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Itinerarios del ornitorrinco, hacia un periodismo cultural


23 de septiembre de 2011. Actividades de la FNPI

Por Juan Villoro- Seminario Nuevas rutas para el periodismo


cultural

¿Dónde queda la realidad?

Una escena típica de nuestro tiempo: el visitante de un museo


contempla la obra de arte a través de su cámara. No se limita a
fotografiar; sostiene el aparato como una intermediación
necesaria entre el mundo y su conciencia. Para él, las cosas
existen cuando se registran en una pantalla.

En los últimos diez años se han tomado más fotografías que en


todas las épocas anteriores. La mayoría de ellas no se imprimen
ni se revisan. El obturador se acciona sin cesar porque cada
toma puede ser borrada; en esa medida no representa un gasto.
Lo curioso es que la opción de suprimir fomenta el acopio. Las
imágenes permanecen en la memoria digital como un archivo
de lo posible; saber que determinada foto está ahí resulta
tranquilizador: ese momento existió.

El uso sostenido e indiscriminado de las cámaras tiene que ver


más con la neurología que con la cultura visual; conforma la
Juan Villoro. Foto de Sergio Moya memoria alterna de la especie.

En este nuevo horizonte de la percepción, los sucesos llegan filtrados por velos electrónicos. Más que hechos
contemplamos simulacros, espectros que los representan. Lo significativo es que los fantasmas se han convertido
en principio de realidad: algo ocurre si es retratado. La imagen tiene rango notarial.

El impulso de cierta parejas a filmar sus relaciones sexuales depende menos del exhibicionismo que de un
cambiante sentido de la identidad: reconocemos como auténtico lo que aparece en la pantalla. El futbol nos ha
acostumbrado a que no basta ver los goles en los estadios; hay que mirar diez veces la repetición para que
ingresen en nuestro sistema nervioso. Lo mismo ocurre con el porno casero; los minutos reales son menos
excitantes que la administrable eternidad de la repetición en video.

Una de las paradojas del orbe digital es que capturar imágenes tiene poco que ver con la contemplación, tarea
que demanda lentitud. En tiempos regidos por el profano dios de la prisa, las imágenes sirven para
guardarse; representan un capital simbólico y una prótesis: tenemos “buena memoria”.

El inventario de los estímulos visuales es inútil porque compite con el infinito. La Totalidad, es decir, la
mediósfera, sólo se puede usar de modo fragmentario. El zapping y el photoshop crean vínculos arbitrarios,
mutilan secuencias, articulan interrupciones. Pasamos del relato de lo real a un flujo inclasificable: el catálogo
virtual.

“57 canales y nada que ver”, canta Bruce Springsteen. Aunque la letra de su canción critica la banalidad de la
programación, también revela el sentido profundo de la multioferta satelital, donde lo satisfactorio es no
detenerse en una cosa, sino surfear por una ola de posibilidades.
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El empleo simultáneo de Internet, la telefonía celular y la televisión transforma la representación en un


fenómeno atmosférico, el clima del que no podemos prescindir. Si los aparatos se decomponen, nos
apagamos.

En este ámbito, la política se decide a partir del carisma telegénico. El candidato que llora en el momento
oportuno luce más comprometido que el que se limita a ofrecer remedios para la tragedia. La autenticidad es
un gesto que da rating.

En cierta forma, nos parecemos a los eunucos que vigilaban el harén de Estambul. Mártires de la
contemplación, habían sido castrados para garantizar su inactividad erótica. Además, tenían prohibido
contemplar la realidad en forma directa. Inmóviles, aislados, supervisaban el sitio a través de un espejo
iluminado a medias. Espectadores absolutos, carecían no sólo de acontecer sino de sentido de lo inmediato.
No muy distinto es el caso de los hikikomoris, autistas japoneses cuyo único contacto con el exterior es la
computadora, o de cualquier usuario extremo de la red.

En el tercer milenio, la representación se confunde con lo real, a tal grado que los simulacros se han vuelto
hiperreales. La televisión de alta definición y el cine en 3-D reflejan un mundo más nítido y colorido que el
que nos rodea. ¡Cuán primitivos se han vuelto los espejos!

A esto se añaden transformaciones en el discurso. Los medios recurren a técnicas narrativas que reinventan la
noción de “verismo.” El programa de televisión In Therapy ofrece una consulta psicoanalítica en tiempo real y
la serie 24, el extenuante día de un agente anti-terrorista cuyo reloj avanza con el nuestro. Por su parte, los
reality shows transforman el sistema de circuito cerrado en recurso de comunicación: vemos a gente
“atrapada” en su propia vida.

No es casual que en esta cacería de veracidades algunas de las series más exitosas (C. S. I., Dr. House, Six Feet
Under, E. R., Dexter, Nurse Jackie, entre otras) tengan que ver con dos casos límite del relato literal: la historia
clínica y la autopsia.

Aunque la fantasía perdura en los dibujos animados, las comedias fantásticas de Woody Allen y los alucinados
escenarios de Wong Kar Wai, en casi todos las narrativas de la imagen encontramos sobredosis de realismo.
¡Qué extraño sería que hoy se filmaran películas tan conscientes de su irrealidad como La noche de un
cazador, El discreto encanto de la burguesía o Johnny Guitar!
Los “ismos” compensan un entorno donde no ocurren con suficiente frecuencia. Si la multiculturalidad es
fuerte y respira por sí misma, no hace falta que el multiculturalismo se convierta en una ideología que la
defienda. La sobredosis de realismo en las pantallas sugiere que la realidad mengua en nuestras vidas.

¿Cómo reacciona la cultura de la letra ante esos simulacros progresivamente reales? Twitter, Facebook,
MySpace y otros dispositivos han desatado una expresividad tan veloz como la de las cámaras digitales o el
zapping. También la nueva elocuencia escrita depende de un dedo en estado de vibración.

¿Qué retrato trazan los mensajes instantáneos que arrojamos a la red? Para los arqueólogos del porvenir,
¿Wikipedia, Facebook y Twitter tendrán la importancia del Código Hammurabi, la piedra Rosetta o las
inscripciones cuneiformes en el palacio de Nabucodonosor II?

Sin descartar esos estimables recursos, sería un error entender a la especie por su comportamiento en las
redes sociales. Las biografías que ahí comparecen no sólo no son ejemplares: son poco verdaderas. Abundan
los casos de gente clonada por adversarios o simples intrigantes digitales, y hay cosas que se dicen sólo
porque existe la posibilidad de hacerlo. En la escritura instantánea, la sinceridad es un modo de “pensar en
voz alta”, un borrador que no siempre amerita ser pasado en limpio y que, por desgracia, puede tener
testigos.
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Mientras las imágenes se vuelven verídicas a un nivel casi tangible nuestra identidad se convierte en algo fácil
de suplantar. La blogósfera ha fomentado los alias y los apócrifos. El resultado parece ser el opuesto al del
carnaval. Las máscaras venecianas permiten una rara franqueza; al amparo de un disfraz, se puede decir la
verdad sin que resulte comprometedora. En cambio, en Facebook no te vuelves Yolanda para ser tú mismo
sino para desprestigiarla a ella. Muchas veces, quien asume el apodo de Ultra-Kinky no pretende hacer rap en
línea, sino escribir sin rendir cuentas, o sea, ser impune.

Algo semejante ocurre con los comentarios a los artículos periodísticos que se colocan en la red, al modo de
un extraño sótano donde los inquilinos de segundo orden gritan sobre lo que ocurre en los pisos superiores.
Ciertos periódicos filtran injurias para impedir que los mensajes de los lectores se conviertan en la sección de
“los abajo insultantes”. Otros aceptan cualquier tipo de opiniones, no tanto por la democrática convicción de
que cualquier puede decir lo que desee, sino porque eso revela que hay lectores. El correo electrónico se ha
convertido en una prueba de que la realidad existe. Si hay respuestas, eso significa que también hay un
público. Aunque sean impulsivas y preverbales, esas reacciones revelan que se ha establecido contacto con lo
real, la zona donde los desconocidos encienden sus computadoras. Algunos periódicos utilizan el número de
comentarios en Internet como estadística de marketing, garantizándole a sus anunciantes clientes capaces de
reaccionar ante un estímulo. El análisis pormenorizado de los mensajes revela la falacia de esta técnica.
Internet brindó una tecnología para aventar la piedra y esconder la mano, es decir, para practicar el ultraje
protegido por el anonimato. El recurso prospera porque, a fin de cuentas, es inofensivo. El linchamiento
requiere de un consenso que rara vez logran los insultos aislados de la red. Estamos ante una rara
comprobación de la realidad. Los escupitajos no matan a nadie y permiten detectar enfermedades a través del
análisis de la saliva. La colmena del vituperio que zumba en la red pertenece a este orden: descalifica al
emisor pero permite comprobar que es real.

¿Quién soy cuando no twitteo?

Las señas identitarias se desvanecen al mismo tiempo que la esfera privada se disipa. El sujeto contemporáneo
es vigilado por cámaras en el metro, las oficinas e incluso las casas de los amigos. Sus posibilidades de
aparecer en YouTube de manera involuntaria son cada vez más altas. En este contexto, la paranoia es un
principio de realidad y la intimidad una nostalgia. La invasión de la privacidad permite que un alias sea visto
como una paradójica protección de lo genuino: cuando el contenido de la identidad se difumina, aportarle
una cáscara parece una manera de proteger lo “propio”. Si mandas un tweet existes; si lo mandas con
seudónimo, proteges tu existencia. La máscara es la coraza de la identidad.

En su libro Numerati, Stephen Baker se ocupa de la rentabilidad de los datos personales. La sociedad
post-industrial almacena información privada. El carrito que empujas en el supermercado, los sitios que
visitas en Internet y los teléfonos que marcas ofrecen estadísticas de tus preferencias: “Yahoo! captura una
media mensual de 2,500 datos sobre cada uno de sus 250 millones de usuarios”, comenta Baker. Esto ha dado
lugar a un nuevo oficio, el de los investigadores que convierten cifras (los precios de lo que compras, los
teléfonos que marcas) en patrones de conducta: los numerati.

Estos sabuesos de datos se declaran inofensivos: desean ayudarnos a encontrar los productos, las parejas y los
viajes que nos urgen. Al hacerlo, benefician a terceros que cobran por nuestras necesidades. El problema es
que ponen en evidencia la indefensión en que vivimos. Un ejemplo: la compañía Sense Networks, con sede en
Nueva York, estudia las rutas de quienes hablan por celular -dónde se detienen, cuánto tiempo pasan ahí,
etc.-; así traza un mapa de preferencias para ofrecer productos. ¿Y si te entretuviste en casa de tu amante o
asististe a la misa de una secta clandestina? La discreción es un hábito digno del pasado, cuando la intimidad
no era captada por un satélite en el espacio exterior.
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La máxima griega “Conócete a ti mismo” se ejerce hoy en forma curiosa: el sujeto contemporáneo se busca en
Google. Lo sorprendente es que ahí puede encontrar a alguien que comparte su nombre y sus señas de
identidad, pero ha sido construido conforme a la voluntad ajena. Se trata de un falso doble.

La vida cotidiana es un horizonte donde alguien escribe en MySpace con tu nombre, tu vida privada es
seguida por expertos en mercadotecnia y las imágenes se vuelven reflejos que superan en veracidad a su
modelo. ¿Dónde quedó la realidad?¿Hay espacio para las historias verdaderas?

El periodismo se ejerce hoy en esta desconcertante encrucijada.“If it bleeds, it leads”, dice un lema de la
prensa norteamericana. La sangre es la evidencia más rotunda de que algo es verdadero. La sociedad del
espectáculo y del simulacro ha hecho que también en las noticias impere un criterio forense. Esto se agudiza
en países como México, marcados por la violencia.

Sin embargo, el mero hecho de consignar un hecho criminal no significa que se informe al respecto. Para que
una nota califique como información debe ofrecer una explicación de lo ocurrido y brindar un contexto de los
hechos, es decir, debe procurar un entendimiento. ¿Cómo lograr esto en un país que, según Reporteros sin
Fronteras, es el más peligroso para ejercer el periodismo?

En una mesa redonda organizada por la revista Letras Libres, Ismael Bojórquez, del periódico Riodoce,
comentó: “En Sinaloa no hay cobertura del narcotráfico. Los periódicos y los medios electrónicos nos hemos
dedicado a contar los muertos”. Todos los días podemos leer el rojo marcador de la sangre. Conocer esa
cosecha roja, no significa que sepamos qué sucedió. Al reducir la cobertura al hecho crematístico los
periódicos actúan como la migra, que todos los días hace the body count, el conteo de los migrantes que
mueren tratando de llegar a un trabajo en Estados Unidos.

Entender la realidad se ha vuelto un trabajo de alto riesgo. “Nosotros no investigamos a nivel local. No
publicamos en Torreón lo de Torreón”, dijo Marcela Moreno, de Milenio Diario Laguna, en la conversación de
Letras Libres. La gran paradoja de esta situación es que la mayoría de las notas periodísticas aluden a una
violencia que no puede ser investigada. Ismael Bojórquez estima que el 50% de lo que publica su periódico se
refiere al narco y a los problemas de seguridad, es decir, a lo que se menciona sin tocar fondo.

El periodismo atraviesa un encrucijada inédita: los formatos impresos parecen tener los días contados, al
menos como formas mayoritarias de la información; los simulacros del universo digital difuminan la noción
de “realidad”; lo que antes se consideraba lo más genuino -la identidad y la vida privada- se ha puesto en
entredicho, y el horizonte donde algo resulta drásticamente real –la violencia- apenas puede ser investigado.
¿Qué sitio ocupa en las cambiantes nieblas de este entorno el periodismo cultural?

A favor de las debilidades

En su libro Traiciones de la memoria, Héctor Abad Faciolince describe a un verdulero de Mendoza, Argentina,
afecto a las frases sugerentes. Hombre sabio y muy dedicado a los tomates, explica así su negativa a hacer
ventas a domicilio: “Yo vivo de sus tentaciones, no de sus necesidades”.
La frase se puede aplicar a la prensa, donde unos viven de la tentación y otros de la necesidad. Los diarios
necesitan información básica (la agenda del presidente, la catástrofe de turno, los goles del domingo, el
estado del clima). Pero también ofrecen textos de antojo.
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¿Por qué leer un periódico? La razón natural es el hambre de datos. La aplicación de la ley, los escándalos
financieros, los crímenes no resueltos y la conducta de los políticos son cosas que debemos saber. Como el
arroz, la sal y el aceite se trata de imprescindibles asuntos cotidianos. Quien solicita comida a domicilio jamás
se equivoca en esa clase de pedidos.

En cambio, hay cosas que sólo compras cuando las tienes enfrente. Lo mismo pasa con el periodismo de
tentación, que es lo contrario a una exclusiva: encandila con algo que podríamos ignorar. No se basa en la
información imprescindible sino en su manejo hedonista, que, para una especie antojadiza, también acaba
siendo imprescindible.

Julio Camba, Roberto Arlt, Álvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna, Salvador Novo, Josep Pla, Eça de
Queiroz, Jorge Ibargüengoitia y María Moreno han perfeccionado el difícil arte de vender lechugas por su
aspecto. Sus artículos son casos de tentación artística.

En tiempos de comida congelada y activos mensajeros en motocicleta, las necesidades se satisfacen más y
mejor que los caprichos. Los verduleros y los periodistas de tentación no siempre encuentran espacio para
ofrecer los duraznos que frotan con esmero en sus solapas. Y pese a todo, no han dejado de demostrar una
paradoja: también la tentación es necesaria. A fin de cuentas nada es tan humano como sucumbir a una
debilidad. En El abanico de Lady Windermere, Oscar Wilde resume el tema: “Puedo resistirlo todo, salvo la
tentación”.

Ciertas debilidades degradan, otras enaltecen, otras más son tan comunes que ni se notan. El gran desafío del
periodismo de tentación consiste en mejorar las debilidades de los lectores.
¿Cómo lograrlo? Los hechos ocurren al menos dos veces, en la realidad y en la mente de los testigos. La
primera obligación del periodista cultural consiste en reconocer que trabaja en el orden de la representación,
no sólo por abordar formas del arte que son, en sí mismas, reelaboraciones de lo real, sino porque la sola
contemplación de los sucesos implica valorarlos, seleccionarlos, entenderlos, aplicar la subjetrividad. En otras
palabras: la realidad del periodismo no está en la “realidad”. Todo texto es una construcción. Ser fiel a lo que
ocurrió no depende de reproducirlo en forma neutra e indiscriminada sino de recuperarlo con verosimilitud
narrativa. En este sentido, todo buen periodismo cultural es una pieza literaria, trabajada desde el lenguaje.

Esto no implica que el autor se desmarque de la objetividad. Su contrato con la verdad es inquebrantable. La
recreación subjetiva de los hechos puede tener cambiantes adverbios y adjetivos, pero no puede alterar los
datos.

Obviamente, la noción de verdad es resbaladiza. Muchas veces hay versiones discordantes de lo que sucedió y
resulta imposible establecer con certeza una trama. En otras ocasiones, algo que se da por cierto se modifica al
conocer otra información, que puede tardar mucho en llegar. La objetividad es un criterio del que no se
puede prescindir pero que tiene una condición provisional; significa que, en ese momento, no hay pruebas
en contra de lo que se afirma.

Al componer su texto, el periodista cultural debe asumir dos compromisos difíciles de conciliar. Uno es
tiránico (no alterar los hechos); el otro es una consigna liberadora (narrarlos como nadie más lo ha hecho). En
este caso, la originalidad depende de una fidelidad literaria a lo ocurrido, de lograr la mejor versión escrita
de la realidad.

Surge otro tema decisivo: ¿cuál es la especificidad de lo cultural?, ¿hay en verdad un campo restringido para
su ejercicio? En un sentido absolutamente convencional podría considerarse que se trata de las noticias
surgidas de las bellas artes. Sin embargo, por Walter Benjamin, Umberto Eco y muchos otros sabemos que
toda forma de representación pertenece a la cultura. Descifrar los códigos que nos rodean, desde el menú de
un restaurante hasta el cartel que anuncia una pelea de lucha libre, son actos culturales. El catálogo de temas
resulta, pues, infinito.
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El desafío de comprender una realidad dispersa, que se representa sin cesar a sí misma a través de toda clase
de recursos y tecnologías, ponen en juego distintas sabidurías.

El lema de un periodista podría provenir de la última frase del cuento de Borges, “There are more Things”: “La
curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. Sobreponerse a los riesgos de la experiencia,
documentarlos a pesar de los obstáculos que oponen, es la condición esencial del periodista. Fisgón por
naturaleza, mete la nariz donde no debía.

En el caso del periodista cultural esta curiosidad debe ser tan variada como su campo. Obviamente es
imposible que un periodista conozca a fondo todos los fenómenos de un mundo que abarca de la música
sacra al reggaeton. Lo decisivo es que establezca conectivas que ayuden a entender la realidad de otra
manera.

Uno de los aspectos más sorprendentes de las distintas zonas de la representación es que se pueden conectar
en forma imprevista para obtener un mayor conocimiento de los hechos. Voy a poner dos ejemplos que en
modo alguno abordan temas obvios de la cultura, pero que ayudan a comprender los sistemas de
representación.

En su novela sin ficción The right Stuff (traducida como Lo que hay que tener o Elegidos para la gloria), Tom
Wolfe se ocupa de la carrera del espacio en la que Estados Unidos competía contra la Unión Soviética. Los
astronautas del proyecto espacial Mercury contra los cosmonautas del proyecto Sputnik. ¿Cómo entender esa
contienda política de la teconología de punta? Wolfe hizo un curioso viraje cultural: estudió el
comportamiento de las primeras tribus de Asia Menor y advirtió un curioso recurso para que dos etnias se
enfrentaran sin diezmarse: el “combate solitario”. En vez de enfrentar a dos ejércitos, se ponía a luchar a dos
combatientes. En la era de la bomba atómica, una conflagración generalizada puede llevar al fin del planeta.
En vez de poner en juego esos recursos tecnológicos, se acude a un atavismo simbólico: el “combate solitario”,
un astronauta contra un cosmonauta, en la fría inmensidad del espacio exterior. La comparación es reveladora
porque establece pulsiones milenarias en una contienda que, a primera vista, prefigura la ciencia ficción. El
sesgo antropológico que Wolfe otorga al tema permite entenderlo desde un ángulo inédito.

Algo similar logra la cronista catalana Empar Moliner cuando asiste al Bagdad, una sala de Barcelona, con
sexo en vivo, durante la guerra del Golfo. En principio, lo que la periodista desean era contrastar el
bombardeo de Bagdad con la pornografía que se ampara en ese nombre en la ciudad donde ella vive.
Deseaba, pues, poner en juego dos zonas de lo grotesco; entender la perversión lejana a partir de una
perversión próxima. En su visita logró otra revelación. Un muchacho que hacía striptease se untó un
ungüento de papaya en su impecable abdomen, muy trabajado por el ejercicio, y se acercó a las mesas,
ofreciendo su piel a las muchachas. ¿Alguna quería lamerlo? Moliner opina con la objetividad de quien cubre
una noticia: “Ya que estaba ahí, chupé”. El resultado fue sorprende: aquella película de fruta tropical
impregnada de transpiración sabía…¡como una de las fantasiosas espumas de Ferran Adrià! En forma
sorprente, la cronista vinculaba un espectáculo XXX con la máxima sofisticación gastronómica. El Bulli,
santuario de Adrià, recibe más de dos millones de solicitudes de reservación al año y el menú cuesta 250
euros por persona. Ahí se ha reinventado el gusto de Occidente. Pues bien, ese templo de la extravagancia
puede tener algo en común con las bajas pasiones del Bagdad. El gusto por despegar de la realidad rumbo a
una espuma de fábula no es muy distinto del gusto por bajar a la piel que suda. Tanto el Bagdad como El
Bulli se entienden de otro modo a partir de este ejemplo.

Estos dos casos revelan que el periodismo cultural puede establecer conectivas insospechadas y elocuentes
acerca de realidades que sólo se tocan por obra del cronista.
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No hay manera de lograr esto sin tener conciencia de un público. Uno de los privilegios de la vanguardia
consiste en suponer que el éxito siempre envilece. Para un transgresor profesional, cuyo talento se mide por el
desconcierto que provoca, la aceptación es un fracaso. Esta resistencia se suele enfrentar a la paradoja de que
el mundo ama aquello que se le resiste y acaba por aceptarlo. Nadie venderá nunca más camisetas que el Che
Guevara.

A diferencia del atribulado genio avant-garde, el periodista cultural no puede darle la espalda al público; está
obligado a tomarlo en cuenta, a “causar sentido”. Su trabajo depende de esclarecer la realidad en el presente.
En este sentido, no puede posponer sus efectos para que lo comprendan siglos después, al modo de un artista
incomprendido en su época. “Nadie es profeta en su tierra”, dijo Cristo. La frase se aplica a los artistas y los
mesías. Los evangelistas deben ser entendidos.

Lo nuevo y la tradición

La realidad no sólo es esquiva sino que llega a nosotros mil veces representada. En ocasiones, ni siquiera
sabemos cómo nos enteramos de algo. Aunque no estemos muy atentos a las aventuras que el bisturí practica
en el rostro de una artista de golpe sabemos que se volvió a operar. Los datos ya pertenecen al clima.
Esto ha llevado a desesperados deseos de simplificación. Los jefes de redacción suelen decirle a su reportero
estrella: “No te hagas el García Márquez, aquí publicamos datos duros”. El jefe de sección es un mártir
agobiado por los datos. En otras palabras, padece un mundo con información en línea. Su principal deseo no
es buscar la singularidad –la mosca blanca de la información- sino que no se le escape la nota de la que otros
están hablando. Lo peor que puede sucederle es que su director tome un diario de la competencia y le
pregunte: “¿Cómo se nos fue esto?”. El 80% de la información cultural que publica un periódico está en otro
periódico. Los temas se deciden más por el temor de quedar fuera de la norma que por la intención de
aportar algo distinto. Hemos llegado así una homologación de los contenidos. El grueso de la agenda
informativa es determinada por las oficinas de prensa de las instituciones culturales, la cartelera y los avances
noticiosos que circulan en línea. Reportear se ha vuelto un oficio progresivamente sedentario. Los periodistas
engordan mientras los periódicos adelgazan.

Como las noticias de la cultura no se juzgan urgentes y como una parte de los periódicos se imprime
temprano para ganar tiempo, las secciones culturales suelen tener una hora de cierre anticipada. Lo que pasa
en la noche –por lo general lo más decisivo- ya no entra ahí. Esto ha provocado que, con justicia, el
periodismo cultural sea conocido como la “sección de antier”.

En muchos periódicos, especialmente en provincia, el problema es aún más grave. No hay una sección
cultural propiamente dicha. El arte, la educación y las formas de la conciencia se asimilan a lo que se conoce
como “Sucesos”, “Vida diaria” o “Sociales”.

La primera revaloración del periodismo cultural debe pasar por una reflexión: todo buen periodismo es
cultural, en el sentido de que establece una representación convincente y bien escrita de los hechos.

El recurso fundamental del periodismo impreso es la escritura. Aunque se trata de algo obvio, no se repara
suficientemente en ello. La urgencia del contenido aparta de la forma. En forma paralela, la búsqueda
noticiosa crea el espejismo de que sólo lo que acaba de ocurrir es periodístico.

En su ensayo “Tradition and the Individual Talent”, T. S. Eliot observa que lo nuevo existe en contraste con la
tradición. Las noticias de ruptura y el asombro que suscitan se miden en relación el pasado. El periodismo
cultural no puede apartarse del conocimiento razonado de la tradición. Las novedades importan por los
antecedentes que prolongan o transgreden. Toda noticia significativa obliga a un repaso de lo que sucedió
antes.
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Carlos Monsiváis dedicó su discurso de aceptación del premio FIL a este tema. Con alguna modificación, el
texto integró su libro Las alusiones perdidas. Ahí, Monsiváis se refiere al periodismo cultural como custodio
de la tradición en varios niveles. Por un lado, mantiene viva la flama del idioma y por otro, preserva el
acervo de referencias que determinan los códigos de una sociedad. Por desgracia, dichos códigos,
provenientes en su mayoría de la cultura grecolatina y la tradición cristiana, han ido desapareciendo en una
época de obsolescencia, donde la memoria se deposita en archivos virtuales y discos duros. Decir que alguien
hace su “travesía del desierto” o que “cruzó el Rubicón” alude a una tradición que hasta hace poco se juzgaba
clásica. Esto comienza a perderse. De ahí el tema de las “alusiones perdidas”, irónica modificación del título de
la novela de Dickens, que Monsiváis toma de un texto de José Emilio Pacheco.

La capacidad de almacenamiento de las tecnologías digitales ha puesto en entredicho la utilidad de la


memoria personal y la eficacia de la cita. ¿Para qué saber algo si un link me puede vincular con lo que
debería saber?

El recurso es más engañoso de lo que pensamos. La eficacia del acceso a Internet depende de saber lo que se
busca. Hay tantas cosas disponibles que navegar en forma azarosa es una prefiguración de la eternidad. Si el
usuario no está en condiciones de discriminar, sobreviene un fenómeno descrito por Paul Virilio: el exceso de
datos dificulta el conocimiento; la saturación produce un cortocircuito informativo.

La vigencia del periodismo cultural depende, entre otras cosas, de distinguir qué debe ser buscado. Se trata
de una decisiva tarea de conocimiento, no para eliminar lo múltiple sino para hacerlo comprensible.
Discriminar entre los posibles accesos es una forma operativa de preservarlos en su conjunto.
El periodismo cultural debe sortear los simulacros de la propaganda y las oficinas de “comunicación social”
para establecer valores y jerarquías. En este sentido, su importancia también depende de su independencia de
criterio.

Durante mucho tiempo, los dueños de medios y periódicos de México consideraron que su fuerza derivaba de
un adecuado uso del tráfico de influencias. En la medida en que servían de apropiadas plataformas al poder,
contribuían a marcar la agenda nacional. “Soy un soldado del PRI”, dijo en forma emblemática Emilio
Azcárraga Milmo.

Salvo en casos excepcionales, una voluntaria renuncia a ejercer la libertad marcó al periodismo nacional
durante décadas. Sabemos que la verdadera fuerza de la información depende de apostar a la importancia de
sus contenidos. Sin embargo, esta vía se pospuso a favor de los beneficios inmediatos de políticos y
comerciantes que entendían las noticias como una rama de la publicidad. El panorama ha cambiado mucho,
pero no lo suficiente. Abundan los casos de directores de periódicos o informadores de primer nivel que
deben dejar su trabajo por ejercer su independencia. Esto no es privativo de México. “La primera tarea del
periodista consiste en saber quién es el dueño de su periódico”, escribe Manuel Vázquez Montalbán. Si
conoces los intereses del dueño, conoces los límites de tu libertad.

El periodismo cultural custodia una tradición y establece valores y jerarquías para precisar su importancia. Al
mismo tiempo debe ejercer la crítica y la independencia.

Paso a un tema que me parece particularmente relevante. Es común que asumamos la idea de tradición como
algo clausurado, ya hecho, una zona canónica que no podemos alterar. Una de las facetas más estimulantes
del periodismo cultural consiste en demostrar que toda tradición está abierta. Interesarse en la cultura clásica
no significa reiterar rutinariamente sus logros, sino ponerla a prueba en el presente. Abundan los casos de
obras que fueron muy significativas durante siglos y luego dejaron de interesar. Cuando Monsiváis alerta
contra la pérdida de referencias culturales, no pide que se asuman como una liturgia inmodificable, sino que
se ensaye su utilidad en el presente.
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El Quijote tuvo enorme éxito de lectura en el renacimiento español, pero tardó en imponerse en su propio
campo lingüístico como una obra clásica. Francisco Rico ha estudiado la demorada aceptación de la novela de
Cervantes como pieza fundamental de la narrativa. Su prestigio artístico se consolidó primero en Francia,
Alemania e Inglaterra. Sólo tardíamente fue vista en España como algo más que un texto popular y divertido.
Es un estupendo ejemplo de la tradición como obra abierta. Durante dos siglos el Quijote no tuvo una
reputación clara en su propia lengua.

Corresponde al periodismo cultural intervenir de manera decisiva en la forma en que se discute la tradición.
Se trata de una de sus más ricas aportaciones. Las noticias que le atañen no se reducen a lo que sucederá el
próximo fin de semana. En términos culturales no existe la noción de clausura. Hay autores que reciben el
Premio Nobel, se convierten en calles, dan nombre a auditorios y desaparecen para siempre. En ocasiones, es
justo que así sea. En cambio, otros tardan en salir de la larga hibernación a la que los ha condenado el
desconocimiento y el olvido.

La custodia de la tradición sólo se puede ejercer en forma crítica, renovando hacia a atrás. De acuerdo con
George Steiner, un lugar común es una verdad cansada. El periodismo cultural debe medir el estado de alerta
de la inteligencia. Cuando el pensamiento no es si no una verdad cansada, deja de ser noticia.

En un periodismo ideal, los temas de la cultura deberían llegar con facilidad a la primera plana del periódico.
En la novela Mefisto, de Klaus Mann, las polémicas teatrales son asunto de portada. No se trata de una
exageración sino de un retrato puntual de la cultura alemana. Lo mismo ocurre en Argentina hasta la fecha.
En Italia, La Repubblica suele colocar crónicas culturales en primera plana. Orham Pamuk escribió para ese
diario un texto revelador sobre la forma en que el planeta admite o rechaza que una pareja se bese en
público. A partir de una escena que contempló en Venecia, el novelista turco hizo una sugerente demarcación
planetaria del deseo y su aceptación social. Aunque el tema aludía a temas tan significativos como la tensión
entre Oriente y Occidente, y estaba firmado por un reciente Premio Nóbel, la decisión de ubicarlo en portada
señala una valoración de la cultura ajena a otros periódicos.

En un sentido amplio, la cultura trata de los sistemas de representación de la conciencia. Entender los signos
que nos rodean significa entender el mundo. El texto de Pamuk es buen ejemplo de ello.

Conciencia industrial y conciencia individual

Cada vez más, la búsqueda de la verdad pasa por la decodificación de símbolos y la difuminación de
espectros. La cultura es el password de lo diario.
En los años sesenta, Hans Magnus Enzensberger se refirió a los medio como la “industria de la conciencia”. Por
ese tiempo, Noam Chomsky pasó de la lingüística al estudio de las formas de manipulación que estructuraban
consensos políticos. Esos trabajos fueron decisivos para comprobar que ninguna forma de representación es
inocente y que una de las características de la ideología es que se puede disfrazar de comunicación.

“Para explotar la mente, primero hay que desarrollarla”, escribió Enzensberger. La educación, proceso en sí
mismo positivo, puede desembocar en formas de la manipulación. En los años sesenta, el poeta y ensayista
alemán advirtió una tensión entre la industria y sus contenidos. Por primera vez, la reproducción en serie del
arte y de la cultura advertida por Walter Benjamin se convertía en un proceso generalizado. El problema es
que las tecnologías de la comunicación ofrecen un soporte, no un contenido, y todo contenido digno de su
nombre debe aspirar a la creatividad, es decir, a una visión novedosa y crítica del entorno. ¿Es posible desatar
la libertad en medios de comunicación que dependen de la venta de aparatos y la publicidad que interrumpe
los contenidos? En forma significativa, Enzensberger alertó sobre la posibilidad de una industrialización de la
conciencia, un lavado de cerebro colectivo.
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Hoy en día la saludable señal de alarma de esas críticas adquiere un tinte paranoico, o por lo menos
conspiratorio. El capitalismo postindustrial no ha producido mentes de diseño. Los medios han contribuido a
aletargar y distorsionar la realidad pero no han llegado al extremo de transformar a los espectadores al modo
del “método Ludovico”, de Naranja mecánica.

La televisión es, en su mayoría, un territorio de la banalidad, un estímulo del consumo, un proyecto de


formación de conductas intrascendentes y una colorida perpetuación de la nada. Como sostiene Pierre
Bourdieu, nada resulta más falso que suponer que el rating es lo que la gente quiere. Por el contrario, se trata
de una inducción de la voluntad: es lo que la gente obtiene. En opinión de Bourdieu, una democracia
auténtica debe luchar contra la noción de rating, que implica una tiranía del gusto, para fomentar la variedad
de opciones, la mayoría de ellas minoritarias.

La televisión no ha dejado de ser la “caja idiota” que dio título a la columna sobre ese tema que Carlos
Monsiváis escribía a fines de los años sesenta. Sin embargo, tampoco ha hipnotizado a los espectadores hasta
convertirlos en robots que sueñan con ovejas eléctricas.

Más arriba señalé que el periodismo cultural no puede ser ajeno a la noción de público: difunde para crear
lectores. Al mismo tiempo, debe preservar los derechos del público ante las ofertas que aspiran a la
masificación, lo homogéneo, la concepción del individuo como parte de una serie, el concursante que
participa en un reality-show o “baila por un sueño”. Sería demasiado generoso suponer que Televisa y
Televisión Azteca alteran la conciencia, porque eso significaría asumi que están enteradas de sus existencia. Es
difícil detectar un maquiavelismo mediático. Lo cierto es que la apatía y la abulia son fenómenos que ocurren
en horario Triple A. No es exagerado decir que, sin que los televidentes sean los esclavos que pronosticados
por los apocalípticos profetas de la izquierda de los años sesenta, el periodismo cultural puede tener para
ellos un efecto liberador.

Como observé al principio, hoy en día la pérdida de sentido de la realidad depende en gran medida de la
omnipresente dispersión tecnológica. No hay un programa de televisión o una estación de radio que pueda
proclamar, como en otros tiempos, que es la “ventana al mundo” o la “voz de América Latina”. La
multiplicación de estímulos dificulta un impacto central, como al que aspiró la solitaria Radio Tirana, voz de
la verdad hecha en Albania.

Además de la expansión centrífuga de informaciones, las nuevas tecnologías filtran la realidad. Es en este
horizonte donde el periodismo cultural juega sus cartas decisivas: defender y renovar la tradición, decodificar
significados, llegar a la verdad. No es una tarea menor en un mundo encriptado en simulacros.
¿Cómo llevar a cabo este trabajo en un medio donde una nota cultural equivale a resumir la conferencia de
prensa de un funcionario en tres mil caracteres? No hay periódicos ideales. El periodista cultural siempre
juega en la cancha equivocada. Esto dificulta el oficio, pero no lo anula.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención en los cursos en la Fundación de Nuevo Periodismo es
que en la primera sesión de preguntas, los colegas no hablan de los desafíos que desean imponerse sino de
los obstáculos que les imponen sus jefes. “¿Cómo le hago para publicar un texto creativo en el periódico
donde trabajo?”. La pregunta puede provenir de un joven periodista de Perú, México, Colombia o El Salvador,
y sólo tiene validez como desahogo. Ni el coordinador de un taller ni el cronista pueden modificar todo un
sistema de trabajo. Lo que llama la atención es encontrar a colegas convencidos de que su talento sólo surgirá
cuando su jefe les acepte otros textos.
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Conviene recordar que Ryscard Kapuscinski renovó el periodismo en condiciones muy adversas. Durante
décadas, trabajó para una agencia de la Polonia comunista, enviando despachos que le sirvieron de cantera
para su verdadero trabajo, el que se asignó a sí mismo como cronista. No es casual que también escribiera
poesía. Los grandes textos de Kapuscinski fueron escritos con total gratuidad, sin pensar en la forma en que
circularían. Con frecuencia, el periodista latinoamericano envidia las condiciones de trabajo de los colegas
que tienen cuatro meses su disposición para escribir un texto en el New Yorker. Para Kapuscinski, el New
Yorker fue el cajón de su escritorio. Con el tiempo, esos trabajos dieron lugar a sus libros. En algunos casos,
reporteó su memoria años después de los sucesos, y no es exagerado considerarlo un reportero de corte
proustiano
.
Se ha puesto en duda la veracidad de algunos de sus datos. Kapuscinski operó en un tiempo anterior a la
globalización, donde la verificación era imposible. Más allá de la exactitud de su trabajo, lo que importa en
este punto es resaltar la radical independencia de su método. Un asalariado del periodismo comunista logró
escribir una obra impar por su cuenta. A nadie extraña que un poeta haga eso. Los grandes del periodismo
cultural deben hacer una apuesta equivalente. Aunque trabajan en un entorno colectivo, su apuesta más
fuerte es individual. Es cierto que algunos temas que pueden ser tan perecederos como el yogur, pero en las
formas de representación la caducidad es cuestión de enfoque. Seguimos leyendo el Diario del año de la
peste, de Daniel Defoe o El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán. La sentencia de Quevedo no ha
dejado de ser cierta: “Lo fugitivo permanece y dura”.

En los acotados márgenes de los que dispone actualmente, el periodista puede ejercer con dignidad la
entrevista, el reportaje, la nota informativa. No hay tarea menor. Incluso en ese espacio restringido se puede
practicar la voluntad de estilo. “Desgrabar” una conversación para reproducirla en la página con perezosa
literalidad entorpece las declaraciones (la voz natural no habla bien por escrito ni suena como si estuviera
editada). Reproducir el diálogo desde la escritura, captando el tono de esa voz, y eligiendo una dramaturgia
que consiga un principio y un final significantes, es un pequeño acto artístico que se puede realizar en cualquier
periódico.

Más allá de la batalla diaria en la que el periodista cultural afila sus armas, propongo criar ornitorrincos. Si
Alfonso Reyes entendió al ensayo como el “centauro de los géneros”, un animal híbrido que se beneficiaba de
la especulación del pensamiento y el desarrollo de la narración, la crónica puede ser vista como el
ornitorrinco de la prosa. Semeja varios animales sin ser ninguno de ellos. En la crónica convergen los
estímulos de todos los demás géneros a condición de que contribuyan a contar una historia verdadera, es
decir, comprobable en los hechos.

Pocos géneros son más dúctiles y creativos. Sin tergiversar los hechos, el cronista puede generar una ilusión
de vida, como si “hubiera estado ahí”. La crónica mezcla lo público y lo privado. Una noticia de interés
general asume ahí la intensidad de los destinos singulares. Estamos ante el más intenso cruce de la
información con la emoción.

A pesar de su probada trascendencia, la crónica suscita reacciones paradójicas. Todos los directivos de la
información dicen que amarla. Negar su importancia equivale a negar la realidad. ¿Cómo oponerse a un
género que permite el conocimiento de lo que nos rodea? Al mismo tiempo, los jefes saben que eso toma
tiempo, cuesta dinero, requiere de paciencia y de algo aún más difícil de conseguir: espacio. Por lo tanto, se
acepta que el tema es importante, a condición de que no se ejerza mañana. En los últimos tiempos la crónica
ha triunfado como ideología. Es bastante fácil organizar un seminario, un congreso o un premio sobre crónica
(y esta charla no es la excepción). Es mucho más difícil que el ornitorrinco encuentre un río donde nadar.
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El futuro está en el cajón

El periodismo cultural se desarrolla en una doble frontera: el sitio de trabajo y el espacio personal. Es mucho
lo que se puede hacer para que el periodismo de tentación se asiente y gane espacio en los periódicos.
Generalmente esto requiere de que un colaborador se transforme en una prestigiosa reducción textual: una
“firma”.

Cuando Ibargüengoitia comenzó a escribir teatro, su maestro Rodolfo Usigli le recomendó que se acortara el
nombre y se pusiera “Ibar”. La razón era pragmática: las marquesinas de los destartalados teatros mexicanos
nunca tendrían suficientes letras para un apellido tan largo. El joven dramaturgo no le hizo caso. Cuando
abandonó el teatro y se dedicó al periodismo, Ibargüengoitia descubrió las muchas erratas que podía
producir su apellido. Tampoco entonces lo modificó. La sola transcripción de tantas letras parecía un
impedimento para que ese nombre se convirtiera en una “firma”. Al autor no le importó. La mejor forma de
construir una reputación consiste en ignorarla. Una “firma” no es otra cosa que una tenacidad aceptada. Esa
apuesta ganadora no siempre sucede pero existe.

Hay posibilidades más libres y dichosamente inciertas. Escribir crónicas sin otro jefe de redacción que tu
propio interés. El voluntario cazador de ornitorrincos está fuera del mercado; se contrata y despide a sí mismo
según su conveniencia.

En 1995 publiqué Los once de la tribu, una primera recopilación de mis crónicas. A la distancia, compruebo
con una mezcla de gratitud y preocupación que casi todas las revistas y los periódicos donde originalmente se
publicaron esos textos han desaparecido. Seguramente contribuí al hundimiento de esos espacios de
generosidad suicida. Hace años que tampoco el libro se consigue, pero es posible que vuelva a circular. Lo
que me interesa recalcar aquí es la condición necesariamente accidentada, silvestre, de las crónicas que nos
asignamos a nosotros mismos. Tal es su naturaleza.

Sólo he trabajado en un periódico que aspiró a la perfección, a tal grado que no llegó a existir. En 1989,
Fernando Benítez convocó a un grupo de periodistas para formar El Independiente. Miguel Bonasso,
periodista argentino que había dirigido el diario Noticias, se hizo cargo de la dirección editorial. Yo estaba a
cargo de la sección cultural. Durante dos años hicimos “cierres de edición” en cafeterías. En una mesa
sesionaba “deportes”, en otra “la nota roja”. Nos saludábamos a la distancia, agregándole humo y muebles
imaginarios a ese espacio.

Cronometrábamos el tiempo y comparábamos nuestro impecable trabajo con los periódicos meramente
existentes. Vicente Rojo hizo un espléndido dummy, que estimuló más nuestros ideales. “Estamos como
caballos en el arrancadero”, decía Benítez, con su voz de obispo, dispuesto a dar el pistoletazo de salida.
Durante dos años trabajamos con pasión para cumplir los urgentes plazos de un periódico invisible. Se
hablaba de la rotativa, que pronto llegaría, y que al cabo del tiempo adquirió la condición de una ballena
blanca. Había sido avistada en un puerto, se dirigía hacia nosotros. Tardábamos tanto en salir que El
Independiente fue rebautizado por los periódicos rivales como El Inexistente.

La ballena blanca nunca llegó a nuestra costa. El empresario que nos había convocado tenía dinero para
reunirnos pero no para realizar el proyecto y no consiguió otros inversionistas. Los que ya estaban metidos en
medios ganaban mucho haciendo porquerías y no deseaban arriesgarse con un producto excelso.
Aparte de las muchas enseñanzas conjeturales que me dejó esa experiencia, rescato la lección decisiva de que
el único periódico perfecto es el que no existe.
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No hay que esperar a que un gran medio nos convoque para poder ejercer buen periodismo cultural.
Durante años, Kapuscinski deposito los saldos de su libertad en el cajón de su escritorio. “¿Y qué hago si mi
escritorio no tiene cajón?”, pregunta el reportero deseoso de encontrar infinitos obstáculos externos para su
talento. Podemos comenzar por eso, el depósito más elemental del periodismo: conseguir un cajón para
colocar los textos que algún saldrán de ahí para mostrar que la realidad existe para que alguien la cuente.

Itinerarios del ornitorrinco, hacia un periodismo cultural - FNPI.org - F... http://www.fnpi.org/noticias/noticia/articulo/itinerarios-del-ornitorrinc...

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