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argentino
11Todo el siglo XIX americano aparece atravesado por el problema de definir una idea
de «patria», de configurar una «Nación», de otorgar soberanía a los nacientes Estados,
con lo cual este problema se enlaza íntimamente con la reflexión sobre el territorio y sus
límites. Pero también ello se complejiza porque -además de que es sobre un territorio
que se define una idea de «patria», un perfil de Nación, y sobre el cual el Estado se
define ejerciendo una soberanía- ese territorio es un espacio no conocido, inexplorado y
no sometido, que la escritura debe exorcizar. Escritura, Territorio y Nación se
constituyen entonces en aspectos indisociables. (Moyano, 2004: 32)
12Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, como los
escritores más renombrados de la pléyade del 37 durante la primera mitad del siglo XIX
en el Río de la Plata, constituyen la avanzada política generacional de un discurso
fundacional que elige la palabra y el poder de la escritura como herramienta
configuradora y arma de combate en el proceso configurador de un imaginario
identitario que pudiese funcionar como alegoría instituyente de una «Nación política»
sobre los postulados básicos de un Estado liberal, a partir de la construcción de un
dispositivo simbólico de ideologemas articuladores de sentidos asociados a una idea que
los amalgamara como «lo nacional», desde la dicotomía madre «civilización-barbarie».
A posteriori, hacia 1880, cuando triunfe este proyecto político diseñado a partir de esa
«avanzada discursiva nacionalizadora», desde el poder de un Estado que se afianza en
un territorio sobreimprimiendo en él el dominio político de las élites liberales
triunfantes, los rasgos iniciales configuradores de aquel proyecto inicial erigirán a sus
textos como monumentos cuasi-sagrados y símbolos literarios de la «nacionalidad»
alcanzada. Si «Facundo» (1845), «La Cautiva» (1834), «El Dogma socialista» (1837)
habían definido la fundación del Estado-nación construido, a fines de siglo ese Estado-
nación proyectado por la Generación del 37 y consolidado en 1880 «refunda» con ellos
la «Literatura de la Nación», (Moyano, 2004: 12) articulando una cadena textual
legitimada desde el poder instituyente de las élites letradas que impusieron, junto con su
hegemonía política y su proyecto cultural, su concepto de Estado y de Nación y el
imaginario de «su literatura» como constructo identitario único de «la Nación» y «lo
nacional», marginando y dejando fuera del sistema cultural, y por ende político, del
Estado y sus voces, los «discursos-otros» de gauchos e indios, como agentes sociales y
culturales disonantes con su hegemonía o en resistencia cultural, jurídica, social y
política.
13Este proceso cultural opera así como un ejemplo foucaultiano del funcionamiento del
«orden del discurso», ya que -en contextos determinados de la historia- una nación tiene
un discurso determinado en cuya elaboración operan disciplinas e instituciones
controlando y organizando las normas y convenciones del funcionamiento de una
sociedad, para la distribución de códigos, pautas y procedimientos sociales, (Walia,
2001, 36) siendo los dispositivos identitarios nacionales, tales como la literatura,
constructos hegemónicos y homogeneizantes de la «adscripción nacional». Es en este
sentido que sostenemos que la construcción de las literaturas nacionales en América
Latina, y en particular en el Río de la Plata, ha estado al servicio de proyectos de unidad
orientados por las élites liberales del siglo XIX, con el propósito de homogeneizar la
adscripción nacional de distintos sectores contradictorios bajo su régimen. Como lo
señala Kaliman (1993: 313), la «Nación literaria» es, a todas luces, un constructo
gestado en función de intereses ideológicos identificables con nitidez.
14Se trataba de definir desde la literatura el «cuerpo de la patria», lo que debía formar
parte de «la Nación» y lo que no. Hacer coincidir el mapa cultural de la patria con la
soberanía territorial del Estado y sus límites había sido en la primera mitad del siglo
XIX, y seguiría siéndolo en la segunda, una cuestión de «política nacional», porque de
ello se trataba, de definir el cuerpo orgánico de la Nación, y en ese proyecto la literatura
y el poder simbólico y configurador de sentidos de su discurso jugaba un rol
estratégico.4 El territorio, «el cuerpo de la patria», en el siglo XIX, será en la Argentina
un proceso de búsqueda y consecución, un ansiado deseo que busca un perfil,
constituirse en un mapa definido, el límite soberano de un espacio. Pero ese espacio y
ese mapa no constituyen sólo un afán geográfico o geopolítico, un sentido de ocupación
material. Para las élites liberales del siglo XIX la posesión de ese espacio, supondrá
también la posesión de una identidad clara y definida del incipiente Estado que le
permita sentirse «Nación» : precisamente, ésa es la función poderosa asumida por la
literatura a lo largo del siglo, pues el dominio sobre el territorio supondrá también un
dominio simbólico sobre ese cuerpo que implicará exorcizar sus males, liberarlo e
imponer sobre él la marca del «Estado civilizador». «Civilización y barbarie», pasado y
presente, identidad y diferencia serán los pares, los términos en pugna en esa lucha entre
realidad y Estado por definir lo que debe formar parte de «la Nación» y lo que no, lo
cual supone explorar y dibujar fronteras político-territoriales, pero a la vez trazar
fronteras culturales de inclusión y de exclusión en orden a un proyecto de Estado y de
Nación.
15Será en este marco que los llamados «textos fundacionales» de la literatura argentina
inscriben la prédica de las élites liberales letradas en su camino por trazar la cartografía
simbólica de la patria, perfilando un territorio que para definirse debe exorcizar los
fantasmas de una frontera cultural difusa y ubicua. En este proceso, «civilización y
barbarie» constituirán las líneas que la escritura irá trazando, la marca divisoria, la
frontera que separe el ser y el deber ser de «la Nación». Frontera ubicua que se extiende
horizontalmente, tierra adentro sobre el territorio, pero también transversalmente para
separar un «nosotros» –blanco, civilizado y letrado- de los fantasmas de diversos
«otros» que lo habitan –esto es, la barbarie de gauchos, matreros e indios. No otra cosa
revelan los textos fundacionales : La Cautiva, El Matadero, Facundo y hasta Martín
Fierro.
17Será en esta tarea que los letrados encuentran su espacio político e intelectual de
realización, en la constitución de los grandes metarrelatos legitimantes de una idea de
«Nación civilizada». El ejercicio de la escritura supondrá la puesta en práctica de una
función de «mediación intelectual» entre los modelos culturales metropolitanos
alineados en una «marcha civilizadora universal» y la necesidad de perfilar
internamente el cuerpo y la identidad de una «nación soberana y original» que encuentre
su lugar en ese «devenir civilizador» de la historia.
19demostrando con ello que el saber y la ciencia no son las únicas estrategias
constitutivas de los procesos de territorialización, sino que también, desde «la autoridad
universal de la belleza», se promueve la conformación de una literatura donde la
construcción del espacio asume un rol fundamental : mientras «funda» una «literatura
nacional» perfila discursivamente los límites del cuerpo mismo de «la Nación» a
imagen de una proyección histórico-política.
23En este sentido, el montaje de «la Nación literaria» del discurso decimonónico
configuró una «memoria discursiva» a la que instauró como monumento identitario a
partir de distintas operaciones de exclusión :
1. Por un lado, la referencia en sus discursos a una «otredad» que debe dejar de ser
«otredad-gaucha» para incorporarse a «la Nación» en su estatura de «símbolo»,
representada en el uso, simulación y usurpación que de su voz-otra hacen los dispositivos
de fundación de la «identidad nacional», perfilando una «inclusión» que -pese a resultar
paradojal «metáfora de una exclusión real»- se postula como estrategia constitutiva de la
cultura nacional, homogeneizando diferencias y estetizándolas «en un espacio simbólico
meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto
punto la naturaleza ilusoria de la nación» (Arias, 2004), toda vez que las élites -incluso
hasta en el género que nominativamente le es propio- nombran al gaucho, hablan por él
o en supuesta defensa de él, pero nunca «con él», representándolo como agente subalterno
desde el que se oye simulada la voz del Estado integrando enunciación, ley, identidad y
Nación.
30Pero asimismo, reforzando esta operación de exclusión, puede observarse que hasta
este «discurso-otro» está internamente segmentado y «producido» como cadena, ya que
de él se excluyeron las discursividades generadas en orden al contra discurso de un
incipiente modelo político de Estado diferente al triunfante, representado en su
momento por el Rosismo. Prueba de este «modelo de exclusión» y «borramiento de los
discursos-otros» -presentes en los contextos semióticos en que la literatura «oficializada
como nacional» iba produciéndose- fue la «negación» original de la propia gauchesca,
ya que en los «circuitos letrado-cultos» no se le reconoció calificación y estatuto
literario aún a la cadena representativa armada en esta línea, y habrá que esperar hasta
que el nuevo Estado construido después de 1880, necesite de otros «mitos fundantes de
la nacionalidad» que, en orden a «lo popular», la «identidad» y el «lenguaje», se puedan
oponer a la «masa de inmigrantes» que es percibida social y culturalmente como
amenaza para el Estado. En el contexto del «Centenario», será la operación de Ricardo
Rojas y de Leopoldo Lugones sobre Martín Fierro la que «legalice» el estatuto literario
de la gauchesca y vuelva a realizar una operación «fagocitadora» compleja : por un
lado, absorbiendo como factor legitimante del «discurso del Estado» a una producción
popular, a partir de una des-historización de El gaucho Martín Fierro y de una
cristalización del mismo como «mito fundante de la literatura nacional» en términos de
una «épica de los orígenes». Por otro, separando esa «producción popular» de su cadena
de lectura original y nuevamente de las luchas político-discursivas en las que se
inscribía.
31No otra cosa representa precisamente la Excursión a los indios ranqueles leída fuera
del plexo del campo discursivo de la frontera y la red de discursos con las que
confronta, debate, adhiere y dialoga : no sólo Facundo o Martín Fierro y sus
reflexiones sobre el indio o la barbarie, sino también los otros textos de Mansilla
integrados en la cadena de los discursos del Estado parlamentario, su intervención y
postura, la Ley de ocupación de la frontera de 1867, las cartas e informes militares que
se enfrentan y las cadenas epistolares del debate religioso, militar e indígena presente en
el corpus de las Cartas de Frontera.
34Perilli (1994: 15) sostiene que bajo esa égida ideológica los procesos fundacionales
del Estado-nación en el siglo XIX se sustentaron en la constitución de un «mito de
origen argentino» que instauró
36Esta «negatividad de la barbarie» funda los procesos de territorialización del siglo XIX
en el «mapa partido» que la literatura dibujó para configurar el Estado-nación, delineando
desde el «cuerpo de la escritura» el «cuerpo de la patria», separando y distribuyendo lo que
debía pertenecer a la totalidad de «la Nación» y lo que no.
38El desafío entonces, es destituir, suspender momentáneamente el juicio del canon, para
que ingrese al diálogo la voz contra hegemónica y la palabra de los sin voces indios en sus
metarrelatos, narrativas, memorias y testimonios, para dejar que se escriba, se registre, se
lea y dibuje un nuevo cuerpo de la memoria, más allá de que para hacerlo, el canon
literario, su palabra y el peso de su «estética histórica» deban quedar suspendidos en el
juego de la cultura, para dar paso al juego dialógico de «las culturas» (plurales, diversas,
superpuestas), de «las palabras» (orales, re-escritas, traducidas) y de «las historias»
(divergentes, «revueltas», fragmentarias) del nosotros y de los otros en su debate de poder
por la «identidad-una» y su hegemonía.