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La experiencia del mal radical en Auschwitz y el cambio de paradigma frente a Dios

Pese a que el comienzo de la época renacentista significó una ruptura del paradigma que sostenía la
cosmovisión teocéntrica del universo para sustituirla por una mirada antropocéntrica, la figura de la
divinidad y la importancia dela religión han sido ejes vertebradores de la historia. Los paradigmas dictados
por la lógica cristiana han sido el baluarte del mundo accidental por siglos. Sin embargo, frente a eventos
disruptivos y cargados de una fuerza innegable como han sido las masacres cometidas durante la Segunda
Guerra Mundial se puede vislumbrar la reconfiguración del planteo acerca de la imagen de Dios. Las marcas
que los testigos del horror portan, las incidencias que esa experiencia límite significó para aquel que logró
regresar para narrar las carencias, la desposesión y despersonalización más absoluta a la que un ser humano
puede ser sometido, condujo a esos testigos a replantearse sobre la existencia de un Ser Supremo y su
permisibilidad ante el mal.
Primo Levi (1919 - 1987) es el claro ejemplo de un hombre que conoció el sufrimiento de cerca. Su paso por
Auschwitz no ha dejado una simple marca en su piel sino, y sobre todo, en su experiencia de vida plasmada
con evidente potencia y prepotencia en sus obras. El presente trabajo tiene por objetivo dar cuenta de una
serie de interrogantes que se han planteado los testigos del horror y su cambio de paradigma frente a la
postura de un Dios bondadoso. Estos son: ¿Cuán trascendente es para el testigo la necesidad de narrar y
compartir el testimonio de su experiencia? ¿De qué modo narró Primo Levi sus días en Auschwitz? ¿En qué
medida se relacionan para e autor el concepto del mal y la experiencia concentracionaria -y la de Auschwitz
principalmente-? ¿Es posible justificar ese mal? ¿Cuáles fueron los planteos acerca del mal y el fin de la
teodicea que postularon Levinas, Arendt y Jonas? ¿Cuáles son las impugnaciones que se le confieren a Dios y
qué críticas se le pueden efectuar a la noción de teodicea?

Auschwitz: visiones sobre la materialización del mal llevado a límite

Mucho se ha discurrido respecto de un tema tan complejo y extenso como es el mal. Primo Levi supo ver en
la experiencia concentracionaria el “mal supremo” (Levi a, 2015: 72). Incluso, insistió en proclamar los
crímenes y las acciones denigrantes y ruines cometidas durante la Segunda Guerra Mundial en los campos
de concentración, y más específicamente en Auschwitz, donde han sido gaseadas más de cinco millones de
personas en cinco años1 (Levi a, 2015: 153). Allí el mal alcanzó su apogeo, fue el punto en el que se llegó al
“fondo de la barbarie” (Levi, 2015a: 144). El resultado fue la “más gigantesca masacre de la historia” (Levi a,
2015: 73). Esta fue la “bestialidad nazi”, la “obra demoníaca” que denuncia con denuedo Primo Levi (2015 a:
74-5). Tan excepcional ha sido para el autor la experiencia del Lager que la consideró como un
acontecimiento que no tiene comparación alguna con otra masacre o flagelo a nivel multitudinario en el

1
Amplía el detalle de la cifra en “La Europa de los campos de concentración”, artículo incluido en Así fue Auschwitz,
donde expresa que entre los meses de abril y mayo de 1944 fueron asesinadas sesenta mil personas por dìa. (Levi a,
2015: 144).
mundo. Por ello, Levi presentó cada vez que tuvo la oportunidad, ya sea a través de sus obras o mediante
declaraciones, conferencias o cualquier presentación en la que se solicitó su voz, innumerables relatos y
detalles de lo que consideró el mayor crimen de la historia, ése que, a su criterio, no puede ser comparado
con ningún otro. Auschwitz es la representación de la “página más deleznable de la historia de la
humanidad”, la “maquinaria generadora de muerte y de corrupción”, el reino construido a través de “las
herramientas del odio, la mentira, la violencia y el sufrimiento” (Levi a, 2015: 75). El Lager ha sido para Levi
“laboratorio cruel” (Levi, 2015b: 89) -o en términos de Reyes Mate, “Auschwitz es un laboratorio del mal”
(Reyes Mate, 2017)- y el “producto del concepto de mundo llevado a sus últimas consecuencias” (Levi,
2015c: 7). Tan desgarradora ha sido la experiencia en los campos que allí el hombre se convirtió un lobo para
el hombre (Levi, 2003: 45) lo cual confirma que el mal prevalece con facilidad (Levi, 2015 a: 222).
Sin embargo, Primo Levi no ha sido el único que ha visto en Auschwitz la encarnación de mal en su expresión
más cruda y contundente, por el contrario, muchos otros vieron en la experiencia del Lager la
materialización del mal radical. Otros teóricos y escritores como Arendt, Levinas y Jonas pensaron en el mal
en un plano de desconfianza hacia las teodiceas tradicionales. Cada uno de ellos, pese a guardar diferencias,
han considerado que la idea de justificar el mal es obscena e irrealizable. Igualmente, creyeron que no
existen posibilidades de imaginar una reconciliación con la existencia del mal (Bernstein, 2005: 232).
El pensamiento de Levinas ha sido una respuesta al horror del mal que ha irrumpido en el siglo XX. Él vio el
paradigma de ese mal llevado al extremo en Auschwitz. En “El sufrimiento inútil”, Levinas expresó que el
Holocausto al que el pueblo judío fue sometido bajo el imperio de Hitler representa el paradigma de aquel
sufrimiento humano gratuito. Es allí, añade, donde el mal aparece en su horror diabólico y se impone en
forma deliberada (Levinas, 2017: 3). Es decir, para el autor, Auschwitz ha sido el parámetro del mal del siglo
XX. Igualmente, Levinas arguyó que la malignidad se resiste a toda integración, esto es, postuló que es
inintegrable, que hay un reducto en el que el mal no puede ser asimilado por ser sublime. Creyó que
tampoco puede ser sintetizado porque no puede integrarse a las categorías de comprensión o razón
humanas. Además, enunció que “mal es un exceso en su esencia misma” (Bernestein, 2005: 243-5). Baste
para ello recordar el planteo de Levi en torno a la experiencia del Lager como el mal llevado a su máxima
expresión.
Otro de los pensadores que abordó la relación del mal en torno a Auschwitz fue Hans Jonas. En El mal
radical, Richard Bernstein cita a Jonas y a su concepción del mal. Para el último, la percepción de lo malum
es infinitamente más sencilla que la percepción de lo bonum debido a que lo malo puede ser percibido de un
modo más directo, apremiante, menos susceptible a diferencias de opinión o de gusto. Además, lo malo se
impone sin que la persona lo busque y sólo puede ser percibido por su sola presencia. Por lo tanto, no
existen dudas cuando el mal se interpone en el camino. Jonas expresó también que quién haya padecido los
horrores de las décadas de 1930 y 1940 no podrá sino vivir bajo la sombra de Auschwitz. Allí lo malum se
impuso en forma innegable y es en este sentido que se constituye para el autor como la representación del
mal (Bernstein, 2005: 269-270).
El pensamiento de Levinas coincide con el de Jonas ya que ambos rechazaron categóricamente todo intento
-sea filosófico, religioso o de cualquier otro tipo- que intente plantear una “reconciliación” con el mal, es
decir, eliminaron toda posibilidad de disculpar o justificar el mal ya que en éste tiene algo de brutal, de
“trascendental”, de insuperable, algo que desafía y cuestiona las categorías y los conceptos filosóficos,
religiosos, entre otros (Bernstein, 2005: 281). En fin, al ser un exceso, el mal se resiste a la comprensión
total, es decir, Auschiwtz es el paradigma de mal que no puede ser sintetizado, tampoco puede ser asimilado
por las categorías del entendimiento y la comprensión. En este punto, el planteo de los autores
mencionados se relaciona con lo que Hannah Arendt expresó respecto del mal. La filósofa alemana
reconoció que hay algo en la experiencia del horror que se vivió en los campos de concentración que es
intrínsecamente inefable, es decir, la comprensión total de la experiencia de Auschwitz es un objetivo
imposible: “No existen paralelos para la vida en los campos de concentración. Su horror nunca puede ser
abarcado completamente por la imaginación por la simple razón de que permanecen al margen de la vida y
de la muerte” (Arendt, 2002: 660). Para Arendt, el terror de los totalitarismos es un fenómeno capaz de
desafiar la comprensión humana. Esto explica que no pueda ser aceptada racionalmente la existencia del
mal y mucho menos su justificación. Expresó que la originalidad del totalitarismo no reside en el hecho de
que haya entrado alguna nueva “idea” en el mundo, sino que las acciones propugnadas por el propio
totalitarismo rompen con toda tradición conocida, pulverizan las categorías de pensamiento político y los
criterios de juicio moral (Arendt, 1999: 31-32).
Los totalitarismos y el terror de los campos de concentración se convierten en fenómenos únicos y sin
precedentes. Consecuente con esta idea, Levi manifestó que en Europa no ha ocurrido nada comparable a la
Segunda Guerra Mundial “ya que por su magnitud y por el número de víctimas, ha ido delineándose como
un hecho único, en la historia de la humanidad” (Levi, 2015 a: 171). Por todo esto, dice Arendt, este “mal
radical” es moralmente imperdonable, jurídicamente imposible de castigar y, hasta cierto punto, fruto de
motivaciones incomprensibles.
Hannah Arendt también pensó en el horror que significó Auschwitz y en su vinculación con el mal radical. En
una entrevista que tuvo con Günter Gaus el 28 de octubre de 1964, Arendt expresó respecto de Auschwitz:
Esto no debería haber pasado. Y no me refiero sólo a la cantidad de víctimas: me refiero al método, a la
industrialización de cadáveres y todo lo demás, no preciso entrar en detalles. Esto no tendría que haber pasado. Allí
sucedió algo con lo que no nos podemos reconciliar. Ninguno de nosotros puede hacerlo (Arendt [citado desde
Agamben, 2000: 73).
La “fabricación de cadáveres” alude no simplemente a la muerte, sino a la concepción industrial de un
mecanismo que emplea los métodos de fabricación serial y masiva para aplicar el mal más extremo. Alude
Levi: “el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales” (Levi, 2015 c: 42). Esta comparación del
Lager con una máquina es reiterada por el autor (Levi, 2015 c: 169) y allí encuentra anclaje la mención que
hace Agamben acerca de Auschwitz no como un lugar donde la gente era asesinada solamente, sino donde
se producían cadáveres. Otra vez emerge la noción del extermino es visto como una producción en cadena,
una muerte en serie (Agamben, 2000: 74), aspecto que deja ver la dimensión del mal.
Arendt estaba convencida de que el problema del mal sería una cuestión fundamental de la vida intelectual
de la Europa de la posguerra. La filósofa alemana no solamente vinculó la noción del mal a Auschwitz sino
también a los totalitarismos de Hitler y de Stalin. En el prefacio de su obra Los orígenes del Totalitarismo,
Arendt expresó que en las etapas finales del totalitarismo irrumpió el mal absoluto -absoluto en el sentido
en que no puede ser deducido mediante motivos humanamente comprensibles-, pero también es cierto que
sin esto no habría sido posible conocer nunca la naturaleza verdaderamente radical del mal (Arendt, 1962:
VIII-IX). Esto explica que para la autora, experiencias límites como Auschwitz o los regímenes totalitarios en
general permitieron que el mal se mostrase en su faceta más aguda y cruda, en su aspecto más radical.
Arendt consideró que los campos de concentración y exterminio son las estructuras más consecuentes de la
dominación totalitaria debido a que en ellos se pone en práctica la premisa que dicta que “todo es posible”.
Esto significa que todos los horrores que pueden parecer impensables -ya sea matar a otras personas
mediante trabajos forzados o inanición; construir con sus cabellos alfombras; o con su grasa jabones; con su
piel, botones; realizar experimentos de todo tipo como si las personas fueran “ratas de laboratorio”- fueron
reales dentro del Régimen Totalitario Nazi. Allí el horror y el mal fueron prácticas cotidianas que
demostraron la inexistencia de límites para la dominación total, la humillación, la violencia, la
despersonalización, en fin, para el mal en su estado más puro.
El pensamiento de Primo Levi encontró una vinculación entre las políticas de los regímenes totalitarios y los
métodos de dominación imperantes en los campos de concentración: “Se reproducía, así, en el interior del
Lager, en escala más reducida pero con características exacerbadas, la estructura jerárquica del Estado
totalitario” (Levi, 2015 b: 43).
Pese a que pensadores como Levinas y Arendt fueron muy afectados por Auschwitz y compartieron las ideas
que sostienen que en allí el mal se manifestó en forma radical y como un exceso, ninguno de los dos fue
sobreviviente de campos de concentración o de exterminio. De ahí el valor de un relato testimonial tan
fuerte como el de Primo Levi que describió con elocuencia su experiencia concentracionaria.
Otro de los autores que le adjudicó al abordaje de la temática del mal un rol central fue Paul Ricoeur. En El
mal: un desafío a la filosofía y a la teología, el autor puso en el centro de la escena el razonamiento sobre el
mal. Ricoeur distingue entre dos tipos de males: el mal sufrido (sufrimiento, y muerte) y el mal cometido,
que es lo que se llama el mal moral. El mal cometido es aquel que suele denominarse mal moral. Éste se
asocia al concepto de responsabilidad, ya que constituye todo aquello que es imputable desde el punto de
vista externo, objeto de represión y de reproche. Es decir, la acción mala que ha llevado a cabo el sujeto es
reprensible en la medida en que ha violado un código de comportamiento ético de una determinada
comunidad. El reproche es el juicio ético de las personas de dicha comunidad que va acompañado de un
castigo o pena. Es aquí donde los conceptos de mal sufrido y de mal cometido empiezan a interaccionar de
alguna manera, ya que en este sentido el mal cometido se convierte por la represión de los otros en el mal
sufrido, en el mal que a uno le infligen.
Sin embargo, como señala Ricoeur, la distinción entre mal cometido y mal sufrido es clara. El mal cometido
es más activo, en el sentido de que proviene de una acción que ha sido objeto de imputación. En cambio, en
el mal sufrido siempre se subraya su carácter de pasividad. Dicho mal acarrea un sufrimiento. Éste, a su vez,
según señala Ricouer, proviene de una disminución de la integridad física, moral o espiritual. Así, pues,
mientras el mal sufrido convierte al hombre en una víctima, el mal cometido lo hace culpable de una falta.
Por ello, el autor considera que el lamento por el castigo y por el dolor tienen una naturaleza diferente.
Ricouer entendió que existen diversos modos de pensar acerca del mal. En su obra, trabaja los distintos
niveles de racionalización a la hora de pensar sobre este aspecto: el nivel del mito, el estadio de la sabiduría
y el estadio gnóstico. Por último, Paul Ricouer explica que el problema del mal implica tres niveles:
pensamiento, acción y transformación de sentimientos.

El imperativo y la responsabilidad de testimoniar el horror y la denuncia hacia los culpables

Se debe querer vivir, para contarlo, para dar testimonio (Levi, 2015c: 42).

Primo Levi fue contundente al establecer que los verdaderos testigos, aquellos que han tocado fondo, los
que conocieron el horror hasta sus últimas consecuencias, el espanto y la violencia más severos, los
“testigos integrales”-en palabras de Levi- son los musulmanes (Levi, 2015b: 77-8), aquellos “hundidos” que
no han podido regresar para narrar lo que vivieron. El autor consideró que las historias del Lager no fueron
escritas por quienes llegaron al límite, los testigos realmente privilegiados (Levi, 2015b: 15).
En la figura de los musulmanes el autor vio la imagen de aquellos que, agrega, han visto la Gorgona. Son los
representantes del último grado del deterioro tanto físico como psíquico y psicológico del ser humano. Sin
embargo, Giorgio Agamben enunció que una de las razones fundamentales que llevó a los que estuvieron
deportados en los campos de concentración a sobrevivir es el anhelo de convertirse en testigos. Agamben
reconoció también en Primo Levi la imagen del testigo perfecto y añadió que el autor no se sentía escritor,
sino que se ha dedicado a la tarea de escribir con el único fin de testimoniar (Agamben, 2000: 8). Sucasas vio
también en Levi a ese testigo privilegiado (Sucasas, 2000: 197). Por su parte, Reyes Mate lo reconoció como
“el testigo”, aquel que sobrevivió para testimoniar, es decir, entendió que la exigencia misma del testimonio
lo ha conducido a dedicarse a su labor como escritor. Argumenta también que hay en Primo Levi un
escritor/testigo cargado de una fuerte intencionalidad educativa. Reyes Mate alega que Levi intenta referirse
documentalmente al pasado para que los lectores puedan aprender a descifrar al peligro que corren. Agrega
que Levi no abusa de recursos retóricos, sino que dosifica la información que transmite y se pone a la altura
del lector (Reyes Mate, 2017). Así lo expresa el autor de Si esto es un hombre: “Para escribir este libro he
usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima... creo en la razón y
en la discusión como supremos instrumentos de progreso y por ello antepongo la justicia al odio” (Levi, 2015
c: 193-4).
El testimonio de la experiencia del Holocausto judío se erige, por lo tanto, como un modelo testimonial. Levi
presenta una obsesión por contar, por relatar lo sucedido. El testimonio se ha convertido para el autor en un
objetivo y una necesidad, en fin, en un paliativo o en un efecto “curativo” para la supervivencia. Es posible
establecer, por lo tanto, relaciones entre la experiencia, el testimonio y su narración. Así lo expresa Beatriz
Sarlo: “La narración de la experiencia está unida al cuerpo y a la voz, a una presencia real del sujeto en la
escena del pasado. No hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración” (Sarlo,
2006: 29). El lenguaje, enuncia la autora, es el elemento que libera lo mudo de la experiencia y la redime de
toda inmediatez y olvido.
La cita de Sarlo es pertinente para ilustrar la tarea de Primo Levi quién estaba absolutamente convencido de
la necesidad imperiosa de contar. El autor defendió férreamente la idea de que testimoniar era un deber y
consideró que silenciar el pasado era una estupidez, un error y hasta casi un crimen. La historia, entendía
Levi, no podía ser mutilada (Levi a: 2015: 98-9; 84). Es en este sentido que el olvido no formaba parte de las
opciones de Primo Levi: “No es lícito olvidar, no es lícito callar (…). Hablar, por lo tanto, es necesario” (Levi a,
2015: 74). Una y otra vez, la fórmula se repite. El escritor italiano tuvo muy en claro el dictado que indicaba
cuán imperioso era dar testimonio y cuán fundamental se había vuelto para la vida la narración del
sufrimiento y el escarnio que vivió durante su estadía en Auschwitz. Agregó respecto de su paso por el
campo de concentración: “Esta es la experiencia de la que pude salir, y que me marcó profundamente. (…)
porque ha conferido un propósito a mi vida, el de aportar testimonio, de modo que nada parecido vuelva a
suceder más” (Levi a, 2015: 166). El autor remarca que todo lo que escribe es el fruto de la observación
cotidiana, es decir, su objetivo es aportar un “testimonio personal y concreto” del horror del que fue testigo
(Levi, 2015: 21; 39; 65).
Ya que volver de Auschwitz no significó para el autor una suerte pequeña (Levi, 2015c, 54), la necesidad de
relatar se vuelve un aspecto nodal. Añade que los recuerdos de lo que vivió lo “quemaban por dentro” y,
por ello, le urgía contar (Levi, 2015c: 191). En Si esto es un hombre Levi es categórico en señalar la necesidad
de presentar testimonio y lo hace a través de una perífrasis del texto bíblico2. Esta “necesidad de hablar a los
demás”, de hacer que “los demás supiesen” tomó para Levi “el carácter de un impulso inmediato y violento,
hasta el punto que rivalizaba con nuestras demás necesidades más elementales” “Levi, 2015c; 8). En cada
una de sus obras, Primo Levi insistió en que si logró sobrevivir, ha sido para dar testimonio. Además, esto no
se trataba para él de una opción, sino que eran “cosas que tenía adentro, que me invadían y que tenía que
sacar fuera de mí, decirlas, gritarlas” (Levi, 2015 b: 156; 12). Eran, igualmente, palabras que usaría como
armas cargadas, proyectiles para disparar ante el pueblo alemán (Levi, 2015 b: 161). Al regresar de
Auschwitz, Levi encontró una “alegría liberadora de poder contar” (Levi 2003: 203), como lo expresara en las
últimas líneas de La tregua.
El autor entendió, asimismo, el grado de representatividad de su vivencia. Y si bien su relato gira en torno a
su propia experiencia, entiende que hay una inmensa identificación entre todos los que pasaron por el

2
Estos, pues, son los mandamientos, estatutos y decretos que Jehová vuestro Dios mandó que os enseñase (…). Y estas palabras que
yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el
camino, y al acostarte, y cuando te levantes.
Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus
puertas. (Deuteronomio 6: 1-9).
sufrimiento de Auschwitz. Dirá Levi que su narración tocará cuestiones suyas, pero también de todos (Levi,
2003: 42). Igualmente, el autor resaltó la “obligación moral” (Levi, 2015 b: 79) hacia aquellos compañeros
que no pudieron regresar. Inclusive subraya que hasta en el plano legal los testigos tienen la obligación de
aportar su verdad, de hablar completa y verazmente (Levi a, 2015: 172.)
La actitud de evitar el olvido significó no sólo una obligación moral, también debía hablar por delegación, un
“firme y persistente impulso” (Levi, 2015b: 78-9). Alberto Sucasas en “Anatomía del Lager (Una
aproximación al cuerpo concentracionario)” señaló también la importancia de la dimensión moral en la que
se inscribe el relato del testigo y alude, asimismo, a ese carácter pulsional e instintivo que, como ya se
señaló, tenía para Primo Levi la actitud de testimoniar:
Una última, y decisiva, dimensión moral de la supervivencia: seguir vivo y mantener la esperanza de salir algún día de la
ciudad concentracionaria, es un deber, el de aportar a los hombres (a los «vivos» de «allá») el relato de lo inhumano.
Nacimiento del testigo (…).Pero quien escribe (el testigo) es ya un superviviente; es decir, alguien que, habiendo estado
allí (en el infierno del Lager), ha logrado regresar al mundo de los hombres. Es alguien que, restablecida su condición de
sujeto y de hombre, obedece al deber de recordar la experiencia de quien (¿él mismo?) se vio reducido a ser un cuerpo.
En la palabra del testigo la existencia carnal deviene signo, escritura: literalmente, bio-grafía. Este hombre (que es y no
es aquel cuerpo) da cumplimiento, en el acto de escritura, a lo que allí era un deseo somático, una pulsión de memoria
(Sucasas, 2000: 206).

Por otra parte, Primo Levi entendió que la cuestión del relato está íntimamente relacionada a la
responsabilidad que subyace en la figura del testigo y del escritor. Levi anheló que sus obras pudieran ser
leídas como obras colectivas, como representación de otras voces (Levi, 2015 a: 171). Expresó que al
regresar de los campos, al volver a ser hombres -porque si de algo sirvió la experiencia en el Lager es para
poner en duda hasta la categoría de ser humano por el nivel de flagelo y degradación que sufrieron allí los
deportados -, una enorme responsabilidad comenzó a pesar sobre los hombros de los sobrevivientes (Levi,
2015 b: 65)- Al volver de Auschwitz expresó que “sentíamos que nos convertíamos en hombres, es decir, en
seres responsables” (Levi, 2015 b: 65). Sin embargo, Levi añade que un “malestar indefinido” se ha unido al
sentimiento de responsabilidad, es decir, cierta “vergüenza” y culpa que se conformó no sólo en su
experiencia, sino en la de muchos otros que lograron sobrevivir (Levi, 2015 b: 67-8) . Resume así este
sentimiento: “¿Qué culpa? En resumidas cuentas, emergía la conciencia de no haber hecho nada, o lo
suficiente, contra el sistema por el que estábamos absorbidos” (Levi, 2015 b: 71). Experimentó también,
vergüenza -“nos oprime la vergüenza” (Levi, 2015 c: 163)- por vivir en lugar de otro, quizá más útil, más
generoso, más sensible, más sabio. De ahí la profunda responsabilidad de relatar, de divulgar, de tomar la
voz del que no pudo regresar para narrar el horror.
También en los planteos de Levinas, Jonas y Arendt estuvo inscripto el valor de la responsabilidad que ha
sido enunciado por Levi. Así, Levinas formuló una respuesta ética mediante la que expresó que todos son
culpables (responsables) ante los demás, pero nadie es tan responsable como él mismo. Es decir, planteó el
sentido de la “infinita respetabilidad” que tenemos las personas por y para los demás. Jonas, por su parte,
procuró elaborar un nuevo imperativo por el que cargamos con una responsabilidad ante las generaciones
futuras de la humanidad. Por otra parte, Arendt abordó la responsabilidad desde un aspecto individual y
personal. (Bernestein, 2005: 240-2; 310; 314). Todos ellos vieron en la responsabilidad un aspecto
ineludible.
En este orden de ideas, es importante plantear la responsabilidad desde el ángulo de quiénes cometieron las
atrocidades en Auschwitz y en tantos otros campos. Primo Levi es categórico al señalar en una de sus
declaraciones contenidas en Así fue Auschwitz que la verdadera “responsabilidad incumbe, en forma
colectiva, a todos los soldados, suboficiales y oficiales de las SS - Waffe (Fuerzas de las SS)” (Levi 2015 a: 57).
Pero la responsabilidad ante el mal Levi no sólo la atribuye a los que, activamente, participaron en las
diversas tareas asociadas a la tortura y la muerte al interior de los campos de exterminio, sino también,
entendió que “debe quedar en claro que responsables, en grado menor o mayor, fueron todos” ya que
“detrás de su responsabilidad está la de la gran mayoría de los alemanes que aceptaron, por pereza mental o
por cálculo miope, por estupidez, por orgullo nacional, las “grandes palabras” del cabo Hitler” (Levi, 2015 b:
189-90). Primo Levi inculpa gravemente a los alemanes por el sufrimiento y las masacres del Lager: “los
alemanes son sordos y ciegos (…), construyen, combaten, mandan organizan y matan. ¿Qué otra cosa
podrías hacer? Son alemanes” (Levi, 2015 c: 152-3). El autor concluye en que esa es su naturaleza y el
destino que eligieron como nación. Llega incluso a atribuirles la destrucción de su humanidad. Para hacer
esta acusación, nuevamente, la responsabilidad es atribuida en forma colectiva: “Destruir al hombre es
difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes.
Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas” (Levi, 2015 c: 162). Al relatar las peripecias de su viaje de regreso
en La tregua, Primo Levi también da cuenta de la necesidad de contarles e interrogarles a los alemanes
respecto de su implicancia en el horror que vivió: “Sentíamos la urgencia de echar cuentas, de exigir, de
explicar y de comentar” (Levi, 2003: 200).
En relación a esto, es interesante el planteo que Karl Jaspers realiza en El problema de la culpa: sobre la
responsabilidad política de Alemania. Allí manifiesta que es importante restablecer la disposición para la
reflexión. Por lo tanto, agrega, pese a que todos los pueblos tienden a justificarse, es necesaria la tarea de la
autoexaminación y la realización de un trabajo del entendimiento y del corazón porque son las bases
indispensables para hablar con otros pueblos (Jaspers, 1998: 44-6). Jaspers indica que casi todo el mundo
acusa a Alemania. Inclusive, la culpa del pueblo alemán es escudriñada con indignación, odio, espanto y
desprecio. Considera que lo único que se espera es el castigo y la venganza, por ello, cree que se debe
abordar obligatoriamente y sin excepción el problema de la culpa para extraer las consecuencias pertinentes
ya que hay una dignidad humana y una pertenencia a la especie que supera cualquier división de estados y
de límites geográficos. De ahí la necesidad imperiosa -“de vida o muerte”, expresa- para el alma alemana de
formular la cuestión de la culpa (Jaspers, 1998: 50-1). En su obra, Jaspers distingue cuatro tipos de culpas
diferentes: criminal, política, moral y metafísica. Asimismo, Jaspers divide a estas culpas en pares que
evidencian un sentido “interno” -cuando se refiere a las exigencias “interiores de la conciencia y de la ética”-
o “externo” -si se vinculan al mundo jurídico o político.
La culpa criminal tiene como instancia el tribunal que aplica las leyes y penas que corresponde mediante
procesos formales. Esta culpa se asocia a los crímenes cometidos que “consisten en acciones demostrables
objetivamente que infringen leyes inequívocas” (Jaspers, 1998: 53). La culpa criminal es entonces una
cuestión resuelta in foro externo. Igual es el caso de la culpa política. Ésta es el resultado de las malas
acciones cometidas por el Estado. Por lo tanto, el individuo tiene que sufrir las consecuencias de las acciones
del Estado a cuya autoridad está sujeto. Por esto, cada persona es corresponsable de cómo sea gobernada.
Al vivir bajo la orden de un Estado, los ciudadanos tienen responsabilidad aun cuando no lo haya apoyado.
Cada alemán carga con la culpa política de los actos cometidos por sus líderes en su nombre. Es decir, los
pueblos cargan con la culpa política cuando, por medio de sus acciones u omisiones, permitieron la
ejecución de crímenes en forma directa o mediante sus líderes lo cual les confiere un grado de
responsabilidad también. Aquí la instancia es la fuerza y la voluntad del vencedor. La culpa política es
“externa”, culpa de facto, impuesta y sufrida a través de las experiencias de este mundo, de acuerdo con los
cálculos emergentes. Ninguna de estas formas de culpa afecta las disposiciones éticas internas del acusado.
La tercera forma de culpa, esto es, la culpa moral, cuya instancia es la propia conciencia del individuo, está
relacionada con la responsabilidad moral que una persona tiene por cada uno de sus actos y acciones -
incluidas también las políticas y militares-, incluso cuando éstos sean el resultado de órdenes supriores. Por
ello, en este tipo de culpa nunca vale el principio de “obediencia debida”. Esta culpa no conduce a la persona
ni al castigo ni a la reparación, en tanto sanciones externas, sino a un entendimiento en el que se implican
penitencia y renovación.
Por último, se encuentra la culpa metafísica. Jaspers indica que existe una solidaridad entre hombres que
constituye a cada ser humano en responsable de todo el agravio y toda la injusticia del mundo, en especial
modo de los crímenes que ocurren en su presencia. El autor explica que si la persona no hace nada por evitar
el crimen o si no arriesga su vida por otros, se instala una culpa que no puede comprenderse mediante la vía
política. En esta culpa que tiene por instancia a Dios se torna imborrable cuando una persona continúa
viviendo una vez que sucedieron cosas trascendentales. Si uno falla en hacer todo lo que puede para
prevenir un mal, se constituye en culpable, y aun cuando no pudiera hacer nada, el sentimiento de culpa
permanece. Este ese el sentimiento que Primo Levi alega experimentar en oportunidades.
En resumen, Japers formula que toda culpa tiene una consecuencia hacia adentro y hacia afuera. “El crimen
recibe un castigo. (…) La culpa política conlleva una responsabilidad y, como consecuencia de ellos,
reparación y además la pérdida o limitación del poder y los derechos políticos. (…) De la culpa moral surge la
conciencia y con ello el arrepentimiento y la renovación (…). La culpa metafísica tiene como consecuencia
una transformación de la conciencia de sí humana ante Dios (Jaspers, 1991: 59).
Para Jaspers la culpa metafísica significó “carencia de solidaridad absoluta con el hombre en tanto hombre”
(Jaspers, 1998: 88). Primo Levi también observó la ausencia de solidaridad entre personas y se sintió
culpable por no haber hecho nada o, por lo menos, no lo suficiente (Levi, 2015 b: 71), como ya se ha citado.
Sin embargo, Levi no entendió que el sentimiento de culpa debería llevarlo a ponerse a disposición de Dios
(cuestión que sí cree necesaria Jaspers), sino que se posicionó desde una mirada crítica hacia la figura de un
Dios que, de haber existido, no manifestó ninguna conmiseración ante el mal sufrido.
Por otra parte, si bien Primo Levi reconoce el sentimiento de culpa y vergüenza que lo embarga, ello “no
significa equiparar a víctimas y asesinos: todo esto no alivia, agrava más bien cien veces más la culpa de los
fascistas y de los nazis” (Levi, 2015 a: 75). Además, dice que las palabras de los criminales “no sirven para
nada” ya que no son posibles las “irrisorias tentativas de justificación (Levi, 2015 a: 74) porque no existe
forma alguna de poder penar ese mal tan inconmensurable. De esta misma idea fue Hannah Arendt quien
discrepó con Jaspers en torno a su aseveración respecto de su concepto de “culpa criminal”. Para la autora,
como para Primo Levi, los crímenes cometidos por el nazismo “explotan los límites de la ley; y en eso
constituye precisamente su monstruosidad. Para esos crímenes, no hay castigo suficientemente severo. (…)
Sencillamente no estamos equipados para tratar (…) una culpa que está más allá del crimen” (Arendt [citada
desde Bernstein, 2005:298]).
Por otra parte, respecto de la culpa colectiva, Jaspers expresó lo siguiente: “es absurdo inculpar por un
crimen a un pueblo entero. Sólo es criminal el individuo. También es absurdo acusar moralmente a todo un
pueblo. (…) Sólo el individuo puede ser enjuiciado, nunca una colectividad” (Jaspers, 1998: 60).
Al igual que Jaspers, Arendt se rehusó y fue escéptica a creer en la culpa colectiva. Expresó que culpar al
pueblo alemán entero es una falacia que, en realidad, condujo a un blanqueo efectivo de todos los que
realmente habían cometido crímenes -“cuando todos son culpable, nadie lo es”, pensaba- (Bernstein: 2005:
313). Sin embargo, la autora le cuestionó al autor de El problema de la culpa su noción de “culpa criminal.
Arendt pensaba que esa noción era cuestionable ya que estaba convencida, como se citó, que los crímenes
cometidos por el nazismo van más allá de los límites impuestos por la ley. Por tal motivo, agregó que no
había herramientas para abordar una culpa que supera los límites del crimen. Primo Levi compartió un
pensamiento análogo. Para el autor, el horror perpetrado por el mal de Auschwitz no pude ser penado con
un castigo, tampoco existía para él una reparación suficiente.

Los efectos del mal inaudito sobre el ser humano

Ya se mencionó cuán relevante fue para Primo Levi que todos los acontecimientos y las vivencias en los
campos de concentración puedan ser divulgados (Levi a, 2015: 145). Además, resalta Agamben, ese
sobreviviente tiene la vocación de la memoria, por la que no puede no recordar (Agamben, 2000: 14). Primo
Levi le otorga especial atención a la experiencia vivida y destaca que si él se atreve a hablar de Auschwitz es
porque ha estado allí (Levi, 2015 a: 98). Además, y para rectificar la veracidad de los hechos sucedidos,
argumenta que no es necesario aclarar que todo lo que narra en sus obras fue real (Levi, 2015 c: 8). Supo
decir que escribía para dar “fe de todo ello y para que así conste” (Levi, 2015 a: 58). Tanto en la Trilogía de
Auschwitz -integrada por Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados- como en los
testimonios, declaraciones y documentos reunidos en Así fue Auchwitz se observa la actitud de un hombre
siempre dispuesto a contar su experiencia - como expresó: “siempre que se me presenta la ocasión” Levi,
2015 b: 77”- con lujo de detalles.
En todos sus relatos es posible ver cómo el mal supremo -fundamentalmente centrado en la experiencia en
Auschwitz- fue degenerando el género humano. Ese mal inscripto en el cuerpo visibiliza el sufrimiento, la
humillación, la degradación, la deshumanización, la pérdida de identidad, la animalización a los que fueron
sometidos los seres humanos en el Lager.
Uno de los efectos más contundentes fue el proceso de deshumanización que padecieron los deportados en
los campos de exterminio y concentración. Agamben expresó que Levi comenzó a testimoniar una vez que
se ha consumado la deshumanización por lo tanto la dignidad humana en el Lager ha perdido todo sentido
(Agamben, 2000: 60). Primo Levi condensó la experiencia de despersonalización en reiteradas oportunidades:
Igualmente imposibles eran las condiciones de vida desde un punto de vista psíquico y moral, puesto que las órdenes
de los mandos tenían como objetivo suprimir, antes que al hombre, su personalidad, empezando por el nombre que,
como es sabido, era sustituido por un número, tatuado en la piel del antebrazo izquierdo. No se tenía en cuenta ningún
valor humano, psicológico o cultural, pues todos, indistintamente, entrábamos a formar parte de una masa amorfa
mantenida a raya mediante el miedo y los castigos corporales (Levi, 2015 a: 61).
El objetivo de los alemanes fue la construcción de lo que Levi denominó un imperio milenario sobre la base
de millones de cadáveres y esclavos (Levi, 2015 a: 99), para ello, se dedicaron a la tarea “humillar, degradar,
rebajar al hombre hasta sus vísceras” ya que nunca antes la “conciencia humana fue violada, herida,
distorsionada como en esos campos” (Levi, 2015 a: 100-1). En “El concepto de Dios después de Auschwitz.
Una voz judía”, Hans Jonas expresó un sentimiento análogo al que sostuviera Levi en relación al proceso de
deshumanización. De esta forma, Jonas expuso en vinculación a los que murieron en los campos que: “Lo
que precedió a su muerte fue la deshumanización por medio de la más extrema humillación y miseria (…) se
les despojó hasta del más tenue brillo de su dignidad humana” (Jonas, 2017: 3). Levi también observó algo
análogo: “antes de morir, la víctima debe ser degradada” (Levi, 2015 b: 118).
Primo Levi sostuvo que las personas en su experiencia en el Lager se convirtieron en “espectros
supervivientes”. Insistió, en consonancia con esta idea, en que el hombre concentracionario se tornaba un
fantasma que sufría tal grado de denigración y de degeneración que era dificultoso reconocer a una persona
que no se había visto durante tres días. También, como Jonas, observó en los campos de concentración la
búsqueda de la aniquilación de la dignidad humana. En fin, la experiencia del Lager se visualiza en la imagen
de un mal que “quiere domarte, quiere extinguir en ti la chispa de dignidad que tal vez todavía conserves”
(Levi, 2015 b: 38).
Se ha explicitado ya que, según Arendt, los campos de exterminio y concentración son las estructuras que
guardan mayor concordancia con la dominación totalitaria. La autora sostenía que, a diferencia de un
gobierno despótico, los regímenes totalitarios no perseguían la dominación tiránica de la libertad de los
hombres, por el contrario, realizaban un intento sistemático de volver superfluos a los seres humanos.
La dominación totalitaria, por ello, buscaba deshumanizar a los hombres y terminar de este modo con la
condición humana. No es difícil entender por qué Arendt consideró a las atrocidades cometidas por los
totalitarismos como la encarnación del “mal radical” del siglo XX (Arendt, 2002: 680-1). El estudio sobre este
“mal radical” llevó a Arendt a considerar las características básicas de la vida, esto es: natalidad, acción,
espontaneidad, libertad y pluralidad. La autora muestra que los totalitarismos tienen por objetivo eliminar
cada una de estas características que le confieren su rasgo de humanidad a los seres humanos. Esto explica
la clara intención y el propósito de la lógica que operó en los campos de concentración: quitar al hombre
todo vestigio de humanidad y volverlo una cosa, una bestia incapaz de razonar.
Arendt plantea que los campos de concentración y exterminio tuvieron éxito, no solamente por haber
exterminado millones de personas, sino también por destruir su humanidad. Por medio de torturas
inimaginables las víctimas fueron transformadas en “especímenes humanos”, cuyo cuerpo y espíritu fue
aniquilado. La dominación total puede trasformar a los seres humanos en “animales pervertidos” como el
perro de Pavlov.
Los campos de concentración y exterminio funcionaron también como agujeros del olvido, donde el destino
de las víctimas nunca fue revelado y donde cada deportado fue tratado como si nunca hubiera existido -de
ahí que la muerte individual de una víctima no sea tenida en cuenta. Incluso, la muerte se transforma en un
acto anónimo y sin sentido. Esto, claramente se observa en los relatos de Primo Levi donde, anónimamente,
las muertes se suceden y se borran los rasgos identitarios. En los campos, el terror totalitario no solo
destruye la existencia humana de los prisioneros, sino que también aniquila la identidad, la humanidad y el
recuerdo de las víctimas. Desde esta perspectiva, el asesinato se transforma en un acto impersonal.
Al igual que Arendt, quién expresó que “el terror impone el olvido”, (Arendt, 2002: 659), Primo Levi
mencionó que los traumas - y no sólo los de carácter cerebral-, sino también los estados anormales de
conciencia, las represiones, los distanciamientos, son mecanismos que falsifican la memoria. Añade que,
lentamente los recuerdos de las experiencias comienzan a sufrir un olvido que denomina fisiológico. Este
olvido, argumenta, se genera porque “el recuerdo de un trauma, padecido o infligido, es en sí mismo
traumático porque recordarlo duele, o al menos molesta: quien ha sido herido tiende a rechazar el recuerdo
para no renovar el dolor” (Levi, 2015 b: 212-2). Pese a esto, LevI tenía plena conciencia de su rol como
testigo, aspecto ampliamente señalado, y parece recordar muy bien su experiencia en Auschwitz.
El proceso de personalización al que fueron sometidas las víctimas del Lager es no solamente la cristalización
del mal supremo, sino que ha formado parte de un proceso premeditado y calculado a la perfección por los
hostigadores. En cada una de sus obras, Levi supo dar innumerables evidencias del deterioro físico, moral y
espiritual del hombre concentracionario. No obstante, es interesante considerar la clasificación que Hannah
Arendt efectúa respecto del proceso de despersonalización. En Orígenes del totalitarismo, la autora plantea
tres pasos involucrados en este proceso que tuvo por objetivo final la aniquilación de la humanidad. Levi lo
entendió claramente, para él, la SS tenía “la decisión de anularnos primero como hombres para después
matarnos lentamente” (Levi, 2015 c: 54).
Arendt entendió que el primer paso para la dominación total consistió en la aniquilación de la persona
jurídica. “Ello se logra, por un lado, colocando ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley
y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través del instrumento de la desnacionalización, al
reconocimiento de la ilegalidad” (Arendt, 2002: 665). Esto implica que durante la primera fase del proceso
de deshumanización se trasluce la instauración de un sistema penal autoritario y arbitrario. Tal sistema
implica que las personas puedan ser condenadas por su condición y no por haber cometido algún delito. Levi
recuerda un interrogante que surgió como producto de sus primeras experiencias en el campo: “¿de qué
teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados?” (Levi, 2015 c: 13). Esto demuestra la arbitrariedad
con la que las personas eran sometidas a la muerte, el castigo, el hostigamiento y la tortura. Muestra
también que la privación de los derechos civiles abrió el camino para la dominación total de los seres
humanos, erradicando su libertad y sometiéndolas a la categorización de masa colectiva.
La privación de los derechos políticos y luego también los civiles fue la mejor estrategia para preparar el
camino hacia la dominación total. De igual modo, las personas no fueron solamente privadas de su libertad,
sino también se su identidad y su nombre. Fueron tratarlas colectivamente como una “masa humana
confusa”, en otras palabras, “una masa humana caliente y compacta” (Levi, 2015 c: 17; 138). El autor llegó a
sentir que, junto a los otros deportados: “nos fundimos en una sustancia única, una masa angustiosa” (Levi,
2015 c: 67). Aquí se evidencia la destrucción de toda individualización del ser humano y la aniquilación de
aquello que lo constituye como un ser único y diferenciable del resto. Otra forma más de eliminarlo
progresivamente.
El segundo paso que Arendt menciona como necesario para la transformación de los prisioneros en
cadáveres vivientes es la aniquilación de la persona moral. En el Lager, expresa, los códigos y leyes morales
colapsaron. En su “Introducción” a En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final,
Friedlander cita a Hebermas quién entendió que en Auschwitz se ha roto con todo parámetro hasta el
momento conservado:
Allí [en Auschwitz] sucedió algo que hasta ahora nadie había pensado siquiera que era posible. Allí se alcanzó a tocar
algo que representa la capa más profunda de solidaridad entre todo aquello con rostro humano; a pesar de todos los
habituales actos de bestialidad de la historia humana, siempre se había dado por sentado que esa capa común era algo
sólido. [...] Auschwitz ha- alterado las bases para la continuidad de las condiciones de vida en la historia (Habermas,
citado por Fridlander 2007: 23).

De igual modo, en sus distintas obras, Primo Levi supo enunciar que la historia de la deportación y de los
campos de concentración se encuentra “más allá de cualquier límite de la ley moral que está grabada en la
conciencia humana” (Levi, 2015 a: 141). El autor también argumentó que no es posible hablar de la
existencia de locos o criminales en el Lager: “no hay criminales porque no hay una ley moral que infringir, no
hay locos porque estamos programados y toda acción nuestra es, en cuento a tiempo y lugar, sensiblemente
la única posible” (Levi, 2015 c: 107). En Si esto es un hombre, Levi invita al lector a repensar el significado de
las palabras “bien”, “mal”, “justo”, “injusto” a partir de sus relatos y los ejemplos que proporcionó. De esta
forma, pudo cotejar que, tras el alambre de púas, muy poco había quedado del mundo moral que antes de
ingresar al campo tenían los deportados (Levi, 2015 c: 94). El mal en el Lager ha llegado al extremo, y es allí
donde los límites que diferencian la esfera de lo correcto y lo incorrecto se vuelven difusos y es imposible
deslindar los parámetros de conducta que responden a la moral que impera fuera del campo. Además, Primo
Levi es insiste en esto y enuncia que si el deportado pudo soportar en medio de tanto sufrimientos,
suciedad, promiscuidad se debió, justamente, a que: “nuestro parámetro moral había cambiado” (Levi, 2015
c: 70).

Debido al colapso de las leyes morales, la lucha por la vida se vuelve un mecanismo primordial (Levi, 2015 c:
97). Esto hizo que, si bien como expresa Levi, en el Lager se necesitó de la solidaridad, la voz humana de
algún compañero, un consejo o el apoyo de alguien que lo escuche, eso era muy poco usual (Levi, 2015 b:
72). Asimismo, el mal se instaló de tal forma en la experiencia concentracionaria que, arguye, “incluso la
fraternidad y la solidaridad (…) agonizan en los campos. La lucha es de todos contra todos: tu primer
enemigo es tu vecino” (Levi, 2015 a: 143). Pese a la cercanía física y al hecho de compartir pesares, el Lager
generó distancias, adormecimiento de la moral y frialdad. La ley del campo convierte a sus integrantes en
lobos y la única alternativa es luchar por evitar eso. En el Lager, “cada uno está desesperadamente,
ferozmente solo” (Levi, 2015 c: 96). La regla que imperó en los campos fue la del egoísmo: “primero yo, en
segundo lugar yo, en tercero, también. Esta ha tenido que ser la metodología para sobrevivir, la regla
principal del Lager “ordenaba ocuparse de un mismo antes que de nadie” (Levi, 2015 b: 73).
Con el objetivo de preservar la vida, los deportados tuvieron que emplear todo tipo de argucias y tretas. En
los campos no sólo se han extirpado y pervertido los lazos de solidaridad, sino que también, Levi reconoce
que, en medio de la necesidad y desprovistos de una norma moral que los inculpe, todos han robado alguna
vez “a los otros”.
En sus obras cuenta las diferentes argucias y actividades a las que se han tenido que ocupar los deportados
gobernados por la ley de la supervivencia. El comercio, el contrabando, los engaños, los contrahurtos e
inclusive los hurtos se convirtieron en “un acto vital como cualquier otro, como respirar y dormir” (Levi,
2015 c: 106). Esta es simplemente otra de las consecuencias del sufrimiento y el flagelo.
Al aniquilamiento de la persona jurídica y la persona moral, Hannah Arendt agrega el último peldaño en la
dominación total: la destrucción de la identidad o humanidad de la víctima. El caso más extremo es el del
musulmán, ya anteriormente citado. Primo Levi describe a esos hombres que se desmoronan, que están de
paso, que se arrastran en soledad, cuyo cuerpo es una ruina y tienen la llama divina apagada. Han muerto
mucho antes de que los introdujeran en una cámara de gas. Aquellos de quienes se dudaba en llamarles
vivos. Levi lo resume así: “son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar
todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen que me resulta familiar: un hombre
demacrado, con la cabeza inclinada y las espaladas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede
leer una huella de pensamiento” (Levi, 2015 c: 99).
Se mencionó con anterioridad que para Arendt, el “mal radical” se vio reflejado en las atrocidades cometidas
por los totalitarismo que eliminaron las características básicas del ser humano como su espontaneidad y
pluralidad para trasformar a los hombres en entes superfluos, predecibles e innecesarios. En La condición
humana, Arendt plantea que la pluralidad es uno de los rasgos fundamentales de la condición humana. Y
manifiesta: “Los hombres, no el Hombre, viven en la tierra y habitan el mundo” (Arendt, 2001: 22). Esto
remite a la necesidad de considerar la diversidad del hombre. Aspecto que, claramente ha sido eliminado en
los campos de concentración. Allí los seres humanos se encontraban homologados ya sea por la
indumentaria, como por las acciones, siempre repetidas y mecánicas. Eliminar la diferencia, la individualidad,
los rasgos que diferencian a los hombres unos de otros estuvo intensamente premeditado.
Igualmente, los regímenes totalitarios, en los que rigió una lógica que operó también en el Lager, se ha
buscado no sólo coartar toda pluralidad, sino también terminar con cualquier rasgo de espontaneidad e
impredecibilidad -como rasgos que denotan la libertad humana- de los deportados. De ahí la relación íntima
entre las nociones de espontaneidad y libertad. Sin embargo, en los campos, ambas han sido destruidas.
Estas operaciones no hacen sino corroborar la aspiración de todo totalitarismo: transformar a los seres
humanos de tal modo que ya no puedan ser considerados en tanto humanos. Bernstein cita a Arendt:

Los campos no sólo tenían por objetivo exterminar gente y degradar seres humanos, sino también servir al espantoso
experimento de eliminar, bajo condiciones científicamente controladas, la espontaneidad misma en tanto expresión del
comportamiento humano y transformar la personalidad humana en una cosa, en algo que ni los animales son (Arendt, -
citada en Bernstein 2005: 294).

Luego de la aniquilación de la persona jurídica, el asesinato de la persona moral y la destrucción de la


humanidad, el ser humano queda constituido en un cadáver viviente y pierde, como ha fue planteado, la
espontaneidad. Arendt alegó que el triunfo de la S.S. fue que la víctima se haya dejado llevar hasta la muerte
sin protesta, pues, de esta forma, renuncia a sí misma y se abandona hasta el límite de dejar de afirmar su
identidad. Enunció que los hombres de la S.S. sabían que el sistema que lograba destruir a la víctima antes
que subiera al patíbulo era “incomparablemente el mejor para mantener esclavizado, sometido a todo un
pueblo. Nada es más terrible que estas procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su
muerte (Arendt, 2002: 676).
Primo Levi despliega una vasta cantidad de ejemplos en los que se observa el despojo y la deshumanización
en su grado más cruel. Su experiencia en Auschwitz le valió la aseveración: “Esto es el infierno” (Levi, 201 c:
21) ya que entendió que, luego de la deshumanización, los campos fueron creados por quienes “tenían la
clara finalidad de causar la muerte, y de causar la muerte con dolor” (Levi, 2015 a: 99).
En el Lager el hombre experimenta la máxima desposesión a la que puede ser sometida una persona. Se han
quedado “innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor, sin nombre” (Levi, 2015 c: 131). En fin, Primo Levi
alega que “nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa”, es decir, actos que no significaron
otra cosa que la destrucción de un hombre. Y añade: “hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse:
una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse” (Levi, 2015 c: 26). La desposesión
también incluyó para el deportado la pérdida de la familia, las costumbres, la casa, las pertenencias. El
resultado es un “hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio” (Levi,
2015 c: 27). Un hombre que yace en el fondo.
La identidad en los campos ha sido cercenada y destruida por completo. Si el nombre permite la
singularización y distinción del individuo y la meta perseguida por el nazismo era la creación de la “masa
amorfa” (Levi, 2015 a. 61), lo más lógico es que el reemplazo del nombre propio y la identidad por un
número sea otro escalón que contribuya a la despersonalización. “Häftling: me he enterado que soy un
Häftling. Me llamo 174517; nos han rebautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo
izquierdo” (Levi, 2015 c: 27). Levi mencionó en sus obras esta cifra y se refirió a su tatuaje sin resentimientos
como un modo de tener presenta la necesidad de narrar la existencia del horror y del mal del que fue testigo
directo. Primo Levi se refiere a su tatuaje como un “invento autóctono de Auschwitz”. Era el número de
matrícula cosido en las ropas y tatuado en el antebrazo izquierdo que significó una operación “poco dolorosa
(…) pero era traumática”. Añade que el significado simbólico representaba un signo indeleble que rezaba “no
saldréis nunca de aquí. Es la marca que se le imprime a los esclavos y a las bestias destinadas al matadero, y
es en lo que os habéis convertido. Ya no tenéis nombre: éste es vuestro nombre” (Levi, 2015 b: 111-2).
Cuarenta años después, Levi seguía creyendo en su tatuaje como una forma de dar testimonio del mal
sufrido en Auschwitz.
Alberto Sucasas expresó que en la experiencia concentracionaria se produce así la: “Aniquilación, por tanto,
de la identidad personal, pero también de la pertenencia a la especie (…) Lager es el nombre de un
mecanismo cuyo rendimiento consiste en arrebatar al sujeto en él recluido su identidad, arrojando la
operación, como saldo final, un residuo o resto irreductible (sobre el que ejercerá su dominio el poder
concentracionario: el cuerpo” (Sucasas, 2000: 198).
En esta cita de Sucasas se observa la centralidad de la experiencia del cuerpo en el Lager. Primo Levi no se
cansó de mostrar el deterioro y las carencias a las que ese cuerpo fue sometido. El “tratamiento inhumano”
y la “deliberada, inconcebible ferocidad” (Levi 2015 a, 57-8) con los que se enfrentaron los deportados
muestran las condiciones nefastas e infrahumanas a las que fueron sometidos los deportados.
Además de aniquilar la identidad y los bienes simbólicos, el cuerpo ocupa un lugar central como sitio de
aplicación de métodos de tortura absolutamente hostiles para el género humano. Primo Levi hace no pocas
alusiones a las condiciones inhumanas en las que millones de seres humanos padecieron en los campos.
Sus obras abundan en detalles acerca del sufrimiento y las carencias a las que fueron sometidos los cuerpos
de los deportados. Relata que en el campo habían vivido “de aquella manera animal, ni por voluntad, ni por
indolencia, ni por nuestra culpa: nuestros días habían estado llenos (…) por el hambre, el cansancio, el
miedo, el frío, y el espacio de reflexión, de raciocinio, de sentimientos, había sido anulado” (Levi, 2015 b: 69-
70).
El cuerpo concentracionario fue el depositario de innumerables torturas y sufrimientos. Levi llegó a aseverar
respecto de sí mismo: “Ya mi cuerpo no es mío” (Levi, 2015 c: 38) con motivo de ver la degradación física
producto del sufrimiento insoportable. Uno de los elementos más reiterados por Levi es la persistencia del
hambre. Ha llegado a hacer alusiones a un hambre de naturaleza diferente a la que puede experimentar
cualquier otra persona. En Auschwitz la experiencia remite a un “hambre crónica” (2015 a: 109; 2015 b: 55).
Ya en el viaje de regreso a su tierra la situación se repite, la ración no alcanzaba para saciar el “hambre
incontrolada” (Levi, 2003: 61). No obstante, los campos son la mayor prueba de esta necesidad básica: “El
Lager es el hambre: nosotros somos el hambre, un hambre viviente” (Levi, 2015 c: 113), llegó a expresar Levi
quien narró que muchas veces en los campos se apresuraban con una “prisa animal” por mojarse las vísceras
con el “brebaje caliente” que les servían (Levi, 2015 c: 75). Hasta el pan, aunque insuficiente, se convirtió
para el hombre concentracionario en un “sagrado pedacito gris” (Levi, 2015 c: 40). Sin embargo, fueron
muchas veces también el hambre y el frío los que lo mantuvieron vivo, como expresa. La sed también era un
factor importante. Levi llega a mencionar que la sed representaba un sufrimiento incalculable (Levi, 2015 b:
73) y exclamó: “¡Qué sed teníamos”! (Levi, 2015 c: 21).
El “contagio del mal” (Levi 2015 a: 102) al que oportunamente Primo Levi hace referencia abarcó todos los
aspectos propios del ser humano. Otro de los factores importantes acaecidos en el campo y que contribuyó
a que el ser humano perdiera su estatuto de humano para convertirse en una bestia es la animalización.
Arendt lo resume: “El problema es fabricar algo que no existe, es decir, un tipo de especie humana que se
parezca a otras especies animales, cuya única «libertad» consista en «preservar la especie” (Arendt, 2002:
652). Levi manifiesta que vivieron de “aquella manera animal” (Levi, 2015 b: 69) ya que “todo deportado se
degradaba al nivel de un animal” (Levi, 2015 a: 61). Además, sostuvo que las condiciones de los deportados
eran peores que las de las bestias de carga (Levi, 2015 a: 142.3) porque “la vida en el Lager comportaba una
regresión, reconducía a comportamientos, precisamente, primitivos” (Levi, 2015 b: 36). Como animales,
explica Levi se orinaban encima mientras corrían por un poco de pan ya que temían quedarse sin ración
(Levi, 2015 c: 40).
Asimismo, Primo Levi se toma el tiempo de enumerar las diferentes animalizaciones ya que las “variedades
del animalhombre son innumerables” (Levi, 2015 b: 133) en Auschwitz. El autor se refirió a los deportados
como “ejércitos de larvas” (Levi, 2015 b: 12; 2015 c: 35), “gusanos sin alma” (Levi, 2015 5: 76), “rebaño
mudo innumerable”, “bestias domadas a palos” (Levi, 2015 c: 129), “invasión de gusanos” (Levi, 2015 c: 75),
“bestias cansadas” (Levi, 2015 c: 46). Estos son sólo algunos de los ejemplos de la animalización que
sintieron las personas en los campos que se vieron reducidas al límite de lo animal. En Auschwitz, entendió
Levi, el ser humano “se siente como una lombriz: desnudo, pesado, innoble, inclinado hacia el suelo. Sabe
que podrá ser aplastado en cualquier momento” (Levi, 2015 b: 107) y señaló que para los kapos y el ejército
alemán los deportados no eran hombres, por ello, igualaban su trato al de los animales (“Para aquellos no
éramos ya hombres; con nosotros, como con las mulas o las vacas, no existía una diferencia sustancial entre
el grito y el puñetazo” (Levi, 2015 b: 86).
El autor muestra que la zoologización alcanza niveles drásticos y relata que inclusive el gas utilizado para
terminar con los deportados, el “Zyklon B” no era sustancia producida para el tal uso sino que había sido
creada, inicialmente, para emplearse como pesticida y desinfectante. Aclara que la primera misión de este
componente era liberar de ratas las bodegas de los barcos y los almacenes (Levi, 2015 a: 58). Esto, dice Levi,
garantizaba no sólo la muerte de los desventurados hombres del Lager, sino que también aseguraba el
cumplimiento del objetivo plateado por los nazis: una “muerte (que) debía de ser increíblemente dolorosa”
(Levi, 2015 a: 58).
Levi asumió que si bien la “transformación de los seres humanos en animales iba por buen camino” (Levi,
2015 b: 105) fue importante sostener una resistencia ante el mal: “todavía no somos animales, no lo
seremos mientras tratemos de resistir” (Levi, 2015 b: 104).
En el Lager el hombre no sólo ha sido animalizado, sino también cosificado - como expresara Levi quién
reconoció que en los campos “el hombre ha sido una cosa para el hombre” (Levi, 2015 c: 188). El autor llega
a hablar de los rasgos de ese mal experimentado en Auschwitz al que describe como el “delito más
demoníaco del nacionalsocialismo” (Levi, 2015 b: 49). En ningún momento el escritor escatima en detalles,
por el contrario, profusamente menciona cada vivencia. El hacinamiento en los vagones de mercancía, la
denigración de las ropas empapas de nieve y fango que despedían olor a perrera y rebaño al ser colocadas
junto a una estufa, el dolor de los pies cansados y lastimados continuamente por el calzado inadecuado e
incómodo. Llegó a concluir: “en el Lager te volvés loco” (Levi, 2015 c: 75).
Si de borrar todo rasgo de humanidad en un ser humano se trata, los campos han sido la prueba más
concreta. Allí se intentó terminar igualmente con todo rastro de urbanidad: “La última huella de civismo
había desaparecido alrededor de nosotros y dentro de nosotros. La obra de bestialización de los alemanes
triunfantes había sido perfeccionada” (Levi, 2015 c: 187). Primo Levi explica que la austeridad que el
deportado vivía en el campo era tal que ni siquiera contaba con un enser tan elemental como una cuchara
para ingerir aquella sopa que le proporcionaban como alimento. Claramente, exhibe, este acto tenía una
clara intencionalidad, había una “deliberada intención de humillar” (Levi, 2015 b: 107; 2015 c: 39) a los
hombres dentro del campo. El autor entendió que hasta lavarse el cuerpo -pese a que en ocasiones lo
considero un acto que no tenía sentido- ha sido un modo de mostrar resistencia y de mantener la
humanidad en pie ya que en Auschwitz se llegó a perder también hasta el “instinto de limpieza”, por lo cual,
lavarse el cuerpo pasó a ser un “instrumento de supervivencia moral” (Levi, 2015 c: 41).
Otro rasgo que muestra la pérdida de la urbanidad y la animalización es el modo en el que, debido al
hambre, comían los deportados, quiénes ingerían aquel alimento como bestias (“fressen”) y no como
humanos (“Essen”). Ya el hombre no se sujetaba a ninguna norma de cortesía o modales, sino que comía
vorazmente y sin respirar (Levi, 2015 C: 83).
Primo Levi exhibió las enfermedades del campo de concentración -a las que clasificó exhaustivamente de
acuerdo a seis grupos en “Informe sobre la organización higiénico-sanitaria del Campos de concentración
para judíos de Monowitz (Auschwitz-Alta Silesia” (Levi, 2015 a: 30-9). Con gran precisión, el autor mostró en
sus obras la humillación -ya que, como menciona respecto de los nazis hacer sufrir al “enemigo era su oficio
de cada día (…) el fin era aquél” (Levi, 2015 b: 114)-, la promiscuidad (Levi, 2015 b: 55); el cansancio bajo
una forma de “propia extenuación, que parecía no poder curarse” (Levi, 2015 b: 65).
No obstante, al igual que en el caso del hambre y del frío, Levi resalta la excepcionalidad de la experiencia
concentracionaria. Allí el frío, el hambre, el cansancio fueron extremos, diferentes a cualquier otra sensación
y necesidad antes vivida.
Los rigores del invierno, el trabajo forzado, la fatiga, la sensación de que el cuerpo no resistiría tanto dolor -
Levi escribió: “En cualquier momento del día en que prestemos oído a las voces de nuestros cuerpos, en que
interroguemos a nuestros miembros, la respuesta es la misma: no nos bastarán las fuerzas” (Levi, 2015 c:
148), el insomnio (Levi, 2015 a: 107), el pensamiento obturado -“No se puede pensar ¿Cómo vamos a
pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos” (Levi, 2015 c: 21); los castigos corporales, el
miedo (Levi, 2015 a: 69); el terror (Levi, 2015 c: 107); la “angustia atávica”, el “malestar incesante” (Levi,
2015 b: 79), la desolación que llevó a muchos al suicidio (Levi, 2015 a: 61); la violencia -Levi aseveró respecto
de los jefes del campo: “Habían sido educados en la violencia: la violencia corría por sus venas” (Levi, 2015
b: 114); la agresión (Levi, 2015 b: 37); la suciedad -las pulgas, las llegas infectadas (Levi, 2015 a: 109)-; la falta
de cuidados higiénicos y la repugnancia (Levi, 2015 a: 68); la “incomunicabilidad de manera más radical”
(Levi, 2015 b: 85) producto de la “perpetua Babel” (Levi 2015 c: 39); la desesperanza, el sentimiento de que
“nos habían despojado de toda confianza en la vida” (Levi, 2015 a: 153); la nostalgia cargada de ese “dolor
de hogar” y de recuerdos (Levi, 2015 c: 58; 2003: 152) integran una lista podría extenderse ampliamente.
De igual modo, otro de los aspectos que muestra el proceso de despersonalización efectuado en los campos
fue la destrucción de la noción de futuro. Todo deportado fue sometido a vivir en el puro presente: “Como
animales, estábamos reducidos al momento presente” (Levi, 2015 b: 70).
Alberto Sucasas tuvo un pensamiento concomitante al de Primo Levi respecto de la anulación del futuro:
“Los campos destruyen el tiempo; instituye, al menos, un régimen temporal inédito. Borrado el pasado, la
vida previa a la reclusión; exclusión del futuro, como proyecto de vida posterior al Lager. Sólo queda el
presente, absolutizado” (Sucasas, 2002: 199). En esta cita se puede apreciar la alineación de pensamiento
entre ambos autores. Levi escribió lo siguiente: “el futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su
agudeza, frente a los mundos más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos
hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón (Levi, 2015 c: 37). Por lo tanto, se refuerza la idea de una
tiempo estéril, donde el futuro se presenta “gris e inarticulado” (Levi, 2015 c: 127), es decir, el deportado
estaba sujeto a la necesidad inmediata, mientras que el pasado también debía ser borrado “con una
esponja” (Levi, 2015 c: 38), porque ya Levi lo anticipó, para el concentracionario “del mañana no hay
certeza” (Levi, 2015 c: 152) y “¿Quién podría pensar seriamente en mañana?” (Levi, 2015 c: 145).
En Auschwitz el ser humano vivió “actos infames, deleznables, violentos, feroces, contrarios a las más
elementales leyes de humanidad” (Levi, 2015 a: 67). Los deportados en los campos no sólo fueron víctimas
de experimentos deplorables para la condición humana, aún luego de haber sido quemados en los hornos,
sus cenizas se emplearon en gran medida para rellenar caminos y evitar que se anegaran las calles. También
muertos fueron empleados para ser pisoteados y denigrados.
A tal punto ha llegado el sentimiento de despojo y sufrimiento que Primo Levi se ha considerado, por
momentos entre los “semivivos” (Levi, 2015 c: 179; 2015 b: 137) y llegó a decir “ya no estamos vivos” (Levi,
2015 c: 113). Pudo aseverar: “Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad está
sepultada” (Levi, 2015 c: 132). En el campo, cuando meditaba en todo los que había perdido en un año -
libertad, nombre, familia, salud (Levi 2015 c: 155) pensó: “no estoy ya lo suficientemente vivo para poder
suprimirme” (Levi, 2015 c: 156). Presa de la desesperación y de la angustia alcanzó por momentos a perder
conciencia de quién era: “Por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy” (Levi, 2015 c: 124).
En el Lager, el hombre ha quedado reducido a su peor condición. Primo Levi pudo vislumbrar el estado de
cosificación en el que el hombre concentracionario ha quedado subsumido. A tal punto llegó el dominio del
mal que el autor vio en sus compañeros, seres autómatas, almas muertas, desprovistas de voluntad. Relata
que, pese a que en realidad hayan sido diez mil hombres, él veía:”sólo una máquina gris: están determinados
exactamente; no piensan y no quieren, andan” (Levi, 2015 c: 54).
Inclusive, Primo Levi llega a cuestionarse a sí mismo si es un hombre quien comparte la cama con él o se
trata de un cadáver. Asegura que “quien ha esperado que su vecino termine de morir para quitarle un cuarto
de pan está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más
atroz” (Levi, 2015 c: 187). Los límites entre lo humano y lo inhumano se vuelven difusos en un momento de
condiciones extremas de vida.

Las críticas a la teodicea y el planteo de la figura de Dios ante el mal

En El mal radical. Una indagación filosófica, Richard Bernstein explica la mirada que diversos han adoptado
respecto de Dios a partir de la experiencia de Auschwitz y los campos de concentración. El autor afirma que
el problema del mal, además de estar vinculado a cuestión ética, es también un problema religioso y está
sustentado en el planteo de las mayores dudas acerca de si la fe es aún posible después de Auschwitz
(Bernstein, 2005: 282).
Los campos de concentración fueron la prueba de la aplicación de un “régimen inhumano (que) difunde y
extiende su inhumanidad en todas direcciones”, el lugar donde el mal tomó la forma de una “crueldad
innecesaria” (Levi, 2015 b: 105). Le experiencia de Auschwitz permite vislumbrar la pérdida de la confianza
en la bondad de Dios y su fe en Él. En El problema de culpa, Jaspers habla sobre la pérdida de la fe: “Sólo una
fe fundamentada de modo trascendente, religiosa o filosóficamente pudo mantenerse a través de todas
estas catástrofes. Aquello que tenía valor en el mundo se ha tornado frágil” (Jaspers, 1998: 49). El autor
agrega que en Alemania se desencadenó aquella crisis del espíritu y de la fe que se encontraba en curso en
todo el mundo occidental y que se incrementó luego de la culminación de la Segunda Guerra Mundial. La
experiencia de la pérdida de fe que no constituye, por esto, un fenómeno aislado, sino que se ha propagado
sobre todo entre aquellos que se enfrentaron a la desgarradora experiencia del mal en Auschwitz (Jaspers,
1998: 103). El caso de Primo Levi es contundente respecto de su incapacidad de creer en un Dios bondadoso
que permitió que Auschwitz existiera.

En varias oportunidades Primo Levi asumió su condición de no creyente y se reconoció a sí mismo como un
incrédulo. Afirmó de sí mismo: “mi lenguaje de incrédulo” (Levi, 2015 c: 42). Sostuvo que, al igual que Jean
Améry, entró en el Lager como no creyente, fue liberado como no creyente y vivió toda su vida de la misma
forma (Levi, 2015 b: 135). Si bien reconoció que durante los momentos cruciales, los bombardeos aéreos y
los suplicios diarios los creyentes vivían mejor porque estaban resguardados y unidos por “la fuerza
salvadora de la fe” y aunque, cierta vez (y aclara que esto sólo le sucedió en una oportunidad, en octubre de
1944) sintió la “tentación de ceder, de buscar refugio en la oración” (Levi, 2015 b: 136) no fue seducido por
la fe y continuó en su pstura de incredulidad. Para Levi su postura antireligiosa estaba planteada de
antemano: “no se cambian las reglas del juego al final del partido o cuando estás perdiendo”. Entendió que
elevar una oración en esas circunstancias habría significado una cuestión absurda, equiparable a una
blasfemia, obscenidad e impiedad. El vacío religioso emerge en Auschwitz para él con más fuerza que nunca:
“¿qué derechos podía reclamar?, ¿a quién?” (Levi, 2015 b: 136). Pudo pasar aquella “tentación” de buscar
apoyo y de refugiarse, según relata, en el seno de la fe religiosa y bajo la cobertura del Dios citado en el
Salmo 91: 1.

Cuando narró su supervivencia, Primo Levi - quién supo establecer que Auschwitz es la “experiencia de la
que pude salir, y que me marcó profundamente” (Levi, 2015 a: 166)- supo no atribuirle a Dios el hecho de
haber vivido. Cuando pensó en la situación de pura supervivencia y de lucha constante y cotidiana frente al
hambre, el frío, los golpes y el cansancio, concluyó que los pocos que sobrevivieron a la prueba más cruel de
la historia fueron “salvados por la fortuna” (Levi, 2015 b. 45-6). Sí le atribuyó su salvación, en una ocasión al
destino (Levi, 2015 a: 112); y a la suerte (Levi, 2015 a. 165) pero no a la intervención de un Ser todopoderoso
y supremo. Levi también le atribuye al azar la posibilidad de haber sobrevivido a la gran selección que
ocurrió en octubre de 1944: “El hecho de que yo no haya sido elegido ha dependido sobre todo del azar y no
demuestra que mi confianza estuviese bien fundada” (Levi, 2015 c: 136).
En una de las tantas peripecias vividas durante su estadía en el campo, Levi recuerda que luego de regresar
de la prisión, recibió la visita de una migo mayor que él que le señaló que el objetivo de haber sobrevivido
era el de testimoniar -aspecto al que Levi adhiere claramente: “lo he hecho, lo mejor que he podido y no
habría podido dejar de hacerlo; y lo sigo haciendo, siempre que se me presenta la ocasión” (Levi, 2015 b:
79). Sin embargo, el autor de Trilogía de Auschwitz no comparte la visión que tenía su amigo quién le dijo
que su “supervivencia no podía ser obra del azar, de una acumulación de circunstancias afortunadas (como
sostenía y aún lo sostengo) sino de la Providencia” (Levi, 2015 b: 76). Levi escucha las palabras de su amigo
religioso, pero su vivencia ha penetrado tan hondamente en su vida que si alguna vez existió una mínima
posibilidad de fe, quedó erradicada en la experiencia de Auschwitz. Su veredicto suena contundentemente:

la experiencia del Lager, su iniquidad espantosa, más bien me ha confirmado en mi laicismo, y todavía me impide,
concebir cualquier clase de providencia o de justicia trascendente: ¿por qué los moribundos en un vagón de ganado?,
¿por qué los niños en la cámara de gas? (Levi, 2015 c: 136).

Ya se ha señalado que tanto Levinas, como Arendt y Jonas fueron autores que pensaron el problema del mal
y certificaron la imposibilidad de tener confianza en las teodiceas debido a que creían que cualquier intento
de justificación del mal se vuelve impensable, es decir, entendían que no existen posibilidades de pensar en
una reconciliación con la existencia del mal (Bernstein, 2015: 232).

Tal como se enunció, el mal de Auschwitz suscitó un cambio no sólo en las creencias religiosas sino también
un replanteamiento acerca de la figura de Dios. El período de posguerra estuvo signado por el fin de la
teodicea. Este término fue acuñado por primera vez en el siglo XVII por Leibniz (1646-1716) en su obra
«Ensayo de Teodicea. Acerca de la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal». El término
deriva del griego Theós, es decir, Dios y la raíz dik-, que significa, justo, justicia, justificar. Por lo tanto, según
el Diccionario Teológico de Francisco Lacueva la teodicea es la “justificación de Dios”. Se trata de justificarlo
frente al razonamiento humano de aquellos problemas que desestabilizan la existencia y dejan perpleja la
inteligencia, como la realidad del mal (Lacueva, 2001: 567). El pensamiento optimista de Leibniz lo condujo a
aseverar inclusive que

esta suprema sabiduría, unida a una bondad no menos infinita que ella, no ha podido menos de escoger lo mejor;
porque como un mal menor es una especie de bien, lo mismo que un menor bien es una especie de mal si sirve de
obstáculo a un bien mayor, habría algo que corregir en las acciones de Dios, si hubiera medio de hacer cosa mejor. (…)
Aun cuando (…) hay una infinidad de mundos posibles, de los cuales es imprescindible que Dios haya escogido el mejor,
puesto que nada hace que no sea conforme a la suprema razón (Leibniz, 2018: 161) .

El teórico pensaba que había “escogido Dios el más perfecto de todos los mundos posibles” y permitió que
“fuese este mundo el mejor que ha podido escogerse“ (Leibniz, 2018:57). En El mal. Un desafío a la filosofía
y a la teología, Ricouer también explica que la teodicea, en sentido técnico y por diversas que sean sus
respuestas, tiende a buscar la coherencia interna sobre la imagen benigna de Dios. De la misma manera, la
teodicea tiende a defender la afirmación de manera conjunta y sin contradicción de los enunciados que
postulan que: “Dios es todopoderoso; Dios es absolutamente bueno; sin embargo, el mal existe. Este
combate por la coherencia marca la existencia de la teodicea” (Ricouer, 2007: 21-2). El autor explica que el
propósito de esta argumentación es apologético: busca desligar a Dios de la responsabilidad del mal a partir
de medios de no contradicción y totalización sistemática (Ricouer, 2007: 40-1). El afán de la teodicea por
conseguir un pensamiento coherente y lógico condujo a Ricoeur a cuestionarse: «¿No habrá que denunciar
la eterna teodicea y su loco proyecto de justificar a Dios?” (Ricouer, 2008: 246).

Levinas, por su parte, no se refiere exclusivamente al sentido específico que Liebniz planteó para el término
que creó en 1710. El teórico sostuvo en su ensayo “El sufrimiento inútil que la teodicea “es tan antigua como
cierta lectura de la Biblia” y define la como la necesidad de “preservar la inocencia de Dios o salvar la moral
en nombre de la fe” (Levinas, 1993: 2). De igual forma, el autor sostuvo que la teodicea no sólo se remite al
credo religioso, sino que en el sentido secular, la teodicea persistió, si bien “Edulcorada”, “en el seno del
progresismo ateo, confiando ahora en la eficacia del Bien, inmanente al ser y destinado a triunfar
ostensiblemente, por el simple juego de las leyes naturales e históricas, sobre la injusticia, la guerra, la
miseria y la enfermedad” (Levinas, 1993: 3). De igual forma, ya sea en su ámbito secular o religioso, la
teodicea consiste en brindar algún tipo de justificación o algún modo de reconciliar al ser humano tanto con
la idea del mal como con la del sufrimiento inútil e intolerable. Para el autor se vuelve nodal reconocer que
la teodicea ha concluido. Por ello, “el problema filosófico que plantea el dolor inútil, cuando aparece en su
malignidad radical a través de los acontecimientos del siglo xx, concierne al sentido que aún pueden
conservar, después del fin de la teodicea, tanto la religiosidad como la moralidad humana de la bondad”
(Levinas, 1993. 3).

El fin de la teodicea significó para Levinas el hecho más revolucionario de la conciencia del ser humano
durante el siglo XX. Lo consideró como la “destrucción de todo equilibrio entre la teodicea explícita e
implícita del pensamiento occidental y las formas que el sufrimiento y su mal han adoptado en el propio
desarrollo de este siglo” (Levias, 1993: 3). El autor menciona que el siglo XX fue testigo de dos guerras
mundiales en sólo treinta años, atravesó los totalitarismo de izquierda y de derecha, el stalinismo, el Gulag y
los genocidios de Auschwitz y de Camboya, Hiroshima, entre otras atrocidades. Todos estos ejemplos dan
cuenta de la imposición del sufrimiento y el mal de forma deliberada.

Así como Primo Levi sorteó la tentación de buscar un apoyo en la fe y en la figura de Dios, Levinas creyó
necesario huir de toda tentación propuesta por la teodicea que intente poner un “final feliz” o aceptar la
bondaD de Dios. El mal -en tanto sublimA malo y como representación de “un exceso en su esencia misma”,
tal se citó- no sólo se resiste a la teodicea, sino se opone a ella (Bernstein, 2005: 245). La trascendencia del
mal rompe con cualquier intento de comprensión y de síntesis. No puede ser justificada la teodicea como
tampoco el sufrimiento inútil.

Un punto de concordancia entre los autores que postulan el fin dela teodicea y Primo Levi es la incapacidad
de justificar el mal, ya que es algo que sobrepasa toda categoría de entendimiento y comprensión. Para
Levinas “el mal no sólo es inintegrable, sino que además es la inintegrabilidad de la inintegrable” (Benrstein,
2005. 245). Declara Levinas:

El dolor en toda su malignidad y sin mezcla, sufrimiento en vano. Esto hace imposibles y odiosos todos los
pensamientos o declaraciones que explicarían el sufrimiento por los pecados de quienes sufrieron o murieron. Pero
este fin de la teodicea que se impone ante la prueba más desmesurada del siglo, ¿no revela, al mismo tiempo y de una
forma más general, el carácter injustificable del sufrimiento en el otro hombre, el escándalo en que consistiría que yo
justificase el sufrimiento de mi prójimo? De modo que el fenómeno mismo del sufrimiento, en su inutilidad es, en
principio, el dolor de los otros. Para una sensibilidad ética -que se confirma en la inhumanidad de nuestro tiempo y
contra ella-, la justificación del dolor del prójimo es ciertamente el origen de toda inmoralidad (Levinas, 2003. 3).

En este mismo sentido, En Genealogía de la moral, Nietzsche expresó que los seres humanos tienenese
necesidad de “justificar” el sufrimiento. Por ello, criticó contundentemente la teodicea como los autores
aquí expuestos. Manifestó que aquellos que nos indigna del sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino lo
absurdo de éste. Explica que ni para el cristianismo - que para interpretar el sufrimiento tuvo que introducir
una “maquinaria de salvación-, ni tampoco para el hombre ingenuo de la época más remota -que supo
interpretar el sufrimiento en relación al que lo causaba o al que lo presenciaba- existió un sufrimiento
absurdo. Por ello, para poder expulsar del mundo y negar honestamente el sufrimiento oculto, que no ha
sido descubierto y que carece de testigos el hombre estaba obligado a crear dioses, genios y seres
intermedios. A través de la ayuda de estas invenciones, entiende Nietzsche, “supo entonces la vida practicar
el malabarismo que siempre ha sabido hacer: justificarse a sí misma, justifica su mal” (Nietzsche, 2017: 40).

Aunque también cuestionó las teodiceas tradicionales y se resistió a negar, disculpar o justificar el mal en
Auschwitz, el filósofo alemán, Hans Jonas, no se opuso drásticamente al marco teológico para plantear el
problema del mal. Él aceptó la idea de un Dios personal y benévolo, pero negó la idea de la existencia de un
Dios omnipotente. Para el filósofo, la idea misma de la omnipotencia es incoherente. En “El concepto de
Dios después de Auschwitz. Una voz judía”, Jonas argumentó que nada atractivo ni cautivante hay en el
acontecimiento que lleva por nombre “Auschwitz”. Allí, enuncia, no hubo lugar para la fidelidad ni
infidelidad, ni prueba, testimonio o esperanza de redención; tampoco se encontró un sitio para el heroísmo
y la cobardía, la resistencia o la sumisión. En Auschwitz se cometieron los crímenes más atroces jamás
pensados, paradójicamente, hacia el pueblo del Pacto, tantas veces mencionado en la Biblia. Jonas explica
que en los campos se produjo la inversión más monstruosa, donde la bendición se convirtió en maldición. En
esta maldición y perpetuo sufrimiento que a lo largo de los siglos experimentó el pueblo de Israel - que fue
sometido a diversos pueblos a lo largo de su historia: sirios, romanos, persas, egipcios, entre tantos otros- se
funde la experiencia de los profetas enviados, aquellos que siguieron los preceptos bíblicos desde la
antigüedad y sus descendientes lejanos que se reunieron en la diáspora para unirse en una muerte colectiva,
argumenta el autor. Y añade un cuestionamiento que posee una innegable fuerza: “Y Dios lo permitió. ¿Qué
clase de Dios podía permitir eso?” (Jonas, 2012: 148). Por esta razón, “para el creyente, “Auschwitz” pone
en cuestión todo el concepto tradicional de Dios”.
De la creencia en la ruptura de todo concepto armado de la figura de Dios surge el planteo de Jonas que -
mediante la creación de un mito- en primer lugar, muestra a un Dios que sufre, luego, muestra a un Dios que
cambia. La trasformación divina se deba a que es un Dios afectado que depende de los seres humanos y, por
lo tanto, ellos deben ayudarlo. Concluye que: “¡No es un Dios Omnipotente” ya que “del mero concepto de
poder se sigue que la omnipotencia es un concepto contradictorio en sí, que se anula a sí mismo y que
resulta absurdo” (Jonas, 2012: 154). Con lo que la tríada que postula la bondad absoluta, el poder absoluto y
la inteligibilidad de Dios es incoherente para Jonas. Primo Levi se presentó siempre como un no creyente,
pero asumió que, de haber existido un Dios, se trata de una Providencia que “no siempre es eficaz” (Levi,
2015 a: 102). Esto lo dijo en relación a las injusticias provocadas por el mal en Auschwitz.

Por lo tanto, ya sea en el sentido secular o religioso planteado por Levinas, es decir, ya se trate de justificar y
conciliar la existencia del mal mediante la fe en un Dios bueno o se intente justificar el mal demostrando que
es un momento necesario del desarrollo de la humanidad, el fin es el mismo ya que estas dos opciones son
variante de la teodicea. Si hay algo que enfáticamente distingue a los hombres que vivieron la experiencia
cruel de los campos o fueron afectados por el nazismo es que no existe posibilidad alguna de encontrar una
justificación ante el sufrimiento intolerable. Después de Auschwitz ya no es posible hablar del mal y del
sufrimiento como aspectos que puedan ser justificados, conciliados o aceptados. La experiencia del Laguer
ha dejado heridas, rupturas, hiatos, abismos y males tan profundos que resulta imposible una curación total.
Son, en definitiva, heridas que parecen no culminar ni curar, mucho menos pueden ser eliminadas. Concluye
Bernstein “No hay un “después de Auschwitz”” (Bernstein, 2005: 320).

Primo Levi tampoco pudo en ningún momento conciliar la idea de un Dios que permitiera las catástrofes
acaecidas en Auschwitz. El autor sentía aversión ante la idea de un Dios al que la gente sintiera la necesidad
de acudir aun cuando sus plegarias no fueran oídas. En Si esto es un hombre ser remite al recuerdo del viejo
Kuhn, un anciano que, tras la selección para las cámaras de gas, daba gracias a Dios por no haber sido
elegido. El encono de Levi por saber que este hecho no eximiría al anciano de la muerte, sino que sólo la
postergaría lo llevó a calificar a Kuhn como “insensato”. Termina por sentenciar: “¿No comprende Kuhn que
hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de
los culpables, nada, en fin, (…) podrá remediar?. Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn” (Levi,
2015 c: 141). No hay perdón para el mal de Auschwitz, no hay tampoco justificación posible.

Primo Levi no comulgó tampoco con la definición que Améry le dio cierta vez. Consideró que él jamás podría
perdonar el mal de Auschwitz, por lo tanto, pensó que el pensamiento de Améry no era una ofensa ni una
alabanza, sino una imprecisión: “No tengo tendencia a perdonar. Nunca he perdonado a ninguno de
nuestros enemigos, ni me siento inclinado a perdonar a sus imitadores (…), porque no sé de ningún acto
humano que pueda borrar la culpa; pido justicia, pero no soy capaz personalmente de liarme a puñetazos ni
de devolver los golpes” (Levi, 2015 b: 128). En el “Apéndice” que fue agregado en 1976 a su obra Si esto es
un hombre, Levi rectificó su postura inquebrantable y su decisión de no perdonar nunca el sufrimiento: “no,
no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno (Levi,
2015 c: 194).

Esto permite ver que quienes fueron atravesados por el mal hasta en su fibra más íntima coinciden, en la
mayoría de los casos, en sostener la imposibilidad de saldar el horror, de apaciguar el sufrimiento y el caos
que vivieron. Si por un lado, Levi sostuvo haber sido siempre un “no creyente”, la misma experiencia del
Lager, confirmó su postura y, como tanto otros, entendió que la existencia del Lager conlleva a la
inexistencia de Dios.

Consideraciones finales

La experiencia traumática del Lager, claro está, no sólo dejó como rastro marcas externas y visibles, sino
también significó, para muchos, la disrupción de un paradigma de fe que tenía como centro la figura de un
Dios bondadoso. Nadie que ha transitado por un campo ha regresado de la misma. El horror se internó en
cada célula. Conocida es la entrevista que Ferdinando Camon le realizó a Primo Levi. En ella, el autor
imprime nuevamente y de forma concreta su aversión por los actos cometidos durante la Segunda Guerra
Mundial. En esa conversación ratifica la imposibilidad de conciliar la imagen de Dios y la existencia del mal.
Ha llegado a concluir: “Me atrevo a decir que la experiencia de Auschwitz ha sido tal para mí que ha barrido
cualquier de la educación religiosa que incluso tenía” (evi, citado en Camon, 1995: 74). El interlocutor le
pregunta si la experiencia de Auschwitz significaría para Levi la prueba de la existencia de Dios y éste
responde sin titubear “Existe Auschwitz, entonces no puede existir Dios. No puedo encontrar una solución al
dilema. Lo busco, pero no lo entiendo.” (Camon, 1995: 74-5). El mal instalado no puede para ninguna víctima
ser saldado ni reparado.

Quién también entendió que no puede haber cohesión entre la imagen benigna de un Dios piadoso y el mal
vivido durante el Holocausto fue Jorge Semprún, y así lo expresó en Viviré con su nombre, morirá con el mío:

¿Cuál es la relación de Dios como ser moral con respecto al Mal, cuya posibilidad y efectividad dependen de la
autorevelación? Si quiso crear ésta, ¿quiso también crear el Mal?, ¿y cómo conciliar esta voluntad con la santidad y la
suprema perfección que están en él, o para usar la experiencia corriente, cómo justificar a Dios del Mal?”. (…)
Hablábamos en silencia de Dios, de su debilidad fingida o real, y el ruido, no obstante próximo y repugnante, de los
retorcijones de tripas por la cagalera, apenas llegaba a nuestro oídos, o muy poco. Acerca del silencio de Dios yo carecía
de inquietudes metafísicas. En efecto, ¿qué había de asombroso en el silencio de Dios? ¿Cuándo había hablado? ¿Con
ocasión de qué matanza del pasado había dejado oír su voz? ¿Qué conquistador, qué caudillo cruel había sido
condenado alguna vez? Si uno no quería ver fábulas en los escritos bíblicos, si quisiera atribuirles alguna realidad
histórica, estaba claro que Dios, en la historia de la humanidad, no había vuelto a hablar desde el monte Sinaí. ¿Qué
había, pues, de sorprendente en que continuara guardando silencio? ¿Cómo íbamos a asombrarnos, indignarnos o
angustiarnos por un silencio tan habitual, tan arraigado en la Historia: tal vez incluso constitutivo de nuestra historia, a
partir del momento en que ella –la Historia- dejó de ser sagrada? (Semprún, 2001: 128-131).

Ya se han derribado para estos hombres todas las columnas que se sostenían en la figura de la divinidad
como fuente de justicia, amor y compasión. Ahora el ser humano, desprendido y solo frente a la hostilidad
que le rodea, sigue en busca de la respuesta frente a aquello que no logra aún comprender cabalmente: el
mal.

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