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ESTUDIO LITERARIO DE LA OBRA “AURA”

ADOLFO CASTAÑÓN

DESDE SUS MÁS TEMPRANAS NARRACIONES, Carlos Fuentes ha manifestado formas singulares
de vincular las fantasías y el deseo de la experiencia personal con las obsesiones y recurrencias de la
historia patria, es decir de la historia inventada por los padres. El título de su primer libro de cuentos Los
días enmascarados apunta precisamente esa fusión a veces polémica entre el calendario biológico y
las cíclicas efemérides que aseguran el retorno y la memoria de los fastos nacionales. Esa fusión entre
uno y otro tiempo suele darse en su obra como una absorción en la medida en que el calendario del
tiempo colectivo del Tiempo mexicano para invocar el título de uno de sus libros de ensayos se mueve
y extrae su vitalidad, prospera apoyándose en las energías que extrae del tiempo que le prestan los
individuos para actualizarlo. Este movimiento no es, desde luego, enteramente excepcional. Más bien
resulta uno de los rasgos característicos que dan vida a la liturgia de las culturas tradicionales donde, en
el seno de la fiesta, la diferencia entre el Dios y su sacerdote se esfuma y el simulacro de lo divino
alcanza una plenitud tal que el sacrificio deja de ser una representación para transformarse ahí, ante
nosotros, en una revelación. La exactitud con que esta narración de Carlos Fuentes recrea un
procedimiento mágico, el astuto tejido de simetrías que va armando entre la anciana Consuelo y Aura —
por ejemplo el intercambio de llaves que en un caso el personaje invocado, Felipe Montero, da y en otro
recibe— o entre: I) la historia vivida por éste, II) la historia que debe re-da-ctar (véase la etimología de
esta palabra) a partir de las memorias de un militar mexicano asociado al imperio de Maximiliano y III) la
historia total de la conquista que sueña con escribir el joven historiador invitado, el huésped de esta
cena de sombras y fantasmas.
Todo ello contribuye a hacer de Aura una de las narraciones más perfectas de la obra de Carlos
Fuentes y una de las ficciones de la narrativa hispanoamericana contemporánea donde mejor se
representa la experiencia abismal que surge cuando los dos calendarios mencionados se sincronizan y
suenan —tañen como la campana de Aura— una misma hora. Se palpa esa secuencia, por ejemplo, en
el hecho de que la joven Aura no es más que el fantasma de la juventud perdida de Consuelo —
fantasma al que ha sido posible dar carne y sangre gracias a esas plantas y flores medicinales y
mágicas:
…las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas: las hierbas olvidadas
que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo
sarmentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la
dulcamara; la pelusa cenicienta del gordolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y
las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras
mientras tú recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos,
consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptosa.
Aura ha sido comparada al cuento del Henry James Los papeles de Aspern. Aunque existen ciertas
afinidades, parecen más próximas otras páginas hispanoamericanas. En cuanto al asunto y al ambiente
cabe tal vez pensar en el cuento El caso de la señorita Amelia del nicaragüense Rubén Darío o en La
cena de Alfonso Reyes, narraciones donde el mito de la eterna juventud y las atmósferas
sobrenaturales impregnan de otro sentido la historia. Sin embargo, acaso el paralelo más consecuente
que puede suscitar Aura es el que la contrasta con la pieza teatral La hija de Rapaccini de Octavio Paz
donde volvemos a encontrar a una muchacha y a un jardín encantados y donde en otro sentido la
guerra contra el tiempo y la búsqueda de la eterna juventud crean —si no un fantasma como Fuentes—
sí una presencia femenina cuya carne está envenenada y es en cierto modo —al igual que en Aura—
fruto y flor de un jardín encantado. Sin embargo, acaso las comparaciones más fecundadas a que se
presta Aura remitan a la propia obra de Carlos Fuentes donde —del cuento Muñeca reina y las novelas
Una familia lejana, Cristóbal Nonato, Agua Quemada y algunas de las narraciones de Constancia y
otras novelas para vírgenes, para poner sólo algunos ejemplos— la idea de una generación maldita o
redentora, los ambientes enclaustrados de algunos caserones en el centro de la ciudad de México, los
lazos umbilicales y sacrificiales que existen entre la niñez, la juventud, la vejez y la muerte y, sobre
todo, la idea del amor como un espejo enigmático y mágico en el cual se reflejan el presente y el
pasado, la memoria privada y la memoria social perfilan una poderosas visión de la historia y de la
cultura en México. Esta visión en la que se abisman y engranan dos calendarios —el biológico y el
cultural, la hora del deseo y las horas de la historia— y donde se comprueba que la pluralidad de
carácter saturnal y caníbal —donde el pasado devora al presente y éste sólo vive para resucitar y
reactualizar el pasado— hace de Carlos Fuentes, más allá de las contingencias y accidentes que
afectan al individuo —viajes, lugares de formación o de nacimiento—, uno de los pocos narradores de
nuestro país cuya imaginación más profunda resuelve las realizaciones e individuaciones del
movimiento mexicano. Es decir, de ese movimiento a la vez mítico e histórico, simbólico y secular, que
caracteriza, en la superficie y profundidad, a la cultura mexicana. Pero todas estas supuestas certezas
sólo pueden hacer tanto más inquietante una pregunta: si Aura es sólo un fantasma, una proyección
mágica de Consuelo, entonces ¿quién es la primera persona, el yo de la voz que guía los pasos del
historiador Felipe Montero, es decir, del lector? ¿Quién cuenta la historia?

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