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Permítanme comenzar el presente ensayo advirtiéndoles que todavía no hemos llegado al

comienzo, y que cuando lleguemos a él, si llegamos a él, nunca podremos dejarlo atrás. El
ensayo propiamente dicho no es este presente ensayo, sino uno que quedará por venir, más
allá del comienzo al que, espero, llegaremos. Y esto no porque las estrictas estipulaciones
de estas Jornadas no nos concedieran más lugar para nuestro texto, sino porque no importa
cuánto escribiésemos, siempre estaríamos volviendo a comenzar. El problema no es el
lugar, sino el tema del ensayo. Por eso el presente ensayo será un ensayo en un sentido
arcaico o ya archivado del verbo “ensayar”: es decir, será un intento, y un intento siempre
ya fallido, una confesión o una admisión de un fracaso inevitable, necesario y vital. El
intento vano, necio, pero también ineludible, de hablar de lo inefable. Pero no aún: desde
nuestra perspectiva ni siquiera hemos comenzado. El ensayo está todavía por venir; nos
encontramos todavía en el momento del exergo, ese no-comienzo anterior a todo comienzo,
anterior a toda introducción.

Permítanme decirles, además, que este ensayo no tiene un comienzo, sino tres. Y que cada
uno de esos comienzos será una cita. Citas que, también lo confieso, estarán “sacadas de
contexto”. Ninguna de estas citas está al comienzo de su con-texto; ninguna tiene la
distinción de encabezar su contexto, ni la posición destacada y memorable del comienzo.
Darles la dignidad de comienzo es ya re-archivarlas, ya inscribirlas en otro contexto, en un
juego de diferencias que no les es propio y que modificará su significado. Es ya haber
hecho trampa. Pero la aclaración es innecesaria, porque en realidad toda cita está sacada de
contexto: si proveyéramos fielmente el contexto de una cita, ya no estaríamos citando. Citar
es siempre, necesariamente, descontextualizar y, por ello, admitámoslo, es también
tergiversar, hacer decir lo que no se ha dicho. Pero también es cierto que nunca hacemos
otra cosa que citar. Todo contexto y todo significado son siempre ya impropios. El
momento de la cita, como el del fracaso (si acaso ambos no son uno y el mismo), es
ineludible.

Tres citas, entonces, tres exergos luego de este exergo; tres comienzos para un ensayo que
quedará siempre por venir. Y el texto por venir es precisamente el tema de ese texto por
venir. Es un texto que es su propio tema, y que, a pesar de ser futuro, está tan presente a sí
mismo que trata de sí mismo. Ninguna diferencia se introduce entre él y su tema. Este texto
se dice a sí mismo, habla en su propio nombre, y no necesita de un lector que le preste voz;
carga con su propia interpretación, y no precisa de un intérprete. Sería imposible citar un
texto así, pues sería imposible re-archivarlo o re-significarlo. Él es su propio con-texto.
Sería un texto inmune al comentario. De más está decir que no hay interpretación –ni
hermenéutica ni filológica– capaz de revelarnos este texto. Y ello porque un texto así sería,
en un sentido del término que nunca comprenderemos, infinito…

En fin, comencemos. La primera cita, el primer comienzo, es un texto de Nietzsche:


“Perdóneseme el que yo, como viejo filólogo que no puede dejar su malicia, señale con el
dedo las malas artes de interpretación: pero es que esa ‘regularidad de la naturaleza’, de la
que ustedes los físicos hablan con tanto orgullo, no existe más que gracias a vuestra
interpretación y a vuestra mala ‘filología’– ¡Ella no es un hecho, no es un ‘texto’! […] Y
podría venir alguien que con una intención y un arte interpretativo opuestos supiese extraer
de la lectura de esa misma naturaleza, y en relación a los mismos fenómenos, cabalmente el
triunfo tiránico, despiadado e inexorable de pretensiones de poder. […] Suponiendo que
esto también sea nada más que interpretación –¿y no se apresurarán ustedes a hacer esa
objeción?– bien, tanto mejor.”

Uno podría ver aquí una alusión al perspectivismo radical nietzscheano. El texto, los
hechos, la naturaleza o lo dado, en sus significados presentes, en lo que ellos significan en
sí, son inalcanzables para la interpretación. En efecto, como Nietzsche finalmente reconoce
y celebra, es otra interpretación, y no finalmente el texto, la que viene a desplazar a la
interpretación anterior. No es nunca el texto el que corrige la interpretación, nunca la
verdad como revelación de una presencia innegable o indiscutible, o como la
manifestación, finalmente, de cómo las cosas son. Los físicos –o acaso los filólogos entre
los que Nietzsche se cuenta– creen haber alcanzado el texto a través de su interpretación,
creen poder leer en la superficie misma de la letra lo que el texto dice, su significado
presente. Creen que interpretar es dejar que el texto se diga a sí mismo. Sin embargo, es la
interpretación la que ha impuesto sus significados al texto, al inscribirlo en un juego de
diferencias particular. Por ello, el texto, como aquello que presenta sus propios significados
de manera inmediata, incuestionable, evidente, ese texto no se ha alcanzado. La
interpretación implica que no se ha alcanzado. El texto nunca dice, nunca se dice, sino que
la interpretación siempre le ha hecho decir. Y en efecto, ello quedaría demostrado por la
posibilidad misma de la interpretación futura que Nietzsche anuncia, pues si la
interpretación efectivamente hubiera revelado el texto, la sola fuerza y evidencia de esa
revelación haría imposible todo ejercicio de interpretación subsiguiente. Los significados
presentes en el texto revelado por la interpretación serían imposibles de re-interpretar o re-
significar, imposibles de negar. Y por ello, alcanzar el texto, si esto fuera posible, sería la
muerte del ejercicio mismo de interpretación, o de la “interpretabilidad” en la
interpretación. Precisamente porque ninguna interpretación es la definitiva, la que ya no es
interpretación porque es idéntica al texto, es que el ejercicio de interpretación mismo
subsiste. La vitalidad de la interpretación depende del poder, inherente a cada
interpretación, de no ser la definitiva. El poder (o el impoder) de no alcanzar el texto.

De hecho, la distinción que hace Nietzsche, la distinción tajante e insoslayable entre texto e
interpretación, debiera hacer que nos preguntásemos lo siguiente: ¿Por qué sería necesaria
la interpretación para alcanzar el texto, entendido éste como la presencia innegable de los
significados? ¿Sería posible no estar ya ante semejante presencia, si ella existiera? ¿El
significado presente no sería siempre ya obvio? ¿Y no le sería repugnante y desdeñable
cualquier intento de interpretación o toda intervención de un intérprete? ¿No será entonces
todo trabajo interpretativo –el científico, el filológico, el hermenéutico– siempre digno de
sospecha y siempre en realidad la condición de imposibilidad del texto? A decir verdad, no
creo que tales preguntas sean susceptibles de respuesta, por lo que, si queremos continuar,
nos vemos forzados a recomenzar…

El segundo comienzo, entonces, es una frase de Borges: “Yo sé de una región cerril cuyos
bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y
la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano.”

¿Qué mérito puede tener esta noción, quizá tan cerril como los bibliotecarios que la
defienden, de que el sentido es una superstición? Después de todo, solemos pensar que el
sentido es algo incuestionable, auto-evidente, al punto de que hasta el sin-sentido depende
del trasfondo traslúcido, impasible y presente del sentido. Sin duda no podría el sentido ser
una mera interpretación, como lo era la regularidad de la naturaleza para Nietzsche. Sin
duda. Pues el sentido tiene que ser la condición de posibilidad de la interpretación, y la
interpretación apenas el momento de anticipación del sentido con respecto a sí mismo.
Debería resultarnos entonces irrisoria la idea de que la constante, agobiante, casi intolerable
auto-confirmación del sentido sea, como es el caso con cualquier superstición, el resultado
de la falacia del sesgo de confirmación. ¿Qué implicaría una posición semejante? Bueno,
que si nos topamos con un sentido ubicuo sería porque ya lo estábamos buscando; y de la
misma manera, siempre que desciframos un texto, siempre que encontramos su sentido, ya
sabríamos de antemano lo que dice, o lo que le haremos decir. Al aproximarnos al texto no
estaríamos recuperando el sentido como algo que el pasado nos habría legado, que habría
dejado por escrito y que recobraríamos, que volveríamos a hacer presente a sí mismo tras
un ejercicio de interpretación. No habría reencuentro alguno, y el texto no cargaría con
significados a la espera de que un trabajo filológico los rescate del olvido. Toda esta
concepción, que da a la escritura, y en verdad a toda hypomnesis, el mero propósito de
servir como un camino a una anamnesis o a la recuperación de una presencia a sí del
sentido, toda esta concepción quedaría entonces descartada. El sentido sería apenas el
archivo del sentido: un juego de diferencias particular, entre otros, o una obra en la que nos
vemos forzados a participar. Sería algo construido o, mejor, algo siempre por construir, y
por ello estaría radicalmente ausente.

La búsqueda del sentido sería entonces una manera de tratar con un texto, y no la manera
de tratar con el texto, con el texto como una presencia perdida y que debe recuperarse.
Habría que abandonar, por supersticiosa, la creencia de que es posible que ciertas
superficies de la realidad, a las que llamamos escritura en oposición a otras que no lo
serían, carguen por sí mismas con un significado; es decir, que ciertas superficies de la
realidad son escritura en un sentido propio, que hay signos que lo son en sí mismos,
independientemente de un código o un archivo que los hiciera serlo. Porque entonces la
interpretación sería muchísimo más insidiosa de lo que suponemos: ya no qué sentido
extraemos de un texto, sino el hecho mismo de qué es lo que consideramos texto y qué no,
qué superficie consideramos legible, sería resultado de una interpretación. Percibir una
intención de significar en un libro, una intención de comunicación desde un presente ya
pasado hacia un futuro que es nuestro presente, sería igual de supersticioso que percibir un
orden intencional y significativo en las líneas de la mano. Nociones cerriles, éstas, sin duda.
Extremistas, casi diría fanáticas. Mejor dejarlas de lado, y recomenzar…
El tercer comienzo es, de alguna manera, también el primero, pues es el que me introdujo
en esta “puesta en abismo” de comienzos, donde ningún comienzo es en realidad el
primero, donde es imposible el comienzo absoluto o el motor inmóvil de los comienzos. Y
donde, entonces, es imposible todo comienzo en sentido propio. Se trata de un texto de
Derrida: “No hay una verdad inconsciente que haya que volver a encontrar porque esté
escrita en otro lugar. No hay texto escrito y presente en otro lugar […] No hay, en general,
texto presente, y ni siquiera texto presente-pasado, texto pasado como habiendo sido
presente. El texto no se puede pensar en la forma, originaria o modificada, de la presencia.”

En un plano temporal, Derrida considera la imposibilidad de la existencia de ese momento,


supuestamente perdido, en el que el texto todavía se decía a sí mismo. El texto siempre ya
estuvo ausente a sí, siempre ya estuvo interpretado, siempre inscrito en un archivo que le
otorgaba sus significados y le hacía decir. No hay un texto presente por recuperar. Pero me
gustaría resaltar el aspecto espacial que Derrida menciona, pues parece que les debo a
ustedes una rectificación. Contrario a lo que dije al comienzo, resulta que sí tenemos un
problema de lugar. El texto presente no puede estar en otro lugar, no puede tener lugar.
Cualquier lugar implicaría ya una distancia, introduciría una diferencia entre él y sí mismo.
Es imposible ir a ese texto presente, pues no está en otro lugar. De hecho, al texto presente
le sería propia la inmediatez, pero una inmediatez absoluta que haría que esté siempre ya
aquí, inevitable, agobiante como toda presencia. Digo que esté ya aquí, pero debería decir,
mejor, que una presencia semejante sería el fin de todo “aquí”. Si tuviera lugar, el texto
quedaría sujeto a la existencia precaria de lo que está sometido a las condiciones de la
preservación y la finitud. Y por ello siempre ya habría dejado de ser la impasibilidad eterna,
infinita, de la presencia a sí.

Por supuesto, de más está repetir que un texto así es imposible. Lo que llamamos texto en
un sentido mundano es siempre extenso, siempre es algo que tiene partes que se deben
recorrer a lo largo de un tiempo, por muy breve que ese tiempo sea, y con una intervención
necesaria de la memoria. Por tanto, nunca alcanza la inmediatez del instante, propia de la
presencia. Sus significados nunca son inmediatos, y es en los intersticios de la no
inmediatez que se introduce, insidiosa, la interpretación. El texto presente, en cambio,
debería ser un trazo sin extensión, un punto euclidiano, pues todo condicionamiento
espacial o toda dimensión le sería ajena. Sería un jeroglífico inconcebible; y todo
jeroglífico real, espacial, efectivo (con su vano intento de inmediatez) no puede más que
señalar la futilidad inherente de toda voluntad de alcanzar el jeroglífico. El texto presente,
ese archivo donde cada uno de sus elementos cargara con sus propios significados, un
archivo absoluto donde las cosas se archivaran como son; el archivo de lo dado si se quiere,
o de lo que es, ese archivo, o ese texto, es imposible: debería existir en un adentro absoluto
o una virtualidad con que la técnica, al menos por ahora, no puede más que soñar…

¿Qué hacer entonces con ese deseo arqueológico, filológico, esa voluntad desenfrenada de
alcanzar un texto presente, un texto que no sólo no podría tener lugar, sino que sería
además el fin de todo lugar y de toda obra, pues todos los lugares y las obras vienen a
ocultarlo? Quizá deberíamos intentar comprender lo que está siempre por venir como tal, es
decir, como lo que está siempre por venir, e intentar comprender nuestra relación peculiar
con ello. Quizá deberíamos comprender que el texto empieza ahora, a partir del silencio al
final de este comienzo, o al final de todos los comienzos. A partir de esa grieta, esa apertura
infinitesimal y sin embargo infinita entre un comienzo y el otro, o a partir de los espacios
en blanco que separan la línea de la elipsis…

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