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La fiabilidad de los narradores en Pedro Páramo, de

Juan Rulfo

Pedro Páramo, la única novela del mexicano Juan Rulfo, es la consolidación de


varios conceptos desarrollados por el autor en el resto de su producción narrativa. Se
trata de un libro enigmático, oscuro, tanto por los acontecimientos presentados en la
trama como por las estrategias empleadas para contarla. La novela puede entenderse
como el lugar de encuentro de dos historias paralelas, las cuales conversan entre sí a
través de personajes comunes, temas de fondo, y una continuidad en el tiempo que
trasciende los límites que impondría la muerte. En la crítica sobre Pedro Páramo, es
común encontrar la afirmación de que su historia se construye de manera fragmentada,
invitando al lector a “poner en orden” los datos y la secuencia de situaciones para
entender la trama en su totalidad. Lo peculiar de la novela es que, incluso luego de tener
todos los fragmentos a disposición y haber establecido cierto ordenamiento, la historia
sigue sin develarse por completo, insistiendo en mantenerse difusa ante el lector. El éxito
de este proyecto recae en buena parte en la multiplicidad de voces presentes en el relato,
pues si bien se habla de dos narradores principales, se da cabida también a los
“testimonios” de muchos personajes involucrados en la realidad de Comala. Al
incrementar el número de narradores, aunque sean estos de jerarquía inferior, se
incrementa también el número de perspectivas sobre cada suceso, y el encuentro de
diversas versiones produce contradicciones, confusión y, en suma, oscuridad. El análisis
se centrará en este mecanismo, el de ocultar a la vez que se presenta, el de entretejer la
trama dejando vacíos, examinando qué tanto se puede confiar en lo que aportan los
narradores, y cómo todo esto termina aproximándose (o no) a una totalidad.

El primer paso para el análisis es la identificación de los dos narradores principales,


y el modo en el que cada uno funciona en la novela. En su análisis de Pedro Páramo,
John Donahue y Francisco Antolín (1982) señalan claramente que es «una novela con
dos tramas paralelas. La primera narra el diálogo en la tumba entre Juan Preciado y
Dorotea, la segunda es la biografía, casi siempre en tercera persona, de Pedro Páramo,
cacique de Comala.» La clave es que la circunstancia de la primera narración, la de Juan

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Preciado, es revelada aproximadamente a la mitad del libro, lo cual reconfigura la noción
que el lector tiene del narrador en retrospectiva. Preciado, mediante su narración, llega a
Comala en condiciones similares a las del lector: es un acercamiento a lo desconocido, el
cual se intensifica al establecer el contacto con una realidad que parece obedecer a un
orden muy distinto al del lugar de donde se proviene. Juan Villoro (2001), comentando la
posición de Preciado como narrador y su relación con el mundo al que accede, explica:
«La atmósfera fantasmática dimana de la vaguedad visual y auditiva. Nada se percibe en
primera instancia; Juan Preciado ve el entorno filtrado por tinieblas, humo, un crepúsculo
que se confunde con el alba, y escucha ecos, pasos, rumores. La imprecisión de la vista y
el oído se funde en una expresión cardinal: “el eco de las sombras”. El sonido y la imagen
son la misma bruma.» Es de esa manera que Preciado describe aquello a lo que se
enfrenta, haciendo que el lector comparta sus dudas y la sensación de estar perdido. El
lector solo es capaz de entender mejor la situación cuando se encuentra involucrado de
mayor manera en el espacio de Comala, cuando ya conoce sus reglas, y cuando ha sido
atrapado por ellas, tal como sucede con Juan Preciado. La oscuridad no se disipa, pero la
vista se ha acostumbrado a ella lo suficiente como para empezar a identificar los
elementos que la componen.

La otra voz narrativa en la novela es impersonal, y se dedica a presentar escenas


del pasado de Comala, centrándose en Pedro Páramo, el padre de Juan Preciado, a
quien este ha ido a buscar al pueblo. Francoise Perus, en su libro El arte de narrar (2012),
dedicando íntegramente al análisis de la narrativa de Juan Rulfo, habla sobre esta voz:
«La crítica rulfiana acostumbra considerarla como “neutra” y poco relevante, o como resto
de formas de narrar más o menos tradicionales, sin reparar en su forma de inserción
dentro del mundo narrado, ni en las relaciones que establece con los personajes que
pone en escena, ni mucho menos en sus enlaces con la voz de Juan Preciado.» Se
plantea así porque esta voz, como se ha dicho, es heterodiegética, permanece al margen
de las acciones a las que da cabida, e incluso tiende a desaparecer, cediendo el
protagonismo, a diferencia de Juan Preciado. A propósito, Perus dice que «este narrador
impersonal no procede propiamente como un “narrador histórico”: aun cuando esta
“función” pareciera ser la que se instaura al principio, tiende luego a debilitarse, cuando no
a desaparecer por completo, como si los personajes aparecieran solos en escena.» Si
bien el narrador en sí no hace uso de su posición neutral para aclarar algunos aspectos
del mundo representado, las situaciones que se presentan en su plano temporal sí

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consiguen dar ciertas coordenadas, lo cual permite que se tenga un punto de referencia
para ubicar las escenas y también, en contraposición, la temporalidad del otro espacio.
Donahue y Antolín mencionan que «A diferencia de la primera trama en que carecemos
de referencias históricas que puedan orientar al lector, aquí tenemos dos hechos que
pueden encaminarlo: la Revolución Mexicana y la guerra de los cristeros.» Entonces, lo
que se puede concluir de este primer planteamiento es que la presencia de dos
narradores estructura ya la doble función que busca Rulfo: la voz impersonal intenta
aclarar ciertos elementos de la historia, mientras que la voz de Juan Preciado, hombre
ajeno a la realidad que describe, oscurece la trama, o más bien, da cuenta de la oscuridad
que percibe.

Cuando se desvela la posición discursiva de Juan Preciado en la novela,


mostrando que toda su narración hasta el momento ha sido parte de un diálogo con
Dorotea, se produce un punto de quiebre múltiple, pues resulta ser tanto discursivo como
simbólico. Se ha mencionado ya que este momento representa el acceso total de
Preciado a la realidad de Comala, y al tratarse de un pueblo fantasma, este ingreso se
realiza a través de la muerte. «Tengo memoria de haber visto algo así como nubes
espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma
y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.» (2001; p. 64). Más directamente,
Preciado dice después: «Me mataron los murmullos» (p. 65). Perus explica de manera
interesante el proceso de Juan Preciado como narrador y como personaje:

(…) tratándose de la narración de Juan Preciado, conviene reparar en que las


percepciones y orientaciones de éste en el fantasmal y yermo mundo de Comala
no representan sino un aspecto de la narración formalmente asumida por el
personaje. Señalan lo borroso de los lindes entre lo real y lo imaginario y la
asunción de lo fantasmagórico, configurando así el ambiente propicio para la
aparición de los “fantasmas” y sus “murmullos”. Solo que, muy pronto, son estos
fantasmas y sus murmullos los que pasan a primer plano, relegando la voz del
propio Preciado a segundo plano. Éste se convierte entonces en caja de
resonancia de los relatos ajenos, su voz pierde consistencia y coloración propias, y
se presenta hasta cierto punto como la de quien se limita a objetivar las
subjetividades ajenas, sin entrar propiamente en diálogo o debate con ellas.

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La muerte de Juan Preciado es simbólica porque también representa, de cierta manera,
su “muerte” como narrador, en el sentido de que las demás voces, las de los fantasmas,
se apoderan del rol narrativo. En realidad, estas otras voces, estos murmullos, han estado
presentes desde el momento en el que Preciado llegó a Comala, pero al entender el modo
en el que operan y su función en el espacio del pueblo fantasma, el rol de Preciado como
intermediario deja de ser importante. Según explica Villoro, «La historia iniciada por Juan
Preciado prosigue en las voces colectivas; los muertos adquieren cabal autonomía y el
narrador se disipa entre sus sombras. No es de extrañar que abunden las palabras
sueltas, dichas por gente ilocalizable.» El programa narrativo de Juan Preciado se apoya
en la búsqueda de su padre, y la llegada a Comala le trae el descubrir que ya ha muerto,
así que no hay mayor desarrollo posible desde su punto de vista. A partir de su muerte,
los fantasmas son quienes hablan, complementando lo que se desarrolla en la otra
narración.

Pero no son únicamente los murmullos los que crean el ambiente de Comala, sino
también la ausencia de sonido, el silencio como señal de abandono, de soledad,
propiciando el espacio para los ecos de un pasado que ya no existe, o que existe en un
plano no terrenal. Giuseppe Bellini (1986) dedica un artículo al análisis del silencio en
Pedro Páramo, sosteniendo que «se nos presenta en dos dimensiones: una dramática, la
expectativa de algo que va a ocurrir y que permanece misterioso, pero que ciertamente
será de signo negativo; otra sentimental, privación de un dato que podríamos llamar
interior, o afectivo, y que implica sorpresa, decepción, predisposición a lo peor.» Además,
menciona que «el silencio implica una dimensión metafísica. En el silencio es donde se
entienden las voces de los difuntos.» Más allá de momentos específicos, proyectando la
idea del silencio a nivel general en la novela, este no hace referencia solo a la ausencia
de sonido, sino que también puede entenderse como la ausencia de claridad, a la falta de
explicaciones, a los datos que permanecen ocultos en la narración. El silencio no es solo
una ausencia, sino que es un silencio siempre presente, dando cuenta de aquello que
escapa al entendimiento. Es un silencio que se traduce luego en mensajes indirectos, en
inferencias, incluso en situaciones cercanas a lo inefable, puesto que no puede explicarse
por completo lo que sucede en Comala, ni en la del pasado ni en la del presente, por lo
que el sentido no se extrae de las palabras, sino de las percepciones sensibles.

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Aunque se ha visto que los dos narradores principales operan de modos muy
distintos, tanto por la realidad en la que se ubican como por su involucramiento en la
historia, e incluso por su aporte a la totalidad del relato, eso no implica que la distancia
entre ambos planos temporales sea siempre rígida. Si se examina con detenimiento el
desarrollo de la novela, es posible percibir que ambas narraciones se van
complementando constantemente, y que sus puntos de encuentro van más allá de
pequeños elementos en común. Donahue y Antolín van al extremo de afirmar que «se
trata de dos tramas distintas que abarcan dos niveles temporales, un pasado inmediato y
un pasado remoto. Cualquier brinco o salto que se hace de una trama a la otra se hace
por una razón. La desorganización es superficial.» Es decir, lo que en un principio parece
ser un fragmentarismo elaborado con el simple objetivo de confundir pasa a ser un
elemento significativo en la presentación de temas, pues ninguno de los espacios basta
por sí solo, sino que componen un realidad en conjunto. Otro crítico que examina este
punto en Mario Muñoz (2009):

Pero la fragmentación en Pedro Páramo es solo aparente. Bajo la supuesta


incongruencia que trastorna al lector común subyace un orden estricto de
significados que se complementan, sea por semejanza o por oposición, para
integrar unidades de sentido cuyas relaciones no surgen siempre de inmediato
pues no dependen de factores causales ni están determinadas por enlaces
evidentes o por precisiones cronológicas; tampoco por las voces narrativas, que
sólo gradualmente descubren la identidad de sus referentes o por una
interpretación realista de los problemas humanos.

Para hablar del vínculo más evidente entre ambas instancias temporales, se puede hablar
de los personajes principales de cada una: Juan Preciado y Pedro Páramo. A pesar de ser
padre e hijo, no hay en ellos rasgos de personalidad que los aproximen; sin embargo,
ambos se instalan en el mismo programa narrativo: el de la búsqueda. Mientras que
Preciado busca a su padre, a quien nunca encuentra, Páramo busca a la amada de la
infancia, a quien sí llega a encontrar, pero con quien no puede volver a establecer una
relación real. Se trata, en ambos casos, de una búsqueda no satisfactoria, de una
frustración por el no conseguir lo que se desea. De estas dos búsquedas, la que resulta
más importante para matizar la totalidad de la historia es la de Pedro Páramo, cuyo
fracaso es más desarrollado que el de Juan Preciado. Muñoz explica: «El desencuentro

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de Pedro con Susana es una clave simbólica que funciona como arquetipo para todas las
demás historias de búsqueda y frustración.» Pedro Páramo ostenta poder absoluto en
Comala, y ha conseguido todo lo que se ha propuesto, excepto el amor de Susana San
Juan, que finalmente es lo que más desea (por lo decir lo único). Ese destino irónico
proyecta la idea de un fracaso más profundo, que se condice con el abandono personal
de Páramo tras la muerte de Susana. Ese abandono, el hecho de renunciar al control que
tiene sobre el pueblo y las tierras, no trae consigo un surgimiento alternativo al monopolio
del cacique, sino una generalizada degradación que termina arrastrando al pueblo entero.
Ese fracaso se extiende a Comala, y por consiguiente a todos sus habitantes, lo que a la
larga crea el espacio que Juan Preciado encontrará al seguir las indicaciones de su
madre. En ese sentido, puede decirse que la búsqueda insatisfactoria es el punte que
conecta el pasado con el presente, el origen de la continuidad entre las instancias
narrativas.

La muerte es una constante temática en la novela, pero se presenta de una forma


muy peculiar. Es lugar de tener un impacto en los personajes, de recibirse como el final de
la vida y la consecuente ausencia, la muerte es una simple circunstancia en la Comala del
presente, llena de ecos y fantasmas. El mismo Juan Preciado, como ya se ha dicho,
puede ingresar al espacio de Comala por completo al morir, es una muerte que no es un
final sino un tránsito, una consecuencia de haberse adentrado en el pueblo. Los únicos
personajes principales que realmente “mueren” en la novela son Dolores Preciado y
Pedro Páramo, los padres de Juan Preciado, en el sentido de que no vuelven a aparecer
como fantasmas en Comala, como sí lo hacen tantos otros. Sin embargo, esto no quita
que sus muertes tampoco sean momentos contundentes. Damiana Cisneros le pregunta a
Preciado de qué murió su madre, a lo que este responde: «No supe de qué. Tal vez de
tristeza. Suspiraba mucho.» (p. 51). En el caso de Pedro Páramo, su muerte se produce
en una escena muy extraña al final de la novela, con una serie de acontecimientos que
parecen estar reunidos por la mera casualidad. Bellini habla de la actitud de Páramo en su
hora final: «Cuando Abundio Martínez está a punto de matarle, su reacción es pasiva, se
pierde en el silencio. Preguntado luego si está herido, no pronuncia palabra: "sólo movió
la cabeza". Y en silencio observa alejarse a los hombres que se llevan al asesino». No se
dice directamente que Abundio mata a Pedro Páramo, porque nunca parece ser su
intención, y es así que la muerte llega como resultado de una serie desafortunada de
eventos. Podría sostenerse que la muerte real de Páramo llega antes, cuando muere

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Susana y él se abandona a sí mismo, y que esta muerte corporal es una especie de
ratificación de ese estado. La narración se empeña en ocultar el momento exacto de la
muerte, como si la cámara estuviera enfocando otra cosa, haciendo que el
lector/espectador se pierda el instante preciso en el que sucede. Es así que la muerte no
parece ser digna de un tratamiento especial; se ha convertido en un lugar común dentro
del mundo representado.

Al no representar una ruptura, la muerte también ofrece un aporte significativo al


ocultamiento de la verdad. La consecuencia principal de la muerte no definitiva es la
continuidad del tiempo, haciendo que las instancias de pasado, presente y futuro no sean
excluyentes entre sí, más bien posibilitando la superposición de una sobre la otra. El
juego con los planos temporales está en la base del fragmentarismo en Pedro Páramo,
pues es a partir de este que la trama se mueve de un lugar a otro, no necesariamente por
un desorden cronológico, sino porque los espacios no están diferenciados. La explicación
de este interés del autor es algo que interesa a Donahue y Antolín:

Como regla general, Rulfo desprecia el tiempo objetivo; diríase que intenta
desorientar al lector a sabiendas. Para ello se sirve de la técnica contrapuntística
yuxtaponiendo diferentes niveles temporales; otras veces condensa el tiempo o lo
paraliza o lo proyecta sobre la eternidad. A veces recurre al tiempo interior de los
recuerdos en un completo olvido (pensamos que premeditado) de la cronología
tradicional. (…) Esta misma misión desmitificadora del tiempo, la tienen los ecos. El
pasado se proyecta en el presente como si estuviera escrito en las paredes.

Este modo de enfocar el tiempo es solo la primera de varias visiones contra lo


tradicional que se proyectan en el texto. La subversión de sentidos en la novela está
presente de manera especial en cuanto a los valores que se presentan, tanto en el
aspecto estructural (el tiempo) como en aspectos temáticos. En el establecimiento de una
realidad alternativa, diferente y, por lo tanto, extraña para el lector, el reconocimiento de
valores subvertidos incrementa la sensación de haber abandonado el lugar de origen.
Según el análisis de Muñoz, lo que Rulfo consigue es la creación de un espacio mítico,
pues se encuentra claramente separado del tiempo histórico, estableciendo un espacio
propio. «La figura dominante del Padre, la expulsión de la pareja original, la errancia de
los hijos sin filiación, el deambular de las almas en pena, el sufrimiento atroz de los

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condenados, el parricidio como acto de justicia..., son formas en que el pensamiento
mítico se expresa y afirma la existencia de una realidad paralela.» Es así que los códigos
con los que se interpretan las situaciones en la realidad no pueden aplicarse al espacio
mítico, favoreciendo el esconder. Muñoz dice también:

Cada sector de la narración invierte el contenido convencional de los valores, las


creencias y los mitos, mostrando como auténtica la parte opuesta de su apariencia
sacralizada y vaciándolos de su poder de salvación mediante este desplazamiento.
La novela propone una moral contraria a la establecida precisamente porque
representa una realidad distorsionada a causa de que los modelos que configuran
un saber sobre el mundo perdieron su validez y sus funciones están invertidas: el
paraíso es infierno, el poder es debilidad, el amor es pecado, la paternidad es
abandono, la fe es culpa, la virtud es condenación, la historia es inmovilidad.

Partiendo de esa base, los vacíos en la explicación proporcionada por lo narradores no


obedecen solamente a una ambigüedad voluntaria, sino que surgen en el encuentro de
dos campos semánticos incompatibles. Podría decirse que los narradores no buscan
esconder información, sino que esta es de por sí imposible de comprender
inmediatamente para alguien que no pertenece a la realidad de Comala, y esto mismo
podría ser el motivo de que el sentido completo sea igualmente esquivo.

El primer acercamiento a Comala se hace a través de Abundio, quien conduce a


Juan Preciado hacia el pueblo. La comunicación que se establece entre el narrador y el
personaje es muy limitada, con reiterados momentos de silencio. Cuando el arriero dice
cosas como «Aquí no vive nadie» (p. 20), en primera instancia parece estar empeñado en
ser ambiguo, en dar información incompleta, pero con el avance de la novela, en
retrospectiva, uno puede darse cuenta de que dice las cosas como realmente son en
Comala. Sin embargo, tratándose de una conversación casual con alguien que acaba de
conocer, es cierto que no dice todo lo que podría. Se revela al final que Abundio es otro
personaje muy involucrado en Comala, al punto de haber sido quien mató a Pedro
Páramo. El motivo de su silencio parece ser la intención de que Juan Preciado descubra
las cosas por su cuenta, y al haberlo llevado al pueblo, puede estar seguro de que así
será.

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Aparecen luego dos personajes que cumplen una función similar en el libro,
proporcionándole a Preciado más información sobre Comala, sobre su madre y el pasado
del pueblo: Eduviges Dyada y Damiana Cisneros. Eduviges se sorprende cuando
Preciado le cuenta que ha sido enviado por Abundio, porque se supone que este ya está
muerto, así que no sería posible. Sin embargo, como se sabe, la muerte no representa
ruptura en la novela, y dado que la propia Eduviges es otro de los fantasmas del pueblo,
es cuestionable que niegue la posibilidad de un contacto con alguien ya muerto. Además,
Eduviges escucha el galope del caballo de Miguel Páramo, ruido imperceptible para Juan
Preciado, en lo que es el reconocimiento de una aparición fantasmal, pues luego llega a
saberse que el caballo fue sacrificado poco después de la muerte de Miguel. Damiana es
quien empieza a explicar la condición presente de Comala, sosteniendo que Eduviges
«Debe de andar penando todavía» (p. 43), y comenta que los ruidos son ecos del pasado.
Habla de haber escuchado voces donde no hay nada, y ella misma desaparece de un
momento a otro. La no fiabilidad de su testimonio está en el hecho de presentarse como
alguien que puede observar a Comala desde fuera, hablando de sus fantasmas, pero que
luego resulta ser una más de ellos.

El interlocutor más importante para Juan Preciado es Dorotea, “la Cuarraca”, con
quien se encuentra luego de morir, y a quien le narra todos los acontecimientos de su
llegada a Comala. Dorotea es también quien proporciona la mayor cantidad de
ambigüedades en el texto, contradiciéndose a sí misma y expresando múltiples
posibilidades para algunos escenarios. Por ejemplo, cuando Preciado pregunta si su
nombre es “Doroteo”, ella responde que «Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea.
Pero da lo mismo.» (p. 65). Habla luego del hijo que nunca tuvo y al que siempre buscó, a
partir de dos sueños que tenía, uno “bendito” y otro “maldito”; en el primero le revelaban
que tenía un hijo, y en el segundo le decían que no era cierto. Ella decidió creer en el
primer sueño, y vivió con una ilusión infundada. Es decir, el razonamiento de Dorotea es
uno que abre en paralelo dos posibilidades en la realidad. Por un lado, ella vivió creyendo
firmemente en la posibilidad de tener un hijo, pero todo lo demás carece de la importancia
suficiente como para decidir decantarse por uno de sus dos frentes. Ya se ha dicho, por
ejemplo, que no importa si se llama “Doroteo” o “Dorotea”, y luego en la novela, cuando
habla de Susana San Juan, menciona que «Unos dicen que estaba loca. Otros, que no.»
(p. 82). No hay una respuesta definitiva para esta situación, ya que Dorotea, siendo quien
saca el tema, quien “narra”, solo deja planteadas las posibilidades.

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En suma, el modo de narrar en Pedro Páramo de manera global se aproxima al
modo en el que lo hace Dorotea, a través de la presentación de posibilidades. Juan
Preciado no logra comprender lo que aparece ante él en un principio, porque algo escapa
a sus sentidos. Él no tiene intenciones de esconder información, pero su no pertenencia al
lugar hace que sus descripciones sean poco consistentes, es decir, no del todo fiables.
Incluso en la narración impersonal, distanciada, la presentación incompleta de escenas
genera una multiplicidad de mundos posibles. No se sabe con certeza si hay una relación
incestuosa entre Susana y su padre, «Pues por el modo que la trata más bien parece su
mujer.» (p. 85). Tampoco puede saberse realmente el origen de la locura de Susana, ni
por qué Pedro Páramo está tan obsesionado con ella; solo tenemos pistas. Incluso, como
ya se mencionó, no se llega a mostrar plenamente cómo muere Páramo, ni por qué,
dejando amplio espacio para la especulación. Los narradores en la novela no son fiables
porque no ofrecen certezas, esperando que el lector sea el encargado de llenar de sentido
los vacíos, junto a su tarea de “ordenar” los fragmentos. Es por ello también que la lectura
plena del libro, la total disponibilidad de las partes, no implica que se pueda alcanzar una
totalidad. La trama, en conjunto, dispone una serie inagotable de interpretaciones, por lo
que una fijación de sentido resulta imposible, manteniendo constante solo la tensión entre
confianza y desconfianza con respecto a las voces que dan a conocer el mundo.

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Bibliografía

Antolín, F. y Donahue, J. (1982). “Las dos tramas de Pedro Páramo”. En Actas del
séptimo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, 373-382 [versión
electrónica].
Bellini, G. (1986). “Función del silencio en Pedro Páramo”. En Quaderni di Letteratura
Iberiche e iberoamericane, 4, 75-81 [versión electrónica].
Muñoz, M. (2009). “Dualidad y desencuentro en Pedro Páramo”. En Cuadernos
Hispanoamericanos, 421-423, 385-398 [versión electrónica].
Perus, F. (2012). Juan Rulfo, el arte de narrar. México: Editorial RM.
Rulfo, J. (2001). Pedro Páramo. 7ma edición. Barcelona: Anagrama.
Villoro (2001). “Lección de arena. Pedro Páramo”. En Efectos personales, pp. 15-27.
Barcelona: Anagrama.

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