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ROBERT MICHELS (1876 – 1936)

El alemán Robert Michels (1876-1936), a pesar de su buena carrera universitaria, no pudo


entrar en el profesorado de la Universidad alemana por ser activista del Partido Social
democrático. Michels buscó su camino en Italia: se afilió al Partido Socialista Italiano y
consiguió su puesto de profesor en la Universidad de Turín (1907), donde trabó amistad
con Mosca del que se reconocía discípulo. En los años siguientes empiezan a aparecer
sus obras más importantes: El proletariado y la burguesía en el movimiento socialista
italiano (1908), La democracia y la ley férrea de la oligarquía (en alemán, 1908; en
italiano, 1909), Historia del marxismo en Italia (1910), Sociología del partido político en la
democracia moderna (en alemán, 1911; en italiano, 1912), Problemas de filosofía social
(1914), El imperialismo italiano (1914). En estos años el antiguo socialista se ha
convertido en un nacionalista italiano, ha obtenido la nacionalidad italiana (1921) y se ha
afiliado al Partido Nacional Fascista (1923). En los años siguientes continúa su trabajo
como profesor universitario y como escritor [Socialismo y Fascismo en Italia (en alemán,
1925), Curso de sociología política (1927), Introducción a la historia de las doctrinas
económicas y políticas (1932), Prolegomena sobre el patriotismo y Estudios sobre la
democracia y sobre la autoridad (1933).

La aportación más conocida de Michels es su estudio sobre la oligarquía en los partidos


políticos. El punto de partida de su análisis es la idea de organización: la sociedad
moderna es la sociedad de las organizaciones. Toma al Partido Social democrático de
Alemania como campo para estudiar la organización. Ve que la realidad desmiente el
término «democrático». Primeramente, en la democracia la mayoría aspira a un cierto
quietismo y se contenta con ratificar lo que existe; la iniciativa siempre está en las
minorías: minorías organizadas manejan los rasgos simbólicos y funcionales que los mitos
democráticos consideran propiedad de las mayorías. Pero además descubre que los
gobiernos de partidos y sindicatos tienden a devenir en oligarquías. El hecho es que toda
organización importante necesita un órgano especializado en el mantenimiento de la
organización. Este órgano necesita un personal estable especializado en virtud de sus
capacidades técnicas; el órgano asume la forma burocrática. Esta burocracia se convierte
en instrumento de elevación social para los que ingresan en ella. El grupo, que controla el
partido, se hace cada vez más cerrado sobre sí mismo, generando sus propios intereses,
y deviene oligarquía. Dentro de la organización (partido o sindicato) la democracia queda
reducida a un medio para la selección de los líderes. Dentro del partido socialista el
aparato burocrático debilita la tensión revolucionaria y produce una desproletarización de
algunos componentes populares: el partido deviene conservador a pesar de la palabrería
revolucionaria.

Hay en la política moderna un fenómeno relevante que puede corregir la cristalización


burocrática del partido. Siguiendo la inspiración de su maestro Max Weber, Michels
sostiene que las masas, empujadas por su necesidad de idealismo, están dispuestas a
venerar divinidades terrestres personificadas en los jefes carismáticos y a identificarse
con la acción de sus líderes. La ley de la oligarquía maraca la vida del partido, pero un
liderazgo carismático puede ser un freno contra la degeneración burocrática. Michels ve
emergen en el partido moderno la necesidad de la masa de afiliados de sentirse
vigorosamente guiada por un jefe provisto de actitudes decisionales, privado de
escrúpulos democráticos y capaz de imponerse como objeto de una devoción casi
religiosa. Le parece que este liderazgo carismático es clave explicativa de la política en
los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y lo subraya con tal intensidad que, a
diferencia de Max Weber, no cree que el carisma pueda ser compatible con los principios
propios del régimen parlamentario.
Del mismo modo que Weber, Pareto y Mosca, Robert Michels dedicó una gran parte de
sus labores intelectuales al desafío planteado por el marxismo. Y fueron principalmente
las ideas de esos pensadores anteriores las que Michels empleó y desarrolló en la
elaboración de su propia crítica. Sin embargo, a pesar de ciertas objeciones al
pensamiento social de Marx, fue algo así como un marxista modificado; rechazó los
aspectos que consideró utópicos de la concepción de aquel, pero conservó elementos de
su método analítico.

En 1927, dieciséis años después de la aparición de Los partidos políticos, Michels dio en
la Universidad de Roma una serie de conferencias sobre sociología política. En esas
conferencias, publicadas con el título de Corso di Sociología Política, se ocupó de un
problema que juzgaba teóricamente importante: el de la validez relativa de la concepción
marxista de la sociedad y la historia. También en sus conferencias, Michels trata de
señalar los límites dentro de los cuales el materialismo histórico se ajusta a la verdad
histórica y, sobre todo, a examinar su lugar en la ciencia política.

Siguiendo a Weber, Pareto y Mosca, Michels reconstruye el método de Marx y apela a un


enfoque más pluralista: «la visión completa de las cosas resulta de la acción de varias
fuerzas de naturaleza diferente.» Reconoce plenamente la importancia fundamental de los
procesos económicos para el cambio social; en esto, Marx tenía razón. Pero lo que Marx,
alega, pasó por alto, fue que actúan otras fuerzas o tendencias suficientemente fuertes
como para impedir la realización de la democracia y el socialismo como tales como él los
representaba. Para Michels, esas tendencias «dependían: 1) de la naturaleza del ser
humano; 2) de la naturaleza de la lucha política; y 3) de la naturaleza de la organización».
Lo que Marx no había previsto, según Michels, era que, como resultado de esas
tendencias; «la democracia conduce a la oligarquía y contiene necesariamente un núcleo
oligárquico». Esta es la tesis central que Michels desarrolla en su estudio clásico, Los
partidos políticos.

Puede probarse esta tesis de la manera más efectiva, razonaba Michels, describiendo la
estructura y las tendencias de los diversos partidos social-demócratas de Europa. Si era
posible hallar fenómenos oligárquicos «en el seno mismo de los partidos revolucionarios»
que pretendían representar la negación de estos fenómenos o trabajar para eliminarlos,
entonces, ello constituiría «una prueba concluyente de la existencia de tendencias
oligárquicas inmanentes en todo tipo de organización humana que luche por alcanzar
fines definidos».

En definitiva, la «inmanencia» de esas tendencias se basa, para Michels, en ciertas


propensiones humanas innatas que acucian al hombre a transmitir sus posesiones
materiales a su heredero legítimo o a otros parientes. Lo mismo se aplica al «poder
político, [que] llega a ser también considerado como un objeto de propiedad privada
hereditaria». Estas tendencias prevalecen a causa de «los peculiares instintos inherentes
a la humanidad», pero también las «alimenta vigorosamente el orden económico basado
en la propiedad privada de los medios de producción». Michels pone gran énfasis en las
llamadas leyes psicológicas innatas.

Como antes Pareto y Mosca, Michels basó su argumentación general en cuanto a la


inevitabilidad de la oligarquía en una concepción de la naturaleza humana que era
precisamente la opuesta a la que sostenía Marx. Es inherente a la naturaleza del hombre
anhelar el poder, y una vez obtenido tratar de perpetuarse en él. Partiendo de esta
suposición psicológica, Michels crear su teoría según la cual la democracia exige una
organización que, a su vez, conduce de modo necesario a la oligarquía. Esta «ley de
hierro de la oligarquía» se halla, afirma, «como toda otra ley sociológica, más allá del bien
y del mal»; y esta «ley» que él llama «sociológica» reposa en lo que a su vez considera
una constante: su concepción de la naturaleza humana.

Michels reconocer que las «corrientes democráticas de la historia», aunque «se estrellan
siempre en el mismo banco de arena» se «renuevan eternamente». Y parecería innegable
que, al menos en parte, las razones de esta renovación consisten en que el pueblo siente
opresivas a las oligarquías, por lo cual las derroca. Michels insiste, sin embargo, en que
las corrientes democráticas se estrellarán de manera inevitable una y otra vez en el
mismo banco de arena. Esta es su «ley de hierro de aplicación universal», la cual,
empero, solo puede ser afirmada si se acepta su concepto subyacente del hombre.

Ello no obstante, no cabe duda de que los hechos que Michels describía como hechos,
eran verdaderos. Su estudio es una correcta descripción sociológica de lo que es; lo cual
no quiere decir que sean válidas las conclusiones pesimistas que extrae a menudo de su
análisis.

Los pueblos son incapaces de gobernarse a sí mismos. El sustento que da Michels da


esta aserción está tomado, en primer término, de la teoría y la psicología de las
multitudes: «Es más fácil dominar a una gran multitud que a un pequeño público». Una
multitud se presta fácilmente a la sugestión y a las explosiones irracionales; en medio de
ella, la discusión seria y la deliberación reflexiva son imposibles. En segundo término, y
esto es lo más importante, se plantea el problema técnico y práctico de incluir a las
grandes multitudes en la adopción democrática de decisiones. Si al decir democrática se
entiende que la multitud adopta resoluciones y toma decisiones de forma directa,
entonces la democracia es una verdad imposible.

La enormidad de las poblaciones de las organizaciones partidarias modernas hace


técnicamente imposible que todos los miembros gobiernen o administren de manera
directa sus asuntos comunes. De modo inevitable, pues, una vez formada una
colectividad con algún propósito específico y cuando alcanza ciertas dimensiones
demográficas, se hace necesaria una división del trabajo. A medida que la organización
crece, aumenta también su complejidad. Surgen y se distribuyen nuevas funciones, y a la
par de esta diferenciación funcional se produce la delegación de la autoridad. Se eligen
hombres «que representen a la masa y ejecuten su voluntad». En las primeras etapas de
este proceso – hablando en particular de las organizaciones basadas en ideales
democráticos y socialistas – , las diversas funciones se hallan entre sí en una relación de
coordinación: en las diferentes funciones y cargos no está implicada ninguna jerarquía.
Todas ellas son iguales, en el sentido de que no hay proporciones diferentes de riqueza o
poder asociadas a los diversos cargos. El honor otorgado al «jefe» no le permite
transformar este honor en gajes y privilegios especiales. Según las palabras de Michels:
«originalmente, el jefe solo es sirviente de la masa».

Al principio, se asegura el carácter democrático e igualitario de la organización por la


fuerte adhesión de parte de sus miembros a los principios de democracia e igualdad. Se
rotan las funciones, los delegados y representantes están totalmente sujetos a la voluntad
de la colectividad y, en general, prevalece un elevado nivel de camaradería. Así sucedió,
por ejemplo, en el primer movimiento laboral inglés. Pero esta situación solo puede darse
cuando la organización es relativamente pequeña. El crecimiento de la misma vuelve más
inaplicable dicha forma de democracia. Pero además del tamaño, interviene también otra
variable importante que es, al menos en parte, una función del crecimiento de la
organización. Dentro de la división del trabajo, ciertas tareas y deberes son más
complicados y exigen capacidad, preparación y «una cantidad considerable de
conocimiento objetivo». La diferenciación de funciones implica ahora la especialización, y
esta a su vez la pericia. Se crean escuelas partidarias para preparar funcionarios, de lo
cual resulta una «una clase de políticos profesionales, de expertos aprobados y
reconocidos en la vida política».

La pericia se convierte en una manera de «introducirse». Los expertos no se asemejan


cada vez más a sirvientes sino a amos, y la organización se hace crecientemente
jerárquica y burocrática. A la par que incrementan sus atributos de líderes, los expertos se
apartan de las masas y concentran en sus manos toda una variedad de prerrogativas.

Es innegable que todas estas instituciones educativas para los funcionarios del partido y
de las organizaciones sindicales tienden, principalmente, a la creación artificial de una
élite de la clase obrera, de una casta de segundones compuesta por personas que
aspiran a ponerse al frente de los proletarios de la base. Sin que se lo desee, se produce
así un continuo ensanchamiento del abismo que separa a los líderes de las masas.

De este modo se da el proceso familiar por el cual los hombres designados en un principio
para servir a los intereses de la colectividad, pronto desarrollan intereses propios,
opuestos a menudo a dicha colectividad, pronto desarrollan intereses propios, opuestos a
menudo a dicha colectividad. Lo que empezó siendo una situación democrática e
igualitaria culminó en la creación de líderes y en el surgimiento de dominadores y
dominados. La causa eficiente de esta transformación es la organización como tal. La
democracia implica organización, y esta a su vez «implica la tendencia a la oligarquía.
Como resultado de la organización, todo partido o sindicato profesional se divide en una
minoría de directores y una mayoría de dirigidos».

Según Michels, pues, toda organización, por democrática que sea en sus comienzos, si
aumentan su número de miembros y su complejidad, manifiesta en forma creciente,
tendencias oligárquicas y burocráticas. Lo que en un principio fue una necesidad técnica y
práctica se transforma en una virtud: ya no se consideran esenciales dentro del partido la
democracia y la igualdad, y emerge una nueva ideología para justificar los cambios
impuestos por los procesos «inexorables» de la organización.

En general, la opinión de Michels es que las masas necesitan del liderazgo y en realidad
se sienten muy contentas de que otros se ocupen de sus asuntos. y por supuesto, esto
sirve para reforzar el carácter aristocrático y burocrático del partido o sindicato.

Las masas son apáticas. Su «escasa asistencia a las reuniones ordinarias», escribe
Michels, pone de manifiesto su indiferencia. Y puesto que los diversos problemas políticos
e ideológicos «no sólo están más allá de la comprensión de los de abajo, sino que los
dejan totalmente fríos», también son incompetentes. Alguna de las razones de esa escasa
asistencia, observa el mismo Michels, son en realidad muy simples y prosaicas: «cuando
termina de trabajar, el proletario solo piensa en el descanso y en ir temprano a la cama».
Existe, pues, «una inmensa necesidad de dirección y guía [que] va acompañada por un
genuino culto de los líderes, quienes son juzgados como héroes». Agréguese a esto las
grandes diferencias de cultura y educación entre los líderes y los de abajo (pues en su
mayoría los primeros son de origen burgués), y podrá comprenderse la sumisión de los
miembros comunes del partido.

Las masas pues, son políticamente indiferentes e incompetentes (tienen necesidad de


guía), y estos factores, junto con la gratitud y veneración que sienten hacia aquellos «que
hablan y escriben en su nombre», refuerzan la posición de los líderes. Además, es fácil
embaucarlas y engañarlas; se inclinan más a seguir a hombres mediocres con cierta
habilidad histriónica que a hombres de talento y cultura.

Varios factores contribuyen a aumentar la distancia entre las masas y los líderes. En
muchos países, los líderes partidarios provienen en su mayor parte de la clase media y,
por consiguiente, poseen desde el comienzo una superioridad cultural o intelectual. Pero
aun en aquellos países en los que hay pocos intelectuales en la dirección, como era el
caso de Alemania durante la época de Michels, se crea una distancia similar entre los
líderes de origen obrero y los miembros comunes.

Michels explica que mientras que su dedicación a las necesidades de la vida cotidiana
impide a las masas alcanzar un conocimiento profundo de la maquinaria social, y sobre
todo del funcionamiento de la máquina política, el líder de origen obrero puede, gracias a
su nueva situación, familiarizarse íntimamente con todos los detalles técnicos de la vida
pública y, de este modo, aumentar su superioridad sobre los de abajo. También las
cuestiones sobre las que deben decidir [los líderes de origen obrero] – cuestiones cuya
solución efectiva exige por su parte un serio trabajo de preparación – suponen un
incremento de su propia capacidad técnica, y en consecuencia aumentan la distancia
entre ellos y sus camaradas de fila. Así, los líderes, si no son ya «cultos», pronto llegan a
serlo. Pero la cultura ejerce una sugestiva influencia sobre las masas. Finalmente esa
competencia especial, ese conocimiento especializado, que el líder adquiere en asuntos
inaccesibles, o casi inaccesibles para la masa, le da una seguridad en la tenencia de su
cargo que está en conflicto con los principios esenciales de la democracia.

Los hombres de la cúspide abusan de su poder, por ejemplo, para controlar la prensa
partidaria con el fin de difundir su fama y popularizar sus nombres; y los líderes
parlamentarios a menudo se convierten en «una corporación cerrada, separada del resto
del partido».

Los controles que ejercen las masas sobre este proceso son puramente teóricos. En la
lucha constante entre los líderes y las masas, los primeros están destinados a ganar. «No
puede negarse – escribe Michels – que las masas se rebelan de tanto en tanto, pero sus
revueltas son siempre sofocadas».

Las masas nunca se rebelan en forma espontánea, es decir, sin líderes. El proceso de la
revuelta presupone que conducen a las masas ciertos elementos dirigentes propios,
quienes, una vez que han tomado el poder en nombre del pueblo, se transforman en una
casta relativamente cerrada, alejada del pueblo y opuesta a él.

La lucha real no se entabla entre las masas y los líderes, sino entre los líderes existentes
y los líderes nuevo, desafiantes y en ascenso. Aun cuando las apariencias indiquen lo
contrario y los primeros parezcan guiados por la buena voluntad y el deseo de las masas,
de hecho no es así: «la sumisión de los viejos líderes es manifiestamente un acto de
homenaje a la muchedumbre pero por su designio es un medio profilaxis contra el peligro
que los amenaza: la formación de una nueva élite». La lucha entre la vieja y la nueva élite
casi nunca culmina «en la completa derrota de la primera». Modificando un poco la
doctrina de Pareto, Michels declara que «el resultado del proceso no es tanto una
circulación de las élites como una reunión de las élites, esto es, una amalgama de los dos
elementos».

Además la descentralización no puede por sí misma impedir que se produzca este


proceso. No conduce a una mayor libertad individual ni refuerza el poder de los de abajo.
Es más frecuente que sea un mecanismo por el cual los líderes débiles tratan de escapar
al domino de los más fuertes; pero esto, claro está, no impide a aquellos establecer un
autoridad centralizada en sus propios dominios. El partido solo se «salva» de una
gigantesca oligarquía para caer en las manos de «una serie de pequeñas oligarquías,
cada una de las cuales no es menos poderosa dentro de su propia esfera. El predominio
de la oligarquía en la vida del partido continúa siendo inconmovible». Y las causas de
ellos, según Michels, no son solo sociológicas – por ejemplo, necesidad de organización,
vale decir, también obedece a la «natural ansia de poder» de los líderes y a las
«características generales de la naturaleza humana».

Por una ley social universalmente aplicable, todo órgano de la colectividad que debe su
existencia a las necesidades de la división del trabajo, crea por sí mismo, tan pronto como
se consolida, intereses peculiares a él. La existencia de estos intereses especiales implica
un conflicto necesario con los intereses de la colectividad. Más aún, los estratos sociales
que tienen funciones peculiares tienden a aislarse, a crear órganos adecuados a la
defensa de sus propios intereses peculiares. A la larga, tienden a transformarse en clases
distintas.

«La organización misma da origen al predominio de los elegidos sobre los electores, de
los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien
dice organización dice oligarquía». Y esto se funda, para Michels, en la naturaleza
inherente a las masas, las cuales, serán por siempre incompetentes. La masa «es en sí
misma amorfa y, a causa de ello, necesita de la división del trabajo, la especialización y la
guía», procesos que conducen de modo inevitable a su manipulación y subordinación.

Sin embargo, nada más lejos de la intención de Michels que brindar una justificación para
inclinarse ante estos procesos. Utiliza la expresión «ley férrea» para destacar los difíciles
y grandes obstáculos que obstruyen la realización de la democracia; pero no con el fin de
negar de manera total la posibilidad de su realización.

El autor no pretende negar que todo movimiento obrero revolucionario y todo movimiento
sinceramente inspirado en el espíritu democrático pueda tener cierto valor como
contribución al debilitamiento de las tendencias oligárquicas.

En definitiva, destacó asimismo que la investigación libre, la crítica y el control de los


líderes, tan esenciales para el fortalecimiento de la democracia, pueden ser difundidos
cada vez más entre las masas: «una mayor educación supone una mayor capacidad para
ejercer el control», Y a medida que Michels desarrolla este punto, se pone en claro que, si
bien hay – según opina – en cualquier momento determinado ciertos límites para el grado
de perfección que la democracia puede alcanzar (en este ámbito como en cualquier otro,
lo real nunca coincide con lo ideal), con todo, es posible aproximarse al ideal en forma
progresiva. «La gran tarea de la educación social es elevar el nivel intelectual de las
masas, de modo que puedan contrarrestar, dentro de los límites de lo posible, las
tendencias oligárquicas del movimiento obrero».

En los párrafos finales de su obra, Michels continúa bregando inequívocamente a favor de


la democracia: «los defectos inherentes a la democracia son obvios. Pero no es menos
cierto que, como forma de vida social, debemos elegir la democracia como el menor de
los males. Y escribe por último: «puede decirse, entonces, que cuanto más reconoce la
humanidad las ventajas que ofrece la democracia, por imperfecta que sea, sobre la
aristocracia, aun la mejor de las aristocracias, tanto menos probable es que la admisión
de los defectos de la democracia provoque un retorno a la aristocracia.
El clásico estudio de Michels debe, pues, leerse con este espíritu, es decir, como «un
sereno y franco examen de los peligros oligárquicos de la democracia [que] nos permita
reducir al mínimo tales peligros, aunque nunca sea posible evitarlos totalmente».

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