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Identidad y estudios culturales: ¿no hay nada más que eso?

Sabina Loghin Tiu

171810

En este escrito, Grossberg se replantea si gracias a los estudios poscoloniales, que han estado
muy enfocados en la cuestión de la identidad, pareciera que únicamente problematizaran esta
última. Sin restarle importancia a los estudios culturales, se replantea la noción de la
identidad como una construcción social, una construcción esencialista. Advierte que hay una
tendencia a equiparar a los estudios culturales con la teoría política, la identidad y la
diferencia, y plantea algunos cuestionamientos teóricos en cuanto a la política de la identidad.

Por ello, Grossberg se plantea si los estudios culturales deben de girar en torno al asunto de
las identidades, sobre todo en los temas relacionados al poder. La intención del autor es
proponer la trascendencia de estos modelos de opresión y reubicar el discurso identitario,
rearticularlo dentro de un contexto más general de las formas de poder, para que estos
trasciendan tanto el modelo colonial del opresor y el oprimido, como el modelo de
transgresión de la opresión y resistencia.

Para ello, es preciso adoptar un modelo de articulación como práctica transformadora, de


rearticular la identidad como una agencia histórica y abandonar la noción del sujeto situado
al margen de las estructuras de poder. Grossberg sugiere que la cuestión de una sociedad
multicultural sea normativa y ética.

La identidad es en sí producto de un desarrollo moderno que según Grossberg responde a tres


aspectos o lógicas: la de la diferencia, la de la individualidad y la de la temporalidad. El autor,
en su deseo de recursar la dirección actual de los estudios culturales, propone tres
alternativas: una lógica de la otredad, una de la productividad y otra de la espacialidad.

Dentro del modelo de Hall (1990) la identidad tiene un contenido intrínseco y está definido
por un origen común. Hay una negación a una identidad originaria, pues se considera que
ésta está siempre incompleta, en construcción. En este modelo la identidad está plenamente
construida y es independiente y distintiva en lugar de otra. En el segundo modelo, se subraya
la imposibilidad de esas identidades plenamente construidas e independientes. Se hace
hincapié en la multiplicidad de las identidades, y las diferencias y conexiones entre los
fragmentos de dichas identidades. En este modelo, la política de representación es presentada
por Derrida, que ve esa posición de la identidad como una construcción íntegramente cultural
e incluso lingüística.

En este segundo modelo, el autor propone que existe una serie de figuras superpuestas e
incluso antagónicas en torno a la delimitación de la problemática de la identidad por parte de
los estudios culturales: différance, que describe la relación constitutiva del subalterno y el
dominante, la fragmentación que enfatiza la multiplicidad de identidades y posiciones,
fragmentaciones de una especie de unidad que debe ser rearmada, la hibridez, más compleja
puesto que gira en torno a las existencias fronterizas, o más bien, nace de un tercer espacio
donde habitan los subalternos, como la frontera y finalmente la diáspora, íntimamente
relacionada, nuevamente, con el cruce de fronteras.

Estas teorías han sido objeto de ataques por ignorar los discursos del subalterno y su
positividad, la heterogeneidad del poder y pasar por alto sus realidades materiales, pero el
autor se pregunta, ¿en la medida en que creamos una figura del subalterno, no elaboramos
otra teoría universalizadora?

Por otro lado, la lógica de la diferencia propone una interpretación particular de la relación
entre modernidad e identidad, que niega cualquier alternativa de escapar de lo moderno. La
identidad siempre se construye, bajo esta lógica, a partir de la diferencia. Lo moderno
convierte las identidades en construcciones sociales. Aquí entran las teorías de la otredad,
que suponen que la diferencia es producida históricamente, impuesta a las estructuras
modernas del poder, a lo real.

La lógica de la individualidad fue lo que permitió el desarrollo de una perspectiva de la


cultura como producción, equiparando los diversos procesos de individuación constituidos
en una estructura única y simple, que se funda en la idea del individuo humanista moderno
en tres planos diferentes; el sujeto como una posición que define la posibilidad y la fuente de
la experiencia; el agente como una posición de actividad y; el yo como la marca de una
identidad social. Esta cuestión epistemológica del sujeto describe una posición dentro de un
campo de subjetividad dentro de un cierto campo fenomenológico.
Sin embargo, lo moderno no se define únicamente por las dos lógicas antes mencionadas sino
que debe haber una lógica temporizadora. Ya que el espacio y el tiempo son inseparables,
son cosas que le dan unidad al sujeto. Bhabha ya lo decía en su “no-sincronicidad temporal
del discurso” cuando deduce que la identidad es una construcción histórica y que el proceso
de individuación se construye temporalmente: la subjetividad como conciencia interna del
tiempo; la identidad como construcción temporal de la diferencia, y la agencia como
desplazamiento temporal de la diferencia. Son las posiciones que nos definen espacialmente
en relación con otros lo que hace de la subjetividad un elemento espacial, nos limita al acceso
del conocimiento y el yo o la identidad, entendida de esta manera, se conceptualiza en
términos espaciales.

La agencia como identidad no es un asunto de identidades sino más bien de relaciones


espaciales de lugares y espacios y de la distribución de la gente en ellos. Solamente, en los
diversos puntos convergentes de estas líneas podemos encontrar el lugar conctreto de los
procesos de individuación de grupos y personas, tanto en el hecho de pertenecer a un grupo
como en el hecho de existir en un espacio, sociedad y tiempo determinados.

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