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Claudia Gilman. “La situación del escritor latinoamericano: la voluntad de politización” en AA.VV.

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Cultura y política en los años '60, Buenos Aires, Instituto de Investigación Gino Germani, Facultad de
Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1997, pp. 171-186. ISBN 950-29-0375-7.

“La situación del escritor latinoamericano: la voluntad de


politización”
Claudia Gilman

Estas reflexiones proceden de un trabajo de investigación más


amplio sobre las relaciones entre literatura y política y sobre cómo ellas
inciden en la institucionalización de la literatura en América Latina, en el
período que comienza en los años sesenta pero que excede cronológica
y conceptualmente la década.
Se trata de un lapso de tiempo relativamente breve, de un enfoque
en la "cortísima duración", que determina por eso, la necesidad de una
lupa potente para tratar de pensar si es posible una periodización
sustantiva de ese bloque temporal, si se puede dar cuenta en él de hitos
o mojones en los que la unión de coyunturas, programas estéticos y
prácticas intelectuales modificó los parámetros institucionales y los
modos de leer y producir literatura. Puesto que ese es el objetivo, se
torna inevitable la impresión de vaivén, en nuestra argumentación,
entre la constelación de problemas, ideas, posiciones, prácticas y
acontecimientos que condensan lo propio del clima del "sesenta" y el
inmediatamente posterior de los "setenta".
Por supuesto, no se busca aislar arbitrariamente o con mero
fundamento en la cronología ese espesor de lo real, sino ante todo,
plantear la cuestión como una inextricable composición de
discontinuidades, rupturas y permanencias.
La dificultad mayor reside en el lenguaje mismo: la palabra puede
permanecer intacta, pero su campo semántico ampliarse o reducirse,
contaminarse, designar muy diversamente. Así, cuando se habla de
"vanguardia" o de "revolución" (me refiero a los discursos del período)
es preciso establecer en qué medida las palabras y los conceptos que
éstas designan se escurren, migran y refieren según un cruce indefinible
entre un instante histórico y unos enunciadores.
La piedra de toque de esta historia fue la "revolución", la realidad
de la revolución, el concepto de revolución y los atributos de la
revolución como garantía necesaria de legitimidad de los escritores,
los críticos, las obras, las ideas y los comportamientos.
Las décadas que estudiamos se caracterizaron por movilizar una
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Claudia Gilman. “La situación del escritor latinoamericano: la voluntad de politización” en AA.VV.,
Cultura y política en los años '60, Buenos Aires, Instituto de Investigación Gino Germani, Facultad de
Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1997, pp. 171-186. ISBN 950-29-0375-7.

fuerte voluntad normativa, tan disciplinante, que de la rigidez de este


rasgo derivó el posterior fracaso para elaborar un programa estético-
ideológico satisfactorio para los propios involucrados en esta operación.
Los debates, comentarios, recensiones, polémicas y pronunciamientos
dieron pie a una búsqueda (a veces bizantina) de contenidos
consensuados para definir la unión perfecta (revolucionaria) de
literatura y política y actuar en consecuencia.
La voluntad de politización del arte se expresó de un modo al
mismo tiempo notativo y programático que conoció modificaciones
importantes en un tiempo relativamente breve, fue sensiblemente
reactiva a las transformaciones de la coyuntura, obedeció a lógicas
mixtas, específicamente culturales y específicamente políticas (que
entraron también en competencia), se mostró permeables a sutiles
deslices de matiz, reflejó la viva lucha de intereses en juego, de
relaciones de fuerza entre agentes en competencia por la distribución
del capital cultural y fue definiendo alineamientos, discursos y prácticas.
La bibliografía que se consagra al estudio de esas décadas acuñó la
hipótesis de que entonces "todo era política". Pero más adecuado sería
afirmar que la gramática característica de los discursos fue antes
excluyente que acumulativa. El proceso dio como resultado afirmaciones
del tipo "nada es (suficientemente digno de ser considerado) política,
excepto...."
Los puntos suspensivos fueron expresando posiciones cada vez
más antagónicas dentro de un campo intelectual constituido, en el punto
de partida, por un amplio consenso, descartando acuerdos provisorios
(cada vez más efímeros) y ganando violencia polémica.
Estos años particularmente esforzados en conciliar las exigencias
de la modernidad, la acción y la extensión de la justicia definieron el
campo de la notación como un espacio notablemente enconado. Por
eso, en lo que sigue, se pretende dar cuenta de un proceso más que de
una progresión ordenada de acontecimientos e ideas sobre el escritor,
su obra, el mundo de los pares y las relaciones con el poder y la
sociedad.

1. ¿POR QUÉ AMÉRICA LATINA? O LA PERTINENCIA DE LA


AMPLIACIÓN DEL MARCO NACIONAL.

Si bien es cierto que la entidad América Latina es, en términos de


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homogeneidad cultural, más un horizonte problemático que un "dato de


la realidad", no es menos cierto que en el período a estudiar, se
configura, tal vez con la misma fuerza e igual voluntarismo que durante
el período modernista, una "idea" (o la necesidad de una idea) de
América Latina, en cuya conformación colaboraron también ciertas
coyunturas de orden histórico político, matrices ideológicas y el peso de
ciertas instituciones, de funcionamiento azaroso, como por ejemplo, el
mercado. La fundación deliberada de un nuevo marco de relevancia
geopolítica se tradujo en la referencia continental como espacio de
pertenencia de los intelectuales latinoamericanos. Este
latinoamericanismo se insertaba, además, dentro de una solidaridad
tercermundista. Ese recorte del mundo de pertenencia buscó reunir, en
la cultura y en la política, en un concepto que superaba las fronteras
nacionales, al conjunto de los "condenados de la tierra", según la
fórmula que Frantz Fanon hizo célebre por entonces. Se trató entonces
de detectar y aislar las contribuciones progresivas que el campo
intelectual fue realizando en la construcción conceptual de una
literatura "nueva" en un mundo "nuevo", nociones ambas de sedimento
confuso y referencia borrosa, que fueron características de esos años.
La difusión regular, periódica y voluntaria del estado de la
literatura latinoamericana a través de los aportes de los diferentes
autores, año tras año, fue una tarea motorizada por prácticamente
todas las publicaciones político-culturales del período. El patrimonio
común surgía como producto de una acumulación colectiva que provenía
de los rincones más apartados del continente. Esta ampliación de "lo
nuestro" no implicó, sin embargo, una denegación palmaria de los
componentes nacionalistas, sino que procuró superarlos, en el plano
cultural.
Una investigación que desborde los puntos de vista nacionales
permite constatar las similitudes y simultaneidades de ciertas
aparentes singularidades históricas e ideológicas en el proceso de
discusión y elaboración de una cultura latinoamericana de izquierda.
Establecer, quizás, en el transcurso del tiempo, ciego e insensible al
sentido, los perfiles de una "época". En primer lugar, porque el período
que se inicia en los sesenta tuvo una fuerte impronta internacionalista y
un interés por los asuntos públicos que desbordó los horizontes
nacionales. En segundo lugar, porque el trabajo desde las perspectivas
nacionales dificulta la evaluación del impacto que en el proceso de
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reinstitucionalización de la literatura y en la nueva paideia de los


intelectuales latinoamericanos tuvo la revolución cubana (y sus
diferentes avatares) a lo largo de aproximadamente quince años. La
relación de los intelectuales cubanos en particular y latinoamericanos en
general con el Estado Cubano definió cambios importantes en las
colocaciones respecto de las cuestiones centrales que se discutieron en
el período, como por ejemplo la función de la literatura y de la
experimentación artística, el rol del escritor frente a la sociedad, los
criterios normativos del arte y la relación entre los intelectuales y el
poder.
Aun cuando muchas de estas cuestiones se originaron como
respuesta a la coyuntura específica y en el marco puntual de la política
cubana, su particularidad fue que se extendieron hasta tornarse una
problemática general para los intelectuales latinoamericanos, hasta el
punto de generar recortes y solidaridades específicos. Este tipo de
fenómenos de reterritorialización conceptual, en su desmentida o
indiferencia respecto del peso de las coyunturas históricas singulares o
parciales configuran precisamente una época, un mapa más temporal
que espacial.

2. DE ESCRITOR A INTELECTUAL.

Los años sesenta y setenta fueron testigos de una notable


participación de los escritores en la esfera pública, probablemente
porque se intentaba una reinstitucionalización radical de sus prácticas
con el propósito de que produjeran o acompañaran (la disyunción es
crucial y fuente de posicionamientos que resultaron significativos para el
pensamiento político y estético) transformaciones sociales profundas en
que la acción cultural requirió una alta dosis de voluntad y explicitación.
La hegemonía de las posiciones progresistas y la confianza en la
ineluctabilidad del advenimiento de la revolución social, económica y
política definió una estructura de sentimientos que contó con un amplio
consenso social.
Por eso, para abordar la particularidad de las décadas de los
sesenta y los setenta se requiere primero explicitar por qué escritor e
intelectual pueden pensarse como una equivalencia y luego, elaborar
una hipótesis sobre el tipo de correas de transmisión que son los
intelectuales, una descripción histórica y fundamentada sobre la
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circulación de la palabra y una constatación del interés que estas ideas


han podido despertar y la forma en que se materializan en todo lo que
concierne la producción y lectura de los objetos culturales. Y esto, tanto
a partir de la perspectiva que elaboraron los escritores sobre ellos
mismos y sus pares como desde el punto de vista de otros actores cuya
opinión, apoyo o rechazo dio forma al imaginario social sobre la
importancia política del arte y los artistas.
Las décadas a que nos referimos vieron la conformación de un
verdadero bloque intelectual progresista, de carácter internacional, con
canales de circulación firmemente establecidos y un mapa temático y
geográfico con fronteras ampliadas. Una repasada a los consejos de
redacción de diversas publicaciones culturales, incluso aquellas que han
polemizado entre sí, permite comprender la magnitud y extensión de
este bloque y detectar la autoridad de algunas figuras relevantes que
integran simultáneamente los comités de colaboración de muchos de los
órganos de mayor circulación continental. Los escritores encontraron un
poderoso eco de resonancia para sus discursos y al mismo tiempo se
sintieron requeridos a pronunciarse y a tomar posiciones sobre los
asuntos contemporáneos.
Se trata, además, de un campo intelectual caracterizado por el
inicio de una trama de relaciones personales entre escritores y
críticos del continente, trama lo suficientemente poderosa como para
producir efectos tanto sobre las modalidades de la crítica profesional
como sobre las alianzas y divergencias. Nuevas solidaridades y rechazos
fundados además, en una posición donde la lógica de la amistad o de la
intimidad se complementan con el crecimiento de la importancia
institucional de la figura del escritor.
La frecuencia de los encuentros en innumerables coloquios,
congresos, jornadas y conferencias permite comprender la importancia
que se dio a la discusión y a la posibilidad de alcanzar consensos
masivos. De allí la proliferación de discursos de difusión pública en
donde se propalaron las principales posiciones de los artistas, al mismo
tiempo que facilitaban la circulación de su trabajo artístico.
La revista político-cultural fue el soporte material de una
circulación privilegiada de nombres propios e ideas compartidas.
También el escenario de las principales polémicas que fueron
violentándose según pasaron los años y cuyo centro de divergencia
principal fue la colocación respecto de la revolución cubana a partir de
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Claudia Gilman. “La situación del escritor latinoamericano: la voluntad de politización” en AA.VV.,
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1968 y con un hito principal en 1971, con el estallido del caso Padilla. Al
menos, esos episodios puntuales pueden verse como el síntoma de un
proceso en el que variaban los criterios de la legitimidad y el prestigio
intelectual.
Una doble constatación que abre el período parece al menos
paradójica: por un lado, la asunción de que los intelectuales están
llamados a constituirse en portavoces de una vaga pero extendida
urgencia de transformación social; por otro, la aceptación de que los
productos artísticos del continente, por su circulación errática y
restringida, no alcanzan a constituir una verdadera cultura
latinoamericana moderna. Es el caso de la literatura, numerosos
trabajos críticos ponen de relieve la importancia de subsanar la falta de
conocimiento recíproco y los escasos canales de comunicación
intercontinentales.
En general, las revistas pretenden constituirse en el vehículo
fundamental de la difusión de los textos latinoamericanos
contemporáneos. La actividad de "puesta al día" y actualización del
estado de la producción literaria continental fue una preocupación
constante. A través de dossiers dedicados a autores y a países del
continente, de reseñas bibliográficas escritas prácticamente al momento
de la aparición de las obras, de entrevistas y menciones, de la creación
de nuevos premios literarios, los mecanismos de consagración buscaron
una renovación del canon latinoamericano entre los autores del
momento.
Dos deseos realizados en los sesenta intervinieron en conjunción
para problematizar, con el tiempo, algunas certezas compartidas: la
revolución cubana y la aparición de un incipiente mercado editorial
nacional y latinoamericano.
Para analizar el impacto que la primera tuvo sobre los
intelectuales, es preciso retener el hecho de que la existencia de un
estado revolucionario ideal desarmaba una fuerte tradición que esgrimía
para el arte el valor principal de la negatividad, a la cual correspondería
la extendida definición del intelectual como conciencia crítica de la
sociedad. El Estado era el Otro natural del escritor. De este estado de
cosas derivan las declaraciones de Vargas Llosa en el sentido de que el
escritor es un permanente hors la loi, y toda la línea que plantea el
carácter intrínsecamente subversivo de la literatura.
La revolución cubana fue un punto de inflexión definitivo en la
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medida en que exigía de los intelectuales posiciones afirmativas y leía


sus colocaciones en términos de lealtad o deslealtad a la revolución.
Cuba hirió de muerte la idea del intelectual como conciencia crítica de
la sociedad y propuso un nuevo modelo, el intelectual de Estado. De
todos modos, las consecuencias de esta ruptura de paradigma no fueron
inmediatamente evidentes.
La segunda aspiración concretada fue el encuentro de los
escritores con un público, que se hizo visible en el nacimiento de un
mercado editorial. El fenómeno editorial que se dio por esos años y la
aceptación que encontraron las obras latinoamericanas entre el público
comenzó a modificar el panorama desde el punto de vista tanto de los
autores como de la crítica. Una vez que se comprobó
satisfactoriamente que el primer paso de la comunicación estaba dado,
de la cuestión planteada originalmente como un problema de público se
pasó a la necesidad de pensar la instancia que en cierta forma lo
controlaba y que lo hacía además siguiendo una lógica propia: el
mercado. La manera en que las obras se aproximan a los lectores está
lejos de ser transparente y más aun de regirse por el mero voluntarismo
de sus productores. La existencia de un mercado reorganiza el espacio
de los autores con una dinámica propia, una de cuyas consecuencias es,
casi siempre, el enfrentamiento.
Revolución y público, que desde ángulos diversos convergían, a
comienzos de la década del sesenta, en un mismo programa de acción
se retransformarían conceptualmente para encarnar lógicas
absolutamente divergentes, lealtades encontradas y por lo tanto,
posiciones determinadas por la legitimidad de una u otra sanción.
La aparición, en 1967, del máximo best seller latinoamericano,
marca un hito, que en realidad es el principio del fin, la inauguración y
el colapso de las posibilidades de consagración en el mercado de los
autores del continente. Cien años de soledad es la primera "gran novela
esperada", promocionada y anticipada.
En adelante García Márquez (y algunos otros escritores) hablarán
un nuevo lenguaje en cuyo léxico relumbran y reinciden palabras como
"tiraje", "traducciones", "derechos de autor", "representantes" y lo
harán en una nueva posición que incluye frecuentes consejos de los
consagrados a los autores más nuevos.
En realidad, este dato proveniente del universo editorial puede
ponerse provechosamente en relación con el sacudimiento general que
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provocó la muerte en acción de Ernesto Guevara y el agotamiento de


buena parte de las guerrillas latinoamericanas sustentadas en la teoría
foquista, porque esa armazón compuesta de series heterogéneas
trabajó las posiciones de los escritores y participó de las rajaduras en su
consenso. Un poco más tarde apenas, los comienzos del bestsellerismo
como ideología editorial y la visibilidad pública que el mercado confería a
los escritores por él consagrados, (independiente de la legitimidad
ideológica con que el campo intelectual los favorecía) provocaron
turbulencias en cuanto a la definición de los modos en que se realizaban
literariamente las aspiraciones progresistas.
Las colocaciones resultantes de este proceso tuvieron importancia
en la conformación del campo intelectual. La frontera que separó a los
escritores consagrados de los no consagrados sirvió para demarcar
claras diferencias entre posiciones ideológicas entre ellos. También
porque el poder de ese mercado para convertir al escritor en una figura
de prestigio público fue tan importante como breve su duración para
incorporar nuevos nombres a la grilla de los consagrados.
Ya en los setenta, las fuerzas de las multinacionales del libro
agotaron las posibilidades de las editoras nacionales y si bien Papillon no
desbancó al exitoso colombiano sí obturó el camino de los más nuevos.
Esta nueva constelación justifica la relectura, en clave acusadora,
dentro del campo intelectual mismo, del llamado boom latinoamericano
y explica las polémicas que enfrentaron a los que quedaron fuera de
aquel lugar privilegiado.
Por las características del período, las posiciones dentro del campo
intelectual fueron dobladas o traducidas en términos más ideológicos
que estéticos. Una cuestión crucial como la de libertad de crítica y
creación, reivindicada por los consagrados pasó a ser considerada la
muestra cabal de la ideología del escritor descomprometido, defensor de
sus prerrogativas individuales y burguesas frente a las urgencias
planteadas por la revolución social.
Por su parte, los consagrados, tendieron a pensar su lugar en el
mercado en términos de legitimidad político-social. Defender la sanción
del mercado como la aprobación plebiscitaria de la sociedad frente a sus
obras también fue también una manera de discutir la hegemonía dentro
de los escritores de izquierda, de los lineamientos de la política cultural
de la revolución cubana, en donde el Estado reemplazaba al mercado,
incluido el literario.
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La radicalización del progresismo consistió en aceptar la


determinación de los valores de la política por sobre los de la literatura.
Ese sería el ademán fundamental de los intelectuales considerados
revolucionarios. El desplazamiento del énfasis valorativo es nuevo.
Si se rastrean los discursos de comienzos de la década, se verifica
cabalmente este proceso. En los primeros planteos sobre la cuestión de
los vínculos deseables entre la literatura y la política, la palabra
"política" aludía a las formas desgastadas de las prácticas tradicionales,
de una democracia cuyo "formalismo" insuficiente encubría los viejos
enjuagues de siempre y seguía favoreciendo a las mismas castas y
sectores. Inicialmente, en particular en los años cincuenta, los escritores
pensaron despectivamente la relación con lo político, en términos de
sumisión o connivencia respecto de un poder que excluía, al mismo
tiempo, a los artistas y a las mayorías.
Hasta que la idea de revolución cubriera de lleno el contenido del
concepto política, éste siguió siendo considerado un más un lastre que
un ideal para la cultura (o al menos, un ideal definitivo).
La voluntad de politización, entonces, se planteaba como una
necesidad, pero afirmando que en aras de esa necesidad, la literatura
corría con el gasto de "sacrificar" su calidad (entendiendo por calidad
una inteligibilidad limitada a las elites del gusto). Lo político en la
literatura era entonces una concesión necesaria y coyuntural, un algo
exterior que la literatura debía incluir dentro de sus preocupaciones
para asumir un rol que no era el suyo. La política "destiñendo" entonces
sobre el arte, la política como un mal necesario, simplemente porque la
ausencia de libertades públicas o la injusticia social convertían todo en
política a su pesar, incluso a la literatura.
La voluntad de politización del arte implicó, cada vez más, la
necesidad de encontrarle (so pena de formular su superfluidad e
inanidad) una funcionalidad que cada vez más perentoria, revelara un
carácter inmediato y práctico. Es esta búsqueda la que transforma al
escritor en intelectual. Su único espacio valioso es lo público, al que él
agrega su imaginación privada sólo marginalmente, aunque en los
hechos, la práctica del escritor continúa siendo la literatura.
La paradoja de una especificidad así formulada es que lo estético
puede ser pensado como político, pero pierde la legitimidad de su plus,
de lo que en la literatura no es del orden de lo político.
Los discursos orientados en esta dirección se revelan tributarios de
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como una retórica de época más que de un programa para la práctica


artística. Y además, si de ellos se deduce algún criterio normativo, éste
regirá para el intelectual como individuo antes que para el arte en sí
mismo. Las tareas educativas, la acción social, el trabajo en las villas, la
alfabetización, la participación cada vez mayor en foros de debate sobre
cuestiones de interés colectivo y el apoyo (con diversos grados) a las
luchas de liberación forman parte del perfil del escritor "revolucionario",
pero en términos de definición, poco estipulan al programa de sus
literaturas.

3. EL ANTIINTELECTUALISMO: UN EJE PARA LA PERIODIZACION.


Se puede decir que los años setenta se inician en el momento
conceptual en que se inscribe la noción de "el intelectual como
problema", para los propios intelectuales, a raíz de la imposible
convivencia de dos figuras, la del intelectual como "conciencia crítica de
la sociedad", defendida en general por los escritores consagrados y la
del "intelectual revolucionario", propuesta por quienes se ratificaron (a
fines de los sesenta y principios de los setenta: entre el final de la
primavera de Praga y los sucesos conocidos como "el caso Padilla") su
alianza con la revolución cubana y preconizaron la acción política stricto
sensu por sobre las prácticas artística.
Buena parte de los intelectuales de izquierda latinoamericanos
contribuyeron a elaborar las bases teóricas de su autodenigración y a
abominar, en términos políticos, de su propia condición, distanciándose,
en esta operación, de otra fracción de la izquierda intelectual, que
continuó afirmando la legitimidad ideológica de su práctica. El
antiintelectualismo, con todo, revela su hegemonía como estructura de
sentimientos del campo intelectual en el hecho de que aún esta última
fracción se mostró porosa respecto de los argumentos y condiciones por
los cuales otros intelectuales consideraron necesario desconfiar de sí
mismos. El antiintelectualismo puede definirse como un conjunto de
tópicos que tienden a destacar el carácter de posesión que implica
toda competencia cultural y a disminuir la importancia política de la
práctica simbólica.
¿Cómo ocurrió? ¿Qué favoreció esta autodenigración? La figura del
productor artístico/ intelectual, comenzaba a requerir una nueva
definición de perfil. Una vez que política y revolución fueron términos
intercambiables, la voluntad de politización cultural exigía volver a
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identificar con nueva urgencia el cumplimiento de los actos y deberes


que caracterizaban al auténtico intelectual revolucionario. Así encarada,
la cuestión se desplaza de la obra al hombre, del compromiso en la
literatura al compromiso del autor. Si la literatura revela sus límites
para actuar en el plano práctico, el problema de la funcionalidad recae
sobre el escritor. Se vuelve imprescindible encontrar una fórmula que
equilibre el binomio literatura/acción.
En parte porque la legitimidad excluyente de la acción directa, que
contó con un amplio consenso social, no solamente entre los
intelectuales, huelga decirlo, sí representó para ellos otro problema, que
afectó el valor de la práctica artística. Así lo expresa un dictum
consensuado que fue una de las conclusiones del Congreso Cultural de
La Habana: "La revolución acosa más severamente que en ninguna
parte al intelectual, por la simple presencia y contigüidad del ejemplo
guerrillero."
Desde el punto de vista de la periodización, un dato interno del
campo intelectual que permite separar el conjunto de preocupaciones y
discursos que pone fin al clima del sesenta para dar comienzo al del
setenta es el crecimiento de las posiciones antiintelectualistas: una
ideología que puesta a circular aquí y allá, se convierte en credo del
campo intelectual y por la cual los intelectuales abjuran de sí mismos,
denunciando sus posiciones de privilegio simbólico y material, aunque
más no fuera por el mero hecho de haber accedido a la posición de un
capital cultural en un universo de desposesión. Una disociación creciente
entre literatura y escritor), motivada por la dominancia de la búsqueda
de efecto (de la instrumentalización de la literatura) prepara el terreno
para el surgimiento del antiintelectualismo. Este fenómeno está
íntimamente ligado a los avatares de la relación entre intelectual y
Estado en Cuba.
El Congreso Cultural realizado en La Habana, en 1968 marcó la
culminación y el fin de un período en cuanto a las relaciones entre los
intelectuales y el Estado revolucionario. Por sus exigencias de coyuntura
y por las características de su aparato de estado, en Cuba se
modificaron las expectativas sobre el rol de los intelectuales y se
comenzó a elaborar un discurso que ponía en entredicho su privilegiada
colocación como "conciencias críticas de la sociedad".
La demanda de positividad no fue fácilmente digerida por todos los
miembros del campo intelectual, que "exportaron", como problemáticas
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de su propio campo, parte de las experiencias de su relación con el


poder. Cuba representa el límite empírico a la noción teórica de campo
intelectual, que presupone un grado relativo de autonomía respecto del
campo del poder. Intelectual revolucionario e intelectual de Estado se
convirtieron, pues, en sinónimos.
Es significativa la respuesta de Lisandro Otero (viceministro de
cultura en Cuba hacia 1970 y cultor, hoy arrepentido, de las prácticas
del comisariado cultural) a la encuesta (difundida en varias revistas
político culturales del continente) que en ocasión de la Conferencia
Tricontinental (1966) realizara Carlos Núñez sobre "El papel de los
intelectuales en la liberación nacional". Otero declara en esa ocasión:
"La primera etapa del intelectual que se asimila a las luchas de
liberación es la dejación del examen crítico excesivo. Todo es
quehacer: desde redactar panfletos hasta empuñar un arma. Ser uno
más, ser como todos."
Para "poner en su lugar" las aspiraciones al título de
revolucionarios de quienes sostenían ese lugar a fuerza de permanecer
ligados exclusivamente a su compromiso literario fue necesario releer el
pasado en que esos intelectuales habían gozado del prestigio general
entre sus pares.
Al postular que la vanguardia armada de la Revolución Cubana
había estado integrada por auténticos intelectuales revolucionarios,
Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas
subrayaba quiénes debían ser considerados intelectuales y quiénes
debían sentirse despojados de ese título. Como modelo de intelectuales
revolucionarios, Fidel Castro y el Che Guevara vaciaban la legitimidad
de los escritores a secas. Las pretensiones en otro sentido fueron
denunciadas como el "sectarismo típico de los intelectuales". Los
distintos componentes de la antiintelectualismo se intrincaron
sólidamente a partir de la muerte en acción de Ernesto Guevara.
El proceso de asociación de la noción de intelectual con la de
revolucionario dará como resultado una paradoja: en la determinación
de la cualidad revolucionaria del intelectual, la historia del problema en
la América Latina de los años setenta encontrará, antes que un conjunto
de estrategias de acción positivas, una creciente tendencia al
borramiento de la identidad o especificidad del carácter intelectual en el
terreno de la acción política. Se terminó por afirmar, entonces, que sólo
la política, en sentido estricto, permitía realizar el ansiado pasaje de
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clase y abandonar la condición de "pequeño burgués" con la que se


identificó al intelectual.
Aproximarse a la sociedad como público había sido una aspiración
ferviente en los sesenta. Con el tiempo, la conciencia de la pasividad
presente en la noción de público resulta inaceptable. Una cultura
socializada, se piensa, implica que toda la sociedad es capaz, no sólo de
consumirla sino de producirla. Si por un lado, esta perspectiva tiene su
peso en el enaltecimiento de la cultura popular entre los intelectuales, la
consecuencia más importante de este reposicionamiento es que, para el
antiintelectualismo más extremo, la casi totalidad del arte y sus
circuitos quedaban fuera del espacio social. Prácticas de élite, no
socializadas. De ahí a postular su carácter francamente asocial sólo
había un paso, que el antiintelectualismo franqueó. La acción política ya
no era entonces sólo una manera de superar las limitaciones del arte;
era también una exigencia para justificar el lugar ideológicamente
depreciado de la práctica artística.
Para concluir, nada más elocuente que la anécdota que transcribe
Carlos Núñez desde La Habana. Describe con sorna los desvelos de un
intelectual que se lamenta ante Ernesto Guevara por no encontrar la
manera de promover la revolución desde su trabajo específico. Al
parecer, el Che le preguntó:"¿Qué hace usted?". El otro responde: "Soy
escritor." -"Ah -replica Guevara- Yo era médico."

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