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La hýbris entre los griegos y el parecer de David Owen

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Publicación impresa | Año: 2016 | Número: 2429 | in Cultura | Autor: Bauzá, Hugo Francisco

¿Cuál es la causa de la arrogancia de ciertos líderes políticos? ¿Un desajuste emocional,


una patología, cierto grado de perversión o la manifestación de quienes nunca dan su brazo
a torcer?

La palabra griega hýbris, cuya primera sílaba, al pronunciarla, debemos aspirar en nuestra
transcripción, fue traducida al latín como superbia y, al español, como soberbia. Se trata de
una desmesura, de un ir más allá de los límites fijados, de la transgresión de un orden
establecido (contraria a phrónesis: “pensamiento prudente, razonable”). En ocasiones va
seguida de áte “ceguera, obcecación”, que implica persistencia en el error –según los griegos,
por ignorancia–, lo que es más grave que la misma hýbris. Para una línea de análisis, Áte está
sentida como una deidad o una fuerza que, cuando nos ve vacilar, no trepida en lanzarnos al
abismo, con la debatida cuestión: ¿somos, en verdad, dueños de nuestros actos, o una fuerza
ingobernable nos maneja a voluntad? Para el helenismo clásico, si bien los hombres
aparentemente tenían la posibilidad de escoger –y así parecen haberlo hecho Aquiles, Odiseo
y otros seres del panteón heroico–, por fuerza de necesidad un hado orientaba sus acciones
hacia un destino que no podía ser modificado: osar alterarlo implicaba la perdición. La noción
de libre albedrío, en consecuencia, tenía sus límites ya que sobre ella pesaba una Týche,
“Destino” inquebrantable (“no hay para los mortales peor daño que el hado inevitable”, dice
Tecmesa en el Áyax de Sófocles, vv. 463-464).
Las connotaciones semánticas del término hýbris no tienen hoy exacta equivalencia con la
idea que esa palabra tenía para los griegos (en Occidente han transcurrido dos milenios de
cristianismo y con esta creencia la noción de pecado y el alejamiento del determinismo). Para
el helenismo hýbris consistía en un comportamiento incorrecto contra un orden establecido
por designio de la fatalidad, un desarreglo impiadoso que alteraba la armonía del cosmos.
Visto desde la esfera de los inmortales, una acción que los incomodaba por lo que,
necesariamente, debía castigarse a quien la hubiera cometido. Así, por ejemplo, Áyax Oileo
se jacta de haber sobrevivido de un naufragio pese a la cólera de Afrodita, pero la diosa lo ha
escuchado y lo lleva por tanto a un final desastrado. O el caso de Edipo que, siendo un simple
mortal, desoyó –e incluso despreció– el saber del anciano Tiresias, sacerdote de Apolo, que
le aconsejaba no indagar sobre su origen, o bien cuando se vanaglorió de haber vencido a la
Esfinge sin ayuda de los dioses, valiéndose sólo de su saber con lo que pretendió entronizar
la aparente autosuficiencia de la razón humana. El tiempo, juez supremo, habría de mostrarle
su terrible verdad: sin saberlo había matado a su padre y, también sin saberlo, se había unido
a su progenitora (“todo lo saca de la oscuridad y todo lo oculta de la luz el largo e incontable
tiempo” dice Sófocles en Áyax, vv. 646-647). Ya es tarde, ya no hay vuelta atrás: la tragedia
ha sido consumada; ahora, al desdichado, no le resta más que padecerla. Su hamartía, su
“error trágico” consistió en haber desoído el consejo de Tiresias pues, contraviniéndolo,
cometió la imprudencia de indagar sobre su origen. Así, aterrado, descubre que él es el
asesino al que, en bien de su ciudad, busca con firmeza y honradez. Ahora no tiene opción al
destierro, como había impuesto por castigo al que hubiera asesinado al rey Layo. Y,
cumpliendo con su palabra, se exilia en Colono; Sófocles nos lo cuenta en una admirable
tragedia de su luminosa vejez: Edipo en Colono.
La voz hýbris se usó también para personificar la “Violencia” (Heródoto, VIII 77) y como
adjetivo en el sentido de “violento” (Hesíodo, Trabajos, 191). A esta desmesura había que
evitarla, procurando que las acciones humanas tendieran a la sophrosýne, es decir, a un
proceder acorde con una mente sabia, según dijimos. Sobre el caso de Edipo y sobre otras
figuras trágicas del mundo griego mucho se ha discutido si el derrumbe de los personajes se
da por designio divino o por responsabilidad moral del sujeto; esta última apreciación se
acentúa con los estoicos y luego, obviamente, con el cristianismo.
En los últimos años la noción de hýbris cobró notoriedad cuando David Owen publicó el
libro The hybris syndrome. Bush, Blair and the intoxication of power (Londres, Politico’s,
2007) y, poco más tarde, el sugerente trabajo, poco traducido al español, En el poder y en la
enfermedad (Madrid, Ed. Siruela, 2010).
Si bien este síndrome no aparece catalogado específicamente como patología en la
Clasificación internacional de enfermedades (CIE, 10ª. revisión), Owen entiende que su no
inclusión amerita redefinir el concepto de enfermedad para que tenga en cuenta este tipo de
conducta. Frente a este síndrome lo que alerta al facultativo no es un síntoma físico, sino un
prolongado comportamiento irreflexivo.
No incursionamos en la temática médica pues escapa de nuestro dominio pero nos
permitimos reflexionar respecto del parecer de Owen, fundado éste en dos circunstancias
clave. Ex rector de la Universidad de Liverpool, es un neurólogo prestigioso, a la par de haber
participado del “poder” ya que, entre otros importantes cargos de gobierno, ocupó el
Ministerio de Sanidad y luego el de Asuntos Exteriores en Gran Bretaña durante el gobierno
laborista de J. Callagham. Su doble condición de médico y alto funcionario le permitió
apreciar en la intimidad el comportamiento, en ocasiones arrogante, de algunos mandatarios,
conducta que entiende puede haber influido en la toma de decisiones afectando al sistema
político en su conjunto y dañado, en consecuencia, la supervivencia del Estado como
sociedad libre; sobre ese hecho da varios ejemplos. Al respecto, recordamos una obra sobre
la guerra de Irak –Hubris, de Isikoff y Corn– y otra de M. Scheuer –Imperial Hubris–, que
analiza la “soberbia” de Bush durante ese conflicto bélico.
Para David Owen el poder tiene una capacidad de cegamiento que suele obnubilar a quien lo
ejerce, como lo expresaron los griegos en la noción de áte, según he referido. Sobre esa
cuestión B. Russell creía advertir cierta inestabilidad emocional en algunas personas a las
que, eufemísticamente, denominó presas de “la embriaguez del poder”. ¿Surge este desajuste
del aislamiento en el que caen los líderes que lo ejercen o nace de la imperiosa necesidad de
éstos por transgredir límites según se lo exige una naturaleza, digamos, rebelde? ¿Una
arrogancia sostenida responde a un desajuste emocional, a una posible patología, como
arguye Owen, a cierto grado de perversión o, simplemente, a la manifestación de un carácter
fuerte que nunca da su brazo a torcer?
La hýbris en tanto ambición de poder es uno de los ejes en torno del cual se articula la
dramaturgia griega y es el que, dos milenios más tarde, movilizará a las inmortales figuras
trágicas de las piezas de Shakespeare –pensamos en Macbeth, en Coriolano–; también la que
aherroja a cualquiera de nosotros cuando, por insensatez, por necedad o por un accionar
irreflexivo nos aparta del camino de la moderación y de la temperancia. En todas las
circunstancias es menester ser consciente de la desmesura para cuidado y fortalecimiento de
nosotros mismos, de nuestra sociedad y de la forma más elevada de gobierno: la democracia.

El autor es ensayista, profesor consulto titular en la UBA y ex presidente de la Academia


Nacional de Ciencias de Buenos Aires.

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