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Disonancia y crítica social.

La marcha por
la vida como defensa de la inconsistencia
PUBL I SHED O N 11 Abr 2017
Por Gianfranco Casuso

El 12 de marzo de 2015 se aprobó en el Parlamento Europeo, por 350 votos


contra 151 y 97 abstenciones, el Informe “Panzeri” sobre los derechos
humanos y la democracia en el mundo, donde se consagra, como derechos
humanos, el derecho al aborto y la unión civil para personas del mismo
sexo. Ello fue el resultado de una búsqueda histórica de congruencia entre
principios generalmente aceptados y determinadas normas concretas que
deben realizarlos.

El 21 de marzo de ese mismo año, en Lima, se realizó la primera de


una serie de manifestaciones que rechazan el derecho a decidir sobre el
propio cuerpo y el derecho a la igualdad jurídica. Esta convocó a cerca de
medio de millón de personas y, aunque las cifras han menguado algo desde
entonces, el número de personas que apoya dicha idea sigue siendo
considerable. Una cantidad sorprendente, sobre todo si consideramos que
se trata de una movilización para mantener un estado de cosas y no para
transformarlo.

Una manifestación puede tener un sentido crítico y buscar llamar la


atención sobre contradicciones sociales que, no obstante, han pasado
desapercibidas hasta el momento. Por ejemplo, que negar a alguien la
posibilidad de planificar su vida unida legalmente a la persona que quiere,
contradice los valores liberales, socialmente aceptados, a la libre elección y
a la igualdad ante la ley. La premisa es que dentro de un mismo sistema
mental dos creencias incompatibles no pueden ser igualmente válidas: una
debe ser necesariamente falsa. Hacer que los sectores más conservadores
reflexionen sobre estas inconsistencias y modifiquen su sistema de
creencias es la más importante función social de una protesta ciudadana.
Idealmente, el resultado de ello debería ser que, si alguien quiere seguir
creyendo en tales principios liberales, tendría que aceptar como falsa la
creencia de que dos personas del mismo sexo no pueden estar unidos
civilmente.

Lo que vemos con estas marchas es algo distinto: se trata de la


defensa de que un sistema de creencias puede y debe ser internamente
contradictorio e inconsistente. ¿Qué es lo que lleva a cientos de miles de
personas a marchar por dejar las cosas como están? La razón no es política,
ni siquiera moral, sino epistémica y psicológica: se trata de la renuencia,
ciertamente patológica, a reconocer que el hecho de que nuestras propias
creencias no sean compatibles entre sí puede generar momentos de
crisis difíciles de soportar para la mayoría de las personas. En efecto, en el
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momento en que uno reconoce que su mente está albergando dos creencias
contradictorias, lo normal es que se tienda a resolver esa contradicción,
modificando una de tales creencias. De lo contrario,
tal disonancia cognitiva dificultará que podamos tomar decisiones y
actuar racionalmente.

Eso es lo ideal. Pero no es poco frecuente que, como recurso


estratégico para evitar dicha disonancia, muchas personas simplemente se
amparen en meta-creencias de naturaleza incontrovertible, las cuales
sirven como una mega-estructura a cuya luz todo, incluso las más
aberrantes contradicciones, está legitimado de una vez y para siempre. Por
ello la conservación de un sistema monolítico de creencias no pocas veces
es preferible al cambio, por eso una narrativa religiosa o cultural que se
pretende homogénea y sin fisuras (aunque esté realmente plagada de
contradicciones ocultas) logra convocar a muchas más personas que una
causa social que podría alterar no solo el orden sino nuestra propia
concepción del mundo. El riesgo que se corre al detectar y aceptar las
grietas en nuestros sistemas de creencias es grande: desestabilidad,
bloqueo temporal de la agencia, incertidumbre. No obstante, si el fin es la
construcción de una sociedad más justa, todo eso puede valer la pena.

Tanto las sociedades totalitarias como las democráticas se sostienen


sobre ciertas verdades que buscan defender. Lo que diferencia a unas de
otras no es, pues, su interés en mantener el statu quo, sino el modo en que
lo hacen y qué tan permeables logran ser al cambio sin poner en riesgo su
existencia.

Mientras que una sociedad abiertamente totalitaria tiene que


luchar constantemente por reprimir muestras explícitas de desacuerdo,
muchas veces con violencia extrema, una dictadura perfecta no necesita
aplacar las voces discordantes, pues desarrolla mecanismos –como la
cultura, la religión o los medios de masas– para homogeneizar a su
población sin violencia y evitar que el desacuerdo se produzca siquiera:
aquella asume que todos estamos de acuerdo en lo que es conveniente y
correcto, que hay un consenso implícito de base y un conjunto de principios
económicos, morales, jurídicos y culturales indiscutibles. Ese consenso
que bloquea al desacuerdo es lo que algunos llaman erróneamente “paz
social”.

A diferencia de una dictadura perfecta, donde se confunde la


ausencia de alternativas con la paz y la discrepancia con el conflicto,
una sociedad auténticamente democrática no es aquella donde no hay
protestas, sino donde se lucha continuamente para que lo que a primera
vista parece evidente, verdadero y absoluto pueda ser relativizado,
considerado desde otra óptica y revelado como lo que realmente es: el
producto contingente de acuerdos siempre revisables formados por

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voluntades humanas. La protesta social tiene un efecto multiplicador del
desacuerdo y este último abre posibilidades e impide la permanencia de un
pensamiento único.

Las protestas con esta finalidad crítica suelen convocar inicialmente


a grupos pequeños, pues su rol es precisamente enfrentar a la opinión
mayoritaria e ir creando espacios de disonancia hasta hacer que dicha
mayoría comience a cuestionar sus propias creencias e incluso sus deseos,
preferencias y gustos. Una protesta es siempre un fin en sí mismo:
independientemente de lo que logre a largo plazo, hacer explícito el
rechazo hacia algo que nunca antes se había puesto en cuestión es ya una
victoria.

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¿Es el enfoque de género una ideología?
Límites y excesos de la tolerancia
PUBL I SHED O N 29 Abr 2017
Por Claudia Cisneros

La conceptualización del género y sexo viene siendo debatida en el mundo


a raíz de nuevos conocimientos científicos y nuevos abordajes culturales
que cuestionan la noción más tradicional del género asociado al concepto
de sexo binario (solo hombre o mujer). Este debate pone también en
cuestión el significado y alcances de la tolerancia en un régimen
democrático. En el siguiente artículo propondremos que, para iniciar un
debate razonable del tema del género, es necesario partir de la noción de
que ambas posiciones en contienda son ideología. También intentaremos
dar luces acerca de cuánta tolerancia es necesaria o suficiente para
mantener una convivencia atinada sin recortar derechos a la libertad de
pensamiento o de opinión, al tiempo de no vulnerar la dignidad e identidad
de las personas.

Entendiendo por “ideología” un conjunto de ideas que componen un


cuerpo de pensamiento para la acción, podríamos decir que el marco de
referencia del género es una ideología. Por supuesto que esto genera más
de una aparente disonancia entre quienes defendemos el enfoque de género
(EdG). De un lado porque podría parecer que aceptamos las imputaciones
que hacen a la diversidad de género (DdG) sus detractores; y de otro lado
porque se podría interpretar como una abdicación a la hegemonía
semántica impuesta por esos mismos detractores que la atribuyen una
connotación peyorativa a la expresión “ideología”.

Si quienes defienden el sexo-género binario (Sb) son además


activistas de derechas, conservadores y anti-izquierdistas, el llamar
“ideología” al cuerpo de ideas que conforman una manera de entender la
diversidad sexual, parece implicar una dimensión política afín al concepto
de “ideología” que Marx utilizó, esto es: como falsa conciencia que
enmascara los intereses de clase y que pretende disfrazar de bien común
los intereses particulares. En este caso, cuando los detractores llaman
ideología al enfoque de género puede entenderse como una crítica a ese
sistema de creencias (EdG) que se denuncia como falso y que
supuestamente intenta universalizar una condición minoritaria que
contradice la concepción de género y sexo binario (Sb) que profesan, casi
siempre sustentada en la “naturaleza de las cosas”.

Se entiende, entonces, por qué el uso del término “ideología de


género” ha sido de facto rechazado por quienes defendemos el enfoque de
la diversidad de género. Porque el concepto “ideología de género” (IdG) que
manejan los conservadores, violenta el enfoque de diversidad de género
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desde un punto de vista político-cultural. Desde ese punto de vista, la
llamada “ideología de género” que profesan es excluyente, y suele usar
medias verdades para problematizar la diversidad en perjuicio de una
minoría históricamente postergada, desconoce los derechos de las
personas con una identidad diferenciada y rechaza el reconocimiento
público de esas minorías.

Pero si intentamos ver desapasionadamente ambos extremos,


resulta evidente que estamos frente a dos ideologías (en el sentido llano)
contrapuestas: IdG versus EdG (Ideología de Género vs Enfoque de
Género). Tanto en razón del cuerpo de ideas que inspiran un pensamiento
determinado, como en su llamado a la praxis para transformar (o
conservar) un sistema político-cultural. Por ello, sería interesante que
quienes defendemos el enfoque de género, en lugar de rechazar la categoría
de la IdG, optemos por reapropiarnos de ella y resemantizar su uso hasta
que pierda el carácter peyorativo que sus propulsores han diseminado. Esa
sería una mayor victoria lingüística-política que rechazar que el EdG es una
ideología en el sentido que hemos expuesto (en el sentido llano).

Pero para ello tendríamos que abdicar primero de algo muy difícil de
hacer, que es la creencia de que nuestra creencia es tan verdadera y tan
justa que es universalizable (o debiera serlo) y que no hay lugar para otro
tipo de creencias. Aun cuando pensemos que estas últimas están erradas,
sigue siendo un error de estrategia finalizar una conversación antes de que
empiece, deslegitimar al contrincante y no aprovechar espacios de debate
para poner en evidencia estos errores. Más aún si tomamos en cuenta que
no es una minoría de personas las que se adhieren al pensamiento
conservador binario del sexo y género.

Esto nos lleva a un segundo tema que me interesa tratar en este


artículo y es acerca de los límites de la tolerancia y del debate, si acaso
pueden y debe haberlos. Cuál es el límite de la opinión tolerable o si acaso
existen circunstancias en las que un debate entre creencias distintas debe
ser rechazado por estimar que se le otorga alguna legitimidad a las ideas
del otro que creemos falsas, peligrosas y hasta injuriosas.

Si priorizamos un enfoque ético, ciertamente no parece ni inteligente


ni conveniente facilitar un espacio como caja de resonancia a ideas que
agreden, afectan o despojan de sus derechos a un grupo humano. Sin
embargo, tengo la impresión de que invisibilizar a quienes siendo una
mayoría pretenden invisibilizar a una minoría, no solo es actuar de la
misma forma en que les criticamos, sino que debilita la causa en favor de la
diversidad de géneros. Si bien toda minoría en una sociedad democrática
debiera tener garantizado el derecho a sus derechos, lo cierto es que hay
una batalla que ha de darse, más allá de la teoría, los principios y la
normatividad. Es una batalla que sucede en la dimensión pública. Y es que

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las demandas de fondo de quienes se adhieren al enfoque de género no
pasan solo por lo jurídico, sino también por un necesario y saludable
reconocimiento social de su identidad y como colectivo diverso. Por tanto,
mal haríamos en cerrar las puertas del debate cuando más bien deberíamos
estar exponiendo en público nuestros argumentos con tal contundencia,
conocimiento, respeto y honestidad, que se prueben mejores en el
contrapunto con el pensamiento conservador. Para ello, por supuesto, hace
falta que quienes se impliquen en el debate inviertan tiempo importante en
prepararse discursivamente, no solo acerca de sus propias ideas y sus
puntos ciegos, sino acerca de las ideas, argumentos y sustentos que
presenta el adversario.

Ciertamente se puede comprender que quienes se niegan a llevar a


cabo debates de temas que implican discriminación y negación de
derechos, puedan sentirse ofendidos ante la exhibición pública de un
discurso de odio, pero si un número importante de ciudadanos no entiende
aun que debería cambiar su postura de discriminación por una de
inclusión, me parece que la mejor manera de transformar desde dentro la
sociedad y seguir expandiendo las ideas es mediante los debates públicos.
La regla de oro ha de ser las formas. Más allá de los contenidos, las formas
deben ser respetuosas.

Es importante enfatizar en las formas. Si la posición conservadora


calumnia, difama, incita a la violencia y/o directamente atenta contra la
integridad física de las personas, se convierte en una actitud intolerable
para el debate y para la sociedad involucrada. Se tornan en actitudes cuyas
formas inhabilitan el debate. Karl Popper decía que “si extendemos la
tolerancia ilimitadamente a aquellos que son intolerantes, si no estamos
preparados para defender la tolerancia de la sociedad contra la arremetida
del intolerante, el tolerante será destruido y con él la tolerancia”.
Ciertamente el concepto de tolerancia es un concepto problemático. Así lo
mostró Rainer Forst en Toleration in conflict: past and present. Forst
también demuestra que la tolerancia puede ser usada como medio de
equilibrio social, reciprocidad y respeto, tanto como método de
dominación.

Sartre también opina en esa línea en Reflexiones sobre la cuestión


judía. Dice que la discriminación contra el judío no entra en la categoría de
pensamientos protegidos por el derecho de libre opinión: “Me niego a
llamar opinión a una doctrina que apunta expresamente a determinadas
personas y que tiende a suprimirles sus derechos o a exterminarlas”.
Extrapolando su opinión al tema del género, ni la violencia ni la muerte
serían considerados objetos de tolerancia, allí hay un límite claro. Pero
fuera de eso, las ideas por más hirientes, ofensivas, e indignantes que
puedan resultar hay que combatirlas con ideas, conocimiento, respeto,
ironía y hasta una dosis de humildad.

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Los cambios culturales importantes suelen darse en extensos
periodos de luchas, debates, exigencias y reivindicaciones que a lo largo de
la historia han producido sacrificios, muertes y sangre. Las
transformaciones sociales pueden demorar y encontrar resistencias,
especialmente en aquellos temas complejos que involucran la propia
ideología o sistemas de creencias más arraigados y que requieren de la
difícil tarea de superar la disonancia de algunas de nuestras creencias más
sedimentadas.

Para poder empezar a discutir y plantear el deber-ser que


consideramos más conveniente para una convivencia atinada en sociedad,
es imprescindible partir primero por reconocer aquello que es. Y ese
reconocimiento pasa por aceptar que, equivocada o no, una mayoría aun
defiende conceptos y creencias que discriminan y ofenden, y que es
necesario atender a sus argumentos para combatirlos en el terreno de las
ideas. La tolerancia como virtud política debe llevarnos a debatir en
condición de respeto al otro y fijar en ese debate los argumentos y valores
que consideramos mejores para todos. Apropiarnos del concepto de
“ideología de género” y posicionarlo como el mejor sistema de creencias en
la contienda porque se basa en la defensa de los derechos, identidad y
dignidad de las personas en equidad. Solo así la exigencia de la
normatividad que se persigue podrá ser acompañada, eventualmente, de
una conciencia social más extendida de su justicia y relevancia. Sin perder
la calma, toca seguir insistiendo y resistiendo con ideas, respeto, tolerancia
y fuerza.

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