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«Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de

la interpretación al traspasar sus límites


Por Zsuzsanna Dobák-Szalai
Universidad Eötvös Loránd

Interpretar el cuento cortazariano «Las babas del diablo» como una obra sobre el acto de la interpretación
no es novedoso. Por eso, el presente trabajo tiene dos ejes principales que se complementan mutuamente:
uno es el eje creación-traducción-interpretación, y el otro el eje dual obra abierta-obra cerrada. Cortázar
usa las técnicas características de las obras abiertas (concepto de Umberto Eco) en una obra que tiene un
campo interpretativo más limitado de lo que parece —tal como pasa en otro cuento del mismo autor,
«Continuidad de los parques»—. En conceptos cortazarianos, «Las babas del diablo» es aparentemente un
cuento sobre un lector hembra (Michel, interpretando la foto) para lectores macho, pero, en realidad,
Cortázar trata a los lectores como lectores hembra, guiándolos de la mano hacia un círculo de
interpretación bien estrecho.
Tampoco la forma de «Las babas del diablo» encaja en el género del cuento tradicional, pues tiene un
maracdo carácter parabólico y es, de algún modo, realista (en el sentido que da Eco al término en La obra
abierta). Según Eco, la obra abierta representa la discontinuidad del mundo, pero no es que hable
directamente de la discontiunidad, sino que ella misma lo es (207). De esta manera, Ulises imita mejor el
modo de ser de la realidad que, por ejemplo, Los tres mosqueteros (250). «Las babas del diablo» también
imita fielmente (en su discontinuidad) los procedimientos mentales, no solo al interpretar una escena, sino
también al escribir sobre la experiencia de dichos procedimientos. De ahí que podamos afirmar que este
cuento cortazariano es un metacuento: un cuento sobre escribir un cuento. Es un intento de salvar el
sentido, de salir de un atolladero interpretativo: es la traducción de la imagen en literatura, apuntando los
pasos de la creación, interpretación y reinterpretación de la foto, cuyo resultado es otra obra de arte, un
cuento, un metacuento. La técnica que parece seguir es la de la deconstrucción: intenta guardar algo
borrándolo/deconstruyéndolo primero, que es supuestamente la forma de ser de la metáfora, incluso del
arte como tal. La pregunta es si lo consigue y cómo lo consigue. Como se ve, se trata de una situación bien
difícil.
Para empezar, hay que aclarar qué es una obra abierta para Eco: «es relativizar el sentido por hacerlo
dependiente de la dirección»1 (85). Así que, el sentido de una obra literaria no es único ni fijo, sino relativo
y flexible, pues depende del punto de vista del lector. Existen dos formas de obra abierta: la que
caracteriza a todas las obras de literatura (y de arte en general) y la apertura como último objetivo del
autor (86-87). Cortázar usa técnicas modernas desde las primeras palabras del cuento, inquietantes para
un lector hembra, y no solo complica a la figura central, sino también los tiempos y niveles de la narración.
«Nunca se sabrá cómo hay que contar esto» (295) —la primera frase es negativa, impersonal, en futuro, y
está llena de conciencia literaria: plantea un problema metaliterario, el de la narración—. Después varía
con los pronombres personales, hace juegos metalingüísticos para llegar a una versión, si no perfecta, por
lo menos correcta; pero todo eso en condicional, sabiendo que es imposible. Mientras busca su voz y
expresa sus dudas, el narrador anticipa la aparición de la mujer rubia, e incluso el final, mencionando las
nubes. Además, hace referencia al título con la última frase del primer párrafo: «Qué diablos» (295). El
comienzo es muy denso, contiene muchos elementos para analizar, pero, al mismo tiempo, es
completamente ligero y sin peso. El juego y la burla están ocultos en cada frase. Por ejemplo, al idealizar
el automatismo del proceso de la escritura, aparece por primera vez el yo narrador. Escribir a máquina
supone una mediación, cierta distancia del resultado, y es un punto de conexión entre el texto y la foto,
tomada esta por otra máquina, la cámara. Aquí aparece también el automatismo y la falta de lo humano
como ideal, como garantía de la objetividad. Incluso nombra las dos máquinas —una Remington y una
Contax— personalizándolas, haciéndolas más importantes que las personas (todavía no hay personajes, ni
sabemos quién es el narrador). Pero el «agujero que hay que contar» (295), que se usa supuestamente
como la metáfora del objetivo de la cámara, se refiere también al vacío que queda después de las múltiples
interpretaciones, y la máquina de escribir puede sugerir el automatismo de la comprensión, la traducción
(es decir, la conversión de la imagen en texto) y la interpretación, que es otra forma de vaciamiento.
De todos modos, el narrador llega a la conclusión de que el elemento humano es inevitable en ambos actos
de creación (del texto y de la foto) porque sin él la máquina queda petrificada —tal como el momento
captado por la cámara—, y entonces él es la persona más conveniente para contarlo. En este punto, el
lector no sabe de qué se trata, qué le van a contar, ni quiénes son los otros, más comprometidos, que
también pudieran contarlo (los otros participantes del incidente o, quizás, toda la humanidad), pero sí que

1
se ve la necesidad de contar: «tengo que escribir. […] si es que esto va a ser contado» (295). Es una
afirmación, no es un deseo, sino un simple hecho, es decir, la necesidad no es interna por parte del
narrador. Él es el más apto para contarlo, dice, porque está muerto y menos comprometido. Aquí surgen
varias preguntas y dudas en cuanto al razonamiento: ¿qué tipo de muerte es? ¿Física o espiritual? ¿Con
qué está menos comprometido? ¿Con los acontecimientos narrados? ¿Con el proceso hermenéutico?
Prosigue el razonamiento: «Yo que no veo más que las nubes» (295). Este vacío, que sugiere tanto la
muerte como el vaciamiento del acto interpretativo, aparece aquí como un ideal, como el objetivo del
proceso de la interpretación, pero ¿el vacío es la esencia de la interpretación o es la falta de una esencia
cualquiera? ¿El vaciamiento de la foto abre una ventana a otra realidad? Pero en esta realidad no hay más
que cielo, nubes y algún pájaro. Dice que es bueno, porque así puede pensar, escribir (es decir, recrear lo
perdido) y acordar (otra forma de guardar lo perdido, una forma muy subjetiva e imprecisa) sin
distracción, pero justo aquí viene una intercalación sobre las nubes, de las que hay muchas. Otra
autocontradicción, otro juego, otra burla como esta: «yo que estoy muerto», repite, «y vivo» (295);
intercala y empieza a justificar las contradicciones con otro problema metalitarario: ¿por dónde empezar a
contar? Su elección es por la punta de atrás, del comienzo, es decir, retrospectivamente, como verá
también el lector; pero antes de empezar, se divaga otra vez, ahora buscando el porqué del contar. Lo que
primero fue una necesidad externa, ahora se convierte en interna: lo cuenta para contentarse, para
tranquilizarse. Y añade: «cuando pasa algo raro […] hay que contar lo que pasa» (296), sacando así la
historia por contar del ámbito de lo cotidiano; en cambio, los ejemplos que pone para definir lo raro son de
lo más triviales.

Después de elegir la persona y la voz narrativa y justificar el porqué del narrar, sigue con las dudas
metaliterarias, ahora ya en primera persona del plural, e intenta ordenar los acontecimientos, repitiéndolos
para volver en el tiempo y para indicar el tiempo, el lugar y el protagonista (no solo de lo contado, sino
también en el momento de contar): un domingo, siete de noviembre, justo un mes atrás, en París, un
fotógrafo. Las dudas metaliterarias no cesan de repetirse, pero lo hace conscientemente: «no tengo miedo
de repetirme» (296). Primero se preocupa por la manera de contar, después otra vez por la persona que
cuenta: si es un yo narrador, o la historia es la que se narra, o es el resultado del proceso interpretativo
(las nubes y palomas), o es solo una verdad personal de la que quiere liberarse. Para superar sus dudas,
decide empezar a escribir al azar con el fin de ver qué ocurre, mediante el cambio de la voz narrativa, el
agotamiento del tema o el comienzo de otra cosa. Con esto, reconoce que el vacío no puede ser un
objetivo final, que tiene que escribirlo todo para llenarlo, para recobrar el sentido perdido. «Si algo de todo
eso…» (296), empieza la frase, pero no sabe acabarla porque no sabe qué es lo que falta, ni si es posible
recobrarlo. El no clausurar la frase anticipa la falta de la clausura (o anticlausura) de la obra misma, el
narrador adopta justamente esta palabra en vez de acabar o terminar, por ejemplo. Como las preguntas
(la interpretación de la escena en la isla y la de la foto) solo le llevaron al vacío, escribe para encontrar una
respuesta, si no para sí mismo, al menos para los lectores. Quizás la nueva creación llevada a cabo por
parte del lector, a través de la interpretación del texto, consiga llenar el hueco.
Así, después de dos páginas enteras de dudas metaliterarias, intercalaciones y anticipaciones, empieza a
contar la historia del incidente en la isla, la toma de la fotografía, interpretando y ficcionalizando tanto la
escena como su imagen petrificada y el proceso de vaciamiento de esta última. Al comenzar la narración
propiamente dicha, la voz narrativa se cambia por la tercera persona del singular. La narración es
retrospectiva, con un estilo objetivo, como si de un informe se tratara. Indica detalladamente las
circunstancias, empezando con los datos del protagonista: nombre castellano y francés, nacionalidad
franco-chilena, profesión traductor-fotógrafo —todo ambiguo, en transición—, y prosigue con el lugar (calle
y número) y la fecha, aunque indica solo el año en curso. Por lo general, a la alusión al tiempo presente le
acompaña una intercalación sobre las nubes, su presente al narrar. Sin embargo, el trasfondo de la historia
lo cuenta en imperfecto, tiempo verbal que ofrece la oportunidad para un posterior cambio en la voz
narrativa, de la tercera a la primera persona nuevamente. El hecho de que llevaba tres semanas
traduciendo textos de derecho, alude a la monotonía y la falta de creatividad, y justifica la necesidad de
una ruptura, de salir y sacar fotos como acto creativo y de diversión. Al igual que todo en su vida, el
tiempo refleja también cierta ambigüedad: airoso, pero soleado. Parece que el narrador comunica muchos
detalles superfluos, método inusual en el género del cuento, como el paseo esperando que las luces sean
perfectas para sacar fotos, recitando poesía. De esta información el lector llega a saber que el narrador-
protagonista tiene cierta inclinación literaria, pero bastante superficial y trivial. Además, también se nota el
tono burlón-irónico, sobre todo en frases como «pero Michel es un porfiado» o «me sentí terriblemente
feliz» (297) al cesar el viento, la única molestía en esa mañana soleada —un oxímoron desgastado,
hiperbólico y, por lo tanto, irónico—.

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Hablando de ironía, sabiendo que el narrador es fotógrafo de profesión y que le gusta divagar, no es
sorprendente que tenga pensamientos muy profundos también sobre la fotografía, que es una de las
mejores formas de «combatir la nada» (297). Es una forma de captar y guardar la realidad (la escritura es
otra), y la nada por combatir puede ser tanto el olvido como el tiempo libre superfluo. Pero fotografiar es
también creación, arte que crea algo de la nada, o sea, una nueva realidad a base de la realidad que nos
rodea. Arte que puede ser el camino que nos guíe del relativismo hacia otro paradigma, del vacío a algo
que el narrador de este cuento no sabe nombrar, pero lo busca. No obstante, antes de hacer ilusiones
sobre la redención de la humanidad a través del arte, la ironía le quita peso a la afirmación anterior al
recomendar la fotografía como asignatura obligatoria o dando ejemplos muy cursis al hablar del deber del
fotógrafo de estar atento para ver los nimios detalles que tanto importan. La serie de los lugares comunes
sobre la fotografía se cierra con el tema de la dualidad de la visión (subjetividad por parte del fotógrafo,
objetividad por parte de la cámara) y con la atención activa del fotógrafo frente a la pasiva del hombre
corriente, que se deja llevar por el tiempo mientras este transcurre inexorable. La conexión entre la
inmovilidad y el cese del viento es obvia, siendo el viento una posible metáfora del tiempo: los dos corren,
los dos se lo llevan todo a su paso y, de esta manera, el cese del viento alude también a la interrupción del
tiempo, al tiempo petrificado, que es la foto.

El motivo central del cuento es la fotografía que aún no se ha sacado. Después de tantas divagaciones, el
narrador sigue la historia de la foto en primera persona, contándola en indefinido, prestando actividad a lo
dicho, frente a las partes anteriores contadas en imperfecto y condicional. Aparecen la pareja y las
palomas, futuras protagonistas del incidente y de la historia imaginada, y de lo que queda de la foto,
respectivamente. Al mencionar las palomas, el narrador no deja de anticipar otra vez más el vaciamiento
posterior de la foto y su conversión en una ventana («por lo que estoy viendo» [298], dice). Mientras
tanto, la trama avanza muy lenta, predomina un ambiente aburrido y pasivo que, paulatinamente, da paso
a un interés creciente que terminará volviéndose una obsesión.

La figura del muchacho es el primer objeto de la curiosidad y, a la vez, el punto de partida del proceso de
la interpretación y ficcionalización de la escena observada. La desigualdad de la pareja, por la diferencia de
edad entre ellos, da cierta ambigüedad a la situación y, también, da paso al análisis profundo de la
conducta del chico. Su nerviosismo, miedo y vergüenza están descritos por clichés, mediante gestos
manidos, literariamente desgastados. El fotógrafo, por puro aburrimiento, intenta adivinar qué tipo de
relación habrá entre el joven y la mujer y, por eso, empieza a observarlos. La intercalación del presente de
la narración es doblemente interesante. Primero, afirmar que la intercalación, vista desde la memoria,
tiene una imagen mucho más precisa sobre la mujer que en el momento de verla en realidad es bastante
dudoso, a causa del filtro del recuerdo. Además, usa la expresión «le leí la cara» (298), que hace de la
observación una lectura que conlleva necesariamente la interpretación. En cuanto a la mujer, el elemento
más destacado reiteradamente son sus ojos, siempre un poco asustados de ver al fotógrafo, al mirón.
Observar a una pareja así, en secreto, es un acto moralmente cuestionable y tiene cierto contenido sexual,
de carácter prohibido y vicioso. El narrador acentúa que no se oye lo que hablan, y dice: «el viento se
llevaba las palabras» (299), una frase bastante cursi, que es, además, una autocontradicción, porque
antes dijo que ya no soplaba el viento. Pero así el protagonista tiene la oportunidad de llenar la escena con
un contenido según su fantasía: «comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico» (299).
Las suposiciones son vagas, muy inseguras, variantes para un tema, siempre basadas en un solo sentido:
la mirada.

«Sé mirar», dice el fotógrafo-narrador, y «todo mirar rezuma falsedad» (299), prosigue. Saber mirar
supone una actividad mental, una serie de elecciones (del punto de vista, del objeto, de la distancia, del
enfoque, etc.), es decir, una transformación consciente de la realidad. Es un acto conscientemente
subjetivo, reflexivo y nada ingenuo que tiene que desnudar las cosas de lo ajeno, pero ¿qué pasa si no
queda nada al final del proceso? ¿Cómo se reconocen los límites de lo ajeno y lo propio? Un cambio de
persona en la voz narrativa frena la divagación: aparece un narrador externo, en tercera persona, que
llama Michel al narrador en primera persona, pero la descripción de los dos personajes de la foto sigue en
primera persona. Dice que del chico recuerda mejor la imagen y de la mujer, el cuerpo. Es la dualidad que
reside entre la foto y la realidad, las dos cosas recordadas, porque ninguna existe ya en el momento de
narrar. Las anticipaciones son continuas y cortan repetidamente la narración, dificultando la comprensión
de la historia propiamente dicha. El narrador acentúa lo fallido que es la descripción de la mujer por la
incapacidad de las palabras y le quita la validez de cada adjetivo, apenas haberlos usado. Del proceso de la
descripción dice que le sirve para entender, es decir, su intención es más bien interpretar, otra vez, y no
crear.

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Para describir al chico, el narrador —ahora en primera persona, pero del plural— usa muchas suposiciones
e imágenes de su vida posible, es decir, no es omnisciente sino que ofrece una posible interpretación de lo
visto, por lo que adopta el modo condicional. Es un chico cualquiera, la mujer es quien lo hace interesante
y lleva al fotógrafo a adivinar el pasado inmediato de los dos, las circunstancias de su encuentro, su estado
de ánimo, sus propósitos. Supone que la mujer quiere seducir al muchacho y que están jugando al gato y
al ratón. Basándose en su experiencia vital y literaria, piensa saber lo que pasará y ofrece variaciones para
el desenlace en modo condicional (huida o seducción del chico). «Todo esto podía ocurrir pero aún no
ocurría» (301), dice, lo que significa que el acto de interpretación antecede a la captación de la foto. De
este modo, la foto es la concentración y conservación de la historia inventada por el fotógrafo, de una
escena ficcionalizada, y el proceso de interpretación no se acaba al sacar la foto. El fotógrafo usa la foto
como prueba (y no la mira como obra de arte, igual que en las películas de Antonioni y Greenaway) para
seguir interpretando e inventando la escena, y este abuso de la foto conduce al vaciamiento de la misma.

La observación de la pareja llega a ser cada vez más perversa, no solo por las fantasías, sino también por
las ganas de fotografiarlos. Para justificarse, no solo piensa sacar una foto pintoresca, sino que quiere
liberar la escena de su carácter inquietante (de lo que sus fantasías son culpables), restituyendo la
objetividad a través de la cámara. Pero en este momento aparece el tercer personaje del futuro incidente:
el hombre del sombrero gris, sentado en un auto. Primero es como un detalle un poco molesto de la
imagen de la pareja que altera la isla, que añade la excepción a la realidad, y por eso merece ser
fotografiada, en función del arte. Al principio, el tercer hombre parece otro testigo, pero el fotógrafo lo va
envolviendo en la historia de la pareja. Reinterpretando la escena, inventa una historia cada vez más
compleja y tensa: el juego al gato y al ratón se convierte en una lucha desesperada y muy desigual. Al
sacar la foto, el fotógrafo toma una serie de decisiones (por ejemplo, quita el auto, incluye el árbol), que
forman el resultado, según su propia concepción, privando así a la cámara de su objetividad previamente
supuesta. Paralelamente, el narrador crea una atmósfera cada vez más inquietante sumando matices a los
detalles, como «el horrible auto negro» o «un espacio demasiado gris» (301). Después de componer la
imagen, el fotógrafo espera el momento clave que lo resume todo para eternizarlo, y el narrador lo explica
a fondo, bastante patético, contrastando la vida y el movimiento con la imagen rígida que secciona el
tiempo, si no es la fracción esencial. Y llega el gran momento: la mujer avanza hacia el chico, y lo que
sigue es pura suposición, contada como por un narrador omnisciente, aunque el lector sabe que no lo es,
pero, al mismo tiempo, usa verbos como imaginé, preví, sospeché, privando a sus palabras de su propia
validez. Durante un acto creativo (sacar la foto), interpreta una escena, cuyo resultado es una historia
ficticia (otra creación), que nos cuenta en un texto, junto a las demás interpretaciones posteriores de la
misma escena basadas en la foto, que se vacía como resultado de tantas ampliaciones e interpretaciones.
Una situación multiplicada y bien difícil, aunque, hasta cierto punto, el acto creativo siempre conlleva una
interpretación, y lo creado siempre inspira a su público (incluyendo su creador) para (re)interpretar.
Para imaginar los finales posibles, el fotógrafo cierra los ojos, distanciándose de la realidad, con el fin de
poner «en orden la escena» (302), tal como un escritor, ordena sus apuntes y, basándose en los
fragmentos de la realidad y en sus ideas, crea la primera versión de la historia de la pareja: «todo acabaría
como siempre» (302), dice aludiendo a la seducción del muchacho, que es una iniciación para el joven,
interpretándolo con cierta solemnidad. Pero con la palabra «quizás» abre paso a otros finales posibles e,
incluso, a otras interpretaciones. En la segunda versión, imagina un juego cruel en el que la mujer se
excita por algún otro, y aquí entra en juego la tercera persona, todavía vaga, desconocida.

Nuevo cambio de enfoque brusco que corta la serie de desenlaces posibles y llama la atención sobre el
hecho de que lo que hace el fotógrafo es pura literatura —aunque nadie diga que es buena literatura—.
Michel busca excepciones e inventa monstruos al ficcionalizar la realidad. Es su forma de buscar la verdad,
una verdad más allá de la realidad. Y en este punto del cuento, ocho páginas después del inicio, el
fotógrafo toma la foto, causando un incidente con la pareja, que se ha dado cuenta de que su imagen ha
sido robada. El narrador hace otra vez consideraciones metaliterarias sobre el modo de narrar el incidente,
y opta por un breve resumen, sin diálogos, en estilo indirecto, quitando importancia a los acontecimientos.
Las divagaciones, intercalaciones y anticipaciones abruman la narración propiamente dicha. La mujer se
irrita, el fotógrafo le lleva la contraria por diversión y, mientras los adultos se pelean, el muchacho huye
corriendo, pasando al lado del auto —pequeñez que ganará importancia más tarde, en la reinterpretación
de la escena—. El chico se pierde «como un hilo de la Virgen» (303), así se pierde la realidad entre las
variaciones y la obra entre las interpretaciones. Los hilos de la Virgen o las babas del diablo son dos
nombres alegóricos y antagónicos de la misma cosa. Del contraste entre lo bueno y lo malo, en el título
aparece el segundo, lo diabólico, que en el texto está relacionado irónicamente con la ira de la mujer, e
introduce la figura diabólica del hombre en el auto, primero gris, común, estricto y vagamente negativo,
después negro, elegante, viejo (en contraste con la juventud del muchacho), monstruoso y espantoso,

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como la muerte o el diablo personificados. De testigo se convierte en personaje activo, parte de la
comedia, como dice el texto, pero esta comedia se vuelve cada vez más sombría por su participación. El
fotógrafo le teme, al tiempo que le disgusta su presencia, y decide no entregarles la foto, porque adivina
miedo y cobardía en su exigencia, y justamente por estas sospechas busca siempre nuevas explicaciones
al incidente. Se repite la huida, pero ahora es el fotógrafo quien huye como un mozo, cobarde, mientras
los adultos (el hombre y la mujer) discuten. El incidente de la foto termina con otro acecho oculto, de un
lugar lejano y seguro: el hombre deja caer el diario que le ha servido como disfraz, los dos están
derrotados, pero el fotógrafo interpreta la conducta de la mujer como la de una persona acosada que
busca la salida, como si el hombre la castigara.

En este punto del relato hay un corte bien visible, un espacio en blanco, al cual le sigue un cambio de lugar
y de plano temporal en un aquí y (casi) ahora. El narrador está en su casa hablando de su pasado
inmediato, por lo que usa el indefinido, pero no menciona detalles, habla generalizando: «en una
habitación de un quinto piso» (304). También hay un cambio en la voz narrativa: el narrador habla en
tercera persona sobre Michel. El lapso elíptico está indicado, aunque sin exactitud: «pasaron varios días»
(304) entre el incidente y el revelado de las fotos de aquel domingo. El fotógrafo lo hace sin prisa, sin
interés especial. El narrador enumera la lista de las fotos tomadas aquel día, como para desviar la atención
y quitarle importancia a la cosa. Como si el fotógrafo se hubiera olvidado del incidente y ahora volviera a
captar su interés la foto, pues el negativo es muy bueno. La ampliación sale aún mejor, por lo que hace
otra y otra más, cada vez de mayor tamaño, ya como un afiche, aunque no tiene ni motivo ni objetivo
alguno para gastar tanto tiempo con esta foto. Pero sabemos desde Kant que lo bello carece de interés.
Sin embargo, el narrador —posteriormente, a la hora de narrar— sí que busca una explicación para tanta
curiosidad por esa foto, haciendo consciente al lector de que esta curiosidad sobrepasa los límites
normales, y el incidente no es el único motivo de ella. El acto de fijar la ampliación en la pared causa una
presencia constante, inevitable, y posibilita su transformación en una ventana. El traductor (porque ahora
trabaja como traductor, no como fotógrafo) la mira y se acuerda, es decir, ejerce una actividad mental
sobre ella que la modifica, porque el recuerdo es un filtro que cambia la realidad perdida —tal como se
pierden las babas del diablo en el aire (otra alusión al título y a lo diabólico del proceso)—, pero la realidad
en este caso ya en sí está cargada de interpretaciones y ficciones. La foto es un recuerdo petrificado y
completo a la que nada le falta, frente al recuerdo mental que guarda ciertos detalles y se olvida de otros.
Pero la foto tampoco es completa si la comparamos con la realidad, porque es solo un trocito de ella,
minuciosamente compuesta por el fotógrafo. Pero sí, todavía contiene todos los elementos fijados: un cielo
fijo, frente al cielo en movimiento que aparece más tarde, al que se refiere la intercalación entre
paréntesis. Los dos primeros días después de la captación de la foto son una preparación mental que va
hacia la obsesión. El fotógrafo se convierte en traductor, pero no puede con su deber, interrumpe
constantemente la traducción para observar la foto, situándose enfrente, reproduciendo el punto de vista
del objetivo. Esta posición es un reinicio, una vuelta a un punto de partida objetivo. Basándose en la foto,
recuerda el incidente y está satisfecho de sí mismo por haber ayudado a escapar al chico. Se ve como un
héroe, y considera la foto una buena acción, aunque en ese momento piensa que es solo una suposición,
su propia interpretación de la situación, y es por eso que el narrador en tercera persona ironiza sobre su
autojustificación. Pero el traductor no deja de observar la foto, empieza a mitificar la escena, la considera
como un acto fatal que debe cumplirse y la reinterpreta. En este momento empieza la parte fantástica de
la obra: la animación de la foto. El primer movimiento es el temblor de las hojas, un movimiento casi
inadvertido en un detalle menudo. El traductor no le atribuye importancia y sigue con su trabajo. La
ampliación es como una pantalla, y la foto se convierte en una película. Pero el segundo movimiento —la
mano de la mujer se cierra lentamente— es un golpe brusco, una sorpresa anihiladora para Michel. Del
traductor queda solo una frase inacabada en francés, una máquina de escribir caída, una silla chirriando y
temblando, una niebla; el narrador usa la técnica de la cosificación, describe nominativamente la reacción
del protagonista ante lo fantástico. Y la película sigue, pero es muda (como en la escena real, ahora
tampoco se oyen las palabras): la mujer le explica algo al chico, y el traductor supone que le habla sobre
el hombre gris, del que solo recuerda que estaba en el auto, pero que no figura en la foto. El paso
siguiente de lo fantástico es la aparición del hombre en la foto. La intromisión de un elemento exterior
supone un nuevo nivel de la ficción. La escena animada en la ampliación es la interpretación posterior a
ella, es una realidad posible pero imaginada, ficticia. Y, como todas las historias, necesita un desenlace, del
que está privada por la intervención del fotógrafo. Ahora, como traductor, piensa que el orden violado
tiene que materializarse y va a hacerlo en la ampliación que tiene ante sus ojos. La nueva interpretación,
la seducción del chico por la mujer para recreación del hombre, le parece más horrible que la primera —
pero sabemos que a Michel le gusta crear monstruos—, en cambio, no tiene que ver mucho más con la
realidad que las anteriores. El uso del modo condicional también lo demuestra. Michel es otra vez solo
observador, es incapaz de actuar o intervenir, la foto solo le muestra «lo que iba a suceder» (307), porque

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están en dos planos temporales diferentes: entre el de la foto y el del presente de Michel (el traductor) hay
un abismo de varios días consecutivos. El protagonista queda petrificado en su realidad, mientras que los
personajes de la foto viven y se mueven. Son potentes frente a la impotencia de Michel, en ambos sentidos
de la palabra. En este contexto sexual bastante sucio y perverso, aparece también la palabra baba,
enriqueciendo así con un nuevo matiz al título. Michel grita por inercia, quebrantando de este modo el
inmenso silencio de la foto, y así consigue intervenir. Se acerca primero a la mujer, después al hombre, ya
totalmente convertido en monstruo («con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos» [308]),
quien —como un último esfuerzo— quiere clavar a Michel en el aire, al igual que él clavó la ampliación en
la pared. Pero su intromisión en la foto no es solo la cumbre de los acontecimientos fantásticos del relato,
sino también es la completa pérdida de la distancia, necesaria en cualquier proceso interpretativo; hecho
que conlleva el vaciamiento de la foto. La aparición del primer pájaro cierra la escena y muestra el
comienzo de la transformación de la foto en ventana. Michel vuelve a su cuarto, es decir, al plano de la
realidad de la obra, y se toma un descanso después del gran trabajo. Se repite su momento de felicidad
por haber salvado al chico, por verse como héroe. Como el conflicto está resuelto, los personajes se van,
es decir, salen de los marcos de la imagen. Michel teme que entren en su plano de realidad, de ahí que se
comporte otra vez de forma cobarde e infantil (cierra los ojos, se tapa la cara y rompe a llorar), pero ellos
simplemente desaparecen, dejando vacía la foto.

En este punto se produce un cambio temporal en el presente del acto de narrar, un «tiempo incontable»
(308) según el narrador, que ya no obedece a las reglas de la realidad, como tampoco lo hace el resto de
la foto, esta ventana por la cual se ven nubes, pájaros, el cielo y a veces la lluvia «como un llanto al
revés» (308). Este símil es otra interpretación, otra modificación de lo visto, imprimiéndole cierta
disposición, cierto significado, pero que muestra también la pérdida de rumbo, la falta de puntos de
orientación en esta nueva realidad. La foto, que ha sido una creación humana, se ha convertido en una
ventana abierta al infinito, sin causa ni motivo, sin tiempo ni rumbo, sin sentido ni punto de partida que
lleve a ninguna parte. De este modo, la clausura es una anticlausura, donde se pierden los límites que —
según Marco Kunz— la literatura debería dar a la realidad2. La obra queda abierta, las últimas frases, muy
nominales, son una enumeración que no tiene fin, que se puede continuar, aunque está allí el punto final.
La clausura tiene una conexión con el íncipit, pues las nubes aparecen ya al inicio y son elementos
recurrentes en toda la obra. Al principio, están identificadas con la mujer rubia, que al final se esfuma de la
foto como una nube. Pero las nubes (y los pájaros) de la clausura son los signos de la ausencia, del vacío.
La competencia del narrador acaba aquí: es impotente, deja la interpretación de lo contado para los
lectores. Michel, como protagonista, como narrador, como intérprete, ha perdido la distancia, los límites, y
los lectores tienen que reconstruirlos.
Pero ¿por qué ha perdido Michel los límites? ¿Qué es lo que hizo mal? Michel es traductor y fotógrafo de
profesión, así que tiene cierta conciencia tanto lingüística como visual. Pero no es ni escritor ni crítico:
ficcionalizar e interpretar son su afición, no su profesión. Interpreta la escena y no la foto. Usa la foto solo
como prueba o ilustración para sus suposiciones, que toma por verdaderas en vez de tomarlas como
ficción, como una realidad alternativa, artística. No trata ni la historia imaginada de la pareja como
literatura, ni la foto como obra de arte. Es el típico caso del uso y abuso del texto (entendido como obra de
arte en general) que describe Eco en Los límites de la interpretación (46-48), y que lleva a una
interpretación fallida, a un misreading. La pregunta es si el cuento de Cortázar cuestiona en general la
validez de cualquier interpretación, cuyo resultado es un vaciamiento necesario, o solo llama la atención
sobre el abuso del texto cuando la medida de la interpretación ya no es el texto mismo, como debería ser.
En palabras de Eco: «Los límites de la interpretación recaen sobre los derechos del texto» (19); o «el texto
tiene que ser el criterio de su propia interpretación» (51).
La continua reinterpretación de la situación conlleva la continua recreación de la historia imaginada, algo
parecido a como crea y recrea continuamente el pintor su cuadro en La obra maestra desconocida, de
Balzac. En este texto, el resultado de las continuas recreaciones desde diferentes perspectivas es un caos
del que, por un momento, emerge la figura perfecta antes de hundirse para siempre en el torbellino de las
pinceladas. Mientras que en la obra de Cortázar, el resultado es el vaciamiento y la pérdida de la distancia
hermenéutica, proceso descrito por Eco en la sección sobre el hermetismo, cuyo resultado es el vacío y la
interpretación continua (63-68). El narrador de «Las babas del diablo» intenta recuperar esta distancia
narrando todos los procesos interpretativos y creativos. Describe la ficcionalización de una escena, de la
que saca una foto para captarla, con el fin de guardar la historia imaginada de una forma condensada y
petrificada, así como la reinterpretación de la misma escena basándose en la foto, que no es más que la
ilustración de la historia ahora recreada. Además, define el vaciamiento de la foto como resultado de la
reinterpretación y recreación continuas y de su intromisión en ella. Su intención no se agota en dar una
recreación literaria de la foto, sino que quiere recobrar lo fallido, lo perdido durante el proceso de la

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interpretación, si no para sí mismo, al menos para sus lectores. Además, también hace alusiones al
proceso de la narración; por consiguiente, el cuento es un metacuento, un cuento sobre escribir un cuento.
La captación y conservación son deberes del artista, y en el cuento aparecen varias de sus formas (la foto,
el texto), pero ¿qué es lo que se capta y se conserva? ¿Es la belleza o la idea? ¿Se trata de un arte
ingenuo o sentimental, un arte instintivo o autorreflexivo? Ni la foto ni el texto son creaciones ingenuas,
sino muy bien consideradas, pero ¿son arte? El narrador es más bien cronista fiel de los procesos y
resultados, y su texto no es literario ni pretende serlo. Pero entonces ¿cómo es posible que siendo un
cuento de Cortázar el mundo lo acepte como una obra literaria? ¿Solo por meter el texto en un tomo de
cuentos funciona como cuento? Ni siquiera tiene las características del cuento tradicional: falta el choque
final, falta la rigidez, abundan palabras, tampoco es una flecha que vaya directamente hacia la dirección
apuntada. Entonces ¿qué es? ¿Un apólogo? ¿Un papirote hacia los críticos y teóricos de la literatura?
¿Quizás también hacia los mismos artistas? De todos modos, una cosa no es: una obra abierta como la
entiende Eco. A pesar de todas las técnicas modernas y la anticlausura, su carácter de parábola exige un
campo de interpretación bastante limitado, lo que no significa que la obra no plantee un sinfín de
cuestiones literarias y artísticas.

Obras citadas
1. Cortázar, Julio. (2003). «Las babas del diablo». En Obras completas I. Cuentos. Ed. Saúl Yurkievich.
Barcelona: Galaxia Gutenberg. 295-308.
2. Eco, Umberto. (2006). A nyitott mu. Budapest: Európa [Obra abierta. Barcelona: Seix Barral, 1965].
3. —(2013). Az értelmezés határai. Budapest: Európa [Los límites de la interpretación. Barcelona: Debolsillo,
2013].
4. Kunz, Marco. (1997). El final de la novela: teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en
lengua española. Madrid: Gredos.

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