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1.-
Embarcarse en la tarea de analizar un poema es arrojarse a un hueco de inmensa
sepultura, pues cualquier trabajo, que sostenga el consenso cuasi general de encarnar en
esa selva de símbolos cierto grado de estética, y por lo tanto, cierto grado de poético, se
resiste al análisis. Y se resiste, básicamente porque ha alcanzado ese grado de
ambigüedad del cual están hechos los grandes poemas. En razón de la gran poesía, voy
a dirigirme a una poética que es vanguardista sin serlo por completo, pues va más allá
de ella. Y dentro de esa poética, a un libro, que entre todos los que han sido creados por
la misma pluma, ha alcanzado el equilibrio entre la forma un tanto estrambótica y el
contenido un tanto romántico y exaltante: Poemas humanos. Y dentro de ese libro, a un
poema en particular. Parado en una piedra. Pero fiel a lo que he afirmado, no trataré de
analizarlo, sino de hacer un simple comentario.
Para empezar, diría yo que hay un juego de miradas que se desarrollan en las
estrofas. El yo lirico observa, señala a un hombre que tiene la particularidad de estar
parado sobre una piedra. ¿Y dónde más podría estar parado en las orillas del Sena si no
es sobre una piedra? Correcto, pero lo que hace al caso tan particular es que esa piedra
va y viene con él. Lo cual estaría simbolizando de alguna manera la miseria de este
hombre, que va y viene con él. De este hombre que no tiene ni donde morirse más que
la superficie de una piedra. Piedra, que, además, podría ser la misma de La rueda del
hambriento. Esa calcarida, sin valor, que es lanzada contra la mujer, o esa que alguien
pide, por piedad, para reposarse un rato y después irse. Pero no nos desviemos de la
mirada. El yo lirico mira después hacia el río. Un río que es humanizado y también
sufriente. Y la mirada torna otra vez al hombre, que ya no solo es mirado sino que mira
también. Mira al río que se humaniza todavía más con esa mirada, pues se desprende de
el la ciudad, que pareciera ser parida. Luego es la ciudad quien se humaniza: le brota
una cabeza, pechos, una pelvis. Se humaniza a tal extremo que piensa, que lleva la
miseria y el hambre disfrazado de ayuno en su propia cabeza cóncava. No tiene nada
salvo “un papelito, un clavo, una cerilla…” Luego esa ciudad, que había sido una pero a
la vez la encarnación de la multitud, se fracciona, se desintegra y prolifera convertida en
hombres. Y es en ese momento en que el yo lirico se manifiesta y se dirige a esa
multitud desintegrada; es decir, cambia de mirada, los mira y les dice refiriéndose al
hombre: “¡Este es, trabajadores, aquel que en la labor sudaba para afuera…” Y es ahí
donde me interesa mencionar a Adorno ¿Por qué? Por dos razones. La primera, porque
en el poema se ve una clara ascendencia de lo particular, desde lo individual hacia lo
general, desde el hombre hacia los hombres. Del yo lirico que expresa su subjetividad,
pero que no le basta con eso, no le satisface y no se contenta con aplicar su propia
experiencia sino que se encarna en la masa, se dirige hacia todos desde su esencia
individual que también se ha hecho masa, desde una boca que le pertenece pero también
le pertenece a la multitud. Todos son él y él es todos: todos son todo, “…pues el
contenido de un poema no es meramente la expresión de mociones y expresiones. Sino
que estas no llegan a ser nunca artísticas a menos que cobren participación en lo
general…” (Adorno, Theodor “Discurso sobre lirica y sociedad” en Notas de literatura,
pág. 54). Y la segunda razón es que, mediante esta participación en lo general, este yo
lirico hace una especie de introspección y vuelta a sus orígenes, y en esa regresión se
produce una suerte de identificación y reconocimiento:
Ahí vemos claramente que este yo lirico toma partido por una clase de
hombres con los cuales él se identifica: la clase de los trabajadores; clase de la cual,
además, forma parte y forma parte también el hombre de la piedra. Ahí se produce una
fusión. Aunque quizá no sea este el termino adecuado, sino reconocimiento. El yo lirico,
el hombre de la piedra, la multitud, el fundador del cañón, el albañil, los treinta millones
son el mismo y sufriente hombre.
Hasta aquí he tratado de evitar referirme a la figura de autor, pero visto el caso,
en que quiero referirme al plano más material del poema, hablaré del autor en cuanto
comprometido en un proyecto poético. Este proyecto sería en cuanto a su ideología y a
la transgresión del lenguaje poético tradicional en busca de nuevas formas. En cuanto a
lo primero, hay un cierto consenso con la ideología Marxista, esa ideología de apego
hacia las clases pobres y luchadoras y revolucionarias que se mencionan en España
aparta de mí este cáliz:
2.-
“Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...!” (De Los Heraldos Negros, Cesar Vallejo Poesías completas,
Losada, pág. 34)
Así culmina uno de los poemas más humanos de Cesar Vallejo, El pan nuestro.
Y es que en la poesía de Vallejo hay un humanismo tal que desencadena en una
solidaridad con los seres humanos en cuanto pertenecientes a su misma especie, y por
tanto, encadadnos por el mismo dolor. Es el sentimiento de culpa de quien no ha hecho
nada malo pero que siente remordimiento y culpa por compartir la misma especie con
aquellos que sufren.
Se solidariza y se pone del lado del carril de los que más padecen. Es uno más
entre todos que empieza a pedir, ya no perdón, pero sí algo que se les debe. El
humanismo de Vallejo no es pretencioso ni hace alarde ni demagogia de ello. Su
humanismo es parte inseparable de su misma esencia poética. El que yo solidario no
dice: “Yo lo soy”. Sus acciones hablan mejor que su propia voz. Y aun la propia
estructura: cada término usado de manera precisa, cada juego de sintaxis, el ritmo, son
solidarios y lloran. Es decir, la estructura de los poemas alcanza un grado tal
correspondencia, que lo humano y lo solidario casi que se corporiza, porque nace del
fondo mismo de la creación: está hecho de ese material. Claro está que esto, ya sea por
su mayor coherencia, ya sea por lo menos intrincado y estrambótico de su lenguaje, se
puede apreciar mejor en Poemas humanos. Noel Salomón dice algo al respecto:
“No solo por este poema de Los nueve monstruos, sino también por el conjunto de Poemas
humanos, la crítica se ha considerado unánime en considerar que en esta colección palpita un
profundo sentimiento de solidaridad humana en la desdicha dolorosa y ha saludado sin
reticencias una poesía de la vida de los pobres mortales” (Salomón, Noel, Algunos aspectos de
lo humano en Poemas Humanos de César Vallejo, pág.292)
“Voluntarios,
por la vida, por los buenos, matad
a la muerte, matad a los malos!
¡Hacedlo por la libertad de todos,
del explotado y del explotador,
por la paz indolora —la sospecho
cuando duermo al pie de mi frente
y más cuando circulo dando voces—
y hacedlo, voy diciendo,
por el analfabeto a quien escribo,
por el genio descalzo y su cordero,
por los camaradas caídos,
sus cenizas abrazadas al cadáver de un camino!” (De: España aparta de mí este cáliz, en Cesar
Vallejo Poesías completas, Losada, pág. 198)
Se puede apreciar claramente esa convivencia de ambas ideologías: si por un
lado exhorta a matar, lo hace en favor de la vida. Por eso dice: “matad a la muerte”. Uno
lee este poema y es difícil que no se nos venga a la memoria lo que dijo E. Foffani en
una de sus clases, de que una cosa era ver lo político de un poema y otra cosa ver lo
político en un poema. ¿Qué quiso decir con esto? Que cada quien hace la lectura que le
interesa. Los marxistas van a rescatar en el poema una cuestión política, y las personas
como yo, vamos a rescatar una cuestión más humana. Porque entre todas las visones de
las que pueda haber sobre Vallejo, me quedo con aquel que “...hambre y ser llegaron a
trasfundir en los actos de su corazón como identidad religiosa y poética” (Vitier, Cintio,
“La religiosidad. César Vallejo”, Salamanca, Taurus, pág.388)