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Tal vez sea también oportuno tratar de deshacer cierto malentendido que
los párrafos precedentes o el texto en su conjunto pudieran provocar. El
recomendar una lectura seria y reflexionante de los textos platónicos —
o, ya puestos, de la obra de cualquier otro de los seis o siete pensadores que
merecen tal nombre—, procurando evitar en lo posible la fea costumbre de
considerarlos como un rosario de opiniones subjetivas más o menos respetables
que sirvan para reafirmar y confirmar nuestras tres o cuatro chorradas más
queridas, pretende responder únicamente al inocente e improductivo propósito de
sugerir una posible a la par que pacífica alternativa para matar el aburrimiento y
pasar un rato intelectualmente entretenido. En ningún momento se ha intentado
esbozar o entresacar una doctrina de Platón sobre lo humano y lo divino, o
destacar lo que de actual y asimilable pueda haber en sus obras. Más aún, ni
siquiera se ha supuesto que el pensamiento de Platón sea indispensable o
simplemente eficaz para comprender nuestra “manera de pensar”, por la sencilla
razón de que se duda muy mucho de que nosotros podamos tener una manera de
pensar propia, tomando aquí el término “pensar” en su sentido más genuino y
radical. Lo que se propone es algo así como un intento de reproducir
esquemáticamente los movimientos de unas partidas magistrales de estrategia
dialéctica en las que por razones hasta cierto punto obvias jamás podríamos
participar como jugadores.