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¿PUEDEN LOS ARGUMENTOS POLÍTICOS

HACERNOS CAMBIAR DE OPINIÓN?


By euromind7 diciembre, 2017Blog

monográfico · La Razón y la Emoción en Política

¿Pueden los argumentos políticos hacernos


cambiar de opinión?
Hugo Mercier

Es fácil desesperarse por el estado del discurso político. Troles, debates


estériles en los medios sociales, políticos que apelan al mínimo común
denominador, nos hacen sentir que la mayoría de gente es incapaz de hilar
argumentos mínimamente decentes, y aun cuando se aporten buenos
argumentos, son incapaces de hacer cambiar de opinión a nadie. Se diría que
la argumentación política es mayormente fútil.

Esta idea puede sustentarse en cierta evidencia empírica, tanto experimental


como observacional. Un ejemplo de evidencia experimental son los resultados
de los politólogos Bredan Nyhan y Jason Reifler, quienes encontraron que, al
menos en algunos casos, intentar corregir los pareceres equivocados de la
gente (como, por ejemplo, sobre el descubrimiento de armas de destrucción
masiva en Irak tras la guerra) no sólo no moderaba sus opiniones, sino que las
reforzaba (Nyham y Reifler, 2010). En cuanto a la evidencia observacional,
considérese el caso reciente de Roy Moore, candidato republicano a senador
por Alabama, acusado varias veces de acosar sexualmente a adolescentes
cuando era treintañero. Resulta que el 29% de los encuestados en un sondeo
respondió que estas imputaciones les hacían más proclives a apoyar a
Moore.1 En vista de esto, ¿no está justificado desesperarse?
Dan Sperber y yo mismo hemos concebido y puesto a prueba una teoría del
razonamiento humano que puede contribuir a dar sentido a estos resultados, a
la vez que defiende una visión mucho más optimista del poder de la
argumentación (Mercier y Sperber, 2017).

Lo que proponemos es que el razonamiento humano evolucionó


principalmente con un propósito social: para proporcionar argumentos
encaminados a convencer a otros, ofrecer justificaciones de nuestras acciones,
y para evaluar los argumentos y justificaciones de otros. Aquí me centraré en
la función argumentativa del razonamiento.

Considerar que el razonamiento tiene una función argumentativa permite dar


sentido a algunos hallazgos intrigantes. La psicología experimental ha
confirmado lo que sugiere un examen rápido de los comentarios de internet:
cuando la gente elabora argumentos, están abrumadoramente sesgados hacia
su propio punto de vista (Mercier, 2016). Debido a este sesgo de
confirmación, cuando la gente razona por sí misma, es improbable que corrija
sus propios errores, de modo que tiende a mantener sus planteamientos
iniciales (véase, por ejemplo, Frederick, 2005; Wason, 1966). De hecho,
puede adoptar posturas más extremas (un fenómeno conocido como
polarización; véase, por ejemplo, Tesser, 1976).

Para la mayoría de teorías del razonamiento el sesgo de confirmación es un


defecto en el que no se repara fácilmente. Desde el punto de vista de la teoría
argumentativa del razonamiento, por el contrario, el sesgo de confirmación es
un rasgo del mismo. Si consideramos que la función de la elaboración de
argumentos es convencer a otros, entonces es más que razonable que
pensemos mayormente en argumentos que sustentan nuestro punto de vista o
atacan el de nuestro interlocutor.

No obstante, si vamos a la evaluación de las razones ajenas, la teoría


argumentativa del razonamiento predice que la gente debería ser lo bastante
exigente para no dejarse convencer por argumentos pobres, y a la vez lo
bastante objetiva para dejarse convencer por argumentos lo bastante buenos.
Si la evaluación de los argumentos ajenos fuera tan sesgada como la
generación de los propios, la argumentación misma no tendría objeto alguno.

Ahora bien, ¿no queda esta predicción invalidada por los resultados antes
mencionados, así como nuestra frustración personal cuando no conseguimos
convencer a nuestros interlocutores? Uno de los factores que pueden explicar
por qué la gente no cede ni siquiera ante argumentos poderosos es la ausencia
de interacción con la fuente del argumento. Uno recibe un argumento que no
es concluyente –los argumentos políticos raramente lo son– y, en buena
lógica, no queda convencido del todo. Una reacción natural, si el asunto
preocupa lo suficiente, es generar contraargumentos. Es lo que cualquiera de
nosotros haría en una discusión. Pero en una discusión cara a cara la fuente
del argumento original puede intentar refutar los contraargumentos. En
ausencia de esta interacción, dichos argumentos contrarios no se contestan, y
es esta producción de contraargumentos lo que conduce a la polarización
(Edwards y Smith, 1996; Taber y Lodge, 2006).

Esto apunta a una primera condición de la argumentación eficiente: el ida y


vuelta de la discusión. Nadie nace siendo un Cicerón, capaz de anticipar los
contraargumentos y crear largas y elaboradas alegaciones. En vez de eso,
tendemos instintivamente a iniciar una discusión con argumentos
relativamente débiles y genéricos, y esperar a que se esgriman
contraargumentos que podemos encarar, refinando nuestros propios
argumentos en el proceso (Mercier, Bonnier y Trouche, 2016). Esta solución
es la más económica y eficiente con diferencia. Desafortunadamente, se
vuelve contra nosotros en ausencia de respuesta. La mayoría de los
comentarios poco meditados que podemos ver en la red son productos
primarios del razonamiento que no se han beneficiado de la forja y el
refinamiento de una discusión adecuada.

En cambio, experimentos en los que se ha pedido a la gente que intercambie


argumentos dentro de grupos pequeños han obtenido resultados
sistemáticamente positivos. En el curso de la discusión, los malos argumentos
se rebaten y los buenos se clarifican y refuerzan, y acaban imponiéndose
(Resnick, Salmon, Zeitz, Wathen y Holowchak, 1993). El resultado es que
quienes tienen las mejores ideas son capaces de convencer a los otros
miembros del grupo. A medida que las mejores ideas se propagan,
observamos un mejoramiento significativo de la argumentación durante la
discusión grupal. Gracias al intercambio de argumentos, los interlocutores
entienden cuál es la respuesta correcta a problemas lógicos y matemáticos
(Laughlin, 2011; Trouche, Sander y Mercier, 2014), los estudiantes aprenden
mejor (véase, por ejemplo, Slavin, 1995), los jurados llegan a veredictos
mejores (Hastie, Penrod y Pennington, 1983), los meteorólogos hacen
predicciones más ajustadas (Mellers et al., 2014) y los médicos hacen mejores
diagnósticos (Hautz, Kämmer, Schauber, Spies y Gaissmaier, 2015).
Incluso en el dominio político, el intercambio de argumentos puede tener
consecuencias positivas. Los politólogos han examinado el potencial de la
democracia deliberativa, la idea de que dejar que los ciudadanos discutan las
políticas puede llevarles a adoptar opiniones más lúcidas. Se han llevado a
cabo muchos experimentos consistentes en reunir a ciudadanos para hablar de
políticas concretas, con resultados positivos. Los participantes suelen acabar
más informados y con una mejor comprensión de las posturas opuestas, y
tienden a converger hacia un razonable término medio (véase, por ejemplo,
Fishkin, 2009; Landemore, 2012; Luskin, Fishkin y Jowell, 2002).

No obstante, para que la discusión en grupo tenga efectos benéficos deben


darse unas cuantas condiciones. La primera es que tiene que haber algún
desacuerdo. Si todo el mundo está de acuerdo en todo, lo más probable es que
los argumentos a favor de la opinión consensuada se acumulen sin apenas
examen, lo que conduce a una forma de polarización colectiva conocida como
polarización grupal (véase, por ejemplo, Barron, 2003).

Ahora bien, si cierto desacuerdo es útil para impulsar la discusión, también


debe haber un amplio acuerdo sobre otras cuestiones. Para que funcione, un
argumento debe basarse en lo que los interlocutores ya creen, o están
dispuestos a aceptar en confianza. La argumentación entre personas que no
están de acuerdo en nada es imposible. Esta cuestión está adquiriendo cada
vez más importancia, ya que, al menos en algunos países, la confianza en
instituciones esenciales, desde la ciencia hasta el estamento periodístico, se
está erosionando.2 Probablemente es por esto por lo que algunos votantes no
se dejaron influir por las acusaciones contra Moore, porque para que un
argumento tenga algún peso, uno debe confiar en la fuente. Esto también
podría estar detrás de, por ejemplo, la resistencia a la idea del cambio
climático. Al menos en Estados Unidos, los que no creen en el cambio
climático no parecen tener menos formación ni cultura científica que los que sí
creen. La cuestión no es que no entiendan los argumentos, sino que confían en
autoridades diferentes (Kahan et al., 2012).

Si los puntos en común son cruciales para que la argumentación funcione,


también lo son los incentivos comunes. En una relación puramente antagonista
no puede haber comunicación útil, y menos aún argumentación. No tendría
sentido intentar convencer a un jugador de póker de que revele sus cartas. En
política los incentivos raramente coinciden perfectamente, pero en muchos
casos todavía debería ser posible encontrar puntos comunes. Tener presentes
estos puntos comunes puede contribuir a una argumentación más productiva.
En definitiva, las condiciones en las que es más probable que la
argumentación proporcione buenos resultados son la compartición de
incentivos, el acuerdo en muchos puntos aparte del desacuerdo en el tema de
discusión, el debate en grupos reducidos y la posibilidad de discutir las
cuestiones en profundidad. En gran medida, la ciencia ejemplifica estas
condiciones: al menos en el marco de una disciplina, los científicos tienen el
incentivo común de cumplir ciertas normas centrales, comparten el mismo
marco teórico, discrepan en (numerosos) puntos concretos, y pasan mucho
tiempo discutiendo. Como cabría esperar, la argumentación en ciencia es
extraordinariamente eficaz. Las malas ideas se rebaten, y las buenas se
propagan con la rapidez que permite la evidencia en que se apoyan, lo cual
puede ser ciertamente deprisa (véase, por ejemplo, Kitcher, 1993; Mancosu,
1999; Oreskes, 1988).

En política, la argumentación eficiente tropieza con más obstáculos. Puede


haber menos incentivos compartidos, menos principios comunes o, por el
contrario, escasa discrepancia (entre los miembros de un mismo partido, por
ejemplo). Cuando los debates tienen lugar en escenarios abiertos al gran
público (el ejemplo paradigmático son los debates presidenciales) el coste de
aparecer cambiando de opinión, y parecer inconsistente, excede con mucho
cualquier beneficio que pueda tener adherirse a los mejores argumentos. Los
debates en ámbitos más privados tienen más posibilidades de ser mucho más
productivos. De hecho, las discusiones con los ciudadanos tienen la capacidad
de cambiar las opiniones. (Mansbridge, 1999). Si buena parte de las campañas
políticas, desde los debates televisados hasta los anuncios negativos, parece
tener poco efecto, conversar con los ciudadanos, abordando sus
preocupaciones concretas y tomándose en serio sus argumentos, puede ser
más eficaz. Pedir a los ciudadanos que discutan las políticas juntos, como
hemos visto, puede ayudarles a adquirir opiniones más lúcidas. Las campañas
puerta a puerta, de manera individualizada, pueden hacer que la gente cambie
de opinión incluso sobre cuestiones morales controvertidas, como los derechos
de los transexuales (Broockman y Kalla, 2016). Los políticos pueden
persuadir a los ciudadanos cuando discuten con ellos, y les ofrecen buenos
argumentos, en encuentros en consistorios virtuales (Minozzi, Neblo,
Esterling y Lazer, 2015).

Las argumentaciones expuestas en ámbitos de máxima difusión


probablemente son las menos eficaces, pero no son representativas. En otros
contextos la argumentación funciona bien: la gente concibe argumentos
sólidos que se evalúan detenidamente y, si son lo bastante buenos, conducen a
cambios de opinión significativos. En las condiciones adecuadas la
argumentación puede demostrarse muy eficaz, incluso en política.

Notas

1 Encuesta disponible en http://winwithjmc.com/wp-


content/uploads/2017/11/Alabama-Senate-Executive-Summary-General-
Election-Poll-2.pdf.

2 Véase, por ejemplo, «America is facing an epistemic crisis», por David


Roberts, disponible en https://www.vox.com/policy-and-
politics/2017/11/2/16588964/america-epistemic-crisis.

Referencias

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Wason, P. C. (1966), Reasoning, en B. M. Foss (ed.), New Horizons in
Psychology: nº 1, Harmandsworth: Penguin, págs. 106–137.
Sobre una teoría del razonamiento
escrito por TC
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Fuente: EDGE
Traducción y comentarios de Fernando Peregrín

Hugo Mercier
Recientemente, como apertura de un Seminario Edge, “La nueva ciencia de la
moralidad”, Jonathan Haidt divagó sobre dos artículos recientemente publicados
en Behavioral and Brain Scieces que él creía eran “tan importantes que se deberían
estudiarse un resumen de ellos en todos los departamentos de psicología del país”
Uno de los artículos “¿Por qué razonan los humanos? Argumentos para una teoría
argumentativa” publicado en Behavioral and Brain Sciences, está firmado por Hugo
Mercier y Dan Sperber.
“El artículo,”dice Haidt, es una revisión de un puzle que ha quebrado la cabeza a
investigadores en psicología y cognición social durante mucho tiempo. El puzle es
¿por qué los humanos son tan sorprendentemente malos al razonar en algunos
contextos y tan asombrosamente buenos en otros?”
Razonar no se designó para buscar la verdad. Razonar se designó por evolución
para ayudarnos a ganar argumentos. Esta es la razón por la que el artículo se tituló
“La teoría de la argumentación”. Así, como se puede leer en él, “la evidencia
revisada aquí muestra no sólo que el razonamiento se queda corto para
proporcionar fiablemente creencias racionales y tomar decisiones racionales.
Incluso, en una variedad de casos, puede ser contrario a la racionalidad. Razonar
puede llevar a resultados pobres, no porque los humanos sean malos en ello, sino
porque sistemáticamente se esfuerzan en buscar argumentos que justifiquen sus
creencias o sus acciones. Esto explica la tendencia a la confirmación que motiva el
razonamiento y las elecciones hechas sobre la base de la razón, entre otras cosas”

“Ahora, los autores señalan que podemos y hacemos un reuso de nuestras


habilidades para el razonamiento. Estamos sentados aquí en una conferencia.
Estamos razonando juntos. Podemos reusar nuestro razonamiento argumentativo
para otro propósito. Pero incluso entonces, muestra la marca de su herencia.
Incluso entonces, nuestro proceso de pensar tiende hacia la confirmación de
nuestras ideas. La ciencia funciona muy bien como proceso social, cuando podemos
ponernos de acuerdo y encontrar los fallasen el razonamiento de unos y otros. No
podemos encontrar muy bien los problemas en nuestro razonamiento. Mas eso es
para lo que está la otra gente. Y juntos, esperamos que la verdad salga de este
proceso”.

Dan Sperber, un influyente científico social y cognitivo francés , está ampliamente


reconocido como uno de los más brillantes científicos cognitivos que escriben sobre
la razón, el lenguaje, la cultura y la evolución humana. Hugo Mercier, su ex
alumno, es un post-doc en la Universidad de Pénsil y coautor con Sperber de una
serie de artículos

Su teoría de la argumentación ya ha generado mucha expectación en la comunidad


académica. Reacciones – desde la acalorada repulsa a la aceptación entusiasta –
nunca ha sido indiferente. El artículo ha creado una tormenta de interés y
controversia y ha llamado la atención fuera de los círculos académicos. Saron
Begley (Newsweek) y Jonah Lehrer (Wired) son dos de los muchos periodistas que
han escrito artículos. Adicionalmente, muchos pensadores líderes han tomado
nota.
Gerd Gigerenzer encuentra esta visión del razonar de lo más provocativa como
“razonar no es acerca de la verdad sino acerca de convencer a otros cuando la
confianza sola no es bastante. Hacer eso puede parecer irracional, pero es un
hecho de la mejor inteligencia social” Steven Pinker nota que la teoría
argumentativa es original y provocativa, tiene un alto grado de apoyo y es
asombrosamente relevante en los asuntos contemporáneos, incluyendo el discurso
político, la educación superior, y la naturaleza de la razón y la racionalidad. Es muy
posible que tenga un gran impacto en nuestro entendimiento de nosotros mismos y
de los asuntos corrientes”

Y Jonathan Haidt dice que “el artículo es uno de mis favoritos ‘papers’ de los
últimos diez años. Creo que ellos [los autores] han resuelto uno de los puzzles más
importantes y largamente pendientes de resolver en psicología: ¿por qué somos tan
buenos para razonar en algunos casos, y tan sesgados sin remedio en otros? Una
vez que leí su artículo, vi la función argumentativa del razonar en todos los sitios,
particularmente en el razonamiento con gente con la que no estoy de acuerdo, pero
también ocasionalmente incluso conmigo mismo. Han tenido una idea muy
poderosa con muchas ramificaciones sociales y educacionales”

* * *

Este es el ‘abstract’ del artículo en cuestión:

Razonar se ve generalmente como un medio para mejorar el conocimiento y tomar


mejores decisiones. Sin embargo, mucha evidencia muestra que razonar a menudo
lleva a distorsiones epistémicas y a decisiones pobres. Esto sugiere que la función
del razonamiento debe repensarse de nuevo. Nuestra hipótesis es que la función del
razonamiento es argumentativa. Está para idear y evaluar argumentos destinados a
convencer. Concebido así, el razonar es adaptativo dada la excepcional
dependencia de los humanos en la comunicación y su vulnerabilidad de la mala
información. Un amplio rango de evidencia en la psicología del razonamiento y de
la toma de decisiones se puede reinterpretar y explicar mejor bajo la luz de esta
hipótesis. Pobres resultados en tareas del razonamiento estándar se explican en
función de la falta de un contexto argumentativo. Cuando los mismos problemas se
sitúan en una situación argumentativa adecuada, la gente resulta ser expertos
argumentadores. Los argumentadores expertos no buscan la verdad, sin embargo,
sino que buscan argumentos que apoyen sus puntos de vista. Esto explica la notoria
tendencia hacia la confirmación. Esta parcialidad es aparente no sólo cuando la
gente está razonando prácticamente desde la perspectiva de tener que defender sus
opiniones. El razonamiento así motivado puede distorsionar evaluaciones y
actitudes y permitir que persistan creencias erróneas. Usado proactivamente el
razonamiento también favorece las decisiones que son fáciles de justificar pero no
necesariamente mejor. En todas estas instancias tradicionalmente descritas como
fallos o defectos, razonar da exactamente lo que puede esperarse de un dispositivo
argumentativo. Buscar argumentos que apoyan una conclusión dada, y, ceteris
paribus, favorecen conclusiones para las que se pueden encontrar argumentos.
El enigma de la razón (reseña)
21 Jul, 2017 - Octavio Medina - @octavio_medina
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Este post es mitad reseña del libro The Enigma of Reason (de Hugo Mercier
y Dan Sperber), mitad notas al vuelo sobre la cooperación entre humanos.

A todos les sonará el caso del capitán Dreyfus. En una serie de escándalos
que polarizaron a Francia durante años (y dieron lugar al famoso J’accuse de
Zola), Alfred Dreyfus fue acusado –falsamente– de entregar secretos de
Estado a los alemanes, y acabó pasando 5 años encarcelado en la Guayana
Francesa, mientras el verdadero culpable era absuelto. Pero la historia tiene
otros personajes más desconocidos, de los cuales el más pintoresco es
Alphonse Bertillon, quizá el policía más famoso de la época.

Bertillon se hizo famoso a finales del siglo XIX por sus métodos para
identificar criminales. Algunas de sus técnicas –como la grafología– eran un
tanto cuestionables, pero también desarrolló inventos como la ficha policial
(mugshot) o compuestos para preservar huellas humanas.

Pero Bertillon perdió su reputación por el rol que jugó en el caso Dreyfus. La
prueba clave de la falsa acusación contra capitán era una carta dirigida al
agregado militar de la embajada alemana –y alertándole de que muy pronto
se le enviarían documentos clave–. Durante el juicio, la acusación le pidió a
Bertillon que probara la autoría de Dreyfus por análisis grafológico.
Evidentemente la carta no la había escrito Dreyfus, y las letras no se parecían
en absoluto.

Sin embargo eso no le impidió a Bertillon desarrollar una compleja teoría


según la cual Dreyfus habría falseado su propia letra para engañar a las
autoridades. Aun cuando se descubrió el autor de la carta –¡y este lo había
confesado!–, Bertillon siguió escribiendo páginas y páginas que alegaban
probar científicamente que Dreyfus era el culpable.
Esta anécdota que cuentan Mercier y Sperber en el libro ilustra su
argumento principal: la razón humana no tiene como función el mejorar
nuestra capacidad individual de tomar mejores decisiones mejores o llegar a
conclusiones correctas. El señor Bertillon, que empezó sin prejuicios fuertes
sobre el caso Dreyfus, acabó completamente obsesionado con probar que su
teoría inicial era la cierta. Y lo peor es que ni siquiera era por malicia. Todos
los documentos que publicó al respecto sugieren que se creía completamente
su propia historia.

A lo largo de la historia ha habido multitud de defensores de esta hipótesis


individualista de la razón, pero quizá Descartes fuera el más ardiente. Sin ir
más lejos, decía que todo lo que se podía aprender de los libros –al estar
compuesto de las opiniones de muchas personas diferentes–, no era “tan
cercano a la verdad (…) como el simple razonamiento que cualquier hombre
con sentido común puede producir.”

El problema es que esto hace agua por todas partes. Los humanos tenemos
multitud de sesgos que no facilitan sino que nos dificultan el poder llegar a
mejores creencias y mejores decisiones por nuestra cuenta. Quizá el que más
salte a la vista sea el sesgo confirmatorio. Los humanos buscamos hechos
que confirmen las hipótesis que teníamos a priori, algo que ha
sido replicado en multitud de contextos.* Curiosamente el sesgo de
confirmación es algo que se ve mucho menos en el resto del mundo animal.
Los osos polares, por ejemplo, son capaces de aleatorizar su comportamiento
ignorando su experiencia previa.

De la literatura sobre evolución cultural –algo sobre lo que he hablado en


otras ocasiones– sabemos que la explosión tecnológica y cultural de los seres
humanos fue posible en parte por nuestra capacidad para copiar sin más el
comportamiento de otros humanos (formando así lo que Henrich llama el
cerebro colectivo de una sociedad). Si una persona tuviera que inventar
personalmente todos los avances tecnológicos de la sociedad más primitiva
del planeta, le sería completamente imposible. El ejemplo más claro de lo
que ocurre cuando nos desconectan del cerebro colectivo es la historia de
Tasmania. Cuando el istmo que unía Tasmania con el continente australiano
desapareció, los habitantes de la isla perdieron avances como el fuego o la
pesca (!), sin que sus habilidades cognitivas individuales pudieran ayudarles.
Así que contra lo que dice Descartes, dependemos –y mucho– de la razón y
opiniones acumuladas del resto de miembros de nuestra especie.

Pero volvamos al libro. Si la teoría individualista de la razón no sirve, ¿con


qué la sustituimos? Mercier y Sperber proponen la teoría argumentativa de
la razón, que viene a decir que la función de la razón es justificarse a sí
mismo y persuadir a otros –a través de la producción y evaluación de
argumentos–. Su hipótesis parte de que no podemos entender el
razonamiento humano fuera de su contexto social. El genio solitario de
Descartes es una excepción, mientras que las discusiones –y peleas– con
otros miembros del grupo son la norma. Por lo tanto hay que analizar
nuestros sesgos y particularidades pensando en el papel que cumplen en un
diálogo o conversación.

Mercier y Sperber aportan varios argumentos. Primero, el sesgo de


confirmación, que tanto perjudica a la visión individualista de la razón,
cobra un rol justificatorio en la visión argumentativa de la razón. Para
empezar, no es que los humanos busquemos pruebas confirmatorias
en todo –de hecho nos atraen más los eventos poco habituales y las
sorpresas–, sino que buscamos defender nuestras propias ideas. Por eso
quizá tenga más sentido hablar del “myside” bias, o sesgo a favor de nuestra
posición. ¿Pero por qué existe? Porque en un contexto de diálogo y debate
sirve para defendernos y justificarnos de forma más efectiva.

El segundo argumento es que nuestra capacidad de razonamiento –


individual– es bastante pobre. Cuando alguien nos pide que expliquemos por
qué apoyamos la política X, nos cuesta hilar argumentos sólidos. A menudo
nos contentamos con la primera razón que se nos ocurre. En cambio cuando
nos preguntan sobre los argumentos de otros –sobre todo con los que no
estamos de acuerdo–, en seguida producimos un torrente de argumentos
mucho más sofisticados. Es decir, hay una asimetría entre el control de
calidad que le hacemos a nuestras propias ideas –somos vagos– y a las ideas
del resto –somos exigentes–. Lo podéis ver en la columna derecha de esta
tabla:

Para
explicar este toma y daca entre producción y evaluación de ideas los autores
tienen un argumento muy interesante. La idea es que ser malos productores
y buenos evaluadores de ideas responde a una división racional del trabajo –
intelectual–. Si nos pusiéramos a pensar en todos los inconvenientes de cada
idea que se nos ocurre, nunca tendríamos ideas. Nos es imposible predecir
cuál de los innumerables pros y contras va a resultar clave. Por eso es mejor
compartir el esfuerzo mental con personas que tienen información que tú no
tienes. El coste cognitivo para nosotros es mucho menor si externalizamos la
evaluación de nuestros argumentos a otras personas (porque además, lo
haremos de forma más imparcial; ver columna izquierda de la tabla).**

__

Razón, cooperación y bienes públicos

Mercier y Sperber también sugieren que la razón –el pensar en los motivos
por los que hacemos algo– nos hace decantarnos por decisiones que son más
fáciles de justificar ante el resto. Como ejemplo, si nos dan a elegir entre
varios móviles, elegiremos móviles más caros y con más opciones si nos
piden que justifiquemos nuestra elección (a pesar de que nuestra intuición
nos pedía un móvil más sencillo). El motivo es que tener un smartphone
complejo nos aporta un beneficio reputacional –al ser percibidos como
alguien que sabe de tecnología– a cambio de pagar un coste individual.

Lo cual me lleva a la cooperación, que puede ser un beneficio colateral de la


teoría argumentativa de Mercier y Sperber.

El cómo los humanos conseguimos cooperar, superar el problema de la


acción colectiva y construir instituciones complejas es quizá la pregunta más
interesante de las ciencias sociales. Prácticamente todas las disciplinas le
han dedicado páginas y páginas, incluyendo a antropólogos (y biólogos)
como Boyd y Richerson o Henrich, economistas como Douglass
North y Mancur Olson, y politólogos como Fukuyama o Putnam.

El ejemplo clásico del problema es el dilema del prisionero, donde el


equilibrio de Nash es que ambos jugadores no cooperen y acaben con
sentencias peores de las que hubieran obtenido de haber cooperado.
Pero Schelling ya sugirió que en juegos repetidos podría ser factible la
cooperación, y que de hecho en la vida real ocurría bastante a menudo. Esto
se ha replicado muchas veces en experimentos. En el dilema del prisionero
los humanos cooperamos a niveles superiores de lo que predice la teoría (que
es 0 cooperación), aunque por debajo de lo que sería óptimo. Sin embargo,
en otros juegos como el del bien público –básicamente un experimento en
que cada jugador elige cuánto contribuir a un bote conjunto que al final se
reparte entre todos– la cooperación se desvanece a medida que van pasando
los turnos. Los que contribuyen al bote ven que hay gorrones que no
contribuyen y se cansan.

Pero hay formas de evitar que esto ocurra. Una de ellas son las sanciones o
castigos.

Como cuenta Pseudoerasmus, la cooperación entre humanos se sostiene


entre otras cosas por el “strong reciprocity”, o castigo altruista. A los
humanos nos encanta castigar a los que se están comportando de forma anti-
social –algo de lo que ya habléen su día también–. Pero lo relevante es que
también estamos dispuestos a castigar a gente por comportamientos que no
nos afecte directamente –por ejemplo, si alguien tira algo al suelo en el
metro, o alguien está impidiendo el paso de otras personas en las escaleras
mecánicas–. Y efectivamente, cuando introducimos mecanismos de sanción
en un juego del bien público las contribuciones aumentan y se sostienen (ver
gráfica).

Pero –y aquí vuelvo al libro de Mercier y Sperber– también hay otros


mecanismos. Por ejemplo, la comunicación cumple un papel muy
importante en la creación de equilibrios cooperativos. La ausencia de
comunicación aumenta la desconfianza y reduce la probabilidad de que
decidamos cooperar. En cambio, si creamos un experimento en el que
nuestros jugadores pueden interactuar y comunicarse, la cooperación a
menudo se sostiene, aun cuando no tenemos acceso a mecanismos de
sanciones para gorrones. Pero no toda comunicación es igual. La
comunicación presencial tiene un efecto lubricante muy superior a la
comunicación electrónica, por ejemplo.

Otro mecanismo es la reputación, o la imagen que tiene el resto de jugadores


de ti. Si dejamos que la gente haga sorting, es decir, que se separe,
se observa los cooperadores tienden a migrar a su propio grupo o a expulsar
a los free riders hasta que acaban formando un grupo homogéneo con altos
niveles de contribución al bien público. Como regla general, la composición
del grupo importa mucho. Un grupo que sabe que está compuesto de
cooperadores mantendrá niveles altos de cooperación sin necesidad de
recurrir al castigo.

Si tanto la reputación como la comunicación entre jugadores permite


alcanzar niveles de cooperación y sostenimiento de bienes públicos
superiores, entonces la visión argumentativa de la razón de Mercier y
Sperber empieza a cobrar bastante sentido. Cada vez que elegimos no revelar
nuestras preferencias (con el coste que eso conlleva) para quedar bien ante el
resto –por ejemplo, mentir sobre las películas, libros o incluso hábitos
sexuales que nos gustan pero pueden ser minoritarios– estamos mejorando
nuestra reputación. Y quién sabe, quizá también estemos aumentando la
probabilidad de llegar a un equilibrio cooperativo a nivel grupal.***

____

*: Abro paréntesis para decir que los sesgos no son malos per se. Con el auge
de la economía conductual ha habido cierta tendencia a asumir que los
sesgos son errores que siempre hay que subsanar (¡gracias Guido por los
links a Gigerenzer!). Lo cierto es que los sesgos existen porque son útiles –
aunque eso da para otra entrada–. En uno de los experimentos sobre sesgos
y heurísticos más famosos, se les pregunta a los entrevistados que respondan
si Nueva York o Roma están más al norte. La mayoría de entrevistados
responde que Nueva York, porque usan un heurístico que asocia la
temperatura con la latitud en el hemisferio norte. El caso es que Nueva York
está más al sur de Roma, y siempre se usa como ejemplo de sesgo. Pero en la
gran mayoría de los casos el heurístico funciona muy bien –¿qué ciudad está
más al sur, Barcelona o Berlín?–. Cierro paréntesis.

**: Por eso, dicen los autores, el brainstorming no funciona. El valor añadido
de un grupo es refinar y criticar ideas, no producir miles de ellas sin que
apenas haya reacción.
***: Queda el tema de cómo encajamos el famoso “myside” bias –o sesgo a
favor de nuestras ideas– y el hecho de que somos mucho más críticos con las
opiniones del resto. Quizá sea una forma de combinar un mecanismo de i)
control de calidad de las ideas –yo no voy a criticar mis propias ideas, pero
da igual porque vivo en grupo y otros se encargarán de criticarlas igual– y ii)
proteger nuestra reputación –una vez más, quedar bien–. Al fin y al cabo el
sesgo a favor de nuestros propios prejuicios facilita el justificarnos ante el
resto.

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