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Debemos comenzar por señalar la existencia de un primer estatuto sintomático, el estado del síntoma
previo al análisis, el de una neurosis, digamos, no tocada aun por el dispositivo analítico. Y no tocado por el
psicoanálisis por una razón muy precisa: porque el síntoma no ha devenido aun un problema para el sujeto
que lo porta, no ha entregado, todavía, digámoslo de este modo, la dosis de padecimiento necesaria para
que una demanda de análisis embrague sobre ella y pueda tener lugar. Se trata, eventualmente, del
síntoma de una neurosis no desencadenada, de una neurosis adormecida. Aun no se ha despertado
aquello que puede llevar a un sujeto al encuentro con un analista.
Este es quizás el estado más extendido del síntoma. Corresponde a esa suerte de feliz adormecimiento en
que se encuentra el humano promedio. ¿Qué sería un síntoma que no es sentido como tal por aquel que lo
porta? ¿Podemos llamar a eso un síntoma?
Hay una suerte de egosintonía, una armoniosa relación del yo con el síntoma que por el momento no se ha
quebrado. El síntoma no se distingue aun del carácter mismo del sujeto, de lo que a veces se llama su
personalidad. No hay entrada en análisis posible porque no existe la dimensión de padecimiento del
síntoma, además, existe una utilidad que el sujeto extrae del mismo, un beneficio secundario. Es más una
solución que un problema. Ama a su síntoma como a sí mismo. Y esto porque, en verdad, no hay ninguna
diferencia entre lo que se llama “si mismo” y el primer estatuto del síntoma.
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El síntoma, por su parte, capturado por el dispositivo analítico es puesto en forma y entrega así su tercer
estatuto en una mutación inédita: se torna pasible de ser descifrado, es decir, se vuelve analizable, pero
también el instrumento mismo de la operación analítica.
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si caduca un goce surge otro en su relevo. Lo que impide, en sentido estricto, aquello que pretende
cualquier perspectiva terapéutica: su reducción a cero.
En esto, ciertamente, alcanza con ser freudianos y armarnos con su concepción que anuncia lo
indomesticable de la pulsión, debiendo concluir que el goce es Medusa: se corta una cabeza, crece una
más allá.
Conclusión: de modo transpuesto, transferido, desplazado, sustituto, o como fuere, la pulsión se
satisface…siempre. Aunque el yo nada sepa de ello. Y es en esto que el sujeto, para lacan, es feliz.
El goce en el chiquero:
Comenzamos señalando para aquel al que hemos llamado el “portador asintomático”, la primacía de un
goce más que avenido al principio del placer, puesto que dé el no se distingue: goce del dormir. “Gozar
como cerdos”, sentencia Lacan en el Seminario 21, puesto que en el chiquero se duerme abundantemente.
Política del avestruz -según la pluma freudiana- de alguien ignorante del goce que el síntoma le reporta.
Desentendido de ello, pero en él cobijado y adormecido, este neurótico -decidido a seguir atontado- es
aquel que no se ha separado aun de su síntoma: este no ha llegado todavía a distinguirse de su carácter.
La ganancia –secundaria- que de allí se extrae abona la estabilidad de una feliz incertidumbre.
Así, en la llamada egosintonía del síntoma, lo real del goce sintomático –el que solo mas adelante podrá
irrumpir- cede en sus dos frentes, ante el avance dormitivo del fantasma y el de la automaticidad de un
inconsciente por el que el sujeto es trabajado.
Se trata de la formidable tijera del discurso del amo que garantiza el recorte del goce de cada quien, del
que la realidad se sostiene –al precio de la incertidumbre antes aludida-, haciendo que de ese modo las
cosas marchen al ritmo marcial que el amo impone. En esta perspectiva no puede sorprender, por lo
demás, la preponderancia –entre las formaciones del inconsciente- del sueño como guardián del dormir,
que guarece al neurótico de lo real sosteniendo su “normachidad”.
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Pero este paso a lo real de un goce inédito también es correlato del detenimiento del trabajo automático del
inconsciente, que con su producto de sueños custodiaba el dormir: tropiezo del “trabajador ideal” con la
piedra del síntoma, cese de su automaticidad.
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Pero conviene señalar que los distintos estatutos del síntoma que hemos examinado hasta aquí ya
comportaban otros tantos modos de vérselas con ese agujero,es decir,suplencias que vienen al lugar de la
relación sexual que no hay. Más precisamente, señalemos que tal función de suplencia se evidencia
inequívocamente como una solución en los casos de los primeros y terceros estatutos del síntoma
examinados: el síntoma de la neurosis adormecida y el síntoma analítico son “buenos remedios” frente a la
inexistencia de la relación sexual. Mientras que en el segundo estatuto considerado –el padecimiento
sintomático que introduce el desencadenamiento de la neurosis- es la dimensión de problema la que
predomina: lo que, en el mejor de los casos, precipita la consulta al analista.
Destaquemos entonces, en primer término, que si resta un síntoma al fin del análisis, tal síntoma ya ha
entregado, de sentido, lo que un psicoanálisis puede extraer de él. No abierto ya a desciframiento alguno,
persiste su “hueso”: núcleo de goce incurable del síntoma.
Ahora bien, ese goce que obtiene el analizado royendo el hueso del síntoma no puede confundirse con el
que le aportaba el fantasma. Lo que nos habilita a señalar que presupone su atravesamiento. Lo que nos
habilita a señalar que presupone su atravesamiento –el del fantasma-. Atravesamiento de este, entonces,
identificación con aquel.
¿Sino con aquel hueso sintomático, con que real podría calarse la pantalla fantasmatica? En efecto, es con
el síntoma –lo “que muchas personas tienen de mas real”– que se rebate la significación coagulada que
comporta el fantasma fundamental del sujeto. Ningún otro “instrumento” habilita ese relámpago de lucidez,
cuando acontece.
¿En que tomara apoyo ahora el analizado, llegado al borde mismo de su neurosis, cuando ya no cuenta
con el dudoso amparo que proveía el goce-sentido, el “gonce-zonzo” del fantasma, sino en lo incurable del
goce del síntoma? La paradoja de la estructura -S (A barrado)- revelada, no sin angustia, por el
atravesamiento del fantasma fundamental, puede resolverse en invención… sintomática. Con el síntoma,
aquel que llego al término de su análisis, se hace una respuesta novedosa frente al ausentido de la
relación sexual –en todo caso, una que ya no lo deniega.
Porque, a la identificación con el síntoma que asoma ya en ese: “hacerse”, debe sumarse, todavía, un
importante resguardo. Efectivamente, es preciso que en esa identificación postrera con el síntoma el
analizado pueda, además, no hacerse uno con el –como podría creerse-. Así, objetando cualquier identidad
reforzada que de allí pudiese surgir, impugnando cualquier transparencia que de ahí pudiera ganarse,
Lacan prefería interponer, en ese punto, las “garantías de una especie de distancia”. Garantías que aquí
referimos, sin más a la acción de un inconsciente que el fin de un análisis tampoco elimina.
No se trata ya aquí de la respuesta de la insistencia de la cadena significante –del “inconsciente-discurso
del amo”- operando el apaciguamiento de algún real sintomático por el sentido, sino de la letra del
inconsciente que puede hacer, del síntoma, Witz. El inconsciente realizado reduce el síntoma volviéndolo
Witz; el atravesamiento del fantasma alivia al inconsciente del goce-zonzo; la identificación con el síntoma
trueca la repetición fantasmatica en una que no sea vana.
Se trata aquí de “apostar” el hueso del síntoma en el lugar conveniente. Impidiendo que la identificación
con el síntoma devenga “identifijación consolidada” –lo que engendra, menos un analizado, que una
estatua de bronce siempre idéntica a sí misma-, el inconsciente realiza su responsabilidad al responder del
hueso del síntoma –verificado como incurable en el fin del análisis-, equivocándolo. Una-equivocación y
una-equivocación y una-equivocación: fecundas zancadillas de la letra del inconsciente que hace de la
identificación con el síntoma un “saber-hacer-ahí” - cada vez, en la contingencia - con lo real.