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Literatura y Nación en el siglo XIX

argentino
11Todo el siglo XIX americano aparece atravesado por el problema de definir una idea
de «patria», de configurar una «Nación», de otorgar soberanía a los nacientes Estados,
con lo cual este problema se enlaza íntimamente con la reflexión sobre el territorio y sus
límites. Pero también ello se complejiza porque -además de que es sobre un territorio
que se define una idea de «patria», un perfil de Nación, y sobre el cual el Estado se
define ejerciendo una soberanía- ese territorio es un espacio no conocido, inexplorado y
no sometido, que la escritura debe exorcizar. Escritura, Territorio y Nación se
constituyen entonces en aspectos indisociables. (Moyano, 2004: 32)

12Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, como los
escritores más renombrados de la pléyade del 37 durante la primera mitad del siglo XIX
en el Río de la Plata, constituyen la avanzada política generacional de un discurso
fundacional que elige la palabra y el poder de la escritura como herramienta
configuradora y arma de combate en el proceso configurador de un imaginario
identitario que pudiese funcionar como alegoría instituyente de una «Nación política»
sobre los postulados básicos de un Estado liberal, a partir de la construcción de un
dispositivo simbólico de ideologemas articuladores de sentidos asociados a una idea que
los amalgamara como «lo nacional», desde la dicotomía madre «civilización-barbarie».
A posteriori, hacia 1880, cuando triunfe este proyecto político diseñado a partir de esa
«avanzada discursiva nacionalizadora», desde el poder de un Estado que se afianza en
un territorio sobreimprimiendo en él el dominio político de las élites liberales
triunfantes, los rasgos iniciales configuradores de aquel proyecto inicial erigirán a sus
textos como monumentos cuasi-sagrados y símbolos literarios de la «nacionalidad»
alcanzada. Si «Facundo» (1845), «La Cautiva» (1834), «El Dogma socialista» (1837)
habían definido la fundación del Estado-nación construido, a fines de siglo ese Estado-
nación proyectado por la Generación del 37 y consolidado en 1880 «refunda» con ellos
la «Literatura de la Nación», (Moyano, 2004: 12) articulando una cadena textual
legitimada desde el poder instituyente de las élites letradas que impusieron, junto con su
hegemonía política y su proyecto cultural, su concepto de Estado y de Nación y el
imaginario de «su literatura» como constructo identitario único de «la Nación» y «lo
nacional», marginando y dejando fuera del sistema cultural, y por ende político, del
Estado y sus voces, los «discursos-otros» de gauchos e indios, como agentes sociales y
culturales disonantes con su hegemonía o en resistencia cultural, jurídica, social y
política.

13Este proceso cultural opera así como un ejemplo foucaultiano del funcionamiento del
«orden del discurso», ya que -en contextos determinados de la historia- una nación tiene
un discurso determinado en cuya elaboración operan disciplinas e instituciones
controlando y organizando las normas y convenciones del funcionamiento de una
sociedad, para la distribución de códigos, pautas y procedimientos sociales, (Walia,
2001, 36) siendo los dispositivos identitarios nacionales, tales como la literatura,
constructos hegemónicos y homogeneizantes de la «adscripción nacional». Es en este
sentido que sostenemos que la construcción de las literaturas nacionales en América
Latina, y en particular en el Río de la Plata, ha estado al servicio de proyectos de unidad
orientados por las élites liberales del siglo XIX, con el propósito de homogeneizar la
adscripción nacional de distintos sectores contradictorios bajo su régimen. Como lo
señala Kaliman (1993: 313), la «Nación literaria» es, a todas luces, un constructo
gestado en función de intereses ideológicos identificables con nitidez.

 4 Una descripción más profunda de este proceso de territorialización discursiva


puede explorarse (M (...)

14Se trataba de definir desde la literatura el «cuerpo de la patria», lo que debía formar
parte de «la Nación» y lo que no. Hacer coincidir el mapa cultural de la patria con la
soberanía territorial del Estado y sus límites había sido en la primera mitad del siglo
XIX, y seguiría siéndolo en la segunda, una cuestión de «política nacional», porque de
ello se trataba, de definir el cuerpo orgánico de la Nación, y en ese proyecto la literatura
y el poder simbólico y configurador de sentidos de su discurso jugaba un rol
estratégico.4 El territorio, «el cuerpo de la patria», en el siglo XIX, será en la Argentina
un proceso de búsqueda y consecución, un ansiado deseo que busca un perfil,
constituirse en un mapa definido, el límite soberano de un espacio. Pero ese espacio y
ese mapa no constituyen sólo un afán geográfico o geopolítico, un sentido de ocupación
material. Para las élites liberales del siglo XIX la posesión de ese espacio, supondrá
también la posesión de una identidad clara y definida del incipiente Estado que le
permita sentirse «Nación» : precisamente, ésa es la función poderosa asumida por la
literatura a lo largo del siglo, pues el dominio sobre el territorio supondrá también un
dominio simbólico sobre ese cuerpo que implicará exorcizar sus males, liberarlo e
imponer sobre él la marca del «Estado civilizador». «Civilización y barbarie», pasado y
presente, identidad y diferencia serán los pares, los términos en pugna en esa lucha entre
realidad y Estado por definir lo que debe formar parte de «la Nación» y lo que no, lo
cual supone explorar y dibujar fronteras político-territoriales, pero a la vez trazar
fronteras culturales de inclusión y de exclusión en orden a un proyecto de Estado y de
Nación.

15Será en este marco que los llamados «textos fundacionales» de la literatura argentina
inscriben la prédica de las élites liberales letradas en su camino por trazar la cartografía
simbólica de la patria, perfilando un territorio que para definirse debe exorcizar los
fantasmas de una frontera cultural difusa y ubicua. En este proceso, «civilización y
barbarie» constituirán las líneas que la escritura irá trazando, la marca divisoria, la
frontera que separe el ser y el deber ser de «la Nación». Frontera ubicua que se extiende
horizontalmente, tierra adentro sobre el territorio, pero también transversalmente para
separar un «nosotros» –blanco, civilizado y letrado- de los fantasmas de diversos
«otros» que lo habitan –esto es, la barbarie de gauchos, matreros e indios. No otra cosa
revelan los textos fundacionales : La Cautiva, El Matadero, Facundo y hasta Martín
Fierro.

16En este proceso se inscribe la operación de territorialización de la literatura del siglo


XIX como una de las «estrategias nacionalizadoras» del incipiente Estado para construir
un discurso que configure la idea misma de Nación, que exige representar en el espacio
del mundo el «cuerpo de la patria» y perfilar ese cuerpo internamente trazando las
fronteras de una identidad. Ello implica definir un mapa simbólico, sus líneas de
inclusiones y exclusiones a través del uso de los valores de la cultura letrada europea.
La elección de las élites letradas en el contexto de los intentos de conformación del
Estado determinó definiciones centrales : el proceso de conformación del «cuerpo de la
Nación» implicaba delimitaciones territoriales, una ubicación en el espacio que
involucraba no sólo una colocación en las líneas trazadas por una Europa que diseñó el
«mundo», sino también una colocación en el espacio de los discursos ideológicos,
políticos y culturales que legitimaban ese diseño del mundo y la centralidad que en él
ocupa el desarrollo de las «naciones civilizadas». En este marco, el desafío para el
nuevo Estado que pretende crearse implica entonces definir una configuración territorial
y establecer su continuidad con las «zonas civilizadas» de la tierra. Pero
simultáneamente también, aparece la necesidad de «diseñar el espacio de la cultura y la
‘zona civilizada’ dentro del propio Estado nacional». (Montaldo, 1999: 27)

17Será en esta tarea que los letrados encuentran su espacio político e intelectual de
realización, en la constitución de los grandes metarrelatos legitimantes de una idea de
«Nación civilizada». El ejercicio de la escritura supondrá la puesta en práctica de una
función de «mediación intelectual» entre los modelos culturales metropolitanos
alineados en una «marcha civilizadora universal» y la necesidad de perfilar
internamente el cuerpo y la identidad de una «nación soberana y original» que encuentre
su lugar en ese «devenir civilizador» de la historia.

18La literatura, así,

participa de las formas de construcción de la autoridad y la legitimidad desde la cual se


distribuyen los grados de civilización o barbarie, de ingreso en el mundo de la cultura o
de exclusión hacia la zona salvaje de la otredad irreversible. El éxito mismo de la fórmula
civilización-barbarie, promovida por Sarmiento en 1845, muestra de qué modo la cultura
letrada europea era uno de los instrumentos más adecuados para definir identidades en
América Latina, (Montaldo, 1999: 29)

19demostrando con ello que el saber y la ciencia no son las únicas estrategias
constitutivas de los procesos de territorialización, sino que también, desde «la autoridad
universal de la belleza», se promueve la conformación de una literatura donde la
construcción del espacio asume un rol fundamental : mientras «funda» una «literatura
nacional» perfila discursivamente los límites del cuerpo mismo de «la Nación» a
imagen de una proyección histórico-política.

20De este modo, el «nacionalismo cultural» como búsqueda y proyecto se expande a lo


largo de las prácticas escriturarias del siglo XIX, a partir de sus proyecciones iniciales,
cuando las definiciones políticas constituían todavía sólo proyección y modelos y las
fronteras internas no se han estabilizado: cuando «civilizar», ocupar la frontera,
expulsar la «barbarie», poblar el «desierto», «culturalizar la naturaleza», educar al
ciudadano, institucionalizar el Estado y perfilar una «identidad nacional civilizada»,
todavía eran sólo eso : palabras.

Los dispositivos fundacionales y la


construcción hegemónica de la identidad
nacional
21En este proceso de constitución identitaria, los procesos de territorialización
discursiva constituyeron la estrategia que operó como andamiaje y «cuerpo» sobre el
que debía materializarse «la Nación». Así, en los textos escritos en Argentina desde la
independencia hasta que se concreta la modernización del Estado en 1880, el territorio
fronterizo emerge en la literatura como un espacio donde entran en juego los conflictos
centrales en el proceso de constitución de «la Nación» : la lucha entre la «civilización»
y la «barbarie», la tensión entre cultura y naturaleza, el pasado y el futuro. (Fernández
Bravo, 1999) Trazar «el mapa de la patria», los límites de lo que debe formar parte de la
Nación y lo que no, establecer los paradigmas de las inclusiones y exclusiones, será para
Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Zeballos, incluyendo los autores de la saga
gauchesca, precisamente entablar la discusión sobre las bases de configuración de una
«identidad nacional civilizada», definir sus contenidos y dimensiones como parte del
proceso de lucha política en que se inscriben sus discursos. Si de lo que se trataba era de
configurar «la Nación» definiendo sus límites, esos discursos literarios -pese a sus
matices y diferenciales leves- buscaron igualmente, mediante esas operaciones de
inclusiones y exclusiones, la integración sujetos bio-políticos de identidad «civilizada»
y «seres de derecho», pues «la identidad estaba supeditada a la ciudadanía» (Arias,
2004) y -como lo sostiene Achugar (1997: 18)- «lo que hacen [los parnasos nacionales]
es construir desde el poder el referente de un país donde sólo los hombres libres tienen
derecho a la producción simbólica, donde las mujeres, los negros, y los indios no son
ciudadanos, no lo son de modo pleno».

22Este juego monopolizador de una «identidad preclara y hegemónica» se asienta


precisamente en el establecimiento de su diferencia : aquella que define a la «Nación»
como «república, destino y poder de los iguales», previa segmentación y
homogeneización de las diferencias y exclusión de los diferentes.

23En este sentido, el montaje de «la Nación literaria» del discurso decimonónico
configuró una «memoria discursiva» a la que instauró como monumento identitario a
partir de distintas operaciones de exclusión :

1. Por un lado, la referencia en sus discursos a una «otredad» que debe dejar de ser
«otredad-gaucha» para incorporarse a «la Nación» en su estatura de «símbolo»,
representada en el uso, simulación y usurpación que de su voz-otra hacen los dispositivos
de fundación de la «identidad nacional», perfilando una «inclusión» que -pese a resultar
paradojal «metáfora de una exclusión real»- se postula como estrategia constitutiva de la
cultura nacional, homogeneizando diferencias y estetizándolas «en un espacio simbólico
meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto
punto la naturaleza ilusoria de la nación» (Arias, 2004), toda vez que las élites -incluso
hasta en el género que nominativamente le es propio- nombran al gaucho, hablan por él
o en supuesta defensa de él, pero nunca «con él», representándolo como agente subalterno
desde el que se oye simulada la voz del Estado integrando enunciación, ley, identidad y
Nación.

2. Por otro lado, la ausencia discursiva de la «otredad-india» -cuyo estatuto de


«diferencia» aparece en la literatura del siglo XIX conjurada bajo el estigma de la barbarie
o manipulada en el silencio por su no-palabra, por la ausencia de «su relato»- se constituye
en operación de exclusión discursiva, que tanto más fuerte es cuanto se funda en la
exclusión material de los cuerpos, en el «genocidio simbólico y material» de la diferencia
: en una «literatura sin indios» en un «territorio sin indios». (Moyano, 2005)
Las cadenas de lectura y los procesos de
exclusión
 5 Estas miradas teórico-epistemológicas pretenden instaurarse como paradigma
alternativo en tanto s (...)

24 En correlación con esta mirada, a partir de que la instauración de los estudios


culturales, poscoloniales, posoccidentales y de las teorías de la subalternidad5 dominan
el horizonte académico como enfoque paradigmático de la crítica cultural, las líneas de
investigación y debate parecen haberse desplazado hacia la mirada de la heterogeneidad,
la diversidad cultural, la subalternización de culturas y la coexistencia múltiple y
diversa de manifestaciones discursivas de subjetividades y «alternatividades otras»
diferenciales y culturalmente heterodoxas frente a las categorías de análisis y
perspectivas de los modos de conocimiento tradicionales de la modernidad.

25En este marco, la configuración de identidades plurales, así como la restitución o


reconstrucción de la memoria y las subjetividades retaceadas en las representaciones de
la «memoria pública» y los imaginarios socio-oficiales del discurso del Estado,
comienzan a ocupan un lugar central en los estudios críticos y en las reflexiones
sociocríticas, como respuesta emergente frente a la constelación de «agujeros negros,
baches, inflexiones de máxima o puntos de fuga, decisiones colectivas, consensos
oscuros o ‘inconscientes’, acuerdos para ‘barrer’ de la memoria pública ciertos ‘hechos
traumáticos’» del pasado y el presente de «la joven constelación histórica argentina», en
el decir de Casas y Chacón (1996: 6).

26La identificación de estos puntos de fuga y los silencios de la historia convierten al


lenguaje y sus relaciones con las representaciones de «lo real» en un dispositivo central
para la reflexión sobre la constitución de estos procesos, ya que la historia -tanto como
disciplina cuanto como memoria histórica- deviene en objeto a partir de los actos
discursivos que la configuran como relatos o narrativas articuladas a través del discurso.

 6 En este sentido, J. Derridá señala que «Todos los Estados-naciones nacen y se


fundan en la violen (...)

27En este sentido, el reconocimiento de esta incidencia de la praxis discursiva ocupa un


espacio central en las producciones culturales literarias y metaliterarias que buscan
reconstruir la memoria plural implícita en los huecos y silencios de los relatos de la
historia, y como una lámina radiográfica en negativo de los agujeros negros de la
tortura, el genocidio y la adulteración de personas e identidades operadas del pasado
reciente argentino, se vuelve la mirada hacia la revisión de los procesos discursivos que
operaron a lo largo del siglo XIX en la constitución de los relatos identitarios y
alegorías de la nacionalidad, fundados también como otros «agujeros negros» de
exclusión y olvido que fagocitaron otro genocidio : el que operó sobre los cuerpos de
los indios -como el otro más otro ajeno a la Nación, en tanto no-ciudadano de ley,
proscripto de voz, tierra y derecho.6

28En este contexto, la crítica actual -inspirada en las refundaciones epistemológicas


promovidas por los «estudios culturales», los «estudios poscoloniales o
posoccidentales», o las «teorías de la subalternidad»- se ha internado en el desmontaje y
el reconocimiento de los procesos discursivos de «nacionalización literaria» por parte
del incipiente Estado en formación, observando cómo parte de ese corpus textual
canónico del siglo XIX se inscribe en esos procesos : los textos de los «viajeros», los
textos de Sarmiento, los del propio Echeverría, Alberdi o Mansilla, por citar algunos de
los abordados en los estudios de Fernández Bravo, Prieto, Montaldo, Sorensen, Svampa,
Andermann, entre otros. Sin embargo, y pese a la importancia de una producción crítica
que aborda estos procesos renovando desde otra perspectiva la lectura de la literatura
argentina del siglo XIX, debe reconocerse que los procesos de «territorialización»
inscriptos en los discursos sociales hegemónicos de configuración de la Nación debieran
profundizarse, restituyéndolos en el campo de las luchas discursivas y los contextos
dialógicos contra hegemónicos que se dieron en ese largo proceso de consolidación del
Estado y configuración de la Nación. Y ello, porque, precisamente, para que se
constituyera definitivamente el «cuerpo de la patria» y la idea de una Nación, el
discurso del Estado debió disolver –una vez concluido el proceso de su consolidación en
1880- las luchas discursivas y los contextos dialógicos en que el discurso del Estado
originariamente fue inscribiéndose. Con ello, el Estado triunfante se convirtió en un
«Estado glosófago», al descontextualizar a los textos entronizados como «fundadores de
la nacionalidad» del marco de las luchas discursivas en que los mismos se produjeron.
Esta operación del discurso del Estado puede ejemplificarse en las cadenas de lectura
canónicas que se instituyeron y cristalizaron en el circuito letrado-culto
retrospectivamente desde 1880.

29Por un lado, el corpus «oficial» de esa «literatura nacional» entroniza la producción


textual de la Generación del 37 y el proyecto político-literario que la constitución
definitiva del Estado está llevando a la práctica en 1880. Con ello, la «literatura
nacional» por definición se «arma» como cadena en que la «nacionalidad construida» se
reconoce como un «continuum discursivo del Estado» en el circuito de producción
«letrada» : de la «Literatura de Mayo» (con la producción poética de Juan Cruz Varela
como eje) y la «Literatura de la Generación del 37» (con Echeverría, Sarmiento,
Mármol y Alberdi como sus autores fundamentales), a la «Generación del 80» como
heredera de la «nacionalidad político-literaria» construida anteriormente y fijada por la
crítica coetánea (Juan María Gutierrez, Paul Groussac, Martín García Merou, etc.) como
«discurso único» que dará lugar a una nueva producción literaria como extensión del
Estado en orden al modelo de «Nacionalidad» construido. Por otro lado en ese mismo
proceso, se separa ese corpus «letrado-culto» del «circuito popular-oral» de la
gauchesca y la saga criollista, como si constituyera un «discurso-otro», cualitativamente
diferente, en los términos canónicos de «la literatura nacional» instituida y su lenguaje,
y fuera concebido todavía como deudor de la «rémora» de luchas políticas del pasado –
que en el contexto del 80 se presentan desde el poder como carentes de significatividad.

30Pero asimismo, reforzando esta operación de exclusión, puede observarse que hasta
este «discurso-otro» está internamente segmentado y «producido» como cadena, ya que
de él se excluyeron las discursividades generadas en orden al contra discurso de un
incipiente modelo político de Estado diferente al triunfante, representado en su
momento por el Rosismo. Prueba de este «modelo de exclusión» y «borramiento de los
discursos-otros» -presentes en los contextos semióticos en que la literatura «oficializada
como nacional» iba produciéndose- fue la «negación» original de la propia gauchesca,
ya que en los «circuitos letrado-cultos» no se le reconoció calificación y estatuto
literario aún a la cadena representativa armada en esta línea, y habrá que esperar hasta
que el nuevo Estado construido después de 1880, necesite de otros «mitos fundantes de
la nacionalidad» que, en orden a «lo popular», la «identidad» y el «lenguaje», se puedan
oponer a la «masa de inmigrantes» que es percibida social y culturalmente como
amenaza para el Estado. En el contexto del «Centenario», será la operación de Ricardo
Rojas y de Leopoldo Lugones sobre Martín Fierro la que «legalice» el estatuto literario
de la gauchesca y vuelva a realizar una operación «fagocitadora» compleja : por un
lado, absorbiendo como factor legitimante del «discurso del Estado» a una producción
popular, a partir de una des-historización de El gaucho Martín Fierro y de una
cristalización del mismo como «mito fundante de la literatura nacional» en términos de
una «épica de los orígenes». Por otro, separando esa «producción popular» de su cadena
de lectura original y nuevamente de las luchas político-discursivas en las que se
inscribía.

31No otra cosa representa precisamente la Excursión a los indios ranqueles leída fuera
del plexo del campo discursivo de la frontera y la red de discursos con las que
confronta, debate, adhiere y dialoga : no sólo Facundo o Martín Fierro y sus
reflexiones sobre el indio o la barbarie, sino también los otros textos de Mansilla
integrados en la cadena de los discursos del Estado parlamentario, su intervención y
postura, la Ley de ocupación de la frontera de 1867, las cartas e informes militares que
se enfrentan y las cadenas epistolares del debate religioso, militar e indígena presente en
el corpus de las Cartas de Frontera.

32Reflexión idéntica podemos hacer sobre la lectura de la trilogía de Estanislao


Zeballos -Callvucurá. Painé. Relmú- sin la resignificación producida por las otras voces
que resuenan y reenvían a relatos, lenguajes y cosmovisiones que reconfiguran los
huecos de la memoria heredada al intersectar en esa lectura las Memorias del ex cautivo
Santiago Avendaño, recientemente identificadas como el manuscrito oculto en el propio
Archivo de E. Zeballos, al cual el autor aludía sin nombrar como base de la «rigurosidad
histórica» de su Callvucurá.

Literatura, identidad y memoria


33Este trasfondo ideológico que sustenta las operaciones canónicas performativas que
instituyeron un «mapa de exclusión» al dibujar un cuerpo fundacional de la «literatura
nacional» como «cuerpo de la Patria» poniendo el acento en una «identidad civilizada»
y superior frente a una «otredad bárbara», articula la «causa del poder» -a través de la
voluntad de dominio que debía encarnarse en el poder de un Estado y su voluntad de
constitución de una «identidad nacional»- con la construcción cultural que operó como
sustrato ideológico y base modélica para la instauración de una «nación moderna» en
orden de continuidad con el modelo europeo. Y, en esta línea de análisis, poder, sustrato
y modelo se asimilaron en una etnia, una política, una historia, una razón y una cultura
«civilizadas».

34Perilli (1994: 15) sostiene que bajo esa égida ideológica los procesos fundacionales
del Estado-nación en el siglo XIX se sustentaron en la constitución de un «mito de
origen argentino» que instauró

un Fantasma producido a partir de la negación y la eliminación de sociedades y culturas,


calificadas como no-sociedad y como no-cultura, y su sustitución utópica por La Sociedad
y La Cultura generadas desde la clase dirigente enajenada en los modelos europeo y
norteamericano. Negación y afirmación, vaciamiento y trasplante son movimientos
complementarios dentro de nuestra historia.

35 La negatividad de la «barbarie», en este sentido, pareciera haberse fundado en una


sobre-interpretación de la herencia europea, en el pensamiento que señala una
correlación entre el desplazamiento hacia los confines de la «civilización» y la
disminución de la «calidad humana» de sus habitantes, dando cuenta de que el núcleo
del campo semántico de la «civilización» entronizada por el logos de la modernidad
mantiene vigente, por un lado, un imaginario espacial que sitúa al «yo civilizado» en un
centro y al «otro bárbaro» en una periferia que degrada su humanidad en la medida en
que se aleja de ese centro, a la vez que, por otro, agrega una dimensión temporal que
separa y diferencia «modernidad civilizada», «evolución», «razón» y «progreso» frente a
«barbarie», «regresión», «primitivismo» y «atraso» condenados a desaparecer por la
«marcha racional» de la historia.

36Esta «negatividad de la barbarie» funda los procesos de territorialización del siglo XIX
en el «mapa partido» que la literatura dibujó para configurar el Estado-nación, delineando
desde el «cuerpo de la escritura» el «cuerpo de la patria», separando y distribuyendo lo que
debía pertenecer a la totalidad de «la Nación» y lo que no.

37 Recuperar en su contexto de producción la semiosis de los discursos que interactuaron


en el proceso de constitución de la Nación, implica reconocer los intersticios que dejan leer
al plano de la escritura como un campo de batalla por la «apropiación territorial», para
observar cómo los huecos y agujeros negros de la memoria fundacional se hunden en la
génesis de una historia heredada, tanto en sus dimensiones políticas como en las
manifestaciones textuales que fundaron la Nación instituyendo el territorio discursivo de
un «nosotros» sobre las voces silenciadas y el itinerario de exclusión dibujado en la
desterritorialización de los «otros». Esta lectura crítica de la «identidad homogénea» de la
Nación y su literatura fundacional, obviamente se escapa de los márgenes disciplinarios
trazados por las líneas de investigación literaria canónicas para fundar un ejercicio
hermenéutico sobre una semiosis que sigue «viva» en la palabra y requiere de intérpretes,
porque no casualmente la «literatura de frontera» se configura en el límite político,
geográfico y cultural de la alteridad y se contamina de «lo otro» en su decurso : de lo que
es «no-literatura», de lo que es «no-cultura», de lo que es «no-Nación», sino pura
emergencia «bárbara» de un debate discursivo que se creía irrecuperable y olvidado.

38El desafío entonces, es destituir, suspender momentáneamente el juicio del canon, para
que ingrese al diálogo la voz contra hegemónica y la palabra de los sin voces indios en sus
metarrelatos, narrativas, memorias y testimonios, para dejar que se escriba, se registre, se
lea y dibuje un nuevo cuerpo de la memoria, más allá de que para hacerlo, el canon
literario, su palabra y el peso de su «estética histórica» deban quedar suspendidos en el
juego de la cultura, para dar paso al juego dialógico de «las culturas» (plurales, diversas,
superpuestas), de «las palabras» (orales, re-escritas, traducidas) y de «las historias»
(divergentes, «revueltas», fragmentarias) del nosotros y de los otros en su debate de poder
por la «identidad-una» y su hegemonía.

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