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CITAS

Cantata Sinfónica Lamento del Doktor Faustus


Por otra inversión del significado, la última y verdaderamente postrera, merece aquí un
recuerdo, un cordial recuerdo: el lamento infinito que, al final de la obra, con voz suave,
superior a la de la razón, con el lenguaje sin palabras que sólo es dado a la música, roza y
hiere la sensibilidad. Me refiero al tiempo final de la cantata, cuando el coro se pierde en la
orquesta, y cuyas armonías son como el lamento de la Divinidad ante la perdición de su
mundo, como la voz del Creador clamando que tal «no fue su voluntad». En este final se
encuentran, para mí, los más extremados acentos de la tristeza, la expresión del más patético
desespero, y serían una violación, que no cometeré, de la intransigencia de la obra, y de su
incurable dolor, decir que sus notas, hasta la última, contienen otro consuelo que el de poder
dar expresión sonora al dolor —el consuelo de pensar que a la criatura humana le ha sido
dada una voz para expresar su sufrimiento. No, ese oscuro poema sinfónico llega al final sin
dejar lugar a nada que signifique consuelo, reconciliación, transfiguración. Pero ¿y si la
expresión —la expresión como lamento— que es propia de la estructura total de la obra no
fuera otra cosa que una paradoja artística, la transposición al arte de la paradoja religiosa
según la cual en las últimas profundidades de la perdición reside, aunque sólo sea como
ligerísimo soplo, un germen de esperanza? Sería esto entonces la esperanza más allá de la
desesperación, la trascendencia del desconsuelo —no la negación de la esperanza, sino el
milagro más alto que la fe. Escuchad el final, escuchadlo conmigo: Uno tras otro se retiran
los grupos instrumentales, hasta que sólo queda, y así se extingue la obra, el único sobreagudo
de un violoncelo, la última palabra, la última, flotante, resonancia, apagándose lentamente en
una fermatapianissimo. Después nada —silencio y noche. Pero la nota ya muerta, cuyas
vibraciones, sólo para el alma perceptibles, quedan como prendidas en el silencio, y lo que
era el acorde final de la tristeza, dejó de serlo, cambió su significación y es ahora una luz en
la noche. 680 XLVI

Mi impresión de conjunto se resume así: arrancando de un punto de partida firme y conocido


se encuentra uno arrastrado hacia regiones cada vez más remotas. «No me propuse escribir
una sonata —me dijo un día Adrián—, sino una novela».

Esta tendencia a la «prosa» musical alcanza su nivel más elevado en el cuarteto para
instrumentos de cuerda, la más esotérica de las obras de Leverkühn, compuesto
inmediatamente después del septimino. Siendo la música de cámara, por tradición, el
palenque de los desarrollos temáticos, éstos brillan provocadoramente por su ausencia en el
cuarteto de Adrián. No hay en él ni relación entre los motivos, ni desarrollos, ni variaciones,
ni repeticiones. Sin interrupción, y aparentemente sin ilación, lo nuevo sucede a lo mievo sin
más aglutinante Que las analogías tonales o sonoras y, sobre todo, los contrastes. De las
formas tradicionales, ni el más leve vestigio. Se diría que en esta composición, de anárquica
apariencia, el maestro había retenido su respiración para acometer, con tanta mayor decisión,
la cantata de Fausto, la más sistemática de sus obras. En el cuarteto se dejó guiar por su solo
oído, por la lógica interna de la invención. Con ello la polifonía es llevada al último extremo
y cada una de las voces existe en cada momento por sí misma. El elemento articulador del
conjunto es la resuelta oposición entre los tiempos, a pesar de que la obra ha de ejecutarse
sin interrupción. El primero, con la indicación de moderado, evoca una conversación de
profundo contenido reflexivo y alto nivel intelectual. Los cuatro instrumentos alternan en un
grave y sosegado intercambio, desprovisto casi por completo de giros dinámicos. Sigue un
tiempo presto, susurrado casi con frenesí por los cuatro instrumentos, todos ellos atenuados
por la sordina. Un tiempo lento y breve viene a continuación, dominado desde el principio
hasta el fin por el canto de la viola, a la que sirven de acompañamiento sumarias
intervenciones de los instrumentos restantes. En el allegro con fuoco final de polifonía se da
amplio y libre curso. No conozco nada que supere la estimulante vivacidad de este final,
donde se diría que salen lenguas de fuego de cada una de las cuatro cuerdas: una combinación
de escalas y trinos imposible de escuchar sin tener la sensación de que se está oyendo una
orquesta entera. 632 XLIII

Ese gigantesco «Lamento» —su ejecución dura alrededor de hora y cuarto— llama la
atención por su falta de dinamismo, por la ausencia de desarrollos, de acción dramática,
sugiere la imagen de los círculos concéntricos que causa una piedra al caer en el agua,
empujándose unos a otros hacia lo lejos, sin dramatismo, siempre idénticos. Una
formidable sucesión de variaciones del lamento —negativamente emparentadas, como
tales, con el final de la novena sinfonía y sus jubilosas variaciones— se amplifica en
círculos, cada uno de los cuales arrastra al siguiente consigo, irresistiblemente: tiempos,
grandes variantes que corresponden a los diversos capítulos del texto y que no son otra
cosa, en sí mismos, que series sucesivas de variaciones. Y todo ello descansa sobre un
tema, una figura fundamental de notas, extraordinariamente plástica, sugerida por un
determinado pasaje del texto.

“«Eres un animal —me decía— si no te interesas por eso. No hay nada mejor que la presencia de
relaciones ordenadas. El orden lo es todo». Epístola a los Romanos, trece: «Lo que es de Dios es
del orden.»” VII: 64

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