Sei sulla pagina 1di 8

BASES DE DEMOCRACIA Y CIUDADANÍA

CLASE 1. Viernes 8 de junio de 2018


INTRODUCCIÓN
El estudio de la ciudadanía desde un enfoque sociológico: la ciudadanía como participación
Como todos saben, trabajaremos en esta parte del curso el tema de la ciudadanía. La ciudadanía,
como bien saben, es primariamente una noción de carácter político referida a la relación política
que se establece entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual éste es
miembro de pleno derecho de esa comunidad, pero al mismo tiempo le debe su lealtad
permanente. Si bien las definiciones de ciudadanía son vastas, el concepto canónico de
ciudadanía es el de “ciudadanía social” de Thomas H. Marshall tal como lo concibió hace medio
siglo. En su discurso sobre esta cuestión, relata el desarrollo histórico que ha sufrido esta
categoría, mostrando que en un inicio era ciudadano aquél que, en la Inglaterra de entonces,
gozaba de los derechos civiles (libertades individuales). Luego, con el paso del tiempo se
sumaron a estos derechos –siempre por acción de los propios sujetos que demandaban nuevas
garantías- los derechos políticos (participación política), para finalmente agregar a la categoría
de ciudadano los derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud) cuya pretensión vendría
garantizada por el Estado nacional, entendido entonces, ya no como un Estado liberal, sino
como un Estado social de derecho. Esta agregación de derechos supone la interdependencia
entre ellos, pues ninguno podría darse plenamente sin la presencia de los otros. Así por ejemplo,
resultaría bastante difícil ejercer los derechos civiles y políticos sin tener protegidos los
sociales1.
Ahora bien, desde un enfoque sociológico conviene identificar la ciudadanía como la
participación en los asuntos comunes. Esta definición coincide con el ideal griego de ciudadanía
–como nos explica Adela Cortina, en su libro Ciudadanos del mundo que forma parte de nuestra
bibliografía-, donde el ciudadano es concebido como aquél que se ocupa de las cuestiones
públicas, para lo cual precisa pasar por un proceso de discusión (la discusión previa a la toma
de decisiones respecto de cómo organizar la vida en conjunto, que es, como saben, la pregunta
política por excelencia2). La sociología, al poner su mirada en la participación, se interesa en el
componente activo de esta categoría formal, comprendiéndola como una práctica social de los
actores que tiene efectos sobre la realidad producidos por las significaciones que ellos portan
asociadas a la idea de ciudadanía y de participación –cuando decimos ideas nos referimos a los
sentidos, las ideas, las nociones, las imágenes de la participación, todas teniendo efectos sobre
la forma que adquiere la participación, sobre su puesta en práctica-.
Como sabemos, la filosofía y la ciencia política son los campos más especializados y con mayor
tradición en tratar la cuestión de la ciudadanía; la una trabaja esta cuestión desde un punto de
vista normativo, mientras la otra, la ciencia política, aborda este problema de forma empírica,
interesándose en los procesos y dispositivos que articulan esta acción al Estado (partidos

1 En realidad, el principio de igualdad que rige el ámbito de la ciudadanía (una persona, un voto) puede ser socavado
por las desigualdades sociales. Las distancias sociales en ingreso y educación tienden a conllevar una desigual
distribución de los recursos (información, acceso a medios de expresión y organización, tiempo y dinero) que exige
la participación política, y en concreto, la electoral. Además las desigualdades pueden conducir a experiencias de
vida y expectativas de futuro tan distantes que hacen difícil la deliberación ciudadana (Lechner, 2007, pág. 423).
2 Así lo define Pericles en la Atenas clásica (Cortina, 1997, pág. 44).

1
políticos, sindicatos,…), las vías que los regímenes abren a la participación ciudadana; en fin,
clasificando y explicando la multiplicidad de lo real, cuestión que la filosofía se encargará, por
su parte, de modelizar y generalizar. El debate entre ambas disciplinas se juega sobre un plano
conceptual desde un punto de vista general o abstracto del ideal de una “buena sociedad”. La
sociología no interviene tanto en este debate para contestar esta normatividad; es más, puede
hacer uso de ella, ya que su interés está más bien puesto en mostrar cómo esa normatividad es
puesta en marcha, debatida y contestada por los propios actores, que, justamente, no serán
calificados como ciudadanos sino en la medida en que se muestran capaces de dar un sentido
normativo a la idea de ciudadanía (qué es lo que debe ser la ciudadanía, cuál es su ideal).
A partir de esta entrada podemos deducir la siguiente hipótesis de trabajo: la normatividad
política (como por ejemplo la que ustedes han conocido en la primera parte de este curso con
Javier) opera desde ya en los actores sociales: ellos evalúan su nivel de participación, juzgan
permanentemente su adecuación a los dispositivos democráticos, establecen normas y
prescripciones en conformidad con sus aspiraciones, critican y superan los múltiples
obstáculos que encuentran en el curso de su participación.
Tenemos entonces que la diferencia entre la filosofía y la sociología estará dada porque esta
última tiene en cuenta la competencia normativa que portan los actores en materia de
ciudadanía, toda vez que ella supone actores dotados de un lenguaje que es siempre, a la vez,
descriptivo y normativo. Pero también otra cosa distingue el enfoque sociológico del de la
filosofía o politología clásicas: esto es, mientras aquellos tienden a aislar un conjunto de
instituciones y actividades supuestamente intrínsecas, o en todo caso centrales de la política,
de otro tipo de instituciones consideradas como no-políticas (economía, cultura, familia,…), la
sociología se interesará no sólo en lo oficialmente político, sino también en aquello que hace
posible la relación política (digamos lo pre-político, la repartición de lo sensible entre los
diferentes) y los órdenes considerados no-políticos (como la familia, el trabajo, la educación,
etc.). En este sentido, para la filosofía o las ciencias políticas, la ciudadanía tendría lugar
únicamente al interior de procesos estado-céntricos de discusión y decisión, en la planificación
e implementación de elecciones colectivas (es decir, los momentos típicos que considera el ciclo
de una política), o también identificándola al compromiso partidario o a procesos de consulta e
implicación de los actores en las estructuras del aparato gubernamental. Este modo de concebir
y estudiar la ciudadanía es evidentemente fundamental, pero el sociólogo estudiará –
insistimos- tanto lo oficialmente político como los órdenes considerados no-políticos. Pues, en
tanto campos concernidos por elecciones colectivas y el ejercicio de la autoridad pueden
pensarse también ellos como del orden de lo político3.
La sociología (o al menos cierta sociología) viene entonces a subrayar la débil y borrosa frontera
entre lo político y lo no-político, y propone un concepto amplio de “política” que incluye, pero

3 Me detengo un momento en este punto, para mostrarles cómo aquí, me parece, se abre todo un programa de

investigación que podríamos llevar en este curso. Apoyándonos en los dos elementos recién mencionados, las
elecciones colectivas y el ejercicio de la autoridad, podríamos proponernos, a partir de la experiencia que ustedes
traen sacada de sus propios contextos de trabajo, pensar qué otros componentes o indicadores, además de los dos
recién mencionados, revelan lo político de órdenes sociales considerados de ordinario como no-políticos. Esta es una
pregunta que podríamos tener en mente a lo largo de nuestro curso. O también podríamos pensar qué tipo de
prácticas dificultan el desarrollo de capacidades favorables a la participación ciudadana. En fin, me parece que aquí,
como les dije, se abre todo un ámbito de reflexión e investigación, que podemos resumir en una pregunta: a saber,
cuáles son las competencias que se activan o utilizan en la “disputa por la organización del orden”, en la “disputa
respecto de cómo vivir juntos”-.

2
no se reduce, a la actividad gubernamental. Esta consideración nos recuerda una cuestión que
es de hecho muy relevante en esta materia, y pertinente en la actualidad, y que es que la
desafección frente a la política ni prueba ni significa la desaparición de lo político4. Pero
entonces nos preguntamos ¿qué es lo político? A este respecto tanto la filosofía como las
ciencias políticas han desarrollado la distinción, muy importante en estas materias, entre la
política y lo político. Si tomamos dos de los autores que ustedes revisaron en la primera parte
del curso, Jacques Rancière y Chantal Mouffe, tenemos que el primero identifica la política al
orden institucional y lo confinado a las leyes, y lo político como una cosa de carácter difuso,
prácticas en principio siempre listas a cuestionar los límites de la política sometiendo a prueba
a las instituciones según el criterio de la igualdad del reparto social. Por su parte Chantal Mouffe
relaciona la política a la multitud de prácticas de la política convencional, al conjunto de
prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden destinado a
organizar la coexistencia humana; mientras que identifica lo político a la dimensión de
antagonismo constitutiva de las sociedades humanas, a la posibilidad siempre presente del
antagonismo.
La extensión de la ciudadanía más allá de la política
En este marco sociológico que extiende la noción de ciudadanía más allá de la política, ésta será
considerada como un concepto transversal que puede tocar a la empresa, la escuela, la
universidad, la familia, los media. Veremos más adelante que autores como Adela Cortina,
hablan de distintos tipos de ciudadanía, todas ellas compartiendo la cualidad de la participación
significativa en las decisiones de la esfera de la que se trate. En este caso, el argumento de
Cortina para justificar la extensión de esta noción a otros dominios del quehacer social es, bien
entendido, filosófico, afirmando que, por muy importante que sea la dimensión política, la
persona trasciende con mucho esta dimensión, al ser miembro no sólo de una comunidad
política sino también de una familia, de una comunidad vecinal, de asociaciones civiles a las que
ingresa voluntariamente, todos casos donde cada uno establece relaciones con los otros
miembros de esos grupos, para poder con ellos organizarse y posicionarse (tener cada uno un
lugar dentro del orden organizacional), elementos que devienen fundamentales para la
construcción de la identidad personal (Cortina, 1997).
En efecto, según la autora, una necesidad esencial de las sociedades (de todos los tipos de
sociedades) es la de generar entre sus miembros una identidad en la que se reconozcan y que
les haga sentirse pertenecientes a ella, adhesión sin la cual resultaría imposible responder
conjuntamente a las tareas y problemas que plantea el vivir juntos (Cortina, 1997, pág. 22). A
este compromiso, Cortina le da el nombre de civilidad, es decir, la cualidad de los ciudadanos
de comprometerse libremente en la cosa pública. Para ello hace falta, de una parte, el
reconocimiento de la sociedad hacia sus miembros, y en contrapartida, la adhesión de aquellos
a los proyectos comunes. La autora nota también, al igual que muchos otros, que en las actuales
sociedades post-industriales, el sentido de pertenencia a una comunidad y de compromiso con
ella, gira en torno a la noción de justicia; es decir, sólo en la medida en que los miembros de una
sociedad consideren que el orden en el que están inmersos es justo, lo considerarán como
legítimo. Dicho de otro modo, tendrán por válidas y razonables las desigualdades existentes en

4 Ustedes saben que en la última elección presidencial, según datos del Servel, votaron en Chile el 46,6% del total de

las personas en edad de votar, cifra que desagregada según región y comuna, muestra lugares donde la no
participación superó el 85%.

3
la sociedad. En consecuencia, el concepto de ciudadanía desarrollado por la autora, integrará,
de una parte, las exigencias de justicia y, de otra, el sentimiento de pertenencia a la comunidad.
Mediante este tratamiento, nuestra pensadora busca superar la dicotomía entre liberales y
comunitarios -seguramente algo de esto vieron en las clases con Javier- integrando en la misma
noción las exigencias liberales de justicia basadas en la racionalidad del contrato social, y las
exigencias comunitarias que insisten sobre el rol esencial que juegan en este contrato la
identidad y pertenencia.
Pero si bien es cierto que hemos aquí atribuido la extensión o desplazamiento de la noción de
ciudadanía al modo como trabaja la sociología (o un cierto tipo de sociología llamada sociología
pragmática), no es menos cierto que un contexto democrático como el nuestro (al menos en
principio) exigiría concebir la ciudadanía como no limitada únicamente a un dominio estrecho
de la política, sino aventurar una reflexión más amplia que apunte hacia la extensión de la
democracia a otros espacios sociales distintos del político, al modo como lo pensó por ejemplo
John Dewey. Este filósofo norteamericano defendía que la democracia no se reduce a un
régimen político o a una forma institucional, sino que se trata de un “modo de vida personal”,
de una experiencia surgida de las ideas que portan las personas y las acciones que ejecutan
destinadas a ponerlas a prueba; un intercambio fructífero entre la teoría y la práctica, que
debiera afectar todas las relaciones sociales (la fábrica, la familia, la iglesia) de las cuales
depende, en última instancia, la estabilidad y longevidad de las instituciones políticas. Dewey
entendía la democracia como una organización social en la que cada uno debiera poder
contribuir desde el punto de vista de su situación particular en el proceso de instauración de la
autoridad colectiva, en la orientación de las actividades del grupo, o en la definición de los fines
colectivos. Visto así, en la filosofía de este autor el dualismo entre el hombre y el ciudadano
desaparecen. Formar ciudadanos es formar libertades, y esto –según Dewey- comienza en la
escuela (se le conoce por esto como un referente en los temas de escuela y democracia). Desde
su posición postuló que “los problemas de la democracia se superan con más democracia”.
Entonces, si parafraseamos esta cita podríamos decir que “los problemas de la ciudadanía se
superan con más acciones y prácticas ciudadanas”. (Me permito aquí sin embargo abrir un
paréntesis para advertir que esta proposición puede ser criticada por quienes se esfuerzan en
delimitar lo propio del régimen político, cuya lógica no podría transportarse a otros regímenes
de acción sin dificultades analíticas mayores).
Entonces, decíamos que Dewey aboga por la democratización de la sociedad y afirma la política
como una actividad que refiere esencialmente a los problemas de auto-organización de la
acción colectiva: frente a problemas objetivos que encuentran las personas o los grupos –dice
Dewey-, se constituye primero lo público, en torno a una percepción común de una situación de
interdependencia, y luego, en un segundo tiempo, se reafirma esta visión en torno a una
voluntad de intervenir y dominar colectivamente la situación (Cefaï/Terzi, 2012; Cefaï et al.,
2015, en (Berger & De Munck, 2015). Vemos aquí una comprensión de la democracia como un
método, una manera de hacer o, mejor dicho, una manera de organizar la vida en sociedad. Este
modo sin duda puede desembocar en un Estado que dirige las acciones públicas, pero también
llevar a una vida asociativa y cívica comprometida, que escapa a la empresa del Estado, y que
puede incluso ser hostil a éste5.

5 Llegamos hasta aquí la primera clase, no obstante habíamos previsto avanzar hasta el punto “La formación

pragmática de las capacidades ciudadanas”.

4
CLASE 2. Sábado 16 de junio de 2018
Antes de iniciar los temas que veremos en esta sesión, recordaremos rápidamente lo visto la
clase pasada. Vimos la noción de ciudadanía en tanto categoría propiamente política, la cual
designa una relación entre el Estado y el individuo, donde el primero se compromete a proteger
al individuo a la vez que a garantizar sus derechos (civiles, políticos, sociales, según la definición
canónica de ciudadanía de T.H. Marshall) mientras que el segundo se compromete en un deber
de lealtad y obediencia permanente con el primero.
Enseguida dijimos que nosotros estudiaríamos en esta parte del curso el tema de la ciudadanía
desde un enfoque sociológico, lo cual implicaría dos cosas: 1. La primera, identificar la noción
de ciudadanía con la de participación; esto, porque la sociología se ocupa de la validez empírica
de las normas. La sociología en este sentido, se interesará por el componente activo de esta
categoría formal, que entenderá como una práctica social que tiene efectos sobre la realidad
producidos por las significaciones que las personas asignan a la idea de ciudadanía y de
participación (veremos un ejemplo de esto6). Esto sugiere que la sociología tendrá en cuenta la
competencia normativa de los actores en materia de ciudadanía, la cual les permite evaluar
tanto su nivel de participación como el de las condiciones que hacen posible el pleno ejercicio
de los derechos ciudadanos. 2. La segunda es la extensión de la noción de ciudadanía más allá
de la política –más allá de lo que oficialmente se entiende por política: sus instituciones,
procedimientos, actores, etc.-, hacia órdenes considerados típicamente como no-políticos (la
familia, el trabajo, la educación,…). Y esto, porque, en tanto órdenes concernidos por elecciones
y decisiones colectivas, y el ejercicio de la autoridad, podían considerarse ellos también
como del orden de lo político –así nos propusimos a modo de trabajo a lo largo del curso, estar
atentos a los elementos propiamente políticos que podíamos observar en distintos órdenes de
acción, a la luz de los contenidos normativos que veríamos en clases, pero también de la
experiencia que ustedes traían de sus propios contextos de trabajo-.
Pero también dijimos que el desplazamiento de la noción de ciudadanía a otros campos
distintos del político, podía entenderse como una exigencia democrática. Citamos al filósofo
John Dewey que postula justamente la extensión de la forma democrática de organización a
todos los dominios sociales. Para el autor la democracia no es sino un “modo de vida personal”,
una experiencia surgida de la puesta a prueba de las ideas normativas que las personas portan,
una suerte de intercambio fructífero entre teoría y práctica. Asimismo, vimos que Dewey afirma
que en una organización democrática las personas deben poder contribuir a la definición de la
autoridad y de los fines colectivos desde sus propias situaciones particulares. Dewey en efecto,
concibe la política como una actividad que refiere esencialmente a los problemas de auto-
organización de la acción colectiva: frente a problemas objetivos –dice Dewey- que
encuentran las personas o los grupos, se constituye primero lo público, en torno a una
percepción común de una situación de interdependencia (definición de la situación), y
luego, en un segundo tiempo, se reafirma esta visión mediante una voluntad de intervenir y
dominar colectivamente la situación.
Por último, vimos cómo Adela Cortina también trabaja desde un enfoque que plantea extender
los límites de la ciudadanía a otros ámbitos, donde se precisa de la participación de los
miembros (economía, organizaciones civiles, multinacionales,…): se trata de la civilidad que es
la cualidad de los ciudadanos de comprometerse libremente en la cosa pública. La condición de
la civilidad o adhesión de los miembros a su comunidad política estaría dada por la legitimidad

6 Ver ejemplo tomado de Lechner, Tomo II, pp. 427 – 429.

5
que estos le asignan a ella, y que en las actuales sociedades –explica la autora- corresponde al
criterio de justicia.
La cuestión de la legitimidad del orden
Entonces, me gustaría en esta clase trabajar la cuestión de la legitimidad del orden político.
Dijimos que la ciudadanía expresa una relación política entre los deberes de protección por
parte del soberano, y los deberes de lealtad permanente o de obediencia (la llamada obligación
política) por parte del súbdito. Pero en nuestro contexto de la modernidad, cuyo principio es la
autonomía individual, desaparece la posibilidad de la jerarquía, de modo que estamos obligados
a legitimar la autoridad mediante el consentimiento voluntario de todos. Dicho de otro modo, el
poder humano es en principio injusto y por tanto, para que opere, digamos, no por la fuerza
sino por la razón, tiene que ser legitimado. El problema radica en que la autodeterminación no
es lo mismo que la participación en la toma de decisiones: no hay puente entre la autonomía
individual y la autoridad. Es así que la democracia aparece como pregunta por la legitimación
de la autoridad: en el fondo ¿por qué obedecer a otro –y no simplemente a mí mismo? ¿Cómo
justificar la obediencia al soberano? Incluso más: ¿cómo justificar, ya no sólo la obediencia a las
leyes, sino además, la adhesión a los asuntos comunes, la motivación y el interés en estos, de
manera de mover a los individuos a participar?
Ahora bien, Weber señala que la obediencia sólo se le debe al poder legítimo. Los ciudadanos
cumplirán con su deber de obediencia al soberano o a la ley –dice Weber- en tanto consideren
este poder como legítimo –en caso contrario, resistirán este poder. Podemos ver entonces cómo
el problema de la legitimidad está íntimamente ligado al de la obligación política. De esta
manera, como bien observa Bobbio (1989, p. 123), el juicio sobre los límites de la obediencia o
sobre la validez de la resistencia va a depender de la legitimidad que las personas le asignen a
un determinado orden. La dicotomía que está en juego es la obediencia/desobediencia (o
resistencia), de modo que el trabajo de la política será, en gran medida, el de afirmar un orden
que justifique la duración de la obediencia.
Weber se servirá de la noción de legitimidad, que podemos entender como el criterio que sirve
a justificar racionalmente la fuerza de unos sobre otros para distinguir entre poder y
dominación (por ejemplo, obedecemos al padre o a la madre apelando a la naturaleza en cuanto
la autoridad deriva de la procreación). Mientras el poder es un acto de coacción de uno o varios
sobre otros, la dominación sugiere el consentimiento o la adhesión a la orden. Así, el poder es
definido, por Robert Dahl, como la capacidad de conseguir que un actor haga algo que por sí
mismo no habría hecho; la dominación, en cambio, tal como la define Weber, implica que los
dominados hacen de las órdenes (su contenido) la máxima de su acción (Weber, La dominación,
p. 20) –es decir, hacen suya la voluntad del dominador. Un aspecto decisivo de la dominación
reside pues, en la existencia de una autoridad simbólica reconocida como tal y que implica
obediencia. Entonces tenemos que la dominación es en Weber un concepto relacional, que no
opera principalmente por medio de la prohibición y constituye, al contrario, una dinámica
creativa de identidades y conductas de vida. Para que haya dominación en sentido weberiano,
tendrá que haber, de una parte, voluntad y por tanto intencionalidad (individuo, grupo o
institución que se propone mandar) y, de otra parte, reconocimiento de la legitimidad de este
mando.
Weber describió las formas históricas (los fundamentos reales, no los presuntos o declarados)
del poder político legítimo: son tres: el poder tradicional, el poder legal-racional y el poder
carismático. Estos tres tipos le sirven para intentar comprender cuáles son las diferentes
razones que permiten explicar formaciones políticas estables y duraderas de la relación
mandato-obediencia que distingue al poder político. Así, las razones o motivaciones de la

6
obediencia en el caso del poder tradicional será la creencia en la sacralidad de la persona del
soberano, sacralidad derivada de la fuerza de su duración en el tiempo, de lo que siempre ha
sido así, de modo que no se ve la razón para cambiar esto; en el poder racional el motivo de la
obediencia derivará de la creencia en la racionalidad del comportamiento conforme a las leyes
creadas de común acuerdo; en el poder carismático se obedece porque se creen en las dotes
extraordinarias de quien manda (Bobbio, 1989, p. 126 - 127).
Por su parte, Bobbio, basado en la literatura política, señala seis criterios de legitimidad a lo
largo de la historia: el principio teocrático, el apelo a la naturaleza como fuerza originaria, y la
tradición, estos tres favorables al mantenimiento del statu quo; y el principio democrático del
consenso, el apelo a la naturaleza ideal (la autodeterminación), el progreso histórico, estos tres
últimos favorables al cambio (Bobbio, 1989, p. 124).
La legitimidad procedimental
Por su parte, Lechner señala que el actual dilema de la legitimidad en los regímenes
democráticos se juega entre: o bien, privilegiar la estructura organizativa de la dominación,
identificando su legitimidad al acto formal de votar, es decir, a la aplicación de procedimientos
para producir decisiones vinculantes; en este caso –observa Luhmann- la legitimidad es
representada como una prestación del mismo sistema. O bien, se enfatiza la autodeterminación,
pero sin saber operarla organizativamente, o más bien, operándola de una forma mínima que
es la de garantizar jurídicamente la autonomía individual de todos los ciudadanos. La
dominación –defiende Luhmann- se legitima en las sociedades modernas y diferenciadas, sólo
por la forma de los procedimientos de decisión (legitimidad formal) y no en referencia a los
valores, o al contenido material de las decisiones colectivas –no hay ideas de bien en circulación
sino que esto queda entregado al individuo-.
Esta manera de abordar el problema de la legitimidad, atendiendo a los procedimientos es
también la manera como se ha comprendido el problema de la justicia (Honneth, 2015). En
efecto, existe a este respecto en la actualidad un consenso bastante generalizado respecto a que
las sociedades democráticas liberales se legitiman en la medida que garantizan jurídicamente
la autonomía individual de todos los ciudadanos; en paralelo es ampliamente admitido que tales
garantías ciudadanas para todos (los derechos civiles y políticos) demandan mecanismos de
redistribución de bienes materiales (sociales) que deben permitir a lo menos que las personas
se vean favorecidas por los derechos que el Estado les reconoce. La justicia en este contexto –
como plantea Honneth- consistirá en distribuir estos “bienes” materiales -ya disponibles y
susceptibles de acumularse individualmente-. Se trata de una manera “distributiva” de
comprender la justicia, admitiendo que en las actuales democracias la legitimidad se consigue
en base al respeto a los procedimientos, y al principio de justicia (varios autores han trabajado
el tema de la justicia7, ciertamente en esta materia el referente es John Rawls con su Theory of
Justice de 1971). La justicia es tomada así como la noción capaz de articular derechos y deberes,
pertenencia a la comunidad y compromiso con ella.
Pero la justicia, como dijimos la clase pasada, consiste básicamente en dar a cada cual lo que le
corresponde. Entonces, cuando decimos que un orden deviene legítimo en la medida en que lo
consideramos justo, estamos diciendo que admitimos como válidas y razonables las diferencias
y desigualdades que encontramos en nuestro orden social –al mismo tiempo que podemos en
realidad contestar este orden cuando no se ordena en base a un principio de justicia-. En efecto,
si tomamos la definición de la dominación de Weber, el problema de ésta, o más bien de su

7 Ver (Cortina, Ciudadanía: el gozne entre ética, política y economía, 2010).

7
sociología política, es que no contempla la posibilidad de una acción común de contestación del
orden…

Potrebbero piacerti anche