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Ignacio Ramírez, "El Nigromante"

El anticlerical

Un 23 de junio de 1818 nació Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada, conocido como
Ignacio Ramírez "El Nigromante"; un día 12, del mismo mes, de 1879 pide permiso como
juez de la Suprema Corte y muere el 15 de junio a la edad de 61 años. Prematuramente
viejo, cargado de tristeza, sin esperanzas ni temores, como vino al mundo; ciego, sordo,
abandonado y desnudo, como nació y vivió.

Sus cinco hijos y su esposa, doña Sinforosa, no tenían para el féretro, el funeral y el entierro.
Por Ignacio Manuel Altamirano, Porfirio Díaz se entera y llega a pagar por cuenta del
gobierno el sepelio. La mañana misma de su muerte, hace ciento treinta y ocho años, se
inició su resurrección, su rescate del seno del olvido.

Cuando Sancho Panza –escribe Fabrizio Mejía Madrid– le dice al Quijote que ha ido y
vuelto en tres días para ver a Dulcinea, el caballero andante le atribuye tal milagro a un
"nigromante" que es el mago responsable de que los jinetes vuelen por los aires y
aparezcan de la nada en una batalla, para ayudar a su amigo que está a punto de ser
lanzado.

El otro sortilegio que El Quijote le atribuye a los nigromantes es el de hacer que la gente
común pueda caminar durante días sin mostrar cansancio. Cervantes no abunda en la
nigromancia como adivinación del futuro en la que se consulta a los muertos, ni tampoco en
la adivinación de los antiguos romanos, que hurgaban en las vísceras de un animal
sacrificado. En contraste, la nigromancia para los liberales del siglo XIX en México era el
arte de la palabra.

Cuando Manuel Payno, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez fundan el periódico de crítica
satírica Don Simplicio, se presentan cada uno con los versos que le dedica el otro. Prieto
describe a Ramírez de la forma siguiente: Y un oscuro Nigromante que hará por artes del
diablo que coman en un establo Sancho, Rucio y Rocinante con el Caballero Andante.
Quien enfatiza el carácter parejo –igualitario, diríamos ahora– de la crítica de Ignacio
Ramírez a quien a partir de 1845 y a sus 27 años se le quedará como apodo, seudónimo, y
carta de presentación “El Nigromante”.

La generación de la reforma, escribe Nora Pérez-Rayón, fue de un


liberalismo anticlerical pero no antirreligioso, aunque una notable excepción
fue Ignacio Ramírez, quien hizo gala de su ateísmo. Un hombre de
extraordinaria cultura universal: maestro, periodista, escritor de ensayos,
discursos, textos escolares, poesía, teatro; un hombre de acción como
legislador, funcionario público y magistrado. Que, como político militante
comprometido con el liberalismo radical, se ganó el respeto de las élites
políticas y culturales contemporáneas, por la solidez de sus argumentaciones
y su congruencia entre la vida pública y la privada.

“El Nigromante” es el liberal más notable, quien cuestionó la ilegitimidad de los


gobiernos de Santa Anna, Comonfort, Maximiliano, Juárez, Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz.
También, fue uno de los pensadores que dio forma a la Constitución de 1857 y, por eso,
se levantó contra Juárez cuando buscó la reelección como Presidente.

Fue influenciado por los liberalismos de su época, por el positivismo y el


romanticismo. Un tema central y constante de sus reflexiones y acciones fue
la lucha contra la Iglesia católica como institución, la denuncia de los vicios y
limitaciones de su clero y el severo cuestionamiento a los dogmas religiosos.

¿Contra qué Iglesia católica se enfrentaba “El Nigromante” a mediados del siglo
XIX?, ¿Cuáles eran los ejes temáticos del debate clericalismo-anticlericalismo
en Europa y su resonancia en México?, ¿Con qué argumentos sustentaba
Ramírez su anticlericalismo y su ateísmo?, ¿Cuáles fueron sus fuentes?, ¿En
qué sentido su congruencia de principios lo alejó de la comprensión de la
realidad concreta circundante?, ¿Cómo se maneja en el lenguaje del discurso
la retórica y la transmutación de la sacralidad?
Ignacio Ramírez vivió una vida agitada entre libros, guerras, luchas por el
poder, la cátedra, el cargo público y la prisión. Su vida abarcó la revolución de
Ayutla en 1854, el Congreso Constituyente de 1857-1860, la intervención
francesa de 1863-1867, la república restaurada de 1867-1876, la revuelta de
Tuxtepec y los inicios del porfiriato.

Inmerso en el conflicto ideológico entre las familias conservadoras y liberales


que caracterizó al siglo XIX, Ignacio Ramírez se identificó con el liberalismo.
En el meollo de las ideas liberales estaba el individuo libre, no coartado por
ningún gobierno o corporación e igual a sus semejantes bajo la ley. En la
esfera pública había que poner límites a la autoridad del gobierno central
mediante una constitución escrita. Proteger las libertades civiles, la creación
de instituciones representativas, la separación de poderes, al federalismo y la
autonomía municipal.

En el discurso de “El Nigromante” distinguimos algunos ejes constitutivos de


lo que hemos definido como su anticlericalismo: su concepción histórica y
contemporánea de la Iglesia católica universal, las contradicciones entre la
institución confesional y el marco jurídico liberal y democrático del México de
la reforma y el sustento argumentativo de su ateísmo. Particular atención
merece su lenguaje y la retórica, que fueron claves en la transmisión de estos
mensajes.

En efecto, todo lo que Ignacio Ramírez llevó al papel, a lo largo de una vida dedicada a la
edificación de México, está cargado de un sentido de pueblo que por donde quiera que se
abran sus pocas obras reunidas, trasciende la imagen de una patria que, si bien no llega aún,
alguna vez será verdad ante los ojos de los venideros mexicanos.

Sus escritos, lo mismo si eran de construcción intelectual que si se trataban de temas científicos
o filosóficos, querían instruir, enseñar a razonar; seguro, como siempre estuvo, de que nada es
más perjudicial al hombre que las supersticiones y los prejuicios, y que la ignorancia humana es
la fuente de muchas de nuestras desdichas.

Su vida y su muerte son una cotidiana lección de virtudes cívicas. Con Ignacio Ramírez
podemos ejemplificar en todo lo que mira a las circunstancias de nuestro ser colectivo, lo mismo
si se le mira como ciudadano que como escritor y funcionario público.

Su historia personal es la historia de medio siglo de México. Y ya es mucho para un hombre


acompasar su vida a la vida de su patria. Ignacio Ramírez sufrió destierros, persecuciones,
calumnias y ataques personales, sin que por eso les buscara a las situaciones una
circunstancia que justificara la renuncia, el alejamiento o la pausa en la lucha cotidiana, que echó
en sus hombros apenas superada la adolescencia.

A pie, porque a pesar de los cargos públicos que ocupó no tuvo manera de hacerse de un
caballo, salió de la ciudad de México tras el ejército republicano a la hora de la derrota. Sin una
queja fue de un extremo a otro de la república, llevado por los altibajos de las luchas intestinas y
de discordias civiles, sin que la pluma se le cayera de las manos, ni la verdad se apagara en
sus labios.

No pudo sentarse a escribir la obra que sus capacidades hacían esperar, porque fue el destino
de algunos liberales del siglo XIX, como Ignacio Ramírez, hacerlo de pie, sobre las rodillas
o con un pie en el estribo. Y junto con eso, padecer el reproche de los necios que reclaman
una larga bibliografía antes de otorgar su aplauso en un olvido de que “El Nigromante” es, entre
nosotros, una especie de Sócrates que jamás escribió una línea; y que también las acciones
diarias de la vida, en las conversaciones, en la charla y en el diálogo, caben el genio literario, el
bien y la virtud.

Esto, y otras cosas vivió “El Nigromante”: al final de sus días, como mencione antes, la mañana de
su fallecimiento la familia carecía de los medios para sus funerales. Sorprende a algunos
que el hombre que había tenido a su cargo los bienes expropiados a la Iglesia católica no
tuviera en qué caerse muerto, desconociendo la congruencia, entre el pensar y el hacer,
de un liberal que antepuso el bien personal a la causa de la república.

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