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NOTA INTRODUCTORIA: El periodista Andrés Ospina escribió una hermosa crónica sobre uno de

los personajes típicos que ha dado Bogotá: Gabriel Antonio Goyeneche, conocido nacionalmente
como “EL DOCTOR GOYENECHE” y cuyo nombre se unió por siempre a los de La Loca Margarita, El
Bobo del Tranvía, El Artista Colombiano, Cuchuco, El Negro Chivas y Pomponio.

“EL DOCTOR GOYENECHE” fue, desde la década de los años 50 y hasta la década de los 70, un
persistente candidato a la presidencia de la república que, a pesar de sus previsibles derrotas,
nunca pasó inadvertido en el agitado contexto de las contiendas electorales. No lo respaldaba
partido o grupo político alguno, sino un sonriente y ruidoso sector del estudiantado de la
Universidad Nacional, institución en cuyas instalaciones vivía.

Para nosotros, fijados en los recuerdos de los turbulentos años 60, serán imperecederas las
imágenes de los universitarios arribando a la Plaza de Bolívar con su candidato en hombros y en
medio de una confusa mezcla de risas, gritos y arengas. Serán también imágenes imborrables su
vestido humilde, raído y brillante por el inveterado uso, su discurso tan demencial como honesto,
su asombrosa convicción de ser capaz de conquistar lo imposible, las burlas de las que era objeto
por parte de la “gente bien” (que, a diferencia suya, no necesariamente ha sido siempre gente de
bien) y el retorno, siempre derrotado, a su modesta e ignota condición del más insignificante de
los catedráticos de la prestigiosa alma mater: la de profesor de tiempo completo de aseadoras y
jardineros.

En estos tiempos tristes de políticos corruptos por doquier, de personajes sin la más mínima
sensibilidad social y que solo están en la actividad política por las prebendas que pueda darles; en
estos tiempos lamentables en los que los medios de comunicación se olvidaron de la gente
honesta, de la gente buena, estudiosa y trabajadora que honra a Colombia con sus vidas
ejemplares, y prefirieron abrirles de par en par sus páginas, sus micrófonos y sus cámaras a la
delincuencia, a la indolencia social y a toda una cáfila de individuos sin norte cuyo único fin en la
vida pareciera ser el de enriquecerse, así sea a costa de la desdicha de su Patria; en estos tiempos
en los que el Estado y la sociedad echan mano de todos los inventos que les son posibles, no para
tratar de construir un país mejor, sino para sacarles el quite a sus compromisos con los problemas
nacionales, vale la pena rememorar a los seres humildes e ignorados que, como el “DOCTOR
GOYENECHE”, desde su mundo de ensoñación, alcanzaron a imaginarse un país sin hambre y sin
desesperanza.

No sabemos en qué va lo del monumento al “DOCTOR GOYENECHE”. Pero si tu idea, Andrés, sigue
en pie, puedes contar con nosotros.

Bienvenidos, pues, amigas y amigos, a esta otra faceta de lo que ha sido el decurso de la política
colombiana.

GABRIEL ANTONIO GOYENECHE, “EL DOCTOR GOYENECHE”.


EL EVANGELIO SEGÚN GOYENECHE. Por Andrés Ospina.

ANDRÉS OSPINA, PERIODISTA Y ESCRITOR.

Más de tres décadas después de su muerte, ya va siendo hora de que el país entero rinda un digno
homenaje al más apolítico de sus políticos. Al honorable candidato vitalicio: doctor Gabriel
Antonio Goyeneche Corredor.

Con sus dos piernas descolgándose débiles desde el borde de la silla, revestida de cuerina
brillante. Con sus dos brazos apoyados sobre la superficie de una mesa, clavada a su vez, con sus
cuatro patas –como estacas– sobre el suelo de concreto.

Con sus dos ojos vivaces apuntando a la edición especial del diario de ese domingo, y sus oídos
adheridos al altoparlante del radiotransistor Telefunken, sentado frente a una mesa de aquel café
de la calle Octava, el doctor Goyeneche seguía los resultados de los comicios electorales del
primer día de mayo de 1966.

Había llegado hasta ahí agobiado por algún designio biológico de la suerte.

Después de depositar su voto en uno de los puestos de la calle 19, y aún circundado por un
contingente de periodistas entrometidos, lo apuró cierta urgencia intestinal impostergable.
Entonces tuvo que irse al retrete más próximo –lugar imposible de evadir, incluso para los más
célebres líderes–, con el fin de depositar otras sustancias, al menos tan democráticas como el
sufragio.

Uno de sus partidarios lo condujo compasivo hasta el excusado, para aliviarle el viacrucis. A su
regreso, compungido, lamentando el destino de los mártires, su gesto adquirió un rigor solemne.

“Esto de ser candidato no es cosa baladí. El miedo se paga con diarrea”. Una muchedumbre de
seguidores y curiosos lo acompañaba.

Minutos después, escondidos bajo el sonido a fritura emanado por el viejo radioreceptor, los
resultados del consolidado comenzaron a salir, un poco ceremoniosos, de boca de algún locutor
de turno ese domingo.

Carlos Lleras Restrepo… (Frente Nacional) 1.532.721

José Jaramillo Giraldo… (Anapo) 630.055

Gabriel Antonio Goyeneche Corredor… (Independiente) 2.652

La cifra, aunque pobre, era sorprendente. En contra de los más sensatos pronósticos, este anciano
cuya condición de vida lindaba con la indigencia, y al que todos daban por demente, había
superado sin dificultad los dos millares de simpatizantes.

Parecía una mentira. Una especie de farsa cómica alrededor de esa patraña llamada política. El
incipiente premio a sus casi 20 años como anónimo quijote del ruedo electoral. El simple triunfo
para aquel caballerete bonachón y determinado al que el país ya había comenzado a motejar de
‘candidato vitalicio’.

Pero sobre todo, era el primero y el mejor de los intentos alcanzados por aquel Alonso Quijano de
la política, empeñado en reconstruir al país a partir de sus irrecuperables ruinas, y determinado
como nadie en su aspiración a la más alta magistratura.

Le diferenciaba de los demás, eso sí, el hecho de ser honesto. De carecer de malicia o de
intenciones ocultas. Y quizá por eso lo llamaron loco. Porque en nuestro desilusionado imaginario,
cualquiera que hiciera reñir los conceptos tan fraternos de corrupción y política era –con
indiscutibles derechos– merecedor del calificativo de enfermo mental.

Y ello, por sí solo, le dio el honor de ser el único verdadero político apolítico del que nuestra
historia republicana puede dar fe.
TALVEZ JAMÁS SABREMOS SI “EL DOCTOR GOYENECHE” IMAGINABA, POR MOMENTOS, ESTAR
ARENGÁNDOLE A UNA MULTITUD O SI, POR EL CONTRARIO, ERA PLENAMENTE CONSCIENTE DE LA
ESCASA AFLUENCIA DE ADEPTOS EN SUS SIMPÁTICAS CONCENTRACIONES PÚBLICAS.

DE TODOS MODOS, EL GRITO DE “¡GOYENECHE! ¡GOYENECHE! ¡GOYENECHE!” NUNCA DEJÓ DE


ESCUCHARLO Y, A LO MEJOR, FUE SU INCENTIVO NO SÓLO PARA QUERER SEGUIR VIVIENDO, A
PESAR DE SU INMENSA SOLEDAD Y DE SU EXTREMA POBREZA, SINO TAMBIÉN PARA ALIMENTAR
SU PERSISTENTE CONFIANZA EN QUE, A PESAR DE TODAS LAS DERROTAS, NO ERA IMPOSIBLE QUE
LLEGARA A SER ALGÚN DÍA EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.

Quienes decían conocerlo bien rastreaban el comienzo de su historia pública en los años 50 del
siglo XX. Según testimonios orales consignados por Ernesto Vidales en sus ‘Sombras a cincel’, el
doctor Goyeneche afirmaba haber nacido unos “67 años después del día en que sus abuelos
hospedaran a Simón Bolívar en su estancia de Socha, durante la gesta independista de 1819″. Es
decir, alrededor de 1886.

A la historia se añadía como prueba un testimonio del doctor Goyeneche mismo, quien aseguraba
haber visto las cicatrices, producto de los rasguños propinados por el libidinoso prócer a los
pechos de Gregoria, una de sus tías abuelas, en medio de cierta desaforada jornada de jodienda
de la que ella y el Libertador tomaron parte durante esa noche, jamás documentada por sus
biógrafos.

Las leyendas alrededor de su existencia, en parte adornadas por un halo de imprecisiones, lo


ubicaban como el fin de una línea genealógica ilustre, uno de cuyos vástagos habría desempeñado
un cargo público de relevancia en Ocaña.

Trató de ser profesor en su Socha natal, pero sus excesos críticos y su intención de inocular el
germen de la revolución en los corazones de sus discípulos, le granjearon el desprecio de los
colegas. Inferiores, cuadriculados, adocenados. Y por eso llegó a Bogotá.

Según consta en los anales de la centenaria Escuela Nacional de Comercio, se sabe que en 1911 un
Goyeneche de 25 años se enlistó en las filas de la institución en calidad de estudiante, tal como
está consignado en el registro número 39 de matrícula correspondiente a dicho periodo. Alcanzó a
avanzar cuatro semestres.

NO SÓLO EL CORVETTE. TAMBIÉN, “EL DOCTOR GOYENECHE” FUE PROTAGONISTA PRINCIPAL DE


LOS AGITADOS AÑOS 60.

También se dice que tras ese lapso intentó adelantar estudios de Derecho en la Universidad
Nacional de Colombia, de la que no se graduaría, pero en la que sí habría de quedarse para
siempre.
Respecto a su juventud decía haber sido buen deportista, bohemio y consumidor de destilados y
añejos, aunque señalaba –eso sí–, que su vocación de servicio lo condujo a enderezar su senda.

Como la gran mayoría de quienes mucho leen y poco comen, su afinidad compulsiva por los libros
y por el conocimiento, y la desnutrición crónica debieron haber desbordado los alcances de su
circunferencia craneana, que comenzó a estallarse, deteriorando sus posibilidades de diferenciar
el lindero que separaba lo posible de la ensoñación.

Los 40 años posteriores a este momento son uno de los más grandes enigmas jamás resueltos en
la historia de nuestra capital, pues no hay registro de plena fiabilidad a tal respecto.

Algunos investigadores dan crédito –el maestro Pedro Claver Téllez entre ellos– a los rumores de
que en 1918, afectado por la trepidante epidemia gripal de aquel entonces, de la que consiguió
salir vivo “gracias a la aguadepanela con limón”, el seso se le terminó de secar.

Desde entonces se fue incubando en él la titánica idea de ser Presidente. La generosidad –entre
morbosa y filantrópica– de los estudiantes más revolucionarios, se encargó de no dejarlo morir por
inanición. Los que eran demasiado serios le miraron con desprecio. Los más torpes. Los menos
capaces de comprender su genialidad alucinada, lo evadían. O trataban de provocarlo, para
burlársele. Pero los visionarios se detenían a oírlo.

Entonces lo convirtieron en su maestro y a la vez en su protegido. Hartos del país regido por
aquella seguidilla fatal conformada por el laureanismo, el urdanetismo y el rojaspinillismo, y los
demás ‘ismos’ venideros, y gracias a la informal caridad prodigada a manos llenas por los
profesionales en ciernes de la Universidad Nacional (a la que llamaban ‘la Nacho’), el doctor
Goyeneche fijó su madriguera y su despacho eterno en el campus de la Ciudad Blanca.

Como contraprestación a su presencia, la Universidad acordó para él una asignación salarial de 35


pesos, todo a cambio de enseñar a leer y a escribir a las damas encargadas del aseo, a quienes
desde entonces el doctor Goyeneche intentó ‘desanimalizar’.

A manera de alojamiento y oficina le fue acondicionada una diminuta habitación localizada debajo
de una escalera, en el primer piso de la Facultad de Enfermería. Ahí vivió, guarecido por el cariño
del estudiantado y las frazadas viejas, destinadas a protegerlo del relente nocturno.
LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA EN BOGOTÁ FUE EL HOGAR DEL “DOCTOR
GOYENECHE” Y FUERON SUS ESTUDIANTES -SIEMPRE DISPUESTOS A BURLARSE, NO DE ÉL, SINO
DEL SISTEMA ELECTORAL COLOMBIANO- SUS MÁS FIRMES Y ENTUSIASTAS SEGUIDORES.

De esta simple manera –después de tres décadas sumido en un misterioso mutismo– el doctor
Goyeneche estableció su sede itinerante de campaña entre la Ciudad Universitaria, algunos
colegios tradicionales de la capital y el circuito de cafés y plazas ubicadas en inmediaciones de la
avenida Jiménez, irradiando desde éstos su proselitismo sincero en todas las direcciones. Entre El
Automático y el Temel. Entre las sedes de El Tiempo, El Siglo y El Espectador. Entre la Catedral
Primada y el edificio nazi y aburrido del Banco de la República.

Desde ahí hizo campear su discurso faraónico, basándose en soluciones muy prácticas a los
problemas nacionales. En fórmulas únicas para conjurar los males estructurales de Colombia,
esbozadas con un gis en una gran pizarra negra, sobre la que consignó los más memorables
versículos de su ideario político, luego materializado en panfletos.

Hablaba con una convicción tan solo propia de alucinados. O de genios.

“Para hacer un rico cada día en cada cuadra, a diario se escogerá un individuo pobre que habite en
una manzana de la ciudad. Los demás habitantes, sean quienes fueren, le darán al seleccionado un
peso. Así el desdichado compatriota saldrá de sus necesidades inmediatas. Al día siguiente otro
será el favorecido con el peso general, y con el tiempo todos seremos ricos por igual”.

“En lugar de gastarnos los fondos de nuestro erario en la construcción de una carretera a la Costa,
vamos a aprovechar el agua y la arena del Río Magdalena para pavimentarlo. ¡Así tendremos la
autopista más moderna del mundo!”.

Consciente de la necesidad de diseminar sus ideas por donde fuera posible, el doctor Goyeneche
se hizo cliente de privilegio de tipografías e imprentas pequeñas, de las que fue muy cumplido
pagador.

Cada cierto número de días iba con sus borradores, para solicitar a los linotipistas su inmediata
impresión. Luego regresaba a reclamarlos, ya convertidos en cientos de hojas, que luego habría de
distribuir entre sus simpatizantes, por un costo de cinco centavos, única vía real de financiación de
su campaña.

Obsesionado con los rezagos del gobierno militar como un franco atentado contra la democracia, y
dado que él no era de los que gustaba de criticar sin actuar, el doctor Goyeneche se lanzó a la
batalla por primera vez, el 4 de mayo de 1958, con Alberto Lleras Camargo y Alfonso López
Michelsen como contendores. Tuvo el honor de ser tercero entre tres.
Al día siguiente los periódicos contaron dos votos a su favor. Uno en Medellín, y el otro en la mesa
número 14 del Capitolio Nacional. Dicen que al final, con mucha dificultad, alcanzó a sumar 12.
“¡Los 12 apóstoles!”, dijo.

Tras este primer gran fracaso contempló la posibilidad de publicar un libro con cerca de 4.000
soluciones definitivas a los padecimientos de su patria. Un tomo antológico aún inédito, que de
seguro hoy daría luces invaluables a quienes como él aspiran al demencial proyecto de ser
presidentes.

“Para convertir al Chocó en un emporio de riqueza, a todos los empleados públicos que quieran
renunciar se les darán amplias facilidades para ir a colonizar el departamento”.

“Para crear industria de papel, en lugar de pensar en la pulpa de madera o en el bagazo de la


caña… ¿Por qué no emplear ropa vieja? ¡Eso lo he visto yo en países extranjeros!”.

La prensa lo miraba, entre compasiva, curiosa y risueña.

Su pelo –escaso y liso–, sus mangas –raquíticas y deshilachadas–, y la indigencia de sus sentaderas,
generaban sospechas entre las gentes convencionales.

Sus dos pabellones auriculares (en los que el cachaquísimo término de ‘orejón’ supo encontrar su
más fidedigno representante); y su voz apacible, aguda y bonachona, contradecían por mucho la
imagen que desde siempre se tuvo en Colombia de lo que debía ser un verdadero Presidente de la
República.

Porque, si bien los hubo feos, mal vestidos y burdos, ninguno había sido, que se dijera, un
verdadero representante del fenotipo popular. Y mucho menos alguien a quien por unanimidad
pudiera adjetivarse de honrado. Tenía un rostro amigable. Noble. Casi infantil. Contrario al de
todos los que hasta entonces habían calzado los zapatos de Bolívar.
LA PLAZA DE BOLÍVAR DE BOGOTÁ FUE, EN LOS AÑOS 60, ESCENARIO DEL ARRIBO TRIUNFAL DEL
“DOCTOR GOYENECHE” EN LOS HOMBROS DE UNA MILITANCIA NO POR REDUCIDA MENOS
BOCHINCHOSA Y RISUEÑA, CUYO FERVOR INDECLINABLE, EXPRESADO HASTA LA RONQUERA, YA
LO HUBIERAN DESEADO PARA SUS CANDIDATURAS LOS POLÍTICOS GANADORES.

El tiempo en las universidades transcurre muy rápido. Llegó el periodo 1958-1962 con su carga de
clientelismo y su falsamente salomónico Frente Nacional, y el doctor Goyeneche se fue granjeando
las simpatías de toda una nueva generación de estudiantes, a quienes nombró como su potencial
gabinete.

Despojado de maquinarias, alianzas o asesores de imagen (y de toda esa nueva horda de


profesiones emparentadas con el oficio, casi siempre sucio, de hacer política) Goyeneche recorrió
otra vez el centro de la ciudad y sus más importantes núcleos universitarios repartiendo
volantillos.

Su tesis fundamental –del todo sensata– se basaba en la certeza de que el país abundaba en
recursos, pero que a su vez éstos eran muy mal administrados, y de que por ello la economía iba a
la debacle.
El doctor Goyeneche era hábil con las palabras, y su discurso denotaba un humor peculiar y
brillante. Decía profesar la austeridad, y por ello justificaba con su conducta el uso de ropas
maltrechas donadas por los estudiantes. Al exponer sus programas se tornaba eufórico, aun
cuando la mitad de Bogotá estuviera mofándose de él.

Hilvanaba las ideas con precisión y hacía falta seguir sus proclamas por demasiado tiempo como
para que, de súbito, apareciera algún concepto desaguisado e impropio. Por arrebatos de
ensueño. Por dislates, carentes de cordura. Dominaba el argot político y su parlamento delataba la
juiciosa lectura de tratados dedicados a la historia económica de su país. Su oratoria era efectiva y
elaborada.

EN VEZ DEL PALACIO DE SAN CARLOS, “EL DOCTOR GOYENECHE” TUVO QUE RESIGNARSE A TENER
COMO RESIDENCIA OTRO SITIO OFICIAL: UNA DIMINUTA PIEZA DEBAJO DE UNA ESCALERA
DENTRO DE LOS PREDIOS DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL.

Regresó al ruedo electoral el 6 de mayo de 1962, siendo esta vez derrotado por Guillermo León
Valencia. Sus resultados, al parecer, fueron tan pobres que no alcanzaron a despertar la atención
de los devoradores de estadísticas, quienes prefirieron no incluir su nombre en los reportes que
hoy quedan como testimonio de aquella faena. Dicen que consiguió 33 votos. “¡33 es un número
cabalístico! –dijo–. Es el signo de que grandes cosas estarán por venir”.
El país recibió la segunda mitad de los 60 ya anquilosado en la repartición igualitaria del poder
entre conservadores y liberales. Y por sobre buena parte de los corredores y campos de la
Universidad Nacional (en particular por el llamado Jardín de Freud) comenzó a flotar el vapor
dulzón del cannabis, y la florida iconografía pacifista del momento.

Entonces, en 1966 el doctor Goyeneche quiso inscribirse oficialmente por vez tercera. Al principio
intentó postularse a una magistratura en alguno de los cuerpos colegiados. De hecho había
acordado con el sacerdote Camilo Torres, que éste sería su segundo renglón, hecho truncado por
su repentina muerte, lo que obligó a última hora a reemplazarlo por Abraham Rodríguez.

No obstante, la ausencia de los dos testigos de rigor en el momento de registrarse le impidió


legalizar su intención. Al día siguiente la prensa reprodujo una fotografía de su rostro
apesadumbrado, mirando hacia el piso, a la espera de quienes nunca hubieron de llegar.

Puesto que no pudo ser congresista, quiso entonces, una vez más, llegar a la Presidencia. Se fue de
nuevo hasta la Secretaría, atravesando el corredor, por entre el pabellón nacional y el distrital,
inflados por el viento.

Y desfiló, con su gesto boyacense, su convicción de iluminado, sus dientes afrentados por los años
y el sarro, y sus ojos fijos –a su vez decorados por sendas legañas, y bañados en un espeso humor
vítreo– hasta el despacho correspondiente.

Era 13 de abril. Antes de entrar se acercó al busto de José Acevedo y Gómez, erigido en el patio
principal de la entidad, flexionó sus rodillas en ademán respetuoso, y pronunció su conmovedor
juramento personal:

“¡Salud, prócer ilustre! ¡Vengo a recoger tu bandera para enarbolarla en el solio de los
presidentes!”.

El séquito de estudiantes que lo acompañaba estalló en un solo y unánime clamor:

“¡Viva el doctor Goyeneche, candidato del pueblo!”.

Ese día la llovizna se clavaba sobre el piso con cierta discreción respetuosa, consciente de la
relevancia del acontecimiento al que estaba mojando. Rodeado por sus partidarios entusiastas,
Goyeneche marchó entonces con solemnidad patriarcal hasta la oficina encargada de tal tipo de
gestiones.

Ya un poco doblegado por las casi ocho décadas de vida a cuestas, el candidato siguió caminando,
apoyándose en sus electores, mientras una muchedumbre de vampiros que iban haciendo fila
para medrar algún cargo en el sector público, lo contemplaban, invadidos por un espíritu de burla
lastimera. Luego se acercó al Secretario y firmó los documentos protocolarios, con sus dos más
cercanos ayudantes como testigos.

A la salida varios periodistas corrieron a asediarlo. Le preguntaron por su edad. Se excusó diciendo
que tal interrogante no era digno de ser respondido por mujeres ni por políticos.
También anunció su gabinete de ensueño. Fernando Cruz Kronfly, estudiante de la Universidad
Central, sería su ministro de Gobierno. Julio Valdivieso Torres, de Trabajo. Ambos aceptaron,
según lo admitieron muchos años después, porque entre todas las posibilidades el doctor
Goyeneche era sin duda una buena forma de burlar esa democracia formal y de papel conformada
por la coalición bipartidista. Puesto que la ley exigía a todos los presidentes el estar legalmente
casados, el doctor Goyeneche echó mano de Miriam Montealegre como su más firme opcionada a
primera dama.

Y así, después de tanto esfuerzo ahí estaba él, aquel primero de mayo. Frente al radio. Sentado en
ese café del centro, aún sumido en el delirio de su irrealidad. Preguntándose si esta, al fin, habría
de ser su oportunidad.

Otra vez fue primera princesa entre tres. Pero una tercería era mejor que nada. Poco después,
Ernesto Vidales lo buscó para entrevistarlo y le interrogó sobre todo cuanto le fue posible.

–¿Usted ha tenido hijos?

–No. No me gustan los ‘delfines’. Le amarran a uno su plataforma política.

–¿Aún piensa entechar a Bogotá?

–Ese proyecto lo sustituí por el de mantener las fuerzas aéreas bombardeando las nubes que se
acerquen a la ciudad. La lluvia caería de esta manera sobre la sabana y no vendría a mojarnos a
Bogotá.

–Nos han dicho que usted diseñó un inodoro sin agua. Cuéntenos sobre eso.

–Sí. Es un gran invento, cuya patente se la compré a mi amigo Perea. Se trata de un ‘water closet’
que por debajo no tiene tubos, sino un horno crematorio que vuelve mierda la caca.

El indestronable candidato vitalicio se rehusó a insistir durante los comicios de 1970. Se anticipó a
la corruptela del establecimiento, al oscuro manejo de los sufragios, y a la endogamia rampante en
el país, hecho que se manifestaría después con los resultados amañados a los que la historia
recuerda.

Le preguntaron si iba a inscribirse.

“No señor. Porque por los cauces democráticos ya vi que no me darán el chancecito de hacer mis
estupendos programas. Con el respaldo de los estudiantes me voy a tomar el poder por la fuerza,
después del 7 de agosto, cuando llegue la hora conveniente”.
LAS FRASES DEL “DOCTOR GOYENECHE” NO PASABAN INADVERTIDAS PARA LA PRENSA NACIONAL.

–Le recuerdo, doctor Goyeneche, que usted es soltero, y que ser casado es un requisito
fundamental para aspirar a ser presidente. ¿Ha pensado usted en eso?

–¡Por supuesto, señor periodista. Les he escrito a muchas y no me contestan. Le pregunté a una de
las decanas, y ni siquiera me dijo que no. Es una pendejada que el presidente tenga que ser
casado. Pero en fin… Si es preciso ¡Nos embarcamos en la epístola!
PARA SOLUCIONAR EL PROBLEMA DE LA PERTINAZ LLUVIA SOBRE LA CIUDAD DE BOGOTÁ, “EL
DOCTOR GOYENECHE” PROPUSO PRIMERO CUBRIR TODA LA URBE CON UNA GRAN MARQUESINA.
DESPUÉS, CAMBIÓ ESA PROPUESTA POR LA DE QUE AVIONES DE LA FUERZA AÉREA
BOMBARDEARAN LAS NUBES ANTES DE QUE LLEGARAN AL CASCO URBANO.

Ya para entonces, el doctor Goyeneche, que siempre fue viejo, comenzó a lucir aún más
avejentado de lo que habitualmente parecía.

Su vestido de paño marrón –milagroso sobreviviente de la guerra contra Perú, del 9 de abril, de la
Junta Militar, de la Violencia y del Frente Nacional — brillaba en codos, mangas y asentaderas.

El doctor Goyeneche se había dado el lujo de vivir cerca de los estudiantes gaitanistas de los 40, de
los hippies de los 60 y de los neoliberales en ciernes de mediados de los 70. Pero el tiempo se le
estaba acabando.

No obstante, dando muestras de una sorprendente fortaleza física, seguía recorriendo la ciudad.
Con su maletín de cuero, aún refulgente, gracias a las muchas capas de betún dispuestas en su
superficie. Con su centenar de volantes mimeografiados y su mirada dulce y obstinada. Con su
pelo fragante y bien peinado con Glostora. Con sus dientes agudos y amarillos, sus encías
afectadas por la hiperplasia, sus maneras amigables, y su boca, siempre rebosante de migas de
alguna cosa.
Durante los 70 el doctor Goyeneche fue crítico de Misael Pastrana y Alfonso López Michelsen. De
la misma forma en que antes lo había hecho con Rojas Pinilla, con Valencia y con Lleras. Muy
convencido de sus propias capacidades, y aún valetudinario como era, hizo cuanto pudo por
propiciar un debate público entre ellos y él. Ninguno, jamás, se atrevió a enfrentársele.

Alguna vez Ernesto Díaz Ruiz –por ese entonces camarógrafo del informativo ‘Mundo al día’,
transmitido en diferido en teatros y rodado en formato de cine– se le acercó para registrar sus
prédicas.

De inmediato, investido por su espíritu mesiánico, el doctor Goyeneche cambió su tono de voz,
imprimió la gravedad sincera y necesaria a sus ademanes e hizo trampa a su baja estatura
trepándose a alguna de las bancas del Parque Santander. Aguardó a que la cámara disparara a sus
ojos clarividentes, siempre pensando en el futuro, se ubicó en paralelo a los cerros tutelares de
nuestra ciudad capital, y comenzó a dar muestras de su prodigiosa oratoria. La gente, por docenas,
empezó a agolparse en derredor.

Después de 10 minutos de discurso, angustiado por el desmesurado costo de las películas, Díaz
indicó al doctor Goyeneche que aunque lo lamentaba, la economía habría de obligarlo en breve a
dar por terminada la filmación.

De súbito el semblante paciente del candidato se tornó hostil. “Señor periodista: ¡no sucumba al
poder de los medios! Su obligación es registrar la totalidad de mi intervención, aun cuando esta se
prolongue por seis horas”. No pudiendo hacer más, Díaz fingió seguir en su tarea.

Ya más tranquilo, el doctor Goyeneche –quien suponía estar dirigiéndose en vivo y en directo a la
nación entera– extrajo de su maletín una completa planoteca, muy bien delineada, en la que con
claridad podían contemplarse los cálculos estructurales, los trazos, las proyecciones
arquitectónicas de su plan del cierre de tejado del que Bogotá habría de ser objeto durante su
mandato, y de las repercusiones urbanísticas de la inminente pavimentación del Magdalena. Los
debió confeccionar algún estudiante de arquitectura confiado en sus ideas, en las que se mantuvo
firme, pese a seguir absteniéndose a postularse, para el periodo 1974-1978.

Si bien su voluntad nunca decreció, no ocurrió lo mismo con su salud, y fue así como en 1977, con
más de 20 infructuosos años en la arena política y casi 100 en el planeta, el doctor Goyeneche fue
el gran damnificado de uno de los muchos paros de los que la Universidad Nacional ha sido objeto.
El consecuente cierre de la cafetería le afectó en forma dramática.

Acostumbrado como estaba a comer en abundancia –hábito que según él mismo fortalecía su
capacidad de raciocinio– el tener que renunciar a las generosas viandas provistas de manera
gratuita por los camareros universitarios comenzó a desnutrirlo.

Su semblante, antes regordete y rubicundo, se fue debilitando, y los ojos alucinados se agazaparon
aún más en sus propias cuencas. Un taxi lo atropelló, y la prensa registró su lamentable y desvalido
aspecto, tirado en un charco de la carrera 30. El accidente desencadenó los males represados.
Ya nonagenario y maltrecho, el pobre doctor Goyeneche comenzó a padecer de vértigos, y fueron
muchos los estudiantes que dicen haberle visto tambalearse hacia la izquierda, no porque
estuviera haciendo un guiño al comunismo, sino por un problema de inestabilidad que terminó
llevándolo hasta el Hospital de La Hortúa, gracias a la bondad de uno de los vigilantes nocturnos,
quien lo encontró dando tumbos, sin poder llegar hasta su cuarto-oficina.

La palabra lamentable era poca cosa a la hora de describir su estado. La costumbre de leer a través
de los cristales rotos de sus anteojos –a los que además les faltaba una pata– le había provocado
una conjuntivitis crónica, dolencia que a su edad acarreaba el inminente peligro de llevarlo a
perder la vista. Estaba triste. Solo. Senescente e hipertenso. “No me tengan acá más de 12 horas.
La patria necesita de su mayor educador político”, fueron sus primeras palabras al ser internado.

No obstante, y como todos los héroes, el doctor Goyeneche siguió trabajando desde su habitación.

Aún convencidos de su mejoría, los estudiantes continuaron lanzando consignas y lemas, con los
que se pretendía convencer al país de que su candidato era la mejor opción para el venidero
periodo presidencial.

“Si le hace falta pan, por Goyeneche hay que votar”. “Goyeneche: Candidato de la solución
nacional”. “Si le hace falta leche, vote por Goyeneche”. Y el más contundente de todos: “Colombia
está en un hoyo. ¡Hay que votar por Goyo!”. Sabios lemas que algún día serían imitados en un
futuro no muy distante por los publicistas de Samper Pizano y sus “soluciones a la mano”.

Antonio Morales, en aquellos días reportero de El Vespertino, fue a visitarlo hasta allá. “No quiero
que la prensa me encuentre en este estado lamentoso –le dijo–. Mi enfermedad no será óbice
para que mi actividad política continúe desarrollándose a través de mis textos y de mi lucha en las
plazas públicas”.
EN UNA MEZCLA DE SORNA Y DE CARIÑO, LA PRENSA PUBLICABA LOS ANUNCIOS QUE SOLÍA
HACER EL “DOCTOR GOYENECHE”, COMO EL DE LA COMPILACIÓN DE SUS SUEÑOS POLÍTICOS EN
UN LIBRO, IDEA QUE JAMÁS SE CONCRETÓ.

Para tratar de tenderle trampas al tiempo –que ya sin duda estaba enviándole factura por servicios
prestados, y notificándole acerca de la pronta caducidad de su ministerio terrenal– el doctor
Goyeneche contempló la idea de arreciar en su intención, de cara a las próximas elecciones.

Más allá de los esperanzadores pronósticos, lo cierto es que el doctor Goyeneche se estaba
muriendo, y que tanto el final de 1977 como el principio del año siguiente, los vivió en cama,
abstraído en sus propios sueños, cada vez más imposibles.

El sábado 25 de febrero de 1978, el doctor Goyeneche hizo presencia en todos los hogares de
Colombia a través de una entrevista grabada para el programa ‘Mundo curioso’, presentado por
Rosalba Atehortúa, en la cadena 2 de Inravisión. Con su voz y su cuerpo débiles pidió a sus
copartidarios no preocuparse más de lo debido.

Días después –aún perorando desde su lecho y ansiando la llegada de los milagros que habrían de
salvarnos a todos– el único candidato del que jamás pudieron inferirse segundas o terceras
intenciones, entró en agonía, sin haber sido presidente. La voz se le empezó a apagar y los ojos se
le cerraron, en la paz de los que se van en olor de santidad.

Desde los criterios de la modernidad –saturada de manzanillismos, tráfico de poderes,


clientelismo, maquinarias y corrupción– Goyeneche fue, de hecho, una anomalía.

Un alma pura. Transparente y dulce. Ingenua, y libre de alguna intención distinta a la de alterar la
historia, por el bien de todos.

Que ser honesto y soñar inspire en los demás el deseo de llamarnos desquiciados en un país como
Colombia no es cosa rara. El gran doctor Goyeneche, por tanto, tampoco lo fue, al vivir de la
caridad y al mismo tiempo ser orgulloso.

Si sus postulados hubieran sido tomados en serio seguramente hoy el viaje por carretera entre
Bogotá y Barranquilla no tardaría más de seis horas, los inviernos en la capital serían más
llevaderos, y los índices de inequidad vaticinarían perspectivas menos aberrantes.

Pero, sobre todo, el gran interrogante dejado por su partida no sería otro de los muchos ‘pudo ser’
de los que nuestra historia parece estar luctuosamente plagada.

Pero eso ya no sucedió. Por lo mismo, aún estamos a tiempo de levantar el merecido monumento
a la memoria de nuestro eterno candidato vitalicio. Yo ofrezco, no cinco centavos, sino 50.000
pesos.

¡Que Dios le guarde, doctor Goyeneche, en donde quiera que usted esté! ¡Qué falta nos hace hoy!

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