Mi disertación acerca de la vocación en la Biblia no toma en cuenta,
por supuesto, muchos textos bíblicos; me limitaré a los Profetas, para, luego, terminar con una breve alusión al último libro del Nuevo Testamento. En el imaginario colectivo, la vocación clásica es la de Samuel, siglo XI, juez, profeta y sacerdote. Pero, muy raras veces Dios te llama de noche gritando tu nombre. Entonces empezamos con la vocación más antigua en vista de una historia de la salvación; hay que partir de Abrahán, “nuestro padre en la fe”. Según M. Dahood, su nombre queda grabado en las tablillas de Ebla, Siria, a mitad del tercer milenio. A la tajante orden de Dios: “Vete de tu tierra, de tu patria y de tu casa” corresponde la pronta respuesta de Abrahán: “Marchó, pues, Abrán, como se lo había dicho el Señor” (Gén 12, 1-4). Su fe y su obediencia llegarán a su punto culminante en el cap. 22, allí donde Abrahán está dispuesto a sacrificarle a Dios su hijo único, pero la intervención divina no se hará esperar: “Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra” (Gén 22,18). En el segundo libro del Pentateuco encontramos otra figura igualmente extraordinaria y singular: la de Moisés. Él era jefe, legislador, sacerdote, taumaturgo, profeta, siervo de Dios y mediador. Todas las noticias biográficas están al servicio del plan de Dios, para el destino del pueblo de Israel. La imagen variante y compleja de Moisés es el resultado de un proceso literario por el cual Moisés acaba siendo el más grande de todos los profetas. Es en el cap. 3 que se habla de su vocación: Dios, que ha visto la aflicción de su pueblo, se le aparece a Moisés en llama de fuego, en medio de una zarza. Primero le manda que se quite las sandalias y luego lo envía al faraón para que saque a los israelitas de Egipto. Una dura misión lo atiende. En la primera mitad del siglo IX, en el reino del Norte, surge Elías, el representante más importante de la profecía preclásica. Elías se presenta como un nuevo Moisés, un guía para Israel, estrechamente unido al Señor. Es el profeta de Dios cuya palabra y acciones se cumplen; es un profeta con autoridad reconocida; habla con imperativos y da órdenes directas. Elías le contesta a Dios: “Ardo en celo por el Señor, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza” (1Re 19,10). Pero su grandeza se expresa también en la debilidad, en el miedo y en el sufrimiento. Elías es un ser humano que experimenta la dependencia total de Dios. Luego, llegamos al siglo VIII, el siglo de oro de la profecía. Amos, 760-750, era un hombre que amaba la vida campestre: pastor, vaquero y cultivador de sicómoros. Con él empieza algo nuevo: es el primer profeta escritor bíblico. Nace en Técoa a 16 Km al sur de Jerusalén; es enviado a la sociedad lujosa del Reino de Israel. Pero el lujo y el progreso ocultaban tremendas injusticias. Amos, hombre admirador de la naturaleza, muy informado sobre los acontecimientos nacionales e internacionales, no está relacionado con ningún grupo profético. A este hombre Dios lo envía a predicar lejos de su casa, al Norte:”Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahvé, ¿quién no profetizará?” (3,8). Pensemos en Oseas como un marido muy amargado después de tantas infidelidades de parte de su mujer, Gómer. Nunca antes había pensado que Dios le estuviera hablando exactamente a través de su fracaso matrimonial. Pero era así, como él mismo nos cuenta en los primeros tres capítulos de su libro. Si Oseas sufría, mucho más Dios por no estar contento de Israel, de sus infinitas prostituciones a otros ídolos; a otros Baales. Entonces, es Oseas el que crea el símbolo matrimonial para expresar la alianza entre Dios e Israel. Como esposo traicionado Oseas piensa en el castigo como única solución. Pero Dios no obra de esta manera, sino con el diálogo: hablándole al corazón de Israel. Volvamos al reino del Sur (el reino de Judá). Era el año 740 cuando el joven Isaías que se encontraba en el Templo de Jerusalén, tropieza con la gloria de Dios. Los Serafines no se cansaban de gritar; ¿y qué gritaban? Gritaban “santo”, “santo”, “santo” (Is c. 6). El Templo se estremeció y se llenó de humo; en seguida el “Señor de los ejércitos” purificó al profeta, y mientras se preguntaba a quien iba a enviar, Isaías contestó: “Heme aquí, envíame” (6,8). La guerra Siro-efraimita (733) y la invasión de Senaquerib (700) enmarcan la misión de Isaías, el cual no se limitó a la denuncia verbal contra la opresión, sino que confiando plenamente en Dios, comprometió políticamente su vida para salvar a su pueblo. Su esposa era conocida como “la profetisa”, tuvo dos hijos; hombre de mucha cultura y bien relacionado. Defendió la elección divina de Jerusalén y la elección de la dinastía de David, pero a todos les exigió una sincera conversión. En el siglo VIII colocamos también a Miqueas “¿quién cómo Yhwh?”), de Moroshet, en las colinas fértiles de Judá. El profeta actúa antes de la caída de Samaría (721) hasta después de la invasión de Senaquerib (701). Resalta su sensibilidad social y conocemos sus feroces intervenciones en contra de los responsables de la degradación social: jueces, políticos, sacerdotes y profetas. ¿En el siglo VII, los profetas se callaron por sesenta años? Probablemente sí; si alguien habló ese fue Nahún (antes del año 612 ). En hebr. Najúm significa "consolado"; era originario de Elcós (¿dónde está?), ejerció su ministerio entre los años 662-612. Su lenguaje es testimonio de un ardiente amor a la libertad. Nahúm no habla de los pecados de Judá, sino conoce únicamente los pecados de los opresores. Para él, Yhwh es el vengador de toda injusticia cometida contra Israel. Después de la caída del reino asirio, 612, Dios llama a un profeta que lleva un nombre de una planta, Habacuc, el cual está convencido que Dios, como verdadero juez, condena toda forma de opresión, venga de donde venga. Pocos años antes (640-609) hay que colocar al profeta Sofonías, Sephan-yah, “Yavé protege”, el cual luchó contra las prácticas idolátricas y las injusticias. Su predicación parece que influyó mucho sobre el joven rey Josías, que emprendió una gran reforma religiosa y social por los años 623-622. Desde años antes, Dios había llamado a Jeremías, un profeta de gran personalidad. Su vocación hay que colocarla en el año 627 cuando era poco más que un adolescente (na'ar). En sus comienzos, lleno de entusiasmo, Jeremías predica contra la idolatría; y dirige también un mensaje de esperanza a los israelitas del Norte. Era de familia sacerdotal, inició su ministerio en Anatot (a seis Km de Jerusalén) para trasladarse a Jerusalén (¿en el año 622?) en el momento de la reforma religiosa de Josías. El profeta vive en una de las épocas más decisivas de la historia, entre dos acontecimientos: primero, el descubrimiento del rollo de la Ley, chispa de la reforma religiosa; segundo, la destrucción de Jerusalén (586). Jeremías no quería ser profeta: primero, porque se sentía incapaz y, segundo, porque sabía que era un profeta de malas noticias. Sin embargo, Jeremías logra una perfecta simbiosis entre su vida y su ministerio profético. No puede callarse; sus palabras desencadenan una “guerra” abierta contra él. Entonces, Jeremías llega incluso a maldecir el día en que nació. Describe su relación con Dios en estos términos: “Me sedujiste Señor, y me dejé seducir” (20,7). Además, Dios le pide al profeta que cumpla una serie de acciones simbólicas y no le permitió que se casara ni que tuviera hijos. En la primera deportación (597) hacia Babilonia, encontramos a un muchacho que Dios llamará en el 593. Su actividad durará hasta el 571 y se desarrollará en un doble escenario: Babilonia y Jerusalén, según su visión. Ezequiel era sacerdote; los primeros capítulos hablan de su vocación. Su libro se abre con la teofanía de un Dios dinámico; un Dios que vuela en un carro llevado por el viento; un Dios Creador, asentado sobre “seres vivientes. Este Dios soberano del mundo instaura al profeta como “vigía” (3,16-21). El peligro viene de un pueblo malvado; de una “casa rebelde” que está construyéndose aquella ruina que puntualmente llagará en el 586. Por el momento, Dios le dice: “Voy a pegar tu lengua al paladar, te quedarás mudo” (3,16). Volverá a hablar, infundiendo esperanza en el perdón de Dios, después de la destrucción de Jerusalén. Ezequiel fue sobre todo un visionario, pero con una gran fe en aquel Espíritu que sabe resucitar al pueblo de Dios aunque parezca un valle de esqueletos (c. 37). No hay que olvidar, hacia el año 580, a Abdías, quien escribe el libro más corto del AT. Él anuncia el juicio sobre el hermano pueblo de Edom. En pleno exilio, a mitad del siglo VI, Dios suscita al “Segundo Isaías” para consolar (40,1) y anunciar un nuevo éxodo a los desterrados en Babilonia; pero de él nada sabemos. Al final del siglo VI, exactamente en el 520, Ageo y Zacarías, exaltando las esperanzas mesiánicas, apuran la construcción del Templo. En aquellas circunstancias el templo era muy necesario para que el resto del pueblo de Dios lograra una fuerte identidad. El libro de Malaquías (470- 450) anuncia una gran purificación. Malaquías (3,1) significa simplemente “mensajero”, ningún profeta existió con este nombre, A Joel (“el Señor es Dios”), lo colocamos al final del siglo V. Aunque su origen fuera rural, su ministerio se desarrolló cerca del Templo, cuando las ceremonias están en su mejor momento. Joel, movido por Dios, se dirige a los sacerdotes como los más responsables de la crisis social. Lo recordaremos como el profeta que anuncia la efusión del Espíritu de Dios sobre todos los miembros del pueblo. En fin Jonas (paloma), hacia el final de la profecía, tal vez, al comienzo del siglo III. El autor del libro, una novela didáctica, es anónimo, pero nosotros nos identificamos mucho con Jonás, porque cuando Dios lo envió, él se dirigió exactamente… ¡hacia la dirección contraria! Al llegar al Nuevo Testamento, los peligros de nuevos “becerros de oro” no desaparecen; la idolatría nunca muere, siempre está latente. Tenemos una gran sorpresa en la Primera Carta de Juan. Después de hablar de tanta comunión con la Palabra de vida (1,1), de afirmar que Dios es amor (4,7) y exhortarnos para que nos amemos unos a otros, la carta termina bruscamente diciendo: “Hijos míos, guárdense de los ídolos… ” (5,21). En fin, toda la Biblia termina con un libro profético” (22,19), el Apocalipsis: hacia el año 95 d. C. Juan de Patmos, en el c. 13, nos habla de la Bestia que sube del mar. Ella representa el poder de Roma; representa a sus imperadores que exigen adoración de parte de los pueblos sumisos. Entonces, obligar a someterse a los poderes totalitarios es la manifestación de la fuerza de una idolatría siempre viva. En resumen, Juan de Patmos no solo lucha contra la idolatría común y corriente, sino lucha especialmente contra la divinización de reyes e emperadores. Siempre existe, para nosotros mortales, la tentación de construirnos, en nuestra mente y corazón, una máscara del Altísimo y Todopoderoso. Por eso Dios… ¡envió a sus profetas! ---- p. Derno Giorgetti ----