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ILUSTRACIÓN Y EUDAIMONÍA: SÓCRATES

Sócrates fue en su tiempo un personaje deliberadamente problemático y conflictivo, y ha


seguido siéndolo en la historia del pensamiento occidental. Para los convencionales
ciudadanos atenienses, Sócrates era un alborotador que disfrutaba planteando preguntas
provocativas sobre la virtud destinadas a corromper a sus hijos y a debilitar sus principios
morales. Para los filósofos cristianos, y especialmente para las personas de actitud cristiana,
aunque no sean creyentes, Sócrates se convirtió en un personaje muy atractivo: un pobre
vagabundo en busca de la virtud, que molestaba a los más seguros de sí mismos y a los que
se sentían moralmente superiores, y cuya recompensa final fue morir ejecutado. A pesar de
ser ciudadano de Atenas y un admirado soldado, Sócrates, al igual que Jesús, procedía de
un entorno modesto —era hijo de un cantero— y osó desafiar los valores vigentes en la
sociedad de entonces, tanto la sed de poder y gloria de los aristócratas como la sed de
dinero de los comerciantes. En su declaración ante el jurado que le condenó, Sócrates dijo:
«No hago más que persuadiros, tanto a jóvenes como a viejos, de que no os ocupéis del
cuerpo ni del dinero tanto como de la excelencia del alma» (Apología, 30a). Para la antigua
clase aristocrática de Atenas, y posteriormente para Friedrich Nietzsche y para los
neopaganos alemanes del cambio de siglo, algunos de los cuales siguieron y apoyaron a ese
líder decisivo que fue Hitler, Sócrates y Jesús eran maestros perversos que nublaban la
mente con principios morales altruistas a los fuertes por naturaleza y que ataban sus manos
con los grilletes de las leyes aprobadas por los débiles.

Parece pues que Sócrates era un hombre peligroso, pero, ¿qué enseñaba? En cierto sentido,
nada. Sócrates era un filósofo moral que no mostraba interés alguno por la física y que no
era un sofista, aunque los atenienses lo consideraran uno de ellos, un sofista. Había
emprendido su propia búsqueda distinta y propia de la naturaleza de la verdadera virtud y
del bien verdadero, si bien aseguraba desconocer en qué consistían. Durante sus lecciones,
interrogaba meticulosamente a uno o varios jóvenes acerca de algún tema relacionado con
la virtud: ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la belleza? ¿Y el valor? ¿Y el bien?
Los interlocutores de Sócrates ofrecían definiciones convencionales que Sócrates
desmantelaba con inteligentes y perspicaces preguntas. Por ejemplo, en Gorgias, Calicles
define la justicia como «la ley de los fuertes», dejando entrever en su respuesta su origen
aristocrático y su formación sofística. Sin embargo, el ataque de Sócrates a las creencias de
Calicles es tan devastador que éste, en vez de abandonarlas, simplemente huye. Aquellos
que no huían y permanecían con Sócrates llegaban a compartir su estado intelectual de
aporía o ignorancia ilustrada. Con Sócrates se veían obligados a reconocer que ignoraban
qué es realmente la justicia (o cualquier otra virtud sobre la que discutieran), pero se daban
cuenta de que se encontraban en una posición mejor ya que habían sido desengañados de
sus creencias, tan convencionales como erróneas. Sócrates temía que, habiendo adquirido
todo un imperio y debido a la desmedida h’ybris (soberbia) que esto había engendrado en
ellos, los atenienses se hubieran apartado del camino del autodominio o sofros´yne.
Consideraba que su misión era acabar con esa arrogancia imperialista y restaurar el
tradicional autocontrol griego.
Aunque Sócrates no enseñaba ninguna doctrina concreta, su enfoque filosófico contenía
varias innovaciones importantes. La primera de ellas era su búsqueda de la naturaleza de
las virtudes en general y de la virtud en sí misma.

Todos sabemos intuitivamente que tanto devolver un lápiz como establecer una
democracia son acciones justas, pero lo que ellas tienen en común, lo que es la justicia como
tal, no está tan claro. Tanto una puesta de sol como una sinfonía de Mozart son bellas, pero
lo que comparten, la belleza en sí, sigue sin descubrirse. Sócrates elevó estas dudas a un
plano superior. La justicia, la belleza, el honor, etc., son todos buenos, pero lo que tienen
en común, qué sea el bien en sí mismo, es de nuevo algo escurridizo. En el terreno de la
filosofía moral, Sócrates empezó a intentar comprender el significado y la naturaleza de
conceptos humanos abstractos tales como los de justicia y belleza. Platón y Aristóteles
continuarían y ampliarían esta búsqueda ética de Sócrates desde la ética hasta abarcar todo
el abanico de conceptos humanos en cada área, creando así el campo denominado
epistemología —la búsqueda de la verdad en sí misma—, una de las principales tareas de la
filosofía y la psicología posteriores.

El método de Sócrates, un tipo especial de diálogo denominado élenchos, era igualmente


innovador. Sócrates creía que todos y cada uno de los hombres están en posesión de la
verdad moral, aun cuando ni ellos mismos lo sepan. Sócrates se calificaba a sí mismo de
«comadrona» del conocimiento de la virtud, ya que en vez de descubrírselo a las personas,
conseguía extraerlo de ellas mediante preguntas. Así, por ejemplo, recurría a supuestos
casos concretos para debilitar, hasta destruirlas, las falsas ideas sobre la virtud.
Un joven describía el valor, al más puro estilo de la Edad de Bronce, como la lucha con honor
y sin miedo contra los enemigos y Sócrates contraatacaba con algo como «la carga de la
brigada ligera»: valiente pero estúpida, que lleva la muerte y la derrota a la propia familia,
los seguidores y los compatriotas. Planteando ese tipo de preguntas y problemas conseguía
debilitar e incluso —en el caso de aquellos que no se marchaban— eliminar por completo
los prejuicios para alcanzar finalmente el estado de aporía. Sin embargo, precisamente
porque todos podemos emitir intuitivamente juicios correctos acerca del bien y del mal aun
cuando no sepamos explicarlos, Sócrates suponía que el conocimiento de la virtud está
latente en nosotros. Podemos descubrir este conocimiento y llegar así a ser más virtuosos
si lo buscamos con él y lo convertimos en un conocimiento consciente y explícito.

En algunos aspectos, el élenchos socrático es el origen de la psicoterapia. Los


psicoterapeutas coinciden con Sócrates en que hemos aprendido falsas creencias que
tienen un efecto negativo en nuestra salud pero que, a la vez, poseemos una verdad oculta
y liberadora que podemos encontrar en nosotros mismos a través del diálogo con alguien
que nos oriente. Sócrates también creía que nada que no podamos explicar y de lo que no
seamos conscientes merece llamarse conocimiento o verdad. Una persona puede hacer lo
correcto de manera infalible en todas las circunstancias pero, para Sócrates, esa persona
no es realmente virtuosa a menos que pueda justificar racionalmente sus actos.
En su búsqueda de la virtud, Sócrates exigía algo más que buen comportamiento o
intuiciones acertadas acerca del bien y del mal; exigía una teoría de la virtud (la palabra
griega theoría significa contemplación, no acción). En el diálogo El Banquete, Diotima,
profetisa semidivina y supuesta maestra de Sócrates, le dice: «¿No sabes que la opinión
correcta sin la capacidad de explicarla no es conocimiento? ¿Cómo podría ser conocimiento
algo inexplicable?... La opinión correcta [...] está a medio camino entre la sabiduría y la
ignorancia» (202a).

La exigencia de Sócrates de que el conocimiento fuera una teoría que pudiera explicitarse y
defenderse, tras ser adoptada por Platón, se convirtió en el objetivo común de la filosofía
occidental frente a otras dos formas de pensamiento. La primera de ellas se corresponde
con los dogmas religiosos que no permiten que la razón natural cuestione o ponga en duda
la revelación divina. El Islam, después del siglo XIII, abandonó la filosofía naturalista y la
ciencia precisamente por ese motivo. De manera similar, en China tampoco era posible el
desarrollo científico debido al control ideológico absoluto por parte de sus emperadores,
designados por la divinidad, y sus burócratas, los mandarines confucianos (véase el Capítulo
4). La otra está integrada por las tradiciones que valoran la intuición por encima de la lógica,
como el budismo o el romanticismo occidental.

Por último, como parte de su indagación de la virtud, Sócrates planteó importantes


preguntas sobre la motivación humana. En toda filosofía moral resulta esencial aportar
razones por las que se deba hacer el bien y explicar por qué, con tanta frecuencia, se hace
el mal. El primer problema — el porqué el hombre ha de ser virtuoso— nunca planteó
dificultades a los filósofos griegos ni a los romanos porque ambos suponían, sin que les
cupiera duda alguna, que la virtud y la eudaimonía estaban estrechamente unidas, si es que
no eran lo mismo. La traducción más habitual de eudaimonía es «felicidad», pero en
realidad este término significaba algo más que la consecución del placer, aunque el placer
formaba parte de su significado. Significaba vivir bien o prosperar. Al igual que todos los
griegos, Sócrates suponía que el fin adecuado de la vida era la eudaimonía, y creía que ser
virtuoso la garantizaba.

Así, tanto él como los demás griegos suponían que, debido a que todos buscamos la
felicidad, la eudaimonía, todos buscamos instintivamente la virtud, por lo que no es
necesario encontrar razones especiales para hacer el bien. En El Banquete, Platón dice
(205a): «Por la posesión de las cosas buenas, los felices son felices, y ya no es preciso
preguntar además: ¿Para qué quiere ser feliz el que quiere serlo?, sino que parece que la
respuesta tiene aquí su final». La casi total identificación entre felicidad y virtud que hacían
los griegos difería en gran medida de la de los sistemas éticos posteriores, entre ellos el
cristianismo, que nos insta a ser éticos pero nos advierte de que perseguir la virtud a
menudo conlleva sufrimiento en vez de felicidad.

Los filósofos éticos griegos y romanos no tenían ninguna dificultad en explicar por qué el
hombre busca la virtud, por lo que optaban por concentrarse en por qué a veces se elige
mal. Si virtud y felicidad son prácticamente lo mismo, la existencia del comportamiento
malo parece realmente difícil de explicar. El hombre quiere ser feliz y, por lo tanto, debería
actuar siempre de la manera correcta. Sócrates proponía una respuesta puramente
intelectual al problema del mal: sostenía que el hombre actúa mal sólo cuando ignora el
bien. Una persona sedienta no bebería veneno conscientemente, pero podría hacerlo si
cree erróneamente que se trata de agua pura. Las acciones perniciosas nunca se eligen
como tales, sino sólo cuando se desconoce su naturaleza maligna.

Sócrates explica el comportamiento malo a partir de la tesis del élenchos, según la cual el
hombre conoce intuitivamente la virtud, pero las falsas creencias adquiridas a lo largo de
su vida nublan este conocimiento y pueden llevarlo a hacer el mal. Cuando una persona
sabe realmente qué es la virtud, pasa de inmediato a actuar de la forma correcta. Así,
Calicles, que abandonó su diálogo con Sócrates, participó en un golpe de estado realizado
por los aristócratas porque seguía dominado por la falsa creencia de que la justicia era el
gobierno de los fuertes.

Desde el punto de vista de Sócrates, Calicles no era malo, sólo estaba mal orientado. Si no
hubiera abandonado su contacto con Sócrates, habría aprendido que la justicia no era la ley
de los fuertes y no habría intentado derrocar la democracia. Para Sócrates el conocimiento
del bien —no la buena voluntad o el deseo de alcanzar la virtud— era lo único que se
necesitaba para actuar bien. Algunos filósofos éticos posteriores griegos y romanos, entre
ellos el propio Platón y los primeros cristianos, consideraron que la solución intelectual de
Sócrates no era plausible, porque resulta evidente que algunas personas disfrutan haciendo
el mal y que incluso las personas virtuosas, en algunas ocasiones, hacen el mal
conscientemente porque su voluntad es demasiado débil para resistirse a la tentación. Esta
búsqueda del origen del mal en el comportamiento humano se convirtió en uno de los
temas importantes de estudio de la psicología de la motivación.

Fuente: Leahey,T. H. (2005). Historia de la psicología (6ª ed.) Madrid, España: Pearson
Educación, S. A.,
SÓCRATES

Sócrates (c. 469-399 a.C.) le dio a la filosofía occidental su enfoque característico en el


análisis crítico de los conceptos y los argumentos. Su famosa afirmación de que “La vida que
no se examina no vale la pena vivirla” ejemplifica mejor que nada su compromiso decidido
con la búsqueda de la sabiduría. Fuera de breves periodos que pasó en el servicio militar y
como picapedrero ocasional, dedicó su vida a la discusión filosófica con los sofistas, sus
amigos aristocráticos, y el pueblo de Atenas. Indiferente ante la fama y la fortuna, no
aceptaba remuneración por su enseñanza, ya que profesaba que no sabía nada que valiera
la pena. En el año 399 a.C. se le acusó de haber corrompido a la juventud de Atenas. Su
enjuiciamiento, arresto y muerte los describe conmovedoramente Platón en los diálogos
Apología, Critón y Fedón.

Sócrates se concentró en cuestiones éticas y enseñó que la virtud es conocimiento. Trató


de descubrir la esencia objetiva del valor, la justicia, el conocimiento y la virtud mediante el
examen crítico de las definiciones propuestas en términos de propiedades comunes para
todos los casos. Por ejemplo, en el Teeteto, Platón definió el conocimiento en términos de
una creencia verdadera justificada. Su método del examen crítico llegó a conocerse como
método socrático.

Fuente: Greenwood
LA BÚSQUEDA SOCRÁTICA

Como a los sofistas, Sócrates se interesa en el ser humano ardientemente; pero el ser
humano captado en una perspectiva esencialmente moral.

Al alma como principio de movimiento y de vida, colocada en primer plano por los jonios,
él añade como valor esencial la razón y el carácter moral; ve en ella la sede de esa
personalidad espiritual que su método quiere instaurar y consolidar, para hacerla
plenamente dueña del cuerpo que anima.

Su meta
Buscar, en las fluctuaciones de la vida sensible, “invariables” capaces de dar sostén a ese
papel del alma en cuanto sujeto razonable del conocimiento y de la acción. Las descubre en
las nociones (justicia, verdad, virtud, felicidad, belleza) que a su juicio expresan la verdadera
naturaleza del hombre y las cuales se esfuerzan en definir en su esencia idéntica y
permanente. Su identificación de la moral y de la verdadera ciencia postula que la acción
humana puede y debe estar sometida a principios válidos para el ser humano en general,
por cuanto todo individuo posee una naturaleza profunda, sustraída a las vicisitudes
temporales. Lo que es bueno o verdadero para uno debe ser bueno y verdadero para los
demás.

La investigación socrática envuelve una universalidad de derecho orientada toda ella sobre
un aspecto de la vida que, indudablemente, se descuida demasiado en nuestros días: el de
los valores encarnados por la existencia del ser humano y del sentido que confiere a la vida.

A las convenciones, a los prejuicios, a las ideas recibidas sin examen, Sócrates opone la
existencia de una reflexión capaz de instaurar una vida moral que se determina con pleno
conocimiento de causa. La tentativa expresa una elevadísima coincidencia subjetiva, y se ha
observado que con todo el “demonio” que él invoca, fuente profunda de su inspiración,
aparece una suerte de esbozo de la “Profesión de fe del vicario saboyano”, y del imperativo
categórico de Kant. Antes del cristianismo, este moralista invita a sus contemporáneos a
un incesante examen de conciencia, al esfuerzo sostenido de una toma de conciencia en sí
para sí y en relación con el otro, con vistas a un progreso moral, que considera es lo único
verdaderamente importante. Esfuerzo que perseguirá para con todos y contra todos, hasta
su misma muerte. Su conócete a ti mismo se inscribe en esta mira esencialmente ética. El
conocimiento no versa sobre la realidad del alma, de la cual no duda, sino sobre sus riquezas
ocultas que hay que descubrir para volverse mejor; si exhorta a los atenienses a este
conocimiento de sí mismos por sí mismos, es porque lo mueve una convicción profunda de
que saldrán ganando en la firmeza moral, de que ya no se dejarán impresionar por las
argucias de los sofistas.
Por lo que respecta a la naturaleza y al destino del alma así entendida, la dificultad de
distinguir entre sus propias ideas y las de Platón no nos permite más que conjeturas. Baste
con observar que la concepción socrática supone, en todo caso, una fe metafísica: la de una
racionalidad inmanente a las profundidades de la vida.

En Sócrates la psicología está totalmente subordinada a la ética, al ser la introspección


función del sentido que se trata de dar a la conducta humana. El hombre socrático es un ser
que quiere alcanzar la dicha en virtud de una tendencia más o menos oscura, postulada
como la raíz misma de sus deseos. Y éste debe comprender que sólo el bien puede satisfacer
este anhelo. Pero la habilidad dialéctica de Sócrates sólo podía afirmar, sin demostrarla, la
identidad establecida entre los objetos de dese y el bien, entre lo deseable –en el sentido
psicológico del término- y el fin del hombre .en el sentido metafísico-; finalmente, entre el
bien, la belleza, la virtud y lo útil. Su “sólo sé que no se nada” es un procedimiento didáctico,
fundado en realidad en la convicción de que el contraste entre la búsqueda del placer o del
poder, y la búsqueda del soberano bien, no es sino aparente, y que obedece a una falta de
discernimiento, a un conocimiento insuficiente del bien, única garantía de la felicidad
humana; la acción justa es, pues, la que está guiada por un conocimiento claro, fundado a
su vez en una elucidación teórica, y es a esta ciencia del bien a lo que nos quiere llevar su
famosa mayéutica.

El lazo de la razón y las pasiones se mantiene en cuanto el hombre esclarecido, que obra
entonces forzosamente bien, según Sócrates, poner su pasión en esa acción buena. Pero no
deja de ser cierto que todo el dominio verdaderamente “psicológico”, por ejemplo, el de
los conflictos que surgen entre los mandamientos de la conciencia moral (por no hablar de
las vicisitudes de esta última) y las fuerzas instintivas se halla ausente de tal concepción
exclusivamente ética y, a pesar de las apariencias, más preocupada por una idea de lo
humano que por los hombres en su diversidad concreta. Parece que Sócrates fue un hombre
de salud física y moral excepcionales, animado por una fe no menos excepcional en el poder
de esa razón humana que experimentaba en sí mismo. La mayor ceguera a sus ojos, si
hemos de creer el testimonio de Platón, es desconocer que la mayor desdicha, peor que la
enfermedad del cuerpo, es “vivir con un alma no sana, sino corrompida, y además injusta e
impía”.

En pocas palabras, la concepción socrática del alma es inseparable de la filosofía de la


sabiduría, ciencia por excelencia, por cuanto engloba a todas las demás virtudes particulares
(piedad, justicia, valor, templanza); y de una sabiduría que se puede enseñar, puesto que
es posible obrar sobre el alma de tal manera que se vea obligada a expresar la verdad de
que está preñada.

Fuente: Mueller, F.L. (2003) Historia de la psicología. De la antigüedad a nuestros días. (2ª.
ed). México, D. F.: Fondo de Cultura Económica

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