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Norbert Elias ha mostrado como uno de los elementos centrales de lo que el llama el
proceso civilizador (y que los traductores al español han convertido en “civilizatorio”)
ha sido el crecimiento de la intensidad y densidad de los procesos sociales, el paso
de una sociedad en la que los hombres viven en pequeñas unidades relativamente
aisladas a un mundo complejo, en el que sus acciones se vuelven dependientes de
las de muchos otros hombres y se encadenan mutuamente. Este encadenamiento
obliga a modificar las formas de conducta y sentimiento y hace preciso coordinar la
actividad propia con las acciones de los demás, tanto en el campo de las acciones
productivas como en el de las relaciones vitales con el prójimo. En este campo, un
proceso central es el abandono de las reacciones emocionales espontáneas y
violentas, para disciplinar, de mil maneras distintas, las pasiones y la sensibilidad, en
una historia de cambio gradual y no planeado. Una larga cita de Elias nos permite
recordar las ideas centrales de su concepción:
“Las restricciones impuestas por otros desde muy variados ángulos se convierten en
autorrestricciones, las actividades más animales se van colocando progresivamente
tras las cortinas de la vida social comunal del hombre y cargadas de vergüenza, toda
la regulación de la vida afectiva e instintiva por un autocontrol constantes se hace más
estable y completa. Esto surge de la interacción humana: de la interdependencia de
la gente surge un orden sui generis, un orden más fuerte y obligatorio que la voluntad
y la razón de las gentes que lo componen”.
“Desde los periodos más tempranos de la historia de occidente a hoy, las funciones
sociales se han hecho mas y mas diferenciadas bajo la presión de la competencia.
Mientras más diferenciadas se hacen, mayor es el número de funciones y de personas
de las que depende el individuo en todas sus acciones, desde las más simples y
comunes a las más complejas y raras. Mientras más personas coordinan sus
conductas con las de los demás, la red de acciones tiene que organizarse en forma
más estricta y precisa, para que la acción de cada individuo llene su acción social. El
individuo se ve obligado a regular su conducta en forma mas y mas diferenciada, mas
y mas estable, más complejo y estable se hace el control que se impone al individuo
desde sus años tempranos como un automatismo, una autocompulsión que no puede
resistir...
Temores, vergüenza, pena ajena son elementos que ayudan a construir este sistema.
Se abandona la violencia, y sus representantes simbólicos: hasta el corte de animales
enteros en la mesa.
Los amplios estudios de Elias sobre este tema no abordan en forma específica, hasta
donde los conozco, el papel de la ciudad como uno de los lugares en el que se produce
el proceso civilizador y subrayan ante todo el papel de las cortes reales y de los grupos
nobiliarios, que crean los patrones de conducta controlada, regulada y ritualizada que
luego se convierten en modelos para toda la sociedad. Sin embargo, es fácil advertir,
analizando la historia de los últimos siete u ocho siglos de nuestra cultura occidental,
como la ciudad ha sido en muchos sentidos la gran civilizadora. Aunque el desarrollo,
la invención misma de estas formas de conducta se da ante todo en las cortes, y
aunque la familia, la iglesia y la escuela son usualmente las instituciones que
promueven su generalización, es la ciudad la que crea un ámbito social en el que la
interacción humana se hace continua y obligada, y en el que es preciso controlar con
cuidado las formas en que las propias acciones afectan la vida de los demás y prever
como las acciones de los demás influyen sobre mi vida. La adopción de horarios y
medidas para el tiempo del trabajo, el estudio o el ocio, el control de las basuras y
desechos, el acceso al agua y más recientemente a otros servicios, la construcción
de las viviendas teniendo en cuenta la orientación y localización de las de los demás,
la definición de áreas aceptables para el desarrollo de ciertas actividades productivas,
comerciales o recreativas, son algunos ejemplos de situaciones en las cuales la
ciudad impone una coordinación que en la vida rural era innecesaria, y que aunque
pudo ser inicialmente el resultado de una coacción puramente externa, se ha
convertido en casi todas las naciones de occidente en algo asumido interiormente por
los individuos, en forma muchas veces totalmente inconsciente o inadvertida. Las
mismas instituciones señaladas antes -iglesia y escuela- encuentran en la ciudad el
campo adecuado para el ejercicio de sus funciones, en la medida en que la mayor
densidad humana facilita la extensión de su impacto a masas cada vez mayores de
personas y permite incrementar el tiempo que los niños, sobre todo, pasan en
instituciones educativas y sociales centradas en la creación de formas de conducta
que ya no se basan, como las de la familia, en fuertes lazos de afecto o sentimiento o
en complejas y a veces aterrorizadas interiorizaciones de la autoridad paterna, sino
en la previsibilidad racional del efecto del cumplimiento de unas normas y patrones
generales de conducta. El auge de los manuales impresos de cívica, cortesía,
urbanidad, etiqueta, buenas maneras, buena conducta o buen tono, desde su
aparición en el renacimiento europeo hasta los best sellers de nuestros días, es una
señal de la necesidad creciente, a medida que aumenta la vida urbana y con ello el
contacto entre grupos de personas más amplios, de generalizar unas normas
ritualizadas y previsibles de conducta a toda la sociedad. [2]
Dejando de lado este aspecto discutible, podemos dar preguntarnos por los procesos
mediante los cuales la ciudad pretende o logra civilizar a sus habitantes.
Una rápida y superficial mirada al desarrollo de las ciudades occidentales permite, por
una parte, ver el papel que ha tenido la ciudad en el desarrollo de ciertas formas de
vida y cultura que resultan hoy de interés y por otra, identificar algunos de los
mecanismos e instituciones urbanas que contribuyen a la formación y educación de
sus ciudadanos.
La ciudad medieval fue el sitio de atracción de quienes querían sustraerse a las formas
de sujeción y vasallaje propias del feudalismo: su aire, se decía entonces, hace libre:
fueron las primeras ciudades en la historia en la que la gran mayoría de sus habitantes
eran libres. Y la cultura del renacimiento italiano es ante todo una cultura de ciudades
independientes, en las que sus habitantes despliegan unas formas de orgullo cívico
que se expresan en buena parte en el embellecimiento público. Monumentos, obras
de arte, edificaciones edilicias o religiosas se convierten en lugares educativos, en los
que las nuevas generaciones establecen el vínculo con un pasado valioso y aprenden
las reglas de la virtud, en ciudades donde la capacidad creadora del individuo parece
un rasgo nada excepcional.
Por otra parte, el desarrollo de formas de conducta cívicas se realiza en buena parte
mediante la participación en las funciones normales de la vida urbana. El aprendizaje
de hábitos de limpieza urbana -no arrojar papeles a la calle o en los restaurantes,
barrer la acera, mantener limpias las fachadas-, de manejo del tiempo -cumplimiento
de citas, cálculo de tiempos de transporte, respeto al tiempo ajeno, respeto de los
turnos-, de dominio de las reglas de tráfico y transporte -andar por la derecha, esperar
los buses en sitios precisos, no estorbar- , el dominio de las formas de señalización
de la ciudad o a las técnicas para llenar formularios, el manejo del ruido- uso equipos
de sonido en medios de transporte, serenatas, bailes domésticos, silencio en
conciertos o conferencias, para enunciar solo unos ejemplos, se aprenden usualmente
haciéndolo (aunque muchas veces al hacerlo se actualizan algunas exhortaciones de
los padres o se extiende la aplicación de reglas morales o de conducta generales a
nuevas situaciones), en un intercambio social informal con los otros conciudadanos.
1. La sociedad colonial privilegia lo urbano: para los españoles, tanto el estado como
los colonos, lo urbano es directamente elemento de civilización. Lo rural es peligroso
y dañino. Por eso, en forma reiterada, se hacen esfuerzos por reducir a los indios, o a
los mestizos, o a las negros, o a los blancos pobres, a poblado: mientras vivan en el
campo no parecen someterse a las normas, viven, como se dice, arrochelados, sin ley
ni Dios. Sobre todo sin Dios: este es el principal contenido del discurso educativo
social. Una cita, que podría repetirse indefinidamente, nos recuerda esta concepción:
hacia 1680 un funcionario de Medellín se quejaba de que muchos “viven vagabundos
y a su albedrío, sin sujeción de la justicia real ni de la eclesiástica por vivir en montañas
y rincones... y sobre todo no gozan siendo cristianos del pasto espiritual”. [9] La vida
en ciudad es indispensable para mantener los vasallos del rey sometidos a las normas
humanas o divinas, y dada la prioridad ética de lo religioso, la gran cualidad de la
ciudad es que en ella se encuentra la iglesia, como lugar físico que permite el
cumplimiento de los preceptos religiosos, y como conjunto de acciones espirituales.
La prioridad de la iglesia la reconoce el ordenamiento espacial de la ciudad: cada
barrio es identificado por las torres y el campanario de la parroquia, que preside, más
que las oficinas del ayuntamiento, la plaza pública.
La prioridad de lo religioso no debe llevar a reducir toda la vida urbana colonial a este
elemento: ordena y define jerarquías, pero existen áreas de vida autónomas. Sin
entrar en mucho detalle, la ciudad colonial debe educar a los ciudadanos en ciertas
virtudes importantes para la vida en comunidad. En primer lugar, el reconocimiento de
las jerarquías sociales: en la ciudad colonial un continuo aprendizaje público tiene que
ver con el aprendizaje de las señales y las obligaciones derivadas de la pertenencia a
un grupo social determinado. En el espacio público las familias principales y nobles se
diferencian del común o de la plebe. Las distinguen señales visibles, como las ropas,
derechos, como el de portar armas o ingresar a la universidad, formas de trato, como
el llamarse don. Estas distinciones siguen a grandes rasgos una división étnica o de
castas de la sociedad, que se mantiene, aunque con fuertes resquebrajamientos,
durante todo el período de dominio español. El que se reconoce como blanco debe
aprender las reglas de comportamiento que le corresponden, las exigencias de
respeto y reverencia que debe esperar de otros: de sus pares, que nunca lo son
completamente, y con los que entrará en sutiles controversias sobre preeminencias y
lugares, y de sus inferiores. El mestizo, el mulato o el indio tienen que dominar los
minuciosos rituales de la comunicación, las formas verbales del trato (“su merced”,
que sobrevive en el oriente colombiano). Debe conocer los comportamientos que lo
colocan en riesgo: la vagancia, los insultos a los blancos, un gesto de altivez en la
calle. Es la educación cívica de la discriminación. Una educación que debe conducir
a la interiorización en el reconocimiento de las diferencias: no sería exitosa si
condujera simplemente a la obediencia externa, por temor o coacción, a unas reglas
sociales impuestas por los grupos dominantes. Es una educación que triunfa
únicamente si quienes deben expresar reverencia se convencen de la superioridad
del otro, del español, del blanco o del criollo.
A finales del XVIII la visión que tiene la ciudad de la educación comienza a cambiar.
Los ilustrados desean conocimientos útiles, que lleven al desarrollo económico. Los
fundamentos religiosos y jerárquicos de la sociedad colonial pueden ponerse en duda.
En Medellín, por ejemplo, se abre en 1803 una escuela elemental de los franciscanos
que aspira a convertirse en Colegio e incluso en Universidad. Los vecinos de Medellín
piden que el colegio sea "común y general para pobres y ricos”, para todos “los jóvenes
pobres y ricos que quieran dedicarse a la carrera literaria”. No es esta, sin embargo,
una opinión siempre compartida: los colegios de Santa Fe de Bogotá luchan por
mantener el ingreso limitado a las familias con limpieza de sangre y exentos de toda
tacha, incluso el trabajo manual. Y la propuesta de lo que debe enseñarse también
indica un proceso de cambios: "todo el mundo necesita saber leer, escribir, contare
instruirse en los rudimentos de la fe, y no todos quieren, pueden ni necesitan ser
teólogos, juristas o filósofos”. Estas propuestas indican que la ciudad empieza a verse
como conformada por una población con algunos derechos iguales para todos, no
como una estructura conformada por castas radicalmente separadas.
En Medellín los jesuitas regresan hacia mediados de siglo, con el encargo expreso de
reconstruir la educación secundaria para los jóvenes pudientes. Así lo hacen. Sin
embargo, los regímenes conservadores de la segunda mitad del siglo, mientras
conservan su adhesión estrecha a la religión, no dejan de promover otras formas de
educación: la formación técnica artesanal, la expansión de la matrícula a sectores
cada vez más amplios.
La educación de lo cívico no solo se hacía en la escuela. Durante la colonia, los
rituales públicos fueron esencialmente religiosos, y casi que la única fiesta cívica fue
la celebración de la coronación de un rey o el nacimiento de un heredero. Son fiestas
cuya descripción nos muestra claramente la función paternalista, de exigencia de un
señal de sumisión del súbdito al soberano. Eran fiestas con espectáculos variados
(pólvora, corridas de toros en las calles, vacaloca, distribución de dinero a la plebe),
pero su contenido era reducido. Los republicanos intentaron ampliar el repertorio y
darle un contenido cívico y educativo más claro: la siembra del árbol de la libertad, la
fiesta para emancipar algunos esclavos, el desfile cívico, que alcanza, en Medellín,
una especie de apoteosis en el desfile de celebración del segundo centenario, en
1875, que se convirtió en una representación social de las virtudes y valores de la
ciudad. En esta procesión cívica, como lo ha mostrado María Teresa Uribe, desfilaron
todos los gremios de la ciudad, los colegios, los grupos de beneficencia, los mineros
y agricultores, los artistas y artesanos, los médicos y abogados, cada uno exhibiendo
su contribución al conjunto de la ciudad y la justificación de su puesto en la jerarquía
social.[10] Aunque más incluyente (los artesanos mulatos desfilan, su puesto
reconocido con palabras elogiosas por el orador de la procesión), este orden social
sigue imponiendo en forma represiva ciertas virtudes cívicas: los vagos son
deportados, así como las mujeres mal mantenidas, y los niños se enfrentan a normas
como la que prohibía, en 1871, “las reuniones o tumultos de niños en las calles
públicas”.
Por otra parte, otras instituciones operaban como agentes educadores: las
asociaciones entre iguales, como las múltiples sociedades de ayuda mutua que se
hicieron comunes entre artesanos en la segunda mitad del siglo, las congregaciones
y cofradías religiosas, las asociaciones de beneficencia, más comunes a finales del
siglo. En estas organizaciones se construían nuevas formas de relación social y de
sensibilidad, se afirmaban valores de cooperación, de apoyo mutuo o de caridad. Sus
estatutos y sus prácticas organizativas, con nombramientos de funcionarios, debates,
elección de vocales, secretarios, etc., daban a muchos ciudadanos medios, de ambos
sexos, una oportunidad de ejercer una función cívica y de recibir un reconocimiento
por ello.
A lo anterior se añadían los periódicos, con circulaciones muy limitadas pero
ampliadas por la lectura en voz alta a grupos de amigos, elementos esenciales en la
constitución de un discurso público. (Deas). Y los espectáculos culturales ocasionales
(el teatro, con la participación de aficionados; la opera, en la que los locales eran
usualmente solo espectadores), un ascenso en globo. Y las formas de sociabilidad
elemental, oportunidades para el desarrollo y el aprendizaje de la urbanidad: el paseo
al río, el juego de lotería descrito para Medellín por Emiro Kastos, o la fiesta doméstica,
convertida ocasionalmente, en el ambiente todavía muy austero de Medellín, en baile,
para escándalo de algunos tradicionalistas. El desarrollo de la urbanidad, como
elemento diferenciador entre la gente bien y el pueblo llano, es otro elemento que
parece consolidarse en estos años, así los primeros tratados escritos localmente sean
de la segunda década del siglo XX.
3. Los años de 1880 a 1930 ven en Medellín un esfuerzo muy consciente de sus
dirigentes por convertir a la ciudad en una ciudad moderna. El equipamiento urbano
crece rápidamente. Se esboza un proceso de transformación económica basada en
la industrialización. Y se redefine la importancia de la educación y la cultura en la
ciudad. En el mapa de la ciudad los establecimientos educativos empiezan a superar
en número a las iglesias y se convirtieren en lugares de referencia urbana centrales.
Estos establecimientos desarrollan ahora, además de la educación elemental, la
formación para un oficio, una artesanía, el comercio, el uso de la máquinas de escribir
en la Escuela Remington. Estas nuevas formas de instrucción incluyen a hombres y
mujeres y la educación se convierte en vía para el ingreso de la mujer al mercado de
trabajo: recordemos que para 1930 la escuela primaria tenía un cubrimiento similar
para hombres y mujeres. La universidad añade a la carrera casi única del derecho
otras profesiones, como las ingenierías (civil y de minas) y la medicina. La cultura
recibe una gran valoración, y las revistas literarias, los clubes literarios, reúnen a
amplios sectores de las clases altas y medias. Incluso en los medios artesanales y
obreros se publican revistas y periódicos y se organizan formas de aprendizaje: la
educación y la cultura son vistos como elementos esenciales en la formación de los
individuos.
Sería muy complejo tratar de presentar en forma relativamente completa los cambios
que se producen en los mensajes educativos de la ciudad. Pero destaquemos algunos
aspectos: la relación de los ciudadanos con la ciudad como estructura física se
modifica. La ciudad debe ofrecer, dentro de ella misma, amenidades y posibilidades
de recreación. Se construyen teatros, parques de diversiones, instalaciones
deportivas. La ciudad diversifica el abanico de servicios que presta, y convierte
gradualmente a todas las familias en usuarias onerosas de sus servicios de agua o
energía eléctrica. La relación de los habitantes con el municipio cambia y se habla con
un nuevo sentido del “municipio". Esto altera en forma paralela las formas de
participación política.
Esta ciudad, por otro lado, es una ciudad que une a un lenguaje político y legal más
democrático una jerarquización económica cada vez más fuerte. Esta jerarquización
se expresa en una creciente segregación de los lugares de residencia: aparecen los
barrios planeados como obreros, los barrios elegantes, como Villanueva, donde la
casa de Pastor Restrepo que todavía sobrevive puede verse como un buen ejemplo
de la arquitectura para el patriciado rico, o La Playa, con sus villas destruidas en la
década de 1960, y los barrios de recreo, como El Poblado. Los consumos empiezan
a diferenciarse: esto incluye los consumos culturales y educativos, los colegios, y los
consumos suntuarios, que permiten vestirse con ropa extranjera a los ricos, que
además viajan con frecuencia a hacer turismo a Europa o Estados Unidos. La
decoración de las casas se vuelve también un símbolo claro de nivel social, y las casas
ricas van dejando atrás la carpintería española para vestirse de Francia: el “palacio”
de Coriolano Amador en la calle Ayacucho, construido a fines del siglo pasado, es un
buen paradigma de esto. También las diferencias en el transporte se hacen más
complejas, y de la dicotomía “a caballo” y “a pie” se pasa al carro particular, con o sin
chofer, el taxi, el bus y la caminada.
En Medellín este proceso no rompe con el dominio de la iglesia, que adquiere formas
cada vez más aristocratizantes: los obispos se vuelven algo principescos, príncipes
de la iglesia, y se alejan del cristiano común y corriente para acercarse a los grandes
industriales y políticos. La procesión del Corazón de Jesús, las celebraciones de
Semana Santa, son los ejes de la vida pública de la ciudad, que mantiene su carácter
religioso. Mientras tanto, en el sistema escolar se consolida una fuerte presencia de
las ordenes religiosas: decenas de estas llegan en estos cincuenta años, y aunque
algunas fundan hospicio, refugio de madres solteras, etc., casi todas fundan colegio,
para hombres o para mujeres.
3. Los años de 1880 a 1930 ven en Medellín un esfuerzo muy consciente de sus
dirigentes por convertir a la ciudad en una ciudad moderna. El equipamiento urbano
crece rápidamente. Se esboza un proceso de transformación económica basada en
la industrialización. Y se redefine la importancia de la educación y la cultura en la
ciudad. En el mapa de la ciudad los establecimientos educativos empiezan a superar
en número a las iglesias y se convirtieren en lugares de referencia urbana centrales.
Estos establecimientos desarrollan ahora, además de la educación elemental, la
formación para un oficio, una artesanía, el comercio, el uso de la máquina de escribir
en la Escuela Remington. Estas nuevas formas de instrucción incluyen a hombres y
mujeres y la educación se convierte en vía para el ingreso de la mujer al mercado de
trabajo: recordemos que para 1930 la escuela primaria tenía un cubrimiento similar
para hombres y mujeres. La universidad añade a la carrera casi única del derecho
otras profesiones, como las ingenierías (civil y de minas) y la medicina. La cultura
recibe una gran valoración, y las revistas literarias, los clubes literarios, las tertulias,
reúnen a amplios sectores de las clases altas y medias. Incluso en los medios
artesanales y obreros se publican revistas y periódicos y se organizan formas de
aprendizaje: la educación y la cultura son vistos como elementos esenciales en la
formación de los individuos.
Sería muy complejo tratar de presentar en forma relativamente completa los cambios
que se producen en los mensajes educativos de la ciudad. Pero destaquemos algunos
aspectos: la relación de los ciudadanos con la ciudad como estructura física se
modifica. La ciudad debe ofrecer, dentro de ella misma, amenidades y posibilidades
de recreación. Se construyen teatros, parques de diversiones, instalaciones
deportivas. La ciudad diversifica el abanico de servicios que presta, y convierte
gradualmente a todas las familias en usuarias onerosas de sus servicios de agua o
energía eléctrica. La relación de los habitantes con el municipio cambia y se habla con
un nuevo sentido del “municipio". Esto altera en forma paralela las formas de
participación política.
Esta ciudad, por otro lado, es una ciudad que une a un lenguaje político y legal más
democrático una jerarquización económica cada vez más fuerte. Esta jerarquización
se expresa en una creciente segregación de los lugares de residencia: aparecen los
barrios planeados como obreros, los barrios elegantes, como Villanueva, donde la
casa de Pastor Restrepo que todavía sobrevive puede verse como un buen ejemplo
de la arquitectura para el patriciado rico, o La Playa, con sus villas destruidas en la
década de 1960, y los barrios de recreo, como El Poblado. Los consumos empiezan
a diferenciarse: esto incluye los consumos culturales y educativos, los colegios, y los
gastos suntuarios, que permiten vestirse con ropa extranjera a los ricos, que además
viajan con frecuencia a hacer turismo a Europa o Estados Unidos. La decoración de
las casas se vuelve también un símbolo claro de nivel social, y las casas ricas van
dejando atrás la carpintería española para vestirse de Francia: el “palacio” de
Coriolano Amador es un buen paradigma de esto. También las diferencias en el
transporte se hacen más complejas, y de la dicotomía “a caballo” y “a pie” se pasa al
carro particular, con o sin chofer, el taxi, el bus y la caminada.
En Medellín este proceso no rompe con el dominio de la iglesia, que adquiere formas
cada vez más aristocratizantes: los obispos se vuelven algo principescos, príncipes
de la iglesia, y se alejan del cristiano común y corriente para acercarse a los grandes
industriales y políticos. La procesión del Corazón de Jesús, las celebraciones de
Semana Santa, son los ejes de la vida pública de la ciudad, que mantiene su carácter
religioso. Mientras tanto, en el sistema escolar se consolida una fuerte presencia de
las ordenes religiosas: decenas de estas llegan en estos cincuenta años, y aunque
algunas fundan hospicio, refugio de madres solteras, etc., casi todas fundan colegio,
para hombres o para mujeres.
La vida social se fragmenta: la pertenencia a los clubes, el Unión y el Campestre, es
uno de los rasgos que define la clase alta. Este grupo se vuelve endogámico,
endobailable, endoparrandista. La clase media socializa alrededor de la cultura, en las
librerías, o de los cafés y las tertulias, o de los sitios de reunión públicos. Hay sitios de
encuentro: los salones de té. El bosque de la independencia se segrega socialmente:
horas de los pobres y horas de los ricos.
Sin renunciar del todo a los ideales democráticos, estos se encuentran ligeramente
velados: el discurso político dominante es un discurso de orden más que de libertad,
de obediencia y sujeción más que de participación, de eficacia modernizadora más
que de distribución democrática del poder.
Otras ciudades nos pueden servir para ver el desarrollo de procesos paralelos. En
Manizales, por ejemplo, se puede analizar el rápido paso, casi forzado, de estilos
rurales de vida a las exigencias urbanas.[11] En los primeros años la ciudad está llena
de actividades que empiezan a parecer antihigiénicas o repugnantes a sus habitantes.
Problemas como el manejo de las aguas o el control de las basuras se convierten en
esenciales, y exigen tanto la actividad de los funcionarios públicos como el cambio de
actitudes de los ciudadanos. Las normas tratan de llevar a los habitantes de la ciudad
a nuevos estilos de conducta. Así, en 1881 se ordena que “el individuo que no tenga
letrina con cañería tapada hasta el punto que el Alcalde juzgue necesario... no podrá
tener cañerías o acequias que desagüen en las calles públicas ni tampoco cerdos...”
y un año después se trata de promover un mecanismo de cooperación entre los
ciudadanos: “los dueños de cada cañería se organizarán y nombrarán un presidente
que los represente ante la policía”. Los esfuerzos tienen éxitos parciales. Todavía en
1922 se requiere expedir normas contra el uso de las calles como sanitarios públicos,
y se describen sancocherías “sin excusados, de aires pestilentes, escasas de luz y
sol, sin agua y cuando la tienen no es potable; las aguas sucias se derraman en patios
desaseados, donde hay estiércol de vacas, de cerdos, de humanos y de basuras,
completando este cuadro millares de moscas...” En 1925 los resultados alegran al
presidente del Concejo municipal “totalmente ha desaparecido del centro de la ciudad
la cría y ceba de cerdos”. Quedan, eso sí perros, y en crecido número. Por ello el
Concejo legisla y, un poco incongruentemente, apela a criterios de “humanidad” junto
a consideraciones sobre el desarrollo de la civilización en Manizales, para afirmar
“Que apelar al medio de destrucción, además de ser altamente inhumano, no
corresponderá al grado de civilidad en que se encuentra la población, acuerda
“Prohíbese de manera absoluta la vagancia de perros dentro de la población”. La
presencia de los animales, índice de un estrecho contacto con la naturaleza que
parece contrario al desarrollo urbano, sigue dando origen a medidas coactivas :
“Prohíbese transitar con animales de cualquier especie por las calles contiguas a la
iglesia los días festivos y en los momentos en que haya reunión por la entrada a la
misa o la salida de ella... cuando se transite dentro de la población con animales
bravos, se conducirán estos por las calles menos concurridas... se conducirá a la
comandancia para que se le exija caución, a todo individuo que ande corriendo a
caballo en las calles o caminos concurridos…prohíbese ordeñar las vacas en las
calles y tenerlas sin descornar... prohíbese dar de comer en las calles a los animales
amarrados en ellas”. Finalmente, una cita que muestra el interés por imponer una
conducta más restrictiva en temas sexuales, que sería imposible de mantener en el
campo. Para evitar escándalos, dice una decisión de 1899 “es prohibido tener sueltos
en las calles i ejidos del poblado caballos sin castrar” y se decide “no permitir en los
corrales o ferias públicas animales de distintos sexos i que por su estado puedan
ofrecer a la vista escenas repugnantes”. Sería posible enumerar, en la primera mitad
del siglo XX, los números intentos de las autoridades urbanas por reprimir algunas
conductas sexuales de los habitantes de la villa, desde el retiro de estatuas de las
vitrinas públicas al cierre de casas de prostitución.
La ciudad adquiere las señales del modernismo: puja por hacer el edificio más alto,
como indicador de la importancia de las empresas propietarias, se realiza la apertura
masiva de cines, el deporte se convierte en el espectáculo dominante para la
población y se generaliza la radio.
Resulta reiterativo insistir en este tema: Todos lo han escuchado una y otra vez y son
muchos los diagnósticos, generalmente coincidentes en sus líneas básicas, sobre lo
ocurrido en los últimos treinta años. Muestran estos años como, pese a los años de
civismo promovidos desde finales del siglo pasado hasta 1960, la capa de civilización
era relativamente delgada y podía romperse en muchos sitios, como en efecto ocurrió.
6. Para no sonar indebidamente pesimista, vale la pena subrayar que en medio del
caos, el desorden y la lucha por aprovecharse de todo, existen en la ciudad visiones
probablemente mayoritarias que permiten conservar ciertas conductas cívicas: existe
un orgullo de la ciudad, una tradición de limpieza, una satisfacción por la belleza
urbana, a pesar de todo lo que han hecho los constructores y destructores para
acabarla. Existe una fuerte tradición de asociación. Hay una valoración, vacilante pero
real, de lo cívico. Todo esto hace más razonable un esfuerzo por retomar un proceso
de educación ciudadana integral.
mayo de 1997
[1] Norbert Elias, El proceso civilizatorio, p., 256. Un comentario útil a la obra de Elias
se encuentra en el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, No. 26,
1996.
[2] Existe una extensísima bibliografía sobre los manuales de urbanidad en Europa.
En Colombia apenas comienzan a estudiarse. Ver, para Colombia, el artículo de
Patricia Londoño “Cartillas y Manuales de Urbanidad y del Buen Tono”, Credencial
Historia, No 95, enero de 1997.
[3] Que en el caso de Antioquia se contrapone muy claramente a la idea de las formas
de conducta de origen rural: “montañero” es el que carece de los refinamientos de la
ciudad. Sería interesante precisar cuándo se generaliza el uso de “montañero” en este
sentido, y también como se matiza su valoración, en la medida en que en ciertos usos
el montañero es el veraz y frentero frente a la capacidad simuladora del habitante
urbano.
[4] Sobre el desarrollo de estos conceptos, además de los viejos diccionarios, pueden
verse los libros de Raymond Williams, Keywords y Alain Montandon, Dictionnaire
raisonné de la Politesse et du savoir-vivre, París, Seuil, 1995 y el artículo de Lucien
Febvre, “Civilisation. Evolution d’un mot e d’un group d’idées”, en Civilisation. La mot
et l’idée, París, 1930, actualizado por Emile Benveniste, “Civilisation : Contribution a
l’histoire du mot”, en Problemes de lingüistique générale, París, 1966. Es interesante
señalar que la “cultura”, a veces contrapuesta y a veces identificada con la
“civilización”, y a cuyo ámbito semántico pertenece la idea de la persona que se
comporta bien o “culta”, alude es a la actividad agrícola: la cultura es lo que produce
el cultivo de la naturaleza, incluyendo la propia naturaleza humana. Cortesía proviene,
como es evidente, de la “corte” real o nobiliaria del siglo XVII y XVIII. (V. Diccionario
de autoridades y Corominas).
[6] No resulta pertinente evaluar en este artículo la idea de que la ciudad moderna
tiende a facilitar la violencia. Ni siquiera es claro que sea cierto que las zonas urbanas
son más violentas que las rurales, ni siquiera para el caso colombiano en los años
recientes. Ver el artículo de Gustavo de Roux. Aunque la visión de que la ciudad es
un monstruo antinatural se hace frecuente durante el siglo XVIII, la idea de que la
ciudad es más violenta que el mundo rural tiene por lo menos un siglo. Un ejemplo
puede ser la cita siguiente, de un artículo publicado en 1910: “Los nacimientos
ilegítimos, los suicidios son también más frecuentes en las poblaciones urbanas. ; la
criminalidad es allí más elevada, sobre todo en lo que se refiere a los crímenes contra
la propiedad , a consecuencia de la miseria y de las tentaciones más fuertes y
numerosas”, Pierre Clerget : “L’urbanisme, étude historique, géographique et
économique”, reproducido en Marcel Roncayolo y Thierry Pacquot, Villes et civilisation
urbaine, xviiie-xxe siècle, París, Larousse, 1992, p. 232 y ss.
[7] El Museo, poco valorado entre nosotros, es uno de los centros de educación
privilegiados en las ciudades europeas o norteamericanos. Lewis Mumford, en su
clásico libro La ciudad y la historia insiste en que es un módulo indispensable de la
ciudad: sin Museo no puede haber cultura urbana. City in History ; Its origins, its
transformations and its prospects, Nueva York, 1961, p. 568. Resulta sorprendente
que Medellín no tenga un Museo de Historia Urbana o de Historia Industrial, y que sus
museos de arte, a pesar de que cuentan con valiosas colecciones, sean tan pobres y
tengan una actividad tan limitada. A falta de ellos, las colecciones de fotografía han
ido conformando una de las formas más apreciadas de relación con la tradición de la
ciudad.
[8] La llamada educación cívica ofrecida por el sistema escolar parece hoy totalmente
inadecuada y no cuenta con el respaldo interno de los docentes mismos. Sin éste, una
educación que debe estar en buena parte basada en la identificación y el ejemplo
carece de toda fuerza. Al menos debería reforzarse el vínculo de la escuela con la
ciudad, llevando más frecuentemente los estudiantes a edificios, fábricas, museos,
iglesias, espacios públicos, etc. Por otra parte los niveles superiores de educación han
abandonado casi del todo la formación de las formas de sensibilidad y conducta del
individuo. Nadie sabe muy bien como debe hacerse, y en general se ha decidido no
hacerla. Probablemente requiere al menos el contacto con las formas más complejas
de la cultura (filosofía, literatura, música, etc.) y este sólo se da excepcionalmente en
la universidad. Por último, toda enseñanza de valores cívicos o de convivencia (que
se apoyan en conceptos religiosos, o en ideas éticas, en principios de solidaridad o
altruismo) en el sistema escolar parece contradecir en forma demasiado evidente los
valores sociales dominantes (el consumo y el hedonismo, fundamentalmente sobre
premisas egoístas) para lograr credibilidad.
[9] Luis Miguel Córdoba, “Cabildo y autoridades en el siglo XVIII”, en J. O. Melo, ed.,
Historia de Medellín, I, 133
[10] María Teresa Uribe, “La estructura social de Medellín en la segunda mitad del
siglo XIX” en Historia de Medellín. II, p. 214 ss.
[11] Todas las citas sobre Manizales provienen del excelente libro de Jorge Enrique
Robledo C, La ciudad en la colonización antioqueña Bogotá, Universidad Nacional,
1996.