa papelera. Junté los papeles arrugados,
vacié los ceniceros, ordené algunos libros. Luego fui a la cocina, lavé la vajilla sucia, tiré
los restos de comida y en el momento en que estaba terminando de asear el dormitorio,
sonó el teléfono. ¡Tan temprano! ¿Quién podría ser? Intranquilo, contesté:
-¡Hola!
-¿Iósele!
-Sí.
-¡Soy tu padre!
-Bueno hijo. Entonces nos vemos a las cuatro, si Dios quiere. ¿No necesitas nada?
¿Tienes todo?
-Papá, tengo que cortar porque estoy apurado. Me estaba bañando y salí mojado del
baño.
-Hijo ve, ve pronto y cuídate, pero cuídate de verdad, Iósele, para que no te tome una
gripe, justo ahora que voy a visitarte.
-Adiós, papá.
Prendí un cigarrillo, y traté de no alterarme. Descorrí las cortinas, abrí las puertas, las
ventanas y el sofá, para convertirlo en cama. Saqué algunas ropas de la cómoda y dejé
suficiente espacio para las de mi padre. Siempre traía tanta que le alcanzarían como para
usarlas en las cuatro estaciones.
El teléfono sonó nuevamente. ¡No! No podía ser otra vez mi padre. No respondí.
Conecté el contestador automático y me alejé.
-¿Quién? -pregunté.
-¿Quién eres?
Abrí la puerta.
-Entra -dije-, pero disculpa el desorden, estaba arreglando el departamento porque hoy a
la tarde llegará mi padre de visita.
La dejé sola para que hablara con tranquilidad, pero a los pocos minutos de nuevo
escuché su voz llamándome:
-¡Alejandro! ¡Alejandro!
-¿Qué pasa?
De pronto, cuando apretó la tecla, se oyó una voz de mujer distinta a la de mi visitante,
más gruesa y que pausadamente decía: -Soy Leah Baron, no sabía que ahora te llamas
Alejandro. Te dejo un número de teléfono donde me puedes encontrar. Llámame.
Lili se fue sin avisarme y sin hacer su llamada, y cuando escuché el golpe de la puerta la
seguí, pero ella ya había bajado lo suficiente como para no escuchar mi llamado.
El teléfono sonó de nuevo. No podía creer que me pasaran todas esas cosas en menos de
una hora. La preocupación porque mi padre encontrase la casa en buen estado, todo
ordenado, la visita de Lili, la llamada de Leah, y ahora... ¿quién más se confabularía con el
resto para seguir fastidiando mi mañana?
-¡Hola!
La tía Jane sólo llamaba una o dos veces al año, y casualmente eligió esta mañana. Era
como si los malos espíritus bailaran alrededor de mí.
-Muy bien, tía, sobre todo porque hoy viene papá a visitarme.
-Ya lo sé, Iósele, por eso te llamo. Tu padre ya me avisó que llegaba hoy, porque la
semana que viene es Rosh Hashaná.
-Yo te llamaba justamente para invitarlos a cenar a mi casa, después del templo. Porque
también tú vas a ir al templo y después vas a venir a mi casa, ¿verdad, Iósele?
-Por supuesto, tía Jane. Voy a ir. Siempre voy a la sinagoga, tía, todos los años, es
extraño que no te acuerdes.
Terminaba de mentir. Hacía mucho tiempo que no necesitaba emplear el engaño para
evitar una discusión.
-Van a venir todos mis hijos, Báshele y su familia, Mírele y su familia y Léibele con sus
hijos. No te olvides de avisar a tu padre.
-Ya no más, tía. ¿Quieres que llevemos una botella de vino o algún postre?
-No hace falta nada, gracias a Dios habrá suficiente comida y bebida. Yo voy a preparar
pescado relleno, sopa, pollo al horno, knishes de papa, gargantita de pollo rellena, y hasta el
pan voy [25] hacerlo sola. Léibele traerá el postre, Báshele la Jalá redonda como se come
en Rosh Hashaná y Mírele una torta de miel. Así que no va a faltar nada, si Dios quiere.
-Está bien, tía, después de la sinagoga papá y yo iremos a tu casa, para la cena.
-No te olvides, Iósele, y ahora que lo estoy pensando mejor, para que no vengas con las
manos vacías, ¿por qué no traes una torta? Aunque habrá muchas, pero mejor es que no
falten.
-Bueno, y ya que van a traer una torta, mejor que sea de queso, esa que a todos nos
gusta.
-Porque si no, pueden traer una de manzana, o de chocolate, también puede ser de frutas,
para nosotros es lo mismo.
-Hasta luego, Iósele, espero que también el año que viene vengas, pero con tu propia
familia. Ya es tiempo de que te cases nuevamente y tengas hijos.
En todas las ocasiones que hablaba con la tía repetía siempre lo mismo, que tenía que
volver a casarme, que tenía que formar mi familia, y tener hijos. Nuestro parentesco venía
de parte del tío Itsic, marido de la tía Jane. Él y mi madre fueron hermanos. Esa era la única
familia de mi madre, y la única que nos quedaba a mi padre y a mí, pues a la suya la había
perdido completa en Europa, durante la guerra. Tanto mi padre como mi madre llegaron de
la misma ciudad de Polonia. Los dos vivían en Lomza. Allá se conocieron y acá, en
América, se casaron.
Me senté, prendí otro cigarrillo, descansé unos minutos, y cuando decidí continuar con
mi labor sonó de nuevo el timbre. Era una maldición, no podía ser de otra manera. Caminé
enojado hasta el recibidor, y con furia abrí la puerta, pero la sorpresa fue que detrás de ella
estaba Laura. ¡Laura! ¡Por fin Laura! Tiernamente la abracé y por unos minutos
permanecimos así, juntos, muy juntos.
Era casi mediodía cuando el cielo se puso oscuro, de un gris opaco. Un viento
inoportunamente frío, comenzó a soplar.
-Será mejor que me vaya antes de que caiga una lluvia fuerte, y no me pueda mover de
acá -dijo Laura, levantándose de la cama.
Bajé del colectivo y cuando iba cruzando la calle frente a la Terminal, vi a lo lejos a un
hombre cuya figura se parecía mucho a la de mi padre. Me detuve, arreglé mis anteojos,
miré más detenidamente y quedé sorprendido al notar que no era solamente un parecido.
Aquel hombre que estaba parado en la puerta principal bajo un paraguas negro, rodeado de
bolsas y de una enorme valija, que llevaba zapatos de lluvia, un sobretodo gris y un
sombrero de fieltro, era mi padre.
Mientras caminaba hacia él lo miré detenidamente y pensé que nuestro parecido era cada
vez más sorprendente. Si no fuera por el exceso de bolsas que le habían crecido debajo de
los ojos, por el pelo, que lo tenía escaso y completamente blanco, y una marcada curvatura
en la espalda, seríamos iguales, aunque esa tarde lo noté particularmente envejecido, con
una excesiva delgadez. Pensé que sería debido a su próxima decrepitud.
Me acerqué a él y nos pasamos las manos. Ellas quedaron sujetas por un saludo cordial,
que no tenía la intimidad y la emoción que produce un abrazo. Parecía un encuentro casual
entre dos amigos, donde el único vínculo eran los recuerdos de momentos compartidos en
un pasado lejano. Nuestro saludo carecía del contacto afectuoso que debería existir entre un
padre y su hijo.
-Pero si todavía faltan treinta minutos para la llegada de tu colectivo. ¿Qué te pasó?
-Yo tomé otro, el anterior, así llegaba antes que tú, hijo.
-Por favor, papá, ya cumplí cincuenta años. ¿No crees que ya es tiempo de que dejes de
cuidarme?
Mi padre levantó con dificultad las bolsas que estaban en el suelo, yo tomé la valija y
después llamé un taxi. Subimos al auto y durante todo el recorrido hasta llegar a la casa, mi
padre relató episodios ocurridos en los diferentes sitios por donde íbamos pasando.
-Mira, Iósele. Acá fue mi primer negocio -dijo indicando con el dedo un antiguo local
cerrado-. Más adelante. Allá, allá. ¿Ves hijo? Ese es el sanatorio donde tú naciste, Iósele.
¡Allá, allá, en aquel edificio que se está derrumbando vivieron la tía Jane y el tío Itsic! Y en
el otro, en el edificio de al lado, vivían unos muy buenos amigos nuestros, Mendel y Dove.
¿Te acuerdas de ella, de su marido, y de sus hijos?
-¡Papá! ¿Qué te sucede? ¿Es tu corazón? ¿No quieres descansar un momento hasta
recuperarte?
-No, hijo, no es nada malo, no te preocupes, es sólo el cansancio por el viaje. Pronto me
sentiré mejor -dijo, y sacó un frasco de medicamentos de su bolsillo, tomó una pastilla, se
la puso en la boca, debajo de la lengua. Después de unos minutos volvió a hablar:
-¡Iósele! Tu departamento se ve muy triste, necesitas poner algunas plantas, darle color,
vida. Las paredes necesitan pintura, las cortinas están desteñidas. Dios mío, cuando yo y tu
madre vivíamos en este lugar, todo se veía distinto, y después, cuando te casaste con Sofía
también se veía lindo, limpio y muy agradable.
-No es tiempo lo que tú necesitas, Iósele, lo que tú necesitas, es una mujer, una esposa.
Sofía era una buena mujer, una esposa ejemplar. ¡Cómo te cuidaba! Igual como lo hacía tu
madre.
-Igual. Nunca vas a volver a encontrar otra mujer como ella, tan buena. No entiendo
cómo la dejaste ir.
Bajé la valija sobre el sofá, y mientras llevaba las bolsas a la cocina mi padre la levantó
de nuevo y la puso sobre una silla.
-¡Iósele!
-¿Por qué dejas la valija sobre el sofá? ¿No es allí donde voy a dormir?
-¿No prefieres dormir en mi cama, papá? Ve a mi dormitorio. Allí vas a estar mejor, más
cómodo. [30]
Se sacó el abrigo, el sombrero, y los dejó colgados del perchero. Luego abrió la valija.
Mientras iba sacando la ropa, me volvió la misma desesperación y angustia que me
sofocaba cuando era testigo de la cantidad de prendas que traía.
-No te preocupes hijo, no me voy a quedar mucho tiempo, sólo unos días. Termina Rosh
Hashaná y vuelvo a mi casa, si Dios quiere.
-No, papá, no me preocupa el tiempo de tu visita, sino dónde vamos a guardar toda esta
cantidad de ropa. Trajiste tanta que no te alcanzaría ni para usarla durante todo un año
seguido.
-Ni cuenta me di. Lo que sucede es que hay días en que amanece con mucho calor, y a la
tarde cambia el clima, como hoy, viste, hijo, uno nunca sabe. Además estuve tan atareado
con la mudanza de las jaulas, con la compra de comida para los canarios. ¡Pobres pájaros!
¡Me van a extrañar tanto! Tanto me quieren que cuando yo no les doy las semillas ellos no
comen ni cantan. También tuve que regar las plantas y darle todas las indicaciones a la
vecina, porque cada plantera necesita distinta cantidad de agua, y a cada hoja hay que
limpiarla de diferente manera para que no sufra.
-¿Trabajo? Todo lleva trabajo, hijo, todo lleva trabajo. ¿Acaso vivir no lleva trabajo,
Iósele?
-Bueno papá, deja eso ahora, después yo te voy a ayudar a ordenar toda esa ropa. Ven,
vamos a preparar algo de tomar.
Fuimos hasta la cocina. Puse en la pava agua para hervir. Después preparé té para él y
café para mí. Nos sentamos en la pequeña mesa, frente a frente. Él abrió uno de los
paquetes que trajo. Dentro había galletitas hechas con levadura y semillas de amapola que
preparó especialmente para mí. Sabía que eran mis preferidas. [31]
Me volví a levantar, tomé un limón, lo corté en varias rodajas bien finas y las acerqué a
mi padre. Él lo agradeció.
De nuevo estábamos juntos los dos, mi padre con un vaso de té con limón y endulzado
con un terrón de azúcar, y yo con una taza de café amargo y un cigarrillo encendido entre
los labios.
-¿Nú?
-¿Qué es papá?
-Iósele, sabes que no es bueno que un hombre esté solo. Tampoco es saludable que te
acuestes solo todas las noches, y te levantes todas las mañanas de tu cama, solo. Así no
debería ser la vida a tu edad. Eso déjalo para un viejo como yo.
-No veo qué tiene eso de terrible. Y por favor, papá, no sigas llamándome de esa
manera.
-¿Cómo, Iósele?
-Cómo iba a olvidarlo, si te escapaste como un ladrón, sin despedirte y sin avisarme.
Llegaste esa mañana y a la noche cuando volví de la universidad ya no estabas.
-Bueno, fue después de una discusión muy parecida a esta, así que por favor no me
hables más de eso. Además soy mayor que tú. Soy tu padre y merezco respeto, mucho
respeto.
-De aquel negocio ya no quedó absolutamente nada. Cambió todo, ahora es otro, con
distinto letrero y con diferentes vecinos. [33]
-Igual quiero ir, y si tú no me puedes llevar me tomo un taxi, pero no te preocupes, hijo,
también quiero ir al cementerio a visitar la tumba de tu madre.
-No puede ser que no quieras ir a visitar la tumba de tu madre. No entiendo cómo no
quieres recordarla.
-No necesito ir a ese lugar para tener presente a mamá. Pero está bien papá, si tú quieres,
te acompaño, y creo que será mejor que vayamos mañana a visitar a don Samuel. Hiciste un
viaje largo. Ahora duerme y descansa, mañana será mejor día para pasear.
- III -
Durante las visitas de mi padre generalmente me sucedía lo mismo, me acongojaba por
la ausencia de inspiración. Cada vez que intentaba escribir el resumen de alguna novela, la
crítica sobre la obra de un nuevo escritor, encontrar el final a un cuento o la metáfora justa
para definir una situación en un poema, me sentía vacío, y entonces me era difícil entender
que no todo lo deseable era posible.
¡Otra vez! En esa ocasión tampoco nada cambiaría, todo volvería a ser igual, y entonces
me brotó una rabia, rabia hacia la máquina de escribir, rabia hacía el papel blanco y limpio,
que estaba delante de mí desafiándome, provocándome, y yo sin historias que contar. Sentí
una molestia, e inmediatamente un dolor, un dolor agudo a la altura del estómago. Fui hasta
la cocina, me preparé una taza de café y encendí otro cigarrillo, pensando que así calmaría
el dolor, un dolor lacerante que me dejaba casi sin respiración. Apreté con la mano el lugar,
pero el escalofrío no cesaba. Me levanté y di unos pasos. Luego me recosté, descansé unos
minutos, y poco a poco, lentamente, el dolor fue pasando. Entonces maldije, maldije el
papel, maldije la máquina de escribir, maldije lo que escribía, me maldije a mí mismo y
hasta maldije aquel impulso que me llevaba a escribir.
-¡Iósele!
-Sí, papá.
-Fui hasta la panadería, traje pan fresco y algunas masas dulces. Ven, hijo, vamos a
desayunar. [37]
-Yo sólo tomo café en las mañanas, papá.
-Ya estoy acostumbrado. Papá, ¿por qué mejor no vamos a desayunar al bar, así te
encuentras con Samuel y con tus otros amigos? ¿Qué te parece?
-Va a esperar.
Mi padre se puso los zapatos de lluvia, el sombrero de fieltro, el sobretodo gris, tomó el
paraguas negro y salimos. En la calle, caminando, parecía un niño curioso por la manera en
que miraba a las personas y las vidrieras. A pesar de haber vivido parte de su vida en ese
sitio, se comportaba como si todo fuera nuevo. En un momento lo tomé del brazo para
ayudarlo a bajar de la vereda, pero él, de un tirón, se desprendió:
-Quiero ayudarte papá, las calles están mojadas, es peligroso, puedes tropezarte y caer.
-¿Qué dices, Iósele? Dios no quiera, nada malo me va a pasar, todavía no soy un
anciano.
Preferí callar. No respondí, para evitar la primera discusión. En realidad mi padre tenía
dificultades al caminar porque sufría [38] desde hacía mucho tiempo de artrosis en ambas
rodillas, pero seguí a su lado, callado y pensando que nuevamente logró hacerme sentir
mal, muy mal, como si yo fuera el culpable de su vejez. Él y yo manteníamos una relación
que en la distancia resultaba más provechosa.
Apenas el dueño nos vio, salió rápidamente a la puerta a recibirnos. Don Samuel
también salió. Él y mi padre se abrazaron como dos hermanos que hacía años no se
encontraban.
-Igual, esperando que sea viernes de noche para hablar con mi hijo, o que llegue Rosh
Hashaná para verlo.
-Así son todos los hijos, Haim, tú tienes uno, yo tengo tres, y es igual.
Mi padre, don Samuel y Carlos, el dueño del bar, un italiano que siempre gozaba de
buen humor, se sentaron a recordar los años cuando todavía mi padre, mi madre y yo
vivíamos en aquel barrio. Sobre todo en los últimos años, poco después de que yo dejara la
adolescencia. Entonces mi interés estaba depositado únicamente en la idea de ir a vivir a
Israel, y particularmente en el sionismo, aquel movimiento de liberación nacional del
pueblo judío. Me interesaba esa organización cuyo objetivo era llevar a cabo el retorno de
los judíos a su país y restaurar allí la vida nacional judía: social, cultural, económica y
política. Formaba parte de un grupo de jóvenes que compartíamos el mismo ideal y
teníamos a Israel como único tema y como única meta. Éramos jóvenes, todavía creíamos
en la Humanidad, en nosotros, y en nuestros ideales. Mis padres no estaban al tanto de
aquel interés, porque nunca me atreví a contarles. Sabía que no aceptarían que me alejara
de ellos. Era su único hijo, [39] y por ello vivían pendientes de mí, protegiéndome siempre
para que nada malo me suceda y para que nadie se atreviera a producirme algún dolor.
Ellos eran personas mayores, con otra educación y otra mentalidad, y por lo tanto con otras
exigencias. Además yo estaba en una edad en la que podía ser útil a mi padre. Él me
necesitaba. Necesitaba de esa juventud y de nuevos entusiasmos para continuar con el
negocio. Por esa razón nunca hice ningún comentario sobre mi proyecto de ir a vivir a
Israel. Sabía que no lo iban a entender y por lo tanto no lo aceptarían, pero más tarde,
cuando supe de la enfermedad de mi madre, me fui, sin reproches y sin despedidas.
Y esa fue la única vez que recuerdo que mi padre me escuchó, comprendió y aceptó mi
decisión.
-¡Iósele! Hijo, ¿en quién piensas? Estás muy callado -dijo mi padre mientras yo hacía un
esfuerzo por volver a la realidad. [41]
-¿En qué pasado? Eres muy joven para buscar los recuerdos de compañía, eso déjanos a
Schmuel, a José, o a mí, viejos solos que ya no tenemos nada que esperar, pero tú, hijo, no,
no puedes aún.
Miré la calle, la lluvia había cesado, y un trozo de sol se filtraba por la ventana,
prestando una tibieza agradable al lugar.
Nos despedimos. Cruzamos el parque para dar un paseo y así aprovechar aquella
mañana salpicada de sol. Mi padre caminaba con pasos lentos sostenidos por unos pies
cansados y un cuerpo gastado.
Me sentía bien, ya que después de varios días de lluvia aquel clima era reconfortante. El
frío dejaría de lastimar mis huesos y la humedad de hacer sufrir a mis articulaciones.
-¿Laura?
-¡Io!
-No, no quiero saber sobre su trabajo, quiero saber qué pasa entre tú y ella.
-Sí, papá. ¿No crees que ya soy suficientemente maduro para conocer mis emociones?
[42]
Tomé el periódico, me senté, y por un momento llegué a pensar que quizás mi padre
estaba delirando, pero cuando leí los encabezados de los artículos me temblaron las manos.
No podía creer que fuera real lo que terminaba de leer y quedé tan asustado como él.
-No se puede creer lo que sucede en el mundo, fíjate, hijo, aún quedan supervivientes de
los ghettos, de los campos de exterminio, que cuentan los horrores que vivieron. Siguen
haciendo películas, escribiendo historias, aún hay relatos vivos, Iósele, y el mundo continúa
creando sistemas para matar. La historia no sirve de nada.
-Bueno, papá, no pienses, además las historias de los campos ya las conocemos todos.
-No, hijo. Estás equivocado, hay historias y episodios que nadie contará, porque
parecería irreal que seres humanos fueran capaces de crear tanto horror. Son historias que
en ningún libro están escritas, pero que yo conozco -dijo mi padre.
-Mira, será mejor que no sigas leyendo, papá, porque te vas a sentir mal inútilmente, no
se puede cambiar nada, así está el mundo. El antisemitismo continúa y el racismo perdura.
-Nada cambia, papá, esa es una de las características del ser humano.
-Además de eso, Iósele, yo soy también un sobreviviente del yiddishkait, esa tradición
judía que se está perdiendo, y que tú rechazas. Soy un sobreviviente, del trajín del tiempo,
ese tiempo que se encarga de matar y de engendrar, de crear y sepultar. Ese es el tiempo del
mundo, Iósele.
-Eso es justamente, hijo, lo que no hay que hacer, no hay que temer al sufrimiento, hay
que enfrentarlo.
Después de tomar el té con mi padre le avisé que saldría por unas horas, y él no preguntó
adónde iría. Sólo me recordó que llevara un abrigo y que no regresara muy tarde por los
peligros que existen en las calles.
Tomé un taxi para llegar más rápido a la casa de Laura. Fue un día largo, la extrañaba,
necesitaba verla. La puerta de entrada al edificio donde ella vivía estaba abierta, por ello no
necesité avisar en el portero eléctrico que subía, ni ella necesitó escucharlo para saber que
era yo el que salía del ascensor. Abrió la puerta y me [45] recibió. Le di un beso y la miré.
Sus ojos verdes dejaban su mirada casi transparente.
El departamento era pequeño, demasiado pequeño para mí, yo necesitaba más espacio,
aunque tenía un balcón amplio desde donde se observaba la ciudad de una manera
diferente, amplia y total. Laura había convertido aquel sitio aireado y libre, en un jardín
exuberante. En diferentes planteras, unas pequeñas y otras más grandes, algunas puestas
desordenadamente en el piso, y otras colgando del techo, crecían gardenias, malvones,
helechos, geranios, rosas y azaleas, y de aquel sorprendente colorido brotaban distintos
aromas. Era grato sentirse rodeado de aquella magia que crecía en un rincón de la inhóspita
urbe. El contraste paisajístico era absurdo, y mi situación también. Afuera me sentía
aplastado por el cemento gris, por los ruidos, por el olor a gasolina quemada, mientras en
aquel sitio disfrutaba del sosiego, y del amor de Laura.
En ese jardín permanecimos, acompañados por la noche, el silencio, el vino, y una luz.
Una luz tenue que apenas alcanzaba a iluminar los trazos exactos de nuestros cuerpos para
producir el estremecimiento previo al inicio impostergable del amor.
Más tarde estábamos de nuevo los dos, susurrándonos al oído, apagando luces,
arrugando sábanas y girando uno sobre otro, en un mismo ritmo, juntos, sin tiempo, sin
brújula ni relojes, embebidos en el puro y total lenguaje de la pasión. [46] [47]
- IV -
Todavía era de noche cuando entré al departamento y una sombra me asustó. Sin
sospechar de quién sería caminé hacia ella invadido de temor. De pronto vi a mi padre
parado en un rincón del salón dando la espalda al ventanal abierto por donde entraba un
viento frío y descortés. Prendí la luz y lo miré. Llevaba un pijama de invierno celeste con
rayas muy finas, y en sus pies unas pantuflas de franela, marrones, desteñidas y
apelmazadas.
Le pregunté:
-¿Qué quieres?
-Quiero quedarme contigo hasta Yom Kippur, y quiero que este año los dos vayamos
juntos al shil. Quiero que también tú reces un Yizkor por tu madre.
-¿Te sientes bien, papá? -pregunté mientras los dos [48] permanecíamos parados
mirándonos de frente, en el mismo lugar del salón.
-Las dos tienen el mismo significado, tú las nombras en hebreo y yo las digo en
castellano, pero el contenido es el mismo. Finalmente es el Día de la Expiación.
Volví a la sala y de nuevo lo miré con una clara insinuación de que no quería seguir con
el interrogatorio. Me parecía una hora realmente inoportuna para aquella pregunta, y la mía,
una edad impropia para que mi padre continuara controlando mis horarios y mis salidas.
-Sí, lo recuerdo, y a cada momento. Mira si me iba a olvidar de eso. ¡Del día de tu
nacimiento! ¡El día que tú naciste! Puedo estar muy viejo, puedo olvidar muchas cosas,
pero hay fechas que jamás olvidaré y recuerdos que jamás podré revelar, y que se irán
conmigo a la tumba. [49]
-Mejor así, papá, entonces, si recuerdas mi edad, recuerda que también soy un hombre.
-Está bien, eso quería saber. A veces pienso que es mejor que tu madre no esté con vida.
-No, papá, yo también te entiendo, pero no deseo discutir. Es muy tarde, y quiero ir a
descansar.
-Iósele, este es el último año que voy a estar contigo para Yom Kippur, y después de
mucho tiempo vamos a estar juntos, así que te pido por favor que me acompañes al shil.
-Yo lo sé.
-Gracias, hijo. Dios te recompensará y después, cuando tengas tus propios hijos, ellos te
darán muchos najes. [50]
Aquellas palabras sonaron como un sarcasmo, como un fino reproche. Los minutos
siguientes se volvieron mudos y así, en silencio, permanecimos los dos, en el mismo lugar,
quietos, en aquel silencio que dolía. Cuando de nuevo oí su voz, me acerqué a él, lo miré y
después me senté en el sofá. Estaba cansado.
-Papá, Sofía y yo nos divorciamos hace más de diez años. No tiene por qué llamarme.
¿Quién era, entonces?
-Leah, Leah Baron, y te dejó un número de teléfono. Me pidió que te dijera que la
llamaras cuanto antes.
-¿Qué?
De nuevo aquel nombre me dejó pensando. ¿Quién era aquella mujer? Bueno, en
definitiva si tanto me perturbaba esa curiosidad no tenía otra cosa que hacer sino tomar el
teléfono y discar su número para saber de quién se trataba. Mañana, mañana. La llamaré
mañana -pensé.
Mi padre reanudó él dialogo. Pero lo hizo en yiddish. Era una lengua que yo entendía
pero que nunca aprendí a hablarla correctamente. Sólo conocía una que otra palabra suelta a
pesar de haberme criado en un hogar donde únicamente se hablaba yiddish, puesto que en
mi casa y en la de la tía Jane y el tío Itsic, no se hablaba castellano. Nuestros hogares eran
como pequeños espacios mudados de Polonia, Lituania, Rusia, e insertados en América.
Mientras mi padre seguía hablando, utilicé el mismo [51] mecanismo de cuando era
niño. Descifraba una frase, atrapando una palabra, y a partir de ella conformaba una
oración.
-Porque no lo sé.
-Estudia, así como lees y estudias tantas cosas, tantas tonterías que no te sirven para
nada, estudia mejor ese idioma que es el de tus antepasados.
-El yiddish ya no existe -dije-, se convirtió en un dialecto que hablan solamente los
judíos de la diáspora.
-Mira, papá, ahora los dos estamos muy cansados y con mucho sueño, hoy fue un día
largo, necesitarnos descansar. Dejemos para otro momento nuestra conversación.
Me paré, apagué el cigarrillo, me saqué el abrigo, los zapatos y las medias. Mi padre
tomó una pastilla blanca pequeña y se la puso debajo de la lengua. Por un instante
permaneció callado. Después siguió hablando. Yo encendí otro cigarrillo y de nuevo
caminé hacia el dormitorio.
-Espera, Iósele.
-Sabes, hijo, si tuviera que pedirle un deseo a Dios para que me lo conceda, pediría que
tú y yo podamos entendernos, que tú comprendas mis ideas, que entiendas que soy tu padre
y que quiero lo mejor para ti.
-Que encuentres una buena mujer, que tengan hijos, que podamos alguna vez vivir
juntos tú y yo, sin discusiones, que nos cuidemos, tú a mí y yo a ti. Quiero ver a mis nietos,
Iósele, quiero escuchar la voz de un niño llamándome zeide.
-Papá, estás pidiendo algo imposible, totalmente irreal, quieres volver treinta años atrás,
quieres decidir sobre mi vida. Tú piensas que sabes, que conoces el camino de la felicidad,
que si yo te hubiera hecho caso ahora estaría disfrutando de una vida sencilla, tranquila y
feliz, rodeado de hijos, de una mujer maravillosa que me espera todos los días con la
comida caliente y la ropa limpia. Eso no existe, nunca existió.
-¡Sha! ¡Sha!
-No, papá. No voy a callarme. Me cuesta ser feliz, me cuesta vivir. ¿Sabes?
-¡Papá! ¡No insistas más en llamarme Iósele! Ése ya no es mi nombre, quieres que
vivamos juntos, que retrocedamos como en una máquina del tiempo, que dejemos de lado
las discusiones. Eso es imposible, imposible, mientras tú no me respetes, ni respetes mis
pensamientos y mi vida.
-Ya calla, no quiero seguir oyéndote. Prefiero morir antes de [53] escuchar las
barbaridades que dices. ¿Esto es lo que la vida me da? Dios mío, cómo duele. No tengo
najes, no tengo nietos, tu madre no está, tú te alejas de mí cada vez más, y mi apellido ya no
existe. ¡Tú lo cambiaste!
Preferí guardar silencio. Fui hasta la cocina a tomar un vaso de agua. Había gritado,
había fumado mucho y por ello tenía la boca seca y la garganta irritada. Me sentía mal, muy
mal, con un arrepentimiento casi inmediato después de haber dicho todo aquello. Me sentía
de nuevo como un niño, reclamando a ese viejo un juguete o una caricia. Me costaba tanto
comportarme como un hombre. Me era tan difícil ser yo, ser yo mismo.
Me sentí un cobarde, me faltaba valor para enfrentarme a mi padre con otro lenguaje,
con otro argumento. Era el mismo valor que me faltaba para enfrentarme a la noche y a la
calle. Siempre temeroso.
Antes ya había vivido aquella situación, sólo era una repetición de otros momentos.
Nada me resultaba nuevo.
Mi padre seguía de pie, inmóvil. Yo volví a sentarme en el mismo lugar, frente a él.
-Sabes, no tengo miedo ni culpas, ni deudas con nadie, ni contigo, ni con el banco, ni
con el de allá, el que tú dices que está arriba, el que tú dices que nos mira y nos protege, ése
que nos llena de culpas y nos reprime. Ése te mira a ti papá, no a mí.
No obtuve respuesta. Miré su rostro, estaba pálido y su expresión era tan triste como en
una despedida. Finalmente mi padre logró su objetivo, hacerme sentir mal. Me sentía
pésimo. Si pudiera retroceder, lograr simplemente mantenerme callado, no responder a sus
preguntas ni a sus ataques. En definitiva él era mi padre, y sobre todo era un hombre mayor,
enfermo y caprichoso, pero cada [54] cual era víctima de su propia palabra, de su propio
pensamiento, de su propio espacio, de su destino, de la dramática existencia diaria, de la
sobrevivencia, cotidianamente agotadora. Cada cual era libre de escoger el lugar donde
quería habitar, pero no a los fantasmas con quienes iba a convivir, con aquellos que
cohabitan dentro de uno. Para mi padre y para mí, nuestras vidas estaban habitadas por
miles de fantasmas que volvían del pasado, continuamente, a visitarnos.
-¿Qué significado tiene para ti la palabra vida? Para mí, vivir es mi peor castigo, no
saber dónde están las cenizas de mis padres, de mis hermanos, ese fue mi castigo por seguir
vivo, y ahora, escucharte decir tantas barbaridades, es otro castigo. Un hombre que reniega
de sí mismo, que reniega de su padre, de su pasado, de su tradición, ¿dónde se ha visto?
¿Dónde está escrito esto en la historia?
-¡Papá! Yo no reniego de nada, en absoluto, sólo que veo el mundo de otra manera, de
una manera que tú no respetas. Porque no hable en yiddish o no vaya a una sinagoga no
significa que sea un renegado.
-Sí, las entiendo, pero estoy dolido por lo que me dices, y tú sin embargo sigues ileso.
[55]
-Nadie sigue con vida después de haber visto tanto horror. ¡Nadie! ¿Escuchaste? ¡Nadie!
Su voz tomó un tono distinto, de enojo. En su mirada bullía la ira, y sus ojos hervían de
indignación.
-Tranquilízate, papá, no sigamos discutiendo, por favor, nos hacemos daño inútilmente.
Cada uno tiene que respetar la idea del otro. Ese es todo el secreto para llevarnos bien.
-Sí, Iósele, nuestras discusiones son por ideas. Tú no respetas las mías ni yo respeto las
tuyas. Sabes, hijo, en las ramas hay muchas ideas, crecen las ideas, pero es en la raíz donde
se alimentan todas ellas, y tú niegas esa raíz, niegas tu raíz.
-Eres un viejo terco, caprichoso. Nuestras conversaciones no pueden ir más lejos que tus
narices, sólo ves lo que quieres y lo que te conviene. Dime, ¿qué tiene que ver la raíz
ahora? Di algo más concreto papá.
No podía irme, estaba en mi casa, o al menos ahí vivía. Podía callarme, y dejar de jugar
este juego terriblemente destructor, pero sentía la necesidad de hablar, la necesidad de decir
lo que me dolía, de desenterrar mi rabia.
-Buenas noches, papá, ahora sí me voy a dormir. Si quieres mañana vamos de paseo,
podemos ir a ver el negocio o al cementerio.
No volví la vista. Caminé hacia el dormitorio sin mirar el rostro de mi padre y sin
esperar su respuesta. Cerré la puerta y me tiré vestido a la cama. [56]
De pronto el sol se presentó imponente, luminoso. Entrecerré los párpados para evitar
que la luz me lastimara los ojos.
-V-
Quedé dormido y soñé con Javier. Fue un sueño terrible, una pesadilla extraña, ya que
generalmente en los sueños nunca se repiten los hechos como en realidad sucedieron, pero
en éste sí. Los acontecimientos se presentaron de la manera en que en realidad pasaron, con
la misma crueldad y con la misma intensidad, con el mismo sufrimiento y con el mismo
dolor, como si no fuera parte de un sueño.
Javier y yo nos conocíamos desde niños. Fuimos vecinos muchos años. Vivíamos a unas
pocas cuadras uno del otro. También íbamos a la misma escuela, fuimos compañeros de
aula y de banco durante toda la primaria, y dejamos de serlo el día en que su familia decidió
mudarse a otro barrio. Desde entonces perdimos todo contacto, ninguno de los dos sabía de
la vida del otro, aunque yo siempre lo recordaba y lo extrañaba. Javier era para mí un
amigo muy especial, uno de los pocos de mi niñez que nunca se burló de mi nombre ni de
mi exagerada timidez, ni de mi casa, tampoco de mis padres ni de la sobreprotección que
ellos ejercían sobre mí por ser hijo único. [58]
Fue el único compañero de toda la clase al que invité para la ceremonia de mi Bar
Mitzvá, y uno de los recuerdos más lindos que me quedó de aquel día, fue que mientras yo
me encontraba parado frente al Arca Sagrada rezando al lado de mi padre y del rabino que
oficiaba la ceremonia, sentí un silbido, di vuelta la cabeza, y a lo lejos vi a Javier sentado,
mirándome sonriente. En ese momento me causó mucha alegría, sobre todo verlo llevando
puesta la kipá, ya que él no era judío. Durante todo el tiempo que duró el servicio religioso
Javier permaneció atento. Su padre estaba sentado a su lado, había ido para acompañarlo, y
también llevaba puesta una kipá. Al finalizar la ceremonia, cuando todos me lanzaban
caramelos como símbolo de alegría y deseos de una vida dulce, recibí uno muy fuerte que
me cayó justo sobre la frente. Cerré los ojos a causa del susto, y cuando de nuevo los abrí,
me encontré con los de Javier, mirándome risueños.
En la escuela, la última vez que estuvimos juntos, fue en la fiesta que le organizamos la
maestra y los compañeros para despedirlo. Entonces le entregamos como recuerdo El
principito, un libro de Antoine de Saint-Exupéry, con la firma de todos los compañeros.
Siempre lo extrañé, tanto, que cuando estuve en Israel compré en un mercado árabe una
estrella de David, muy particular, hecha de cobre con incrustaciones de piedras, y lo guardé
para dárselo cuando de nuevo lo volviera a ver. Lo guardé por mucho tiempo, sin saber
siquiera que alguna vez la casualidad haría que nos encontráramos de nuevo, y después,
muchos años después, ya en la Facultad, se la entregué. [59]
Éramos muy distintos y nuestras familias eran diferentes. Él era decidido, arriesgado, no
le temía a nada. Yo era tímido, inseguro y miedoso. Su padre era un hombre aún joven y de
buen aspecto, que practicaba deportes diariamente. Además era profesor de Filosofía de la
Universidad. También era escritor. Tenía algunos libros publicados sobre análisis de
diferentes ramas de la Filosofía. Su madre era una mujer joven, muy bonita, que siempre
vestía ropa moderna. Era médica de niños, trabajaba en hospitales de barrios marginales,
siempre en el área de la salud social. Javier tenía dos hermanas mayores, también muy
bonitas para mis ojos de niño. La mayor se había ido a vivir a España, después de conseguir
una beca para estudiar Sociología, y la segunda estudiaba Medicina. Se trataba de una
familia particular y muy diferente de la mía. Siempre escuchaban música clásica, juntos, y
cuando iba a buscar a Javier para jugar, o para ir al cine, encontraba a sus padres [60]
leyendo en la sala, o en otras ocasiones en compañía de amigos cuyas conversaciones se
desarrollaban con mucha discreción. En cambio mi familia era pequeña. Yo no tenía
hermanos, mis padres eran personas mayores que nunca recibían a amigos, excepto la visita
de la tía Jane y su familia. Nunca leían y sólo escuchaban antiguas canciones en yiddish. Mi
padre era comerciante, y mi madre jamás actualizó su vestuario. Se dedicaba el día entero a
arreglar la casa, a preparar la comida y a tejer carpetas. Además me llamaban Iósele,
motivo de risa y burla para mis compañeros. Nosotros vivíamos en un departamento
pequeño y ninguno de mis amigos quería venir a mi casa, porque no teníamos suficiente
espacio para jugar. Por otra parte yo sentía vergüenza porque mis padres no hablaban
correctamente en castellano y mi madre siempre se excedía con sus ofrecimientos de
comida: pastelitos, tortas, masas, tartas y jugos. Su afán de alimentar a las personas era
incontenible y devorador. La familia de Javier no vivía en un departamento como nosotros,
ni como la mayoría de mis amigos. Ellos alquilaban una casa, una casa grande, con patio,
con chimenea y con una pequeña terraza, donde Javier, yo y otro amigo construimos un
escondite con cajas de madera, y era dentro de aquel refugio donde imaginábamos todo tipo
de aventuras y fantasías que ilusamente creíamos que se podían llevar a cabo. Yo siempre
hablaba de barcos y de viajes largos. Mi imaginación iba hacia continentes cuyos habitantes
eran diferentes a nosotros, o descubría ciudades enterradas. Tal vez se debía a la influencia
que recibí de las conversaciones que escuchaba de mis padres sobre el viaje que hicieron
desde Europa hasta América, y por todos los inconvenientes que sufrieron para llegar a esta
ciudad. Antonio, otro compañero que también pertenecía al grupo, hablaba sobre el campo,
los animales y el paisaje, porque su familia tenía una estancia a la que iban regularmente,
en tanto que Javier siempre hablaba de la justicia, de la injusticia, del sufrimiento y del
hambre del pueblo e imitaba [61] en sus discursos a grandes estadistas de esos tiempos. Ni
Antonio ni yo prestábamos mucha atención a sus comentarios que eran muy complicados,
casi indescifrables. No entendíamos aquellas definiciones ni aquel lenguaje que usaba para
explicarnos sus teorías sociales y políticas. Para nosotros era cosa de tontos.
Estábamos cursando el tercer año de Periodismo cuando una tarde dejó de asistir a las
clases. En la secretaría nos dijeron que se había enfermado, pero nadie preguntó de qué, qué
le pasaba, hasta que luego de varios días, por casualidad, no enteramos que en realidad
Javier no se encontraba enfermo sino escondido. Había huido de la policía cuando lo iban a
tomar preso por escribir unos nombres en la lista de alumnos desaparecidos y asesinados,
en el muro que estaba enfrente a la Facultad. Aquel atropello de la policía hacia los
alumnos no era un hecho nuevo para nosotros. Se repetía diariamente, sobre todo en esa
Facultad y en esa época, donde estaba prohibido disentir con el sistema. Aquel que lo hacía
era cruelmente castigado.
Saludé a los padres de Javier creyendo que no me reconocerían. Sin embargo, el padre
me tendió la mano, me llamó José y preguntó por mi familia; si vivíamos aún en el mismo
lugar sobre esa importante avenida, y si mi padre conservaba todavía aquel negocio. Me
impresionó que a pesar del mal momento que estaba atravesando igual se acordara de
aquella época. La madre me abrazó y me contó que sobre la mesa del comedor estaba como
adorno la estrella de David que yo le había traído a Javier de Israel, y que la dejaron en ese
lugar porque era muy bonita, y sobre todo porque era un regalo mío.
Fuimos a una plaza cercana. Los padres de Javier se sentaron en un banco y nosotros
sobre el pasto. La plaza estaba despoblada, los bancos vacíos y las palomas ausentes. El día
se había puesto de un gris azulado, y mientras la tarde partía perezosamente, el cielo se fue
ennegreciendo. [63]
Ella siguió hablando. Nos pidió que fuéramos a verificar si aquel cuerpo era el de Javier,
pues ellos, en tal trance, no tenían las fuerzas necesarias para hacerlo, porque si no fuera el
de su hijo, igual correspondería a algún otro joven, algún otro estudiante, que también
tendría padres, hermanos, y familia. Confesó que para ellos sería muy terrible encontrarse
con una escena así. [64]
Esa misma noche, sin comentarle nada a mi padre, para evitar preocuparlo, algunos
compañeros y yo fuimos en busca del lugar donde estaría un cuerpo esperando para ser
identificado.
Aquella fue una noche muy triste, sin luna, sin estrellas, oscura, sin esperanza. De
pronto, el cielo se llenó de relámpagos, de truenos, y bajo una lluvia torrencial que
comenzó a caer inesperadamente, cruzamos calles y raudales. Totalmente mojados y
asustados, llegamos hasta la comisaría. Unos cuantos policías nos pidieron los documentos
de identidad, nos preguntaron un montón de cosas, anotaron nuestros datos en un cuaderno
e hicieron una llamada telefónica. Permanecimos un par de horas parados aguardando la
autorización que ellos requerían para dejarnos ver el cuerpo. Por fin, bien entrada la noche,
y después de recibir la respuesta a través de una llamada telefónica, nos llevaron caminando
unas cuantas cuadras hasta un galpón.
Llegamos, y ante una puerta de madera enorme y pesada, uno de los policías contó que
encontraron a ese joven al que íbamos a identificar, lastimado y probablemente asesinado
por delincuentes que tal vez intentaron robarle la billetera, y como él habría opuesto
resistencia lo golpearon hasta dejarlo muerto. Nadie dijo una sola palabra. Sabíamos que
esa no era la verdad y que aquella mentira era el argumento que utilizaban siempre,
repetidamente. La falta de ingenio de los policías resultaba hasta jocosa. Eran capaces de
crear una mentira y sobre ella otra y otra sin poder encontrar una que fuera convincente.
Todos permanecimos en silencio. Un silencio de muerte. Sabíamos que una palabra fuera
de contexto bastaría para que cualquiera de nosotros cayera también en manos de
inventados ladrones.
Me pareció estar oyendo música clásica, fuerte, a todo volumen, como para esconder los
gritos de dolor de Javier Ponchelli. Recordé a los nazis y recordé la música de Richard
Wagner sonando en los parlantes. Apreté los dientes, y mordí. Mordí con fuerza, mordí mi
rabia. Mordí el vacío, mordí la nada. [66] [67]
- VI -
Después de aquel día, y durante mucho tiempo, me sentí mal, derrotado, un traidor, con
ese mismo sentimiento que después hizo debilitar la fe en mis ideales, en la humanidad, en
mis cuentos y en mis novelas.
Fue en esa época cuando el encierro se convirtió en mi único estilo de vida. Una y otra
vez me golpeaba aquella frustración frente a la impunidad, frente a mi cobardía al no
defender la causa por la que Javier y otros muchos estudiantes fueron secuestrados y luego
asesinados, al no tener el suficiente valor de escribir en aquel muro frente a la Facultad los
nombres de mis compañeros desaparecidos y asesinados. Me sentí todavía más fracasado al
terminar mis estudios de Periodismo sin haber logrado el poder que pretendía alcanzar con
elementos como el lápiz y el papel.
Aquel fracaso me empujó hacia el encierro, y ese encierro se instaló en mi vida. Durante
mucho tiempo dejé de asistir a las reuniones de la universidad, a los debates y a las charlas.
Dejé de caminar por la vereda donde estaba el muro con los nombres de los estudiantes
asesinados y desaparecidos, y donde también estaba escrito el nombre de mi amigo Javier
Ponchelli, y debajo del suyo, el de muchos otros jóvenes.
Desperté con el mismo estado de desaliento con el que me acosté, sudoroso y con un
sabor amargo en la boca. Me pasé la lengua alrededor de los labios, y los sentí pastosos.
Miré por la ventana: era una mañana soleada. ¿Hacía frío o calor? No podía discernirlo.
Sólo sabía que había dormido con ropa y sobre la frazada. Miré el reloj: era casi medio día.
Me levanté de un salto, y fui al baño. Me miré al espejo. Mi rostro se veía cansado, con
secuelas de una noche larga e improductiva, tenía el pelo largo y canoso, la barba crecida y
desprolija. Estaba pensando en mi mal aspecto, cuando sentí olor a comida.
Prendí un cigarrillo, me puse los anteojos, y así, descalzo, sin peinarme ni afeitarme, y
con la misma ropa con la que dormí, fui hasta la cocina. Mi padre estaba con un delantal,
cortando cebollas en cuadrados pequeños. Levanté la tapa de la olla. Dentro se estaba
cocinando un pollo con arvejas, papas y otras verduras. El vapor empañó mis cristales.
Tapé de nuevo la cacerola pero el aroma me abrió el apetito.
-¡Cansado! [69]
De pronto se me ocurrió salir a dar un paseo con mi padre. El día se mostraba perfecto,
ideal para una caminata.
-Bueno, entonces me doy una ducha, comemos y después salimos a pasear, pero antes
quiero hablar sobre nuestra conversación de hoy en la madrugada. Es mejor que lo hagamos
sin nervios y sin palabras que hieran, como dos personas adultas y racionales, como padre e
hijo y no como enemigos.
-¡Por favor, hijo, no me pidas eso ahora! Hoy a la noche empieza Rosh Hashaná, es un
día de fiesta, por ello no quiero peleas ni discusiones, después me sube la presión y me
duele la cabeza. Por favor, hijo, hoy quiero estar tranquilo para disfrutar de esta festividad y
de la cena en la casa de la tía Jane. Hace un año que no la veo ni a ella, ni a su familia, así
que por favor no me pongas de nuevo nervioso.
- VII -
Volví a la cocina después de haberme duchado, afeitado y cambiado de ropa.
Me levanté con desgano y caminé hasta la mesa donde estaba el teléfono. Tomé el tubo
y contesté:
-¡Hola!
-¡Iósele!
-¡Bien, tía!
-Sí, tía.
-¿Cómo está?
-Bien, muy bien, pero si quieres hablar con él, está cerca.
Mi padre y la tía Jane hablaron por un par de largos minutos, después volvió a la mesa y
me preguntó:
-No se llaman ravioles, ni tampoco se dice crema agria, son creplaj, mit schmetene.
Una vez más mi padre me estaba reclamando una respuesta como a él le gustaría que
fuera. Quedé en silencio, miré la comida, dejé los cubiertos a cada lado del plato. Luego
levanté la vista y respondí:
-¡No es una negación, es sólo que no lo sé hablar! ¿No entiendes papá, o no lo quieres
entender?
-Papá, por favor, me olvidé del yiddish, así como tú te olvidas que yo soy escritor, que
soy periodista, que trabajo con la palabra, que la palabra es mi única herramienta de trabajo,
el yiddish es una lengua muerta. Ya no existen escritores que la utilicen, ni lectores que la
lean. ¿Entiendes?
-No me dan de comer, pero me dan vida. Sin ellos yo no podría mantenerme vivo.
¿Entiendes?
-No, no te entiendo.
-Soy viejo, quizás para ti, un viejo ignorante, pero no soy un viejo tonto, hijo. Y sabes,
Iósele, que por culpa de personas como tú, se perdieron muchas tradiciones, muchas
costumbres. Recuerdo cuando existía el teatro en yiddish...
-Estás hablando de Europa, ahora vives en América. Es increíble como nunca aceptas
que estás en otro continente. Deja de pensar en Europa, tu vida está ahora acá.
De nuevo tomé el tenedor y el cuchillo, corté un trozo de pollo y me lo llevé a la boca.
-¿Qué, papá?
-Gracias, hijo.
En muchos momentos como éste hubiera preferido vivir aislado de todo y de todos, en
un lugar libre de cualquier tipo de molestas intromisiones, o bien un siglo atrás, cuando las
comunicaciones eran menos agresivas e invasoras. El teléfono era uno de esos artefactos
modernos de comunicación que me irritaban.
-¿Quién es? -pregunté, pensando que quizás fuera Laura, y que sería un motivo de
discusión con mi padre y de complicación para mí. [74]
-Una mujer.
-¿Laura?
-No.
-¿Entonces?
-La otra.
-¿Quién?
-Leah.
-¿Leah?
-Sí, Leah.
Por un instante me cohibió hablar con una mujer a quien no conocía, pero la curiosidad
me llevó a responder la llamada.
-Sí, papá.
Dejé la servilleta sobre la mesa, bebí un sorbo de agua, y fui hasta el teléfono.
-¡Hola! -dije.
-Hola.
-¿Quién?
-Leah Baron.
-Sí, sí, ahora recuerdo. Recibí un mensaje tuyo en el contestador y otro, lo dejaste con
mi padre, ¿verdad?
-¿Quién eres?
-¡Tú eres Luisa! ¿La misma Luisa a la que llamábamos también Leie?
-¡Muchos!
-¿Cuántos?
-Mejor olvidemos cuántos. Acuérdate que soy mujer, y que a nosotras los años no nos
benefician tanto como a ustedes los hombres.
-¿Y de ti?
-Mi vida no tuvo demasiados cambios. Además ya ni me acuerdo en qué época dejamos
de vernos.
-Yo sí. Lo recuerdo muy bien, pero no podemos seguir hablando por teléfono, me
gustaría que nos encontráramos. Quisiera verte. Me gustan los encuentros.
-No sé.
-¡Ahora!
-¡No!
-¿Por qué?
-Porque mi padre está en mi casa, de visita. Además hoy a la noche es Rosh Hashaná y
la tarde se hace corta.
-¿Mañana?
-No, no puedo, será mejor que nos encontremos la semana que viene, o después del Día
del Perdón, entonces estaré más tranquilo y con más tiempo libre.
-Adiós, Leah.
-Adiós, Alejandro.
-Una amiga.
-¿Cuál amiga?
-Una antigua.
-¿A Id?
-No.
-¡Avade!
-¿Qué?
-Seguro, hijo. Claro que me acuerdo de Leie.
-Era ella.
-Hijo, esto de cambiarse de nombre para mí es una desgracia, por favor no hablemos de
ello, además no entiendo, ¿para qué uno quiere tener tres nombres? Luisa, en castellano,
Leie en yiddish, y ahora Leah en hebreo. ¿Quién necesita tantos nombres? Aunque, durante
la guerra, algunos necesitábamos varios nombres para salvarnos.
Recordaba a Luisa como si la estuviera viendo. Ella también formaba parte del grupo de
jóvenes sionistas que viajamos juntos a Israel, convencidos de ir a vivir a ese país. Luisa era
una de las tres mujeres del grupo. La otra se llamaba Nora y la otra, Esther. Luisa quedó en
Israel, yo regresé. Ella eligió ese país para vivir y por quien pelear, a pesar de las
insistencias, los ruegos y súplicas de sus padres para que regresara. Era una joven muy
bonita, tenía el cabello largo, liso y de color rojizo, que le llegaba casi hasta la cintura. Lo
llevaba suelto, y parecía que estuviera siempre recién peinado. Sobre la frente ancha le
caían unos que otros mechones de pelo que simulaban un flequillo. Sus ojos eran oscuros,
casi negros, y alegres. Una nariz pequeña le daba a su rostro un aire aniñado, y sus labios
finos siempre sonreían. Sus padres se habían [78] opuesto a que ella realizara aquel viaje,
porque temían que nunca más volviera debido a sus ideales sionistas. En la casa la llamaban
Leie, y también Leie la llamábamos sus amigos. Sus padres eran de Rumania y habían
venido a América antes de la Segunda Guerra Mundial.
Durante los meses que estuvimos juntos en Israel, creí amar a Leie, y me creí amado por
ella, pero en realidad era simplemente un enamoramiento, aunque disfruté del encanto de
aquel estado. Recorrimos juntos Israel, y de aquel período recuerdo principalmente una
noche en el desierto cuando preparamos las carpas, pero finalmente decidimos permanecer
despiertos toda la noche mirando la luna. En el Neguev la luna brilla de otra manera.
-¡Iósele! ¡Iósele!
-¿Sí?
-En el balcón.
Mi padre se puso los zapatos de lluvia, el sobretodo gris, un sombrero, una bufanda y
por último tomó su paraguas.
-A dar un paseo.
-¿Por qué?
Bajábamos las escaleras cuando a mi padre se le ocurrió invitar a don Samuel a dar el
paseo con nosotros.
-Iósele, vamos a avisar a Schmuel, por si quiere venir también.
Durante mucho tiempo soñé con la independencia que tendría cuando lograra vivir solo.
Al fin gozaría de libertad, disfrutaría de todo aquel departamento, de aquel espacio sólo
para mí, de las visitas de mis amigos en cualquier horario, de mi tiempo y del teléfono. Mis
libros por fin tendrían otro lugar que no fuera mi ropero, y mi máquina de escribir estaría
sobre el escritorio y no escondida en un rincón apartado de la cocina. Ya no tendría que
[80] compartir con mi padre el dormitorio ni los muebles donde se guardaba la ropa, ni el
baño, ni seguir oyendo sus reproches a diario, sus quejas sobre mi carrera, mi trabajo, mis
ideales y mi identidad. En un principio, después de la mudanza, sentí una nueva sensación
de espacio y de tiempo. Me costó aceptar que todo aquello con lo que siempre soñé, por fin
se cumplía, y entonces creí, ilusamente, que aquel estado de soledad era perfecto. Mi padre
se había mudado. Yo logré vivir solo, pero finalmente nunca alcancé la libertad que tanto
soñé.
Pero cuando la moda cambió y se volcó totalmente a favor de la practicidad para las
mujeres modernas de esos años, ellas dejaron de usar sombreros. El guante se convirtió en
una prenda sólo para grandes e importantes ocasiones, las medias de tul empezaron a
fabricarse más finas, dúctiles y cosidas a una prenda íntima. El material también fue
reemplazado por otro más sintético y más económico y el portaligas fue desechado.
Entonces mi padre no tuvo otra alternativa que liquidar la mercadería, cerrar el negocio y
volver a mudarse de aquel apartamento a una casa en las afueras de la ciudad.
Cruzábamos la calle cuando mi padre me tomó de la muñeca. Me llamó enormemente la
atención que haya buscado mi brazo como ayuda para caminar, pues en anteriores
ocasiones lo había rechazado, pero no dije nada. Nos detuvimos frente a un negocio cuyas
paredes estaban pintadas con colores multicolores y en un enorme letrero que colgaba del
techo, se exhibía la figura atlética de un joven con el cierre del pantalón desprendido y
abajo, escrita con pintura fosforescente, la propaganda de la marca de una ropa interior.
Mi padre había comprado aquel negocio al poco tiempo de haber llegado de Europa con
un capital que le había prestado el tío Itsic, que también tenía otro local cercano a ese, y
donde él decía que se vendía pijamas para caballeros y camisones para damas. El negocio
se llamaba «Ropa para dormir». Siempre consideré que al tío le faltó un poco de ingenio en
el momento de escoger el nombre. Ambos estaban ubicados sobre una importante avenida
de la ciudad, por ello las ventas eran buenas y las ganancias también. Mediante ellas
podíamos pagar mis clases de inglés, buena comida, y disfrutar durante muchos veranos de
unas bonitas vacaciones en el mar y, sobre todo, mi padre pudo comprarse un
departamento. Él trabajó duro toda su vida, le temía al desamparo físico, como los demás
refugiados que llegaron a América después de la segunda guerra mundial. Todos ellos
padecían el temor al hambre, a la necesidad, y el terror a ser de nuevos perseguidos.
-¡Papá!
-Sí, hijo.
-¿Quieres entrar?
-¡Pasaron tantos años! Pero todavía recuerdo el ruido de las máquinas de coser. ¿Te
acuerdas, Iósele? ¿Cuando atrás se cosían los guantes y las medias, y el olor a pegamento
con el que se fabricaban los sombreros? Sabes, hijo, trabajé toda la vida para que mi familia
no sintiera hambre, no sufriera lo que yo sufrí en mi vida. ¡Tanta persecución! Me quedé en
esta ciudad, trabajé, luché, pero perdí tantas cosas. Sólo pensé en ti y en tu madre. Les quise
[82] dar lo mejor, nunca dejé que les faltara nada. Luché contra la pobreza, porque, ¿sabes,
Iósele?, la pobreza te convierte en un esclavo.
-No, hijo, no quiero entrar, los recuerdos están acá, adentro, esto ya no me pertenece,
mejor volvamos a casa.
También yo recordaba aquel negocio y los ruidos, los olores, y el día en que mi padre
decidió cerrarlo debido a la tristeza y el silencio que había por la falta de clientes. Aquel día
mi padre se sentó en la vereda mientras algunos hombres y yo alzábamos la poca
mercadería que quedaba, la máquina de coser, algunos muebles y las cabezas de los
maniquíes. Para él eso significó el final. A partir de aquel día su salud fue empeorando,
aparecieron los dolores y la presión comenzó a subir.
-Papá. ¿Por qué no caminamos? Es un lindo día, hay sol, aprovechemos el clima.
Sacó del bolsillo del pantalón el frasco de medicamentos, lo abrió, tomó una pastilla y se
la puso debajo de la lengua. Por unos minutos se mantuvo quieto y callado.
-Quiero volver.
-Está bien.
Cuando mi padre pasaba un tiempo fuera de su casa le entraba una inmensa angustia, y
se volvía intolerante. Inmediatamente quería volver a su lugar, como un niño que necesita
del brazo de la madre para sentirse protegido. Le faltaba su espacio, su lugar, aquel lugar
que la memoria reconociera como propio para [83] encontrarse seguro. En varias ocasiones
mi madre y yo lo encontramos acurrucado en sitios perdidos de la casa. Para nosotros era
común que de pronto y sin motivo se refugiara en el baño o en el lavadero. Muchas veces lo
noté con deseos de modificar aquel comportamiento, pero era inútil, no podía luchar contra
aquel pánico que le sobrevenía cuando estaba en un lugar alejado o desconocido. Durante
las vacaciones, antes de entrar a la casa o al departamento que alquilábamos para la
temporada, debíamos encontrar un lugar donde él pudiera refugiarse cuando lo necesitara.
Mi madre lo cuidaba como a un niño, y siempre hacía lo posible para que el resto no notara
los estados de pánico en que entraba. Una vez le pregunté a ella por qué se comportaba él
de esa manera, y me dijo que eran los traumas que le quedaron de la guerra. Siempre temía
que los nazis lo encontraran. Permanentemente huía de ellos aunque sabía que estaba lejos
de Europa, y que, además, la guerra había terminado, pero cuando el territorio no era
reconocido, el pánico no respetaba la razón y, entonces, mi padre sufría.
-Siempre que estoy lejos de mi casa, me entra un terrible temor de perderme, siento
miedo, llévame a tu casa, Iósele, por favor.
-Pero seguro que Carlos, Don Samuel y José están en el bar, y se van a alegrar si te ven.
-Tal vez, pero me parece una buena hora para ir. Recuerda que antes tenemos que pasar
por la confitería a comprar una torta de queso.
-No, no importa, para Yom Kippur vamos a ir, hoy me siento cansado.
José estaba con un vaso de vodka en la mano, cuando me senté junto a él.
-¿Cómo estás?
-Está descansando.
-Hoy es Rosh Hashaná, su hijo vino a buscarlo, pero seguro que mañana estará de
vuelta.
-¡Me olvidaba que siempre para estas fechas va a la casa de uno de los hijos! ¿Y tú
dónde estarás esta noche, José?
-Iré a mi casa, a dormir, como todas las noches, como todos los años, como toda mi
vida.
-¿No quieres ir a cenar con mi padre y conmigo a la casa de una tía? Allá siempre hay
mucha comida y mucho espacio, además estoy seguro que se pondrán felices de recibir otro
invitado.
-Sí, tienes razón, José, de pronto se me olvidan las cosas, debe ser que estoy distraído.
-¿Qué te preocupa?
-¿Por qué?
-Dime, ¿qué fue difícil en tu vida? ¿Tuviste que vivir guerras? ¿Pasaste hambre, frío,
dolores o humillaciones? No fuiste como yo, testigo de la destrucción del comunismo, de
un partido en el que creíste, luchaste, y por el que peleaste, toda tu vida. Yo nací entre las
dos guerras más importantes de este siglo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Me crié con hambre, en Odessa, un lugar frío, una de las ciudades más golpeadas de Rusia.
Luego fui a Kharkov, Kiev, Leningrado, Lodz, a Vilna. Allí también soporté meses de
hambre, de frío. Fui condenado al destierro y a trabajos forzados.
José calló. Volvió a llenar su vaso con vodka y llenó otro para mí.
-¿Tú lo conociste?
-Sí.
-¿Cómo es?
-El amor no se define, el amor se sufre, se vive, se siente, quema, arde, vibra.
-¿Ése es el amor?
En ese momento prefería que José siguiera en silencio, aunque me gustaba oírlo hablar.
Sobre todo disfrutaba la sabiduría de sus comentarios, su cultura, sus conocimientos, y
también porque cuando hablaba en castellano, imponía su acento extranjero, que le dejaba
aún más diferente, y aunque hablaba perfectamente el yiddish, esa jerga germánica, el ruso,
alemán y polaco, irónicamente nunca aprendió a hablar bien el castellano.
De nuevo me levanté y fui al teléfono, insistí con el número de Laura, pero seguía sin
responder la llamada.
-Me voy, José, ya son casi las nueve de la noche, mi padre me estará esperando.
Busqué la billetera, la abrí y cuando sacaba unos billetes para pagar la consumición,
José me tomó de la mano y dijo:
- VIII -
Mi padre estaba sentado frente a dos velas prendidas, aguardándome.
-¡Iósele! ¡Son casi las nueve de la noche! Tenemos que ir a la casa de la tía Jane y del tío
Itsic.
-Apúrate, hijo.
Antes de salir mi padre se puso de pie frente a dos velas prendidas, una copa de vino y
una jalá redonda como tiene que ser para Rosh Hashaná y dijo:
-¿Sabes aquel dicho del Talmud que dice Conoce al Dios de tus padres y sirvelo con tus
acciones?
De nuevo disqué el número del teléfono de Laura. Insistí. Necesitaba hablar con ella esa
noche. No podía seguir esperando, pero una vez más fracasé en mi intento.
-A Laura.
-Nos amamos.
-¿Y tú me lo preguntas?
-Sí, yo.
-Yo no la rechazo, hijo, sólo quiero otra mujer para ti, otra con quien te puedas casar en
una sinagoga y puedas darme descendencia. Sigo pensando que Sofía es la esposa ideal
para ti.
-¿Y quién más puede tener autoridad sobre ti, que no sea yo? ¿O te olvidas que soy tu
padre?
-¡Papá!
-Disculpa, no quería decir eso, y no quiero hablar más de este tema, porque me puede
llegar a producir otro ataque. Vamos.
-Papá, por favor, no quiero seguir discutiendo, respétame, respeta mis cambios y respeta
mi elección, y respeta, sobre todo, tu salud. Sabes que no debes ponerte nervioso, tienes que
cuidar más tu corazón.
-Sí, hijo, tú tienes razón, pero sabes lo que dice la Torá: Respeta a los sabios, honra y
teme a tus padres. Iósele, hijo, no estás en el camino correcto, pero vamos, y no nos
olvidemos de la torta. Si seguimos discutiendo llegaremos tarde para la cena.
El departamento donde vivían los tíos no quedaba muy lejos del nuestro, por ello
preferimos caminar hasta allí.
Las palabras que le había dicho a mi padre se repetían y repetían en mi mente, giraban y
giraban igual a un carrusel que da vueltas y vueltas, acompañadas de una misma música
que de tanto sonar llega a aturdir.
Mi padre nunca respetó mis elecciones, pero finalmente yo era un hombre, un hombre
que había cumplido cincuenta años. ¿Por qué seguiría necesitando de su consentimiento
para reafirmarme en mis decisiones? Él no las respetaba sencillamente porque tampoco yo
lo hacía, principalmente en la relación que mantenía con Laura, ya que si realmente la
amaba, ¿por qué y para qué necesitaría su aprobación? ¿Realmente amaba a Laura, o era
una imposición mía amarla?
La conocí cuando mi padre sufrió su primer ataque al corazón. Hacía un tiempo que me
había separado de Sofía, después de cinco años de matrimonio, y todavía sufría el fracaso
que [90] significó aquella ruptura, sobre todo porque no había quedado nada de esa
relación. Ni siquiera teníamos hijos por quienes pelear la custodia o los días de vacaciones.
Tampoco teníamos inmuebles, ni una caja de ahorros en común. Entonces me dediqué de
lleno a escribir, a lo que normalmente me producía placer y me ayudaba a evadirme de la
rutina. En ese tiempo yo necesitaba apartarme de todo y de todos, de mi padre, de mis
vecinos, de los recuerdos de Sofía, y hasta de mis clases en la universidad, pero aquel
aislamiento no benefició mi salud. Tanto encierro me dejó con un severo catarro debido al
exceso de nicotina, y sobre todo sin dinero en el bolsillo. Pero necesitaba de esa pausa para
lograr sobrevivir. Y cuando ya me estaba acostumbrando a vivir en soledad, al silencio y a
los espacios vacíos, conocí a Laura.
Era un atardecer limpio, y a pesar del frío de la estación un sol pálido y apenas tibio
daba un toque de contento a aquel invierno. Yo había terminado de trabajar en un poema
que hacía tiempo estaba escribiendo. De pronto, cuando iba a tomar un libro de filosofía,
sonó el timbre del teléfono.
-¡Hola!
-Sí.
-Le hablo del hospital, soy el médico de guardia, le quería avisar que su padre está
internado a causa de un trastorno cardiaco.
-¿Qué le sucedió?
-Allá voy -dije. Antes de cortar el médico me dio la dirección. Me vestí con la mayor
rapidez que pude y salí corriendo a buscar un taxi. Con el apuro olvidé los anteojos sobre el
escritorio.
Llegué al hospital, entré corriendo y de pronto me topé con la mesa de recepción donde
estaba sentada una mujer a quien [91] pregunté por mi padre, por el señor Jaime
Polniaskyn. Ella no supo darme ninguna información, pero hizo una llamada y de
inmediato se acercó una enfermera que iba impecablemente vestida de blanco. La ropa, la
cofia, los zapatos y las medias, absolutamente todo era blanco. Recordé que cuando era
niño creía que los médicos y las enfermeras nunca se enfermaban, que el uniforme blanco
les protegía de cualquier mal. Me preguntó si yo era el hijo del señor Jaime Polniaskyn. Le
respondí que sí y que por favor me llevara rápidamente al lugar donde él se encontraba.
-Ya no corre peligro, la peor parte ya pasó, lo dejamos allí sólo para controlar mejor su
evolución durante las próximas veinticuatro horas, pero el doctor Arriola le explicará mejor
su estado. Espere aquí, que él en unos minutos estará con usted -dijo, y se fue por el largo y
angosto corredor.
-Sí, soy yo -respondí. Lo miré de frente y supuse que se trataba de un doctor. Llevaba un
pantalón y una chaqueta de color celeste y un gorro que le cubría parte de la cabeza, del
mismo color. Los zapatos iban cubiertos por un par de botas de tela, y en el cuello llevaba
colgado un tapabocas de papel y un estetoscopio.
-Soy el doctor Arriola. Sígame, por favor, vamos a otro lugar, así podremos hablar con
mayor tranquilidad.
No tuve respuesta, hasta que entramos a un sitio oscuro que olía a alcohol. Prendió la
luz, y recién ahí noté que se trataba de un consultorio médico.
-Su papá está enfermo, muy enfermo. Se presentó al hospital con un dolor intenso en la
boca del estómago, que se irradiaba a la base de la lengua. También sufría dificultades
respiratorias, dolores en el brazo. Lo llamamos porque su estado no es alentador, sufre de
un mal que se llama angina pectoris. Además tiene la salud muy deteriorada. Él nos contó
que estuvo en un campo de concentración durante la guerra, aspiró humo de los hornos,
además fumó toda su vida y no se cuidó con la alimentación, tiene un cuerpo muy
debilitado, además de su edad avanzada, así que sus probabilidades de recuperación son
escasas. Si el proceso es bueno debe cambiar totalmente de hábitos alimenticios, hacer una
dieta rigurosa y escasa de grasas. Deberá caminar unas cuadras todos [93] los días, nada de
cigarrillos, ni por supuesto bebidas alcohólicas. Debe tratar de no irritarse, y siempre
llevará consigo un medicamento que en caso de que se repita uno de los síntomas se pondrá
debajo de la lengua y se hará un control inmediato. Su padre tuvo suerte porque viajó
bastante hasta llegar a este hospital.
El doctor Arriola me relataba todo aquello con la mayor serenidad, como si lo tuviera
todo en la memoria, y como si su paciente, mi padre, fuera un extraño para mí.
-Puede visitarlo sólo unos minutos. Trate de no hablarle. Aún sigue asustado y ansioso,
aunque en las próximas horas irá mejorando. Ahora se encuentra en la Unidad de Cuidados
Intensivos.
-Ya lo sé.
-¿Quién se lo dijo?
-Una enfermera.
Sentí una sensación de impotencia frente a las palabras del doctor Arriola. Hubiera
querido otra respuesta y explicada con mayor interés sobre aquel paciente anciano que
sufría del corazón y que se encontraba en la sala de cuidados intensivos. Ese era mi padre.
¡Mi padre!
-Señor, por favor acompáñeme, le daré ropa especial con la que usted se vestirá para ver
a su padre.
Tomé las ropas que eran semejantes a la que usaba el doctor Arriola, y entré a un
vestidor. Me cambié y salí.
-Sí.
-Vamos, sígame.
No podía creer lo que veía. No podía creer que aquel anciano fuera mi padre. Tenía el
rostro bañado de una palidez mortal, su cuerpo estaba tapado hasta la cintura con una
sábana blanca, y el pecho cubierto de cables de diferentes colores que terminaban en un
enorme aparato cuya pantalla indicaba su funcionamiento cardiaco. Sus manos lucían
igualmente blanquecinas, y por vía venosa recibía suero y medicamentos. Una máscara de
oxígeno cubría su rostro triste y desganado. [95]
Se sacó la máscara de oxígeno. Lo noté más decrépito que nunca. Sus cejas anchas se
marcaban intensamente en ese rostro empequeñecido y consumido. Abrió los ojos que
parecían hundidos en dos huecos grises.
Levanté la vista, para buscar consuelo en el rostro seco de aquella enfermera, y encontré
una sonrisa.
-Todo irá bien. Don Jaime es fuerte, y tiene deseos de vivir -dijo.
-Gracias -respondí.
Volví la mirada hacia los ojos de mi padre, pero ya los tenía cerrados. Se había quedado
dormido.
-¡Papá! -lo llamé, despacio. La enfermera se paró a mi lado y dijo con voz muy baja.
-Déjelo, está durmiendo, es mejor que descanse. No se preocupe, pronto se pondrá bien.
Me quedé unos minutos más al lado de la cama, lo besé en la frente y después ella y yo
caminamos hasta el vestuario. Me saqué la ropa celeste y me vestí la mía. Me dolía la
cabeza, estaba confuso, todavía no entendía qué estaba pasando, mi padre enfermo, aquel
lugar helado.
Ya era de noche y el lugar cobró un aspecto lúgubre. Siempre es así. En las noches el
sufrimiento y la incertidumbre se acentúan. En la oscuridad los fantasmas aparecen y los
dolores se agudizan. [96]
-¡No! -respondió.
-¡No puedo dejar a mi padre solo, acá, en un hospital! -grité.
-No se preocupe, ya le dije y le vuelvo a reiterar, su padre estará bien, nosotros lo vamos
a cuidar, yo voy a estar controlándolo personalmente.
-Como quiera.
Mis manos seguían aferradas a las suyas, como si necesitara de ellas para sentir
tranquilidad y seguridad de que esas manos protegerían a mi padre. Luego la miré. Fue la
primera vez que me fijé en sus ojos. Noté que eran ligeramente verdosos y le daban un
particular encanto a su mirada, la cual despertaba en mí una extraña sensación de
curiosidad.
Me acompañó hasta la puerta de salida, y allí nos despedimos hasta la mañana siguiente.
Todavía era de noche cuando salí del hospital. El frío seguía insistente, desalmado, pero
a pesar del viento helado preferí caminar. [97] Necesitaba las ráfagas de viento chocando
contra mi rostro para despertar de aquella situación que parecía una pesadilla, necesitaba
aquel viento para refrescar el calor que la rabia me producía. Mi padre siempre fue un
hombre sano, fuerte, y de pronto cayó. Sentía culpa, esa maldita culpa de creer que siempre
era yo el responsable de todo lo malo que les sucedía a las personas a quienes amaba.
Estaba desorientado, no sabía adónde ir, ni qué pensar. No quería que mi padre falleciera,
no todavía, no mientras continuaran nuestros largos períodos de enojo, nuestra falta de
inteligencia para resolver ciertos conflictos de identidad que ambos padecíamos.
Caminé. La noche dormía, y yo sufría. Sufría el miedo de quien ya no puede retener más
la angustia de enfrentarse a la muerte. Esa muerte. La muerte de mi padre. Era un miedo
infantil, la confusión de lo irresoluble, la cobardía de un niño, el arrepentimiento previo a la
culpa de un adulto.
Encendí un cigarrillo. Veía poco, no tenía puestos los anteojos y me sentía trastornado.
Recordaba a mi madre. Había huido de su muerte para no vivirla, pero ahora no podía
evitar la de mi padre, ya no tenía recursos para rehusarla, ya no tenía veinte años ni ideas
sionistas que justificaran mi decisión de escapar.
Caminé. Deseaba confundirme entre las personas que a pesar de la alta hora caminaban
empujadas por el total desenfreno de vivir, de esa rutina injusta que imponemos a nuestras
vidas. Me sentía mal, desganado. Deseaba llorar, decir a gritos lo que me dolía.
Seguí caminando. Anduve por cuadras largas. No las conté, sencillamente las caminé.
De pronto me sentí cansado, muy cansado. Sentía cansancio en los pies y sueño en los ojos.
Después del segundo día de internación mi padre dejó el hospital. Insistí en que viniera a
mi casa hasta recuperarse totalmente, pero existía el inconveniente de las escaleras. Además
[99] él tampoco aceptó mudarse de nuevo a vivir conmigo, aunque fuera sólo por un corto
tiempo y volvió a su casa, a cuidar sus pájaros y sus plantas.
[100] [101]
- IX -
Mi padre se vistió como para ir a un casamiento. Sobre su traje nuevo y elegante se puso
el sobretodo gris. También el sombrero y en la mano llevó el paraguas. Yo también me
puse un abrigo arriba de la camisa, porque la noche se presentaba fresca.
Pasamos por la confitería, compramos una torta de queso y tal como habíamos planeado,
fuimos caminando hasta la casa de los tíos.
Durante todo el trayecto pensé en Laura, sólo en ella. Me distraje recordando nuestro
primer encuentro, también los otros. Era tanta mi distracción que no tuve en cuenta a mi
padre, ni el frío. Ni siquiera me percaté cuando llegamos a la casa de la tía Jane. No
reconocí la calle ni el edificio. Sencillamente yo seguía ensimismado, recordando los
momentos que compartí con Laura, aunque siempre fueron encuentros cortos, en lapsos
escasos pero totales, muy intensos. Seguí caminando cuando oí la voz de mi padre:
-Espera. No sigas, ya llegamos. ¿No ves que estamos parados frente al edificio donde
viven los tíos?
-Discúlpame, no me di cuenta.
-No recuerdes cosas tristes, hijo, aunque sea el tiempo de recordar. Hoy es Rosh
Hashaná, día de Año Nuevo, día del recuerdo, día del juicio. Sabes, Iósele, esta fecha
anuncia para el judío un período de penitencia y está consagrada a la oración y al
pensamiento serio. En mi pueblo lo celebrábamos con todos los rituales. Mi abuelo era
rabino y nos exigía ayunar en la mañana siguiente a la primera noche antes del inicio de
Rosh Hashaná. Pero no quiero seguir hablando porque me viene el pasado y si yo tuviera
que recordar, tanto me dolerían los recuerdos, que no aguantaría seguir vivo. Por eso
prefiero olvidar. Muchas veces hago un esfuerzo terrible para olvidar, aunque igual, las
imágenes, las voces no se apartan de mí. Justamente ahora, hace unos minutos, mientras
caminábamos, yo también pensaba en el último Rosh Hashaná que pasé en mi ciudad.
-Ya me habían llevado a un campo de concentración. Allí pasé el último Rosh Hashaná
en Europa. Estaba solo. Tampoco sabía adónde habían llevado a mi familia y ni siquiera
sabía si seguían aún con vida.
-¿Por qué nunca cuentas cómo fue tu vida en Europa y en el campo de concentración, ni
cómo llegaste a América?
-Porque también es parte de la mía. Me gustaría conocer más sobre la vida de mis
abuelos, de tu ciudad y sobre el antisemitismo.
-Yo, sí.
-Ese pasado es solamente mío, y de nadie más. ¡De nadie, hijo! ¡De nadie! Y menos tú
debes cargar con esa historia.
En realidad hacía muchos años que no visitaba la casa de los tíos. La última vez fue
cuando aún mi madre vivía. Después no regresé. Nunca más, ni para celebrar con ellos Año
Nuevo, ni para ninguna otra festividad, ni siquiera para algún cumpleaños. Tampoco asistí a
la fiesta de casamiento de Báshele, la hija menor, y de aquella fecha ya habían pasado como
diez años, o tal vez más.
Desde la calle, donde estábamos esperando para entrar, se oían voces, gritos, risas y se
olía el aroma a la comida que la tía había preparado. Tocamos el portero eléctrico. Ella
respondió, e inmediatamente un niño abrió la puerta de entrada al edificio. Era un niño muy
simpático con el rostro repleto de pecas, el pelo largo y rubio, muy rubio. Me miró y
preguntó:
-Siete.
-Sí, pero ella de verdad se llama Beatriz, antes se llamaba Báshele, cuando era chica.
Sonreí y pensé que el mío no era el único nombre modernizado, evidentemente Báshele
también actualizó al suyo.
Caminamos por un ancho y triste corredor hasta llegar al último departamento de planta
baja, que era donde vivieron siempre la tía Jane y el tío Itsic.
Como hacía mucho tiempo que no visitaba el lugar, cuando nuevamente lo vi, me
sobrevino una pena profunda, motivada por la añoranza. Miré hacia adelante, a los
costados, a mi alrededor, abajo y arriba, a todos lados. Mis ojos recorrieron
desesperadamente el lugar, buscando, tratando de encontrar a alguien, sin saber a quién
buscaba. Era a mi madre, era a mi madre a quien yo buscaba, a quien necesitaba. No
concebía aquel lugar, aquella gente, aquella fecha sin ella.
A la tía también la noté avejentada, aunque muy cariñosa y risueña como era habitual.
Seguía igual, con la exagerada curiosidad que la caracterizaba y el deseo de averiguar todo,
absolutamente todo sobre mi vida y la de los demás. Me saludó y después me tomó de la
solapa del abrigo y me llevó hasta la cocina, a un lugar donde nadie nos podía ver ni oír, y
en ese rincón me sometió a un profundo y exhaustivo interrogatorio. Me preguntó por
Sofía, por mi trabajo, por mis proyectos, mi situación económica, mis poemas y mis
amores. Ni siquiera me daba tiempo de responder cuando ya inmediatamente formulaba la
siguiente pregunta. [106]
Mírele era la hija mayor y la primera que se marchó de la casa. Apenas cumplió los
dieciocho años se casó con su único novio, Carlos. Todos decían que lo hizo sólo para huir
de la tía, que era una madre muy posesiva. Esa noche ella estaba con su marido y con sus
cuatro hijas, muy simpáticas y muy bonitas. La otra hija, Báshele, como la llamaban sus
padres y nosotros, y que después exigió que la llamaran Beatriz, también estaba con Felipe,
su esposo, y sus cuatro hijos, tres niñas y un varón. Léibele, el único hijo varón de la
familia y el preferido de los padres, vino sin su mujer, con sus tres hijos. Todos se pusieron
de pie y se acercaron a saludarnos y a presentar a sus respectivas familias. Los niños me
rodearon, curiosos por conocerme.
Sobre la mesa impecablemente puesta estaban la jalá redonda, como símbolo del año sin
principio ni fin, por eso circular, y cubierto con una servilleta blanca. Las velas recién
encendidas parecían flamear llenas de vida, de luz, de color, de brillo, junto a una copa de
vino recién servida, también la manzana con miel y la vajilla de porcelana con los cubiertos
de plata que la tía había traído de Europa.
Los hombres nos pusimos la kipá y cada uno de nosotros ocupó un lugar. El tío se sentó
en la cabecera, tomó la copa de vino y recitó la bendición. Luego tomó un trozo pequeño de
jalá, lo mojó en la miel y dijo otra bendición. Hizo lo mismo con una rebanada de manzana.
Cuando terminó de rezar, nos deseó a todos un año dulce, un año próspero, y que el año
siguiente estuviéramos, todos juntos reunidos de nuevo alrededor de esa mesa, con salud y
felicidad. Los tíos no eran personas religiosas, por ello la ceremonia fue corta y sencilla,
pero llena de emotividad y de fuerte tradición. Después la tía sirvió la cena. Comimos
pescado relleno. A mi padre le sirvieron la cabeza del pescado, como debe ser con el jefe de
familia, en recuerdo a la promesa bíblica: «Y os pondrá Dios por cabeza y no por cola,
cuando obedecéis a los mandamientos del [107] Eterno, vuestro Dios». Después nos
sirvieron sopa de gallina, pollo asado con papas, knishes, ensaladas y de postre compota de
frutas secas y tortas de manzanas, de queso, de amapola, manzanas asadas y ensalada de
frutas con helado. Era tanta comida que hubiera alcanzado para otra fiesta igual y otra más.
En un momento de la cena, mi padre pidió silencio, llamó a la tía que estaba en la cocina,
tomó su copa servida de vino y dijo:
-¡Todos llenen sus copas con vino, y levántenla!
Así como pidió mi padre, todos levantamos las copas e hicimos un brindis.
-Que tengamos un año próspero, un año dulce, con muchas satisfacciones, mucha salud,
y en paz. Paz para Israel y paz para todo el mundo.
La cena continuó, y la tía siguió yendo y viniendo. Báshele y Mírele la ayudaban. Había
tanta comida, que podrían comer un centenar de personas. Siempre sucedía lo mismo. La
tía preparaba comida de una manera exagerada.
Yo decía que era el hambre de la guerra. A ella todo le parecía poco. Invariablemente
temía que alguien quedara insatisfecho e insistía e insistía para que nos sirviéramos más.
Cuando veía algún plato vacío, iba y traía la fuente para llenarla de nuevo. Su insistencia
a veces resultaba incómoda y desagradable, pero mi madre era igual. Temían al hambre. Y
así como la tía se mostraba tan amable y simpática, en un instante podía cambiar
radicalmente. Al menor descuido era capaz de [108] pronunciar las peores maldiciones, en
yiddish, en polaco y en ruso cuando le disgustaba algún comentario o alguna actitud fuera
de lugar.
El ambiente era ameno y familiar, se contaban historias, cuentos, chistes. Los niños más
grandes peleaban y los más pequeños lloraban. Carlos hablaba con Felipe, Luis conversaba
con Báshele, el tío y mi padre discutían sobre política. Léibele y yo nos entretuvimos
hablando de economía.
El encuentro me remontó a una época de mi vida que creía olvidada. Mi primo hablaba
despacio y pausadamente. Se había convertido en un ser tímido y abstraído, contrariamente
a cuando era niño. En la infancia era alegre y risueño. Teníamos aproximadamente la
misma edad, y a él, igual que a mí, sus padres lo criaron como único hijo, a pesar de tener
dos hermanas. Cada tanto la tía lo miraba, sonreía y hacía un gesto de aprobación con la
cabeza. Siempre fue el orgullo de sus padres. Cuando hablaban de su hijo, lo hacían con
mucha satisfacción, todo lo que él hacía estaba bien. En la primaria fue un alumno muy
aplicado, en la secundaria llegó a portar la bandera por ser uno de los mejores. Luego
estudió Medicina. En esa época los tíos ya no encontraban palabras para admirar al hijo,
además estaban tan orgullosos de él que siempre lo llamaban mi hijo el doctor. Era lo
mejor, y no tan sólo en el estudio, era lo mejor en todo, ayudaba a su padre en el negocio, le
reparaba los artefactos domésticos a su madre, y hasta hablaba correctamente en yiddish.
Además, cuando creció, se convirtió en un hombre muy buen mozo y seductor. Mis padres
siempre me comparaban con él, y en todo lo ponían de ejemplo, puesto que él no tenía
ideas raras en la cabeza. A Léibele jamás se le hubiera ocurrido ser un escritor, ni sentarse
durante horas frente a una máquina de escribir a pelear con un personaje, ni permanecer
días enteros luchando con una palabra, para armar una rima en un poema, [109] ni tener
amigos con ideas socialistas, ni desear, con intensidad, vivir solo, ni tampoco se le hubiera
ocurrido ir a Israel a vivir en un kibutz. Menos aún se le hubiera ocurrido estudiar
Periodismo y mucho menos Sociología. Para mis padres igual que para los tíos, ésas no
eran profesiones dignas ni con las que uno se podía ganar la vida, ni tener un futuro
asegurado. Fuimos creciendo, y a pesar de los años, mi padre igual siguió poniéndolo de
ejemplo y yo continué cansado de esas molestas comparaciones.
Pero después todo cambió. Léibele no terminó sus estudios de Medicina, se casó con
una joven que no era judía, de la que después se separó. Tuvieron tres hijos, a los que sólo
veía una o dos veces al año, porque su ex mujer se volvió a casar y se fue a vivir a otro país.
Desde el día en que Léibele se casó, la tía cambió. Nunca se repuso de aquella
desilusión. Nunca aceptó el casamiento de su hijo con una gentil. Se culpaba de todo, se
martirizaba con sus propios pensamientos y decía que quizás si se hubiera ido a vivir a
Israel cuando los niños eran pequeños no tendría que pasar por esa situación. Aquella
decisión nunca tomada la sentenció a vivir con culpa. Su mayor ilusión fue siempre
acompañar del brazo al hijo mayor, a su único hijo varón, hasta el palio nupcial. Después
de aquella boda empezaron a aquejarla diferentes enfermedades. Sufría de una úlcera
estomacal, de jaquecas repetidas, presión alta, y de un permanente deseo de llorar.
Terminamos de comer los postres. La tía trajo varios tipos de licores, café, té, estrudel
de dulce de membrillo, nueces, almendras, pasas de uva, chocolates, caramelos y confites
para los nietos.
La tía terminó de cantar, y en ese momento pensé que todos los que estábamos allí esa
noche parecíamos personajes escapados de un cuento de Schólem Aléijem, que habitaban
aquella antigua aldea llamada Kasrílevke. Todos habíamos retrocedido en el tiempo, con las
comidas, el lugar, y los recuerdos.
Los niños más pequeños se habían quedado dormidos, uno con la cabeza apoyada sobre
la mesa, otro en el sofá y otro sobre la alfombra. Los mayores fueron a mirar una película
en la televisión del dormitorio de los tíos, todos acostados sobre la cama grande. Un niño
correteaba alrededor del abuelo queriendo iniciar algún juego, y la niña, la más pequeña, se
entretenía con las manos artríticas de la abuela, que contrastaban con las suyas, nuevas y
pequeñas.
Mi padre, la tía Jane, y el tío Itsic aproximaron sus sillas y se sentaron los tres muy
juntos para hablar de cosas de antes y [111] rememorar historias que solamente entre ellos
podían compartir. Yo los observaba. Hacía años que no los veía así, y era como si el tiempo
no hubiera transcurrido. Se repetía la misma escena, la misma conversación. Ellos insistían
en ser los mismos de hace cuarenta años y en mantener viva la memoria. Recordaban
siempre las historias de cuando vivían en Europa, de cómo se escaparon, y de cuando se
volvieron a encontrar en América, creyendo que así permanecían resguardados de cualquier
mal que les pudiera volver a ocurrir. El miedo, y la sensación de continuar siendo
perseguidos les duró el resto del tiempo. Hablaban de los muertos como si siguieran vivos.
Hablaban de la muerte como si no existiera. Hablaban de la vida con dolor. Ahí estaban un
pasado injusto y un presente negado. El futuro no existía. Ese era el comportamiento de
todos los sobrevivientes del holocausto. Ninguno de ellos pudo olvidar la guerra, nadie
pudo borrar los números de sus brazos, y ninguno logró sobrevivir a aquel horror.
Siguieron respirando, procreando, produciendo, comiendo, pero nadie logró vivir, vivir con
la mente sana, sin dolor y sin miedo. Seguían estancados en los recuerdos, sin pensar que
los mismos están en el pasado, sin pensar que sólo son eso, recuerdos, sin advertir que los
momentos no se repiten. Ninguno de ellos era consciente de que las situaciones se crean, no
se programan, de que la vida se vive y es difícil proyectarla cuando a veces en el siguiente
paso la fatalidad aparece como un bufón desafiante y provocador, escapado de una caja de
sorpresas.
Todo en esa casa, en esa conversación, en ese momento, tenía un significado que yo no
deseaba descifrar. Allí estábamos reunidos padres, hijos, nietos, hermanos, sobrinos,
evocando silenciosamente a los muertos.
Antes de salir la tía me dio una fuente llena de comida y despertó al tío para saludarnos.
Nos despedimos de los primos, de los sobrinos, abracé a la tía y sentí de nuevo su olor,
aquel olor antiguo.
Después de esa noche no volví a ver con vida ni a la tía Jane ni al tío Itsic.
Quizás, tal vez, nos volvamos a encontrar en otro tiempo, en otro espacio, en otro lugar.
¿Quién sabe? [113]
-X-
Llegué a casa agotado, con un malestar general, sufría de mucha pesadez de estómago y
de un tremendo dolor a la altura de la sien. No estaba acostumbrado a comer de esa manera,
ni a beber tanta cantidad de vino. Además sentía una profunda desazón y una inconsolable
tristeza. Pensé en Laura y disqué su número. Su teléfono sonó, sonó y sonó inútilmente.
Aquella fecha, la casa, esa cena, los tíos, los primos, sus hijos, revivir el pasado,
despertar la nostalgia, compartir con mi padre las mismas emociones... Era demasiada
pesadumbre para una noche solamente.
Mi padre también se sentía cansado. Preparó un vaso de té con limón para él y preparó
otro té, uno digestivo para mí. Luego tomó sus medicinas, me deseó buenas noches, cerró la
ventana, apagó la luz y se fue a dormir.
Mi mente estaba con demasiados recuerdos y mucha añoranza como para ir a descansar
y pretender quedarme dormido con facilidad. Prendí un cigarrillo y con el mayor cuidado,
evitando cualquier movimiento que produjera ruido y pudiese despertar a mi padre, salí al
balcón. Era una noche fría, una noche de ausencias. El cielo era todo luna, claro. Las calles
estaban vacías. El silencio [114] me acompañaba. Pensé en Laura. La extrañaba, la amaba.
Después de algunos minutos sentí frío y entré. Mi padre dormía profundamente y la llamé
de nuevo. Era tarde, tenía que atenderme, debería estar acostada, descansando a esas horas
de la noche. No era su turno de guardia, por lo tanto no habría motivos para que no
contestara, pero el teléfono sonaba y sonaba, y la llamada no tenía respuesta.
-¿Qué te sucede?
-¿Por qué?
-Mientes.
-¿Qué pasa?
-¿Cómo lo sabes?
-Sí cambias, te vuelves ausente y te justificas por todo lo que dices y haces, lo tienes que
engañar cuando vienes a verme, y yo no puedo ir a tu casa cuando él está.
-Esa no es la verdad.
-No porque me dedique a él un par de días, signifique que me aleje de ti. Sólo viene un
par de veces al año. Durante ese tiempo lo quiero atender. Es sencillamente por eso que no
puedo estar contigo como quisiera.
-¿Cuál dolor?
-Mi padre no solamente reclama acerca de mi relación contigo. Me reclama que me haya
cambiado de nombre, que haya seguido esas carreras, que trabaje en el periódico, y que sea
un simple profesor, y que no tenga ambiciones. Muchas son las cosas [116] que mi padre
rechaza de mi vida, y sobre todo no acepta que no tenga descendencia, no haberle dado un
nieto.
-A mí no me afecta en nada.
-Una cosa es lo que dices, otra lo que sientes, y otra cómo actúas.
-De mí.
-¿De ti?
No podía entender las palabras de Laura, puesto que siempre le demostré que lo único
que deseaba era estar con ella, disfrutar de los momentos que pasábamos juntos. Ella era la
primera mujer con quien mantenía una relación así, llena de afecto y respeto. Respetando
los lugares de cada uno, los espacios individuales, el [117] tiempo de estar solos, sin
imposiciones de ningún tipo. Ella era soltera y yo divorciado. Ninguno de los dos tuvo hijos
ni nada que nos atara a un pasado. Ninguno preguntaba al otro sobre sus amores, sus
encuentros o sus frustraciones. No hacíamos proyectos de ninguna clase, nunca hablábamos
de las vacaciones, ni de planes para los feriados, ni para el día siguiente. Eran los
momentos y nosotros. Nosotros, inventando los momentos. Yo conocía las noches en que
ella estaba libre y las tardes cuando no iba a trabajar, y ella estaba al tanto de los días en
que yo no iba a enseñar, y de los otros, de cuando la inspiración me daba tregua, entonces
nos llamábamos, nos buscábamos y acudíamos callados a los encuentros.
-¿Para qué?
-¿Qué te sucede?
-Nada.
-¡Estás llorando!
-De perderte.
Nos abrazamos. En ese momento no quedó en todo mi cuerpo un solo espacio que no se
estremeciera y sin levantar la vista de su cuerpo, la deseé. Tiernamente cerré sus labios con
mis manos. Ella levantó el rostro. Sus ojos simpatizaron con los míos y una sonrisa apenas
trazada se dibujó en su expresión.
Bajé los párpados, y cerré los ojos para no ver, tampoco oír ni oler otro perfume que no
sea el suyo. Junté los labios y sin apuro sentí en mis manos, su piel. La sentí a ella, a toda
ella, mía. Sólo y puramente mía.
Y de nuevo, la noche resultó corta, las horas pocas, y el tiempo escaso para lo que
ambos necesitábamos.
El despertador sonó a las siete de la mañana, pero yo seguía con sueño. No quería
moverme. Me encontraba muy bien en esa habitación en la que aún quedaba el perfume de
la seducción, en esa cama tibia, en ese espacio infinito y puro, que aún olía a Laura. Di
vueltas y vueltas, igual a un niño. No deseaba levantarme de su lado. La busqué pero ya no
estaba, entonces recordé que me había dicho que tenía que ir al hospital bien temprano esa
mañana, y que yo también tenía que volver a mi casa, pues mi padre estaría [119]
preocupado por mi ausencia. Tenía que apurarme para llegar al departamento antes de que
él se despertara. Me levanté de un salto. Tomé mis anteojos que estaban sobre la mesa de
luz, me puse el reloj y después volví a mirar la hora. Luego saqué un cigarrillo de la
cajetilla, y fui hasta la cocina en busca de fósforos. Había aroma a comida, y el desayuno
estaba servido. Sobre la mesa había dos tazas, una jarra con leche, el azucarero, cubiertos,
un par de tostadas recién hechas y todavía calientes, mermelada, manteca, y en la cafetera,
café. Laura estaba en el baño tomando una ducha. No tenía apetito, encendí el cigarrillo y
volví al dormitorio. Mientras me vestía entró Laura. Se veía candorosamente bella envuelta
en una toalla blanca, con los pies descalzos, y el cabello mojado. Una mirada lánguida
dejaba a sus ojos apagados, esos ojos verdes, casi acelestados, que me embelesaron la
primera vez que los vi. La amaba, y sentí que ella me pertenecía. Yo era su dueño, y ella
era mía. Luego desayunamos. Laura se vistió y nos despedimos.
-Adiós, Alejandro.
-¿Cuándo?
-Apenas pueda.
-No, no es así.
No era una mañana cualquiera. Era diferente, radiante, como si se preparara para un día
único, con un viento anticipadamente primaveral.
Las personas caminaban deprisa, agobiadas por el tiempo, por las obligaciones,
abriéndose paso a empujones, igual que en una jungla. Me sentí atrapado. Caminé entre la
multitud. Ahí estaba [120] yo siendo parte de aquella perversa sobreviviencia que nos
conducía a todos hacia una misma dirección. Me aterrorizaba ver los rostros de algunos
jóvenes pintarrajeados, y agredidos, o agrediendo, con todo tipo de adornos y amuletos,
pinturas y tatuajes. Vestidos con ropas desteñidas y desprolijas, cabellos teñidos y mal
peinados. Se veían harapientos. Era como si andando de esa manera desafiaran al resto.
Como si fuesen en busca de una identidad, y como si en ese total desenfreno buscaran
rebelarse contra la humanidad, desquitarse de esa sociedad que les arrebató a sus familias,
los afectos, la amistad. Luchaban por el poder del individualismo y por los derechos de la
familia. Se convirtieron en habitantes de un mundo sin hogar. Eran hijos pertenecientes a
una familia universal, abandonados en una absoluta orfandad. Pensé que finalmente sus
gestos y sus cosas eran simplemente rebeldía, la notable, estudiada, analizada y mal
gobernada rebeldía.
Bajé las escaleras para tomar un subte, pero siempre me producía escozor bajar a un
sótano, a aquella sombra artificial con ruidos de máquinas. El rostro de un hombre
irremediablemente trastornado y fatigado me hizo daño. Volví a subir. Afuera el día
imponía luz. La mañana me devolvió un grato alivio. Levanté un brazo para parar un taxi.
Subí. Lo conducía un hombre de mediana edad que vestía ropa vieja y sucia. Tenía las
manos y las uñas manchadas de grasa.
Pasó un trapo por el volante, miró por el espejo retrovisor, y me preguntó adónde me
llevaba. No respondí. Después me volvió a formular la misma pregunta y me disculpé, bajé
y preferí ir caminando. El hombre se estaría preguntando si yo no sufría de alguna
enfermedad mental, porque apenas puse los pies sobre el asfalto, arrancó bruscamente.
Seguí caminando hasta llegar a una esquina donde había una parada de colectivo. Me
detuve frente a un puesto de venta de revistas, periódicos y golosinas. Miré algunas tapas,
pero me aturdieron los gritos del hombre que vendía los [121] diarios. Seguí esperando que
pasara otro taxi. Todos corrían a mi lado, unos iban, otros venían, y nadie se detenía, en esa
carrera desenfrenada hacia la nada o hacia el fin. Una mujer me detuvo y me preguntó la
hora. Miré el reloj y se la di pero pensé qué importancia tendría la hora, el día, la fecha, el
mes, el año, en este mundo. Nada importaba en este manicomio abierto para todos, en este
teatro donde cada habitante tenía un papel que representar, cual personaje escapado de su
propia tragedia griega, en este pedazo de universo donde las personas corren, corren y
corren hacia ¿quién sabe? ¿Alguien conoce su final? ¿Estaba vivo, yo? ¿El resto que estaba
a mi alrededor, aún vivía? ¿Quién era yo, quiénes éramos en realidad?
Me paré frente a la vidriera de una tienda para caballeros, donde un par de maniquíes
mostraban las mejores prendas que se usarán en la próxima temporada. Trajes
impecablemente confeccionados, corbatas, medias, paraguas, zapatos, billeteras, pañuelos
para el cuello. Tuve deseos de entrar y cambiar mi vestuario, que ya estaba desactualizado.
Necesitaba calmarme, envolverme en algún tipo de frivolidad, pero no podía hacerlo. Mirar
vidrieras era un juego seductor, atrayente, pero nada más. Una ráfaga de humo escapado de
un caño de escape me hizo regresar a la realidad. ¿Acaso comprándome ropa nueva que
quizás jamás usaría iba a calmar mi pesar? Sería un instante de distracción, apenas una
caricia, y después, la nada. Mis pensamientos recuperaron la sensatez. Me arreglé el cuello
del sobretodo y me ajusté los anteojos, prendí un cigarrillo y decidí seguir caminando. Miré
el reloj. Era tarde, tenía que caminar más aprisa, aunque pensé ¿para qué? ¿Para discutir
con mi padre? ¿Para corregir exámenes o para preparar alguna clase, para darme una ducha,
o para pensar en Laura? Pero tenía que volver. Sentía la necesidad de encontrar un lugar
donde cobijar mis dudas. Paré frente a un almacén en cuya puerta había un cartel que decía
comida judía. Entré y compré algunas porciones [122] de tortas y otras comidas saladas
pensando que a mi padre le gustarían.
Llegué a la plaza, y me senté unos minutos a descansar y disfrutar del lugar, del dorado
suave del sol, del pasto verde, del cielo azul, de todo aquello que la naturaleza estaba
ofreciéndome. No podía rechazarla, no debía, era su regalo.
Un rato después crucé la calle y en la entrada del edificio me encontré con la mujer del
cuarto que sacaba a pasear a su perra, vestida con una ropa a cuadros. Los niños del primer
piso salían para el colegio, y la madre a la verdulería, el portero vestido con su uniforme
gris, y los zapatos negros con suela de goma, limpiaba el piso de la entrada, y miraba, con
su mismo gesto de siempre, curioso por saber lo que ya conocía sobre nuestras vidas. Me
detuvo y me preguntó por mi padre, por su corazón y me contó que la joven del segundo
piso «B», se peleó la noche anterior con uno de los tantos novios que tenía, que la otra que
vivía en el mismo piso recibió la visita de sus padres y de uno de los hermanos, y que el
hijo de Don Samuel no vino el último fin de semana a buscar al padre por lo que el pobre
viejo sufrió de nuevo una crisis de hipertensión y en consecuencia no pudo salir de su
departamento en un par de días, y que él y la del primero tuvieron que llevarlo a poner una
inyección en la farmacia de la esquina. Mientras subía las escaleras, pensaba que cada piso
tenía sus propios ruidos y sus olores característicos. El ruido de un televisor funcionando.
El de un tocadiscos. El olor a milanesas, a colonia, el ladrido de un perro, o simplemente el
silencio.
Fui hasta la cocina y advertí que mi padre se había ido de compras. Había estado en la
panadería y en la fiambrería, comprando arenque fresco, anchoa en sal, fiambre, pan fresco,
huevos, verduras y frutas.
-Hola, Iósele.
-Mira, hijo, para ti compré beigalaj, como lo hacía tu madre, también te compré un
leicaj, recordé que a ti te gustaba.
-Papá, no puedes caminar solo por la calle con tantas bolsas, sabes que es peligroso.
-Cómo iba a saber a qué hora llegarías, si tú sales siempre despacio, y nunca me avisas
ni te despides de mí. Te escapas, hijo.
-No es así como tú dices, papá, sólo que te veía durmiendo tan plácidamente que no
quise despertarte.
-Ya lo sé.
-¿Dónde dormiste?
-Hijo, ¿no es suficiente todo lo que pasa entre nosotros para que también me hables con
ese tono?
-Cosas graves.
-¿Y no lo sabes?
-¡No!
-No lo cambié, ni presté ningún nombre, simplemente elegí uno y no es por otra cosa
que para volverlo más práctico, recuerda que soy maestro, y a mis alumnos les dificultaba
pronunciar correctamente mi apellido. Y que me llamara José y después eligiera cambiarlo
por Alejandro no tiene nada de extraño.
-Era lo único que nos unía, hijo.
-No hablamos el mismo idioma, porque tú lo rechazas, no comes mis comidas porque a
ti no te gustan, no padecimos juntos del mismo antisemitismo, no sufrimos de iguales
dolores. Tú no perdiste a toda tu familia en los hornos.
-Me culpas por algo de tu historia en la que yo nada tuve que ver.
-No te culpo, hijo, te hago ver las cosas que tú las niegas.
-Pero tenemos la misma tradición. Papá, hay una historia común que nos une.
-Sí. [125]
-¿Por qué?
-Porque siento que así como rechazas mi apellido me rechazas a mí. ¡A mí, que soy tu
padre!
-Quizás sientas ese miedo, porque en realidad no tenemos nada que nos una.
-¿Tu sangre? De qué sangre me hablas, o no sabes que la sangre no habla, no abraza, no
ríe, no juega, no acompaña.
-No son tonterías. Lo que a ti te pasa, papá, es que sigues viviendo en el mismo ghetto,
nunca has salido de ese lugar.
-De un ghetto sin muros ni soldados. Escapaste, llegaste a América, vives en un sitio
seguro, pero en realidad nunca has salido de allí. Los mismos miedos te siguen paralizando,
la misma angustia te deja inválido. Los mismos recuerdos te siguen carcomiendo. Piensas
igual y sientes igual que cuando vivías en Lomza.
-¿Y tú qué sabes? Naciste en un lugar donde te pudiste criar libre, en una ciudad donde
tu vecino no te grita judío puerco, ni pisotean tu dignidad, ni llevan a las cámaras de gases a
tus padres, a tus hijos, a tus hermanos, a toda tu familia. Qué sabes tú, Iósele. Tú sólo sabes
pelear con tu padre.
-Papá, no te das cuentas que tú mismo eres tu propio traidor. Te traicionas a ti mismo.
-Estoy viejo pero todavía no perdí la razón. Exijo que cumplas con los mandatos que
nosotros te enseñamos, con lo que viste, y viviste en nuestro hogar, y que no reniegues de
todo eso. ¿Recuerdas cuando eras niño, cuando íbamos juntos todos los sábados al shil, y
cuando los viernes de noche tu madre prendía las velas del viernes, y tú rezabas la
bendición del vino? ¿Lo recuerdas? [126]
-Sí, papá, por supuesto que lo recuerdo, pero entonces la esperanza de la continuidad
estaba cumpliendo su proceso normal en mi crecimiento. Sin embargo crecí y me convertí
en un hombre, en un ser individual, y no en una creación tuya, en quien sigues depositando
toda tu historia de dolor.
-Eres mi hijo, si no es en ti, ¿en quién, entonces? ¡Oy, Dios mío, me duele todo! ¡Me
duele el corazón!
-Mi dolor no se cura con medicamentos, se cura con najes, eso necesito, hijo, najes
tuyos.
-Papá, entiende que tu deseo que yo sea como tú quieres, es un anhelo tuyo profundo y
sincero, pero quieres algo imposible. Pretendes que yo modifique mi manera de pensar, y
que mi comportamiento sea distinto, porque según tu manera de ver, yo estoy equivocado.
-Esa es la verdad, la única verdad. Deseas transferir en mí toda tu historia, deseas que yo
cumpla con lo que vos no pudiste.
-Voy hacia la verdad reflexiva, hacia la verdad filosófica, o científica, o como tú quieras
llamarla.
En ese momento me entró una duda. Estaba peleando con mi padre por muchas razones,
por el cambio de mi nombre, por no seguir con la tradición heredada de él, por no haberle
dado nietos, pero en realidad, toda aquella discusión empezó a raíz de mi relación con
Laura. Finalmente yo estaba apostando por Laura, le estaba desafiando a mi padre y me
estaba desafiando a mí mismo. Aquel desafío, me hacía sentir seguro. Era una apuesta.
Gozaba del riesgo que alimenta al apostador.
-Hijo, tú nunca necesitaste luchar para que no te saquen la [127] vida. Tú no luchaste en
un campo de concentración para continuar existiendo, y tampoco tuviste hijos a quienes
contar tu historia, ni que sigan con tu tradición.
Mi padre sin darse cuenta estaba hablando sobre las tres leyes que cumplir, la ley de la
existencia, todo ser es un efecto, procura. La ley de la sobreviviencia, preservar en su ser.
La ley de la descendencia, a través de los hijos continuar viviendo.
-¿Dónde tú lees tantas tonterías? ¿Para qué te sirvieron tantos estudios que hiciste, tantos
libros que leíste? Sólo te hicieron mal, dañaron tu cabeza. Mira qué has hecho de tu vida.
Abandonaste a Sofía, una buena mujer, que te hubiera dado hijos, a cambio de qué, de vivir
así, en un lugar desordenado, mal alimentado, mírate, solo, delgado, y junto a una mujer
con la que no podrás crear nada. No puedes tener futuro.
-¿Cómo tú sabes?
-Porque eres mi hijo y ella no te va a dar lo que tú necesitas para vivir en paz.
-Sigues hablando como un profesor. Yo no soy uno de tus alumnos, soy tu padre, y
háblame por favor más despacio, sin gritar, que aún no estoy sordo.
-Pero Iósele, estudia el Talmud, si en el Talmud está todo escrito. Allí están todas las
respuestas.
-Las respuestas las tiene uno mismo, cada ser humano tiene que encontrar en sí mismo
las respuestas a sus preguntas. [128]
Y callé. Callé, como callé muchas otras veces, y como tantas otras veces me escondí,
porque me faltó valor para enfrentarme a mi padre, a la calle y a la noche. [129]
- XI -
A pesar de estar acompañado por mi padre, me sentía solo, y con una sensación de
ahogamiento. Por ello decidí salir a caminar. Quería desaparecer, perderme, no seguir
pensando, ni sufriendo, ni cuestionándome miles y miles de dudas. Tampoco quería seguir
discutiendo y peleando con aquel viejo caprichoso sobre los mismos temas de siempre. Mi
verdad era que amaba a Laura, y ella despertaba en mí un difuso y único sentimiento
irracionalmente bello. Pero de esa manera no podía continuar nuestra relación, una relación
entre dos seres adultos, en la que ninguno debería seguir sufriendo la neurosis que produce
el estado de enamoramiento.
No sabía adónde ir. Tenía que aturdirme, huir de mi soledad, de mis dudas, de mis
miedos. Me sentía tremendamente ausente en una ciudad rodeada de avenidas anchas, llena
de personas, de luces. Luces en los letreros, que parpadeaban incansablemente en una
conjunción armoniosa de ingenio y colorido. Seguía inmerso en la melancolía. Caminé
hasta el bar, un lugar protegido por un tiempo diferente al del mundo de afuera, con un
ritmo que giraba en otra dimensión, un refugio para el tedio, para la discusión y para la
creación. Estaba atardeciendo. Entré y vi a José que se encontraba sentado en la misma
mesa de siempre, leyendo una partitura, y [130] fumando cigarrillos negros. A lo lejos
parecía un personaje sacado de una historieta de espionaje. Siempre que la estación lo
permitía, llevaba una boina encima de la cabeza totalmente rapada, tenía la piel blanca, y la
del rostro muy ajada y arrugada, e invadido por finos hilos rojos. Sus ojos eran pequeños y
celestes, tan celestes que parecían transparentes. Una nariz grande y angulosa y una boca
con labios gruesos le dejaba un aspecto muy particular. Cualquiera que viera a José por
primera vez notaría que se trataba de un extranjero, por su figura, y por la ropa que llevaba,
y sobre todo por su acento. Era un hombre alto, fornido, siempre usaba pantalones grandes
y camisa blanca. Su vida era un misterio. Nunca hablaba de ella, ni permitía que nadie le
preguntara algo sobre su pasado.
El lugar estaba casi vacío, el dueño todavía no había llegado ni tampoco las demás
personas que rutinariamente acostumbraban a reunirse allí. José oyó el ruido de mis pasos,
levantó la mirada, y me llamó.
Me acerqué a la mesa, pero antes de correr la silla para sentarme me fijé en el piso y
luego en el cenicero. Estaban abarrotados de ceniza y de colillas de cigarrillos. También
observé la buena cantidad de partituras que estaban esparcidas sobre la mesa y
principalmente la que José estaba leyendo. Había hojas sueltas en cuyos pentagramas
estaban escritas algunas notas musicales.
-¿Interrumpir? ¿Qué?
José juntó las partituras y las guardó dentro de una carpeta roja, y luego juntó las hojas
sueltas y las guardó en otra carpeta, también roja, pero más gastada.
-Estoy estudiando a un gran músico, ¿sabes? Fue uno de los mejores de su época. [131]
-No, no es a ninguno de los que nombraste, a todos ellos ya los estudié durante muchos
años.
-¡Bruckner!
-Sólo conozco los temas que me interesan, como la música, el arte, la política, pero
sobre otros temas, te aseguro que no sé absolutamente nada, como la Sociología, o el
Periodismo, por ejemplo.
-¿Cómo?
-Sencillamente, no podemos seguir hablando con la boca seca. ¿Qué quieres tomar?
José llamó al mozo, éste acudió de inmediato y lo primero que hizo fue cambiar el
cenicero, y después anotar el pedido.
Y cuando el mozo se iba retirando para cumplir con el pedido, José lo llamó de nuevo.
-Ven, trae también dos vasos pequeños, y una botella de vodka, pero del bueno.
-No sé qué me pasa, estoy decaído, siento que vivo en una guerra permanente.
-¿Por qué?
-Por miles de conflictos.
-¿Conflictos? ¿Cuáles?
-El amor, el desamor, el abandono, la soledad, la angustia, mi identidad. Mis peleas con
mi padre, Laura.
-En otro aspecto siento una agresión por parte del mundo de afuera, de la calle, de los
ruidos, de los olores, de la polución, de mi padre, hasta de los tíos a quienes veo cada diez
años. Una permanente y dolorosa agresión.
El mozo trajo la taza de café, el azucarero, dos vasos pequeños y la botella de vodka,
acompañados de dos vasos llenos de agua, y otro cenicero.
-No puedo darte explicaciones básicas y filosóficas de la vida, con notas musicales, ni
interpretando en el violín una composición. La música te puede emocionar, quizás te ayude
a pensar mejor, y te transporte a una abstracción completa del entorno, pero no te puede
descifrar sentimientos para ayudarte a calmar tu estado anímico.
-En mi vida todo está en desorden, mi casa, mis relaciones, mi trabajo. Ya no sé qué me
gusta y qué no me gusta. No encuentro personajes nuevos sobre quienes escribir. No
encuentro situaciones nuevas, sino las mismas de siempre donde aparecen mis conflictos.
Intento una y más veces continuar con la novela que estoy escribiendo hace años, y lo único
que consigo es romper más, y más papeles con alguna que otra palabra escrita. No logro
escribir una sola página más. En mi vida nada está bien, todo es un desorden terrible.
-Sabes, Alejandro, que el orden puede crear desorden. Pero el desorden por sí mismo no
se puede ordenar.
Antes de responder bebí un sorbo de café, que estaba tan caliente que me quemó la
lengua. Tuve que dejar la taza y beber agua para calmar el ardor.
-Si tú estás en total desorden, tú creaste ese desorden. Ahora solamente tú mismo puedes
arreglarlo, tienes que tratar, porque sabes que por sí solo no se va a arreglar, es imposible.
Entonces encárgate de poner tus ideas en orden, tus sentimientos primero, lucha con lo
interno, y después verás que el mundo de afuera es hostil sólo si lo permites.
-Mi historia, mi sufrimiento, son solamente míos. Las historias no se repiten. La tuya es
una, la mía es otra. No existe la misma historia copiada. ¿Sabes qué dice un famoso dicho
ruso?
-No.
-¿Quieres saberlo?
-¡Por supuesto!
-Muchos de nosotros hace tiempo que estamos muertos, a pesar de seguir con vida. Yo
soy un ejemplo de ello, el presente mío no tiene nada de mi pasado, hay dos José en mi
historia. Existe un desdoblamiento en mi personalidad. Imagínate Alejandro que yo fui
maestro en grandes conservatorios de música, primero en Rusia y después en Polonia, junto
a otros importantes maestros, y mírame ahora, apenas me gano la vida enseñando violín a
uno que otro alumno, no tengo familia, y ni siquiera puedo discutir sobre los temas
políticos que a mí me interesaron siempre. El comunismo ya no existe, los grandes
pensadores de mi partido quedaron fuera de época. Únicamente tengo este lugar, pocos
amigos, y mi música. Quisiera maldecir a muchos, inclusive muchas veces quise
maldecirme, pero no se debe maldecir a sí mismo. Nunca maldigas tus propios
sentimientos.
-¿Cómo sobrevives?
-¿Alegría?
-Kaplan dice que «Alegría es felicidad y felicidad es una situación en la cual tiene
supremacía la sensación de que la vida merece ser vivida». [135]
-Siempre leí, estudié, y luché. Me enseñaron a ser así. Yo estuve prisionero en Lubianka,
una de las peores prisiones de Moscú, y sobreviví, recuerda que fui parte del pueblo ruso,
un pueblo que siempre fue fuerte, muy fuerte y también inteligente. Una parte de su pueblo
también fue muy culto. Pertenecíamos a la intelectualidad. Existieron grandes músicos,
grandes escritores, había también judíos militares, que pelearon en la primera guerra
mundial. Otros eran dueños de bancos. La otra parte vivía en el campo, en pequeñas aldeas
llenas de tradición. Eran muy trabajadores, y fueron los más sufridos. El pueblo ruso
también sufrió grandes persecuciones, las cruzadas, los pogroms, grandes masacres. Hubo
personajes macabros en nuestra historia, como Imelnitski, un jefe cosaco que organizó
terribles matanzas de judíos. Imagínate que hasta hay un dicho cosaco que dice: «Dos
judíos, dos perros, los mismos, de la misma religión». Pero la peor historia fue la del
holocausto, y nadie creía que se podía cumplir tal destrucción.
Quise interrumpirlo porque me estaba contando cosas que yo conocía muy bien, pero
José hablaba muy entusiasmado:
-José, tú sigues con la idea del comunismo como única y mejor ideología política, pero
el comunismo demostró su [136] incapacidad. Existieron grandes dictadores, hubo
asesinatos en masa.
-¿Cuáles ideologías?
-La Historia no cumple una función justa, cuando deja de funcionar un sistema como el
comunismo, por ejemplo, se sacan a relucir las peores atrocidades que pasaron en el
periodo que duró aquel sistema, pero todo es conveniencia. ¿O cómo crees que ahora sigue
lo político? La conveniencia y el oportunismo dominan al mundo. El poder, destruye. La
teoría social comunista era la mejor, la única que luchaba por los verdaderos derechos de la
clase social trabajadora.
-¿Cuáles fueron los principales enemigos de ese sistema?
-Cálmate, cálmate.
-Nadie puede llegar a entender lo que fue ese país, y sufro cuando sé que los
comentarios son sólo de parte de una clase, y es [137] el capitalismo, para desprestigiar a su
oponente. Extraño las reuniones, la clandestinidad que ellas tenían, inclusive ya en
América. Extraño la fuerza de un sistema.
José bebió de un solo trago todo el contenido del vaso, luego encendió otro cigarrillo.
-A mis compañeros del movimiento, y a una mujer, la mataron. Era también una
comunista acérrima. Vivíamos juntos. Habíamos decidido no casarnos nunca, y nunca
hablamos de tener hijos.
-¿Cómo se llamaba?
-Fue una historia de otra época, en viejas tierras. También extraño la bandera roja, que
era la de los socialistas liberales rusos, y también la de los bolcheviques.
-Era muy duro vivir en Europa, antes de la Segunda Guerra Mundial. Nuestras vidas ya
eran tristes y sin esperanzas. Había poco trabajo. Pasábamos hambre. Éramos segregados
por el antisemitismo, pero todos nos quedábamos en nuestros lugares. ¿Quién se animaba a
cruzar el río Vístula en Polonia, o el río Volga, o el puente de Praga para llegar a Bialystok
que entonces estaba en poder de los comunistas, o alguna otra frontera para viajar a otro
mundo? Algunos, sólo algunos que ya en América tenían familia, techo, y un trabajo
asegurado; entonces se arriesgaban, pero de otro modo seguíamos en los mismos lugares,
trabajando, y luchando por sobrevivir, sobre todo peleando contra el hambre, el frío, las
epidemias, y más adelante también para no morir dentro de las cámaras de gas. Pero hay un
dicho que dice: Hay sólo una estirpe de hombres, los hombres dolientes y rebeldes a toda
racionalización. [138]
-Así es, mi buen amigo, Lev Shestov lo dijo, ya olvidé donde lo leí.
-¿Cómo, Alejandro?
-Con tanta emoción, con tanto conocimiento, con tanta sabiduría. Antes nuestras
conversaciones eran menos profundas, y menos críticas.
-Creo que llegué a una edad en la que mis miedos se atemperaron. Dejé de temer al
infortunio, al hambre, al desamparo, a la angustia. Dejé de creer en la amistad, y en
cualquier otra relación incondicional, esa no existe. También dejé de creer en el secreto de
una confidencia. Nadie guarda el secreto del otro, si hasta el propio es difícil de guardar.
Las confidencias nos las tenemos que hacer a nosotros mismos, esa es la ley del verdadero
secreto, del secreto que perdura. Pero volviendo al otro tema, eso no está bien. No está bien
acumular sabiduría.
-Tener tanto conocimiento. El que aumenta saber, aumenta dolor. Imagina si yo hablo de
todo esto cuando están conmigo Carlos o don Samuel u otro. Nadie me va a escuchar. Se
van a cansar de mí, se van a levantar y me van a dejar solo, o se van a molestar con mis
comentarios. ¿Quién más cree en el comunismo? ¿A quién le gusta escuchar a un viejo
tocar el violín? Los tiempos cambiaron.
-Ya te dije antes, mi amigo. El pueblo ruso fue uno de los más cultos y preparados de
Europa, y el que más cantidad de judíos tenía. Eran los únicos de la región que eran
revolucionarios o sionistas. Jamás creímos en el Zar. Sin embargo los judíos alemanes
creían en el Kaiser. Cuando los nazis les sacaron los pasaportes y [139] la ciudadanía
alemana, y les prohibieron casarse con no judíos, tener empleados no judíos, y ejercer algún
tipo de vida intelectual, tenían la falsa idea de que los judíos controlaban la economía
alemana. Ellos sufrieron de una quiebra de la identidad nacional. Consideraban además que
sólo aquellos que tuviesen sangre aria eran dignos de ser ciudadanos. La pureza de la
sangre alemana era esencial para la existencia del pueblo alemán. Ese fue un decreto. El
otro fue desarraigar a los judíos. Algunos biólogos nazis afirmaban que era suficiente que
un judío cohabite con una alemana para que ésta quedara impura para siempre. ¿Y sabes
Alejandro qué significa la palabra Ario en sánscrito? Significa amo, pero, ¿por qué me
haces tantas preguntas si tu padre también conoce mucho de historia y política, puesto que
vivió en Europa el mismo tiempo que yo, y también perteneció al movimiento político que
se llamó el Movimiento Judeo-Socialista que se inició en Lituania, cuando ese país báltico
igual que otros, como Letonia, Estonia, estaban anexados a la Unión Soviética, antes de la
invasión alemana?
-Mi padre jamás me ha hablado de nada que tenga que ver con su vida en Europa antes
de la guerra, ni tampoco después. Él nunca habló de política conmigo, no entiendo por qué
él se niega a contar sus historias pasadas.
-Hay que respetar su silencio. Alguna razón tendrá por la que se niega a hablar. Quizás
sea por temor.
-¿Temor? ¿A qué?
-Pero tú eres diferente a mi padre. Él se calla, sin embargo tú hablas, cuentas, transmites.
-Porque el temor nadie te arranca. También yo temo, pero quizás yo hable más que tu
padre, porque ya no tengo familia, ni nadie a quien proteger. Pero todos los que vivimos ese
período de nuestras vidas, perseguidos, sabemos de sufrimiento.
-Sí, estoy cansado, ya no puedo con mis días, perdí las fuerzas, me queda poco tiempo.
El tiempo se fue, la vida se escapó. Es terrible cuando se te desintegran los ídolos, y pierdes
el miedo a los fantasmas, cuando descubres que ellos no existen, que sólo eran parte de tu
imaginación. Y lo más terrible es cuando se te esfuma la admiración que creaste hacia
ciertos personajes porque descubres que ni cerebro tenían.
-Tú fuiste siempre un luchador, un idealista, tienes tus historias, tu música, tus libros, tus
ideas políticas.
-Pero también tengo la acidez que me dejó el no creer en la amistad, en las confesiones,
y en las confidencias, y ahora hasta dejé de creer en el género humano. También tengo los
recuerdos, esa necesidad de traerlos al presente, demasiados recuerdos, y ya no me queda
tanta fuerza para luchar contra ellos. [141]
-Está bien, pero eso ya pasó, fueron otros años, ahora puedes dedicarte a la enseñanza.
-¡Política!
-¿A quién? Eres iluso. A quién le va a interesar en esta época sobre lo que pasó durante
la revolución del diecisiete, sobre Stalin, aquel asesino que llevó a la muerte a millones de
intelectuales, como Máximo Gorky y a otros camaradas del partido. O de la vida de Trotsky
que fue el temor de Stalin. Imagina que llegaron a confundir a Trotsky con Hitler. De esa
parte de la historia a quién le interesa saber, dime, Alejandro.
-Estoy preso, Alejandro, vivo en una prisión. Me siento prisionero de mí mismo. En esta
ciudad donde ya no se respira, no se camina, se corre, se ahoga, se muere sin vivir.
-Sabes, José, que de pronto, siento lo mismo, en diferentes ocasiones siento esa misma
sensación de opresión física y emocional.
-Viví algunos años con una mujer, pero no me casé, porque nunca creí en el matrimonio,
para mí el matrimonio no existe, no debería haber existido nunca, es una imposición cruel.
Tampoco creo en esa mentira, en aquel acto hipócrita del juramento para toda la vida.
¡Imagínate tal atrocidad! ¡Es una crueldad! Deberíamos amar con libertad, sin antes
sujetarnos a ceremonias, juramentos y compromisos, injustamente creados, e impuestos.
Unirte para toda la vida con una persona a la que ni sabes si al día siguiente seguirás
amando, es una crueldad.
-¿Hijos?
-Uno.
-¿Por qué nunca hablas de ello? Nunca mencionas a nadie. Siempre callas cuando el
resto habla de su familia. Tú simplemente tomas, fumas, y lees tus partituras, o periódicos,
y discutes sobre política.
-¿Y tu hijo?
-Yo qué sé. Pero ya no estaban en la casa de esa dirección, los vecinos dijeron que se
habían mudado.
-¿Y por qué no los buscaste en otros sitios? ¡Era tu hijo, aquel niño era tu
responsabilidad!
-En aquellos tiempos mi única responsabilidad eran mis ideas. Yo me escondía, corría, y
me escapaba de la policía, seguía firme con mis ideas políticas. No había tiempo, ni lugar,
ni sentimientos para otra cosa que no fuera la política, y ahora ya me ves, sin mi partido, sin
familia, sin hijo, ya no me queda nada. Siempre luché por mí mismo, nunca el mundo de
afuera motivó mi entusiasmo. Pero ahora es diferente, mis pasos son lentos, mis manos
tiemblan, me lleva tiempo recordar fechas, y más tiempo que la memoria llegue a mis
labios. Los amigos se están yendo, después de cada partida me pregunto si el próximo seré
yo. Me queda este bar, aquí tomo café, un vaso de vodka, todavía me encuentro con
algunos amigos con los que discuto sobre política, criticamos a los [144] vecinos, pero cada
vez somos menos. La muerte los va llevando, cumpliendo con la ley natural, cuando es
justa y se lleva a los viejos, pero cuando actúa de diferente manera, entonces deja de ser
justa.
-No, no le temo, pero me parece un final cruel, porque se lucha tanto por vivir que no
tiene sentido morir. Aunque duela vivir. Pero hay que aceptar el dolor y la muerte como
parte de un destino. Así tiene que ser, así es. Me aferro a la vida, a pesar de no tener deseos
de vivir, ni motivaciones. La naturaleza nos exige luchar por la sobreviviencia. Esa es la
fuerza del ser humano.
-¿Después de aquella mujer con la que tuviste el hijo, no volviste a amar a otras?
-Hubo un tiempo en mi vida, cuando era apenas un adolescente en que creía en el amor
platónico, en aquel amor puro y verdadero. Fui creciendo y entonces conocí a una mujer de
quien me enamoré. Fue cuando creí en el amor para toda la eternidad. Más tarde creí en las
relaciones casuales, sin compromiso, me enredé con diferentes mujeres, todas hermosas,
pero de ninguna me enamoré. En todas las relaciones fracasé y si ahora me preguntas en
qué creo, te diré que hasta creo en la prostitución. ¿Cómo se pretende amar toda la vida a
una misma persona cuando es casi imposible convivir con uno mismo?
Noté que en José existía una negación a ser feliz, como si él no mereciera disfrutar de
los eventuales goces que nos presta la vida.
-José, si ya no crees en la amistad ni en el matrimonio, ¿en qué crees? ¿Qué te sostiene,
para seguir luchando?
José calló. Yo lo miraba y sentía envidia. Envidiaba su fuerza. Había pasado por
sufrimientos, atropellos, agresiones, y seguía disfrutando de las frívolas bondades de la
vida.
Mi taza y la de José se encontraban vacías, ya habíamos bebido todo el café, y casi todo
el vodka, cuando llegó don Samuel. Se acercó despacio a nuestra mesa, me pasó la mano, a
José le palmeó el hombro, y sin invitación se sentó. Me preguntó por mi padre y también si
me sucedía algo malo, por el aspecto que mostraba mi rostro. No respondí, no tenía deseos
de continuar hablando, fueron ya demasiadas horas de mucho análisis, como para seguir
explicando sobre los temas que me preocupaban. Permanecimos un rato más hablando,
discutiendo sobre el clima, la temperatura, la economía, hasta que decidí retirarme. Don
Samuel y José se despidieron y enviaron saludos para mi padre. Yo los agradecí.
Me sentía cansado, hueco, y pensé que mi única salida era ir a dormir, a entregarme
cobardemente al sueño. Dormir, para poder huir de mi propia pena.
-¿Qué tiene?
-No había necesidad de preparar algo así. No debes trabajar demasiado, ya te lo dije,
hubiéramos comido en la cocina como siempre. ¿Por qué este cambio de pronto?
-Ven, Iósele, ven, siéntate, y come.
Mi padre fue hasta la cocina y en una bandeja trajo toda la comida, había arenque
marinado, anchoas con huevo duro, tomate y cebolla, pepinos en vinagre, pan negro,
manteca, y una botella de whisky.
-Pasé mucho tiempo hambre, y ahora que puedo comer, no me digas nada, hijo.
-Yo la traje.
-¿De dónde?
-De mi casa.
-Escondida.
-¡A bisele!
-Sí, papá.
-José.
-Ese viejo, no tiene otra cosa que hacer que contar mi vida.
-No fue intencional, hablábamos de política, entonces me dijo que pertenecías a ese
partido, cuéntame, papá.
-En esa época los intelectuales judíos comenzaron a desarrollar actividades con ideas
socialistas igual que los agrarios, pero las actividades subversivas estaban prohibidas,
penadas, y mi partido estaba entre los principales marcados. Otros compatriotas eran
anarquistas, mandaban dinero a sus compañeros rusos, y si les descubrían haciendo aquello
eran duramente castigados. Pero ahora no quiero hablar de eso, me hace mal, me pone muy
nervioso, por favor, terminemos de comer, sírveme más whisky.
-Soy tu padre, y soy un hombre de edad como para saber lo que puedo tomar o lo que
me hace daño, así que llena mi vaso. [148]
Puse más whisky en su vaso, también en el mío, y pensé que esa era una buena
oportunidad para que mi padre me hablara sobre su vida en Europa cuando era joven, de
sus ideales, de su sufrimiento, de su familia. Que finalmente mis preguntas demoradas
tendrían respuestas. Con una sensación de alivio y de curiosidad le pregunté sobre fechas y
acontecimientos. Aguardé su respuesta, pero mi intención se echó a perder.
- XII -
Desperté cuando aún era de noche, o al menos así parecía. Descorrí la cortina, y,
efectivamente, el día aún no había despertado, la luz del letrero de la panadería de enfrente
iluminaba el dormitorio. Me levanté con una extraña molestia en la garganta y en los oídos.
Prendí la luz del velador, me calcé las zapatillas y me fui hasta la cocina por un vaso de
agua. Abrí la heladera y me sorprendió que todo estuviera en su lugar. Los frascos de
mayonesa y de las diferentes salsas se encontraban en su sitio. Los restos de comida que
había sobrado estaban guardados en recipientes tapados, las botellas cargadas de agua, las
verduras dentro de bolsas, los huevos en su lugar. No podía creer lo que estaba pasando, no
había platos, ni cubiertos, ni vasos, ni ninguna otra vajilla sucia con restos de comida en el
lavadero, todo estaba en su lugar, la cocina olía a limpio. Volví al salón, y con la luz que
venía del dormitorio miré alrededor. De pronto creí estar dormido, porque aquel sitio no era
el de siempre. Todo, absolutamente todo, estaba en su lugar, no había papeles arrugados y
arrojados al azar por el piso, ni bolígrafos, ni lapiceras, ni lápices desparramados por
cualquier lugar, sobre mi escritorio las hojas blancas estaban una encima de la otra en
perfecto orden, como recién traídos, de la librería. Hacía días que [150] mi padre estaba
viviendo en ese lugar, y nunca lo había visto de esa manera. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por
qué tanto orden? Lamentablemente en aquel momento y en aquel lugar el orden era sólo
exterior, porque por dentro los dos seguíamos muy mal, discutiendo y peleando por las
mismas razones.
Prendí la radio, escuché las noticias y después el pronóstico del tiempo. Se anunciaba
una mañana fría, con mucha neblina -principio de primavera-, pensé. Me asomé a la
ventana y me fijé en la calle. La luz de la panadería de enfrente aún estaba prendida.
Algunos jóvenes caminaban por la vereda, aunque todavía era temprano para ver a
estudiantes uniformados o a vendedores ambulantes. Me fui al baño, necesitaba darme una
ducha, despejarme. Me saqué el pijama, entré a la bañera, me mantuve de pie, y con un
movimiento mecánico, abrí el grifo de agua caliente, esperé apartado para evitar que me
salpicara. Finalmente el agua salió tibia. Mientras me bañaba, pensé que debía tomar una
determinación en mi vida, pero me pregunté si hasta dónde una determinación no era una
negación. Según Spinoza, sí lo era.
Volví al dormitorio envuelto en una toalla, sentí frío, me vestí rápidamente, encendí un
cigarrillo y me senté en la cama con una sensación de mucho cansancio, como si no hubiera
dormido en toda la noche. En la radio seguían dando noticias. Cambié el [151] dial, no
deseaba oír más tragedias. Me detuve en una emisora que sólo transmitía melodías clásicas.
No supe si fue por asociación con la música, o sencillamente por esas razones que uno
desconoce, que de nuevo pensé en las palabras que me había dicho José durante nuestra
conversación la noche anterior. Había hablado sobre el desorden, el orden, sobre la muerte,
sobre su muerte y la de los demás. Mi padre había llegado a mi casa hacía una semana,
dedicándose inmediatamente a ordenarla. Cocinaba y mantenía la cocina limpia, la ropa
acomodada, los muebles y los objetos de adornos sin polvo. En toda época fue un hombre
ordenado, y disfrutaba cuando todo estaba en el lugar que le correspondía. ¿Dónde estaba
yo durante todo estos días, que no noté los cambios? ¿O era que no me interesaba mirar,
como aquel que se niega a ver lo que no puede cambiar, ni a conocer lo que no puede
aprender? Mi padre era un hombre anciano, enfermo del corazón y que probablemente
continuaría vivo poco tiempo más. Mis discusiones con él eran inútiles, nos robaban
tiempo, fuerzas, y nunca terminábamos poniéndonos de acuerdo con ningún tema. Yo me
sentía cansado, y cada día que pasaba tenía menos ganas de discutir. La única forma para
evitar seguir vinculándonos de esa manera tan destructiva, era darme una tregua. Dar una
tregua a nuestras respectivas mentes enfermas, a nuestros trastornos interiores, que nos
convertían en personas histéricas. Debía dejar de justificarme frente a él por mi cambio de
nombre, por mi carrera, y por resistirme a hablar en yiddish. Debía darme un descanso, y
darle un tiempo respetable a cada una de mis relaciones, para disfrutar de ellas, en su
tiempo y dimensión justa.
Terminé de vestirme, me puse un saco abrigado, los anteojos los guardé en el bolsillo de
la camisa, la cajetilla de cigarrillos y la de los fósforos en el bolsillo del pantalón, apagué la
radio y fui hasta la cocina a prepararme un café para tomar un medicamento [152] que
calmara el dolor que sentía en el cuerpo.
-Bien, sólo que parece que me va a tomar un resfriado, o algo parecido, me duele la
cabeza, la garganta, todo el cuerpo. Evidentemente me tomó una gripe.
-Ven, hijo, te voy a preparar un té bien caliente, con miel y limón. Y verás lo bien que te
pondrás.
-No, Iósele, tienes que cuidarte, fumas mucho, tienes que dejar el cigarrillo, te va a
dañar los pulmones. Tampoco te abrigas lo suficiente.
-Iósele, me olvidaba que ayer, cuando habías salido, te volvió a llamar Leie, Luisa, ya
no sé. La que ahora se llama Leah. Aquella que también se cambió de nombre, igual que tú.
-Sí, quería que la llamaras hoy en la mañana, o durante la [153] tarde o la noche,
necesitaba hablar contigo lo antes posible. Me pareció que estaba mal.
-Yo le pregunté sobre su vida, por sus padres, si todavía vivían, porque eran personas
mayores que yo, te acuerdas de ellos, ¿verdad, Iósele? También le pregunté si cuánto
tiempo hacía que regresó de Israel, y si cuántos años vivió allá, si va a regresar, o si se
queda definitivamente acá, y si se casó, si tuvo hijos, y si cómo encontró el país después de
tanto tiempo. También yo le conté que tú estabas divorciado desde hace cinco años, que
también estás solo, y que no es bueno que un hombre como tú, ni de tu edad, viva en estas
condiciones, que trabajas muy bien como periodista, le conté en qué diarios podía encontrar
tus artículos para leerlos, y que también eres profesor en la Universidad, lo que no recordé
fue el nombre de las materias que enseñabas, de eso me olvidé, ya estoy perdiendo la
memoria, y le conté que también estaba escribiendo una novela, y algunos cuentos, pero no
le hablé de que no estaba de acuerdo con tu elección de carrera, sin embargo le dije que
estaba muy orgulloso de ti.
-No puedes hablar así con una persona extraña. No puedes contar tantas cosas sobre mi
intimidad, sobre mi vida.
-¿Cuándo la vas a llamar? Mira que a ella se le notaba nerviosa, como si necesitara
urgentemente hablar contigo.
-¿Qué estás pensando, papá?
-Porque ella me lo dijo, y, ¿sabes algo más? ¡Vive completamente sola! También está
divorciada desde hace más de diez años, igual que tú, y tiene una hija y un hijo, pero no
están con ella, viven en Israel. Uno de ellos ya está casado.
Era un día lluvioso. Había llovido toda la tarde sin parar. Aquel mal tiempo me obligaba
a permanecer encerrado, a pensar, y a escribir compulsivamente. Adoraba esos días en los
que el tiempo era cómplice de mi encierro, de mi voluntaria abstracción, sólo que cuando
dejaba de llover también dejaba de haber motivos para seguir en aquel encierro, en aquel
estado. Había que volver a la realidad, a la calle, al trajín, que en muchas ocasiones me
dejaban de muy mal humor.
Decidí salir. Mi padre vio que me estaba poniendo el saco y me preguntó si no quería un
vaso de té.
-¿Vas a salir?
-Sí.
-Cuando vuelva me voy a acostar, pero ahora tengo que salir, es urgente, papá.
-Cuídate, Iósele.
Mi padre se acercó y me dio un beso en la mejilla. Creo que la última vez que lo hizo
fue cuando cumplí trece años.
-No, papá.
-Bueno.
-Claro, papá.
-Oy, hijo, qué suerte que te acuerdas. No sabes la alegría que me das, Iósele.
Fui hasta el hospital a buscar a Laura, la esperé en la puerta principal para que ella me
pudiera ver. Me fijé en el reloj. Todavía faltaban algunos minutos para su horario de salida,
encendí un cigarrillo, y pensé de qué manera explicarle lo que me sucedía, y cómo hacer
para que entendiera la mentalidad de mi padre. Repentinamente sentí un ardor en la mano,
era el filtro del cigarrillo que empezaba a quemar mis dedos. El cigarrillo se había
consumido. Miré de nuevo el reloj cuando la vi acercarse hacia mí.
-¿Por qué? -preguntó Laura con un gesto de duda, como si con antelación percibiera de
qué se trataba.
-Es por mí -dije, mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos del bolsillo del pantalón.
-¿De qué?
-Sufro de un estado de mucha presión, estoy agotado, no doy más, creo que en cualquier
momento voy a explotar, no consigo seguir adelante con mi novela, no preparo buenos
temas para las clases en la universidad, y también mis artículos son terriblemente
decadentes, con mi padre sigo peleando de día y de noche. Considero que debo darme
tiempo para cada cosa, respetarme y respetar a cada una de mis relaciones y de mis afectos,
sobre todo darme un tiempo para mí, necesito darle un poco de paz a mi vida.
-¡No! ¡Definitivamente no! Y no insistas con ese tema. No es por él, es por mí. No
puedo pretender que ahora un viejo de ochenta años entienda situaciones de mi vida sobre
las que tampoco nunca hice nada para que las entendiera. Es como pretender que un niño
aprenda a comer con buenos modales, a caminar solo, a hablar correctamente, sin que nadie
le haya enseñado, y de pronto cuando se equivoca o se cae, corregirlo severamente. Es
inútil, eso o algo [157] parecido a lo que ocurrió entre mi padre y yo. Continuamente me
puse a la defensiva, siempre creí que sus ataques eran hacia mí, cuando en realidad no fue
así, fueron agresiones hacia un cambio que él nunca podrá entender ni menos aceptar. Su
ataque es hacia cualquier ser humano judío que no cumple con lo establecido. Él pretende
que el judaísmo perdure todo el resto del tiempo de la manera como él lo concibe. Pero ese
viejo caprichoso y hasta quizás ignorante es mi padre, y el poco tiempo que está junto a mí
lo tengo que respetar. No puedo pretender que ahora él entienda algo, un estilo de vida, una
conducta diferente a la suya.
-Entonces es el fin.
-A ti no te importa, puesto que tú eres el que viene como si nada, como si yo no tuviera
sentimientos, a decidir sobre nosotros dos.
-No es ninguna decisión, es simplemente explicarte que durante estos nueve días que mi
padre se va a quedar a vivir en mi casa, tú y yo nos dejemos de ver. Definitivamente quiero
dejar de discutir con él y dedicarle todo el tiempo que él necesite para ayudarlo a sentirse
seguro y satisfecho conmigo, con su hijo, así sea por solamente nueve días. Termina el Día
del Perdón y él regresa a su casa y yo a mi vida. Es una actuación que tengo que hacer no
por él sino por mí mismo. Y sobre todo para salvaguardar lo que resta de una relación
totalmente deteriorada, entre un padre superviviente de una cultura en exterminio y un hijo
sobreviviente de un mundo muy diferente al que a él le tocó vivir.
-No, no es así. Mientras mi padre esté viviendo en mi casa, debo cumplir con ciertos
requisitos, con ciertos compromisos a los que mi condición de hijo me obliga, aunque tenga
que engañarlo. ¿Acaso no notas que se comporta como una criatura caprichosa, que
reclama tiempo y atención? Disculpa, Laura, es que tú jamás lo entenderías.
-Tu padre es un anciano caprichoso y tú eres un niño enfermo. Cuando decidas crecer,
avísame. Por ahora prefiero mantenerme alejada de ti. Discúlpame, pero me voy. Me
produce mucho daño estar sentada aquí contigo.
Laura estaba frente a mí, hablando con un tono de rabia en su voz. Me miraba con ojos
desafiantes. Exquisitos.
-No, Laura, por favor, tienes que entenderlo. Espera. Hablaremos como dos personas
adultas. Te explicaré de nuevo. Así, de esta manera, no te puedes ir. Espera, por favor.
-¿Qué intentas que entienda? ¿Cómo puede sentir, pensar, y actuar un hombre que a los
cincuenta años todavía le teme a su padre? Eso nadie puede entender por más que se lo
explique un millón de veces.
Entonces el que calló fui yo. Callé, no porque no tenía respuesta a sus planteamientos,
sino porque sabía que de nuevo mis palabras la apenarían.
-Adiós, Alejandro.
Sentí rabia cuando la vi irse, la amaba, ella era capaz de despertar en mí las actitudes
más débiles, que convierten a un hombre en amante. [159]
Permanecí sentado en el mismo lugar, mirando, sin saber a quién miraba. Miré allá,
afuera, la calle, miré la mañana, una mañana oscura y húmeda. Miré donde los ojos no
alcanzan a ver. Con voz de enojo y palabras cortantes, Laura me dijo que se iba, se iba de
mi vida, se alejaba de mí. Me resultaba difícil entender su partida. Me sentí vencido. No lo
podía creer, estaba ahí sentado solo, con rabia, pisoteando mi omnipotencia. Bebí un sorbo
de agua, encendí un cigarrillo, y traté de no pensar, de no detenerme a analizar mis
palabras, ni mi comportamiento, ni el de Laura, ni a revisar la situación por la que
acabábamos de pasar. Sentí la necesidad de abandonar por un tiempo la culpa, y cualquier
otro sentimiento que no me permitiera actuar con libertad, y no mantener en ese momento
ninguna otra relación que no fuera con mi padre. Me era imprescindible descansar.
Alejarme de todo, luchar con las hojas en blanco, tratar de encontrar la manera de que mis
personajes de aquella novela inconclusa siguieran padeciendo situaciones conflictivas,
siguieran sufriendo. Debía seguir desarrollando mis clases en la facultad, y ordenarme
emocionalmente. Salí del bar. La mañana estaba tan oscura que parecía ser de noche. El
cielo se había puesto negro y una lluvia torrencial se precipitó de pronto. El viento me
cruzaba, corría a mis costados. Sentí un terrible escalofrío que no me permitía seguir
caminando. Fue como si me quedara atrapado, como si estuviera en una prisión. Pero luché
y seguí caminando con dificultad y con mucho frío.
Llegué hasta la oficina de mi editor. Quería conocer algo más sobre la actualidad de los
libros, saber cuánta expectativa poner en la novela que estaba escribiendo, puesto que el
último libro que había publicado fue muy corto, y de poemas. Nos sentamos frente a un
escritorio. Yo me encontraba totalmente mojado. Le pedí [160] disculpas por ensuciar el
sillón y manchar el piso. Me dijo que no tenía importancia. Encendí un cigarrillo, e hice las
preguntas corrientes, que a uno se le ocurre en esos momentos, cuánto tiempo le llevaría
editarlo, costos, formatos, pero él me dijo con claridad que no me apurara, el mercado
estaba terriblemente duro, la competencia con los libros importados era deshonesto, y
finalmente para completar mi desilusión, dijo que me tomara mi tiempo, ya que
últimamente existían más escritores que lectores, y que por ello no me apresurara en
concluir nada.
Regresé a casa. Era la hora del almuerzo, llegué a horario, como se lo había prometido a
mi padre. La mesa para la comida estaba nuevamente puesta en el salón. Ahí estaban los
varenekes, y la sopa de gallina, bien caliente, especial para curar mi resfriado. Comí poco,
mi estado empeoró, ya sentía una quemazón en la garganta, la cabeza me pesaba una
enormidad, me dolía todo el cuerpo y tenía una sensación extraña como de mucho
cansancio.
A causa del cambio, algunos amigos se burlaron, otros rieron, y otros ni siquiera
prestaron atención. Simplemente dejaron de llamarme José y se acostumbraron a mi nuevo
nombre, Alejandro. [161]
Para mi padre aquel nombre prestado fue un terrible dolor. Él decía que ese cambio de
nombre le causó una gran desilusión de la que nunca se pudo reponer. Me acusó de que
renegaba de su nombre. Afirmó que mi cambio significaba un rechazo de toda una
tradición. Nunca lo aceptó, por eso jamás dejó de llamarme Iósele.
- XIII -
La decisión que había tomado de apartarme de todo, me permitió disfrutar de un estado
de mucha tranquilidad, que no me dejaba sufrir por nada. José había tenido razón cuando
me dijo que tenía que ordenarme, y así lo hice. Los días que siguieron fueron de mucha
calma, y si bien extrañaba a Laura, y pensaba gran parte del día y de la noche en ella,
empezaba a templarme interiormente, a permitirme tiempo para disfrutar o vivir cada
estado, cada situación así como se presentaba, sin pelear por cambiar absolutamente nada.
Me había puesto al día con los artículos para el periódico, inclusive conseguí escribir dos
nuevos, por adelantado. Eso también me dejaba con menos nerviosismo. Las clases en la
universidad seguían igual, iba a todas, y con temas preparados con antelación. Dejé de
improvisar frente a los alumnos, y ellos, al notar ese cambio, comenzaron a prestarme más
interés. También empecé a ordenar las hojas de la novela que hacía años estaba escribiendo.
Tomé la carpeta y fui revisando página por página. Las iba leyendo, despacio, con cuidado,
con tiempo, una por una. Leía, corregía y releía, cambiaba un adjetivo, buscaba un nuevo
sustantivo, cambiaba el significado de alguna idea. Aquella tarea me permitió [164]
inmiscuirme de nuevo en esa historia que tenía abandonada, y donde yo, finalmente, era el
protagonista.
Mi padre pasaba el mayor parte del día arreglando, ordenando, cambiando de lugar los
objetos de adorno, lustrando los bronces, buscando discos nuevos para oír, esperando la
hora de los noticieros en la radio o de alguna serie entretenida para verla en la televisión, o
leyendo todos los diarios vespertinos y matutinos. También se interesó en leer las pocas
páginas de mi novela. Para mí fue muy extraño y curioso notar aquel nuevo interés de su
parte por leer algo que yo escribía, cuando antes jamás lo hubiera hecho, ni aceptado que yo
lo pudiera hacer.
Mis lecturas se tornaron más sencillas. Dejé de lado a los filósofos y sociólogos y me
dediqué solamente a los novelistas clásicos. Mis anotaciones con respecto a la novela
siguieron, y las hojas escritas empezaron a sumarse. Mi padre dejó de molestarme con los
temas acostumbrados. Laura dejó de llamarme, y yo a ella. Tampoco Leah volvió a llamar,
y entonces le permití a mi angustia reposar un tiempo.
Pasaron los nueve días siguientes a Rosh Hashaná, y todo se presentaba perfecto. Llegó
el diez de Tishrei en el calendario hebreo, la fecha de inicio de la celebración del Día del
Perdón.
Después del baño nos vestimos para ir a la sinagoga. Mi padre se puso su traje nuevo y
yo también vestí un traje. Nos sentamos a la mesa, a una mesa impecablemente puesta,
frente a las llamas amarillas de dos velas. Mi padre cocinó sopa de gallina, y compota de
frutas secas de postre, una comida liviana para no cargar el estómago antes del ayuno.
Después de la cena tomamos té y luego mi padre rezó en silencio frente a una sola vela, que
se mantendría prendida hasta finalizar Yom Kippur en recordación de sus familiares
muertos. Luego dijo:
-Abre la puerta del balcón, hijo, así vemos cuando sale la primera estrella, para empezar
con nuestro ayuno. [167]
Me levanté, abrí la puerta y la claridad invadió el salón, la tarde aún estaba presente.
-Yo no ayuno.
-Y si no ayunas en Yom Kippur, ¿para qué ir a un shil en Kol Nidré, la fecha más
importante para el pueblo judío?
-Conozco de Historia, y sé lo que significa el Día del Perdón para el pueblo judío, pero
eso no tiene relación con mis palabras ni mis creencias.
-No es así, conozco también de religión, es sólo que no creo en los ritos.
-Ya se me olvidó.
-Un judío puede pensar de distintas manera. Eso no hace la diferencia entre uno u otro.
-¿Cuál es tu cultura? ¿De qué cultura hablas cuando no respetas tu pasado, ni ayunas en
Yom Kippur? Sí, quizás eres un judío, pero eres un judío sin fe.
-No entiendo tus pensamientos, ni tus palabras, ni tus ideas. Somos muy diferentes,
hasta ni pareces mi hijo.
-Tú no entiendes, ni quieres entender lo que yo digo, o lo que pienso, o lo que siento,
porque no te interesa, no aceptas que sea diferente a ti. Que piense distinto a ti.
-El poder pensar es de todos los hombres, sin embargo la capacidad de fe es de algunos
hombres, papá.
-Hijo, ¡dices cada barbaridad! que a veces prefiero no escucharte. No entiendo cómo
puedes hablar de esa manera, si la fe está ligada a Dios.
Permanecí callado.
-¡Papá! Cuando uno no encuentra las palabras para responder correctamente debe
permanecer callado. Cuando uno no cree en la pareja, debe permanecer solo. Eso es lo que
tú nunca entiendes. La naturaleza nos privilegió con la elección de la libertad. Libertad de
creer o no creer, de tener fe o no tener fe.
-El día de hoy tienes que pensar y comportarte de otra manera, hijo, es el Día del
Perdón. La Torá dice: En este día os perdonaré y os purificaré de todos vuestros pecados, y
quedaréis puros delante de Dios. Es el día que cada judío tiene la obligación de tender su
mano a su enemigo como reconciliación. Debe olvidar las agresiones, las ofensas recibidas,
y disculparse por las inferidas a los demás. Así que no peleemos, está bien hijo, no ayunes,
pero ¿vas a acompañarme al shil, verdad? Y vamos a ir caminando, y también vamos a
volver caminando, hoy y mañana. ¿Verdad?
-A la que está más cerca. Así no caminas tanto, tú sabes que no debes agitarte.
-Oy, Iósele, se nota que hace muchos años que no vas a esa sinagoga.
-¿Entonces?
-¿Cómo? Acaso no sabes que en esos shil, las mujeres usan kipá y Talit, también suben
a leer la Torá. Y los rezos son todos en castellano.
-Mejor. Me parece correcto que se les dé esa oportunidad a las mujeres. Ellas siempre
estuvieron relegadas. Además, ¿por qué ese privilegio tiene que ser solamente de los
hombres? Todo evoluciona y hay que aceptar los cambios, y que los rezos sean en
castellano me parece todo un adelanto, así a personas que no entienden hebreo les resulta
más agradable y fácil entender los rezos. Todo evoluciona, todo se moderniza. Kaplan dice
que el judaísmo es un fenómeno dinámico.
-Lees cada libro, hijo, que sirve sólo para trastornarte. Así no se reza, esa no es la
verdadera religión judía, ese no es el modernismo. ¿De qué modernismo hablas? Tú eres el
menos indicado para dar una opinión.
-¡Papá! ¿Qué debía haber sido para que te sintieras satisfecho con el hijo que tienes?
¿Un estudiante de un Rabinato, el dueño de una tienda donde se vende prendas femeninas?
[170]
-¿En qué?
-Bueno, papá, terminemos de discutir, que ya saldrá la primera estrella, y tenemos que
elegir alguna sinagoga adonde ir.
-Sí, pero queda a unas cuantas cuadras de acá. Tengo miedo de que te sientas mal.
Mi padre le echó a su vaso lleno de agua unas gotas de whisky, y luego se puso en la
boca un medicamento y lo bebió. El vaso quedó vacío. Después tomó de otro frasco otra
píldora más pequeña que la anterior, se la puso debajo de la lengua, y esperó unos
segundos.
Fui hasta el dormitorio. Me puse el saco, me arreglé la corbata, y quedé unos minutos
sentado sobre la cama, pensando. Hacía muchos años que no asistía a una ceremonia de Kol
Nidré. [171] Después de mi regreso de Israel y de la muerte de mi madre, dejé de ir a la
sinagoga y de creer en los ritos. Estaba cohibido, con muchas dudas, no sabía interpretar
qué sentía, ni por qué tanta emoción. Recordé cómo me preparaba para esta fecha cuando
era niño. Volví al salón y vi a mi padre diferente, contento, rejuvenecido. Me causó risa, y
satisfacción verlo así. Se acercó a mí y puso sus manos sobre mi cabeza e impartió una
bendición: Dios te haga como Efraín y Menashé. También me deseó una vida prolongada y
feliz. Luego fue hasta la cocina, tomó una bolsa de papel y puso dentro el forro donde iba
guardado su Talit y su kipá, por temor a que en la calle algún antisemita se atreviera a
gritarle una grosería. Se había olvidado que ya no estaba en Lomza, que ya no vivía en
aquel lugar de Polonia. En otra bolsa cargó unas alpargatas blancas. Después se arregló la
corbata, se pasó una buena cantidad de colonia por la cabeza y por el rostro, se puso el
sombrero y se paró de frente a mí. Me paso una mirada de arriba hasta abajo, controló si
mis zapatos estaban bien lustrados, el largo de mi pantalón y el ancho de la botamanga, mi
camisa, la corbata, el saco. Inspeccionó que estuviera bien peinado, también que llevara una
kipá, y me preguntó dónde tenía mi Talit. Le respondí que lo había guardado, y que se me
olvidó en cuál cajón estaba. No agregó ni una sola palabra más. Sólo que limpiara los
cristales de mis anteojos, y que dejara la cajetilla de cigarrillos.
-En Yom Kippur tampoco se fuma, uno se abstiene de placeres mundanos; ese día sólo
rogamos a Dios que nos perdone los pecados que hemos cometido contra Él -dijo.
Salimos a la calle. La tarde se alejaba plácidamente. El cielo se veía claro, era un cielo
distinto, algo lo volvía distinto. Pasamos frente al bar. Allí vimos a José sentado, leyendo el
periódico junto a un vaso de vodka. En la calle todo estaba igual, nada se veía diferente a
no ser por el olor a comida, el mismo aroma que se sentía los viernes y en Rosh Hashaná.
Era un atardecer, común, y [172] en ese momento, extrañamente, pretendí que el mundo
cambiara, se detuviera, porque los judíos estábamos celebrando una importante festividad.
La mayoría de los negocios estaban abiertos, salvo aquellos cuyos dueños eran judíos. Las
personas seguían su ritmo acostumbrado, su trajín diario. El tránsito también era el mismo
de siempre, infernal. Los peatones no respetaban a los que iban a su lado, atropellaban,
empujaban, todo por ganarle un minuto a su aburrida, y rutinaria existencia. Pero la
realidad era que vivíamos fuera de Israel, y éramos hijos de la diáspora.
Finalmente mi padre y yo caminamos hasta a la antigua sinagoga donde cuando era niño
acostumbraba ir, y a la que él continuó yendo los siguientes años, cuando yo ya no lo
acompañaba, ni mi madre tampoco. En aquella sinagoga donde todavía se rezaba en hebreo,
las mujeres llevaban la cabeza cubierta con un velo, y se sentaban arriba, apartadas de los
hombres, por temor a que su belleza encandilara sus ojos y a causa de ello distrajera sus
mentes mientras rezaban.
Entramos. El lugar mostraba un aspecto imponente, solemne, iluminado con una luz
clara y limpia. Había pasado tanto tiempo desde que no entraba a una sinagoga que me
sentía tímido y extraño. Mi padre y yo ocupamos unas sillas ubicadas frente al Arca
Sagrada, uno al lado del otro, juntos, bien juntos. Permanecer a su lado y con su presencia
tan cercana a mí, en ese lugar y en ese momento no me provocó cansancio, ni opresión. Él
sacó del forro de terciopelo bordado su manto sagrado, lo extendió, rezó las bendiciones, y
se lo puso sobre la espalda. Se había cambiado los zapatos de cuero por los de tela. Luego
saludó a un par de amigos, personas a las que también yo conocía porque vivíamos en el
mismo barrio. Después saludó al rabino. Aquel hombre se veía con el rostro compungido y
ataviado con su ropaje blanco, el mismo ropaje que después llevaría cuando muerto, pues
sirve para humillar los ojos [173] arrogantes de los hombres. Se hallaba cubierto con un
gran Manto Sagrado sobre las espaldas y puesta sobre la cabeza una kipá también blanca
con un fino borde de cinta plateada. Después de saludar a todos sus feligreses se paró sobre
una tarima para dirigir el servicio religioso de su comunidad. Una comunidad a la que yo
también pertenecí, en la que me crié, en donde celebré mis trece años y de la que recibí la
religiosidad que después abandonaría.
Se hizo un silencio seco y absoluto. Todos los presentes nos pusimos de pie y el rabino
dio inicio a los primeros rezos de Kol Nidré.
Un hombre de edad y de los más venerables de esa comunidad abrió el Arca Sagrada.
Tomó un Rollo de la Ley, y paseó con él mientras los fieles se acercaban a besarla, la
abrazaban y pedían perdón. Después otros dos hombres retiraron dos Rollos más, se
pararon a cada lado del rabino y los tres rezaron juntos. Inmediatamente el rabino recitó
Kol Nidré. En ese momento me sentí un transgresor, un traidor por seguir en aquel recinto.
Yo era distinto, diferente, era ajeno a todo el resto que oraba en silencio acompañando al
rabino. Yo no debía participar en el servicio cuando mis convicciones nada tenía en común
con la de los ellos, pero no podía abandonar aquella silla, no debía salir, no sería correcto
desilusionar de esa manera a mi padre. Para él sería una terrible humillación y un
imperdonable dolor que yo me alejara de su lado. Además, por más que lo intentaba
tampoco tenía la suficiente fuerza para moverme de aquel lugar impregnado de fe, de
seguridad, y de compañía.
El servicio religioso continuó y después de que el rabino terminó de recitar para pedir
las bendiciones y que la congregación le respondió, los Rollos fueron devueltos al Arca
Sagrada y los dos hombres que lo llevaban regresaron a sus lugares.
Me senté y observé, sólo miré, atento. Finalmente yo no era diferente al resto, yo era
igual a los demás, hasta era igual a mi [174] padre, no era ajeno ni estaba apartado de ese
entorno que me envolvía. Todos, absolutamente todos los que nos encontrábamos en aquel
momento en ese templo, estábamos unidos, unidos por un lazo de fuerza y de tradición.
Tomé un libro, lo abrí, y en unas de las páginas leí: En tres cosas se apoya el mundo: en
la justicia, en la verdad y en la paz.
Todos estaban rendidos ante la fe, aunque con diferentes códigos e inquietudes, en un
mismo entorno creado para saciar las dudas frente al dolor, a la fe, a la razón, y para evitar
enfrentarse a los tres. También estaban los que no rezaban como yo, pero igual
permanecíamos sumidos en esa atmósfera de inmunidad creada como protección, llamada
identidad.
Ahí estaba mi padre, aquel viejo inmerso en el rito, aquella figura impregnada de fe,
cuyo cuerpo deteriorado se balanceaba una y otra vez, como símbolo de sumisión. Ahí
permanecía, retraído en sus oraciones, y yo, su hijo, junto a él, compartiendo el rito,
luchando y haciendo lo posible para evitar que aquel hombre, mi padre, se avergüence de
su herencia.
Un hombre de mucha edad, casi anciano, con una cabellera blanca y abundante, que
hablaba despacio y entrecortado, casi en susurros, y que se paseaba entre las sillas
ofreciendo, de una caja de hueso tallado, rapé, se acercó a nosotros a ofrecernos un poquito
para aspirarlo.
En ese momento el rabino pidió que nos pusiéramos de pie para rezar una de las
oraciones principales de Kol Nidré, en donde todas las categorías del pecado están
mencionadas y la confesión se hace en plural, pues la comunidad entera pide el perdón de
Dios.
Allí estábamos todos, niños, jóvenes, viejos, ancianos, mujeres, varones y religiosos,
entregados a su fe mediante el cumplimiento de los ritos. A pesar de mis ideas diferentes a
la del resto, y de mi negación de recurrir a los ritos, y de mis convicciones ajenas a las de
los demás que se encontraban presentes en aquella sinagoga, yo también me conmoví. Sentí
el furor religioso, una emoción que no se puede controlar, y que ni siquiera obedece a
mandatos de ningún tipo. Finalmente yo era igual al resto. De pronto me vino una oleada de
dudas, de nostalgia y recordación, de soledad y tristeza al escuchar aquel cántico. Más
tarde, con un tono de voz grave, el rabino dio su prédica de esa noche. Habló sobre los
malos sentimientos como la envidia, el odio, el rencor, y se detuvo en el egoísmo, leyó una
parte del Talmud donde decía que el nombre de la cigüeña se debe al amor que profesa a su
compañero, y a sus hijos. ¿Y por qué entonces las Escrituras la clasifican entre las aves
impuras? Porque da amor sólo a los suyos. [176]
Quedé pensando en la idea que dio el rabino en cuanto al egoísmo y en otras ideas que
se enfrentaban entre sí, como el Dios de Abraham y el Dios de Spinoza. Pensé en esos dos
mundos que se oponían, el bíblico y el filosófico, en dos tipos diferentes de hombres, el que
cree en la ética, y el que cree en la religión.
En un momento observé a mi padre y lo encontré con la cabeza gacha, los ojos cerrados,
las manos tiradas a cada lado de la silla, y su libro de rezos abierto sobre su regazo. Pensé
en ese hombre, ese padre que quería salvarme del mal del escepticismo, ese padre que sólo
quería mi redención frente a mis antepasados, y que sea yo, su hijo, el transmisor de esa
tradición para mis descendientes, ese padre que mantuvo vivo el idioma de su villorrio, la
consigna de todo sobreviviente.
-¡Papá! ¡Papá!
-Dime, Iósele.
-Sí, hijo.
Mi padre levantó el rostro, y lo noté pálido, muy pálido. Abrió los ojos, me miró, y dijo:
Otra vez se oyó su canto, una melodía desgarradora, un canto estremecedor, lastimero,
que despertaba a golpes mi pasado aún no enterrado, y las dudas que llevaba, viviendo. Allí
estaban mis conflictos, mi niñez con sus miedos fijados en mi memoria. Allí estaba yo,
junto a mi padre, extrañando el pasado. Faltaba mi madre. Sentí un dolor sordo y profundo,
y no pude frenar el deseo de llorar. [177]
Después de la oración por los difuntos, a la que se le agregó una en memoria de los
mártires del judaísmo, el rabino me llamó a leer la Torá. Era un honor ser convocado para
ello en un día como ese, pero yo me sentí avergonzado. No sabía cómo hacerlo, ni sabía si
todavía recordaba el hebreo. Tampoco llevaba puesto el Talit, pero mi padre se sacó el suyo
y me lo puso sobre la espalda. Luego me besó en la mejilla y dijo:
-Hijo, ¿cómo te has olvidado de tu nombre en hebreo y del mío? Tú eres Iosef, hijo de
Haim. Y yo soy Haim, hijo de Jacov. ¿No lo recuerdas?
La tarde pasó, y el rabino leyó la última parte del rezo de clausura de Yom Kippur,
mientras el sol iba enrojeciendo las puntas de los árboles. Concluyó cuando la primera
estrella se tornó visible. Después se cubrió la cabeza con el Manto Sagrado, tomó el Shofar,
lo acercó a su boca, lo elevó y aquel cuerno sonó, lanzó su voz, una voz gimiente, que
sonaba a lamento, a súplica, a perdón. Aquel sonido envuelto en la más antigua congoja,
me estremeció. No pude contener el llanto. Las lágrimas me corrían por el rostro.
Había concluido una de las festividades más importantes, conmemorativas y tristes del
pueblo judío.
-No te olvides, hijo, de volver el año que viene, si Dios quiere. [179]
- XIV -
Mi padre se fue, concluyó el Día del Perdón y se marchó. Juntó su ropa, la guardó
ordenadamente en la valija así como la trajo. Lo llevé hasta la terminal de colectivos. Allí
nos despedimos.
Volví a mi casa pensando que por fin mis días volverían a ser iguales a unas semanas
atrás cuando estaba solo. Retomaría mi relación con Laura, mis lecturas, mis anotaciones,
respondería la llamada de Leah, y dejaría de escuchar todo el día las reprimendas de mi
padre como si fuera un niño.
Antes de llegar a mi casa me detuve en el bar a tomar un café. Allí encontré a don
Carlos discutiendo con José. Luego de saludarnos, los dos preguntaron por mi padre, les
respondí que ya se había ido y ellos lamentaron su partida.
Después regresé. Entré al departamento y lo primero que hice fue apretar el botón del
contestador para escuchar los mensajes. De nuevo había uno de Leah que decía:
-Terminaron las dos festividades, supongo que tu padre ya se marchó, y que entonces
tendrás tiempo de responder mi llamado. [180] Te dejo el número del teléfono y la
dirección donde me puedes encontrar con seguridad.
Los días siguientes transcurrieron de la misma manera y en el mismo desorden que antes
de la llegada de mi padre. Papeles, libros, apuntes, y lápices, expuestos al primer
requerimiento de la inspiración. El desorden volvió a mi vida. Laura no respondió a mis
llamadas, y cuando fui a buscarla al hospital para conversar con ella y explicarle mi
situación, sencillamente me dijo que no me extrañaba y que necesitaba dejar de verme por
un tiempo. Insistí, pero ella también insistió en que no la volviera a llamar, ni a buscarla a
la salida del trabajo, ni en la casa, ni en ningún otro sitio.
Después de aquel rechazo necesité recluirme. Para ello contraté a un profesor que me
sustituyera por algún tiempo y pedí permiso en la Facultad con la excusa de que era
conveniente reposar porque mi salud estaba dañada.
Mi intención fue dedicarme solamente a escribir y a fumar. Pero cada vez que lo
intentaba me resultaba difícil. Sentía miedo, el miedo propio que siente el escritor frente al
desafío de la creación. Dudé. Dudaba de mi vocación. Siempre fui un creador inseguro,
aunque pasé más tiempo hablando con mis personajes que con cualquier otra persona.
Escribir era lo único que me abstraía del mundo externo, y lograba hacerme huir de mi
realidad. No sé qué era peor en mi vida, si ser profesor, periodista, hijo único, o padecer el
impulso de escribir, la necesidad de crear.
En todo ese período de encierro, muchas veces llené una taza con café, tomé la cajetilla
de cigarrillos, pero no antes de verificar que estuviera llena. Quedarme sin cigarrillos
implicaba tener que salir a cualquier hora en busca de ellos. También me [181] aseguraba
de que hubiera suficiente papel blanco, y cuando mi control llegaba a su fin me cambiaba
los anteojos por los que sirven sólo para leer, y me sentaba frente a la máquina de escribir.
Pero continuamente la intención se frustraba. Era totalmente imposible introducirme en
ninguno de los temas o rematar situaciones en algunos de los cuentos. También intenté con
los poemas. También luché con mi novela. Tampoco conseguía terminarla, ni siquiera
avanzar. Daba vueltas y vueltas sobre los mismos conflictos, sobre las mismas situaciones,
pero nunca alcanzaba la suficiente concentración, ni imaginación necesaria para crear. No
lograba escribir para ahuyentar los miedos, o para huir del aburrimiento. Sufría de la
patología que ataca y acecha en algún momento a todos los escritores y para la cual no
existe cura. Mientras seguía en ese camino angustioso, tortuoso, de la creación, sufría. Los
fantasmas vivían dentro de mí, se nutrían de mí, se alimentaban de toda mi energía,
permanecían siempre al acecho, y yo me hundía cada vez más en una decadente melancolía.
El tormentoso encierro llevaba ya varios días, mi aspecto era deprimente, mis pulmones
estaban colmados de nicotina, mi casa en desorden y mis sentimientos a la deriva. El
enclaustramiento empezó a perturbar mi concentración, y el abandono de la inspiración me
dejó pensando en la soledad y en la frustración que padecía al pretender crear nuevas
historias, aunque siempre supe que yo no era el creador de nuevos conflictos ni de nuevos
personajes. El escritor es, simplemente, el revisor de conocidos y viejos conflictos, ya
revisados por otros diferentes sociólogos, filósofos, historiadores y muchos otros escritores.
Todo sigue igual, las mismas tristezas, las mismas alegrías, los mismos dolores, los mismos
sentimientos, miedos, angustias, amores, y desamores. Todo gira y vuelve a su lugar
original, no existe nada nuevo que contar. [182]
Me sentía derrotado. No era la primera vez que pasaba por ese estado, pero no por ello
dejaba de sufrir.
Estaba solo, tan solo, que solamente escuchaba el zumbido de mi propia voz. Esperaba
una llamada, una visita, no podía sostener la soledad que me apabullaba. Necesitaba de
alguien. Una extraña sensación de pérdida me dejó prisionero durante todo ese tiempo.
Daba vueltas y vueltas alrededor de mi vida, hasta llegar a lo más velado de mi niñez,
queriendo encontrar la causa por la que mi padre y yo seguíamos manteniendo esa relación
tan destructiva. Una melancolía me acechaba, trayéndome a la memoria episodios del
pasado, de mi infancia. Estaba a punto de naufragar, sin equipaje, sin familia, pero no podía
dejarme hundir, debía sobrevivir, era un deseo que me venía de adentro, como a mis
antepasados. Había heredado el arte de la sobrevivencia.
No quería seguir pensando. Tenía que buscar algo que me sacara de aquel ambiente
opaco y triste. Decidí llamar a Leah.
Recordaba el número de su teléfono. Lo disqué y ella misma respondió mi llamada. Nos
saludamos y curiosamente noté que [183] Leah no se sorprendió al escuchar mi voz.
Después de hablar por unos minutos, la invité a tomar un café, contestó que le encantaría
volver a verme. Quedamos en encontrarnos esa misma tarde en un bar que estaba a pocas
cuadras de su casa.
Corté la llamada y permanecí con la curiosidad propia que sobreviene cuando sabes que
en algunas horas volverás a encontrarte con una persona a la que no ha visto en mucho
tiempo.
Me recosté y dejé que los recuerdos de aquel viaje a Israel volvieran al presente.
Miré el reloj, me vestí, tomé un libro como compañía para el tiempo de espera y salí.
La posibilidad de volver a ver a Leah me sacó en ese instante del estado de abandono,
pero no colmó las expectativas que llena una ilusión, aunque tampoco podía negar que me
entusiasmaba el hecho de volver a ver a una antigua amiga. Salí a la calle un par de horas
antes. El día estaba saturado de luz, demasiado sol para una tarde primaveral. Caminé entre
personas que se cruzaban unas con otras, y me sentí parte de ese hormigueo humano.
Llegué al lugar que me había indicado Leah, entré y me senté en una mesa bien
escondida cerca del ventanal. Era uno de esos bares antiguos donde el desgano y el tedio se
instalan y se reproducen en el tiempo que duran un café, dos o más, o en la lectura
concentrada de un periódico doblado en cuatro partes, y que no tiene que ser precisamente
de ese día. Lugares comunes en esquinas bulliciosas, donde aparentemente nunca pasa nada
y las esperas son permanentes.
Estaba curioso. Quería ver a Leah cuando se acercara. Con un gesto de la mano pedí al
mozo un café chico, pero igualmente él se acercó y me preguntó si lo quería negro o
cortado. Le dije que lo quería negro. [184]
Llegué y todo fue diferente a lo que urdí en mi fantasía. La gente me sorprendió. Eran
muy diferentes a lo que yo pensé. Los cultivos, el desierto, el Senado ya no nos
necesitaban. Israel estaba hecha. Nos llevaron a un kibutz en la frontera con Jordania. Era
un lugar bello y tranquilo. Los fines de semana hacíamos paseos, y en cada lugar que
conocí, me quedaba fascinado con algún paisaje, o con el color de la tierra, o con la
sensación que prestaba el desierto.
La vida agrícola me entusiasmó por un tiempo, hasta el día que me avisaron que mi
madre había muerto. Entonces mi estadía en Israel no se justificaba. Ya no tenía de qué
huir.
Fui uno de los primeros en tomar la decisión de regresar y uno de los primeros para
quien el sionismo se esfumó tempranamente. Tras aquella triste noticia no dudé en
marcharme. [185] Tampoco estaba seguro si fuese capaz de realizar todas las actividades
que se suponía tendría que hacer en un kibutz. Era demasiado cobarde para recibir
instrucción militar, o para arriesgar mi vida en una frontera. Lo más probable hubiera sido
que durante la guerra en uno de los ataques, huyera del frente y me resguardara en una
biblioteca, en un sótano, o en un altillo a idear panfletos de protesta. Por el contrario Leah y
los demás eran jóvenes que sí se arriesgarían y hasta pondrían en peligro sus vidas con el
fin de proteger su territorio.
Pensaba en mi vuelta cuando en ese momento entró al bar una mujer. La miré y dudé
que fuera Leah. No podía creerlo. No, no era Leah. Aunque se parecía a ella. Entonces mi
desconfianza aumentó. Hacía más de treinta años que no la veía. ¡Estaba tan cambiada! Era
otra mujer. Yo también era otro. Había acumulado canas, pesares, cansancio y sobrepeso.
Mientras esa mujer caminaba por el bar con una actitud de curiosidad, la miré mejor.
¡Era ella! Mi intuición no falló. De [186] inmediato me vinieron a la mente como ráfagas
de luces, episodios cortos de nuestra estadía en Israel. Uno de ellos fue cuando ella y yo nos
envolvimos en una relación romántica, luego ella despidiéndose de mí, de mí que me
alejaba como un desertor. Leah fue la única de aquel grupo a la que atrapó el sistema del
kibutz. Era muy trabajadora, además de ser una socialista compulsiva y una sionista
verdadera. Después de mi regreso nunca más volví a tener noticias suyas ni pregunté sobre
su vida. Ni siquiera volví a cruzarme con sus padres, ni a caminar por el barrio donde
siempre vivió, hasta el día aquel del mensaje en el contestador. Sentía vergüenza de
enfrentarme de nuevo a ella. Me sentía un fracasado, quizás porque ella logró lo que yo no
pude. Ella siguió fiel a sus principios.
Vestía una pollera larga, clara, y una remera ceñida al cuerpo. Llevaba el pelo corto,
muy corto como lo usa un hombre, y teñido de rojo, rojo intenso, rojo sangre, un rojo casi
fuego. Usaba lentes pequeños y un par de enormes aros que le llegaban casi hasta los
hombros. Estaba convertida en otra mujer. Su figura lucía desgastada. Ya no era la misma,
ya no era igual a aquella joven que conocí, aunque había algo en su cuerpo que todavía
desplegaba sensualidad.
Me besó en ambas mejillas. Y sentí su perfume de aroma fuerte. Detestaba a las mujeres
que usaban mucho perfume.
La observé. En su rostro aún había huellas de belleza, aunque algunas arrugas delataban
su madurez. La miré a los ojos y recordé su color.
-¿Cómo está?
-Bien, muy bien. Mi presencia ayudó a que se pusiera mejor. Pasaron más de veinte años
sin vernos.
-¿Tanto tiempo?
Los labios abiertos de Leah dejaban entrever la blancura de una dentadura saludable.
-¿Sabes Alejandro que me resulta ridículo llamarte con este nuevo nombre? Y me siento
extraña sentada aquí, contigo, después de tanto tiempo. Estoy cohibida, como tímida.
Leah contaba aquellos episodios de su vida como si en unos cortos minutos me pudiera
explicar todo lo que le ocurrió, sintió, y sufrió en ese largo tiempo que habíamos dejado de
vernos.
-Esa fue otra época. Dejé el kibutz y me fui a vivir a una ciudad muy linda llamada
Tiberiades. Pero si tú la conociste, ¿verdad?
-Claro, por supuesto. ¿No recuerdas que viajamos juntos a conocer Tiberiades y Safed?
-No, no lo recordaba. Bueno, hasta ahora ese tema me apasiona, soy una estudiosa de la
Cábala.
Hablaba con un tono diferente de voz. No sólo su nombre se había hebraizado, también
su castellano. El mozo trajo una botella de cerveza, otra taza de café y un cenicero limpio.
Oírla fue como volver a estar en Israel. Habló también del Zohar, aquel texto principal
de la Cábala. Recordé que ya en aquel viaje que hicimos juntos, Leah se veía muy
entusiasmada con ese tema, estaba muy compenetrada en aquel esoterismo judaico. Leah
siguió hablando de la cábala con mucho entusiasmo, se refirió a las tres etapas ligadas entre
sí, a Dios, a la Torá de Israel, me dio todas las definiciones habidas. La creencia en Dios, la
reverencia que Dios hizo de la Torá a Israel, e Israel como pueblo que vive de acuerdo a la
Torá en obediencia de Dios. Leah habló sin parar durante casi una hora, mientras yo
fumaba, la miraba y pensaba.
-Es la búsqueda de lo oculto. Imagínate todo lo que encierra su definición. Todo los
secretos están guardados allí, todas las causas. Es lo más grande que existió y que existe.
-Realmente pones mucho entusiasmo cuando te refieres a ese tema.
-Así es, pero creo que ya hablé suficiente. Cuéntame ahora algo de tu vida, Alejandro.
-¿Y tu padre?
-Sigue bien.
-¿Quién?
-¡Tu padre!
-¿Mi padre?
Aquella pregunta me causó risa. ¡Mi padre vuelto a casar! Era una total y absoluta
utopía. [190]
-¿Y tú?
-¿Yo qué?
-¿Hijos?
-No.
-¿Ninguno?
-No.
-¿Por qué?
-No quise.
-¿Y ahora?
-¿Estás solo?
-Vivo solo.
-Estoy solo.
-No.
-Me casé con la hija de una amiga de mi tía Jane. Ella nos presentó. Vivimos juntos
cinco años. Después vino el divorcio. Fue cuando me di cuenta de que no necesitaba
precisamente una relación seria para vivir. Más tarde conocí a muchas mujeres. Algunas me
gustaron, otras no. Con cada una experimenté una historia diferente. De algunas me
enamoré, otras fueron buena compañía, pero sólo por un tiempo. También hubo relaciones
ocasionales, aquellas que nacen con la pasión y mueren entre la aurora y el crepúsculo.
-A veces. [191]
-No, no me molesta, es sólo que me parece ridículo que dos personas de nuestra edad
estén poniéndose a contar cosas importantes que les ocurrieron a otros. Estamos igual que
un alumno durante un examen, relatando sistemáticamente fechas cronológicas de los
episodios históricos de un país. El año de su descubrimiento, los diferentes gobiernos, las
guerrillas, en fin. Me encantaría contarte los momentos en que más sufrí, en que más fui
feliz, en que mayor satisfacción recibí, pero espontáneamente y en diferentes momentos y
lugares, sin imposición.
-¿Dónde la conociste?
-¡Leah, basta! Si seguimos así, será mejor que te escriba un libro con mi biografía,
vamos a ganar tiempo.
-¿Qué pasó?
-¿Con quién?
-Con Laura, dices que la sigues amando, pero estás solo. ¿Cómo se entiende eso?
-Manejé mal una situación, presionado por mi padre. Laura se enojó y ya me ves, aquí,
de nuevo solo.
Se había hecho tarde. Le pedí marcharnos. Ella me pidió que nos quedáramos unos
minutos más y entonces me propuso realizar un viaje el próximo fin de semana, juntos. Ir
de paseo al mar, o a la montaña, para volver a estar juntos, para revivir una historia de amor
antigua, pero no olvidada. Pero yo ya no estaba en condiciones de establecer ninguna
relación basada en el pasado. Era imposible. Dejamos de ser dos adolescentes inseguros.
Ahora éramos otras personas, diferentes, desconocidas y ajenas.
Seguí mirándola. Ella tampoco despegó sus ojos de los míos. Quise adivinar qué
guardaban sus intenciones en ese momento, si realmente me amaba todavía, o me utilizaba
para salvarse de la soledad.
-Tú todavía tienes las fantasías de una adolescente. Las fantasías en los adultos se
resuelven de otra manera y en otro escenario.
Pedí la cuenta. Pagué y salimos del bar. Caminábamos cuando ella me propuso que
vayamos hasta su casa. Vivía sola, estaríamos tranquilos, nadie nos molestaría en ese lugar.
Podríamos [193] seguir hablando todo el tiempo que quisiéramos. Yo me opuse. Seguimos
caminando hasta llegar a un lugar. Un lugar donde los nombres quedan sin registrarse, los
amantes pierden identidad y el deseo se libera de toda prohibición.
Ella necesitaba aquel encuentro para reafirmarse en una antigua relación. Quería
retroceder a otra época, donde estaba la juventud. Quería recuperar parte de ese pasado
común. Un pasado muy lejano. Aunque en ese momento Leah no previó que el
enamoramiento no es privilegio exclusivo de los jóvenes.
Continuamos tan abstraídos que no nos dimos cuenta que el día iba cediendo paso a la
noche. Efectivamente, ya era de noche cuando salimos. Dejé a Leah frente al edificio donde
vivía, y volví a mi casa.
Pensé en la noche, en Leah y tuve la sensación de que en la vida todo llega tarde.
[194] [195]
- XV -
Leah y yo seguimos viéndonos. Los siguientes encuentros fueron algunas noches en mi
casa, otras en la suya. Hubo veces en que yo me quedaba a dormir en su departamento, y
otras, ella en el mío. Existieron días enteros o fines de semanas que también pasamos
juntos, pero yo en todo ese tiempo nunca me sentí seguro. No amaba a Leah.
En los meses que duró aquella relación no dejé un solo día de pensar en Laura. Llamaba
a su casa esperando que ella atendiera el teléfono. Pero siempre la respuesta era el silencio.
Varias veces fui hasta el hospital a esperarla pero tampoco conseguí verla. Entonces supuse
que se había cambiado de horario o pedido su traslado a algún otro hospital para así
perderse de mí.
Si bien yo no me sentía del todo cómodo en compañía de Leah, esa relación me ayudaba
a sobrellevar la ausencia de Laura, la tristeza que me dejó la partida de mi padre, y la
profunda debilidad que me perseguía a causa de la emoción que sentí en la sinagoga el Día
del Perdón.
Aquella mañana me levanté después de sufrir toda la noche una invencible somnolencia.
Aunque no era viernes a la noche, llamé a mi padre.
-¿Qué, padre?
-Bien, hijo. Pero me duelen los huesos, me cuesta caminar, y agacharme para arreglar
mis plantas, cada vez veo menos y escucho menos, me tiemblan las manos, y a veces me
olvido dónde dejo las llaves. No puedo comer ni tomar lo que quiero, si tomo whisky me
sube la presión, si como pan con fiambre me sube el colesterol, si como arenque me sube el
ácido úrico, pero en general, estoy bien, hijo. Mis cotorras también están bien.
-No sé.
-Ven, hijo, yo siempre te espero. Hace mucho tiempo que no vienes a visitarme. Me hará
feliz verte aquí, en casa.
Después de hablar con mi padre salí. Fui a hacer algunas compras. Más tarde pasé por el
bar y saludé a José. Compré cigarrillos, periódicos, y volví a mi casa. En la vereda encontré
al portero revisando la correspondencia. Me entregó la mía y me preguntó si yo subía para
llevar a don Samuel la suya. Tomé mis cartas, las de don Samuel, y subí. Toqué el timbre
de su departamento y como nadie me respondió, dejé los sobres debajo de la puerta.
Subía las escaleras cuando oí sonar el teléfono. Apuré mis pasos y entré al departamento
rápidamente para contestar la llamada. Era mi editor. Sin dar tantas vueltas y con dos
palabras me dijo que publicaría mi novela inmediatamente. Ni bien terminó de hacer
aquella propuesta, me puse a reír, a reírme a carcajadas. Mi vida me causaba mucha risa.
Realmente mi vida era un juego. Cientos, miles, millones de veces fui a pedir, y hasta a
suplicar con la copia de algún poemario, o de unos cuentos en las manos para que me los
publicaran, y nunca conseguí nada. Justo ahora, en el momento menos oportuno, cuando
todavía aquella novela estaba incompleta, y ni siquiera sabía si la podría terminar alguna
vez, se presentaba el editor con una oferta que esperé por años. Era realmente increíble.
[198] Le agradecí y le pedí que me diera más tiempo para poder terminarla. Él entendió y
aceptó, pero marcó como límite una fecha de entrega. Una fecha que me pareció demasiado
cercana. Le pedí un par de meses más. Se negó. Entonces le rogué unas semanas, tampoco
aceptó, era esa fecha, o nada.
Durante aquellos días sólo leía, escribía, fumaba y escribía. Tomaba café, fumaba y
escribía. Las ideas me aparecían, los temas me nacían, los escribía, quedaban en el papel, y
después se iban, y entonces venían otras ideas, las escribía, y se alejaban, y venían otras y
otras, y así sucesivamente. Rompía papeles, limpiaba ceniceros, preparaba café y volvía al
escritorio. No atendía el teléfono, dejaba que sonara y sonara. Tampoco me movía de ese
espacio. Salía solamente para ir al mercado, al kiosco, o a la fiambrería. Me sentía
transportado, había hallado el temperamento de mi personaje, los lugares en donde
desarrollar su vida, sus amores, sus angustias y sus dolores. Todo estaba encaminado, y yo
seguía sentado sin despegar mis dedos del teclado. Era una experiencia maravillosa,
extraordinaria, encantadora. Mis clases en la Facultad las seguía dictando aquel
reemplazante que había contratado, así que tampoco me preocupaba en prepararlas ni me
dispersaba para salir a dictarlas. Todo se centraba alrededor de la novela que hacía años
escribía y nunca podía terminarla.
Los días siguientes transcurrieron de manera distinta, con un brío impresionante. Tenía
nuevas ideas que contar. Mi escritura tomó un ritmo diferente, ágil, alegre y dinámico.
Aquella llamada del editor fue totalmente azarosa, porque a partir de ella me sentía
realmente afortunado. Tenía el triunfo cercano a mí, la feliz [199] oportunidad por fin se
presentó y yo estaba perdiendo el temor al futuro y las dudas respecto a mi vocación.
Leah insistía con sus llamadas, pero yo nunca las atendía. Ella dejaba mensajes
pidiendo, suplicando, reclamando por favor que la atendiera. Por supuesto que no lo hacía.
Nadie, absolutamente nadie ni nada debían entorpecer aquel tiempo de creación, de
encantamiento, de despertar de sentimientos, de emociones, de situaciones. Me sentía
pleno.
Era Leah.
-Entra.
-Permiso -dijo ella y entró. Después de ver el desorden en el que yo vivía lanzó un
ruidoso suspiro.
-¿Qué te pasó?
-Nada.
-Estoy escribiendo.
-Mira, Leah, como te dije antes, y creo que te repetí en varias ocasiones, recibí una
propuesta muy linda e importante de una editorial a la que es muy difícil acceder en esta
época. Me dieron un tiempo límite para entregar la novela si quiero que ellos la [200]
publiquen. Esto es muy importante en mi vida de escritor, y por lo tanto en mi vida
personal, así que necesito un tiempo para estar solo. Quiero que te vayas y dejes de
llamarme, y acabes con la manía que tienes de dejar mensajes en el contestador. Cuando la
termine, o sea, para que entiendas mejor, cuando termine de escribir la novela yo te
llamaré, pero escúchame bien, yo te voy a llamar. Yo volveré a llamarte, no tú. Por favor no
te molestes, no te estoy excluyendo de mi vida, simplemente necesito un tiempo de
aislamiento. Ya me falta poco, apenas la termino te llamo, no te preocupes.
-No. No estoy aburrido de ti, ni de nadie. ¡No entiendes que quiero estar solo!
-¡Vete!
Leah se fue y volví a sentarme en la misma silla. Encendí un cigarrillo, di una pitada, lo
dejé en el cenicero, y de nuevo escribí. La visita de Leah no perturbó en absoluto mi
concentración, pero más tarde don Samuel prendió el tocadiscos y el ambiente se invadió
de una ópera a todo volumen. Bajé, le toqué el timbre, me abrió la puerta, y entonces le
pedí por favor que bajara el volumen. Aceptó. Y yo volví a concentrarme.
Había avanzado enormemente. Cada día me sorprendía de mí mismo por lo que era
capaz de escribir en tan corto tiempo. La novela estaba casi terminada. Sentía que se me
acababa el conflicto, que era el momento de rematar el final, y lo mejor de todo, ya lo tenía.
Simplemente necesitaba unas horas y más hojas blancas. Estaba emocionado, no lo podía
creer, estaba terminando un trabajo [201] que me había llevado mucho tiempo. Estaba
satisfecho. Además por primera vez confiaba en lo que escribía. Las dudas ni me rozaban.
Terminaron los largos insomnios, aquellas interminables sombras donde las dudas se
arremolinaban dentro de mí. Apenas me acostaba agotado, quedaba inmediatamente
dormido. Dormía profundamente hasta el día siguiente, y solamente abría los ojos con la
ayuda del despertador.
Aquella noche me acosté más temprano de lo acostumbrado y lo puse para que sonara a
las siete de la mañana del día siguiente. Estaba dormido cuando el timbre del teléfono me
despertó. Miré la hora, eran las cinco de la madrugada. Me levanté y atendí la llamada.
-Hola.
-Hola, Iósele.
-Hola, papá.
-Iósele, disculpa que te desperté antes, yo no quería despertarte, Iósele, es sólo que
quería avisarte que estoy en el hospital.
-¿Dónde?
-En el patio de mi casa, cuando regaba las plantas. El piso estaba mojado. Resbalé y caí.
-La cabeza. Lo que más tengo que cuidar. Fíjate qué desgracia.
En ese momento deseé que me dijera que se encontraba en el hospital donde Laura
trabajaba.
-Papá, pásame con alguna enfermera o con cualquier otra persona que me indique dónde
estás.
Una mujer tomó la llamada y me dictó el nombre del hospital y la dirección. Salí
corriendo.
La preocupación no era tanta como la vez anterior, cuando se trató del corazón. Al saber
que era solamente un corte en la cabeza mi agitación fue menor. Llegué al hospital y
cuando pregunté por él me llevaron a un pabellón donde había varias camas.
Miré y al poco rato encontré a mi padre acostado y con la cabeza vendada. Le dije:
-Te dije miles de veces que te cuidaras. Ya eres viejo para andar haciendo cosas de
jóvenes.
-No sabía, hijo, que regar las plantas era cosa de jóvenes.
-¿Quién te trajo hasta el hospital?
-De un corte en la cabeza nadie muere, pero de los quebrantos que dan los hijos, de eso
uno puede morir y varias veces.
Fui a hablar con el doctor. Era un hombre joven y muy amable. Me explicó que mi padre
había llegado al hospital con un corte en la cabeza, nada profundo ni preocupante, que le
atendieron inmediatamente, le realizaron una sutura, y debido a su avanzada edad, después
lo sometieron a algunos estudios de rutina donde detectaron una alta presión debido a una
anomalía en el funcionamiento cardiaco, por lo que se suponía que la caída no se debió a un
resbalón, como él relató, sino que fue a causa de un fuerte dolor que sintió en el pecho. El
doctor siguió contando detalladamente los pormenores de la salud de mi padre, y también
me dijo que prefería dejarlo algunos días hospitalizado, en observación.
Mi padre tampoco se opuso. Sólo me pidió que hablara con sus vecinas para que durante
su ausencia cuidaran sus plantas y sus jaulas. Le pregunté si era necesario llevarles las
llaves de la casa, para que ellas pudieran entrar, y él me respondió que ya las tenían.
Solamente me pidió casi suplicando que fuera a visitarlo diariamente y que le trajera
periódicos y revistas en yiddish.
Cada final de tarde, cuando iba a visitarlo, le pedía insistentemente que vendiera o
alquilara su casa, dejara sus animales y sus plantas a alguna vecina y se mudara a vivir
conmigo, o de lo contrario alquilara un departamento cercano al mío, aunque aquello
tampoco beneficiaría mi tranquilidad. A todos estas sugerencias él respondía:
-¡Tanta desgracia! Que Dios nunca me castigue y tenga que ir a vivir contigo. Antes que
me lleve. [206]
Todas las tardes esperaba mi visita igual que un niño espera un juguete y se exalta
cuando lo recibe. Así, con esa misma excitación actuaba mi padre cuando me veía en el
ancho pasillo caminar hacia él. Siempre que podía yo le llevaba periódicos y revistas en
yiddish y uno que otro libro escritos también en yiddish, de esos que ya dejaron de editarse
hacía muchos años, pero que todavía se podían encontrar en el parque, los domingos, en las
ferias de libros usados.
Esa tarde, cuando fui a verlo, recibí una sorpresa de ésas que te dejan frío, sin voz y
temblando. Cuando la vi, no lo podía creer. Sofía, mi ex mujer, se encontraba sentada al
lado de la cama de mi padre. Me acerqué despacio, con cierta timidez, pero con mucha
curiosidad. ¿Quién le había contado sobre aquel episodio? ¿Y qué la indujo a visitar a su ex
suegro? En un momento hasta sospeché que fue él mismo, mi padre, el que la llamó con el
propósito de hacernos coincidir de nuevo. Así, una vez más, insistiría con su fantasía de
verme reconciliado con Sofía. Era increíble como nunca se cansaba de intervenir en los
acontecimientos de mi vida.
-¡Hola, Iósele! ¡Mira quién vino a visitarme! ¿No te pone feliz ver que Sofía esté acá
conmigo?
-Claro, papá.
-Hola, Sofía -dije, mientras ella se paraba para saludarme con un beso.
-No, por favor, ven, siéntate tú -dio unos pasos como para alejarse de la silla, y permitir
que me sentara-. Ya me estaba despidiendo de tu padre. Se me ha hecho tarde, me tengo
que ir.
Mientras mi padre suplicaba a Sofía que no se marchara, yo acerqué otra silla y me senté
frente a ella. Se creó un silencio largo que mi padre interrumpió:
Le pasé el periódico en yiddish, y una bolsa con frutas. Él los tomó, luego me pidió que
le alcanzara los anteojos. Se los puso, y se acomodó para leer, ignorándonos por completo a
Sofía y a mí.
Sofía habló de su trabajo y yo del mío. Me contó sobre sus hijas, y en un momento de la
conversación hizo un comentario, como justificando aquella visita. Habló sobre las
casualidades de la vida, de las oportunidades, de los encuentros, de las pérdidas, de las
coincidencias que de pronto, en un lugar, en un instante se presentan, como en este caso
que había venido al hospital a visitar a una amiga enferma y la sorpresa mayúscula que se
llevó al encontrar a mi padre allí. Aun así y después de escuchar aquel comentario, yo seguí
convencido que esa no era la verdad. El diálogo siguió. Le comenté acerca del buen
momento que estaba viviendo como escritor, y la satisfacción que sentí con aquella
propuesta hecha por el editor. Ella me contó que se había vuelto a casar y que tenía dos
niñas, olvidándose que ya me habló de ellas. Me contó además sobre las travesuras que
eran capaces de hacer, y sobre la muerte de sus padres.
Mientras ella hablaba yo pensaba en todos los años transcurridos desde la última vez que
nos vimos. Fue cuando se marchó del departamento llevando todas sus cosas. En ese
momento no tuve la suficiente fuerza para pedirle que se quedara, aunque después lamenté
su partida. Hubo noches en que la soledad me hacía extrañarla, pero después, al conocer a
Laura, aquella necesidad desapareció. Ahora, al verla nuevamente, las dudas empezaban a
carcomerme. No podía evitar recordar aquel periodo de mi vida donde nada era sencillo,
todo era complicado y hasta existir era [209] penoso. Estaba lleno de ideas, fracasos y
proyectos que se entremezclaban desordenadamente unos con otros, confundiéndome aún
más. En mi vida existieron permanentes dudas. Dudas sobre mi identidad, mis sentimientos
y mis decisiones. Había vuelto de Israel sintiéndome un fracasado. Mi madre estaba muerta.
Tenía que encontrar un nuevo trabajo, o de lo contrario seguir ayudando a mi padre en el
negocio, cosa que no era nada gratificante. Finalmente no era eso lo que yo aspiraba en mi
vida, dedicarme simplemente a vender medias, sombreros, portaligas y otras prendas de
mujer en la tienda de mi padre. Pero siempre me fue difícil tomar decisiones. Las dudas me
rondaban. También tenía que retomar mis estudios. Antes de mi viaje a Israel había
empezado a estudiar economía, pero abandoné la carrera en el segundo semestre,
acobardado por las Matemáticas. Aquella frialdad de números no coincidía con mi
temperamento. A mi vuelta me interesó la Psicología, llevado por las lecturas de Freud y de
Viktor E. Frankl, pero con leerlos sólo a ellos no era suficiente. No todo era tan sencillo.
Además investigar la mente humana me aterrorizaba. No era lo suficientemente audaz para
estudiar esa carrera. Después vino el Periodismo que sí consiguió atraparme, puesto que
estaba en una edad en que se es idealista, y se cree poder conseguir todo. También en ese
momento me enamoré y todo se volvió mucho más agradable, sencillo y grato. Fue cuando
conocí a Sofía.
Salía de un período de mucha tristeza, después de la muerte de mi compañero y amigo
Javier Ponchelli. Entonces la tía Jane me llamó una tarde para comentarme que conocía a
una joven muy bonita, hija de una amiga, a quien quería presentarme. La idea me
entusiasmó, y fue así como conocí a Sofía. La tía hizo una reunión en su casa, y allí nos
presentó. Sofía me pareció una joven muy bonita. Tenía una voz suave y su conversación
era interesante. Después de aquel primer encuentro en la casa de la tía Jane, la invité a ir al
cine, otro día al parque. En nuestras citas hablábamos [210] sobre mis estudios,
comentábamos sobre mi fracaso en Israel, y sobre otros fracasos que también ella tuvo que
vivir para crecer.
Teníamos gustos en común, fumábamos la misma marca de cigarrillos, nos gustaban las
mismas películas, leíamos a los mismos autores. Todo aquello hizo que me enamorara de
Sofía. Estuve enamorado de ella, pero nunca la amé.
Con el tiempo Sofía dejó de hablar del tema, y yo creí que finalmente se había
convencido de esperar más tiempo. Los días siguieron tranquilos, demasiado tranquilos
para ser verdaderos. Ya ni siquiera intercambiábamos algún comentario, ni discutíamos, ni
nos agredíamos de ninguna forma. Dejamos de reclamarnos cosas. Sencillamente cada uno
vivía encastrado en su propio estilo de vida, en sus horarios y gustos. Hasta el día en que
ella me pidió el divorcio. Los trámites fueron largos, y llevaron mucho tiempo, aunque no
teníamos por qué pelear. Ni siquiera teníamos hijos por los cuales discutir la tenencia, o los
días de visita. Bienes materiales tampoco poseíamos. Sería absurdo y ridículo discutir sobre
quién se quedaría con el televisor, la estufa o la heladera. El departamento era de mi padre,
por eso una vez obtenido el divorcio por la ley civil y también por el gran Rabinato, Sofía
se mudó.
Tarde me di cuenta de que nunca debí casarme con ella, y la imposición determinó el
fin. Aceptar, finalmente, que nunca nos amamos, fue reconocer aquella orden que ambos
aceptamos, llevados por el entusiasmo y por la presión familiar.
Para Sofía tomar esa decisión de divorciarse significó su liberación y para mí volver al
lugar del que nunca debí salir. [212]
Después del divorcio, cada vez que conocía a una mujer me predisponía a un bloqueo
emocional. Me enamoraba de sus ojos, o de su figura, o de su conversación. Siempre
disfruté de la sensación que producía una nueva aventura, pero nunca amé a nadie antes de
conocer a Laura. A Laura la amé, la amo, con ella todo fue diferente, bello.
Mi padre permaneció mucho tiempo enojado conmigo a raíz de aquella ruptura. Dejó de
hablarme y de visitarme. Para él mi divorcio significó el mayor fracaso que vivió como
padre, y mi peor fracaso como hombre. [213]
- XVII -
Se había hecho tarde y el horario de visita terminó. Sofía se despidió de mi padre. Yo
hice lo mismo. Juntos salimos caminando por el ancho corredor, sin decirnos una sola
palabra. Sólo caminamos uno al lado del otro, como antes, como cuando éramos un
matrimonio y creíamos amarnos. Llegamos a la calle. Seguimos caminando. Ella al lado de
mí, muy cerca. Cruzamos una calle, después otra. La noche estaba fría y una llovizna muy
tenue nos obligó a refugiarnos bajo el toldo de una cafetería. La tomé del hombro para
protegerla de una ráfaga fría de viento. Ella dio vuelta, me miró y dijo:
Caminamos unas cuadras más. Ella se tomó de mi brazo, y yo le tomé la mano. La tenía
tibia y con la misma suavidad de siempre.
Paré un taxi.
Fuimos a mi departamento.
Entramos. Sentí que todo era un sueño, un sueño extraño, como si entre Sofía y yo nada
hubiera cambiado. Seguíamos igual a quince años atrás, igual, y juntos.
Aquella situación me resultaba común, familiar. No tenía nada nuevo que descubrir en
esa mujer con quien estuve casado, con quien viví durante cinco años. Sofía seguía siendo
una mujer bella. Además de belleza, tenía el toque sensual que adquieren las mujeres en la
adultez, y que las deja más atractivas y seductoras. Caminé hasta el dormitorio en silencio.
Sofía me siguió, también en silencio. No hablamos, seguimos callados, sin música, sin
luces, sin palabras, y en penumbra. De pronto sentí su cuerpo. Su desnudez resbalándose
sobre la mía, y algo más, que después de mucho tiempo me volvió a estremecer.
Sofía quedó dormida y yo a su lado más despierto que nunca. La había extrañado, la
extrañaba todavía. Pensé que quizás si nos hubiéramos conocido de otra manera, sin
imposiciones, ni presiones, tal vez nos amaríamos de la manera que cada uno necesitó.
Me levanté con cuidado, me vestí, caminé hasta el balcón, abrí la puerta. La noche
seguía igual, fría y húmeda. Los letreros estaban apagados y las calles parecían tristes. Fui
hasta la cocina y preparé una taza de café, encendí un cigarrillo, volví al salón, me senté
frente a la máquina de escribir, pero estaba demasiado inmerso en muchos recuerdos de mi
pasado con Sofía, en esa historia lejana. También pensaba en Laura. Así no podía escribir.
Volví a la pieza, y a Sofía. Me detuve en la puerta a mirarla. En una mano llevaba el
cigarrillo y en la otra la taza de café. Bebí un sorbo, aspiré una bocanada profunda de
humo, y mientras lo expulsaba por la boca la seguí mirando. Su figura estaba igual, a pesar
de haber tenido hijos. Su cuerpo no delataba las secuelas que deja la maternidad. Aún
seguía cercado de pasión. En ese momento quise con locura descifrar qué sentimiento me
unía todavía a aquella mujer. ¿Por [215] qué la traje a mi departamento? ¿Por qué la
extrañaba? ¿Por qué seguía una foto suya debajo del vidrio de mi mesa de luz, si ella ya no
era mía, si ella ya estaba casada con otro hombre y yo enamorado de otra mujer?
Sofía despertó. Abrió los ojos, miró a su alrededor y pudorosamente se cubrió los senos
con sus manos. Dio vuelta en la cama dejando su espalda al descubierto. Me acerqué y la
abrigué.
-¿Qué?
-Vístete, te acompaño.
Mientras hablábamos la seguí mirando. Se vistió rápidamente. Fue hasta el salón, tomó
su cartera y volvió a decir:
-Me tengo que ir, es muy tarde. Tengo que llegar a mi casa antes de que las nenas
despierten para ir a la escuela, y sobre todo antes de que mi marido esté lo suficientemente
lúcido para preguntarme de dónde vengo.
-¿Estás segura?
-Claro que estoy bien. Necesitaba este encuentro, quizás por egoísmo, evidentemente
soy muy egoísta. Actué mal. Te utilicé, aunque fue involuntario, yo no programé este
encuentro como tú lo imaginas, fue casual. Hice mal, no debí haber venido a tu casa, pero
inconscientemente necesitaba reafirmarme como mujer. Me sentía una fracasada. Por años
me sentí culpable de nuestro divorcio. Me sentí responsable por haberte dejado. Ahora ya
no, Alejandro, ahora recién me siento libre.
El humo del cigarrillo puso una cortina gris entre su rostro y el mío. Allí estábamos los
dos jugando con los dramas del pasado, en un escenario ajeno y que ya nada tenía de
común en nuestras actuales vidas.
De nuevo los dos habíamos caído en una nueva trampa que [217] la vida nos tendía.
Sujetos a encuentros y desencuentros, en un juego permanente e indebido del azar.
-De ti.
-Sí, Alejandro, me siento muy bien, mejor que nunca. El que no se siente bien eres tú.
Yo tenía dudas, dudas que me carcomían la mente y el alma, pero en cambio tú tienes
culpas. No te sientas culpable por haberme dejado ir, no te culpes por haberte acostado
conmigo, por haber hecho el amor con una mujer casada y traicionado a otra, o porque yo
haya traicionado a mi marido, o porque aquella mañana dejaste que me marchara con todo
mi equipaje, o por no haber querido hijos. Yo no me siento así. Hace mucho tiempo que
estaba buscando este momento, que estaba necesitando este encuentro. Soñé contigo
millones de veces. Durante muchas noches te deseé con todas mis fuerzas, intensamente,
pero recién ahora me doy cuenta que en realidad no eras tú el hombre aquel de mis sueños,
ni de mis fantasías. Aquél era otro, un hombre de verdad, no un niño que busca quien lo
cuide, que busca protección. Yo no soy tu madre, Alejandro. Ni yo, ni ninguna otra mujer
cumplirá el papel de madre contigo. ¡Tu madre está muerta! Deja ya que Iósele juegue con
Alejandro. Elige de una buena vez quién quieres ser. Deja de prestar nombres, para cambiar
quien eres.
-No, no, espera, por favor espera, sólo unos minutos más, por favor, necesito hablar
sobre lo que terminas de decir.
-No, ya no tenemos nada más que decirnos. Siempre creí que el fracaso fue por mi
culpa, por no saber manejar bien situaciones que se presentan a lo largo de un matrimonio.
¿Sabes [218] lo duro que fue para mí convivir con esas dudas? ¿Con esa culpa? Esa maldita
culpa que tú me transmitiste, que tú transferiste en mí. Pero ya no más, se terminó. Tuvo
que pasar mucho tiempo, muchos años pasaron para que así fuera. ¡Mira cuántos! Tanto
tiempo, y lo más terrible es que nos tuvimos que encontrar nuevamente para conseguir
liberarme de todo ese pesar.
-¡Defiéndete! ¡Defiéndete! Pero como un hombre. ¿Por qué no te defiendes? ¿Por qué
permites que siga ofendiéndote?
-No lo sé.
-Alejandro. Tienes que crecer. Es muy duro vivir cuando la edad mental no tiene el
mismo nivel que la edad emocional. Tú siempre fuiste muy inteligente, conseguiste colgar
dos títulos en tu pared, con buenas calificaciones. Te recibiste de sociólogo, de periodista,
eres escritor, crítico de arte, profesor en una Universidad. Has logrado todo lo que te
propusiste. Pero en lo afectivo, ¿quién eres? El mismo niño que caminaba en medio de sus
padres, tomado de sus manos, por temor a que algo malo le sucediera. El hijo único que
tenía que llenarles de satisfacciones a sus padres, para que se sintieran conformes con su
descendencia, y mientras tanto tú te llenabas de debilidades y miedos. El único hijo varón
que tuvo que casarse con una joven judía para que el padre la aceptara gozoso. ¡Basta!
¡Basta, Alejandro! Esa víctima, tu víctima, ¿sabes quién fue? ¡Fui yo! Deja ya que Iósele
intervenga en la vida de Alejandro. Permítete ser un hombre, para amar como debe amar un
hombre.
-Yo creo que me enamoré de ti. Además quise que mi padre se sintiera conforme con mi
casamiento. En ese momento tú eras la mujer ideal para elegir como esposa.
-Alejandro, tú siempre dijiste que no creías en Dios, y entonces, ¿cómo sigues teniendo
sentimiento de culpa?
-Adiós -dijo.
Volví a la máquina. Tomé una hoja blanca y me preparé para escribir. Necesitaba
escribir, necesitaba escribir desenfrenada e irracionalmente, para evitar hundirme de nuevo.
Necesitaba liberarme de aquel fracaso que me produjo mucho dolor. Necesitaba olvidar a
Sofía. ¡Qué tarde me di cuenta de que nunca la había amado, o de que no me permitieron
escogerla para amarla!
Miré por la ventana. Ya había amanecido. También la mañana se presentaba fría. Miré la
calle. La vecina del cuarto «A» paseaba a su perro por la vereda. Don Samuel iba a la
panadería con una bolsa colgada del brazo. La pareja del tercero «C» se despedía con un
beso, la del primero llevaba a sus hijos a la escuela a estirones, y peleando. En el aire se
sentía el olor a colonia barata de la joven del segundo. El día había tomado su giro habitual.
No volví a ver a Sofía hasta el día del entierro de mi padre. [220] [221]
- XVIII -
Era el final de una fría y melancólica tarde de domingo. Angustiosa y pálida tarde de
domingo, en la que los miedos se acumulan y las dudas cercan y anulan las ideas. Tarde de
domingo, día fatal para convivir con uno mismo.
Tenía que distraerme. Pensé en ir al cine. Tomé el periódico y busqué el título de alguna
película que atrapase mi curiosidad y mi necesidad de recreación, pero ninguna me atraía,
ni siquiera sus actores. Detestaba el nuevo cine sensiblero y melodramático, con actores
bellos de físicos privilegiados, que sólo saben exponer sus desnudos pero se hallan carentes
del menor talento. Vivimos la era de la decadencia de las artes.
Hacía horas que estaba trabajando, y me sentía agotado. A pesar del reposo la molestia
de la mano no pasaba. La levanté, la miré y descubrí que me había crecido un callo en el
dedo índice. Bajé de nuevo la mano y repetí el mismo movimiento con la izquierda, donde
tenía el cigarrillo prendido. Debía dejar el tabaco, pero era tan débil hasta para abandonar
aquel vicio apagado en un cenicero.
Caminé por veredas gastadas. Sendas pobladas de angustia y dolor. Bajo un cielo abierto
para el desgano y la desazón. Me detuve frente a una vidriera y mi atención se distrajo
mirando unos muñecos vestidos con ropa de temporada, pero aquello me pareció una real
pérdida de tiempo. Pensé en ir a visitar a algún amigo para esquivar mi aburrimiento y el
miedo a enfrentarme a aquel atardecer de domingo. Domingo cualquiera, donde se
acumulan miedos y se acentúa mi temor por las ausencias.
Me gustaba pasear por ese lugar abierto y perderme entre los cientos de libros exhibidos
sobre tablones. Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Dickens, Hemingway, Joyce, Kafka, escritores
a quienes ya nadie leía. Novelas todavía escritas magníficamente bien. En la actualidad el
mercado mató el talento. El consumismo dejó a los clásicos casi en el olvido. La literatura
se convirtió en recetas de autoayuda. Tonterías sobre cómo solucionar de la manera más
fácil los conflictos más terribles que sufrimos los seres humanos. Estupideces sobre cómo
resolver en una semana las relaciones [223] terribles entre padres e hijos, entre parejas, y la
sabiduría donde encontrar un camino nuevo para hallar la felicidad.
Me senté en un banco a observar las expresiones en los rostros de las personas que
caminaban delante de mí, tratando de imaginar sus vidas. Ésas, éstos, éstas, aquéllos, todos
eran personajes míos, y sus alegrías y sus dolores eran mis temas. En otro banco estaban
sentados un par de jóvenes estudiantes que vestían el uniforme del colegio besándose en los
labios. Dos hombres de la edad de mi padre, sentados en sillas plegables, jugaban al
ajedrez, sobre un improvisado tablero de cartón. Las palomas se acercaban, buscaban migas
de pan o restos de otros alimentos. Las envidié. Se movían juntas, siempre juntas. Todavía
confiaban en su especie, no pensaban ni analizaban su destino. Tampoco sufrían. Sólo
volaban, iban y venían en inagotables viajes. Eran libres.
Unos niños gritaban en los juegos del sube y baja. Otros reían mientras descendían a
toda velocidad del tobogán. Otros lloraban en las hamacas, otros se ensuciaban jugando en
el arenal mientras sus madres los miraban y cuidaban. Aún eran atendidos. Una mujer pasó
delante de mí, caminando erguida. Iba bien vestida, llevaba lentes ahumados, paseaba a sus
animales, un par de enormes perros que tenían adornos de cintas coloridas en las orejas. ¿A
quién le sobra tiempo todavía para cuidar de esa manera el pelaje de sus perros? -me
pregunté-. ¿Hasta dónde llegaba y adónde llevaban el tedio y la aflicción?
Siempre paseé por esa plaza, pero nunca me senté en un banco a observar los árboles,
las hojas desfalleciendo en el piso, arrastradas por el viento. Nací en esa ciudad, conocía
sus olores, sus calles, sus ruidos, sus colores, su tráfico, su locura, pero nunca me senté en
un banco de la plaza a mirarla. ¿Qué me estaba pasando? ¿También estaba envejeciendo?
[224]
La luna ya alumbraba. Se había hecho tarde y decidí volver a mi casa. Tenía que
continuar escribiendo. Caminé pensando que a pesar de ser noche de domingo las calles
estaban igualmente transitadas y convulsionadas, la ciudad no daba tregua al continuo trajín
de los noctámbulos. Iba caminando, yo era parte de aquel lugar, de la calle, de la noche,
mientras mi vida seguía envuelta en sus miedos. La soledad me había enseñado a convivir
con ellos. Muchos, muchísimos, infinitos miedos, miedo de mis recuerdos, miedo hasta de
mis propios pensamientos. Miedo de morir, y miedo a vivir. [225]
Quise escapar de aquel vaivén del mundo, ese permanente y duro tránsito del tiempo.
Volví a mi casa. Necesitaba estar allí. ¡Mi lugar! Para salvaguardarme del mundo de
afuera. Sentía frío. Pensé en mi padre. De pronto y extrañamente lo necesitaba. Era el frío,
era la noche, era el desamparo que me dejaba así, en un clima de añoranzas.
Decidí estar solo un tiempo. Estaba cansado, muy cansado de pensar, de recordar.
Cualquier intromisión entorpecería mi equilibrio, un equilibrio inestable y casual. [226]
[227]
- XIX -
Desperté buscando a una mujer. Abrí los ojos y llamé a Laura. ¿Era a Laura? ¿Sofía?
¿Leah? ¿A quién buscaba?
Me preparé una taza de café y salí al balcón a disfrutar de aquel cielo libre, limpio,
liberado de nubes, que daba paso al sol luminoso y tibio.
Encendí un cigarrillo y observé la calle. Una de mis debilidades era mirar. Mirar los
autos que iban y venían. Mirar a los peatones que esperaban ansiosos al borde de la vereda -
a punto de ser atropellados-, el cambio de luces de los semáforos, para abalanzarse al
pavimento, cruzar la avenida y seguir corriendo, empujados por la rutina, el cansancio, el
hambre. Pensé en Sofía, en todos esos años que estuvimos juntos sin decirnos nada.
Vivíamos juntos, dormíamos juntos, compartíamos la comida, los gastos, pero nunca
compartimos los proyectos. Detrás quedaron las palabras no dichas, los deseos
incumplidos, los placeres insatisfechos y los años mal gozados, la rabia, todo atrapado en el
devenir.
Yo seguía solo y pensé que los que jugábamos al juego de estar solos corríamos el
riesgo de caer en un pozo doloroso, profundo, terrible, y permanecer allí
interminablemente. En ese momento sonó el teléfono y fui a atenderlo. Era Leah. Llamaba
[228] para invitarme a dar un paseo. Acepté y marcamos el encuentro en el café habitual.
Tenía que empezar el trabajo final. Por lo tanto me dispuse a ir enumerando las hojas y
después los capítulos, pero para ello, antes, tenía que empezar por ordenar mi escritorio.
Las hojas blancas escritas a máquina iban en una carpeta, las demás escritas a lápiz o a
bolígrafo iban al basurero, los recibos los guardé en un cajón, y los sobres todavía no
abiertos los dejé sobre la mesa para revisarlos más tarde. Después de unas horas, finalmente
la carpeta estaba ordenada, igual que mi escritorio.
Bajé y pregunté al portero si él conocía a una persona que había vivido en ese edificio,
con aquel nombre. Su sorpresa fue [229] igual a la mía. También le pregunté a don Samuel,
pero tampoco conocía a nadie con ese nombre. Qué horror. Mi curiosidad se volvió
obsesiva. Quería saber quién vivió anteriormente en ese departamento. ¿A quién iba
dirigida esa carta?
La última, y única, posibilidad que se me ocurrió fue que quizás mi padre tuviera alguna
información sobre aquel nombre. Lo llamé.
-¿Papá?
-Bien, papá.
-Gracias a Dios.
-¿Y tú?
-¿Tu cabeza?
-Nada, hijo, una gotitas todas las noches no pueden hacer ningún daño.
-¿Qué, hijo?
-Acá tengo un sobre que lleva mi dirección, pero que no coincide con mi nombre, ni con
el tuyo, y me inquieta saber para quién es.
-¿Nu?
-Y no entiendo, quizás sea para una persona que vivió antes en este departamento, o
quizá que tú conociste. [230]
-Bueno, Iósele, no hables más de la carta. Cuéntame cómo anda tu novela, y tu trabajo.
-Sí, papá.
-Papá, es tarde, estoy cansado y voy muy atrasado con la corrección de mi novela.
-Tú siempre estás apurado o cansado cuando tienes que hablar conmigo.
-Adiós, papá.
-Adiós, Iósele.
Dejé la carta en el lugar de siempre. Y continué con mis correcciones. Se hizo de noche
y salí para encontrarme con Leah.
-Leah. [231]
-¿Sí?
-¿Qué te sucede?
-¿Por qué?
-¿Cómo?
-Leah, por favor, escúchame, estás tan nerviosa que ni prestas atención a mis palabras.
-Lo que me pasa, Alejandro, es que, definitivamente, no puedo vivir sin ti. Todo este
tiempo que estuvimos alejados, sufrí. Sufrí como una loca, sufro al no estar a tu lado,
quiero vivir contigo, tú elige el lugar, tu casa, mi casa, alquilemos otro sitio, el que tú
quieras, donde tú quieras, pero juntos.
-Leah, cálmate.
-¡No! -gritó.
Leah se veía angustiada, suspiraba y suspiraba, como si le faltara aire a sus pulmones, el
rostro le sudaba. Y yo sufría la exaltación propia de aquellos que aún no decidieron cómo
resolver una situación en su vida.
-Mira, Leah, yo te expliqué que no deseo vivir con nadie. En este momento de mi vida
estoy bien solo. Necesito terminar mi novela. Me quedan un par de semanas, nada más. El
tiempo me ahoga. Además necesito ordenar mis sentimientos. Y para todo eso tengo que
estar solo, solo y solo. En tu compañía me siento muy bien, pero no puedo vivir con nadie.
-No puedo. ¿No te das cuenta que estoy sufriendo o eres [232] un tonto? ¿Acaso no te
gusto? ¿Y todas esas noches que pasamos juntos, esos momentos íntimos que disfrutamos,
dónde los dejas? Si tú me rechazas no sé qué puede llegar a pasar. ¿Es que todavía amas a
esa enfermera que te dejó?
Sus palabras sonaban burlonas. Si había algo que odiaba de una persona era justamente
eso, la ironía y la extorsión. Suficientemente manipulado estuve en mi vida como para
seguir tolerando este vil chantaje.
-Cuando empezamos esta relación, yo fui muy claro contigo. Somos personas adultas,
con una historia cada uno, ya dejamos la juventud con sus estúpidas promesas hace
bastantes décadas. Así que por favor no insistas con algo irreal.
-¿Te parece irreal querer vivir con el hombre a quien una ama?
-¿Qué es?
-Leah, no quiero volver a verte. Hoy es la última vez que nos encontramos. Tampoco
vuelvas a buscarme a mi departamento, ni a llamarme, ni mucho menos a dejar mensajes en
el contestador. Olvídate de que yo existo y de que alguna vez existí.
-Alejandro, dame un tiempo más. Estoy organizando una reunión con algunos de los que
hicimos aquel viaje, que ahora están acá.
Me imaginaba lo que sería para mí reencontrarme con personas que hacía mucho tiempo
no veía, empezar a responder preguntas estúpidas y repetidas a cada uno, como qué pasó en
mi vida durante todos esos años, a qué nos dedicamos, en fin, no estaba [233] dispuesto a
un retroceso más, ni a recordar esos momentos invadidos de fracasos, ni mucho menos
engañar con que en mi vida todo estaba particularmente perfecto.
-Definitivamente, no.
-No es por ti que no voy a ir, es por mí, sencillamente es por mí.
Era una noche sombría, taciturna. Más tarde cayó una lluvia pasajera, de esas que mojan
los veranos.
- XX -
Transcurrió un par de semanas luego de haber recibido aquella correspondencia que me
dejó curioso e intrigado, cuando de nuevo recibí otra igual, con el mismo nombre del
remitente, y la misma dirección que coincidía con el nombre de la calle del edificio donde
yo vivía, y con el número de mi departamento.
Eran demasiadas coincidencias para que me quedara con la duda. ¡Dos cartas en tan
corto tiempo! Ya no me pareció un simple error. Y así fue como la curiosidad ganó, y la
abrí. Rompí el sobre con cuidado para no estropear lo que pudiera haber dentro, y saqué el
contenido que consistía en dos hojas amarillentas, escritas a mano, y en yiddish.
Traté de leer, pero con mucha dificultad, puesto que apenas conocía el idioma. Sólo
entendía algunas que otras palabras. Podía traducirlas fácilmente pero ellas no bastaban
para comprender todo lo escrito. En un instante de la lectura, y sobre una línea, ya casi al
final de la carta, cerca de la firma, estaba escrito el nombre de mi madre. Eso alimentó aún
más mi curiosidad. Ya eran demasiadas las dudas como para seguir conjeturando, aunque
con la carta en la mano era aparentemente fácil descifrar la confusión. Se me ocurrió que
don Samuel o José podían hacerme el favor de traducirla, puesto [236] que ellos leían
perfectamente yiddish. Guardé la carta y fui directamente al bar, a buscarlos.
Como de costumbre los encontré sentados, jugando al dominó. También me senté y les
expliqué toda esa historia de las cartas. Luego saqué las hojas y se las entregué a don
Samuel. Él se puso los anteojos y leyó en voz alta. Desde luego, como lo hacía en yiddish,
yo seguía igual, sin entender prácticamente nada, sólo que el nombre de mi madre estaba
escrito allí.
-¡Dios mío! ¿Qué es esto? -dijo, llevándose las manos sobre la cabeza.
-¿Qué pasa, don Samuel? -pregunté.
En ese momento el viejo dejó la carta, mientras yo seguía sin entender nada. Aquella
incertidumbre me irritaba aún más. No sabía si la había terminado de leer o sencillamente
se había cansado de hacerlo, aunque su rostro se veía completamente transformado.
-¿Qué dice, don Samuel? ¿Cómo me pide que vaya, así, de pronto, a la casa de mi padre,
con esta carta, si ni siquiera sé lo que dice?
-Ahora, ve ahora, en este momento, sin pensar. No tienes tiempo que perder.
Don Samuel no dijo una sola palabra más, permaneció callado y tieso.
-Vete, Alejandro. Vete a lo de tu padre, como te digo, ahora mismo. ¡No pierdas tiempo!
Esta carta es muy importante para él y para ti. [237]
-No te puedo decir ni una sola palabra. Es tu padre el que debe hablar.
Tomé las dos hojas, las metí de nuevo en el sobre y volví a mi casa. Guardé un par de
pantalones, algunas camisas y otras prendas de vestir en un bolsón, también la máquina de
escribir y hojas blancas. Bajé, llamé un taxi, y fui hasta la estación del ferrocarril a tomar el
primer tren que me llevara al pueblo donde vivía mi padre.
Miré por la ventana. El cielo se había puesto de un tono claro, mientras que el paisaje
era de un verde amarronado. Permanecí así, observando aquella mañana que con lentitud se
abría envuelta de color.
Llegué, bajé del tren y caminé hasta la casa de mi padre. No quedaba lejos de la
estación, nada más que a unas cuantas cuadras. De todas formas, caminarlas le haría bien a
mis piernas. Aquel era un barrio en el que la mayoría de sus habitantes eran viejos. Esos
típicos lugares donde todavía las personas se sentaban en el atardecer frente a las puertas de
sus casas, a mirar, o a tratar de olvidar. Todavía, en ese lugar, los vecinos se conocían, se
visitaban, hablaban entre ellos y se hacían compañía. Casas amplias [238] en cuyos patios
se extendían largas sogas, de donde colgaban prendas de vestir como testimonio de
pobreza.
Las persianas de las ventanas estaban cerradas para evitar que la luz y los ruidos
irrumpieran la quietud de aquella casa donde sólo habitaban la soledad y el abandono.
-¡Hola, papá!
-Vine a visitarte.
-Aquí estoy.
Mi padre caminó detrás de mí, e inmediatamente me acercó una silla. Luego tomó mi
equipaje y lo llevó a su dormitorio.
Me fijé en el trinchante, con todos los objetos adentro, igual a cuando mi madre vivía.
Las mismas copas, vasos en juego con [239] sus jarras, unos platos de porcelana que
quedaron del juego completo que mi madre trajo de Europa, los candelabros de plata que
dejaron de tener utilidad después de su muerte, algunos recuerdos de viajes, que también
seguían guardados dentro de aquel mueble. La casa olía a encierro. Los objetos olían a
viejo y en mi padre se percibían la tristeza y la soledad. Me sentí abrumado por ese entorno.
Abrí la ventana para permitir que entrara un poco de aire puro y reviviera aquella
habitación asfixiada por el abandono.
-Iósele, ¿tienes sed? ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? ¿Quieres tomar un café, un
vaso de té o un poco de whisky?
Mi padre corría por la casa, iba a la cocina, volvía, salía al patio y regresaba, daba
vueltas alrededor de mí. Su contento era algo indescriptible.
-No puedo, hijo, tengo que arreglar el patio, la pieza. La casa se ve sucia, hay que
limpiarla.
-Hijo. No puedo creer que sólo viniste hasta aquí para visitarme. Me haces tan feliz.
Pero cuéntame, ¿cómo sigue tu novela?
-La estoy terminando. Traje mi máquina de escribir y algunas hojas para continuar
trabajando durante el tiempo que voy a estar aquí.
-No importa, no importa. Que hayas venido a visitarme para mí es suficiente. Mira, hijo,
arregla tus cosas. Yo iré al mercado y a la panadería a comprar algo para comer.
La puerta de entrada se abrió y aquel ruido me distrajo, pero igual permanecí en ese
lugar abarrotado de un pasado lejano, de un pasado inmediato. Y de la decrepitud que
predice el final.
Dejé mi bolso sin abrirlo. Saqué la carta y la guardé dentro de un cajón de la cómoda.
Aún no era momento de hablar sobre ella, a mi padre le produciría una enorme desilusión
notar que mi visita se debía exclusivamente a la intriga despertada por esa correspondencia,
y no al deseo de verlo, como él imaginaba.
Fui hasta la cocina a buscarlo, mientras observaba los espacios de aquel lugar donde
todo se veía ruinoso. Nada había cambiado ni mejorado. Todo permanecía igual, estático.
Con olor a viejo.
-Preparé café para ti, y té con limón para mí. Compré algunas masas. Ven, hijo, ven a
descansar.
-Espera un momento, papá. Primero quiero recorrer la casa. Hace tiempo que no la veo.
-Bueno, Iósele. Lo que tú quieras. Esta casa también es tuya. Recuerda siempre eso,
hijo.
Caminé hacia el patio. Aquel jardín era un lugar muy [241] particular, pequeño pero
saturado de plantas y de jaulas llenas de pájaros. Cotorras pequeñas, de diferentes colores,
que cantaban dentro de ellas. Pero era extraño, allí sucedía algo muy particular, porque a
pesar de que el lugar se hallaba impregnado de colorido, de canto y de frescura, todo olía a
muerte.
Después de unos segundos fui hasta la última pieza, la del fondo, aquella que mi padre
usaba como depósito. La puerta estaba cerrada con un candado, no hubo necesidad de que
hiciera demasiado esfuerzo para abrirla y entré. Adentro estaban las cabezas de los
maniquíes sobre las que mi padre exhibía los sombreros en la vidriera de su negocio.
Cabezas sin rostros a modo de trofeos de otra época. Se me ocurrió decirle a mi padre que
tirara todo aquello, que sólo servía para acumular polvo y telarañas, pero preferí no
sugerirlo, porque sería el motivo para el principio de alguna discusión. Cerré la puerta,
volví a dejar el candado como estaba y salí de nuevo al patio.
Los días siguientes a mi llegada, me dediqué a escribir. Era agradable hacerlo en ese
lugar. Mi padre me atendía y no permitía que me distrajera con nada. Ni siquiera dejaba que
lo ayudara a cocinar o a limpiar la casa.
Durante las tardes siempre venía de visita algún vecino para conocerme. Mi padre se
llenaba de satisfacción cuando me presentaba a sus amigos.
Pero todo cambió cuando vino la mujer que se encargaba de cuidar sus jaulas durante el
tiempo en que él iba a verme. A aquella mujer no se le ocurrió otra pregunta que
formularme sino cuál era la razón de mi soltería. Al no recibir respuesta, ella comenzó a
contar sobre sus yernos, sus nueras y sus nietos, y que eran como quince. Mientras ella
hablaba a mi padre le subía la rabia al rostro. [242] Ni bien ella se fue me preguntó cuándo
iba a casarme nuevamente. Entonces le respondí que la próxima vez que me volviera a
preguntar aquello regresaría a mi casa y nunca más me vería la cara.
-¡Dios me guarde si tengo que seguir escuchándote hablar así! Ya basta, Iósele, si no me
respetas porque soy tu padre entonces respétame porque soy un hombre mayor -respondió.
Dejé de discutir. Reprimí mis deseos de decirle a mi padre lo que sentía. Me fui a la
cocina, me preparé una taza de café y encendí un cigarrillo.
Olvidaba que entre las muchas cosas que a mi padre le molestaban prevalecía el hecho
de que yo fumara dentro de su casa, aunque en varias oportunidades lo encontré escondido
fumando en el cuarto de baño, creyendo que así yo no lo olería.
-Mejor será que dejes definitivamente de fumar. Eso le haría mejor a tu salud.
Salí al patio, era una noche plácida. Desde ese lugar el cielo se veía más claro, y el aire
olía a limpio.
A los pocos días había olvidado el motivo que me había traído a esa casa. La mayor
parte del tiempo pasaba escribiendo. Siempre me sucedía lo mismo, cuando entraba era
aquel trabajo, olvidaba al resto.
Una mañana mi padre me interrumpió para mostrarme una antigua caja de cerámica,
pintada en diversos colores, que fue de mi madre y que yo recordaba, porque era ahí donde
ella guardaba las pocas alhajas que tenía.
-Mira, Iósele. ¿Recuerdas?
-Bueno, te lo regalo. Ahora quiero que sea tuyo, quiero que lo lleves a tu casa, como un
recuerdo de tu madre.
Mi padre se agachó e intentó juntar con las manos los pedazos esparcidos sobre las
baldosas. Casi no podía sostenerse. Se veía débil e inseguro inclinado sobre aquellas
curuvicas, tratando de juntar sus piezas.
-Espera, no toques nada, papá, te puedes cortar, voy a traer algo con que limpiar.
-Sí, otra.
Pero mi padre no podía consolarse. Miraba los pedazos y sufría. Rememoré cuando
mucho tiempo atrás me había pasado algo semejante. Se me había roto una alcancía en la
que yo juntaba monedas durante años, para romperla el día de mi cumpleaños, pero una de
las veces que introduje una moneda que era bien grande, [244] el cofre se me cayó y se
rompió. También lloré. Mis ojos se habían quedado rojos y lastimados de tanto llorar, y mi
boca seca de tanto sollozar. Aquella vez mi padre se acercó y me consoló, diciéndome que
no tenía importancia que se destruya un juguete, ese no era suficiente motivo para llorar
mientras que a mí no me sucediera nada malo, pero en aquel período mi padre era un
hombre fuerte, de carácter firme y severo. Sus palabras tenían valor.
-En realidad, hijo, no importa. Pensándolo bien, si algo malo nos tenía que pasar, mejor
que le pase a la caja antes de que te pase a ti.
Me agaché para juntar los trozos que quedaron esparcidos sobre el piso, y pensé en los
recuerdos transmitidos por los objetos. ¿Cuál era el sentido que ellos tenían? Era como si
mientras los objetos vivían, los recuerdos se mantenían intactos. Era una manera de
preservarlos a través de los objetos.
Después de aquel episodio mi padre continuó mal. Parecía que necesitaba castigarme
porque rompí aquella caja. De alguna manera tenía que cobrarme la pérdida. Fue así como
una de esas noches, antes de la cena, empezó su conversación preguntando si terminé
encontrándome con Leah. Le contesté que sí, y de nuevo empezó con aquel viejo y gastado
tema de que tenía que volver a casarme, y tener hijos. Indagó por qué para mí no tenían
importancia los objetos que transmitían recuerdos, y si qué iba hacer con sus cosas cuando
él se muriera. Repliqué que cuando llegara ese momento lo decidiría. Pero aquella
respuesta no lo convenció. Se dio cuenta que era simplemente una evasiva para evitar una
discusión todavía postergada. Pero insistió. Él necesitaba discutir. Necesitaba castigarme.
[245]
-No lo pensé.
-Gracias, hijo, pero no tengo hambre. Déjame un rato solo. Tengo muchas cosas en qué
pensar.
De pronto los papeles se invirtieron. Mi padre se había convertido en un niño, al que yo,
su propio hijo, lo tenía que alimentar.
Se sentó en el sofá con los ojos cerrados, y de pronto, habló. Pero no entendía lo que
decía:
-Nada, Iósele. Hablo solo. La soledad me enseñó a hablar conmigo mismo en voz alta.
Retornó el silencio.
-¡En el majamuves!
-¿En qué?
-¿No lo oíste?
-¡En el majamuves!
-¿Quién es?
-¿Te gusta?
-Sí, tu comida tiene el mismo gusto que la mía. Y hablando de comidas, ¿qué quieres
que te cocine mañana, Iósele? ¿Qué te gustaría comer?
-¡Sí, hijo! Pero para mí eso no es trabajo. Si no, ¿en qué quieres que piense?
-Una carta.
-¿Una carta?
-Así es. ¿Te acuerdas que hace un tiempo te llamé para preguntarte si conocías a alguien
que vivió antes que tú y mamá, en nuestro departamento?
-Claro que lo recuerdo, todavía no estoy con esa enfermedad que uno olvida las cosas.
Sólo ésa me falta, después tengo todas.
-Sí. Te dije la verdad, hijo. Tu madre y yo fuimos los primeros y los únicos que vivimos
en ese departamento hasta que te lo regalé a ti.
-Bueno. Resulta que hace unos días, llegó otra carta, con el mismo nombre. Muy
sorprendido la abrí, pero estaba escrita en yiddish. Entonces le mostré a José y a don
Samuel.
-No me interrumpas, papá, por favor. Don Samuel la leyó y dijo que te la trajera a ti.
-¿Era por eso que viniste a visitarme? ¿Para mostrarme una maldita carta que ni siquiera
sabes de quién es? Oy, Iósele, ahora sí me va a dar un ataque. Tráeme mi pastilla.
-Papá, espera, yo estaba saliendo para tu casa cuando ocurrió aquel episodio. Yo estaba
en la calle para venir a verte, cuando el portero me entregó la carta.
-¡Schmuel!
-Como Schmuel me dijo que te la mostrara, yo la traje, eso fue todo. Él también me dijo
que no podía esperar, que tú la tenías que leer lo antes posible. Que era urgente.
Mi padre no descubrió mi engaño, o si lo hizo disimuló muy bien la mentira. Fui hasta el
dormitorio, abrí el cajón de la cómoda, tomé las dos hojas amarillentas, dobladas, y se las
llevé a mi padre.
-Toma, papá.
-¿Esta es la carta?
-Sí.
-Elías Kohenz.
-¡Oy, Iósele!
-¿Por qué?
Mi padre se puso los lentes, tomó las hojas y las leyó. Después las dejó sobre la mesa, se
paró y se echó a llorar.
-¡Papá, por favor! ¿Qué pasa?
-Ahora no, hijo, por favor llévame a mi cama, creo que solo no puedo caminar.
Lo tomé del brazo, y en realidad mi padre estaba duro, no podía dar un solo paso.
Mi padre era otro hombre. Jamás lo había visto así, ni cuando estuvo hospitalizado, ni
cuando volví de Israel, después de la muerte de mi madre.
-Bueno, hijo.
- XXI -
Mi padre me despertó cuando aún era de noche. Abrió la puerta de mi dormitorio, y en
medio de aquella tiniebla me habló:
-¡Iósele! Levántate.
-¿Qué dijo?
-¿Adónde?
Me levanté y tomé una ducha para despejarme, porque de lo contrario temía quedarme
de nuevo dormido. Después fui al salón. Allí encontré a mi padre sentado en el sofá, con los
ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre el respaldo, las manos tomadas entre sí, y en
silencio, abstraído. En ese momento pensé que se había quedado dormido, pero al escuchar
mis pasos abrió los ojos:
Me senté en la silla que estaba al lado de él, encendí la luz del velador, y pregunté:
-¿Qué pasa, papá? ¿Por qué tanto misterio alrededor de esas dos hojas de papel?
-Llegó el momento, hijo. Ya no puedo esperar, fueron demasiados años de mucho dolor
y de mentiras. Ahora mi historia ya no puede esperar, ya no hay tiempo, ya queda poco
tiempo, la vida es terrible, nunca nos deja en paz, nunca nos deja descansar. Llegué a la
vejez pensando, creyendo que ya me había liberado de tantos años de engaño. Y al final, de
nuevo la vida me vuelve a jugar sucio. La propia vida que no me deja vivir.
-Antes de que te cuente lo que dice esta carta, tienes que saber otras cosas, hijo. Pero
tengo que pedirte perdón, Iósele. Ahora eres el único que me queda. Sólo a ti me faltaba
pedir perdón. Tu madre me perdonó. Ella me perdonó muchos años atrás.
-¿De que te ha perdonado mamá, y de qué tengo que perdonarte yo, papá?
-¿Prestar un nombre?
-Tú cambiaste el tuyo, Iósele, porque dices que Alejandro es más fácil de recordar para
tus alumnos, o por otros motivos que ahora no me interesan. Yo también cambié mi
nombre, hijo, pero yo presté un nombre, presté el nombre de un nazi para salvarme. ¿Sabes
lo que eso significa? ¿Sabes que tu apellido no es Polniaskyn, ni el mío, ni el de tus
abuelos?
-¿Cuál es?
-Otro, hijo.
Se secó el rostro, la nariz, y dejó de llorar. Entonces comenzó a contar aquel relato
terriblemente estremecedor, e increíble.
-¿Lomza?
-Pero ustedes siempre me dijeron que cuando niños fueron vecinos y después se
enamoraron y vinieron a América a casarse.
-¿Cuál es la verdad?
-¿Lodz?
-¡Io!
El rostro de mi padre se había puesto morado. Sus ojos parecían desorbitados y sus
labios le temblaban igual que sus manos.
-En ese lugar también entraron los alemanes. Los alemanes entraron a todas partes, a
masacrar.
-Nosotros éramos una familia tranquila. Mi padre no tenía fortuna, pero vivíamos bien.
Él era constructor, y mi madre lavaba, almidonaba y planchaba manteles y sábanas de
algunas familias adineradas judías y también no judías. Mi abuelo paterno era rabino, un
hombre correcto, y buena persona. Ellos vivían en un pequeño schtetel. En una aldea al
Este de Europa. Recuerdo cuando viajábamos a verlos. Yo era apenas un niño pequeño, y
los visitábamos para todas las fiestas. Aún tengo en la mente cómo era su casa durante los
diferentes festejos, en Pesaj cuando rezábamos la Agada y comíamos matza, y el abuelo
escondía un pedazo envuelto en una servilleta, para que los niños lo buscáramos después de
la cena. Era todo un juego, en Shavuot, aquella fiesta campestre donde solamente
comíamos lácteos y pastelitos de miel. No olvido las cabañas que construíamos en su patio
en Sucot, los disfraces que mi abuela nos confeccionaba y nos ponía en Purim. Las fogatas
en Lag Baómer, cuando bailábamos con las Torá, en Sinja Torá, todos alrededor de mi
abuelo cantando y bailando, y la religiosidad que sentíamos durante Rosh Hashaná, y Yom
Kippur.
-Mis abuelos maternos también murieron. Todos eran muy buenas personas, pero nadie
de ellos era religioso. A mi abuelo le gustaba ir a manifestaciones obreras, era medio
comunista. Pero de mis abuelos te hablaré después. Lo más importante ahora es contarte lo
que le pasó a mi vida. En lo que yo convertí mi vida.
-La asesiné.
-Nosotros éramos en total cinco hermanos, una sola era mujer, el resto todos varones.
-Todos murieron, eso es lo que yo pude averiguar. Dijeron que, después de terminar la
guerra, los mataron a todos en los campos de exterminio, pero resultó que me dieron mal la
información, porque uno, mi hermano mayor, se había salvado y yo no lo sabía. Mira,
Iósele, qué tristeza, uno de mis hermanos vivía y yo nunca lo supe. Sabes qué terrible es
eso.
-¿Cómo lo supiste?
-Está escrito acá, escrito en la carta, pero déjame contarte toda la historia, hijo.
-Habla, papá.
-Tú, hijo, cuando joven, te parecías mucho a mí durante mi juventud. Yo también
discutía sobre política y me gustaba pelear por sostener la teoría a favor del liberalismo, del
socialismo. Pertenecía a un grupo de jóvenes que luchábamos por nuestros ideales, pero
allá, en aquellos años, eso era común.
-¿Por qué entonces siempre me reprimiste esas actividades, esa manera de pensar, si tu
corriente también era liberal? [254]
-Tenía miedo, sabía el peligro que uno corría perteneciendo a esos círculos, en esas
actividades. Tú eres mi único hijo.
-Yo era el menor. Todavía los nazis me dieron tiempo de ir a la escuela. Cuando aprendí
a leer y a escribir, mi padre me llevó con él a trabajar, pero por las noches iba a una
escuela, con otros muchachos vecinos, no judíos, a estudiar en polaco. Vivíamos bien, no
nos faltaba comida ni abrigo en el invierno. Siempre sufrimos el antisemitismo, pero
teníamos tan buenos vecinos, que ellos siempre hacían lo posible por cubrirnos antes de que
alguien nos produjera algún daño. Principalmente el panadero y su familia eran muy buenas
personas. Su hijo era mi compañero en las clases nocturnas, y todos los viernes aquel buen
hombre le preparaba a mi madre una jala enorme que nos duraba toda la semana. La vida en
Europa para los judíos era muy difícil, dura, y muy peligrosa. El antisemitismo estaba en su
apogeo. El pueblo polaco era el más antisemita que existía. Ellos empujaban a los judíos al
sufrimiento, y mira lo que es la vida, que después un polaco fue el que me salvó. Imagínate,
hijo, que en esa época cada judío podía mandar a alguien solamente una postal por mes, y
tenía que ser escrita en alemán y sólo podía escribirse un saludo. Se debía mandar a Berlín
y desde allí salía para su destino. Pero todo eso ocurrió antes de la guerra. Después todo fue
imposible.
-¿Y el panadero?
-No, ellos no eran judíos. Ellos vivían bien. Parecería que en este momento lo estoy
viendo a él usando un gorro enorme y blanco de cocinero, un delantal también blanco y con
las manos rojas llenas de sabañones de tanto amasar, y por el frío.
-Sí, Iósele.
-Entonces no sigas hablando. En otro momento continuarás contándome.
-Ya no hay tiempo, hijo. Debí hacer esto muchos años atrás. Ahora el tiempo se acaba,
hijo, por eso tiene que ser hoy, hijo. Hoy.
-La vida en Polonia para los judíos fue empeorando. La fábrica se cerró, mi padre se
quedó sin trabajo, y después nos encerraron dentro de un ghetto, creo que fue uno de los
peores ghettos de la historia.
-Déjame contarte cómo fue que me llevaron del ghetto. Una mañana, llegaron los
camiones y nos alzaron. Fue la última vez que vi a mis hermanos, a mi hermana y a mi
padre. Nos despedimos y nunca más supe de ellos, ni adónde los llevaron. Ya en América y
después de muchas averiguaciones supe que los mataron a todos.
-Me tenían que llevar a Chelmo o Kohlenhof, cerca de Lodz, [256] pero me llevaron a
un campo de exterminio llamado Auschwitz, que también era el nombre de una pequeña
aldea al oeste de Karkov, lugar horrible, con niebla, humedad, pantanos y montes de arena,
agua infectada.
Mi padre seguía hablando cuando de pronto la mañana palideció, y una lluvia torrencial
cayó precipitadamente. Él se levantó, fue hasta el patio y juntó la ropa seca que estaba
tendida. Yo también me levanté y lo ayudé. Después volvimos al sofá.
-Papá.
-¿Sí?
-Tienes que leer el Talmud, hijo. Del Talmud importa el pensamiento y su capacidad
revolucionaria de volcar sobre viejas palabras nuevas luces, inauditos significados. Pero
ahora no, no ahora. No, hijo, ahora no perdamos tiempo en discutir sobre ello, ahora sólo
tienes que escucharme. [257]
-En el ghetto todo era terrible, hambre, frío, por las noches se oían gritos, voces que
trepaban por las cercas de alambre que recorría el ghetto. Después de ver morir a mi madre,
me pareció que ya no tenía derecho a seguir viviendo. Una mañana me tomaron prisionero
y a la fuerza, a punta de fusiles, me obligaron a subir a un camión. A partir de ese momento
nunca más supe nada de la vida del resto de mi familia. No sabía si los mataron, si seguían
con vida, esa fue la última vez que vi a todos, después nunca más. Más adelante nos bajaron
de los camiones y nos dejaron en un campo de trabajo, donde nos obligaban a trabajar día y
noche. En ese lugar estuve un tiempo, hasta que nuevamente nos obligaron a subir, sólo que
esa vez ya no era a un camión, era a un tren. Nunca en mi vida podré olvidar aquel viaje.
-No es que yo me niegue a subir a un tren porque le tenga miedo, es que no puedo, hijo.
Cada vez que lo intento, escucho los gritos y los llantos de las personas que viajaban
conmigo esa vez, y veo los rostros de las mujeres, esos rostros de niños, y no puedo
aguantar. Es muy doloroso. Por eso cada vez que voy a visitarte, hijo, lo hago en colectivo
y nunca en tren.
-Si te contaba esa historia, me ibas a preguntar muchas más cosas que nunca quise que
supieras, hijo.
-¿Cuál?
-Que tú, que tú, que eres mi hijo, reniegues de mí, de mi yiddishkait.
-Pero yo no reniego de ti, ni de tu tradición, papá. Simplemente yo vivo otra época, otra
historia que tú no quieres ni tampoco quisiste entender.
-Sí, lo haces.
-Lo que se vivió en el campo no se puede contar. Nadie puede creer todo lo que
pasamos. Imagínate, hijo, yo era un joven con ideales, con ilusiones, con familia, y de
pronto me quedé sin nada, ni siquiera me quedaron ganas de vivir. Trabajaba todo el día y
había épocas en que también trabajaba de noche, acarreaba piedras para construir caminos,
cavaba pozos, pero de pronto enfermé, me tomó una fiebre muy alta, con mucha tos. Por
suerte no fue tifus, porque de lo contrario inmediatamente me iban a matar. Era un
enfriamiento, y como allá no querían gente enferma, o te mataban o te mandaban a trabajar
hasta que tu cuerpo resista, y a mí como era joven y fuerte me mandaron a la cocina. Al
poco tiempo, una mañana bien temprano, en medio de una neblina terrible, vi a un hombre
vestido de blanco y con un gran delantal haciéndome señas con la mano. No respondí, creí
que se trataba de un error, pero el hombre insistía e insistía, entonces me acerqué, y él me
habló en polaco. Enseguida lo reconocí, era nuestro antiguo vecino, el panadero, aquel
hombre bueno que siempre nos ayudó. Me pidió que disimulara que lo conocía y que
simplemente lo ayudara a llevar los canastos de pan. Después de aquel día, los siguientes, le
ayudé al panadero a bajar el pan, siempre disimulando que lo conocía, hasta que una vez,
me dio en la mano un bollo de pan y me dijo que no lo comiera, que lo escondiera, porque
dentro había un papel para que yo lo leyera. Escondí el pedazo de pan, pero no solamente
porque dentro estaba el papel, también porque si me encontraban [259] los nazis con un
pedazo de pan fresco en la mano, me mataban. A nosotros nos daban pan duro, todo negro,
lleno de moho, pero justo en el momento en que el panadero me dio el bollo, una niñita nos
vio, y se acercó a mí a pedírmelo. Tendió su mano pequeña y sucia y dijo: shtickele broit.
El panadero me pisó el pie, y luego me hizo un gesto de negación con la cabeza. Y Iósele,
no le di, no le di ese pedazo de pan a aquella niña hambrienta. Después de varios días vi
cómo la llevaban a matarla a los baños y al sistema de inhalación, como estaba escrito a la
entrada de las cámaras de gas, porque de esa manera los nazis engañaban a los judíos.
Jamás podré olvidar el rostro de esa niña.
-Sí, pero espera. Después de leer la nota me quedé asustado, y dudando, de que aquella
proposición no fuera un simple engaño del panadero para que los nazis me descubrieran y
después me mataran. Pero igual, de cualquier manera me iban a matar, así que no perdía
nada. ¿Y sabes lo más triste, Iósele? Que al día siguiente hice un pozo, luego besé el pan, y
lo enterré. Yo no lo comí, no podía, los ojos de esa niñita no me lo permitían.
-Si los soldados le veían a alguien comiendo pan fresco, inmediatamente era fusilado, o
ahorcado. Una mañana después de [260] varios días de haber recibido la nota dentro del
pan, llovía y llovía sin parar, de una manera terrible, torrencialmente, hacía frío, había
viento, la gente moría de frío, de enfermedades, era terrible, el barro nos llegaba hasta las
rodillas, y como siempre lo hacía, ayudé al panadero a bajar el canasto donde iba el pan. Mi
salud estaba mejorando, así que iban a ser los últimos días que me dejaban en la cocina, de
vuelta me iban a llevar a cavar zanjas, o a las grutas. Estaba levantando el canasto cuando
el panadero me empujó y luego me hizo una señal de silencio haciendo una cruz con el
dedo sobre los labios. Me metió en la parte trasera de su camión, que cubrió rápidamente
con una carpa, y me dijo muy despacio que dentro estaba escondido el traje de un soldado
nazi, y que me lo pusiera rápidamente encima de mi uniforme. No sé cómo lo hice, no
podía respirar de los nervios, temblaba, pero me cambié, y de pronto me convertí en un
soldado nazi. ¡No podía ser! Yo no podía disfrazarme con la ropa que usó un asesino,
vestido como la S.S., de un soldado que quizás mató a mi familia, que estaba exterminando
a mi pueblo, pero el deseo de vivir me empujó a seguir. El hombre me ayudó a salir de
nuevo y me sentó en la parte delantera del camión, al lado de él, me pasó un sombrero, me
lo puse, pero el único problema era que no tenía botas, iba descalzo, así que si nos paraban
y nos revisaban o si me pedían que me bajara estábamos muertos. Sabía que esa era mi
única oportunidad de salir de aquel infierno con vida. El camión se puso en marcha, y
mientras nos acercábamos a la barrera, yo temblaba. Jamás en mi vida sentí tanto miedo, y
no solamente por mi vida. Me sentí mal porque también iban a matar al pobre panadero, un
hombre bueno que sólo quería ayudarme. Lentamente iba disminuyendo la velocidad de la
camioneta hasta detenerse frente a dos soldados que custodiaban la salida. Llovía, seguía
lloviendo de una manera despiadada. Bajo aquella lluvia revisaron la parte trasera del
camión, dijeron algunas palabras en alemán, luego levantaron los manteles que cubrían los
canastos, y [261] volvieron a hablar. Un soldado se acercó a la ventanilla del lado del
panadero y le dijo algo, y él respondió. El otro soldado se acercó a mi ventanilla y me hizo
una reverencia. Yo también levanté el brazo derecho. Luego me pidió mi documento. Con
los ojos, el panadero me indicó que estaba dentro del bolsillo del saco. Lo saqué y se los
enseñé. Ellos miraron la foto, después mi rostro. Me devolvieron el documento. Las
barreras se abrieron, el panadero los saludó con un movimiento de cabeza y nos fuimos.
-¿Lograste escapar?
-De aquel campo sí, hijo, pero no de los recuerdos ni del dolor. Nunca escapé del
sufrimiento, del hambre, del frío, de los ojos de esa niña pidiéndome un pedazo de pan.
Nunca pude escapar de las otras personas que murieron porque no encontraron alguien
como ese panadero, que los ayudara a escapar. Tampoco pude escapar de la vergüenza de
tener que vestirme de nazi para vivir, de usar un nombre prestado, para salvarme. Esa
vergüenza y esa culpa, nadie jamás me las podrán quitar.
Mi padre estaba sentado en un sillón, sobre un almohadón que mi madre había tejido al
crochet. Sus pies estaban apoyados sobre una pequeña alfombra que cubría sólo el espacio
que sus pies ocupaban, y su cuerpo se hamacaba y se hamacaba. Sus manos se
desvanecieron como si quisieran dejar de vivir. Miró fijamente mi rostro, y no pudo
contener el llanto. Era terrible ver llorar a un hombre de su edad y sobre todo cuando ese
hombre era mi padre. Pero teníamos que seguir, no podía permitir que permaneciera más
tiempo en silencio, tenía que terminar de contar aquella historia.
-Papá, ¿nunca pensaste hablar con algún psicólogo, o con un rabino, o con alguna otra
persona que te pudiera ayudar? ¿Cómo pudiste vivir así? [262]
-Acaso vivo.
-¿A quién?
-De un psicólogo.
-Sí, papá, deberías haber buscado alguna terapia que te ayudara a sobrellevar todo este
sufrimiento.
-¡Por favor! Tú piensas que estoy loco. Hijo, deja de decir estupideces. ¿Acaso una
persona que no haya estado dentro de aquel horror podrá entender mi sufrimiento, mi
dolor? No existen tratamientos ni remedios para todo lo que yo vi y sufrí. No hay ni
médicos, todavía no se inventó la manera ni la droga para combatir los recuerdos que nos
dejaron los campos de concentración.
-Cómo un rabino va a justificar a Dios en esos momentos. No existe nadie que pueda
sacarme de la memoria aquel olor a gas, a podredumbre, el gusto a muerte, los ruidos a
llantos, a súplicas, a alaridos, las imágenes de niños camino a la cámara de gas, abrazados a
sus madres.
Callé, no era justo insistir en que quizás pidiendo ayuda se hubiera salvado de tanto
dolor y tanta culpa.
-El panadero me contó que formaba parte de un grupo de polacos no judíos que
ayudaban a judíos, y por eso durante un bombardeo, donde murieron algunos soldados, de
la S.S., el panadero recogió un cuerpo, lo escondió y después le robó el uniforme y los
documentos. Y enterró el cuerpo.
-No sé, hijo, quizás porque jamás iban a sospechar del panadero. [263]
-Sí, hijo, y siguió llevándome comida y salvándome la vida. Luego de sacarme del
campo me llevó a un refugio. Y fue él también quien me ayudó a salir de Europa.
-El panadero me llevó a una casa donde vivían unos familiares suyos, también buenas
personas, porque para ayudar en esa época a un judío, había que ser muy valiente y bueno.
Era muy peligroso, arriesgaban sus vidas. Era una casa humilde dentro de un bosque.
Entramos y rápidamente fuimos a un dormitorio. Con otro hombre que se encontraba allí, el
panadero movió un ropero, luego levantaron una madera que hacía de puerta y me
indicaron que bajara por la escalera, y no dijeron ni una sola palabra más. La puerta se
volvió a cerrar, y oí el ruido del ropero que volvía a su lugar. Bajé por las escaleras.
Observé que me encontraba en un sótano, un lugar oscuro donde me refugiaría para salvar
mi vida. Arriba estaba la muerte, una muerte segura. No tan sólo la mía sino también la de
los que me ayudaron a escapar.
-¿Qué comías?
-Cada dos o tres días bajaba el hombre y me traía un plato de sopa, pan y agua, o café, a
veces alguna carne. Y un recipiente con agua para mi baño, y cada tanto alguna ropa
limpia. Vivía en medio del miedo, las dudas, el terror y la culpa. Miraba aquel uniforme del
soldado nazi y parecía como un juego, era una complicidad absurda entre la vida y la
muerte. Sentía frío, y sufría de mucho dolor que me producían la soledad y la oscuridad,
una oscuridad permanente. La soledad era tan intensa que me llevó a hablar con mi propia
sombra y a oír mis propios pasos, a escuchar diferentes voces de diablillos que venían a
visitar mi sueño. Tenía sueños que se mezclaban con la realidad. No sabía qué día era, ni
[264] qué fecha, ni sabía cuánto tiempo dormía, ni cuánto pasaba despierto. Era igual a un
animal, respetando sólo su instinto. Oía el murmullo de la noche sin saber que afuera todo
estaba umbrío. Veía al sol reposando sobre el pastizal sin saber que era el amanecer. Todo a
mi alrededor era silencio, todo tenebroso, agobiante y atroz. Soñaba y temía, también
dudaba, dudaba si qué era mejor, aquella barraca, donde mi muerte era segura, o esta
prisión donde la muerte también llegaría con seguridad. Ese lugar sólo tenía una pequeña
ventana, desde donde yo observaba las copas de los árboles, y por eso sabía cuándo caía
nieve y cuándo no. Afuera el mundo era hostil, doloroso, asesino, y adentro mi mundo era
un pequeño refugio, tan pequeño que no había lugar ni para el sueño ni para la esperanza.
Pero de nuevo el instinto de sobrevivencia emergía en mí, y el deseo de vivir no me
permitía derrumbar aquella puerta que me separaba de la muerte segura. No sabía si era de
día o de noche, confundía horas, días, meses, estaciones, siempre tenía hambre, frío y
miedo. Sabía de memoria la cantidad de ladrillos que tenían aquellas paredes, y las
baldosas. Las contaba una y mil veces. La mudez de ese lugar te rasgaba el alma. También
repetía frases célebres, y me ejercitaba hablando en voz alta palabras en polaco, siguiendo
las instrucciones del panadero. Muchas veces, me salía sin darme cuenta alguna palabra en
yiddish, entonces lo arreglaba inmediatamente, ya que esa palabra se podía convertir en mi
peor enemigo, y hasta en mi verdugo. Pero nunca me sentí tan mal como después de aquel
sueño que tuve, cuando supe que mi familia estaba toda muerta. Fue como una experiencia
real. Soñé que todos estábamos en nuestra casa, cenando un viernes a la noche alrededor de
la mesa, mi madre con la cabeza cubierta y mi padre haciendo las bendiciones, mis
hermanos y yo estábamos observando atentamente a mi padre, respetando aquel momento
de religiosidad, cuando de pronto sentí que el fuego de las velas me quemaba, me quemaba
las manos, los brazos, la cabeza, todo el cuerpo, mientras [265] mis oídos escuchaban el
cántico de mi padre. Yo pedía socorro, que me sacaran de aquella hoguera, pero nadie oía
mis gritos, y ellos cada vez se iban alejando más de mí, como fantasmas a los que yo quería
detener, pero se me iban, se me escapaban, no los podía agarrar. Esa mañana sentí que ellos
estaban muertos.
-Después de un tiempo, no sé cuánto, el hombre bajó una noche. Me trajo unas botas, y
me dijo que me pusiera de nuevo el uniforme de la S.S. Me vestí sin hacer ni una pregunta,
no sabía qué pasaba afuera, era como si estuviera viviendo de nuevo un sueño, como si
nada me importara. Salimos, hacía mucho frío, nos subimos a una camioneta muy parecida
a la que tenía el panadero. Anduvimos por el monte, luego cruzamos una ciudad, yo no
sabía cuál era, después llegamos a la orilla de un río, el hombre bajó del camión, me dijo
que hiciera lo mismo, y subí a un bote repleto de cajones de manzanas. Entré y otro hombre
que también hablaba en polaco me dijo que entrara a una de las cajas. Le dije que mi
cuerpo jamás entraría en ese espacio tan pequeño. Él respondió que sí, y me dijo que dentro
de todos los demás cajones había un judío. Miré y fue así, entonces me saqué el uniforme
de la S.S., me quedé tan solo con una camiseta y un pantalón muy fino, y entré. El hombre
pidió que no hiciéramos ningún movimiento, y que tampoco habláramos. De pronto
escuchamos el ruido del motor de la camioneta, y sentimos un movimiento de agua. El
buen hombre que me tuvo escondido en su casa se había marchado, y yo no le pude
agradecer. La pequeña embarcación cargada con cajones de manzanas también se puso en
movimiento.
Toda esa noche viajamos, y únicamente se oía el ruido de los remos chocando con el
agua. Casi al amanecer sentí un ruido fuerte, y un movimiento brusco que me asustó, pero
todos [266] permanecimos en silencio. El polaco bajó y a los pocos minutos volvió y nos
dijo que saliéramos rápidamente de los cajones para subir en otra embarcación que estaba
muy cerca, sin mirar ni hacer preguntas, rápido. Y así lo hicimos.
-¿Cuántos eran?
-Como unas veinte personas. ¿Te imaginas esconder dentro de cajones a veinte judíos, y
remar toda la noche para salvarlos? A personas que según los nazis no merecían vivir.
-Subimos a otra embarcación, pero ya era una más grande, y lo más sorprendente era
que dentro de aquel barco también estaban escondidos unos cincuenta judíos más. Allí fue
donde encontré a Schmuel.
-Así es, hijo. Él pudo escapar de un ghetto. Todavía no lo habían llevado a un campo y
también un polaco lo ayudó a escapar.
-¿Adónde fueron?
-¿Qué me preguntas, hijo? En esos momentos y en esos lugares, ¿quien podía pensar o
tener idea del tiempo, semanas, meses? Después bajamos de nuevo. Allí sí supimos que
aquel lugar era Portugal. Bajamos, y nos permitieron tomar un baño, nos dieron ropa
limpia, y nos subimos de nuevo a otro barco, que fue el último, y el que nos trajo después
de un largo viaje hasta América. [267]
-¿Qué documentos? Nadie tenía nada, pero como éramos refugiados de guerra, algunos
países de Sudamérica nos dejaron bajar.
La tarde seguía bañada por una fuerte lluvia, y pensé en aquel día en que mi padre
escapó en el camión del panadero. Lo miré y por su rostro corrían las lágrimas. Su mirada
estaba perdida en algún lugar del pasado donde su memoria se ocultaba.
-Papá, todavía no has comido nada. ¿No quieres un vaso de té mit límene?
-Io, tate.
-Oy, Iósele. Me dijiste papá en yiddish. Sólo esto yo le pedía a Dios, sólo esto, nada
más. Gracias, Iósele.
Traje el vaso de té con un poco de pan para mi padre. Y él continuó con su relato.
Pregunté:
-¿Y tu familia?
-Quedó allá.
-Yo no, pero tu madre sí. Ella se encargó de mandar cartas a entidades que se dedicaban
a buscar sobrevivientes.
-¡Tu sobrino!
-Tu madre sí conocía esta historia. Fue la única persona a quien se la conté.
-Io.
-¿Quién?
-Schmuel.
-Murió.
-¿Cuál, hijo?
-Elías Kohenz.
-¿Cómo, papá?
-Elías Kohenz era mi nombre antes de la guerra. Cuando terminó todo y pude escapar,
no tenía documentación, no tenía ningún papel que dijera mi nombre. Tuve que elegir otro
nombre, me cambié de nombre. ¡Cómo iba a seguir con aquel al que tanto ensucié! Tenía
vergüenza, me avergonzaba de mí mismo.
-Hay una historia de treinta y seis justos. En ellos se vierten todos nuestros dolores. Uno
de ellos se llamó Jacob, y mi padre se llamaba así. En la historia el hijo de Jacob se llamó
Haim, y su significado es danzarín de Dios.
-¿Y el apellido?
-Polniaskyn era el apellido de un vecino de Polonia, judío. El hombre era matarife ritual,
muy buen hombre. Me acordé de él y utilicé aquel apellido, pero en las correspondencias
que tu madre mandaba a las entidades para encontrar parientes vivos, escribía mi verdadero
nombre, y no éste, el prestado. [269]
-En la calle. Yo vine a esta ciudad, sin idioma, sin conocer a nadie. Suerte que Schmuel
estaba conmigo. Llegamos y unos judíos que pertenecían a una entidad de personas que
sufrieron la guerra nos estaban esperando. Ellos nos consiguieron hospedaje, comida y
trabajo. Yo empecé a trabajar en una fábrica donde se confeccionaban abrigos de piel, y
Schmuel también, hasta que aprendimos el idioma y después cada uno comenzó a trabajar
por su cuenta.
-Una tarde fui a entregar un par de sacos, a una dirección que yo no conocía. Creo que di
cinco vueltas alrededor de un edificio sin saber que era ése el que buscaba. Una joven muy
bonita que estaba parada en una esquina esperando un colectivo se dio cuenta de que yo me
encontraba perdido. Se acercó y me preguntó si adónde quería ir. La entendí muy poco,
pero por su tono de voz me di cuenta que ella también era extranjera. Le mostré la dirección
escrita en un papel e inmediatamente me preguntó: ¿Ir farshteit yiddish?
-¡Sí!
Después ella me mostró el edificio. Cuando lo vi frente a mí, me causo mucha risa, y
ella muy amablemente me acompañó. Subimos en el ascensor hasta el departamento donde
entregamos el pedido, y después caminamos juntos por la calle. Estaba por ser pesaj, y ella
me preguntó dónde iba a cenar esa noche. Le respondí que en mi casa, con el amigo con
quien vivía. Ella inmediatamente me invitó a ir a cenar en la suya y me pidió que lo llevara
también a mi amigo. Me dio su dirección y me recomendó por favor que no me perdiera.
También me anotó el número de su teléfono por si surgiera algún problema. [270]
-Sí, ella y su hermano se habían escapado antes de la guerra, y vinieron solos a América.
Consiguieron pasaporte y pudieron escapar, pero toda su familia quedó allá. Sólo ellos dos
se salvaron.
-Te dije que sólo tu madre y Schmuel, saben. Al tío nunca le conté.
-Aquella noche de pesaj recuerdo que fue hermosa y triste a la vez. Era la primera vez
que yo pasaba esa festividad lejos de mi país, pero la primera después de mucho tiempo que
me sentaba a comer en una mesa linda, limpia, arreglada, y con buena comida. Tu madre
preparó una mesa que parecía un festín, y éramos solamente cuatro personas tristes y solas.
Pero ella no dejó que nos pusiéramos a recordar ni a extrañar. Puso música alegre, nos dio
de comer hasta llenarnos, y contaba chistes, y episodios de cosas que les pasaron en el
barco. Nos hizo reír toda la noche. Después de aquel encuentro seguimos siendo amigos,
íbamos al cine, leíamos juntos, íbamos a la plaza, hasta que terminó la guerra y entonces
todo el tiempo solamente nos dedicamos a averiguar sobre nuestros familiares que
quedaron allá. Íbamos al puerto, a las oficinas de inmigración, a todos los lugares a
preguntar, y fue allí cuando le tuve que contar la verdad a la que sería tu madre. Ya no
podía ocultarle, cómo seguir engañándola cuando iba a preguntar por la familia Polniaskyn,
si yo en realidad me llamaba Elías Kohenz. Entiendes, hijo, Haim Polniaskyn es un nombre
prestado. [271]
-Tenía vergüenza.
-Nos casamos. Ella no encontró a nadie de su familia, todos habían sido asesinados.
-¿Y tu familia?
-La guerra terminó, y según las noticias que recibimos, no había quedado nadie de
nuestras familias. Pero tu madre nunca se convenció de ello, y siguió insistiendo. Mandó
cartas, fotos, direcciones, durante años, con datos de su familia y datos de la mía, y resultó
que un hermano mío se había salvado, y después de la guerra se fue a vivir a Israel.
-¿A Israel?
-¿Qué, papá?
-Mira cómo es la vida, él estaba en Israel, y yo no lo sabía. ¿A qué juega la vida con
nosotros?
-Él también se había cambiado de nombre. En Israel eligió otro, y nunca me buscó.
¿Quién podía salvarse de Auschwitz? Pero hace unos meses él murió, y entre sus papeles
los hijos encontraron un documento antiguo con su viejo nombre, y se pusieron a buscar a
algún pariente. Fue así como ahora me encontraron.
-¿Viven en Israel?
-¡Io!
-Les voy a contestar la carta, porque si aún yo estoy con vida, ellos quieren venir a
conocerme. Y yo quiero verlos. Mira, Iósele, todavía queda personas que sufren.
-Conozco esa historia, papá, leí mucho sobre la Segunda Guerra Mundial.
-En los libros no está escrita toda la verdad. La verdadera historia es la mía y la de otros
sobrevivientes como yo. Jamás podré olvidar, hijo, y ¿para esto quise vivir? Para esto, para
ver a mi hijo que también se cambió el nombre, renegando de su padre.
-Papá, eso que dices no es verdad. Las personas no son un nombre, no son un montón de
letras que se juntan para formar una palabra. Las personas son seres con sentimientos, con
color, con razas. No es un nombre el que da la identidad.
-Hijo, las huellas de dolor y vergüenza todavía están en mi cuerpo, en mi alma, que no
tiene paz. Soy un hombre sin paz, hijo, sin descanso. Luego de lo que vi y sufrí, creo que
hubiera sido mejor que muriera. Muchas veces pensé en el suicidio, pero, ¿cómo iba a
traicionar así a Dios, a Dios que me sacó de aquel infierno, que me dio la posibilidad de
escapar?
Cómo explicarle a aquel viejo que fue él, él mismo, solamente él quien se salvó. La
oportunidad y su deseo de vivir lo sacaron de aquel infierno, ese instinto de sobrevivencia
que impulsa a la vida y después a la reproducción. Era por eso que mi padre deseaba tanto
que yo tuviera un hijo, no era simplemente ese egoísmo característico suyo de ser abuelo lo
que le llevaba a ser obsesivo en su petición. Además el hecho encerraba algo más, que
recién después de su confesión podía yo descifrar, como otras tantas cosas que marcaron
una relación negativa y destructora entre nosotros dos. [273]
A partir de ese momento, sentí que estaba ligado a él, cercano a mí. Dejó de ser el
extraño de toda la vida. Ya no necesitaba a mi madre para estar junto a él.
-Espera, papá.
Mi padre estaba ausente, estaba en otro continente, en otro tiempo. Era víctima de ese
placer mísero que nos hace apropiarnos de los recuerdos más terribles, para volvernos
víctimas frente a los ojos de los demás.
Llevé las tazas servidas con té y algunas galletitas, y volvimos a la sala. Fue un día largo
en el que ni siquiera habíamos comido.
-Papá. No te entiendo.
-¿Qué, hijo?
-Desde aquella época dejé de vivir. Amé a tu madre, a ti, fueron las personas que más
quise en mi vida, pero siempre sentí que mi vida estaba cerca de la muerte.
-Ese dinero te correspondía, papá, no solamente por las muertes y los sufrimientos, por
las consecuencias que tuvo la guerra en tu ciudad. Te quedaste sin casa, sin techo, sin tierra,
sin familia.
Se hizo tarde, miré la hora, y era casi medianoche. Ahí seguíamos los dos, mi padre y
yo, desenterrando dolores y fantasmas.
Sentí una terrible desazón, la casa, la estación, la historia de mi padre me dejaron así.
-Bueno, hijo, ahora podemos ir a dormir. Esta será una noche difícil. Mañana no sé
cómo voy a amanecer. Ya sabes la historia de tu padre, su vergüenza, sus dolores, sus odios
y sus penas.
-Spinoza dice, papá: «No hay que reír, ni hay que llorar, ni hay que odiar, sino tan sólo
entender».
Los ojos de mi padre se volvieron hacia la ventana, pero su mirada se perdió quién sabe
en qué lugar de su penosa historia.
-Hay dolores y hay sentimientos que se instalan, se enquistan y duelen, duelen tanto,
hijo.
-¿Cuáles, papá?
-Ese no es un error.
-Sí lo es, cuando ya no mereces vivir.
-Hay recuerdos, hijo, que sólo se pueden compartir con uno mismo. Quizás nunca debí
contártelo, para que nunca tuvieras que avergonzarte de tu padre. Hay recuerdos que
entorpecen la vida, ahogan hasta el más escondido deseo de vivir, apagan hasta el último
hálito de esperanza.
-¿Quién eres tú para juzgarte a ti mismo? ¿Por qué no perdonarse a uno mismo por
querer sobrevivir? ¿Por qué no perdonar y para siempre jamás a quien quiso seguir con
vida, a quien peleó por vivir, a pesar de su cruel pasado? ¿Acaso por todo ello no mereces
ser feliz? ¡Eso, ser feliz!
-No tener najes, ése es mi castigo, y quizás yo sea el culpable. ¡Oy, Dios mío!
-Papá, no te impongas a ti mismo el castigo. Tu decisión por vivir no tiene que ver con
tu culpa. Aunque todo tenía relación.
Ya era de noche, una noche mojada, envuelta en tristeza. Las calles permanecían en
silencio. Las luces se hallaban ausentes y la verdad que laceraba el ánimo. Decidí ir a
descansar, y obligué a mi padre a hacer lo mismo.
Me acosté pensando en aquella confesión que me dolió como los dolores duelen a los
adultos, perdurable e inconsolablemente. [276] [277]
- XXII -
Decidí permanecer más tiempo en compañía de mi padre. Llamé a mi editor y le
expliqué cuál era la situación que estaba atravesando y la causa por la que me era imposible
entregar la novela terminada. Le pedí más tiempo. El hombre me preguntó cuánto, pero en
realidad yo no sabía cuánto más necesitaba para reponerme completamente de aquella
confesión que hizo mi padre. Necesitaba aceptar una nueva historia del pasado, distinta a la
que conocía. Necesitaba entender por fin sus ausencias durante toda mi vida, sus reproches
y exigencias, y aceptar que en algún lugar de Israel estaba un hombre, un primo mío
esperando una respuesta para encontrarnos. De pronto todo a mi alrededor era nuevo, y
hasta mis sentimientos habían cambiado. El editor aceptó esperar. No fijó una fecha como
plazo fijo de entrega, permitió que lo hiciera yo. Le agradecí.
Los días que siguieron a aquella confesión fueron terribles para mi padre. Había
envejecido notablemente. Se había convertido en un anciano desprolijo y amargo. Llevaba
la barba crecida y el rostro oscurecido. Hablaba con dificultad. Sus palabras se volvieron
ininteligibles y el pasado retornaba en cada conversación. Hablaba y hablaba de los que ya
no estaban y contaba episodios de su vida en Europa. Recordaba constantemente a sus
padres y hermanos. [278] Sus muertos volvían y con ellos mantenía largas conversaciones.
Muchas veces intervine preguntando qué recuerdos lo invadían, y él respondía que ellos
archivaban penurias y anidaban desvaríos. Cada tanto tomaba la carta y la leía y releía.
Había perdido peso, se veía muy demacrado. No se sacaba el pijama, y siempre llevaba
puestas las pantuflas. Casi no salía al patio. Sus plantas empezaron a secarse. Dejó de
alimentar a sus canarios, y ellos abandonaron el canto. En aquella casa y en la vida de mi
padre todo se volvió diferente, sórdido, extraño, a partir de aquel relato sobre su huida.
Aquella tarde, al regresar del correo, donde dejé la correspondencia, le serví a mi padre
el té con algunas masas dulces. Llevaba días sin alimentarse bien.
-¿Iósele?
-¿Qué me traes?
-Sabes, Iósele. Todavía tengo algo que me pesa en el pecho y que no te dije.
-Tengo rencor, hijo. Deseé que los culpables de tantas muertes y de tantos sufrimientos
pagaran por lo que hicieron, [279] respondieran ante Dios, o ante un tribunal de hombres o
ante la sociedad, ante cualquier justicia. Deseé mucho, siempre, con fuerzas, que se
cumpliera esa ley, la ley del castigo. Ellos debían pagar por lo que hicieron. Pero
finalmente la única ley que existió para algunos de ellos fue la ley del olvido. Muchos
dirigentes nazis, asesinos, encontraron refugio en distintos países y allí vivieron
cómodamente, protegidos y resguardados por años.
-Cálmate, papá. Por favor, deja de pensar y de sufrir. Ya pasaron demasiados años desde
aquello. Ya es tiempo que descanses. Que dejes de estar triste. Deja que yo te cuide ahora.
-¿Papá?
-¿Sí, Iósele?
-¿Qué te pasa?
-Siento dolor.
-No, Iósele. No es necesario que vaya a ningún lado. Soy un viejo. A mi edad todo
duele, duelen los huesos a causa del reuma, ya ni se puede ver ni leer sin ayuda de los
anteojos, la comida deja de tener sabor, los medicamentos se convierten en una necesidad
para poder sobrevivir, ya no quedan fuerzas para caminar. ¡Oy, Iósele! La decrepitud
humilla a la vejez como el hambre humilla a la pobreza.
Mi padre finalmente bebió el té, pero no comió nada de lo que le había servido, ni
tampoco comió durante la cena.
La mañana siguiente amaneció con un viento norte caprichoso que sacudía las persianas
de las ventanas. Me levanté precipitadamente pensando en la salud de mi padre y en la
necesidad que tal vez hubiera de llevarlo al hospital. Preocupado lo busqué por toda la casa.
Finalmente lo encontré en la puerta de calle, parado y pensativo. Lo tomé del brazo. Su
cuerpo apenas se movía. Lo [280] llevé hasta el dormitorio, lo senté en la cama. Le
pregunté si quería ir al médico. Él me miró a los ojos, y no dijo una sola palabra.
-Nada, hijo.
Llegamos al hospital más cercano. Allí lo subieron a una camilla y mientras lo llevaban
a la Unidad de Cuidados Intensivos yo caminé a su lado, cuidándolo. En el trayecto mi
padre me hizo un gesto con los ojos. Pedí a los enfermeros que se detuvieran un momento.
Me acerqué. Él besó mi mejilla. Después preguntó:
-¿Dónde estoy, hijo?
-En el hospital, papá -le tomé de las manos. Ellas yacían pálidas.
Mi padre habló bajo. Apenas se oía su voz y sus palabras eran prácticamente
incomprensibles.
Sus labios se corrieron ligeramente a cada lado del rostro, como si quisieran reír.
La camilla de nuevo se movió y yo seguí caminando a su lado con mis manos apretadas
a las de mi padre, sujetas a aquellas manos delgadas que se desvanecían como si, cansadas,
dejaran escapar la fuerza que las mantenía con vida. [281]
Mi padre murió un día de mucho frío, un día de invierno oscuro y entristecido que se fue
sin ver el sol.
Siempre le temí al final. Siempre temí enfrentarme con la muerte. Siempre fui un
cobarde, también aquel día en el cementerio, cuando enterré a mi padre. Por primera vez
me enfrentaba con la muerte. Por primera vez sufrí la sensación del dolor inigualable que
produce la pérdida. Sentí la orfandad.
La ceremonia de entierro fue corta. Una vez finalizada saludé a los pocos que se habían
reunido aquella mañana para el entierro de mi padre. Estaban don Samuel, José, Carlos, el
dueño del bar, mis primos Báshele, Mírele, y Leíbele, algunos conocidos más, y también,
estaba Sofía. Ella se acercó, me abrazó. Le pregunté cómo se había enterado de la muerte
de mi padre, me respondió que eso carecía de importancia en aquel momento. Después no
dijo una sola palabra más, me presentó al marido, que la estaba acompañando. Todos se
alejaron, pero yo permanecí más tiempo en aquel lugar. Quería estar solo frente a la tumba
de mi padre.
Volví a rezar un kaddish. Toqué mi camisa en el lugar donde el rabino la había rasgado
como símbolo de duelo. Dejé una piedra sobre la tierra recién removida y me alejé. Caminé
entre lápidas, algunas negras, otras blancas, otras carcomidas por el tiempo, otras nuevas,
otras abandonadas. En algunas crecían hierbas, en otras flores, algunas tenían fotos, otras
no. En algunas ya ni siquiera se distinguían las letras, pero cada una de ellas guardaba un
pensamiento que quizás nunca se pudo reproducir, ni emociones que tal vez jamás se
pudieron contar, que quedaron sepultadas en la memoria, y la muerte se las llevó. Secretos
que los labios no pudieron contar. Sentimientos que no se pudieron manifestar. ¿Y ahora
qué?, me pregunté. No sabía adónde ir ni qué hacer con mi duelo. Había olvidado que los
duelos son para vivirlos. Tuve frío. Sentí un temblor extraño. Era miedo. Un miedo [282]
incontrolable frente a aquella situación en aquel lugar donde yo extrañamente sentía que era
parte de la vida y de los muertos.
No podía creer que unos pocos minutos atrás yo había rezado un kaddish por Elías
Kohenz o Haim Polniaskyn. Qué importancia tenía el nombre. Terminaba de rezar un
kaddish por un hombre, por un padre, por mi padre.
Salí al balcón, el cielo estaba lleno de estrellas, la noche era clara, la calle estaba vacía,
el silencio me acompañaba.
Laura notó mi estado. Me tomó de la mano. Luego apoyó su cabeza sobre mi hombro y
así permanecimos hasta que el avión aterrizó. Entonces ella y yo caminamos hacia la puerta
de salida de los pasajeros. Miraba atento y nervioso a través de una pared de vidrio cuando
de pronto, a lo lejos, vi aproximarse un hombre que insólitamente iba vestido igual que mi
padre. Llevaba puestos zapatos de lluvia, sobretodo gris, un sombrero de fieltro negro y
paraguas en la mano. Caminaba despacio, con cierta dificultad. Le tomé fuerte la mano a
Laura. Estaba seguro de que aquél al que estaba mirando era mi primo Uri. El hombre
esperó la llegada del [284] equipaje, recogió una valija y vino hacia mí, despacio, con pasos
inseguros y rostro bondadoso. También él me había reconocido.
En ese momento y por un instante dudé de mi teoría sobre la descendencia. Pensé que
quizás hubiera sido bueno haber tenido un hijo.
Allí estábamos los dos frente a frente sin saber qué decirnos, sujetos a una situación
creada por una simple casualidad.
El destino, la guerra, la vida, nos habían separado, y de nuevo el destino nos ubicaba
uno frente al otro, jugando una vez más con los que estamos señalados a vivir.
Nuevamente nos hallábamos todos reunidos. Los muertos, los vivos, los buenos y los
malos, la muerte y su misterio, los muertos y sus secretos, el pasado y el presente
sometiéndonos a un sutil y perverso juego tendido por el destino. [285]
- XXIV -
Y fue como imaginé. Aquel hombre que bajó del avión llevando zapatos de lluvia, un
sobretodo gris, un sombrero de fieltro negro y un paraguas en la mano, y que después
caminó hacia mí, con pasos inseguros y rostro bondadoso, el que tienen casi todos los
hombres mayores, y que parece otorgarles paz, era el primo Uri.
Uri se marchó.
Terminé mi novela y finalmente ésta se publicó. Vendí la casa de mi padre, pero antes
regalé las jaulas con los pájaros a la [286] vecina de al lado, la que siempre los cuidaba. Las
plantas las regalé a la otra vecina, la del frente, la que aprendió cuánta cantidad de agua
necesitaba cada una y de qué manera limpiar sus hojas. Dejé algunos muebles en la casa,
otros los traje conmigo. También conservé las fotos y los objetos de adorno.
Cada tanto iba al bar a tomar un vaso de vodka con José, o a jugar al dominó con don
Samuel, hasta que la muerte fue llevándolos uno a uno, cumpliendo con la justa ley.
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