Sei sulla pagina 1di 279

CONSEJO EDITOR:

• Director de la colección: DOMINGO PLÁCmO

• Coordinadores:
• Prehistoria: MANUEL FERNANDEZ-MIRANDA
•Historia Antigua: JAIME ALVAR EZQUERRA
•Historia Medieval: JAVIER FACI LACASTA
•Historia Moderna: M.ª VICTORIA L0PEZ-CORD0N
• Historia Contemporánea: ELENA HERNANDEZ SANDOICA
ROSARIO DE LA TORRE DEL Río
TEORÍA Y MÉTODO
DE LA ARQUEOLOGÍA

Víctor M. Fernández Martínez


Profesor Titular del Departamento
de Prehistoria de la Universidad Complutense

EDITORIAL
SINTESIS
Diseño de cubierta: Juan José Vázquez

© Víctor M. Femández Martínez


© EDITORIAL SINTESIS, S. A.
Vallehermoso, 32 - 4. 0 A Izq.
28015 Madrid
Teléf. (91) 593 20 98

Reservados todos los derechos. Está prohibido bajo


las sanciones penales y el resarcimiento civil pre-
vistos en las leyes reproducir, registrar o transmi-
tir esta publicación, íntegra o parcialmente, por
cualquier sistema de recuperación y por cualquier
medio, sea mecánico, electrónico, magnético, elec-
troóptico, por fotocopia o por cualquier otro sin la
autorización previa por escrito de Editorial Síntesis.

ISBN: 84-7738-076-7
Depósito legal: M. 40.283-1989
Fotocomposición: MonoComp, S. A.
Impresión: Lave!, S. A.
Impreso en España - Printed ín Spaín
A mis padres
índice
l. Introducción.......................................... 9
1.1. Arqueología, Prehistoria y Antropología 1O
1.2. Método y teoría. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14

2. Historia de la .Arqueologia .. , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
2.1. Los primeros ensayos: mito y ciencia en la Antigüedad
y Edad Media . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
2.2. Renacimiento e Ilustración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
2.3. Problemas con la Geología: el diluvio y la antigüedad
del hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
2.4. La Arqueología del siglo XX. La «Nueva Arqueología»
y las tendencias actuales 30

3. Los datos: dónde están y cómo se recuperan . . . . . . . . . . . 35


3.1. Los yacimientos arqueológicos: tipos y procesos de
formación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
3.2. La prospección arqueológica: planteamientos y técni-
cas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
3.3. La excavación arqueológica: algunos principios gene-
rales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

4. .Análisis: poniendo orden en los datos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85


4.1. Unidades de análisis arqueológico . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86
4.2. Principios de cuantificación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
4.3. Las aplicaciones informáticas en Arqueología . . . . . . . . 114

5. La cronología relativa: unas cosas encima de otras..... 123


5.1. La Estratigrafía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
5.2. La Seriación: evolución gradual de la cultura . . . . . . . . 137

6. Cronologia absoluta: necesitamos un calendario . . . . . . . 145


6.1. Desde el origen a los «relojes atómicos» . . . . . . . . . . . . 146

7
6.2. El Carbono-14..................................... 151
6.3. La Termoluminiscencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165
6.4. El Potasio-Argón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
6.5. La Serie del Uranio (Uranio/Torio) . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174
6.6. Las Huellas de Fisión ................... , . . . . . . . . . . 176
6.7. La Racemización de Aminoácidos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
6.8. El Arqueomagnetismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179

7. Los métodos científicos: el ojo no basta................ 187


7 .1. La reconstrucción del medio ambiente . . . . . . . . . . . . . . 188
7. 2. El análisis químico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
7.3: Los estudios isotópicos 217

8. La interpretación: algo de teoría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225


8.1. La Nueva Arqueología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 230
8.2. La Arqueología marxista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247

9. Epilogo: el arqueólogo y los demás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271

8
1. _ _ _ __
Introducción*

Sobre la evolución completa del ser humano, que comenzó hace


unos dos millones de años, sólo se poseen datos escritos de los últimos
cinco milenios, lo que ni siquiera llega a representar el uno por ciento
de la existencia del hombre sobre la tierra. A pesar de haberla escu-
chado y leido en múltiples ocasiones, al autor de este libro le sigue
impresionando tal afirmación. ¿Qué ocurrió durante todo ese tiempo
anterior?, ¿eran aquellos hombres parecidos a nosotros, se hacían las
mismas preguntas, sufrian y gozaban con nuestras mismas angustia y
esperanza? ¿De qué forma es posible hoy acercarse a esa realidad,
desvanecida para siempre en el pasado?
Algunos usan simplemente su imaginación, y la literatura o el cine
en los últimos años nos han ofrecido imágenes tan vívidas que por unos
instantes nos han hecho sentir la ilusión de su realidad. Peliculas como
En busca del fuego de Jean-Jacques Annaud, o libros como la serie de
los hijos de la tierra de Jean Auel o, con mayor calidad literaria y poder
de evocación, La luna del reno de Elisabeth Marshall y Los herederos
de Willian Golding presentan al hombre actual una imagen más o menos
bucólica de sus antepasados lejanos, de acuerdo con las tendencias
ecologistas actuales.

* Agradezco a los doctores Gonzalo Ruiz Zapatero, Maribel Martinez Navarrete, Ma-
nuel Femández-Miranda y Domingo Plácido Suárez la lectura atenta del texto y algunas
sugerencias que he procurado tener en cuenta. Mi agradecimiento más especial va
dirigido a Carmen Ortiz García, quien no sólo me ofreció numerosas indicaciones sobre
múltiples temas, sino que también corrigió pacientemente todo el texto.

9
Otros escogen la aproximación que podríamos denominar científica,
consistente en llevar a cabo todas las deducciones posibles y pertinen-
tes a partir de los escasos restos materiales que todavía quedan de la
actividad de aquellos hombres y mujeres, los que la tierra cubrió con
su capa protectora. Y de eso precisamente trata el presente libro, de la
disciplina que se ocupa de realizar esa labor: la Arqueología.
Como intentarán demostrar las páginas que siguen, el progreso del
método y la teoría arqueológicos en los últimos años hace que cada vez
parezca menos ilusorio el acercamiento objetivo a nuestro pasado. Un
pasado del que se aspira a la reconstrucción global, que incluya no sólo
los aspectos materiales, sino también los económicos, sociales e ideoló-
gicos de la cultura.

1.1. Arqueología, Prehistoria y Antropología

La Arqueología y la Prehistoria tienen tanto en común que en algu-


nas partes de este libro se referirán como sinónimos, y con ejemplos
prehistóricos se expondrán la mayoría de los principios teóricos de la
primera. No obstante, existen diferencias -en opinión del autor más
accidentales que esenciales-, que veremos a continuación.
Por Arqueología se entiende, según una definición clásica, la recu-
peración, descripción y estudio sistemáticos de la cultura material del
pasado. En este aserto está incluido un elemento tan esencial de la
disciplina como son los restos materiales, que en la Prehistoria son la
única parte de la cultura que sobrevive cuando fallecen los hombres
que los fabricaron y usaron, cuando desaparecen o evolucionan las
culturas globales que les dieron su sentido. Lógicamente, los restos
que estudia la Arqueología pueden pertenecer también a épocas histó-
ricas, las que se desarrollaron tras el surgimiento de la escritura y por
ello, además de la Arqueología prehistórica, existen la Arqueología de
las primeras civilizaciones (Arqueología clásica, egipcia, mesopotámi-
ca, andina, etc.), la Arqueología medieval y la Arqueología industrial o
moderna.
Por lo tanto, el concepto de Arqueología es más amplio y engloba al
de Prehistoria. No obstante, a causa de la mucho mayor amplitud de los
tiempos prehistóricos sobre los históricos, de que para los primeros no
contamos con otra fuente de información que la arqueológica, y de que
la mayoría de los avances teóricos se han producido con el objeto de
interpretar los restos más antiguos, la Arqueología prehistórica tiene
sin duda la primacía sobre todas las demás.
Por otro lado, para los períodos históricos la principal fuente de
información procede de los textos escritos, y en el desarrollo de la

10
disciplina histórica la Arqueología se ha incorporado en fecha relativa-
mente reciente (aunque ya llevaba tiempo ligada a la Historia del Arte,
con la que desgraciadamente aún se confunde). Todo ello hace que
muchos historiadores la consideren todavía «disciplina auxiliar», una
especie de «hermana menor» que se ocupa de las supervivencias me-
nos interesantes de la actividad humana, en contraposición con los
datos sobre el mundo social y espiritual que proporcionan los restos
textuales.
Dos hechos distintos pueden provocar un cambio radical de opinión
al respecto. Por una parte, hoy se sabe que los restos materiales contie-
nen mucha más información de la que se había imaginado hasta ahora,
no solo referente a la tecnología y economía, sino también a la organi-
zación social y al mundo simbólico y religioso. En segundo lugar, y de
forma complementaria, la Arqueología atraviesa un proceso de activo
debate y renovación teórica, que en esencia consiste en el diseño de
métodos propios de reconstrucción a partir de lo material y que conlle-
va un aumento de su «respetabilidad» científica. De todo ello se obtiene
que la Arqueología histórica ya no se dedicará sólamente a la labor de
verificar los datos textuales, sino que va a ofrecer una información
distinta, inasequible por otros medios.
Existe en la actualidad una tendencia a distinguir epistemológica-
mente la Arqueología (prehistórica) de la Prehistoria, que tendrían un
mismo objeto «formal» pero diferente objeto «teorético». Las dos disci-
plinas estudian los restos materiales, pero mientras la primera se en-
carga de su recuperación y análisis (clasificación, tipología, etc.), co-
rresponde a la segunda la labor de interpretación y síntesis, el acerca-
miento a los aspectos no materiales de la cultura, la reconstrucción de
los acontecimientos en un sentido histórico o antropológico. Aunque
reconozcan que los dos procesos se realizan por la misma persona (que
es primero «arqueólogo» y luego «prehistoriador»), los partidarios de
tal distinción no consiguen ocultar la mayor categoría intelectual que se
otorga a la segunda actividad sobre la primera (el arqueólogo se ve
como el mecánico «excavador» o el estrecho «especialista»).
Es posible que la distinción anterior funcione todavía, más bien en
un nivel inconsciente, dentro de la tradición académica de nuestro país,
debido sobre todo a la influencia francesa, hasta hace poco muy fuerte
en la Prehistoria española. No obstante, se advierten cambios produci-
dos por la creciente fuerza de la investigación anglosajona, artífice de
la mayoría de los avances teóricos en las últimas décadas. En esta
tradición ha primado, por diversas causas, el término de «arqueología»
sobre el de «prehistoria» para denominar tanto las actividades de recu-
peración de datos (Arqueología «de campo»), como las de análisis
(«analítica») o de interpretación («teoría arqueológica»).

11
La elección no es inocente ni arbitraria: el término «prehistoria»
proviene de una visión de la disciplina como la continuación hacia atrás
en el tiempo de la labor histórica, es decir, la «historia de los tiempos
prehistóricos», mientras que «arqueología prehistórica» no sólo indica
la separación del historicismo y el comienzo de una visión más antropo-
lógica, sino sobre todo el énfasis en la especificidad de la ciencia
arqueológica, distinta tanto de la Historia como de la Antropología.
En los medios académicos anglosajones, de acuerdo con la idea
anterior, es habitual también que la formación arqueológica no esta-
blezca distinción entre los periodos prehistóricos e históricos, y que se
considere a un «arqueólogo» como alguien capacitado en principio
para excavar, analizar e interpretar restos de cualquier época o lugar.
Aunque lógicamente exista y sea conveniente la especialización, al ir
adquiriendo la Arqueología una teoría y un método propios, es más
importante la formación específica y amplia sobre la forma concreta
como investiga (metodología), que el conocimiento detallado de los
restos materiales o fuentes históricas de cada período cronológico. Es
decir, y simplificando con un ejemplo, para excavar e interpretar un
yacimiento medieval estaría en principio más capacitado cualquier ar-
queólogo (aunque se haya formado en.la Prehistoria) que un historiador
medievalista.
Además de a la Historia, la Arqueología ha estado muy ligada desde
sus inicios a la Antropología. No tanto a la Antropología Física, que
estudia el origen y evolución del hombre como ser biológico, como a la
Cultural (Etnología) que se ocupa de la tecnología, pautas de comporta-
miento, organización social y creencias de los grupos humanos, y que
se especializó en su origen en las sociedades de pequeña escala (co-
múnmente llamadas «primitivas»), aunque hoy exista también una An-
tropología «urbana» o «de las sociedades complejas». Para muchos, la
Arqueología es la continuación hacia el pasado de la labor antropológi-
ca sobre los grupos actuales, la «Antropología del pasado».
La postura anterior se ha pretendido oponer a la ya citada visión de
la Prehistoria como prolongación hacia atrás de la Historia. Mientras
que la idea clásica sobre la segunda consiste en considerarla una cien-
cia descriptiva, que se limita a narrar la sucesión de acontecimientos
particulares que sucedieron en cada región concreta (ciencia ideográ-
fica), la Antropología aspira últimamente a descubrir regularidades del
comportamiento humano, susceptibles de convertirse en leyes más o
menos generales del mismo (ciencia nomotética). Es decir, parece co-
mo si la adopción de los fines de la Antropología hiciera a la Arqueolo-
gía más científica que si opta por los de la Historia.
En los últimos tiempos, la Arqueología ha renovado su vieja alianza
con la ciencia antropológica por otras razones: ésta le proporciona una

12
información indispensable para la interpretación de los restos materia-
les del pasado. Tal unión ha provocado el surgimiento de una nueva
disciplina: la Etnoarqueología, que se ocupa de establecer las relacio-
nes entre el comportamiento humano y sus residuos tangibles, median-
te la observación de grupos actuales.
En el caso más habitual estos grupos son primitivos, ya que cuentan
con un nivel tecnológico muchas veces similar al de los grupos prehis-
tóricos extinguidos. Así, por ejemplo, la observación de los San (Bos-
quimanos) de Sudáfrica, cazadores-recolectores que antaño ocuparon
buena parte del Sur del continente pero que hoy están limitados al
desierto del Kalahari y zonas limítrofes, ha proporcionado información
muy interesante sobre la organización social (composición muy flexible
de las bandas), los territorios explotados (aquéllos a los que se llega en
menos de dos horas desde el campamento), la distribución espacial
dentro de los asentamientos (zonas de trabajo, descanso, etc.), la tecno-
logía lítica (p.e. el enmangado de las puntas en las flechas, el veneno
empleado en las mismas, etc.) e incluso el mundo simbólico (trance de
los chamanes, conseguido por el baile rítmico, propiciatorio de la caza,
salud o lluvia) de este tipo de pueblos. Todo estos datos han sido luego
aplicados a la interpretación de determinados aspectos de las culturas
paleolíticas, siguiendo el esquema de la analogía que veremos en el
capítulo octavo.
En los últimos años la Etnoarqueología ha ampliado su campo de
acción a la sociedad industrial, en la idea de que el estudio de nuestra
propia cultura material, con una visión arqueológica (formación, tipolo-
gía e inferencia), puede ofrecer resultados interesantes y no suscepti-
bles de observación con otras metodologías. Por ejemplo, a comienzos
de los setenta Willian Rathje estudió una muestra de los cubos de
basura de la ciudad de Tucson (Arizona), con la inesperada conclusión
de que el derroche de alimentos era menos usual en las clases altas que
en las bajas, debido al más prolongado almacenaje que realiza el se-
gundo grupo para aprovechar las ofertas. Años más tarde, Michael
Schiffer llevó a cabo un estudio parecido en la misma ciudad, con el fin
de comprobar el grado de reutilización de los productos viejos no
estropeados, el cual se reveló muy frecuente en oposición a la idea
habitual de un intenso despilfarro en la cultura americana actual. Otros
estudios se han ocupado de las lápidas de los cementerios, la organiza-
ción de los alimentos en los supermercados, la forma y tamaño de las
cercas de los terrenos, de las viviendas, de las diferentes clases y
colocaciones de los graffiti, etc.

13
1.2. Método y teoría

La organización de este libro intenta seguir los pasos sucesivos que


realiza la investigación arqueológica, con un capítulo al comienzo dedi-
cado al pasado de la disciplina y el camino que siguió hasta convertirse
en lo que es hoy, y otro al final que examina sus condicionantes sociales
y posible futuro. Se exponen los principios más importantes que se
deben seguir en la recuperación, análisis e interpretación de la cultura
material, todos los cuales constituyen la teoría arqueológica. En el
momento en que tales principios se aplican a la resolución de proble-
mas concretos, pasan a funcionar como método arqueológico, pero en
sí mismos se basan en postulados teóricos de diferentes niveles, como
veremos a continuación. No obstante, en el libro se ha respetado la
denominación tradicional de teoría y método, refiriéndonos a la prime-
ra únicamente cuando se trata de la teoría social, cuyos principios de
alto nivel constituyen los paradigmas que rigen la interpretación final
del resultado de los métodos anteriores.
En general, las ciencias tienden a organ~arse internamente en prin-
cipios de mayor o menor nivel. Por encima están los de mayor genera-
lización, cuyo contenido empírico es menor y que en muchos casos son
los de más dificil demostración o refutación. Según vamos descendien-
do de nivel, los principios son más específicos y empíricos (leyes
experimentales), y su contrastación es más fácil, lo cual hace que su
aceptación sea cada vez más unánime. A lo largo de su historia, la
Arqueología ha ido adquiriendo prestados muchos de sus principios, la
mayoría de los de bajo y todos los de alto nivel, y sólo recientemente
ha comenzado a elaborar los suyos propios. La labor de los próximos
años consistirá en ir descubriendo diversas leyes experimentales que
todavía faltan, con el objetivo último de elaborar principios teóricos
generales que sirvan esencialmente o que provengan de los datos
arqueológicos. En la denominación de Binford, es necesaria la cons-
trucción de «teoría de alcance medio», en el camino hacia el estable-
cimiento de leyes generales del comportamiento humano en el pa-
sado.
En el capítulo tercero de este libro se verán diversos principios de
la formación y recuperación de los datos arqueológicos. Los procesos
de deposición de los yacimientos han empezado a conocerse hace
poco, y lo todavía precario de la investigación ha hecho que sólo les
dediquemos un apartado. En éste se verá casi únicamente la parte del
proceso que corresponde a la actividad humana (C-transforms de Schif-
fer), mientras que la parte no cultural o natural (N-transforms) se exami-
nará al comienzo del capítulo séptimo, junto con la reconstrucción
paleoambiental. No es aventurado suponer que si este libro se escribie-

14
ra dentro de unos años, el espacio dedicado a los procesos de forma-
ción arqueológica, que Schiffer llama «teoría de la reconstrucción»,
sería mucho mayor.
La recuperación arqueológica se hace a través de la prospección y
la excavación de yacimientos. En ambos puntos existen principios de
bajo nivel, aunque la experimentación de los últimos años en prospec-
ción, sobre todo en Norteamérica, promete la pronta elaboración de
principios más generales, que ahora se toman de la Geografía o la
teoría estadística del muestreo. En cuanto a la prospección con medios
técnicos, la teoría de alto nivel proviene de la Física y la Química. La
excavación sigue todavía recurriendo a principios propios elaborados
hace tiempo, aunque los avances en estratigrafía, vistos en otro capítu-
lo, empiezan a modificar su esquema teórico.
En el capitulo cuarto se examinarán las partes consecutivas del
análisis arqueológico, comenzando con la definición de las diferentes
unidades: atributo, artefacto, tipo y cultura arqueológicos. Los princi-
pios más generales se han tomado en este caso de la Estadistica y de la
teoría de las escalas de medida, aunque los datos arqueológicos pre-
sentan modelos específicos de comportamiento, tanto uni como multiva-
riante. Por desgracia, el insuficiente espacio de este libro no ha permi-
tido exponer los diferentes principios tecnológicos y de inferencia que
gobiernan cada clase general de artefacto (útiles líticos, cerámica, hue-
so, metal, etc.), y por ello nos hemos limitado a describir el comporta-
miento de sus abstracciones respectivas, aunque ilustradas con ejem-
plos concretos. El capítulo termina mostrando algunas de las aplicacio-
nes más comunes de la Informática a los datos arqueológicos.
En los capítulos quinto y sexto se encuentran aquellos apartados del
análisis que se refieren al establecimiento de la cronología, relativa y
absoluta. La primera permite conectar con el tema de la excavación en
los principios de la estratigrafía que, aunque procedentes original-
mente de la Geología, se han visto perfeccionados en los últimos años
por aportaciones propias de la Arqueología («matriz» de Harris). La
seriación, basada en el cambio gradual de la cultura a lo largo del
tiempo, representa quizás el único campo de la cronología cuyos prin-
cipios han sido establecidos exclusivamente por arqueólogos, comen-
zando con Flinders Petrie a fines del siglo pasado. Por el contrario, los
principios de la cronología absoluta proceden todos de otros terrenos
científicos, especialmente de la Física atómica. Con todo, no parece
necesario que un arqueólogo comprenda los principios de alto nivel
que se dan allí, tales como la teoría de la relatividad, por ejemplo. Si,
en cambio, puede ser útil el entendimiento de algunos principios de
grado medio o bajo, como por ejemplo los que rigen el comportamien-
to de los átomos inestables (isótopos), que han pasado a ser los de nivel

15
más alto (los más generales) en la teoría de casi todos estos sistemas de
datación.
En el capítulo séptimo se analizan las ayudas que otras ciencias
prestan en la inferencia arqueológica (la cronología también se puede
considerar como inferencia, separada del análisis). Para la reconstruc-
ción del clima y medio ambiente que rodeó en el pasado a los asenta-
mientos humanos contamos con los principios y estudios de la Geología
y Geomorfología, Arqueozoología y Arqueobotánica. Para llegar a re-
sultados válidos sobre el origen, fabricación e intercambio o comercio
de los diferentes artefactos nos basaremos en el análisis químico de los
mismos; para realizar inferencias sobre la dieta alimenticia de los hom-
bre prehistóricos usaremos los principios del análisis isotópico, etc.
La teoría social de la Arqueología, que intenta explicar en último
término la diversidad y evolución del comportamiento humano, es exa-
minada en el capítulo octavo. Al contrario de lo que ocurría con los
apartados anteriores de la investigación, en los que suelen existir prin-
cipios aceptados casi universalmente para cada problema -precisa-
mente por que la mayoría son de bajo nivel (experimentales)-, entre
las diferentes teorías sociales existe una fuerte competencia. Cada una
cuenta con principios de alto nivel poco susceptibles de prueba o
refutación definitiva, al contrario de lo que ocurre en las ciencias natu-
rales, donde existen paradigmas de aceptación general aunque hayan
ido cambiando con el tiempo. Por ello, la elección de una u otra teoría
es un asunto casi personal de cada arqueólogo, si bien algunas pueden
resultar más útiles o explicar mejor ciertos aspectos de la cultura que
las demás, y el eclecticismo no parece una opción descartable. Las
teorías han sido tomadas de otras ciencias, como la Antropología, Histo-
ria económica, Geografía, Teoría de Sistemas, etc., aunque algunos
piensan que no está lejos el día en que la Arqueología proponga su
propia teoría social como aportación al resto de las ciencias humanas.
En el capítulo octavo se verá un panorama general, con ejemplos de
aplicación concreta, de las más importantes en la actualidad: el histori-
cismo cultural, la Nueva Arqueología, el marxismo y el estructuralismo.
Finalmente, en el capitulo noveno se pasará revista a algunos temas
de interés hoy en día, como son las relaciones de la Arqueología con la
ideología dominante, el papel que puede jugar en las luchas políticas
del presente, y la forma de aumentar su impacto social y, por consi-
guiente, sus fuentes de financiación. También haremos referencia a la
situación actual de la Arqueología española.
Un tema de gran importancia en la investigación actual, que no ha
sido posible tratar en el libro, es el conjunto de principios teóricos que
podríamos llamar «de nivel medio». Se trata de sistemas de inferencia
de los restos materiales al comportamiento, casi siempre con un origen

16
o comprobación en la Etnoarqueología y que son aceptados por la
mayoría de los investigadores: la arqueología demográfica, funeraria
(o «de la muerte»), del intercambio y comercio, económica (análisis
territorial), espacial, experimental, etc. La exposición con cierto detalle
de tales teorías hubiera obligado a alargar excesivamente el texto y,
por otro lado, existen suficientes publicaciones en español (o se en-
cuentran en preparación) sobre la mayoría de ellas.
El autor ha decidido presentar en este libro, de entre las opciones
posibles, una visión de la Arqueología acorde con esa interdisciplina-
riedad recién expuesta, que constituye tal vez su esencia en nuestros
días. Por ello los principios teóricos tomados de las ciencias naturales y
exactas (la Arqueometría o Arqueología «científica») han sido tratados
con un detalle (inexistente hasta ahora en nuestro idioma) que puede
sorprender a aquéllos que operan con una concepción más humanística
de nuestra ciencia. Con todo, el libro aspira a sintetizar ambos aspectos
evitando el sesgo partidista, pero huyendo sobre todo de la trivializa-
ción de la teoría arqueológica, por desgracia demasiado frecuente
todavía entre nosotros.

Blbllografía

Binford, L. R. (1962): «Archaeology as Anthropology», American Antiquity,


28(2), 217-25.
- - (ed.) (1977): For Theory Building in Archaeology. Academic Press, Nueva
York.
Clarke, D. L. (1983): Arqueología analítica. Bellaterra, Barcelona.
Gallay, A. (1986): L'Archéologie demain. P. Belfond, París.
Gibbon, G. (1984): Anthropological Archaeology. Columbia U.P., Nueva York.
Gould, R. A. (ed.) (1978): Explorations in Ethnoarchaeology. U. of New Mexico
Press, Alburquerque.
Gould, R. A., y Schiffer, M.B. (eds.) (1981): Modern Material Culture. The Ar-
chaeology oí Us. Academic Press. Nueva York.
Lee, R. B., y De Vore, l. (eds.) (1968): Man the Hunter. Aldine, Chicago.
Rathje, W. (1974): «The garbage Project», Archaeology, 27, 236-41.
Rouse, l. (1973): Introducción a Ja Prehistoria. Un enfoque sistemático. Bellate-
rra, Barcelona.
Schiffer, M. B. (ed.) (1978-): Advances in Archaeological Method and Theory.
Academic Press, Nueva York (once volúmenes ya publicados).
- - (1988): «The Structure of Archaeological Theory», American Antiquity,
53(3), 461-85.
Schnapp, A. (ed.) (1980): L'Archéologie aujourd'hui. Hachette, París.
Vicent, J. M. (1985): «Un concepto de metodología: hacia una definición episte-
mológica diferencial de Prehistoria y Arqueología», Actas de las Segundas
jornadas de Metodología y Didáctica de Ja Historia, Prehistoria y Arqueolo-
gía, Cáceres, pp. 55-72.

17
2. _ _ _ __
Historia
de la Arqueología

Como vimos en la introducción, la Arqueología es hoy una rama del


conocimiento que adquiere progresivamente el carácter de «ciencia»,
en el sentido de servirse de multitud de ayudas procedentes de otras
disciplinas, con el fin de asegurar la validez de sus datos, y de ensayar
planteamientos teóricos cada vez más rigurosos. Pero, como es lógico,
no siempre ha sido así. Al igual que otros estudios relacionados con el
hombre, a la Arqueología le ha costado mucho trabajo, más que a las
ciencias exactas o naturales, el alcanzar una posición respetable en el
mundo académico e investigador, y se puede decir que no lo ha conse-
guido hasta bien avanzado el siglo actual.
Con anterioridad, el estudio de los restos materiales del pasado
atravesó etapas muy diferentes y se propuso unos objetivos que hoy
nos parecen por completo rechazables. El interés de exponer, como
haremos a continuación, las líneas maestras de esta evolución consiste
en ver cómo se han ido superando, trabajosamente, otros intereses
hasta dejar sólo el puramente científico y objetivo que tiene hoy la
Arqueología. De esa manera se verá también cómo el desarrollo de
esta ciencia estuvo muy ligado, ya desde sus orígenes, a otras ramas
que todavía hoy la influyen en mayor o menor medida, según las
distintas tradiciones académicas: la Geología, la Antropología y la His-
toria.
Por otro lado, tras examinar la historia de nuestra disciplina podre-
mos reconocer cómo en la actualidad sobreviven concepciones popula-
res de la misma, que surgieron en algún momento del pasado pero que

19
todavía no han desaparecido del todo (ni tal vez lo hagan nunca). Así,
es posible encontrar una visión mítica del pasado en ambientes campe-
sinos, donde esta tradición se remonta a muchos siglos atrás, pero
también se puede considerar basada en el mito la creencia, tan exten-
dida, en los contactos del pasado con civilizaciones extraterrestres,
aunque se disfrace de un falso cientifismo. En segundo lugar, la visión
«anticuarista» persiste de forma tenaz en el público de nuestros días. La
idea de que los restos del pasado son valiosos y que pertenecen a
quien los encuentre, no sólo aparece ligada a las viejas ideas rurales de
los tesoros escondidos, sino que es la base de la actividad ilegal de los
excavadores clandestinos, a quienes su mayor preparación cultural no
impide actuar como una auténtica plaga en los yacimientos arqueológi-
cos. Por desgracia, y ello es buena prueba de la aún precaria implanta-
ción de la disciplina en la sociedad, la concepción científica estricta,
que busca exclusivamente el conocimiento del pasado como forma de
interpretar nuetra evolución y nuestro presente, apenas parece darse
en una pequeña franja social de nuestro país, estrechamente relaciona-
da con los medios académicos.
Dejaremos por ahora estas reflexiones sociológicas sobre nuestra
ciencia; que retomaremos en el último capítulo de este libro, para
pasar a exponer las etapas más importantes del desarrollo histórico de
la Arqueología.

2.1. Los primeros ensayos: mito y ciencia en la Antigüedad


y Edad Media

Las primeras concepciones de la Prehistoria fueron míticas, lo que


quiere decir que explicaban el origen de los hombres mediante el
recurso a una historia o alegoría, fantasiosa pero coherente, ligada a la
religión y radicalmente diferente de la experiencia humana del mo-
mento. Todavía hoy podemos estudiar mitos de origen en muchos
pueblos de los llamados primitivos, y resulta interesante observar que
la inmensa mayoría de estas sociedades necesitan imaginar un prini:::i-
pio y que casi ninguna piensa que ha existido desde siempre. La
diversidad de historias es muy grande, pero aparece como constante la
fuente divina de los seres humanos o la separación de éstos a partir de
un caos anterior en el cual todos los elementos estaban mezclados. El
Dios, los dioses, espíritus, héroes, totems, etc., son elementos necesa-
rios como impulsores del hecho, y todo el conjunto está perfectamente
tramado en una religión o teogonía que explica el pasado y justifica el
presente (cosmovision).
Aunque existieron mitologías orientales, como la mesopotámica o la

20
egipcia, que influyeron posteriormente en el mundo mediterráneo, son
las concepciones del mundo griego las que más nos interesan hoy, ya
que es a partir del helenismo, al que se añade luego la concepción
judaica, cuando empieza la tradición que llamamos occidental y que
llega aún a nuestros días. Una doble línea de pensamiento se aprecia al
principio en el mundo grecorromano: por un lado la visión del origen y
evolución humanos como una caída o degradación continua, y por otro
el concepto de la ininterrumpida progresión moral y social del hom-
bre. A la primera concepción pertenecen ideas tradicionales como la
«raza de oro» o «Edad de oro» de Hesiodo y Ovidio, comparables al
Paraíso Terrenal judío, época en la que el hombre vivía en la abundan-
cia y sin competencia posible, a la cual sucedio la «caída» por el
pecado o por degradación sucesiva a las edades de plata, bronce y
hierro. Este último metal terrible es el causante de todos los males,
guerras y crímenes para Ovidio y, al contrario que en la tradición
judía que cuenta con un «salvador», sin remisión posible.
Otra tendencia más «racionalista» o «moderna» es la representada
por escritores romanos como Lucrecio o Diodoro de Sicilia, que ven al
hombre al principio como un animal más que, llevado por la competen-
cia, necesidad, vida en sociedad y lenguaje, se eleva en un largo
proceso sobre el resto de las criaturas al puesto de rey de la creación.
Lucrecio llega incluso a recoger una idea anterior, citada en la Biblia y
por Homero, sobre la utilización sucesiva de la piedra, el bronce y el
hierro como materia fundamental de las herramientas, modelo correcto
de sucesión cronológica, todavía hoy utilizado (las «Tres Edades»:
Edad de la Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro). El hecho de
que esta idea también aparezca en la tradición china varios siglos antes,
sugiere que tal vez todavía en ese momento estuviera contenido en la
memoria colectiva de los pueblos el recuerdo de lo acontecido en los
milenios anteriores.
Pero todo esto no son más que teorías, lo que hoy llamaríamos
«modelos explicativos», y nuestra ciencia es eminentemente práctica,
pues tenemos que recoger y explicar los restos materiales del pasado:
¿cuándo empezó esto? Es de pura lógica que al igual que hoy, en un
paseo por el campo, nos encontramos con ruinas de poblados y objetos
sobre el suelo, que pertenecen a épocas pasadas, lo mismo debió pasar
entonces, como permiten rastrear algunos datos aislados de las fuentes
escritas. Las hachas pulimentadas fabricadas a partir del Neolítico, tal
vez por su rareza y bello aspecto, eran ya recogidas con fines mágicos
en la Antigüedad (Suetonio), y Plutarco cuenta que Sertorio ordenó
abrir la supuesta tumba del gigante Anteo, en una zona de Mauritania
donde existen túmulos prehistóricos (mayores de los 27 metros que se
creía que medía el gigante). Más interesante es el hecho de que los

21
atenienses del siglo V a.c. abrieran las tumbas antiguas que existían en
Delos, con el fin de purificar el santuario, y dedujeran su pertenencia al
pueblo cario por su forma y las armas que contenían, en un curioso
antecedente del método etnográfico (comparación de restos antiguos y
modernos) que no volveremos a encontrar hasta el Renacimiento.
En la Edad Antigua, según lo que acabamos de ver, apenas se
intentó conectar la teoría y la práctica en el terreno de la Arqueología
prehistórica, y algo muy similar siguió ocurriendo durante la Edad
Media. Con el olvido de la tradición escolar clásica y la férrea influen-
cia ideológica del cristianismo, cuya teoría básica sobre el tema no
podía salir del contenido bíblico del Génesis, sólo nos quedan las
interpretaciones campesinas de tipo mágico como única opción a la
ciencia teológica oficial. Así, se da el hecho de que tratadistas clásicos
de la época, desde Mardobio hasta Paracelso al final de la misma,
pensaban que los útiles líticos tenían un origen celestial, «piedras del
rayo» que a veces se hundían bajo tierra al caer éstos, para luego
reaparecer al cabo de cierto tiempo. Entonces eran recogidas y guar-
dadas como amuletos protectores gracias a sus poderes mágicos. (To-
davía hoy, en el verano de 1983, el autor de estas líneas pudo constatar
esta interpretación de boca de un campesino soriano que guardaba una
pequeña colección de hachas pulimentadas, de la que no quiso des-
prenderse más que para permitir un registro apresurado por parte de
los arqueólogos).
Otra idea popular entonces común era la existencia de unos antepa-
sados gigantescos, siguiendo la línea teórica de la degeneración o
«caída», en este caso física, a partir de los orígenes. En un momento tan
tardío como el siglo XVIII, el académico francés Henrion presentó la
curiosa propuesta de que Adán había medido unos cuarenta metros,
Abrahán algo más de nueve, Moisés ya casi no pasaba de cuatro y
César rondaba el metro sesenta y cinco. Afortunadamente, tan peligro-
sa tendencia fue detenida gracias a la encarnación humana de Cristo, y
a partir de entonces nuestra estatura se mantuvo constante.

2.2. Renacimiento e Ilustración. El descubrimiento


de los ccsalvajes» y la tradición antlcuarlsta

Al igual que sucedió con otras ramas del conocimiento, la revolu-


ción de las mentalidades que supuso el Renacimiento afectó y produjo
un sustancial avance en el estudio del pasado, especialmente en el que
se ocupa del periodo clásico o grecorromano. En este momento se recu-
peran gran cantidad de restos, especialmente escultóricos, y se estu-
dian e imitan los arquitectónicos de la Antigüedad. Aparecen las prime-

22
ras colecciones amplias de objetos artísticos de épocas anteriores, en-
tre las que destaca la del Vaticano, todavía hoy una de las mayores del
mundo.
En el terreno de la interpretación, la vuelta o «renacen> de las
ciencias y filosofías antiguas, casi por completo olvidadas, sobre todo
en su aspecto práctico, durante la Edad Media, hace que podamos hoy
colocar en ese momento el nacimiento de la «mentalidad científica».
Esta actitud hacia el mundo real se distingue sobre todo por su interés
en conectar la teoría y la práctica, en poner en cuestión toda idea que
no se apoye en los datos reales. Los viajes a Oriente de portugueses y
holandeses y sobre todo el descubrimiento de América por los castella-
nos, aportan enorme cantidad de información que no se podía explicar,
aunque se intentó durante mucho tiempo, guiándose por la Biblia.
Ahora se puede ya hablar de los primeros «científicos», que desa-
rrollan las Matemáticas (Tartaglia, Cardano), Medicina y Química (Sal-
viani, Aldrovandi, Malpighi), Anatomía (Vesallius, Fallopius), Física y
Astronomía (Galileo, Copérnico, Torricelli, Leonardo), etc. Todo ello se
trató de integrar en las primeras Academias de ciencias, como la Aca-
demia Secretorum Naturae de Nápoles (1560) o la dei Lincei en Roma
(1600), a las que siguieron muchas más (Londres en 1660 o París en
1666).
La ciencia de la Antropología da también por entonces sus primeros
pasos, en las descripciones que sobre los indios mexicanos hicieron los
cronistas españoles de Indias, como Bernal Díaz del Castillo y Fray
Bernardino de Sahagún, sólo en fecha muy reciente apreciadas en su
valor por los investigadores anglosajones. Los descubridores y sobre
todo los misioneros católicos trajeron largas colecciones de útiles y
objetos primitivos, y como muchos de ellos se parecían e incluso eran
iguales a los encontrados en Europa, la comparación e incluso identifi-
cación de funciones entre unos y otros parecía lógica y como tal se
produjo.
En este sentido, la tradición académica no tarda en incorporar la
nueva interpretación, y el «geólogo» Agrícola (1490-1555) ya rechaza la
idea del origen celestial de los útiles líticos, al igual que el naturalista
Ulysses Aldrovandi (1522-1607), quien afirma que fueron utilizados por
los pueblos antiguos antes de descubrir el uso de los .metales. En
cuanto a su proyección posterior, la labor más importante correspondió
a Michael Mercati (1541-1593), naturalista a cargo de los jardines botáni-
cos del Vaticano y médico del papa Clemente VIII. Mercati poseía una
formación clásica y cristiana, y en ambas tradiciones, como vimos,
existía la idea de la sucesión piedra-bronce-hierro, que fue aplicada
por primera vez a la gran colección arqueológica del Vaticano, com-
puesta por objetos locales y otros traídos por los exploradores italia-

23
nos, portugueses y españoles. Esta triple conjunción, de observaciones
y recolección de campo, tradición interpretativa anterior y etnografía
contemporánea (estudio de los pueblos primitivos o «salvajes»), conti-
núa siendo todavía hoy, aunque muy perfeccionada, la base de lamo-
derna Arqueología.
Con todo, no se puede decir que Mercati fuera ya un «arqueólogo»
en el sentido actual del término, pues su labor fundamental se centraba
además en los fósiles y otros restos naturales. Su libro Metallotheca,
que permaneció sin publicar hasta 1717 pero cuyo manuscrito pudo ser
consultado ampliamente en la biblioteca vaticana, recoge dibujos y
explica cómo se hacían las hachas pulimentadas, puntas de flecha y
láminas de sílex, no sólo prehistóricas sino de los primitivos america-
nos y asiáticos recién descubiertos.
Durante los siglos XVII y XVIII el centro innovador italiano se trasla-
da a Francia, donde la corte de los luises favorece la continuación de
sus ideas, que culminan en la época del «Rey Sol>>, Luis XIV. Son ahora
sobre todo los jesuitas los que siguen la tradición arqueológica ante-
rior, basándose en la observación de los abundantes restos prehistóri-
cos franceses, sobre todo los túmulos megalíticos de su zona atlántica.
Así, Montfaucon en 1685 publica la descripción de la tumba comunal de
Evreux (Normandía), con esqueletos y hachas de piedra, y en 1734
presenta un artículo en la Academie des Inscriptions sobre las Edades
de Piedra, Bronce y Hierro. En 1721 Antoine de Jussieu leyó ante la
Academie Royale des Sciences un trabajo que comparaba las piedras
talladas europeas con las de los indios canadienses, refutando su ori-
gen celestial y postulando la existencia real de una Edad de Piedra en
Europa.
De entre estos antecesores destaca sobre todo Joseph-Fran9ois Lafi-
tau (1685-1740), misionero en el Canadá, quien escribió, en 1724, Cos-
tumbres de los salvajes americanos, comparadas con las costumbres de
los tiempos primitivos. Según algunos historiadores de la Antropología,
Lafitau fue uno de los principales precursores de la teoría evolutiva, al
afirmar que, del mismo modo que Grecia y Roma fueron un estadio
primitivo de la civilización europea del siglo de las luces, así también
las culturas de los indios hurones e iroqueses representan una condi-
ción todavía más antigua de la humanidad, por la que han ido pasando
progresivamente todos los pueblos, incluido el europeo. De esto se
deducen consecuencias teóricas muy importantes, como el método
comparativo (las culturas primitivas contemporáneas arrojan luz sobre
las prehistóricas y viceversa), y el relativismo cultural (no se pueden
juzgar y despreciar las culturas primitivas según los cánones europeos,
porque sean «distintas» y «salvajes», ya que también nosotros pasamos
por esa fase).

24
Pero los siglos que vieron la Ilustración no fueron sólo la época que
ya anuncia la Arqueología y Antropología científicas, sino también el
momento en que surge, o más bien se consolida, otra tendencia que
hoy en día se ve como algo pernicioso entre los arqueólogos: el colec-
cionismo o tradición de los «anticuarios». Glyn Daniel los divide en dos
tipos, locales y extranjeros. Los primeros recogían restos del propio
país, interesados en los orígenes de la propia nación. En Inglaterra
destacaron Willian Camden (1551-1623), autor de Britannia, John
Aubrey (1626-1697), con Monumenta Britannica, y Edward Lhwyd (1660-
1708), con Archaeologia Britannica. En estas obras se describen los
restos romanos y anteriores británicos, como los megalitos de Stone-
henge y el irlandés de Newgrange, que entonces eran tenidos por
celtas. Se buscan los orígenes de la propia nación en los tiempos pri-
mitivos, y se van agrupando las colecciones privadas de objetos que lue-
go, afortunadamente, pasaron a formar los museos locales y nacionales.
Esta corriente «local>> supone el origen de la Arqueología «naciona-
lista», que interesadamente busca la confirmación de la esencia de las
modernas naciones en un forzado origen en las culturas prehistóricas.
Es decir,«somos una nación, diferentes de Jos demás, porque ya lo
éramos hace mucho tiempo», o «somos una nación importante porque
ya lo fuimos antes, como demuestran nuestros importantes monumen-
tos». Tras una época de mucho auge, desde el siglo pasado hasta los
nacionalismos extremados del actual (nazismo y fascismo), estas con-
cepciones están hoy totalmente desprestigiadas, porque lo que la Ar-
queología prehistórica demuestra es precisamente lo contrario: las in-
fluencias mutuas entre los pueblos nos hablan mucho más de unidad
que de diversidad, y las «fronteras», cuando existieron, no coinciden
casi nunca con las actuales.
Los anticuarios «extranjeros» fueron los que se encargaron de des-
pojar las áreas colonizadas de sus más importantes restos arqueológi-
cos. Durante el siglo XVIII, culminando con las guerras napoleónicas en
Egipto, franceses, ingleses y otras «misiones» europeas compraron o
simplemente robaron, no en pocas ocasiones a punta de pistola, esta-
tuas, inscripciones, obeliscos y hasta templos enteros del próximo
Oriente, los cuales se pueden contemplar hoy a mucha distancia de su
colocación original, en Museos como el Británico, el Louvre o el Perga-
mon de Berlín. Difícilmente se pueden hoy en día considerar estas
actividades como «científicas», aunque el interés de los «ladrones»
fuera colmar las apetencias culturales de los países europeos, y a pesar
de que Napoleón fundara el prestigioso Instituto Francés en El Cairo y
la robada piedra de Rosetta (primero por los franceses, hoy está en el
Museo Británico) sirviera para que Jean-Fran9ois Champollion consi-
guiera descifrar poco después la escritura jeroglífica de los faraones.

25
2.3. Problemas con la Geología: el diluvio y la antigüedad
del hombre. Thomsen y el Sistema de las Tres Edades
A comienzos del siglo pasado, según lo que hemos visto, existía ya
una cierta idea de que los restos arqueológicos correspondían al hom-
bre prehistórico anterior a los romanos, el cual se podía poner en
relación con los pueblos primitivos, y cierta curiosidad y afán por
atesorar tales restos. Pero, lógicamente, todo ello no bastaba para
construir una ciencia histórica, ya que no se disponía aún de ningún
método para medir el tiempo de la Prehistoria, ni en sentido absoluto
(cuánto tiempo había transcurrido desde entonces: cronología absoluta)
ni relativo (qué cosas o culturas eran anteriores o posteriores a otras:
cronología relativa).
La ciencia oficial seguía todavía los dictados de la Biblia, y este texto
daba una idea aproximada del tiempo transcurrido desde la creación,
que fue calculado por el arzobispo de Armagh, James Ussher (1581-
1656), colocando la formación del mundo en el año 4004 antes del
nacimiento de Cristo. Esta fecha, tan asombrosamente precisa por un
lado y errónea por otro (hoy se puede medir el surgimiento del univer-
so y la tierra en miles de millones de años), se aceptaba en los medios
académicos y asimismo se creía que todas las especies habían sido
creadas por Dios en la misma forma y variedad que tienen actualmente
(teoría creacionista). Sin embargo, la ciencia geológica iba avanzando y
estudiaba la enorme variedad de animales fósiles que eran recogidos
en los depósitos, y que mostraban el cambio de las diferentes especies,
que iban desapareciendo al ser reemplazadas por otras distintas, más
perfeccionadas. Esto contradecía totalmente el modelo bíblico, y crea-
ba no pocos problemas de conciencia en los naturalistas, que no sabían
cómo interpretar los testimonios que iban descubriendo.
El francés Georges Cuvier (1769-1831) trató de solucionar la cues-
tión, proponiendo la existencia pasada de una serie de catástrofes o
grandes inundaciones, que aniquilaron sucesivamente todas las espe-
cies, las cuales eran de nuevo creadas por Dios, cada vez más perfectas
(teoría catastrofista). El Diluvio Universal narrado en la Biblia fue el
último de esos cataclismós, aunque entonces el Creador intervino de
forma diferente. Se proponía la existencia de veintisiete o treinta y dos
estratos geológicos que correspondían a los diluvios, y Georges de
Buffon ( 1707 -1778) elevó a ochenta mil años la edad de la tierra para
que cupieran todos ellos. El hombre había sido creado, al igual que los
animales actuales, después del penúltimo desastre.
Pero, como es bien sabido, «los hechos son testarudos», y seguían
contradiciendo las teorías. John Frere (1740-1807) descubrió en la gra-
vera inglesa de Hoxne piedras talladas (por el hombre, ya que los

26
animales no lo hacen), que hoy se llaman «bifaces», al lado de restos de
grandes animales desaparecidos, que entonces se decían «antediluvia-
nos». Por lo tanto, existió un «hombre antediluviano», lo cual no era
admitido por la Iglesia, y por ello casi nadie reparó en la carta que
envió en 1797 a la Sociedad de Anticuarios de Londres. La cosa quedó
de momento parada, pero según avanzaba el siglo los descubrimientos
similares se sucedían: destacan los de los ingleses MacEnery y Evans
en Kent y Devon, y sobre todo, por su influencia posterior, los del
francés Jacques Boucher de Perthes (1788-1868), que halló bifaces y
otras piedras talladas con restos antediluvianos, en posición original (es
decir, en el mismo lugar donde habían sido depositados), al excavar
los fosos militares de Abbeville. Aparte de Boucher, considerado en
Francia como el «padre» de la Prehistoria y que escribió en 1860 «Del
hombre antediluviano y sus obras», Rigollot excavó los primeros restos
achelenses en Saint-Acheul (Paleolítico Inferior) y Edouard Lartet (1801-
1871) investigó las primeras cuevas del Paleolítico Superior en la re-
gión de Perigord, descubriendo no sólo animales extinguidos, sino
incluso su representación hecha por los hombres (mamut grabado de
La Madeleine, primer hallazgo de arte mueble).
Mientras tanto, la Geología y la Biología sufrían también importantes
cambios. Charles Lyell (1797-1875) fundaba la Geología moderna con su
obra de 1830-1833, Principios de Geología, que rompía con la teoría
catastrofista afirmando que no se podían admitir en el pasado procesos
diferentes de los conocidos en la actualidad, que no son súbitos sino
graduales (erosión, deposición fluvial, etc.: teoría actualista o gradua-
lista). Años más tarde, en 1859, Charles Darwin (1809-1882) se decidía
por fin a publicar el resultado de sus descubrimientos en El origen de
las especies, punto de partida de la teoría evolucionista en Biología: los
animales, y también el hombre, evolucionan unos a partir de otros,
cambiando de forma gradual de acuerdo con el Principio de la Selec-
ción Natural (las variaciones más favorables, producidas por el azar de
la herencia igual que las desfavorables, se propagan en la descenden-
cia hasta perpetuarse).
Otro importante descubrimiento vino a poner la guinda en el casi
perfecto pastel de teoría y práctica que entonces era la Arqueología
prehistórica: se sabía que el hombre era muy antiguo y se conocían los
objetos que había manufacturado, pero hacía falta encontrar a ese mis-
mo hombre, sus propios restos. Esto fue lo que sucedió cuando unos
obreros, que trabajaban en una cantera del valle alemán de Neander
en 1856, descubrieron los restos del «hombre de Neanderthab>. Aun-
que ya se habían encontrado antes otros restos del mismo tipo (Engis
en 1829, Gibraltar en 1848), aquél se llevaría la fama y daría nombre a
todos los demás, a causa de la polémica que suscitó (su aspecto simies-

27
co hizo que le supusieran un hombre enfermo y deforme) y a que al fin
fue aceptado como nuestro más antiguo antepasado (fue llamado «Horno
primigenius»; hoy sabemos que existieron formas mucho más antiguas:
Horno erectus y Horno habilis).
A lo largo del siglo pasado, según vamos viendo, se colocaron las
bases de la Arqueología prehistórica moderna, al insertar el origen y
evolución del hombre en el entramado evolutivo de la tierra misma
(Geología) y del resto de los animales (Biología). El ser humano ya no
era algo diferente y original colocado por Dios para reinar sobre un
universo perfectamente acabado, sino el último producto hasta ahora
del camino seguido por ese mismo universo. Desde que se impuso esa
visión, las ciencias naturales han sido inevitables y necesarias auxilia-
res de la ciencia prehistórica, hasta el extremo de llegar algunos a
considerar a la Prehistoria como una ciencia natural más que humana,
lo cual es más cierto cuanto más nos alejamos en el tiempo, al profundi-
zar en el estudio del hombre paleolítico.
Los avances que hemos visto hasta ahora se refieren al aspecto de
cronología absoluta que mencionábamos al comienzo del apartado. Se
sabía que el hombre, en muchos aspectos, era un animal más y prove-
nía por evolución de otros animales desde épocas muy remotas. La
misma medición de ese tiempo se perfeccionó con los progresos que
realizaba la Física, y Lord Kelvin en 1862 ya colocó la edad de la tierra
en más de un millón de años, basándose en los trabajos de Fourier y la
teoría termodinámica. No obstante, habrá que esperar a las aplicacio-
nes de la Física nuclear a mediados del siglo actual para que la Prehis-
toria cuente por fin con «relojes» relativamente fiables. Antes de esa
fecha los prehistoriadores hubieron de interesarse más en la cronolo-
gía relativa, el orden en que se sucedieron los hechos y fósiles huma-
nos. También en esto fue de gran ayuda la Geología, al contar con un
método de ordenar los niveles geológicos, llamado método estratigráfi-
co y aplicado por vez primera por Nicolaus Steno en el siglo XVII: la
tierra se fue formando por capas, y las más antiguas están debajo de las
más modernas. De la misma forma, los restos arqueológicos suelen
estar colocados de abajo a arriba en los yacimientos, en niveles o
estratos de mayor a menor antigüedad.
Sin embargo, el primero que comprobó en la práctica, con los
restos arqueológicos en la mano, un sistema de cronología relativa, no
fue en esencia un excavador ni geólogo, sino lo que hoy llamaríamos un
conservador de Museo. El danés Christian Thomsen (1788-1865) fue el
encargado de ordenar las colecciones de la Comisión Real para la
Conservación de las Antigüedades de Copenhague, y al clasificar los
objetos por su materia prima y su posible función, obtuvo una división
en piedra, bronce y hierro, que coincidía con el sistema de las Tres

28
Edades sospechado desde la Antigüedad. Este hecho no puede sin más
atribuirse a la casualidad o la genialidad de Thomsen, acostumbrado a
clasificar por venir de una familia de comerciantes y banqueros, sino a
su conocimiento de la vieja división a través de la influencia francesa
ilustrada en el pequeño reino danés y a que los objetos «se dejaban»
ordenar de esa manera y la clasificación era coherente.
En 1819 se abrió el Museo al público, y Thomsen escribió su Guía de
las Antigüedades Escandinavas en 1836, libro que fue inmediatamente
traducido a otras lenguas europeas y tuvo gran influencia durante todo
el siglo XIX. Como señaló mucho después David Clarke, antes de
Thomsen el estudioso de las antigüedades se enfrentaba a datos abun-
dantes pero incoherentes, mas después de que él propusiera su mode-
lo y éste se comprobara estratigráficamente en las excavaciones, los
artefactos agrupados revelaron la clave de la identidad cultural, expu-
sieron el patrón secuencial de desarrollo tipológico y tácitamente die-
ron a entender el significado cultural del desarrollo económico y tecno-
lógico. Por simple que fuera, el sistema de las tres edades fue la base
de la taxonomía cultural, del método tipológico, y de la aproximación
económica a la Prehistoria. En resumen, los objetos antiguos que estu-
dia la Arqueología dejaron de ser unidades aisladas y empezaron a
tener sentido sólo a partir de entonces.
El trabajo de Thomsen fue continuado en los países nórdicos por
Worsaae y Montelius, quienes comprobaron en sus excavaciones y
análisis de los materiales el sistema propuesto y también la posibilidad
de ordenar cronológicamente sin datos estratigráficos, en función de la
tipología de los objetos (seriación). Las tres edades se subdividieron a
su vez en fases y períodos y el modelo se aplicó en todas las áreas
investigadas arqueológicamente, aunque se comprobase la existencia
de excepciones en zonas como el Africa sub-sahariana, donde no exis-
tió propiamente una Edad del Bronce, o América, cuyas culturas no
conocieron prácticamente los metales hasta la llegada de los coloniza-
dores españoles.
En la segunda mitad del siglo XIX y primera del actual se produje-
ron los hallazgos y excavaciones más espectaculares conocidos hasta
entonces, en una especie de veloz carrera hacia el desvelamiento total
de los secretos del pasado. Después de la aceptación del hombre de
Neanderthal como antepasado real, se descubrió en Francia otro ances-
tro más reciente, el hombre de Cro-Magnon, prácticamente igual a
nosotros, y en 1891 Eugéne Dubois hallaba en la isla de Java el primer
resto de Horno erectus, que existió antes que el Neanderthal. Entre
1926 y 1941 se desenterraron otros ejemplares de erectus en China y,
por las mismas fechas, Raymond Dart y Robert Broom proponían a un
extraño ser, casi más mono que hombre y que vivió en Sudáfrica hace

29
más de dos millones de años, como nuestro antepasado más lejano: el
Australopithecus o mono austral.
En Europa se iban conociendo las diferentes fases de la Edad de
Piedra, y al Achelense y Abbeviliense de Rigollot y Boucher de Perthes
se unieron el Musteriense, Auriñaciense, Solutrense y Magdaleniense,
siguiendo la terminología propuesta por Mortillet al corregir la de su
maestro Lartet (Edades del oso, mamut, reno y bisonte) y basándose en
excavaciones de la región del Perigord, en el Suroeste de Francia.
Durante más de cincuenta años, hasta mediados de nuestro siglo, será
un abate francés, Henri Breuil, el maestro de los estudios sobre la Edad
de la Piedra antigua (Paleolítico: época en la que los útiles de piedra
eran tallados y la economía era de caza y recolección). Breuil también
dedicó especial atención al arte rupestre que los últimos cazadores
paleolíticos pintaron sobre las paredes y techos de sus cuevas en la
región franco-cantábrica, el cual había sido primero descubierto por el
Marqués de Sautuola (1875) en la santanderina cueva de Altamira.
De forma paralela, fuera de Europa continuaban los trabajos, que
progresivamente pasaron de ser búsquedas de tesoros a verdaderas
investigaciones científicas, en las zonas más ricas arqueológicamente
del mundo: Egipto y el Próximo Oriente, con su posterior prolongación
al mundo del Egeo y Mediterráneo. La cantidad de información recogi-
da entonces fue enorme, pero desde el punto de vista teórico los
modelos de interpretación apenas progresaron con respecto al citado
sistema de Thomsen y la colocación estratigráfica de los restos en los
yacimientos. El avance fue más una cuestión de cantidad que de calidad
y hubo que esperar hasta bien avanzado el siglo XX para que la teoría
arqueológica volviera a ponerse en marcha de nuevo.

2.4. La Arqueología del siglo XX. La ccNueva Arqueología»


y las tendencias actuales

Parece que todos están de acuerdo en que hasta la década de los


años sesenta, o poco antes en la arqueología americana, no se produje-
ron avances sustantivos en la forma de enfocar los datos arqueológicos,
si exceptuamos la aportación teórica de Vere Gordon Childe (1892-
1957). Nacido en Australia pero instalado en Gran Bretaña y profesor en
Edimburgo, Childe fue un perfecto conocedor y sintetizador de la Pre-
historia final europea, del Neolítico a la Edad del Bronce, periodos que
entendió como reflejos en Occidente de las civilizaciones orientales de
Mesopotamia y Egipto (aunque en su juventud padeció veleidades
«arias» por influencia de su maestro alemán Kossinna). Esta ideas, mo-
deradamente difusionistas, fueron atemperadas por un evolucionismo

30
de corte marxista, cuando adaptó la división de los tiempos prehistóri-
cos propuesta el siglo pasado por el antropólogo americano Morgan
(salvajismo, barbarie y civilización, fases con una definición fundamen-
talmente tecnológica) que ya había recogido Engels y han sido un
verdadero dogma en la Arqueología marxista ortodoxa.
No obstante, la mayor contribución teórica de Childe fue el concep-
to de «cultura» arqueológica, que, aunque recogido del filólogo alemán
Schuchhart, introdujo en el mundo anglosajón y sobre todo aplicó ex-
tensamente en sus trabajos sobre la prehistoria centro-europea. La idea
de cultura representa una unidad de análisis mucho más concreta y útil
que la «edad» de Thomsen, la cual todavía hoy se interpreta más como
«período» temporal que como «fase» evolutiva. Una cultura arqueológi-
ca concreta está compuesta por una serie de objetos materiales (cerá-
micas, utensilios, etc.) distintivos (diferentes de los de otras culturas,
aunque algunos puedan ser comunes) y repetidos (aparecen en todos
los yacimientos pertenecientes a la cultura), que se fabricaron en una
zona geográfica determinada durante un período de tiempo concreto.
Por analogía con los bien conocidos pueblos invasores del final del Im-
perio Romano y la alta Edad Media, que también llevaban consigo arte-
factos característicos, esas culturas debieron corresponder a «pueblos»
o «tribus» prehistóricas, con un sentido étnico o político, de las cuales
no poseemos ninguna información aparte de sus restos materiales.
Según vemos, la época de los descubrimientos arqueológicos, cuan-
do se recogió la mayor cantidad de información en un sinnúmero de
grandes excavaciones a lo largo del planeta, presentaba un panorama
teórico y metodológico bastante pobre. La clasificación tipológica de
los materiales y su asignación cronológica llevaban al establecimiento
de secuencias temporales para cada área que se iba investigando y en
ocasiones se identificaba una de las «culturas» a que ahora nos refería-
mos. Esta visión historicista de la Prehistoria aspiraba únicamente a
«contar lo que pasó», a descubrir la sucesión de acontecimientos únicos
en cada zona, de la misma forma que la vieja Historia sólo nos decía el
nombre de los reyes y los principales hechos y batallas de cada reina-
do. Los cambios, las continuas transformaciones que se registran en el
aspecto de los materiales arqueológicos a lo largo del tiempo, eran
frecuentemente explicadas por influencias exteriores de otros pueblos
(difusionismo), cuando no por la llegada de nuevas gentes que reem-
plazaban a las anteriores (invasionismo o migracionismo). De forma
coherente con todo esto, los avances metodológicos apuntaban a mejo-
rar la tipología, con excavaciones cada vez más precisas en las que se
recogían todos los restos visibles, y la cronología, primero con méto-
dos aproximados y a partir de mediados de siglo con los físico-quími-
cos, mucho más exactos.

31
Todo lo anterior era el reflejo de lo que ocurría en la Antropología,
dominada durante casi toda la primera mitad de este siglo por el
historicismo cultural (o particularismo histórico), impuesto por Franz
Boas en Norteamérica y representado por la escuela de Viena en Euro-
pa. En líneas generales, estas corrientes mantenían la necesidad de
recoger el máximo de información etnográfica, dejando para más ade-
lante toda labor teórica; las diferencias y similitudes entre las culturas
se explicaban por el influjo mutuo de unas sobre otras, especialmente a
partir de centros culturales de donde partían las innovaciones (difusio-
nismo). En la Antropología británica surgía por los años veinte el fun-
cionalismo, demasiado orientado entonces a los aspectos sociales para
que interesara a los arqueólogos.
Hacia mediados de siglo, la teoría antropológica comienza el giro
hacia posturas evolucionistas y la búsqueda de leyes generales. Este
movimiento aparece primero en los Estados Unidos, y dado que allí es
donde ambas ciencias han estado y están más unidas, el reflejo en su
Arqueología fue casi inmediato. A lo que resultó se le llamó después
«Nueva Arqueología», y consistía en una visión de la cultura como un
sistema adaptativo al medio ambiente ecológico y no como el resultado
de la tradición o de una elección arbitraria. Estos sistemas culturales
cambian mediante la influencia ambiental y no por contacto con otras
culturas, y siguen ciertas leyes generales que es preciso descubrir
como aportación al conocimiento del comportamiento humano, «a largo
plazo» (el «laboratorio del pasado»). Otra característica, ligada a la
anterior, es el ensayo de métodos de razonamiento tomados de las
ciencias naturales (hipotético-deductivo) y el optimismo generalizado
sobre la posibilidad de conocer los sistemas sociales y religiosos a
partir de la cultura material de las poblaciones del pasado (hasta enton-
ces apenas se aspiraba a conocer el sistema económico).
La Nueva Arqueología supuso una verdadera revolución en nuestra
disciplina, como no se conocía tal vez desde el comienzo de la misma.
Aunque no todos sus intentos reconstructivos ni sus direcciones de
investigación se revelaron como verdaderos o fructíferos, la mayoría
de ellos sí lo fueron, y en todo caso sirvieron para acabar con la atonía
y el particularismo que reinaban hasta entonces entre los arqueólogos.
Por ejemplo, podemos enumerar aquí la Arqueología Espacial, que
estudia la relación de unos yacimientos con otros y con el medio geo-
gráfico, o el Análisis Territorial, que hace lo propio con un yacimiento y
el entorno próximo que le sirve de sustento económico. Estas dos
tendencias surgieron en Gran Bretaña (ambas constituirían una llamada
Arqueología económica), en ambientes algo alejados de la Nueva Ar-
queología (con modelos geográficos), pero serían impensables sin el
acicate teórico de ésta. Relacionado con lo anterior está el estudio de

32
las redes de intercambio comercial en la Prehistoria, a partir del análi-
sis químico de los materiales de orígenes lejanos y con la base teórica
de las propuestas del antropólogo K. Polanyi (sistemas de intercambio
y redistribución). Por último, la confianza en la posibilidad de recons-
trucción social ha originado la llamada Arqueología de Ja Muerte, que
infiere la organización interna de los grupos prehistóricos a partir de la
disposición interna de las tumbas y necrópolis.
De todas las contribuciones positivas de la Nueva Arqueología es
posible elegir una fundamental, abstracción de todas las demas: la
información arqueológica se ve como algo internamente estructurado,
y ninguna de sus partes ha de ser estudiada olvidando las demás. En
relación con esto hay que entender la eclosión de los métodos cuantita-
tivos, que solo tienen sentido si los datos se recogen y consideran de
forma global. El optimismo sobre las posibilidades de la Arqueología
en el estudio del hombre, que parte de la idea ya citada de que la
cultura material es el reflejo total de la conducta humana, se atempera
con la aplicación de la idea estadística de la probabilidad de acierto en
las hipótesis, y con una imagen muy clara del carácter siempre sesgado
de las muestras arqueológicas.
Hacia la mitad de los años setenta, cuando las líneas apuntadas
empiezan a asentarse en algunos sistemas académicos, fundamental-
mente en el área anglosajona, comenzaron los movimientos de reacción
contra ellas, que han seguido una doble dirección. En primer lugar, un
acento en el estudio de los conflictos internos de los grupos sociales,
como factores fundamentales de cambio, y el rechazo consiguiente del
reduccionismo ambiental que se ha criticado a veces en la Nueva Ar-
queología. Un síntoma de este cambio de enfoque es el surgimiento de
interpretaciones explícitamente marxistas de muchos fenómenos pre-
históricos, no ya en el sentido antes citado de Gordon Childe, sino
siguiendo líneas más actuales como el marxismo estructuralista francés.
Por otro lado, y también influidos en origen por el estructuralismo
(que a su vez procedía del funcionalismo antes citado), surgen a co-
mienzos de los ochenta investigadores, con mayor o menor conciencia
de pertenecer a un grupo teórico, que tienen en común el rechazo de
los aspectos «científicos» de la Nueva Arqueología, reclamando el de-
recho a la subjetividad y el carácter «blando» de nuestra interpreta-
ción, que de esta manera vuelve a unirse con la tradición de la Historia,
más descriptiva que la antropológica. Lejos de considerar este fenóme-
no como signo de conservadurismo metodológico, este grupo de ar-
queólogos (sobre todo en Gran Bretaña, con ramificaciones en Francia
y Norteamérica) se ha llamado a sí mismo «radical». Y esto no se debe
tanto a la influencia marxista, que también se aprecia en ellos, como a
su firme intento de ligar la actividad arqueológica con las luchas políti-

33
cas del presente. Un claro ejemplo de esta actitud ha sido el boicot que
se llevó a cabo contra el último Congreso Internacional de Southhamp-
ton (1986), por haber aceptado sus organizadores la participación de
arqueólogos sudafricanos.
Sobre las orientaciones teóricas actuales en Arqueología, y sobre
las relaciones entre esta ciencias y la sociedad del presente, volvere-
mos a ocuparnos en los dos últimos capítulos de este libro.

Bibliografía
Daniel, G. (1968): El concepto de Prehistoria. Labor, Barcelona.
- - (1974): Historia de Ja Arqueología: de los anticuarios a V. Gordon Childe.
Alianza, Madrid.
- - (1987): Un siglo y medio de Arqueología. F.C.E., México.
- - (ed.) (1981): Towards a History oí Archaeology. Thames and Hudson,
Londres.
Daniel, G., y Renfrew, C. (1988): The Idea oí Prehistory. Edinburgh.
Graslund, B. (1987): The Birth oí Prehistoric Chronology. Dating methods and
dating systems in nineteenth-century Scandinavian archaeology. Cambridge
U.P., Cambridge.
Guidi, A. (1988): Storia della Paletnologia. Laterza, Roma-Bari.
Harris, M. (1978): El desarrollo de Ja teoría antropológica. Una historia de las
teorías de Ja cultura. Siglo XXI, Madrid.
Hudson, K. (1981): A Social History oí Archaeology. Londres.
Klindt-Jensen, O. (1975): A History oí Scandinavian Archaeology. Thames and
Hudson, Londres.
Lamberg-Karlovsky, C. C. (ed.) (1988): Archaeological thought in America.
Cambridge U. P., Cambridge.
Laming-Emperaire, A. (1968): La Arqueología prehistórica. Martínez Roca, Bar-
celona.
Lowie, R. H. (1946): Historia de Ja Etnología. Fondo de Cultura Económica,
México.
Mercier, P. (1969): Historia de la Antropología. Península, Barcelona.
Sherratt, A. (1980): «The revolution in Archaeology», en Sherratt, A. (ed.), The
Cambridge Encyclopedia oí Archaeology. Cambridge U.P., Cambridge, pp.
25-28.
Stocking, G. W. (1982): Race, Culture, and Evolution. Essays in the History oí
Anthropology. University of Chicago Press, Chicago.
Trigger, B. G. (1982): La Revolución arqueológica: el pensamiento de Gordon
Childe. Fontanara, Barcelona.
Voget, F. W. (1975): A History oí Ethnology. Holt, Rinehart & Winston, Nueva
York.
Whitehouse, D. (1980): «The origins and growth of archaeology», en Sherratt, A.
(ed.), The Cambridge Encyclopedia oí Archaeology, Cambridge U.P., Cam-
bridge, pp. 16-24.
Willey, G. R., y Sabloff, J. . (1975): A History oí American Archaeology. Free-
man, San Francisco.

34
3.
Los datos: Dónde están
y cómo se recuperan

En este capítulo describiremos cómo se forman, se encuentran y se


recuperan los datos arqueológicos, es decir, los restos materiales de la
actividad humana del pasado. Dichos datos están bien escondidos, son
variados y tienen múltiples sentidos, en una palabra, son «duros de
roen>. El arqueólogo será, siguiendo con esta imagen, como un animal
hambriento que ha de usar de todas sus habilidades para encontrar su
alimento, desenterrarlo primero para después roerlo, reducirlo a par-
tes asimilables e incorporarlo finalmente tras descomponerlo con sus
jugos gástricos. Tal vez la metáfora no parezca exagerada si se piensa
en los difíciles retos a los que ha debido hacer frente la Arqueología en
los últimos tiempos: de ser un alegre pasatiempo de coleccionistas y
eruditos, que menospreciando la integridad del pasado presumían de
sus objetos y conocimientos, ha pasado a ser la responsable de la
conservación y explicación de una cantidad inconmensurable de datos
materiales, antes de su probable desvanecimiento. El arqueólogo, co-
mo investigador, se enfrenta sin remedio a la proliferación imparable
de los datos y al cuestionamiento continuo de sus técnicas de análisis.
Aunque la práctica arqueológica de campo es tan variada que resul-
ta muy difícil de resumir o abstraer en forma de principios generales,
éstos existen (la mente humana no trabaja sin ellos) y se intentará su
exposición seguidamente. Con todo, para evitar una decepción segura
más vale esperar un corto número de principios, y no sorprenderse
ante el carácter más bien obvio de muchos de ellos. Esto es lógico si
pretendemos que los asertos sean lo más generales posible y sirvan

35
para todos o casi todos los casos. La opción alternativa, explicar un
gran número de ejemplos concretos, queda fuera del alcance de este
texto. No obstante, contar con una cierta lógica mental, previa al trabajo
de campo, parece mejor que esperar que aparezca poco a poco con la
experiencia de los años. Decía Mortimer Wheeler que el trabajo del
arqueólogo se parece mucho al del ingeniero: cada proyecto o cons-
trucción es un problema nuevo, distinto a todos los demás. La capaci-
dad de inventiva, de aplicar principios generales a casos concretos
nunca vistos hasta entonces, de forma que se resuelvan satisfactoria-
mente --es decir, se recupere el máximo de información con los me-
dios técnicos y económicos disponibles- son las cualidades que mejor
pueden definir a un arqueólogo de campo.

3.1. Los yacimientos arqueológicos: tipos


y procesos de formación

Un yacimiento arqueológico es aquel lugar donde quedan restos


materiales de algún tipo de actividad humana. El término denuncia sus
lejanos orígenes en la Geología, aunque los franceses, que nos lo
prestaron, ya empleen con más frecuencia el término site, sitio o lugar
(igual que los ingleses), y no el original de gisement. Esos restos
pueden ser visibles, porque están situados sobre la tierra, o no visibles
porque sedimentos formados con posterioridad los cubren por comple-
to. Quizás la mayoría de los restos de la segunda categoría no sean
descubiertos nunca, pero eso no afecta a su calidad de yacimientos
arqueológicos. Uno de los conjuntos de yacimientos más importantes
del mundo, la garganta de Olduvai en Tanzania, con restos del Austra-
lopithecus robustus y el Horno habilis, y de la actividad de ambos o de
uno de los dos, hubiera sido imposible de encontrar sin la erosión
fluvial que abrió el desfiladero y «excavó» naturalmente, por así decir,
los niveles enterrados bajo unos cien metros de tierra.
Por otro lado, los «restos» pueden ser de cualquier clase, desde una
lasca de sílex a una ciudad completa. Un concepto amplio de yacimien-
to englobaría a ambos tipos extremos, aunque con lógicas matizacio-
nes. Una lasca o punta de flecha aislada en medio del terreno puede
significar que un cazador del Paleolítico fabricó o perfeccionó allí su
herramienta, o la perdió según caminaba hacia su objetivo. También
puede ser, más probablemente, que el pequeño resto haya acabado ahí
tras ser arrastrado por la erosión, con lo cual su posición no será la
original o primaria, sino secundaria. En todo caso, estos restos aislados
difícilmente serán llamados yacimiento por nosotros, a no ser que,
siguiendo la terminología anglosajona, los incorporemos al análisis con

36
el nombre de «yacimientos de actividad limitada». Con respecto al otro
extremo, podemos hablar como yacimiento de una ciudad como Nu-
mancia, por ejemplo, pero tal vez los amplios restos antiguos del sub-
suelo de Roma, al estar separados y destruidos en parte por construc-
ciones modernas, sean tratados más correctamente como una serie de
yacimientos distintos: el foro imperial, los templos del Largo Argentina,
etcétera.
El ámbito temporal del concepto va desde el origen del hombre a la
arqueología industrial de los últimos sigios e incluso decenios. Como
ya vimos, cualquier tipo de resto material dejado por el hombre es
susceptible de ser estudiado desde el punto de vista de la Arqueología.
No obstante, el término de yacimiento se emplea habitualmente para
denominar los sitios y parajes abandonados por el hombre, normal-
mente derruidos y casi siempre cubiertos totalmente o en parte por la
tierra; es decir, enterrados. Por ejemplo, a una iglesia románica medie-
val, posiblemente aún utilizada para el culto, sería mejor llamarla «mo-
numento» y no yacimiento, aunque las técnicas arqueológicas puedan
ayudar (por ejemplo, para establecer las fases constructivas, si las
hubo) a arquitectos e historiadores del arte en su interpretación com-
pleta. Sin embargo, si existen restos de la época bajo tierra, por ejem-
plo de construcciones anejas a la iglesia, hoy derruidas, o de una
necrópolis (algo bastante habitual), en este caso sí que emplearíamos la
palabra para denominarlos.
A pesar de su gran variedad, es posible clasificar los yacimientos
arqueológicos en distintos grupos, aunque esta división depende mu-
cho de los criterios empleados, existiendo lógicamente una jerarquiza-
ción de estos últimos. Si se atiende a la época en que se realizó la
actividad, tendremos una clasificación cronológica (Paleolítico Inferior,
Neolítico Reciente, Edad del Bronce Medio, etc.), que suele ser la
primera que se establece, seguida por la basada en la funcionalidad
(sitio de habitación, de enterramiento, de caza o descuartizado, de
cantera, ritual, etc.). En caso de desear mayor detalle sobre el yaci-
miento, se puede establecer una tipología en función de su posición
geográfica: de montaña, valle fluvial o costero, en cueva o al aire libre,
en la llanura o sobre un cerro, etc. Por fin, seguramente hará falta
excavar parte del yacimiento para poder decir algo sobre su duración
-otro de los criterios-, si se trata de un asentamiento temporal (pro-
bablemente estacional) pero de ocupaciones repetidas, o permanente;
de corta duración (por ejemplo con una sola fase) o lo suficientemente
larga para poder distinguir diferentes fases o períodos en su desarro-
llo; también podríamos hablar de yacimientos estratificados y sin estra-
tificar, alterados e intactos, etc.
En cuanto al tipo de actividad realizada, los sitios de habitat son los

37
más importantes y numerosos. En ellos se realizaron la mayoría de los
actos cotidianos de la comunidad, el alimento y el descanso, la relación
social, las artesanías, etc. Al comienzo de la Prehistoria todo esto ape-
nas dejaba algunos someros restos, como unas cenizas en donde se
hizo fuego, lascas y finas esquirlas de piedra donde se talló, huesos de
animales por todas partes, etc. (tanto al aire libre como, sobre todo,
dentro de las cuevas), aunque a veces se han reconocido huellas de
estructuras, como tiendas de pieles o ramajes apoyados en postes,
gracias a los huecos dejados en la tierra por los soportes, las piedras o
huesos de grandes animales que sujetaban las paredes, etc. (un ejem-
plo es la cabaña rusa de Molodova, del Paleolítico Medio). Otras veces
la forma de los refugios se distingue por la misma distribución de los
restos, en formas circulares o cuadradas rodeadas por espacios vacíos;
es evidente que algún tipo de obstáculo (piel, arbustos, paraviento)
impidió arrojar fuera los desperdicios, aunque ya no quede ningún
vestigio del mismo. Leroi-Gourhan llamaba a estas estructuras «laten-
tes», pues no se ven y su existencia y forma han de ser deducidas
indirectamente, como en las cabañas magdalenienses que él mismo
excavó en Pincevent, al Sur de París.
Tras el Neolítico, los asentamientos se van haciendo más complejos,
con viviendas de carácter más estable, hechas de muchos postes de
madera (Neolítico Danubiano), adobes o tapial (Neolítico de los Balca-
nes) e incluso ya de mampostería con piedras apiladas, en el Neolítico
del Próximo Oriente. No obstante, en muchas zonas el aprendizaje de la
agricultura y ganadería no llevó a un cambio de habitat hasta mucho
después, y así ocurrió en el Neolítico español, cuyas gentes siguieron
utilizando todavía durante milenios las cuevas. Un avance mayor fue la
aparición del urbanismo, con calles, manzanas, plazas, edificios públi-
cos, etc., en la época histórica o en el umbral de la misma. Con todo, el
reconocimiento de las distintas áreas de actividad y sus relaciones no
sólo es posible en la última categoría citada, sino también en las cuevas
paleolíticas, y es uno de los objetivos fundamentales de la excavación
de este tipo de yacimientos (análisis microespacial). Esto nos puede
llevar a definir con mayor precisión si existió algún tipo de actividad
fundamental en la cueva, poblado o ciudad de que se trate: de extrac-
ción o procesamiento, agrícola o ganadera, si se trató de un centro
comercial, defensivo o ritual, etc.
El siguiente tipo de yacimiento, para muchos de importancia igual o
superior al anterior, es el de enterramiento de los difuntos. A partir del
Paleolítico Medio, los datos actuales indican que el hombre comenzó a
tener una «cierta preocupación no práctica» con las personas que mo-
rían, porque en vez de arrojar los cadáveres fuera del habitat o aban-
donarlos, como seguramente se hacía antes, empleó una cierta cantidad

38
de energía en protegerlos (o protegerse de ellos) mediante la excava-
ción de tumbas. Desde esas simples fosas hasta las pirámides de Egip-
to, el elenco de tipos de necrópolis es enorme: bajo las viviendas o en
un lugar especial, individuales o colectivas, sin ningún signo externo o
con un túmulo, megalito o pirámide encima o alrededor, sin ajuar o
llenas de ofrendas, con el cadáver inhumado o incinerado, etc. A pesar
de esa variación, estos yacimientos tienen una cosa en común: casi
todos están más o menos intensamente violados, destruidos por ladro-
nes de tumbas que desde el comienzo intentaron aprovecharse de los
objetos que acompañaban a los difuntos.
Los cementerios tienen una característica muy importante que los
distingue de los demás yacimientos: fueron construidos con intención,
para durar, se depositaron a conciencia y por ello el contenido de
información es en ellos mayor que en los poblados, donde los restos
fueron dejados accidentalmente por pérdidas, incendios o abandonos
súbitos, y luego fueron cubiertos por acumulación de materiales erosi-
vos al cabo de los años. Es como si los hombres del pasado nos hubie-
ran dejado un regalo bajo tierra para los arqueólogos de hoy, parte del
cual nos fue arrebatado en el intermedio por los ladrones de tumbas,
con fines algo más interesados que los nuestros. Pero claro que ellos no
pensaban en nosotros, sino en algún tipo de construcción mítico-reli-
giosa bastante más complicada, que intentaremos reconstruir mediante
el análisis arqueológico, aunque la mayoría de las veces, cuando no
contamos con información escrita (como ocurre al comienzo de la Histo-
ria, por ejemplo en Egipto) esta tarea va a ser bastante difícil. Por
ejemplo, no nos es posible ni siquiera deducir que existiese una creen-
cia en la supervivencia tras la muerte, pues la Etnografía nos muestra a
bastantes pueblos que entierran a sus muertos sin esa condición, y
viceversa. Tampoco es cierto que las diferencias entre unas tumbas y
otras sean un reflejo exacto de la organización social del grupo que
construyó el cementerio, aunque de hecho este tipo de inferencia es
muy común en la llamada «Arqueología funeraria» o «de la muerte».
Los restantes tipos de yacimiento, según su funcionalidad, son me-
nos importantes, y sólo los describiremos brevemente. En el Paleolítico
Inferior y Medio son comunes los sitios de matanza (o de descuartizado,
despedazado, etc.), donde un grupo cazó (o encontró ya muerto) y se
aprovechó de la carne y la piel de un animal grande. Allí aparecen los
huesos y restos de útiles líticos, y curiosamente son más abundantes las
lascas sin retoque, usadas como simples cuchillos, que los elaborados
bifaces o raederas. Los sitios ceremoniales son por supuesto muy im-
portantes, pero pertenecen en su mayoría a épocas históricas, y de los
anteriores dudamos de su utilidad exacta: los círculos de piedras (como
Stonehenge al Sur de Inglaterra), los grandes «santuarios» de pintura

39
parietal del Paleolítico Superior en el Sur de Francia y Norte de España
(como Altamira o Lascaux), los mismos megalitos, ¿eran lugares de
culto, tal como lo entendemos hoy o al menos algo parecido? La mayo-
ría no fueron lugares de habitación y, por similitud con restos pareci-
dos de pueblos primitivos actuales, suponemos para ellos algún tipo de
funcionalidad religiosa en sentido amplio (en el caso de los círculos de
piedras, relacionada con la Astronomía). También podemos colocar en
esta casilla los innumerables lugares con pintura rupestre, petroglifos,
grafitos, etc., esparcidos por todo el mundo, aunque de la mayoría
(aquéllos en donde no existió continuidad etnográfica), es difícil inferir
para qué sirvieron.
Si exceptuamos aquellos yacimientos que están levantados sobre el
terreno, como los monumentos (conservados o derruidos), las estacio-
nes de arte rupestre, etc., la inmensa mayoría están enterrados, com-
pletamente o en su mayor parte. Por suerte, en muchos casos queda
algún tipo de vestigio superficial que permite la identificación, normal-
mente en forma de restos materiales muebles, enteros o fragmentados,
como cerámica o útiles líticos. El hecho de que estén bajo tierra ha sido
la causa fundamental de su conservación hasta hoy, pero nos obliga a
desenterrar, excavar, en suma, realizar una penosa labor hasta obtener
la información que deseamos. Toda excavación arqueológica consiste
en reconstruir el proceso que llevó a la formación del «registro», es
decir, cómo (y por qué) se erigieron los restos y cómo luego se destru-
yeron y fueron cubiertos por la tierra. Por ello, entender los mecanis-
mos de formación de un yacimiento es adelantar un gran trecho en el
camino hacia su completa interpretación.
¿Cómo se forma un yacimiento arqueológico? ¿Cómo es posible que
ciudades enteras queden cubiertas por la tierra hasta desaparecer por
completo, o que para encontrar los restos de un pequeño grupo de
cazadores paleolíticos sea necesario profundizar más de diez metros en
el suelo de una cueva? Hasta hace poco, se solía responder a esta
pregunta con afirmaciones generales del tipo «por la erosión», «por
fenómenos naturales idénticos a los que forman el paisaje», etc. En la
actualidad, tras varias décadas de excavaciones cada vez más detalla-
das y científicas, se ha comprobado que el papel humano ha sido por lo
menos tan importante como el de los agentes climáticos y atmosféricos.
Aunque cada yacimiento es un caso único y como tal ha de estudiarse
en la excavación, existen procesos generales que, combinados en pro-
porción variable, pueden explicar una gran parte de cada caso concre-
to. A continuación veremos cuatro prototipos: una cueva paleolítica en
clima húmedo, un poblado/ciudad con viviendas de barro en clima
árido, un poblado con viviendas de piedra en clima húmedo y un
poblado con viviendas de madera en clima húmedo.

40
En todos estos casos se pueden distinguir tres tipos de procesos de
formación: físicos, biológicos y culturales. Los primeros se dan siempre
(ver 7.1.1), aunque no exista actividad humana ni animal, y son la
erosión, traslado y deposición de sedimentos (polvo eólico, lodo y
arena fluvial, arrastres en pendientes, etc.). Los biológicos correspon-
den a la actividad de animales: excrementos, huesos y tierra adherida
al cuerpo y extremidades de animales domésticos y salvajes que visitan
el sitio en ausencia del hombre. La actividad humana introduce elemen-
tos antropogénicos como aportes minerales (piedras para construir,
sentarse, como materia prima, etc.) y biológicos (alimento, cobijo, etc.),
los modifica de varias maneras, y altera los procesos de sedimentación
natural, produciendo en general su aceleración.
En las cuevas, los desechos de talla, pequeñas esquirlas que saltan
al fabricar los útiles líticos, pueden llegar a constituir en algunos nive-
les todo el sedimento mayor de dos milímetros (es decir, todo lo que
está por encima de las arenas) y una gran parte de las arenas gruesas,
según ha señalado K. Butzer. En ocasiones la mayoría de las piedras
han sido traídas por el hombre (manuports), e incluso es posible que
las desprendidas del techo lo fueran a causa de los fuegos encendidos
en la cueva. Si pensamos que muchas de ellas fueron ocupadas, de
forma intermitente, durante milenios, es fácil imaginar la cantidad de
suelo que se pudo haber formado sólo por la tierra adherida en el
exterior húmedo a los pies humanos y desprendida en el interior,
aunque los grupos fueran muy pequeños. Finalmente, los sedimentos
fueron creciendo también por el aporte de materia vegetal y animal,
ésta última muy importante durante los períodos de desocupación de la
cueva, cuando murciélagos, rapaces, osos, carroñeros (hienas), etc.,
eran los dueños del hábitat sin ningún tipo de limpieza posible.
Con posterioridad a la deposición se producen determinados pro-
cesos químicos que originan la formación de suelos, en apariencia sólo
minerales, pero que son de origen orgánico. Hoy es posible distinguir
esto, e incluso separar los componentes de hueso, grasa, sangre, he-
ces, etc, mediante el análisis cromatográfico de aminoácidos y el estu-
dio de elementos traza. También el análisis químico mediante reactivos
o con el microscopio permite distinguir los granos que tienen su origen
en las cenizas de los hogares o en las arcillas cocidas por su fuego. Los
mismos hogares tienen sus secretos: aunque siempre se identifican por
los restos de cenizas y carbones, estos casos son únicamente aquéllos
donde se produjo una combustión incompleta, a baja temperatura y con
poca oxidación, mientras el caso contrario, seguramente el más abun-
dante, produce sólo finas capas de color rojizo o blanco, más difíciles
de detectar aunque correspondan a una actividad mucho más importan-
te. Un ejemplo de cueva bien estudiada, Cueva Morin (Santander), con

41
niveles desde el Musteriense al final del Paleolítico (más de 80.000
años), revela que la materia orgánica constituye del 5 al 20 % de los
niveles de ocupación, y los artefactos y restos de huesos del 2 al 50 % .
Aquí ha sido posible ver cómo la actividad humana sobre los suelos
provocaba la mezcla de los materiales de varios momentos cronológi-
cos, sobre todo a la entrada de la cueva donde la actividad fue mayor, y
cómo en los períodos de desocupación apenas se depositaron sedi-
mentos, dando una imagen falsa de uso continuado de la cueva.
En el norte de España se conocen bastantes casos de cuevas con una
estructura estratigráfica parecida a la de Cueva Morín: El Castillo (Santan-
der), con niveles desde el Achelense hasta el Azilense, una de la
secuencias más importantes de Europa, La Riera (Asturias), con estratos
del Solutrense al Asturiense, etc.
En climas áridos o semiáridos abundan los poblados en forma de
montículo, no porque se haya construido originalmente sobre una ele-
vación natural, lo cual también es corriente, sino porque los restos
mismos forman un pequeño cerro. Este tipo de yacimientos es muy
característico del Próximo Oriente, donde reciben el nombre de tell
(tepe en persa o hüyük en turco), pero también se encuentran en los
países del Mediterráneo Occidental, incluida la Península Ibérica. En la
mayoría de los casos, la elevación se debe a que las contrucciones eran
de adobes (ladrillos de barro crudo) o tapial (masa del mismo mate-
rial), con techo de materia vegetal. Estas viviendas tienen una vida útil
muy corta, pues acaban derrumbándose en el tiempo de una genera-
ción. Las siguientes reconstrucciones, si no se deseaba desplazar poco
a poco el poblado de sitio, habían de hacerse sobre las ruinas de las
anteriores, y la ausencia de una explanación completa hasta el nivel
original motivaba que se situasen en un nivel superior. Este fenómeno,
repetido cada pocos años, hace que, por ejemplo, algunos tells del
Turquestán, ocupados durante tres o cuatro siglos, lleguen a tener
hasta 34 metros de altura (subían una media de 10 cms. por año).
En estos yacimientos el relleno cultural suele ser de grano muy fino,
a menudo arcilloso y con alto contenido orgánico; los únicos fragmen-
tos grandes son los cerámicos. La estructura es laminar, con extensas
capas de poco espesor, y color y contenido muy variables (hogares,
cenizas, cerámica, huesos y estiercol), con alta proporción de fosfatos y
bajo pH (ácido). Aparte están los conglomerados de escombros resul-
tantes del derrumbe de los muros, con adobes, ladrillos o piedras, con
sus huecos rellenados por sedimentos más finos. El conjunto pudo
haber sido erosionado por corrientes de agua que dejan sedimentos
más finos en canales y depresiones. Los procesos de formación durante
la vida del asentamiento incluyen la lenta pero constante subida del
nivel de los suelos de las viviendas por acumulación de desecho, que

42
se incrementa con el abandono y tras la caída de los muros; las ca-
lles entre casas tienden a atraer basura y se rellenan rápidamente si
la zona del poblado presenta poca actividad. En épocas de expansión
demográfica, el grado de limpieza y uso aumenta, y los sedimen-
tos crecen despacio, mientras que si la población disminuye o aban-
dona el poblado, el proceso de deposición se acelera consecuente-
mente (Figura 3.1).

'
,, '"
.,../,----,:\,
" ' ""'- .J I / - - D- \ \ \ \
,-,....... . . .
"¡, , .... - - - -- /
...-:::'--G-0
C .J
r-'-' /
,,_----;...---',
\ \--~--' ....... - - - ,, - -/ I
\ '-- - - - - - _,' ..... .....
'-- _,..,,,.
-.::.;" ........ ' _ _ .J

A B

Suelo de arcilla apisonada sobre


relleno de escombro anterior

Figura 3.1. Un ejemplo teórico de poblado sobre montículo, con ilustración


de varios tipos de sedimento: aluvión eólico (A), escombros de derrumbe por
gravedad y erosión pluvial (B), escombros de derrumbe y relleno artificial (C),
y restos en posición primaria, superpuestos por derrumbe y relleno artificial
(D). (Según Butzer, 1982, fig. 6.2.)

43
En nuestro país existen numerosos ejemplos de este tipo de yaci-
miento, sobre todo en las áreas mediterráneas y centrales. Un caso
cercano que podemos analizar brevemente es el poblado ibérico de
Pedro Muñoz (Ciudad Real), ocupado durante los siglos V y IV a.c. La
acumulación de desechos ha provocado la elevación de un tell de casi
cinco metros de altitud, en el que se distinguen dos fases de ocupación,
durante las que sus habitantes reconstruyeron las estructuras varias
veces siguiendo la misma planta. Los muros son de adobes, hechos con
barro de diferentes colores, y la composición del relleno alterna las
bolsadas de color negro y origen orgánico (con cenizas y pequeños
trozos de madera quemada) con las manchas multicolores de adobes.
Aunque no se realizó análisis químico de los sedimentos, el dibujo
con colores de las plantas de excavación cada 5/10 cm en todas las
viviendas posibilita la reconstrucción de los diferentes episodios de
caída de muros y sobreelevación de los suelos dentro del mismo recin-
to. De hecho, se hallaron restos de hogares a distintas alturas, aunque
los que descansaban sobre el suelo original eran los más elaborados.
También se detectaron varios recintos utilizados como basurero en
algún momento de la vida del poblado; se comprobó que en estos
contextos el tamaño medio de los fragmentos cerámicos era mayor que
en los demás sitios, donde seguramente eran abandonados sin recoger
por ser más pequeños (o se rompían más al ser aplastados) incorporán-
dose al relleno del suelo ascendente. El análisis de los diferentes tipos
de artefacto registrados en cada recinto ha permitido la deducción de
varias zonas de actividad hipotética (reunión-textil, elaboración de ali-
mentos, cocina, metalurgia del bronce y basurero). Otro ejemplo espa-
ñol de estructura de tell es el poblado de Cortes de Navarra, a ori-
llas del Ebro, cerca de Tudela, con cinco fases de ocupación desde
el Bronce Final a la 11 Edad del Hierro (PIII a Pib). Durante unos
cinco siglos se reconstruyeron los muros de adobe, conservándose las
alineaciones o bien cambiando de lugar, como ocurrió tras la destruc-
ción por incendio de las fases PIII (en torno a 700 a.C.) y Pllb (circa
500 a.C.).
En zonas de clima húmedo, o cuando existen piedras en abundancia,
es este material el utilizado para la construcción de los poblados. En
estos casos se produce mucha menos acumulación de sedimentos, aun-
que el progreso de la vegetación puede ocultar completamente los
restos de una vivienda derruida en muy pocos años. En Inglaterra se ha
visto cómo granjas abandonadas hace menos de un siglo son hoy un
montículo cubierto de hierba, donde apenas se aprecian emergiendo
algunas piedras de los muros. Mientras la construcción permanezca
utilizada, el deterioro es pequeño si se efectúan las reparaciones opor-
tunas a tiempo. Cuando se abandona, en primer lugar se produce la

44
caída del techo y luego de los muros; si el comienzo del proceso fue un
incendio, tendremos la sucesión estratigráfica siguiente, de abajo a
arriba: cenizas y restos de las maderas quemadas en el suelo, las vigas
del techo y las tejas si las hubo, y finalmente las piedras y cascotes de
los muros. Si las piedras escasean, es habitual que hayan sido recupe-
radas para nuevas construcciones, y entonces quedarán únicamente las
alineaciones de la cimentación, originalmente enterradas. Con todo,
puede que incluso éstas hayan sido extraídas, dejando las trincheras
vacías que luego se rellenan con aportes eólicos. Incluso en este caso
extremo, es posible reconstruir la planta de los edificios a partir del
trazado de las trincheras. A partir del Calcolítico comienza a construir-
se de esta forma en la Península Ibérica. Los primeros poblados con
muros de piedra corresponden a la cultura de Los Millares, en el
Sureste (como Los Millares mismo) durante el tercer milenio a.c.
Luego, la fase cultural de El Argar continúa la tradición en la Edad del
Bronce (poblados de El Argar, El Oficio, Motillas manchegas, etc.), que
se generaliza en la Edad del Hierro (castros gallegos, poblados y
ciudades celtibéricas e ibéricas: Numancia, Azaila, La Bastida, Covalta,
Ullastret, etc.).
Finalmente están las contrucciones de madera, muy típicas de zonas
boscosas y húmedas, como el Norte y Centro de Europa. A menos que
los restos sean inundados por algún río o lago y permanezcan siempre
en un estado de humedad constante (como ocurrió con los restos «pala-
fíticos» de Suiza), en condiciones anaeróbicas, es decir sin aire y sin
posibilidad de actuación de los microorganismos, la madera se des-
compondrá por la acción de éstos y desaparecerá. La parte del tronco
que estaba hincada en la tierra se pudrirá y será reemplazada por
suelo húmico. Esto permitirá la localización de los «agujeros de poste»,
ya que el humus es más oscuro y retiene más la humedad que la tierra
normal. También se da el hecho de que el color del agujero se va
oscureciendo según se baja, porque el humus desciende y va siendo
reemplazado por la tierra (ello puede provocar errores al creer que el
hueco es de un nivel inferior). En otras ocasiones la madera pudo
haber ardido y se conservará carbón vegetal en el hueco, fechable por
C-14; haber sido reemplazada por otra nueva, lo que se podrá ver en la
sección del hueco; o haber sido rellenado éste con cantos y tierra. En
todos los casos una excavación cuidadosa será capaz de revelar todos
estos huecos, pudiéndose dibujar la planta de la edificación correspon-
diente, y obtener información sobre su tamaño, capacidad, destino, etc.
En la Península se conocen pocos ejemplos de este tipo de construcción
en madera, en comparación con otras regiones de Europa (Neolítico
Danubiano, Edad del Bronce y Hierro). Recientemente se han registra-
do algunos casos aislados, como en Los Tolmos de Caracena (Soria) de

45
la Edad del Bronce, o el cerro Ecce Horno (Madrid) de comienzos de la
Edad del Hierro.

3.2. La prospección arqueológica: planteamientos y técnicas

Al hablar de prospección, generalmente nos referimos al conjunto


de trabajos de campo y de laboratorio que son previos a la excavación
arqueológica, y que incluyen sobre todo el estudio de una zona geo-
gráfica con el fin de descubrir el mayor número posible de yacimientos
allí existentes. Hubo un tiempo en esta profesión, por desgracia todavía
no superado del todo, en que la tarea fundamental y casi única consistía
en desenterrar restos y monumentos, en excavar los yacimientos que
parecían a priori más interesantes, y, como existía una gran penuria de
conocimientos, cualquier cosa que se obtuviera resultaba de gran va-
lor. Por ello apenas importaba que se excavase sólo un tipo de yaci-
mientos (por ejemplo, necrópolis), que se diera una idea muy somera
de otros (poblados excavados en una mínima parte), que no supiera-
mos nada sobre la arqueología de grandes zonas geográficas (en Espa-
ña, por ejemplo, la meseta Sur), o que la publicación escrita de los
resultados dejase mucho que desear en cuanto a globalidad y preci-
sión.
Actualmente, el incremento del coste económico de la excavación,
quizás en mayor medida que otro tipo de consideraciones más teóricas,
ha provocado el replanteamiento de esta tarea. Hoy en día es necesario
un análisis preliminar del yacimiento escogido, la evaluación de los
resultados más probables (sobre todo analizando si ayudarán a resol-
ver algún problema importante), la estimación de los costes globales
(incluida la publicación) y de las necesidades organizativas (equipo,
alojamiento, etc.); en suma, hay que plantearse muchas cuestiones antes
de empezar a excavar, y hay que dejar el menor número posible de
cosas en manos del azar. La imagen romántica del arqueólogo que
descubre restos de sensación, favorecido por la fortuna y guíado por
su intuición, parece algo definitivamente superado.
Al mismo tiempo, la necesidad de comprender el comportamiento
prehistórico en una escala espacial mayor que la del yacimiento, debi-
da al convencimiento de que los asentamientos eran muchas veces
temporales, y en todo caso estaban unos relacionados con otros, y al
surgimiento de corrientes teórico-metodológicas como el estudio de
los Patrones de Asentamiento, la Arqueología Espacial, el Análisis Te-
rritorial, etc., todo ello ha colocado en un primer plano de importancia
a la prospección, por encima incluso del método más antiguo de la
excavación. Comparando los dos sistemas, se puede decir que excavar

46
desemboca en saber muchas cosas sobre un sitio, mientras que pros-
pectar resulta en saber pocas cosas sobre muchos sitios, ya que éstos
sólo se inspeccionan «por encima» (análisis superficial y en todo caso
una pequeña excavación). ¿Cuál es mejor? Depende del estado de la
investigación. Si la zona ha sido ya prospectada por completo, es decir,
se conocen prácticamente todos los emplazamientos arqueológicos, es
lógico que se considere llegado el momento de excavar en extensión
los más importantes. Pero si la zona se conoce parcialmente, será mejor
prospectar antes de excavar, entre otras cosas porque si no ¿cómo
sabemos que el yacimiento que excavamos es el mejor, el idóneo para
resolver nuestro problema?
La tarea de prospección suele tener dos partes: el análisis previo de
laboratorio y el trabajo de campo. El primero consiste en examinar
toda la información previa que existe sobre la zona de interés, y el
segundo es la búsqueda propiamente dicha de los yacimientos. Los
datos previos se encuentran repartidos en varias fuentes que es nece-
sario ensamblar adecuadamente: mapas topográficos, fotos aéreas, to-
ponimia de la zona y descripciones escritas (desde las primeras rela-
ciones hasta los últimos informes arqueológicos).
La comprensión de los planos topográficos de la zona es esencial
para la prospección. En la mayoría de los países el gobierno publica
mapas de escala mayor o menor, en los que se dibujan los accidentes
geográficos y las construcciones humanas más importantes (casas, ca-
minos, puentes, etc.). Una serie de vértices geodésicos, puntos señala-
dos en el mapa con su elevación exacta y marcados claramente en el
terreno, ayudan a situar en el plano (mediante la longitud y la latitud) y
en elevación (sobre el nivel del mar o sobre algún punto fijo de refe-
rencia) cualquier yacimiento o hallazgo que se produzca en la prospec-
ción. Si, como es habitual en Arqueología, no se precisa una gran
exactitud en la localización, ésta también se puede hacer con referencia
a algún accidente o construcción más cercano, mediante los habituales
procedimientos topográficos. De igual forma, con los datos del plano
podremos encontrar en el terreno cualquier accidente, construcción o
yacimiento que esté bien situado topográficamente. Cuando no se cuen-
ta con medios para una prospección prolongada, los planos sirven
además para decidir cuáles son las zonas más interesantes, que deben
ser examinadas en primer lugar.
En España existen planos de escala 1 : 50.000 (un centímetro equiva-
le a medio kilómetro) para todo el territorio nacional, pero en ocasio-
nes se puede contar con planos de escala mayor (1: 25.000 ó 1: 5.000),
que lógicamente son más útiles. Cada vez existen más y mejores planos
publicados con datos interesantes para la prospección, como la geolo-
gía de la zona, los tipos de suelo, la utilización agrícola, etc. No obstan-

47
te, los mapas antiguos no se han de despreciar, sino todo lo contrario,
pues pueden contener información que ha desaparecido con el tiempo
y que tal vez sea relevante desde el punto de vista arqueológico:
antiguos caminos, otro tipo de uso agrícola o vegetación, edificios hoy
derruidos, etc.
La siguiente ayuda proviene de las fotografías aéreas. Estas pueden
haber sido hechas con destino a la prospección arqueológica, única-
mente sobre la zona de interés, o bien se puede utilizar parte de la
colección general existente para todo el país, realizada con otros fines
(topografía, agrimensura, recursos hídricos, etc.). Fue un pilóto británi-
co en la primera guerra mundial, O.G.S. Crawford, más tarde fundador
de la revista Antiquity, el primero que vio las posibilidades de las fotos
realizadas desde el aire, las cuales mostraban restos arqueológicos
muy difíciles o imposibles de apreciar desde la superficie.
En la actualidad se realizan prospecciones arqueológicas entera-
mente desde el aire, y se descubre así un número grande de yacimien-
tos con mucho menor esfuerzo que mediante los recorridos terrestres.
En España no se ha utilizado este sistema más que en contadas ocasio-
nes, y siempre como apoyo previo a la prospección tradicional. Esto no
sólo es debido a sus elevados costes, sino también a que el relieve
montañoso y clima semiárido de gran parte de la península no hacen
muy productivo este tipo de investigación. Por el contrario, en las zonas
llanas de la Europa húmeda, el método es tan usual que ha instituido
una rama completa de la investigación, llamada «Arqueología aérea».
Las estructuras enterradas de los yacimientos se ven mejor desde el
aire por varias razones. Si sobresalen algo del terreno, las sombras
rasantes las harán más visibles, por lo que se suele hacer el vuelo al
atardecer. Aunque estén completamente bajo tierra, si su distancia a la
superficie no es excesiva, se pueden ver debido al crecimiento dife-
rencial de los cultivos (más altos donde hay fosos, más bajos donde hay
muros), de nuevo con sol rasante; gracias a la variación de humedad
entre unas zonas y otras (mayor en las fosas y trincheras), que hace
cambiar el color (más oscuro cuanto más húmedo) o fundir más o
menos la nieve si ésta ha caído antes de hacer el vuelo. P0r último,
cuando los tractores aran la tierra pueden levantar parte de las estruc-
turas, y si éstas son de distinto color al de la tierra (por ejemplo, color
claro de piedras y mortero de los muros), se verá bien su trazado. En
ocasiones, éste es tan claro que hasta se puede hacer el plano del
yacimiento (por ejemplo, los muros de una villa romana, el perímetro
de un túmulo prehistórico, etc.), sin necesidad de visitarlo directa-
mente.
Por otro lado, la observación detallada de las fotos aéreas propor-
ciona información muy útil sobre la topografía y vegetación del terreno,

48
con vistas a la planificación del recorrido terrestre. Si el vuelo, como es
habitual, realizó las fotografías a intervalos regulares y solapando cada
toma con parte de la anterior, entonces es posible la visión estereoscó-
pica. Así, con ayuda de un estereoscopio (lente binocular que se coloca
sobre un par de fotos que se solapan entre sí, es decir, que tienen una
parte del paisaje en común) se puede ver la superficie del suelo en
relieve, marcándose claramente los accidentes del terreno.
En determinadas ocasiones esta ayuda puede ser el origen de un
tipo de prospección muy útil y de reducido coste. Se trata del caso en
que los yacimientos de interés se encuentran sobre elevaciones del
terreno, por ejemplo, la mayoría de los asentamientos pertenecientes a
las Edades del Bronce y del Hierro. Entonces puede ser interesante
buscar en las fotos algún yacimiento ya conocido y examinar sus carac-
terísticas. Seguidamente, se examinarán todos los pares de fotos que
cubren el área de interés, marcando sobre el plano topográfico el lugar
donde se ha visto una elevación susceptible de albergar un asentamien-
to como los buscados. La correspondencia de puntos entre la foto aérea
y el plano puede plantear problemas en ocasiones, pero una limitada
experiencia suele ser suficiente para hacerlo con aproximación razona-
ble.
Una vez situados los puntos en el plano, no hay más que visitarlos
uno por uno, y comprobar si se trata de auténticos yacimientos, en cuyo
caso se procederá a su registro como es habitual. Fácilmente se aprecia
que el sistema elimina a priori un enorme porcentaje de terreno donde
es poco probable que exista un yacimiento de interés, con el subsi-
guiente ahorro de tiempo y medios. Con todo, es preciso ser conscien-
te de las limitaciones que comporta, ya que sólo nos llevará a descubrir
un tipo determinado de yacimientos, dejando de lado todos los demás,
los cuales, en todo caso, habrán de ser localizados en una prospección
más detallada.
Otra labor necesaria o muy c<;>nveniente antes del trabajo de campo
se refiere al estudio de la toponimia, los nombres propios de los luga-
res, que en algunos casos se vienen empleando desde muchos siglos
atrás y pueden tener alguna relación con la existencia de yacimientos
arqueológicos en sus proximidades. Por ejemplo, la referencia a los
moros (Cruz, Cueva, Puente, Sepultura, Fuente, etc., del Moro o de los
Moros) suele estar asociado a algún yacimiento, debido a que la menta-
lidad popular fija todo lo antiguo en esa época (igual que en Sicilia se
usa el topónimo de «saraceno»). Nombres que hacen referencia a cons-
trucciones (El Castillo, Castellar, Castillejo, Torre, Torrecilla, Torrejón,
etc.) también pueden tener algún sitio cercano, al igual que los que se
denominan tesoros, monedas, etc. (Fuente de la Plata, Malamoneda,
Vega del Tesoro, etc.), u otros hallazgos arqueológicos (Cerro de la

49
Cerámica, Piedra Escrita, Cerro del Calderico, etc.). Muchos de estos
topónimos no vienen indicados en los planos topográficos y se habrán
de consultar los catastros locales o indagar por los nombres entre los
habitantes del lugar. A éstos también se habrá de interrogar por la
existencia de lugares con restos antiguos, ruinas, cerámica, etc. En
general, los recelos tan temidos por el arqueólogo van desapareciendo
y los campesinos suelen colaborar de muy buen grado.
El trabajo de campo en la prospección consiste en buscar, encontrar
y registrar los yacimientos de una zona concreta. Los dos primeros
puntos son en realidad el mismo, pues según se busque así se encuen-
tra. Un tipo de prospección habitual, típica de la primera mitad de
nuestro siglo en España, era el llamado «viaje exploratorio». Normal-
mente se hacía en un fin de semana, y se visitaban los yacimientos que
eran ya conocidos por los lugareños, pero todavía no por los arqueólo-
gos; en cada uno se recogían algunos materiales de superficie, con el
fin de clasificar cada sitio en su fase cronológica concreta y poder
hacer una historia arqueológica de la zona.
A partir de la década de los sesenta comienzan las prospecciones
más sistemáticas, pero que no pretenden registrar todos los yacimien-
tos de una zona, sino sólo encontrar los más importantes. Usualmente la
zona se elige por criterios administrativos (p.e. término municipal) y no
geográfico (por ejemplo, cuenca de un río), y, con las ayudas antes
citadas o sin ellas, se recorre el territorio de forma más o menos
organizada, examinando preferentemente los emplazamientos más
«probables» como cuevas, cimas de cerros, etc. A estas prospecciones,
que se han publicado casi siempre con el nombre de «Carta Arqueoló-
gica», se las puede llamar extensivas, por contraste con las que vere-
mos a continuación.
Las prospección intensiva es el método más adecuado para alcanzar
una imagen completa de la historia cultural de una zona concreta.
Aunque aplicada en muy pocas ocasiones en nuestro país, donde toda-
vía faltan por hacer un gran número de prospecciones extensivas con
el fin de eliminar los «vacíos» de nuestros mapas de yacimientos, es un
sistema habitual en naciones con mayor tradición arqueológica y mucho
mejor conocimiento de su pasado. Consiste en la inspección directa y
exhaustiva de la superficie del terreno sobre áreas relativamente pe-
queñas, realizada por observadores separados a intervalos regulares y
utilizando cuadrículas artificiales hasta llegar a controlar parte o la
totalidad del territorio de interés.
Un ejemplo típico podría ser el siguiente: se prospecta un área de
un kilómetro cuadrado por un equipo de diez personas; se cree que el
tamaño mínimo de los yacimientos no supera los 10-15 metros, y no
parece necesario que se registren absolutamente todos los hallazgos

50
aislados. En este caso los prospectares pueden recorrer el terreno con
una separación de 20 metros, pues los yacimientos más pequeños,
incluso cuando estén situados en el justo medio de los caminos recorri-
dos, serán detectados por alguno de ellos en su alcance visual hacia los
lados (el límite estaría a menos de cinco metros). De esta forma, si en
una pasada con esa separación se examina una franja de 200 metros de
ancha (diez personas separadas 20 metros entre sí) y de un kilómetro
de larga, se harán 0.2 kilómetros cuadrados (0.2 x 1) y serán necesarias
cinco pasadas como ésa para completar la cuadrícula.
El caso anterior es sólo teórico, pero si le unimos una estimación
prudente de velocidad podríamos calcular el tiempo necesario para
prospectar una determinada cantidad de terreno. Con todo, la varia-
ción en las condiciones de una a otra zona geográfica suele ser tan
grande que hace difícil los proyectos hasta que no se conocen ciertos
datos, como son la accesibilidad y visibilidad del terreno, y la percepti-
bilidad de los yacimientos.
La primera se mide por el esfuerzo y tiempo que un prospectar
necesita para alcanzar un punto concreto del área, y está determinada
por la topografía, el clima, la vegetación y las vías de comunicación que
existen. Un área montañosa, con mucha vegetación, humedad y pocos
caminos sería poco accesible, y en cambio lo sería mucho una zona
llana, con vegetación escasa y bastantes caminos o carreteras. La visibi-
lidad se refiere a la facilidad que ofrece el medio físico para la localiza-
ción de yacimientos: será máxima, por ejemplo, en áreas desérticas
estables, y mínima en zonas con abundante vegetación que oculta los
sitios, o donde los sedimentos, aluviales o de otro tipo, los han cubierto.
Esta variable puede variar con las estaciones: así en zonas cerealísticas
no conviene prospectar al final de primavera, cuando los cultivos están
crecidos, sino en el otoño cuando los campos están limpios de vegeta-
ción. Por último, la fácilidad de percepción no atañe a la zona completa
sino a cada yacimiento en sí mismo: un gran castro construido sobre un
cerro es un ejemplo de sitio muy perceptible, mientras que los yaci-
mientos enterrados completamente, sin ningún indicio superficial, ten-
drán una perceptibilidad igual a cero. En determinadas zonas, como los
bosques húmedos de Norteamérica, es necesario realizar la prospec-
ción excavando pequeñas catas separadas por intervalos fijos, ya que
en la superficie casi no se aprecia ningún yacimiento.
Mediante la prospección intensiva podemos estar seguros de descu-
brir todos los yacimientos de una zona, y no solo los grandes que están
situados en lugares bien visibles. Así, por un lado podremos elaborar
teorías explicativas del poblamiento prehistórico del área, qué tipos de
asentamientos contemporáneos existieron, cómo cambiaron con el paso
del tiempo, etc., y por otro tendremos un inventario razonablemente

51
completo de todos los restos que se deben proteger para el futuro.
Pero el método tiene un inconveniente claro: es tan lento y detallado
que sólo es realizable en pequeñas áreas, pues llevaría mucho tiempo
aplicarlo a las grand~s. No obstante, existe una forma de obtener con-
clusiones generales, extensibles a zonas mucho mayores, a partir de los
datos recogidos en la prospección intensiva de áreas pequeñas, me-
diante la aplicación de la teoría del Muestreo. Si las áreas prospectadas
se escogen adecuadamente, de forma que sean representativas del
total, entonces es posible la inferencia de la parte (muestra) al todo
(población).
La forma más adecuada de asegurar la representatividad es dejar
actuar al azar, es decir, no dejarse llevar por ideas preconcebidas y
escoger aleatoriamente las cuadrículas que se van a prospectar. Este
muestreo, llamado aleatorio simple, es el mejor desde el punto de vista
matemático, pero no deja de tener inconvenientes. Para superarlos,
podemos tener en cuenta los datos previos del terreno (tipos de suelo,
vegetación, proximidad a fuentes de agua, yacimientos conocidos pre-
viamente, etc.) y seleccionar un mayor número de cuadrículas allí don-
de son de esperar más o más importantes yacimientos (muestreo estra-
tificado). Por ejemplo, se puede dividir la zona en tres estratos: bueno,
regular y malo para los yacimientos (p.e. fondo de valle, piedemonte y
montaña) y prospectar triple número de cuadrículas en el primero que
en el tercero, doble en el segundo, etc.
Aun así, los cuadrados se seguirán eligiendo aleatoriamente dentro
de cada estrato, lo cual puede provocar que aparezcan muy concentra-
dos en algunas partes y no haya ninguno en otras. Para evitar esto se
puede recurrir al muestreo sistemático, que consiste en elegir las cua-
drículas separadas a intervalos fijos, de forma que todas las partes
estén bien representadas. Si no se quiere que el sistema parezca un
ajedrez, y se desea favorecer algo más el azar, se pueden espaciar por
igual las cuadrículas en una dirección, pero que en la otra la separación
sea aleatoria (sistemático no alineado) (Figura 3.2).
El teorema central del límite, pilar de la Estadística inferencia!, nos
permite afirmar, con un margen de error conocido, cuáles son los datos
de la zona completa. En un caso hipotético en que se examinara una
pequeña parte (cuantas más mejor) de un total de cien cuadrículas,
podríamos decir, por ejemplo, que el número total de yacimientos (en
las cien cuadrículas) está comprendido, digamos, entre 90 y 150 con un
68 % de probabilidad, o que el porcentaje de yacimientos de la Edad
del Bronce oscila, por ejemplo, entre el 30 y el 50 por ciento con un
68 % de probabilidad. Aunque pueda parecer poco, esto es mejor que
la situación habitual, que consiste en tener una idea aproximada del
total de yacimientos en una región, pero sin ninguna estimación del

52
0-:
·:
·o
o D· ''
'

o· . 9J - ... ... ..
·o "

~-. " :- ..
'•
.
o
'"
~
,·..
.
..
...
'··
.
u. o n '
.'

.... ,'•• ... "

." ...
,. D.
.'-' ·O
!M
·~

n
Figura 3.2. Ejemplos teóricos de diferentes tipos de muestreo estadístico en
prospección: 1) muestreo aleatorio de cuadrados (quadrats); 2) muestreo alea-
torio de secciones (transects); 3) muestreo sistemático de secciones, y 4) mues-
treo sistemático no alineado de cuadrados. Las distribuciones teóricas de yaci-
mientos (puntos) representan modelos aleatorio (l y 4), regular (2) y concentra-
do (3). Gráficos obtenidos por simulación de ordenador. (Según Fernández,
1985, figs. 1 a 4.)

error que se comete («saber sin saber cómo se sabe»). El muestreo se


ha aplicado con éxito en muchas zonas, por ejemplo en la estimación de
yacimientos de la región del Suroeste de Estados Unidos, o en el cálcu-
lo del número de sitios que se debían excavar con urgencia al construir
varias autopistas en Gran Bretaña, a partir de los datos de una pequeña
muestra inicial.
El margen de error que aparece en el ejemplo anterior se podría
reducir aumentando el tamaño de la muestra, es decir, prospectando
más cuadrículas, no importando en absoluto que éstas fueran más pe-
queñas. Algunos modelos de simulación realizados con ordenador
muestran que, en general, el mejor procedimiento consiste en seguir

53
dos etapas: 1) muestreo sistemático a intervalos regulares de cuadrícu-
las alargadas y estrechas (secciones o transects) con el fin de determi-
nar cuáles son las zonas ecológicamente homogéneas (estratos), en las
cuales se aplicará 2) muestreo aleatorio simple de cuadrículas con
lados iguales (cuadrados o quadrats), con el número de éstas en pro-
porción a la importancia arqueológica de cada zona.
La aplicación de criterios sistemáticos en las prospecciones ha mos-
trado claramente su eficacia para descubrir yacimientos. Sin llegar a la
prospección intensiva tal como se ha descrito en los párrafos anterio-
res, ciertos trabajos llevados a cabo en nuestro país son muy ilustrati-
vos al respecto. Por ejemplo, en La Nava (Palencia), en una área de 875
km2 se conocían sólo dos castros de la Edad del Hierro y tras la. pros-
pección se conocen más de cien yacimientos, de los cuales cuarenta y
siete son prehistóricos; es decir, se ha multiplicado por cincuenta el
conocimiento arqueológico de la zona. En una zona de campiña sevilla-
na se pasó de ocho a ciento quince yacimientos (casi quince veces
más), mientras que en la reciente investigación de la provincia de Soria
el coeficiente está en torno a cinco. Algunas zonas pequeñas en que se
ha aplicado la prospección intensiva han demostrado que la riqueza
arqueológica es mucho mayor de lo que enseñan los trabajos tradicio-
nales, extensivos. Así, en Mora de Rubielos (Teruel) se localizaron
veintidós yacimientos en menos de cinco kilómetros cuadrados, y cerca
de Alcalá de Henares se encontraron más de cien en unos trece kiló-
metros cuadrados. El último caso se aproxima a los valores habituales
para zonas ricas del Mediterráneo, en torno a los diez yacimientos por
kilómetro cuadrado. Es evidente que tales áreas, de gran habitabilidad
en el pasado, necesitan investigarse de forma intensiva.
Una vez localizado el yacimiento, es preciso describirlo lo mejor
posible, recopilando la máxima información. Lo primero que llama la
atención son los restos de artefactos que aparecen en superficie, que se
han de analizar. Lo aconsejable es hacer primero un recorrido general
para recoger los restos más distintivos (útiles líticos tallados mejor que
lascas, bordes o fondos cerámicos, a ser posible decorados, mejor que
fragmentos de panza sin decorar). Estos servirán para clasificar cultu-
ralmente el yacimiento. Por ejemplo, se trata de un taller paleolítico por
la gran abundancia de lascas, y es probable que sea del Paleolítico
Medio porque hay muchas raederas, o estamos ante una necrópolis de
incineración, porque se aprecian restos de las urnas y de los huesos
calcinados, de la Segunda Edad del Hierro, porque la mayor parte de
la cerámica está hecha a torno, etc. A continuación, si el sitio es grande,
o se sospecha que puedan existir diferentes áreas funcionales bajo
tierra, conviene realizar un muestreo, del tipo sistemático no alineado,
recogiendo todos los restos que se encuentren en pequeñas unidades

54
de muestreo, por ejemplo cuadrados de 2 x 2 ó 5 x 5 metros, en
función de la mayor o menor densidad de restos.
El objeto de tomar muestras en distintas zonas de superficie es
comparar lo hallado en los cuadrados y ver si existen diferencias signi-
ficativas entre ellos, que puedan indicar distintas áreas funcionales o de
diferente cronología. Ello nos permitiría extraer conclusiones impor-
tantes sobre el yacimiento sin necesidad de excavar, o indicaciones
sobre cómo orientar la futura excavación del sitio. No obstante, no
siempre se cumple la condición necesaria de que exista una cierta
relación entre lo que se ve en la superficie y lo que está enterrado.
Diversos experimentos muestran que la erosión de pendientes tiende a
homogeneizar o a desplazar los restos de algunas zonas hacia otras (lo
cual quizás se pueda detectar por la comparación antedicha).
Con respecto a los artefactos mismos, se ha dado cierta discusión
sobre el lugar en que se deben analizar: si han de llevarse al laborato-
rio, con el objeto de profundizar en el análisis, o por el contrario se han
de dejar in situ para no «desnudan> completamente el sitio y hacerlo
irreconocible para otros investigadores. En general, parece más pru-
dente obtener toda la información posible sobre el terreno (clasificar y
pesar la cerámica, por ejemplo) y llevarse únicamente aquellas piezas
más representativas (las que se piensen dibujar, por ejemplo).
Otro tipo de información de interés que se ha de tomar sobre el
yacimiento es la ambiental-ecológica. Por tratarse de datos no propia-
mente arqueológicos, muchos de ellos son difíciles de obtener por
personas sin formación específica, y por ello la presencia de un geólo-
go, por ejemplo, es conveniente en los equipos de prospección. Aparte
de la localización topográfica del yacimiento, su extensión (aproxima-
da), croquis topográfico, acceso, estado en que se encuentra (intacto,
afectado por la erosión o los excavadores clandestinos, etc.), sus posi-
bilidades de investigación, etc., es preciso analizar su entorno natural.
Interesa la geología circundante, el relieve de la zona, el clima, los
suelos de los alrededores, los recursos hídricos (fuentes, ríos, lagos,
etc.), la vegetación y el uso agrícola actual, el tipo de fauna salvaje y
doméstica que existe en la actualidad, la distancia a las vías de comuni-
cación más cercanas (ríos, caminos, cañadas, etc.), la visibilidad desde
el yacimiento de otros lugares cercanos (elevaciones, otros yacimien-
tos, etc.). Aunque parte de esta información se puede recuperar poste-
riormente (la fauna en estudios ecológicos, la visibilidad en los mapas
topográficos, etc.), cuanto más nos llevemos del sitio, al que tal vez no
resulte fácil volver, tanto mejor. El empleo de una ficha normalizada,
igual para todos los puntos y donde se especifique y exista espacio
para escribir toda la información posible, parece la práctica más conve-
niente y extendida entre los mejores equipos de prospección.

55
Después de realizado lo anterior, se puede decir que habremos
obtenido todos los datos que un yacimiento ofrece en su superficie. El
siguiente paso, si queremos mayor información, sería empezar la exca-
vación del mismo. No obstante, existen en la actualidad medios para
examinar aspectos arqueológicos enterrados sin necesidad de excavar:
los métodos de prospección geofísica y el análisis de fosfatos. Aparte
de la ventaja citada, obtener información a un precio más bajo, está la
más importante de poder decidir previamente cuáles son las zonas de
un yacimientos donde es más rentable o urgente excavar. Como vere-
mos en el apartado siguiente, el momento actual de la investigación
arqueológica favorece sobremanera cualquier medio que ayude a to-
mar decisiones antes de recurrir a la excavación.
La prospección geofísica consiste en medir ciertas propiedades
eléctricas y magnéticas del subsuelo, de forma que las variaciones
diferenciales entre unas zonas y otras nos revelen la localización de los
restos enterrados. El análisis químico de fosfatos se basa en los diferen-
tes contenidos de fósforo de la tierra, que pueden ser indicativos de
distintas actividades humanas. Por desgracia, existen muchos otros fe-
nómenos naturales, aparte de los culturales, que pueden producir los
mismos cambios físicos y químicos en el suelo, lo cual puede inducir a
confusión en no pocas ocasiones.
Existen tres métodos diferentes de prospección geofísica: la de
resistividad, la magnética y la electromagnética. En la primera se mide
la mayor o menor facilidad con la que atraviesa la tierra una corriente
eléctrica (conductividad), basándose en el hecho de que ciertos mate-
riales tienen menos resistencia que otros. Los suelos y las rocas son
malos conductores, pero si los primeros están húmedos su resistividad
disminuye. En el caso de existir pozos o trincheras enterrados, cuyo
relleno admite mejor la humedad por ser más suelto, por ellos pasará
mejor la corriente que en las zonas donde existan muros de piedra, por
ejemplo.
Los aparatos necesarios no son demasiado caros, pero el método es
lento, puesto que se han de ir cambiando de sitio los polos que se
introducen en la tierra (evitando las bolsas de aire, que aumentan la
resistencia) a lo largo de una red de cuadrículas que ocupa todo el
yacimiento. Usualmente se clavan a la vez cuatro polos, dos por los que
pasa la corriente y otros dos en la que se mide tras pasar bajo tierra.
Los polos deben estar separados aproximadamente a la misma distan-
cia a la que están enterrados los restos, la cual a menudo se desconoce;
por ello conviene realizar pruebas a diferentes distancias. Los mayores
problemas del método surgen a causa del drenaje diferencial de unos
terrenos y otros: si ha llovido poco tiempo antes de hacer las prospec-
ción y el drenaje es deficiente, el exceso de humedad puede enmasca-

56
rar las diferencias buscadas. Si el agua queda atrapada en agujeros de
la roca natural, se pueden producir también resultados engañosos, al
mezclarse su efecto con el de las estructuras arqueológicas.
La prospección magnética (Figura 3.3) requiere unos aparatos de
medición que son del orden de cuatro veces más caros que los de la
prospección eléctrica, pero el tiempo necesario para llevarla a cabo se
puede reducir también a la cuarta parte. Al igual que la anterior, es
preciso marcar previamente la cuadrícula del yacimiento, evitando
ahora todo tipo de objetos de metal que puedan influir en el resultado.
Los magnetómetros utilizados miden las pequeñas variaciones locales
del campo magnético terrestre, que pueden estar causadas por la pre-
sencia de estructuras que han sido calentadas (alfares, hornos, hogares,
etc.), debido al magnetismo termo-remanente (ver 6.8), o por alteracio-
nes más débiles del campo debidas a las remociones antiguas del
terreno en hoyos o fosos, y el consiguiente movimiento de las partículas
de óxidos férricos del suelo (que tienen pequeños campos alrededor).
-
'----'

r-_

- " _,..,,

--
~- -

1?==
"

"-
-
_,...

-~
-
~- -/
-
V -
-
Figura 3.3. Gráfico con los resultados de una prospección magnética con un
gradiómetro de flujo (lectura continua). Se aprecian los cimientos de una iglesia
(ábside a la derecha) dentro de un patio con cerramiento alrededor (abajo a la
izquierda), y un edificio rectangular con doble línea de cimientos (arriba a la
derecha). Los edificios fueron construidos con postes de madera. Obsérvese la
gran influencia de los objetos de hierro enterrados (picos máximos). (Según
Parkes, 1986, fig. 9.5b.)

57
Los problemas del método se deben a las variaciones diurnas del
campo terrestre, que deben ser tenidas en cuenta (algunos equipos ya
las corrigen automáticamente); a que la posición de la anomalía magné-
tica no coincide espacialmente con la posición de la estructura enterra-
da (en Europa, el máximo magnético estará normalmente al Sur de la
estructura, a una distancia de un tercio de la profundidad de ésta); y
por último a que los fenómenos arqueológicos no son la única fuente de
alteraciones magnéticas: los objetos metálicos enterrados afectan mu-
cho a la medición y en los lugares donde existe chatarra bajo tierra, o
alambres de alguna cerca, por ejemplo, el método no es aplicable. Lo
mismo ocurre cuando el suelo está compuesto por rocas igneas, de alto
campo magnético, o si cruza muy cerca del sitio alguna línea de alta
tensión, etc.
Los magnetómetros pueden ser de dos tipos: de protones o de flujo
(fluxgate). En general, como mejor funcionan ambos es como gradió-
metros, es decir, midiendo la diferencia de campo entre los puntos de
la cuadrícula y un punto fijo con ayuda de dos aparatos. El magnetóme-
tro de flujo tiene la ventaja sobre el de protones de que la medición es
continua a lo largo de las líneas de la cuadrícula en vez de tener que
pararse en los puntos de cruce de la misma; ello hace que sea mucho
más rápido. Si se hace en líneas paralelas siguiendo dos direcciones
perpendiculares, es posible dibujar luego un plano de tres dimensio-
nes, de mayor claridad que el bidimensional.
La prospección electromagnética combina los dos tipos anteriores,
es barata y rápida, pero tiene el inconveniente de que sólo detecta
estructuras a una profundidad de medio metro. El equipo medidor
cuenta con un emisor de señal hacia el suelo y un receptor de la señal
que los objetos enterrados devuelven. Tanto las condiciones magnéti-
cas (con señales de baja frecuencia), como la resistividad del suelo (con
altas frecuencias) afectan a la señal inducida en el terreno. Los detecto-
res de metales, por desgracia asociados casi siempre a los que practi-
can la ilegal y destructiva «búsqueda de tesoros», son los aparatos más
conocidos que usan esta técnica, la cual puede ser útil con finalidad
científica en ciertos casos, como cuando se desea recuperar mayor
cantidad de metal (p.e con fines cronológicos) y se realiza la excava-
ción en los lugares donde se detecta ese hecho, o cuando se lleva a
cabo una intervención de urgencia e interesa recoger las piezas metá-
licas antes del comienzo de la obra civil, etc.
El análisis de fosfatos puede servir para localizar yacimientos cuan-
do no existen restos superficiales que sirvan de guía, o para detectar
áreas de actividad antes de excavar en un yacimiento conocido. Se
basa en el hecho de que el ciclo del fósforo, parecido al del carbono y
que se da entre el suelo, las plantas y los animales, mantiene en térmi-

58
nos constantes el contenido de ese elemento en el subsuelo, pero las
actividades humanas lo pueden romper, incrementando la proporción
en lugares donde hay residuos orgánicos (de alimentos, de animales o
plantas, excrementos, etc.), en los emplazamientos de viviendas, esta-
blos o basureros; o, por el contrario, reduciéndolo en los campos
donde han pastado los rebaños domésticos durante largo tiempo.
Los efectos descritos son prolongados, y por ello es posible detec-
tar lugares donde ocurrieron en el pasado. En el caso de buscar yaci-
mientos, se pueden tomar muestras del suelo para análisis cada cinco
metros, y cada metro o menos si lo que se quiere es detectar áreas de
actividad, siempre siguiendo el mismo método de cuadriculado que se
usa también en la prospección geofísica. La forma de tomar las mues-
tras exige bastante tiempo, y el método en general es tan lento como el
sistema de resistividad antes descrito. Aunque se pueden utilizar los
equipos comerciales que se usan para medir sobre el terreno la pro-
ductividad agrícola de los suelos, es más seguro extraer una muestra
grande (sobre 100 gramos) en cada punto para medir la cantidad total
de fosfatos en el laboratorio. Los problemas surgen debido a que a
veces no se está seguro de si la tierra de la muestra procede de los
niveles arqueológicos de interés (y no de suelos más recientes en
superficie), y de que en otras ocasiones las actividades modernas,
sobre todo de animales (por ejemplo, en cuevas utilizadas como apris-
cos), pueden producir efectos indistinguibles de los arqueológicos.

3.3. La excavación arqueológica: algunos principios


generales.

Pocas cosas son más atractivas que la excavación para un arqueólo-


go, pero quizás ninguna es tan difícil y desafiante. La excavación apare-
ce situada como algo claramente atractivo· y en primer lugar dentro del
conjunto de motivaciones que provocan la elección de la Arqueología
como profesión o afición. La excavación es el equivalente del «experi-
mento» en otras ciencias, y, como éste, implica en la conciencia popular
un cierto riesgo y esfuerzo que serán oportunamente recompensados
por la emoción del ·descubrimiento de algo socialmente valioso. Con
todo, la dureza y usual monotonía de este trabajo de campo provocan
en los que comienzan a practicarlo una rápida desaparición de todas
las imágenes románticas que podían traer consigo. En su lugar van
surgiendo motivaciones más firmes y seguras, que se refieren a la gran
responsabilidad que supone el poner a la luz los restos de nuestros
antepasados (nuestros y de todos los hombres, de la humanidad única).
Dichos restos son casi siempre muy humildes, someros vestigios de una

59
existencia aparentemente más primitiva y menos complicada que la
actual, pero fueron creados por un comportamiento que sin duda no
nos es ajeno y cuya comprensión puede ser util para entendernos un
poco mejor a nosotros mismos. Como escribió Mortimer Wheeler, pa-
rafraseando el terrible discurso del Marco Antonio de Shakespeare, no
excavamos piedra ni madera, sino hombres.
A pesar de la importancia cada vez mayor de los métodos de explo-
ración no destructivos, vistos en el apartado anterior, la excavación
sigue siendo el método principal de la Arqueología, ya que es el que
permite recoger la mayor cantidad de información sobre un yacimien-
to. Como los restos están en su mayoría enterrados, resulta lógico
pensar que para llegar a ellos no hay más remedio que desenterrarlos.
Y la excavación no es más que eso: quitar la tierra que cubre los
objetos y estructuras abandonados por el hombre en tiempos pasados.
Los objetos serán llevados a otra parte, para su restauración, análisis y
exposición pública, y las estructuras serán consolidadas, si es necesa-
rio y existen medios para ello, para su exhibición permanente, o bien
cubiertas de nuevo por tierra para evitar su destrucción posterior. El
problema es que existen muchas maneras de desenterrar restos ar-
queológicos, y cada vez cuesta más hacerlo adecuadamente. No se trata
únicamente de sacar cosas de bajo tierra, sino de registrar, dejar
constancia escrita y gráfica de todo lo que aparece, de forma que luego
se puedan estudiar las relaciones de cada objeto con los demás y con
las estructuras. Casi como si después de la excavación quisiéramos
reconstruir lo que hemos destruido, volver a poner cada cosa en su
lugar original.
Porque, como se ha dicho tantas veces, excavar es destruir y todo lo
que no se registre está perdido para siempre. Al contrario que una
fuente escrita, un texto que se puede leer tantas veces como se quiera,
las «páginas» arqueológicas (los niveles de un yacimiento) sólo se
pueden leer una vez. Por eso son tan importantes la máxima observa-
ción y minuciosidad, y tan funestos la rapidez y el descuido. Un objeto
extraído de un yacimiento sin el cuidado debido, es como si se hubiera
robado; puede ser muy bello o poseer algún otro valor, pero es ar-
queológicamente inútil puesto que apenas nos informa sobre el mo-
mento, lugar y situación en los que fue fabricado y usado. De todo esto
se deduce que la tarea de excavación no puede ser encomendada a
cualquiera, que hace falta poseer una formación específica, sólo adqui-
rible mediante el trabajo práctico, para realizarla, y que cuando esta
circunstancia no se da el aprendiz ha de estar bajo el cuidado y super-
visión continuos de personas con mayor experiencia. Por otra parte, los
conocimientos procedentes de la excavación de un yacimiento no sir-
ven para todos los demás, ya que no existe un yacimiento igual a otro.

60
Por ello cada sitio ha de ser investigado con la máxima atención al
inicio de los trabajos, cuando está mostrando sus aspectos y problemas
principales.
¿Por qué razones se decide excavar en un yacimiento concreto? Los
problemas y costos que supone una excavación hoy en día han motiva-
do una gran reflexión al respecto. Ya no parece válido el simple interés
o curiosidad del arqueólogo, como era norma antes y todavía se da
entre nosotros, y las últimas décadas han visto como la mayoría de las
excavaciones se hacen por razones de salvamento en condiciones de
urgencia. En los países más industrializados, la construcción de vivien-
das, autopistas, canteras, etc. provoca la constante aparición, no desea-
da, de yacimientos que han de estudiarse antes que la obra prosiga,
tras un acuerdo económico-temporal entre arqueólogos y constructo-
res. También la elevación de presas en los ríos conlleva que los embal-
ses cubran sitios, que deben ser estudiados antes que se acabe la obra
y el agua comience a subir. En zonas como las Islas Británicas, y Europa
en general, esta «arqueología de bomberos» es cada vez más impor-
tante; sin embargo, se estima que no se llega a poder excavar adecua-
damente ni una centésima parte de lo que se destruye. La gran ampli-
tud de las zonas agrarias y el menor desarrollo económico que se dan
en España hacen que el problema sea menor en nuestro caso, aunque
ya comience a ser acuciante en zonas especialmente ricas como Anda-
lucía.
Si se está produciendo una destrucción tan rápida de restos arqueo-
lógicos, cuyo número total es sin duda limitado, ¿tiene sentido la exca-
vación de yacimientos que están seguros, a los que todavía no afecta la
moderna piqueta? Se trata ésta de una polémica moral nada simple, que
se complica todavía más si se piensa en el constante avance de las
técnicas de excavación: la que tenían los arqueólogos del siglo pasado
nos parece hoy deleznable y casi propia de excavadores furtivos, aun-
que ellos lógicamente lo hacían bien para las normas de entonces.
¿Cómo saber que los arqueólogos del siglo próximo no van a pensar lo
mismo de nosotros? Aunque nos juzguen con más benevolencia, es
seguro que ellos contarán con medios técnicos mejores que los nues-
tros, capaces de recuperar cierta cantidad de información que nosotros
estamos perdiendo en las excavaciones de hoy día. Por otro lado,
sabemos que para obtener datos fiables de un yacimiento es necesario
excavarlo en una gran extensión, ya que las pequeñas catas de prueba
proporcionan una imagen muy engañosa en general; es decir, que si se
decide excavar hay que hacerlo en extenso y es inevitable una gran
destrucción.
La postura más proteccionista fue expuesta humorísticamente en
1980 por el arqueólogo danés Olaf Olsen, definiendo la peligrosa enfer-

61
medad de la «rabia de los arqueólogos», cuyos síntomas consisten en
una inevitable tendencia a destruir la mayor extensión posible del
yacimiento que se excava, para obtener el máximo de información y en
el sagrado nombre de la ciencia arqueológica. Su propuesta es que
sólo se excaven los yacimientos amenazados y que los demás se pre-
serven para el futuro, aplicando todo tipo de acciones y técnicas de
conservación.
A pesar de que los anteriores asertos expresan un cambio de acti-
tud, una tendencia generalizada a preservar por encima y antes que
excavar, resulta obviamente exagerada la pretensión de que se acabe
para siempre la excavación de yacimientos no amenazados. Y ello por
una razón fundamental: en tal situación, los proyectos de investigación
arqueológica serían sustituidos por los grandes planes de construcción
civil. Las decisiones sobre donde excavar se tomarían, indirectamente
por supuesto, en los despachos de los constructores e ingenieros, y los
arqueólogos se limitarían a realizar su labor de salvamento donde les
llamaran. Grandes zonas geográficas, todas las que estén lejos de las
áreas de desarrollo, se quedarían fuera de estas actuaciones, limitadas
a las grandes ciudades y vías de comunicación. En suma, la información
obtenida en un futuro siguiendo tal sistema estaría sesgada en gran
medida.
El arqueólogo británico Philip Barker, autor de varias excavaciones
modélicas y de algunos manuales sobre su metodología, propone una
serie de variables que se deben estimar como ayuda en la toma de
decisiones antes de excavar. La primera es la «abundancia» de un
cierto tipo de yacimiento: los «únicos» o «muy raros», como por ejem-
plo Stonehenge, deberían dejarse para el futuro, mientras aquellos
que son más comunes (como los castros de la Edad del Hierro, de los
que se conocen en torno a dos mil sólo en Irlanda, por ejemplo), se
pueden estudiar con más tranquilidad, aunque al hacerlo se aprecia
que siempre contienen información «única» (no hay dos iguales). Otro
aspecto es la «calidad» de los datos que se van a obtener: los yacimien-
tos bien conservados (por ejemplo los enterrados a cierta profundidad,
tal vez bajo restos más recientes) serán más productivos científica-
mente que los que han sido arrasados o sus restos están revueltos y
mezclados con los de una época distinta (tal vez por estar en superficie
y haber sido afectados por las labores agrícolas).
Ante este problema se presenta la siguiente paradoja: la informa-
ción necesaria para decidir cuáles yacimientos son meritorios de exca-
vación solo se puede conseguir excavando. Incluso los datos que se
obtienen así son a menudo engañosos; se excava hacia lo desconocido
y hasta el final del trabajo es difícil saber lo que se tiene entre manos y
lo que probablemente aparecerá en la parte no excavada. Incluso en

62
sitios muy estudiados, tras un gran número de campañas y con arqueó-
logos muy experimentados al frente, las sorpresas surgen continua-
mente. Por esta razón en la actualidad la investigación se dirige a todo
tipo de análisis no destructivos, para obtener el mayor número posible
de datos sin excavación -como el análisis de restos superficiales y su
relación con el subsuelo, el análisis geofísico, el químico de fosfatos,
etc.- o con excavaciones muy localizadas, como las perforaciones de
sondeo, similares a las empleadas en ingeniería para examinar las
condiciones físicas del subsuelo.
No hay que olvidar que otro aspecto que influye notablemente a la
hora de escoger el yacimiento es la dirección, a veces errática, que
siguen las tendencias o modas de la investigación. Por ejemplo, en
nuestro país fue corriente la búsqueda durante años de necrópolis,
especialmente las celtibéricas que proporcionaban ricos ajuares, y el
menosprecio de los poblados, cuyos restos se encuentran más destrui-
dos. Como consecuencia hoy resulta difícil encontrar yacimientos fune-
rarios de buena calidad que no hayan sido excavados, y como los
registros de las excavaciones antiguas dejaban mucho que desear, se
ha perdido una información inapreciable para el análisis social que se
puede efectuar a partir de los datos de las necrópolis.
Entre los arqueólogos americanos es corriente la expresión de que
una excavación sólo debe realizarse cuando tenga por objeto la con-
trastación de determinada hipótesis o modelo explicativo sobre el gru-
po humano que habitó alli y su relación con el medio ambiente circun-
dante. Sin entrar a considerar las premisas teóricas de tal postura, lo
indudable es que hoy ya no resulta válida la aproximación simple de
«ver lo que hay», según la cual todos los yacimientos merecen por
igual ser excavados. Por lo menos, un yacimiento ha de ser excavado
para cubrir un vacío de la investigación: interesa un poblado con estra-
tigrafía de varias fases en una zona cuya evolución cronológico-cultural
se desconoce, un poblado en donde sólo se conocen necrópolis, una
necrópolis donde sólo se conocen poblados, un resto paleolítico donde
sólo se sabe de restos postglaciares, etc. También es hoy corriente una
aproximación «regional» a los yacimientos: excavar, tal vez con intensi-
dad diferente, grupos de sitios arqueológicos relacionados, superando
lo que se ha llamado el «síndrome del yacimiento único». Lo que
interesa es conocer el poblamiento total que se dió en una zona, por
ejemplo el valle de un río, durante una época determinada, como la
Edad del Bronce, la época ibérica, etc., para lo que la prospección
superficial es tan importante como la propia excavación.
Una vez tomada la decisión de excavar en determinado emplaza-
miento, son necesarias ciertas actuaciones que aseguren que los traba-
jos que allí se van a realizar son perfectamente legales. Aunque las

63
normas españolas han cambiado en los últimos años, y presentan gran-
des diferencias de unas comunidades autónomas a otras, existen ciertos
requisitos comunes. El primero es contar con un permiso de excava-
ción, expedido por las autoridades competentes, antes el Ministerio de
Cultura y ahora el departamento correspondiente de la Comunidad
Autónoma. En él se especifica el lugar o la zona en la que se puede
excavar, la duración de los trabajos, el destino que deben seguir los
materiales encontrados, las normas de publicación de resultados, etc.
Cualquier arqueólogo o licenciado en especialidades afines (Historia,
Arte, etc.) puede optar a tal permiso, el cual es concedido habitual-
mente según el informe de algún consejo asesor formado por especia-
listas, quienes, en pura lógica, se deberían basar tanto en la experien-
cia anterior (curriculum arqueológico) del solicitante, como en el inte-
rés del proyecto presentado. La misma autoridad se encarga normal-
mente de tramitar las relaciones oportunas con los propietarios del
terreno que se va a excavar, de obtener su autorización a través del
arqueólogo, indemnizar por la parte correspondiente de pérdidas que
la excavación provoque, expropiar en caso de gran importancia del
sitio, etc. En muchos casos el propietario no pondrá objecciones a la
excavación, pero deseará que el lugar quede tras ella igual que estaba
antes, lo cual obligará a prever algún sistema de acarreo mecánico de
tierras para cubrir la parte excavada.
Seguidamente comienzan los trabajos de campo propiamente di-
chos. El primero consistirá en un estudio lo más detenido posible del
área del yacimiento: su topografía, vegetación, accesos, obstáculos
(edificios, conducciones hidráulicas o eléctricas, etc.), distancia al aloja-
miento y laboratorio, etc. Es habitual la toma de todas las fotografías
necesarias para tener luego una idea clara de cómo estaba el lugar
antes de la excavación. Menos común, pero tan necesaria, es la realiza-
ción de un plano topográfico del área que marque las variaciones del
terreno mediante curvas de nivel y sirva de plano maestro de la exca-
vación. La presencia de un topógrafo es muy conveniente, pero en el
caso de yacimientos no muy grandes ni elevados (cuevas, pequeños
cerros, necrópolis o asentamientos en zonas llanas) el mismo arqueólo-
go debe ser capaz de realizar el mapa.
El siguiente paso consiste en establecer el sistema de ejes o de
cuadrículas del yacimiento. Este es un punto importante, pues se trata
del sistema al que se van a referir espacialmente todos los hallazgos de
la excavación, y es esencial una buena elección del mismo. Los princi-
pios del método fueron desarrollados por los arqueólogos ingleses
Mortimer Wheeler y Kathleen Kenyon, y hoy en día son seguidos en
todas las excavaciones científicas. En el caso de que el sitio vaya a ser
excavado someramente, por ejemplo con sólo una pequeña cata de

64
prueba en su centro (quizás por tratarse de una prospección de mu-
chos yacimientos), no sería necesario implantar los ejes (aunque no
convendría olvidar el plano topográfico), pero en cuanto excavemos en
más de un lugar ya será inevitable debido a la necesidad de relacionar
lo hallado en las dos o más áreas. Una práctica que es necesario deste-
rrar para siempre es la que consiste en excavar zonas sin ninguna
relación entre sí, denominando las catas con números o letras consecu-
tivas.
El objeto del sistema de cuadrículas es poder reconstruir en el
laboratorio todo el proceso de excavación y lo hallado en ella. El
espacio tridimensional del yacimiento es proyectado sobre un plano
horizontal, en el que se representan los hallazgos y estructuras. La
técnica no es otra que la del dibujo lineal y por ello en el plano se
representa la planta de la excavación, mientras que de ciertas partes
interesantes se dibujan los alzados verticales. Pero el sistema no sirve
tan solo para dibujar planimetrías y altimetrías; mediante unos códigos
jerarquizados, permite asignar una posición concreta a cuanto se en-
cuentra. Aunque la variedad de denominaciones y subdivisiones es
infinita, el principio siempre es el mismo: el yacimiento se divide en
cuadrados, cada uno con su sigla, los cuales a su vez se dividen en
otros cuadrados más pequeños, hasta llegar a una dimensión mínima
juzgada conveniente; en esta última la posición de un objeto ya será
designada por sus coordenadas o distancias a los lados del cuadrado.

5m

2 3 4

Figura 3.4. El sistema Wheeler de excavación por cuadrículas, dejando «testi-


gos» de un metro de espesor (que suponen un 36 % del área total) sin excavar.

65
Por ejemplo (Figura 3.4), la posición de una vasija cerámica podría
ser la siguiente: área H, cuadricula C-4, cuadrante B, x = 0,45, y= 0,75,
z = -1,28. Esto quiere decir que el yacimiento, por tener una gran
dimensión, se ha dividido en áreas, por ejemplo de una hectárea cada
una (cuadrados de 100 x 100 metros), las cuales se denominan por
letras mayúsculas (se trata del sistema de cuadriculas del yacimiento).
La vasija en cuestión está en la llamada H. Cada área se subdivide
luego en cuadrículas, por ejemplo de 5 x 5 metros cada una, lo cual
daría 400 (20 x 20) cuadriculas por área (sistema de cuadrículas de la
excavación). La sigla de cada cuadrícula se denomina por la posición
que ocupa en la intersección de las unidades definidas en cada eje. En
el eje horizontal cada división de cinco metros recibe una letra, y en el
vertical un número. Así el cuadrado C-4 está en la tercera columna
(letra C) y la cuarta fila (número 4). También es habitual dividir luego
cada cuadricula en varias áreas internas, por ejemplo, cuadrantes que
se denominan A, B, C y D. Nuestra vasija está en el segundo de ellos y,
por último, existe una distancia de 0.45 m al eje vertical derecho del
cuadrante y otra de 0.75 mal horizontal inferior.
De esta manera el objeto queda perfectamente situado en el plano
horizontal, y se puede dibujar su posición, relacionarla con la de otros
objetos y estructuras, etc. Pero con esto no es suficiente, puesto que
seguramente habrán aparecido otros elementos por encima o por de-
bajo de él, situados aproximadamente en la misma posición. Por ello es
necesario proporcionar también la profundidad del mismo, su cota o
coordenada z, que en este ejemplo es de 1.28 metros por debajo
(número negativo) del plano o cota cero, el cual coincide o está algo
por encima del punto más alto del yacimiento.
Como se aprecia, el sistema en su conjunto podría limitarse simple-
mente a dar las coordenadas de cada objeto con respecto a unos ejes
generales, únicos para todos el yacimiento. En este caso, la vasija en
cuestión tendría una posición de x = 112,95, y = 223.25, z = -1.28, y
ello bastaría para relacionarla con lo demás y situarla en un plano. No
obstante, este sistema apenas se usa (salvo en yacimientos realmente
muy pequeños), y ello no es solo debido a que las posibilidades de
error son mucho más grandes, sino a otra de las grandes ventajas del
sistema de cuadrículas: éstas son, a la vez que medidas de posición, las
unidades que se excavan (calicatas o catas).
Porque uno de los principios del método es que el volumen de
tierra que se excava tenga una forma geométrica simple, un cubo de
paredes verticales y sección rectangular. Incluso si se realiza única-
mente una cata de prueba en el yacimiento, lo correcto es dibujar
sobre el suelo un cuadrado o rectángulo, empezar a cavar dentro de él
sin salirse de sus límites, y mantener la forma hasta que lleguemos al

66
final de la excavación (cuando se terminen los depósitos arqueológi-
cos), cuidando siempre de que las paredes del agujero (llamadas perfi-
les) sean perfectamente verticales. Si la sección se va estrechando cada
vez excavamos menos y dejaremos de ver objetos en el perfil, y si va
aumentando corremos el peligro de que éste se nos caiga encima.
Cuando se excavan varias cuadrículas juntas, es usual dejar entre ellas
unas bandas de tierra sin excavar, llamadas «testigos». En el caso
anterior, las cuadrículas son de cinco metros, de los que cuatro se
excavan y uno se deja de testigo, medio metro a cada lado. Esas bandas
no sólo son útiles para pasar por encima de ellas sin pisar lo excavado,
sino que sirven para poder controlar la estratigrafía en los perfiles
(fig. 3.4).
Como veremos en el capítulo quinto de este libro, los yacimientos
suelen estar formados por niveles estratigráficos, colocados unos enci-
ma de otros. Cada nivel tiene un significado cronológico y cultural
claro, puesto que se formó en un momento diferente de los demás. Por
ello es esencial descubrir cuando desaparece un nivel y aparece otro
(al cambiar el color de la tierra, su textura, o los objetos que aparecen
embebidos), para no mezclar lo que es de un nivel con los demás. El
lugar donde esto se aprecia más claramente es en el perfil de la
excavación, ya que es en la pared donde se produce el corte del nivel
y queda allí como el testigo del mismo, que continúa hacia la parte
no excavada. Por ello los límites del área excavada, los perfiles de los
testigos, son esenciales para ver los niveles ya excavados y descubrir
los cambios hacia otros nuevos. Si no se dejan testigos sin excavar
entre las cuadrículas, llamados testigos secundarios, y se realiza lo que
se llama una excavación en área, es decir abriendo varias cuadrículas
juntas a la vez, sólo se podrían ver los niveles en las cuatro paredes
límite del área (testigos primarios), lo que puede ser insuficiente para
resolver los problemas estratigráficos.
Ultimamente la excavación con testigos se considera un metodo
anticuado. En realidad lo que debería quedar anticuado es el aplicar la
misma regla, por buena que sea, a cualquier situación que se encuen-
tre. Está claro que los testigos son muy útiles en ciertos yacimientos, e
inútiles y molestos en otros. En el momento de comenzar una excava-
ción, cuando por lo general no se conoce apenas nada de lo que hay
bajo tierra, dejar testigos es una práctica recomendable como salva-
guardia contra posibles dificultades. La progresiva familiarización con
las características del sitio aconsejará seguir o no con ellos. En todo
caso, no es conveniente dejarlos en pie una vez atravesados varios
niveles, por el peligro de mezcla de objetos que pueden caer de la
pared y por el mayor de derrumbe de la misma una vez alcanzada
cierta altura (esto depende del tipo de suelo). Al desmontarlos es

67
importante asignar los materiales embebidos al nivel correcto al que
corresponden.
En yacimientos poco profundos y de un solo o pocos niveles, como
los de época romana, los testigos no parecen muy necesarios y moles-
tan para ver las grandes estructuras. Philip Barker demuestra clara-
mente lo anterior superponiendo el sistema de testigos y el de trinchera
(una sola cata larga atraviesa el yacimiento, hoy ya casi no se utiliza) a
la excavación en área del castillo de Hen Donen, viéndose claramente
que con los primeros la interpretación de los restos hubiera sido mucho
más difícil. Tampoco parecen los testigos muy útiles en ocupaciones
protohistóricas con viviendas separadas por paredes de piedras o ado-
bes; en cuanto aparecen éstas hay que tirar los testigos para que no se
confundan. A partir de entonces, cada habitación se denominará por
una sigla especial y los objetos hallados en su interior se referirán a ella
mejor que a la cata a la que correspondan (una vivienda puede estar
situada entre varias catas, y en una cata pueden confluir varias vivien-
das). Es decir, una vez encontrados los límites de las casas, éstas susti-
tuyen a las cuadrículas como unidades de identificación. Por otro lado,
en yacimientos pequeños, como las cuevas, generalmente no hay espa-
cio suficiente para dejar testigos. En resumen, los testigos se utilizan al
comienzo de la excavación y en sitios con varios niveles, de cierta
profundidad y sin estructuras complicadas. Cada cierto tiempo, tras un
cambio de nivel, se derriban y se vuelven a dejar de nuevo hacia abajo
(Figura 3.5).
Sobre las cuadrículas existen algunas reglas prácticas. Conviene
que el punto cero, origen de las coordenadas, se encuentre fuera del
yacimiento; de esta forma las denominaciones seguirán todas la misma
dirección: A, B, C, etc., y 1, 2, 3, etc. a partir del punto. Con todo,
también es posible colocarlo en el centro, y hacia un lado irán letras
mayúsculas y al otro minúsculas, por ejemplo, y lo mismo con números
pares e impares (la seríe enpezaría por A-2 hacia un lado, y por a-1
hacia el otro). El punto cero de alturas ha de estar situado por encima
del yacimiento, por ejemplo en la mitad de una esquina de algún
edificio próximo que no corra peligro de ser derribado. No hay regla
fija para el tamaño de los cuadros, aunque tuvo cierto éxito la sugeren-
cia de Wheeler de hacer que el lado fuese por lo menos igual que la
profundidad máxima que se espera encontrar. Una norma de la que no
hay que apartarse establece que el tamaño de catas y testigos ha de ser
el mismo en todo el yacimiento; si se necesita excavar zonas más
amplias, no hay más que hacerlo en catas adyacentes.
Cada cierta distancia en los ejes principales y secundarios, y por
supuesto en las intersecciones de las cuadrículas que se van a excavar,
es necesario clavar estacas o barras de hierro fácilmente visibles, en

68
Figura 3.5. Diversas formas y etapas de una excavación: 1) sistema de cuadrí-
culas con testigos; 2) parte de los testigos se ha quitado para estudiar mejor las
estructuras descubiertas; 3) sistema de trinchera, útil en este caso para estudiar
una fortificación triple, y 4) sistema de excavación abierta o «en área», con
testigo en una de las esquinas. (Según Macintosh, 1987, 70-71, simplificado).

las que se marque (con etiquetas o sobre el cemento que las sujeta) el
punto del plano o cuadrado que corresponda. Las que marcan los
límites del área excavada, en los bordes de las catas, han de ser
comprobadas a diario pues tienden sin remedio a moverse de su posi-
ción original. Como es lógico, todos los trabajos relativos a la implanta-
ción del sistema de cuadrículas han de efectuarse mediante los apara-
tos de medición topográfica (nivel, teodolito, mira, jalones, cinta métri-
ca, etc.), para trazar líneas rectas perpendiculares unas a otras, a la
distancia convenida. Los principios de manejo de tales instrumentos
son sencillos y se aprenden al poco tiempo de iniciar su práctica.

69
Acto seguido es preciso decidir cuáles son los puntos más intere-
santes para empezar la excavación. Aunque cada arqueólogo puede
tener sus preferencias, existen ciertas reglas: si se trata de un yaci-
miento con varios niveles, la zona con más profundidad de depósitos; si
es una fortificación, las defensas y el punto más alto; en un túmulo la
parte alta y cuadrantes opuestos, y si no existe nada mejor, la zona con
más restos en la superficie. En cuanto a la extensión que se debe
excavar, desde el punto de vista de la calidad de los datos obtenidos
está claro que ha de ser la máxima, la totalidad del yacimiento si es
posible. No obstante, muchos arqueólogos estiman inmoral esta postura
por lo dicho antes, y es práctica extendida dejar parte del yacimiento
para excavaciones futuras con mejor tecnología.
Es necesario también decidir el lugar donde se va a arrojar la tierra
excavada tras su cribado y examen, lejos de las partes interesantes
para que no moleste en futuras ampliaciones, pero no tanto que su
transporte cueste demasiado esfuerzo. Si es necesario volver a cubrir
las catas, una táctica buena consiste en ir tapando cada una de ellas con
la tierra que se saque de la siguiente, y conservar el nivel superficial,
de tierra oxigenada indispensable para los cultivos, aparte para arro-
jarlo luego en último lugar. Otra norma consiste en no excavar nunca
dos catas adyacentes a la vez, sino seguir un recorrido de tipo «aje-
dreZ». En la primera cata conviene ir bajando algo por delante de las
demás, por ejemplo 20 ó 25 cm, de forma que se anticipen los posibles
cambios o problemas. Con todo, una vez alcanzado un nivel de ocupa-
ción, éste será excavado de forma homogénea en todas las catas para
poder apreciar las relaciones existentes. Si se conoce bien la estrati-
grafía y existen niveles estériles amplios por encima de los arqueológi-
cos, aquéllos se pueden retirar con una pala mecánica (stripping, «des-
nudar» el yacimiento), sobre todo si se trata de una excavación de
urgencia, aunque por supuesto el método tiene sus riesgos de destruir
o perder información.
Una vez colocadas las estacas o barras que marcan las esquinas de
las catas, y extendido entre ellas un hilo fino flexible de color bien
visible para señalar las líneas del perfil, se comienza a levantar la
tierra. Uno de los principios básicos es avanzar horizontalmente, evitan-
do que algunas partes de la cata tengan más profundidad que otras.
Otro dice que los objetos y estructuras que aparecen no se muevan de
su sitio hasta que se registre en el plano su posición. No obstante, si los
objetos aparecen en un nivel de relleno, revueltos y habitualmente
fragmentados, lo habitual es recogerlos y asignarlos al nivel correspon-
diente en su conjunto, indicando solo el cuadrante y la profundidad o
capa artificial en que se encontraron.
En todo caso, las estructuras (muros, hogares, tumbas, etc.) nunca se

70
levantan, siendo necesario únicamente «descarnarlas» (degager) de la
tierra que las rodea, limpiando todo lo que impida ver claras sus
características. Es muy común que aparezcan en el relleno piedras en
abundancia, que al principio se ignorará si pertenecen o no a una
estructura (un muro por ejemplo); por ello han de dejarse en su sitio y
no quitarse hasta asegurarse de la segunda posibilidad (conviene siem-
pre dibujar su posición para poder luego estudiar los mecanismos de
derrumbe). Cuando se alcance un nivel de ocupación, que suele co-
rresponder al suelo sobre el que se realizaron las actividades primiti-
vas, y donde los objetos aparecen in situ, es decir, colocados en su
posición original (vasijas sobre un vasar, útiles líticos alrededor de un
hogar, etc.), se registrará la posición y forma de todos ellos, incluso si
están fragmentados.
Aunque siempre se debe excavar siguiendo los niveles naturales,
es decir no mezclando nunca restos de un nivel con los de otro, cuando
los niveles son potentes (gruesos) o cuando incluso no existen (no se
aprecian diferencias en todo el volumen de excavación: sólo hay un
nivel), es útil excavar también por niveles arbitrarios o artificiales.
Cada capa que se levanta -que puede ir de 2 a 20 cm o más, depen-
diendo de la riqueza del relleno, de su dureza, etc.- es considerada
como un «nivel», y a los objetos que aparecen en ella se les asigna su
sigla; por ejemplo «nivel 11, capa 5» puede indicar la quinta capa que se
excavó dentro del nivel (natural) segundo. Al comparar luego en el
laboratorio los materiales de las distintas capas se verá si existe dife-
rencia entre los de arriba y los de abajo, si aparecen fragmentos del
mismo objeto en diferentes alturas (lo cual indicaría mezcla de materia-
les), etc.
Existen muchas formas diferentes de avanzar en la excavación.
Cuando los niveles son finos o contienen información importante (como
en los niveles de ocupación antes descritos), la manera de levantar la
tierra consiste en raspar con la paleta suavemente (rabotage), levantan-
do capas de apenas unos milímetros. En este caso es preciso estar muy
atento no solo a los materiales, sino también a los cambios de colora-
ción y/o dureza que indican agujeros de poste o silos, restos de fuegos,
etc. La situación contraria puede ser un gran basurero de varios metros
de espesor, con escasos objetos embebidos, en estado de gran frag-
mentación; aquí resulta lógico utilizar el pico y la pala como medios de
sacar la tierra. Un término medio, y el caso más común, consiste en ir
levantando la tierra a base de golpes de piqueta (pico de mano), por
capas de varios centímetros, y utilizar la paleta para examinar y arras-
trar la tierra, así como para raspar las zonas que lo precisen.
Como reglas generales, nunca se debe utilizar un instrumento más
pesado que la paleta (de albañil) si existen en el nivel objetos importan-

71
tes o delicados, y al comienzo de la excavación es preciso avanzar tan
despacio como sea preciso para habituarse a las diferentes texturas del
suelo. En todos los casos los terrones levantados han de ser golpeados
hasta reducirlos a tierra suelta para recoger los materiales que conten-
gan, y tras terminar la excavación de una capa, es preciso limpiar con
cepillos la superficie para apreciar sus características (como las dife-
rencias de color, que en terrenos secos se ven mucho mejor tras rociar
el suelo con agua).
Todos los artefactos muebles, enteros o fragmentados, que se en-
cuentren en un contexto se guardarán juntos, sin mezclarlos con otros,
en un recipiente adecuado (bandeja, cubo, bolsa de plástico, etc.) que
llevará la etiqueta correspondiente al contexto; otro recipiente se desti-
nará a los restos orgánicos, como los huesos de animales. El término
contexto es más amplio que el de nivel, pues engloba no sólo a éstos
sino a cualquier unidad diferenciada dentro de ellos: un agujero de
poste, silo, hogar, fosa de fundación bajo un muro, tumba, etc. Aunque
estas estructuras se hayan formado al mismo tiempo que el nivel en que
están embebidas, no conviene mezclar sus materiales con los demás,
puesto que representan una acción separada del resto y pueden tener
algún significado funcional diferente.
La tierra que se saca de los niveles excavados, en carretillas, capa-
chos de goma, cestas, etc., sobre todo la que proviene de niveles de
ocupación, debe cribarse posteriormente, puesto que es normal que
muchos pequeños objetos se escapen a la vista del arqueólogo. Algu-
nos experimentos de recuento y comparación han mostrado que alre-
dedor de un diez por ciento de los pequeños restos y del cincuenta por
ciento de la cerámica (medida en peso, se trata de esquirlas pequeñas,
pero útiles para la cuantificación) se perderá irremediablemente si no
se criba la tierra. La colocación más adecuada del cedazo es sobre una
pendiente, inclinado el mismo entre 30 y 50 grados (según el tipo de
tierra), de forma que desde arriba se vuelcan las carretillas o capachos
(Figura 3.6). Los granos finos se van debajo del tamiz y los gruesos,
artefactos y huesos incluidos, se deslizan por encima hasta llegar a la
mesa de selección, colocada inmediatamente debajo del final de la
criba. Allí se separan de la tierra y se guardan con los de su contexto.
La trama del tamiz puede ser, en la mayoría de los casos, de cinco
milímetros, aunque para la recuperación de microfauna son necesarias
cribas más finas.
Un método eficaz para recoger restos orgánicos de tamaño muy
pequeño (semillas, fragmentos de huesos de microfauna) es la flotación.
En ella la tierra se criba sobre un contenedor de agua, de forma que las
partículas pesadas van al fondo y los fragmentos de interés quedan
flotando y son recuperados con un colado, para ser después secados y

72
Mesa de clasificación,
(contrachapado cubierto
con formica)

(
/

/ 1

Figura 3.6. La forma más útil de colocar la criba, aprovechando una pendien-
te del terreno. (Según J. Bird en Joukowsky, 1980, fig. 8.3a.)

analizados. Ultimamente se utiliza una mejora del sistema, la flotación


por espuma, en la que se añade al tanque una bomba que introduce
burbujas de aire hacia arriba en el agua, lo cual, junto con algún
producto químico que produzca espuma y «atrape» las pequeñas partí-
culas, resulta muy productivo en la recuperación de material orgánico;
la información que éste proporciona es vital para la reconstrucción
económica del yacimiento.
En el caso de encontrar materiales importantes pero deteriorados,
por ejemplo útiles de madera o hueso, piezas de cestería, etc. es
necesario aplicar tratamientos consolidantes antes de levantarlos, por
ejemplo una solución de acetato de polivinilo en acetona, fácil de elimi-
nar posteriormente si es necesario. No obstante, en general la mayor
parte del trabajo de conservación se hará con posterioridad a la exca-
vación, y por ello será muy conveniente disponer de contenedores
apropiados para transportar los objetos frágiles hasta el laboratorio. En
los yacimientos donde se encuentra cerámica, casi siempre muy frag-
mentada, la mayor tarea de restauración con gran diferencia consistirá
en tratar de reconstruir la forma completa de las vasijas uniendo los
fragmentos, labor que sólo exige una gran dosis de tiempo y paciencia.

73
El registro de la excavación tiene varias facetas, todas ellas indis-
pensables y complementarias: dibujo y fotografía de los niveles, obje-
tos y estructuras, según van apareciendo; diario de excavación, formu-
larios, inventario de los materiales, y dibujo y fotografía de los más
relevantes de estos últimos.
El dibujo (Figuras 3. 7 y 3.8) se hará a escala (por ejemplo 1:20)
sobre papel milimetrado, y se representarán las plantas de los diferen-
tes niveles con la posición de los objetos y estructuras, y los alzados de
los perfiles correspondientes a los testigos secundarios y primarios,
señalando los límites de los diferentes niveles. Se utilizan diversas
convenciones y signos para representar los distintos materiales (por
ejemplo, rayado oblicuo para las piedras de caliza, puntos para las
capas de ceniza, o una estrella para los objetos de hueso), que varían
de una a otra excavación. Sobre esta rutinaria pero esencial labor, para
la cual ciertas personas están mejor dotadas que otras, poco más hay
que decir aparte de que sólo con la práctica es posible mejorar en ella.
Algunas sencillas reglas se refieren a la forma de tomar las medidas
(mediante la ayuda de cintas métricas, flexómetros, plomada, etc.) de
las coordenadas de los puntos clave (esquinas de las piedras, extremos
y punto medio de los objetos, etc.) para luego unirlos mediante curvas
los más parecidas posible a las reales, dibujando sobre un tablero
rígido. La colocación del dibujante justamente por encima del objeto
que se dibuja, de forma que su visual sea perpendicular al mismo, es
esencial para una apreciación exacta de aquél.
Respecto a la fotografía, sólo recordar algunos preceptos básicos,
como la utilización de trípode, la medición de la luz en el lugar donde
está el objeto que se desea tomar, la evitación de contrastes de luz y
sombra, la mayor limpieza posible de objeto o estructura, la colocación
de una escala y etiqueta que indique el contexto de que se trata y todos
los datos que se estime convenientes, etc. La posibilidad de tomar fotos
verticales es muy importante, pues permiten apreciar mucho mejor las
distintas partes de la excavación. Aparte de las fotos aéreas, se utilizan
escaleras, andamios, palas excavadoras o lo que se tenga más a mano;
últimamente se han diseñado diferentes artilugios para elevar la cáma-
ra (gran trípode, pértiga, globo, cometa, etc.) que pueden resultar
útiles. Algunas fotos verticales pueden hacer innecesario el dibujo de
determinados hallazgos muy complicados, como tumbas humanas, las
cuales se pueden copiar directamente de la fotografía. También va
tomando cada vez más importancia la toma de imágenes de vídeo, que
permiten seguir el proceso de la excavación día a día. Aunque tienden
a falsear algo los colores, los sistemas domésticos (VHS, 8 mm, Beta)
compensan por su bajo precio frente a los profesionales (por ejemplo,
U-matic).

74
, '.

-~~-'\-
:1 i¡
].~!. _____ _

Figura 3.7. Un ejemplo de dibujo planimétrico arqueológico: planta de la


parte excavada al Norte del poblado de Pedro Muñoz, con recintos de época
ibérica separados por muros de adobe.

Corresponde al director de excavación llevar al día la redacción del


«diario» de la misma, aunque esta tarea puede estar dividida entre los
responsables de los diferentes «cortes» o zonas abiertas en el yaci-
miento. Este tipo de registro consiste en un informal cuaderno o libreta

75
metros º"======--------2
Figura 3.8. Un ejemplo de alzado y planta de una tumba de inhumación, de
pozo con cámara al norte cerrada con lajas de piedra; el cadáver se encontró
en posición flexionada con el cráneo al oeste (tumba AIII de Jericó, excavada
por Kathleen M. Kenyon; según Joukowsky, 1980, fig. 8.15.)

en el que se toma nota de todas las incidencias de cada día, basándose


en el principio fundamental de no fiarse en absoluto de la propia
memoria («no recordar, sino escribir»). Es conveniente realizar des-
cripciones preliminares de todos los hallazgos importantes y estructu-
ras que vayan apareciendo, incluyendo un bosquejo dibujado de los
mismos, que puede contener información no visible en los dibujos que
luego se hagan a escala. En el cuaderno se describirán muros, pozos,
hogares, diferentes tipos de suelo que vayan surgiendo, tumbas, obje-
tos en contexto primario (en su posición original), incluyendo referen-
cias a la relación de unos con otros, y cuidando al máximo la denomina-
ción de los mismos, para evitar confusiones posteriores. Una buena
táctica, aparte de su posición en la cuadrícula, es asignar a cada estruc-
tura un número independiente: muro 5, recinto 7, hogar 2, etc.
En ciertos casos, cuando los hallazgos o estructuras son casi siempre
del mismo tipo, el diario, o parte de él, puede consistir en hojas-
formulario. Por ejemplo, en la excavación de una necrópolis, o de un
poblado con habitaciones separadas por muros, a cada tumba o recinto
que se descubra se le asigna una nueva hoja, la cual ya viene prepara-
da con determinados apartados que será necesario rellenar en cada
caso. Si se trata de tumbas, se deberá indicar el tipo de protección
(fosa, túmulo, urna cineraria, etc.), la colocación del cadáver, su conser-
vación, el ajuar que le acompaña, el sexo y edad del difunto; existirá un
pequeño espacio para dibujar un croquis de la tumba, etc.
Los materiales muebles excavados son posteriormente lavados
(cuando no hay peligro de deterioro), y siglados. Esta labor consiste en

76
' ,

-- _._ ..... _
.. _

- -----
Figura 3.9. Aunque es difícil expresar gráficamente la forma correcta de
excavar, este dibujo demuestra que lo contrario es posible: una ilustración
pedagógico-humorística de casi todo lo que NO se debe hacer en una excava-
ción arqueológica. (Según De Bias Cotina, M. A., Asturias ayer: Ja Prehistoria
(Cartafueyu escolar). Diputación d'Asturies. Fundación Pública de Cueves y
Yacimientos Prehistóricos, 1982, Oviedo, pág, 75.)

escribir sobre la pieza o en una etiqueta adjunta, de la forma más


indeleble posible, una serie de letras y números (número de inventa-
rio) que son únicos para el objeto en cuestión y que servirán luego de
identificación para referirse a él. Usualmente se escribe una clave o
abreviatura del yacimiento, la campaña de excavación y el contexto en
que apareció la pieza, aunque el proceso más simple consiste en esta-
blecer una numeración correlativa dentro de cada yacimiento (y cam-
paña, en ocasiones), tomando nota aparte del contexto que correspon-
de a cada número.
Por ejemplo, un fragmento cerámico puede llevar escrito AB84-
B2C5-123, que quiere decir la abreviatura del yacimiento, excavación
de 1984, quinta capa artificial de la cata B-2, número 123 (el contexto
B2C5 excavado en 1984 tiene por lo menos 123 piezas). Pero también es
posible escribir AB-2456, diciendo simplemente que la pieza hace el
número 2456 de todo el yacimiento; en este caso es necesario disponer
de varias copias (protección contra pérdida) del inventario en donde

77
está el dato sobre el contexto de ésta y las demás piezas (el número
2456 corresponde a la excavación de 1984 en el contexto B2C5). Este
sistema tiene el inconveniente de que sólo una parte de la información
está sobre la pieza, pero requiere menos trabajo de escritura y hace
factible el siglado de piezas más pequeñas.
En teoría todos los hallazgos, grandes y pequeños, significativos o
sin importancia, deben ser inventariados. En la práctica, sin embargo,
no resulta fácil seguir este principio, especialmente cuando la excava-
ción descubre cantidades ingentes de material, por ejemplo cerámica
fragmentada, y su presupuesto no permite mantener un equipo adecua-
do durante el tiempo necesario para describir con detalle todos los
restos. Una aproximación intermedia para la cerámica, que permite
conservar casi toda la información del material no inventariado, consis-
te en clasificar todos los fragmentos, contar y pesar los de cada clase
general, separar los que se van a inventariar (porque presentan datos
sobre forma, decoración, función, etc., y es posible asignarlos a tipos
más específicos), y conservar los restantes agrupados por contexto, de
forma que puedan ser reestudiados en un momento posterior si existen
medios para ello. Así, se dispone de una información cuantitativa com-
pleta sobre las clases cerámicas de cada contexto, necesaria para reali-
zar el análisis comparativo global.
Todas las piezas sigladas deben ser luego descritas en el inventario
de la excavación (Figura 3.10). Este consiste en una lista de los objetos,
ordenados por número de inventario, con una descripción somera de
los mismos; en el caso de piezas importantes, vasijas completas o ele-
mentos metálicos por ejemplo, la caracterización puede ser más amplia
e ir aparte de la lista general. Sobre la forma de describir los distintos
tipos de artefacto (en cerámica, piedra, hueso, metal, etc.) se ha discuti-
do mucho y propuesto infinidad de métodos, en el intento de lograr la
deseada uniformización de criterios. En los últimos tiempos se tiende a
describir las piezas de forma codificada, utilizando siglas o abreviatu-
ras para exponer los estados de las diferentes variables, dentro de
hojas o fichas de formulario, con el objetivo de introducir los datos en
archivos informáticos. En el capítulo siguiente volveremos sobre este
tema al hablar de las bases de datos.
Por último, aparte de la descripción escrita de las propiedades de
los objetos, es necesario documentar la forma, textura, volumen, etc. de
los más interesantes mediante el dibujo y la fotografía. También en este
caso es preciso seleccionar, ya que resulta imposible registrar de esa
manera todo lo hallado en una excavación. La norma que se debería
seguir es, por supuesto, documentar las piezas más completas e intere-
santes, pero sin olvidar hacerlo con al menos un ejemplo de cada tipo
existente en el yacimiento, aunque se trate de una pieza fragmentaria o

78
NUMERO 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 1920 21 22 23 24
1

Jo, Oxidante 1· !• • i•i•. e ele •'• •t• •••• ••• •¡•¡•!•


Reductor :
,.
;
I()¡ 1 1
'
·gJ1 Alternante 1 1 : i 1
Jl...: Nervio c. ·e 1 1 1 1 1 1

1 ¡1P.
Monocr.' •
¡ 1!" bicroma i :
' 1
• 1 1
1
1 1 i i
: 1
1

' ¡
j J! Estampilla: ! t--
1 1
1
- -·· 1

¡ !IRuedecilla, 1 1 1
1 i
¡z; 1 1 1
'
:
.§¡
lncisa .
Puntilla~a :
¡~¡ D1g1tac1on J 1
!
1 l
1

:
1
1
1
1'

1
.
_¡ H-' 1
_I
!
1
t--- 1
O Ungulación
~Otras lmp · 1
-+ -+---
1

Cl Peine
Mamelon. i:
Cordones

N.• CONTEXTO E FU DEG TAM SU DECOR POSIC DIA ALT EQU GR LG AN AGTIPO IDENT NOTAS
L
PM86- l 624 R9C 16 GONMC p A PAIC2 PA O.O O.O O.O 5.0 4.5 3.0 OIOG.DE
PM86-l 625 R9C 16 GO MC p A FA3C2 PA O.O o.o o.o 5.0 5.0 3.5 OIOG.DE
p A FAl81CIQ
PM86- l 626 R9C 16 GONMC
PM86- l 627 R9C 16 GO MC p A PA18182
PA
PA
00 O.O
º-º
50 5.5 5.0 OIOG.DE
o.o o.o o.o 6.0 5.0 5.0 OIOG.DE Decoración
PM86- l 628 R9C 16 GO MC p A PAl82Cl PA
º-º
O.O
º-º
8.0 7.0 3.0 OIOG.DE ambas caras
PM86- l 629 R9C 16 GONMC p A P83
o MC p A p
PA
º-º º-º
O.O 5.0 6.0 5.0 OIOG.DE
o.o o.o O.O O.O 0108.1-2
PM86-l630 R9Cl6
PM86-l631 R9Cl7 8 O MC p A PA282
O.O
º-º
LACU 30.0 6.5 !O.O 6.0 o.o O.O 0108.4
Vasija completa
dibujada
PM86- l 632 R9C 17 GONMC
PM86- l 633 R9C 17 GONMC
p A P82
p A PA182
PA
PA
O.O O.O
º-º
8.0 95 5.0 OIOG.DE
o.o O.O O.O 7.0 7.5 7.5 OIOG.DE
PM86-l634 R9Cl7 GO MC p A P83 PA o.o O.O O.O 5.0 6.5 6.5 OIOG.DE
PM86-l 635 R8C 17 GO MC p A P82 PA O.O O.O O.O 5.0 5.0 3.5 OIOG.DE
PM86- l 636 R8C 17 GONMC p A P8l PA o.o O.O O.O 4.0 3.0 2.0 OIOG.DE
PM86-1637 R2Cl8 8 O MC F A PAl-2 LA 30.0 3.0 6.0 7.0 º-º
O.O 40108.lA

Flgara 3.10. Dos ejemplos de inventario de escavación (formularios de frag-


mentos cerámicos): mediante una «tabla disyuntiva completa», que convierte
cada estado de atributo en una variable dicotómica de presencia/ausencia (si
existe presencia se coloca un punto), o mediante una tabla de un atributo por
cada columna, cuyos estados se denotan mediante códigos establecidos previa-
mente. El primer tipo es más fácil de completar, pero contiene menos informa-
ción, ocupa bastante más espacio de publicación y es mucho peor tratable
informáticamente que el segundo

irrelevante. Lo que se pretende evitar es la repetición innecesaria de


reproducciones de piezas parecidas, e intentar por el contrario pro-
veer a los demás investigadores de una imagen de la variedad total de
los hallazgos. En el caso ideal, o si se trata de reducir los costes,
siempre en aumento, de la publicación, bastaría con presentar cuadros
de los tipos cerámicos, líticos, etc. acompañados de tablas de frecuen-

79
cias y porcentajes de cada uno en los diferentes contextos, y, en todo
caso, de algún dibujo o fotografía suplementarios, con los objetos raros
o atípicos.
Afortunadamente, el dibujo de materiales arqueológicos sigue unas
reglas bastante normalizadas en todos los ámbitos, con lo cual resulta
fácil comparar las representaciones de unos yacimientos con otros. En
la Figura 3.11 se pueden ver ejemplos de algunos de los tipos más
habituales. Como norma, el dibujo a escala debe ser lo más preciso
posible en cuanto a dimensiones y forma del objeto, pero evitando un

•\lr-·.
-
.:,

·-

-
____ _
-

w •
-

\J
---~-/
.... {
/.
\ -----/
;,;;/
. . Js
---

_/
.
- - .1
1

ti.
Figura 3.11. El dibujo a escala de materiales arqueológicos: cerámica (ánfora
completa y fragmentos de fondo, con la sección de la pared a la izquierda y el
perfil exterior a la derecha), útil lítico (bifaz de sílex, con los levantamientos
sombreados por rayado y el cortex punteado) y metálico (hacha tubular con
vista frontal, sección de la punta y vista lateral). (Según Grinsell et al., 1974, figs.
9, 10 y 12.)

80
Museo Publicación Archivos

ESCRITURA
DEL INFORME
Estudio
comparativo

Fases
y Descripciones

ANALISIS Y
CRONOLOGIA
RELATNA
Análisis de los
artefactos y
muestras

REGISTRO

tDiario

Figura 3.12. Secuencia total de una excavación arqueológica, desde los traba-
jos de campo a la publicación del informe y depósito de los materiales en el
museo correspondiente. (Según Harris, 1979, fig. 31.)

81
detalle excesivo que entorpezca la visión del conjunto; lo mínimo que
se representa es un alzado y una sección, aunque muchas veces hacen
falta varias vistas (si existen diferencias significativas de una parte a
otra) o secciones (si esta no se mantiene igual o proporcional a lo largo
de la pieza). En cuanto al sombreado, es habitual insinuar la presencia
de una luz (arriba a la izquierda) mediante rayas o puntos en las zonas
oscuras, con el objeto de obtener sensación de volumen. La fotografía
es menos precisa sobre la forma del objeto, pero da mejor idea de su
textura, de cómo es realmente. La presencia de una escala y etiqueta
con la sigla es fundamental, así como la correcta iluminación (igual que
en los dibujos) que resalte las diferencias de volumen.
Con lo anterior terminamos este capitulo, no sin recordar de nuevo
la brevedad y concisión con las que ha sido necesario exponer los
conceptos de la Arqueología de campo, que necesitarían lógicamente
de mayor extensión y ejemplificación para ser comprendidos en todas
sus implicaciones. Después de la prospección o excavación comienza la
tarea de análisis de toda la información recogida, tarea clave de la
Arqueología en la que se han dado grandes avances teóricos durante
los últimos años.

Bibliografía

Alexander, J. (1970): The Directing oí Archaeological Excavations. John Baker,


Londres.
Almagro, M. (1960): Introducc;:ión al estudio de la Prehistoria y de la Arqueolo-
gía de campo. Guadarrama. Madrid.
Barker, P. (1982) (2.ª ed.): Techniques oí Archaeological Excavation. Batsford.
Londres.
- - (1986): Understanding Archaeological Excavation. Batsford. Londres.
Butzer, K. W. (1982): Archaeology as Human Ecology. Cambridge U.P. Cam-
bridge (traducción española: Arqueología - una ecología del hombre. Bella-
terra, Barcelona, 1989).
Carandini, A. (1981): Storie della terra. Manuale dello scavo archaeologico. De
Donato, Bari.
Fernández Martfnez, V. M. (1985): «Las técnicas de muestreo en prospección
arqueológica», Revista de Investigación (CU Soria), 9(3), 7-47.
Grinsell, L.; Rahtz, P., y Willians·, D. P. (1974): The Preparation oí Archaeological
Reports. John Baker, Londres.
Hester, T. R.; Heizer, R. F., y Graham, J. A. (1988): Métodos de campo en
Arqueología. F.C.E., México.
Hole, F., y Heizer, R. F. (1977): Introducción a Ja Arqueología prehistórica.
Fondo de Cultura Económica. Mexico.
Joukowsky, M. (1980): A Complete Manual oí Field Archaeology. Prentice Hall,
N. Jersey.

82
Kenyon, K. (1952): Beginning in Archaeology. Aldine House. Londres.
Mclntosh, J. (1987): Guia práctica de arqueología. H. Blume. Madrid.
Moreno, F., y Ruiz-Gálvez, M. (1989): «Método de análisis de fosfatos». Revista
de Arqueología, 94, 39-48.
Mueller, J. W. (ed.) (1975): Sampling in Archaeology. U. of Arizona Press.
Tucson
Olsen. O. (1980): «Rabies Archaeologorum», Antiquity, 54, 15-20.
Pelletier, A. (ed.) (1985): L'Archéologie et ses méthodes. Horvath, Roanne.
Plog, S., y otros (1978): «Decision making in modem surveys», en M.B.
Schiffer (ed.) (1978): Advances in Archaeological Method and Theory, vol. 1,
384-421. Academic Press. Nueva York.
Ruiz Zapatero, G. (1983): «Notas metodológicas sobre prospección en arqueolo-
gía», Revista de Investigación (CU Soria), 7(3), 7-23.
- - (en prensa): «La prospección en España: pasado, presente y futuro»,
Arqueología Espacial, 13 (Teruel).
Schiffer, M. B. (1976): Behavioral Archaeology. Academic Press. Nueva York.
- - (1987): Formation processes of the archaeological record. University of
New Mexico Press. Alburquerque.
Weymouth, J. (1986): «Geophysical methods of archaeological site surveying»,
en M. B. Schiffer (ed.), Advances in Archaeological Method and Theory, vol.
9, 311-95. Academic Press, Orlando.
Wheeler, M. (1961): Arqueología de campo. Fondo de Cultura Económica.
Mexico. (Edición inglesa de 1956.)
Wilson, D. R. (1982): Air photography interpretation for archaeo/ogists. Bats-
ford, Londres.

83
4. _ _ _ __
Análisis: poniendo
orden en los datos

Tal vez el comienzo de este capítulo sería un lugar más adecuado


para citar la metáfora del arqueólogo luchando con el hueso de los
datos, y no el anterior, ya que la tarea de análisis es sin duda más ardua
y menos atrayente al principio que la prospección y la excavación. De
hecho, ocurre con frecuencia que el arqueólogo está preparado y
dispuesto para acudir al campo, sobre todo a excavar, pero no tanto
para alaborar las publicaciones que muestren al público lo hallado bajo
tierra. Aunque no existen estadísticas para nuestro país, es cierto que
el número de excavaciones emprendidas es bastante mayor que el de
memorias publicadas con el resultado de las mismas. Este hecho es
muy grave, sobre todo en la arqueología española, que cuenta todavía
con numerosas incógnitas clave por resolver, ya que únicamente el
profesional que realizó la excavación está capacitado en principio para
exponer los hallazgos, y si deja de cumplir este deber fundamental la
información se perderá para siempre.
Sin la subsiguiente labor de análisis, los datos arqueológicos tienen
un interés muy relativo. Los artefactos en sí mismos, desprovistos de su
contexto y relaciones mutuas, apenas conservan el valor que les daría
un coleccionista, según una concepción arcaica y desfasada de la Ar-
queología, como ya vimos. La información contextual del yacimiento,
aunque posee un gran interés por el hecho de ser lo único que se ha
«salvado» de la destrucción producida en la excavación, podría tenerlo
multiplicado con creces si se sometiera a una posterior reelaboración.
Con todo, al arqueólogo que lleva a cabo una excavación le bastaría,

85
para cumplir con las normas de la ética profesional, con presentar
sumariamente lo que ha encontrado. Puede simplemente ordenar y
pasar a limpio el diario de excavación y los dibujos de materiales y
estructuras, e ir con ellos a la imprenta. De hecho existen muchos casos
en que ni siquiera esta sencilla práctica, que permitiría a otros investi-
gadores analizar al menos parte de la información, se realiza, tal vez
porque el interesado intuye que su obligación va algo más allá de la
simple descripción de los datos.
Hace años decía Bohumil Soudsky que para ser «buen» arqueólogo
no era necesario poseer una gran inteligencia ni preparación, bastaba
con tener suerte y realizar algún hallazgo valioso o interesante. Lógica-
mente, lo decía como crítica a esa concepción de una «disciplina indis-
ciplinada» (afortunada expresión de David Clarke), que acabamos de
denunciar, y que se suele manifestar en un gran interés por los aspec-
tos que tiene la Arqueología de «descubrimiento», y cierta indiferencia
por las partes más científicas del análisis.
Pero lo cierto es que el estudio, abstracción y comparación de los
datos arqueológicos es la única forma que existe de llenarlos de senti-
do, y esta labor resulta mucho más apasionante que su mismo descubri-
miento. En la actualidad es en el campo del análisis y la inferencia
donde está el mayor ímpetu de la investigación, junto con la recons-
trucción y la teoría social, mientras que el ámbito de la recuperación
(prospección y excavación) sólo ha visto avances en la labor de super-
ficie, estando la excavación todavía anclada en los viejos principios de
Wheeler, como vimos (aparte de los trabajos de Harris, ver 5.1). En
este capítulo se intentarán diseccionar las principales reglas de análisis
arqueológico, mostrando primero cómo los datos materiales se abs-
traen en conceptos y cifras «sobre el papel», para después ser combi-
nados en formas diversas, con la decisiva ayuda de la Estadística y la
Informática.

4.1. Unidades de análisis arqueológico

En este apartado se definirán las principales unidades de análisis,


desde la más simple a la más compleja, que de forma implícita o
explicita aparecen en todos los trabajos arqueológicos. Los conceptos
seguirán la articulación expresada de forma magistral en uno de los
libros más influyentes de la Arqueología moderna: la Arqueología ana-
lítica (1968) de David Clarke. Dicho trabajo, aunque de dificil lectura
por el empleo continuo que hace de conceptos procedentes de muchas
otras disciplinas (Geografía locacional, Teoría de sistemas, Estadística,
etc.), en cuanto a metodología representó el punto de inflexión decisivo

86
de la arqueología europea, el comienzo de su «pérdida de la inocen-
cia».
La secuencia de unidades básicas es la siguiente: atributo, artefacto,
tipo, conjunto y cultura arqueológicos. Aunque lo lógico seria comen-
zar con el atributo, el sisterpa se entenderá mejor si exponemos antes la
idea más usual: el artefacto. (El término puede considerarse un angli-
cismo, ya que su significado en español es algo distinto al que designa
en inglés; no obstante, no existe palabra nuestra que abarque el mismo
ámbito y sería necesario emplear varias, con la consiguiente confu-
sión). Un «artefacto» es cualquier objeto modificado por el hombre en
sus características o atributos. Una piedra normal y corriente no es un
artefacto, ni tampoco un trozo de arcilla, pero si a la primera se le han
dado varios golpes intencionados para formar un extremo puntiagudo
o un lado cortante, y el segundo se ha manipulado hasta darle una
forma distinta de la natural, y además (con lo anterior ya bastaría) se le
ha cocido a gran temperatura hasta hacerlo mucho más duro, entonces
estamos ante dos artefactos: un útil lítico y una cerámica. La característi-
ca modificada en el objeto puede ser simplemente su relación con
otros: por ejemplo su posición. Si no se golpea la piedra, pero se
extrae de su contexto natural para formar, colocándola encima y bajo
otras, un muro de cierre de una casa o una tumba, tendremos en el muro
un nuevo artefacto.
Por lo tanto, allí donde el hombre ha dejado una huella permanente
aparece el artefacto, desde un pequeño agujero en el suelo hasta un
templo hecho con perfectos bloques de piedra. La utilidad del concep-
to se debe a que cada uno de esos elementos culturales (denominación
más amplia que la de artefacto) corresponde a una realidad concreta,
que se puede ver y tocar, y es considerado de forma independiente en
su análisis, descripción de sus atributos, comparación con otros ele-
mentos similares, etc. Claro que un artefacto puede estar compuesto a
su vez por otros: un templo por sillares y columnas, una columna por
tambores cilíndricos, etc. Aunque la idea más común de artefacto co-
rresponde a elemento mueble (objetos, materiales arqueológicos), en
la arqueología analítica también engloba los inmuebles (viviendas, tum-
bas, etc.).
Las demás unidades que nos quedan por ver son mucho más abs-
tractas, y se deducen a partir del análisis de los artefactos concretos. La
unidad atributo (variable) se puede definir como «cualquier carácter
lógicamente irreductible, de dos o más estados, que actúa como una
variable independiente en un sistema concreto de artefactos». Con un
ejemplo se verá mucho más claro. Si el artefacto en cuestión es una
vasija cerámica, uno de los atributos que la definen es el color de la
pasta, usualmente visible en la superficie o el corte de rotura si se trata

87
de un fragmento. El color depende de otras variables, como son el tipo
de arcilla, tratamiento, grado de cocción y aireación durante la misma,
etc., pero sería muy complicado medir estos atributos, por lo que se
puede considerar que, a efectos prácticos, es un atributo irreductible a
otros (variable independiente). Si por ejemplo midiéramos las dimen-
siones de la vasija por un lado y su peso y volumen por otro, las dos
última variables dependen directamente de la primera, por lo tanto son
reductibles (variables dependientes) y tal vez no tenga mucho sentido
medirlas si se pueden calcular en el laboratorio (no los consideraría-
mos «atributos» arqueológicos).
El atributo color tiene lógicamente más de dos estados (los valores
concretos que puede tomar una variable), pues la arcilla cocida pre-
senta tonalidades muy variadas, desde el negro carbón a colores muy
claros (se podrían medir con la tabla Munsell de colores de suelos).
Pero se trata de que los tenga «en el sistema concreto de artefactos»
con el que trabajamos. Por ejemplo, si todas las vasijas y fragmentos
que hallamos en un sitio tienen el mismo color (caso extremo que
podría darse en un taller de alfarería muy industrializada), la variable
sólo tendría un estado y ya no sería un atributo (no es variable porque
«no varía»).
Al igual que en muchas otras ciencias, en Arqueología también
funciona la división clásica de escalas de medida propuesta por Stevens
en los años cuarenta: variables nominales, ordinales, por intervalos y
de razones. Las nominales son los atributos cualitativos y representan el
nivel más elemental de medida: el color, la forma o decoración de una
cerámica, etc., o bien el lugar donde apareció dentro de la excavación
(los primeros serían atributos específicos, el segundo un atributo con-
textual). Los atributos ordinales se parecen a los anteriores, pero los
estados ya no aparecen sin relación entre sí, puesto que están coloca-
dos en cierto orden: por ejemplo, los niveles estratigráficos de una
excavación, como atributos contextuales, están colocados en altura
unos sobre otros, y fueron depositados en el tiempo unos después de
otros; por ello, el nivel A es anterior al B, éste al C, etc. Las escalas por
intervalos corresponden a aquellos sistemas numéricos que carecen de
un cero absoluto, y por ello no se pueden realizar operaciones matemá-
ticas con ellos; por ejemplo, la escala de grados centígrados, o de años
de calendario, única que utilizamos de este tipo en Arqueología. Por
último, la escala de razones es la clásica numérica cuantitativa, con cero
absoluto, que cuenta con numerosos ejemplos en nuestro campo: todas
las mediciones como longitud, anchura, peso, ángulo, número de vasi-
jas en una tumba, de hiladas en un muro, etc.
Las variables más empleadas son las nominales (cualitativas) y de
razones (cuantitativas). Para cada una de ellas existe un tratamiento

88
estadístico e informático diferente, y por ello conviene tener clara la
distinción. En ocasiones se convierten datos cuantitativos en cualitativos
(esta vez ordinales), como cuando se escoge registrar la dimensión de
los artefactos según los estados de «pequeño», «mediano», etc., olvi-
dando la medida directa de las dimensiones en una práctica en absolu-
to acertada.
Un caso corriente, más de lo que debiera, en Arqueología es la
variable nominal dicotómica, aquélla que por principio sólo admite dos
estados, del tipo presencia/ausencia (1/0). Por ejemplo, presencia de
asa en una vasija (cuando se da el caso, se coloca la cifra «l» en el
inventario o tabla correspondiente), o ausencia de la misma (se coloca
un «Ü»). Más usual todavía es el atributo que no se puede evaluar o
medir por estar fragmentado el artefacto en cuestión: si al trozo le falta
la parte superior o borde, es imposible saber si tenía o no asa, medir el
diametro de la boca o el grosor del labio, etc. Aquí el atributo no es
aplicable, pero los programas informáticos disponen de instrucciones
adecuadas para manejar estos casos (missing data).
Específicamente arqueológica es la división que Clarke propuso
para los atributos: no esenciales, esenciales y clave. Aunque es difícil
decidir en cada caso, la importancia de un atributo vendrá marcada por
el grado de covariación que tenga con el sistema completo y con los
demás atributos. Los atributos que permanecen constantes interesan
menos que aquéllos que varían con el paso del tiempo dentro de un
grupo de yacimientos, o de un yacimiento a otro. Desde el punto de
vista cronológico, la decoración de la cerámica ha sido siempre un
excelente indicador, y para cada período existen formas característi-
cas. Por el contrario, las técnicas de modelado, a mano o a torno, han
permanecido invariables durante milenios, salvo en el momento clave
en que se pasó de una a la otra. En los útiles líticos, las técnicas de
extracción fueron extremadamente conservadoras durante muchos mi-
les de años, pero las pequeñas diferencias en tipo de retoque y forma
del instrumento pueden ser muy reveladoras de variaciones cronológi-
co-culturales o simplemente funcionales.
La unidad que va después, por encima del atributo y artefacto, es el
tipo arqueológico. Este concepto resulta clave en la actividad analítica,
hasta el punto de que la elaboración de tipologías representa la partida
de tiempo mayor de aquéllas en que se divide la actividad de cualquier
arqueólogo. De hecho, la labor clasificatoria, el reducir la enorme
variedad del mundo real a un número manejable de unidades abstrac-
tas, forma la parte central de cualquier ciencia y no sólo de la Arqueo-
logía. Es posible que en esto a quién más nos parezcamos los arqueólo-
gos sea a los biólogos, con la diferencia a su favor de que los productos
del hombre parecen más difíciles de tratar (son mucho más ambiguos y

89
están mucho más estropeados cuando los encontramos) que la produc-
ción de la fábrica celeste que ellos estudian.
Existen dudas sobre si un tipo es en realidad el conjunto de objetos
que representa, o bien se trata más bien de una realidad ideal y
abstracta, algo así como el término medio de todos aquéllos. Clarke
parece decidirse por la primera opción cuando dice que «un tipo es
una población homogénea de artefactos que comparten una serie, con-
sistentemente recurrente, de estados de atributo en un conjunto polité-
tico dado». Luego un tipo lo forman una serie de artefactos que se
parecen entre sí, por eso su agregación resulta homogénea y sus atri-
butos suelen tener los mismos estados, aunque no son todos iguales, ya
que entonces sería un tipo monotético, algo realmente raro en la Pre-
historia y hasta la producción industrial.
El grupo de vasijas de la Figura 4.1 forma un tipo, y nos puede
servir para ilustrar el concepto. Proceden de una necrópolis nubia, y
en toda la excavación no se recuperaron más que esas cinco, que son
una muestra de todas las que debieron existir durante esa época en los
cementerios de la zona (la «población»). Como se aprecia, comparten
una serie de atributos como la forma, la decoración impresa de bandas
y colgantes bitriangulares, pero no son en absoluto iguales, pues unas
tienen el cuello cilíndrico y otras troncocónico, unas presentan colgan-
tes impresos con dos elementos y otras con tres, además de existir
pequeñas variaciones en el color que no se aprecian en el dibujo. Es
decir, comparten los atributos de forma politética (no existe un solo
atributo que sea poseido por todos los miembros del grupo), lo cual es
lógico por tratarse de una producción artesanal, de cerámicas hechas a
mano, hace algo más de dos mil años. Cuantos más atributos compartan
los miembros de un tipo, se dice de éste que es más «coherente».
El ejemplo anterior corresponde a la clasificación de los datos de
una excavación concreta, pero ocurre que vasijas muy parecidas (del
mismo tipo) se han registrado desde comienzos de siglo en un área que
abarca varios cientos de kilómetros al Sur de Egipto y Norte del Sudán.
Ello puede ser debido a que un mismo taller proveía de las piezas a
muchos asentamientos, a que existían contactos culturales estrechos
que provocaban la imitación de unos a otros artesanos, o bien a que
existía entonces un sistema de residencia postmarital patrilocal (es
decir, las mujeres se desplazaban a los poblados de sus maridos, dis-
persándose, y seguramente eran ellas las que hacían las vasijas). Aun-
que resulta imposible con los datos actuales decidir entre esas u otras
explicaciones alternativas, lo cierto es que todas ellas intentan dar
cuenta del sencillo concepto de tipo: una cierta idea de artefacto que se
quiere repetir un número grande de veces, por las razones que sean.
Estas últimas suelen ser funcionales (se ha comprobado su utilidad),

90
·..;':":>:~~'---~~··'
..__-.i' . · '... o 10
~----===s

Figura 4.1. Cinco vasijas completas, realizadas a mano y decoradas con im-
presiones, de la necrópolis alto-meroítica de Amir Abdallah (Norte del Sudán);
la que presenta la sección a la derecha procede de excavaciones previas de la
misión francesa, el resto de las de la misión española en la Nubia sudanesa
(1978-1981).

91
pero existen pruebas etnográficas de que tipos iguales pueden servir
para cosas distintas en contextos sociales diversos, o, por el contrario,
de que la misma función puede realizarse con objetos muy diferentes.
Algunos tipos tuvieron un extraordinario éxito y duraron más de un
millón de años, como el hacha de mano (bifaz) del Paleolítico Inferior,
mientras otros, de elaboración creciente (cada vez están definidos por
mayor número de atributos), duraron varios milenios (p.e. los tipos de
buril del Paleolítico Superior), varios siglos (p.e. las espadas metálicas
de la Edad del Bronce) o incluso varios decenios (p.e. algunas formas
de cerámica «sigillata» romana). A medida que avanzamos en el tiempo
y aumenta la complejidad tecnológica y las relaciones entre los grupos
humanos, lógicamente se produce un reemplazamiento más rápido de
unos tipos por otros. No obstante, existen pervivencias asombrosas y
coincidencias de objetos idénticos realizados a miles de años y de
kilómetros de distancia, por ejemplo en útiles líticos y cerámica.
Las razones que explican la preferencia por unos u otros tipos son
muy difíciles, por no decir imposibles en la mayoría de los casos, de
discernir. En el caso de las formas más simples, su relación funcional
con el medio ambiente puede aparecer más o menos clara, pero al
aumentar la complejidad y aparecer elementos «inútiles» como la deco-
ración, la única razón a veces esgrimida es la histórica: se utilizaron en
aquel momento porque ya se habían usado antes; es decir, se aplaza
«hacia detrás» la solución del enigma. La corriente teórica actual sim-
bólico-estructural posee el mérito de haber puesto el acento en la
función simbólica, incluso de mecanismo social compensatorio, que
pueden tener ciertos tipos de artefacto y de decoración de los mismos.
La siguiente unidad de análisis consiste en el conjunto (assemblage)
arqueológico, definido como un «grupo asociado de artefactos contem-
poráneos». Lo importante de la definición es que los artefactos pertene-
cen a distintos tipos, y que se usaron a la vez en el pasado; es decir
corresponden al mismo grupo humano, o a grupos relacionados (por
ello el término «colección» arqueológica no parece adecuado, al englo-
bar usualmente materiales de diferentes épocas, reunidos por causas
diversas en museos o fundaciones). Un conjunto pueden ser los mate-
riales de la excavación de un yacimiento, o de varios sitios contemporá-
neos y cercanos, ya que deben compartir los mismos tipos. De hecho,
el concepto puede no corresponder a ninguna realidad concreta del
pasado, pero sí representa una clara del presente: el conjunto es aquel
grupo de materiales al que el arqueólogo se enfrenta para su análisis,
después de una excavación, prospección, etc.
Cuando se estudian varios conjuntos correspondientes a áreas y
épocas concretas, rápidamente nos encontramos con la siguiente enti-
dad, probablemente el concepto más importante de los estudios prehis-

92
tóricos, la cultura arqueológica. El desarrollo de la idea, por simple
que hoy nos parezca, corresponde, como ya vimos, al prehistoriador
británico Gordon Childe (quien decía que no se trataba de una catego-
ría teórica sino de un «hecho observado»), pero David Clarke y otros
muchos han contribuido a su definición. Para este último, y siguiendo
como hasta ahora en el ámbito de lo material, una cultura es «un grupo
politético de tipos específicos y globales, que se presentan juntos con-
sistentemente formando conjuntos dentro de un área geográfica con-
creta».
La idea de contemporaneidad ya está contenida en el término de
conjunto, y el resto se comprende fácilmente al ser una extensión hacia
lo complejo de los mismos conceptos manejados antes: los atributos se
agrupan en artefactos, éstos en tipos, éstos en conjuntos, y estos últimos
en culturas.
Una cultura completa, por lo tanto, ha de estar definida por una serie
de tipos (útiles líticos, cerámicas, viviendas, tumbas, asentamientos,
etc.) que abarquen el total o una mayoría de las actividades del grupo.
Si de una zona y período concretos sólo conocemos las necrópolis y
ningún poblado, tendremos una imagen muy parcial de su cultura
(subcultura funeraria). Según los tipos de artefacto que aparezcan en
las tumbas, quizás encontremos una subcultura material «masculina»
(por ejemplo, armas) y otra «femenina» (objetos de adorno, broches,
cerámicas), como es el caso de la Edad del Bronce y Edad del Hierro
europeas. También existen subculturas sociales, que corresponden a
los diferentes rangos que existen en las sociedades no igualitarias. A
veces esto ha llevado a confusiones, al identificar como culturas distin-
tas (grupos distintos) a las partes «rica» y «pobre» de una misma socie-
dad (los tesoros de W essex y las urnas colla red del Bronce Antiguo
británico; la cerámica campaniforme y la ceramica tosca contemporá-
nea, etc.). Por lo tanto, es difícil encontrar un conjunto, por amplio que
sea (por ejemplo, un yacimiento completo), que posea todos los tipos
de una cultura (éstas son grupos politéticos), e incluso cuando para dos
o más conjuntos se da este caso, lo normal es que las proporciones de
los tipos varíen de uno a otro sitio.
¿Qué significado tiene la cultura arqueológica, más allá de la cultura
material? Es evidente que todos esos tipos de artefacto fueron compar-
tidos por un grupo de seres humanos que también debió tener en
común elementos no materiales, como tal vez la lengua, la organización
social, el simbolismo religioso, etc. De hecho, el concepto de cultura en
Arqueología se parece al de «área cultural» en Antropología, propues-
to por Wissler y Dixon en los años veinte (al principio con el objeto de
clasificar el material etnográfico de los museos) y desarrollado poste-
riormente por Kroeber. En la distribución de rasgos (no sólo materia-

93
les, sino también instituciones sociales, arte, rituales, etc.) se observó
que existían grupos de éstos que aparecían siempre juntos en determi-
nadas zonas, con un área central, donde la asociación es más clara, y
zonas marginales concéntrícas, en las que ya se producen intromisio-
nes de otros grupos. No obstante, resulta muy dificil observar clara-
mente esa realidad, que cambia continuamente con el tiempo y en la
que se producen constantes solapamientos; las fronteras son realmente
muy flexibles y difíciles de discernir. En el caso más simple, casi
teórico, un área cultural correspondería a un sólo grupo étnico diferen-
ciado, pero existen muchos casos en que varios grupos comparten
amplios aspectos culturales y, al contrario, un mismo grupo étnico
puede tener amplias subdivisiones internas.
Sea cual sea su correspondencia real en cada caso concreto, el
concepto de cultura que hemos visto, limitado a lo material, resulta muy
útil para el arqueólogo, enfrentado a la necesidad de ordenar y clasifi-
car infinidad de artefactos. Por encima de esta entidad todavía es posi-
ble encontrar unidades de análisis más amplias, pero basadas en la an-
terior: el grupo cultural y el tecnocomplejo. Se considera grupo cul-
tural a un conjunto de culturas relacionadas y colaterales, que compar-
ten diferentes partes de un mismo gran grupo de tipos arqueológicos.
Un ejemplo podría ser el grupo de las cerámicas impresas del
Neolítico mediterráneo, que se dieron desde el Mar Negro hasta Portu-
gal entre aproximadamente los años 6000 y 4000 a.c. Es evidente que
no se puede considerar como pertenecientes a la misma cultura a
grupos que vivieron tan alejados entre sí, y que tuvieron artefactos y
tipos tan diferentes. No obstante, el hecho de compartir algo tan idio-
sincrásico como es la decoración cerámica (impresa en muchas ocasio-
nes con el borde de una concha marina) y de que probablemente las
diferentes culturas (del Sur de Francia, Cerdeña, costa catalana y valen-
ciana, etc.) se formaron por contactos costeros y marinos a partir del
Oriente (es decir, por difusión desde un único centro), hace que analíti-
camente separemos este grupo de otros que existieron en otras partes
de Europa (grupo anatolio/balcánico, grupo danubiano, etc.).
Por último, todas aquellas culturas que presentan diferentes tipos,
pero pertenecientes a las mismas grandes familias de ellos, debido a
que deben hacer frente a los mismos factores ambientales, económicos
y tecnológicos, forman un tecnocomplejo. Como es lógico, resulta difí-
cil a veces diferenciar entre grupo cultural y tecnocomplejo (Clarke
sugiere un mínimo porcentaje de tipos compartidos, del 30% para el
primero y del 5 % para el segundo). Los grupos de un tecnocomplejo
tienden a compartir aquellos aspectos generales de la tecnología que
dependen directamente del medio ambiente, para un nivel evolutivo
dado.

94
Al comienzo de la cultura humana, los restos son tan escasos que
sólo es posible distinguir tecnocomplejos: por ejemplo el Achelense,
que ocupa casi todo el Viejo Mundo durante más de un millón de años.
Dentro del Achelense se pueden llegar a distinguir grupos culturales
(por la presencia/ausencia de determinados tipos en algunas zonas: por
ejemplo, los hendedores), pero es imposible distinguir culturas, debi-
do a la gran uniformidad que presentan los conjuntos excavados. Eso
no quiere decir que no existieran, en ciertos aspectos no materiales
como el incipiente lenguaje por ejemplo, pero no son «visibles» ar-
queológicamente. Otros ejemplos de tecnocomplejos pueden ser las
tradiciones musteriense, tardenoisiense o natufiense del Paleolítico y
Epipaleolitico, el Bronce Atlántico o los grupos de Campos de Urnas al
final de la Edad del Bronce, etc.
Para todas las entidades anteriores, Clarke propone unas reglas o
modelos que se cumplen en el espacio y en el tiempo. El espacio se
refiere a la imagen que ofrece la cultura en un momento determinado
(durante una fase), y se concreta en la variación normal de los atributos,
la multidimensional de los tipos, y la distribución espacial de los yaci-
mientos y los tipos en las culturas (sobre las dos primeras se tratará en
el siguiente apartado de este capítulo). Las reglas temporales se refie-
ren a la variación de atributos y tipos según se van desarrollando las
distintas fases, y no siguen otro modelo que el del gradualismo, es
decir, la sucesiva sustitución de los atributos y tipos viejos por los
nuevos, según el clásico esquema lenticular que trataremos al hablar
de la seriación en el próximo capítulo.
Clarke propuso la existencia en la evolución de las culturas de
períodos de desarrollo comunes a todas ellas: preformativo, formativo,
coherente y postcoherente. En cada una de estas fases existe una diná-
mica distinta en la elaboración (número de atributos distintos) y en la
variación (número de tipos distintos). Así, por ejemplo, la fase coheren-
te presenta un crecimiento de las dos variables (los artefactos son cada
vez más elaborados, más «barrocos», y existen cada vez más clases
distintas de ellos), mientras que en el período siguiente se observa una
disminución de ambas, en el preformativo crece la variación pero baja
la elaboración, etc.

4.2. Principios de cuantificación

Siguiendo el orden anterior de unidades de análisis, deberemos


primero decidir cuáles son los atributos que nos interesan para cada
clase de artefactos (lascas o láminas en piedra, vasijas de cerámica,
etc.) y describir cada uno de éstos en función del estado o valor de

95
aquéllos. Luego tendremos que agrupar todos o la mayoría de los
artefactos en tipos, «descubriendo» cuáles son estos últimos mediante
la construcción de una tipología objetiva (o no tanto), y para ello habrá
que estudiar como se comportan los atributos en todo el conjunto de
artefactos. Seguidamente podremos sintetizar el yacimiento o conjunto
que tenemos entre manos diciendo que tales tipos aparecen allí en tal o
cual contexto y en tal o cual proporción. Cuando exista información de
esta clase sobre un número grande de sitios, estaremos en condiciones
de decidir cuáles de ellos forman una cultura arqueológica en una
región determinada. Dado que es habitual que se realicen síntesis
regionales, e incluso más amplias, cuando todavía no se dispone de
información suficiente, tales conclusiones son casi siempre provisiona-
les, y es preciso reformarlas cada vez que aparecen nuevos datos,
comenzando el proceso de nuevo.
Como se aprecia, es la medición de los atributos la parte esencial
del proceso anterior, sobre todo en los primeros estadios del mismo. El
proceso de reducir esa información material a entidades manejables
analíticamente («los artefactos no hablan por sí mismos»), y la combina-
ción posterior de las mismas para obtener resultados significativos,
suele recibir el nombre genérico de cuantificación, y en ella cumplen
una importante función las reglas de la Estadística. A continuación vere-
mos cuáles son los sistemas más comunes cuando se trata de examinar
un solo atributo (Estadística univariante).
Lo primero que tenemos que saber es que no podemos medir todos
los atributos de un conjunto arqueológico, y debemos escoger aquéllos
que consideramos más significativos, decisión en que no es fácil acer-
tar. Por ejemplo, ¿debemos medir la inclinación del retoque (los pe-
queños golpes o presiones que dan forma a un útil lítico) de todos los
útiles, o todas las variantes del color del silex en los mismos? En el caso
de la cerámica, ¿mediremos el tamaño del desgrasante (las finas partí-
culas que acompañan a la arcilla) en todos los fragmentos, o más bien
indicaremos en cada uno si es pequeño,.mediano o grande?
En el segundo caso estaremos escogiendo una variable ordinal en
vez de una de razones, la cual contiene mayor cantidad de información
pero es mucho más laboriosa de medir. Se trata de escoger el sistema
de medida que resulte más útil para obtener conclusiones sobre otro
atributo más importante: el barro con que se fabricaron los cacharros.
Nos interesa ver si existen, y cuántos, tipos diferentes del mismo, que
sean indicativos de orígenes artesanales diferentes o de funciones
prácticas distintas. Existe hoy una tendencia a considerar a una discipli-
na tanto más «científica» cuantas más variables cuantitativas y menos
cualitativas tenga, pero sobre el tema no existe todavía un acuerdo
general.

96
Los atributos numéricos más usuales en Arqueología son las medi-
das de dimensión de los artefactos. Siguiendo con el ejemplo de la
cerámica, cuando contamos con vasijas enteras compuestas de varias
partes (jarras, ánforas, etc.) solemos medir los diámetros de la boca, de
la unión del cuello al cuerpo, de la parte más sobresaliente de éste
(panza) y del pie o base si la tiene; también medimos las alturas del
cuello, cuerpo y base. Cada una de estas variables es susceptible de
ser «resumida» de forma matemática .y de forma gráfica. La forma
numérica consiste en extraer la media aritmética, un estadígrafo que se
obtiene dividiendo la suma de todos los valores por el número de
vasijas que tenemos en la muestra. Dicha muestra puede consistir en
todas las vasijas de la excavación, pero tendrá más sentido hacerlo con
algún subgrupo, extraído del total según los estados de un atributo
nominal. Por ejemplo, las vasijas hechas a tomo por un lado y las
hechas a mano por otro (atributo «factura»), las que proceden de un
recinto o un nivel del yacimiento separadas de las demás (atributo
«contexto»), etc.
El valor medio es muy útil, pero no basta para tener una idea global
de la distribución de los valores, siendo necesario añadir algún índice
de cómo éstos se reparten alrededor de aquél. Por ejemplo, las mues-
tras de medidas: 4,5 y 6 por un lado, y: 1,5 y 9 por otro tienen la misma
media, cinco, y sin embargo son muy distintas. Para subsanar el incon-
veniente se diseñaron otros estadígrafos que miden la dispersión de los
valores, y entre ellos el más usado es la llamada desviación üpica (o
estándar), y ese mismo número elevado al cuadrado, la varianza. La
forma de calcularla es relativamente sencilla si la muestra es pequeña,
pero si es grande resulta algo tedioso y es fácil equivocarse. Por ello es
aconsejable, en éste como en los demás métodos que veremos en este
capítulo, acudir a algún programa estadístico del ordenador personal
más próximo. El usuario no tiene más que escribir y archivar los valo-
res, de una o varias variables ordenadas en columnas, ayudado de
algún programa editor o de textos, y el ordenador, siempre que se le
introduzcan las intrucciones oportunas, hará el resto. No obstante, es
necesario poseer una mínima formación estadística si no se quiere
aceptar a ciegas todo lo que la máquina ofrezca, con el riesgo que esto
supone.
El primer grupo de valores del ejemplo anterior tiene una desvia-
ción típica de 1, mientras en el segundo vale 4 (usando N - 1 en vez de
Nen la fórmula), lo que indica que la segunda muestra tiene los valores
más dispersos que la primera. En las mediciones arqueológicas, las
desviaciones pequeñas indican menor «error» en la factura de los
artefactos, mayor acercamiento de éstos al modelo ideal y por lo tanto
mayor especialización. No obstante, la desviación suele aumentar sim-

97
plemente porque aumenta la media, y para evitar este efecto se puede
dividir la primera por la segunda (coeficiente de variación). Desde que
Pearson propuso la desviación típica a fines del siglo pasado, este
estadigrafo ha superado con mucho a otros que también miden la
dispersión, pero que son más «inestables» (pueden cambiar mucho con
pequeñas modificaciones de la muestra), como el rango. Por otro lado,
cumple una función muy importante en la teoría estadística del mues-
treo y la inferencia, sólo superada por la varianza.
Como hemos oído decir tantas veces, un gráfico vale más que mil
palabras, y el campo de la Arqueología no es ninguna excepción a tal
principio. En el ámbito de las variables numéricas el gráfico más usual
es el llamado histograma o diagrama de barras (aunque esta segunda
denominación se emplea más en el caso de aplicar el gráfico a varia-
bles cualitativas). El histograma de distribución consiste en agrupar los
valores en intervalos fijos, contando cuántos casos hay en cada inter-
valo, y este número es el que luego se representa por la altura de cada
barra (una por cada intervalo) en el gráfico (Figura 4.2).
La forma que éste tiene representa una información muy valiosa
sobre el conjunto de valores de la muestra. Si tiene un solo máximo
(curva unimodal) nos hallamos ante un grupo más homogéneo que si
por ejemplo presenta dos picos (curva bimodal). En general, cuando la

n 2

rtillhi JilhhnSb crti11iI111b


~ Aftthrtfílh
Figura 4.2. Ejemplos de histogramas de distribución de atributos cuantitati-
vos: 1) distribuciones con pequeña y gran dispersión (desviación típica y va-
rianza) alrededor del valor medio; 2) distribución simétrica, asimétrica positiva
y asimétrica negativa; 3) distribución bimodal y distribución con una moda
principal y otra subsidiaria.

98
muestra que analizamos corresponde a un solo tipo arqueológico, sus
dimensiones seguirán un distribución unimodal, con tanta mayor cali-
dad de factura cuanto menor sea la desviación típica (curva más «con-
centrada» en torno al máximo). Si la distribución presenta dos o más
puntos máximos; sobre todo si éstos están separados por una zona baja
amplia, entonces es probable que la muestra esté compuesta por dos o
más tipos mezclados, que deberemos separar cortando por el punto
medio entre picos antes de volver a calcular los estadígrafos y dibujar
los gráficos.
Para las variables cualitativas también existen maneras de resumir
su distribución, diferentes de las anteriores por tratarse de aspectos
completamente distintos del artefacto. Los estados de las variables no-
minales (por ejemplo, el color o el tipo de arcilla de la cerámica) no
tienen relación entre sí y lógicamente no se pueden calcular medias ni
desviaciones típicas para ellas. El único estadígrafo aplicable es la
moda, que indica cual es el estado más abundante (por ejemplo, el
color más frecuente en una clase general o un tipo cerámico es el
«amarillo suave», con el código 2.5Y-7/3 y 7/4 en la tabla Munsell). Ese
color sería el «típico», un concepto equivalente al ya visto de valor
medio. Con todo, haría falta también expresar mediante un número esa
frecuencia, diciendo la cantidad de casos en los que aparece el color, o
mejor el porcentaje que supone del total de artefactos cerámicos. Si a la
vez contamos los casos y calculamos el porcentaje para los demás
colores que se dan en la muestra, habremos descrito adecuadamente
su variabilidad respecto al atributo.
La forma gráfica más frecuente de expresar estos datos es el diagra-
ma de sectores (de círculo), que los ingleses llaman de tarta porque
cada sector (cuyo ángulo en el centro del círculo representa el porcen-
taje de cada estado) es como una porción de un pastel circular. Tam-
bién es posible expresar las frecuencias o porcentajes mediante barras
verticales, como en los histogramas de las variables numéricas, pero
con la diferencia de que ahora el orden en que se colocan los estados
(que antes eran intervalos numéricos y debían seguir el orden de
menor a mayor) es indiferente. Es decir, en un diagrama de barras da
igual colocar primero el amarillo suave, luego el amarillo brillante, etc.
que hacerlo al revés, a menos que se trate de una variable ordinal y la
disposición haya de seguir un sentido (p.e. desgrasante fino, medio y
grueso).
Cuando la variable es el tipo de artefacto y en el caso de los útiles
de piedra del Paleolítico, cuyos tipos están muy normalizados y son
aceptados por todos los investigadores, los diferentes estados (es decir
los tipos concretos) se colocan siempre en el mismo orden. Entonces se
utiliza un gráfico de porcentajes acumulados, es decir, para cada tipo

99
se representa en vertical su porcentaje respectivo sumado a los por-
centajes de los tipos que van antes que él en la lista. Este procedimien-
to hace que el polígono o curva (mejor que histograma; ahora se unen
los puntos más altos de cada barra y no se dibuja ésta) nunca descienda
sino que sube, tanto más cuanto mayores son las frecuencias de los
tipos que van colocados en ese lugar, o se mantiene horizontal cuando
esas frecuencias son nulas. Este tipo de representación gráfica ha de-
mostrado suficientemente su utilidad, en especial para comparar las
curvas de unos niveles o yacimientos con las de otros, y decidir si se
trata de culturas (o «industrias») diferentes o semejantes (Figura 4.3).
Los últimos años han visto la expansión progresiva de un nuevo
enfoque de la estadística descriptiva, llamado Análisis Exploratorio de
Datos, o EDA según la abreviatura inglesa, basado más en la presenta-
ción gráfica que en los estadígrafos numéricos. El EDA se aplica ya con
frecuencia en algunas ciencias afines, como la Geografía, y es de espe-
rar el mismo fenómeno en la Arqueología, cuyos datos son demasiado
irregulares y casi nunca cumplen las condiciones de la Estadística

100

_- __/;-·-·-
% •••• I /
~---.--.~.,..,:_
..,.·
,..
.......·, 1 ,
80 ! 1
: 1
~
:
1 /.-·-

······ ...······························· ,-·


60 .............··············· ,..- .L.1.i
. ¡····.... -·-·-·-·-·,,..-· )
_,,-
40
~
.......~ ,.--"' 1
1

~
./ ,/-~
,' ¡
1
20 .... ·-·'· ,_ _______ ,,---~ Auriñaciense típico
,,.- ·-·-·"" ,-- ,,-,,,,.--' Perigordiense superior
.... -- --------
Solutrense superior
_/
Magdaleniense inferior
o ........................................................................................................................................................................................................................................
~

101113 17 23 2729 3438 43 46 56 60 70 75 79 87 92


6 1214 19 24 2830 3739 47 57 63 83 89

Figura 4.3. Gráfico de porcentajes acumulados de las industrias auriñaciense


típico, perigordiense superior, solutrense superior y magdaleniense inferior,
del Paleolítico Superior francés. En el eje horizontal, los noventa y dos tipos de
útil lítico de la lista de Sonneville-Bordes y Perrot, en el eje vertical los porcen-
tajes acumulados. (Según Camps, 1979, fig. 61)

100
clásica, sobre todo en el apartado de la inferencia. Los graficos usados
en el EDA son extremadamente visuales, ofreciendo una idea inmediata
de la distribución de los valores. Algunos ejemplos son el diagrama de
«hoja y rama» (stem and leal), que coloca los valores en filas horizonta-
les, correspondiendo cada fila a un múltiplo decimal (p.e. en la primera
de cero a nueve, en la segunda de diez a veinte, etc.), o el diagrama de
«caja y pelo» (box and whisker), en el que los datos de la zona central
de la distribución aparecen representados por un rectángulo, del cual
salen hacia los lados dos lineas que representan a los que se apartan de
la media, y que terminan en puntos para los más alejados. Algunos
programas informáticos, como Statgraphics o Minitab, realizan este tipo
de gráficos.
En ocasiones, el histograma o poligono de frecuencias se aproxima
a un modelo teórico muy importante, llamado distribución normal. La
forma de la curva se ha hecho famosa como «campana de Gauss»
(Figura 4.4), debido a que fue este matemático alemán quien más hizo
por sistematizarla y a su forma simétrica y redondeada en la zona más
alta y los puntos de inflexión hacia los extremos. La curva normal
también se llama así porque es la distribución más corriente que se
encuentra en las variables del mundo físico, la que describe los errores
de medición o aquellas variables que están afectadas por un gran
número de factores aleatorios. Su punto medio coincide con la media, y
la zona central es la que cuenta con mayor número de casos (cerca de
la media), bajando el número de éstos a medida que nos alejamos en
sentido positivo o negativo (casos «normales» y «raros»).

70 90 110 130 150mm


x- 2s x-s x x+s x + 2s
Figura 4.4. Un ejemplo de curva normal: la distribución de puntas de flecha
en piedra del suroeste de los Estados Unidos, con media de 110 mm y desvia-
ción típica de 20 mm. (Según Shennan, 1988, fig. 8.4.)

101
Una propiedad de esta curva teórica es que en el intervalo de una
desviación típica a ambos lados de la media se hallan algo más de los
dos tercios de los casos (68.26 %), en el de dos desviaciones un 95.46
% y en el de tres un 99.74 %. Por lo tanto, los casos que están por
encima o por debajo de tres desviaciones son realmente raros. Para
saber la posición que ocupa cada caso en esa relación, es preciso
«tipifican> el valor que tiene la variable, restando éste de la media y
dividiendo el resultado por la desviación típica de la muestra. Así, un
caso que tiene un puntuación tipificado de 0.8 está entre aquellos dos
tercios que antes mencionábamos, y otro que tiene 2.5 (ó -2.5) está
entre dos y tres desviaciones y forma parte de un grupo de casos raros
inferior en tamaño al 5 % del total de la muestra. Para trabajar con la
curva normal es necesario acudir a la tablas que aparecen en los
manuales de Estadística, entrando en ellas con el valor tipificado de
cada caso (usualmente para ver cuál es la posición de éste en la distri-
bución y el porcentaje de casos que tiene por encima o por debajo).
Un buen trabajo de cuantificación arqueológica puede ser compro-
bar hasta qué punto las variables numéricas están normalizadas. En
general, las curvas reales unimodales se apartan de la curva teórica
pero no tanto como para desechar el modelo. En muchos casos se ha
constatado que el incumplimiento se debe a la asimetría positiva de las
curvas reales, como si los «errores» con respecto al modelo ideal de
artefacto fueran más abundantes por encima (quizás porque entonces
todavía es posible corregir en muchos casos) que por debajo. El ejem-
plo más claro, con todo, de uso de la distribución normal en Arqueolo-
gía consiste en la interpretación de las fechas de carbono-14 (Ver 6.2),
pero se trata de una medición física, de la desintegración de un núcleo
radiactivo, y no arqueológica.
Hasta ahora hemos visto algunas de las cosas, las más frecuentes,
que se pueden hacer con una sola variable. Pero habitualmente los
arqueólogos trabajamos a la vez con muchas variables, que debemos
combinar para obtener conclusiones sobre la muestra de artefactos, la
distribución de éstos en los niveles o contextos del yacimiento, etc. En
el caso de atributos numéricos, los diagramas de dispersión (también
llamados «nubes de puntos») permiten estudiar a la vez dos de esas
variables. Consisten en un sistema de ejes cartesianos, perpendicula-
res entre sí, de forma que en el eje horizontal, conocido como de las
abscisas, se representa una variable, y la otra en el vertical de ordena-
das. Para cada caso de la muestra se dibuja un punto tal que su distan-
cia a los ejes es igual (a escala, por supuesto) a los valores que presen-
ta para las dos variables. Al final tendremos una serie de puntos, más o
menos agrupados o alineados, que representan fielmente el estado de
la muestra en lo que a esos dos atributos se refiere. A menos que el

102
grupo sea muy heterogéneo, y los puntos salgan totalmente dispersos,
existen varios modelos de distribución posibles que pueden a su vez
dar origen a distintas conclusiones.
Si los puntos aparecen agrupados en dos o más concentraciones,
cuanto más separadas estén éstas tanto mejor, entonces podemos supo-
ner la existencia de dos o más tipos distintos en la muestra. Si en cada
grupo anterior (o el único si existe sólo un tipo) los puntos tienden a
estar alineados, entonces estaremos ante un caso de fuerte correlación
entre las dos variables, tanto mayor cuanto más cerca de la linea recta
estén los puntos. La correlación se mide, entre otras varias maneras,
por el llamado coeficiente «n> de Pearson, el cual nunca puede tener un
valor absoluto (independiente del signo) mayor de la unidad. Es decir,
r vale uno ( 1) en el caso de correlación perfecta (los puntos no se salen
de una línea) positiva (la línea sube hacia arriba, al aumentar una
variable lo hace la otra), menos uno (-1) cuando la correlación es
perfecta pero negativa (la curva baja, al aumentar una de las variables,
la otra disminuye), o cualquier valor intermedio. En teoría, un valor
igual a cero indica ausencia total de correlación, y se da cuando los
puntos aparecen distribuidos aleatoriamente entre los ejes. Pero si el
valor es pequeño (por ejemplo 0.2 ó 0.3) ya podemos suponer que no
hay correlación, aunque el valor límite depende del tamaño de la
muestra.
El ejemplo de la Figura 4.5 puede servir para ilustrar los dos mode-
los anteriores. Para una muestra de diecisiete formas completas de
vasos con «apéndice de botón» (protuberancia con esa forma sobre el
asa) del final de la Edad del Bronce en el Noreste español se representa
el diámetro de boca en las abscisas y la altura total en ordenadas. Por
supuesto, existen otros atributos de dimensión de los vasos, pero esos
dos, que son casi siempre los más importantes, bastan en este caso para
definir la muestra. En primer lugar se aprecia una cierta separación en
dos grupos, la forma A abajo a la derecha y la B separada hacia arriba a
la izquierda. Al estar separados por la línea de diagonal que marca los
puntos con el diámetro igual a la altura, los puntos de la forma A tienen
el primero mayor que la segunda, y lo contrario les ocurre a los de la
forma B; es decir, los vasos de la forma A son bajos y anchos, mientras
los de la forma B son altos y estrechos.
El paso siguiente consiste siempre en contrastar el posible significa-
do arqueológico de los dos tipos, estudiando como varían otros atribu-
tos con respecto a los grupos. El atributo contextual general que hace
referencia a la zona geográfica donde aparece el vaso tiene una cova-
riación muy clara: la forma A se da en los Pirineos y la B algo más al
Sur, en el valle del río Segre. Lo mismo ocurre con el atributo tempo-
ral, puesto que el tipo A aparece en un contexto megalítico más antiguo

103
Altura
180

170
160

150

140
130

120
Forma B
110
100

90
80

70
60
50

40

30

20 Forma A

10
1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1
o 10 20 30 40 50 60 70 80 90 100 110 120 130 140 150 160 170
Diámetro boca
Figura 4.5. Diagrama de dispersión de diámetros de boca y alturas en 17
vasos completos con apéndice de botón del NE peninsular: A) grupo megalíti-
co-pirenaico, y B) grupo del Segre. (Según Ruiz Zapatero, G., y Barril, M., «Las
cerámicas con apéndice de botón del NE de la Península Ibérica», Trabajos de
Prehistoria, 37, 1980, 181-219).

que el tipo B, que lo hace ya dentro del grupo cultural de los Campos
de Urnas. Por último, otro atributo formal de los vasos, como el tipo de
botón, también presenta covariación puesto que los dos grupos presen-
tan tipos diferentes, aunque existe un pequeño solapamiento admisible.
Por lo tanto, en este ejemplo real se ha dado una concordancia total

104
entre los atributos dimensionales de una muestra de artefactos, númeri-
cos y tratables por la Estadística, y los más propiamente arqueológicos
(distribución espacial, cronología, apéndice cerámico). Casos como és-
te no son raros cuando se trabaja con muestras de buena calidad (aquí
se analizaron todos los vasos de apéndice conocidos, tanto enteros
como los fragmentados mucho más numerosos).
Aunque la claridad de la separación, y el hecho de que la forma A
recuerda claramente los vasos carenados típicos del Bronce Antiguo y
Medio, y la forma B los bitroncocónicos del Bronce Final/Campos de
Urnas, se conocía desde hacía años (Pericot ya la había propuesto en
1950), el gráfico de dispersión supone un avance cualitativo en el estu-
dio del tema. En primer lugar, presenta una «demostración» más con-
vincente que el decir que «los vasos del Segre tienen la altura mayor
que el diámetro, y si usted no me cree compruébelo por su cuenta».
Además, el gráfico en sí mismo es un modelo con un gran valor predic-
tivo, pues permite asignar las nuevas cerámicas que aparezcan a uno u
otro grupo cultural mediante el simple dibujo de los puntos (en esto
funcionaría como un análisis discriminante, siendo la linea diagonal la
que discrimina los tipos). Incluso cuando los nuevos datos contradijeran
la proposición, este gráfico sería clave en la elaboración de hipótesis
alternativas.
El siguiente modelo que nos interesa, la correlación entre variables,
se aprecia sobre todo en la colocación alineada de los seis vasos de la
forma B, que resulta en un coeficiente r de 0.955, muy alto, pero tam-
bién en los once puntos de la forma A que, aunque algo más separados
de la línea recta, dan un valor para r de 0.6. Si consideramos la muestra
total de todos los vasos, r todavía sigue siendo significativo (0.49). En la
mayoría de los casos, una correlación alta no quiere decir casi nada;
apenas que existe una «consistencia» interna en la elaboración de los
artefactos: al ser más altos tienen mayor diámetro, mayor grosor de
pared, etc. (la forma se mantiene aproximadamente proporcional). En
los vasos con apéndice, el aumento de correlación que se produce al
separar en dos grupos la muestra total puede indicar que la división en
tipos es adecuada, y la mayor correlación del grupo del Segre tal vez
se deba a que se trata de un tipo de más corta duración en el tiempo
que el pirenáico.
Con todo, se conocen ejemplos en los que la correlación es todavía
más interesante, como ocurre cuando una de las dos variables es el
tiempo: las fíbulas !atenienses de Münsingen, que son cada vez más
largas y tienen el puente más bajo, o el famoso caso de las pipas de
fumar norteamericanas, que fueron disminuyendo el diámetro de la
caña durante varios siglos, de forma tan perfecta que es posible averi-
guar la fecha exacta de su factura (con error de menos de diez af'los,

105
durante la Edad Moderna) mediante la fórmula de regresión lineal (la
ecuación de la recta que pasa por el medio de los puntos).
En esta introducción 'al tema de la cuantificación, es conveniente
hacer una pequeña referencia al tema del muestreo y la inferencia
estadística, si bien en tan corto espacio sólo será posible plantear
algunos de sus problemas. Por muestreo se entiende la selección para
análisis de una pequeña parte (muestra) del total de elementos que nos
interesan (población), de forma que los resultados del análisis de la
primera sean representativos de los de la segunda.
Como ya vimos en el uso del muestreo para la prospección de
campo, por representatividad se entiende no tanto que exista una dife-
rencia pequeña entre lo que obtenemos a partir de la muestra y lo que
obtendríamos si estudiásemos toda la población, sino más bien que
sepamos «algo» de esa diferencia. Ese algo consiste precisamente en
una distribución normal de probabilidades: cuanto mayor sea la dife-
rencia (más lejos de la media en la curva) menor será la probabilidad
de que se dé en realidad, y se puede saber cuál es la probabilidad de
cada posible error concreto. Es decir, la muestra puede parecerse
poco a la población, pero es poco probable que esto ocurra si se
cumplen las normas. Y tales reglas no son otras que la aleatoriedad en
el muestreo, es decir, dar igual oportunidad de ser elegidos a todos los
elementos de la población, dejando en manos del azar el proceso.
Lo anterior debe dejar claro que sólo cuando el muestreo es aleato-
rio, y existen varias formas de que lo sea, la muestra es fiable estadísti-
camente y podemos aplicar las normas de inferencia. Si pensamos en la
manera en que los arqueólogos obtienen sus datos, nos daremos cuenta
de que la premisa anterior se da en contadas ocasiones aparte del caso
de la prospección ya visto. Es necesario que la población al completo
esté disponible (como cuando todas las bolas de un sorteo están dentro
del bombo) para controlar la forma en que se hace el muestreo. En
ocasiones, se decide estudiar todos los útiles líticos o cerámicos de una
excavación por medio del muestreo de una pequeña parte del total si
éste resulta inaccesible, pero la población aquí presente es a su vez
una muestra (no sabemos de qué tipo) de la población de interés (el
yacimiento o la cultura en su conjunto). Al excavar no es posible reali-
zar un muestreo estricto debido a que el yacimiento no es una pobla-
ción propiamente dicha, sino un sistema o estructura de elementos
heterogéneos articulados entre sí. Con todo, es posible aplicar ciertos
principios de aleatoriedad en la elección de las catas y con ello provo-
car un incremento de la representatividad, escogiendo al azar las cua-
drículas dentro de cada zona que se aprecie en el sitio (acrópolis,
plaza, viviendas, etc.) mediante un muestreo estratificado parecido al
que se utiliza en prospección (Ver 3.2).

106
En general, los datos arqueológicos son, en palabras de Doran y
Hodson, «parciales y erráticos» en la forma en que llegan a nosotros, en
sí mismos, y en la forma en que reflejan el comportamiento humano.
Por ello tiene poco sentido una afirmación típica de inferencia estadísti-
ca como decir, por ejemplo, que el coeficiente de correlación entre
altura y diámetro para los seis vasos con apéndice de botón del Segre
es «significativo al nivel 1 %». ¿Qué quiere decir esto? Pues no otra
cosa que lo siguiente: si en la población de todos los vasos del Segre la
correlación entre altura y diámetro fuese nula, y de ella fueran tomadas
infinitas muestras aleatorias de seis vasos cada una, sólo en menos del
uno por ciento de las muestras se daría una correlación tan grande
como la que tienen nuestras seis vasijas reales (r = 0.955). Por lo tanto,
la hipótesis nula (correlación nula en la población) se rechaza al nivel
1 %, lo que es bastante pero no implica el rechazo total, ya que todavía
queda esa probabilidad de que sea cierta.
Una hipótesis se rechaza, por convención, a partir de que su proba-
bilidad sea menor del cinco por ciento (al nivel 5 % o menor), y en el
ejemplo anterior, como en otros casos, la forma de averiguar esa cifra
consiste en consultar las tablas preparadas al efecto (calculadas para
esas situaciones ideales) y publicadas en todos los manuales. En el caso
de la correlación, la significación del coeficiente (o el rechazo de la
hipótesis nula, que es lo mismo) depende del tamaño de la muestra: en
una muestra pequeña necesitamos mayor coeficiente que en una gran-
de para estar seguros de la entidad del mismo en la población.
Todo lo anterior sería cierto únicamente en el caso en que tuviera-
mos a mano todos los vasos con apéndice del Segre, asignáramos un
número a cada uno y luego tomáramos una muestra de seis de ellos al
azar. Algo lejos de la realidad estamos, ya que esa población (aún
olvidando los que han desaparecido por completo) está fragmentada y
sepultada en lugares trabajosos de descubrir y estudiar, y la forma en
que los seis completos han llegado a nosotros es difícil de determinar
(sin duda por un tipo de azar distinto al estadístico, e influido por
multitud de factores). No obstante, como ha señalado Clive Orton, la
significación estadística puede ser útil en Arqueología para decidir si
en nuestros datos existen preguntas que deben ser contestadas o por el
contrario es mejor no preocuparse por ellas. En el caso anterior, si el
coeficiente no hubiese sido tan grande y la hipótesis nula tuviera una
probabilidad aceptable (mayor del cinco por ciento), haríamos mal en
atender a la correlación (que ya vimos es indicativa de la coherencia
del tipo) puesto que el simple azar de muestreo es capaz de explicar su
cuantía.
En la práctica arqueológica es habitual encontrar ejemplos pareci-
dos y más interesantes que el anterior. Los raspadores de un nivel son

107
de un tamaño mayor que los de otro, las tumbas femeninas tienen más
ajuar que las masculinas, ¿cuándo tengo que empezar a preocuparme
por buscar una explicación? Pues, según esta concepción, cuando la
diferencia comience a ser estadísticamente significativa, o la probabili-
dad de la hipótesis nula sea pequeña.
En el primer caso aplicaríamos el llamado contraste de diferencia
de medias (t-test), calculando el valor tipificado t, en función de los
valores medios de la longitud de los raspadores en cada nivel y de su
desviación típica. Las tablas de distribución de la t nos dirán si pode-
mos rechazar la hipótesis nula (que en este caso afirma que ambas
muestras de raspadores proceden de la misma población) porque la
diferencia es lo bastante grande (y la probabilidad de que salga así o
mayor entre dos muestras, cuando se cogen infinitas, etc., es muy
pequeña) o por el contrario no podemos, y entonces la diferencia se
puede deber simplemente al azar.
El caso del ajuar de las tumbas es una buena oportunidad para
explicar uno de los contrastes estadísticos más utilizados en Arqueolo-
gía: el chi-cuadrado. Con este método comparamos la distribución de
dos variables cualitativas, de forma parecida a lo que hacíamos antes
con la correlación de dos numéricas. En este caso no tenemos puntos
situados en una escala continua, sino frecuencias de cada estado, colo-
cadas en una tabla de contingencia donde cada casilla representa la
frecuencia conjunta de dos estados concretos. Imaginemos una necró-
polis con la siguiente distribución de las variables de sexo del difunto y
presencia/ausencia de ajuar (variables dicotómicas):

Frecuencias observadas Frecuencias esperadas

Varón Mujer Total Varón Mujer Total

Ajuar 15 23 38 19 19 38
No ajuar 10 2 12 6 6 12
Total 25 25 50 25 25 50

Las frecuencias observadas son las que se dan en el cementerio,


donde hay 50 inhumaciones cuyo sexo es conocido, 25 hombres y 25
mujeres, 15 hombres tienen ajuar y 10 carecen de él, etc. En aparien-
cia, las mujeres fueron mejor tratadas que los hombres a la hora de
colocar el ajuar (vasos cerámicos, objetos de adorno, etc.) en sus tum-
bas. La tabla de frecuencias esperadas representa la distribución ideal
de frecuencias si las dos variables fueran independientes, es decir,

108
hombres y mujeres se distribuyeran el ajuar por igual. El contraste
consiste en comparar las dos distribuciones y comprobar en las tablas
estadísticas la probabilidad que tiene una diferencia así de grande (chi
vale 5.4), caso de ser cierta la hipótesis nula. En este caso es inferior al
5 % , por lo que se rechaza a ese nivel.
¿Cuál es la hipótesis nula en este caso? Que la población de la que
se extrajo aleatoriamente la muestra de 50 tumbas tiene los ajuares
igualmente repartidos entre varones y hembras. ¿Existe tal población o
basta, para que el sistema funcione, imaginar una tal que la muestra que
tenemos sea un producto aleatorio de ella, como sugieren, medio en
serio y en broma, los «arqueoestadísticos» británicos Clive Orton y
Stephen Shennan? En todo caso, los datos de esta necrópolis sugerirían
la necesidad de preguntarse qué sentido tiene el sesgo que se produce
en lo funerario hacia lo femenino (las respuestas son múltiples y la
Estadística ya tiene muy poco que decir al respecto).
Hasta aquí se han expuesto las diferentes formas de tratar una o dos
variables arqueológicas. Lo que ocurre es que las situaciones más
usuales que se dan en nuestra disciplina suponen el manejo de bastante
más de dos variables y el estudiarlas una a una o por parejas es una
tarea larga, aunque se cuente con la ayuda del ordenador, y, lo que es
más importante, puede ocultar ciertas relaciones importantes que se
dan en el conjunto de los atributos. Para evitar esto contamos con los
métodos de la Estadística multivariante, complicados y laboriosos si los
cálculos han de hacerse a mano, pero sencillos de aplicar con los
programas informáticos. En general, son métodos descriptivos de
muestras, pero sus resultados se pueden también inferir a las poblacio-
nes respectivas. Algunos de ellos sirven para clasificar artefactos o
contextos, obteniendo tipologías más objetivas que las basadas en su
simple observación en conjunto. Otros permiten una descripción más
«económica», al reducir los atributos originales a un grupo menos
numeroso de nuevas variables, combinación de las anteriores, que
pueden estar correlacionadas de mejor manera con realidades subya-
centes de las que interesan en Arqueología: tiempo, geografía, funcio-
nalidad, etc.
Los métodos de taxonomía numérica realizan clasificaciones de ca-
sos, siendo el más conocido el análisis de conglomerados (Cluster). Al
agrupar los artefactos, el arqueólogo se basa en el mayor o menor
parecido que éstos tienen entre sí, colocando juntos los más similares y
separando los más diferentes. Esta labor, usualmente subjetiva, es la
que realiza el programa mediante cálculos numéricos. Para ello parte
de la descripción de cada caso mediante sus atributos y obtiene una
«distancia» o coeficiente de disimilaridad (o de similaridad si sigue el
camino opuesto) entre un caso y cada uno de los demás, resultando al

109
final en una matriz de disimilaridad con una serie de números (las
distancias) colocados en filas y columnas. Seguidamente, recorre la
matriz hasta encontrar los casos más parecidos (con menor distancia),
los junta en un primer grupo, busca luego el siguiente más parecido, lo
une a los anteriores (a un nivel de disimilaridad mayor), y así sucesiva-
mente hasta presentar un diagrama en forma de arbol (dendrograma)
que expresa las relaciones entre los casos. De ese diagrama es senci-
llo, cuando existe una posibilidad real de clasificar, lo cual no siempre
ocurre, extraer la tipología que se desea obtener (Figura 4.6A).
Los problemas surgen a la hora de decidir cuál va a ser la medida
de distancia empleada y el método seguido para ir agrupando los
casos, ya que existen muchas variedades del análisis, y a menos que la
diferencia entre los grupos sea muy clara, los resultados no son idénti-
cos. Para las variables numéricas de dimensión se suele escoger la
distancia euclídea, que la mide como si los casos fueran puntos en un
espacio de tantas dimensiones como variables. En el caso de atributos
nominales se recomiendan los coeficientes de Jaccard o de Sokal y
Michener, que dividen los atributos que coinciden en cada dos casos
por el número total de variables.
Respecto a la forma de enlazar los casos, el método de enlace
simple, fácil de aplicar incluso manualmente, suele distorsionar bastan-
te las relaciones y por eso se sugiere utilizar mejor el enlace medio,
que no tiene en cuenta las distancias entre un caso y otro sino entre los
grupos de casos; el método de Ward, que calcula distancias al cuadra-
do entre grupos, o bien el método de las K-medias, que a diferencia de
los anteriores no es jerárquico y permite mover los casos de uno a otro
grupo (además, es mucho más rápido). El problema de decidir entre
tantos métodos y el hecho de que sea realmente imposible proporcio-
nar al ordenador o expresar numéricamente todos los aspectos que el
arqueólogo tiene en cuenta al clasificar, han provocado en muchos el
rechazo de estos sistemas y la opinión de que, en el mejor de los casos,
llegan a la misma conclusión que se hubiera alcanzado ya antes por
métodos intuitivos.
El segundo gran grupo de métodos corresponde a variantes del
llamado análisis factorial. En ellos los cálculos se realizan a partir de
una matriz de relaciones entre variables y no entre casos como ocurría
antes. Al ser normalmente el número de variables menor que el de
casos (a veces mucho menor), se hace posible tratar muestras que por
su tamaño son difíciles de analizar con el método anterior de conglome-
rados. Las variables se relacionan entre sí de muchas formas, siendo las
más comunes el coeficiente r para las numéricas, y el chi-cuadrado
para las nominales. De la matriz de correlaciones, que contiene las que
se dan entre todas las posibles combinaciones de pares de variables,

110
.,
J
.,
o
o.
¡:
Ol

~
ó
z •••••G••••••••••••••eaaGa ooa
30 121296123201015261118131424232219 516174277 8282529
19 1 9

16 13

13 18

21
JO 24
27
31
7 35
40
46
4 53
o20 60
73
100

o
·¡:;
1
Flgara.4.6. A) Dendrogra- "'
"O
§ • 20
• 26
ma del cluster de treinta fí- u 14•. 28 8
bulas de Münsingen, si- .,
Q)
3 13.•11 24.•.15 •
(ij .21 12 ,_
guiendo el método de las o. 2 • 9 1!!9 9¡9 •10
K-medias. B) Diagrama de
dispersión en los dos pri-
·¡:¡
i::
·¡:;
• 23'9
•22 •15
29
••7
meros componentes para
o.
~
• •
17
5 25

las mismas fíbulas, según el Q) 6
análisis de componentes
i::
o
o. 30
• 27 4
••
principales. (Según Doran
y Hodson, 1975, figs. 9.13 y
8
o
o •
9.Ba) Componente principal primario

111
se llega, mediante cálculos a menudo prolongados, a los llamados
valores y vectores propio~. Los segundos son series de coeficientes
que multiplicados por los valores de las variables antiguas dan el valor
de las nuevas variables. Estas presentan la propiedad de tener correla-
ción nula entre sí (al contrario que las originales, como vimos) y varian-
za máxima. La primera característica nos ofrece la ventaja de analizar
cada componente principal o factor (que así se llaman las nuevas varia-
bles) por separado de los demás, y la segunda permite hacerlo con un
pequeño número de ellos, los cuales concentran, por así decir, la
dispersión de todas las variables originales.
Los ejemplos que pueden contribuir a aclarar lo anterior son nume-
rosos. El famoso grupo de fíbulas de Münsingen, con el que se proba-
ron muchos de estos métodos por vez primera en Arqueología, necesi-
taba trece variables numéricas de dimensión (desde la longitud del pie
vuelto hasta el número de vueltas del resorte) para ser definido antes
de cualquier estudio. Tras el análisis se obtuvieron cuatro componentes
principales, que representan el 30 % con respecto al número de atribu-
tos originales, pero que concentran el 80 % de la varianza, con lo que
la ganancia es clara. En función del mayor o menor valor de los coefi-
cientes de cada componente, es fácil de apreciar cuáles son las varia-
bles originales que más contribuyen al mismo. Así, por ejemplo el
primero tiene coeficientes altos positivos en todos los atributos de
longitud del pie de la fíbula, y uno alto negativo para la altura de la
misma, por lo que representa la relación entre esas dos variables
generales: las fíbulas que tienen un valor alto para este componente
son aquéllas bajas con largo pie y, al contrario, un valor bajo corres-
ponde a fíbulas altas con pie corto. Evidentemente, un factor como el
anterior no hubiera aparecido en el análisis si no se diera en la muestra
una alta correlación negativa entre esos atributos. El segundo factor
representa sobre todo la longitud de la mortaja (placa doblada que
recoge la aguja para cerrar el broche), el tercero el número de vueltas
del resorte, etc. (Figura 4.6B).
Según la posición cronológica de las fíbulas en el cementerio, se
pudo apreciar una covariación entre el paso del tiempo y el aumento
del primer componente principal, además de otras relaciones útiles
para algunos de los demás componentes. En otros ejemplos no existen
o no es posible econtrarlas, pero el análisis de componentes principa-
les resulta, como poco, útil para describir la variabilidad de la muestra
o como complemento de cualquier análisis de conglomerados con da-
tos numéricos, y debería siempre aplicarse de forma tentativa. Cuando
se realizan algunos cambios para mejorar el resultado del análisis
descrito -como girar los ejes de los componentes de forma que estén
más cerca de los puntos que representan los casos y por tanto tengan

112
más que ver con su variabilidad- el método se llama factorial en
sentido estricto, y los componentes tras la rotación se denominan facto-
res.
Como se ve, cada vez estamos más lejos de los datos reales y
algunos desconfían de los resultados del análisis factorial. Con todo, el
método ha tenido mucho éxito para encontrar agrupaciones de atribu-
tos correlacionados, y han sido especialmente famosas las aplicaciones
que Binford llevó a cabo sobre los tipos de útil (atributos) en los yaci-
mientos (casos) musterienses para proponer su conocida interpretación
funcional de la variabilidad de las industrias, o sobre los tipos de
animal y partes anatómicas (atributos) encontrados en los yacimientos
de Africa oriental y en restos modernos de esquimales, guaridas de
carnívoros, etc. (casos) para llegar a la conclusión de que los primeros
hombres no fueron cazadores sino carroñeros marginales.
Existen en el mercado, y habitualmente disponibles en muchas insti-
tuciones, un gran número de paquetes informáticos que realizan la
labor estadística que hemos resumido en las últimas páginas. Todos
cuentan con un manual de intrucciones, que en general suele ser de
difícil comprensión por defectos de forma cuando no de fondo, defec-
tos que se acentúan con creces en el caso de haberse traducido al
español. En general todos los métodos disponen de una opción de
rutina que precisa de muy pocas instrucciones, y de otras, aplica-
das con menos frecuencia, para las que hace falta decidir entre va-
rias opciones que, en el caso de utilizar un microordenador, se expli-
can en pantalla tras la petición de ayuda. Incluso con esta versa-
tilidad, el ordenador simplemente aplica los métodos sin prevenir al
usuario contra un mal uso de los mismos. Esto quiere decir que las má-
quinas nunca pueden sustituir la necesaria formación estadística del
arqueólogo.
Los programas de gráficos estadísticos más utilizados y flexibles son
Chart y 3-D, el segundo de los cuales realiza también diagramas en tres
dimensiones. Un paquete estadístico simple es MICROSTAT, que ocupa
poca memoria pero solo realiza análisis sencillos. Ya en un nivel
superior el paquete más utilizado con mucho es SPSS (Statistical Packa-
ge for the Social Sciences, de SPSS !ne.), con muchas facilidades de
manejo de bases de datos e informes además del análisis estadístico,
aparte de un buen sistema de ayuda interactiva y manuales disponibles.
Menos versatil pero igualmente potente es BMDP, más utilizado en
grandes ordenadores, mientras que CLUSTAN ofrece todo tipo de aná-
lisis de taxonomía numérica. Como ya dijimos, STATGRAPHICS y MINI-
TAB posibilitan la aplicación de los métodos del análisis exploratorio
de datos (EDA). Todos los programas citados se pueden utilizar en un
ordenador personal.

113
4.3. Las aplicaciones informáticas en Arqueología

Aparte de las aplicaciones estadísticas de los ordenadores, vistas en


el apartado anterior, existen otras más especifícamente informáticas,
ligadas sobre todo a la reciente expansión de los microordenadores y
que serán descritas a continuación. No nos vamos a referir a las líneas
de investigación en Informática como, por ejemplo, modelos de simula-
ción o sistemas expertos, que ya han empezado a contribuir al desarro-
llo teórico de nuestra disciplina pero que por su especificidad tienen
todavía poca difusión entre los arqueólogos. Tampoco se detallarán
aplicaciones con mucho futuro en el trabajo práctico pero que aún no
se hallan completamente desarrolladas, como la toma directa de la
forma de los artefactos a través de cámara de video conectada a un
ordenador con programa gráfico de tratamiento de imágenes. Las que
se expondrán seguidamente, con obligada brevedad, son las aplicacio-
nes más corrientes: Proceso de Textos y, en especial, Bases de Datos.
El hecho de que las ventajas de tales programas se hayan extendido
prácticamente a todos los investigadores se debe, como es bien sabido,
a la aparición primero, y al descenso de precio y difusión después, de
los microordenadores, especialmente en el nivel conocido como perso-
nal (PC), de potencialidad ya casi igual a la de muchas máquinas profe-
sionales. Dentro de este campo ha habido no poca confusión durante
bastantes años, debida a la proliferación de sistemas distintos e incom-
patibles que presentaban las diferentes marcas comerciales.
Básicamente existen hoy tres tipos de PC: son los que tienen el
Sistema Operativo (programas que rigen el funcionamiento interno y
las conexiones exteriores de la máquina) CP/M, MacDOS y MS-DOS. El
primero funciona en ordenadores de poca potencia (como el «procesa-
dor de textos» de Amstrad) y, después de una gran difusión hace unos
años, comienza a descender su número al ser reemplazado por los
otros tipos, más potentes y cada vez más baratos. El sistema Mac funcio-
na en los justamente famosos Maclntosh de la casa Apple, con algunas
pocas imitaciones. Estos ordenadores, de gran rapidez y capacidad,
facilidad de manejo y buena resolución gráfica, etc., apenas pueden
competir en el mercado por el pequeño cupo que les deja el gigante
de los ordenadores «compatibles» con sistema MS-DOS. La gran difu-
sión de estos últimos se debe no solo a su calidad, sino también a la
gran potencia comercial de la casa que los introdujo, IBM. De cualquier
forma, el hecho anterior ha posibilitado la transferencia de información
y programas de unos ordenadores a otros, lo cual es una de las princi-
pales ventajas de los mismos.
Tal vez el procesamiento de textos sea una de las cosas más senci-
llas que hacen los ordenadores, pero sin duda para muchas personas

114
ha sido la que en mayor medida ha afectado a su trabajo diario. Para
aquellos, entre los que se cuenta quien esto escribe, que durante años
sufrieron una sorda y desigual batalla con las máquinas de escribir, la
aparición del word processing ha supuesto una liberación (¡aunque
todavía quedan las impresoras!). Es evidente que los favores que estos
programas prestan a los arqueólogos no son nada comparados con lo
que han provocado en el mundo de las oficinas y los negocios. No
obstante, en todo lo que se refiere a la escritura de diarios de excava-
ción, informes, memorias, artículos, cartas, etc., las ventajas son mu-
chas, aunque similares a las que se disfrutan en cualquier otra profe-
sión intelectual. En todo caso, y dada la cantidad de papel que acostum-
bramos a gastar los arqueólogos, es posible que la nuestra haya resul-
tado algo más beneficiada que las demás.
La esencia del tratamiento de textos consiste en que no se escribe
sobre un soporte físico (papel) con un medio físico (pluma, máquina de
escribir), sino sobre un soporte y con medios electrónicos, mucho más
versátiles. De esta manera, el laborioso proceso de redactar un borra-
dor, corrigiendo, tachando, intercalando textos mediante llaves entre
líneas, en el margen o incluso en la parte de atrás, si está libre, de la
hoja, se facilita enormemente. Las cuatro funciones básicas del progra-
ma son las siguientes: crear un documento, al que se asigna un nombre;
darle un formato y editarlo, determinando los márgenes, tabuladores,
etc., y comenzando a escribir como si la pantalla fuera una página en
blanco, corrigiendo borrando e intercalando, indicando los textos que
irán subrayados, en mayúscula o negrita, etc., mediante las teclas apro-
piadas; imprimirlo cuando esté completo o para revisarlo antes de la
impresión definitiva (se corrige mejor sobre el papel que en la panta-
lla); y finalmente, archivarlo en un diskette o en el disco duro de la
máquina, donde permanecerá hasta que sea llamado de nuevo, para
cualquiera de las actuaciones anteriores, por el nombre que se le dio al
comienzo del proceso.
Como los programas tienen normalmente más instrucciones de las
que es posible recordar en cada momento, sobre todo las que no se
usan a menudo, existe la posibilidad de obtener por pantalla, ocultando
de momento el texto que se escribe, menús de ayuda que indican las
teclas que hay que oprimir para hacer cada cosa (suelen ser las teclas
de función o combinaciones de letras, junto con alguna de las teclas de
control: Ctrl, Alt y mayúsculas). Al llegar al final de la línea el programa
detecta automáticamente si la palabra que se escribe en ese momento
cabe en ella o no (wordwrap) y o bien la lleva entera a la siguiente o,
insertando un guión, la separa en dos partes. Otro aspecto que incorpo-
ran casi todos los programas modernos es el llamado por la sigla
WYSIWYG (en inglés: «lo que ves es lo que obtienes»), que permite

115
ver en pantalla el aspecto que tendrá la página final impresa en papel.
Algo realmente útil es la posibilidad de corregir una palabra y susti-
tuirla por su ortografía correcta cuando ha habido algún error, a lo
largo del texto, e incluso, cuando se dispone de archivos diccionario, el
programa puede corregir automáticamente el texto completo, parando
para preguntar al usuario en el caso de que alguna palabra no figure en
el glosario.
Los programas más avanzados permiten un gran abanico de posibi-
lidades en la impresión, no sólo en cuanto a líneas por página, separa-
ción entre líneas, sino también en tipos de letra distintos en el mismo
texto, y la inserción de gráficos tomados de otros programas (de gráfi-
cos estadísticos, o de diseño propio tipo AUTOCAD, etc.). Estos pro-
gramas se aproximan a otro tipo más especializado, llamados de Autoe-
dición, que funcionan como pequeñas imprentas. Los paquetes de pro-
gramas más utilizados en la actualidad son WORDPERFECT y WORD-
STAR, de los que existen versiones muy avanzadas, y MACWRITE para
los ordenadores tipo Maclntosh.
Los programas de Bases de Datos (Data Base, DB) sirven para una
actividad más compleja que la anterior: el archivo, manejo y trasferen-
cia de información codificada. Aparte de su empleo con las fichas
bibliográficas, común a otras disciplinas, tienen su principal aplicación
entre nosotros en el campo de los inventarios de excavación y museos.
Existen bases de datos no necesariamente informatizadas, como, por
ejemplo, un listín telefónico o un fichero bibliográfico, pero lo que
diferencia las DB electrónicas es la presencia de programas que son
capaces de manejarlas de una forma y con una rapidez muy difícil o
imposible de alcanzar manualmente. Al contrario que en otros archivos
de información (textos o gráficos, por ejemplo), el contenido de una
base de datos aparece segmentado, en registros separados unos de
otros, que están a su vez divididos en campos. En una base bibliográfi-
ca, cada registro corresponde a un libro o artículo, y es como si estu-
viera escrito sobre una ficha separada de las demás. A su vez en cada
ficha debe aparecer el autor, título, fecha, etc., ocupando cada campo
correspondiente. En Arqueología, una base de datos típica es la com-
puesta por registros que corresponden a artefactos, y cada registro
lleva los campos que corresponden a atributos.
Un requisito de las DB informatizadas es que la información se pre-
sente en forma codificada; de otra forma sería intratable por la máquina
a causa del tiempo necesario. Por ejemplo, es mejor escribir una sigla,
digamos GB.5, que «tipo 5 de borde de cerámica gris»; en el caso de
que deseáramos archivar la información de la segunda manera, sería
mejor utilizar un programa de textos como los vistos antes, pero enton-
ces no podríamos utilizar las posibilidades de manejo de información

116
de los programas de DB. Con todo, algunos de estos programas permi-
ten abrir un campo de texto para poder añadir co!Ilentarios en los
registros en que sea necesario.
Un programa de Base de Datos realiza las siguientes funciones: 1)
añadir (APPEND) registros nuevos para completar un archivo; 2) editar
(EDIT) registros, pudiendo corregir los campos que contengan infor-
mación errónea o que han sufrido alteración; 3) borrar (DELETE) regis-
tros porque han dejado de ser útiles; 4) hojear (BROWSE) el fichero,
examinando todos o parte de los registros (o de los campos) en busca
de alguna información de utilidad; 5) buscar (SEARCH) un determinado
contenido de campo (estado de atributo) en uno o varios campos de
todos los registros; 6) ordenar (SORT) los registros, alfabética o numé-
ricamente, en función del contenido de uno o más campos clave; si los
registros no se mueven, sino que permanecen en el orden en que
fueron introducidos y lo que se hace es construir un listado ordenado,
pero sólo con los numeras de registro, en un fichero aparte, se dice
que se le ha puesto un índice (INDEX); se pueden construir y archivar
tantos índices como campos tiene el fichero original; 7) imprimir
(PRINT) en papel los registros del fichero completo o de parte de él, en
la combinación que se desee, y ordenados según el campo que se
indique. Como se aprecia, una base de datos informatizada es algo más
que uno o más archivos con información relacionada; al añadirle un
programa se construye una serie compleja de relaciones entre los
diferentes segmentos de la información allí contenida.
Existen varias clases de programas DB pero el tipo más potente y el
que se utiliza cada vez más es el llamado Sistema de Gestión de Base de
Datos (Data Base Management System: DBMS), que puede manejar va-
rios ficheros a la vez y presenta ventajas de ausencia de redundancia,
posibilidad de construir nuevos ficheros con la información extraída de
los anteriores y, en general, una mayor integridad de la información.
Dentro de los DBMS, existen dos tipos que se utilizan en los grandes
ordenadores para bases de datos de gran tamaño: jerárquico y en red,
pero que han sido desplazados en los microordenadores por el tipo
relacional. A diferencia de los anteriores, en los que la información que
se repite en los registros sólo se archiva una vez y así se ahorra
memoria, el tipo relacional guarda el contenido completo de todos los
campos, en la forma que imaginamos al pensar en el fichero de datos:
una tabla o matriz en la que los registros son las filas y los campos las
columnas. La forma de solucionar los problemas de capacidad con
archivos grandes consiste en dividirlos en archivos más pequeños;
luego el programa los relaciona gracias a un campo (y el contenido del
mismo) que como mínimo cada archivo tiene en común con los demás.
Por ejemplo, un fichero del inventario de materiales de una excava-

117
ción se podría dividir en tres: el primero contendría los campos con-
textuales (cata, nivel, recinto, hogar, etc.) de cada artefacto, en el se-
gundo iría su descripción codificada (para la cerámica, su clase, tipo,
tratamiento superficial, decoración y dimensiones) y en el tercero la
información analítica de la pieza, si se ha dibujado o fotografiado,
estado de conservación y tratamiento, destino en el museo, etc. Todavía
un cuarto fichero podría dedicarse a campos textuales con la descrip-
ción detallada de las piezas excepcionales que lo requirieran. En todos
estos ficheros, además de los campos citados, iría el campo común que
sirve para relacionarlos; en este caso no podría ser otro que el número
de inventario del artefacto, cuyo contenido no se puede repetir nunca
para evitar confusión (no puede haber dos objetos con la misma sigla).
Con instrucciones del tipo SELECT y USE, el programa abre al mismo
tiempo las áreas de trabajo que corresponden a los ficheros y puede
combinar de diversas formas la información contenida en los mismos.
En los programas DBMS es preciso definir de forma precisa cada
campo del fichero, su tipo y longitud máxima, antes de comenzar a
añadir registros, aunque existe siempre la posibilidad de modificar la
estructura. Existen cinco tipos de campo: de caracteres (tipo C) para la
información nominal, numéricos (N) para cifras con las que se efectua-
rán operaciones matemáticas, de fecha (D) para indicar cuándo se
añadió o actualizó un registro, lógicos (L) para indicar, con un sólo
carácter, cualquier variable dicotómica (verdadero/falso, presencia/au-
sencia, etc.) y de memoria (Memo, M) para escribir bloques bastante
grandes de información textual, no codificada. La longitud máxima
posible, en número de caracteres, de cada tipo de registro varía según
cada programa, al igual que el número máximo de registros que puede
tener un fichero, pero las versiones más avanzadas presentan cada vez
menos limitaciones al respecto.
Existen tres formas fundamentales de trabajar con un programa de
DB: por menús, interactiva y mediante programas. En la primera, la
más sencilla desde el punto de vista del usuario (user-friendly), apare-
ce en pantalla la lista (menú) de los diferentes trabajos que el programa
puede hacer y no hay más que teclear el número que identifica cada
uno o señalarlo en la pantalla directamente mediante el puntero elec-
trónico («ratón»); su inconveniente radica en que sólo se pueden reali-
zar las opciones previamente diseñadas. La forma interactiva, mediante
peticiones directas al ordenador y respuestas de éste con la informa-
ción deseada, es la más versátil aunque precisa el aprendizaje de todas
las instrucciones existentes; éstas son introducidas de una en una, y es
preciso esperar la respuesta del ordenador antes de pasar a la siguien-
te. Por último, algunos programas contienen un «generador de aplica-
ciones», que no es otra cosa que un lenguaje de programación propio,

118
compuesto por las instrucciones anteriores además de otras más espe-
cíficas, que sirve para escribir programas según las necesidades con-
cretas del usuario. De esta forma se salva el inconveniente citado en el
sistema anterior: una serie, todo lo larga que se quiera, de operaciones
(de búsqueda, cálculo, impresión, etc.) se puede requerir de·1a máqui-
na con una sola orden, la de ejecutar el programa.
En el momento actual existen programas de bases de datos muy
potentes, que han llevado al campo de los PC la mayoría de las virtudes
de los grandes ordenadores (aunque los micros siguen siendo mucho
más lentos). Dentro de los programas DBMS relacionales y programa-
bles, destacan las diferentes versiones de dBASE (III, III Plus y IV), que
son los primeros en el mercado mundial, aunque un reciente estudio
americano colocaba a su misma altura, e incluso por encima en poten-
cialidad, a los programas R:Base, DataFlex, Paradox, o DataEase. En
algunas de las recientes versiones, por ejemplo dBASE-IV o Professio-
nal Oracle, se ofrece el último adelanto en lenguajes de programación:
el Structured Query Language (SOL) que permite realizar programas
de forma mucho más sencilla (el lenguaje es de mayor nivel) y, sobre
todo, comunicar con bases de datos de macroordenadores como DB2
deIBM.
En Arqueología, la introducción de las bases de datos coincide con
una tendencia hacia la mayor «concreción» de los datos, favorecida por
las nuevas corrientes teóricas. La información está hoy constituida por
«hechos» objetivos, en principio calificables o mensurables de igual
manera por todos los arqueólogos, y separados del campo, más «fanta-
sioso» o subjetivo, de la interpretación. Intimamente relacionada con
todo esto está la aparición y difusión casi universal de los formularios,
hojas o fichas con espacios fijos reservados de antemano para cada
variable, que recuerdan a sus usuarios que todos se deben rellenar y
no dejar en blanco más que en casos excepcionales. Estos formularios
se utilizan para medir/registrar todo tipo de artefactos, desde los frag-
mentos cerámicos hasta los contextos (nivel, habitación, tumba, etc.).
Estas hojas preforma añaden algo a la descripción clásica individua-
lizada : representan un soporte lógico, un modelo de datos que contri-
buye a la estandarización de los mismos (que de esta forma pasan a ser
comparables entre sí) y también a la «democratización» del propio
registro, que así puede ser realizado por personas menos cualificadas
(los formularios son a la vez el depósito de la información y una explica-
ción de la misma). El paso siguiente es, lógicamente, el traspaso de esa
información al soporte electrónico (el ordenador). En ocasiones, y cada
vez con mayor frecuencia, el paso puede ser directo a la máquina con
el empleo de ordenadores portátiles en la misma excavación.
En la actualidad las bases de datos se aplican a muchos campos de la

119
Arqueología: proyectos de investigación concretos (p.e. archivos de
los megalitos de una zona, las espadas o fíbulas de una región o perío-
do, etc.), datos generales especializados, que así se ponen a disposi-
ción de los investigadores interesados (p.e. todas las fechas de carbo-
no-14 de una gran región o período prehistórico, los objetos de arte-
mueble del Paleolítico francés, análisis polínicos, etc.), bases de datos
de propósito general, que recogen toda la información arqueológica de
un ámbito determinado, como los yacimientos de una zona geográfica
(p.e. el proyecto SARG del Suroeste de los Estados Unidos, que englo-
ba cerca de 20.000 yacimientos excavados o prospectados), o los mu-
seos arqueológicos, tarea ambiciosa para la cual la Asociación de Docu-
mentación Museística (MDA) británica ha comenzado las tareas de ho-
mologación necesarias para hacer compatibles los datos de unos y
otros centros.
En teoría, la comunicación de toda esta información está asegurada
por medios informáticos gracias a las actuales redes de comunicación
que unen, usando las líneas telefónicas, un gran número de ordenado-
res en todo el mundo, como las BITNET y ARPANET americanas, la
NETNORTH en Canadá, o la EARN (European Academic Research Net-
work) europea, todas las cuales están conectadas entre sí. Con todo, el
problema de las diferentes máquinas y programas, y sobre todo el de
la gran diversidad de aproximaciones a los datos arqueológicos, a
pesar de lo dicho en el párrafo anterior, hace contemplar la comunica-
bilidad total más como un desideratum que como una realidad a corto
plazo.
Aunque no los hemos citado en la lista anterior, es en los inventarios
de excavación donde más a menudo se usan las bases de datos infor-
matizadas. Con alguno de los programas antes citados, la labor de
extraer toda la información del conjunto de objetos y fragmentos recu-
perados se hace fácil y rápida, e incluso algunos procesos que requie-
ren mucho trabajo manual, no se harían de no contar con la ayuda
informática.
Veamos, por ejemplo, y para terminar con el tema, las tareas que se
podrían realizar con una base de datos de fragmentos cerámicos en un
yacimiento protohistórico o de época histórica: introducir registros de
artefactos; corregirlos en caso de error; listar por pantalla o impresora
el inventario, completo o dividido por tipos cerámicos, contextos (por
ejemplo, habitaciones separadas por muros) o ambas condiciones a la
vez; calcular estadígrafos como medias y desviaciones típicas de las
principales dimensiones de los fragmentos, por contextos (posibles
diferencias funcionales) o tipos (mayor o menor homogeneidad de los
mismos); obtener ficheros con todas las dimensiones de un tipo, para
luego analizar su distribución de frecuencias mediante histogramas

120
(usando otro programa, por ejemplo SPSS); sumar el área total aproxi-
mada de todos los fragmentos con idéntica decoración, para comparar
su importancia relativa en el yacimiento y los contextos; contar el núme-
ro de ocurrencias de los diferentes tipos en los contextos, elaborando
una tabla de contingencia que nos muestre si la distribución es o no
aleatoria; listar todos aquellos contextos que están relacionados entre sí
por la aparición de fragmentos de la misma vasija en ellos, controlando
así la posición primaria o secundaria de los depósitos (ver 5.1); con el
mismo fin, comparar los tipos y el tamaño medio de los fragmentos que
aparecen en las diferentes capas de cada contexto y en el suelo del
mismo, así como el tamaño medio en unos y otros contextos (en los
recintos usados como basurero, los fragmentos pueden ser mayores);
estudiar la rotura diferencial de unos tipos y otros, para corregir el
posible sesgo de las mediciones basadas en el número de fragmentos.
En suma, aplicar y desarrollar en el yacimiento los principios teóricos
de nivel medio sobre los procesos de formación cultural (los C-trans-
form de Schiffer, ver 1.2).

Bibilografía

Aldenderfer, M.S. (ed.) (1987): Quantitative Research in Archaeology. Progress


and Prospects. Sage, Newbury Park.
Bietti, A. (1982): Technique matematiche nell'analisi dei dati archeologici. Aca-
demia Nazionale dei Lincei, Roma.
Camps, G. (1979): Manuel de récherche préhistorique. Doin, París.
Clarke, D. L. (1983): Arqueologfa analítica. Bellaterra, Barcelona.
Computer Applications in Archeaelogy, University of Birmingham (la serie se
publica anualmente desde 1970).
Doran, J. E., y Hodson, F. R. (1975): Mathematics and Computers in Archaeo-
Jogy. Edinburgh U.P., Edinburgo.
Downie, N. M., y Heath, R. W. (1971): Métodos estadísticos aplicados. Ed. del
Castillo, Madrid.
Fernández Martínez, V.M. (1988): «El proceso de la información arqueológica:
Bases de Datos personales aplicadas al inventario de excavación», manus-
crito sin publicar.
Gaines, S. W. (ed.) (1981): Data Bank Applications in Archaeology. The U. of
Arizona Press, Tucson.
Gardin, J. C. (ed.) (1970): Archélogie et calculateurs. CNRS, París.
- - (1976): Code pour J'analyse des formes des poteries. CNRS, París.
Gimeno Viguera, l., y otros (1988): «Arqueólogos e Informática», Boletín de Ja
Asociación Española de Amigos de Ja Arqueología, 24, 5-17.
Hodson, F. R.; Kendall, D.G., y Tautu, P. (eds.): Mathematics in the Archaeologi-
cal and Historial Sciences. Edinburgh U.P., Edinburgh.
Orton, C. (1988): Matemáticas para arqueólogos. Alianza, Madrid.

121
Popyk, M. K. (1987): Up and Running: Microcomputer Applications. Addison-
Wesley, Reading Mass.
Richards, J. D. (ed.) (1986): Computer Usage in British Archaeology. The Institu-
te of Field Archaeologists, Birmingham.
Richards, J. D., y Ryan, N.S. (1985): Data Processing in Archaeology. Cambrid-
ge U.P., Cambridge.
Sachs, L. (1978): Estadística aplicada. Labor, Madrid.
Shennan, S. (1988): Quantifying Archaeology. Edinburgh U.P., Edinburgh.

122
s. _____
La cronología relativa:
unas cosas encima
de otras

En este capítulo y el siguiente se examinarán aquellos aspectos del


análisis arqueológico que hacen referencia a una variable fundamental
en Arqueología: el tiempo. La razón de haberlos separado no es única-
mente la división práctica del texto, sino más bien la gran importancia
que tiene la determinación cronológica en el estudio de los restos
prehistóricos. Como vimos en el segundo capítulo, la Prehistoria no
empezó a tener entidad como ciencia hasta que no existió la forma de
controlar la antigüedad de los restos que iban apareciendo paulatina-
mente y de las maneras más diversas. Según la ciencia fue avanzando, y
durante la primera mitad del presente siglo, época de los grandes
descubrimientos y de la consolidación de la disciplina, la cronología se
convirtió en la principal obsesión de los excavadores. De hecho, una
vez determinada la época o fase en la que se habían depositado los
restos, parecía que la labor analítica se había terminado, y esto no
dejaba de tener cierto sentido al encajar perfectamente en el esquema
teórico entonces dominante, el difusionismo o historicismo cultural. Esta
teoría antropológica explicaba la aparición de los rasgos culturales a
partir de ciertos centros expansivos que los exportaban al área circun-
dante, y su objetivo era encontrar tales puntos de origen en función de
la distribución espacial de los rasgos en un momento dado.
En Arqueología los rasgos, que son únicamente materiales (artefac-
tos), corresponden al pasado y por ello aparte de su reparto geográfico

123
es necesario conocer también su posición temporal. Una vez descubier-
to el reparto espacio-temporal de los artefactos (agrupados en tipos),
se está en condiciones de interpretar su presencia y el camino seguido
por ellos a partir del centro cultural de origen, que se interpreta
simplemente como aquella cultura o yacimiento donde aparecen en
fecha más antigua. Por eso se ha criticado tan duramente la preocupa-
ción cronológica de la arqueología tradicional, la cual se limitaba a
creer ingenuamente que la posición temporal de cualquier tipo ya era
suficiente para explicarlo. De hecho, la «Nueva Arqueología», que
tiende a explicar la variación cultural por causas evolutivas y de adap-
tación ecológica, surgió en un momento en que la cronología dejaba de
ser un problema en la investigación norteamericana gracias al carbono-
14, tras un decenio de experimentación y comprobación de su utilidad,
y es posible que los dos acontecimientos estén más relacionados de lo
que parece, según ha afirmado hace poco Lewis Binford.
Con todo, existen pocas zonas de la tierra en las que los problemas
cronológicos de la Prehistoria estén resueltos del todo, porque se cono-
ce de manera aceptable cuál es la sucesión de culturas y tipos a lo largo
del tiempo y apenas quedan vacíos que rellenar, y éste es un problema
independiente de las diferentes posiciones teóricas. Desde luego, la
Península Ibérica no pertenece a ese grupo (que curiosamente coincide
con las naciones más avanzadas económica y culturalmente), ni mucho
menos los países del tercer mundo, que forman la mayor parte del
escenario evolutivo del ser humano. Por ello es necesario, en la mayo-
ría de las investigaciones arqueológicas, resolver primero el enig-
ma cronológico, colocando el artefacto, contexto, tipo, yacimiento o
cultura de que se trate en un momento temporal con respecto a los de-
más y en una escala de años de calendario, y ello con la mayor pre-
cisión que permitan los datos y métodos disponibles en un momento
dado.
A la forma de situar la unidad en cuestión con respecto a las demás,
estableciendo relaciones del tipo «más moderno que», «más antiguo
que» o «contemporáneo a», se le llama cronología relativa. En este
sistema no interesa demasiado el momento más o menos exacto en que
los restos se formaron, sino que basta, o no queda más remedio, con
saber cuáles unidades fueron antes y cuáles después y el orden en que
se dieron. A pesar de los adelantos técnicos de la cronología absoluta,
el atractivo especial de la relativa consiste en que su razonamiento
es en esencia arqueológico, como en el caso de la seriación, o bien
lleva mucho tiempo con nosotros aunque sea geológico en origen,
como la estratigrafía. Y como a una vieja compañera de fatigas la
queremos.

124
5.1. La Estratigrafía

La mayoría de los yacimientos arqueológicos están formados por


estratos, y el reconocimiento e interpretación de los mismos es la más
fundamental de las tareas durante el proceso de la excavación. Es una
propiedad de los lugares donde se ha desarrollado la actividad huma-
na durante un cierto tiempo, el que se acumulen depósitos secuenciales
formando capas, llamados estratos. Una definición más reciente, del
británico Edward Harris, amplía el concepto de estrato a «la más pe-
queña división que se puede reconocer en un yacimiento, física o de
otro tipo», con lo cual lo identifica con la idea de «contexto», ya vista en
el apartado de excavación. Lo de «otro tipo» se refiere a que en
ocasiones se deduce la existencia de estratos o contextos que han
desaparecido -por erosión o por la acción humana (p.e. un muro que
ha sido arrancado para reaprovechar la piedra, pero del que queda la
fosa que ocupó)- y que son necesarios en la reconstrucción estratigrá-
fica del yacimiento. En cuanto a terminología, estrato y nivel se consi-
deran sinónimos, y a veces se reserva capa para las pequeñas divisio-
nes naturales dentro de un nivel (bolsadas), o para los estratos artificia-
les de excavación (ver 3.3).
Los estratos se diferencian unos de otros por alguna o varias de las
siguientes propiedades: textura (tamaño de las partículas del suelo),
composición (materia orgánica e inorgánica), color, espesor, o conteni-
do arqueológico. En general una observación cuidadosa permite reco-
nocer estas diferencias, que son debidas a los cambios que se produ-
cen en la actividad humana a lo largo del tiempo en que se depositaron.
Por ejemplo, una etapa de habitación en una cueva dejará un nivel de
color oscuro por la presencia de materia orgánica, y tras su abandono
los aportes eólicos o fluviales, junto a posibles derrumbes parciales del
techo, formarán un estrato de color más claro y sin restos culturales; en
un poblado se podrán distinguir un nivel de adobe apisonado sobre el
suelo natural, que funcionó como suelo de la vivienda, en el que que-
dan algunos agujeros de postes de madera y estructuras de hogar
(contextos o, según Harris, estratos diferentes), sobre él un nivel re-
vuelto en el que abundan las capas o bolsas de ceniza, restos de algún
incendio que destruyó la vivienda, hacia arriba capas de derrumbe de
los muros con piedras o adobes en mayor o menor desorden, etc.; algo
más arriba un nivel vacío corresponde a una desocupación, tras la cual
aparece otro nivel apisonado, que corresponde al suelo de otra vivien-
da construida sobre los restos de la anterior, etc.
La estratigrafía es el estudio descriptivo de los estratos arqueológi-
cos, su aparición, composición natural y cultural, sucesión y clasifica-
ción, con el objeto de ordenarlos en una secuencia cronológica. Esta

125
última se define como la cronología relativa de un yacimiento obtenida
a partir de su estratificación. Los principios de la estratigrafía fueron
desarrollados en el ámbito de la Geologia, y se deben al danés Nico-
laus Steno, quien en el siglo XVII fue el primero en darse cuenta de que
la corteza terrestre contenía la historia cronológica de los aconteci-
mientos geológicos, que se podía descifrar mediante el estudio cuida-
doso de los estratos superpuestos y sus fósiles. En la Geología actual
son tres los principios de la cronología estratigráfica: el principio de
superposición, el principio de continuidad y el de identidad paleonto-
lógica. Enseguida veremos la trasposición que se ha hecho de ellos al
campo arqueológico, y los problemas que la excesiva rigidez de la
misma ha provocado.
El principio de superposición es el básico: si los estratos estan
dispuestos horizontalmente unos sobre otros, todo estrato superpuesto
a otro es más reciente que él, y viceversa. Lógicamente, el mismo
principio rige en la práctica arqueológica, porque resulta lógico que lo
más antiguo esté debajo y lo más moderno encima, aunque existen
problemas que luego veremos.
El principio de continuidad dice que un mismo estrato tiene la
misma antigüedad en todos sus puntos, y con él comienzan las dificulta-
des en Geología, puesto que resulta difícil reconocer los estratos cuan-
do no se les puede seguir de un punto a otro, al estar cubiertos por la
vegetación u otros estratos más recientes. De hecho, la mera apariencia
no es suficiente, puesto que depósitos iguales en textura, color, etc., se
formaron en épocas muy diferentes, y se debe recurrir al contenido
fósil para ver si dos estratos son iguales, y por tanto del mismo período,
o diferentes. En Arqueología este problema se presenta con menos
frecuencia al ser la escala mucho más pequeña, pero puede aparecer si
existe discontinuidad en un nivel al estar cortado por un muro, foso,
etc.
El equivalente arqueológico del principio de continuidad es la afir-
mación de que todos los objetos contenidos en el mismo nivel son
contemporáneos, lo que peca de un simplismo excesivo. En el sentido
de que todos los materiales de un nivel son más modernos que todos
los materiales del nivel inferior, y más antiguos que los del nivel
superior, es cierto, pero en muchos casos es posible aumentar la preci-
sión y establecer diferencias entre los materiales de un mismo nivel, el
cual se pudo depositar en unos meses o a lo largo de miles de años.
Cuando los niveles son muy amplios en grosor y en tiempo de depósi-
to, la excavación mediante capas artificiales puede revelar que se
produjeron cambios en la cultura material (en los atributos o tipos, o
bien en su abundancia relativa) sin que variaran las condiciones físicas
y, por lo tanto, sin cambiar de nivel. Como señalaba el arqueólogo

126
_,
2m

k:)<:\'H-l Suelo arenoso Fragmentos cerámicos

rllíll Escombros de derrumbe Nivel de construcción

Tierra suelta Habitación -campamento


Nivel cenizoso Tierra batida
de destrucción sobre escombro
Cenizas Arena -nivel de
habitación
~ Destrucción de
Abandono
nivel ocupación
Tierra estéril !·:::::::'.:] ~~~l~!~e:rcilla
Figura 5.1. Sección vertical estratigráfica de un yacimiento de varios niveles.
Empezando por abajo, tras el depósito natural (estéril arqueológicamente) si-
gue el nivel 1, un suelo con postes; encima hay un nivel estéril, correspondiente
a un abandono del sitio; sobre él se construyó un suelo de arcilla apisonada
encima de un relleno de cascajo (nivel 11), que fue respetado por la destrucción
subsiguiente (nivel de cenizas). Encima de este último se registra el nivel III,
que es un suelo de habitación, de tierra arenosa y con dos agujeros de poste,
seguido de otro período de abandono. Luego el nivel N, asociado a un gran
pozo que penetró hasta el nivel 11. En el nivel V se realizaron construcciones en
piedra, cuyas fosas de fundación perturbaron el nivel anterior y el de abando-
no en uno de los puntos; sobre él se detecta un nivel de destrucción con cenizas
(entre la parte superior conservada de los muros) y, a la izquierda, un período
de habitación tras la destrucción, con un pozo, al amparo de uno de los muros.
Finalmente, el sitio fue abandonado y cubierto con una capa de escombro del
derrumbe y arena superficial, en la que se detecta un agujero de robo, efectua-
do en época moderna sobre uno de los muros. (Según Joukowsky, 1980,
fig. 7.5).

127
americano James Ford, el dividir los materiales excavados sólo por
niveles constituye una vuelta a la Geología catastrofista anterior a Lyell,
que suponía a las especies vivas inmutables a lo largo de las etapas
geológicas y que sólo cambiaban al final de las mismas.
El principio de identidad paleontológica consiste en admitir que si
varios estratos contienen los mismos fósiles son de idéntica cronología.
Su equivalente arqueológico representa la base de la llamada «cronolo-
gía comparada» (absoluta) que veremos al inicio del siguiente capítulo:
dos conjuntos arqueológicos iguales (o muy parecidos) son contempo-
ráneos (aproximadamente). En cuanto a cronología relativa se refiere,
el principio es la base de las llamadas «escaleras estratigráficas», que
consisten en enlazar varios yacimientos, e incluso unidades más am-
plias, en series cronológicas que pueden abarcar grandes períodos de
tiempo. Este método, propio de las grandes síntesis cronológicas más
que del análisis de un yacimiento concreto, explica que mucho antes de
la aparición de los métodos físicoquímicos de datación absoluta (Carbo-
no-14, Potasio-Argón, etc.), se conociera la sucesión cultural de gran-
des zonas de la tierra. Por ejemplo, la secuencia clave del Paleolítico
europeo: Achelense, Musteriense, Perigordiense-Auriñaciense, Solu-
trense, Magdaleniense y Aziliense, se conocía mucho antes de saber su
antigüedad absoluta, gracias al solapamiento de unos yacimientos con
otros. Con todo, en algunos sitios clave, como la cueva santanderina de
El Castillo, se conservó, debido a que fue habitada de forma inter-
mitente durante gran parte de la era glacial, la secuencia paleolítica
casi completa.
La condición fundamental para que se cumplan los anteriores princi-
pios es la de que los niveles sean, en la mayor medida posible, depósi-
tos sellados, es decir, estén separados de los estratos que los rodean
por encima y debajo, y no hayan sufrido perturbación ninguna desde el
momento en que se formaron. Cuando esta condición deja de cumplir-
se, se producen excepciones de las reglas estratigráficas. Si un nivel ha
sido perturbado por intrusiones posteriores, como agujeros de poste,
zanjas, hoyos (basureros, de almacenaje, de extracción de arcillas, de
excavadores ilegales, etc.), es muy probable que los materiales que
aparecen en esos contextos procedan de varios niveles, es decir, estén
mezclados y sobre ellos no se puedan establecer relaciones cronológi-
cas. Por ello durante la excavación es de enorme importancia la distin-
ción de esas zonas (habitualmente la textura del suelo es más blanda y
el color distinto), para no mezclar los artefactos allí encontrados con los
demás.
Más difícil de percibir son los pequeños movimientos postdeposi-
cionales de objetos, que pueden haber «emigrado» de unos niveles a
otros a causa de la erosión superficial, por ejemplo en las laderas de

128
los yacimientos elevados, o por movumentos interiores de la tierra
provocados por las heladas o la acción animal (gusanos y, sobre todo,
roedores, cuyas madrigueras pueden trasladar objetos a largas distan-
cias de su posición original}. En general, a un depósito cuyos restos se
encuentran en su posición original se le denomina primario (posición
primaria), y al contexto o artefactos que han sufrido alteraciones poste-
riores le llamamos secundario o en posición secundaria.
Un caso más raro de perturbación, pero del que se ha dado cuenta
en bastantes ocasiones, es la estratigrafía invertida: si por cualquier
causa fue necesario en tiempos pasados desmontar un yacimiento ante-
rior, las tierras desplazadas a alguna zona adyacente tenderán a tener
la misma serie de estratos que en el yacimiento, pero colocados en
orden inverso. Esto es debido a que se empieza llevando las tierras de
arriba, que se colocan abajo en el área de acarreo, luego las siguientes,
que ahora se colocan por encima de las primeras, etc. Cuando se
construyen túmulos funerarios sobre una zona arqueológica anterior, se
arrasan los niveles superficiales de alrededor para construir la eleva-
ción, bajo la cual esos niveles quedan lógicamente protegidos. Por esta
causa, al excavar el túmulo se encuentra primero el nivel antiguo,
luego los restos funerarios del túmulo, y debajo otra vez el nivel ante-
rior. Esto ocurre, por ejemplo, en el Sudán central, donde existió una
actividad intensa de elevación de túmulos en época postmeroítica (si-
glos IV-V d.C.), muchas veces encima de restos neolíticos cuatro o
cinco mil años anteriores. Debido a la naturaleza suelta de los suelos de
la zona, apenas existe diferencia de aspecto entre los niveles del «sand-
wich», y únicamente lo ilógico de la situación impide llegar a conclusio-
nes erróneas.
Algo más común que lo anterior ocurre cuando no se aprecian
estratos claros en un yacimiento, por ejemplo una vez levantado el
nivel superficial de tierra oscura vegetal. El origen de este fenómeno
puede residir en que durante el tiempo de deposición no variaron las
condiciones físicas ni las actividades humanas, o porque los niveles que
existieron en su momento se mezclaron por alguna actividad posterior,
natural o cultural. En estos casos es obligatoria la excavación por capas
artificiales, al igual que dentro de los niveles de grosor apreciable
como se indicó antes. El mayor o menor grado de mezcla o inversión
de materiales se puede controlar por los fragmentos de la misma pieza
que aparecen a diversas alturas.
La tierra que se encuentra dentro de las habitaciones de los pobla-
dos protohistóricos, cuando los muros de piedra o adobe se han con-
servado intactos hasta una cierta altura, se presenta en apariencia re-
vuelta y sin niveles claros. En el ejemplo ibérico del Cerro de las
Nieves de Pedro Muñoz, cuyo proceso de formación del depósito des-

129
cribimos en un capítulo anterior (3.1), la mayoría de los fragmentos
cerámicos de la misma vasija aparecen en capas (artificiales de 6-7 cm)
contiguas, lo que sugiere que se desplazaron debido a la presión
producida por la ocupación continua de los suelos superiores. En va-
rias ocasiones los trozos se encontraban en capas separadas por 70 ó 80
cm, lo cual es más dificil de explicar si no se recurre a procesos de
remoción más intensa, tal vez ligados a la reconstrucción periódica de
los muros tras su derrumbe. La aparición de la misma vasija fragmenta-
da en varios recintos es parte esencial del control sobre la posición
primaria de los restos, puesto que los primitivos ocupantes pudieron
trasladar toda o parte de la basura de unas habitaciones a otras. En la
parte excavada de Pedro Muñoz este hecho se daba en muy pocas
ocasiones, y casi siempre en recintos que estaban comunicados por
puertas de acceso, o bien entre un recinto de habitación y otro utilizado
claramente como basurero. Como se comprende fácilmente, la posición
primaria de los restos es requisito indispensable para cualquier infe-
rencia que se pueda realizar sobre la funcionalidad que tuvieron los
recintos en la época ibérica.
Un aspecto fundamental de la estratigrafía es su relación con la
cronología absoluta, que veremos aquí, y no en el siguiente capítulo,
por la estrecha relación que guardan en este aspecto los dos tipos de
datación. Cuando un nivel se puede considerar conjunto cerrado, o
cuando se trata de un conjunto cerrado en sentido estricto, como por
ejemplo una tumba o un depósito metálico (tesoro de monedas, escon-
drijo de objetos de bronce, etc.) intactos, la fecha absoluta del conjunto
es igual o posterior a la fecha del objeto más moderno encontrado en
él. Esto es pura lógica: es imposible que se haya cerrado el nivel o
conjunto antes de que se fabricara alguna de las piezas contenidas en
su interior. Pero, una vez pasada la fecha en que se produjeron las
piezas, el tiempo que transcurrió hasta que se depositaron es una
incógnita, y por eso teóricamente la cronología del conjunto puede ser
cualquiera desde entonces hasta hoy. La fecha del artefacto más moder-
no se denomina con la expresión latina terminus post quem, el limite
antes del cual es imposible que se haya producido el fenómeno, la
cronología más antigua posible del mismo.
De la misma manera, también puede existir un límite por delante
para la datación del conjunto, cuando se encuentra debajo de otro
contexto exactamente fechado. El terminus ante quem será la fecha del
nivel superior, y como resultado de este razonamiento lógico, el infe-
rior pudo depositarse en cualquier momento antes de esa fecha, en
pura teoría desde entonces hasta el origen de la humanidad. En la
realidad, con todo, estos límites casi nunca funcionan solos, sino en
series sucesivas de ellos que se deben compaginar. Seguramente el

130
nivel datado por un terminus ante quem tendrá a su vez un terminus
post quem que precisará su fecha, colocándola en un intervalo mucho
más pequeño.
Por ejemplo, en la fase I del Cerro de las Nieves, el nivel inferior
del yacimiento, se encontraron varios broches de bronce (fíbulas de
doble resorte), cuya cronología se puede colocar para este caso a
comienzos del siglo V a.c. Por ello el nivel se fecha con posterioridad a
ese momento. En el nivel superior aparecieron varias vasijas de lejano
origen griego, fechadas con aceptable precisión en la segunda mitad
del siglo IV a.c. De todo ello deducimos la cronología general del
yacimiento en los siglos V y IV a.c. Por debajo funcionan a la vez el
terminus post quem (las fíbulas) y ante quem (el nivel superior), mien-
tras que la datación del nivel superior es incompleta, ya que nos falta
un terminus ante quem; sobre este último depósito prehistórico se
hallaron restos de construcciones medievales, pero es un límite poco
preciso porque obligaría a colocar el nivel superior entre el siglo IV
a.c. y la Edad Media.
En todo lo anterior debe entenderse que de lo que se trata es de
fechar los niveles y no los artefactos, el momento de deposición y no el
de fabricación. Un curioso ejemplo que describe Philip Parker nos
ayudará a comprender esta diferencia. En el castillo normando de
Quatford, al Sur de Inglaterra, se excavó un terraplén defensivo cuyos
niveles se fueron datando de acuerdo con los objetos fechables que
contenían: fragmento cerámico del siglo pasado, fragmento medieval,
bronce medieval, fragmento romano y silex neolítico. Hasta aquí todo
es perfecto, la sucesión cronológica es coherente, de más reciente a
más antigua. Pero en el nivel donde apareció la pieza neolítica se
encontró también una moneda victoriana de medio penique, dando al
traste con todo lo anterior. Es decir, el terminus post quem de la
moneda manda sobre todos los demás, por estar debajo de ellos (el
peligro real aquí era no haber dado con ella en la excavación). La
investigación posterior demostró que el terraplén había sido erigido
durante la segunda guerra mundial, y que el terminus del medio peni-
que era unos sesenta años demasiado antiguo.
Hasta ahora, en este problema de la datación absoluta en la estrati-
grafía, y con fines didácticos, nos hemos referido a un solo elemento
fechable cada vez. En la realidad, el conocimiento que se posee sobre
la evolución cultural permite que existan bastantes elementos así, cuyas
fechas normalmente se refuerzan entre sí (fíbulas de doble resorte y
cerámica griega con el resto de las cerámicas a torno, por ejemplo).
Por otro lado, está el criterio de cantidad, que puede incluso modificar
las reglas del terminus post quem: en ningún momento puede existir
duda de que el nivel superior del ejemplo antes visto sea ibérico, a

131
pesar de no contar con un límite seguro por encima hasta la Edad
Media, puesto que el resto de sus materiales son de esa época (sin
poder precisar más dentro del período general). Si, por ejemplo, hu-
biera aparecido material romano en ese estrato, la cosa hubiera cam-
biado, pero la cantidad seguiría siendo decisiva; haría falta algo más
que un fragmento para decidir que el nivel entero se depositó en
época romana.
Por último, es preciso también establecer las oportunas diferencias
en los objetos fechables: la precisión varía mucho de unos a otros. Por
ejemplo, en la necrópolis de la Edad del Hierro de Las Madrigueras
(Carrascosa del Campo, Cuenca), se fecharon sus cuatro niveles de
colocación de las tumbas (urnas con los restos incinerados en su inte-
rior) según criterios de comparación diferentes, de acuerdo con la
distinta información disponible en cada estrato, y por esta razón los
resultados de precisión fueron también distintos. En el estrato más
moderno (estrato I), la presencia de cerámica ática y precampaniense,
fechada en su punto de origen dentro de la primera mitad del siglo IV
a.c. (entre 400 y 350 a.C.), sugiere una fecha para el estrato en la
segunda mitad de esa centuria (entre 350 y 300 a.C.). Este retraso se
basa no sólo en que el estrato ofreció otros materiales que, con menor
exactitud, pueden situarse algo más tarde que las cerámicas importa-
das, sino también en que éstas tuvieron que emplear un cierto tiempo
en llegar desde el Mediterráneo central y oriental al corazón de la
meseta española, y debió transcurrir luego otro lapso desde su llegada
hasta que se utilizaron en la necrópolis.
Estudios recientes de Clive Orton sobre la «vida media» de otras
cerámicas importadas, las sigillatas romanas de Highgate en Londres,
revelan que cerca de un 20 por 100 de los fragmentos tenían unos
cincuenta años en el momento de su deposición arqueológica (cuando
se enterraron en el nivel). Este resultado sorprendió mucho a los inves-
tigadores, que pensaban que las frágiles vasijas se habían roto mucho
antes. Lo anterior demuestra que el error que se puede producir, si se
asigna la misma fecha de fabricación al nivel donde aparecen las cerá-
micas, se aproxima al medio siglo.
El nivel 11 de Las Madrigueras se fechó de forma más imprecisa que
el anterior: algunos elementos comunes (cerámica a tomo, de barniz
rojo) sugerían poca diferencia temporal entre ambos, y un vaso a mano
decorado con pintura (que antes se llamaba «hallstáttica») ayudó a colo-
carlo aproximadamente desde el final del siglo V hasta mediados del
siglo siguiente. El nivel III ya no tenía cerámica a tomo y en una de sus
tumbas se encontró una fíbula de doble resorte, fechada aquí también a
comienzos del siglo V al igual que la cerámica «hallstáttica», muy abun-
dante. Por último, el estrato IV se colocó de forma muy aproximada en

132
la segunda mitad del siglo VI a.C., por la comparación de los perfiles
de sus vasijas funerarias con las que pertenecen a la fase de los Cam-
pos de Urnas de la Edad de Hierro en otras zonas (Nordeste de la
Península). Como se ha podido apreciar, la exactitud va en disminución
según se desciende en el tiempo y en los estratos, y se recurre a
«paralelos» cada vez más generales (cerámica importada, fíbula de
bronce, cerámica local), aumentando consiguientemente el margen de
error, que pasa de unos veinticinco años en la fase más reciente a ser
mayor de medio siglo en el estrato inferior.
Como es lógico, la precisión va en aumento a medida que nos
adentramos en la época histórica, sobre todo a partir de la aparición de
las monedas metálicas, uno de los mejores elementos de datación (mu-
chas veces se conoce el año exacto en que se acuñaron). Con todo, el
problema de la «vida» de estos elementos sigue siempre existiendo.
Las monedas son casi irrompibles, y además se suelen guardar con más
cuidado que los cacharros. Por ello, su mayor precisión se compensa
con la mayor duración y, en la práctica, algunos tipos cerámicos bien
conocidos son casi tan buenos como las monedas para fechar cualquier
contexto.
Antes de dejar el tema de la estratigrafía, es preciso hacer siquiera
breve mención de un avance metodológico reciente que, aplicado a la
estratificación de un yacimiento concreto, es de gran ayuda para enten-
der su secuencia cronológica completa. Se trata de la llamada matriz de
Harris, puesto que fue desarrollada por Edward C. Harris en las exca-
vaciones de la ciudad inglesa de Winchester. La complejidad estrati-
gráfica de los restos romanos y medievales que subyacen en la ciudad
es tan grande, que solo en la zona de la calle Lower Brook se registra-
ron cerca de diez mil «unidades de estratificación». Este método consi-
dera a cada estrato (en el sentido ya explicado, que comprende tam-
bién a contextos y estructuras) por igual, trasformándolo en una unidad
abstracta. Da lo mismo que se trate de una muralla o de un simple
agujero de poste, ya que cada uno de ellos representa un «suceso» en
el tiempo, sea de unos minutos o de muchos años. Según este razona-
miento, si la muralla fue erigida en épocas diferentes, o se le hicieron
reformas o añadidos, cada momento de la construcción se considera
separado de los demás. Cada unidad es representada por un rectángu-
lo en el diagrama, dentro del cual aparece un número identificador.
Hasta la aparición de este sistema, a comienzos de los años setenta,
la forma de representar la estratigrafía de un yacimiento era mediante
el dibujo de los cortes verticales de las diferentes catas (Figura 5.2A-
D). En ellos se ven los distintos niveles, intrusiones, estructuras, tal
como aparecen en las paredes que van quedando a un lado de la parte
excavada, como si hubiéramos cortado el yacimiento con un cuchillo

133
w
.¡,. b B


i
a+b+c+d

Figura 5.2. Los cuatro perfiles estratigráficos de una cata cuadrada (A-D), sus correspondientes matrices o secuencias
(a-d), y la combinación de éstas en una única secuencia (a + b + c + d). (Según Harris, 1979, fig. 32)
para ver lo que contiene en una sección vertical. Pero estas representa-
ciones realistas de los perfiles sólo muestran la secuencia que se da en
el exacto lugar donde se hizo el corte: de hecho, en una cata lo suficien-
temente grande es habitual que sea distinta la que se ve en sus cuatro
lados, y siempre existen estratos pequeños (capas de un nivel, muros,
hogares, pozos, etc.) que no aparecen en los perfiles, porque no ha
coincidido que se hiciera ningún corte justo encima de ellos. Por eso la
nueva representación supera la tradicional, lógicamente basándose en
ella pero añadiendo además otros tipos de información (Figura 5.2a-d).
Los datos estratigráficos que la matriz integra son los que se detallan
a continuación. En primer lugar, las planimetrías, es decir, los dibujos
que se hacen del aspecto horizontal de las diferentes capas de la
excavación. Estos planos han de hacerse o revisarse cada vez que
cambia algún aspecto: aparece un nuevo nivel, aunque no ocupe más
que una parte de la superficie excavada, un muro, hogar, hoyo, etc.
Aparte de esto, es preciso tomar nota y bosquejar croquis que indi-
quen, además de otras características, la superposición de cada uno de
esos estratos con los demás más próximos o pertinentes. En suma, el
diagrama de secuencia de una cata concreta se elabora integrando la
información de las altimetrías (perfiles), las planimetrías y el diario de
excavación.
Pero la aportación de síntesis cronológica no termina en una cata,
sino que es necesario integrar los diagramas de las distintas catas de
una zona en una única matriz. Para ello, se aplica el tradicional sistema
llamado de correlación, que consiste en seguir los niveles, contextos y
estructuras de unas catas a otras, estableciendo la continuidad entre
ellas. Se analizan aquellos estratos que aparecen a uno y otro lado de
los testigos, los muros que pasan de una a otra cata, etc. De esta
manera, al identificar determinados «puntos fijos» es posible construir
un diagrama que refleje todos los estratos de una zona de la excava-
ción, sin dejar ninguno «en el limbo».
Por último, en muchos yacimientos se puede construir una matriz
que integre los diagramas de las distintas zonas en una secuencia
maestra del yacimiento (Figura 5.3), a base de correlacionar algunos
puntos fijos que se dan en toda su superficie. Por ejemplo, un nivel de
destrucción que abarque todo el yacimiento, aunque los demás niveles
y estructuras que aparecen en una y otra zona sean distintos e imposi-
bles por ello de relacionar (a menos que se haga en base a los artefac-
tos y tipos que aparecen en ellos, pero ya vimos los peligros que esto
implica), permitiría colocar todo lo que aparece por encima y por
debajo en bloques cronológicamente paralelos. Es decir, todos las úni-
dades por encima son posteriores a la destrucción, y por debajo son
anteriores.

135
Figura 5.3. Un ejemplo de secuencia de un yacimiento completo, en la ciudad
de Londres. Algunas unidades estratigráficas pueden unirse para formar fases
(a la izquierda), que se representan luego como una nueva unidad en diagra-
mas más sencillos (a la derecha), en los que a su vez las unidades (antiguas fa-
ses) se pueden volver a unir para formar períodos. (Según Harris, 1979, fig. 38.)

136
Al final tendremos una única representación cronológica del yaci-
miento, con todas las ventajas que ello comporta en cuanto a economía
de representación y posibilidad de situar en el tiempo a unos artefactos
con respecto a otros. Con todo, deberíamos decir una imagen de la
idea que tenemos de la cronología del sitio, puesto que, a menos que
hayamos excavado la totalidad del mismo, es probable que un mues-
treo diferente derivase en un diagrama también diferente. Por otro
lado, en el diagrama no están representadas todas las relaciones crono-
lógicas que existen, sino sólo unas pocas, aquéllas que hemos podido
deducir de la excavación; es decir, existen estratos, o grupos de ellos,
cuya posición temporal con respecto a otros es desconocida.
En general, se puede decir que la matriz de Harris trasforma las
viejas representaciones bidimensionales (perfiles estratigráficos, plani-
metrías) en tridimensionales, ya que ahora la tercera dimensión, que no
es otra que el tiempo, aparece en el eje vertical del dibujo, representa-
da por las líneas que unen los rectángulos. Clive Orton comparó acerta-
damente la matriz de Harris con un conjunto matemático «parcialmente
ordenado», con las relaciones típicas que describe la teoría de conjun-
tos (ciertamente, el diagrama no es una «matriz» en sentido matemáti-
co). A su vez, Edward Harris la había comparado con un tipo de diagra-
ma característico de la Investigación Operativa, rama de la ingeniería
que estudia el desarrollo temporal de los sistemas donde interviene la
actividad humana (surgida para optimizar el uso de los radares ingle-
ses en la segunda guerra mundial). Un diagrama secuencial arqueoló-
gico se parece, según esto, al PERT de un proyecto, y en las líneas de
tiempo se puede incluso calcular el «cámino crítico» (el tiempo mínimo
que puede durar un proyecto, siguiendo el camino más largo), aunque
en Arqueología la precisión cronológica (estimación del tiempo trascu-
rrido entre una unidad y otra) es mucho menor.

5.2. La Seriación: evolución gradual de la cultura

Si la estratigrafía sirve para establecer relaciones de cronología


relativa, basándose en la posición de unos contextos con respecto a
otros, y esas relaciones afectan tanto a los contextos mismos como a los
artefactos que aparecen dentro, la seriación intenta hacer lo mismo
basándose exclusivamente en los artefactos, sin tener en cuenta para
nada los contextos. Dicho de otro modo, la estratigrafía se basa en los
aspectos extrínsecos, exteriores, de los artefactos (el contexto en que
se encuentran), mientras que la seriación lo hace sobre los intrínsecos,
interiores, de los artefactos (sus atributos).
Un caso ideal de seriación podría ser el de un arqueólogo con una

137
serie de artefactos sobre la mesa, por ejemplo hachas de bronce, que
desea ordenar de más antigua a más moderna. Podría no necesitar la
seriación, porque conoce sus tipos y sabe en qué contextos aparecen y
por tanto a qué época corresponde cada una. Pero no es ése el caso
teórico que proponemos: el estudioso ignora todo lo que concierne a la
cronología de las hachas. Pues bien, la seriación de las mismas consisti-
ría en analizar sus atributos, ir colocando más cerca unas de otras las
que son parecidas, separar las que son distintas, hasta llegar a la
colocación de las hachas en un orden tal que las diferencias entre cada
una y las que están a ambos lados sean mínimas. Es decir, que vayan
cambiando lo más gradualmente posible. Si se cumplen ciertos requisi-
tos, es probable que la serie sea cronológica, es decir, exprese el
orden en que se fabricaron esos artefactos. A un lado de la mesa
estarían las hachas más antiguas, en el medio las que se hicieron des-
pués, y al otro extremo las más modernas (Figura 5.4).
Lógicamente, el procedimiento anterior se basa en los principios
evolucionistas, que postulan que los diferentes aspectos de la cultura
cambian más por procesos internos graduales (los artefactos cambian
poco a poco) que por influencias externas (los artefactos pueden cam-
biar brúscamente). De la misma forma que con las hachas, se podrían
ordenar fíbulas, vasijas cerámicas o cualquier tipo de artefacto (inclu-
yento los contextos mismos, como tumbas o niveles, sin tener en cuenta
las relaciones de posición de unos con otros). Con todo, no dejarían de
aparecer problemas si esos materiales no cumplen ciertas condiciones,
que són básicas para que la seriación funcione correctamente.
En primer lugar, es conveniente, y de hecho es así como se aplica
habitualmente, que la seriación se haga sobre restos locales de la
misma tradición cultural. Esto es algo obligado por los mismos princi-
pios de la evolución: sólo en zonas geográficas limitadas, y dentro de la
misma tradición (si existiesen varias compartiendo el territorio), se
pudo producir la evolución gradual de los artefactos.
Por otro lado, la cultura no solo cambia cronológicamente, sino que
es variada en cada momento dado. Esto quiere decir que existen dife-
rencias funcionales en los artefactos, motivadas por el distinto trabajo a
que se destinan, además de la evolución que pueden experimentar con
el paso del tiempo. Por eso nunca se deben mezclar en la seriación
artefactos de distinta funcionalidad, cuando ésta se conoce. Por ejem-
plo, en el caso anterior no debería haber en la mesa hachas de bronce
y hachas de piedra, o puñales y espadas, puesto que los primeros
pudieron seguir una evolución distinta de las segundas. Tampoco ha-
bría que seriar cerámica de lujo, que cambia rápidamente, junto con
cerámica de uso diario (de cocina, almacenaje, etc.), mucho más basta y
que evoluciona más despacio. Una seriación «ciega» agruparía la cerá-

138
1~

'!.,
,;::,,,

~
.'.··

..

.. (""'\)
\.,_,__,·

ngara 5.4. El ejemplo de la seriación en la realidad: las hachas de bron-


ce suecas que Montelius ordenó cronológicamente a comienzos de siglo.
(Según Renfrew, C., Problems in European Prehistory, Edinburgh U.P., 1979,
pág. 13, fig. 6.)

mica grosera por un lado y la de lujo por otro, dando un resultado


absurdo, pues las dos existieron a la vez cumpliendo misiones diferen-
tes. Sin embargo, estos principios no siempre se pueden cumplir, al no
conocerse en muchos casos la función de los materiales. En el caso de
las hachas, no podemos estar seguros de cuáles se utilizaron para
luchar o trabajar con ellas, cuáles eran sólo rituales, o símbolos de

139
poder, etc., aunque para la seriación sólo nos afectaría en el caso de
que tales funciones exigieran atributos diferentes con distinta evolución
cronológica.
En ocasiones es posible detectar, o en todo caso intuir sin pruebas,
las diferencias funcionales. Es lo que ocurre cuando, por más que se
intenta, no se consigue una ordenación aceptable de cambio gradual
sino que los artefactos tienden a agruparse en conjuntos que se pare-
cen mucho entre sí, distinguiéndose a su vez de los demás. Es decir, los
objetos muestran un modelo de clasificación en vez de uno de ordena-
ción. Entonces es probable que nos hallemos ante varios tipos distintos
de artefacto, los cuales pueden haber servido para funciones diferentes
en un mismo momento -y la seriación no tiene lógicamente sentido (no
hay diferencias cronológicas)- o bien para la misma función a lo largo
de distintas épocas. En casos como éste deberemos recurrir a otros
tipos de información (contexto, huellas de uso, paralelos etnográficos,
etc.).
Hasta ahora se ha considerado sólo la seriación en sí misma, sin
establecer ninguna relación con otros métodos cronológicos. Ya va
siendo el momento de decir que la seriación casi nunca funciona sola, y
que es necesario, por los problemas citados, comprobar sus resultados
con los que dan otros sistemas: estratigrafía, carbono-14, etc. En princi-
pio, parece lógico desconfiar de una secuencia cronológica basada
exclusivamente en la variación gradual de atributos o tipos, aunque
pueda haber sido, en algún momento concreto, el único método dispo-
nible para ordenar los datos. En la actualidad es muy raro que no
exista, para cualquier unidad arqueológica, información cronológica de
muy distintas clases, que puede servir para reforzar, corregir o recha-
zar la que da la seriación. Ante ésto, alguien podría preguntar: ¿cuáles
son las ventajas de un método que en sí mismo no tiene validez, pues
sus resultados deben ser comprobados por otros sistemas?, ¿qué añade
la seriación a los demás metódos, que justifique su existencia como
aplicación arqueológica independiente?
Lo cierto es que, una vez comprobadas, las secuencias que se obtie-
nen por seriación son más «finas» que las estratigráficas, es decir, con
ellas se aprecian mejor los pequeños cambios que el paso del tiempo
va provocando. En esto se parece la seriación a los niveles artificiales
que se separan en un estrato natural, que permiten distinguir fases de
duración aproximadamente igual en el largo período que pudo tardar
en depositarse el nivel completo. Volviendo al ejemplo de las hachas,
imaginemos que la muestra sobre la mesa procede del mismo yaci-
miento, en el cual existe una estratificación de tres niveles. A diferencia
del otro sistema de cronología relativa, que agruparía las hachas en
tres grupos, cada uno más antiguo o moderno que los otros, la seria-

140
ción permitiría examinar la evolución continuada de los tipos mientras
duró el yacimiento, o distinguir varias subfases dentro de sus niveles,
con lo que se consigue mayor precisión cronológica.
Otro ejemplo, y seguramente donde más se aplica hoy la seriación,
en este caso de contextos en vez de artefactos, son las necrópolis. En
ellas las tumbas suelen estar separadas sobre el terreno, aunque pueda
existir en algunas partes superposición de unas sobre otras. Salvo en
este último caso, en el que existe algo parecido a la estratigrafía, y la
tumba de arriba es lógicamente más moderna que la de abajo, no hay
manera de saber cuál es la secuencia cronológica en que fueron exca-
vadas las fosas (o construidos los túmulos, etc.). También en este caso
es posible ordenar las tumbas por su similitud entre sí, la cual ahora
puede estar basada en el tipo de tumba (de fosa, cámara, túmulo, según
su orientación, etc.), el tipo de colocación del cadáver (inhumado ex-
tendido o flexionado, incinerado, etc.), y sobre todo -dado que los
atributos anteriores suelen ser muy estables a lo largo del tiempo- el
contenido en ajuar material del enterramiento. Los distintos tipos de
artefacto que se depositaron con el difunto nos servirán para colocar
las tumbas en un orden que seguramente es cronológico, dado que, al
igual que cambian los atributos de los artefactos, también cambian los
tipos de las culturas, desapareciendo unos y apareciendo otros, con el
tiempo.
Un último argumento a favor de la seriación es su antigüedad como
método dentro de la práctica arqueológica. De hecho, hay que colocar-
lo en el origen de la cronología relativa, pues Christian Thomsen orde-
nó los materiales del Museo de Copenhague, a comienzos del siglo
pasado, sobre la base de una idea evolutiva muy anterior (las Tres
Edades) y sin basarse en absoluto en datos estratigráficos de excava-
ciones. La secuencia cronológica se propuso antes que su comproba-
ción en la práctica, varios decenios después, por el también danés
Worsaae. A mediados de siglo Evans ordenó las monedas protohistóri-
cas inglesas de esa manera, basándose en su parecido estilístico, y a
finales el gran egiptólogo Flindres Petrie hizo lo mismo con los datos
funerarios, mucho más complicados, del Predinástico egipcio. Petrie
planteó por primera vez los principios teóricos de la seriación (concen-
tración temporal máxima de cada tipo, solapamiento temporal mínimo
de unos tipos con otros), que no serían retomados hasta hace dos
décadas por Kendall, ya dentro de las actuales tendencias cuantitativas.
Otras grandes figuras de la Prehistoria y la Arqueología que fueron
pioneros de la seriación son Montelius, con objetos metálicos de la
Edad del Bronce europea, Boas con materiales de superficie mexica-
nos, Reisner con las tumbas reales sudanesas, Spier con las culturas
peruanas, etc.

141
Siendo la seriación un método fundamentalmente analítico, tenía
necesariamente que ser afectado por la reciente eclosión matemático-
informática que se ha dado en la Arqueología. Como en el tema de la
clasificación (ver 4.2), también aquí se trata de expresar numérica-
mente, y por tanto de forma más objetiva en principio, la similitud
mutua de los artefactos o contextos. Con los coeficientes de similaridad
no pretendemos ahora conseguir la agrupación de los casos en conjun-
tos de alta similitud interna y disimilitud externa, que serían los tipos,
sino que buscamos la colocación de los casos en una serie tal que los
coeficientes entre cada uno y los adyacentes sean máximos (y vayan
disminuyendo con respecto a los más alejados). En cada muestra de
artefactos o contextos existe una ordenación tal que cumple esa condi-
ción al máximo (aunque no siempre se consiga de forma perfecta), que
llamamos orden «mejor» o «más gradual». Tanto para la forma de
calcular los coeficientes como para la de optimizar la ordenación se han
propuesto diversas soluciones, desde la de Robinson y Brainerd a
comienzos de los años cincuenta, hasta la de Kendall, al parecer defini-
tiva, a fines de los sesenta.
El proceso matemático comienza calculando los coeficientes, que
están en función de los atributos en el caso de seriar artefactos, o de los
tipos cuando se trata de seriar contextos (conjuntos cerrados, niveles,
tumbas, etc.). Cada contexto está definido por su contenido en los
distintos tipos, bien expresado en forma de presencia/ausencia (para
las tumbas, con pocos materiales en cada una) o en forma de porcenta-
je. Si escogemos un coeficiente de similaridad, el de cada par de
contextos será un número tanto mayor cuanto más parecido sea el
contenido de los mismos. Al final tendremos una matriz con todos esos
números, cada uno de ellos colocado en donde se juntan la fila y la
columna correspondientes a los dos contextos que relaciona. El sistema
tradicional de manejar esta matriz era permutando las filas y las colum-
nas entre si, comprobando la mejoría tras cada cambio, hasta que, en el
caso ideal, los coeficientes fueran todos aumentando desde los extre-
mos hasta la diagonal de la matriz, y tanto en sentido vertical como
horizontal.
Aunque se diseñaron programas informáticos para ello, la labor
seguía siendo muy pesada, y debemos a David G. Kendall la introduc-
ción de un método de análisis multivariante, hasta entonces empleado
en otras ciencias como la Psicología, llamado Análisis de Proximidades
(Multidimensional Scaling, MDSCAL), como la forma más directa de
obtener la «mejor» ordenación, y a la vez de comprobar la posibilidad
y bondad de la seriación. El MDSCAL es un análisis parecido al factorial
que ya describimos sumariamente (4.2), con la diferencia de que traba-
ja con casos (y no con variables; lo cual implica mucho tiempo de

142
::,•''/
c. ::. ''~"
u~ ,.,11.,
:',i't'··:-
, ' ',
~
J:::==(
'1''
%.----....
·:.. ,'!!:.,:.\,',...... /lp' .,,,,
'
1950
1940
\ ,.-----90
~----100 % - - - - - 1 V
..
10 % 1950
1940
,."..·\ l
1930
,," , '., - - - - 9 0
10 % .... %.---- 1930
1920 f~ )15 %). • 80 % - - - . ; 1920
1910 ~3.{ L.is % ......:;:...... ~so %_____,,, ....... 1910
1900 i~·: Ío ,), ,.¿__65 %__..:::.>-..-20 %.,/' 1900
~&. )is %~. •..\.s/'
1890
1880 ls;\
/
,.L30 %~.:.\
·. /
\
1s %

s %~:
'.
,' ~:
';
1890
1880

.
1870
.. ..
...il0%.. 4----40 %~ \~---50
.. ·-. ·-.........,.,.- %~·· 1 1870

1860
1850
_,.·'.:....._._:~ ~:---"' · . . :. s,·'
i
'

~:
'

·I
:7' 1
Lámpara 1
1860
1850

Vela y Lámpara Lámpara eléctrica Lámpara


lámpara de petróleo de gas incandesceste eléctrica
de aceite fluorescente

Figura S.S. La variación gradual de la cultura: ejemplo de cómo cambiaron


los medios de alumbrado en Pennsylvania desde 1850 a 1950. La lámpara de
aceite y la vela fueron reemplazadas por la lámpara de petróleo, ésta por la de
gas, ésta por la bombilla incandescente, y ésta última parece hoy aguantar mejor
el empuje de la fluorescente. En cada periodo de diez años se representa el
porcentaje respectivo de cada tipo por una barra horizontal. En teoría, se
podría asignar a un año concreto cualquier conjunto de lámparas excavadas, en
función de cómo encajen sus porcentajes dentro del esquema global. Algo
parecido, aunque con un error lógicamente mayor, se intenta hacer con los
datos más antiguos y prehistóricos. (Según Cleziou, S., y Demoule, J. P., «Enre-
gister, gérer, traiter les données archéologiques», en Snapp, A. (ed.),
L'Archélogie aujourd'hui, Hachette, 1980, pág. 116.)

cálculo para el ordenador) y que las correlaciones entre los casos son
definidas a gusto del usuario. El resultado final es un gráfico en dos
dimensiones, en el que aparecen los puntos que representan cada uno
a los casos que deseamos seriar. Si los puntos están más o menos all.-
neados, lógicamente cuanto más mejor, entonces el orden en el que
están colocados es el mejor (el más gradual), y además es posible que
ese orden sea cronológico. Si los puntos están concentrados en grupos,
entonces hay que olvidarse de la seriación y limitarse a clasificar, como
antes dijimos. Finalmente, si aparecen esparcidos es posible que el
tiempo o la funcionalidad tengan poco que ver con la estructura de los
datos, o que estos sean de mala calidad, es decir, correspondan a una
pertµrbación de los originales. Como se comprenderá, existen un cú-
mulo de situaciones intermedias entre esos modelos teóricos, que será
necesario interpretar en cada caso con la ayuda de toda la información
contextual y cronológica disponible.

143
Bibliografía

Almagro Gorbea, M. (1969): La necrópolis de «Las Madrigueras», Carrascosa


del Campo (Cuenca). Biblioteca Praehistórica Hispana, X, Madrid.
Barker, P. (1986): Understanding Archaeological Excavation. Batsford, Londres.
Fernández Martínez, V. M. (1985): «La seriación automática en arqueología:
introducción histórica y aplicaciones», Trabajos de Prehistoria, 42, 9-49.
Harris, E. C. (1975): «The stratigraphic sequence: a question of time», World
Archaeology, 7(1), 109-21.
- - (1979): Principies of Archaeological Stratigraphy. Academic Press, Lon-
dres.
Joukowsky, M. (1980): A Complete Manual of Field Archaeology. Prentice Hall,
New Jersey.
Kendall, D. G. (1971): «Seriation from abundance matrices», en Hodson, F. R.;
Kendall, D. G., y Tautu, P. (eds.): Mathematics in the Archaeological and
Historii::al Sciences, 215-52, Edinburgh U.P., Edimburgo.
Marquardt, W. H. (1978): «Advances in archaeological seriation», en Schiffer,
M.B. (ed.), Advances in Archaeological Method and Theory, vol. l, 257-314.
Academic Press, Nueva York.
Orton, C. (1988): Matemáticas para arqueólogos. Alianza, Madrid.
Pyddoke, E. (1961): Stratification for the Archaeologist. Phoenix House, Londres.
Robinson, W. S. (1951): «A method for chronologically ordering archaeological
deposits», American Antiquity, 16, 293-301.
Rowe, J. H. (1970): «Stratigraphy and Seriation», en Fagan, B. M. (ed.), lntroduc-
tory Readings in Archaeology, pp. 58-69. Little & Brown, Boston.

144
6.
cronología absoluta:
necesitamos un calendario

Como acabamos de ver, el paso del tiempo en Arqueología prehis-


tórica se mide observando cómo van cambiando las cosas y cómo éstas
se pueden ordenar de más antiguas a más modernas. En todo ello, y
hasta ahora, apenas hemos mencionado el «tiempo real» que transcu-
rrió entre uno y otro nivel de un asentamiento, o entre una tumba y las
siguientes en una necrópolis, medido en años de calendario. De hecho,
con la cronología relativa parece que eso nos es indiferente: da lo
mismo que entre este nivel y el siguiente hayan pasado diez años o diez
siglos, lo importante es que uno va después del otro y entre los dos se
ha producido una cierta evolución o cambio.
Pero esa afirmación es sin duda exagerada, porque lo cierto es que
también nos interesa la velocidad a la que se producen los cambios,
que puede estar en función del grado de apertura exterior de una
sociedad, sus conflictos internos, el equilibrio con el medio ambiente,
etc. Por otro lado, no siempre es posible colocar un hallazgo arqueoló-
gico en una secuencia relativa con respecto a otros; en estos casos nos
vendría muy bien saber su fecha, aunque fuera aproximada, para com-
pararla con las de los demás. Si un poblado, y todo lo que contiene, fue
ocupado a lo largo de los siglos V y IV a.c., es evidente que sus restos
son más antiguos que los de otro cuya fecha es el siglo II a.C., por
ejemplo.
Después de ver los primeros sistemas que se emplearon para calcu-
lar de forma muy aproximada el tiempo real, nos detendremos más en
el análisis de los métodos físicoquímicos que hoy se aplican con mucha
mayor precisión.

145
6.1. Desde el origen a los ccrelojes atómicos••

Desde el comienzo de la arqueología científica en el siglo pasado se


han hecho multitud de intentos para calcular la antigüedad absoluta de
los restos arqueológicos, es decir, los años que han trascurrido desde
su factura y uso hasta el tiempo presente. El método más burdo, pero el
primero que lógicamente podía surgir, fue la estimación de la anti-
güedad en función del espesor de Jos estratos: cuanto más gruesos más
tiempo duraron, y si conocemos algún punto fijo en la secuencia, por
ejemplo la fecha del límite superior, y suponemos una velocidad de
deposición constante, puede estimarse el tiempo que pasó desde que
se inició la formación del nivel. Este sistema todavía se emplea hoy, con
todas las correcciones posibles y si no se cuenta con algo mejor; sin
embargo, su fallo fundamental consiste en que los estratos se depositan
con una velocidad que es cualquier cosa menos constante. Por ejemplo,
a comienzos de siglo, Evans calculó que la velocidad había sido de
aproximadamente un metro por milenio en los niveles de la Edad del
Bronce en el yacimiento de Cnossos en Creta, cuya fecha absoluta ya
conocía por comparación con Egipto, y pensó que la cifra valía para los
niveles inferiores, neolíticos. El resultado no fue muy brillante: colocó
el primer asentamiento entre 10.000 y 12.000 a.c., en una época en la
que todavía faltaban más de 5000 años para que la isla fuera ocupada
por los primeros seres humanos.
Un método interesante, porque se basa en un hecho repetido anual-
mente, es el análisis de los sedimentos glaciares. Con cada deshielo
primaveral se depositó, en el fondo de los antiguos lagos glaciares del
Norte y centro de Europa, una fina capa («varva») que hoy todavía se
puede apreciar en zonas desecadas y cuyo recuento ha servido para
saber el tiempo transcurrido desde el final de la última glaciación, hace
unos diez mil años. Sin embargo, los problemas que todavía existen
para ligar las varvas más recientes con acontecimientos históricos bien
fechados carecen de importancia ante el hecho de que dichos estratos
no contienen lógicamente restos humanos y son de escaso interés fuera
del campo geológico.
Otro fenómeno de periodicidad anual, pero mucho más utilizable
por la Arqueología, es la formación de los anillos de los árboles, que
estudia la Dendrocronologfa. Cada año, en la estación de crecimiento
que usualmente corresponde al verano, se forman nuevas células entre
la corteza y la madera de los años anteriores, lo que origina una banda
o anillo separado de los anteriores por una línea más oscura. Si quere-
mos saber cuántos años vivió un árbol recién cortado, no tenemos más
que contar los anillos que tiene desde la corteza hasta el núcleo. Por
otro lado, el grosor de cada anillo suele ser diferente de los demás, y

146
depende de las condiciones climáticas del año en que se formó: si éstas
fueron buenas, con bastante humedad y calor, el anillo será grueso, y si
sucedió lo contrario será fino y puede llegar incluso a faltar completa-
mente, es decir, hubo años en los que no se formó ningún anillo porque
el árbol apenas experimentó crecimiento.
Para una misma zona, por lo tanto, el modelo de variación de los
grosores será el mismo en todos los árboles: por ejemplo, tres anillos
finos, que se dieron en tres años secos seguidos; uno grueso, que se
formó al cuarto año, más húmedo; dos anillos medianos, etc. Midiendo
en el laboratorio las anchuras, hasta con una precisión de centésimas
de milímetro, se pueden dibujar las curvas de variación grosor/año y
comparar unas con otras, para lo cual se utilizan ya hoy programas
especiales de ordenador (Figura 6.1).
Todo lo dicho no seria de gran utilidad arqueológia si no sucediera
también que los árboles cortados conservan clara la separación de los
anillos hasta que se pudren, y que esto no se produce, en determinadas
condiciones de conservación, hasta mucho tiempo después de su muer-
te. Por ello es posible enlazar las curvas de variación de árboles vivos

'8
•~... ·:' - -.

i •'
-..;;.;~'·-:--•

.~ .

1lt'.

1 1

1975 1900 IBOO 1700 1600 lsOo 14oo lJoo 1200 1100 1000 900 BÓO
Figua 8.1. Construcción de un modelo de variación dendrocronológica por
el solapamiento sucesivo de anillos de árboles, cada vez más antiguos: árbol
vivo, madera empleada en la construcción de un molino del siglo XIX, una
granja del XVIl, otra construcción del XV, una iglesia de fines del XIIl, y restos
arqueológicos de los siglos XII y X. (Según Eckstein, 1984, fig. 6.)

147
y muertos hasta llegar muy atrás en el pasado: cerca de 7000 a.c. en el
Suroeste de los Estados Unidos (donde A. E. Douglass aplicó por pri-
mera vez el método en los años veinte), utilizando madera de pinos
muy longevos, y más de 5000 a.c. en Europa, con madera de robles. En
muchos casos los árboles muertos provienen de yacimientos arqueoló-
gicos, donde se conservan como parte de viviendas u otras construc-
ciones, y entonces la fecha del último anillo del árbol, que, no hay que
olvidarlo, corresponde al año exacto en que fue cortado, nos sirve para
datar muy bien la construcción e incluso el yacimiento completo. En la
Europa húmeda se han hecho estudios muy completos con gran número
de troncos conservados en yacimientos medievales, y en algunos casos
ha sido posible fechar hasta yacimientos neolíticos y de la Edad del
Bronce suizos del tipo «palafítico», donde, al estar bajo el agua de los
lagos, la madera se ha conservado perfectamente.
Con todo, el método de cronología absoluta más utilizado por los
arqueólogos, antes y después de la aparición de las aplicaciones atómi-
cas, es el llamado de cronología comparada o cruzada. Ello se debe a
que es un sistema basado exclusivamente en argumentaciones de tipo
arqueológico, y por ello no es necesario pedir la ayuda de otros cientí-
ficos, como físicos o geólogos.
La base del método es muy simple: si en un contexto arqueológico
(yacimiento, nivel, tumba, vivienda, etc.) aparece algún objeto igual o
muy parecido a otro que ya resultó fechado en otro contexto, entonces
la misma fecha nos sirve para el segundo contexto en el que se ha
encontrado. Se parte de la base de que los objetos iguales o parecidos
fueron fabricados aproximadamente en la misma época, aunque lógica-
mente no vale cualquier objeto: cuanto más específico sea éste, es
decir, más raro, mejor para la datación. Por ejemplo, un determinado
tipo cerámico con decoración complicada, o un instrumento de bronce
colado que se sabe que fue fabricado únicamente en una región y
época determinada, son mejores que un útil lítico simple, mucho más
corriente y repetido a lo largo de los siglos en sitios y circunstancias
muy diferentes.
Tampoco vale cualquier contexto: tenemos que estar seguros de
que los objetos contenidos en él son contemporáneos, es decir, que el
contexto, por ejemplo, el relleno de una vivienda tras su derrumbe,
está intacto y no se ha introducido en él ningún objeto anterior o
posterior (depósito sellado o conjunto cerrado). Esto solo se consigue
mediante la observación detallada de los límites del contexto, para
detectar cualquier alteración, y la experiencia anterior de casos pareci-
dos. Con respecto a las fechas no ocurre lo mismo, porque en principio
valen todas: no importa que el primer contexto se haya datado por
dendrocronología, carbono-14, fuentes históricas o incluso por otro

148
«paso» de cronología comparada; el caso es disponer de una fecha
fiable para empezar o seguir la cadena.
Por lo que respecta a la prehistoria final europea, área de trabajo
donde se ha aplicado más la cronología comparada, la primera fecha
surgió en un contexto histórico, el Egipto faraónico. Allí era práctica
común el registrar los años en que reinaron los faraones y sus hechos
principales, siguiendo un calendario que se ha podido reconstruir casi
totalmente a partir de inscripciones fragmentarias en piedra y papiro.
El año oficial egipcio tenía doce meses de treinta días y cinco días al
final empleados en fiestas, y por ello, al sumar 365 días y no tener en
cuenta el retraso de un cuarto de día que se produce cada año (es
decir, al no tener años bisiestos), el Año Nuevo oficial se retrasaba cada
cuatro años un día del Año Nuevo real. Este último coincidía con el
inicio de la inundación anual del Nilo y tal vez por eso se identificaba
con la aparición de la estrella Sirio en el horizonte poco antes del
amanecer, hacia el 19 de Julio en nuestro calendario.
Fue una verdadera suerte que el romano Censorino dejara escrito
que el año 139 d.C. coincidieron las dos fechas en Egipto (el Año Nuevo
oficial y el real), porque a partir de ese dato fue posible ir hacia atrás
dando fecha a acontecimientos que estaban relacionados con el punto
fijo del «amanecer heliaca!» de la estrella más brillante del firmamento,
la estrella-perro o Sirio. Pronto se dispuso de una tabla cronológica
para todos los faraones de las 31 dinastías que van desde aproximada-
mente 3100 a.c. a la conquista por Alejandro Magno en el 332 a.c. A
finales del siglo pasado, el fundador de la moderna egiptología, Sir
Flinders Petrie, descubrió cerámica de tipo griego, fabricada en Creta,
en un contexto egipcio fechado en torno a 1900 a.c. Poco después
descubría en Micenas objetos egipcios iguales a los fabricados allí en
torno a 1500 a.c. La consecuencia se ve hoy muy lógica pero entonces
tuvo su mérito: Petrie fechó una cultura, la de la Edad del Bronce en
Grecia y el Egeo, hasta entonces de época desconocida, mediante
cronología comparada con Egipto. El método fue y sigue siendo muy
utilizado, hasta extremos incluso exagerados y casi como si lo único
que importase fuera conocer la cronología, en lo que se llama «estable-
cer los paralelos» de una pieza o yacimiento, mediante la comparación
de sus atributos o contenido con lo publicado previamente por otros
arqueólogos sobre otros objetos o sitios parecidos.
Estas y pocas más son las formas que existían antes para calcular el
tiempo transcurrido y la época a la que pertenecían las culturas del
pasado. No siempre se podían aplicar, porque en muchos yacimientos
no existían o no se habían conservado troncos intactos de árboles, y
fuera de la zona nuclear mediterránea y del Próximo Oriente era impo-
sible aplicar la cronología comparada. Esto último se debe a que los

149
objetos egipcios, o los que se relacionaban en cadena con ellos, no
viajaron mucho más lejos de Grecia y por supuesto no pasaron las
grandes barreras naturales, como el desierto del Sahara que aisló la
mayoría de Africa, o los océanos que dejaban a Oceanía y América
desamparadas en cuanto a cronología arqueológica se refiere.
Hacia mediados de este siglo, otra rama de la ciencia, la Física
Nuclear, vino en ayuda de los arqueólogos en una forma tal que ha
revolucionado completamente nuestra práctica cronológica. Los físicos
que estudiaban los materiales radiactivos naturales de la tierra, con el
fin de fabricar otros artificiales, mucho más peligrosos pero por eso
más interesantes para la industria militar, descubrieron que los proce-
sos de desintegración se producían a velocidad constante, de una ma-
nera extremadamente precisa. Los isótopos radiactivos, es decir aque-
llos átomos que son iguales que los no radiactivos en todo menos en
que su núcleo es inestable por contener una masa diferente, tienden a
volver a un estado estable expulsando las partículas que les sobran
(neutrones o protones) junto con energía. Todos los elementos quími-
cos tienen al menos un isótopo radiactivo, que se está formando y
desapareciendo continuamente, manteniendo constante su porcentaje
en el conjunto del planeta. En muchos de los isótopos artificiales, y
algunos de los naturales, la masa acumulada es tal que produce no la
expulsión de unas pocas partículas sino la ruptura o fisión del núcleo en
dos o más partes, lo cual es utilizado en la energía nuclear, militar o
pacífica.
La regularidad con que se producen los fenómenos atómicos en
seguida provocó su utilización en la medida del tiempo. Hoy en día los
«relojes atómicos» sirven para establecer la exactitud horaria y de los
calendarios, mediante medidores de frecuencia sobre fenómenos de
resonancia en átomos de cesio (relojes de cesio). En lo que respecta a
la Arqueología, el primer método descubierto, y todavía el más utiliza-
do, se basa en la medida de la concentración o velocidad de desinte-
gración de un isótopo del carbono presente en todas las substancias
orgánicas. La presencia abundante de restos orgánicos en casi todos
los yacimientos arqueológicos es la clave del método, porque la fecha
del resto nos sirve para establecer la del yacimiento. No obstante, este
método, al igual que los demás que veremos, se aplica también, nor-
malmente en muchos más casos, para determinar edades en ciencias
con otros ámbitos de estudio: Geología, Paleobotánica, Hidrología,
Oceanografía, etc.
Antes de pasar a ver con algún detalle las diferentes técnicas, es
necesario referirse a un inconveniente común a todas ellas: el hecho de
que los fenómenos que medimos sean de una gran exactitud, no quiere
decir que los aparatos de medida que empleamos, y nuestro conoci-

150
miento sobre determinados condicionantes de los procesos, lo sean
también. De ello resulta que usualmente obtenemos una imagen aproxi-
mada de un fenómeno exacto, una estimación de la fecha en vez de una
fecha exacta. Este aspecto estadístico, que obliga a contar siempre con
el inevitable «margen de error», es a veces olvidado por los arqueólo-
gos demasiado confiados en la ciencia física.

6.2. El Carbono-14

Debemos a Willard Frank Libby (1908-1980) la invención del más


conocido método de datación absoluta que existe hasta hoy, el Carbo-
no-14 o Radiocarbono, como se le conoce mejor en el ámbito anglosa-
jón. Libby consiguió las primeras fechas en 1950, en la Universidad de
Chicago, y recibió por ello el Premio Nobel de Química en 1960. Otros
contribuyentes al desarrollo del método fueron Hessel de Vries, de
Groningen, que poco después de Libby perfeccionó la medición, apli-
cándola sobre gas de dióxido de carbono en vez del carbono sólido
que empleó aquél; Hans E. Suess, de La Jolla (California), que estudió
un fenómeno descubierto por de Vries, la variación del contenido de
C-14 en la atmósfera; y el grupo de físicos nucleares de Rochester, que
desarrollaron en 1977 un nuevo método de medición (AMS) que hace
posible estimaciones más precisas sobre muestras mucho más peque-
ñas. El éxito del sistema se puede medir por las miles de muestras
analizadas, la existencia de una revista anual desde 1958 (Radiocarbon)
dedicada al tema, o el hecho de que en la actualidad existan 124
laboratorios en 36 países diferentes. En España funcionan actualmente
tres centros de análisis, en la Facultad de Ciencias Físicas de la Univer-
sidad de Granada, en el Instituto Rocasolano del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas en Madrid y en la Universidad de Barcelona.
Desde el punto de vista de la práctica del arqueólogo, parece que lo
único que interesa es lo siguiente: si durante la excavación de un
yacimiento se encuentra con algún resto orgánico, como madera, car-
bón vegetal (madera carbonizada), cenizas, concha marina o continen-
tal, hueso, turba, etc., debe extraer una muestra lo más grande posible,
hacerlo con cuidado de que no se produzca ninguna contaminación con
materias orgánicas más recientes (no tocar con madera o con las ma-
nos, por ejemplo), introducirla en un recipiente estanco de materia
inorgánica (bolsa de plástico, etc.) y enviarla al laboratorio. Al cabo de
cierto tiempo recibirá el resultado del análisis, por ejemplo en esta
forma: 3200 ± 90 B.P. Esto quiere decir que la muerte del organismo se
produjo en torno a 3200 años antes del presente (B.P., before present),
o sea antes del año 1950 de la actualidad, que es el punto fijo de

151
referencia con el que se hacen todas las medidas. Si le interesa la fecha
en el calendario cristiano, no tiene más que restar 1950 de 3200 y
tendrá una fecha en torno a 1250 antes de Cristo. Si el arqueólogo tiene
suficiente confianza en que el resto orgánico está de alguna forma
asociado con el yacimiento, nivel o tumba que excava, puede datar en
términos generales éste último con la fecha obtenida.
¿Es suficiente con eso? Parece lógico pensar que una mayor com-
prensión del mecanismo físico y químico que regula la obtención de la
fecha sería de utilidad para su interpretación, sobre todo en casos
conflictivos, como cuando la fecha no responde a las expectativas pues-
tas en ella. El método del Carbono-14 no se basa en ninguna fórmula
mágica, sino en un fenómeno natural perfectamente comprensible por
todos. Por otro lado, una explicación detallada del mismo servirá de
modelo para los demás sistemas de cronología absoluta que veremos a
continuación.
Para entender sus fundamentos, será mejor que empecemos por el
principio, viendo como se forman y mueven los átomos del isótopo que
nos interesa (Figura 6.2). La historia comienza en la estratosfera, sobre
todo a unos 12 km de altitud, que es donde se origina un 60 % del
carbono radiactivo. Los rayos cósmicos que llegan a la tierra, la mayo-
ría causados por explosiones de supernovas y extragalácticos, son
partículas de alta energía entre las que se cuentan por mayoría los
núcleos de hidrógeno (el elemento más simple, su núcleo está formado
por un único protón). Cuando un protón colisiona con otros átomos, se
producen desintegraciones que resultan en un flujo continuo de proto-
nes (carga positiva), electrones (negativa) y neutrones (sin carga), los
cuales a su vez colisionan en cadena con otros átomos.De los muchos
tipos de reacción que se producen, sólo uno nos interesa ahora: la que
se da entre un neutrón y un átomo de nitrógeno (el componente princi-
pal del aire). La mayoría de los átomos de nitrógeno tienen siete proto-
nes y siete neutrones en su núcleo, y por eso se dice que su masa es de
catorce (N-14), y su carga de siete (siete protones). La carga eléctrica
es lo que define químicamente a un elemento, al ser determinante
básica de su reacción con los demás. La masa es mucho menos impor-
tante, al menos desde el punto de vista químico.
Pues bien, resulta que al chocar un neutrón con el N-14 se produce
una reacción por la cual el neutrón se incorpora al núcleo, y uno de sus
protones sale despedido, como si allí no hubiera sitio suficiente para
los dos. El resultado es un núcleo con seis protones y ocho neutrones,
de masa catorce (igual que el nitrógeno), pero de carga seis, por lo
cual este átomo ya no se va a comportar químicamente como el nitróge-
no, sino como otro elemento, el carbono, el cual está definido precisa-
mente por tener seis unidades eléctricas. Esta es la esencia de las

152
Radiación cosmica

r{~· 14C -+ 1•N+p-


l /--... (T112=5.730 años)
c::::::.\J/::::::::.
.,,...J!.!.1..4.
i•co2
Explosiones
nucleares
\
/
Intercambio
Asimilación
\ 12C02
(1•C 1 ªCsH100s)xaomb~ibles
tr'f',,-,.
fósiles

/ i•coª
l +Hp
+ca 12co,
Humus

, ca 1•co -- - - Agua subterránea - - __


'\ 3
Conchas H14co,- + H12CO,- LAGO

·OCEANO

Figura 6.2. Origen y distribución del carbono-14 en la naturaleza. (Según


Mook y Waterbolk, 1985, fig. 1.)

reacciones atómicas, que cambian la esencia de los elementos, al con-


trario de las químicas, que sólo combinan unos elementos con otros sin
modificarlos. A partir de ahora, nuestro átomo ya deberá ser denomi-
nado de forma diferente, carbono-14 ó C-14.
Sin embargo, no se trata de un átomo de carbono normal, porque su
masa es diferente a la mayoría de los átomos, estables, de este elemen-
to, que cuentan sólo con seis protones y seis neutrones (C-12). A pesar
de este hecho, como químicamente es carbono, en adelante se combina
con los demás elementos afines, como el oxígeno formando dióxido de
carbono (C0 2 ) en la atmósfera, y luego, arrastrado por el agua de
lluvia, pasa a la tierra y es absorbido por las plantas en la fotosíntesis,
por los animales y el hombre al respirar o comer vegetales, por el agua
del mar, etc. Sólo una pequeñísima fracción del carbono terrestre es de
C-14, siendo el restante C-13 (un átomo estable aunque se trate de un
isótopo, con siete neutrones), en una proporción del 1.1 %, y C-12 (el
carbono «normal»).
El hecho de que el C-14 sea radiactivo (es decir, inestable), es
fundamental, porque, a pesar de que se está formando continuamente
en la atmósfera, su proporción es aproximadamente constante en toda
la tierra. Esto es debido a que, con la misma velocidad que se forma, se

153
desintegra de nuevo pasando a ser nitrógeno, y en la reacción se
expulsa un electrón (rayo beta). Este fenómeno se produce también en
los seres vivos, pero como éstos se hallan en equilibrio constante con el
medio, «recuperan» de nuevo los átomos que pierden, manteniendo
una proporción aproximadamente constante durante toda su vida. La
situación cambia cuando el ser vivo (planta o animal) muere: entonces
cesa el ciclo vital y el resto (p.e. madera o hueso) pasa a ser un sistema
cerrado y no recupera los átomos que pierde. Aquí reside la base del
método cronológico, que consiste en que esa desintegración se produ-
ce a velocidad constante. Por esta razón, no hay más que proporcionar
un resto orgánico antiguo a un laboratorio con aparatos de medición
atómica, calcular cuanto C-14 queda en la muestra, compararlo con la
cantidad actual y de ello obtener el tiempo que ha transcurrido desde
su muerte.
Los problemas comienzan a la hora de realizar la medición. Aunque
la desintegración sea constante, es difícil saber cuánto C-14 queda en la
muestra. Libby, que utilizó un simple contador de radiactividad Geiger
sobre carbono sólido, resolvió algunas de las dificultades, pero existen
otras que son intrínsecas al método y parecen imposibles de solventar.
El contador mide los rayos beta que salen de la muestra, es decir, los
átomos que se están desintegrando en un tiempo dado, los cuales son
un número proporcional al total de los que están allí contenidos; o sea,
la medición se hace de forma indirecta. Una muestra de carbono actual
emite, por término medio, unos trece electrones por minuto y gramo
de masa, y si la muestra en estudio emite seis y medio se dice que el
tiempo transcurrido desde su muerte es de una vida media, es decir,
5568 años.
Este concepto de vida media es usual en física atómica: la descom-
posición es constante, pero proporcional a la cantidad de átomos ines-
tables que hay en cada momento (la curva de variación se llama expo-
nencial). Si la radiación fuera la cuarta parte de la actual habrían trans-
currido dos vidas medias, el doble de 5568, es decir 11.136 años, y así
sucesivamente (en cada vida media la radiación se divide por la mitad).
Esto quiere decir que la radiación va siendo cada vez más pequeña, y
al cabo de diez vidas medias (55.568 años) será de únicamente 0.013
pulsos por minuto y gramo. Para muestras tan antiguas los sistemas de
medición producen un error tan grande que no resultan fiables: éste es
el límite cronológico del método, por lo cual los períodos más antiguos
(Paleolítico Inferior y primera mitad del Paleolítico Medio) no se pue-
den fechar con este sistema, y han de utilizarse métodos diferentes.
El principal problema que encontró Libby fue la forma de separar
en el recuento las radiaciones de la muestra de las que existían en el
ambiente del laboratorio o de cualquier lugar de la tierra, procedentes

154
también de los omnipresentes rayos cósmicos. La solución de medir sin
la muestra y con la muestra y hacer una simple resta no sirve, porque
las radiaciones son un fenómeno aleatorio que cambia constantemente.
Lo que hizo, después de imaginar soluciones tan irrealizables como
instalar el laboratorio en lo más profundo de una mina subterránea, fue
rodear el contador por un blindaje de contadores de «anticoinciden-
cia» que interrumpían la función del contador central en cuanto detecta-
ban alguna radiación exterior, de forma que éstas no fueran detectadas
por aquél. Con todo, se seguían «coland0>> unos trece pulsos por minu-
to de media, y aunque esta cifra se ha ido reduciendo con los avances
técnicos, es imposible eliminarla por completo.
De ello resulta que es necesario admitir un error en las mediciones,
las cuales, aunque por esencia falsas, se mueven alrededor de un valor
«verdadero». Afortunadamente, es posible evaluar la forma en que se
produce este movimiento gracias a la Estadística. Las fechas radiocar-
bónicas están expresadas por dos números: la estimación de la fecha
(valor medio) y su error típico. Este error funciona como una desvia-
ción estándar de una curva «normal» o «campana de Gauss» (ver 4.2)
y esto nos permite evaluar la probabilidad de las diferentes fechas en
torno a la media. Por ejemplo, una datación de 1000 ± 100 a.c. se ha de
interpretar como que la «verdadera» fecha tiene una probabilidad del
68 % de estar comprendida entre 900 y 1100 a.c. (es decir entre la
media menos una desviación típica y la media más una desviación
típica), del 95 % entre más/menos dos desviaciones típicas (entre 800 y
1200 a.C.) y del 99.7 % entre 700 y 1300 a.c. Por ello, las dataciones de
C-14 no han de tomarse nunca como valores exactos del punto medio,
y sería erróneo decir que el resto analizado del ejemplo correspon-
de al año 1000 a.c. Con todo, la probabilidad va aumentando a medi-
da que nos acercamos al centro de la distribución, y, por ejemplo,
es más creíble que la fecha esté entre 950 y 1050 a.c. que entre 900 y
950 a.c.
Se habrá visto fácilmente que el valor del error típico es fundamen-
tal para la exactitud de la datación, y es esencial reducirlo al máximo.
Esto se consigue mejorando la medición (Libby tuvo que resignarse a
errores de 500 años, hoy en día es menor de 100 años si la muestra no
es muy antigua), aumentando el tamaño de la muestra, o alargando el
tiempo de medición. Sólo el segundo factor corresponde a los arqueó-
logos, pero, lógicamente, aunque se intente extraer del yacimiento la
mayor cantidad posible de madera u otro resto orgánico, esto siempre
tiene un límite y las muestras no pueden aumentarse a voluntad. Como
regla general aproximada, el incremento de la muestra por un factor
disminuye el error dividiéndolo por la raiz cuadrada de ese factor. Por
ejemplo, si una muestra de un gramo y 5000 años de antigüedad da un

155
error de 60 años, otra de dos gramos con la misma fecha daría un error
de 45 años.
El tiempo de medición es también limitativo, ya que los laboratorios
deben atender numerosas muestras. Actualmente se mide durante unos
dos días, calculando luego el valor medio y la desviación de las dife-
rentes mediciones realizadas en ese tiempo. Un tipo de minicontador,
recientemente desarrollado, permite medir muestras de hasta décimas
o centésimas de gramo, pero el tiempo de recuento se puede alargar
hasta varios meses. Por último, resulta algo lógico que las muestras más
antiguas provoquen mayores errores, al ser su actividad radiactiva
menor. Por ejemplo, una cantidad de cuatro gramos de carbono con
5.000 años de antigüedad suele dar un error de 30 años, con 15.000
años, de 70 años, y con 35.000 años el error típico es de cerca de 500
años.
El problema del tamaño de la muestra se ha resuelto en la actualidad
con el método de la Espectrometrfa de Acelerador de Masas (AMS).
Este se basa, al contrario que en la simple medida de la desintegración
por unidad de tiempo, en el recuento directo del número total de
átomos de C-14, y permite la datación sobre muestras que cuenten con
menos de un miligramo de carbono. El avance resulta importante si
pensamos en que hasta ahora nos hemos referido únicamente a mues-
tras de carbono puro, el cual ha de ser extraído de restos orgánicos
que también contienen otras sustancias, inservibles para la datación.
Por ejemplo, el carbón vegetal, o madera carbonizada, contiene un 70
% de carbono, lo cual lo hace muy adecuado para ser tomado como
muestra, pero el hueso tiene menos del 5 % , lo que quiere decir que
para obtener dos gramos de carbono puro hace falta una muestra de 40
gramos.
El método AMS (más conocido como C-14 por acelerador) no ha
hecho más que comenzar su camino, y todavía debe resolver algunos
problemas. Por ejemplo, al principio los errores eran mayores que los
de la técnica tradicional, aunque hoy se han reducido al mismo orden
de magnitud. Se esperaba de él que permitiera fechar muestras más
antiguas, por ejemplo en torno a 100.000 B.P. (un miligramo de carbono
de esa antigüedad tiene solo unos cincuenta átomos de C-14), pero en
estos niveles tan bajos de presencia parece difícil evitar la contamina-
ción con carbono más moderno o el que se puede crear en la muestra
por la misma radiación cósmica actual. Es decir, al basarse en magnitu-
des demasiado pequeñas, la medición tiende a ser «inestable». Con
todo, la posibilidad de fechar materias hasta ahora no susceptibles de
ello, como hierro (por el contenido de carbono procedente del horno,
en torno a 0.1 %), y cerámica (del desgrasante vegetal), o sobre mues-
tras muy pequeñas -y por tanto con análisis «no destructivos»- de

156
algunos objetos de hueso (arte mueble paleolítico, cráneos humanos),
todo ello ha ampliado enormemente la potencialidad cronológica a
disposición de los arqueólogos.
Lo dicho hasta ahora corresponde a problemas o aspectos físicos de
la misma medición, que son intrínsecos al método. Otros problemas
que van asociados de forma inevitable son aquellos que hacen referen-
cia a la Física y Química terrestres, y que afectan al funcionamiento
básico del método. Por fortuna, la mayoría de ellos han encontrado
solución de la mano de los investigadores actuales. Para que la datación
por Carbono-14 funcione bien se deben dar los siguientes supuestos: 1)
la velocidad de desintegración no solo debe ser constante, sino que
tenemos que conocerla con exactitud; 2) el contenido de C-14 en el ser
vivo cuando se produjo su muerte, debía ser igual al existente en la
atmósfera en ese momento, y éste tuvo que ser igual para toda la tierra;
y 3) la producción de C-14 en la atmósfera no ha debido cambiar desde
los tiempos prehistóricos al presente. Veamos qué ocurre en realidad
con cada uno de estos requisitos.
Entre los físicos se acepta que la velocidad de desintegración de los
núcleos radiactivos es constante, y no influyen en ella factores externos
como la temperatura, humedad, etc. No obstante, su valor ha de ser
medido si lo queremos conocer, y al ir mejorando los sistemas de
medición ha resultado algo tan paradójico como una «constante que
varia». Libby obtuvo el valor de 5568 ± 30, pero más adelante se vio
que su valor más exacto es de 5730 ± 30, lo cual hace que todas las
fechas calculadas anteriormente han de ser aumentadas en un 3 % . No
obstante, y para evitar confusión entre las mediciones antiguas y mo-
dernas, los laboratorios comunican las fechas calculadas según la «vida
media de Libby», es decir 5568 años, y corresponde al científico intere-
sado la corrección de las mismas.
Mayor problema resulta el de la «autenticidad» de la muestra. Su
actividad radiactiva se compara con una muestra estandard que corres-
ponde al contenido de C-14 existente en la atmósfera en el siglo pasado
(ácido oxálico proporcionado por el National Bureau of Standards de
Estados Unidos). Esto se debe a que desde el comienzo de la revolu-
ción industrial la emisión de gases de dióxido y monóxido de carbono,
procedentes de la combustión de carbón fósil (por ello libre de C-14),
. ha producido hasta hoy una disminución del 3 % en el C-14 de la tierra.
En años recientes, las pruebas de armas nucleares provocaron el efecto
contrario, aumentando considerablemente la proporción, la cual ha
bajado de nuevo tras los tratados de reducción de pruebas atmosféri-
cas. Esto ha permitido la observación de cómo se distribuye el C-14 en
toda la tierra, advirtiéndose que es uniforme a lo largo de los hemisfe-
rios, a causa de la circulación de vientos, pero que es algo menor en la

157
mitad Sur, debido a su mayor extensión marina (el mar adquiere allí
más cantidad de C-14 que en el hemisferio Norte). Este fenómeno
provoca que las fechas al Sur del Ecuador han de ser disminuidas en
una cifra en tomo a los treinta años.
También es necesario que el resto orgánico haya tenido una concen-
tración igual a la de la atmósfera, lo cual no siempre es cierto. El
fenómeno del fraccionamiento isotópico es usual en muchos tipos de
muestra, pero por suerte se controla con cierta facilidad. Durante las
reacciones químicas en las que adquieren carbono, los seres vivos no
«tratan por igual>> a todos los isótopos. Es como si prefiriesen los esta-
bles a los inestables, y de ello resulta que la mayoría tienen menos C-14
del que esperaríamos encontrar. Por otro lado, el fenómeno depende
de tantos factores que la proporción varía incluso de uno a otro especi-
men dentro del mismo ambiente y en la misma época. No obstante, el
hecho de que C-14 y C-13 vayan juntos, y que el C-13 sea estable, es
decir que su cantidad no varía desde la muerte del organismo, permite
una corrección bastante precisa.
Las muestras de carbón vegetal y madera, que es el material de la
muestra estándar que sirve de comparación en la medida (por ello no
necesitan corrección o ésta es pequeña), tienen un 2.5 % menos de C-
13 (se usa mejor 25 por mil) que el tomado como «cero» por definición
(algo mayor que el de la atmósfera) , y con ellas se comparan las
demás. Por cada milésima más de -25 que tenga la muestra, se suman
16 años a la fecha obtenida. Los carbonatos marinos tienen sobre 25
milésimas más (es decir, están cerca del valor «cero») y por ello hay
que sumar 400 años a la fecha obtenida. Es decir, la concha en el
momento de morir tenía más C-13 (y por tanto más C-14) que el están-
dar, y por ello el tiempo transcurrido hasta hoy es mayor. No obstan-
te, este error se compensa con otro, conocido como «edad aparente»
de las conchas marinas, debido a que la subida de aguas profundas,
con mucho menos C-14, hacia arriba hace que su contenido sea de un 5
% menos, lo que equivale precisamente a unos 400 años. Casi todas las
muestras tuvieron fraccionamiento isotópico (por ejemplo, algunas
plantas como el maíz o la caña tienen 15 milésimas más de C-13 y hay
que sumar unos 240 años), por lo que es preciso comprobar si el
laboratorio ha efectuado la oportuna corrección.
En último lugar, pero seguramente el problema más importante,
tenemos la dificultad surgida del hecho de que, como no conocemos en
principio cuál era el contenido de C-14 atmosférico en épocas pasadas,
es decir, cuando murió el organismo que analizamos, hemos de supo-
ner que era igual que el que existe hoy en día. Este hecho es grave,
porque ahora sabemos (al comienzo de la utilización del método solo se
sospechaba) que la actividad cósmica varió de tal manera que esa

158
asunción no se sostiene. Desde los años cincuenta se había comproba-
do que algunos análisis de C-14 sobre muestras orgánicas del antiguo
Egipto, cuya fecha se conocía por datos históricos, resultaban algo más
modernas de lo esperado, con un error de varios siglos. No obstan-
te, esto ocurría con fechas anteriores al 2000 a.c., es decir, en el pri-
mer milenio de la historia egipcia, época en la cual los cálculos se
habían realizado de forma aproximada, en función de la duración re-
gistrada de dinastías y reinados, ya que no había «puntos fijos» as-
tronómicos recogidos en ese lapso de tiempo. Por ello los egiptó-
logos estaban incluso dispuestos a admitir que el error estuviese
de su parte, y que debían corregir sus fechas de acuerdo con el Car-
bono-14.
Enseguida se pensó en la dendrocronología como la forma ideal de
comprobar e incluso corregir el error. Después del adecuado trata-
miento químico en el laboratorio, por ejemplo eliminando la resina, el
contenido de C-14 de cada anillo de un árbol es igual al existente
cuando se formó: es decir, la renovación con la atmófera por fotosínte-
sis se produce únicamente en el anillo exterior, según éste se va for-
mando; el resto de los anillos tienen una actividad considerablemente
reducida, y, a los efectos que nos interesan, es como si estuvieran ya
muertos. Por ello se puede comparar la fecha de C-14, es decir la
obtenida por análisis de la muestra del anillo, con la fecha de calenda-
rio, obtenida por recuento de los anillos. En 1960 se publicó el primer
resultado de esta comparación, en muestras de sequoia con dos mil
años de antigüedad: aunque existía error, éste era poco importante,
menor del 2 % , y quedaba dentro de la incertidumbre estadística
general del método.
En los años sesenta se realizó la misma comprobación con un tipo de
árbol descubierto poco antes, el pino de cono erizado de California
(Pinus aristata). Allí, a grandes altitudes, vive el ser vivo más antiguo de
la tierra, ya que se conoce algún ejemplar de cerca de cinco mil años
de antigüedad. La sequedad de la región hace que la variación anual
de los anillos sea muy sensible y por ello perfecta para la dendrocrono-
logía, y también que existan árboles muertos pero con la madera bien
conservada. Ello ha posibilitado la existencia de muestras bien fecha-
das en años de calendario, con más de ocho mil años de antigüedad.
Varios laboratorios americanos realizaron los análisis comparativos y
en todos se comprobó que las fechas de C-14 eran demasiado recien-
tes, aumentando el error según vamos hacia atrás en el tiempo: de
quinientos años hacia 2000 a.c., hasta casi un milenio hacia 4000 a.c. Es
decir, en los últimos milenios a.c. existía mayor cantidad de C-14 en la
atmósfera de la que existe hoy, y por ello la medición es errónea: la
muestra de comparación debería tener mayor actividad, lo que resulta-

159
ría en una fracción de carbono-14 remanente menor y por lo tanto en un
tiempo transcurrido mayor.
Según los conocimientos actuales, existen varios fenómenos que
explican esto: la variación del campo magnético terrestre, que actúa
como un escudo ante la radiación cósmica, es responsable de la desvia-
ción general antes citada, mientras que los cambios en la actividad
solar (por su propia radiación general y por los ciclos de las manchas
solares) provocan variaciones de menor magnitud, pero mucho más
difíciles de controlar. Como estos fenómenos se producen por igual en
toda la tierra, los errores comprobados en el pino americano deben ser
también iguales en otros sitios , y esto es lo que hace posible la correc-
ción (llamada calibración) de todas las fechas de C-14. Análisis recien-
tes con madera de roble europeo, de hasta siete mil años de anti-
güedad, han permitido comprobar este hecho, ya que las desviaciones
son similares. Así, se ha podido rechazar la objección de que los pinos
de las montañas californianas habían recibido mayor radiación, precisa-
mente por su gran altitud, y que los errores en ellos detectados no
podían servir para calibrar fechas de otras zonas.
Desde la primera curva de calibración propuesta por Suess en 1967,
se ha repetido la publicación de tablas «definitivas» que servían para
corregir las fechas hasta seis o siete mil años a.c., con sustanciales
diferencias a veces entre ellas (Figura 6.3). No obstante, en los últimos
números de la revista Radiocarbon se han presentado tablas aprobadas
por consenso de todos los laboratorios implicados, y es posible que las
correcciones se puedan hacer ya en todos los yacimientos de la misma
fecha por igual. Para distinguir las fechas calibradas de las que no lo
están, se usaban antes las iniciales B.P. o A.C. en mayúsculas cuando se
había realizado la calibración, y en minúsculas, b.p. o a.c. si no se
había corregido; actualmente se suele también colocar la abreviatura
cal. antes de la fecha en el primer caso. (Ver en 6.8 la contribución del
arqueomagnetismo para la posible calibración de fechas más antiguas
de las que alcanza la dendrocronología).
A pesar de los avances recientes, existen problemas inherentes a la
calibración que añaden cierta magnitud de incertidumbre a la ya cita-
da. Por ejemplo, en las zonas donde se dan las «oscilaciones» de la
curva de correspondencia entre fechas de C-14 y de calendario. En
esas épocas, debido a la actividad solar, el contenido de isótopo en la
atmósfera cambió en poco tiempo, y no hay forma de saber a qué
estado de concentración corresponde la muestra. Por ello, de una fecha
de C-14 con un error estadístico de 100 años, podemos pasar a una
fecha «verdadera» (calibrada), pero con un margen de variación de
cuatro o cinco siglos. La única circunstancia en que se supera este
problema es cuando se poseen restos de madera arqueológica que

160
7000
Fechas convencionales de C-14 (B.P.)
6000

5000

4000

3000

2000

1000
- Fechas dendrocronológicas (d.C./a.C.)

1950 1000 AD/BC 1000 2000 3000 ·4000 5000 6000

Figara 6.3. Calibración de las fechas de Carbono-14 mediante la dendrocro-


nología del pino de cono erizado. Hasta el año 1000 a.c. aproximadamente los
puntos no se separan de la recta diagonal, lo que indica igualdad de los
resultados de ambos sistemas y que apenas hace falta corrección. A partir de
entonces la separación hacia la derecha es progresiva, lo que indica que las
fechas calibradas son mayores que las de C-14. (Según Mook y Waterbolk,
1985, fig. 4, con datos de Suess.)

también está fechada por dendrocronología; en esos casos, bastante


raros, se pueden comparar secuencias de fechas, separadas por inter-
valos cortos y obtenidas por ambos métodos, llegando así a estimacio-
nes muy exactas de la fecha real (con errores de unos diez años;
método del wiggle-matching).
Hasta ahora hemos visto problemas intrínsecos del método, de los
que la mayoría encuentran solución adecuada, precisamente por su
naturaleza de fenómenos siempre presentes y por ello previsibles.
Desgraciadamente, existen problemas incidentales, es decir que unas
veces se presentan y otras no, y cuya influencia en los posibles errores
es necesario controlar. Estos son, por un lado, la contaminación de la
muestra por carbono más antiguo o moderno que el original, y la
distorsión que puede existir en el grado de asociación entre la muestra
orgánica y el fenómeno histórico que deseamos fechar. Si la contamina-
ción sobrepasa cierto nivel, el error resultante es mayor que el estadís-

161
tico citado y obtendremos una idea falsa de la fecha, mientras que en el
segundo caso puede que la fecha sea correcta en lo que se refiere al
resto orgánico, pero que éste no tenga nada que ver con el fenómeno
cultural que nos interesa, y por lo tanto su fecha tampoco.
Como la contaminación puede ser debida a múltiples causas, difíci-
les de prever, es habitual que se recurra a ella para explicar cualquier
discrepancia entre la fecha obtenida en el análisis y la esperada por el
arqueólogo. No obstante, los laboratorios son capaces de eliminar la
presencia de carbono contaminante, si éste se encuentra en un estado
químico diferente al del original. Por ejemplo, en muestras de madera,
carbón vegetal, turba, etc., en las que se analiza el mismo carbono en
estado puro, los carbonatos (sales de ácido carbónico) que han podido
llegar disueltos en agua, normalmente con carbono fósil (sin C-14), se
puede~ extraer mediante tratamiento con ácido. Otro problema de
solución sencilla, aunque laboriosa, es la intromisión de raíces de árbo-
les en la muestra, las cuales se pueden extraer manualmente con la
ayuda de un microscopio binocular. Más difícil resulta el control cuan-
do se ha incorporado a la muestra carbono más reciente en la misma
forma química, como el ácido húmico que se infiltra por el agua desde
niveles superiores, pero incluso en estos casos es posible eliminar con
disolventes las partes más afectadas de la muestra, y si ésta es lo
bastante grande, todavía quedará suficiente material para poder reali-
zar el análisis.
El caso en que la contaminación es más difícil de detectar, al produ-
cirse por intromisión de carbono de la misma naturaleza química y
distinta edad, durante la misma formación del organismo, es el de las
conchas marinas y continentales. En ellas el C-14 está presente en
forma de carbonatos, los cuales han podido ser formados en parte por
carbono fósil disuelto en las aguas, o incluso haber sido añadidos con
posterioridad a la muerte del organismo (carbonato secundario). Estas
dos posibilidades, unidas a la antes citada de la edad «aparente», hacen
que las conchas no sean un resto demasiado adecuado para fechar un
contexto, y sólo se recurrirá a él en ausencia de otro tipo mejor. En
general, la datación obtenida con ellas representa la fecha máxima del
contexto (terminus post quem).
Finalmente, la contaminación se puede producir también en el mo-
mento de extraer la muestra, bien por mezcla con material de distinto
origen, o bien por mezcla con la sustancia que sirve de envoltorio. Lo
primero ha de evitarse mediante el máximo cuidado en la extracción,
observando bien lo que se recoge y separando todo aquello que no
pertenezca claramente a la muestra, y lo segundo no utilizando materia-
les orgánicos (papel, tela, cartón, etc.), sino otros más inertes (plástico,
papel de aluminio, cristal).

162
Por otro lado, se puede estimar la contaminación que puede existir
en una muestra si conocemos la diferencia entre la fecha obtenida y la
supuestamente real del contexto. Por ejemplo, si esperábamos una
fecha de 4200 B.P. y el análisis indica 2500 B.P., la contaminación por
carbono más reciente debería ser del 34 % , más de un tercio de la
muestra, lo cual parece demasiado para haber sido provocado por
raíces o filtraciones. En este caso habríamos de buscar otra causa para
explicar una discrepancia tan grande. El error por mezcla con carbono
reciente aumenta con la edad de la muestra para la misma proporción,
y por ejemplo, un 10 % de mezcla resulta en un error de -360, -850 y
-2380 años, para muestras de 3000, 6000 y 12000 años B.P. Por el
contrario, la presencia de carbono fósil (sin C-14), afecta únicamente en
función de su porcentaje, con independencia de la edad de la muestra;
por ejemplo, un porcentaje del 1 % daría un error de +80 años para
cualquier edad, mientras que una mezcla del 10 % necesitaría una
corrección de 850 años.
El segundo problema incidental surge cuando existe diferencia en-
tre la fecha de la muestra y la del contexto que nos interesa. Esta
diferencia puede ser mínima si existe completa certeza de la asociación
de ambos datos (por ejemplo si analizamos un poste de la cabaña que
queremos fechar), y va aumentando a medida que disminuye el grado
de asociación. Por ejemplo, éste será mayor si analizamos carbón vege-
tal de un hogar en el centro de un habitat, que si el carbón procede de
un pozo o basurero, o, en el peor de los casos, cuando la muestra es
simplemente «tierra negra» de un nivel.
En muchas ocasiones, aunque exista una buena asociación, el orga-
nismo pudo haber muerto antes de su utilización arqueológica. Esto
ocurre en lugares donde la madera se reutiliza durante tiempo, y por
ello su uso humano, por ejemplo en la construcción que queremos
fechar, pudo haberse llevado a cabo mucho tiempo después de la tala
del árbol. Además, en el caso de madera carbonizada, no sabemos si la
muestra procede de los anillos exteriores o interiores del árbol. Cuan-
do se trata de árboles de larga vida (el roble más que el abedul, por
ejemplo; esto se puede controlar por análisis botánico), y se da un
prolongado uso de la madera, el error puede alcanzar varios siglos. En
ocasiones, se ha podido controlar el fenómeno gracias a otros datos: en
Holanda, los postes de las cabañas neolíticas (de cerámica de bandas)
son de mayor diámetro que los de la Edad del Bronce; en consecuen-
cia, las fechas neolíticas tienen una dispersión mayor de valores que las
obtenidas para las cabañas del Bronce, ya que durante el Neolítico los
árboles eran talados con mayor edad. Con todo, la mayoría de fechas
obtenidas a partir de carbón vegetal proceden del análisis de restos de
hogares, en los cuales es de suponer que la madera sería casi toda

163
recién cortada, y el problema de la edad previa al uso humano tiene
menos importancia.
Después de haber visto todo lo anterior, la pregunta lógica será la
siguiente: ¿es posible que alguien confíe todavía en el método del
Carbono-14? La respuesta es afirmativa, y de hecho se trata del método
científico que mayor ayuda ha proporcionado a la investigación ar-
queológica. Sus incondicionales añadirán a lo anterior que «nadie es
perfecto» cuando se le critique, y los más escépticos dirán simplemente
que no existe otra cosa mejor. Lo que si parece cada vez más claro es
que el Carbono-14 es más un método de cronología relativa que de
cronología absoluta (al igual que los que veremos después), pero ésto
no preocupa demasido a los arqueólogos, ya que es precisamente en el
campo de la cronología relativa donde les ha prestado los mejores
servicios.
Las primeras fechas, obtenidas en los años cincuenta, causaron algu-
nas sorpresas: se vio que eran antiguas cosas que se creían más recien-
tes y viceversa. Los yacimientos neolíticos del Próximo Oriente, que se
creían erigidos apenas dos milenios antes de la aparición de la escritu-
ra, se fechan hoy cinco mil años antes de este hecho, mientras que el
Neolítico egipcio se dio mucho después que el mesopotámico y anato-
lio. Por otro lado, el arte del Paleolítico Superior franco-cantábríco
resultó ser varios milenios más moderno de lo que se pensaba. Con
todo, la contribución más llamativa fue la posibilidad de fechar restos y
culturas de cuya época hasta entonces sólo se tenía una idea muy
aproximada, cuando no totalmente errónea. La mayoría de los continen-
tes africano y asiático, y todo el americano, tenían hasta su introducción
una profundidad temporal desconocida por completo.
Gracias al Carbono-14 se produjo la unidad de la Prehistoria mun-
dial, que ahora se puede estudiar y comparar en conjunto, merced a un
método que es aplicable de forma universal. El resultado fue descubrir
que muchos hechos, que hasta entonces se creían concatenados, eran
independientes: las teorías difusionistas han sido las más perjudicadas
por el método. Los megalitos europeos no tienen nada que ver con los
orientales, y si lo tienen es como causa y no como efecto; la invención
de la agricultura y el pastoreo, es decir el Neolítico, ocurrió de forma
independiente en varias zonas de la tierra (Norte de China, SE asiático
y Mesoamérica, por lo menos), además de en la región sirio-palestina,
que hasta entonces había tenido la primacía sobre las demás. Incluso
algo tan complicado como la metalurgia del bronce parece haber sur-
gido en varios sitios como invención autóctona (Balcanes, SE asiático),
además del Próximo Oriente.
¿Cómo se ha podido saber esto? Simplemente viendo que las fechas
de C-14 son más antiguas o casi contemporáneas en las supuestas zonas

164
dependientes con respecto a los supuestos centros de expansión y, por
consiguiente, no fue posible, o no dio tiempo, a difundirse la idea o los
objetos de unos a otras. Como resultado final no pretendido de la
aplicación universal del método, ha surgido una imagen del género
humano en tiempos pasados más positiva que la que teníamos previa-
mente, cuando se sospechaba seriamente de su capacidad de inventiva
y adaptación.
De lo dicho se desprende que lo importante del C-14 es ver qué
cosas fueron antes que otras, y no tanto su antigüedad absoluta. En
pocas ocasiones nos interesa esta última magnitud, como por ejemplo
cuánto tiempo tardaron los pueblos neolíticos en expandirse por Euro-
pa (unos mil quinientos años), o cuándo se pobló Australia o América.
Incluso en estos dos últimos casos, como en otros parecidos, surgen
cada vez más fechas que hemos de comparar con las anteriores para
corregir nuestra idea del fenómeno, hoy situado en torno a 40.000 y
20.000 B.P. respectivamente. Pero estas cifras tomadas por sí mismas
tienen escaso interés y resulta mucho más aclaratoria su comparación
con las fechas de otras partes de Oceanía, para resolver problemas de
cómo y por dónde se efectuó la llegada a la isla y explicar sus diferen-
cias raciales, o, en el caso de América, con fechas de la parte oriental
de Siberia para resolver en qué momento cultural se efectuó el paso
del estrecho de Bering, entonces libre de aguas debido a la glaciación,
y que fenómenos ambientales y climáticos empujaron a los grupos
asiáticos a la expansión hacia otro continente.
En resumen, podemos decir que el método de Carbono-14 es un
sistema de datación basado en fenómenos naturales en los que inter-
vienen multitud de factores, los cuales producen la incertidumbre que
hemos analizado. Tal incertidumbre tiene, no obstante, una parte que
podemos evaluar estadísticamente y otra que escapa a nuestro control.
Los avances científicos están permitiendo reducir el rango de variación
estadística y los errores incidentales, pero no parece posible que se
llegue algún día a un cálculo exacto de la fecha de los fenómenos del
pasado, ni con éste ni con ningún otro método como los que veremos a
continuación. De todas formas, como la cronología absoluta ha dejado
de ser el objetivo prioritario de los arqueólogos, tal problema no les
debería preocupar demasiado.

8.3. La Termolumlnlscencla

La termoluminiscencia (TL) es la luz que emiten ciertos minerales


cuando son calentados, y es proporcional al tiempo transcurrido desde
que sus cristales se formaron en otro calentamiento anterior. Como

165
forma de datación se aplicó al principio para detectar falsificaciones
cerámicas, y hoy sirve también para fechar éstas u otros materiales que
hayan sido calentados (por ejemplo silex o piedras quemados en hoga-
res, lava, escoria, etc.) o no calentados, como calcita y suelos eólicos.
Sus ventajas radican en que no necesita calibración, puede fechar
muestras de hasta 500.000 años de antigüedad (mucho más allá que el
C-14), y lo que se fecha es siempre una actividad humana, el calenta-
miento del mineral, y no algo quizás anterior como ocurría con el C-14.
Sus defectos surgen de ser un método sofisticado y por eso mismo más
caro y de necesitar un conocimiento muy exacto de las condiciones de
enterramiento de la muestra; por ello su extracción debe ser prepara-
da con antelación y no se puede destinar para análisis cualquier frag-
mento cerámico con posterioridad. En condiciones favorables se pue-
den conseguir fechas con un error menor del 1O % respecto a la edad
verdadera.
Los fundamentos del método se basan en las propiedades cristalinas
de ciertos elementos. En los cristales los átomos están colocados en una
estructura rígida y perfecta, inamovible por así decir. No obstante, de
vez en cuando aparecen átomos de distinto tamaño o carga que el que
corresponde a su posición, y esto provoca una distorsión de la retícula.
Cuando se produce el bombardeo por partículas de alta energía, fenó-
meno universal como ya vimos, algunos electrones salen de su posición
original (donde contribuyen a la unión de dos átomos) y, aunque la
mayoría suelen volver a ella, algunos quedan «atrapados» en las distor-
siones antes descritas, creando zonas con mayor carga negativa (donde
están) y otras con ella positiva (donde deberían estar). Este es un
fenómeno constante a lo largo del tiempo, y una forma usual de volver
al estado de equilibrio inicial consiste en calentar de nuevo el sólido,
momento en el que éste emite un pequeño destello luminoso. Si se mide
la intensidad de la luz emitida según se va incrementando la temperatu-
ra, se puede estimar la cantidad de electrones que estaban atrapados, y
por tanto, como este número es proporcional a la radiación recibida, el
tiempo transcurrido desde que se formó la estructura o se calentó por
vez primera.
La radiación de partículas puede provenir de la misma muestra o
del entorno circundante. En el caso de la cerámica, normalmente se
analizan los cristales de cuarzo del desgrasante o la arcilla, que han
recibido radiaciones de la misma cerámica (aunque no del mismo cuar-
zo) y del suelo donde ha estado enterrada; en forma de rayos alfa, beta
y gamma procedentes de la desintegración de isótopos de uranio, torio
y potasio. Si el fragmento tiene un espesor mayor de 5 mm, sólo los
rayos gamma del suelo le han afectado, pues los otros son absorbidos
antes de llegar al cristal. Con todo, la radiación varía de uno a otro sitio

166
y aun dentro del mismo sitio, y también cambia de uno a otro cristal el
número de distorsiones que atrapan electrones, lo cual hace las correc-
ciones del método muy complicadas.
Para medir la dosis ambiental el mejor sistema consiste en introdu-
cir unas cápsulas metálicas -que contienen una sustancia que es afecta-
da por la radiación igual que la cerámica pero mucho más rápidamen-
te- bajo tierra en el mismo sitio donde se va a extraer la muestra,
y dejarlas allí durante varios meses o un año. Si la excavación es
de urgencia y no es posible dejar el contador tanto tiempo, existe
otro dosímetro que mide la radiación en unos pocos minutos, lógica-
mente de forma menos precisa pero suficiente en la mayoría de los
casos.
También es necesario informar al laboratorio sobre las condiciones
del suelo, llevando muestras de la tierra de alrededor (a menos de 30
cm) de la muestra, en pequeña cantidad si ésta es cerámica, y hasta
medio kilo si se trata de silex. Es importante señalar la existencia de
piedras y su tipo particular cerca de la muestra. Igualmente es necesa-
ria la información sobre el contenido de agua del suelo, nivel freático y
de lluvias y cómo varió con el tiempo, ya que a mayor contenido de
humedad menor radiación habrá recibido la muestra.
El fragmento para analizar ha de ser mayor de 10 gen peso y de 6
mm en espesor si se trata de cerámica, y de un volúmen mayor de 3.5
x 1 cm en el caso de sílex. Deberá ser extraído a más de 30 cm de la
superficie o de cualquier cambio brusco del tipo de relleno, y protegi-
do inmediatamente dentro de una bolsa de plástico opaco. No debe
recibir ningún tipo de radiación y su secado se excluye para permitir al
laboratorio la estimación de su humedad.
En el laboratorio se mide lo que se llama la arqueodosis, es decir, la
radiación total recibida por la muestra, mediante su calentamiento súbi-
to hasta 500º y usando un fotomultiplicador para medir la salida lumino-
sa. Mientras esto se hace con un disco que contiene pequeños granos
de mineral (cuarzo o feldespato), a otros con lo mismo se les somete a
una radiación conocida y se mide la luz posteriormente emitida, para
evaluar la sensibilidad de la muestra, que, como dijimos, varía de unas
a otras para la misma radiación. La dosis anual o velocidad de dosis, la
radiación que recibió usualmente por año, se calcula al mismo tiempo,
midiendo y sumando las radiaciones de la muestra (tras su secado y
pulverización; previamente su humedad permitirá evaluar el mayor o
menor efecto de la radiación sobre la TL) y las ambientales (la medición
efectuada antes en el terreno, o en el laboratorio sobre la muestra de
tierra aportada). La arqueodosis nos informa sobre cuánta radiación
recibió la muestra desde su formación o calentamiento anterior, y la
velocidad de dosis sobre la radiación recibida cada año: si dividimos la

167
primera por la segunda, obtendremos la estimación del tiempo transcu-
rrido desde entonces.
Un problema típico en la determinación de la dosis anual es el
causado por la variación en contenido de humedad a lo largo del
tiempo en que la muestra estuvo enterrada. Aunque en teoría la dife-
rencia podría llegar al 40 % , el efecto usual de los cambios climáticos
en el pasado provoca una incertidumbre que no sobrepasa el 4 % de la
antigüedad supuesta. Otras complicaciones, como el hecho de que el
radon, uno de los agentes de las radiaciones, sea un gas y tienda a
escapar de la muestra, disminuyendo la dosis anual con el tiempo y
originando sobreestimaciones en torno al 20 % , son fácilmente corregi-
bles en el laboratorio midiendo el índice de escape del gas.
En cuanto a la arqueodosis, ocurre que la TL no aumenta proporcio-
nalmente con la radiación en todo momento, sino que al principio lo
hace más despacio (lo cual da fechas más antiguas en muestras de
época reciente, aunque este efecto es subsanable mediante cálculos del
laboratorio), y al final se produce un efecto similar pero que ya no
cambia con el tiempo, (ya no caben más electrones en los agujeros), y
por más que pase el tiempo (aumente la radiación), la TL no varía. Este
efecto de saturación es grave, y las muestras saturadas no sirven para
la datación. El cuarzo se satura relativamente pronto, y su límite es de
100.000 años, mientras que el feldespato, silex y calcita tardan más y
permiten dataciones de hasta 500.000 años.
Otro problema se origina por los electrones que han escapado de la
muestra mientras estuvo enterrada (efecto fading), lo cual provoca
errores de subestimación en la fecha. Determinados experimentos per-
miten, mediante la comparación del comportamiento de TL de la mues-
tra con y sin radiación actual complementaria, que deben ser iguales a
partir de 320 ºC, eliminar aquellas muestras que no son aptas para la
datación por termoluminiscencia (plateau test) (Figura 6.4).
Las fechas se suelen presentar como en el ejemplo siguiente : 1070
a.C.; ± 100; ±220; Ox TL 143e, donde 1070 es la fecha media de todas
las muestras del mismo contexto, 100 el error p, 220 el error a, y la
expresión final es la sigla del análisis, 143e del laboratorio TL de
Oxford. El error p es análogo al error típico del Carbono-14, prove-
niente de las diferentes medidas obtenidas en las distintas muestras o
partes de una muestra. Un valor grande puede ser debido a que alguna
de ellas no era muy adecuada para el método. Este error sólo se puede
emplear en la comparación con otras fechas de TL, cuando éstas hayan
sido obtenidas sobre muestras con idénticas condiciones de conserva-
ción, del mismo o diferentes yacimientos. El error a es una estimación
del error total, sumando el de origen aleatorio (el anterior, al que
incluye) y el sistemático (incertidumbre de los cálculos de la dosis

168
Feinkom K 179 A

º1------"""""'~llllllllÍli;:;;.,_,.:::::;.,____...,..._____,,.,.~--~

o 100 200 300 400 500 ºC


Temperatura
Flgara 8.4. Curvas de termoluminiscencia de cerámicas en función de la
temperatura a que se somete la muestra. NTL: TL natural; KTL: TL artificial; NTL
+ 930 rad.: TL que se obtiene con una radiación adicional de rayos beta. (Según
Wagner 1983, fig. l.)

anual y arqueodosis). Esta cantidad es la que hay que usar para compa-
rar la fecha con otras de condiciones distintas (de humedad, por ejem-
plo) o con las obtenidas por otros métodos como el C-14. Ambos erro-
res se dan al nivel 68 % de confianza, es decir, expresan una desvia-
ción típica alrededor de la media , al igual que el error típico que
acompaña las fechas del Carbono-14.
A diferencia del último citado, que aumenta con la edad pero no de
forma sistemática, los errores de la datación TL tienden a ser siempre
una proporción constante de la antigüedad de la muestra (fecha media
en años B.P.): en torno a un 3 % en el error p y a un 8 % en el error a.
La costumbre de proporcionar el error dividido en dos partes parece
una práctica encomiable y que debería aplicarse en otras técnicas de
datación, aunque esto quizás aumentase la confusión de los arqueólo-
gos. Por este motivo, algunos laboratorios sólo indican el error a. Con
todo, existen todavía fuentes de posible incertidumbre que no son
susceptibles de estimación, y por lo tanto no van incluidas en ninguno
de los dos tipos de error, lo cual hace aconsejable que se extraigan al
menos seis muestras para cada contexto que se desee fechar.
Una de las principales aplicaciones de la TL es detectar falsificacio-
nes en obras de arte antiguas, cerámicas o bronces. Como lo único que

169
interesa es rechazar la posibilidad de que sean modernas, los análisis
se pueden hacer con muy poco material (20 miligramos) y se permiten
mayores errores (la dosis ambiental se estima de forma muy aproxima-
da). De todas maneras, siguen existiendo algunos problemas: se puede
detectar una falsificación del siglo pasado, pero no una copia romana
de un vaso griego original, pues el intervalo de tiempo transcurrido es
demasiado pequeño. Al parecer, el temor que existía a que los falsifica-
dores irradiaran .sus obras, para simular mayor luminiscencia de forma
artificial, no tiene fundamento debido a que el procedimiento es dema-
siado caro. Gracias al método se han detectado, por ejemplo, varias
falsificaciones de punzones de cerámica sigillata del Museo Británico,
que no eran de época romana sino del siglo XIX.
En la datación de yacimientos arqueológicos, el número de fechas
obtenidas por el método no es todavía abundante, pero va aumentando
progresivamente, debido a que su alcance cronológico es mucho ma-
yor que el del C-14; en muchos yacimientos no existen restos orgánicos
y sí muchas cerámicas y piedras quemadas, y lo que se fecha es la
actividad cultural que nos interesa. Las fechas van desde yacimientos
medievales hasta del Paleolítico Medio, como los análisis sobre sílex
quemado de Combe Grenal (entre 44.000 y 113.000 B.P.) o La Carigüela
(en torno a 50.000 B.P.). Los primeros análisis de cerámica danubiana,
del yacimiento de Bylany, dieron fechas superiores al 5.000 a.C., que
coinciden con las fechas de C-14 calibradas para el mismo sitio.
La cerámica más antigua conocida hasta ahora en el mundo, corres-
pondiente al comienzo de la fase Jomon en el Mesolítico japonés (cueva
de Fukui), se ha fechado en más de doce mil años (13970 ± 1850 B.P.
con la cerámica, 11840 ± 740 con piedras de arenisca quemadas), de
nuevo coincidiendo con las fechas de C-14 (13060 ± 500 B.P., con vida
media de 5730 años). En la Península Ibérica, el análisis de TL sobre
cerámicas de dos sepulcros portugueses (Poc;:o da Gateira y Gorginos)
ha proporcionado una datación realmente antigua del fenómeno mega-
lítico, a mediados del quinto milenio a.c. La fecha no se ha confirmado
todavía con dataciones de C-14, pero no contradice el aspecto antiguo
de la cultura ni las fechas calibradas de otras zonas europeas como
Bretaña.
En fecha reciente, un nuevo avance técnico ha venido a mejorar el
método de la Termoluminiscencia: la Resonancia Electrónica de Spin
(ESR), que permite, al medir los electrones que absorben energía de
una determinada longitud de onda cuando la muestra se somete a un
campo magnético de intensidad conocida, calcular los que están atrapa-
dos sin necesidad de calentar la substancia, y además para ello son
necesarias muestras mucho más pequeñas que con el sistema tradicio-
nal. Esto ha posibilitado su aplicación a materiales como el hueso: el

170
conocido cráneo de Petralona (Grecia), cuya fecha fue objeto de gran
controversia, ha sido datado recientemente en torno a 200.000 B.P.
(198.000 ± 40.000 para la calcita del hueso, y 127.000 ± 35.000 para el
hueso mismo, pero la recristalización de éste ha podido bajar la fecha
al liberar electrones). Otras aplicaciones de la ESR son la determina-
ción de la temperatura a que se cocieron los cereales prehistóricos
hallados en los yacimientos, el efecto de determinados metales en el
color del cristal antiguo o la localización de las canteras de origen para
los mármoles mediterráneos.

6.4. El Potasio-Argón

Este método de datación cuenta con merecida fama desde hace


años, pues con él se pudo averiguar la fecha de la aparición del hom-
bre sobre la tierra (yacimientos del· Homo habilis en Africa Oriental,
fechados en torno a dos millones de años). En realidad, su aplicación a
la Arqueología se da en el extremo inferior de su ámbito de variación
cronológica, ya que permite fechar yacimientos geológicos muy ante-
riores, y no sirve para muestras con menos de 100.000 años de anti-
güedad. Por lo tanto, se pueden datar con él restos del Paleolítico
Inferior y sólo los comienzos del Paleolítico Medio. Su principal incon-
veniente es que la muestra analizada ha de ser de lava volcánica, y es
necesario relacionar la formación de esta roca con el contexto arqueo-
lógico que se quiere fechar. Por desgracia, el número de yacimientos
enterrados bajo una erupción volcánica es escaso, y hacen falta compli-
cadas consideraciones geológicas para ligar otros yacimientos con las
erupciones cuya fecha conocemos.
La base del método es también otro proceso de desintegración
radioactiva, pero aquí, al contrario de lo que ocurría con el C-14, lo que
medimos es el material que se ha desintegrado y no el que queda por
desintegrar. El potasio, elemento muy común en la mayoría de las
rocas, está compuesto por un isótopo estable (K-39) y otro radioactivo
(K-40), éste ultimo en un porcentaje del 0.012 por ciento. La mayoría del
K-40 se descompone en calcio estable, sólido, pero un 11 por ciento lo
hace en argón (Ar-40), que es un elemento muy estable químicamente
(gas inerte) y, lo más importante.. se presenta en estado gaseoso. Por
ello, cuando las rocas se funden en la erupción, todo el argón anterior
se escapa y al solidificarse, la lava no tendrá nada de ese gas en su
interior. Todo el que se produzca a partir de entonces provendrá de la
desintegración del K-40, y como algunos minerales no dejan escapar el
gas de su estructura durante millones de años, se quedará dentro de la
roca, y sólo tenemos que medir la cantidad de K-40 y Ar-40 que hay en

171
la muestra para saber el tiempo transcurrido desde su formación. La
vida media del K-40 es muy grande, unos mil millones de años, y por
eso las muestras más recientes (de 100.000 años) no tienen suficiente
gas para que pueda ser medido con una mínima exactitud.
En la práctica, la técnica tradicional medía la cantidad de potasio
estable en la muestra (por espectroscopia de absorción atómica), y
calculaba la de K-40, una proporción fija de la anterior. Luego la mues-
tra se fundía en vacío para que expulsase el gas, que se medía median-
te un espectrómetro de masas. También se medía la cantidad de Ar-36,
pues si este isótopo está presente se debe a que la roca ha absorbido
argón de la atmosféra desde el momento de su formación (no es radio-
génico ), y por tanto también algo de Ar-40 que no proviene del potasio
radioactivo interior. Como las proporciones de los diferentes isótopos
de argón son constantes en el aire, podemos corregir ese error restan-
do lo que ha entrado (calculado en función del Ar-36) de lo que medi-
mos antes (de una forma muy parecida a la corrección del fracciona-
miento isotópico de C-13 en el Carbono-14).
La técnica más reciente, llamada de Ar-40/Ar-39 y que también
corrige la influencia exterior por Ar-36, se basa en el bombardeo de la
muestra con neutrones de alta energía, que convierten parte del pota-
sio estable (K-39) en Ar-39. Este último isótopo es el que se mide ahora,
pues su cantidad está en función del K-40 inicial, el que nos interesa.
Sus ventajas radican en que no es necesaria una medida exacta del
peso de la muestra y la falta de homogeneidad en la distribución de
potasio dentro de aquélla causa menos problemas.
En ambos métodos, de la cantidad de K-40 que tiene la roca ahora
(que es igual a la que tenía al formarse, pues se descompone muy
lentamente), se deduce la de Ar-40 que se ha debido producir por
descomposición cada año. Seguidamente dividimos por esta última can-
tidad la medición de Ar-40 que tiene la muestra, y el resultado son los
años transcurridos desde la erupción del volcán.
En función de la calidad de las muestras, el método del K/Ar puede
fechar rocas con una exactitud que va del 10 al 50 % . Los principales
problemas surgen cuando no todo el gas del interior se ha conservado,
sino que parte ha escapado al exterior (fechas más recientes); cuando
no todo el gas ha sido producido por desintegración del potasio ra-
dioactivo de la roca (fechas más antiguas), sino que parte ha entrado de
la atmósfera (ya vimos como corregirlo), o, lo que es peor, ya estaba. en
la roca cuando se formó, porque no todo escapó en la fusión. Esta
«edad previa» se puede estimar mediante el calentamiento por pasos
de la muestra: si el argón expulsado es el mismo en cada paso, enton-
ces no hay problema; en cambio, si a unas temperaturas se expulsa más
que a otras, esto es debido a la existencia de gas anterior allí atrapado.

172
Este experimento también sirve para detectar si parte del gas ha esca-
pado de la roca, lo cual no tiene solución y se debe buscar otro tipo de
muestra. Los feldespatos potásicos de alta temperatura (sanidina), y los
de sodio-calcio (plagioclasas, piedra pómez, biotita, moscovita, etc) son
muy adecuados, ya que sólo dejan marchar el gas por encima de
150 ºC, mientras que los feldespatos más comunes de potasio (ortocla-
sas, microlina) no son fiables porque pueden perder el argón incluso a
temperatura ambiente.
Unos 10 g de roca suelen ser suficientes para el análisis, aunque esto
varía según la cantidad de potasio de los minerales allí contenidos. Un
procedimiento aconsejable consiste en extraer muestras de diferentes
minerales para contrastar los resultados de fechar cada uno de ellos; si
la datación es aproximadamente igual en todos, entonces su probabili-
dad de correspondencia con la fecha real es mucho mayor. Al igual
que ocurre con la toma de muestras para Termoluminiscencia, es acon-
sejable el asesoramiento de algún experto en el tema, antes y durante
la extracción en el terreno.
Aunque al principio se creyó que el método era muy fiable, recien-
temente se han descubierto errores sistemáticos que lo han puesto
seriamente en cuestión. Por un lado, varios laboratorios tenían sus
instrumentos de medición incorrectamente calibrados, lo que provoca-
ba cálculos incorrectos de las masa de potasio y de argón, y que no se
pudiesen comparar unas fechas con otras (de diferentes laboratorios).
En segundo lugar, existía un error constante en todas las mediciones,
que daban fechas más recientes que las verdaderas en un 2.67 % (unos
50.000 años en muestras de dos millones de años), porque la velocidad
de desintegración del K-40 (su vida media) estaba mal medida, y lo
mismo ocurría con la proporción de K-40 en el potasio natural.
Todo esto, junto con problemas particulares de contaminación, ha
originado serias discrepancias en las dataciones de los más importan-
tes yacimientos del origen del hombre. Así, la capa volcánica KBS de la
región oriental del lago Turkana, en Kenia, ofreció fechas entre 0.53 ±
0.29 y 2.64 ± 0.29 millones de años, es decir con un margen de varia-
ción mayor de dos millones. El investigador de la zona, Richard Lea-
key, prefirió la fecha más antigua, lo cual colocaba a los restos de Homo
habilis descubiertos bajo la capa (el famoso cráneo KNM-1470) en una
posición cronológica bastante comprometida, haciendo muy dificil que
el otro género de homínidos descubierto en Africa, Australopithecus,
fuese nuestro antepasado y no simplemente un contemporáneo más. Al
parecer, no solo los instrumentos del laboratorio estaban mal calibra-
dos, sino que existía en las muestras contaminación por erupciones
anteriores (en las fechas más antiguas) y no se consiguió extraer todo el
gas contenido en ellas (fechas más recientes). También en Hadar (Etio-

173
pía), las capas volcánicas BKT-2 y Kada Moumou, habían sido incorrec-
tamente medidas, dando fechas un 20 % más modernas que las reales.
Por fortuna, todos estos problemas parecen ya resueltos, y el méto-
do ha vuelto a recuperar su prestigio. Las mediciones recientes de la
capa KBS han dado fechas coincidentes utilizando métodos distintos:
1.80 ± 0.1, 1.89 ± 0.01 millones con el K/Ar en dos laboratorios dife-
rentes, y 1.87 ± 0.04 millones con el método de las Huellas de Fisión,
que luego veremos. (Por lo tanto, de momento no se han encontrado
restos de Horno más antiguos de 2 millones de años, y el Australopithe-
cus puede ser nuestro antepasado parfectamente). En Hadar, la capa
BKT-2 ha sido fechada en 2.93 ± 0.11 millones de años, y los restos de
Australopithecus afarensis, entre ellos el famoso medio esqueleto de
Lucy, se fechan antes de esa fecha al estar colocados por debajo de la
capa. E¡:i Europa, el método ha permitido la primera datación absoluta
fiable (es decir, no basada exclusivamente en fauna y depósitos geoló-
gicos asociados, con gran margen de error) de los comienzos de la
ocupación humana del continente: el yacimiento de lsernia la Pineta, en
Italia, está estratificado bajo una capa volcánica de 0.73 millones de
años de antigüedad.

6.5. La Serie del Uranio (Uranio/Torio)

El método se refiere a la serie de elementos radioactivos que se


originan por desintegración, mediante la expulsión de partículas alfa y
beta, a partir del uranio natural (U-238), hasta llegar al plomo estable
(Pb-206). Como sistema de datación, se aplica sobre todo a carbonatos
calizos (por ejemplo, calcita), aunque también se pueden fechar mues-
tras de hueso y conchas, por lo que la relación entre lo que se data y la
actividad humana es mucho mayor que en el método del Potasio/Argón.
Su alcance cronológico va de 5.000 a 500.000 años, lo que lo hace muy
adecuado para el rango situado entre el C-14 y el K/ Ar, donde compite
directamente con la Termoluminiscencia.
Cuando se forma el carbonato, normalmente contiene uranio y no
torio, debido a las diferentes propiedades químicas de los dos elemen-
tos. Por lo tanto, todo el torio contenido en una muestra se habrá
originado después de su formación, por descomposición del uranio. En
la práctica, la serie del uranio es bastante larga, y en ella aparecen
distintos isótopos (en posición de «padres» o «hijos») de los dos ele-
mentos. Nos interesa coger aquellos cuya vida media sea apropiada
para la datación, del mismo orden de magnitud que la antigüedad de la
muestra, ya que si la del «padre» es demasiado grande existirá poca
cantidad del «hijo», y lo mismo ocurrirá si la de éste es demasiado

174
pequeña, siendo por ello difícil de medir. Por ello se escoge medir la
cantidad de uranio 234 (U-234) y de torio 230 (Th-230), relativamente
abundantes y de vida media 267.000 y 80.000 años respectivamente. En
el laboratorio se disuelve el carbonato con ácido y se separan química-
mente los dos elementos, para luego medir la emisión de rayos alfa y
también el contenido de uranio natural (U-238), que es el origen de toda
la serie. Tras las mediciones, se calcula la proporción Th-230/U-234 y
de ella se obtiene la edad de la muestra.
Los problemas, como siempre, empiezan enseguida y en ocasiones
no son susceptibles de control. Si la muestra es demasiado antigua, el
torio se forma tan despacio que llega un momento en que iguala la
cantidad que se desintegra, y ya no cambia su proporción con la edad
(punto de equilibrio); por ello existe un límite inferior de la datación, en
torno a los 500.000 años. Las muestras más modernas, que deben pesar
en torno a 100 gramos de calcita, se pueden fechar en condiciones
ideales con un error menor al 10 %. No obstante, se dan discrepancias
mayores debido a que no todas las rocas tienen la cantidad de uranio
necesaria, la vida media de los dos isótopos no es conocida con total
exactitud y los instrumentos de laborato.rio no son tan precisos como se
supone teóricamente.
Otra cuestión es la relación entre el mineral y el contexto arqueoló-
gico. Si el objeto no está embebido en la caliza, caso raro en el que se
obtiene una fecha mínima del mismo, posiblemente con poca diferen-
cia, la relación se complica. Cuando se analizan dos capas de caliza,
obtendremos un límite mínimo y otro máximo para todos los contextos
o niveles que estén comprendidos entre ellas, pero no sus fechas abso-
lutas. Si fechamos trozos de estalagmitas o estalactitas contenidas en los
niveles, tendremos edades máximas, o terminus post-quem para éstos,
ya que las calizas se tuvieron que formar con anterioridad. Finalmente,
la calcita depositada en huesos fragmentados o en las grietas del suelo,
nos dará fechas mínimas (terminus ante-quem) para el hueso o los
objetos depositados en los agujeros, ya que se formó con posteriori-
dad.
Para evitar las impurezas de la muestra (el material aportado por
erosión y que seguramente contiene torio que cambia la proporción
original), se recogerán partes de mineral que no tengan porosidades.
No obstante, en ocasiones no se pueden detectar las recristalizaciones,
que dan edades más recientes debido al bajo contenido en torio de las
partes más jóvenes. Con respecto al hueso, al formarse no tiene uranio,
y por tanto ha de adquirirlo primero por contacto con el agua del suelo.
Este proceso ha de ser corto (por ejemplo, si el hueso fue enseguida
protegido por una capa impermeable), pues de lo contrario la cantidad
de uranio irá aumentando con el tiempo y no será igual a la existente al

175
comienzo, cuando se empezó a formar el torio, falseando así los cálcu-
los de determinación de la edad. Como siempre, es aconsejable
extraer varias muestras y controlar la fiabilidad de la datación median-
te la comparación de los diferentes resultados.
Desde los años setenta se han fechado abundantes yacimientos pa-
leolíticos europeos con este método. Por ejemplo, el ultimo interglaciar
se fechó en la cueva Victoria, en el Norte de Inglaterra, entre 114.000 ±
5000 y 135.000 ± 8000 B.P. En el yacimiento galés de Pont Newyd, del
Pleistoceno Medio, se obtuvo una fecha mínima de 170.000 B.P. (Brecha
Inferior), lo cual está en consonan.cia con una datación de TL sobre silex
quemado, hallado debajo de la brecha, de 200.000 ± 25.000 B.P. La
transición del Achelense al Musteriense en las cuevas de La Chaise-de-
Vouthon (Charente) en Francia, se ha fechado hace unos cien mil años.
Famosos yacimientos, como Vertesszóllós en Hungría, Pech de l'Azé en
Francia, Bilzingsleben en Alemania Oriental, también han sido fechados
con ayuda de este método.

6.6. Las Huellas de Fisión

De nuevo aparece aquí el uranio, cuya fisión deja huellas en las


estructuras cristalinas a velocidad constante. El método también está
relacionado con la Termoluminiscencia, pues estas fisiones provocan
en parte las irregularidades cristalinas donde quedan atrapados los
electrones que aquélla mide. Se emplea para fechar cristales volcáni-
cos (piedra pómez, obsidiana) y cristal y cerámica hechos por el hom-
bre. Su alcance es casi ilimitado, puesto que va de veinte a mil millones
de años, pero las muestras recientes exigen demasiado tiempo de
recuento, por lo que la TL funciona mejor. En muestras más antiguas, es
de gran utilidad cuando no se puede aplicar el método del K/Ar.
Los núcleos de U-238, además de desintegrarse «pacíficamente»,
por así decir, dando origen a la serie antes vista, de vez en cuando se
rompen en dos partes, de masa aproximadamente igual, las cuales
salen despedidas con enorme fuerza causando gran daño a la estructu-
ra cristalina que los contiene (el mismo fenómeno que hace estallar las
bombas nucleares de fisión). Si el cristal es tratado con ácido fluorhídri-
co, las partes dañadas son atacadas por él más rápidamente, merced a
lo cual son visibles al ojo humano a través del microscopio óptico.
Como sabemos la velocidad a que se fisiona, sólo hay que medir cuánto
U-238 hay en la muestra (mediante bombardeo con neutrones lentos,
como se hace en las centrales nucleares), y contar el número de huellas
para saber la edad de la formación del cristal, bien en el momento

176
geológico o desde su calentamiento por el hombre si se dio este hecho
(por encima de 500º se «borran» las huellas anteriores).
La principal limitación del método consiste en el tiempo necesario
para contar las huellas en el microscopio. Para obtener una fiabilidad
del 10 % (en el nivel de más menos una desviación típica), es necesario
contar por lo menos cien huellas, y en recorrer un área de un centí-
metro cuadrado se emplea sobre una hora de tiempo. Si el material
contiene poco uranio, o se formó en fecha reciente, tiene muy pocas
huellas y hace falta mucho tiempo para llegar a cien. Por ejemplo, un
cristal volcánico de 10.000 años, con 3 partes por millón de uranio sólo
tiene 10 huellas por cm2 , y serán necesarias diez horas de tediosa
búsqueda en el microscopio. Si la muestra tuviese sólo una parte por
millón, y quisiéramos dedicar una hora al análisis, deberá tener por lo
menos 300.000 años de antigüedad. Por eso el método no suele ser
aplicable a la cerámica, a menos que ésta contenga una cantidad
anormalmente grande de uranio. Esto ocurre en ciertos tipos de cristal
del siglo pasado, a los que se añadía uranio como colorante (hasta 2-3
%), o cuando la arcilla o el desgrasante llevan silicatos de zirconio, que
pueden llegar a tener de 0.1 a l % de uranio, lo que permite fechar
cerámicas a partir de 300 años de antigüedad.
El método de las Huellas de Fisión se ha utilizado para fechar el tufo
KBS de Koobi Fora, ayudando a resolver la larga controversia existente
sobre él y sobre la fiabilidad del método del Potasio/Argón, como antes
vimos. También ha sido aplicado a la datación de los más antiguos
yacimientos humanos, de comienzos del Paleolítico, en Japón.

6.7. La Aacemlzaclón de Aminoácidos

Este método fue desarrollado a comienzos de la década de los


setenta, para obtener dataciones absolutas de huesos, de los cuales
hacía falta entonces extraer una muestra demasiado grande (análisis
destructivo) para el Carbono-14. Sus ventajas son que requiere mues-
tras muy pequeñas (menos de 10 grs.) y llega hasta más de 100.000 años
de antigüedad. Los problemas derivan de que la velocidad del proceso
que se mide depende en gran medida de la temperatura, cuya varia-
ción a lo largo del tiempo no conocemos, y que por ello las fechas de
cada yacimiento han de ser calibradas con muestras de fecha conocida
(por otros métodos) del mismo sitio. Es posible que por ello la racemi-
zación sea pronto sustituida por el C-14 con acelerador o por la reso-
nancia electrónica de spin, que permiten muestras igual de pequeñas
(Ver 6.2 y 6.3).
Las moléculas de los componentes orgánicos tienen la particulari-

177
dad de que, con los mismos elementos, pueden presentar diferente
estructura espacial, es decir, esos mismos elementos colocados de
distintas maneras. A estos compuestos se les llama isómeros y un ejem-
plo lo forman el alcohol etílico y el éter dimetílico, con la misma fórmula
pero muy distintas propiedades -el primero es líquido y el segundo
un gas-. En ocasiones la estructura es tan parecida que es como si la
de un isómero fuera la imagen en un espejo del otro. Estos estereo-
isómeros, o enantiómeros, tienen propiedades muy similares, y algu-
nos, los azúcares y aminoácidos, se suelen dividir en dextrógiros y
levógiros, pues uno desvía hacia la derecha un rayo de luz polarizada
al pasar por una solución del elemento, mientras su opuesto lo hace
hacia la izquierda (se añade una D o una L al comienzo del nombre
químico: p.e. ácido L-aspártico).
Los seres vivos normalmente producen sólo variedades levógiras y,
aunque éstas se transforman de forma continua en dextrógiras (y vice-
versa), como los aminoácidos se reemplazan continuamente, las formas
«D» no perduran demasiado. Una vez que el ser vivo muere, al no
existir nueva formación, los isómeros «D» van aumentando hasta llegar
a igualar en cantidad a los «L», formando una mezcla al cincuenta por
ciento llamada racémica. Este proceso se llama racemización, y se
produce a velocidad constante si la temperatura también lo es. En el
laboratorio se mide la cantidad de isómero «D» que existe (mediante
analizadores muy precisos de aminoácidos, desarrollados por la indus-
tria bioquímica), y sabiendo la velocidad a la que se forma se obtiene
subsiguientemente el tiempo transcurrido desde la muerte del ser vivo.
Normalmente se mide la proporción D/L del ácido aspártico, el de
racemización más rápida (vida media de 15.000 años a 20 ºC) y deter-
minación más precisa. También es conveniente medir otros aminoáci-
dos, porque si algunos escasean más de la proporción prevista es
debido a que el hueso fue quemado o calentado (destruyéndose más
unos ácidos que otros), y entonces la muestra no sirve para la datación.
Esto se debe a que en el calentamiento (y el efecto ocurre incluso por
debajo de 150 ºC) se produce una racemización muy rápida, destru-
yendo así el principio de la velocidad constante.
Otra forma conocida de incumplir ese principio es la debida a las
variaciones de temperatura que sufrió la muestra mientras estuvo ente-
rrada, pues la velocidad de racemización aumenta según lo hace la
temperatura. Aunque se pueden hacer cálculos aproximados de cómo
varió el clima en el yacimiento, mediante información procedente de
otras zonas y de otros análisis (isótopos marinos de oxígeno, pólenes,
etc.), y ajustar así la velocidad de producción del isómero en los dife-
rentes períodos, la mejor manera de corregir esto es analizando la
racemización de una muestra de edad conocida. Si existen huesos de

178
animales, circunstancia nada rara, en el mismo yacimiento, se determi-
na la proporción D/L en una muestra, de la cual otra parte se analiza
por Carbono-14. El resultado nos permite calcular la velocidad media
de racemización (dividiendo la cantidad de isómero «D» por el tiempo
transcurrido) para ese hueso, que puede ser de época distinta de la
correspondiente a los que sólo analizamos por racemización. Seguida-
mente, se supone que esa velocidad no ha variado durante toda la
historia del yacimiento y esto permite convertir las relaciones D/L de
todos los demás huesos (usualmente, humanos) en tiempo calibrado.
El principal defecto de ese tipo de calibración es que si la fecha de
C-14 que se escoge está equivocada, entonces todas las de racemiza-
ción, que se basan en ella, también lo están. Esto fue lo que ocurrió
precisamente con uno de los primeros resultados del método, sobre
varios cráneos humanos de la región de San Diego en California. Todas
las racemizaciones se calibraron usando una sola fecha de C-14, porque
parecía que los yacimientos eran muy similares y existía poco material
para analizar con ese método. De ello resultó que los cráneos eran muy
antiguos, entre 40 y 50.000 B.P., lo cual favorecía sin duda las teorías
sobre una presencia humana en América mucho más antigua de lo que
se creía en los medios más autorizados. Un análisis reciente de C-14
con acelerador (método AMS), sobre pequeñas muestras de los mismos
cráneos, ha dado fechas bastante más razonables, entre 4 y 6000 B.P.
En Italia se han efectuado comparaciones de un gran número de
fechas de racemización y de C-14, y la diferencia entre ambas está sólo
en tomo al 8 % , siendo la máxima del 18 % . Otros cráneos fechados
por el método son el de Skuhl IV (Palestina, 33.000 B.P.), Broken Hill
(Rodesia, 110.000 B.P.) y Tautavel (Francia, 250-350.000 B.P.). Reciente-
mente, investigadores japoneses están utilizando el método para calcu-
lar la edad de los cadáveres prehistóricos en el momento de su muerte,
basándose en que los ácidos del esmalte dentario no se reemplazan
durante la vida del individuo, por lo que se va produciendo racemiza-
ción durante toda ella. Si se calcula la que se produjo después de la
muerte (conociendo la fecha del enterramiento y las variaciones apro-
ximadas de temperatura) y se resta de la que tiene la muestra de
diente, la diferencia nos dará los años que vivió la persona en cuestión.

6.8. El Arqueomagnetismo

El Arqueomagnetismo es el estudio de las variaciones que ha expe-


rimentado el campo magnético terrestre en el pasado, sobre la base
del registro dejado en materiales arqueológicos, como arcilla cocida y
hornos cerámicos. Se distingue del Paleomagnetismo, que lo engloba,

179
en que éste se basa en información obtenida en las rocas y otros
materiales geológicos, prolongando el ámbito de estudio hasta el mo-
mento en que se formó la tierra. Su principal aplicación en Arqueología
es la datación bastante precisa de muestras recientes (hasta de unos
10.000 años, con error de ± 20 años en el mejor de los casos}, y la
datación aproximada de restos anteriores a medio millón de años, pero
su papel en la calibración del Carbono-14 puede ser fundamental en un
futuro próximo.
Sus inconvenientes se deben a que el campo magnético ha variado
de forma bastante aleatoria, no sólo según la época sino también según
las distintas zonas geográficas, y es necesario conocer con exactitud
como lo hizo en cada una de ellas. En la Península Ibérica, al igual que
en muchos otros países, todavía no disponemos de esos datos al com-
pleto, pero es previsible que existan en el futuro y el método se
aplique a nuestros restos arqueológicos. Por otro lado, no todas las
muestras son adecuadas y, en la aplicación hoy más corriente, es nece-
sario que no hayan cambiado de posición desde que fueron calentadas
hasta el momento en que se extraigan para el análisis.
El campo magnético está originado por algo que se imagina como
un dipolo magnético situado en el centro de la tierra, el cual forma un
ángulo con el eje geográfico que va desde el polo Norte al polo Sur.
Este ángulo, llamado declinación, varía con el tiempo, al igual que lo
hace la intensidad o fuerza del campo, hoy un veinte por ciento menor
que hace dos mil años, por ejemplo. Estos cambios afectan por igual a
toda la tierra, pero el efecto del dipolo es únicamente el ochenta por
ciento del campo magnético total, y existen otros dipolos locales, que
causan el resto de la variación y afectan a áreas de aproximdamente mil
kilómetros de ancho. Por ello es necesario estudiar primero la varia-
ción magnética en zonas de esa dimensión, partiendo de datos históri-
cos (en algunas áreas hay registros de los últimos 400 años) y de
análisis sobre muestras arqueológicas de edad conocida. Las curvas de
variación (calibración) se usan luego para datar otras muestras cuya
fecha se desconoce (Fig. 6.5).
Las rocas y cerámicas contienen pequeñas partículas de óxido de
hierro que están permanentemente magnetizadas, como pequeños ima-
nes. Cuando se aplica energía al mineral, calor por ejemplo, las partí-
culas se liberan de la unión que las liga a otras y su momento magnético
puede rotar libreme~te. Si existe un campo magnético exterior en ese
momento, cierto número de partículas, tanto mayor cuanto mayor sea la
intensidad de aquél, alinearán su momento según la dirección del cam-
po. Al interrumpirse la energía, por ejemplo enfriando la pieza, esa
orientación quedará fosilizada en las partículas, y podrá ser medida
posteriormente. Algo parecido sucede con los sedimentos del fondo de

180
Gran Bretaña Estados Unidos

ngara 8.5. Curvas de calibración del Norte magnético en Gran Bretaña y


Estados Unidos. Los números indican la fecha en años después de Cristo.
(Según Ma,clntosn. 1986, pág. 136.)

los lagos, en donde las partículas gira~ libremente hasta que la materia
se solidifica. No obstante, en este último caso, el efecto magnético es la
media de todos los que actúan durante el proceso, que, al contrario que
en el calentamiento de rocas y cerámicas, puede durar varios siglos.
Existen varios tipos de magnetis~o remanente, de los que no todos
son de utilidad en Arqueología: termo-remanente (TRM) y deposicional
(DRM), que ya hemos citado, el que se produce en el barro de los
adobes (SRM), el de tipo «viscoso» (VRM), causado por cambios en el
campo magnético posteriores a la remanencia inicial, el isotérmico
(IRM), originado por relámpagos y rayos próximos, el químico (CRM),
por reacciones químicas posteriores al magnetismo inicial, que pueden
producir nuevos minerales magnéticos que se alinean de forma distin-
ta, etc. Excepto los tres primeros, los demás son perjudiciales para la
datación y pueden incluso inutilizar una muestra para ese fin. El hierro
no resulta de ninguna utilidad en Arqueomagnetismo, a pesar de sus
propiedades magnéticas, o precisamente por las mismas. Sus partículas
se influyen unas a otras más que el campo exterior, y además su propio
campo distorsiona el campo exterior, dando una imagen falsa de éste.
En cuanto a los métodos de datación, son de dos tipos: los basados
en la dirección del campo, y los basados en la intensidad del mismo. En
ambos es necesario contar con una curva o tabla de calibración que
indique los cambios ocurridos en el pasado para la zona de donde se
extrae la muestra. Estos datos están disponibles para algunas áreas de
la tierra, pero por ahora ninguna va más allá de 10 ó 11.000 B.P. En la

181
datación direccional, es necesario que la muestra no se haya movido
desde su calentamiento: arcilla cocida de hornos cerámicos, suelos
quemados en hogares, y suelos u otros materiales de arcilla (por ejem-
plo, ladrillos) de niveles de destrucción por fuego (siempre que se
hayan sobrepasado los 700º y los restos no se hayan desplazado). Para
cada fecha hacen falta un mínimo de cinco muestras (veinte si se trata
de un hogar), de las que se quitan las partes exteriores hasta conseguir
una masa de 10 x 10 cm. Luego se marca con un teodolito la posición
del Norte real (enfocando al sol a una hora conocida) y con una brújula
la del norte magnético (examinando la posibilidad de alguna distorsión
por rocas ígneas próximas, lo cual eliminaría la muestra y la zona),
junto con la orientación de la muestra.
Una desmagnetización parcial por pasos de la muestra permite ave-
riguar si en ella existe remanencia añadida, como la antes citada, lo que
provocaría el rechazo si la dirección de las partículas cambió a lo largo
de este proceso. El magnetómetro más utilizado en la actualidad es del
tipo criogénico (SQUID), que mide la dirección viendo cómo cambia la
corriente en un anillo superconductor que rodea la muestra, al mover-
se ésta. La estimación final de la declinación (ángulo con el Norte
geográfico) e inclinación (ángulo con la horizontal) se consigue con un
95 por ciento de probabilidad de acierto, por lo que el error que se da
en las fechas, aunque similar al tipo «a» de la Termoluminiscencia por
tratarse del error total, viene expresado al nivel de dos desviaciones
típicas (si fuera sólo una, la probabilidad sería del 68 %). En general, es
necesaria una idea previa de la fecha de la muestra, puesto que una
misma dirección del campo se pudo dar en distintos momentos del
pasado.
La datación por medida de la intensidad tiene la ventaja de que la
muestra no necesita haber estado quieta desde su magnetización, y por
lo tanto se pueden analizar fragmentos de cerámica de cualquier zona
de un yacimiento. Es en la medición donde aparecen los problemas, ya
que hasta hace poco se empleaba mucho tiempo en ella, del orden de
varias semanas. Hoy en día se ha reducido a varias horas, y el empleo
de un microprocesador la ha hecho automática. Es necesario también
conocer la variación de la fuerza del campo en la zona de interés
(donde se produjo la cerámica, por eso interesan productos locales o
importados de centros seguros) en épocas pasadas. Existieron períó-
dos en los que esa variable apenas cambió, y por ello las muestras de
esa fecha no sirven para la datación (por ejemplo, la intensidad fue
constante en Egipto y Mesopotamia, entre 2300 y 1500 a.C.); asimismo
se necesita una idea previa de la antigüedad de la muestra, por la
misma razón antes apuntada. La medición consiste en comparar la
magnetización inicial de la muestra con la producida artificialmente en

182
el laboratorio sobre ella, con intensidad conocida y en condiciones lo
más parecidas posible a las originales (lo cual es difícil de conseguir, y
de ello provienen los errores en este caso).
Se han dado aplicaciones del método en campos diversos, desde la
civilización minoica hasta el origen del hombre. Comparando muestras
de cenizas de la erupción de Santorini y de las ruinas de Creta, un
estudio reciente ha podido determinar la existencia de dos erupciones,
separadas por unos veinte años, de las que la primera acabó con los
palacios del centro de la isla, y la segunda con los de la parte oriental,
debilitados ya por el primer terremoto. En este caso, el Arqueomagne-
tismo se ha utilizado como un método de cronología relativa, pero
también proporciona fechas absolutas, como en la capa que sella lser-
nia la Pineta, donde se confirmó la fecha de Potasio/Argón (0.73 ± 0.04
millones B.P.), o en yacimientos británicos del final del Paleolítico (cue-
va Kirkhead, comparando sus sedimentos con los del lago Winderme-
re), y los castros de la Edad del Hierro de Surrey, donde los resultados
(obtenidos de barro del fondo de pozos) concuerdan con las monedas
del yacimiento, fechadas en el siglo 1 a.c. El análisis de intensidad
también ha sido útil para descubrir cuándo se fabricaron las tablillas
falsas de Glozel, con inscripciones pretendidamente neolíticas. Una
fecha de TL las sitúa entre 350 a.c. y 250 d.C., pero en esa época la
intensidad magnética nunca bajó de 60 microTeslas, y el análisis de las
tabletas dio 47, intensidad muy parecida a la actual de Francia, lo que
viene a confirmar la sospechada falsificación.
Finalmente, el Paleomagnetismo ha descubierto que el sentido del
campo magnético terrestre también varió en la antigüedad: el Polo
Norte estaba situado al Sur y viceversa. Durante cientos de miles de
años, se produjeron períodos de polaridad inversa (periodo Gilbert,
antes de hace cuatro millones de años; Matuyana entre 2.4 y 0.7 millo-
nes) y de polaridad normal (Gauss, entre 3.3 y 2.4 millones; Brunhes,
desde 0.7 millones hasta hoy), durante los cuales se daban «pequeños»
episodios de unos cien mil años de duración, en que la polaridad daba
la vuelta a la posición contraria (en el cambio empleaba unos cinco o
diez mil años). De aquí se deduce que cualquier muestra con polaridad
inversa a la actual debe ser más antigua de 730.000 años, y el recuento
de los períodos y episodios, si existe un registro estratigráfico continuo
y suficientemente largo, puede ser una medida de cronología absoluta
en algunos casos, como en el famoso yacimiento de Olduvai en Tanza-
nia.
Por otro lado, datos de Arqueomagnetismo han demostrado que en
los últimos ocho o nueve mil años existe relación inversa entre la
intensidad del campo magnético terrestre y la producción de carbono-
14 en la atmósfera (Figura 6.6). El campo actúa como un escudo ante la

183
12
~
u
12

.()
:~
-
~

ou
8
8

o~
4
~
s::
Ol
ns
§
-u"""
Q)
o J! Q)
Ol o
~
Q)
4
-4
eo
::e
AD2000 o 2000 4000 6000BC

Figura &.&. Relación entre la intensidad del campo magnético terrestre (curva
a) y la concentración de C-14 en la atmósfera (curba b), desde el presente hasta
el 7000 a.c. Se aprecia que por ser menor el campo en el pasado la cantidad de
isótopo era consiguientemente mayor, debido al aumento de la radiación cós-
mica. (Según Parkes, 1986, fig. 4.10.)

radiación cósmica y cuando aquél disminuye, aumenta ésta y por ende


el carbono-14 en los seres vivos. Este fenómeno demostrado tiene una
importancia capital para la calibración del método del C-14 (Ver 6.2) y
puede permitir la corrección de las fechas en épocas anteriores a lo
que permite la dendrocronología con los árboles más antiguos de la
tierra. En la curva de variación se aprecia que a partir del 6000 a.c. el
campo vuelve de nuevo a subir, y ello permite sospechar que el isóto-
po vuelve a valores «normales» según vamos retrocediendo en el
tiempo hacia el Paleolítico, y tal vez no sea necesario calibrar las fechas
de ese periodo, que por ello son más «absolutas» que las de periodos
más recientes. El problema para seguir el proceso hacia atrás es que
necesitamos conocer la intensidad global del campo, en toda la Tierra,
y en la actualidad carecemos de datos sobre el pasado de gran parte
de ella. Por ejemplo, del Océano Pacífico, que hoy está afectado por un
efecto de dipolo local de gran intensidad, del que se ignora su anti-
güedad.

Bibliografía

Aitken, M. J. (1974): Physics and Archaeology. Clarendon Press. Oxford.


- - (1985): Thermoluminiscence Dating. Academic Press, Nueva York.

184
Bada, J. L., y Helünan, P. M. (1975): «Amino acid racemisation of fossil bones»,
Worl Archaeology, 7, 160-73.
Brothwell, D., y Higgs, E. (eds.) (1980): Ciencia en Arqueologia. Fondo de
Cultura Económica, Mexico.
Curtis, G. H. (1975): «lmprovements in potassium-argon dating: 1962-1975»,
World Archaeology, 7, 198-209.
Dean, J. S. (1978): «lndependent Dating in Archaeological Analysis», en Schiffer,
M. B. (ed.), Advances in Archaeological Method and Theory, vol. l, 223-255.
Academic Press, Nueva York.
Femández Martinez, V.M. (1984): «La combinación estadística de las fechas de
Carbono-14», Trabajos de Prehistoria, 41, 349-59.
Fleischer, R. L. (1975): «Advances in fission track dating», World Archaeology,
7, 136-50.
Gillespie, R. (1984): Radiocarbon User's Handbook. Oxford University. Oxford.
Hall, E. T., y Burleigh, R. (1984): «Accelerator dating (AMS)», Antiquity, 58, 295-
6.
Libby, W. F. (1965): Radiocarbon dating (2.• Ed.). Chicago U.P. Chicago. (Existe
versión castellana en Fondo de Cultura Económica, Mexico).
Michels, J. W. (1973): Dating Methods in Archaeology. Seminar Press, New
York.
Mook, W. G., y Waterbolk, H. T. (eds.) (1983): 14C and Archaeology (PACT, 8),
Consejo de Europa, Estrasburgo.
Mook, W. G., y Waterbolk, H. T. (1985): Radiocarbon dating, Handbooks for
Archaeologists, No. 3, European Science Foundation. Estrasburgo.
Ottaway, B. S. (ed.) (1983): Archaeology, dendrochronology and absolute chro-
nology. University of Edinburgh. Edimburgo.
Parkes, P. A. (1986): Current Scientific Techniques in Archaeology. Croom
Helm, Londres.
Schwartz, H. P. (1975): «Absolute age determination of archaeological sites by
uranium series dating of travertines», Archaeometry, 22, 3-24.
Tarling, D. (1983): Paleomagnetism: applications in geology, geophysics and
archaeology. Chapman and Hall.
Taylor, R. E. (1987): Radiocarbon Dating: An Archaeological Perspective. Aca-
demic Press. Orlando
Varios autores (1978): C-14 y Prehistoria de Ja Península Ibérica. Fundación Juan
March, Serie Universitaria, Madrid.
Watkins, T. (ed.) (1975): Radiocarbon: Calibration and Prehistory. University of
Edinburgh. Edimburgo.

185
7.
Los métodos científicos:
el oJo no basta

En este capítulo se verán aquellos aspectos de la Arqueología que


corresponden a estudios o análisis de otras disciplinas distintas, las
llamadas «ciencias auxiliares», con la excepción de los métodos de
cronología absoluta, que ya vimos en el capítulo anterior. Aunque las
posibilidades de aplicación aumentan de año en año, y son tan numero-
sas que sería imposible exponer todas aquí, ni siquiera brevemente,
nos centraremos en aquellos problemas más importantes, los que apa-
recen con más frecuencia en la investigación actual, y en los métodos
más utilizados para su resolución.
La reconstrucción de los medios ambientes prehistóricos es hoy una
de las aspiraciones fundamentales de los estudiosos de este período.
Desde hace algún tiempo se sospecha que es en la relación de los
grupos humanos con la geografía circundante donde radica la explica-
ción de muchos fenómenos de cambio cultural. No parece que sea por
simple casualidad la asociación probada de una época de mayor sequía
al final del Plioceno con la aparición del primer hacedor de herramien-
tas de filo cortante, que luego nosotros llamamos «hombre», o de la
elevación constante de la temperatura, extinción masiva de especies
animales, subida del nivel del mar, etc. de comienzos del Holoceno,
con el surgimiento de las primeras comunidades sedentarias, dedica-
das a la agricultura/ganadería y el progresivo abandono de la caza y
recolección.
Por lo tanto, es necesario que el arqueólogo recupere información
de tipo ecológico procedente del pasado, y no únicamente datos cultu-

187
rales. Lo que ocurre es que esa información es tan amplia y variada que
resulta imposible que el propio arqueólogo la domine, y ha de acudir a
otros científicos: geólogos, para que analizen los suelos, estratos, rocas,
etc.; paleontólogos y tafónomos, que obtengan toda la información posi-
ble de los restos de fauna de la excavación, apenas una serie de
pequeños fragmentos de hueso en ocasiones; y palinólogos y antracólo-
gos, que le digan qué tipos vegetales existieron en los alrededores y
dentro del yacimiento. Todo esto tiene por objeto la reconstrucción del
clima (temperatura, humedad, etc.), de los recursos económicos que le
acompañan (fauna y flora susceptibles de servir como alimentos), y,
especialmente, de su cambio con el tiempo en relación con la composi-
ción de los grupos humanos (demografía, asentamientos) y su compor-
tamiento (reflejado en la cultura material).
En la segunda parte de este capitulo se examinarán con brevedad
otros tipos de análisis, que se refieren en esencia a la composición de
los restos recuperados en las excavaciones. El análisis químico elemen-
tal -ya hoy efectuado habitualmente con la espectroscopia (sobre todo
de fluorescencia de rayos X)- puede informar sobre qué tipo de
elementos, y en qué proporción, componen un objeto metálico, un útil
lítico de sílex o de obsidiana, un recipiente de cristal o cerámica, etc.
Estos datos pueden servir en ocasiones para averiguar el lugar de
procedencia de la materia prima, con todo lo que implica sobre los
sistemas de comercio o intercambio, y en todo caso nos informa sobre
la habilidad tecnológica de nuestros antepasados. El contenido de cier-
tos elementos, como el estroncio, en los huesos humanos permite estu-
diar los tipos de alimento del hombre prehistórico, y cómo pudieron
variar con el curso del tiempo, o de unos a otros grupos contemporá-
neos.
Finalmente, diversos estudios isotópicos, parecidos a los que vimos
en el capítulo anterior, y que se verán aparte por su naturaleza especi-
fica, nos sirven para lograr los mismos objetivos pero de forma más
precisa: procedencia de metales, dietas alimenticias y cambios del
clima durante toda la evolución humana.

7.1. La reconstrucción del medio ambiente

7.1.1. La Geología

Esta ciencia estudia la colocación y composición de los sedimentos


terrestres de todos los períodos y tengan o no restos de seres vivos,
pero a nosotros nos interesa sólo, lógicamente, el estudio del Cuaterna-
rio (y en todo caso el final del Terciario, cuando surgen los primeros

188
homínidos), en aquellos estratos donde existe testimonio de actividad
humana o relacionada con el hombre. Sus conclusiones se refieren
sobre todo al clima existente en el momento en que se formaron los
depósitos. La Estratigrafía analiza la superposición de las capas, su
extensión y aspecto físico, evalúa su cronología relativa y establece la
relación que existe entre cada una de ellas y sus restos paleontológicos
y arqueológicos. La Sedimentología estudia en el laboratorio la compo-
sición del sedimento, mediante la granulometría, morfoscopia de los
granos de cuarzo, composición de minerales pesados, arcillas, etc.
Los principales sedimentos que se formaron en el Cuaternario son
los glaciares, lacustres, marinos, fluviales, eólicos, carbonatados, volcá-
nicos y los depositados en las cuevas; a continuación resumiremos sus
características más importantes.
Existen dos tipos de glaciar: una capa continua de hielo que cubre
enormes superficies, el inlandsis, hoy confinada a zonas como Groen-
landia y la Antártida pero que durante las glaciaciones cubrió todo el
Norte y parte del centro de Europa, y los glaciares de valles montaño-
sos, cuyas largas lenguas de hielo bajan desde las cumbres hasta las
áreas más bajas. Ejemplos de este segundo tipo son los glaciares alpi-
nos, ahora situados sólo en la cadena montañosa, pero que en los
periodos de frio intenso llegaban a cientos de kilómetros de aquélla. La
importancia del fenómeno glaciar se puede intuir si se piensa que en
estos depósitos está hoy contenida la mayor parte (98 %) del agua
potable de la tierra.
De la gran extensión de los hielos en el pasado quedan como testi-
monios fundamentales las morrenas, enormes masas de sedimentos
arrancados del suelo y arrastrados cientos de kilómetros por el empuje
de la masa helada. Estos depósitos son de una gran heterogeneidad,
pues contienen desde grandes rocas hasta arenas y arcillas, y todavía
hoy se encuentran, tan lejos de los glaciares como en el centro de
Alemania o de Francia, en forma de elevaciones estrechas y alargadas
que indican el lugar de máximo alcance de la lengua del glaciar.
Gracias a los métodos de cronología absoluta aplicados a sedimentos
de este origen, sabemos cuándo comenzó el empeoramiento climático,
que según algunos autores debería servir de fecha inicial del Cuaterna-
rio. Aunque existen datos de glaciación mayor que la actual, en Alaska,
de hace unos trece millones de años, en las latitudes más bajas, por
ejemplo Europa, los fríos no empezaron hasta hace tres millones de
años, y con mayor y constante intensidad hace 1.8 millones, m~mento
en que, por consenso mayoritario, se suele colocar el comienzo del
Pleistoceno, período inicial del Cuaternario.
Desde comienzos de este siglo se conocen las cuatro glacia~iones
más importantes que se dieron en Europa, sucesivas de más antigua a

189
más moderna: Gunz, Mindel, Riss y Würm, separadas por interglacia-
res más cálidos (Figura 27). Los cuatro nombres corresponden original-
mente a cuatro afluentes del Danubio en la región de Baviera, alcanza-
dos respectivamente por morrenas de cada uno de los períodos fríos.
Luego se ha propuesto la existencia de dos glaciaciones más antiguas:
Donau y Biber, mal conocidas y peor fechadas. En Centroeuropa el
aspecto de los depósitos de cada una es como sigue: los del Gunz están
muy alterados, y se separan de los mindelienses por una erosión poco
intensa, que en los Pirineos se ha localizado como un suelo de altera-
ción amarillo-naranja; los depósitos del Mindel aparecen como un grán
amasijo morrénico, coronado por capas de alteración de color rojo
intenso (ferretto) del interglaciar Mindel-Riss, cálido y húmedo; los
rissienses son de dos tipos, morrénicos muy alterados, donde han
desaparecido las calizas, y limos de color amarillo que cubren las
terrazas y son de origen eólico, pero que, al contrario de otros loess,
no tienen tampoco calizas (desaparecidas en los interestadios húme-
dos); por último, los depósitos del Würm corresponden a morrenas
muy alteradas y poco espesas, pero no superpuestas por loess: la
acción del viento fue tan intensa que no permitió a las partículas deposi-
tarse más que en muy pocas zonas.
Existen problemas para concretar y ponerse de acuerdo respecto a
la cronología de las diferentes glaciaciones, debido a los múltiples
sistemas empleados para fechar y a que en cada zona geográfica la
duración de los fríos fue distinta. Las glaciaciones Biber y Donau co-
rresponden más bien al Plioceno, mientras que el interglaciar Donau-
Gunz y la glaciación Gunz se denominan Pleistoceno Inferior, hasta
hace unos 700.000 años. Entonces comienza la glaciación Mindel y el
Pleistoceno Medio, período en que parece segura la llegada del hom-
bre a Europa, siendo los datos más antiguos (por ejemplo, Chilhac, en
el Macizo Central francés, supuestamente con útiles líticos de 1.6-1.8
millones) bastante dudosos. La glaciación Mindel duró hasta hace alre-
dedor de 300.000 años, intercalada como todas por períodos más cáli-
dos (interestadios), y tras el interglaciar Mindel-Riss (difícil de distin-
guir), siguió la glaciación Riss, hasta hace poco más de 100.000 años.
Entonces empezó el interglaciar Riss-Würm, a la vez que el Pleistoceno
Superior, y poco más o menos por las mismas fechas el período cultural
llamado Paleolítico Medio. La última glaciación comenzó hace unos
75.000 años y duró hasta hace 10 ó 9.000 años, comenzando entonces el
período Holoceno.
En los últimos años, y vista la gran indeterminación cronológica que
existe en el entramado anterior, sobre todo respecto a los inter-esta-
dios, se recurre a la sucesión climática definida por el análisis de
isótopos de oxígeno del fondo de los mares (Ver 7.3). Por este sistema

190
se han definido hasta ahora 19 estadios principales a partir de hace
700.000 años, de los cuales ocho fueron muy fríos y once más cálidos.
Del estadio 19 (cálido, ¿interglaciar Gunz-Mindel?) al 6 (frío, último
estadio del Riss) estamos en el Pleistoceno Medio y en el estadio 5
(cálido, interglaciar Riss-Würm) comienza el Pleistoceno Superior, que
incluye también los 4, 3 y 2 (Glaciación Würm, el 3 es algo más cálido
que los otros dos); el estadio 1 corresponde al Holoceno actual.
Los sedimentos lacustres se formaron por la deposición lenta pero
constante de finas partículas en el fondo de los lagos, de cuyas capas se
ha podido extraer una interesante información sobre cronología y suce-
sión climática. Muchos de estos lagos tienen un origen glaciar, forma-
dos tras una morrena que hace de presa de contención. Por ejemplo, el
lago alpino de Grésivaudan, hoy completamente rellenado, tiene sedi-
mentos que van desde el final de la glaciación Riss hasta el final del
Würm, cerca de 150.000 años de historia geológica allí contenidos.
Algunos lagos se rellenaron durante el Holoceno, como el de Chirens,
y en sus capas se puede contemplar, mediante análisis polínico, toda la
deposición vegetal de las aguas y las variaciones climáticas del período
postglaciar.
Los depósitos cuaternarios marinos también son muy útiles para
mostrar los cambios, y los hay de dos clases: playas fósiles y depósitos
submarinos. Las primeras, más interesantes por su relación con el
hombre, corresponden a elevaciones del nivel del mar, y se detectan
por restos marinos hallados muy alejados o elevados con respecto a la
línea de costa actual. Se supone que durante los interglaciares el nivel
del mar ascendía a causa de la fundición de los hielos, aunque a la vez
los continentes subían algo al verse libres de su carga, y el fenómeno
contrario ocurría durante los glaciares; todo ello complicado por los
movimientos tectónicos. Hoy se sabe que, en términos absolutos, es
decir sin tener en cuenta el movimiento continental, el nivel del mar
subió 40 metros y bajó 150 metros con respecto del nivel actual. Esto se
ha podido estudiar en la Antártida, donde la masa continental apenas
varió de posición en el Cuaternario.
Aunque es difícil fechar estos fenómenos, lo mismo que ponerlos en
relación con otros episodios climáticos, su importancia para el compor-
tamiento humano es evidente: aislamiento en los períodos cálidos y
mayor comunicación en los fríos. Por ejemplo, el continente americano
se pudo poblar gracias al descenso del mar en el estrecho de Bering,
hacia la mitad de la última glaciación.
Los sedimentos fluviales formaron las terrazas de los ríos, lugares
bien conocidos de asentamiento del hombre prehistórico desde el ini-
cio de su andadura (por ejemplo, el 95 % de los restos del Paleolítico
Inferior británico se hallan sobre graveras de ríos). Por ello han intere-

191
sado siempre su datación y el saber a qué fase climática corresponden.
Hace tiempo se pensaba que los materiales se habían depositado (con
el caudal extendido en superficie) durante los períodos más cálidos, y
que el río había excavado su cauce en aquéllos, encajonándose y de-
jando sus riberas elevadas (las terrazas), durante las glaciaciones, por-
que entonces el nivel del mar estaba más bajo y de esa manera el nivel
del río también bajaba para unirse al mar en la desembocadura. Hoy se
ha rechazado esta teória (glacio-eustática), y se piensa más bien que
durante los períodos más fríos se forman los depósitos, por la erosión
glaciar y por la imposibilidad de su acarreo (son demasiados para el
caudal existente), y en el inicio de los interglaciares la mayor capaci-
dad de transporte (al fundirse el hielo) y el reblandecimiento de los
suelos favorecen la excavación de los cauces. Por lo tanto, los depósitos
son glaciares pero la terraza propiamente dicha, elevada sobre el río,
corresponde a los períodos interglaciares, cuando el nivel del mar está
subiendo (tansgresión marina). Cuando existen varias terrazas super-
puestas, desde el punto de vista de cronología relativa, la superior es
más antigua que la inferior.
Los depósitos loéssicos están formados por diversos elementos
(granos de cuarzo, minerales arcillosos y pesados, caliza en ocasiones)
acumulados por acción del viento. El proceso se realiza por la erosión
de zonas periglaciares, en climas muy secos o muy fríos, o bien las dos
cosas a la vez; la fauna contenida es siempre fría. Los suelos de Joess
son de color amarillo-marrón, aunque a veces son transformados por la
vuelta del bosque, formándose capas más oscuras (paleosuelos) en
superficie, o más rojizas si se da una oxidación por mejoramiento del
clima. Casi un diez por ciento de los suelos terrestres son de este tipo u
origen, extendidos en las llanuras de Eurasia, justo debajo de la zona
de extensión máxima de los hielos, desde Centroeuropa hasta China.
Como la parte superficial del loess es muy fértil, las zonas correspon-
den hoy a las más pobladas del globo, y fueron estos terrenos los
primeros colonizados por los agricultores en la Europa de comienzos
del Neolítico. La sucesión estratigráfica de loess del Pleistoceno ha
servido, junto con sus restos de pólenes y fauna, para varios intentos de
cronología del Cuaternario europeo.
Al contrario que los loess, los depósitos calcáreos se formaron en
periodos de clima cálido, por precipitación del contenido de bicarbo-
nato cálcico en el agua. Los sedimentos son tanto más potentes cuanto
mas carbonato existió y más alta fue la temperatura. Los más importan-
tes son los suelos estalagmiticos de las cuevas y los depósitos de tobas
y travertinos. Los suelos calcáreos de las cuevas son excelentes señales
estratigráficas, pues no sólo protegen los niveles que están debajo, sino
que contienen a veces información polinica y se pueden fechar por

192
Uranio/Torio (Ver 6.5), Resonancia electrónica de spin (ESR) y Termolu-
miniscencia (6.3). En el yacimiento de Vallonnet (Francia) -el más
antiguo hábitat en cueva conocido en Europa-, la ocupación humana
(algunos útiles arcaicos) está comprendida entre dos capas estalagmíti-
cas, las cuales se fechan por ESR entre 1.2 y 0.7 millones de años,
sugiriendo la posibilidad de la llegada del hombre a Europa antes del
Pleistoceno Medio. Los travertinos y tobas se formaron en relación a los
cursos de agua, e igualmente pueden contener información faunística y
florística. En Vertesszbllbs (Hungría), los niveles arqueológicos se pu-
dieron fechar a comienzos del Pleistoceno Medio gracias a que estaban
intercalados entre dos travertinos.
La actividad de los volcanes durante el cuaternario se refleja tam-
bién en depósitos de ese origen, los cuales son fechables por Potasio-
Argón (Ve,r 6.4) y Huellas de fisión (6.6), y que puede haber sellado
restos arqueológicos u orgánicos. Este sellamiento se produjo de ma-
nera brusca, lo cual es importante porque es posible que los restos que
se encuentran debajo correspondan a un momento mucho más corto en
el tiempo que en otros depósitos de acumulación más lenta. Por otro
lado, las emanaciones del tipo tephra, lanzadas al aire en forma de
rocas, llegan muy lejos, hasta cientos e incluso miles de kilómetros, y
pueden aparecer en ocasiones dentro de los yacimientos. Si aplicamos
los métodos de datación antedichos Uunto con la Termoluminiscencia o
el C-14 si los sólidos ardientes quemaron algún vegetal), se puede
fechar la erupción, el yacimiento y todos aquellos en los que aparezcan
tephras con idéntica composición físicoquímica.
Un último tipo de sedimento corresponde a los depositados en el
interior de cuevas, especialmente interesantes si tal refugio fue ocupa-
do por el hombre, el cual ha contribuído con sus actividades y aportes
a la formación de los depósitos. El sustrato y la cobertura de la cueva
son fundamentales en la composición de los estratos, pero es el clima
el principal factor del relleno, junto con la acción humana y animal
(ver 3.1).
En períodos fríos y húmedos se disgregan las rocas del techo por el
aumento de presión en las fisuras, resultante de la conversión de agua
en hielo (gelifluxión). El final del proceso, que también actúa sobre los
fragmentos caídos, provoca la acumulación de gravas. También en
períodos fríos se produce la solifluxión, o helada permanente de los
suelos con la excepción de la parte superior durante el verano, mo-
mento en que se producen colamientos que dejarán su huella, incluso
en pendientes débiles. Al comienzo y final del período glaciar, se
producirán arroyadas de agua que resultarán en abarrancamientos,
claros indicadores cronológicos de esos momentos. También se produ-
ce la disolución de la caliza a causa del gas carbónico de las aguas, que

193
aumenta al bajar la temperatura; de esta forma van desapareciendo la
mayoría de las rocas caídas por la acción de las heladas. Por último, los
aportes eólicos son mayores en períodos glaciares, lo cual se puede
comprobar por el análisis de minerales pesados y la forma de los
granos de cuarzo.
En épocas templadas o cálidas se produce un número importante de
reacciones químicas en los sedimentos (diagénesis), que afectan más a
las capas superficiales, donde se forman los suelos de alteración. Al
evaporarse el agua por el calor, se precipitan los carbonatos en forma
de suelos estalagmíticos, ya citados. En resumen, en los períodos fríos
(glaciares) predomina la acción mecánica sobre los suelos, mientras en
los calientes (interglaciares o interestadios), lo hace la acción química.
Estos cambios se pueden apreciar en los diagramas acumulativos glo-
bales de sedimentos, que muestran cómo varían según los diferentes
niveles de una cueva los porcentajes de los diversos tamaños :bloques,
más de 10 cm; guijarros de 10 a 1 cm; gránulos de 1cma2 mm; arenas
gruesas, de 2 a 0.2 mm.; arenas finas, de 0.2 a 0.035 mm; limos de 35 a 2
micras; arcillas por debajo de 2 micras. Por ejemplo, en la cueva de
Lazaret (Francia), los guijarros son mucho más abundantes en los nive-
les 7 ,6, 5a, 4e y 4b, precisamente donde se dan más piedras resque-
brajadas por el hielo, coincidiendo con las fases más frias de ocupación
del yacimiento (Figura 7.1).

b e

o 50% 100 o 50% 100 o 50% 100

Figura 7.1. Ejemplo de diagrama acumulativo de sedimentos, de los niveles


superiores de la cueva de Lazaret (Francia): a) diagrama global, de izquierda a
derecha: guijarros, gránulos, arenas gruesas, finas, limos y arcillas; b) diagra-
ma de elementos gruesos (de guijarros a arenas gruesas); c) diagrama de
elementos finos alóctonos (de arenas finas a arcillas). (Según Miskovsky, 1987,
pág. 399.)

194
Lo dicho hasta ahora se refiere fundamentalmente a la época de las
glaciaciones, cuyo último período frío terminó hace unos diez mil años.
Ahora bien, ¿qué pasó, desde el punto de vista geológico, a partir de
entonces, en el Holoceno? Puede que en teoría se trate de un inter-
glaciar más, pero la rápidez evolutiva del hombre desde el final de la
glaciación, y sobre todo tras el Neolítico hace ocho mil años, hacen de
este período el más interesante de la Prehistoria y el más rico en restos
arqueológicos, con gran diferencia sobre los demás.
Con todo, el Holoceno es un período muy corto en la escala geológi-
ca, y no ha dado tiempo para que hayan ocurrido grandes cosas. La
mayoría de los depósitos recientes se han dado en el fondo de los
valles aluviales, afectando superficies pequeñas. No obstante, en deter-
minadas zonas ese espacio es precisamente el vital para la vida huma-
na, y la Geología juega un papel esencial. Ese es el caso del valle del
río Nilo, donde los aluviones han servido de base y en ocasiones han
cubierto asentamientos humanos de fecha posterior al Neolítico (Figura
7.2). Otros cambios se han dado con la subida isostática de algunas
costas marinas y el consiguiente aumento del área aprovechable, como

Meseta
desierta

Roca de base. ~ Pleistoceno }


caliza del Eoceno ~Superior
Relleno de ~ Pleistoceno
comienzos del Holoceno ~ Medio Graveras
mmml Pleistoceno
- Aluvión reciente ~Inferior
['.'.((J.}füj Duna

Figura 7.2. Sección idealizada del valle del río Nilo, que muestra la relación
entre yacimientos arqueológicos y elementos geológicos: l) y 2) útiles líticos
esparcidos, del Paleolítico Inferior y Medio; 3) restos predinásticos; 4) posible
necrópolis predinástica, enterrada bajo el aluvión; 5) asentamiento predinásti-
co; 6) tumbas predinásticas; 7) aldea moderna sobre tell antiguo; 8) carretera
siguiendo el borde de canal paralelo al río. (Según Davidson, 1985, fig. 2.6.)

195
en Finlandia o Canadá, zona donde se ha podido investigar en muchos
yacimientos arqueológicos del Norte del país. En las zonas de desierto
ha sido posible estudiar los cambios ambientales recientes mediante la
localización de dunas fósiles y activas, observando a veces distancias
de hasta 900 km entre unas y otras, como en el desierto de Thar entre
Pakistán y La India.
Los fenómenos erosivos han sido importantes durante todo el Holo-
ceno en las zonas más cálidas, y es necesario evaluar su impacto sobre
los yacimientos arqueológicos. Para ello necesitaremos la ayuda de la
Geomorfología, que nos indicará cómo cambió el paisaje durante los
últimos milenios y los procesos que todavía hoy están teniendo lugar.
La erosión puede llegar a arrasar un yacimiento completo o una parte
importante de él, o cubrirlo en proporción variable con aportes de
otras zonas: en ambos casos, el resultado práctico puede ser la desapa-
rición del yacimiento a efectos de estudio, y esto ha de ser tenido en
cuenta al realizar prospecciones y planos de distribución de sitios
arqueológicos. No obstante, algunos estudios recientes ofrecen una
imagen optimista al respecto: en la isla de Melas se vio que la mayoría
de los asentamientos conservados estaban en pendientes menores del
18 % y no parece probable que hubiera muchos más en zonas de
mayor pendiente, que es donde podrían haber desaparecido. En el
Sureste español, la buena conservación de los yacimientos argáricos,
en una zona de abundandes badlands y erosión intensa, indica que ésta
no ha sido tan fuerte como se creía, al menos en los últimos cuatro mil
años.

7 .1.2. La Arqueozoologia

La importancia de los restos de fauna en los yacimientos arqueológi-


cos es clara por dos razones: en primer lugar, como los animales
evolucionan con el paso del tiempo, su presencia nos indicará en qué
momento cronológico estamos, y, como los animales están adaptados a
un clima concreto (bien es verdad que unos más que otros), también
nos informará sobre esa condición ambiental. En segundo lugar, tenien-
do en cuenta que la mayor parte de los animales que llegaron al
yacimiento lo hicieron en forma de alimento para sus ocupantes, su
estudio nos suministra datos sobre las actividades económicas, dieta,
etc., del hombre prehistórico. En todos estos casos y aplicaciones, tan
importante o más que el tipo de especie presente es su número o
porcentaje con respecto a los demás.
A continuación haremos un breve bosquejo de la evolución de los
tipos más importantes durante el Pleistoceno europeo. Entre los inver-

196
tebrados destacan los moluscos, cuyo estudio recibe el nombre de
Malacología. El descubrimiento de sus restos (conchas) en los yaci-
mientos, para lo que se suele emplear una criba con el tamiz de medio
milímetro, puede servir de importante marcador climático, pues tanto
los terrestres como los acuáticos son muy sensibles a las variaciones de
temperatura. Sin embargo, no son buenos indicadores cronológicos,
puesto que su evolución ha sido lenta. Durante el período Epipaleolíti-
co se produjo un aprovechamiento alimenticio intenso de estos anima-
les por todo el mundo, resultando en yacimientos llamados «conche-
ros», precisamente por la gran abundancia (verdaderos montículos a
veces) de estos restos. Ejemplos de concheros los tenemos en la cultura
Ertebolliense de Dinamarca, Asturiense del Cantábrico español (con
restos de lapa y bígaro sobre todo), Capsiense del Norte de Africa (las
escargotieres, con caracoles terrestres), Jomon de las islas japonesas,
Sambaquí del Brasil, etc.
El estudio de los peces (ictiofauna) presenta cierto retraso con res-
pecto al de otros animales, de restos más visibles y mejor conservados.
Así, por ejemplo, aunque se conocen las especies anteriores al Pleisto-
ceno Medio, que se extinguieron la mayoría con el comienzo de los
grandes fríos del Mindel, no se sabe apenas nada de los cambios
posteriores hasta el Holoceno, cuya fauna es similar a la actual. No
obstante, es probable que los restos marinos se conviertan con el
tiempo en buenos marcadores del clima e incluso de la actividad reco-
lectora estacional de los pescadores prehistóricos. El reconocimiento
de la especie, cuestión complicada con otros animales, es aquí relativa-
mente sencillo, pues la radiografía frontal de las vértebras (el resto más
abundante) permite una identificación precisa por comparación con
radiografías de las especies actuales. Otras ventajas son el estudio del
crecimiento estacional, visible en las vértebras y en el oído interno, y
que existe una proporcionalidad muy exacta entre los diferentes hue-
sos, por lo que es posible estimar el tamaño del animal completo en
función de cualquier pequeño resto.
La costumbre reciente de cribar con tamices finos la tierra de las
excavaciones, sobre todo buscando la recuperación de la microfauna
de mamíferos, ha permitido encontrar también los restos de aves. La
mayoría de las especies del Cuaternario son muy parecidas a las actua-
les, aunque en algunas se ha detectado variación del tamaño, como en
un tipo de cuervo que crece desde el Plioceno hasta que se estabiliza
en una talla como la actual durante el Riss. No obstante, la existencia en
ocasiones de diferencias de tamaño debidas a distintas ad.aptaciones
climáticas (en el mismo momento), puede enturbiar una imagen tan
clara.
Desde el punto de vista de la localización cronológica y climática, es

197
la fauna de los pequeños mamíferos (micromamíferoS!) la que propor-
ciona la información más clara y precisa. Los órdenes más importantes
son los roedores (ratones, etc.), insectívoros (musarañas. etc.), quiróp-
teros (murciélagos) y a veces también son de utilidad los lagomorfos
(conejos), de talla mayor. Para su recuperación en el yacimiento son
necesarios tamices de 0.5 a 0.8 mm con chorro de agua (más ácido
acético en ocasiones) para desmenuzar los aglomerados de tierra. La
gran mayoría de los restos procede de los desperdicios (excrementos,
regurgitaciones, etc.) caídos de los nidos que las aves rapaces, que se
alimentan sobre todo de estos pequeños animales, construyeron en los
salientes rocosos de cuevas y abrigos.
La información que proporciona la microfauna se basa en el hecho
de que su evolución fue muy rápida durante el Cuaternario, y la obser-
vación detallada del tamaño y la forma del esqueleto, y sobre todo de la
dentadura, permite conocer con cierta aproximación el momento cro-
nológico al que corresponde. Por otro lado, estos animales son muy
sensibles a los cambios climáticos y las diferentes especies están muy
ligadas cada una de ellas con un biotopo específico, emigrando rápida-
mente, en busca de su nueva localización, cuando se producen cambios
importantes. De ello se deduce que cada animal o conjunto de ellos
aparece siempre a la vez que un cierto rango de temperatura y de
humedad, y un cierto elenco de especies vegetales (bosque, pradera,
estepa, etc.).
Por ejemplo, un tipo de roedor, el ratón de campo o campañol, fue
cambiando a lo largo del Pleistoceno Inferior y comienzos del Medio,
manifestándose en diferentes especies del género Mimomys, luego
existió un corto período (Pleistoceno Medio antiguo inferior) en el que
este género coexistió con otro distinto, Microtus, y después ya fue este
último el que evolucionó en diferentes especies hasta la época actual.
La precisión con la que se puede fechar un contexto en función de estos
restos orgánicos cambia y va mejorando según nos acercamos al final
del Cuaternario. Así, por ejemplo, en Francia se ha podido dividir el
glaciar Würm en catorce episodios de migración, aparición y desapari-
ción de las especies de roedores. Esto quiere decir que es posible
obtener una fecha con una precisión de cinco mil años por término
medio.
Los restos de grandes mamíferos son también indicativos de la
posición climática y cronológica del contexto donde aparecen, pero
con una precisión mucho menor de la que se obtiene con la microfauna.
Ello es debido a que estos animales están adaptados a biotopos más
amplios y variables, y por lo mismo se acoplan fácilmente a los cam-
bios, de forma que apenas varían en zonas y periodos muy dilatados.
Por otro lado, su presencia en los yacimientos arqueológicos suele ser

198
debida a la actividad humana (caza sobre todo) y en ocasiones pudie-
ron ser conseguidos a mucha distancia, en una zona climática diferente.
Por ejemplo, en la Ca une de l' Arago en el Sureste francés, un relleno
del Pleistoceno Medio contaba con animales de clima muy frío (zorro
polar y buey azmilclero) y de clima más caliente (león y pantera), lo
cual sólo puede explicarse por la yuxtaposición de ambientes muy
diversos y por la adaptación de las diferentes especies. Algunos anima-
les tienen partes especiales de su anatomía adaptadas a un medio
ambiente concreto: por ejemplo, el rinoceronte lanudo tiene dientes de
corona alta, que corresponden a una alimentación de gramíneas en
espacios abiertos, mientras que el rinoceronte Merck tiene sus coronas
bajas de acuerdo con su alimentación de follaje típico de espacios
boscosos.
En general, los datos ambientales de la macrofauna apenas permiten
afinar sobre períodos de tipo glaciar/interglaciar (Figura 7.3), y para
llegar a precisar sobre épocas de tipo interestadio es necesario combi-
nar la información con la que da el estudio de la microfauna y de los
restos vegetales. Con todo, los huesos de los grandes mamíferos pre-
sentan un interés adicional, sin duda mayor que el puramente cronoló-
gico/ambiental: nos informan de las actividades económicas del hom-
bre prehistórico, de cuáles y cuántos animales cazaba y, tras el Neolíti-
co, de los detalles de la domesticación.
Una vez vistos los diferentes tipos de restos óseos que se pueden
encontrar en una excavación, resumamos ahora los pasos más impor-
tantes que se siguen en su recuperación, estudio e interpretación; es
decir, las bases de la nueva ciencia llamada Arqueozoología. En primer
lugar, es preciso identificar los huesos a nivel de especie. Esta tarea,
clave en el proceso, es únicamente factible si se cuenta con colecciones
de huesos para comparación, ya que los atlas publicados, con dibujos
de cada hueso para cada especie, no sirven más que para que el
principiante se familiarice con cada forma. De cada especie conviene
tener esqueletos completos de macho, hembra, juvenil e infantil (este
último en el caso de animales domésticos), y, si se trata de ovino/bovi-
no, de un ejemplar castrado. En cuanto a exactitud, la información
obtenida puede ir desde la imposibilidad de decir nada respecto al
hueso («SI» = sin identificar, algo usual en restos muy fragmentados)
hasta la seguridad completa sobre el género, especie, edad, sexo y
condición fisiológica (paleopatología).
Acto seguido viene la cuantificación. Con ella se trata de estimar la
composición y número relativo de especies en el grupo de animales
que eran cazados o se poseían en domesticación, tratando de corregir
el error derivado de la pérdida de fragmentos. La forma más simple es
contar el número de restos (NR) de cada especie, pero es también la

199
D Tundra y estepa
[[::!] Vegetación caducifolia

~ Coníferas

rn Vegetación mediterránea

EJ Glaciares
----- Nivel del mar

o 500 km

Figura 7.3. Distribución de hielos, vegetación y fauna en Europa durante el


último máximo glaciar, hace unos 20.000 años. El inlandsis cubre todo el norte
del contienente, los mares han bajado más de cien metros uniendo las islas a la
tierra firme, y se ha difundido la fauna fria: l) mamut, 2) buey almizclero, 3)
reno, 4) caballo, 5) lobo, 6) león, 7) oso de las cavernas, 8) antílope Saiga, 9)
cabra, 10) lince, 11) ciervo megaceros, 12) hiena de las cavernas, 13) rinoceron-
te lanudo, 14) reno. (Según Renault-Miskovsky, 1986, fig. 68.)

más afectada por la desaparición diferencial previa a la excavación. El


cálculo del número mínimo de individuos (NMI) añade un nuevo nivel
de complejidad al tratarse de una manipulación más o menos afortuna-
da de los datos óseos, pero puede evitar el problema anterior.
En pocas palabras, el método del NMI trata de estimar cuántos
animales había de cada especie, «como mínimo». Es decir, es probable
que hubiera más de esa cantidad, pero es seguro que no hubo menos.
Así se pasa de una variable, los huesos, a otra mucho más interesante,

200
los animales, que contaremos por unidades tanto si encontramos el
esqueleto completo como si sólo hemos recogido un pequeño hueso
(porque los demás han desaparecido o se han perdido en el cribado de
la tierra).
La forma más directa de estimar el NMI consiste en subdividir la
muestra por huesos concretos (húmeros, tibias, pelvis, etc.) dentro de
cada especie, y cada hueso par en elementos izquierdos (S) y derechos
(D), tanto los completos como los fragmentados. De esa forma es fácil el
cálculo: si no puedo demostrar que dos huesos son de distinto animal,
supongo que son del mismo. Por ejemplo, si tengo dos tibias izquierdas
de cabra, está claro que son de dos cabras distintas, pero si tengo una
derecha y otra izquierda (o dos fragmentos de distinta parte de la tibia
derecha, por ejemplo), y son de igual tamaño, pueden ser del mismo o
de distinto animal, pero yo supongo que son del mismo, porque se trata
de una estimación conservadora del número; se trata del número míni-
mo. En el caso de muestras muy amplias, la tarea de examinar y compa-
rar todos los huesos es tan larga que resulta preferible aplicar alguno
de los diversos sistemas de cálculo indirecto del NMI, a partir de los
recuentos de huesos izquierdos, derechos y parejas (S, D y P: fórmulas
de Chaplin, Krantz, Petersen, etc.). Con todo, resulta lícito preguntarse
por la representatividad del NMI con respecto al número real de indivi-
duos, ya que estudios recientes muestran altísimos porcentajes de pér-
dida de restos (en general superiores al 90 por ciento).
Otro método de estimar la cantidad es utilizar el peso de los huesos
de cada especie, método que ha sido presentado como una estimación
de la biomasa consumida en el yacimiento, ya que existe proporcionali-
dad entre el peso del esqueleto y el peso del animal vivo (en mamífe-
ros terrestres el primero es aproximadamente un 7% del segundo). Los
tres sistemas de cuantificar (NR, NMI y peso) son intrínsecamente distin-
tos y producen resultados tan diferentes, para los mismos datos de
entrada, que no resultan comparables entre sí. Algunos experimentos
de simulación con ordenador, generando muestras de distinto tamaño y
estado de conservación, y comparando después los grados de repre-
sentatividad de los tres métodos, parecen demostrar que el más fiable
es el simple recuento de los huesos por especie, y que es mejor utilizar
las cifras directas y no los porcentajes.
La edad de los animales se puede determinar por diversos méto-
dos: las degradaciones estructurales producidas por el paso del tiempo
(desgaste dentario, pérdida de colágeno en los huesos, etc.), los cam-
bios secuenciales (reemplazo de dientes, fusión de las epífisis en los
extremos de los huesos largos, etc.), las líneas de incremento en el
cemento y esmalte de los dientes, huesos, etc., y los cambios cuantitati-
vos (desarrollo de las astas de los cérvidos, por ejemplo). El sexo es a

201
veces discernible por la diferencia de tamaño (los machos son mayo-
res), algunas distinciones en la morfología de ciertos huesos (la pelvis
es típica, también los caninos a veces) o por algunos rasgos concretos
como las cuernas del ciervo macho, el espolón del gallo, etc.
La proporción de juveniles sacrificados es importante como indicio
de una cierta selectividad en la acción humana. Por ejemplo, en la
cueva musteriense de Hortus en el Sur de Francia, la ausencia de
cabras jóvenes en la fase 2 indica que los neandertales que vivieron allí
intentaban mantener los rebaños para el futuro y no cazaban más que
cabras adultas, o bien que sólo ocupaban la cueva al final del invierno,
época en que los animales nacidos el año anterior ya habían crecido y
aún no había comenzado la siguiente estación de cria. Por contra, en la
cueva de Zawi Chemi Shanidar en Irak, el porcentaje anormalmente
alto de ovejas jóvenes se ha interpretado como síntoma de domestica-
ción (no se entiende tal actitud de derroche en la caza), a pesar de que
aún no se habian producido los habituales cambios anatómicos (dismi-
nución de tamaño general) que al cabo de un tiempo provoca la domes-
ticación por deriva genética (Fig. 7.4). Es decir, al contrario de lo que
ocurre en otros yacimientos más recientes, los huesos de las ovejas de
Shanidar son indistinguibles de los de la oveja salvaje, pero la abun-
dancia de juveniles, impropia de una actividad cazadora, sugiere ya la
posesión de un rebaño en cautividad.
De lo dicho se desprende que es posible elaborar inferencias sobre
la actividad económica del pasado en función de los datos faunísticos, y
no sólo simplemente decir qué tipo de animales cazaban y comian

Uros Bóvidos celtas Bóvidos modernos


Figura 7.4. Con la domesticación se produjo una disminución del tamaño de
las especies, que de nuevo han vuelto a crecer a lo largo de la historia.
Reconstrucción de los toros (arriba) y vacas (abajo) salvajes, celtas y modernos.
(Según Davis, 1989, fig. 6.7.)

202
entonces. Con todo, para ello es necesario conocer lo mejor posible los
animales vivos que eran explotados por el hombre prehistórico, lo que
se puede llamar «asociación ósea viviente», que es una cosa muy distin-
ta de lo que se tiene al final del análisis, la «asociación ósea identifica-
da» después de una excavación. La ciencia que estudia la parte más
importante de los procesos que se dan entre esas dos entidades se
llama Tafonomía, y en los últimos años ha jugado un papel cada vez más
importante en el razonamiento arqueológico, junto con el estudio de los
procesos post-deposicionales.
La asociación de animales vivos (biocenosis) en el asentamiento está
determinada por las estrategias de caza sobre una cabaña silvestre, a
su vez influenciada por el clima, la fertilidad de las especies, etc., y en
el caso de los animales domésticos, por las estrategias agropecuarias,
los sistemas de intercambio de unos grupos con otros, etc. Ahora bien,
la «asociación ósea muerta» (tanatocenosis) ya es algo distinta, pues
además de la selectividad cinegética, los patrones de descuartizado
pueden variar según las especies y con el paso del tiempo, y pueden
existir prescripciones alimentarias o rituales especiales.
Por otro lado, y aquí ya empieza la tarea tafonómica, en los depósi-
tos arqueológicos se acumulan restos de animales que no han llegado
allí por actuación humana, sino de otros animales (carnívoros, carroñe-
ros) o por muerte natural de ellos mismos (roedores, moluscos, etc.).
Por ello los «huesos enterrados» son ya algo distinto de los «huesos
muertos», aparte de que muchos restos van a parar lejos del yacimien-
to, otros son erosionados o arrastrados antes de ser cubiertos (y así
protegidos), etc. Además, antes de que llegue el arqueólogo se volverá
a perder parte de la información, a causa de la descomposición quími-
ca, erosión del sitio, excavaciones anteriores, etc., y la asociación ósea
excavada es también algo diferente de la depositada, incluso suponien-
do que las técnicas de recuperación fuesen las correctas. Por último,
parte de los huesos no serán identificables debido a su fragmentación.
De esto se deduce que es preciso actuar con prudencia a la hora de
establecer conclusiones a partir de la muestra identificada y cuantifica-
da en una excavación. El establecimiento de grupos tafonómicos es de
gran ayuda, al separar aquellas especies que con seguridad o cierta
probabilidad no fueron introducidas en el registro arqueológico por la
mano humana. Entre ellas están algunos roedores, como los conejos,
que pueden incluso haberse depositado en fecha reciente, y sin embar-
go aparecer en una posición estratigráfica antigua debido a la profundi-
dad de sus madrigueras.
Con todo, la fama que últimamente ha adquirido la Tafonomía entre
los arqueólogos proviene del decisivo papel que ha jugado en la inter-
pretación de los más antiguos yacimientos conocidos, los restos de

203
fauna, acompañados de restos de homínidos prehumanos en Africa del
Sur, y de útiles líticos a veces con restos humanos en Africa Oriental.
Cuando se descubrieron, entre los años veinte y cincuenta de nuestro
siglo, ambas clases de yacimiento fueron explicados de la forma más
simple: el principal responsable de las primeras aglomeraciones fue el
Australopiteco, fiero cazador armado de palos, huesos y cuernos, y de
las segundas su descendiente directo el Horno habilis, primero que se
puede llamar hombre porque ya sabía fabricar herramientas de pie-
dra, además de tener el cerebro un poco más grande. Todos aquellos
huesos, entre los que estaban los restos de animales grandes (dinote-
rio, hipopótamo, etc.), eran la prueba clara e irrefutable de que en el
alba de la humanidad, hace unos dos millones de años, la caza y el
consumo de carne habían sido algo muy importante, tal vez decisivo en
la evolución hacia la nueva especie.
Los trabajos tafonómicos realizados desde los años sesenta en las
cuevas sudafricanas (sobre todo en Swartkrans) por Brain -analizando
los procesos de formación de los sedimentos, el derrumbe del techo y
la formación de nuevas cavidades, etc.-, demostraron que el conjunto
óseo presente tuvo muchos órigenes distintos, pero que fundamental-
mente fue el producto de la actividad de animales carnívoros y carro-
ñeros (leopardos, hienas, etc.) y que el homínido tuvo muy poco que
ver. Es decir, el australopiteco no era el cazador sino la presa.
Brain fue también uno de los primeros en estudiar los restos de
comida de algunos pueblos primitivos (hotentotes), su composición,
dónde se arrojan, qué pasa con los huesos al cabo de los años, etc.,
iniciando la fundamental línea de trabajo hoy llamada Etnoarqueología.
Al mismo tiempo, algunos investigadores de la conducta animal (Etolo-
gía) se interesaron por lo que ocurría dentro de las madrigueras de
algunos animales carnívoros, por qué tipos y cantidades de huesos se
acumulaban allí. Esto resultaba de gran interés para los arqueólogos,
puesto que cada vez parecía más claro que nuestros antepasados leja-
nos estaban más cerca del estadio que llamamos «animal» que del que
llamamos «humano».
A finales de los sesenta, un gran impulsor de los avances teóricos en
Arqueología, el americano Lewis R. Binford, continuó los análisis et-
noarqueológicos con varios pueblos primitivos (sobre todo esquimales
de Alaska) y, ya en la década siguiente, aplicó los resultados a la
interpretación de los yacimientos de Africa Oriental. En estos sitios
(Olduvai y lago Turkana) la intervención humana es innegable, pues se
han observado muchas marcas de raspado con útiles líticos sobre los
huesos animales (trabajos de Bunn, Potts y Shipman). No obstante, Bin-
ford, tras la comparación de los conjuntos óseos de Olduvai publicados
por Mary Leakey con sus datos de Alaska, de madrigueras de carroñe-

204
ros, etc., llegó a la conclusión de que en aquel escenario el hombre era
siempre el último en llegar, y que sólo aprovechaba lo que dejaban
otros carroñeros más eficaces, apenas el tuétano de algunos huesos.
Con todo, para ello necesitó de algo tan «moderno» como los útiles de
filo cortante (primitivos cuchillos), lo cual ya era un cambio respecto a
lo que hacían los australopitecos.
El último capítulo de esta historia de apasionantes controversias aún
no se ha escrito. La mayoría de los investigadores del Africa Oriental
(con Glyn Isaac, antes de su reciente fallecimiento, a la cabeza) creen al
Horno habilis capaz de matar algunos animales, aunque admiten que
debió adquirir la carne de los grandes mediante carroñeo. Binford
prosiguió sus estudios sobre la fauna de otros grandes yacimientos del
Pleistoceno, afirmando no encontrar pruebas claras de caza de grandes
animales (proboscídeos) hasta el Paleolítico Superior, hace unos treinta
mil años. Hasta entonces, el hombre seguía dependiendo de los anima-
les muertos por otros o de forma natural para conseguir parte de su
alimentación. Es decir, su inteligencia y grado de organización social
no llegaba al nivel que poseemos los hombre actuales. Todas estas
conclusiones, lógicamente discutibles pero de enorme interés para
entender la evolución humana, se basan en el detallado análisis de la
fauna procedente de las excavaciones, de cuya importancia este ejem-
plo nos enseña a no dudar.

7 .1.3. La Arqueobotánica

Aunque mucho menos visibles que los huesos, también los vegeta-
les dejan restos incorporados a los depósitos arqueológicos. En algu-
nas raras ocasiones, es posible encontrar granos y frutos entre la tierra,
que se habrán de recuperar por flotación (ver 3.3), y dentro o cerca de
los antiguos hogares se encuentran fragmentos de carbón vegetal, res-
tos de la madera que se quemó allí. En ambos casos suele ser posible la
identificación de la especie concreta y de este dato se infieren conse-
cuencias interesantes sobre el clima, la vegetación o el tipo de alimen-
tación del hombre prehistórico. Pero los restos más abundantes, pre-
sentes en multitud de depósitos, son los microscópicos pólenes vegeta-
les que desde la vegetación, más o menos cercana, fueron arrastrados
por el viento, los insectos o el mismo hombre hasta acabar fosilizándose
en el sedimento. La Palinología se encarga de estudiar estos minúsculos
organismos, y sus resultados son de gran interés para el establecimien-
to del medio ambiente y la cronología de los habitats prehistóricos.
La toma de muestras para análisis polínico ha de realizarse con el
cuidado máximo para evitar la contaminación por pólenes y esporas

205
actuales, y lo habitual es extraer una cantidad regular de tierra, la que
cabe en una bolsa de plástico de tamaño mediano, de la pared vertical
de la cata después de acabar la excavación, por cada nivel o cada
cierta distancia (10 cm, por ejemplo). Con una paleta metálica se realiza
un agujero de varios centímetros desechando la tierra más superficial,
en contacto con el aire, y cogiendo la muestra del interior. También es
posible extraer tierra para análisis de los niveles intactos según se van
excavando, en el mismo momento en que se descubren sin perder
tiempo. La tierra irá envuelta en dos o más bolsas estériles etiquetadas,
y así se enviará al laboratorio.
Los métodos físico-químicos que se aplican después son variados y
dependen de la naturaleza del depósito. El método clásico consiste en
eliminar por cribado y disolución química las sustancias minerales y
orgánicas que encierran los pólenes. Así, el ácido clorhídrico quita la
caliza, el fluorhídrico la sílice de arenas y arcillas, la potasa o la sosa
caústica atacan la materia orgánica, mientras esporas y pólenes resisten
todo gracias a la membrana protectora que les rodea. En ocasiones es
preciso también proceder a una concentración de pólenes en muestras
que los tienen en pequeño número, mediante flotación en liquido den-
so. Al final del proceso tenemos los granos colocados entre dos láminas
de vidrio, sujetos con glicerina gelatinosa y coloreados para poder
verlos mejor al microscopio (óptico o electrónico). Cada especie vege-
tal tiene un tipo de polen distinto de las demás, y es reconocible por la
enorme variedad que puede presentar la membrana exterior, con
aberturas, poros, surcos, espinas, verrugas, etc., aparte de la variación
general de forma y tamaño (Figura 7.5).
Una vez identificados, los pólenes son contados para después calcu-
lar el porcentaje por especie ·en cada muestra, además del porcentaje
de clases generales, usualmente árboles y hierbas. La forma de presen-
tación de los resultados es mediante histogramas o polígonos de fre-
cuencia para cada especie o grupo general, a lo largo de los diferentes
niveles o profundidades del depósito (perfil polínico). De esta manera
se aprecia como va variando la cobertura vegetal de los alrededores
del yacimiento a lo largo del tiempo, por ejemplo aumentando el arbo-
lado en épocas templadas y las plantas herbáceas en los períodos más
fríos.
Algunos problemas del método han de ser tenidos en cuenta. Así,
algunas especies tienen un grado de polinización mayor que otras (p.e.
los pinos más que los alerces) y esto impide considerar los porcentajes
de ambas por igual. También el modo de polinización es distinto, en
unos casos por insectos, lo cual significa que esos pólenes son de
origen local, y en otros arrastrados por el viento, lo que indica que
pueden haber llegado de muy lejos y representar una mezcla de varios

206
Aliso
o
Abedul
ó
Avellano
o .
Carpe
.
.

Roble (vista lateral y superior) Sauce

o Tilo
.
I!.

Olmo Haya

Pino silvestre

Figura 7.5. Aspecto característico de los granos de polen de diversos árbo-


les. (Según Theobald, 1972, fig. 25.)

nichos ecológicos. También es necesario controlar la posible contami-


nación: por pólenes actuales, menos o nada fosilizados; por sedimentos
exógenos, que han de separarse en la toma de muestras o detectar por
anomalías en los histogramas; por el agua que aporta pólenes de otros
sitios, evitando coger la tierra en o cerca de zonas de arroyada; y
finalmente por los insectos y gusanos, mediante la limpieza y análisis
cuidadoso de la zona de donde se extrae la muestra.
En cuanto a la interpretación de las variaciones, las cosas tampoco

207
son fáciles, existiendo todavía numerosas dudas en cuanto a su signifi-
cado y lagunas cronológicas, posibles episodios climáticos aún no de-
tectados. Igualmente, resulta muy difícil correlacionar los cambios que
se registran en una región con los vistos en otra más alejada. A partir
del Neolítico, la acción del hombre sobre el medio ambiente se suma a
las incertidumbres existentes: a veces no es posible discernir si la
disminución de los árboles se debe, como ocurría antes, a un empeora-
miento climático o simplemente a la tala generalizada en las proximida-
des del yacimiento. En algunos sitios, como el poblado neolítico chino
de Pan-Po, la coincidencia en el perfil polínico del modelo alternante
hierbas-árboles con la dualidad ocupación-desocupación del asenta-
miento en los estratos, sugiere claramente a la acción humana como
responsable de los cambios.
Con todo, poco a poco se van construyendo perfiles polínicos para
regiones concretas, estableciendo la correlación entre yacimientos ar-
queológicos y geológicos como las turberas, de donde se suele extraer
la curva maestra de variación en la zona. Las diferentes especies dan la
clave del clima: hierbas en períodos glaciares, de vegetación estepa-
ria, aunque suelen persistir los pinos; estos últimos aumentan en pro-
porción según sube la temperatura, y van siendo reemplazados por el
avellano y luego por especies termófilas (roble, olmo, tilo, fresno)
durante los interestadios e interglaciares. El período mejor conocido
de esta manera es la última glaciación, sobre todo el último estadio
Würm IV con períodos más fríos (Dryas I a III) y más templados (llama-
dos Lascaux, PreBbling, Bbling y Allerod), y el Holoceno posterior, con
los períodos PreBoreal, Boreal, Atlántico, Subboreal y Subatlántico (Fi-
gura 7.6).
Un significativo ejemplo de la utilidad de los pólenes fosilizados es
el estudio efectuado sobre la tierra que contenía el cráneo Aragó XXI
(el famoso hombre de Tautavel) que vivió en el Sur de Francia hace
unos 300.000 años. En lo que respecta a los árboles, se distinguen
claramente tres ambientes: pinos y abedules que procedían de la zona
montañosa cercana, los árboles «templados» (encinas, alisos, sauces)
que debieron crecer a lo largo del río en el valle cercano, y las
especies «calientes» (nogal, plátano, encina, boj, pistacho, enebro, pino
marítimo, viña silvestre, etc.) que son las más abundantes y debieron
situarse justo en los alrededores del yacimiento. Aparte están las her-
báceas, procedentes de las llanuras sobre y debajo de la cueva. Todo
ello se deduce a partir del puñado de tierra contenido en un cráneo y
nos indica un paisaje típicamente mediterráneo.
En algunas excavaciones es habitual encontrarse con restos de car-
bón vegetal, procedentes de fuegos alimentados con madera, bien en
los restos del antiguo hogar o diseminados entre la tierra del depósito.

208
o

1
5000

6000

7000
1
Alnus
1
1
1
1
Picea

Ji~
Corylus
8000 1

9000
:~'.:
1
1
' ' •......,,."- ""'
. 1
1 . ·,
1 1
1 1
1~1·.~·
1 • 1
1 :
13.000 1
1

o 100 %
Figura 7.6. Diagrama-perfil polínico de la evolución de la cobertura vegetal
del NE de Francia durante el final de la última glaciación (tardiglaciar) y el
Holoceno hasta nuestros días: abedul, pino, avellano, roble, aliso, abeto, haya y
picea se van sustituyendo como la especie dominante a lo largo del tiempo.
(Según Theoblad, 1972, fig. 27.)

En el segundo caso la condición dispersa puede ser debida a que los


desechos del hogar fueron esparcidos, o a que las cenizas y carbones
son restos de algún incendio que afectó a las estructuras vegetales del
habitat. Los fragmentos grandes se pueden recoger con una espátula
metálica (resultan excelentes para análisis de carbono-14), mientras los
pequeños (menos de un milímetro) solo se recuperarán con ayuda del
método de flotación o por cribado con chorro de agua, igual que la
microfauna y otros macrorrestos vegetales. Tanto unos como otros se

209
identifican mediante el microscopio óptico o electrónico, observando
una sección de los mismos y comparando con los datos existentes sobre
maderas actuales. Si el tamaño lo permite el fragmento es seccionado
en tres direcciones perpendiculares, siendo una de ellas la de las fibras
de la madera. Lógicamente, el reconocimiento de las diferentes espe-
cies nos servirá para reconstruir el panorama arbustivo cercano al
yacimiento, con las habituales implicaciones climáticas y cronológicas,
pero también nos dará información sobre la utilización de las maderas,
la forma de encender el fuego, etc.
Más interesante resulta el hallazgo de granos y frutos en las excava-
ciones, pues se trata con gran seguridad de los restos de actividades
alimentarias y son los escasos testimonios de la recolección vegetal,
quizás más importante que la caza durante el Paleolítico, cuyos restos
son mucho más abundantes, y de la agricultura a partir del Neolítico.
De forma significativa, la mayoría de los vegetales procedentes de
asentamientos de cazadores-recolectores corresponden al momento fi-
nal, Epipaleolítico y Mesolítico, cuando se supone que la recolección
intensificada estaba preparando el camino hacia la agricultura. En los
yacimientos franceses se conocen restos de arvejas, pepitas de uva
calcinadas, de peras, avellanas, etc.
Desde el Neolítico comienzan a encontrarse granos de cereal (trigo
y cebada), a partir del octavo milenio a.c. en el Próximo Oriente y del
sexto milenio en el Mediterráneo Occidental, Sur de Francia y Levante
español. Las diferentes variedades de sorgo y mijo también aparecen
desde el inicio, pero, en cambio, las de centeno y avena no se presen-
tan hasta la Edad del Hierro. En la mayoría de los cereales, el paso a la
domesticación trajo consigo cambios genéticos importantes: aumento
del tamaño y mayor ligazón del grano con el raquis que le une al tallo.
El primero se relaciona con la selección por el hombre de los granos
más grandes, y el segundo con el método de recolección, consistente
en cortar los tallos (con hoces compuestas de microlitos) y separar el
grano en un lugar diferente: los granos que se desprenden fácilmente
no son seleccionados.
Ciertamente, no basta con encontrar granos de trigo cultivado en un
nivel para suponer la existencia de agricultura; es preciso que la aso-
ciación con el contexto sea segura. En el yacimiento egipcio de Wadi
Kubanniya, el hallazgo de granos de cebada en un nivel datado por
Carbono-14 entre 17.000 y 18.000 años B.P. fue interpretado por el
equipo polaco-americano que lo excavó como la primera evidencia
conocida de agricultura, muy anterior a lo que se pensaba previa-
mente. Sin embargo, un análisis de carbono-14 sobre los mismos gra-
nos, con el método AMS (Ver 6.2), reveló que habían sido introducidos
en el nivel hacía menos de tres mil años (y en dos casos, unos pocos

210
años antes de la excavación), aunque los carbones vegetales que esta-
ban al lado sí eran del Paleolítico Superior.
Por otra parte, en el yacimiento sudanés de Kadero, una misión
arqueológica polaca encontró restos de mijo cultivado con una fecha de
4.000 años a.c., que eran los más antiguos que se conocían en el Africa
subsahariana. Un análisis posterior de los granos reveló que, aunque su
fecha puede ser correcta, no se trata de especies cultivadas sino silves-
tres. En este caso, la investigadora Randi Haaland ha propuesto que los
granos ya eran cultivados (es decir, sembrados por el hombre), pero
su forma y unión con el raquis no había variado porque la técnica de
recolección consistía en golpear el tallo y recoger los granos del suelo,
como todavía hoy hacen los Tuareg del Sahara (de hecho, no se cono-
cen microlitos de hoz en el Neolítico de Khartoum). De esta manera los
granos que se seleccionan son aquellos con unión más débil al tallo.

7 .2. El análisis químico

En este apartado resumiremos las técnicas más importantes utiliza-


das para averiguar la composición química de los objetos arqueológi-
cos. Esta información puede ser de gran ayuda en múltiples ocasiones:
a la hora de determinar el lugar de origen de una materia prima,
cerámica o metálica, o la habilidad del artesano para componer alea-
ciones con propiedades diferentes, para observar las alteraciones en el
contenido de las monedas, los colorantes añadidos a los cristales, la
dieta alimenticia humana en función de la composición de los huesos,
etc.
El análisis químico elemental sólo nos informa de los elementos quí-
micos que están presentes en el artefacto (análisis cualitativo) y en ocasio-
nes también de sus cantidades respectivas (cuantitativo). No nos dice nada
de los compuestos químicos -los minerales- que lo forman, para lo
cual necesitaremos técnicas algo más complicadas, como el análisis de
difracción de rayos X. Por su proporción en la muestra, los elementos
se dividen en mayoritarios, cuando superan el 2 por ciento, minorita-
rios, también llamados oligoelementos, de 0.1 al 2 por ciento, y elemen-
tos-traza cuando su presencia es inferior al 0.1 por ciento. Los primeros
y segundos corresponden a introducciones controladas por el artesano,
por ejemplo como componentes de una aleación o colorantes, aunque
los segundos también pueden entrar accidentalmente. Esto último ocu-
rre casi siempre con los elementos traza, que vienen acompañando a
los elementos mayores y menores desde su origen, y por ello su análi-
sis se utiliza sobre todo para determinar las fuentes de materia prima.
La mayoría de las técnicas empleadas actualmente en el análisis

211
químico se basan en una u otra forma de espectroscopia, que consiste
en medir la radiación absorbida o emitida por los átomos cuando los
electrones o las partículas del núcleo se mueven entre diferentes nive-
les de energía. Los electrones que giran alrededor del núcleo tienen
energías diferentes, y es como si estuvieran colocados en capas o
«pisos», unos encima de otros, sobre el núcleo. Cada piso tiene una
energía distinta, mayor cuanto más «alto» sea, y admite un máximo
diferente de electrones.
El número de electrones que hay en la capa más alta es determinan-
te en el comportamiento químico del elemento: por ejemplo, todos los
metales alcalinos (litio, sodio, potasio, etc.) tienen un único electrón, y
propiedades comunes como alta reactividad con el agua, fácil combina-
ción con otros elementos, etc. Cuando un electrón «sube» de piso,
absorbe energía y si «baja», ocurre lo contrario, con la particularidad
de que esta energía tiene una frecuencia y una longitud de onda espe-
cífica, distinta de las demás, según la energía de cada capa y el número
de ellas que atraviesa en el movimiento.
Al ser excitado exteriormente, de forma artificial en la medición del
laboratorio, cada elemento tiene unos movimientos de electrones entre
las diferentes capas que son distintos de los de otros elementos, lo cual
permite identificarlo. La absorción o emisión de esta energía, de forma
que se puedan observar claramente las distintas frecuencias de los
movimientos (tanto si están, en la emisión, como si faltan, en la absor-
ción), se llama espectro.
Un ejemplo de espectro fácil de observar es el arco-iris, que contie-
ne todas las frecuencias (distintos colores) contenidas en la luz blanca.
Un espectro de absorción se puede ver en un rayo de luz blanca que
atraviese un vapor que contenga el elemento en cuestión: las energías
que faltan aparecerán como líneas negras sobre un fondo blanco. Los
espectros de emisión, más utilizados, se verán como líneas blancas
sobre fondo negro, y se consiguen excitando los electrones hacia capas
de mayor energía y esperando después que vuelvan al estado de
equilibrio. La excitación se logra mediante calentamiento o bombardeo
con partículas de determinada frecuencia. En todos los casos, la serie
de líneas, cada una correspondiente a una longitud de onda o frecuen-
cia concreta, seguirán un modelo característico del elemento químico
en cuestión.
Uno de los métodos más comunes de medición del espectro (espec-
troscopia) es la fluorescencia de rayos X (XRF). Estos rayos, de longitud
de onda comprendida entre 9-10 y 10-12 m, excitan los electrones para
luego producir un espectro de emisión, el cual está compuesto de
rayos X secundarios, llamados fluorescentes. La medición del espectro
se puede hacer por dispersión de longitudes de onda, como si éstas se

212
vieran tras pasar por un mecanismo de difracción como el arco-iris
luminoso, o bien por dispersión de energías, con un medidor especial
que aprecia las distintas energías simultáneamente. La segunda versión
es mejor que la primera, ya que reduce los problemas que causan las
irregularidades superficiales de la pieza que se analiza.
La técnica de XRF es no destructiva, es decir, no requiere separar
parte del objeto para análisis, y los rayos se aplican directamente a las
partes de la pieza que interesen. No obstante, puede convenir extraer
una muestra (0.1 a 2 g) en ocasiones, como cuando la composición
química varía con la profundidad en el objeto, ya que los rayos no
penetran más de 200 micras (0.2 mm) y lo que se analiza en realidad es
únicamente la superficie. Otra ventaja de la extracción es que los rayos
pueden inutilizar la pieza completa para otros análisis (Termoluminis-
cencia en cerámicas, spin electrónico en huesos), lo cual se evita si solo
irradiamos una pequeña parte de ella. El método permite medir con-
centraciones desde 10 partes por millón (0.001 %) al 100 por cien, con
una precisión de más/menos 2 a 5 por ciento del valor medido. Otras
técnicas, basadas también en los rayos X emitidos por la muestra,
realizan la excitación de los electrones mediante rayos de electrones o
de protones, lo cual permite estimar la composición química de áreas
muy pequeñas (del orden del milímetro e incluso de la micra) y ver la
variación de unas zonas a otras, pero son técnicas más caras y requie-
ren una preparación de la superficie (por pulido) no siempre conve-
niente o posible.
Otras técnicas de espectroscopia son la de absorción atómica (AAS),
que mide la luz que atraviesa la muestra calentada, y el análisis de
activación neutrónica (NAA), que, a diferencia de las anteriores, se
basa en el bombardeo con neutrones del núcleo (donde los neutrones y
protones también están colocados en diferentes niveles de energía), y
la medición posterior de los rayos gamma emitidos por la desintegra-
ción de los átomos inestables producidos en el bombardeo. Esta última
técnica es muy útil para determinar la concentración de elementos muy
escasos (hasta 0.1 partes por millón), aunque algunos no los mide (como
el plomo) porque sus isótopos tienen una vida media demasiado larga o
corta. Por la misma razón, incluso con vidas medias más normales, hace
falta tiempo para efectuar la medición y la pieza o una muestra de la
misma ha de estar en el laboratorio varias semanas, e incluso a veces
varios años, pues la radiactividad que emite tras el análisis puede ser
peligrosa durante ese tiempo. Por otro lado, la mayoría de las técnicas
de datación (todas las que se basan en fenómenos de radiactividad) ya
no se pueden aplicar, lógicamente, a la muestra analizada.
Los resultados del análisis se suelen expresar en forma de lista con
el contenido para cada elemento detectado, usualmente expresado en

213
porcentaje de peso total de la muestra. En sustancias no metálicas, a
veces se lista la concentración de óxidos, que se calcula tras determi-
nar la cantidad total de oxígeno existente, y suponer una sola combina-
ción posible de oxidación para cada elemento. Cuando los análisis son
numerosos, el simple estudio de la lista no resulta de mucha utilidad, a
menos que únicamente se quiera separar, por ejemplo, el bronce del
latón, o del cobre arsenical, o bien que se de el caso de que un solo
elemento sirva para detectar la fuente de origen de la arcilla, porque
varíe mucho de unos barreros a otros. En la mayoría de los casos
necesitaremos de técnicas más sofisticadas, del tipo estadístico multiva-
riante (ver 4.2), para recoger la información interesante de los análisis
químicos.
El análisis de componentes principales permite exponer en un dia-
grama de dos dimensiones la variabilidad que existe en todos los
elementos, que sin este sistema necesitaría de múltiples comparaciones
de los porcentajes tomados de dos en dos. El análisis de conglomera-
dos (Cluster) construye diagramas-árbol (dendrogramas) que relacio-
nan cada muestra con las demás según una distancia que está en fun-
ción de las diferencias en el contenido de unas con otras. Ambos
sistemas manifiestan la existencia (o ausencia) de grupos claros de
muestras, que pueden corresponder a fuentes distintas de materia pri-
ma, artesanos distintos, épocas diferentes, etc.
En los últimos años el número de análisis en restos arqueológicos ha
aumentado de forma espectacular, debido sobre todo a la mayor exac-
titud de las técnicas actuales y la profusión cada vez mayor de laborato-
rios. Los materiales más analizados son el hueso, las piedras naturales,
el cristal, la cerámica y los metales. En cada uno de ellos existen
diferentes problemas y los resultados son más o menos prometedores.
Los análisis de composición de huesos se han efectuado sobre todo
con restos humanos, buscando información sobre la dieta alimenticia y
la posible patología del sujeto en cuestión. El elemento cuya concentra-
ción se estudia más es el estroncio, ya que es abundante en plantas e
invertebrados marinos (como los moluscos), pero escaso en la carne
animal. En consecuencia, restos óseos con bajo contenido en estroncio
corresponderán a poblaciones alimentadas con mayor cantidad de pro-
teinas animales (carne), y con mucho estroncio a poblaciones con ali-
mentación vegetal predominante (o basada en moluscos). Por otro lado,
el estroncio Uunto con el zinc, calcio y sodio) se conserva bien en los
huesos, es decir, no es disuelto hacia el exterior o introducido en el
resto mientras éste se conserva enterrado, como ocurre con otros ele-
mentos (cobre, bario y plomo), y sus datos son por lo tanto fiables.
Aunque de lo dicho se puede deducir que el contenido de estroncio
aumentó en el paso de la condición de cazador-recolector (Paleolítico)

214
a la de agricultor-ganadero (Neolítico), en diversos estudios se han
visto excepciones a esta regla. Por ejemplo, en la transición que se dio
en el río Tennessee, de cazadores del período Arcaico Final a los
agricultores de la fase Mississippi, el estroncio disminuyó casi a la
mitad, lo cual se explica por el alto consumo de moluscos durante el
período Arcaíco, y su total ausencia en la época agrícola.
Algo parecido se ha detectado en el Mesolítico y Neolítico de Khar-
toum, en el Sudán Central: las poblaciones más antiguas, sin agricultura
pero grandes consumidoras de moluscos del río Nilo, tienen más es-
troncio que las neolíticas y, lo que es más curioso, el fenómeno de
disminución de este elemento continúa durante las épocas meroítica y
cristiana medieval. Esto se ha intentado explicar por la gran importan-
cia del pastoreo, y por ende del consumo de carne, y la escasa presen-
cia de agricultura estable en la zona hasta épocas muy recientes. Otros
estudios han utilizado el estroncio para detectar diferencias de dieta de
unos individuos a otros, lo cual puede ser indicativo de grupos sociales
con distintas posibilidades de acceso a los recursos alimenticios.
El estudio químico de los útiles en piedra intenta encontrar el lugar
de origen de la materia prima para así obtener información sobre las
redes de intercambio y comercio en la Prehistoria. Cuando el material
es abundante, se puede realizar un análisis petrográfico, extrayendo
una sección de material (lámina delgada) que se estudia al microscopio,
lo cual es más barato y sólo relativamente destructivo. Pero si no se
quiere perder nada del material, o cuando la pretrograffa no es capaz
de distinguir entre diferentes canteras, los análisis químicos parecen
mejores. Los estudios más recientes se han concentrado en el origen
del silex, la obsidiana y el azabache.
Las hachas neolíticas de sílex halladas en Gran Bretaña fueron estu-
diadas en cuanto a la composición de siete elementos, y se encontró
que prácticamente todas provenían de canteras de sílex muy lejanas, la
mayoría del Sureste de Inglaterra. La obsidiana del Sur de Francia
venía por mar desde Cerdeña, las islas Lipari y Pantellería, mientras
que la del centro de Europa provenía de Eslovaquia y los Cárpatos. En
general, con la obsidiana parece necesario el empleo del método de
activación neutrónica (NAA) si se quieren distinguir elementos-traza
muy escasos, pero fundamentales para determinar el origen.
También el azabache se intercambiaba a largas distancias durante
la Edad del Bronce, según se ha comprobado en las islas británi-
cas, donde sólo existe un lugar de origen del material, en Yorkshire.
Los análisis también han permitido distinguir el verdadero azaba-
che de materiales parecidos, como algunas variedades de carbón y
esquisto.
Los estudios sobre cristales han servido sobre todo para identificar

215
los distintos colorantes utilizados, así como para evaluar la capacidad
tecnológica, uniformidad de las mezclas, etc. de la industria, desde la
antigua Mesopotamia a la Edad Media europea. A la cerámica, por su
abundancia e importancia cronológica y artesanal, se han aplicado casi
todas las técnicas conocidas, algunas recientes como el microscopio
electrónico de scanner o la difracción de rayos X, para determinar las
temperaturas de cocción alcanzadas y los minerales que venían en la
arcilla o fueron añadidos por el artesano. La mayoría de los estudios
van en la dirección de descubrir o comprobar grupos de vasijas, fabri-
cadas con el mismo barro, que indiquen su procedencia del mismo
alfar, y se han aplicado sobre todo a cerámicas romanas.
Un resultado interesante, observado en cerámicas finas de Libia, de
procedencia griega y romana, es que la clasificación visual de pastas,
prá9tica habitual de los arqueólogos tras la observación atenta de infi-
nidad de fragmentos, no siempre se corresponde con diferentes com-
posiciones químicas: la misma apariencia de la pasta puede correspon-
der a naturalezas distintas y por lo tanto tener orígenes diversos. Un
análisis sobre cerámicas romanas de Gales sugiere que se ha de deter-
minar en primer lugar la concentración de hierro, potasio y magnesio,
pues son elementos que cumplen a la vez la condición de asignar
correctamente las cerámicas a su alfar de origen, y de que son mucho
menos afectados por la cocción y erosión posterior en el enterramiento
que otros elementos (como bario, calcio, manganeso, sodio y titanio).
Siguiendo con las cerámicas romanas, los análisis han podido distinguir
claramente las variedades sigillatas procedentes de diferentes talleres
de Italia y Francia (Arezzo, La Graufesenque, etc.), lo cual puede ser de
gran utilidad para determinar el origen de cerámicas encontradas en
yacimientos alejados de esos alfares.
El análisis químico de la composición de los objetos metálicos no ha
servido, en general, para determinar el origen del metal. Esto se debe
a que son demasiadas las alteraciones a las que se somete la materia
prima en la producción del objeto. En primer lugar, cuando las menas
se refinan un elemento es deliberadamente separado de los demás, y
cada elemento-traza se va a dividir entre la escoria y el metal buscado,
en proporciones desconocidas. Además, en las aleaciones se pueden
introducir metales de fuentes distintas, que también alteran los conteni-
dos originales de elementos-traza. No obstante, es posible a veces
averiguar si un grupo de objetos de diferentes yacimientos proceden o
no de una misma fuente, y un grupo de objetos de épocas diferentes
nos puede informar sobre si la fuente o la tecnología cambiaron a lo
largo del tiempo. Por ejemplo, la metalurgia británica a lo largo de la
Edad del Bronce cambió de la manera siguiente: al principio estuvo
organizada sobre una base regional, mientras que al final la escala era

216
nacional, usándose metales que llegaban desde fuentes muy lejanas,
incluida la Europa continental.
Otro tipo de información se refiere a los conocimientos y potencial
tecnológico de cada momento histórico. Por ejemplo, se sabe que el
zinc no se comercializó hasta mediados del siglo XVIII d.C. y por tanto,
hasta entonces el latón (aleación de cobre y zinc) se conseguía por
calentamiento de cobre y mena de zinc, lo cual no permite pasar de
concentraciones mayores del 28 % para el segundo metal. De aquí se
deduce que cualquier pieza con mayor cantidad de zinc es probable-
mente de época moderna; de esta forma se pueden detectar algunas
falsificaciones. Los análisis metalográficos también han servido para
comparar los resultados de diferentes métodos de análisis, los que
antes citamos y otros menos utilizados. En general, se vio que existía un
sustancial acuerdo entre lo obtenido en todos ellos, aunque la espec-
troscopia de emisión óptica (OES), método empleado hace tiempo y
hoy reemplazado por la de absorción atómica, subestimaba de forma
apreciable la cantidad de algunos elementos, como el plomo.

7 .3. Los estudios isotópicos


Nos referimos aquí al estudio de isótopos radiactivos contenidos en
materiales arqueológicos, con un objetivo diferente de la datación cro-
nológica, aspecto ya visto en el capítulo sexto. Su aplicación se ha dado
en tres áreas fundamentales: estudio de las dietas alimenticias, analizan-
do los isótopos estables del carbono en los huesos; de los cambios
climáticos del pasado, según se reflejaron en la temperatura superficial
de los océanos y a través de ella en los isótopos de oxigeno de las
conchas marinas; y de la procedencia de materias primas en los objetos
metálicos, estudiando diversos isótopos, especialmente los de plomo.
Se apreciará que todos estos temas se han tratado ya antes en este
mismo capítulo, las dietas y la procedencia metálica en el análisis quí-
mico, y el clima en los estudios paleo-ambientales. No obstante, la
especificidad de la técnica empleada, que la relaciona más bien con el
capítulo de cronología absoluta, aconseja agrupar su descripción en un
apartado diferente.
Como vimos al tratar el método del carbono-14, la distribución de
los diferentes isótopos presenta grandes diferencias de unos seres
vivos a otros. Las plantas toman más C-12 que C-13 y C-14 en la fotosín-
tesis e incluso en los tres tipos de ésta que existen (fotosíntesis C3, C4 y
CAM) se absorben proporciones diferentes, de forma que las plantas
C3 (árboles, la mayoría de los arbustos y hierbas de ambientes templa-
dos), tienen menos C-13 que las plantas CAM (suculentas, de ambientes

217
áridos), y éstas menos que las plantas C4 (maíz, mijo, caña de azucar,
hierbas de zonas calurosas). Estas diferencias se mantienen a lo largo
de la cadena alimenticia, según los vegetales son ingeridos por los
animales o el hombre, aunque se vuelve a producir cierto fracciona-
miento en la formación de las distintas partes de los huesos. De esta
manera, es posible averiguar si la dieta de los animales herbívoros
estaba compuesta por plantas C3, C4, una mezcla de los dos tipos, etc.,
mediante el análisis del contenido en C-13 de sus huesos. Un espectró-
metro de masas se encarga de medir la proporción C-13/C-l 4 en gas
dióxido de carbono, extraído del colágeno mejor que del carbonato, ya
que el primero es afectado menos por la contaminación mientras el
hueso está enterrado. Los huesos quemados no sirven para el análisis,
ya que el calentamiento provoca un fraccionamiento adicional.
Con los huesos humanos el método es idéntico, pero los problemas
son mayores porque el hombre suele tener una dieta mucho más varia-
da que los animales. Esto hace que dietas diferentes resulten en la
misma proporción de C-13, al compensarse la acción de unos alimentos
con la de otros. Por ejemplo, no es posible distinguir entre una dieta de
plantas C4 y otra de plantas C3 y moluscos marinos, los cuales tienen
una proporción grande de C-13. Los estudios sobre huesos humanos
sirven más bien, por tanto, para determinar cambios de dieta en dife-
rentes grupos, o en el mismo grupo a lo largo del tiempo, más que para
saber la composición exacta de los alimentos en un momento dado.
Por ejemplo, un estudio de los restos de dos grupos cazadores-
recolectores de Sudáfrica, uno de asentamiento costero y otro del
interior, reveló que los dos comían alimentos diferentes (terrestres· y
marinos el primero, sólo terrestres el segundo) y, como el colágeno
muestra la dieta mantenida durante unos cinco años (los últimos de la
vida del individuo), de ello resulta que los asentamientos corresponden
probablemente a grupos diferentes y no a ocupaciones estacionales del
mismo grupo como los arqueólogos habían supuesto. En Dinamarca se
ha visto que durante el Neolítico se abandonó el consumo de alimentos
marinos, muy buscados en el período anterior (Mesolítico) a pesar de
que los asentamientos seguían estando entonces situados a la orilla del
mar.
Además del carbono-13, se han utilizado mediciones de otros isóto-
pos para intentar acercarse a la dieta de los hombres prehistóricos. Por
ejemplo, el isótopo N-15 del Nitrógeno, menos frecuente en las legum-
bres que en otras plantas, y más abundante en los animales terrestres,
incluidos los peces de agua dulce, que en los marinos.
El oxígeno tiene tres isótopos estables, 0-16, 0-17 y 0-18. Este
último sólo está presente en un 0.2 % , pero ha resultado de gran
utilidad para elaborar la historia climática del Cuaternario. Ciertos

218
pequeños crustáceos marinos (foraminifera) cogen carbonato cálcico
para formar sus caparazones, y el contenido en 0-18 que adquieren, su
fraccionamiento, depende de la temperatura del agua. Muchos de estos
organismos, al morir, descienden al fondo del mar incorporándose a
los depósitos que allí se forman, a velocidad prácticamente constante.
Las perforaciones de sondeo que se hacen hoy en estos depósitos
permiten, analizando la proporción 0-18/0-16 de los carbonatos a inter-
valos iguales en la muestra, elaborar curvas de variación de temperatu-
ra a lo largo del tiempo. Así, como los organismos adquieren menos 0-
18 cuando sube la temperatura, se sabe que cada disminución del
isótopo en dos unidades por mil corresponde a un grado centígrado
más de temperatura del agua superficial.
De esta forma se han observado en detalle, y de manera continua,
los cambios climáticos durante los últimos dos millones de años, a
través de su reflejo en el agua de los mares. No obstante, existen
problemas como el hecho de que el contenido en 0-18 del agua no fue
constante, sino que está también afectado por la temperatura (en senti-
do contrario, aumenta con ésta); o las dificultades que existen para
correlacionar episodios climáticos marinos y terrestres, sobre todo a
comienzos del Pleistoceno. Las glaciaciones más antiguas están tan mal
fechadas que resulta muy difícil o imposible determinar a qué estadio,
interestadio o interglacial corresponden los períodos fríos o calientes
medidos en el fondo del mar. Con todo, estas fases, llamadas estadios y
contados hacia atras en el tiempo, se emplean cada vez más en la
datación del Pleistoceno, sustituyendo al entramado tradicional de las
glaciaciones: así, ahora mismo estamos en el estadio 1, la glaciación
Würm está compuesta por los estadios 2, 3 y 4, y el interglaciar Würm-
Riss corresponde al estadio 5 (Figura 7.7).
Otra aplicación del isótopo 0-18 se basa en su proporción en las
diferentes capas de las conchas marinas. Como éstas se forman a lo
largo del tiempo, tendrán más o menos isótopo según lo hayan hecho
en invierno o verano (por la menor o mayor temperatura), y estudiando
las de un yacimiento se puede saber en qué estación se recolectaron y
que edad tenían al morir. Así, el análisis de restos de los concheros
asturienses de Santander, del Epipaleolítico, después de comprobar
con conchas actuales que el crecimiento se realiza durante todo el año
(condición necesaria para que el método funcione), mostró que se
recogían de septiembre a abril, ninguna en verano, por lo que en la
estación cálida debía existir un tipo de alimentación diferente. Al con-
trario que en el trabajo antes citado de Sudáfrica, en este caso el
estudio no contradice la hipótesis de estacionalidad de los asentamien-
tos (verano en el interior, invierno en la costa).
La medición de los isótopos estables de plomo ha demostrado su

219
-1.5

-1.0

-0.5

+0.5

+1.0

o 200 400 600 800 1000 1200 1400


Profundidad bajo el suelo del fondo (cm)
Figara 7.7. Evolución del contenido en isótopo 0-18 en el agua del mar
durante los últimos 400.000 años, según se mide en los sondeos del fondo
marino del Caribe. (Según Parkes, 1986, fig. 6.1.)

eficacia a la hora de encontrar las fuentes de origen para determinados


metales, como plomo, cobre y plata. Esta tarea era prácticamente impo-
sible con los elementos traza, que ya vimos que variaban demasiado en
la extracción y durante la fundición del metal, por la adición de distin-
tos componentes. Se ha comprobado que las cantidades de Pb-206, Pb-
207 y Pb-208, los cuales proceden de la desintegración de varios isóto-
pos de uranio y torio, son prácticamente constantes a lo ancho de la
masa del mineral en origen y se mantienen igual durante la fundición,
siempre que no se añada plomo procedente de otro lugar distinto. Por
todo esto es posible determinar el origen de materiales de bronce,
como se ha hecho por ejemplo con materiales de Creta y las Cícladas,
tras eliminar algunos objetos cuyo fundente (de óxido de hierro) lleva-
ba mucho plomo, comprobar que no se añadió plomo de otras fuentes
(este elemento no sobrepasaba en ningúna caso el 1 % ) y que los
metales de aleación (estaño y arsénico) no lo llevaban. Un resultado
extraño de este estudio es que ningún objeto cretense de los analizados
fue hecho con cobre chipriota.
Otras aplicaciones isotópicas al análisis de procedencias de mate-
rias primas son la medición del contenido de estroncio-88, 86 y 84 en
rocas volcánicas, y la de carbono-13 y oxígeno-18 en carbonatos cálci-
cos. El primer método ha permitido una afinación mayor en el origen
de las obsidianas mediterráneas, con resultados más precisos que con
el análisis de trazas, y el segundo iguales ventajas para determinar la
fuente de los mármoles empleados en la edad clásica. En ambos casos
la muestra requerida es mucho menor que con los métodos convencio-

220
nales, lo cual hace que estos nuevos análisis sean menos destructivos
que los anteriores.

Bibliografía

.Arqaeologia y medio ambiente


J.; Davidson, D. A., y Grant, E. G. (eds.) (1988): Conceptual Issues in
Blintiff,
Environmental Archaeology. Edinburgh U.P.
Brothwell, D. R. (1972): Digging up bones. British Museum. Londres.
Bryant, V. M. J., y Holloway, R. G. (1983): «The role of Palynology in Archaeo-
logy», en Schiffer, M. B. (ed.) Advances in Archaeological Method and
Theory, 6, 191-224.
Binford, L. R. (1978): Nunamiut Ethnoarchaeology. Academic Press. Nueva
York.
- - (1981): Bones: ancient men and modern myths. Academic Press. Nueva
York.
- - (1988): En busca del pasado. Crítica, Barcelona.
Butzer, K. W. (1971): Environment and Archaeology. 2.ª ed. Aldine. Chicago.
- - (1982): Archaeology as Human Ecology. Cambridge U.P.
Chaplin, R. E. (1971): The Study of Animal Bones from Archaeological Sites.
Seminar Press. Londres.
Davidson, D. A. (1985): «Geomorphology and Archaeology», en Rapp, G., y
Gifford, J. A. (eds.): Archaeological Geology, 25-55. Londres.
Davidson, D. A., y Shackley, M. L. (eds.) (1976): Geoarchaeology: Earth Science
and the Past. Duckworth. Londres.
Davis, S. J. M. (1989): La Arqueología de Jos animales. Bellaterra, Barcelona.
Dimbley, G. (1978): Plants and Archaeology. John Baker. Londres.
Dincauze, D. F. (1987): «Strategies for palaeoenvironmental reconstruction in
Archaeology», en M. B. Schiffer (ed.), Advances in Archaeological Method
and Theory, vol. 11, 255-336. Academic Press, Orlando.
Dupré Olivier, M. (1988): Palinología y Paleoambiente. Nuevos datos españoles.
Referencias. Servicio de Investigación prehistórica. Diputación Provincial.
Valencia.
Gladfelter, B. G. (1977): «Geoarchaeology: the geomorphologist and archaeo-
logy», American Antiquity, 42, 519-26.
Grayson, D. K. (1984): Quantitative Zooarchaeology: Topics in the analysis of
archaeological faunas. Academic Press. Nueva York.
Hassan, F. A. (1978): «Sediments in archaeology: Methods and implications for
palaeo-environmental and cultural analysis», ]ournal of Field Archaeology,
5, 197-213.
Leroi-Gourhan, A., y Renault-Miskovsky, J. (1979): «La Palinología aplicada a la
Arqueología: métodos, límites y resultados», Quaderns de Treball, 2, Barce-
lona.
López, P. (1989): «La Palinología como ciencia aplicada a los sedimentos ar-
queológicos», Boletín Sociedad Amigos de Ja Arqueología, 27, 22-26.

221
Miskovsky, J.-C. (ed.) (1987): Géologie de Ja Préhistoire: Méthodes, Techni-
ques, Applications. Association pour l'Etude de l'Environnement Géologi-
que de la Préhistoire. Paris.
Morales, A. (1987): «Problemas de interpretación de los datos faunísticos proce-
dentes de los yacimientos», //Congreso de Arqueología Medieval Española,
Madrid, 33-45.
Renault-Miskovsky, J. (1986): L'Environnement au temps de Ja Préhistoire. Mas-
son. Paris.
Shackley, M. L. (1985): Using Environmental Archaeology. Batsford. Londres.
Varios autores: «Métodes Cientifics aplicats a la Reconstrucció Paleoambiental
de la Prehistoria». Cota Zero. Revista d'Arqueología i Ciencia, 4.

Análisis quúnico
Carter, G. F., y otros (1983): «Comparison of analyses of eight Roman orichal-
cium coin fragments by seven methods» Archaeometry, 25, 201-13.
Coppa, A., y Palmieri, A. M. (1988): «Changing dietary patterns at Geili», en
Caneva, l. (ed.) El Geili. The history of a Middle Nile environment, 7000 B.C.
- A.D. 1500. BAR International Series 424, pp. 275-302.
Hatcher, H., y otros (1980): «Analysis of Hellenistic and Roman fine pottery from
Benghazi», Archaeometry, 22, 133-51.
Hughes, M. J.; Cowell, M. R., y Craddock, P. T. C. (1976): «Atomic absortion
techniques in archaeology», Archaeometry, 18, 19-37.
Lambert, J. B. (ed.) (1984): Archaeological Chemistry. 111: Advances in Che-
mistry. American Chemical Society.
Michels, J. W. (1982): «Bulk element composition versus trace element composi-
tion in the reconstruction of an obsidian source system», journal of Archaeo-
Jogical Science, 9, 113-23.
Northover, J. P. (1982): «The exploration of the long-distance movement of
bronze in Bronze and Early Iron Age Europe», Institute of Archaeology
Bulletin, 19, 45-72.
Olin, J. S., y Franklin, A. O. (eds.) (1982): Archaeological ceramics, Smithsonian
Institution Press, Washington.
Phillips, P. (ed.) (1985): The Archaeologist and the Laboratory, CBA Research
Report 58.
Schoniger, M. J., y Peebles, C. S. (1981): «Effects of mollusc eating on human
bone strontium levels», journal of Archaeological Science, 8, 391-7.
Slater, E. A., y Charles, J. A. (1970): «Archaeological classification by metal
analysis», Antiquity, 44, 207-13.

Estudios isotópicos
Deith, M. R. (1983): «Seasonality of shell collecting determined by oxygen
isotope analysis of marine shells from Asturian sites in Cantabria», en Grig-
son, C., y Clutton-Brook, J. (eds.): Animals and Archaeology: 2. Shell mid-
dens, fishes and birds, BAR International Series 183, 67-76.
Emiliani, C. (1966): «Paleotemperature analysis of Caribbean cores P6304-8 and

222
P6304-9 and a generalised temperature curve for the past 425,000 years»,
The journal of Geology, 74(2).
Gale, N.•H., y Stos-Gale, Z. (1981): «Lead and silver in the ancient Aegeam>,
Scientific American, 244, 142-52.
Schoeniger, M. J.; De Niro, M. J., y Tauber, H. (1983): «Stable nitrogen isotope
ratios of bone collagen reflect marine and terrestrial components of prehis-
toric human diet», Science, 220, 1381-3.
Sealy, J. C., y Van der Merwe, N. J. (1985): «Isotope assessment of Holocene
human diets in the southwestern Cape, South Africa», Nature, 315, 138-40.
Tauber, H. (1981): «C-13 evidence for dietary habits of prehistoric man in
Denmark», Nature, 276, 815-16.

223
8.
La interpretación:
algo de teoría

Veremos en este capítulo algunos ejemplos de aplicación de distin-


tas teorías sociales a la interpretación de los datos arqueológicos. Se ha
elegido, por razones didácticas, la exposición de trabajos concretos
realizados por arqueólogos bien conocidos en el ámbito internacional,
en los que se liga la concepción teórica personal con los datos concre-
tos a los que se aplica. La opción alternativa, que podría consistir en
exponer únicamente los argumentos conceptuales con breves referen-
cias a un mayor número de aplicaciones, sería seguramente peor com-
prendida por los lectores no iniciados en el gran debate teórico que
hoy atraviesa la Arqueología. Tras una breve descripción del historicis-
mo cultural, se expondrán varias aplicaciones que se encuadran en las
corrientes teóricas de mayor influencia actual: la Nueva Arqueología, el
marxismo y el estructuralismo.
Hasta hace poco tiempo la teoría social básica de la arqueología era
el difusionismo o historicismo cultural. De hecho, es posible que una
gran parte de los trabajos arqueológicos que se hacen hoy en el mundo
todavía tengan este paradigma como base, consciente o inconsciente,
de sus conclusiones. Como resumía hace poco Schiffer, el difusionismo
se basa en tres entidades fundamentales: cultura, rasgo e idea. Una
cultura está compuesta de rasgos (desde los artefactos a los sistemas de

225
parentesco o las creencias religiosas), que a su vez son la expresión de
ideas específicas que todos los miembros de la cultura comparten (por
eso algunos llaman a esta corriente <<normativismo»; las ideas funcionan
como normas). Las ideas surgen y se expanden por medio de tres
mecanismos básicos: invención, difusión y migración. La difusión con-
siste en la trasmisión de una idea desde una cultura a otra, y en la
migración la idea se desplaza al moverse sus propios portadores. El
principio fundamental siguiente es que las invenciones se han dado
pocas veces, concentradas en activos centros culturales; de allí han ido
expandiéndose como las ondas sobre el agua hasta solaparse con las
que llegan de otros centros. Existe una relación directa entre la distan-
cia y el tiempo necesario para la trasmisión de la idea, por eso cuanto
más lejos de su lugar de origen encontremos un cierto rasgo, mayor
lapso temporal habrá trascurrido desde su salida.
Por lo tanto, la explicación de los rasgos de una cultura consiste en
determinar cuál de los anteriores mecanismos es su responsable. Algu-
nas sencillas reglas son de gran ayuda: el lugar donde un rasgo tiene
una cronología más antigua es el centro de invención; cuanto más
sencillo es un rasgo más probabilidades tiene de haber sido inventado
en varias o muchas ocasiones, y a la inversa, a mayor elaboración
mayor necesidad de buscar algún origen exterior y único, etc. Durante
la época de mayor auge del difusionismo, éste se mostraba en su más
cruda versión como simple migracionismo o invasionismo.
Según este enfoque teórico, bastaba la presencia de algunos rasgos
parecidos para postular el desplazamiento a ese lugar del pueblo
que los poseía también en otras zonas, cercanas o lejanas. Sin llegar
a exageraciones tan extremas como el «hiperdifusionismo» del an-
tropólogo inglés Elliot Smith, que afirmaba convencido que los
egipcios habían emigrado por el mundo enseñando la civilización
a todos los pueblos que mostraban restos parecidos (desde China y
la India hasta las culturas de México y Perú), tenemos un ejemplo
clásico en la arqueología peninsular con el tema de las «invasiones
célticas».
Para el arqueólogo catalán Bosch Gimpera, que trabajó en su país
hasta el final de la guerra cívil, la aparición en el nordeste español, a
comienzos del último milenio antes de Cristo, de necrópolis de incine-
ración, conocidas desde tiempos algo anteriores en Centroeuropa, era
un signo claro de invasiones de pueblos que tenían su origen en el Sur
de Alemania y la zona del Rhin y que llegaron a ocupar grandes zonas
de la península. Esta teoría, que postuló primero dos grandes oleadas y
luego cuatro, era aceptada en líneas generales, salvo pequeñas dife-
rencias de matiz sobre el número de invasiones y la fecha de las
mismas, por la totalidad de los investigadores, debido no solo al presti-

226
gio de Bosch sino a la unanimidad teórica que entonces existía en el
difusionismo.
Sin embargo, la investigación de los últimos años, basada en previos
y arduos trabajos de tipología y seriación, ha propuesto que única-
mente debieron existir pequeñas aportaciones étnicas de grupos que
pasaron los Pirineos desde el vecino Languedoc, en los comienzos del
proceso, y que después los grupos evolucionaron autóctonamente, di-
fundiéndose poco a poco la idea de la incineración y algunos tipos
materiales hacia el centro de la península.
Como se ve, la interpretación pasó de una idea de invasiones, como
las que se dieron históricamente al final del imperio romano, a otra de
pequeños movimientos de población, muy localizados en el tiempo y el
espacio, y a la difusión de los rasgos con intensidad decreciente a lo
largo de grandes áreas. Es decir, se ha mitigado el extremismo teórico
inicial, que postulaba incluso el reemplazo de las poblaciones autócto-
nas por los recién llegados, pero la idea de difusión sigue siendo
esencial para entender este fenómeno, uno de los más claros en este
sentido de toda la Prehistoria europea.
Otro ejemplo de invasionismo infundado fue la interpretación que
hizo de las culturas de Nubia su descubridor, el egiptólogo americano
George A. Reisner. A comienzos de siglo, la construcción de la primera
presa de Aswan al Sur de Egipto iba a sepultar bajo las aguas gran
número de restos arqueológicos, y para evitarlo se realizó la primera
campaña de prospección-excavación de urgencia a gran escala que se
conoce en la historia de la arqueología. Como resultado de esto, en
unos pocos años se conoció la secuencia cultural nubia, que Reisner
denominó mediante letras consecutivas: A, B, C, etc., utilizando incluso
la X para llamar a un período cultural cuyas características le extra-
ñaron (una especie de retroceso, de vuelta a la barbarie según se decía
entonces: Grupo X).
Cada uno de estos grupos surgía, duraba unos siglos y luego desa-
parecía, durante un corto período oscuro en cuanto a datos, para luego
surgir, igual de misteriosamente, el siguiente grupo. La cultura mate-
rial tenía algunos elementos comunes, que aparecían intermitente-
mente, pero en general se renovaba con cada grupo. El análisis antro-
pológico de las necrópolis, realizado, significativamente, por Elliot
Smith, resultó en que cada grupo correspondía a una raza humana
distinta. Por lo tanto, el modelo explicativo era bien claro: la zona del
Nilo medio había sido ocupada por distintos pueblos, que reemplaza-
ban al anterior (nadie aclaraba qué había sido de éste) cada cierto
tiempo. Como la zona expansiva, de gran riqueza cultural, era el norte
egipcio, Reisner postuló que todas estas poblaciones procedían del
Egipto faraónico.

227
La revisión de esta interpretación comenzó cuando Batrawi volvió a
estudiar los huesos humanos de los antiguos nubios y observó que la
división racial de Smith no se justificaba: eran fundamentalmente la
misma raza, con mayores o menores aportes negroides, durante todo el
tiempo, y además eran prácticamente idénticos a los nubios de hoy día
que habitan la misma zona. Por lo tanto, la explicación de los cambios
culturales había que buscarla en otro sitio.
Al observar que los períodos oscuros en Nubia coincidían con el
auge faraónico, y, al contrario, la expansión cultural con los períodos
intermedios egipcios, la interpretación más en boga actualmente es
que la población nubia abandonaba el río y adoptaba el nomadismo en
el Sahara (siempre ha existido mucha relación entre los dos modos de
vida) cuando era incapaz de soportar la presión del Norte, ejercida en
forma de razzias de esclavos y saqueo en general. Como se aprecia,
también en este caso se pasó de una interpretación migracionista, sim-
plista en exceso, a otra en la que los elementos de la difusión (la
influencia de unas culturas sobre otras) seguían jugando un papel fun-
damental.
Como es lógico, es difícil que se produzca un cambio teórico brusco
en cualquier disciplina. Por otro lado, los mecanismos de difusión son
algo atestiguado en sobradas ocasiones históricas como para eliminar-
los por completo de la explicación de las prehistóricas. Lo que ocurre
es que los contactos entre unos y otros pueblos no bastan para explicar
todo; de hecho, no explican casi nada. El atestiguar una trasmisión de
rasgos de una a otra zona es solamente eso: que hubo un contacto y se
tomaron prestados ciertos elementos culturales. Pero no explica por
qué ocurrió ese préstamo, ni mucho menos por qué aparecieron los
rasgos en la cultura de origen. De la misma manera, las invasiones (que
las hubo realmente en algunos momentos) son un hecho concreto que
no se justifica por sí mismo. Es necesario investigar los mecanismos que
movieron a aquellas gentes a emigrar a regiones distintas de las suyas.
Por otro lado, al tener por principal objetivo la distribución espacio-
temporal de los rasgos, el historicismo cultural ha estado fundamental-
mente centrado en la cultura material. Aunqúe acusada de conformarse
con una pura descripción de la misma, a esta corriente y a sus practi-
cantes se deben la mayoría de los sistemas de Arqueología analítica
que mencionamos en el capítulo cuarto. De hecho, y a pesar de que se
piensa normalmente lo contrario, muchos de los adelantos en cuantifica-
ción surgieron dentro de esta tendencia y no estuvieron ligados, en
principio, con la Nueva Arqueología. Pero precisamente por su enfo-
que material, la Arqueología tradicional hizo muy poco por el diseño
de técnicas que permitieran trascender el ámbito del artefacto y llegar
a inferencias sobre aspectos no materiales de la cultura.

228
En el apogeo del paradigma difusionista, todos los arqueólogos
creían sinceramente que era muy difícil llegar a saber nada sobre
sistemas económicos, organización social o creencias religiosas, en
este mismo orden de creciente dificultad hasta negar a la total imposibi-
lidad, si no existían otros datos aparte de los arqueológicos (fundamen-
talmente históricos o etno-históricos). Al igual que ocurría en el terreno
antropológico, la influencia del historicismo consistió en huir de la
inferencia, las generalizaciones y lo teórico en general, y concentrarse
en la recogida de datos empíricos, sobre todo en la excavación.
En la década de los años sesenta comenzó la reacción ante los
excesos del movimiento anterior. Al principio en Norteamérica, luego
contagiando al resto del ámbito anglosajón y por último las demás
arqueologías europeas, lo que se llamó (al principio por sus adversa-
rios) «Nueva Arqueología» ha supuesto un importante cambio teórico,
aunque, como ya se ha dicho, no ha desplazado completamente al
paradigma anterior. Para entender esta corriente no hay más que dar la
vuelta a los apartados que definían el historicismo: evolución frente a
difusión, organización social frente a cultura material, teoría frente a
práctica.
En cuanto a teoría social, la nueva arqueología se adhirió con entu-
siasmo al neoevolucionismo, traído de nuevo a la Antropología ameri-
cana por Steward y White, y ahora multilineal en vez del unilineal
simplista del siglo anterior. La base para entender la evolución cultural
ya no es un innato movimiento de progreso como creían los antropólo-
gos decimonónicos, sino el mecanismo de adaptación de los grupos
humanos al medio ambiente (hoy se llama a esta corriente Ecología
Cultural). Las culturas, por tanto, no cambian por el contacto con otras
culturas, sino como respuesta adaptativa a los cambios del medio am-
biente con el que interaccionan (que incluye el clima, vegetación, fau-
na, etc.). Una parte fundamental de ese mecanismo va a funcionar,
como veremos, a través de la presión demográfica.
Según parecía, el paradigma anterior estaba llamado a reemplazar
al universal difusionismo. No obstante, cuando todavía no ha alcanzado
ni mucho menos el consenso del anterior, empieza a verse resquebra-
jado por nuevos intentos de renovación teórica. El marxismo, por ejem-
plo, no en su versión ortodoxa de la evolución unilineal e irremediable
de las sociedades desde el comunismo primitivo hacia el socialismo
futuro, sino el que simplemente postula que los conflictos internos de
las sociedades, entre explotadores y explotados, forman el mecanismo
fundamental de la evolución, más importante que la relación ecológica
con el medio ambiente, ha adquirido un cierto auge en la interpreta-
ción arqueológica que se sigue en algunos países.
Ligada en ocasiones con el neomarxismo se encuentra otra corrien-

229
te, la estructuralista simbólica, que intenta explicar algunos aspectos de
la variabilidad cultural sobre la base del funcionamiento universal de la
mente humana, de sus estructuras internas. Esta asociación tiene un
origen parcial en el estructuralismo marxista y otras tendencias origi-
nadas en las ciencias sociales francesas, y en determinados momentos
se ha presentado como la alternativa «postmoderna» a la nueva arqueo-
logía (que sería la «moderna»).
Aunque acusados de subjetivismo y relativismo, de una vuelta atrás
a concepciones historicistas, etc. estos arqueólogos «radicales» no sólo
han sabido remover las aguas de la discusión teórica, que se habían
tranquilizado en exceso, y recalcar la importancia de las excepciones al
paradigma ecológico, sino que han puesto el acento en los aspectos
sociales de la arqueología y sobre cómo ésta es influida por la ideolo-
gía dominante en cada momento. Volveremos sobre este tema en el
capítulo final del libro.
Al igual que las restantes ciencias humanas, aunque parte de sus
métodos provengan de las ciencias naturales, la Arqueología no ha
alcanzado aún el estatuto de ciencia con un paradigma consensuado
por todos sus practicantes. Algunos parecen pensar que sólo es cues-
tión de tiempo, y que las ciencias hoy llamadas «blandas» llegarán a
tener sus principios y reglas indiscutibles como la ley de la gravitación
universal o la teoría de la relatividad. Otros, por el contrario, parecen
preferir el estado actual para siempre, con la ambigüedad de los datos
y la libertad de su interpretación. Sea como sea lo que el futuro nos
depare, no cabe ninguna duda de que en los últimos años la Arqueolo-
gía ha desarrollado teorías de diversos niveles que permiten acercarse
más a su verdadero objetivo, que no es otro que mejorar al máximo el
conocimiento que tenemos de nuestros antepasados y, como resultado
último, de nosotros mismos. Los ejemplos que veremos a continuación
intentarán explicar la razón de tal creencia.

8.1. La Nueva Arqueología


Si hemos escogido la denominación <mueva» Arqueología, con todo
lo de relativo y poco definitorio que conlleva el término, es porque,
después de todos los nombres que se le han aplicado, desde dentro y
desde fuera (Arqueología Procesual, Sistémica, Funcionalista, etc.), si-
gue siendo el más empleado, tal vez porque fue el primero y porque
en muchas tradiciones académicas, como la española por ejemplo,
sigue todavía representando lo más «nuevo» frente al historicismo do-
minante. A continuación analizaremos dos trabajos· clásicos de Lewis R.
Binford, publicados en la década de los sesenta, pero que todavía hoy
conservan su vigencia programática. El primero («Archaeology as an-

230
thropology», de 1962) presenta varios aspectos esenciales del nuevo
enfoque (adaptación ecológica y reflejo social en la cultura material) y
los aplica a la interpretación de unos objetos clásicamente «difíciles» de
la arqueología americana. El segundo («Smudge pits and hide smo-
king» de 1967) es un buen ejemplo del empleo de la analogía etnográfi-
ca y del método hipotético-deductivo en Arqueología.
Si nos concentramos en Binford es debido a que fue uno, si no el
principal, de los fundadores de la nueva tendencia, sus artículos po-
seen un estilo expositivo brillante e incisivo, se ha mantenido en la
primera línea de la polémica mundial hasta la actualidad y, a pesar de
no haber escrito nunca personalmente un manual de corte pedagógico,
ha sido el teórico más influyente de la tendencia que nos ocupa.
El trabajo de 1962 comienza por afirmar que la Arqueología debe
contribuir al desarrollo de la Antropología (citando a Willey y Phillips
en 1958: «la Arqueología americana o es Antropología o no es nada»),
ayudando a alcanzar sus metas. Esto, que podría resultar raro en Euro-
pa, y más por aquel tiempo, resultaba lógico ya entonces en Norteamé-
rica, donde no solo ambas carreras se estudian a la vez y no es raro
que un investigador pase de una a otra actividad sin problema (de
hacer encuestas con los indios a excavar un yacimiento de sus antepa-
sados: la Arqueología continúa hacia atrás el mismo trabajo), sino que
la Arqueología se ha nutrido siempre de la teoría antropológica.
Aceptado lo anterior -que hay que invertir esa tendencia de subor-
dinación-, lo siguiente es decidir cuáles son los fines de la Antropolo-
gía: «exponen> (explicate) y «explicar» (explain) las diferencias y simi-
litudes culturales (y físicas) desde que surgió el ser humano hasta la
actualidad. La Arqueología ha «expuesto» sus descubrimientos (todos
los restos excavados, muy bien organizados y clasificados), pero no los
ha explicado. ¿Y qué se entiende por explicación? Aquí Binford escoge
claramente la vía científica: demostrar que existe una articulación cons-
tante de las variables dentro del sistema. Al igual que en un experi-
mento físico, hay que definir las variables (temperatura, presión, etc.),
medirlas (con el termómetro, etc.) y ver la correlación que se da entre
ellas, a la búsqueda de leyes más o menos generales que trasciendan la
mera descripción particularista de un fenómeno.
Los artefactos son una parte del sistema cultural completo de un
grupo humano y como tal deben explicarse. (En la visión difusionista
parecen tener vida independiente, y a veces da la impresión de que tal
o cual tipo cerámico o decorativo, provisto de extremidades que le
permitían andar, se movía de un lado a otro, pasando tranquilamente
de cultura en cultura). Cada sistema cultural se divide en varios subsis-
temas: tecnológico, sociológico e ideológico, cuya función es adaptar el
organismo humano a su medio ambiente total, tanto físico como social.

231
El ambiente físico es decisivo en la tecnología, pero esto no significa
que se crea en un «determinismo ambiental», puesto que entre el
medio y el grupo humano actúa la cultura con todas sus partes: por
ejemplo, diferentes niveles de complejidad social tendrán respuestas
tecnológicas diferentes ante el mismo ambiente.
El difusionismo supone que todos los artefactos son rasgos compara-
bles entre sí, independientemente de su función en un contexto deter-
minado. Esto lleva a que todos se igualen por abajo, y se identifique
cultura material con tecnología. Pero lo cierto es que muchos artefactos
funcionaron dentro de los subsistemas sociológico e ideológico, y que
«la estructura formal del conjunto de artefactos, junto con sus relacio-
nes contextuales, debe representar y de hecho representa una imagen
comprensible y sistemática de todo el sistema social extinguido». (He
aquí una de las afirmaciones más optimistas que los arqueólogos hemos
escuchado en mucho tiempo). Aunque no podamos «excavar un sistema
de parentesco, ni una filosofía», cuyos practicantes o creyentes dejaron
de existir hace milenios, sí podemos encontrar los items materiales que
funcionaron junto con esos comportamientos dentro del subsistema
concreto.
Por lo tanto, es preciso identificar los artefactos tecnómicos, del
subsistema tecnológico, explicables como dijimos en el marco ecológi-
co, y buscar la correlación de estos items con las variables ambientales
(deducidas del análisis arqueobotánico y zoológico). También los socio-
técnicos, que funcionan en el subsistema social, encargado de articular
a los individuos en grupos unidos y capaces de alimentarse a través de
la tecnología. Artefactos de este tipo son los que indican el estatus de
sus poseedores (la corona o el bastón de mando de un rey, por ejem-
plo). Por último, los ideotécnicos corresponden al sistema ideológico,
que se ocupa de racionalizar el sistema anterior y de educar a los
miembros del grupo para que ocupen su lugar funcional en el mismo.
Ejemplos son las figuras de dioses, símbolos del clan, de las fuerzas
naturales, etc.
Los factores que determinan la variación de estos sistemas, y por
tanto también de sus artefactos respectivos, pueden ser internos a la
sociedad, como la presión demográfica o la competencia intragrupal,
pero el cambio ecológico ocupa un lugar clave en la línea de la causali-
dad: a través de la tecnología afecta a la organización social, y a través
de ésta a su ideología. Con respecto a la relación que tiene que existir
entre los distintos tipos de artefacto y los diferentes tipos de subsiste-
ma, solo se la conoce relativamente bien en el caso del subsistema
tecnológico. Por ello es fácil para el arqueólogo deducir la clase de
tecnología que tuvo un grupo humano extinguido en función de sus
restos materiales.

232
Pero, con los conocimientos actuales, no ocurre lo mismo con los
otros dos subsistemas: es preciso avanzar ·en ese sentido, y establecer
las relaciones que existen entre los distintos tipos de sociedad y sus
culturas materiales respectivas; y lo mismo se puede decir de las dis-
tintas clases de sistemas ideológicos y sus correspondientes simbolis-
mos materiales. Esta es una de las tareas fundamentales de la investiga-
ción antropológica (pues solo la Antropología tiene acceso a los dos
niveles), para que la Arqueología pueda aplicar sus resultados a los
restos materiales de épocas pasadas, en el «laboratorio del pasado».
El hecho de que las denominaciones propuestas por Binford hace
casi treinta años no hayan tenido demasiada aceptación, ya nos indica
que el progreso en la dirección por él sugerida ha sido escaso. En
primer lugar, la identificación de los artefactos tecnómicos, sociotécni-
cos e ideotécnicos no es nada sencilla. Por ejemplo, una estatuilla
femenina puede ser identificada como una diosa, pero también como
un juguete infantil, con una larga serie de posibles interpretaciones
intermedias entre las que resulta muy difícil escoger, si no existe infor-
mación contextual amplia (p.e. si la estatua fuera de época romana, su
sentido sería claro sin duda, pues contamos con datos escritos abun-
dantes sobre su religión, y no habría más que estudiar sus atributos
para decidir entre las posibles diosas candidatas: Venus, Fortuna, Ro-
ma, etc.).
Por otro lado, ciertos tipos o atributos pudieron funcionar como
tecnómicos en ocasiones, y en otras como sociotécnicos o ideotécnicos.
Por ejemplo, una espada o un hacha sirvieron como arma o herramien-
ta, pero en ocasiones también como símbolo de estatus social; ciertas
vasijas cerámicas se usan para guardar alimentos en la cocina, pero
luego pasan a la tumba de su dueño, donde su abundancia sirve, por
ejemplo, para dejar clara su posición social en el entierro o en el más
allá.
La información contextual arqueológica, de la relación de unos arte-
factos con otros y de los atributos del propio artefacto, es de gran
ayuda para inclinar nuestras ideas en alguno de los sentidos propues-
tos. En el caso de la estatua, no es lo mismo que sea una pieza valiosa y
que aparezca pocas veces, sólo en determinadas áreas, o que sea de
arcilla y se encuentre fragmentada y esparcida por el yacimiento. Para
las armas se puede recurrir al estado de la pieza y al análisis de huellas
de uso, y es claro que se tendería a guardar el mayor tiempo posible
los símbolos de poder y a utilizar al máximo las que sirvieran simple-
mente como herramientas. La cerámica de uso diarío puede aparecer
en las tumbas, pero seguramente, una vez que se haya analizado una
muestra grande de ambos sitios (necrópolis y asentamiento), se descu-
brirán tipos de uso exclusivo en cada uno de los ámbitos.

233
La investigación etnoarqueológica que proponía Binford (entonces
llamada arqueología «de acción>> o «viva») y que años después él
mismo siguió, trabajando con los esquimales de Alaska, ha ido dando
sus frutos al establecer leyes de correlación entre los distintos tipos de
actividad humana y sus restos materiales.
El trabajo de Binford continúa con el análisis de un caso concreto:
los objetos de cobre nativo que se encuentran a partir del 2000 a.c. en
la región de los Grandes Lagos de Norteamérica (el Old Copper Com-
plex). Tales artefactos son al principio utilitarios (puntas de flecha y
arpón, hachas, etc.) (Figura 8.1), y luego pasan a ser no utilitarios (p.e.
siluetas de pajaros) en la fase Woodland (Hopewell, Mississippi), apro-
ximadamente a partir del 1000 a.c. Lo curioso de las primeras piezas es
que son muy parecidas a algunas que se hacían por la misma época en
Europa y más de uno ha sugerido a partir de ellas una temprana
llegada de navegantes europeos a América.
No obstante, los indios de los lagos no practicaban la verdadera
metalurgia, fundiendo el metal, sino que se limitaban a martillarlo en
estado natural, tal como empezó a hacerse a finales del Neolítico en
algunas zonas del Próximo Oriente, varios milenios antes. La hipótesis
habitual es que aplicaron sus conocimientos del trabajo de la piedra a
un tipo «raro» de ésta, el cobre, porque las herramientas resultaban así
más eficaces en la caza y pesca. Es decir, los objetos utilitarios se
interpretan como tecnómicos.
Binford argumenta en sentido contrario, intentando demostrar pri-
mero que esos artefactos no eran más eficaces que los de piedra, y
después que su carácter era sociotécnico. Por un lado, las menas de
cobre no estaban en las zonas donde han aparecido más útiles, y era
preciso hacer un largo viaje hasta ellas o que existiese una larga cade-
na de intercambios basada en el parentesco. Por otro, la extracción con
los primitivos medios era difícil, y otro tanto puede decirse del largo
proceso de martillado y agregación de pequeños trozos de metal hasta
formar una pieza útil. De hecho, existían lugares mucho más cercanos
donde encontrar piedra con la que fabricar equivalentes funcionales de
los útiles en cobre.
Tal vez la única ventaja de los útiles fuera su mayor duración. Ahora
bien, si ésta fue la razón de su uso, sería lógico encontrar pocas piezas
desgastadas y bastantes reaprovechadas para fabricar otras nuevas, ya
que ese sería el efecto de intentar prolongar al máximo la duración y
obtener el mayor beneficio de la inversión inicial. En la realidad ocurre
lo contrario, pues casi todas tienen huellas de haber sido usadas y no
hay evidencia de reaprovechamiento. (Esta es una característica de
la forma de razonar de la nueva arqueología: se contrasta una hipó-
tesis mediante el examen de hasta qué punto los datos cumplen las

234
O 2 3 CM

..

.............

e e g

Figura 8.1. Utiles típicos de la cultura americana del Viejo Cobre, que se
usaron en la región de Jos Grandes Lagos entre aprox. 2000 y 1000 a.c. a)
cuchillo, b) punta de flecha, c) azuela, d) punzón, e) punta de arpón, f) punta de
lanza .con pedúnculo, g) punta de lanza con enmangue. (Según Meggers, 1979,
fig. 11.)

deducciones lógicas de aquélla, siguiendo el método hipotético-de-


ductivo).
De igual manera, de la hipótesis de la durabilidad como factor
compensatorio del esfuerzo realizado y razón última se deducirían me-
canismos sociales para conservar al máximo los útiles dentro del siste-
ma tecnológico, es decir, funcionando el mayor tiempo posible. Pues
bien, en casi todas las ocasiones que los cobres aparecen en contexto
primario, se trata de tumbas donde forman parte del ajuar funerario.
Esto sugiere que acompañaban a su propietario cuando éste fallecía, y

235
que la sociedad renunciaba conscientemente a ellos (podría haber esti-
pulado que se heredasen), lo cual de nuevo sirve para rechazar la
hipótesis, o al menos para disminuir su credibilidad.
Tras llegar a esta «conclusión», el siguiente paso es explicar por
qué se empezó a utilizar herramientas que son menos eficaces que las
que existían hasta entonces, y por qué luego se dejó de fabricar herra-
mientas con el cobre y se pasó a emplearlo en elementos no utilitarios.
Binford propone que tales hechos resultan mucho menos extraños si
dejamos de pensar en los cobres como ítems tecnómicos y pasamos a
considerarlos como sociotécnicos. Es decir, los útiles de cobre, aunque
se utilizaran en las actividades de consecución del alimento, tenían su
razón última como símbolos sociales.
Para el subsistema sociológico, Binford aplicó una distinción básica,
debida al antropólogo Morton Fried, que luego sería muy utilizada en
Arqueología: sistemas igualitarios y sistemas de rango (Fried propuso
otros dos tipos de mayor complejidad, estratificado y estatal, pero no
tienen aplicación en este caso). En las sociedades igualitarias, las posi-
ciones de estatus, que pueden acarrear prestigio y ciertos beneficios,
son accesibles a todos los miembros del grupo, dentro de las limitacio-
nes básicas de edad y sexo. Tales posiciones son alcanzadas por los
individuos cuyas características físicas y mentales les permiten realizar
mayores hazañas en la lucha con el medio ambiente, es decir, en la
consecución del alimento, construcción del cobijo, guía en los desplaza-
mientos, etc.
En las sociedades de rango esas posiciones son cerradas, puesto
que las cualidades necesarias para forma parte de ellas no son una
simple función de la habilidad de la persona, como en las igualitarias,
sino que están asociadas al individuo desde el nacimiento y son función
de su posición dentro del sistema social y de parentesco. Por ejemplo,
ciertos grupos otorgan mayor rango a los individuos que descienden
en línea más directa de un ancestro común (a veces el fundador del
linaje), y una posición inferior a aquéllos que están más alejados en la
genealogía.
El mérito mayor de Binford fue proponer entonces que debía existir
«una relación directa entre la forma de acceder al prestigio en una
sociedad y la cantidad, forma y estructura de los componentes sociotéc-
nicos de su conjunto arqueológico»; y sobre todo, sugerir hipótesis que
hicieran operativa tal proposición. Así, plantea que en las sociedades
igualitarias los símbolos del estatus son también símbolos de las activi-
dades en las que la actividad destacada se recompensa con aquél; si la
actividad es la caza, por ejemplo, los símbolos serán los utensilios para
acosar y matar (puntas de flecha, arpones, etc.), o bien alguna parte
importante del animal. En muchos casos el símbolo será formalmente

236
tecnómico (los útiles), pero fabricado con material exótico o de una
elaboración/decoración tal que le haga raro y aumente su mérito. Aun-
que se pueda utilizar para la labor concreta a la que sirve, su presencia
sólo se explica en función del sistema social.
Casi todos los miembros del grupo tendrán uno o varios símbolos,
pero, en general, la cantidad de símbolos dependerá del tamaño del
grupo y la interacción entre los distintos grupos. Cuando éstos son
pequeños y no tienen mucho contacto con otros, habrá pocos símbo-
los de estatus; cuando sucede lo contrario, disminuyendo la familia-
ridad entre los individuos, el número será mayor para favorecer el re-
conocimiento mutuo de los propios méritos. Por otro lado, como la
herencia no tiene nada que ver con el acceso al prestigio, no tiene
sentido que los símbolos pasen de padres a hijos y es de esperar que
se destruyan a la muerte de su poseedor, o bien le acompañen en la
tumba.
En las sociedades de rango los símbolos tienden a ser más esotéri-
cos en la forma (dictada por el sistema ideológico), en correspondencia
con un acceso al prestigio no igualitario. La estructura de los artefactos
sociotécnicos tenderá a ser más compleja a medida que a la sociedad le
ocurre lo mismo. El tratamiento diferencial se reflejará en la posesión
exclusiva de ciertos símbolos, el acceso exclusivo a ciertas partes del
asentamiento, el tratamiento diferencial en la muerte (tumbas diferen-
tes), etc. Asimismo, es de esperar que ahora los símbolos se hereden
con mayor frecuencia, ya que la herencia es ahora un mecanismo
fundamental de adscripción de rango.
Dentro del esquema anterior, los útiles del período arcaico serían
símbolos de prestigio en una sociedad igualitaria (poco eficaces, valio-
sos por lo escasos y difíciles de obtener, no heredados, etc.). Otros
datos arqueológicos sugieren también que la organización social debía
ser igualitaria. Con todo, queda por explicar su propia aparición a
partir de determinado momento, sustituyendo tal vez a otros tipos me-
nos reconocibles arqueológicamente (fabricados en materiales más co-
munes). Coincidiendo aproximadamente en el tiempo con la utilización
del cobre se producen dos fenómenos: la subida del nivel del agua de
los lagos (estadio Nipissing) y un aumento del número de asentamien-
tos con respecto a la fase anterior.
De aquí se puede inferir que el aumento de los lagos trajo consigo
mayor riqueza alimenticia a sus riberas, la pesca pasó a ser la actividad
económica fundamental (hay pruebas sólidas de ello: la cantidad de
restos de pescado que aparecen en los yacimientos), y en consecuencia
creció la población de la zona (una prueba indirecta: más yacimientos).
La proposición siguiente es que al disminuir consecuentemente el co-
nocimiento mutuo entre los miembros de los distintos grupos, fue nece-

237
sario pasar a un nuevo tipo de símbolo material del prestigio personal:
los útiles de cobre.
El siguiente paso a formas no utilitarias en la época de los Bosques
(Woodland) se puede explicar peor, ya que se conocen menos datos
sobre la organización social del período. Con todo, la aparición de
diseños simbólicos puede estar en relación con una disminución de la
igualdad social y el surgimiento de diferencias heredadas del presti-
gio, que se racionalizan mediante su inclusión en un sistema simbólico-
religioso.
En resumen, la «teoría» sistémica explica la aparición de los útiles
exóticos (presión demográfica), su forma (premian la actividad para la
que sirven), su contexto más frecuente (funerario), su extraña desapari-
ción (sería absurda si fueran tecnómicos), y la aparición de figuras de
animales y otros diseños no utilitarios de cobre en las culturas más
tardías del Este de los Estados Unidos (mayor complejidad social, ran-
gos hereditarios).
Lógicamente, las hipótesis iniciales deberían contrastarse con datos
etnográficos antes de aplicarlas en un contexto arqueológico. El trabajo
realizado con posterioridad al artículo de Binford ha mostrado que el
mundo del simbolismo es mucho más complejo de lo que este autor
había supuesto, como veremos al hablar del estructuralismo, pero su
aproximación supuso un considerable avance en su momento. Su expli-
cación, como acabamos de ver, supera con mucho a las tradicionales
(«la técnica fue traida por gentes del exterior«; «la técnica se aplicó a
una piedra extraña y se descubrió su mayor eficacia»). Y no solo las
supera porque explica un mayor número de aspectos de los datos,
porque explica más, sino porque explica mejor, integrando en la inter-
pretación todos los niveles culturales sin limitarse exclusivamente al
material.
También explica mejor por ser predictiva: a partir de ahora de los
datos materiales podremos inferir aspectos sociales, de los cuales a su
vez deduciremos aspectos materiales, contrastables en el registro ar-
queológico. Por ejemplo, en la fase de los Bosques debería aumentar la
complejidad de los objetos exóticos, seguramente sociotécnicos, al
igual que la riqueza de algunas tumbas con respecto a otras, al aumen-
tar la complejidad social. En efecto, en la fase Adena se traían desde
lejos, aparte del cobre, materiales como la obsidiana de las montañas
Rocosas, las conchas de la costa del Golfo de México, etc.; en la si-
guiente, Hopewell, comienza la elaboración de los grandes túmulos
funerarios que llegarán a su culmen en la fase Mississippi, etc.
Pasemos ahora a considerar la aportación que supuso el otro artícu-
lo de Binford, que se refiere a los paralelos o analogías etnográficas. Es
una práctica habitual de los prehistoriadores, desde los primeros días

238
de la disciplina, comparar los objetos recuperados de las excavaciones
con los que todavía utilizan (o utilizaban hasta hace poco tiempo) las
sociedades más sencillas que la nuestra. En el caso de encontrar arte-
factos iguales o parecidos en los dos ámbitos, se propone que el com-
portamiento observado en la situación etnográfica (la función para que
sirve el artefacto) es el mismo en la situación arqueológica, aunque este
comportamiento no sea susceptible de observación por haber desapa-
recido tiempo atrás.
Un ejemplo, de entre los numerosos que se pueden referir, son las
denominaciones de los útiles líticos de la Edad de Piedra: raspador,
raedera, buril, punta, cuchillo, etc., que presuponen su utilización real
para raspar, raer, gravar, clavar y cortar en base a su parecido con
utensilios actuales que sirven para esas funciones entre los pueblos
cazadores. En los casos de mayor duda se prefirieron denominaciones
menos comprometidas (bifaz, lasca, lamina, etc.) que no hacen referen-
cia directa a la función.
Las analogías también afectaban a artefactos más complicados, como
cuando se comparaban las fortificaciones inglesas de la Edad del Hie-
rro con las maorís de Nueva Zelanda, e incluso a aspectos no materiales
de la cultura. Hoy ya se han olvidado algunas primeras exageraciones,
consecuencia de una concepción teórica evolucionista demasiado rígi-
da, como la equiparación de los esquimales con los magdalenienses de
hace doce mil años, o de los bosquimanos con los auriñacienses, etc.
Con todo, Childe utilizó datos sobre los modernos habitantes de las
islas Oreadas para interpretar las viviendas del poblado neolítico local
de Skara Brae, Grahame Clark de los esquimales para el yacimiento
epipaleolítico de Star Carr, o de la distribución de hachas en Australa-
sia para explicar su reparto durante el Neolítico en Gran Bretaña, y el
grupo de Cambridge en torno a Ian Hodder postula ahora que la
cultura actual también puede ser una fuente importante de ideas para
interpretar el pasado prehistórico.
La diferencia de la aproximación binfordiana, típica de la nueva
arqueología, es que no se limita a la mera «interpretación» de los
restos, simplemente como una sugerencia («esto pudo servir para tal o
cual función»), sino que va más allá en el sentido de contrastar la
hipótesis de igualdad funcional, hasta tener una idea probabilística de
la veracidad de la misma.
La forma de hacerlo, como ya vimos, es deduciendo una serie de
consecuencias lógicas de la hipótesis y viendo luego en qué medida se
cumplen en los datos (método hipotético-deductivo). Si los datos no las
cumplen en absoluto, y estamos seguros de la lógica de las consecuen-
cias, se rechaza la hipótesis. En el caso de que las cumplan, la hipótesis
no se rechaza pero tampoco se establece su veracidad absoluta, puesto

239
que esas consecuencias podrían ser resultado de otra causa distinta,
que ignoramos. Simplemente, no hemos podido demostrar la falsedad
de la hipótesis, la cual ha quedado por tanto más reforzada. Solo des-
pués de un cierto número de intentos con resultado idéntico al anterior,
la hipótesis podrá pasar al grado de verdad o ley general.
En ocasiones, el experimento no es concluyente puesto que la infor-
mación disponible no permite comprobar el cumplimiento de las con-
secuencias. Esto llevaría a continuar la investigación (excavando, pros-
pectando, volviendo a analizar el material, etc.), pero ya en un sentido
fructífero, contrastando hipótesis que van surgiendo de forma continua
a lo largo del estudio, unas veces de la analogía etnográfica y otras de
los mismos datos arqueológicos. Todo esto supone la adscripción de
Binford y los arqueólogos «procesuales», con mayor o menor intensi-
dad de creencia, a determinados postulados teóricos de la filosofía de
las ciencias, en los que resuenan los nombres de Karl Popper y, sobre
todo, Carl Hempel en las ciencias naturales (recordemos que Binford
estudió Biología antes que Antropología).
En el artículo que estamos analizando se aplican estas ideas a un
artefacto arqueológico muy concreto, tal vez demasiado específico y
alejado de la prehistoria europea, pero que cuenta con todos los requi-
sitos para ser un buen caso pedagógico. Se trata de unos pequeños
pozos (unos 30 cms.) que aparecen en los asentamientos de la cultura
del Mississipi, con mazorcas de maiz y otros vegetales chamuscados o
carbonizados en su interior. Quince de estos «escondrijos de mazor-
cas» fueron también registrados en el yacimiento de Toothsome, Illi-
nois, excavado por Binford, en donde éste los interpretó como hoyos
en los que se encendían fuegos lentos (smudge pits), con el fin de
producir humo con el que ahuyentar a los insectos (concretamente los
mosquitos, que, a juzgar por la experiencia de la excavación, debían
ser una verdadera plaga durante el verano). En otros sitios se pensó
que podían ser escondrijos, agujeros ceremoniales o agujeros de pos-
te, por su pequeño tamaño. Casi siempre se encontraban en la periferia
de los poblados o entre las viviendas, y su fecha era en general poste-
rior al año 1000 d.C.
Un repaso de la literatura etnográfica de los indios del Sureste, las
Llanuras y los Grandes Lagos, con datos recogidos desde el siglo XVIII
hasta comienzos del actual, revela que solían cavar agujeros en el suelo
para hacer fuegos lentos en su interior, con el fin de ahumar pieles
colocadas sobre una estructura de madera que cubría el hoyo. De esta
forma las pieles cogían color y eran protegidas de las polillas. El
combustible utilizado variaba de unas zonas a otras, pero la distribu-
ción de tribus que usaban mazorcas coincide aproximadamente con la
distribución de yacimientos arqueológicos con los hoyos descritos.

240
De todo ello (similitud formal, distribución espacial parecida, cerca-
nía en el tiempo), se puede deducir que los agujeros de los yacimientos
arqueológicos también sirvieron para ahumar las pieles. Ahora bien,
como dijimos antes, es preciso no detenerse en esta proposición, que a
cualquiera le parecería acertadísima, sino que debemos continuar el
proceso, intentando refutar o por el contrario incrementar su probabili-
dad.
El método para cumplir lo anterior es el siguiente: primero, exami-
nar las fuentes etnográficas en busca de correlaciones formales que
puedan observarse arqueológicamente; luego, dado el postulado de
identidad de comportamiento en los dos contextos (etnográfico y ar-
queológico) y las correlaciones etnográficas, establecer una serie de
hipótesis de predicción sobre la correlación entre el fenómeno arqueo-
lógico análogo al etnográfico y otros fenómenos arqueológicos obser-
vables, pero que en principio no parecían tener relación con el ante-
rior. Por último, contrastar tales hipótesis para establecer en términos
probabilísticos la verdad del primer postulado.
En el caso de los «fuegos en pozo para ahumar pieles», las fuentes
etnográficas nos pueden informar sobre correlaciones espaciales, tem-
porales y formales de tal actividad: ¿se ahumaban las pieles en alguna
zona particular del asentamiento?, ¿en algún período particular del
año?, ¿se elaboraban los vestidos o mocasines al mismo tiempo o en el
mismo lugar que los fuegos?
Las respuestas son desiguales, pero de ellas se obtienen las hipó-
tesis contrastables: hay pocos datos sobre la zona, pero se sabe que
siempre lo hacían las mujeres, luego sería de esperar una covariación
estilística entre la forma y contenido de los pozos y otros productos
femeninos como la cerámica; también se sabe que la actividad se lleva-
ba a cabo durante la primavera y el verano, en los campamentos base,
en un momento en que la caza era mínima; no se conoce la relación
entre ahumado y cosido de los vestidos (que nos hubiera llevado, de
existir, a la búsqueda de útiles de la segunda actividad cerca de los
pozos), pero en muchos casos las fuentes indican que ambas activida-
des las hacían aquellas personas que presentaban una habilidad espe-
cial para ellas. De aquí deduce Binford que no debería existir propor-
cionalidad entre el número de pozos de los yacimientos y otras estruc-
turas que indiquen el número de habitantes (cabañas, hogares, etc.),
puesto que en cada campamento se ahumarían tantas pieles como muje-
res habilidosas hubiera, regulándose las diferencias mediante el inter-
cambio.
Por otro lado, en la información etnográfica es preciso determinar si
existen otras actividades que empleen hoyos con aspectos formales
parecidos a los de ahumar pieles; si esto es así, deberíamos refutar la

241
hipótesis, aunque se podría proponer otra más general, que relaciona-
se los pozos con distintos tipos de actividad, y que de nuevo habría que
contrastar en el tiempo, espacio y forma.
Algo después de publicar Binford el artículo que analizamos, otro
investigador, Munsen, propuso que los hoyos pudieron perfectamente
haber servido para ahumar el interior de vasijas cerámicas (así se
hacen más impermeables). Por lo tanto, había que contrastar dos hipó-
tesis diferentes con respecto a los datos etnográficos y arqueológicos.
De los primeros se deduce que para ahumar el interior de las cerámi-
cas se utilizaban varios procedimientos distintos, siendo los pozos con
fuego uno de los menos usados (de hecho solo se conoce un caso, y fue
registrado en 1925); por el contrario, para ahumar pieles siempre se
recurría a los hoyos con fuego lento. Por lo tanto, existe mayor probabi-
lidad de que uno cualquiera de estos hoyos, registrado en un yacimien-
to, haya servido para las pieles que para la cerámica. Con todo, siem-
pre es posible establecer una hipótesis más general, como dijimos:
estos hoyos arqueológicos eran artilugios para ahumar (lo que fuese), y
por lo tanto tenían una función diferente de los fuegos para iluminar o
para cocinar.
En su libro sobre el «pasado presente» (1982), lan Hodder critica
duramente el pretendido cientifismo de Binford en su uso de los parale-
los etnográficos. Para Hodder, no hay apenas nada definido ni «logico»
a priori en la forma de establecer deducciones contrastables a partir de
una hipótesis, o, mejor dicho, las predicciones no son consecuencias
necesarias de los comportamientos. Por ejemplo, ¿por qué tiene que
existir una relación estilística entre los hoyos y las cerámicas? El hecho
de que sean siempre las mujeres quienes fabrican ambos tipos de
artefacto no parece razón suficiente, puesto que presentan rangos de
variación muy diferentes (¿cuál es el «estilo» de un hoyo con mazorcas
quemadas?, desde luego algo mucho más pobre, no comparable con la
decoración de una cerámica).
Pero, de hecho, Hodder defiende un procedimiento para reforzar la
analogía, lo que él llama su carácter relacional, idéntico al de Binford,
aunque recalque la imposibilidad teórica de «demostrar» nada con
seguridad. La diferencia entre las dos posturas no es tan grande, pues
ya vimos que Binford sólo trataba de «incrementar la probabilidad» de
una hipótesis, nunca de demostrar su veracidad por completo.
Se podrían exponer, sin duda, muchas más aplicaciones de los pos-
tulados teóricos de la Nueva Arqueología. En general, las que se die-
ron en Norteamérica, como las dos que acabamos de resumir, han sido
y son todavía mucho más «duras» que las europeas, ya que se adhieren
con mucho más rigor al cientifismo y positivismo, y por ello son tam-
bién más representativas de la tendencia en su conjunto. En la prehisto-

242
ria europea no existe continuidad cultural como al otro lado del Océano
y en los países del Tercer Mundo, muchos de los cuales casi acaban de
salir de los tiempos prehistóricos. Por el contrario, en el viejo continen-
te se han desarrollado milenios de rápida evolución cultural que segu-
ramente han borrado los posibles restos de un comportamiento ante-
rior a la civilización (y si quedan algunos son muy difíciles de distinguir
de los adquiridos en otras épocas).
Con todo, los métodos de la Nueva Arqueología no fueron pensados
exclusivamente para las situaciones en que existen datos etnohistóri-
cos, como el caso anterior de los hoyos, sino que, al resucitar la vieja
idea de la «unidad» humana del evolucionismo, hacen posible la com-
paración entre culturas y épocas muy distantes. Un ejemplo extremo,
ya citado en este libro (7.1.2), es la aplicación de datos de los esquima-
les actuales a los restos de homínidos de Africa oriental hace dos
millones de años. En principio puede parecer algo aventurado cuando
menos, pero no lo será tanto si se piensa que el comportamiento que se
quiere controlar (comer carne de animales) no ha debido variar tanto
en «sólo» dos millones de años, de la misma forma que tampoco ha
cambiado el funcionamiento de nuestros intestinos, por ejemplo. Si
somos capaces de controlar la serie de actividades necesarias para que
un animal bípedo y otros cuadrúpedos adquieran proteínas animales, y
sobre todo conocemos los restos materiales (en útiles, huesos, huellas
de uso en ambos, etc.) que dejan tras de sí, estaremos en condiciones
de conocer, de forma bastante verosímil, como se comportaban al
respecto nuestros primeros antepasados.
Esta aproximación, parecida al actualismo en Geología (los procesos
del pasado son idénticos a los actuales), permite comparaciones sobre
aspectos más específicamente humanos que el anterior, como por
ejemplo la organización social. Tal vez el caso más atractivo de aplica-
ción del método a la prehistoria europea, que se describirá breve-
mente para que sirva de comparación con los ejemplos americanos,
sea el de los megalitos.
El fenómeno megalítico consistió en la aparición, durante el quinto
milenio antes de Cristo y en toda la fachada atlántica europea de forma
más o menos simultánea, de tumbas colectivas (dólmenes, túmulos con
corredor, etc.) que casi siempre estaban construidas con grandes
piedras. A lo largo de por lo menos dos mil quinientos años, con
los lógicos cambios formales, esta forma de enterrar (muchos cadá-
veres en un solo «contenedor» físico) fue la única en todo el occidente
europeo, hasta que progresivamente y tan misteriosamente como
empezaron, los megalitos cayeron en desuso y se volvió a la tumba
individual, que ya existía antes en muchas partes del continente.
La explicación historicista tradicional, como siempre entonces apo-

243
yada en el migracionismo, decía que el origen de los megalitos estaba
en Grecia y el Egeo, donde aparecían los más perfectos (como los de
Micenas) y por tanto más antiguos, y desde allí se habían expandido
por el Mediterráneo hasta el Atlántico. La forma de la expansión era
bastante pintoresca, aunque la propusiera el mismo Gordon Childe:
ciertos misioneros de una nueva religión, con base en el Egeo, fueron
viajando por vía marítima-costera y predicando los nuevos preceptos
(de los que sólo nos queda su reflejo funerario) a la vez que iniciaban
los contactos e intercambios que luego expandirían la metalurgia. Con
la llegada del Carbono-14, se vio que tal idea era absurda, ya que la
mayoría de los megalitos occidentales eran más antiguos que los orien-
tales y que el origen estaba al oeste, como ya habían propuesto otros
ilustres investigadores tiempo atrás (Cartailhac, Obermaier, Bosch
Gimpera, etc.).
Los datos de cronología relativa y absoluta permiten hoy estar segu-
ro de que los megalitos tuvieron un origen local, dentro del contexto
de cazadores-recolectores tardenoisienses que vivían cerca de las
costas atlánticas y en alguno de cuyos cementerios ya se advierte
una tendencia hacia el enterramiento colectivo. A su vez, también se ob-
serva continuidad en el momento de su desaparición, puesto que las
viejas estructuras fueron usadas para enterrar gentes en la época cam-
paniforme, cuando ya imperaban de nuevo los enterramientos indi-
viduales.
Ahora bien, el atestiguar que no hubo ruptura no sirve como expli-
cación del hecho; en ese sentido era mejor la discontinuidad del migra-
cionismo, porque al menos hacía comprensible el surgimiento del ras-
go en las zonas distintas de la original («está allí porque llegó de otro
sitio»). Es necesario conocer cuáles fueron las presiones selectivas (de
nuevo el evolucionismo) que hicieron de las tumbas colectivas algo
«bueno» o mejor que las individuales, de forma que se siguieron usan-
do en exclusividad durante más de dos mil años. Debemos al arqueólo-
go británico Colin Renfrew la primera interpretación en términos sisté-
micos (él diría procesuales) del fenómeno, basándose en comparacio-
nes etnográficas y en los preceptos de la ecología cultural.
Las fuentes etnográficas nos dan información de diversos tipos. Por
un lado, como señaló hace tiempo el antropólogo americano Art Saxe,
existe en la mayoría de los grupos primitivos una relación directa entre
la presencia de lugares de enterramiento exclusivo para los miembros
del grupo y la defensa por parte de éste de un derecho de utilización
de recursos vitales limitados, basado precisamente en la descendencia
lineal de las personas enterradas en esos lugares.
Por ejemplo, los agricultores itinerantes, que en condiciones norma-
les disponen de tierra abundante para plantar, puesto que cuando una

244
zona se agota pueden trasladarse a otra, suelen enterrar a sus muertos
de forma dispersa. Por el contrario, cuando esos agricultores se hacen
fijos, y únicamente disponen de la tierra de alrededor del poblado
(recurso vital limitado), en posible disputa con otros grupos próximos,
construirán una necrópolis para enterrar a sus muertos y legitimar el
uso de la tierra en base a la descendencia directa de los mismos. Por
otro lado, algunos grupos primitivos actuales, como en la Polinesia y
con menos seguridad en la India y Japón, utilizan megalitos muy pareci-
dos como marcadores territoriales de sociedades segmentarias. ¿Signi-
ficaron lo mismo los megalitos prehistóricos?
Una sociedad segmentaria es aquella que se forma por agregación
de pequeños grupos equivalentes, los cuales son del mismo tamaño y
operan de forma independiente unos de otros. Es evidente que en esta
definición caben muchos de los grupos primitivos y prehistóricos, y
debió ser una manera común de organización hasta la agregación en
grupos más grandes para hacer frente a mayores necesidades. Lo
cierto es que apenas se conocen los poblados donde vivían los cons-
tructores de megalitos, pero cuando se han encontrado (por ejemplo,
en el Sur de Suecia) revelan que consistían en unas pocas y livianas
viviendas. Por otro lado, las excavaciones que llevó a cabo Renfrew en
las islas Oreadas al Norte de Escocia, revelan claramente que el pobla-
miento era disperso y que cada uno de los muchos megalitos que hay
en las islas correspondía a un pequeño grupo humano.
Para demostrar esto hizo falta ver que los pequeños megalitos eran
varios siglos anteriores al gran túmulo de Maes Howe (cuando segura-
mente ya existía mayor agregación), que en cada megalito (al menos en
el que excavó Renfrew, Quanterness) había representación de todos las
edades y sexos (el grupo completo) sin diferencia de trato, que la
cámara se usó durante por lo menos quinientos años, lo que, suponien-
do que todos los muertos se enterraban allí (lógico por lo dicho antes) y
en función del número de cadáveres encontrados, lleva a estimar que
el grupo humano que usaba la tumba era del orden de solo veinte
personas.
Además, el trabajo necesario para su construcción (10.000 horas-
hombre) pudo ser llevado a cabo por el grupo en unos pocos años, tal
vez ayudado por los vecinos. En las islas Oreadas existen muchos
túmulos como Quanterness, dispersos por el terreno pero siempre
sobre o cerca del suelo cultivable (existen pruebas de que se practica-
ba la agricultura). Si se trazan los territorios de explotación teóricos,
con el método de los polígonos de Thiessen (perpendiculares en el
punto medio de la unión de cada par de túmulos) (Figura 8.2), se
aprecia que son muy parecidos entre sí, y que por lo tanto podrían
corresponder a grupos pequeños y de tamaño semejante.

245
N

t
Figura 8.Z. Distribución
de los túmulos megalíti-
cos de la isla de Arran
(Escocia), con indicación
de los posibles territorios
correspondientes a cada
túmulo por medio de po-
lígonos de Thiesen; el
punteado señala la tierra
o actualmente cultivable.
(Según Renfrew, 1981,
13.)

Por lo tanto, se puede considerar que los datos arqueológicos cum-


plen razonablemente las predicciones de la hipótesis de poblamiento
disperso de grupos segmentarios, al menos en las islas Oreadas. Estas
islas son sin duda un lugar muy especial, aisladas por el mar y de
pequeña extensión, pero cumplen dos buenas condiciones: al parecer,
se han conservado todos los monumentos, lo cual no ocurre en otras
zonas donde muchos han sido destruidos, y son representativas del
medio ambiente donde surge el megalitismo, esencialmente costero y
con problemas de espacio.
La siguiente hipótesis, aún no contrastada suficientemente, es que el
mismo modelo se dio al comienzo de la implantación de los megalitos
por la fachada atlántica. El carácter limitado de los recursos, bien
agrícolas o marinos, puede explicar la aparición de tumbas en lugares

246
fijos, tanto más cuanto éstas son bien visibles y funcionan como marca-
dores territoriales. Es evidente que la escasez de fuentes alimenticias
tiene pocas causas que difieran de la del aumento de la población.
Esta presión demográfica, que como vemos es la causa última favo-
rita de los Nuevos Arqueólogos, ya resulta más difícil de explicar. Se
han propuesto varios orígenes como la subida del nivel del mar al final
de la última glaciación, con la consiguiente retirada de la costa y la
inevitable aglomeración que produjo el retroceso de los grupos huma-
nos, y la mayor capacidad alimentaria de los recursos de la costa
marina (moluscos sobre todo), pero estos dos fenómenos se habían
producido varios milenios antes del comienzo del megalitismo. Una
explicación más ligada a los fenomenos reales que entonces tenían
lugar en la fachada atlántica tiene en cuenta la expansión de los grupos
neolíticos, como los danubianos, cuyas últimas oleadas llegaban a la
costa occidental por la misma época, con lo que ya no era posible para
ellos una expansión futura al terminarse la tierra.

8.2. La Arqueología marxista

Después de haber afectado profundamente a los estudios históricos


durante casi todo este siglo, el marxismo ha terminado por influir en la
interpretación de los pueblos primitivos, tanto los actuales como los
prehistóricos. Como es bien sabido, Karl Marx diseñó su complejo y
genial modelo de las relaciones sociales y económicas en base a la
observación de la sociedad europea contemporánea, del siglo XIX. Por
esta razón, sus unidades de análisis no encajaban bien con las que se
dan en los grupos de menor escala, en principio mucho más simples.
Con todo, el compañero teórico de Marx, Friedrich Engels, influido
por el trabajo antropológico de Lewis Morgan en Norteamérica, y
basándose en su esquema de la evolución social y del parentesco,
escribió su libro sobre «el origen de la familia, la propiedad privada y
el Estado» (1884), que tuvo una influencia considerable. En el campo del
marxismo «oficial», ese texto se adoptó como ideología estatal única en
algunos países del Este de Europa y otras partes del mundo, y sirvió
como rígido esquema evolutivo al que se tenían que amoldar todos los
descubrimientos e interpretaciones arqueológicas, para así mantenerse
en la ortodoxia.
Entre los arqueólogos europeos fue Gordon Childe, su teórico prin-
cipal durante mucho tiempo, quien se encargó de difundir estas t~n­
dencias. Siguiendo también los postulados del evolucionismo lineal
decimonónico, se trataba de encontrar en los restos prehistoricos las
huellas de las fases sucesivas que Morgan había propuesto: Salvajismo,

247
Barbarie y Civilización, con sus consiguientes divisiones de inferior,
medio y superior. En términos generales, la primera fase evolutiva
corresponde al Paleolítico, la segunda al Neolítico y Edad de los Meta-
les antes de la escritura, y la tercera a la aparición de ésta y de las
sociedades urbanas con estado. Los avances tecnológicos iban ligados
a cada estadio, y así por ejemplo el fuego aparecía en el Salvajismo
medio, el arco y la flecha en el superior, etc.
Un esquema todavía más teórico y carente de pruebas afirmaba que
los sistemas de parentesco evolucionaban del comunismo sexual a la
monogamia, de la gens al Estado, y de la matrilinealidad (trasmisión de
la pertenencia al grupo por vía materna) a la patrilinealidad. La imposi-
bilidad real que existía, y sigue existiendo, de comprobar la verdad
histórica de tal esquema, causó de tal manera su desprestigio que la
Antropología abandonó el esquema de Margan durante toda la primera
mitad del presente siglo, caminando por la línea del particularismo
histórico, del empirismo antiteórico representado por Franz Boas, cuya
principal influencia en la Arqueología ya describimos con el nombre
de difusionismo, y el funcionalismo británico.
Por todo ello la Antropología, al igual que el estudio de la Prehisto-
ria, siguió un camino completamente apartado de la estrategia materia-
lista y del marxismo, con las excepciones antes apuntadas. La más
importante en arqueología, la de Childe, era más aparente que real,
puesto que el arqueólogo británico se comportaba como un difusionista
a la hora de interpretar secuencias culturales concretas, como las del
Próximo Oriente y Europa.
Cuando el pensamiento antropológico volvió, poco después de la
segunda guerra mundial, de nuevo a la teoría bajo la inspiración de un
renovado concepto de evolucionismo, había llegado el momento de
que al menos una parte de sus corrientes se vieran en la necesidad de
reelaborar y adaptar el paradigma original de Karl Marx al estudio de
las sociedades primitivas. Por entonces se produjo en Francia la unión
entre la tradición sociológica francesa -nacida con Emile Durkheim y
cuya última etapa era entonces el estructuralismo de Claude Lévi-
Strauss-, y el marximo clásico, como por ejemplo en las obras de L.
Althusser o C. Bettelheim. En Antropología tuvo que ser, lógicamente,
en los estudios de la economía de los pueblos primitivos (Antropología
económica) donde se aplicaron, hacia mediados de los años sesenta,
estas ideas; los nombres de Maurice Godelier, Jonathan Friedman, o el
primer Marshall Sahlins representan los hitos fundamentales de esta
corriente.
No resulta difícil exponer en pocas palabras las ideas fundamentales
de la aplicación del marxismo a la Historia (materialismo histórico); otra
cosa distinta son el alcance de todas sus implicaciones y su aplicación a

248
casos concretos. El objeto de la Historia, y en nuestro caso de la Antro-
pología y Arqueología prehistórica, es la comprensión de la naturaleza
y evolución de las «formaciones sociales» (la manera marxista de lla-
mar a las sociedades o grupos sociales). Una formación social concreta
está formada por la superestructura (jurídico-político-ideológica) y la
infraestructura (económica). La primera consiste en todas las «formas
de consciencia social», que van desde las normas de parentesco hasta
la religión. La segunda representa las estructuras económicas, que
Marx dividió en las «fuerzas de producción» y sus correspondientes
«relaciones de producción>>.
Como es bien conocido, la clave fundamental del pensamiento mar-
xista consiste en que la infraestructura es determinante de la super-
estructura, es decir, que la economía es la base y el condicionamiento
de todos los demás aspectos sociales. Hasta qué punto esta idea repre-
senta o no un determinismo económico, ha sido materia de discusión
interminable. Aunque en el marxismo «oficial» o estatal ha predomina-
do el punto de vista mecanicista, entre los marxistas más prestigiosos
se ha señalado siempre que la determinación económica es siempre
«en última instancia», es decir, a través de múltiples líneas causales
(entre las que está el medio ambiente y la tecnología) que pueden
provocar respuestas muy diferentes. La estructura más bien determina
«lo que no puede sen> que «lo que tiene que sen>.
Dentro de la estructura, son las relaciones de producción lo más
importante en cuanto a su influencia en la superestructura y el cambio
social. Como señala Friedman, estas relaciones no se refieren simple-
mente a la organización del proceso de trabajo, cuestión de pura tecno-
logía, sino a las relaciones sociales que dominan el proceso de produc-
ción: el uso que se hace del medio ambiente, quienes trabajan y quie-
nes no lo hacen, las formas de apropiación de los excedentes, etc.
Es precisamente dentro de las relaciones de producción donde se
desarrolla otro de los conceptos fundamentales del marxismo: el con-
flicto o dialéctica (contradicciones ) entre los diversos elementos de
una formación social, que es el determinante último del cambio y evolu-
ción de las sociedades mediante el mecanismo de superación del con-
flicto por la síntesis a un nivel superior, surgimiento de un nuevo
conflicto, etc. En la sociedad europea contemporánea este proceso se
da en la lucha de clases entre proletariado y capital, para ser superado
en la futura sociedad comunista; en épocas anteriores las contradiccio-
nes entre las fuerzas y las relaciones productivas causaron el final de
otros «modos de producción», como el esclavista y el feudal.
Hasta aquí de acuerdo: seguramente no existe hoy un modelo que
interprete mejor el sistema económico europeo, ahora ya mundial, de
los últimos siglos, proponiendo a su vez mecanismos de «acción» para

249
influir conscientemente y de forma provechosa en su evolución futura.
El hecho de que la versión primero leninista y luego estalinista del
marxismo haya tenido tan terribles consecuencias y llevado a los siste-
mas económicos centraiizados a un callejón sin salida, no quita segura-
mente ningún mérito al marxismo en cuanto sistema científico. Ahora
bien, ¿es apto este método para el estudio de las sociedades primiti-
vas? ¿Existen mecanismos tan complejos en ellas, son las relaciones
económicas determinantes de «lo social», son los conflictos internos los
determinantes del cambio?
Para entender mejor el dilema, parece conveniente que compare-
mos este tipo de explicación con la que propone la alternativa teórica
más importante, el materialismo cultural (que vimos antes en su reflejo
sobre la Nueva Arqueología). Para esta concepción, que Friedman
denomina materialismo «vulgar», el determinante proviene de las con-
diciones tecno-económicas y ecológicas, en especial de estas últimas,
siendo los conflictos internos una consecuencia de los defectos en ~l
equilibrio, que debe existir en condiciones ideales, entre el grupo y el
medio ambiente.
En las condiciones económicas actuales, tal vez no parezca muy
acertado proponer las relaciones con el medio ambiente como última
causa determinante de nada, puesto que la tecnología supone su domi-
nio total por el hombre. (Con todo, los materialistas culturales no dejan
de insistir en la presión demográfica, el agotamiento de recursos, etc.,
que dependen de las relaciones humanas con aquél). Pero en una
sociedad primitiva, de pequeña escala, igualitaria, con tecnología muy
rudimentaria en un ambiente precario, las cosas no están tan claras y
resulta difícil elegir entre las dos opciones.
Un buen ejemplo de este dilema pueden ser las interpretaciones
cambiantes que se han dado a lo largo de este siglo sobre el potlach.
Este fenómeno, tal vez uno de los más raros e «irracionales» que los
antropólogos han descrito, consiste en una celebración ritual que orga-
nizaban las tribus indias de la costa norte del Pacífico en Norteamérica.
En esas reuniones, los jefes regalaban todo tipo de objetos a los miem-
bros de su grupo y de otros próximos, en competencia con otros jefes:
el que más regalaba más prestigio tenía, de forma que el poder iba
lógicamente acompañado de la pobreza.
Cuando Boas estudió a los Kwakiutl, a fines del siglo pasado, la
práctica había degenerado a extremos que incluían la destrucción final
de los bienes regalados (quema de aceite y de viviendas, muerte de los
esclavos, etc.). Dentro de los esquemas del particularismo, el potlach
se presentó como una excepción al comportamiento habitual de conser-
vación máxima de los recursos. La discípula de Boas, Ruth Benedict,
dentro de una concepción psicologista de la cultura, lo interpretó como

250
simple megalomanía de los jefes, expresión de un «dionisíaco» apetito
de prestigio. La primera reacción, tímida, contra Boas la plantearon
estudios históricos que mostraron que estos potlach exagerados eran el
resultado final del terrible impacto de la colonización europea: los
efectivos de la tribu habían bajado de más de veinte mil a sólo dos mil
individuos en menos de un siglo (las fiestas semejaban «funerales» por
la raza).
Con la llegada del materialismo cultural se propuso la primera
explicación «racional». El medio ambiente de los indios del Noroeste
era realmente muy rico, y una economía simple de pesca y recolección,
sin agricultura ni ganadería, había provocado una organización social
más compleja que las de otros pueblos no productores de alimentos.
Por ello existía estratificación e instituciones tan atípicas como jefaturas,
diferencias de riqueza entre los individuos, esclavos adquiridos me-
diante la guerra de unas tribus con otras, etc. Esta estratificacióJ!. social
tenía una función distinta de la que hoy conocemos: según mostró el
economista Karl Polanyi, el jefe no existía para apropiarse de los exce-
dentes, sino para redistribuirlos entre sus subordinados para así com-
pensar las desigualdades que se daban dentro del grupo. El jefe, pues,
es un «hombre bueno», un «gran hombre» cuya función consiste en
mantener la cohesión social: su prestigio no depende de lo que tiene,
sino de lo que entrega.
Para llegar a esta conclusión hubo primero que desmontar el «mito
del paraiso» en el Noroeste: la pesca, especialmente de los salmones
que remontan los ríos para desovar, no era una fuente de alimentación
tan constante como parecía, y existían años malos en los que la amenaza
del hambre hacía su aparición. Por ello eran necesarios los jefes y las
fiestas redistributivas en que se repartía el sobrante de años anteriores,
en la idea de que los necesitados de hoy devolverían el favor en los
años siguientes.
Luego la hipótesis explicativa de los ecologistas culturales presenta
el potlach como apaciguador de los conflictos sociales, pero la causa de
éstos no es interna sino externa: un medio ambiente concreto (clima
templado húmedo, abundancia desigual de la pesca) y una tecnología
específica (pesca en pequeñas canoas, redes en los estrechamientos de
los ríos) que desembocan conjuntamente en una productividad variable
en el tiempo, con hambres periódicas.
¿Cuál sería la interpretación marxista del potlach? El caso es intere-
sante y didáctico, puesto que sirve para entender su alternativa en
muchos otros ejemplos. En primer lugar, acusaría a la visión anterior
de «funcionalista«: decir que una institución existe porque cumple una
función no es explicación suficiente de su «necesidad», puesto que
seguramente existen otras muchas que la cumplirían igualmente. Decir

251
que el potlach es «adaptativo» al medio ambiente sólo explica que
puede existir en ese medio, que es simplemente viable, pero nada más
(si no fuera así no hubiera durado mucho tiempo).
Según Friedman, que cita los trabajos de Rosman y Rubel, el potlach
ni siquiera cumple una verdadera función redistributiva, puesto que la
canalización de los regalos se hace dentro de los grupos de parentes-
co, y no de los grupos ricos a los grupos pobres. Si un grupo pobre no
tiene alianzas de parentesco con otro rico, en absoluto se verá protegi-
do de padecer hambre en los años de poca pesca. Un mecanismo
realmente redistributivo debería implicar la trasferencia automática de
riqueza, y el hecho de que las épocas de hambre siguieran siendo una
amenaza constante a lo largo del tiempo es una prueba del fracaso
operativo de la supuesta función del potlach. Por lo tanto, esa institu-
ción, como otras, no es algo estático y ambientalmente «bueno», que
perdura inalterable mientras no se produzcan cambios ecológicos que
hagan buscar otros mecanismos de equilibrio, sino algo dinámico y
ligado a las relaciones entre los diversos grupos. El potlach refuerza las
relaciones internas de los grupos familiares en su competencia con
otros grupos por los medios de subsistencia.
En teoría, y suponiendo que las sociedades del Noroeste se hubie-
ran mantenido aisladas sin el destructivo contacto con la cultura euro-
americana, esos conflictos hubieran desembocado en un incremento de
la complejidad social y, con los necesarios cambios tecnológicos, en la
eventual aparición de sistemas de coerción de unos grupos sobre
otros, parecidos a los que en otras zonas provocaron la aparición del
Estado.
Pasemos ahora a considerar en qué forma se ha aplicado esta idea
del conflicto entre grupos sociales y entre las fuerzas productivas y las
relaciones de producción (incompatibilidad estructural) a la interpreta-
ción de los datos arqueológicos. Resumiremos primero algunos ejem-
plos de sociedades más simples, en los que los conflictos parecen
menos importantes, como antes dijimos, para analizar luego con más
detalle un caso de la Protohistoria europea, que corresponde a un
momento de mayor complejidad social.
El caso más antiguo de aparente estado de «dominación» de unos
grupos sobre otros se ha querido detectar en el Paleolitico Superior, en
la época en que aparecen, hace algo más de treinta mil años, el Horno
sapiens y las primeras manifestaciones artísticas en Europa. James Faris
hace una distinción entre el arte mueble, que cuenta con un repertorio
variado de temas, y el gran arte parietal de las cuevas, donde aparecen
sobre todo grandes animales, cuya caza requiere una gran destreza y
fue seguramente llevada a cabo por los hombres del grupo. Si supone-
mos que la pintura de las paredes fue algo central dentro de las con-

252
cepciones ideológicas de aquellos cazadores, de ello se deduce que las
actividades «femeninas» no aparecen representadas, aunque sepamos
que el consumo de vegetales y pequeños animales fue muy importante
en la dieta. Por otro lado, las estatuillas femeninas dan una idea de la
mujer como exclusivamente reproductora.
Estamos, pues, ante un ejemplo de ocultación de la importancia del
papel femenino en las actividades de supervivencia, de reflejar simbó-
licamente algo distinto de la realidad: la probable apropiación social
del trabajo femenino por los hombres en una situación de predominio
masculino. En el caso más actual del arte rupestre de los Bosquimanos
de Sudafrica ocurría algo parecido, pues el simbolismo de las activida-
des chamánicas que las pinturas ofrecen se apoya exclusivamente en
los animales grandes (antílope eland, elefante, jirafa) cazados por los
hombres. Aunque las mujeres no estaban excluidas del trance propicia-
torio, participaban en él en menos ocasiones y en menor porcentaje
que los hombres.
A partir del Neolítico son cada vez más claros los signos arqueológi-
cos de diferenciación social, en correspondencia con los nuevos méto-
dos económicos que favorecen la producción de excedentes. Las dife-
rencias de ajuar en las tumbas se interpretan así normalmente, al igual
que la aparición de objetos de prestigio, de material exótico o de
manufactura elaborada, y que sólo son poseidos por ciertos individuos
dentro del grupo. También las grandes construcciones, como los mega-
litos o las fortificaciones defensivas, implican la colaboración de todos
los miembros del grupo bajo una dirección única.
En esto están de acuerdo todos los arqueólogos hoy en día, pero en
lo que no existe unanimidad es en los mecanismos que explican la
aparición de estos «jefes». Mientras, en general, los seguidores de la
ecología cultural recurren a cambios ambientales que provocan esca-
sez de recursos o mayor presión demográfica (recuérdense las ideas
de Binford sobre los símbolos de prestigio o de Renfrew sobre los
megalitos, ya expuestas), los de orientación marxista postulan más bien
que los cambios tecnológicos provocan el surgimiento de élites locales
que se aprovechan de ellos para mejorar dentro de los omnipresentes
conflictos locales, imponiendo progresivamente una relación asimétrica
de reparto desigual.
Simplificando, los ecólogos presentan a los grupos unidos frente al
exterior, con sus miembros preocupados sobre todo por la cohesión
interna frente a los problemas alimenticios (de aquí la concepción del
hombre prehistórico como un «estómago bípedo», que algunos achacan
a esta tendencia). Los individuos dirigentes serían los encargados de
distribuir los excedentes, ocupando «cargos» no necesariamente grati-
ficantes ni permanentes, ligados exclusivamente a sus habilidades per-

263
sonales (en un principio no serían hereditarios). Por su lado, los marxistas
tienden a pensar en peores términos de la naturaleza humana, y verían a
los jefes provistos de una inconfesable mala intención de apropiarse de
los excedentes del trabajo ajeno, dispuestos a comenzar la larga marcha
de la explotación de los demás con el apoyo de la propiedad privada, el
monopolio del comercio o el uso de la fuerza.
Así, una interpretación de los megalitos distinta a la que vimos antes es
por ejemplo la apuntanda por K. Kristiansen, que ve en ellos una manifes-
tación simbólica de la apropiación del excedente por los líderes de los
clanes. Este hecho se disfraza mediante el festejo ritual y el culto a los
antepasados, y de esa forma la ideología es al mismo tiempo la represen-
tación de las relaciones de producción y una ocultación de las de-
sigualdades de la misma.
Para Antonio Gilman, el surgimiento de sociedades avanzadas en la
Península Ibérica durante las Edades del Cobre y del Bronce está ligado a
la propiedad privada de la tierra, la intensificación productiva de la
misma, la guerra y la diferenciación de clases sociales, factores todos
ellos alejados del mero cambio ecológico.
Como se encargan de mostrar los análisis faunísticos de los yacimi-
entos, el ganado va aumentando progresivamente en número a lo largo
de la Edad del Cobre, sugiriendo que se emplea ya en las labores
agrícolas además de como fuente alimenticia. En el Sudeste, la cultura de
Los Millares presenta algunos datos arqueológicos que indican la existen-
cia de irrigación en la agricultura, algo por otro lado conveniente dada la
aridez de la zona, no muy diferente de la actual. Si a esto unimos la
presencia de elaboradas fortificaciones en los poblados y enormes
enterramientos colectivos (como en Los Millares mismo), la diferen-
ciación de ajuares y la presencia de objetos importados del Norte de
Africa (bienes de prestigio), tendremos la imagen de una sociedad
claramente estratificada. Los procesos que veremos seguidamente
pueden ayuda a entender la formación de la misma.
La inversión realizada en su momento en la tierra, mediante la
construcción de canales, terrazas, etc. ligaba a sus realizadores nece-
sariamente a la tierra (por la necesidad de mantener en uso las insta-
laciones y de recoger a largo plazo los frutos de tal esfuerzo), actuando en
contra de los mecanismos de división del grupo (parte de sus com-
ponentes emigran a otro asentamiento), compensatorios de las desigual-
dades y el incremento demográfico. La existencia de grandes exce-
dentes en la producción agrícola se puede inferir tanto de la irrigación
como de la existencia de tracción animal. La presencia de armamento
metálico (espadas, puñales, alabardas) en algunas tumbas, individuales a
partir de la cultura de El Argar que siguió a Los Millares, cuando apenas

254
se conoce en otros contextos, puede indicar que su valor era debido más
a lo que representaban que a aquello para lo que servía.
Las armas, unidas a otros objetos de prestigio (como el marfil im-
portado), seguramente eran indicativos de la pertenencia a la clase social
dominante. La única manera en la que ésta pudo desarrollar su poder fue
la apropiación privada del excedente agrícola antes citado. A su vez, las
fortificaciones se pueden explicar por la necesidad de protegerse de
otros grupos menos ricos .. Esta «protección>> se hacía extensiva a los
trabajadores agrícolas, que de esta forma eran sometidos a un «chantaje»
que enmascaraba su explotación.
Uno de los trabajos más influyentes en la interpretación socioeconó-
mica de las sociedades protohistóricas, ya en camino de integrarse en
sistemas más amplios, es el que realizaron Susan Frankenstein y Michael
J. Rowlands en 1978 sobre la región del Suroeste de Alemania a
comienzos de la Edad del Hierro. En la Europa centro-occidental se
desarrollaron durante los siglos VII al V a. C. comunidades locales que
cimentaron su riqueza en el comercio con las civilizaciones medite-
rráneas contemporáneas. Griegos y etruscos, utilizando las vías del Sur
de Francia o los pasos alpinos, cambiaban sus manufacturas de prestigio
(sobre todo cerámicas y metálicas) por productos locales como cereales,
sal, estaño, pieles, ámbar y tal vez también esclavos.
Este caso de sociedades primitivas que intercambian sus principales
materias primas por objetos valiosos, cuya posesión es monopolizada por
una pequeña clase que basa en ellos su posición social, ha sido estudiado
etnográficamente en pueblos de Africa, Melanesia, Polinesia, etc. (traba-
jos de Meillassoux, Dupré, Ekholm, Sahlins o Strathern). El modelo
general es parecido en todos ellos, y de él Frankenstein y Rowlands
deducen una serie de consecuencias o indicadores arqueológicos que
luego comprueban en los datos de los yacimientos alemanes.
Según el modelo, al comienzo del proceso los intercambios sociales,
bien por reciprocidad entre los individuos o por redistribucíón por parte
del jefe, se hacen con bienes domésticos, especialmente alimenticios
(bienes de subsistencia). No obstante, poco a poco van apan~ciendo
objetos de prestigio, no relacionados con la subsistencia, que se con-
siguen a cambio de grandes cantidades de aquéllos. La competencia
entre jefes, por el aumento de alianzas matrimoniales para ellos y los
suyos, les lleva a intentar acumular la mayor cantidad posible de esos
objetos, dándose un crecimiento diferencial entre unos grupos y otros.
Asímismo, los bienes de prestigio «desprestigian», por así decir, a los
productos locales y de subsistencia, que paulatinamente van siendo
descartados como pago en las transacciones más importantes. El jefe
monopoliza el acceso y reparto de los bienes de prestigio dentro del
grupo, a cambio de productos locales que le proporcionan sus miem-

255
bros, casi siempre materias primas que luego él a su vez intercambia en el
exterior por aquéllos. Algunos de éstos se fabrican localmente, mediante
artesanias elaboradas sobre materiales existentes en la zona; también
corresponde al jefe el control de las habilidades técnicas necesarias, de
adquisición no fácil.
Entre unos jefes y otros existe, como dijimos, una jerarquía: un jefe
supremo (príncipe en la denominación de los arqueólogos alemanes)
monopoliza el comercio exterior, dominando a los jefes vasallos
mediante la entrega de los bienes que así consigue; éstos a su vez
controlan a varios subjefes, hasta llegar a los jefes de los pequeños
poblados. Como se ve, se ha formado un sistema muy complejo de
relaciones de dominación, basadas en el control del mercado externo por
donde llegan los bienes de prestigio; éstos se van distribuyendo hacia
abajo en la escala, mientras a cambio los productos locales van subiendo
hacia arriba para acabar viajando al exterior en pago de los primeros.
En este momento se produce un equilibrio, puesto que una expansión
mayor sólo es posible mediante la introducción de nuevos tipos de bienes
de prestigio. Si este proceso se lleva a cabo de forma ilimitada
aparecerían contradicciones internas (abandono de las tareas de sub-
sistencia por la demanda creciente de otros productos) y externas
(competencia excesiva, guerra para obtener esclavos que sustituyan a los
miembros del grupo en las labores de subsistencia), que en último
término acarrearían el derrumbe del sistema.
Otras posibles direcciones del cambio son que algún centro compe-
tidor (tal vez de un jefe vasallo) rompa el monopolio y se convierta a su vez
en dominante, o bien que por diversos conflictos como los ya citados se
interrumpan las líneas del comercio, con lo que probablemente se
produciría una contracción del sistema original a sus dimensiones
originales más pequeñas, al no poder llegar los bienes del centro
superior (centro) a los más alejados (periferia). Luego en general se
puede decir que el sistema global de bienes de prestigio es inestable por
naturaleza y se desarrollará en el tiempo mediante una serie alterna de
estados de equilibrio, intensificación productiva, conflicto, derrumbe y
surgimiento de nuevos centros.
¿Cuáles serían los indicadores arqueológicos de un sistema como el
descrito? Es evidente que se perderá mucha información, pero en la
cultura material se ha de conservar algún reflejo del modelo anterior si la
situación real era del mismo tipo. Del sistema de flujo de mercancías
antedicho se puede esperar que la producción de objetos utilitarios
(cerámica vulgar, cestería, etc.) haya sido controlada a nivel doméstico,
de los productos de mayor valor (útiles, ornamentos simples) a nivel de
cada poblado, y de los items sofisticados, de prestigio, a nivel del centro
dominante. Como los jefes tienen que controlar determinada fuerza de

256
trabajo, tanto mayor cuanto más alto en la escala esté cada uno, es de
esperar una correlación entre los diferentes niveles, por un lado, y el
tamaño de los poblados, el número de tumbas secundarias ligadas a la del
jefe, etc., por otro.
Desde el punto de vista de la distribución espacial de yacimientos, se
tendrá que apreciar también una jerarquía de los mismos: los más
grandes rodeados de los más pequeños, formando un dominio político
grande que· engloba en su interior subdominios más pequeños, en
correspondencia con la jeraquía de jefe supremo, jefe vasallo, subjefe,
etc. La ideología que legitima la estructura se podrá vislumbrar en
diversos aspectos del ritual, la parafernalia acompañante, etc. Por último,
las contradicciones del sistema se reflejarán en huellas de hostilidades en
el centro supremo, surgimiento de otros centros y contracción del
dominio del anterior.
El «caso» arqueológico al que aplican Frankenstein y Rowlands las
anteriores predicciones está situado en la zona de Baden-Württemberg,
donde, de comienzos del período Hallstatt D, se conocen una serie de
yacimientos menores alrededor de un gran centro, Heuneburg, que ha
sido excavado parcialmente. La principal evidencia de los diferentes
rangos proviene de las tumbas, en las que se han distinguido cuatro
categorías en cuanto al ajuar: 1) jefe supremo, acompañado de un
carro, arreos de caballo, vasos de bronce, oro, seda, vestidos, vidrio,
ámbar y coral, muchos de estos objetos eran importados; 2) jefe vasa-
llo, con ajuar similar pero más simple; faltan la mayoría de los bienes
importados, mientras otros proceden del asentamiento central; 3) sub-
jefe, con carro o parte de él, menos objetos, aunque algunos de bronce
son importados; 4) jefes menores de pequeños poblados, ya sin carro
en la tumba pero todavía con algunos objetos suntuarios de producción
central.
Las tumbas de los individuos que no accedían a ninguno de los rangos
anteriores se han registrado raramente, y por lo general son enterra-
mientos secundarios en los túmulos de los jefes; apenas llevan algunos
productos metálicos locales (p.e. cuchillo de hierro), y a veces (fíbulas de
bronce) de origen central y por tanto distribuidos a través de la jeraquia
anterior.
Existen ciertos objetos (pendientes, fíbulas de bronce) que aparecen
en todas las categorías y por ello pueden ser interpretados como los
símbolos del estatus de adulto que debían alcanzar todos los miembros
de la sociedad. El hecho de que se hayan manufacturado en el poblado
central sugiere que su distribución estaba controlada a través de la
cadena de jefes, lo cual sin duda dotaba al sistema de un gran poder sobre
el conjunto de la población adulta, la cual dependía de él para la
obtención del indispensable estatus.

257
En relación a los carros, cuyas ruedas eran de hierro cubiertas con
una lámina de bronce, son de un tipo tan parecido que sugiere su
fabricación en el mismo sitio. Este no pudo ser otro que Heuneburg,
donde se han encontrado restos de la manufactura, al igual que de otros
objetos de bronce, hierro y lignito, cerámicas pintadas y vestidos. Por el
contrario, de la cerámica vulgar y algunos objetos simples de hierro
existen pruebas de su producción en los poblados menores.
El hecho de que la mayoría de los objetos que integran el ajuar de las
tumbas sean productos centralizados, indica claramente que los símbolos
del rango (y por ende el rango mismo) dependían del jefe supremo. El
tributo en materias primas que iba en sentido contrario debió estar
compuesto por hierro y lignito, de los que existen pruebas de extracción
en algunos subdominios del área, y se han encontrado huellas de su
procesamiento en Heuneburg. La relación entre el nivel de jerarquía y el
tamaño de los respectivos grupos se aprecia también en lo funerario: en
torno a cien tumbas secundarias en un túmulo de jefe supremo, diez en el
nivel de subjefe y de tres a cinco para los jefes menores.
Para mantener la posición dominante, el jefe supremo (que en prin-
cipio era una especie de primus inter pares, sin adscripción hereditaria
al rango) debía controlar de forma efectiva el comercio exterior. Al
comienzo debió estar dirigido hacia el Este, al área de Salzburgo, con su
gran producción de cobre y sal. Luego ya fue fundamental el contacto con
el Mediterráneo, a través de los pasos alpinos o el valle del Ródano,
aunque todavía no se comprende bien la naturaleza de estas relaciones a
tan larga distancia.
Seguramente existierori centros intermedios, como los del Alto Rhin,
que demuestran una situación de independencia mutua entre sí y con
respecto a Heuneburg, y el más próximo de Magdalenenberg, compe-
tidor directo. La presencia de cerámica ática, coral mediterráneo,
bronces etruscos, o la construcción de la muralla de Heuneburg, única
conocida al Norte de los Alpes con adobes al estilo mediterráneo,
demuestran ampliamente esos contactos.
Al final del período Hallsttat Dl se registran dos niveles de destruc-
ción en Heuneburg. Con posterioridad se siguió utilizando el asen-
tamiento, pero existen pruebas de discontinuidad en la planta y las
fortificaciones. La distribución de tumbas de rango menor ligadas al
centro demuestra que su área de dominio había disminuido y se limitaba
casi a la extensión que había tenido originalmente. Siguiendo el modelo,
podemos suponer que los subjefes perdieron el control de sus dominios
al no ser provistos por el jefe supremo de los suficientes items de
prestigio. Las tumbas cercanas a Heuneburg muestran que esos jefes
debían vivir ahora concentrados en el poblado o cerca de él, pero ya solo
aparece el carro en una de las tumbas.

258
~ ~
~ eo g ~
.g ~
~ 'ii
~
.e
!!
]
!
~e
e
.e
eo ¡¡
e
] ª
u 8
~~
e
8
§
.e
jg
TUMBAS
e
~
8."'
.5 .Q !l 1 ~
8 ·5 j ]
.!!
~
É 1!
il.

• •
• • • • • ?

? • •
---------.---f---1--------------------------------------
• • • • •• • • •• •• •
••• ••• •••
10
-- -- ---- - -- - --- ---.-- -- ---.-• • •
--•-- --.-- - - - - -.----.---------
• • • • •• •• • ••

--- -
11
12
• • •
13

14
15
• • •
16
17
18
19 •
20
21 ------ - ----------- --- - -- ------.----.----.----.---¡---¡---¡------
22
23
~
25
• •

.. .





_,.....
..........
q, • o //
··............................. ~·

Figura 8.3. A) Escalogra- SclJ


"ÓNB\l;

. . c,'?>ªe
,./
•.~-·

ma de los ajuares funerarios


de los primeros cuatro ran-
gos en el dominio de Hohe-

nasperg; B) Plano del domi-
nio del centro de Hohenas-
perg, con indicación de los /
_,/
subdominios vasallos. (Se- ·· . ........ (~........../··
HaD• D2
gún Frankenstein y Row- O e príncipe
lands, 1978, tabla 3, fig. 4.; DOMDIIO DE BOBEN.l.SPEllG e vasallo
traducción de G. Ruiz Za- • TUMULO O • sub-jefe
patero.) ----
o !Okm.
@ HABITAT
o • menor

259
Mientras tanto, unos cien kilómetros al Norte se produjo el sur-
gimiento de otro amplio dominio, controlado desde los asentamientos de
Hohenasperg, aún no excavados. Con todo, las tumbas nos informan
sobre el sistema de rango, que debía ser más rigído y el poder del jefe
supremo más absoluto que antes, ya que ahora el carro solo aparece en
los niveles de jefe supremo y vasallo. El rango decreciente se aprecia por
la disminución del oro en las tumbas; este material cobra ahora mayor
importancia y debía ser obtenido a través de los centros del Alto Rhin.
Algunos antiguos jefes vasallos de Heuneburg entraron como subdo-
minios del nuevo sistema, y el mismo Heuneburg debía en cierta manera
depender también, como muestran la presencia de oro de Hohenasperg
en sus tumbas, aunque manteniendo una posición más elevada que los
demás subdominios (figura 8.3.).
A comienzos de la época de La Téne (cuando las fuentes clásicas nos
hablan por vez primera de los pueblos celtas en esta región), se pro-
dujeron nuevos cambios del sistema de poder, cuyos centros pasaron a
estar ahora situados en el Rhin Medio. La creciente inestabilidad del
Mediterráneo, debida a la compentencia entre griegos, etruscos, ro-
manos y cartagineses que iba a durar con intermitencias hasta el pre-
dominio final de Roma, pudo haber sido la causa de este desplazamiento,
ligado a la perturbación de las antiguas vías comerciales.
Tras este período de crisis, en el siglo IV a.c., se producen los
movimientos de poblaciones célticas hacia el Mediterráneo, en lo que se
ha considerado como un aprovechamiento oportunista de la debilidad de
esta zona por los pueblos de Europa central. A la luz de esta nueva visión,
esas migraciones más bien pudieron haber tenido un origen socioeconó-
mico: el derrumbe de los sistemas políticos de la periferia, como los que
hemos descrito, que las ciudades-estado mediterráneas habían primero
estimulado y luego abandonado a su propia suerte.

8.3. La Arqueología estructuralista


Bajo el encabezamiento anterior describiremos un conjunto de tenden-
cias interpretativas de la Arqueología actual, las cuales muestran un
grado menor de uniformidad teórica que las vistas en los apartados
anteriores. Así, se resumirán las visiones estructuralistas más puras,
influenciadas por la escuela antropológica de Lévi-Strauss, pero también
haremos breve referencia a una corriente emparentada con el post-
estructuralismo, que recibe nombres muy diversos (Arqueología contex-
tual, postprocesual e incluso el claramente connotativo de radical) y que
ha tenido su expresión más relevante en el grupo británico encabezado
por Ian Hodder.

260
Lógicamente, en el corto espacio reservado para este tema y al igual
que ha ocurrido con los anteriores, no será posible entrar a discernir las
diferencias que separan a unos y otros investigadores y tendencias. En
general, se puede decir que el nexo común que los une es el intento de
interpretar ciertos aspectos de la cultura que las teorías ecológica y
marxista habían descuidado: aquéllos que se refieren al mundo simbólico
proyectado en la forma y el estilo de los artefactos. Si la Nueva
Arqueología ha demostrado su efectividad para interpretar los efectos de
la adaptación ecológica y el marxismo los del sistema económico, de la
misma manera nadie puede negar al estructuralismo su potencial en el
análisis del simbolismo.
Aunque difícil de definir en pocas palabras debido a su gran com-
plejidad conceptual, el estructuralismo es en esencia el estudio de los
modelos (estructuras) que rigen los fenómenos humanos. Pero su interés
está centrado en las relaciones que se dan entre los fenómenos y en
descubrir los sistemas que, en número limitado, forman esas relaciones,
más que en la propia naturaleza de aquéllos.
Lévi-Strauss, aunque según su propia expresión fue influenciado
también por el marxismo y la Geología, tomó su método fundamental de
la linguística estructural (desarrollada por Bloomfield, Jakobson,
Chomsky, etc.), que estudia la infraestructura inconsciente del lenguaje.
Como en éste, el grupo social cuenta con una serie de elementos
psicofisiológicos que combina según diversas estructuras. En el campo
de los sistemas y términos de parentesco, Lévi-Strauss propuso que en
todos existía una estructura elemental compuesta por relaciones entre los
términos hermano, hermana, padre e hijo. La consecuencia más extrema
de su teoría, y que tal vez mejor la define, es que todas las formas de la
vida social representan la proyección de leyes universales que regulan
las actividades inconscientes de. la mente.
Las ventajas que esta aproximación ofrece a la Arqueología prehistó-
rica son evidentes. Si las estructuras inconscientes son las mismas para
todos los seres humanos (son innatas), también lo debieron ser en los
pueblos prehistóricos y entonces la tarea está clara: buscar la expresión
material de tales sistemas en los restos arqueológicos.

Sin embargo, las estructuras, como dijimos, se refieren a las re-


laciones y no a los fenómenos, es decir, en el caso que nos ocupa, a los
significantes y no a los significados. El problema fundamental de la
Arqueología estructuralista es asignar significados concretos a los dife-
rentes símbolos, pues no basta con demostrar que existe una relación, por
clara que sea, entre ellos. En el caso de que no exista información
contextual suficiente, y por desgracia esta situación es la habitual, la
propuesta de significado es subjetiva y en cierta medida arbitraria. Los

261
ejemplos que describiremos a continuación pueden ayudar a entender la
forma concreta de la aplicación y sus problemas.
La primera aproximación importante de tipo estructuralista a los datos
prehistóricos fue la magna interpretación que hizo André Leroi-Gourhan
del arte rupestre paleolítico. Los extraordinarios dibujos de grandes
animales sobre las oscuras paredes de las cuevas franco-cantábricas
eran, y siguen siendo (véase más arriba una interpretación marxista), uno
de los mayores enigmas de toda la Prehistoria. ¿Qué significan esas
pinturas?
Leroi-Gourhan realizó un análisis estadístico de las frecuencias de las
especies dibujadas y llegó a una conclusión sorprendente: existía un
modelo ideal que se repetía en todas las cuevas, consistente en la
asociación de ciertos animales con determinadas zonas de la cueva (área
central, periferia de la anterior y entrada, zonas más profundas) (Fig. 8.4),
y sobre todo en la dualidad u oposición de unos animales a otros
(fundamentalmente bisonte y caballo). Luego allí está reflejada una de las
estructuras humanas fundamentales, la de oposición binaria de con-
trarios, que se da en multitud de otros ámbitos (izquierda-derecha,
noche-día, grande-pequeño, etc.). Dejemos ahora de lado las críticas
posteriores a Leroi-Gourhan, como el gran número de excepciones a la
«regla», etc., para seguir con su método.
El siguiente paso era otorgar un significado a esos significantes
opuestos: ¿qué querían decir el bisonte y el caballo? Veamos cuáles

~ 40
~
65
~
50
~21
~
22 ~
o 91
~
50
Q
~
1

e;;:¡
e;;:;¡ I~
47 71
i}

~
35
29
~
86
45
11\
84
~ 58
30
~ l
37 1 51
ENTRADA CONTORNO ' CENTRO CENTRO CONTORNO PASILLO Y FONDO
Q
36

DIVERTICULO

Figura 8.4. La «plantilla» de Leroi-Gourhan, con el modelo de distribución ideal


de las representaciones de animales y otros signos en las cuevas paleolíticas. Los
números indican presencias (no se tuvo en cuenta el número total de veces que
aparece cada animal) de cada figura en las zonas de la cueva, sobre un total de 62
grutas analizadas. (Según Leroi-Gourhan, 1965, fig. 763)

262
fueron las indicaciones del contexto que sirvieron de base a Leroi-
Gourhan: en la cueva francesa de Pech-Merle existe un panel con
bisontes y signos que parecen femeninos (con senos y nalgas pro-
minentes); los bisontes no son muy realistas, pero por su perfil parecen
«tender» a la misma forma femenina, como si los bisontes se transfor-
masen en mujeres. Por otro lado, las cuevas están plagadas de pequeños
signos dibujados o grabados, de formas muy variadas, pero que se
pueden clasificar en «finos» y «gruesos». Los primeros recuerdan flechas
y los segundos -según una idea original del principal estudioso del arte
paleolítico en este siglo, el abate Breuil--, no son otra cosa que la parte
exterior del órgano sexual femenino, la vulva.
Luego la conclusión está clara: el simbolismo es sexual, las «flechas»
son órganos masculinos y los símbolos triangulares o gruesos en general
son los femeninos, y, en cuanto a los animales, el bisonte representa el
sexo femenino y, lógicamente por ser opuesto al anterior, el caballo el
masculino.
Pero no todo es tan sencillo como parece, y el mismo Leroi-Gourhan
tuvo que rechazar esa interpretación poco antes de su muerte. En Pech-
Merle los animales son tan poco claros que podrían ser incluso caballos, y
las posibles pruebas contextuales sobre las «vulvas» sugieren que en
realidad no lo son. En efecto, si lo fueran sería lógico esperar que en las
estatuillas femeninas paleolíticas (llamadas «venus») el órgano sexual
estuviera representado por alguna figura parecida, pero no es así más
que en unos pocos casos. Por otra parte, observando la misma evidencia,
Annette Laming-Emperaire llegó a la conclusión contraria: el bisonte era
el hombre y el caballo la mujer.
Los símbolos, al igual que las palabras, son polivalentes y arbitrarios:
una cosa o un sonido pueden significar conceptos muy distintos según las
culturas e incluso dentro de la misma cultura en circunstancias diferentes.
Por ello es preciso contar con mayor información contextual que ayude a
dilucidar su sentido concreto en cada caso histórico. Para el Paleolítico
esa información es realmente escasa, y seguramente insuficiente para
contrastar la hipótesis de la dualidad sexual en otros ámbitos de la vida de
aquellos cazadores-recolectores, buscando su reflejo en la actividad
económica, la organización del espacio doméstico y exterior, los posibles
agrupamientos de útiles según los sexos, etc.
Un ejemplo en el que existe ese tipo de datos asociativos es la cultura
prehistórica de Thule en el Canadá ártico, estudiada desde el punto de
vista estructural por R. MacGhee. En ella la cultura material está bien
disociada entre los útiles de marfil o hueso de mamíferos marinos como la
foca y el asta de mamíferos terrestres como el caribú. Con el primero se
fabricaban arpones para la caza marina, guarniciones de las canoas y
otros objetos relacionados con el mar, además de agujas, ajuares, figuri-

263
Has y otros elementos femeninos. Con el cuerno se hacían lanzas de caza
terrestre y otros elementos considerados como masculinos.
Experimentalmente se constata que no existe una razón funcional para
separar los dos materiales en esas dos clases de útiles y armas, y la
etnografía nos informa de que para los esquimales existe una separación
muy clara entre mar y tierra (por ejemplo, la carne de animales de los dos
medios no debe mezclarse). En su mitología se encuentra también la
asociación de la mujer, los mamíferos marinos y el invierno por un lado, y
el hombre, los mamíferos terrestres y el verano por otro. Por lo tanto, en
el pueblo prehistórico se puede inferir una estructura de oposiciones
binarias basadas en el sexo, la materia prima, el medio y las estaciones
del año: hombre-mujer, asta-marfil, tierra-mar, verano-invierno.
En el caso anterior el intento de atribuir un significado a los elementos
materiales (el marfil «significa» a la vez lo femenino, el mar y el invierno)
parece más riguroso que en el ejemplo del arte paleolítico, porque existe
el mismo sistema de oposición en cuatro ámbitos diferentes (y no solo en
uno, como en aquél) y también porque la continuidad cultural entre los
grupos prehistóricos y los lnuit que habitan hoy todavía en la misma zona
permite suponer que la mitología no ha debido variar demasiado.
Algo parecido ocurre con el arte de los Bosquimanos de Sudáfrica, de
riqueza y complejidad similares a las del Paleolítico europeo y posible-
mente tan antiguo como éste en origen, que se ha interpretado de forma
muy plausible gracias a los mitos recogidos el siglo pasado por el
lingüista alemán Bleek, antes de que los pintores del Drakensberg y El
Cabo fueran exterminados completamente por los colonos holandeses.
Aunque existen grandes similitudes entre los dos sistemas culturales y su
relación con el medio ambiente (tecnología lítica, pinturas de grandes
animales en una economía cazadora y recolectora), la gran distancia
geográfica (de Europa occidental a Sudáfrica) y temporal (del final del
Pleistoceno a los últimos milenios antes del presente) que se da entre los
dos artes impide asignar el significado del segundo (ritos de chamanes
en trance) al primero.
Con todo, algunos partidarios de la generalización cultural, de las
«leyes de cultura comparada», no tienen inconveniente en hacerlo e
interpretar los «brujos» (mitad hombres, mitad animales) de las cuevas
francesas como chamanes que se están transformando en el espíritu del
animal protector, que es lo que significan con seguridad las figuras, casi
iguales, que se hicieron hace pocos siglos en Sudáfrica.
Como dijimos al comienzo del apartado, sobre la base del estructura-
lismo se ha desarrollado una corriente, de contenido teórico bastante
ecléctico que incorpora aspectos del marxismo y de la acción individual
(teoría de la acción), cuya etiqueta más conocida es la de arqueología
postprocesual. El mismo nombre ya nos indica una de sus principales

264
características: oponerse radicalmente a la Nueva Arqueología
(Arqueología procesual). Si para ésta, como vimos en el análisis de la
obra de Binford, la cultura material es un mero reflejo de la vida social,
para los arqueólogos postprocesuales la cultura tiene entidad propia,
actuando como «arma» en las contradicciones sociales.
Uno de los ejemplos más claros en que aparece esta asimetría es en las
prácticas funerarias. Ya vimos cómo la interpretación procesual de los
megalitos, en la obra de Colin Renfrew, los veía como un medio de
reforzar la identidad colectiva del grupo frente a las posibles recla-
maciones de la tierra cultivable por sociedades rivales. Un interesante
trabajo de los británicos Michael Shanks y Christopher Tilley presentó
recientemente los argumentos de la nueva posición: los megalitos in-
vierten y falsifican la realidad social, actuando como justificación y
reproducción de un orden social «injusto», al servicio de los intereses de
grupos particulares y no de la sociedad en su conjunto.
Por comparaciones etnográficas con pueblos actuales de economía
similar, se supone con bastante verosimilitud que las sociedades
neolíticas que construyeron los megalitos tenían una organización social
basada en el parentesco, con los individuos cabeza de los clanes ac-
tuando como jefes redistributivos. Ahora bien, aunque no existían todavía
mecanismos de apropiación privada de recursos (con unos medios de
producción tan simples), la organización no era completamente igua-
litaria.
El sistema de alianzas matrimoniales era el medio por el cual los
individuos de mayor edad y los jefes ejercían su dominación sobre los
jóvenes, a través del control de las mujeres con capacidad procreadora y
del acceso al ritual. Un análisis de este último, en el único ámbito que se ha
conservado hasta hoy, los restos funerarios de los megalitos, puede
afirmar o desmentir la asimetría mencionada, y eso fue lo que hicieron
Shanks y Tilley.
En el análisis de cinco megalitos con información suficiente gracias
a excavaciones modernas (tres del Sur de Inglaterra y dos de Suecia),
los autores citados encontraron una disposición no aleatoria de los
huesos del cuerpo humano. Aplicando téc_nicas estadísticas (contraste
del chi-cuadrado y análisis de componentes principales) descubrieron
que existía un modelo de agrupamiento de diferentes partes del esque-
leto (ya descarnado previamente al aire libre) en distintas pilas, de
forma que se observaba una oposición entre articulación/desarticula-
ción, adultos/jóvenes (los jóvenes agrupados), huesos de las partes
derecha/iquierda del cuerpo, y huesos de hombre/mujer.
Según se ha podido estudiar en varios pueblos primitivos actuales, el
cuerpo humano puede ser la primera fuente del simbolismo, actuando
como una metáfora de la organización social (trabajos de Lévi-Strauss,

265
Ellen, Douglas, etc.) mediante una serie de opos1c1ones binarias
(cabeza/tronco, manos/pies, izquierda/derecha, etc.). Para Shanks y Til-
ley, el reagrupamiento simétrico de los huesos en el megalito actúa
simbólicamente para contrarrestar la asimetría social, que como vimos se
da entre unas relaciones de parentesco y de reparto económico simé-
tricas en principio, y unas relaciones de poder asimétricas, en el dife-
rente acceso a las mujeres y el ritual por viejos y jóvenes.
Otro ejemplo de explicación del simbolismo en el contexto de los
conflictos sociales es el estudio que realizó Ian Hodder de los aspectos
estilísticos en la zona del lago Baringo (Kenia). Aunque se trata de una
investigación etnoarqueológica, la incluímos aquí porque se refiere a una
cuestión típicamente arqueológica, la decoración de los artefactos, y
porque revela con bastante claridad el rumbo que toman con frecuencia
las explicaciones postprocesuales.
Dentro de las tribus que habitan junto al lago Baringo, cuatro en total,
solo la de los Ilchamus decora mediante incisiones angulares los re-
cipientes, concretamente las calabazas que usan las mujeres para alimen-
tar con leche a sus hijos. ¿Por qué sólo ese grupo lo hace, y por qué no se
decoran otros recipientes (calabazas para cerveza y sangre, cerámicas,
etc.)? Según la interpretación procesual o sistémica, el «estilo» es algo
relacionado con la identidad del grupo (para distinguirse unos de otros) y
se acepta la ley que afirma que cuanto mayor es el grupo, y por tanto
menor familiaridad existe entre sus miembros, mayor variedad de tipos
estilísticos habrá (recuérdense los artefactos sociotécnicos de Binford).
Lo primero que hizo Hodder fue comprobar si existía relación entre el
tamaño del grupo y la presencia de decoración, y el resultado fue
negativo: los Ilchamus son, de hecho, el grupo más pequeño de la zona. El
subsiguiente trabajo etnográfico de campo le reveló el posible sentido
que la decoración tenía en ese contexto concreto (nada de leyes ge-
nerales).
Dentro del sistema social de estos pueblos pastores, existe una
absoluta primacía del elemento masculino (sobre todo los individuos
maduros y ancianos) frente al femenino. La base de esta asimetría radica
en el gran valor que se concede al ganado vacuno, que actúa como medio
de cambio. Asimismo, un mayor número de hijos e hijas aumenta la
riqueza del clan, al incrementarse su tamaño y poder adquirir más
ganado en los intercambios matrimoniales. La agricultura es conocida y
practicada por las mujeres, pero sin que signifique riqueza y sólo como
último recurso en años de sequía o enfermedad del ganado. El único
momento en que las mujeres intervienen en el proceso económico
principal es al ordeñar y alimentar con leche a los niños, utilizando para
ello las calabazas.
Por otro lado, Hodder observó que los mismos diseños de las

266
calabazas eran pintados por las mujeres en el pecho de los jóvenes
guerreros de la tribu. A éstos se les permite, mientras permanecen en el
grado de guerrero, la relación sexual libre con todas las jóvenes de la
tribu, pero no el matrimonio, que éstas deben contraer obligatoriamente
con los individuos maduros.
Por lo tanto, la conclusión es clara: la decoración es el símbolo del
pequeño control social dejado en manos femeninas, en áreas no obstante
tan decisivas como la transferencia de recursos entre las vacas y los
niños, y en las relaciones sexuales previas al matrimonio. Es un medio de
contrarrestar indirectamente su estado de subordinación sin llegar a la
rebelión directa, la cual eventualmente se produce, y con más frecuencia
en la situación actual de ruptura de los lazos tradicionales (los hombres
emigran a trabajar en Nairobi).
Pero, como Hodder mismo reconoce, su interpretación es tan «fun-
cionalista» como la que pretendía refutar al principio del trabajo: la misma
situación social y económica se da en todas las tribus del área, y sólo los
Ilchamus decoran las calabazas; luego no se ha propuesto una verdadera
explicadón del hecho, sino únicamente su posibilidad de existencia. El
investigador británico recurre entonces al pasado: según las exca-
vaciones y los datos etnohistóricos, los Ilchamus poseen una tradición
decorativa con dos siglos de antigüedad como mínimo. En aquella época
decoraban sólo los cuerpos de los guerreros, y sus mitos de origen
hablan de un antepasado común que llaman «el hombre decorado».
Luego la explicación última del estilo en este caso es histórica: los
Ilchamus decoran porque sus ancestros ya lo hacían. Si los lectores no
recuerdan mal, tal vez esto les suene a algo que vimos al comienzo de este
capítulo. ¿Se ha cerrado de nuevo el ciclo teórico? ¿Es la arqueología
«postprocesual» en realidad «preprocesual», un «punto de vista reac-
cionario» como titulaba Hodder uno de sus más conocidos artículos?
Esta aparente vuelta al historicismo, aunque con la lógica pretensión
de superar los innegables defectos de su expresión antigua, cuya causa
se busca en una deficiente metodología y unos datos escasos, no deja de
estar ligada a las nuevas tendencias que ahora discurren por la ciencia
histórica. Ante los fracasos en el intento de crear leyes generales para el
comportamiento humano, los historiadores, antropólogos y arqueólogos
«post» parecen haber decidido aceptar el carácter «blando» y particula-
rista de su disciplina. El simbolismo, que nos distingue de los animales,
hace del hombre un ser totalmente excepcional, al que no se pueden
aplicar los métodos de las ciencias naturales.
Por otro lado, en la interpretación de cualquier hecho del pasado
siempre aparece, y negarlo equivale a ceguera, la ideología de la
sociedad actual y las propias preconcepciones del arqueólogo. Esta
influencia de lo actual sobre nuestra idea del pasado, que veremos con

267
más detalle en el siguiente capítulo, no hace más que garantizar que
nuestras explicaciones son subjetivas, y ya que esto es inevitable, es
preferible ser subjetivo con todas sus consecuencias. Por ello, y como
decía Alain Gallay en el resumen de un congreso reciente en los Estados
Unidos sobre «Aproximaciones simbólicas, estructurales y semióticas en
Arqueología» (1987), hay que reducir nuestras ambiciones cognitivas,
aunque sólo sea temporalmente, pero es posible que «el juego merezca
la pena»; la aproximación literaria, «libre de sus obsesiones científicas, se
abre ahora a toda clase de audacias, subjetividades y bellezas».

Bibliografía

Adams, W. Y. (1977): Nubia, corridor to Africa. Allen Lane, Londres.


Binford, L. R. (1962): «Archaeology as Anthropology», American Antiquity, 28(2),
217-25.
--(1967): «Smudge Pits and Hide Smoking: the Use of Analogy in Archaeolog-
ical Reasoning», American Antiquity, 32, 1-12.
- - (1972): An Archaeological Perspective, Seminar Press, Nueva York.
- - (1978): Nunamiut Ethnoarchaeology. Academic Press, Nueva York.
--(1981): Bones: AncientMen and Modern Myths. AcademicPress, Nueva York.
- - (1983): Working at Archaeology. Academic Press, Nueva York.
- - (1988): En busca del pasado. Crítica, Barcelona.
- - (1989): Debating Archaeology. Academic Press, San Diego.
Bosch Gimpera, P. (1939): «Two celtic waves in Spaim>, Proceedings ofthe British
Academy, 26, Londres.
Childe, V. G. (1973): La evolución social. Alianza, Madrid.
Elliot-Smith, G. (1929): The Migrations of Early Culture. Manchester U.P.
Engels, F. (1975): El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Akal,
Madrid.
Faris, J. C. (1983): «From form to content in the structural study of aesthetic
systems», en Washburn, D. (ed.): Structure and Cognition in Art, Cambridge
U.P.
Frankenstein, S., y Rowlands, M. J. (1978): «The interna! structure and regional
context of Early Iron Age society in south-western Germany», Bulletin of the
Institute of Archaeology (London), 15, 73-112.
Fried, M. H. ( 1967): The Evolution ofPoli tical Society, Random House, Nueva York.
Friedman, J. (1974): «Marxim, structuralism and vulgar materialism», Man, 9, 444-
69.
Friedman, J., y Rowlands, M. J. (eds.) (1978): The Evolution of Social Systems.
Duckworth, Londres.
Gallay, A. (1989): «Logicism: a French view of archaeological theory founded in
computational perspective», Antiquity, 63, 27-39.
Gilman, A. (1987): «Unequal development in Copper Age Iberia», en Brumfiel, E.
M., y Earle, T. K. (eds.), Specialization, Exchange and Complex Societies,
Cambridge U.P., 22-29.

268
Gilman, A., y Thornes, J. B. (1985): Land-use and Prehistory in South-East Spain,
Allen and Unwin, Londres.
Godelier, M. (1974): Economía, fetichismo y religión en las sociedades primitivas,
Siglo XXI, Madrid.
- - (1977): Teoría marxista de las sociedades precapitalistas, Laia, Barcelona.
Harris, M. (1978): El desarrollo de Ja teoría antropológica. Una historia de las
teorías de Ja cultura. Siglo XXI. Madrid.
Hempel. C. G. (1973). Filosofía de Ja Ciencia Natural. Alianza, Madrid.
Hodder, I. (1982a): The Present Past. Batsford, Londres.
- - (ed.) (1982b): Symbolic and Structural Archaeology, Cambridge U.P.
--(1982c): «Theoretical Archaeology: a Reactionary View», en Hodder 1982b,
1-16.
- - (1988): interpretación en Arqueología. Crítica, Barcelona.
Kristiansen, K. (1984): «Ideology and material culture: an archaeological perspec-
tive», en Spriggs 1984.
Leroi-Gourhan, A. (1965): Préhistoire de J'art occidental. Mazenod, París.
Lévi-Strauss, C. (1949): Las estructuras elementales del parentesco. Paidós,
Buenos Aires.
Lewis-Willians, J. D. (1983): The Rock Art of Southern Africa. Cambridge U.P.
Macghee, R. (1977): «Ivory for the Sea Woman: The symbolic attributes of a
Prehistoric technology». Canadian journal oí Archaeology, 1, 141-159.
Martínez Navarrete. M. I. (1989): Una revisión crítica de Ja Prehistoria española: la
Edad del Bronce como paradigma. Siglo XXI, Madrid.
Morgan, L. H. (1975): La Sociedad Primitiva. Ayuso, Madrid.
Meggers, B. J. (1979): Prehistoric America: an Ecological Perspective. Aldine,
Nueva York.
Reisner. G. A. (1910): The Arcaeological Survey oí Nubia. El Cairo.
Renfrew. C. (ed.) (1983): The Megalithic Monuments of Western Europe. Thames
and Hudson, Londres.
Ruiz Zapatero, G. (1983): Los Campos de Urnas del nordeste de Ja Península
Ibérica. U. Complutense, Madrid.
Schiffer, M. B. (1988): «The Structure of Archaeological Theory», American
Antiquity, 53(3), 461-85.
Shanks, M., y Tilley, Ch. (1982): «Ideology, symbolic power and ritual communi-
cation: a reinterpretation of Neolithic mortuary practices», en Hodder 1982b,
129-54.
Spriggs, M. (ed.) (1984): Marxist Perspectives in Archaeology, Cambridge U.P.

269
g _ _ _ _ __
EpHogo:
El arqueólogo y los demás

En las breves notas que siguen trataremos de mostrar cuál es la


posición que ocupa la Arqueología en la sociedad actual, de qué mane-
ra es influida por los acontecimientos políticos y las ideologías cam-
biantes, y cómo sus logros pueden contribuir a mejorar las condiciones
de vida y la visión global que del mundo tiene el resto de la sociedad.
Asimismo, se analizarán brevemente la situación actual y tendencias de
la arqueología española.
Hasta hace pocos años los trabajos arqueológicos aparecían total-
mente despegados del mundo real, de las preocupaciones mundanas y
actuales del resto de los ciudadanos. El arqueólogo era visto sobre
todo como un erudito sin interés material alguno (que en todo caso
tenían las instituciones que le financiaban), que encajaba bastante bien
con el prototipo de «sabio distraído», viviendo en un limbo carente de
toda culpa y sin imbricación de sus estudios con el presente. Pero,
como veremos a continuación, esta idea es falsa, ya que la recuperación
e interpretación arqueológicas han estado constantemente «contamina-
das» por la ideología y los intereses del grupo social dominante en
cada momento histórico, y muchos autores opinan incluso que es impo-
sible que exista una investigación libre de tales influencias.
El surgimiento histórico de la Arqueología coincide con el de los
nacionalismos europeos, y lógicamente existió una relación entre am-
bos procesos. Ya vimos en el capítulo segundo cómo la tradición de los
«anticuarios locales» aspiraba a establecer la antigüedad de las tradi-
ciones y fronteras nacionales. El culmen de esta arqueología «naciona-

271
lista» lo representó el difusionismo del arqueólogo alemán Gustav Kos-
sinna que, en su obra Prehistoria alemana: Ja ciencia nacional suprema
(1912), intentaba demostrar que el pueblo «indogermano» fue el res-
ponsable de la inve11.ción de los megalitos, de la metalurgia, de las
lenguas indo-europeas, etc. durante los últimos milenios antes de Cris-
to, expandiéndose hacia el Mediterráneo y el Próximo Oriente para
formar la clase dirigente en todas las zonas a donde llegaba, siguiendo
la vocación histórica mundial de su raza. No es de extrañar que en la
edición de 1941 de esa obra se citaran abundantes textos de Hitler, ni
que Himmler hablara de la Prehistoria como la doctrina de la preemi-
nencia alemana en el alba de la civilización. A pesar de lo que hoy nos
pueda parecer, Kossinna fue un arqueólogo de reputado prestigio en
su tiempo y uno de los que más influyeron al principio en Gordon
Childe.
El nacionalismo en la Arqueología se manifiesta todavía hoy de
varias maneras, no todas negativas en principio. Por ejemplo, se le
aprecia en la idea que afirma que los descendientes de una determina-
da cultura tienen un mayor derecho que los demás a investigar e
interpretar sus restos. Esta posición ha surgido en ocasiones como
rechazo del colonialismo arqueológico, que veremos enseguida, pero a
veces llega a extremos quizás peligrosos, como ocurre en países sub-
desarrollados que cierran sus puertas o dificultan el trabajo a los ar-
queólogos extranjeros, lo cual a veces provoca la virtual desaparición
de la investigación sobre su pasado.
Tal vez como expresiones menores de «nacionalismo» en Arqueolo-
gía se puedan interpretar ciertas actuaciones administrativas de algu-
nas comunidades autónomas españolas, en las cuales resulta poco me-
nos que imposible la investigación para cualquier grupo que no perte-
nezca o esté ligado a algún centro de tal comunidad. En opinión de este
autor, tales posturas tienen más que ver con nuevos intereses corpora-
tivos que con viejas reivindicaciones autonómicas, como sugiere el
hecho de que los problemas citados se presenten tanto en las institucio-
nes históricas como en las de reciente creación.
La que podríamos llamar «arqueología colonialista» surgió al mismo
tiempo que la «nacionalista», como consecuencia de la tradición de los
anticuarios «extranjeros» que ya vimos. Al comienzo se trataba del
expolio puro y simple de los objetos antiguos de valor artístico en
cualquier lugar colonizado o primitivo del mundo, negando de esta
forma no sólo ya la posibilidad de investigación sino la de la mera
posesión de los restos de los antepasados. En la actualidad, se sigue
apreciando en que los trabajos más importantes (excavaciones, publi-
caciones, etc.) que se realizan en el Tercer Mundo son llevados a cabo
todavía por misiones arqueológicas de los países desarrollados (ameri-

272
canas, francesas, alemanas, etc.), en las cuales participan pocos arqueó-
logos autóctonos.
El colonialismo arqueológico llegó incluso a manifestarse en las
teorías interpretativas que se aplicaron al patrimonio cultural de esos
países. El caso más extremo fue el de Rodesia, hasta hace poco colonia
inglesa y luego estado independiente con gobierno exclusivo de blan-
cos en Africa oriental. En su territorio existen restos de grandes pobla-
dos con casas de piedra, murallas, torres, etc., que alcanzan su culmen
en las ruinas fortificadas del Gran Zimbabwe, todo ello indicativo de
una organización social muy avanzada para la época (durante nuestra
Edad Media). Las primeras interpretaciones (como la de Theodore Bent
en 1890) atribuyeron los restos a los fenicios, creando la idea mítica de
una cultura blanca aislada en la selva y rodeada por los negros salvajes
(recuérdese Las minas del Rey Salomón de Ridder Haggard), incapaces
de tales logros. Estas ideas fueron las oficiales hasta que la minoría
blanca cedió el poder hace pocos años a un gobierno elegido democrá-
ticamente (que cambió el nombre del país, debido al financiero sudafri-
cano Cecil Rhodes, por el de Zimbabwe). En fecha más reciente se ha
producido de nuevo la polémica debido a las declaraciones del direc-
tor de la Arqueología de Zimbabwe, Ken Mufuka, negando a los investi-
gadores no africanos el derecho a interpretar los restos de los antiguos
Bantús.
Aunque ya existía, lógicamente, una idea de los restos arqueológi-
cos de todo el mundo como objetivo científico universal, por encima de
divisiones nacionales o raciales, fue la corriente de la Nueva Arqueolo-
gía la que instauró definitivamente esa visión. Al ser su objetivo último
descubrir leyes del comportamiento humano, lo mismo valían para ella
los yacimientos paleoindios del Suroeste americano que los del hombre
fósil en Africa oriental o la región franco-cantábrica. Los restos del
pasado pertenecen a todos los hombres, pues la humanidad es única y
nadie puede reclamar la propiedad o interpretación exclusiva de los
mismos.
Por lo tanto, la Nueva Arqueología representó, entre otras muchas
cosas que ya vimos, el espaldarazo teórico a la investigación repartida
por el mundo. Ahora bien, ciertos aspectos de este reparto justifican la
denominación de «imperialista» que Bruce Trigger le asigna. Está claro
que los arqueólogos de los países desarrollados imponen muchas ve-
ces sus propios intereses, desde una posición dominante, a los gobier-
nos e investigadores indígenas, escogiendo los mejores yacimientos,
publicando en su propio idioma y no en el local, etc., cuando no utilizan
simplemente la Arqueología como una faceta más de la labor diplomáti-
ca en esos países, con claros fines económicos y de colonización cultu-
ral (puede citarse el caso de Francia, con más de cincuenta misiones en

273
una veintena de naciones africanas). Por otro lado, es evidente que si
un equipo europeo o norteamericano excava en Africa o Iberoamérica,
también debería ser posible la situación inversa. Lo absurdo que hoy
(todavía) resulta pensar en un equipo de Costa de Marfil o de Kenia
excavando «santuarios nacionales» europeos como la cueva de Lascaux
o Stonehenge, nos revela los aspectos claramente injustos de esta ar-
queología «imperialista».
Parecidas situaciones asimétricas pueden darse entre distintos gru-
pos étnicos o culturales del mismo país. En fecha reciente, los abórige-
nes australianos, indios norteamericanos, esquimales de Canadá, lapo-
nes de Noruega, etc., han reclamado los derechos económicos a las
tierras que pertenecieron a sus antepasados, según demuestra la Ar-
queología. En la actualidad existe una fuerte polémica en los Estados
Unidos por la pretensión de los grupos indígenas de volver a enterrar
(reburial) los restos sagrados (tumbas, etc.) que los arqueólogos exca-
varon y ahora yacen en los museos, lejos de los lugares que prescribe
la religión india.
Algunos arqueólogos «radicales» han llegado a postular una rela-
ción entre la teoría arqueológica y las posiciones políticas que se de-
ben elegir ante las situaciones de dominación internacional. Así, según
ellos, la Nueva Arqueología, al buscar principios generales por encima
de los acontecimientos concretos, no resulta de interés para los arqueó-
logos del Tercer Mundo, más preocupados por conocer la secuencia
histórica de sus respectivos países o regiones. En consecuencia, una
arqueología «indígena» no imperialista debería acogerse al paradigma
del nuevo historicismo cultural e investigar el origen específico de esas
naciones, olvidándose del interés universal a que antes aludíamos. De
esta forma, la posición «radical» propone para los países subdesarro-
llados el paso por etapas teóricas que en los países culturalmente más
avanzados fueron superadas hace algún tiempo.
Finalmente, el mismo grupo denuncia otras dos situaciones de domi-
nación que aparecen en su propia arqueología nacional: de los hom-
bres sobre las mujeres y de la ciencia académica oficial sobre los
aficionados. El hecho de que la mayoría de los investigadores sean del
género masculino, aunque entre los estudiantes las mujeres sean mayo-
ría, no es un problema exclusivo de la Arqueología, pero en nuestro
caso lo que se denuncia sobre todo es el predominio del concepto
masculino en las interpretaciones del pasado (el hombre aparece siem-
pre en el centro de los avances culturales). Esto ha llevado al surgi-
miento de arqueologías «feministas» que reivindican el papel de la
mujer en el origen de la postura erguida, la hominización, la recolec-
ción vegetal, el paso al Neolítico, etc.
La llamada arqueología «marginal» tiene una gran importancia so-

274
cial en los países anglosajones, donde incluso existen congresos en los
que se reunen centenares de arqueólogos aficionados, de espaldas a la
ciencia de universidades o museos, a la que acusan de vivir en torres
de marfil y «robar el pasado» al resto de la sociedad. La contestación
oficial ha sido siempre de extrema dureza hacia esos grupos: sólo las
personas científicamente preparadas pueden acceder a los datos ar-
queológicos cuando existe riesgo o destrucción real de los mismos,
como ocurre en la excavación de un yacimiento. No obstante, algunos
arqueólogos «post-procesuales» rechazan ciertos aspectos de elitismo
y exclusividad en la posesión del pasado por parte de los profesiona-
les, cuyos libros, por ejemplo, apenas se venden fuera de su propio
círculo.
Lo anterior nos permite enlazar con un tema central en este capítulo:
las relaciones de la Arqueología con la sociedad en la que se desarro-
lla. No hay que olvidar que las actividades de esta ciencia no producen
habitualmente beneficios económicos directos, y que por tanto deben
ser financiadas con dinero del erario público, junto con otros apartados
de utilidad social. Ahora bien, ¿cuál es la utilidad social de la Arqueolo-
gía? Hasta ahora sólo hemos visto su utilidad científica, de investigación
del pasado y del hombre en general, a lo que hay que añadir la
restauración y conservación del patrimonio arqueológico.
A pesar de que algunas personas, seguramente las de más alto nivel
cultural, puedan considerar cumplido nuestro fin con las publicaciones
de los resultados de excavaciones, catálogos de museos, revistas cientí-
ficas, etc., el objetivo de la Arqueología ha de ser llegar a capas
sociales cada vez más amplias. Con ello se pretende, por un lado,
mejorar la cultura y la «calidad de vida» del país, aumentando el
conocimiento que sobre su propio pasado tienen los ciudadanos, y por
otro, hacerse merecedora de la financiación adecuada para sus fines
científicos.
Como se habrá podido apreciar a lo largo de todo este libro, el
hacer una «buena» arqueología cuesta cada vez más dinero. Contratar
trabajadores y técnicos durante el tiempo conveniente para las excava-
ciones amplias y detalladas que pretendemos, lo mismo que realizar
todos los análisis necesarios de fauna, polen, madera, suelos, carbono-
14, etc., adquirir el instrumental topográfico, de fotografía y dibujo, etc.
es algo cuyo coste se incrementa de forma progresiva. Y ello no sólo
porque los precios suben fatalmente, sino porque los avances metodo-
lógicos nos obligan a registrar y analizar cada vez más cosas.
En España la financiación de las investigaciones arqueológicas ha
pasado del gobierno central a las comunidades autónomas, lo cual ha
dado origen a multitud de situaciones diferentes. Desde instituciones
que financian adecuadamente los trabajos, dentro de la penuria gene-

275
ral de los gastos de investigación en nuestro país, a otras en las que las
cantidades son claramente insuficientes. Sin embargo, hay que recono-
cer que los arqueólogos españoles no estamos demasiado justificados
en nuestras continuas protestas por ese hecho, dado que apenas nos
hemos preocupado de comunicar nuestras investigaciones al gran pú-
blico que luego podría mover al incremento de las subvenciones.
A veces, la divulgación de los resultados puede llevar aparejada
una simplificación que resulta muy dura para muchos. En otras pala-
bras: lo que interesa a la gente es distinto de lo que nos interesa a los
arqueólogos; quizás puede ir orientado en una línea mítico-racial total-
mente superada (por ejemplo, el gran interés que existe por el celtis-
mo), o en una dirección historicista que ahora tiene menos vigencia que
antes. Además, en la mayoría de las ocasiones el arqueólogo todavía no
tiene (y quizás nunca la tenga) respuesta a las preguntas que le pueden
hacer los profanos. Todo ello redunda en que la grieta que separa
ambos mundos siga sin cerrarse.
Con todo, es evidente que en los próximos años la investigación
arqueológica ha de abrirse irremediablemente al público, modificando
radicalmente sus procedimientos. Algo parecido ha pasado con los
museos, que ahora realizan considerables esfuerzos para no convertir-
se en reliquias del pasado, en centros de un saber muerto. Como casi
siempre, los modelos a seguir nos vienen de fuera de nuestro país; por
ejemplo del Reino Unido, donde se publicó en 1988 un manual para la
presentación de las excavaciones (Visitors wellcome: los visitantes son
bienvenidos).
Ya hace muchos años que Mortimer Wheeler conseguía el dinero
para excavar Maiden Castle a base de cobrar una entrada y vender
recuerdos por unos pocos peniques, pero hoy esto se empieza a gene-
ralizar en muchas otras excavaciones inglesas. Ello provoca algo tan
extraño para nosotros como que los equipos de excavación funcionen
casi como empresas privadas, asociándose incluso a patrocinadores
comerciales que anuncian discretamente sus productos a lo largo del
camino que recorren los visitantes. Tal vez no de otra forma se puedan
realizar las inversiones iniciales necesarias: restauración de todas las
estructuras en el sitio, construcción de un pequeño museo, acondicio-
namiento de áreas de llegada, caminos vallados, tiendas, etc.
Los resultados de una política como ésta en el sitio de la Edad del
Bronce de Flag Fen han sido publicados este mismo año ( 1989) y son
muy positivos. Se lamenta el tener que cobrar por la visita (unas tres-
cientas pesetas al cambio), pero «el mundo no es perfecto» (aunque el
que paga se siente involucrado y puede exigir). Aspectos interesantes
de este caso son que se ha evitado la trivialización del pasado, que se
presenta al público tal como lo ven los arqueólogos, y que se advierte

276
expresamente que las interpretaciones pueden cambiar -y de hecho
cambian-, invitando a los visitantes a volver para comprobarlo y se-
guir el curso de la investigación.
Como es obvio, lo anterior sólo representa una de las muchas for-
mas posibles de extender socialmente los logros de la Arqueología.
Otras actuaciones positivas son, por ejemplo, las conferencias y exposi-
ción del material en las poblaciones cercanas al yacimiento, el contacto
con los grupos de aficionados y el incremento general del apartado de
divulgación popular del trabajo arqueológico (televisión y radio, li-
bros, artículos en revistas y periódicos, etc.). En cuanto a las personas y
grupos locales interesados, el objetivo debería ser su integración en
las actividades científicas por encima de la persecución legal de sus
posibles actuaciones de saqueo, cuya ineficacia está más que probada.
Si queremos dedicar las últimas líneas de este libro a un breve
comentario sobre la arqueología española, parece lógico referirse en
primer lugar a la integración profesional de la misma. En la actualidad,
no es imposible conseguir un puesto de trabajo en los siguientes orga-
nismos oficiales: Universidad, Museos nacionales, provinciales y loca-
les, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Ministerio
de Cultura central o sus equivalentes autonómicos, y en algunos casos
aislados Diputaciones provinciales y Ayuntamientos locales. Aunque en
casi todas estas instancias se ingresa por algún tipo de contrato tempo-
ral, el destino final será la conversión en funcionario a través de la
tradicional oposición.
Aunque parezca ilógico a primera vista, es en la Universidad donde
existe actualmente un mayor número de arqueólogos profesionales:
algo más de veinte catedráticos y cerca de cien profesores titulares, a
los que hay que añadir en torno a cincuenta profesores contratados. Tal
número, que se aproxima a los doscientos si contamos al personal con
becas de investigación, no se encuentra ni de cerca en ningún otro tipo
de organismo: en la mayoría de los museos el único profesional es su
director, en el CSIC el número de investigadores no llega a la decena
(en el CNRS francés hay cerca de trescientos), y en el resto de las
instituciones la cifra no suele superar la unidad. Aunque la cantidad de
profesores debería aumentar en función del gran número de alumnos
(en la Universidad Complutense la relación profesor/alumno está cua-
tro veces por debajo de la media nacional), no deja de ser absurdo que
los puestos de trabajo en enseñanza sean tan numerosos en relación a
los que se dedican a aplicar lo aprendido, especialmente en una disci-
plina tan práctica como es la Arqueología.
No obstante, se advierte en los últimos años un aumento de la pre-
sencia arqueológica en la sociedad española, en consonancia con el
valor cada vez mayor que ésta otorga a su patrimonio histórico. Sin

277
tener en cuenta nuestra herencia del pasado, una de las más ricas de
Europa, la simple equiparación con países como Francia, Italia o Gran
Bretaña, en número de arqueólogos por habitante, haría multiplicar por
dos, tres o cuatro veces la cifra actual. En Francia, por ejemplo, los
profesores universitarios sólo representan algo más de la cuarta parte
del total de puestos arqueológicos profesionales (200 frente a 750, datos
de 1984).
Por otro lado, es posible que en nuestro país lleguen a existir
arqueólogos «liberales», que ejerzan su profesión mediante contratos
temporales de asesoramiento o recuperación con ocasión de las gran-
des obras de construcción civil (edificios, autopistas, presas, etc.), obli-
gadas por la Ley del Patrimonio a dedicar el uno por ciento de su coste
total a financiar las excavaciones arqueológicas u otros trabajos origi-
nados por las mismas. Con todo, este tipo de trabajo, muy extendido
por ejemplo en Estados Unidos, no parece muy apto para un país en el
que la profesión funcionarial es tan importante. De hecho, la práctica de
los contratos temporales del Instituto Nacional de Empleo, iniciada hace
algunos años, ha disminuido o incluso desaparecido últimamente.
Aunque la Universidad sea todavía la encargada de llevar el peso
fundamental de nuestra arqueología, otra situación paradójica hace que
sus fuentes de financiación no provengan de la misma institución (debi-
do a su consideración todavía como disciplina humanística y no experi-
mental), sino de los organismos autonómicos y locales, más interesados
habitualmente en la conservación del patrimonio que en la investiga-
ción o descubrimiento del mismo. Esta dependencia -en algo tan
fundamental como lo económico- condiciona de forma muy negativa la
investigación arqueológica, la cual -en afortunada expresión de un
trabajo reciente (de Barandiarán y otros)-, ha sido pionera en el des-
graciado proceso de «ruralizacióm> creciente que se advierte en la
Universidad y otras instituciones españolas, como consecuencia no de-
seada de la descentralización autonómica.
A su vez, la situación de los departamentos universitarios dedicados
a la Arqueología o la Prehistoria no deja de ofrecer problemas específi-
cos, algunos no muy diferentes de los de otras ramas de especializa-
ción. Quizás el mayor de todos sea el escaso número de sus componen-
tes, que casi nunca ha permitido constituir administrativamente un «de-
partamento», debido al criticado aspecto de la Ley de Reforma Univer-
sitaria que sitúa la cifra mínima para ello en doce profesores. Esto ha
obligado a la unión con otras áreas de conocimiento para formar depar-
tamentos de una gran heterogeneidad en ocasiones.
No obstante, tal situación supone y permite la presencia repartida
de la enseñanza arqueológica en todas las universidades españolas y
un gran número de colegios universitarios. Esto puede parecer positi-

278
vo a primera vista, pero es evidente que entra en contradicción con la
posibilidad de formación completa de arqueólogos, que ha quedado
reducida a muy pocas universidades (Prehistoria sólo en Madrid). En el
resto de ellas la Arqueología sólo ocupa una parte de la especializa-
ción, que recibe una orientación más amplia (Historia, Arte, etc.).
Un problema similar ha sido abordado hace poco en el Reino Unido,
donde de treinta y cuatro universidades con enseñanza de la Arqueolo-
gía sólo catorce tenían más de tres profesores y únicamente tres conta-
ban con más de diez docentes. La solución propuesta por el comité de
catedráticos formado al efecto fue de compromiso: la desaparición de
algunos departamentos y la concentración de profesores en otros, pero
respetando la presencia parcial de la Arqueología en departamentos
de estudios clásicos y medievales, con un fuerte componente de Histo-
ria y Filología de los dos períodos.
El mismo comité citado ofreció también su idea de las partes esen-
ciales que deben constituir la formación arqueológica universitaria:
teoría, prehistoria y arqueología de las zonas geográficas que se elijan,
práctica de campo (prospección y excavación), práctica de análisis de
materiales (útiles líticos, cerámica, metales, etc.), métodos científicos
(cronología, análisis paleontológico, químico, etc.) y la historia y el
papel contemporáneo de la disciplina. De todas ellas, sólo a la segunda
se le dedica la atención debida en nuestra universidad, con asignaturas
del tipo «Paleolítico-Mesolítico» o «Protohistoria de la Península Ibéri-
ca», mientras que todas las demás aparecen integradas en una sola
materia, llamada «Metodología» cuando no simplemente «Técnicas»
arqueológicas.
Como el libro que aquí termina ha intentado demostrar, el apartado
teórico y metodológico de la Arqueología ha crecido tanto en los últi-
mos años que seguir negando su importancia, y reduciendo el aprendi-
zaje de la disciplina al conocimiento descriptivo de la cultura material,
equivale simple y llanamente a ceguera ante lo que traerá consigo el
futuro próximo. Por todo ello, el autor espera que el contenido de estas
páginas sirva como modesta contribución didáctica al progreso de la
arqueología española en la dirección adecuada.

Bibliografía

Austin, D. (1987): «The future of archaeology in British Universities», Antiquity,


61, 227-38.
Barandiarán, I; Delibes, G.; Fernández-Miranda, M. (en prensa): «Situación ac-
tual y perspectivas en docencia e investigación para el área de Prehistoria»,
UIMP 1988 (citado en Ruiz Zapatero, en prensa).

279
Binks, G.; Dyke, J.; Dagnall, P. (1988): Visitors wellcome: a manual on the
presentation and interpretation of archaeological excavations. HMSO, Lon-
dres.
Bray, W., y Glover, I. C. (1987): «Scientific Investigation or Cultural Imperialism:
British Archaeology in the Third World», Bulletin ofthe Institute of Archaeo-
logy, 24, 109-125, Londres.
Cerrillo, E. (1987): «La Arqueología en España», en Moberg, C. A.: Introducción
a Ja Arqueología, pp. 217-32. Cátedra, Madrid.
Chapa, T. (1988): «Perspectivas actuales de la arqueología española», Revista
de Occidente, 81, 135-42.
Conkey, M. W.; Spector, J. (1984): «Archaeology and the Study of Gendern, en
Schiffer, M. B. (ed.), Advances in Archaeological Method and Theory, 1.
Academic Press, Nueva York.
Fernández-Miranda, M. (1983): «L'archéologie en Espagne», Nouvelles de
l'Archéologie, 13, 63-8.
Hodder, I. (1988): Interpretación en Arqueología. Corrientes actuales. Critica,
Barcelona.
McBryde, I. (ed.) (1985): Who Owns the Past?. Oxford U.P., Melbourne.
Martínez Navarrete, M.I. (1989): Una revisión crítica de Ja prehistoria española:
Ja Edad del Bronce como paradigma. Siglo XXI, Madrid.
Pryor, F. (1989): «"Look what we've found" -a case study in public archaeo-
logy», Antiquity, 63, 51-61.
Querrien, A.; Schnapp, A. (1984): «Second rapport sur la politique de la récher-
che archéologique en France (extraits)», Nouvelles de l'Archéologie, 16, 7-
47.
Ruiz Zapatero, G. (en prensa): «Prehistoria. Estado actual de una disciplina
académica en la universidad española».
Trigger, B. (1984): «Alternative archaeologies: nationalist, colonialist, imperia-
list», Man (N.S.), 19, 355-70.

280

Potrebbero piacerti anche