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El propósito de este sitio no es el de proporcionar un resumen

simplificado y manejable de algunos diálogos de Platón, prescindiendo


de su exuberante belleza literaria para exponer lo “puramente filosófico”
de los mismos. A decir verdad, la intención primaria ha sido precisamente la
opuesta: tratar de mostrar que es imposible entender el pensamiento de Platón
dejando de lado la forma dialogante y poética en la que su autor decidió
transmitirlo. Así pues, más que exponer un resumen doctrinal, lo que se ha
pretendido es seguir atentamente el hilo de los diálogos a fin de destacar la
indisoluble unidad de su fondo con su forma, alentando así su lectura como
diálogos, no sólo como textos dogmatizantes adornados caprichosamente con
literatura.

El hecho de haber incluido algún fragmento de Píndaro al inicio de cada


resumen no obedece en modo alguno a un afán erudito o decorativo,
más bien es un intento de señalar hacia ese saber de lo bueno (o sea: de
lo bello, de lo justo) al que Platón se refiere frecuentemente en sus obras y que,
pese al contumaz empeño de muchos traductores, poco tiene que ver con la
ciencia o con las doctrinas del bien estar y del buen pacer a las que se
acostumbra llamar “éticas” o “morales“. Ciertamente, Platón concibe la tarea del
filósofo (entiéndase: la del amigo del saber ser, no la del profesional de la
filosofía) como relación con el bien o la belleza o la justicia, pero tal relación es
concebida y asumida por Platón como un prestar atención a la lucidez que se
manifiesta en el decir magistral y relevante, o sea, en el decir poético, no como
una indagación sobre las técnicas de pastoreo de los rebaños humanos o como un
examen acerca de lo que ha de ser el conocimiento positivo y útil.
Consecuentemente, el ser bueno, tal como lo entendía Platón, no consiste en un
acomodarse al decir del sacerdote, del científico, del estudioso de la virtud o del
mandamás del caso, sino en un escuchar y ajustarse al decir de los poetas, “pues
ellos son para nosotros como padres y guías del saber” (Lisis, 214 a).

Tal vez sea también oportuno tratar de deshacer cierto malentendido que
los párrafos precedentes o el texto en su conjunto pudieran provocar. El
recomendar una lectura seria y reflexionante de los textos platónicos —
o, ya puestos, de la obra de cualquier otro de los seis o siete pensadores que
merecen tal nombre—, procurando evitar en lo posible la fea costumbre de
considerarlos como un rosario de opiniones subjetivas más o menos respetables
que sirvan para reafirmar y confirmar nuestras tres o cuatro chorradas más
queridas, pretende responder únicamente al inocente e improductivo propósito de
sugerir una posible a la par que pacífica alternativa para matar el aburrimiento y
pasar un rato intelectualmente entretenido. En ningún momento se ha intentado
esbozar o entresacar una doctrina de Platón sobre lo humano y lo divino, o
destacar lo que de actual y asimilable pueda haber en sus obras. Más aún, ni
siquiera se ha supuesto que el pensamiento de Platón sea indispensable o
simplemente eficaz para comprender nuestra “manera de pensar”, por la sencilla
razón de que se duda muy mucho de que nosotros podamos tener una manera de
pensar propia, tomando aquí el término “pensar” en su sentido más genuino y
radical. Lo que se propone es algo así como un intento de reproducir
esquemáticamente los movimientos de unas partidas magistrales de estrategia
dialéctica en las que por razones hasta cierto punto obvias jamás podríamos
participar como jugadores.

Finalmente, la sugerencia de preocuparse por precisar y asumir el


sentido de ciertas palabras en otro tiempo calificadas de “sublimes” y
actualmente tachadas de “vacías e insignificantes” e incluso de “mal
gusto”, no es en modo alguno síntoma de una latente e ingenua exhortación a la
virtud a través de la recuperación de las “nobles y puras virtudes de antaño”. Por
el contrario, se parte del supuesto de que lo que verdaderamente nos corresponde
como hombres tardomodernos no consiste ni en reducir nuestros mediocres
vicios, ni menos aún en pasar heroicamente del vicio a la virtud, sino antes bien
en cultivar más a fondo las “virtudes” que nos son propias...ser más de lo mismo:
más calculables, más manipulables y más mansos de lo que felizmente ya somos.

Decía nuestro abuelito Kant que “si perece la justicia, carece ya de


valor que vivan hombres sobre la tierra”. Pues bien, quizá no esté de
más reconocer que es muy posible que en los albores de este siglo XXI
el obrar justo tal vez consista, aunque suene a paradoja, en dejar que carezca por
completo de valor el que un tipejo de hombre como el que nosotros
representamos con tanta desfachatez continúe pululando sobre el planeta. En
definitiva, probablemente también acertó Platón cuando declaraba que la
filosofía, el juego de ponerlo todo patas arriba, es a fin de cuentas el juego de
aprender a estar muerto.
Dialéctica de la barbarización: cuando se olvidan las ideas, irrumpen las ideologías; cuando
las ideologías se desgastan, emergen los ideales; cuando los ideales se esfuman...llegó la
hora interminable de la idolatría...del oro, del madero, del balón, del alucinado, del
sinvergüenza, del listillo...

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