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MI MADRE/YO MISMA

LAS RELACIONES MADRE-HIJA

Friday Nancy
RECONOCIMIENTOS
En 1973 cayó en mis manos un libro en cuyas páginas se relacionaba el potencial
orgásmico de las mujeres con el grado de seguridad o confianza experimentada por éstas en otro
tiempo ante sus padres. Puedo recordar aquel día, el sitio en que me encontraba sentada; recuerdo
hasta el peso del libro que tenía en las manos, y, desde luego, mi reacción instantánea, que se
tradujo en una pregunta: en cuanto a la madre ¿qué había que decir?

Acababa de escribir un libro sobre las fantasías sexuales de las mujeres. No había quedado
en mi mente el menor resquicio de duda en cuanto al punto de comienzo de la represión o
aceptación sexual. ¿Cuál es la persona que antes que nadie aparta la mano de nuestros genitales,
quién implanta el placer o la inhibición en cuanto a nuestros cuerpos, quién establece Las Reglas y
con su propia vida nos facilita un modelo indeleble? Aquella semana redacté un esbozo, un plan
para escribir un libro que se titularía: Madres e Hijas: La Primera Mentira.

Me juzgaba a mí misma una buena candidata para este tema porque, aunque he de confesar
que amaba a mi madre, también percibía la existencia de un espacio psicológico suficientemente
amplio entre nosotras, una separación que me permitiría ser justa y objetiva. Como si esto se
hallara al alcance de cualquier mujer. Fueron necesarios dos años de investigaciones para ir más
allá de la irritación que contenía ese primer título. Incluso para reconocer cuán molesta me sentía
personalmente.

Mi intención era llevar a cabo una serie de entrevistas con madres e hijas dentro de una
familia, y también con las abuelas, cuando fuese esto posible. En los últimos cuatro años me he
entrevistado con más de doscientas mujeres de todos los puntos de Estados Unidos. En su mayor
parte, eran madres. Y todas ellas, ciertamente, hijas. En el plano más significativo, eran expertas.
Pero advertí rápidamente que un libro de entrevistas no resultaría suficiente.

Había esperado evitar lo subjetivo mediante el hallazgo de unas pautas que se acomodaran
a la mayoría de las mujeres. Trazando tales pautas a través de las generaciones, podríamos ver las
conscientes e inconscientes repeticiones, corregidas con la mejor intención en nuestra maternal
herencia, desembarazándonos del resto. Puesto que las vidas de las mujeres van a cambiar,
debíamos tener acceso al esfuerzo formativo de esa relación. Teníamos que superar el enojo
suscitado por unas mentiras dichas “por nuestro bien”, averiguar cuál es el auténtico amor existente
entre madre e hija, o bien liberarnos de la ilusión de un amor que nunca existiera, en absoluto. Yo
andaba buscando una clarificación. Descubrí a Rashomon. Madre: “Preparé cuidadosamente a mi
hija ante su primera menstruación”. Hija: “Mi madre no me dijo nada” Dos versiones de idéntica
historia, diferentes y, sin embargo, iguales. Ninguna de las dos mujeres cree estar mintiendo.

Para llegar a comprender contradicciones como ésa, hablé con psiquiatras, educadores
médicos, abogados y sociólogos. Yo no quería contestaciones propias de un libro de texto: de las
veintiuna profesionales citadas en este libro, dieciséis de ellas tienen hijas. Ninguna mujer me
concedió más generosamente que la doctora Leah Schaefer su buen juicio, su sabiduría, sus
conocimientos profesionales y hasta su vida privada. Contraje con ella una deuda que nunca podrá
quedar saldada. Y hay algo que me resulta particularmente patético: la frecuencia con que estas
personas, altamente adiestradas, confiesan tropezar con dificultades al aplicar a sus propias
existencias lo que intelectualmente conocían.
Una de las primeras ideas que deseché fue la referente a mi convencimiento de que podía
aprender todo lo que necesitaba saber de las mujeres. Podemos ir dando saltos en vez de andar,
pero ¿por qué no utilizar las dos piernas? Cuando el doctor Sirgay me telefoneó para hablarme de la
solicitud que yo le había formulado, respecto de una entrevista con cierta eminente especialista en
psiquiatría infantil, me informó que ésta debía ausentarse de la ciudad y le había pedido que él
mismo me atendiera. Más bien descortés, yo le respondí que puesto que abrigaba la creencia de que
las mujeres eran quienes mejor comprendían a las mujeres, esperaría a que su colega femenino
regresara. Estoy muy satisfecha de que aquel día mi interlocutor no me colgara el teléfono. Algunas
de las posibilidades de conducta y atisbos sobre el comportamiento que a mí se me antojaron más
raros y regocijantes, de cuantos figuran en estas páginas, provienen de él y de otros hombres. Estos
también tienen hijas.

Hablé por vez primera con el doctor Richard Robertiello en el curso de una tarde como
tantas otras. Constituyó tal episodio uno de los acontecimientos modeladores de mi carrera, y fue
así como, al correr de los años, se produjeron una serie de conversaciones sin las cuales el presente
libro habría sido inconmensurablemente más pobre en cuanto a contenido. Del mismo modo que el
lector sigue el desarrollo de un argumento, espero que se aprecie con claridad que, antes de poder
explicar la relación madre-hija, debía yo comprender la mía propia. Sin los pasmosos
conocimientos del doctor Robertiello, sin su capacidad para el análisis, sin su preclara mente y su
personal implicación (es padre de tres hijas), yo habría abandonado mi empeño hace mucho tiempo.

Las personas cuyos nombres aparecen a continuación aportaron a esta obra, además de sus
conocimientos, su tiempo y su interés. No siendo del caso mencionar sus títulos profesionales
dentro del texto, lo hago aquí, al propio tiempo que les doy las gracias:

Pauline B. Bart: profesora adjunta de sociología en psiquiatría, Facultad de Medicina,


Universidad de Illinois; autora del The Student Sociologist’s Handbook.
Jessie Bernard: sociólogo/becaria residente, en la comisión de Derechos Civiles de
EE.UU.; autora de Women, Wives, Mothers: Values and Options, the Future of Motherhood, y The
Future of Marriage.
Mary S. Calderone, doctora en Medicina: directora del Consejo de Educación e
Información Sexual de los EE.UU.; autora de Release From Sexual Tensions.
Sydney Q. Cohlan, doctor en Medicina: profesor de pediatría; director adjunto del servicio
de pediatría, Hospital de la Universidad, Centro Médico de la Universidad de Nueva York.
Helen Deutsch, doctora en Medicina: psicoanalista; autora de The Psychology of Women.
Lilly Engler, doctora en Medicina: psiquiatria con consulta privada en la ciudad de Nueva
York; asesora de diversas instituciones en EE.UU. y otros países.
Cynthia Fuchs Epstein: profesora de sociología, Queens College, Universidad de la ciudad
de Nueva York; directora de proyectos, Oficina de Investigaciones Aplicadas, Universidad de
Columbia; autora de Woman’s Place: Options and Limits in Professional Careers, y coautora de
The Other Half: Roads to Womens’s Equality.
Aaron H. Esman, doctor en Medicina: psiquiatria jefe del Jewish Borrad of Guardians;
miembro de la facultad en el Instituto Psicoanalítico de Nueva York; autor de New Frontiers in
Chile Guidance, y The Psychology of Adolescente: Essential Readings.
Mio Fredland, doctora en Medicina: profesora de psiquiatría, ayudante de clínica, Facultad
de Medicina de la Universidad de Cornell.
Sonya Friedman: psicóloga; asesora en cuestiones de matrimonio y divorcio; costura de
I’ve Had It, You’ve Had It! Advine on Divorce Fromm a Lawyer and a Psychologist.
Emily Jane Goodman: abogado; coautora de Woman, Money and Power.
Amy R. Hanan: directora de personal, AT&T General Departments. Elizabeth Hoppin
Hauser: psicoterapia, perteneciente al Centro de Consulta de Long Island, en Forest Hills.
Helen Kaplan, doctora en Medicina: psicoanalista y sexoterapeuta; profesora de psiquiatría,
adjunta, Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell; psiquiatra adjunta de la clínica Payne
Whitney del Hospital de Nueva York; autora de The New Sex Therapy.
Sherwin A. Kaufman, doctor en Medicina: ginecólogo y tocólogo, del Lenox Hill Hospital,
ciudad de Nueva York, autor de Intimate Questions Women Ask, New Hope for the Childless
Couple, y The Ageless Woman.
Jeanne McFarland: profesora, Smith College, Departamento de Economía.
Gladys McKenney: profesora de las clases sobre matrimonio y familia en una escuela de
enseñanza media de Michigan.
George L. Peabody, doctor en Filosofía: ciencia de la conducta aplicada.
Vera Plaskon: coordinadora de planificación familiar, Hospital de Roosevelt, Nueva York;
especialista clínica en crianza del bebé, relación madre/hijo.
Virginia E. Pomeranz, doctora en Medicina: profesora adjunta de pediatría en la Facultad
de Medicina de la Cornell University, y asistenta de dicha especialidad en el New York Hospital;
autora de The First Five Years: A Relaxed Approach to Chile Care, y coautora de The Mother’s and
Father’s Medical Enciclopedia.
Wardell B. Pomeroy, doctor en Filosofía: investigador sobre cuestiones sexuales, informes
Kinsey, Sexual Behavior in the Human Male y Girls and Sex.
Jessie Potter: miembro del programa sobre sexualidad humana, Facultad de Medicina,
Universidad de Northwestern; directora del Instituto Nacional de Relaciones Humanas.
Helen Prentiss: profesora de psicología infantil en una universidad del Oeste medio. Tal
nombre es un pseudónimo, pues ha preferido permanecer en el anonimato.
Ira L. Reiss: profesora de sociología, Universidad de Minnesota. Richard C. Robertiello,
doctor en Medicina: consultor jefe de instrucción en el Instituto de Salud Mental de Long Island;
miembro del cuadro ejecutivo de la sociedad para el Estudio Científico del Sexo; psiquiatra
supervisor del Servicio de guía de la comunidad; autor de Hola Them Very Close, Then Let Them
Go, y coautor de Big You, Little You.
Sirgay Sanger, doctor en Medicina: director del programa padre-hijo, Hospital de St. Luke;
instructor, Columbia College of Physicians and Surgeons; autor de Emocional Care, Hospitalizad
Children.
Leah Cahan Schaefer: psicoterapeuta; miembro del Servicio de Guía de la Comunidad,
ciudad de Nueva York; perteneciente al cuadro ejecutivo de la Sociedad para el Estudio Científico
del Sexo; autora de Women and Sex.
Joan Saphiro: profesora de trabajo social, Smith College.
Marcia Storch, doctora en Medicina: Jefe de la clínica de ginecología para adolescentes y
planificación familiar, sección infantil y juvenil, Roosevelt Hospital; profesora ayudante de clínica,
de obstetricia y ginecología, College of Physicians and Surgeons, Roosevelt Hospital, ciudad de
Nueva York.
Bety L. Thompson: psicoanalista, de actividades privadas.
Lionel Tigre: profesor de antropología en la Rutgers University; autor de Men in Groups,
The Imperial Animal, y Women in the Kibbutz.

Dejo constancia de mi especial gratitud hacia aquellas mujeres cuyos nombres no aparecen
aquí, madres e hijas que me dieron todo lo que pudieron darme, aún anónimamente. Ellas
reconocerán sus palabras. Espero que perciban algo de la vida adicionada de que ahora dispongo,
sabiendo lo que este libro, sus vidas y la mía propia me han enseñado.
Durante años han vagado por mi mente, confusas, ideas sobre la identidad de las mujeres.
Pero yo fui una escritora viajera hasta que me casé. Hay ciertas preguntas que no nos atrevemos a
formular sin el apoyo de otra persona. En este libro, como en mi vida, esa persona ha sido Bill
Manville.

N. F.
Nueva York (ciudad)
Abril, 1977
CAPÍTULO 1
AMOR MATERNAL

A mi madre siempre le he mentido. Y ella a mí. ¿Qué edad tenía yo cuando aprendí su
lenguaje, cuando aprendí a llamar a las cosas por otros nombres? ¿Cinco, cuatro años? ¿Era tal vez
más pequeña? Su negativa, al enfrentarse con algo que no podía decirme, que su madre a su vez no
había podido decirle a ella, y sobre lo cual la sociedad nos había ordenado a ambas que
guardáramos silencio, entorpece todavía hoy nuestra relación.

A veces intento imaginarme una pequeña escena que nos hubiera servido de ayuda a las
dos. Mi madre, adoptando un aire amable, cálido, reservado y al mismo tiempo desaprobador de su
propia conducta, me hace entrar en el dormitorio, en el que duerme sola. No tiene más de veintiséis
años. Yo tal vez seis. Colocando sus manos (unas manos que su padre le recomendó que procurara
mantener ocultas porque eran “grandes y carecían de atractivo”) sobre mis hombros, fija su mirada
directamente en mis ojos, a través de los cristales de mis gafas de montura de acero, y me dice: “Tú
sabes, Nancy, que el papel de madre no se me da bien. Tú eres una chiquilla encantadora y no tiene
culpa de nada. Pero es que me cuesta trabajo adoptar una actitud maternal. De modo que cuando
veas que no me parezco a las otras madres, esfuérzate por comprender que ello no se debe a que yo
no te quiera. Al contrario, te quiero de verdad. Pero me siento confusa. Sé algunas cosas, e
intentaré enseñártelas. En cuanto a lo otro, a lo del sexo y todo lo demás, lo cierto es que no puedo
tratarlo contigo porque no sé a cierta de qué forma tales cuestiones han quedado ensambladas en mi
vida. Intentaremos dar con otras personas, con otras mujeres que puedan hablarte y llenar esos
huecos. No puedes esperar que yo sea en toda su extensión la madre que tú necesitas. En algunos
aspectos, me siento más cerca de ti que me sentí en otro tiempo de mi madre. No experimento esa
serena, divina y básica certidumbre que tú supones que ella sintió en un momento semejante.
Abrigo todo género de inseguridades en cuanto a la forma de criarte. Pero tú eres un ser inteligente,
igual que yo. Tu tía te quiere, tus maestros sienten ya crecer una necesidad en ti. Con su ayuda y
con la que yo pueda aportar, procuraremos que te hagas con toda la carga maternal, con todo el
amor del mundo. Sucede, solamente, que no puedes esperar obtenerlo todo de mí.”

Una escena que nunca hubiera podido ocurrir.


Hasta donde alcanza mi memoria, recuerdo que yo no quería la clase de vida que mi madre
creía que podía mostrarme. Pienso, en ocasiones, que ella tampoco lo deseaba. A medida que voy
haciéndome mayor, más va alejándose de mi niñez, de su acorazado papel de madre, convirtiéndose
progresivamente en una mujer más y más interesante. Quizá no debió haber llegado nunca a ser
madre; desde luego, lo fue demasiado pronto. La miro hoy, y con todo el amor y la irritación del
mundo lamento que no tuviera la oportunidad de vivir otra vida, la mía, tal vez. Pero la suya no fue
una época en la que las mujeres sintieran que se les deparaba la posibilidad de escoger.

No tengo idea acerca del momento en que comencé a darme cuenta, con el monstruoso
egoísmo que la dependencia presta a los ojos de una criatura, de que mi madre no era perfecta: yo
no representaba toda su vida. ¿Ocurrió esto en la misma edad en que empecé a formalizar el terrible
juicio: el que me llevó a pensar que ella no era la mujer que yo quería ser? Creo que siempre tuve
presentes ambos instantes. Ello explica mi sentimiento de culpabilidad al dejarla, y mi enfado ante
el hecho de que no me opusiera a ello. Pero estoy segura de que supo siempre, hasta un punto que
sus adoctrinadas actitudes hacia la maternidad no le permitirían jamás admitir, que mi hermana y yo
no lo éramos todo. Nosotras no le habíamos aportado la certificación de feminidad que su madre
prometiera. Que, por una vez en su vida, el sexo y un hombre habían sido más importantes que la
maternidad.

Hija más consciente de sus deberes que yo, mi madre quería aceptar la visión de realidad
que mi abuela le había inculcado. Mintió en lo demás. Se subvirtió a sí misma, sus genuinos
sentimientos, las incipientes intimaciones de esperanza de vida y aventura que ella encontrara en mi
padre, y que la indujeron a marcharse con él, en contra de los deseos de su familia… Todo perdido
por querer convertirse en una buena madre. Las reglas de la suya tenían la autoridad de toda la
cultura que las respaldaba. No había “malas madres”, ni nada semejante; solamente había malas
mujeres: eran las explícitamente sexuales, que vivían con la idea de que lo que se daba entre ellas y
sus maridos tenía tanto derecho a existir, por lo menos, como sus hijos. Estas mujeres poseían
escaso “instinto maternal”.

Se nos ha educado en la creencia de que el amor de la madre es diferente a otras clases de


amor. No se halla expuesto al error, a la duda, ni a la ambivalencia de los afectos ordinarios. Esto
no es más que una ilusión.

Las madres pueden amar a sus hijos, pero en ocasiones no gustan de ellos. La misma
mujer que quizá se tiraría debajo de las ruedas de un camión desfrenado con tal de que éste no
aplastara a su hijo, lamenta a menudo el sacrificio, día a día, que la criatura, sin saberlo, le impone,
afectando a su tiempo, a su sexualidad, a su propia realización personal.

Con nuestra percepción de la falta de autenticidad de nuestra madre –con su propia


ansiedad, su carencia de fe en las super-idealizadas nociones de feminidad/maternidad que intenta
enseñarnos –nacen las inquietudes sobre nuestra sexualidad personal. Es el comienzo de la duda en
cuanto a nuestra realización como personas con identidad propia, separada de ella, establecida en
nosotras como mujeres antes de ser madres. Nos esforzamos por la autonomía, nos esforzamos por
la sexualidad, pero los inconscientes y más profundos sentimientos que hemos obtenido de ella no
descansarán: solamente nos sentiremos en paz, seguras de nosotras mismas, cuando hayamos
cumplido con el glorificado “instinto”, para el cual hemos sido educadas, a través de la imagen de
su vida, repitiendo: “Tú no serás una mujer completa hasta que seas madre”.

Es demasiado tarde ahora para pedir a mi madre que vuelva sobre sus pasos y examine las
evasiones que hiciera tan silenciosamente como cualquier otra madre, y ante las cuales me mostré
sumisa durante tanto tiempo, aunque sólo fuera porque ella deseaba lo contrario. Yo figuro entre
las que desean cambiar ciertos esquemas, callejones sin salida, de sus vidas. Se trata de esquemas
que, conforme pasa el tiempo, me parecen más familiares: “Yo he estado aquí antes.”

El amor entre mi madre y yo no es tan sacrosanto hasta el punto que no pueda ser
cuestionado: si vivo con una ilusión respecto de lo que existe entre nosotras, no dispondré de
ningún punto de apoyo sobre el cual alzarme yo misma.

En el curso de mis años de entrevistadora, son muchas las mujeres que me han dicho
insistentemente: “No. No acierto a pensar en nada significativo que haya heredado de mi madre.
Somos dos mujeres completamente distintas…” Estas palabras son dichas, habitualmente, con aire
de triunfo, como si la comunicante de turno reconociese el enorme esfuerzo realizado para
modelarse a sí misma de acuerdo con su madre, pero creyendo en su resistencia. Ahora bien, en mi
entrevista con la hija, ésta sonríe con cierta aflicción: “A cada paso”, me dice, “le estáis
reprochando a mamá que me trata de la misma forma que la trataba a ella su madre… ¡de una forma
que no era de su agrado!” Sin embargo, en otra entrevista, el esposo manifiesta: “A medida que
pasan los años va haciéndose más y más igual a su madre.”

Para ser justa añadiré que cuando las entrevistas se hacían prolongadas, cuando se
presentaba la ocasión de hablar durante largo rato, mis comunicantes comenzaban a descubrir
similitudes entre sus propias vidas y las de sus madres. En primer término había las diferencias
superficiales, externas. La madre vivía en una casa; la mujer con quien estaba yo hablando ocupaba
un apartamento. La madre no había trabajado un solo día en su vida; la hija se había procurado un
empleo. Nos aferramos a tales “hechos”, utilizándolos como prueba de que hemos creado nuestra
propia vida, distinta de la suya. Pasamos por alto una verdad más básica: la de habernos hecho
cargo de sus ansiedades, temores y enconos; nuestra forma de tejer la tela de araña de las emociones
entre nosotras y los demás se inspira en lo que de común hemos tenido con ella.

Queramos para nosotras la vida de nuestra madre o no, nunca desaparece de nuestra mente
la imagen de lo que ella fue. En ningún terreno es esto más válido que en el sexual. Sin nuestra
identidad sexual, una identidad sobre la cual podamos apoyarnos con todo nuestro peso, con la
certidumbre de cuando en otro tiempo disfrutábamos siendo “hijas de mamá”, nos sentimos
inseguras. Tenemos brotes de sexual confianza, de actividad, de exploración, pero con el primer
rechazo, con la primera insinuación de pérdida, de censura sexual o de humillación, volvemos a lo
seguro y familiar: es sexo es malo. Esto constituyó siempre un problema entre nuestra madre y
nosotras mismas. Cuando los hombres parecen inteligentes y atractivos, nos aliamos
momentáneamente con ellos, en contra de las reglas antisexuales de la madre. Pero no hay que
confiar en los hombres. Decimos que la culpa es nuestra: vamos de la madre a los hombres, sin
nada propio entre ella y ellos. El matrimonio, en lugar de suponer el fin de nuestra infantil alianza
con ella, se convierte, irónicamente, en el motivo de unión más sólido de nuestras vidas. En otro
tiempo quisimos ser unas “buenas chicas”. Ahora deseamos transformarnos en unas “buenas
señoras casadas”… Justamente, como la madre. Las riñas con ella, motivadas por los hombres, han
terminado, por fin. Ante nuestra madre, lo más difícil de afrontar es su sexualidad. A ella le ocurre
lo mismo con respecto a nosotras.

Son dos mujeres que se ocultan mutuamente aquello que las define como tales.
Si no separamos el amor de la madre de su temor sobre el sexo, siempre veremos el amor y
el sexo como dos cosas opuestas. La dicotomía pasará a nuestras hijas. “Mamá tenía razón”,
decimos. Y el fervor con que nosotras negamos a nuestra hija el acceso a su propio cuerpo queda
intensificado por la irritación, la conclusión y la abnegación que experimentamos al renunciar a
nuestra propia sexualidad.

“Has de estar segura de que yo te quiero, independientemente de lo que te diga o te haga”,


es el mensaje que llega de la madona. “Nadie te querrá nunca como yo. La madre es la persona
que más te quiere del mundo y siempre me tendrás junto a ti.” Muchas madres ofrecen esta clase de
amor imposible porque están solas y desean ligar sus hijas a ellas para siempre. Todas las madres
arguyen eso porque también ellas se encuentran en una trampa: sugerir menos es ser una “mala
madre”. El amor real que ella puede sentir por nosotras no posee la potente atadura del amor
idealizado y perfecto en que ambas necesitamos creer. Es un trato que ninguna de las dos podemos
rechazar.

“Cuando la madre mantiene una genuina relación sexual con su esposo”, declara la
psicoterapeuta Leah Schaefer, “pero finge ante su hija, afirmando que de un modo u otro toda la
vida erótica debe quedar ligada a la maternidad, la hija lo percibe, y experimenta la impresión de
que no puede confiar en su madre. Durante mis prácticas como psicoanalista, me he encontrado
una y otra vez con que ésta es la mentira básica. Los padres dicen a sus hijos: “No, no, no debes
hacerlo…” Pero la niña advierte que la madre está haciendo lo prohibido. De este modo, cierto
aspecto de la vida y la personalidad de la madre se convierte en un gran secreto para la hija… Y, no
obstante, la madre quiere estar siempre al tanto de cuanto afecta a la pequeña. Espía en su psique,
le está diciendo siempre que son amigas, que se deben contar mutuamente todas sus cosas… Pero,
de nuevo, la hija descubre que su madre le oculta un gran secreto, que una parte de su ser queda más
allá de su alcance. Se trata de una relación unilateral, supuestamente basada en la verdad, pero que
la joven juzga manipulada. Esto le provoca un resentimiento.

“La situación se torna más difícil para la joven cuando la madre no es consciente de la
mentira. Aquélla razona así: “¿Cómo puedes decirle eso a una niña? Puedes decidirte por retener
cierta información, pero esto no te da derecho a decirle a tu hija una mentira”. Algunas mujeres
llegan, dando muchos tumbos mentales, a la conclusión de que el único fin de la relación sexual es
la maternidad. En consecuencia, no creen estar mintiendo, en absoluto. Piensan que salvaguardan
“la moral” de la chica. Lo que hacen es echar los cimientos de una desconfianza por parte de la
joven que durará a lo largo de toda su vida, y también de una sensación de aislamiento y desamparo.
Todo lo relativo al sexo es confuso para la hija, pero en el caso de experimentar la impresión de que
su madre le miente, ¿en quién podrá confiar ya?

Y la confianza en una misma y en la otra persona es la base de la vida, del matrimonio, y


del orgasmo sexual.”
La dificultad de la madre no radica necesariamente en su condición de persona mentirosa o
hipócrita. Ella dice una cosa, hace otra, y sin embargo denota en un profundo nivel que realmente
siente algo totalmente distinto. La mayor parte de nosotras nos hemos acostumbrado a vivir con esta
cuarteadura tripartita en la gente que conocemos, y nos aceptamos mutuamente como un todo.
Como hijas, sin embargo estamos tan enfocadas sobre nuestras madres que las aceptamos
literalmente, intentando integrar los tres guerreantes aspectos que presentan a nuestros ojos. Puesto
que tal confusión penetra en la relación madre-hija, y será vista repetidas veces a lo largo del libro,
voy a permitirme separar claramente las tres ideas:

1. Actitud. Esta consiste en lo que decimos, en la impresión exterior que de nosotras tiene
la gente. Es el aspecto nuestro que cambia con mayor rapidez. A menudo es un reflejo de la
opinión pública, de los libros que hemos leído, de lo que opinan nuestras amigas, etc. Por ejemplo:
la madre que decide que su hija no crecerá ineducada sexualmente, como creció ella; entonces
adquiere para que se informe un ejemplar del último libro publicado sobre el tema de la educación
sexual, como Show Me.
Su forma de actuar cuando la chica lleva a la práctica los preceptos especificados en el
libro es la diferencia existente entre la actitud y la

2. Conducta. La madre descubre a la hija tocándose y explorándose la vagina, en la forma


indicada en las ilustraciones del libro. Con una mueca de desagrado, le aparta la mano.
La conducta ha cambiado mucho en los últimos años, pero es un error creer que nuestra
manera de actuar se corresponde siempre con nuestras actitudes estrictas. El doctor Wardell
Pomeroy, el principal investigador en el equipo de Kinsey, me manifestó que, normalmente el
cambio de conducta lleva un retraso de por lo menos una generación con respecto al cambio de
actitud. Tal conservadurismo se encuentra fuertemente influenciado, si no es determinado por
nuestros
3. Más profundos (a menudo inconscientes) sentimientos. Estas soterradas fuerzas básicas
o motivaciones habitualmente nos son enseñadas por nuestros padres. Son los más rígidos aspectos
de nosotros mismos, transportadores del pasado, que a menudo anulan las otras dos ideas. Pueden
ser negadas u “olvidadas”, pero, no obstante, muy a menudo, se expresarán por sí mismas en el
comportamiento irracional o distorsionado. Una madre dice (actitud) a su hija que todo lo referente
al sexo es hermoso. En cuanto a su conducta, “ignora” cuidadosamente que la chica se ha
ausentado para pasar el fin de semana con un hombre. Pero sus más profundos sentimientos son
traicionados cuando la hija entra en casa el lunes para enfrentarse con una madre resentida,
preocupada e irritada por una razón que no puede especificar en voz alta.

Al decir una cosa acerca del sexo y la maternidad, al mismo tempo que experimenta
emociones contrarias antes estos dos temas, la madre presenta un cuadro enigmático a su hija. La
primera mentira –la ideas de que la sexualidad de una mujer puede estar en conflicto con su papel
de madre – atenta hasta tal punto contra las tradicionales ideas sobre la feminidad, que no puede
hablarse de ella. La chica acaba percibiendo un vacío entre lo que su madre dice, lo que su madre
hace… y lo que la joven detecta en el fondo de todo. Nada de lo que la madre siente se nos escapa.
En realidad, nuestro problema radica en que intentamos vivir todas las partes del cuarteado mensaje
de que nos hizo objeto. Por esto, demasiado a menudo, nuestra conducta, así como nuestras vidas,
representan un compromiso discordante. No sabemos qué hacer. Nos desabrochamos el botón
superior de nuestro vestido y volvemos a abrocharlo. Esto es una broma. Pero cuando nos hallamos
en la cama y presentimos el orgasmo, nuestros inconscientes y divididos sentimientos afirman su
primacía, privándonos de satisfacción. Y esto ya no es ninguna broma.

Nuestros esfuerzos por ver a la madre claramente son frustrados por una especie de
negativa. Se trata de uno de nuestros más primitivos mecanismos de defensa. Pronto, las chicas
empiezan a rechazar la noción de que la madre es algo menos que la “buena madre” que ella
pretende ser. Muy frecuentemente, esto se hace dividiendo la idea de madre en buena y mala. La
mala madre es la otra, no la real. Es la madre que resulta cruel, que tiene dolores de cabeza, que no
nos agrada. Es temporal. Sólo la buena es real. Aguardaremos su regreso durante años, siempre
convencidas de que la mujer que tenemos delante, la que nos hace sentirnos culpables, inadecuadas,
e irritadas, no es una madre. Hay muchas entre nosotras que, viviendo lejos del hogar, vuelven
periódicamente junto a su madre, en la Navidad, o con motivo de algún cumpleaños, esperando que
en tal ocasión… ¿será todo distinto? Mujeres hechas y derechas como nosotras, todavía seguimos
buscando lo mismo, todavía continuamos atadas a la ilusión de la buena y amante madre.

Los niños creen que sus padres son perfectos y que ellos y no sus padres son los culpables
cuando algo no marcha bien. Tenemos que pensar, se dicen, que nuestros padres son perfectos
porque, dada nuestra condición de niños, dependemos por completo de ellos. No podemos
permitirnos detestar a la madre; de manera que lo que hacemos es descargar nuestras iras en
nosotros mismos. En vez de decir que ella es odiosa, pensamos: “Yo soy odioso”. La madre ha de
ser buena, juiciosa, toda ternura.

El ejemplo más extremado sobre nuestra necesidad de creer en la por todos conceptos
amante madre radica en el caso de los niños maltratados. Tomad a una de estas criaturas, que sólo
sabe de palabras gruesas y de golpes, y dejadlo al cuidado de una cariñosa madre adoptiva. Se verá
una y otra vez que la criatura prefiere regresar junto a la verdadera madre, aún con toda su crueldad.
El niño aspira a perpetuar su ilusión de que ella es una buena madre, y esto es más fuerte en él que
su deseo de que cesen los golpes que le da y las malas palabras que le prodiga, es más fuerte que la
vida misma.
La verdad es que mientras la niña quiere creer que su madre la quiere sin lugar a dudas,
puede vivir desazonada al averiguar que no es así. Lo necesario, principalmente, es que la niña
sienta que su madre se inclina por lo real, por lo auténtico. Es mejor aprender, lo más precozmente
posible, que aunque nuestra madre nos quiere, esto no se produce con la exclusión de todas las
demás personas, de todas las cosas. Si la niña es estimulada para que entre en colusión con su
madre, pretendiendo que el instinto maternal lo conquista todo, ambas se verán más tarde
entorpecidas por mecanismos de negociaciones y defensa que las aislarán de la realidad de sus
mutuos sentimientos; entonces, se habrá esfumado cualquier esperanza de establecer una verdadera
relación entre ellas. La hija repetirá esta relación con los hombres, con otras mujeres. La idea de
una madre y una hija mintiéndose mutuamente para mantener una ficción con suavidades de cuadro
al pastel puede parecer tierna, conmovedora. Lo cierto es que el precio pagado por el
mantenimiento de esa mentira resultará enormemente alto. El costo, para la niña maltratada, es
verse golpeada hasta tener todo el cuerpo lleno de cardenales. ¿Es esto conmovedor?

Las niñas que juegan con sus muñecas nos brindan un ejemplo casi de laboratorio acerca
de la forma en que la ilusión del amor maternal perfecto es mantenida. El psicoanalista infantil D.
W. Winnicott declara en su libro Playing and Reality que el juego de los niños es la forma de
realización de un deseo. La pequeña que juega con sus muñecas actúa como lo hará su madre con
ella, según sus esperanzas. El mismo acto del juego da a la ilusión una especie de sustancia.

¿Y de dónde la hija –incluso la hija de una mujer nada maternal – ha sacado esta idea del
perfecto amor materno? De lo que su madre dice, si no es de lo que su madre hace. La madre se
presenta siempre a sí misma como persona totalmente amante. Sus fórmulas verbales dicen a la
chica que no hay que poner en duda lo ideal de su manera de sentir. La causa de que su madre,
ahora mismo, se muestre tan enfadada, tan alterada, o tan fría, obedece a que el padre se ha portado
de una manera terrible, a que todavía no se ha recibido el encargo hecho a la tienda, a que escasea el
dinero en el hogar, e incluso a que ella ha sido mala. En último extremo, la chica llega a tener la
convicción de que, se trate de lo que se trate, todo proviene de que ella ha sido traviesa. Suya es la
culpa de que en la tienda se retrasen en las entregas, de que papá no se haya portado bien, de que no
haya dinero en la casa, etc. etc.

Los primitivos habitantes de las cavernas pintaron antílopes en muros antes de que
recurrieran a la caza para procurarse de alimento. Del mismo mágico modo, las pequeñas juegan a
ser madres perfectas son sus muñecas, esperando que, por arte de encantamiento, surja la madre
ideal oculta en la mujer situada por debajo de la perfección que promete tanto y da tan poco.

Jugando con sus muñecas, la pequeña perpetúa la ilusión. “¿Ves lo cariñosa que soy con mi
muñeca? ¡Resulta tan fácil, tan íntimo, tan cordial! ¿Por qué no eres tú así conmigo?” Han pasado
muchos años desde el tiempo en que yo jugaba con mis muñecas, pero la parte más dura en mi labor
de escribir este libro es renunciar a la idea de que si yo misma hubiese dicho, hecho o esbozado
aquella cosa mágica, habría podido convertirse en realidad la ilusión de un amor perfecto entre mi
madre y yo.

Entre madres e hijas existe un vínculo de amor real. Existe un amor real entre mi madre y
yo. Pero no se trata de esa clase de amor que ella me hizo creer siempre que sentía, que la sociedad
me dijo que sentía, con motivo del cual yo en todo momento me sentí enojada y culpable. Enojada
porque nunca lo percibí realmente; culpable porque pensaba que yo era la causante de ello. De ser
yo una hija mejor, habría podido asimilar aquel amor nutricio que ella aseguró siempre que
albergaba. Recientemente, descubrí que podía enfadarme con mi madre sin que ello la anonadara,
como tampoco a mí. La irritación que me separaba de ella al propio tiempo me hacía entrar en
contacto con el amor real que me inspiraba. El berrinche rompió la barrera de cristal que existía
entre las dos.

He oído decir a algunas hijas que ellas no aman a sus madres. Nunca oí decir a una madre,
en cambio, que ella no amaba a su hija. Ciertos psicoanalistas me han asegurado que algunas
pacientes prefieren que se las tome por “locas” antes que admitir que les disgustaban sus hijas. La
mujer puede ser sincera en lo tocante a cualquier otra cosa, pero el mito de que las madres siempre
aman a sus hijas es tan dominante que incluso quienes reconocen que su madre les desagrada, más
adelante, en su momento, sólo hablarán de emociones positivas al referirse a sus vástagos.

Las dificultades comienzan con la misma palabra amor. Si tal vocablo no hubiese sido
jamás utilizado, la literatura y el cotidiano intercambio humano habrían resultado mejor parados.
La palabra en cuestión es excesivamente ambigua. Advertimos esto en nuestras relaciones más
intensas, cuando nos imponemos del misterio que siempre rodea su significado. Pero la estimamos
por su misma ambigüedad: permite no decir nada de lo que queremos. No es de extrañar que sean
muchas las personas que afirman ignorar su significado.

“Yo te quiero. Esto es por tu bien”, alega la madre cuando nos prohíbe que juguemos con
determinada amiga. “Si yo no te quisiera tanto, no me preocuparía poco ni mucho de que usaras
chanclos”. “Desde luego, te quiero. Por esto deseo que vayas al campo. Claro está que prefiero que
estés siempre conmigo, pero es mejor para ti que respires durante el verano el aire puro.” Todas
estas explicaciones parecen razonables, consideradas superficialmente. Deseamos creer que el
amor es la causa de cuanto hace la madre. A menudo, no se trata de amor, sino según los casos,
afán de posesión, ansiedad, y abierto rechazo, cosas que se están expresando en frases como las
reseñadas. No podemos soportar la creencia en esto a un nivel cognoscitivo. Lo sentimos en lo más
profundo de nuestro ser.

Tomar las palabras de la madre acerca del amor en su valor nominal es distorsionar el resto
de nuestras vidas en un esfuerzo por encontrar de nuevo la relación ideal. “El amor no es una
emoción indivisible”, dice el psicoanalista Richard Robertiello. “Nuestra tarea de adultos consiste
en separar los elementos que integran la gran “carga” cedida por la madre, denominada por ella
amor, asimilando lo que nos dio, buscando en el mundo real aquellos otros aspectos que no
obtuvimos de ella”.

Aprendemos nuestras más profundas formas de intimidad con la madre; automáticamente,


luego repetimos el mismo esquema con todas aquellas personas a las cuales llegamos a sentirnos
próximas. Una de dos: o desempeñamos el papel de la hija que fuimos con la madre, convirtiendo a
la otra persona en una figura maternal, o lo invertimos todo, es decir, hacemos de esta última una
“criatura”, asignándonos nosotras el papel de madre. “Con demasiada frecuencia –asegura Leah
Schaefer – lo que nosotros hacemos con tales personas tiene poco que ver con ellas o con lo que
somos hoy.” He aquí por qué las discusiones o fricciones entre la gente no pueden ser resueltas
nunca: las personas no reaccionan ante lo que sucede entre ellas, sino ante viejas heridas no curadas,
ante rechazos sufridos en el pasado.

La intimidad es solamente un viejo disco que volvemos a tocar. “Primeramente –declara


Richard Robertiello- nos inculcamos – asimilamos interiormente – la enmarañada idea que del amor
tiene la madre. Luego, la proyectamos sobre nuestros amantes, nuestros esposos, y nuestra propia
hija.”
Quizá la madre fue una mujer muy posesiva, que intentaba establecer a través de nosotras,
al propio tiempo que nos expresaba su cariño, un satisfactorio contacto físico y afecto. Es
demasiado fácil para nosotras apechugar después con toda la “carga”: la estrecha dependencia y el
calor físico se hallan atados con un nudo imposible de deshacer, rotulado con la palabra amor.
Nuestro esposo puede ser físicamente afectivo, pero de no ser posesivo también él, decidimos que
“realmente” no nos ama. Del perfecto amor que suponemos ha de sentir por nosotras echamos en
falta algo.

Otro ejemplo lo tenemos en la madre que le dice a su hija que la quiere, pero que la manda
con repetida frecuencia a pasar temporadas con la abuela, la deja al cuidado de institutrices, o la
interna en un colegio. ¿Nos puede sorprender que una chica como ésta crezca con frecuencia
abrigando la convicción de que las últimas personas que la quieren son las que precisamente no
desean verla a su alrededor? El rechazo y el afecto se mezclan aquí de una manera inextricable.

A veces nos sentimos tan dolidas ante las ambivalencias de la madre que rechazamos toda
su “carga”: los aspectos positivos que ella nos presentó, junto con los dolorosos. No basta decir
simplemente: “Mamá nunca me quiso: ¡no hizo esto o aquello por mí!” Ello supone negarnos, en
nuestro infantil enojo, a reconocer lo que era tal amor.

Dice el doctor Robertiello: “Lo que debemos hacer es separar los componentes específicos
del amor maternal, o sea analizar con exactitud las formas en que ella no nos quiso, pero también
aquéllas en que sí lo hizo. ¿Te proporcionó tu madre una especie de seguridad básica, una
estructura de estabilidad, de refugio, de educación? ¿Te reveló que sentía por ti admiración, un
sentimiento sincero de que merecías por completo su afecto? ¿Te dio muestras de afecto, te prodigó
sus mimos, te abrazó y te besó? ¿Estuvo pendiente de lo que te sucedía, disculpándote siempre,
tanto si tenías razón como si no? Estos son algunos de los componentes del amor real.”

Ninguna madre puede pretender alcanzarlos todos. Quizá tu madre fue excelente a la hora
de admirarte y apreciarte, proporcionándote un sentimiento de estimación propia, pero es posible
que lo que ella denominaba amor se redujera a su necesidad de que alguien la forzara a sentirse
maternal. En tal caso, puede ser que te enfrentes con ciertos problemas de amor propio, y que a
menudo adviertas la dificultad de acercarte a los demás, de penetrar en su intimidad. La gente se
desentenderá siempre de ti.

Aquí tenemos precisamente a una mujer de esta clase, de veintisiete años de edad, quien se
dispone a emprender una carrera…
“Mi madre me decía siempre: “¡Apunta alto! ¡Esfuérzate por ser diferente de las demás!”
Pertenecía a ese raro grupo de madres maravillosas con las que las hijas pueden hablar de su vida
sexual. Desde los seis o siete años de edad adopté una actitud protectora con respecto a ella. Yo
me sentía más fuerte que ella. Solía tenerme al corriente sobre sus problemas con mi dominante
padre. Incluso siendo todavía una chiquilla era yo quien se enfrentaba con él, como si mi madre
hubiese sido una criatura. Claro está que su apoyo emocional me ayudó mucho. Me hizo fuerte.
No confío en los hombres. No pueden comprender qué es lo que una mujer necesita. No te apoyan
emocionalmente, y en cambio buscan tal clase de apoyo para ellos mismos. Yo necesito un hombre
que confié en sí mismo, tanto como yo confío en mí, un hombre en el que pueda descansar. He aquí
por qué no comparto mi lecho con ninguno de los hombres que en la actualidad conozco. No es
mucho lo que un hombre puede hacer por mí, aparte de facilitarme un sólido respaldo emocional o
financiero; ahora bien, no he encontrado el acompañante fuerte que pueda o quiera hacer eso. Todo
lo demás puedo hacerlo por mí misma. No obstante, sé que una relación directa con un hombre
constituye la cosa más importante de mi vida”. Ella intenta procurarme la maternal protección y
solicitud que no obtuvo de su madre extrayéndolas de los hombres. Su política emocional es ésta:
los hombres deben cuidar de ella como si fuese una criatura, en tanto que ella retiene la sexualidad
que los hombres esperan obtener de una mujer.

He oído quejas de mujeres hechas y derechas lamentándose aún de que de pequeñas,


cuando por la tarde regresaban del colegio, no encontraban a su madre en casa. Olvidan que la
madre puede haber sido un aterrador modelo como profesional, como mujer que desempeña una
actividad. Y se trata del modelo adoptado luego por la hija al enfrentarse con su trabajo. En tanto
no acepta el hecho de que la madre no tiene por qué ser necesariamente perfecta, su infantil
irritación le impedirá extraer el máximo rendimiento de los admirables rasgos de que aquélla se
hallaba investida. Con frecuencia, muchas mujeres que han triunfado en su labor profesional
asociarán a sus éxitos ideas relacionadas con la madre “mala” en que no desean llegar a convertirse.
De pronto se casan, y renuncian a su carrera con un suspiro de alivio. Pero el matrimonio no resulta
tampoco; la esposa se esfuerza por convertir al marido en la madre cariñosa y protectora que ella
nunca tuvo.

Es posible que la madre haya pensado que ha de presentar una imagen de amor perfecto.
Como adultas, hemos de admitir que no podemos vivir sin ella. Hemos de renunciar a nuestro
resentimiento, al pensamiento de que no era ideal, para poder así quedarnos con aquello en que la
madre era buena. Esto realzará nuestras vidas.

El amor espontáneo y honesto admite errores, vacilaciones y fallos humanos, puede ser
experimentado y perfeccionado. El amor idealizado nos ata porque de antemano intuimos que es
irreal. De ahí el temor a enfrentarnos con tal verdad.

“A mi madre sólo le digo aquello que desea oír”, manifiestan algunas mujeres. Se infiere
de ello que la mentira es un brote del amor; la hija, simplemente, transforma en acción su deseo de
proteger a la madre. El hecho es que nos convertimos en protectoras de nuestras madres, no porque
seamos muy buenas hijas, sino porque deseamos protegernos a nosotros mismas. En alguna parte
de nuestra psique, somos todavía niñas que temen enfrentarse con el riesgo de perder el
inquebrantable amor de su madre, incluso por el breve período de tiempo que puede suponer una
discusión. Decir la verdad, es una prueba; con tal acto queda al descubierto lo que hay,
efectivamente, entre dos personas.

“Me llevo maravillosamente bien con mi hija –dice una mujer de treinta y ocho años-. Pero
¿por qué he de terminar poniéndome nerviosa o irritable si estoy con ella unas cuantas horas? Y lo
terrible es que observo que mi hija va adoptando conmigo idéntica actitud.” Las fantasías sobre la
comprensión perfecta resultan difíciles de mantener cuando uno se enfrenta con la realidad. Resulta
más fácil cuando las personas interesadas están separadas.

Nuestra mutua negativa a mostrarnos tal como somos, buenas y malas, no permite a
ninguna de las dos mujeres explorar su vida por separado, su propia identidad. El temor no
expresado es de que si una de las dos rompe los lazos que las unen, si una u otra cuestionan la
perfección del amor madre-hija, alegando que es “diferente”, ambas pueden ser destruidas.
¿Cuántas mujeres, ya mayores, sienten temor ante la idea de vivir solas, de estar solas? No hay más
que una cosa en este mundo que pueda compararse con el dolor de apartarnos de nuestras madres y
que nos saca más de quicio, y es la renuncia a la ilusión de que la nuestra nos quiere sin
ambivalencias: la separación de nuestras hijas, su marcha…
“Yo necesitaba tanto a mi madre, y la quería con tanta intensidad a veces –declara una
joven, madre de una niña de cinco años-, que recuerdo haberle dicho al cumplir los ocho años:
“Nunca llegaré a querer a mi hija tanto como tú me quieres.” Ahora sé que en realidad quise decir
agobiar y no amar. Esta última palabra esconde muy nocivas ideas. ¡Se me antojaba mi madre tan
generosa, tan dispuesta siempre a dar! Recuerdo haberme sentido muy atemorizada ante la sola idea
de que podía morir. Pero yo no quería que viviese para mí. Esto aumentaba mi intenso sentimiento
de culpabilidad. Y, sin embargo, no me atrevía a pedirle un lugar para mí en sus afectos. Esto
habría hecho que me considerara más culpable aún. Contando tan sólo diecisiete años que me
considerara más culpable aún. Contando tan sólo diecisiete años no podía pensar en irme de casa.
De mi matrimonio, tuve una hija y me volví tan posesiva con respecto a ella como lo fuera mi
madre en relación conmigo. Yo era una madre que trabajaba, y me imaginé que esto significaba
que estaba dando a mi hija el lugar de que nunca dispuse. Pero me valía del teléfono para llamar a
casa desde mi trabajo a cada momento. Y al regresar al hogar lo hacía presa de un sentimiento de
culpabilidad, por haber atosigado a mi hija. Exactamente igual que mi madre, adoptaba una actitud
posesiva, exageradamente protectora con cuanto “quería.”

El instinto maternal nos dice que todas hemos nacido madres, que una vez seamos madres
querremos a nuestros hijos de una manera automática y natural, y que siempre haremos lo que más
les convenga. Si tú crees en el instinto maternal y fallas en el amor materno, has fracasado como
mujer. Es una idea dominante, que nos sujeta como con garra de hierro.

Propongo utilizar el “instinto maternal” tal como es experimentado emocionalmente por la


mayoría de las mujeres. Para nosotras no posee el mismo significado que para los biólogos,
etólogos o sociólogos. El concepto posee tantos significados como número de científicos hay, y
muchos te dirán que el instinto maternal no existe, en absoluto. El antropólogo Lionel Tiger me
aconsejó que evitara utilizar la frase, que no la mencionara ni siquiera en una cita. Tenía la
impresión de que, independientemente de mi forma de calificar el término, alguien se lanzaría
contra mí. Queda fuera del propósito del presente libro probar o negar la realidad del instinto
maternal. Pero yo no creo que ninguna mujer interesada por las fuerzas o posibilidades de elección
que moldean su vida pueda evitarse una reflexión sobre lo que esas palabras significan, no
genéticamente, sino imaginativamente.

Dése a ello el nombre de “instinto” o no, lo cierto es que la mayor parte de las mujeres
abrigan la ilusión de tener hijos y hacen lo posible por tenerlos. Para tal mayoría, el problema
empieza, no con el hecho de ser madres, sino con las propuestas emocionales contenidas en la
noción del instinto maternal, con la idea de que ser una buena madre es algo tan natural y común
entre los humanos como entre las lobas con respecto a sus cachorros.

Aquellos que gustan de formular este argumento arrancado de la naturaleza se olvidan de


que aunque la loba cuida de sus cachorros instintivamente, protegiéndolos incluso a costa de su
vida, enseñándoles seguidamente a cazar, el mismo instinto lleva al animal a abandonarlos sin
volver una sola vez la cabeza al separarse de ellos, tan pronto los pequeños pueden valerse por sí
mismos. Otros instintos pueden llevar a la loba, en la época del celo, a aparearse con uno de sus
hijos.
En los humanos, el amor maternal no se presenta espontáneamente, en el momento de
nacer el niño. “Suelo decir a las madres el primer día –explica el doctor Sydney Q. Cohlan,
pediatra-, que la relación con la criatura no queda establecida con la presencia de ésta, sino con el
trato cotidiano y los cuidados dispensados al recién nacido. Nadie puede amar a su bebé venticuatro
horas por día, siete días por semana. Cuidar de un bebé puede significar un duro esfuerzo en el
curso de los primeros meses, representando a veces un monumental fastidio. La recompensa
comienza tras haber vivido la madre y el hijo un período de ajuste y conformidad a las necesidades
mutuas: Pero ella ha leído todas las poesías que se publican en las revistas y espera sentirse
“instantáneamente maternal”, y cree que le ocurre algo anormal si no corresponde a la primera
visión de su pequeño, al estilo de las mujeres que ilustran los libros. ¿Quizá es que no merece ser
madre? ¿Cómo puede explicarse ella una emoción negativa, fugaz incluso? La sociedad en cuyo
seno vive no le permitirá exteriorizar esto. En consecuencia, hay una buena dosis de mentiras que
surgen subconscientemente cuando uno pregunta a una nueva madre acerca de sus sentimientos de
realización personal. A menudo, han optado por decirme todo aquello que ellas desearían creer.”

Dice la psiquiatra Mio Fredland, madre de una niña de tres años: “He conocido muchas
madres que se sentían ilusionadamente arrebatadas ante el nacimiento de su primer hijo; pero
también he conocido otras que se encontraban profundamente deprimidas por el mismo motivo.
Esto implica que se hallaban enamoradas de una fantasía. Efectivamente, a menudo, las madres
experimentan una sensación de culpabilidad, y una depresión grande, por el hecho de no amar a sus
bebés al principio. El niño parece ser un extraño. Sí, hemos alimentado una fantasía, al estilo de
las de Gerber; he aquí el gran mito: todas las madres aman a sus pequeños. He oído decir a algunas
mujeres que pueden pasar muy bien dos o tres semanas antes de que realmente empiecen a sentirse
preocupadas a causa de su bebé. Al ver la madre por vez primera a su hijo, se produce ciertamente
un shock. Pero ninguna mujer ama a su hijo automáticamente, ni mucho menos.”

Esta es la tiranía de la noción del instinto maternal. Con ella se idealiza la maternidad más
allá de la capacidad humana. Se abre un peligroso vacío. La madre siente una mezcla de amor y
resentimiento, de afecto e irritación ante el hijo, pero no puede permitirse saberlo.

La separación existente entre lo que la madre dice, su manera de conducirse con el bebé, y
lo que ella inconscientemente siente en lo más profundo de su ser, la deja en una posición de
inseguridad. El doctor Robertiello afirma: “Las mujeres se mueven albergando la impresión de que
tienen algo que ocultar, de que se muestran secretamente “antinaturales” o “malas madres”. El acto
de dar a luz no representa una capacidad por tu parte de ser madre; por supuesto que no sentirás
dentro de ti nacer ese maravilloso “instinto maternal”, que te dice lo que has de hacer con tu bebé a
cada momento. Las mujeres deben desentenderse de este mito, han de quitarse esta carga de sus
espaldas. Las pone a merced de una sociedad dominada por el varón, de una sociedad chauvinista.
Los hombres están “convencidos” de que las mujeres han sido hechas para tener hijos. Pero las
mujeres, en cambio, en lo más hondo de su corazón, al tenerlos no se sienten tan “seguras” como
aquéllos. Se notan paralizadas, y miran a los demás, esperando que se les diga lo que han de hacer.
La supremacía del varón utiliza el mito del instinto maternal para reforzar su posición, ya de por sí
potente.”

Si vamos a dar a las mujeres emocionalmente –en el nivel más profundo- todas las
alternativas y las opciones de la vida contemporánea, hemos de ser capaces ambos sexos de creer
que algunas personas, entre nosotros, varones y hembras, abrigan el deseo de cuidar solícitamente
de criaturas pequeñas, como los bebés, señalando que esto no tiene nada que ver con la identidad
sexual de cada ser. No se necesita para nada lo instintivo. Nosotros podemos haber nacido o no
con la inclinación de cuidar y consolar a una criatura que llora; en todo caso, se trata de algo que
podemos aprender. “Es mucha la gente –declara Leah Schaefer –a la que le gusta cuidar de los
pequeños, aunque éstos dependen por completo de otras personas. A lo largo de mis años de clínica
he llegado a pensar que lo que ordinariamente es denominado “instinto maternal” es tan sólo,
sencillamente, “el gusto de cuidar” de pequeños seres. Hay personas que no lo sienten en absoluto.
No nos hallamos ante ningún imperativo biológico, que en caso de frustración no puede haber sido
un instinto en los humanos –continúa diciendo la doctora Schaefer-, pero la civilización nos ha
librado de él. Dudo que otras. No me sorprendería que los hombres nacieran con la misma
capacidad que las mujeres con respecto al cuidado y alimentación de los niños, dejando a un lado
las evidentes diferencias biológicas.”

Las necesidades de un bebé son mayores que las de una cría de lobo. Las habilidades que
nosotros hemos de asimilar son demasiado complejas para ser dejadas únicamente al instinto
animal. El infante humano va mucho más lejos que cualquier otra criatura en tal aspecto. Y así,
mientras podemos decir, si se nos ocurre, que el instinto maternal desempeña un papel en la crianza
de un niño, se aprecia claramente, en cambio, que toda la tarea no podría quedar nunca a cargo del
instinto. Ha de ser complementado con conocimientos, destrezas, emociones y deseos humanos
aprendidos de otros humanos. Los profesionales que trabajan en las guarderías y otros
establecimientos análogos han observado que las madres que no fueron criadas adecuadamente de
pequeñas no saben cómo han de conducirse con sus hijos, mostrando por otro lado escaso interés en
aprender lo necesario. “El caso del niño golpeado se presenta habitualmente en las familias –afirma
el doctor Lionel Tiger-. Existe una estrecha relación entre el hecho del pequeño maltratado y la
madre que cuenta en su infancia con una experiencia análoga.”

“Mi madre no supo jamás ser cariñosa conmigo –dice una jurista de cuarenta años-, de
manera que cuando tuve a mi hija yo tampoco sabía cómo había de conducirme con ella en el
terreno afectivo. ¿A quién debía acudir para que me enseñara a dar amor a otro ser? De niña no
había conocido tal cosa. Es algo que no puede aprenderse en los libros. No es posible criarse en un
hogar dotado de un ambiente hostil sin que tal circunstancia se refleje más tarde. Quizá no hubiera
debido ser madre… No. Retiro esto. Tenía que ser madre, porque estoy en condiciones de facilitar
a una criatura todo lo que necesita y, además, ansío dárselo. Pero mi hija se desentiende de los
esfuerzos que hago en tal sentido. Tal vez estoy actuando erróneamente. Hubiera debido ser
instruida en su momento. Tendría que haber alguna forma de enseñanza de esta clase, algo que nos
hiciera ver qué hay que hacer para establecer una correspondencia amorosa con los suyos. Yo no
supe de pequeña cómo obtener un poco de amor, de modo que ahora no sé darlo. Comienzo por no
saber dármelo a mí misma.”

El doctor Aaron Esman, especialista en psicología infantil, dice: “Para ejercer una buena
maternidad es preciso haber disfrutado de ella en la niñez.”

Constituye un lugar común la noción de que los llamados teen-agers* no existieron antes
del tiempo presente. De modo similar, la idealización de la maternidad, de la infancia y la
adolescencia, es también un invento de los tiempos modernos. Algunas obras recientes sugieren
que solamente cuando haya sido superada la desesperada lucha por la existencia, a un nivel
suficiente, podrá la sociedad destinar el tiempo que haga falta, los sentimientos y el dinero
suficiente para cuidar de los pequeños. “El infanticidio materno fue el más común de los crímenes
en Europa Occidental desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII” –escribe Adrienne Rich.
Y añade Edward Shorter-: “…Las madres tradicionales no eran monstruos… Si carecían de un
sentido articulado del amor maternal era porque se veían forzadas por las circunstancias materiales
y las actitudes de la comunidad a subordinar la salud y el bienestar del niño a otros objetivos, como
el de mantener la casa en marcha o el propósito de ayudar a sus esposos en el telar… Esto de la
buena madre por instinto es un invento de los tiempos modernos.”

“¿Por qué son tantas las mujeres que se precipitan en la maternidad? –pregunta el doctor
Esman -. Seguramente, esto no es debido al “instinto maternal”. No, desde luego, en el caso de que
esperen conseguir mucho de la experiencia de la identificación con sus hijos, algo que no
obtuvieran por sí mismas. Puede ser que hayan querido tener el hijo para retener al marido, y salvar
su matrimonio: una razón terrible, en suma. No es raro que se diga, cuando un matrimonio marcha
mal: “Bien. Quizá debiéramos tener un hijo.” En tal caso, ésta constituye la peor de las
conclusiones. Una y otra vez tropiezo con mujeres que se vieron privadas de afecto en la niñez y
que especulan con la fantasía de que van a hacer por su bebé lo que sus madres no hicieron por
ellas. Se disponen a revivir su niñez a través de su bebé, imaginándose que éste va a darles cuanto
ansiaron y no llegaron a conocer… O bien, otras cosas. ¿Instinto maternal? Carecemos de pruebas
de su existencia. Las mujeres desean ser madres por muchísimas razones; es una parte de su
condición biológica contando con lo necesario para ello; es una de las cosas propias de su sexo.
Pero no llamaría a esto “instinto”; al menos en los términos que yo defino la palabra. Se dan
también expectaciones sociales. De la mujer todos esperan que una vez se haya desarrollado
contraiga matrimonio y tenga hijos. Ha venido inculcándose esto durante toda la vida, de manera
que es lógico que se oriente hacia las expectaciones abrigadas por los demás. Pero esto no puede
calificarse de “instinto maternal”. Muy razonablemente, las mujeres normales desean tener hijos
porque se sienten impulsadas por el afán, diría yo, de atender a alguien, de complacerse en la tarea
de alimentar y cuidar a un niño, de hacer por alguien lo que la propia madre hiciera años atrás por
ellas, de compartir con el esposo una particular experiencia. Es ésta una experiencia de persona
formada, desarrollada por completo.”

Hablando con sinceridad, lo primero que siente una madre al enfrentarse con su hijo es una
especie de amor propio satisfecho. La criatura, esencialmente, es una narcisista prolongación de su
persona. El niño era ya una parte de ella, dentro de su cuerpo. Ahora es externa, pero todavía se
halla estrechamente conectada con aquél. Lo que ella lleve dentro de sí tiene su continuación en la
criatura. Si ésta llega a ser todo lo que la madre esperaba que fuera, se acomodará más fácilmente
al precepto de la sociedad, cuyos miembros afirmarán que quiere al niño “más que a sí misma”. Y
si la criatura presenta algo indeseado –si es chico en lugar de chica, si es demasiado gorda, o
demasiado delgada, o excesivamente quieta- que hace que la madre se sienta menos presa de
exaltación de lo que esperaba, ella lo negará. Cualquier herida infligida a su narcisismo, del que
fluyen todas las emociones maternales, debe quedar sin identificar, debe ser reprimida, pasada por
algo. Sospecho que la depresión del posparto se inicia con el silencio que debe mantener en el caso
de que el hijo no se acomode por completo a sus fantasías de perfecta bienaventuranza maternal.

* Los jóvenes comprendidos entre los trece y los dieciocho años. (N. del T.)

La glorificación de la maternidad exige que cuando su hijo nazca finalice la autonomía de


sus emociones personales. Al igual que esas madonas antinaturales de las primeras manifestaciones
artísticas cristianas, se supone que toda ella ha de estar concentrada en el niño. Unas pequeñas y
engalanadas letras siguen al rayo dorado que va de sus ojos al niño, componiendo la palabra amor.
Estas cuatro letras cancelan su pasado emocional, le ordenan olvidar pensamientos y sentimientos
sobre la gente, asimilados a lo largo de toda una vida. Ella debe prescindir de su subjetividad, de su
real complacencia ante la belleza física en el caso de que el hijo no sea bello, del fastidio que le
produce el espectáculo de la estupidez si su criatura es de tardos reflejos. Por encima de todo, no
debe permitir que el sexo de aquélla altere las cosas a sus ojos. Ha de cerrar éstos frente a la
primera anotación informativa que percibimos al entrar en contacto con una persona nueva, frente a
los colores motivados por cualquier transacción aislada posterior. Cuando adquirimos el cochecito
del bebé, lo solemos adornar en rosa o azul, para que todo el mundo sepa si aquél es niño o niña.
Sólo la madre es la única persona que se supone le debe ser indiferente que su bebé se halle en
posesión de un pene o una vagina.

Y no obstante, lo cierto es que cuando una mujer da a luz un nuevo ser, cuando trae al
mundo a alguien que es como ella, madre e hijo quedan ligados de por vida, de una manera muy
especial. La madre es el primer “objeto” amado, el primer afecto para los niños, tanto si se trata de
varones como de hembras. Pero es el sexo y la semejanza aquello que caracteriza la relación de la
madre con la hija. No existen otras dos personas que gocen como ellas de tal oportunidad de apoyo
e identificación, y, sin embargo, no hay ninguna relación humana que posea tantas limitaciones
como la suya. Si una madre sugiere a la hija que la maternidad no fue la gloriosa culminación que
le había sido prometida, que la vida a partir de entonces no solamente no se había ampliado, sino
que en cierto modo se había estrechado, está diciéndole a la chica, simplemente: “Yo no debería
haberte traído al mundo.”

Una mujer que no tenga una hija puede intentar explorar las infinitas posibilidades de la
vida. Su propia madre le brindó esta eventualidad. Pero cuando nace una hija, aquellos temores que
ella creyó haber dominado mucho tiempo atrás vuelven a cobrar vida. Ahora hay en su existencia
otra persona; no es que, simplemente, dependa de ella, sino que es como ella, hallándose por
consiguiente sujeta a todos los peligros con que se enfrentó durante toda su vida. El avance de la
madre hacia una sexualidad más intensa queda interrumpido. El terreno ganado, que ella podía
haber mantenido sola, es abandonado. Emprende entonces la retirada y se atrinchera en la
restringida postura femenina de la seguridad y la defensa. Es la actitud cariñosamente acogida de
madre protectora. Es una actitud de temor. Es posible que esté viva a medias tan sólo, pero se
encuentra segura, igual que su hija. Ella se define ahora no como una mujer, sino como una madre,
primariamente. Todo lo del sexo queda a un lado, es ocultado a la niña, quien no debe juzgar nunca
a su madre en peligro: “en sexo”. Será preciso el mayor de los esfuerzos para que la chica sea
capaz de pensar de tal modo acerca de sí misma.

“Yo creo que lo que más me atemoriza es la vulnerabilidad de mi hija –dice la madre de
una niña de seis años-. Es el temor que sentí de verme explotada sexualmente. Me consta que la he
protegido con exceso. Ahora bien, ¡tenía tanto miedo de que recibiera alguna herida, de que se
aprovecharan de ella…! ¡Es una criatura por naturaleza tan indefensa!” ¿Cómo va la madre a
proteger a este ser, lamentablemente vulnerable, hasta que llegue a alcanzar el seguro refugio del
matrimonio? Lo ignora. Lo que sabe es que para una niña –opuestamente a lo que ocurre con el
niño-, el sexo es un peligro. Este ha de ser negado, suprimido. Su hija no será educada como una
descarada, al corriente de todo lo sexual, sino como “una dama”. La chica no debe ser consciente
de ningún estímulo erótico; nada de sucios chistes, de ropas atrevidas; hay que evitar hasta la menor
indicación de que el cuerpo de la madre responde sexualmente. Si la madre no lo menciona, si no
piensa en eso, si ella misma no responde a nada, aquello se esfumará. A fin de impedir que la
atención de la chica se vuelva hacia el tópico del sexo, causante de ansiedades, la madre da un
último paso adelante y se anula desde el punto de vista sexual, se “desexualiza”.

“Un par de meses después de haber nacido mi hija –explica una mujer de veintiocho años –
cené con un hombre a quien conocía desde hacía años. De pronto me preguntó: “¿Qué tal te sienta
haber dejado de ser una mujer sexy?”. La sociedad da a la madre toda la ayuda, no solicitada, que
necesita para lograr su desexualización. En la víspera del Día de la Madre, recientemente, cierta
famosa firma diseñadora de ropa femenina para el hogar, encabezaba un anuncio a toda página con
estas palabras: “Antes de ser madre, ella era una mujer…”

A partir de los más tempranos años de la muchacha, su sexualidad emergente constituirá un


motivo de ansiedad. Todo parece tender a lograr no que sea como su madre, sino a diferenciarla de
ella. Si esta última niega su propia sexualidad, y reacciona ante la mía con tal actitud de vergüenza
o temor, ¿qué ventaja o beneficio supone? ¡Qué difícil es ser mujer! Mejor es seguir siendo una
niña, una niña buena y pequeña.
Al intentar proteger a su hija frente a los azares sexuales que, imaginados o no, le ofrece el
lejano futuro, la madre empieza, desde el nacimiento de la chica, a suprimir el modelo de sí misma
como mujer que se siente orgullosa y complacida con su sexualidad. La hija se ve privada de la
identificación que más necesita. Todo esfuerzo por parte de ella para sentirse a gusto consigo
misma como mujer representará una penosa marcha cuesta arriba –si no una traición-, contra esta
imagen asexuada de su madre. El acertijo, que durará toda la vida, entre madre e hija, ha
comenzado. ¿Es de extrañar, pues, que madres e hijas se vean mutuamente como no aclarados
enigmas policíacos, incapaces de desentenderse una de otra?

En mis años escolares, cuando estudiaba arte, solía bostezar de aburrimiento ante los
esfuerzos de los grandes maestros para explicar el mayor de los milagros: el relativo al
alumbramiento de la Virgen. Reprochaba mi fastidio a un estético encono informado por la dilectas
dulzuras y simetrías propias del Renacimiento. Ahora sé que lo que nosotros denominamos
aburrimiento es con frecuencia una defensa contra la ansiedad, y que lo que me llevaba a sentirme
presa de ansiedad era el Misterio que encarnaba la Inmaculada Concepción: ¿cómo tener una
relación sexual y permanecer virgen al mismo tiempo? Andando el tiempo, yo perdí la virginidad,
pero nunca supe cómo a María no le ocurrió lo mismo. Cualquier chica que alguna vez haya abierto
las piernas y rezado puede estar interesada por la explicación que recientemente me dieron. María y
José tuvieron intercambio sexual. Lo que mantuvo casta a María fue el hecho de no estar pensando
en ello. Era pura de mente y se hallaba con Dios. Por consiguiente, aquello no contaba.

Me pregunto en ocasiones qué clase de modelo compone María para nuestras hijas, pero no
creo que pueda alejarse mucho de cómo percibimos la imagen sexual de nuestras madres:
ciertamente que tuvo relación con nuestro padre, pero guiándonos por lo que sabemos de su persona
no podemos imaginar ni por un momento que experimentara placer.

“Cierra los ojos y piensa en Inglaterra”, decían las madres victorianas a sus hijas ante la
noche de bodas. Hoy, esto nos causa risa. Pero una de las industrias más desarrolladas de nuestra
cultura es la de las clínicas sexuales. Su misión, con respecto a las mujeres, es ponerlas en contacto
con su sexo, hacer que piensen en lo impensable, y ayudarlas a superar la imagen asexuada de sus
madres.

Cuando las vidas de las mujeres podían predecirse mejor, era más fácil soportar este
enigmático cuadro de la feminidad. Al no presentársenos más alternativa que la de repetir la vida
de nuestra madre, nuestros errores y desilusiones se hallaban estrechamente confinados en su
espacio, en su margen de error y de infelicidad. Yo creo que nuestras abuelas, e incluso nuestras
madres, eran más felices. Al no saber todo lo que nosotras sabemos, y no enfrentarse con nuestras
opciones, existían muchos menos motivos para que pudieran sentirse desdichadas. Una mujer podía
renunciar a su sexualidad, y desagradarle el papel de ama de casa, y también el cuidado de los
niños; pero si cada una de las otras mujeres hacía eso, ¿cómo podía articular su frustración? Podía
sentirla, ciertamente, pero no es posible desear lo que no se conoce.

La televisión, por ejemplo, no les daba ningún sentido de desbaratadas esperanzas.


Actualmente, las vidas de las mujeres están cambiando a un ritmo y por una necesidad que nosotras
no podemos controlar, aunque quisiéramos; necesitamos disponer de toda la energía que la
represión consume. Si hemos de hacer algo más que desempeñar el papel de la mujer tradicional,
no nos es posible soportar el agotamiento que acompaña a la negativa emocional constante. Sobre
las mujeres se ejercen presiones distintas de la que supone el “instinto maternal”. Ahí están las
nuevas demandas económicas y sociales. Nosotras podríamos optar aún por llevar las vidas de
nuestras madres, pero es casi seguro que nuestras hijas no obrarían de un modo similar. Nosotras, a
través de la negativa y la represión, podemos mantener viva la idealización de la maternidad por
otra generación. Ahora bien, ¿a dónde las llevaría esto?

Si las mujeres van a ser abogados al mismo tiempo que madres, deben establecerse
diferencias entre ambas situaciones, y luego recurrir a nuevas diferenciaciones en cuando a su
sexualidad. Esta es la tercera –y no mutuamente excluyente- opción. A medida que el mundo
cambia, y el lugar de las mujeres en él, las madres, conscientemente, deben presentar esta elección a
sus hijas. Una mujer puede incorporar las tres opciones dentro de sí –e incluso más-, pero ha de ser
capaz en cualquier instante de decirse, y de decir a su hija: “Decidí tenerte porque deseaba ser
madre. Prefiero trabajar –ejercer una carrera, actuar en política, tocar el piano – porque esto me da
a mis ojos una sensación de valor, un valor no más grande ni más pequeño que el de la maternidad.
Simplemente: es distinto. Puedes decidirte por trabajar o no, por ser madre o serlo; ello nada tiene
que ver con tu sexualidad. La sexualidad es la tercera opción, tan significativa como cualquiera de
las otras dos:”

“Si la madre disfruta de una vida propia –dice el doctor Robertiello-, la hija la querrá más;
ansiará estar más tiempo en su compañía. Ella no debe definirse a sí misma como “una madre”; ha
de verse a sí misma como una persona, una persona que desarrolla una labor, una persona con
sexualidad propia, una mujer. No es necesario tener una profesión. No es preciso tener un elevado
IQ, ni ser presidente de la PTA* para poseer esta existencia por añadidura. En tanto, claro está, que
no se limite a permanecer sentada en un sillón, cuidando a los chicos o haciendo calceta, dando a
sus hijos la impresión de que su vida es la suya propia y abrigando ella la misma tal sensación.
Desde luego, lo mejor que la madre puede hacer es intentar establecer su principal vía de
comunicación con el esposo y no con la hija.”

* IQ, Intelligent Quotient; PTA, Parent-Teacher Association. (N. del T.)

La verdad es que la mujer y la madre se hallan a menudo en guerra entre sí, dentro del
mismo cuerpo. La doctora Helene Deutsch, en The Psychology of Women, acepta el clásico punto
de vista que hoy no comparten muchos analistas, yo entre ellos), pero me figuro que la doctora en
cuestión nos facilita una importante clave al decir: “El origen de esta anhelante inclinación por unos
instintos primitivos, no sublimados, se manifiesta de varias formas. Los ardientes afanes de ser
deseada, las fuertes aspiraciones a la egoísta y exclusiva posesión, una actitud completamente
pasiva normalmente, con respecto al primer ataque… son atributos característicos de la sexualidad
femenina. Son tan fundamentalmente diferentes de las manifestaciones emocionales de la
maternidad que nos vemos obligadas a aceptar la oposición de la sexualidad y el erotismo por un
lado y el instinto de reproducción y la maternidad por el otro.”

Al igual que tantas otras mujeres desde que el mundo existe, mi madre no pudo creer en
esta oposición de los dos deseos. La tradición, la sociedad, sus padres, la misma religión, le decían
que no se producía ningún conflicto; que la maternidad era la consecuencia lógica y natural de la
actividad sexual. En lugar de dar crédito a lo que el cuerpo de toda mujer dice a su mente, que,
como la doctora Deutsch afirma, la sexualidad y el erotismo son unas tendencias
“fundamentalmente distintas” y “opuestas” a la maternidad, mi madre aceptaba la mentira.
Consideraba como su acto de fe la propuesta de que en el caso de ser una mujer real tendría que ser
una buena madre, y esperaba que yo pensara igual. Si yo seguía sus pasos, amoldándome al
esquema de la maternidad, quedaría puesto de relieve que no le reprochaba su elección. Esto
justificaría lo que había hecho, facilitando el definitivo sello de contraste, la marca denotadota de
valor. Quedaría indicado que su actitud, su comportamiento y sus más profundos sentimientos no
habían sido desbaratados, que se hallaban, efectivamente en perfecta armonía. Se trataba de una
mujer que actuaba de completo acuerdo con los mandatos de la naturaleza.

Algunas mujeres eligen esta salida de buena gana. Puede que sean la mayoría, pero mi
madre no fue una de éstas. Yo tampoco… También en esto soy su hija. Incluso en un buen
matrimonio, muchas son las mujeres que lamentan el papel de asexual ama de casa que sus hijos las
obligan a presentar. Mi madre ni siquiera disfrutó de un buen matrimonio… Joven todavía,
enviudó.

Encontrándose atemorizada, tan necesitada de mi padre como mi hermana y yo


necesitábamos de ella, mi madre no tuvo más salida que la de pretender que mi hermana y yo
constituíamos la parte más importante de su vida; que el miedo, la juventud, la inexperiencia, la
desorientación, la soledad, y hasta sus personales exigencias, no podrían hacer vacilar el amor
invencible, imposible de calificar, que ella sentía por nosotras. Mi madre no disponía de nadie
quien recurrir, no podía entablar un franco diálogo “de mujer a mujer”, no podía valerse de una
experiencia ajena en su lucha contra la creencia popular de que el hecho de ser mujer bastaba para
poseer el discernimiento para convertirse en madre… Esto era algo “natural”. De lo contrario, la
persona debía considerarse fracasada como mujer.

Es una vergüenza que a lo largo de los años que vivimos juntas no hablásemos nunca de
nuestros sentimientos. Ninguna de las dos sabíamos que yo hubiera podido ser sincera,
independientemente de lo atemorizada que pudiese sentirme. Con respecto a sus enfados,
desilusiones, temor al fracaso y enojos –emociones que raras veces contemplé-, he de decir que
habría podido acomodarme a ellos si hubiese sido capaz de hablarme. Habría crecido
acostumbrándome a la idea de que, aunque mi madre me quería, otras emociones, a veces
menoscababan aquel amor; habría albergado la confianza de que aquel amor por mí volvería
siempre a hacerse presente. En lugar de eso, me quedé sola, esforzándome por creer, sin
conseguirlo, en aquel perfecto amor (a su juicio) que aseguraba sentir por mí. No comprendía por
qué razón no puede sentirlo, independientemente de las palabras que pronunciara. Llegué a pensar
que el amor, el sentido por ella o por cualquier otra persona, era un fuego fatuo, que aparecía o
desaparecía en virtud de causas que a mí no me era posible controlar. No habiendo podido saber
nunca cuándo ni por qué era amada, se desarrolló en mí el temor de depender de ello.

A medida que fui haciéndome mayor, fue descubriendo más y más peculiaridades de mi
madre en mí misma. Cuanto más se distanciaban de ella mi vida y mis pensamientos, más cosas
advertía yo de mi madre en mi voz, más cosas sorprendía en mi expresión facial, más las detectaba
en las reacciones emocionales que reconociera como propias. Esto es casi como si al extenderme
yo misma, el círculo se cerrara, completándose. Ella fue mi primer modelo y el más duradero.
Decir que su imagen no es ya una piedra de toque en mi vida –y la mía en la suya- representaría otra
mentira. Estoy cansada de tantos embustes. Durante toda la vida he encontrado muchos de ellos en
mi camino, cuando trataba de comprenderme. Siempre he sabido que lo que a mi marido le agrada
más de mí es el hecho de que posea mi propia vida. Siempre he tenido la impresión de que le he
engañado parcialmente en esto; soy muy hábil a la hora de fingir. Mi trabajo, mi matrimonio, y mis
nuevas relaciones con otras mujeres están comenzando a hacer ciertas sus suposiciones acerca de
que soy independiente, de que soy una persona aparte. Ellas me han permitido respetarme a mí
misma, y admirar a mi propio sexo. Lo que todavía queda entre mí y la persona que me gustaría ser
es esta ilusión de un amor perfecto entre mi madre y yo. Es una mentira que ya no me es posible
soportar.
CAPÍTULO 2
LA HORA DE LA PROXIMIDAD
Me crié entre mujeres. Se trata de un modo distinto de comenzar la vida, pero no me
permití sentir la pérdida del padre, experiencia por la que otros han pasado. Más tarde formularía
ciertas teorías, pensando que quizá mi peculiar infancia tenía sus ventajas: no habiendo visto a un
hombre y una mujer. Desde luego, lo eché de menos.

En nuestra casa había en todo momento cuatro mujeres: mi madre, mi hermana Susie,
mayor que yo, y yo misma… Al principio, la cuarta mujer fue Anna, mi niñera. Quería tanto a
Anna que la dejé deslizarse fuera de mi vida tan sin dolor como cuando quedé privada de padre. El
día en que se marchó me dije que no sentía nada. Acerca del amor y la separación, lo había
aprendido todo en los primeros años de mi vida.

Anna no albergaba temores, y me quería de una forma que todavía percibo. Era dura y se
podía confiar en ella, en el mismo grado que mi madre resultaba tímida e inclinada a verse siempre
con el agua hasta el cuello. “Mi pobre madre”… ¿Por qué pienso todavía en ella en estos términos,
con mi padrastro y todo un mundo de amigos a su alrededor? Supongo que esto se corresponde con
el hecho de que ella todavía se empeña en verme como una criatura. Estoy contemplándola todavía
a sus veinte años, convertida en una joven viuda, madre de dos pequeñas. Pero, ¿qué era lo que yo
sentía entonces? Con la terrible injusticia de los niños que saben que ser ecuánimes puede costarles
la vidas, siempre deseé su completo y nada vacilante amor, su ininterrumpida atención; todo lo que
ella podía ofrecer era su vulnerabilidad y su tristeza.

Vivía yo en el espacio formado por lo que pedía y lo que ella podía darme. A partir de
aquí, una niña sólo tiene que dar un paso para llegar a decidir que eran mis demandas los elementos
determinantes de su carencia de felicidad. Es por lo que odiaba que me hiciera las trenzas: la oía
suspirar a mi espalda. Su tristeza venía a ser mi culpabilidad. Siempre que habla de su madre, a la
que yo no conocí, aparece la misma mirada en sus ojos. Es peor cuando habla de mi padre.
Únicamente lo hace cuando formulo una pregunta. Y yo contaba veintidós años cuando me atreví a
tal cosa. ¿Puedes soportar la tristeza de tu madre? Nosotras creemos que de haber sido mejores
hijas, o si ahora mismo dijéramos o hiciésemos lo debido, seríamos capaces de disiparla. Me es
imposible seguir en la misma habitación cuando del rostro de mi madre desaparece la expresión que
yo amo para ser sustituida por la otra, por la que revela esa atormentadora infelicidad. Pienso que la
sensación de culpabilidad que experimento siempre que le digo adiós no tiene nada que ver con lo
que yo hice o dejé de hacer. Otras personas dirían que mi madre es una mujer razonablemente
buena. Pero solamente me liberaré de mi sensación de culpabilidad cuando la comprenda.

“¡Oh, Nancy!”, empezará diciendo. “¡Cuánto me habría gustado que hubieses conocido a
mi madre! Era una mujer maravillosa….” Y su voz irá esfumándose lentamente, en busca de alguna
imagen distante que estará viendo más allá de mí, y hablaremos luego de algunas cosas más. Me
agradaría contemplar esa imagen, compartir cualquier cosa que pudiera revelarme más detalles
acerca de mi abuela… acerca también de mi madre… y de mí misma. Pero los hechos que mi madre
refiere acerca de la suya, aunque interesantes; pese a que me gusta oírselos referir una y otra vez,
resultan tan borrosos a causa de los sentimientos como las desvanecidas fotos Bachrach, de
imágenes como envueltas en neblina, contenidas en los volúmenes con tapas de cuero de la casa de
mi abuelo, que he hojeado verano tras verano, a lo largo de mi vida… ¿Con qué fin? Mi madre es la
hija mayor, pero en todas las fotografías, incluso la hermana que cuenta once años menos le gana en
aplomo, revelando en grado superior una gran confianza en sí misma. Debió de ser muy turbador
para ella haber sido escogida a los diecisiete años por mi atractivo padre, ella, que a los ojos de mi
abuelo era la espina entre las rosas. Huyó con él, contrariando así los deseos paternales, si bien me
digo a veces que es muy posible que su fuga expresara su silenciosa obediencia de hija fiel: de no
localizar en los ojos del padre una mirada que delatara su favor, estaba dispuesta a desaparecer.
¡Qué poco preparada debía de haber estado para la maternidad un año más tarde! Y para la vida,
otros dos años después, cuando sobrevino la muerte de mi padre. Eran muchos quebrantos para una
persona que nunca se había sentido segura de sí misma.

A medida que ambas ganamos en años, puede apreciar sus muchas condiciones para ser
esposa. Veo con qué gracia se mueve ahora, cuando dispone de una segunda oportunidad al estar
mi hermana y yo ya crecidas, lo que da lugar a su papel como madre sea casi desdeñable al lado de
su vida como mujer. Estoy convencida de que su talento como esposa proviene de su madre, al
igual que el mío. Repetidamente se refiere a la fuerte influencia ejercida por su madre sobre todos
sus hijos… Es una mujer que ha tomado en mi imaginación magnitudes casi míticas. Pero mi
abuela murió de repente, misteriosamente, por efecto de una dolencia incurable llamada enfermedad
del sueño, cuando mi madre contaba dieciséis años. Enfermedad del sueño. A lo largo de mi vida
se me antojó éste el fin apropiado y romántico para una mujer de cuento de hadas como ella.
“Recuerdo que había llegado del colegio. Me veo en el momento de entrar corriendo en la casa,
llamándola: ¡Mamá! ¡Mamá!” –explica mi madre-. Y después, de pronto, comprendí que ya no
volvería a verla.”

Tanto más he deseado que mi madre superara las atractivas imágenes de su madre (“tan
bella, tan dulce”) y de mi padre (“tan guapo, tan atractivo”), tanto más he llegado a comprender que
necesita disponer de una protección propia contra las pérdidas y los dolores. Mi madre verá en
aquellos primeros años sólo aquello con lo cual le resulte soportable la existencia.

En la actualidad, mi madre y yo hablamos más de lo que antes solíamos hacer. Esto


empezó con mi matrimonio, una alianza que, al parecer, le ha dado nuevas fuerzas, como a mí. Ha
habido como un desenredo gradual de los silencios que protagonizamos, y ella tiene tanto interés
como yo en que se produzca ese intercambio. La represión ha consumido algunas de sus energías.
Yo no soy la única culpable. Hace unos años, Bill, mi esposo, y yo fuimos a visitarla. Íbamos a ver
también, naturalmente, a mi padrastro, Scotty. No habíamos hecho más que entrar en la biblioteca,
donde nos iba a ser servido el martini de bienvenida, cuando ella puso en mis manos una carta cuya
escritura aparecía algo borrosa. Parecía como si hubiese estado esperando una ocasión para
entregármela, y que no cejaría, por supuesto, hasta que yo no la hubiese leído.

Tratábase de una carta que su madre le había dirigido cuando ella contaba catorce años.
Mi abuela acababa de dejar a mi abuelo, para trasladarse a Florida con el más joven de sus cinco
hijos. En aquella época, semejante decisión causaba sorpresa. Yo solía quedarme con la mirada fija
en su autorretrato, que ahora cuelga de una de las paredes de mi cuarto de estar, preguntándome
cómo, por muy enojada que se hubiera sentido con mi abuelo, podía haber abandonado a sus hijos,
todos los cuales, actualmente, siempre que se refieren a ella lo hacen con muestras de adoración y
afecto. Pero lo cierto es que, dado el carácter de mi abuelo, tal vez yo también habría terminado por
abandonarlo de encontrarme en su caso. En los retratos que le hizo mi abuela tiene cierto parecido
con el F. Scott Fitzgerald, de los años mozos, pero parece que era dos veces más difícil de tratar. Se
conocieron durante los ensayos de una obra de aficionados, y ella, llanamente, se negó a
desempeñar un papel de oponente a aquel joven de cabellos rojizos. Mi abuela era pelirroja
también. La obra se representó por fin. Y lo cierto es que si bien mi abuelo no amó nunca a
ninguna mujer como amara a mi abuela, los dos se pasaron la vida discutiendo.

Mi abuelo hizo su fortuna en la industria metalúrgica, en Pittsburg, fortuna que se esfumó


en la época de la Depresión y que rehizo posteriormente. Le gustaba el poder, los caballos, los
trofeos, y las bellas mujeres. Nunca perdonó a mi madre que no fuera una de ellas. Cuando fue
ganando en atractivo era ya demasiado tarde. De pequeña, me agradaba permanecer en la
habitación donde se guardaban las copas de plata, las cintas rojas y azules, un pez-espada disecado,
y fotos de yates y escenas de cacerías de zorros. Me imaginaba que era una mujer de grandes dotes
físicas y que era yo quien había ganado todos aquellos trofeos. Algunas noches, mi abuelo salía
para cenar con los Mellon y los Carnegie; mientras tanto, según me dijeron, mi abuela preparaba
platos de spaghetti para la camarilla de sus amigos artistas, en su estudio, en la parte superior de la
vivienda.

Mi madre, sus tres hermanas y su hermano quisieron y temieron a la vez a mi abuelo, hasta
el día en que falleció, hace unos años. Sus sentimientos para con su madre se hallaban alejados por
completo de toda ambivalencia. Recuerdo que en más de una ocasión nos dijeron, dirigiéndose a
cualquiera de nosotras, las nietas: “Por un instante parecías el vivo retrato de mamá…”, lo que
constituía sin duda el mayor de los cumplidos. Poseía algo más que belleza; tenía ese recóndito
atractivo que hace que la gente te quiera para siempre, como ellos lo habían hecho con ella. De sus
relatos he extraído la imagen de una mujer que podía ser considerada el sueño de cualquier niño, de
bellos y grandes ojos y sedosos cabellos, que escribía obras teatrales para sus hijos, que sabía
ponerse a la altura de ellos, adentrarse en su mundo, y cuidarlos. Era tan romántica y sensible como
mi abuelo ambicioso e incapaz de demostrar el amor que sentía por sus hijos. Si aprecio tanto los
cuadros que cuelgan de las paredes de mi casa es porque fueron pintados por ella.

Cuando mi abuela escribió esta carta, dudo que se abrigara la idea de regresar junto a su
marido. No creo que su decisión de marcharse fuera una falsa actitud; se trataba en realidad, de una
desesperada y última alternativa. Ella solamente vio en primer término la separación y, desde luego,
deseaba dar a su hija mayor algo que la ayudara a llenar el vacío que sentía. De todas las cosas que
valían la pena conservar del archivo de mi abuelo, dicha carta era la única que mi madre quería que
viera. Era un mensaje dirigido a ella, por supuesto, pero pienso que deseaba valerse a él para
comunicarse algo en forma silenciosa.

Mi querida Jane:
Cuando te dispongas a leer esta carta deseo que lo hagas adoptando una actitud
francamente generosa. Olvida las cosas que hayan sido dichas, los pensamientos que
pueden haber cruzado por tu mente, y esfuérzate por recordar solamente lo mejor de la fase
más bella de tu vida. Cuando yo no me encuentre ya a tu lado, sobre ti recaerá la tarea de
intentar ayudar a los pequeños a comprender las cosas. Haz cuanto puedas por guiarles por
el camino recto. Esta es tu tarea y tu deber.

Para mí, la maternidad ha sido el hito más hermoso de mi vida. Es una maravilla
que no cesa de dejarme pasmada… Ahí es nada: ver cómo vais transformándoos, cómo
vais dejando de ser poco a poco unas desvalidas criaturas para convertiros con los años en
robustos chicos y chicas, cómo vuestras mentes van evolucionando a medida que
transcurren los años, para acabar siendo algún días hombres o mujeres adultos. Es algo
que produce asombro.
De niña, ansiaba que llegara el momento en que estaría en condiciones de tener
hijos propios.. Y pese a mis supuestas aptitudes e inclinaciones hacia otras cosas, dentro de
mí se daba esa chispas misteriosa que algún día se convertiría en llama. Y cuando te tuve,
Jane –mi primera hija-, en mis brazos, experimenté la mayor emoción de mi vida. Me sentí
como si fuera una santa, como si hubiera acabado de entrar realmente en el cielo, y sé
ahora que cada vez que una madre recibe a un hijo se adentra realmente en aquél. No hay
en la vida nada semejante. Y todas las personas que son objeto de tal bendición han de
mostrarse eternamente agradecidas.

Te digo todo esto, Jane, porque así comprenderás mi amor hacia ti, los elevados
sentimientos que me inspiras. Recuerda siempre lo que te estoy diciendo; piensa en mí
alguna vez y trata de comprender lo que intento comunicarte.
Mi corazón está rebosante de cariño, y no me sería posible escribir durante el resto
de mi vida lo que siento en estos momentos. Amaos los unos a los otros y sé buena con
papá, quien cuidará de ti. Este momento, el de mi marcha, el de mi separación de vosotros,
es el más amargo de mi vida, pero no tengo otra salida. Las lágrimas me ciegan, me
impiden ver a mi alrededor. Que Dios os bendiga a todos,

Mamá

No dudo de que mi abuela se sintiera cerca del cielo la primera vez que tuvo a su hija
en sus brazos, pero estimo que lo que hace más valiosa esta carta a los ojos de mi madre es el hecho
de que la suya fuera capaz de experimentar además otras emociones. Mi madre no recuerda haber
leído ese escrito, en aquella época. Puede ser que su padre lo retuviera. Pero cualquiera que fuese
la explicación que diera con respecto a la marcha de la esposa, no hay duda de que su marcha le
produjo un gran pesar, un insoportable dolor. Es posible que esta carta fuese para mi madre una
confirmación de lo que siempre había querido sentir: no se trataba de una prueba de profundo cariño
hacia ella; aquella mujer, al separarse de su marido, cuando pensó que su arrogancia resultaba
demasiado denigrante, había dado una prueba de que pese a ser madre se consideraba mujer antes
que otra cosa. No se hallaba dispuesta a hacer gala exclusivamente a lo largo de su vida de una
gran abnegación y de sus maternales emociones. Quería a sus hijos, sí, pero también se sentía
inclinada hacia otras personas, hacia otras cosas. Era su madre, pero no quería ser su mártir (una de
las razones por la cual la querían tanto). No recuerdo haber oído comentar a mi madre, a mis tías o
a mi tío nada referente a cualquier sentimiento de culpabilidad que hubiera podido producirles.
Esto no se había dado nunca entre ellos. Si la habían idealizado para disimular el dolor y el enojo
que les produjo su pérdida, esta carta confirmaba, seguramente, al menos para mi madre, lo que
necesitaba saber, no como hija, sino como tal madre de varios hijos. Al mostrársela, estaba
diciéndome: “Ya lo ves. Si yo no he sido tan solícita y maternal como otras madres para con sus
hijos, no fue porque no te amara. Mi madre me quiso mucho, y cierto día se apartó de mí.”

La vida de mi madre no se parece a la de mi abuela, pero las emociones, en el fondo,


resultan obsesionadamente familiares. Mi madre también escogió un hombre que no podía
proporcionarle la seguridad emocional que desesperadamente necesitaba. Ella también descubrió
que su vida como mujer creaba demandas opuestas a su papel como madre. Abandonó este papel,
se separó de sus hijos emocionalmente porque sin mi padre, en medio de la amarga privación de sí
misma, ella disponía ya de muy poco que pudiera dar a mi hermana y a mí. En su carta, mi abuela
intentaba hacer frente al inevitable enojo y contrariedad de sus hijos hablándoles del amor perfecto
que le inspiraban, por el hecho de ser su madre. Incapaz de hablarme abiertamente, de un modo
directo, pero captando en lo más profundo de su ser mi sensación de haberme visto también
abandonada, hacia la misma época de la vida que ella, mi madre se valió de las palabras de su
adorada progenitora para indicarme que reconocía mi enfado para decirme que, aunque
imperfectamente, siempre me había amado, y para pedirme que la perdonara, exactamente igual que
ella había perdonado a su madre.

* * *

Somos el sexo amoroso; todo el mundo cuenta con nosotras para procurarme bienestar,
calor nutricio. Impedimos que el mundo se desbarate, lo mantenemos unido, con la constante
disponibilidad de nuestro amor cuando los hombre, impulsados por sus ansias de poder, se empeñan
en desintegrarlo. Solas, nos sentimos incompletas; sin el hombre nos consideramos inadaptadas;
somos devaluadas fuera del matrimonio; nos mantenemos a la defensiva sin hijos. Hemos sido
criadas para el amor, pero cuando éste llega a nosotras, pese a su dulzura, no resulta en definitiva
tan satisfactorio como nos lo habíamos imaginado. Somos amadas por estimársenos parte de una
relación, por nuestra función…, y no por nosotras mismas.

El nos pide que cenemos juntos, e incluso recién colgado el teléfono, hondamente
complacidas, nos preguntamos si antes no se lo habrá propuesto a otra mujer. Mientras él nos
retiene entre sus brazos, estamos casi temiendo que nos olvide mañana. Y el día de la boda, le
preguntamos por enésima vez: “¿De verdad que me amas?”

Los hombres no nos dicen: “Sube a la más alta de las montañas, cógeme una estrella,
demuéstrame que me amas, para que yo pueda creerte.” Si somos tan adorables, ¿por qué no hemos
de serlo por nosotras mismas? Cuando nacen nuestros hijos, creemos al fin en el amor, en el que
sentimos y en el suyo. Estos seres, nuestros hijos, no dejarán de amarnos nunca. El amor. Es todo
lo que sabemos, pero no confiamos en él.

La semilla de nuestra incredulidad se remonta a nuestro primer amor, a una época que no
podemos recordar. Las lecciones aprendidas de nuestra madre en cuanto a la forma de amarnos y
de amarse a sí misma nos acompañan durante toda la vida.

A lo largo de mi existencia he lamentado siempre la tiranía de la infancia, la noción de que


mi comportamiento de persona adulta fue determinado por una etapa de la vida que no me es
posible recordar, que pertenece al pasado, que, por consiguiente, no es susceptible de cambio, que
es inútil lamentar, que no puede ser controlada. Ciertas frases repletas de retóricas psiquiátricas,
como las de “frenesí oral”, “omnipotencia infantil”, “envidia del pene”, me irritaban hasta casi la
exasperación. ¿Qué tenía que ver toda aquella jerga ininteligible con mi vida? Yo creía que se
podía aprender por medio de la experiencia; pensaba que podíamos formarnos fuese cual fuera el
material que se nos había brindado; me imaginaba que podíamos llegar a modificar nuestras vidas si
poseíamos la fortaleza precisa para ello. ¿No estaba yo al tanto de mis temores y ansiedades? ¿No
había aprendido a controlarlos? Me sentía orgullosa de mi autodisciplina, y ofendida ante la sola
idea de que un doctor pudiera andar rebuscando en mis limpias interioridades emocionales.

Fortaleza…Esta palabra siempre me había parecido fascinante, pero también confusa.


Seguramente, de significar algo equivale a la capacidad de ser efectiva, de hacer algo por sí misma
y para sí, utilizando los recursos interiores propios, sin apoyarse en nadie. ¿Es así realmente?
Luego, he tenido siempre ante mí el enigma: ¿por qué hay personas que poseen esa fortaleza y otras
carecen de ella? Decir que alguien es “fuerte” es tan sólo dar a la persona en cuestión un nombre o
un adjetivo; se trata, sencillamente, de ponerle un rótulo. Así no se facilita ninguna pista en cuanto
a la procedencia de su fortaleza.
Puesto que soy “fuerte”, ¿por qué existe tanta ansiedad en mi vida? ¿Por qué he de verme
acosada por el temor de que mi trabajo no es suficientemente bueno? Los triunfos de ayer tienen
poco significado; la “realidad” de mañana se impondrá de nuevo y yo fracasaré o me veré
cuestionada. Sobre todo, ¿por qué no puedo gozar de lo que mi esposo y los amigos me dicen, es
decir, que me quieren? ¿Por qué despierta o soñando me pongo a pensar en los problemas de los
demás? Hasta donde puedo recordar, he sido, exteriormente al menos, una triunfadora… Fui
durante mis estudios una buena alumna, una buena deportista. Simpatizaba con la gente; no puede
decirse que hiciera mal papel ¿Por qué, entonces, he de sentirme insegura?

¡Cuán a menudo he oído mis propias racionalizaciones y defensas en las palabras de las
mujeres a las que he entrevistado! ¡Con cuánta terquedad la mayor parte de nosotras nos resistimos
a admitir lo que ahora se me antoja como simple sentido común! En el transcurso de los años, la
jerga de los psiquiatras, cuyos nombres llenan las páginas de este libro, tuvo un poder que ya no
puedo negar: en nuestros comienzos radica nuestra esencia.

Nosotros extraemos nuestro coraje, nuestro sentido de afirmación, la capacidad de creer en


nuestro valor, incluso hallándonos solas, para cumplir nuestra misión, para amar a los demás y
sentirnos amadas, de la “fuerza” del amor que de niñas inspiramos a nuestra madre, exactamente
igual que la última dina de energía existente en la tierra vino originalmente del sol.

La mayor parte de nosotras no seremos psicoanalizadas. Yo misma no he vivido tal


experiencia. Al igual que yo, puedes tener incorporada a tu ser la resistencia a volver allí donde se
inició la falta de fe en ti misma. Las primeras impresiones de la vida son las que dejan un rastro
más hondo. Forman las ranuras del carácter, por las que la experiencia llega a nosotros; y cuando
esta o aquella estría se distorsiona, esta o aquella emoción se bloquea o tuerce. Podemos
comprenderlo intelectualmente. No nos es posible “asimilarlo”. Ciertos esquemas que nos llegan
del pasado pesadamente cargados de ambivalencias, rechazos y humillaciones, nos atenazan. El
proceso de maduración exige que comprendamos nuestra historia antes de que la energía retenida
por la represión pueda ser liberada. El autoengaño comienza con el hastío o la clarividencia. “¡Oh!
Estoy al tanto de todo lo referente a mi madre y a mí”, puede ser que digáis. “Todo lo relacionado
con mi madre terminó hace años.” Ni lo primero ni lo último es cierto.

Son muchos los datos recogidos que permiten asegurar que una relación no resuelta con la
madre ocasiona en la mente de la mujer determinadas tendencias no autónomas, inculcándose un
temor a pasar por ciertas experiencias e impidiéndole frecuentemente lanzarse en pos de aquello que
desea conseguir de la vida. También ocurre que, cuando da con lo que deseaba, no logra extraer de
su objetivo todo el placer que quería.

Si de pequeñas no hemos podido conseguir la satisfactoria proximidad y el amor que todo


niño necesita porque es lo que le proporciona la fuerza indispensable para desarrollarse, no
evolucionaremos emocionalmente. No haremos mayores, pero una parte de nosotras permanecerá
en la infancia, ansiando esa nutricia proximidad, sin creer nunca que llegaremos a poseerla, y
pensando que nos será arrebatada si llegamos a tenerla.

Freud, Horney, Bowlby, Eriksoin, Sullivan, Winnicott, Mahler –los grandes intérpretes del
comportamiento humano- pueden estar en profundo desacuerdo en algunos puntos, pero piensan lo
mismo, como si fueran un solo hombre, con respecto a los comienzos: ninguna de nosotras puede
dejar el hogar, desarrollarse del todo, aisladamente y confiando en nosotras mismas, a menos que
haya alguien que nos ame lo suficiente para darle el ser, en primer lugar, y que después nos deje
partir. Se inicia esto con el contacto con nuestra madre, con sonrisa, con su mirada: he aquí alguien
a quien ella desea tocar, alguien a quien desea mirar. Esa soy yo. ¡Y eso es bueno para mí!

Se ha dicho repetidamente que cuando se ama demasiado a una criatura sólo se consigue
malcriarla. Sabemos ahora que nadie puede ser amado demasiado, especialmente en el curso del
primer año de la vida. En lo más hondo de ese primer y estrecho contacto con nuestras madres se
levanta el lecho rocoso del amor propio, en el que cimentaremos nuestros buenos sentimientos para
el resto de nuestras vidas. El niño necesita estar cerca, casi de una manera sofocante, del cuerpo
cuyo vientre poco tiempo antes, y a disgusto, dejó. La palabra técnica que alude a tal proximidad es
simbiosis.

Resulta especialmente importante para las mujeres entender el significado de tal vocablo,
ya que para muchas de nosotras señala nuestra forma de relacionarnos a lo largo de nuestro ciclo
vital. Muy pronto, el joven es adiestrado para hacerlo por su cuenta. Para ser independiente. A
nosotras, a las chicas, se nos enseña a ver nuestro valor en las asociaciones que formamos. En la
simbiosis.

En el comienzo de la vida, la simbiosis tiene primordial importancia para los dos sexos.
Comienza como un proceso de crecimiento, liberando al niño del temor de su vulnerabilidad, de su
soledad, dándole el valor preciso para desarrollarse. Si al principio logramos suficiente simbiosis,
más adelante recordaremos sus placeres y podremos buscarla en otros; la aceptaremos y nos
sumergiremos en ella cuando la localicemos, y nos alejaremos de nuevo de ella cuando nos
sintamos saciados, sabiendo que siempre seremos capaces de restablecer la situación. Confiaremos
en el amor y gozaremos de él, aceptándolo como parte del festín de la vida… No pensaremos que
debemos devorar hasta la última migaja, por el hecho de que pueda escapársenos para siempre. Si
no experimentamos esta primera simbiosis, la buscaremos el resto de nuestras vidas, y en el caso de
encontrarla nos sentiremos desconfiados, aferrándonos a ella tan desesperadamente que
angustiaremos a la otra persona, atormentándola con nuestros gritos de “¡Tú no me amas!”, hasta
que, efectivamente, hagamos de esto una verdad.

El primer significado de la simbiosis lo encontramos en la botánica, aludiéndose con tal


palabra a dos organismos, uno receptor y el segundo parásito, ninguno de los cuales puede vivir sin
el otro. En el mundo animal, a menudo representa una relación ligeramente distinta, de mutua
ayuda. El pájaro que se gana la comida limpiándole al hipopótamo servicialmente, los colmillos, es
un socio en simbiosis. En términos humanos, el significado vuelve de nuevo a cambiar en cierto
sentido. La simbiosis más clásica es la del feto en el vientre. Disponemos aquí de un ejemplo de
dos diferentes tipos de simbiosis.

El feto se halla en simbiosis física con la madre; literalmente, no puede vivir sin ella. La
madre (durante la mayor parte del tiempo) se encuentra en simbiosis psicológica con el niño no
nacido. Ella puede vivir sin él, pero el embarazo le proporciona la sensación de una vida más rica,
más plena. En tal aspecto, el feto lo nutre. En nuestra primera simbiosis con la madre, ganan las
dos partes implicadas.

Al nacer no sabemos que haya algo fuera de nosotros mismos. Nuestros desenfocados ojos
no pueden distinguir las formas; ignoramos dónde termina nuestra madre y dónde empezamos
nosotros. Al extender la mano, comprobamos que está allí, que podemos tocarla. Cuando lloramos,
somos alimentados, o nos toman en brazos. ¡Somos los regidores del mundo! No es de extrañar que
no estemos dispuestos a renunciar fácilmente a la madre; en ella se apoya esta maravillosa
sensación de poder total, de “infantil omnipotencia”. En cierto modo, continuamos conectados
físicamente con ella, exactamente igual que la madre, de una manera psicológica, nos siente todavía
como casi una parte de su cuerpo; somos su narcisista prolongación. La simbiosis es mutua,
completa, y satisfactoria.

Gradualmente, nuestros ojos empiezan a ser capaces de ver las cosas debidamente
enfocadas. Estas, y la gente, se encuentran cerca de nosotros, o lejos. Nos damos cuenta de que
hay otra persona –la madre-, pero está tan cerca que todavía la vemos como fundida con nosotros,
no por separado. Ella es diferente de todos, de cualquier otra cosa. Ella es aún nosotros, y nosotros
ella.

En esta temprana etapa de la simbiosis, la buena madre considera sus propias necesidades
como enteramente secundarias respecto de las del hijo. Con ello se consigue una mutua ventaja: el
niño se habitúa gradualmente, de una manera cómoda, a la idea de su impotencia. Y esto no se
presenta, de todos modos, de manera espeluznante; la madre se halla siempre a mano para arreglar
las cosas. Ella, al saber lo que la criatura ansía, al sentir bajo sus dedos su piel, percibiendo
sensaciones a través de ella, a través de los ojos, los oídos o el estómago de su hijo, experimenta
una casi mística impresión de unión y de ser necesitada. Se trata de una experiencia trascendente.

En la etapa siguiente, podemos distinguir nuestro cuerpo del de la madre, pero no nos es
posible separar nuestros pensamientos de los suyos. Cuando orinamos, nos cambia de ropa. ¿Que
sentimos hambre? Ella se da cuenta tan rápidamente como esto se produce, y el alimento llega en
seguida. Pero ahora empieza a surgir la ansiedad, cuando la madre no está a nuestro alrededor, la
manta no nos cubre del todo y nadie nos ofrece su pecho, o el biberón. Nuestro poder ha
comenzado a deteriorarse. Ansiosamente, no la perdemos de vista. Si está cerca, todo marcha bien.
De lo contrario, podríamos morir, incluso. Cuando el amor de la madre es firme e ininterrumpido,
poco a poco nos habituamos a desenvolvernos sin que sea precisa su presencia, cada vez por
periodos de tiempo progresivamente más dilatados. Acaba de nacer en nosotros la confianza.

En vez de aferrarse a la madre, impulsada por el temor de verse abandonada, la criatura


acepta su alejamiento, convencida de que volverá siempre que la necesite. Entretanto, allí están
esos polícromos juguetes con los que entretenerse… Pero si el temor dicta el pensamiento de que la
madre puede no volver jamás, de que puede desentenderse de nuestras necesidades, de cuanto a
nosotras atañe, la evolución se detiene. Se esfuma nuestro interés por las deslumbrantes luces o los
juguetes que están a nuestro alcance. El ser ha sido absorbido por el temor. El pequeño sólo acierta
a pensar en que la madre no debe volver a alejarse de él. Debe evitársenos a toda costa la soledad.
Acaban de ser puestos los cimientos de toda una existencia llena de incertidumbres.

La palabra que corresponde a la siguiente etapa del desarrollo es esta: separación. La


criatura, más o menos segura del simbiótico amor de su madre, comienza a sentir que puede pasar
con un poco menos de ese amor. Desea aventurarse en un mundo más amplio. Importante fue para
la madre la simbiosis con el hijo, cuando esto era todo lo que el bebé podía comprender; la misma
importancia tiene ahora para ella empezar a soltar a su hijo, permitir que se adentre en su propia
vida, de acuerdo con su horario psíquico interior. La larga marcha hacia la individualidad y la
confianza en sí mismo se ha iniciado.

La simbiosis y los primeros comienzos de la separación no se dan en forma de un plano


largo, liso, de sentido ascendente. Tiene sus altibajos, desde luego. La ausencia de la madre
cuando la deseamos a nuestro lado no representará ya el trauma de antes. La madre no tiene que ser
perfecta. Simplemente, ha de ser una madre “suficientemente buena”, para expresarlo con palabras
del psicoanalista D. W. Winnicott, al objeto de proporcionar a la criatura en desarrollo un
sentimiento de “básica confianza”: la gente, las cosas, y el mismo individuo, son más dignos de
confianza que de recelo. Todos sabemos cuán rápidamente el niño se recupera de este o aquel
trastorno emocional, si el hecho no se prolonga demasiado y no ocurre con excesiva frecuencia.

En una evolución normal de los acontecimientos, empieza a emerger una conciencia de sí


mismo al cabo de unos tres meses. La criatura demuestra que está reaccionando ante hechos o
semblantes concretos: sonríe. A los ocho meses, puede expresar la diferencia existente entre la
madre y una persona desconocida. A la edad de un año y medio (más o menos), el proceso aparte
de la madre adquiere cierto ímpetu. Empezamos a separarnos de ella más y más; queremos
separarnos. Nos enfrentamos con un mundo bello, excitante. A partir de la madre, existen otras
cosas que se pueden tocar, morder, saborear, ver. El ser se vuelve más y más consciente.

El fascinante proceso del crecimiento lejos de la madre, al tiempo que se adquiere la propia
personalidad, resulta un hecho crucial entre los dieciocho meses y los tres años, período de la vida
al cual la doctora Margaret Mahler ha dado el nombre de “separación-individuación”. Al cumplir
los tres años, o los tres años y medio, si somos afortunadas y la madre ha sido cariñosa, emergemos
con cierto sentido de nosotras mismas como seres aparte, todavía amados por ella, pero dotados de
una vida que nos pertenece, que no es la suya. Todas las horas y más horas de tensión que nos ha
dedicado, el sacrificio de un sueño, de sus horas de vigilia, son ya una parte de nosotras. La
memoria se ha desarrollado, y podemos sentir cómo nos sigue su tierno interés, igual que un brazo
oportuno en el que se apoyaran nuestros hombros.

“La primera demostración de la social confianza en el bebé –dice Eric Erickson, en


Childhood and Society – es la expresión de sus sensaciones, lo profundo del sueño, la relajación de
sus intestinos.” La criatura ha comenzado a confiar en su madre, a relajarse; no tiene por qué
mantenerse despierta, ni dormir con un ojo abierto, por decirlo así, ante el temor de que su madre se
ausente. “Así pues, la primera realización social del niño –continúa diciendo el doctor Erickson- es
su buena disposición a la hora de permitir que la madre se salga de su campo visual, sin mostrar una
indebida ansiedad o irritación, a causa de que ella se ha transformado en una interior
certidumbre…”

Esta necesidad de sentir una confianza básica en la vida es esencial para los dos sexos.
Pero a causa de la inevitable relación modeladora entre madre e hija, nosotras no nos encajamos
para siempre en la sensación de básica confianza que ellas nos dio. Tenemos que ver también con
su imagen como mujer, con su sentido de básica confianza, el que le dio su madre. Un chico
crecerá, y siguiendo el ejemplo de su padre dejará un día el hogar, se abrirá paso y fundará una
familia. Puede ser que alcance el triunfo o no lo alcance. Gran parte de su éxito dependerá del
básico sentido de confianza que su madre le dio; pero él no se identificará con su madre. El no
basará todas sus relaciones en lo que vivió con ella (a menos que el muchacho sea cierto tipo de
homosexual).

Pero una chica que no logró adquirir dicho sentido, aunque deje un día la casa de su madre,
consiga un empleo, se case y tenga hijos, nunca se considerará a gusto por sí sola, controlando su
propia existencia. Parte de ella se encuentra ansiosamente ligada a la madre. No confía en sí
misma, ni en los demás. No puede creer que exista otra manera de ser, porque así es como fue su
madre. Así son la mayoría de las otras mujeres. Si nuestras madres no son ellas mismas personas
separadas, es inevitable que compartamos su ansiedad y su temor, su necesidad de estar en
simbiosis con alguien. Si no las vemos involucradas en su tarea personal, o gozando de algo por sí
mismas, también nosotras acabaremos por no creer en cualquier realización o placer nacidos fuera
de los límites de una asociación. Denigramos cualquier cosa que experimentemos solas. Así
decimos: “Resulta más divertido cuando alguien esté presente.” La verdad es que nos da miedo ir a
cualquier sitio solas. ¿No es cierto que son muchas las mujeres adultas a quienes habéis oído decir
en tono de broma: “Todavía no he decidido qué voy a ser cuando sea mayor…”? ¿Verdad que son
muchas las mujeres que llaman a sus esposos “papá”, y que al referirse a su descendencia hablan de
“mi hija”, en lugar de Betsy o Jane?

No separadas emocionalmente de la madre, presas del temor en igual medida que ella,
repetimos el proceso con nuestra hija. He aquí una desdichada historia, una forma de educar a la
mujer que nuestra sociedad no ha recusado. Esto de aparecer lindas y desvalidas, flexibles y
adherentes, posesoras de por vida, se convierte en nuestro método de supervivencia y constituye
también… la derrota definitiva.

Es importante comprender que no es el simple número de horas dedicadas a una hija lo que
asegura a ésta las iniciales y satisfactorias sensaciones simbióticas de calor y seguridad que la
pequeña necesita. Dice el doctor Robertiello: “Es mejor que la niña obtenga una atención parcial de
la madre a que ésta resulte una caricatura como tal, prefiriendo pasarse todo su tiempo en la oficina
o comiendo fuera de casa con los amigos. Una conducta inadecuada, especialmente cuando se
utiliza el disfraz del amor, crea los peores problemas.” Algo que dura toda la vida se instaura en la
persona que siente que el amor es fingido, desvirtuado o, en el mejor de los casos, concedido a
disgusto.

Lo que cuenta es la calidad de la atención que conseguimos de nuestra madre. Si de niñas


tenemos frío, o hambre, y ella no lo nota; si cuando nos mira está pensando en otra cosa y, por lo
tanto, no vemos iluminarse su rostro con una sonrisa de amor, nos sentimos defraudadas. Es como
una sombra bajo el sol. “Siendo mi hijo pequeño todavía, era frecuente que pensara muchas veces
en una multitud de cosas. Mi cabeza albergaba numerosas ideas y “ambiciones”, me explicaba un
día la doctora Helene Deutsch. “En tales momentos, si mi hijo estaba conmigo acababa
sujetándome la cara por la barbilla con sus manos, para que enfocara mi atención sobre él. Sabía
que yo estaba pensando en otras cosas.”

La simbiosis incompleta, insatisfactoria o interrumpida, marca a una mujer para siempre.


Echamos algo de menos en nuestras madres; estamos desesperadas; nos mantenemos a la
defensiva… Y, en consecuencia, aprendemos a montar muy pronto nuestra apretada línea de
defensa, diciéndonos que no debemos esperar mucho del mundo. Ni siquiera en brazos de los que
nos aman podemos creer que no van a abandonarnos. Nuestro esposo se queja de que le
apremiamos: “¿Qué más quieres de mí?” exclama. No acertamos a darle un nombre, pero nos
consta que hay una distancia… Como madres, nos volvemos hacia nuestra hija, nos aferramos a
ella: “Telefonea cuando llegues, sea cual sea la hora.”

La vida, para la mujer que de niña no gozó de una proximidad simbiótica suficiente, se
transforma en problema de engañosa seguridad versus satisfacción. Nos casamos con el primer
hombre que nos habla de matrimonio, temerosas de que nadie vuelva a hacernos la misma petición;
aceptamos una colocación segura, en lugar de desafiar los riesgos de una profesión independiente.
“Si la niña no ha vivido con su madre un período simbiótico pleno –manifiesta el doctor
Robertiello-, pensará constantemente en el calor que echó de menos. Observamos esto en los
pequeños, guiándonos por el hecho de que crecen de la energía complementaria (más allá del ansia
citada) para explorar el sonido y el significado de las palabras que pronuncia la madre, o la amplitud
del nuevo espacio que ella da al pequeño para arrastrarse. En las personas mayores, la simbiosis
incompleta es expresada a menudo en términos de baja energía. Se encuentran demasiado cansadas
para esto, no se interesan por aquello, nunca creen en sí mismas lo suficiente para intentar
cualquiera de las fascinantes e inéditas salidas que les ofrecen determinados rasgos de su carácter.
Pero si son capaces de alcanzar la separación a través de la terapia, descubrimos una dramática
diferencia. Se da un repentino brote de energía, de creatividad. Vemos esto en sus vidas, en su
trabajo, en su sexualidad.”

Todos, por otro lado, conocemos personas que, evidentemente, se vieron defraudadas
desde el punto de vista emocional durante los primeros años de su existencia y que, sin embargo,
han saboreado las mieles del triunfo de adultas. No se pierde todo al carecer de la temprana
simbiosis. Ahora bien, es improbable –la mayoría de los psiquiatras dirían que imposible- que esas
personas gocen plenamente de su triunfo o se sientan emocionalmente seguras dentro de lo que el
éxito aporta. Estoy hablando de esa gente que suele decir: “He logrado tener esto o he conseguido
realizar aquello, pero en realidad ¿qué viene a significar todo ello?” Empobrecidos
emocionalmente de niños, se ven todavía de la misma manera en medio de su triunfo mundano.

La sociedad nos juega una mala pasada al llamarnos el sexo amoroso. Este halago se
formula para que nos sintamos orgullosas de nuestra debilidad, de nuestra incapacidad de ser
independientes, de nuestra imperativa necesidad de pertenecer a alguien. Se nos ha limitado a la
necesidad y a la crianza, dejando el amor erótico para los hombres. Un hombre “enfermo de amor”
hace que la gente se sienta incómoda, porque tal condición le debilita, compromete su virilidad,
rebaja su productividad. Pero una mujer que no puede pensar con claridad, que sueña sobre sus
libros de leyes, pierde peso y tropieza con muros de ladrillos, provoca los sentimientos más cálidos
en todos. Hombres y mujeres conocen por igual lo bien que sabe sentirse trastornado por el amor,
pero alguien ha de cuidar de la casa. Puesto que las mujeres no han conseguido llegar a ninguna
parte, y una mujer pobre obliga al hombre a trabajar con más dureza, a fin de poder cubrir las
necesidades de los dos, el idilio mismo se convierte en combustible del molino económico.

El nos hará el amor a la luz de la luna, en medio de una música de violines, pero al llegar la
mañana se duchará, se afeitará, se vestirá y se irá a su despacho, para dedicarse a sus “reales”
intereses. En casi todas la novelas o películas, el amor es un desastre para la protagonista, que
acaba por verse privada de su iniciativa, de su valor, o de su sentido del orden, descendiendo hasta
el masoquismo y la pérdida de su personalidad.

Las empresas modernas, al utilizar los servicios de un psicólogo para establecer su política
de empleo, sacan partido de los temores de la mujer. Esta es ya una norma común. Muy a menudo,
ciertas organizaciones erróneamente calificadas de “paternales” (quizá porque están regidas por
hombres), son psicológicamente más bien como unas madres gigantes, un refugio de simbiosis que
nos aguarda: secretarias, dependientas, jefas de oficina, ayudantes, mujeres que trabajarán lealmente
(forman parte de la “gran familia de la corporación”) durante veinticinco años, desempeñando
trabajos rutinarios, seguros, aburridos, en su condición de víctimas bien dispuestas, son manejadas
por un personal astuto, el cual sabe que antes nos inclinaremos por los fáciles gozos que nos pueda
proporcionar la Asociación de empleados y el pic-nic anual que monta la empresa, que por el riesgo
que entraña lanzarnos solas a la lucha (abandonar a la madre) para ver de lograr un salario más
elevado. Son millares, millones, las mujeres que no dejan jamás a su jefe, quien las “necesita”.
Tales mujeres trabajan más de las horas reglamentarias por él, porque sienten simbióticamente que
su carrera es la de ellas, que forman parte de él. Sin embargo, cuando los ingresos de éste suben, el
dinero no es dividido en dos partes. Dentro del mundo de sexo, como en el de los negocios, el costo
de la simbiosis es muy alto.

Para una buena madre supone un fuerte sobresalto ver caer de bruces a su hijo, cuando
empieza éste a dar los primeros pasos, pero sabe que así es como se aprende a andar. El pequeño se
arrastrará como pueda, intentará incluso subir el peldaño inicial de una escalera, llegando hasta a
rechazar a su madre si ésta se decide a intervenir, a causa de que el impulso hacia el desarrollo es
muy intenso. Ella teme por su hijo, pero sabe que debe enseñarle a comportarse con valor. Antes
de haber salido de casa en dirección al jardín de infancia, los chicos han aprendido a rechazar a las
niñas que solicitan un beso. La madre ha empezado a enseñar a su hijo que no debe mantenerse
aferrado constantemente a ella (y eso que ambos ansían la continua unión). “No lo malcríes”,
recomienda el esposo. “Dejad que se marche” aconseja la cultura. El chico emerge de la simbiosis
para internarse en los placeres de la separación. El mundo se abre ante él. Gracias a la experiencia,
a la práctica, a la repetición, el joven aprende que se dan los accidentes, pero que éstos no siempre
son fatales, y descubre que se sobrevive a los rechazos. El desarrollo de su personalidad continúa.

En las niñas, por otro lado, prevalece un adiestramiento de signo opuesto. El gran y
mutilador imperativo es: “Nada Debe Causar el Menor Daño a Mi Niña.” Sólo se le permiten
aquellas experiencias que se presenten como envueltas en papel celofán. Cuando una niña,
correteando por el patio de la casa, cae y se lastima, su madre no le anima a repetir su acción, como
haría con su hermano. Abraza a su hija con fuerza y tiembla por las dos, por haberse aventurado
por un sitio peligroso; se muestra ansiosa, temiendo incluso por su vida. “Sabía que esto había de
ocurrirte”, le dice, dándole cuenta de algo que ella misma ha estado diciéndose toda la vida,
implantando en la niña la idea de que las mujeres son tiernas, frágiles y están fácil e
irremediablemente expuestas a ser perjudicadas por los azares de la vida.

Otros elementos de la relación madre-hija constriñen en la niña cualquier inclinación hacia


la aventura; ella quiere besos, pero espera el rechazo. La madre, con sus habitualmente
inconscientes esfuerzos para controlar sentimientos competitivos con su hija, instruye a ésta en el
sentido de que no debe esperar demasiado de su padre. “Vete, Papá tiene que estudiar unos
papeles.” Mamá nos está diciendo que los hombres no participan de “nuestra” necesidad de amar.

El mensaje, para la niña, está claro: sólo hay una persona que nunca la dejará, que siempre
dispone de tiempo para ella. Ni siquiera cuando echa de menos sus besos ha de pensar que es
debido a una falta de amor. Si ella fuese más obediente, si su madre dispusiese de más tiempo, si,
si, si…

Olvidamos aquel tropiezo. La promesa de que el amor estará a nuestro alcance la próxima
vez nos ha seducido. Hermanos, hermanas, amigos… No se puede confiar en nadie. Sólo la madre
se mostrará siempre constante.

“Usted podrá apreciar por qué una niña se aferra a su madre por efecto del temor que le
inspira el amenazante mundo exterior –dice el doctor Robertiello-, pero lo que hay que comprender
es que la madre no es un ogro, que mantiene a la chica encerrada por causa de cualquier rencor. La
madre abriga también temores reales, y tiene necesidades, que parecen quedar conjurados mediante
la simbiosis con su hija. Con demasiada frecuencia, la madre no se separa nunca de la suya, y
cuando la abuela gana en años, y mamá comienza a prever la pérdida de esa atadura, pasa el lazo a
su hija. Sobre todas las cosas, teme terminar sus días sola, sin tener a su lado nadie que le diga lo
que debe hacer. Desea ser “una prisionera del amor”.

“A consecuencia de este primario e inconsciente lazo de unión con la madre, la esposa-


madre nunca dispuso de libertad para ofrecer una lealtad de primera clase a ninguna persona nueva,
incluyendo al marido. ¡Oh, sí! Es posible que, de repente, registre un impulso hacia la separación al
contraer matrimonio, que se dé en ella un acceso de sexualidad, durante algún tiempo. Pero
demasiado a menudo, nacida ya su hija, vuelve a asentarse en el sentimiento menos excitante (por
otro lado, bien conocido y seguro) vivido con su madre, con la diferencia de que ahora se vale de la
hija. Suprime su independencia, atenúa su sexualidad, su intelecto; ya no es una joven mujer, sino
una “matrona”; es una madre. Ahora se siente a salvo de peligros para siempre. Ha conseguido
hacerse con una garantía frente al riesgo de quedarse sola durante el resto de su existencia, ya que
su hija va a sobrevivirla.”

No es de extrañar que las separaciones de madres e hijas en los aeropuertos y estaciones de


ferrocarril se adivinen tan cargadas de silenciadas culpas.

Para explicar la separación, la forma de hacernos con una identidad, hemos de volver una
vez más a la simbiosis, exactamente igual que el niño que está aprendiendo a mantenerse en pie se
vuelve con frecuencia hacia su madre para no caerse. Ese impulso que gobierna al bebé, presa del
pánico al sentirse solo, arrastrándose de repente hacia atrás, para ver si su madre sigue “allí”, si
“todo marcha bien”, es tan inevitable como la Segunda Ley de la Termodinámica.

Técnicamente, ésta es denominada “la etapa del acercamiento”, pero yo prefiero utilizar un
término más familiar, empleado por los psicólogos infantiles: “reaprovisionamiento”. Habiendo
instaurado una base con mamá, reabastecido, pues, el niño se muestra confiado y listo para
aventurarse de nuevo en el exterior. La buena madre comprende aquel atemorizado retorno, pero
no lo emplea como advertencia de que no debe volver a partir. Efectivamente, una vez ha visto que
el niño está reabastecido, lo anima para que se ponga nuevamente en marcha. La madre pegajosa
amplía los temores del niño. “¡Ah, pobre hijo! ¡Da tanto miedo lo que hay por ahí! No se te ocurra
volver a salir si no es en mi compañía.”

La madre de este tipo se mantiene tan apegada a su hija que no es capaz de saber si la
sensación de ansiedad es experimentada por ella o por la hija. En definitiva, esto da igual: la chica
asimilará el temor de la madre, haciéndolo suyo. El mundo exterior parece presentarse amenazador,
repulsivo. Ya de mayor hallándose lejos de la casa, se muestra preocupada a cada paso: la llave del
gas ha podido ser dejada abierta; alguien puede haberse puesto enfermo, o quizá esté agonizando.
Por encima de todo, a ella no le agrada hacer nada a solas. Necesita sentirse conectada en todo
momento, a cualquier coste.

Al final de una velada, en cierta ocasión, escuché una frase, que se me quedó grabada en la
memoria, de labios de una mujer que solía utilizarla a menudo. Había sido una de las danzarinas de
Martha Graham, logrando éxitos personales. En la época en que la conocí estaba casada y era
madre de dos criaturas. “Esta ha sido una noche grande –manifestó alguien-. ¿Por qué no
buscamos un sitio donde nos sirvan unos huevos fritos con jamón? Después, podríamos saborear un
buen café irlandés.” Mi amiga se mostraba vacilante. “Hemos estado recorriendo los dominios de
Robin Hood –dijo por fin ella, dirigiéndose a su esposo-. Ahora es momento de que volvamos a la
base del hogar.” Los dos querían irse. Frases infantiles, emociones infantiles. Estimo que esto
constituye una especie de metáfora con respecto a toda su vida, que se inició con una decisión años
atrás, en cuanto a lo profesional, finalizado al renunciar a la danza porque los viajes por carretera la
ponían “demasiado nerviosa”. Su necesidad de “hacer una base” del propio hogar –a fin de no estar
separada de alguna idealizada noción de seguridad-, hacíala volver siempre corriendo a aquél,
cuando la mayor parte de la gente prefería continuar con lo que estuviera haciendo.

Al explicar cómo el sentido de la aventura de una chica puede ser cortado de raíz, el doctor
Robertiello habla de la ansiedad de la madre. “Ella es la primera que se siente atemorizada al
advertir que está sola, sin su hija. A continuación, decide que ésta la necesita, o que se halla en
peligro. Echa a correr, en busca de la pequeña. Puede ser que la niña se encuentre tranquilamente
sentada en el patio, jugando con unas margaritas. ¡Ah! Pero allí está su madre, alarmada,
preocupada, llamándola para que entre de nuevo en la casa. La madre se enfrenta otra vez con la
hija antes de que ésta experimente la necesidad de regresar, de “reabastecerse”. Por ello, la chica
empieza a albergar una idea especial: incluso cuando una se halla tan bien, pasándolo a gusto, algo
puede ser que esté marchando mal en casa.”

Sin embargo, hay que señalar que toda acción da lugar a una reacción igual y opuesta.
Entre los catorce y los dieciocho meses, y hasta el tercer año, más o menos, el chico comienza a
experimentar una resistencia entre las demandas de la madre. Tal intento de afirmación propia se
halla marcado por el casi constante uso de la palabra NO.

He aquí una importante experiencia para el niño, que diferencia lo que él quiere hacer –aún
en el caso de que no haya tomado una resolución – de lo que la madre desea que haga. “Nosotros
queremos ir ahora al parque, ¿verdad?”, inquiere la madre, utilizando el pronombre simbiótico tan
imperiosamente como una reina. “No –contesta la criatura, afirmándose con un primer paso hacia
la individualidad y la separación -. Yo no.” Todos los que le oyen aplauden, hasta la madre, “¡Es ya
un hombre en pequeño! Sabe lo que desea; igual que su padre.” A las chicas se les da el tratamiento
opuesto.

Dice el psiquiatra infantil Sirgay Sanger: “Los chicos lo pasan mejor en este periodo de la
vida porque la madre piensa: “Bueno, la verdad es que yo sé bien poco acerca de las cosas de los
chicos. Es preferible que le deje desenvolverse solo.” Existe también una predisposición cultural
contra las madres que mantienen a los hijos sujetos a ellas. Pero, ¿y si se trata de una chica? Bueno,
de chicas sí que entiende la madre; lo sabe todo. Es una experta, en tal sentido. Por ello, concede a
su hija menos libertad, le resta algunas de las oportunidades que se le deparan para desarrollarse.
Se lanza como una apisonadora sobre la individualidad de su hija. Y dirá a la pequeña, por
ejemplo: “Vámonos. A ti te ha gustado siempre ir de compras conmigo. Es lo que ahora vamos a
hacer las dos.” Inmediatamente, la chica se vuelve menos asertiva, perdiendo buena parte de su
iniciativa. Esto comienza entre el primero y segundo año de la vida.”

La separación, al aumentar más que la necesidad de unos grados de simbiosis inapropiados


para el presente estado de desarrollo, no es un caso de blanco o negro… Teóricamente, la
separación de la madre debe quedar terminada a los tres o tres años y medio. “Pero yo creo que el
proceso se prolonga durante toda nuestra vida – asegura el doctor Robertiello-. No he conocido a
nadie en quien aquél haya tenido un fin, hombre o mujer. Todos nos hallamos conectados en grado
sumo con nuestras madres, o lo que las sustituya. Estimo que el proceso es especialmente agudo
con las mujeres porque en la chica persiste constantemente una imagen de su madre, de la cual
nunca escapa.” Malsana: he aquí la palabra con que hemos de calificar la simbiosis entre madre e
hija, después de los tres años. Sí, por vital que resulte en los primeros años de la vida, estamos ante
una salida difícil, porque nuestra cultura confunde la simbiosis con el amor; pero, habiendo crecido,
la simbiosis y el amor real se excluyen mutuamente. El amor implica una separación. “Te quiero”
sólo puede tener significado en el caso de que haya un “yo” para amarte “a ti”.

En una relación simbiótica, no existe un interés real por la otra persona. Se da únicamente
una necesidad, un anhelo de conexión, por destructiva que ésta puede ser. Se considera el
matrimonio muchas veces como la liberación de la hija con respecto al lazo simbólico de unión con
su madre. De hecho puede tratarse de un mero traspaso de ese lazo al esposo. Ahora él debe
apoyarla, darle vida, hacer que se sienta a gusto consigo misma. A menos que nos hayamos
separado de la madre mucho tiempo antes del matrimonio, resulta casi imposible establecer una
sana relación con un hombre.
Opino que la mejor definición que se ha dado del amor es la debida al psicoanalista Harry
Stack Sullivan: amar a una persona significa que uno se preocupa por su seguridad y su satisfacción
en igual medida que de las propias. Considero ésta una definición realista: nadie puede amar a otro
ser más que a sí mismo. La madre verdaderamente amante es aquella que cifra sus intereses
personales y su felicidad en ver a su hija como persona, no como una posesión. Es un proceso de
generosidad y amor, hasta tal punto que ella renuncia a su complacencia y seguridad para contribuir
mejor al desarrollo de su hija. Si obra así sinceramente, termina consiguiendo la Póliza del Seguro
del Amor. La madre dispondrá en el futuro, para siempre, de alguien que se preocupe de ella…
Entonces no se dará el caso del amor resentido y culpable. Entonces sólo habrá una hija que da su
amor espontáneamente.

“¿Un auténtico amor madre-hija? –inquirió la psiquiatra Mio Fredland cuando me


entrevisté con ella por vez primera, en abril de 1974 -. Pienso que esto implica un reconocimiento
por parte de cada una de la separación de la otra, y un mutuo respeto. En el caso de la hija, ha de
amar a su madre en primer lugar, para poder amarse a sí misma como mujer; este amor se
presentará de nuevo cuando sea más madura. Pero ella debe primero “admitir” a la buena madre
mientras sea una niña; más grande emergerá de la infancia como una persona aparte.

“¿Qué es lo que yo pienso acerca de mi hija? Para mí, es un don del cielo. Siempre la
estuve esperando. Efectivamente, cuando me hallaba embarazada soñaba con ella, y es exactamente
la criatura que vi en mis sueños. Deseaba tener una hija por muchas razones. Una de ellas era mi
deseo de establecer con mi hija una relación completa, que me compensara de todo lo que eché de
menos en la relación con mi madre. En realidad mi madre no participó en ello. Me amaba,
ciertamente, e hizo cuanto estaba a su alcance para ser una buena madre. Ahora bien, eran muchas
las cosas que le inspiraban temor. Mi hija responde exactamente a la criatura que siempre deseé
tener.”

Es interesante observar cómo los sentimientos de la doctora Fredland acerca de su hija


habían cambiado por la época en que volví a entrevistarme con ella, un año más tarde, en abril de
1975:
“¿Cómo evito ver a mi hija como una prolongación narcisista? Mi formación me ayuda a
verla objetivamente, desde luego, pero también creo que mi actitud ha cambiado desde la última vez
que hablamos, el año pasado. Al crecer, al adquirir más personalidad, me siento más despegada de
ella, lo cual no significa que la ame menos… Es que la amo de otra manera distinta. La veo
completamente separada de mí. Aprecio qué dones posee, qué es aquello que más le interesa, cuáles
son sus defectos. Cuando se permite a la hija que se despegue de una, ella acabará por ampliar los
límites, revelará hasta qué punto insiste buscando su espacio vital.”

Me agradan estas manifestaciones de Mio Fredland. Sus palabras muestran la existencia de


una evolución positiva en la relación amorosa madre-hija. Los primeros comentarios de la doctora
Fredland fueron formulados en la época en que todavía tenía a su hija como una especie de
prolongación narcisista de su persona. Un año después, la atención de la madre se aparta de lo
externo para concentrarse en su hija, en el proceso de su separación y crecimiento.

Casi siempre resulta demasiado difícil estudiar qué es lo que realmente vemos en nuestra
madre, a causa de que la distancia que nos separa de ella es muy corta. ¿Es una “mala madre”?
¿Somos nosotras “malas hijas”? Estas dos proposiciones aparecen tan cargadas emocionalmente,
son tan crudas, que nos es imposible responder razonando. También sugeriré otra causa de que
sean tan difíciles de contestar: la de que sean expuestas como propuestas moralistas. Estamos
formulando erróneamente las preguntas. Aquí, la pregunta real que debe plantearse es la siguiente:
“¿Nos hemos amado las dos en los primeros años, y separado posteriormente, de manera que nos
hayamos proporcionado mutuamente espacio suficiente, aire suficiente, libertad suficiente para
continuar amándonos?”

¿A qué se deben en verdad esas llamadas telefónicas a la madre? ¿Están inspiradas por un
amor real, o por la necesidad de mantener la simbiosis? Si al llamarla nos sentimos felices,
espontáneamente, porque el intercambio nos produce cierta elevación de nuestra moral, podemos
pensar en un impulso realmente amoroso. Si nos dirigimos hacia el teléfono –aunque sea a diario-
con una penosa sensación de coacción y deber, movidas por una ansiosa necesidad que tales
llamadas no satisfacen, si nos separamos del aparato llorosas, puestas a la defensiva, o sintiéndonos
culpables, no hay por qué pensar, aunque nuestra sociedad crea lo contrario, que tal relación madre-
hija se encuentra informada por el amor (como no sea que se guíe uno tan sólo por la elevada suma
a que asciende el recibo de la compañía telefónica).

Al buscar argumentos para comprobar si nos hallamos todavía excesivamente ligadas a la


madre, hemos de fijar la atención en nuestras relaciones con los hombres, con las otras mujeres, y
en nuestra forma de abordar el trabajo. La necesidad de ligarnos a alguien, el temor a sufrir
cualquier tropiezo, la incapacidad con vistas al avance y/o la competición, no son esquemas de
comportamiento adquiridos después de haber estado en dicho plano y dejado atrás el hogar. Son
normas de acción y reacción asimiladas en casa, durante nuestros años de formación con la madre.

Sé de mujeres que fueron amadas por sus madres por sí mismas y que luego les permitieron
que se alejaran de ellas. Su característica es la consistencia de su conducta; esas personas no se
comportan como los camaleones, no cambian constantemente de opinión baja la influencia de una
nueva personalidad o situación que les sale al paso. Cuando hablan con sus madres lo hacen en
plan de mujeres ya hechas, y no con cierto tono infantil, ni recurren a expresiones quejumbrosas, ni
a respuestas evasivas. Si se les pregunta lo que piensan, facilitan una respuesta sin rodeos, directa.
No temen que la otra persona se enoje ante su candor. Enfrentadas con una difícil situación
emocional, es posible que no sean capaces de resolverla inmediatamente, pero su primer impulso
nunca será intentar averiguar qué respuesta esperan los otros recibir. Lo que hacen es preguntarse:
“¿Qué es lo que yo quiero?”, o bien, “¿Qué siento acerca de esto?” Actúan con plena certidumbre
en todo lo que les atañe.

Por otro lado, quienes no están seguras de sí mismas acaban convirtiendo en realidad sus
temores. Una mujer me dice: “Desde el comienzo supe que aquello no podía durar. ¿Sabe lo que él
me dijo no hace mucho, al separarse de mí? “Estoy aburrido, cansado de que estés preguntándome
constantemente si te quiero, para mostrarte incrédula cuando te doy una respuesta afirmativa.”
Frecuentemente, la inseguridad se enmascara con un sentimiento opuesto. No nos sorprende que,
por ejemplo, el macho semental se sienta a veces asaltado por las dudas acerca de su virilidad. De
la misma forma, las mujeres son acusadas de ser vanidosas, de ser sorprendidas en actitudes que
denotan su autoadmiración. La verdad es que no poseemos la menor certeza sobre nuestra
apariencia exterior.

Tengo una amiga, de bella figura, que se queja constantemente de poseer unas caderas
“enormes”. Asegura que soy una mujer de suerte, por no tener que preocuparme de tales cosas.
Ella tiene mi talla. Finalmente, le pregunto cuánto mide de caderas. Le indico que las mías tienen
cinco centímetros más que las suyas. “¡No puede ser!” –exclama -. Tienes un cuerpo muy esbelto.
¡No es posible que tengas unas caderas más grandes que las mías!” Rechazamos hoy los hechos
porque la imagen fue implantada en una época que ya no recordamos, por alguien que lo sabía todo.
No nos pasamos tantas horas delante del espejo porque nos impulse a ello la vanidad, porque
estemos enamoradas de nosotras mismas. Nos lleva a ello la ansiedad. Algo marcha mal en nuestro
narcisismo primario.

El narcisismo secundario es de tipo patológico porque intenta llenar el vacío en la


saludable imagen propia con una intensa preocupación por el yo. Este puede ser expresado con un
enfoque excesivo en apariencia, o mediante síntomas físicos y emocionales (hipocondría). Una
persona así trata de compensar la falta de atención de que fue objeto en la infancia, muy
especialmente durante el primer año de su vida. Recurre para ello a la misma clase de exagerada
atención que necesitó en otro tiempo de su madre, pero de la que no disfrutó en aquella etapa de su
evolución. El narcisismo secundario se halla marcado por la repetición ansiosa; puesto que es un
sustitutivo imperfecto, no podemos dejar que cese. Lo paradójico del caso es que se encuentran
afectadas por él las mujeres llamadas corrientemente vanidosas, debido a que suelen estar
alabándose a sí mismas continuamente, sin cesar en su intento de probar a atraer la atención de los
demás o de ganarse cumplidos.

Constituyen un espléndido ejemplo –sólo que a la inversa- de que no es la admiración


excesiva, sino la escasa, lo que “echa a perder” a los niños. Todos los elogios del mundo no pueden
ya serles de utilidad, no les nutren, pues ha quedado atrás la época apropiada. Los cumplidos pasan
raudos, vuelan. Como si hubieran sido forjados para alguien que fuera en pos de ellos.

Normalmente, es fácil para la madre dar satisfacción a nuestras necesidades narcisistas en


la primera etapa, a raíz de nuestro nacimiento. En los iniciales periodos de la simbiosis, estamos tan
unidas a ella, nos sentimos tan poco diferenciadas de ella, que amarnos a nosotras es como si se
amara a sí misma. Pero a medida que nos apartamos de la madre, se requiere por su parte un tipo de
amor informado, maduro, generoso, para que acepte la idea de que las necesidades de su bebé no
son siempre las suyas. La madre ha de evolucionar también, facilitando a la hija espacio para
corresponder a sus deseos, aún en el caso de que éstos se encuentren en conflicto con los suyos, por
efecto del enojo o la decepción. En los primeros pasos de las instrucciones referentes al aseo, la
pequeña puede sentirse orgullosa de sus logros, ofreciendo éstos a su madre, como símbolo de
amor. Si esto no se aviene con la imagen que se había forjado de nosotras, empeñándose en vernos
siempre cubiertas de rosadas cintas, pueden surgir serias complicaciones. Ella debe mantenernos a
suficiente distancia, para que podamos evolucionar a nuestro paso, no al suyo. Ha de amarnos por
lo que hacemos y necesitamos, no sólo cuando coincidimos con su fantasiosa imagen de la criatura
perfecta.

“La primera vez que vi a mi hija recién nacida –dice la doctora Leah Schefer- me pareció
una criatura inmensa, edémica, ahogada en carnes. “Santo Dios –pensé-, no permitas que mi hija
sea una de esas niñas gordas que se ven por ahí”. De repente me asaltó una fantasía, viéndome
como una madre muy compuesta, muy chic, del Ladies’ Home Journal, arrastrando a una niña de
ocho años de edad al interior de Best & Company, esperando contra toda esperanza que sería capaz
de dar con algo para cubrir dignamente todas aquellas grasas. Al tercer día, mientras me peinaba
delante de un espejo, se me ocurrió esta idea: es posible que a ella no le agrade tener una madre de
más edad que las madres de sus amigas. Quizá desee tener una madre de ésas de parque en vez de
un que sea una profesional. ¡Tal vez no sea como yo! Decirme esto vino a ser un acto de liberación
para ella, el más eficaz en que hubiera podido pensar. No había tenido más que caer en la cuenta de
que existía la posibilidad de que la niña no fuera la hija de mis sueños. No tenía, pues, que esperar
mi aprobación tampoco. Fue ésta una extraordinaria experiencia, fundamental en todos los aspectos
para nuestras relaciones.”
¿Qué madre no ha soñado con ver a su hija como una criatura ideal? El amor que la madre
siente por sí misma es la primera causa del otro, simbiótico, que la inspiramos. Los dos andan
juntos, entrelazados. Ella comienza a amarnos porque nosotras somos su propio cuerpo y espíritu
hecho carne: una narcisista prolongación de sí misma. Nosotras representamos todo lo que ella
pretendía obtener de la vida.

“Pero el sueño no dura más que unos pocos meses –dice el doctor Sanger-. La pequeña no
puede dar a la madre lo que ésta quiere, esto es, que convierta sus sueños en realidad, la cual se
impone rápidamente. La niña hace saber a la madre que no va a cumplimentar todas sus fantasías.
Tiene cólicos, llora, vomita… La criatura informa a la madre que posee una vida propia.” Se trata
de la primera sugerencia de la idea de separación; algunas madres se sienten disgustadas al observar
unos indicios del esfuerzo que realiza el yo de la hija para nacer. Se sienten dolidas o
decepcionadas. Se esfuma la actitud de adoración. Cuando la chica mira al rostro de su madre, ya
no se ve como antes, igual que si reflejara su cara en un espejo dulce y cariñoso; la pequeña ha
dejado de ser, además, “la chiquilla más linda del mundo”. “El gesto de adoración de la madre se
interrumpe- prosigue diciendo el doctor Sanger- porque nota que la pequeña no le responde como
ella desearía. Y toma esto como una acusación. Cree saber perfectamente, porque ciertas ideas se
hallan muy arraigadas en ella, y las acepta reverentemente, cómo ha de ser su hija con ella, y no se
encuentra satisfecha. Muy simplemente, una vez más la madre se aparta. La incapacidad de ésta
para permitir que su niña disponga de una vida auténtica y separada ha cortado la comunicación
entre las dos desde el principio.”

El sano narcisismo primario tiene sus raíces en la infancia. La voz de la madre es la


primera voz “objetiva” que percibimos; su cara es nuestro primer espejo. De recién nacidas, todas
las cosas maravillosas que se dicen de nosotras le parecen pocas. Absorbe literalmente los elogios
de parientes y amigos, quienes aluden incansablemente a nuestra belleza, nuestro volumen, nuestra
sorprendente agilidad, en interminables cuchicheos. Ella se apresura a transferirnos estos
homenajes. En esta etapa está tan ligada a nosotros que no sabe dónde terminan los elogios para
nosotros y comienza la admiración de los demás por haber dado a luz un bebé tan maravilloso.
Nosotros alimentamos su narcisismo, y ella alimenta el nuestro. Estamos en la cumbre de la
simbiosis; el narcisismo primario funciona como ha de ser. Está naciendo nuestro yo.

Todo esto es harina para el molino de la identidad. De tal experiencia saldrá una persona
que va a poseer una buena imagen de sí misma. Saldrá alguien que será capaz de entrar en
cualquier sala o habitación sin dar muestras de timidez, que creerá que gusta a los demás, que
aceptará los elogios suscitados por su trabajo como algo que le es debido, que se sonreirá con
complacencia al verse reflejada agradablemente en los ojos del prójimo, igual que se devuelve una
sonrisa frente al espejo. Cuando un hombre le diga “Te amo”, ella se sentirá complacida y no
atenazada por la incredulidad y el temor.

¿Corresponde esta descripción a tu persona, lectora, o a las mujeres que tú conoces? ¿Qué
ha pasado? ¿Qué es lo que se ha desviado, incluso cuando la vida comienza con la sólida
satisfacción del narcisismo primario? ¿Por qué no continuamos buscándolo más tarde en la vida, o,
si es que hemos insistido, no nos es posible saborearlo, ni sacar ningún elemento nutritivo de él, que
sirva para alimentar nuestro amor propio?

“Hace cinco años –dice el doctor Robertiello- desconocíamos todo lo relativo al


narcisismo. Ahora sabemos que el sano narcisismo constituye un factor normal y necesario dentro
del proceso del desarrollo. Actualmente nos esforzamos en poner a la gente en contacto con sus
necesidades. Por ejemplo, en la terapia de grupo, se hace que alguien, de pie, a la vista que si
acabara de morir y tuviera que hacer un discurso necrológico. Incluso con el permiso explícito –
hasta una orden- de decir algo agradable de uno mismo, hacer esto supone una de las cosas más
difíciles de hacer para cualquier persona. Antes preferirían verse en paños menores.

“La causa de que algunos se sientan alterados ante la perspectiva de buscar alabanza ajena,
de procurarse un juicio agradable formulado por los demás, radica en que de niños no lograron
disfrutar de suficiente adulación por parte de sus madres. Esta clase de madres son habitualmente
las que censuran con energía el orgullo o el engreimiento. En consecuencia, cuando la criatura, de
una manera sana, normal, lleva a cabo algún intento para justificar su orgullo ante ella, la madre no
solamente se lo niega, sino que además la humilla por haber hecho gala de él. Con el tiempo, estos
niños se convierten en seres que, o no pueden buscar el elogio, o son incapaces de creer en él
cuando lo tienen. Actualmente estamos intentando que las personas superen el trauma de sentirse
avergonzadas de sus necesidades. Por el contrario, las animamos a que salgan de su círculo, a que
den con gente que les procure el aplauso que necesitan, todo de una forma muy abierta y directa.”

He aquí algo que en el seno de la familia ocurre muchas veces: una madre a la que nunca le
han parecido suficientes los elogios prodigados a su pequeña, empieza a decir, de pronto, a los
amigos y admiradores de su hija, al cumplir ésta los tres o los cuatro años: “Bueno, ya está bien. Ya
la alaba bastante su padre. No queremos que nuestra hija acabe siendo una engreída”. La
satisfacción narcisista primaria se interrumpe.

Lo que ha sucedido aquí, al rechazar la madre los elogios y empezar a hacer que la chica
sea consciente de que debe ganárselos –e incapaz de aceptarlos cuando los merezca-, es que la
madre ha comenzado a proyectar sobre la pequeña su propio temor de parecer irracionalmente
engreída. Ahora que ya no somos criaturas –mudos, pasivos, adorables y pequeños receptáculos
para la admiración-, y nos hemos convertido en personas activas, la madre se identifica con
nosotras. Ella sabe lo que sentiría de escuchar esa extravagante alabanza. La madre se proyecta en
nuestras mentes porque no se ha separado, aportando con ella su dañado narcisismo, su
incapacidad de creer en los cumplidos, su temor de ser poseída por la soberbia. Cuando éramos
niñas, ella participaba de las palabras de admiración que se nos prodigaban. Ahora, de mayores –
cuando somos su imagen- proyecta su vergüenza sobre nosotras. He aquí la forma en que su propia
madre comenzó a minarle su propio y sano narcisismo, haciéndola sentirse turbada por ello. Ahora
lo está haciendo con nosotras.

Esa es la esencia de la cadena de amor propio y abnegación que ata a las mujeres a través
de las generaciones: a menos que la madre pueda conceder a la hija su propia identidad, a menos
que se separe, aquélla no será capaz de contener su ansiedad ante los cumplidos vertidos sobre la
pequeña. Seguramente habréis estado en alguna reunión donde en determinado momento una
amiga carente de aptitudes se haya puesto a cantar. ¿No os sentisteis turbadas por ella? Descubríais
su ansia de atención y aprobación; sentíais en vosotras, por anticipado, la humillación que la amiga
sufriría si no lograba los elogios buscados. En esta experiencia os identificabais con ella. Una
madre siente esto con mucha mayor intensidad ante su hija, cuando la pequeña, con la ingenua
confianza e inocencia de los niños, echa a correr hacia un desconocido, buscando una sonrisa de
recompensa. Entonces, la madre se ruboriza, turbada, y hace que la niña se aparte de su objetivo.

La semilla ha sido plantada: si no aprendemos a rechazar esos cumplidos por nosotras


mismas, ya no seremos unas niñas buenas. Seremos unas malas hijas, distintas de nuestra madre.
Esta debe advertir en nosotras imperfecciones cuya existencia no sospechamos, y que los
desconocidos pueden detectar en cualquier momento. Nos ruborizamos ante nuestra estupidez, al
juzgarnos tan dignas de ser adoradas.
La vergüenza que siente nuestra madre por nosotras es la expresión de su esfuerzo para
protegernos. Captando su ansiedad, rechazamos la sonrisa de la persona desconocida –la
aprobación del mundo exterior-, y nos volvemos hacia ella. Se refuerza la mutua falta de
separación. Aquello precisamente –la admiración y los elogios de los demás- que nos daría el valor
para evolucionar en lo que hemos de ser, para fijar una clara línea entre las actividades que pueden
turbar a nuestra madre, pero que ejercen un efecto totalmente distinto y positivo sobre nosotras, ha
quedado eliminado.

Resulta vano dedicar a una criatura elogios, amor o adoración, justamente cuando se
empieza a producir el proceso de separación. Si mi madre no me deja ir, si no me deja ser yo
misma, si ella yo continuamos unidas en simbiosis, de nada van a servir todas las alabanzas del
mundo, porque en ninguna de ellas estoy yo. No hay ninguna imagen propia. Solo estaremos ahí
“nosotras”, y cualquier cosa buena que se diga de mí por el simple hecho de ser yo una
prolongación de su voluntad hará que me sienta incómoda. Ello indica que soy digna de ser
ensalzada únicamente como parte de ella; por mí misma, apenas existo.

¿A cuantas madres habéis oído decir, dirigiéndose a sus hijas (de cualquier edad): “¡Tienes
un aspecto maravilloso!... sin embargo, deberías ponerte un poco más de sombra en los
párpados.”¿Cuándo fue la última vez que nuestra madre os dijo: “¡Eso lo has hecho perfectamente,
querida!”, con la absoluta certeza de una persona que manifiesta su admiración por otra?

Dice el doctor Sanger: “Casi desde el nacimiento, vemos que las madres reprochan a sus
hijas que no son todo lo buenas que sería de desear. La madre no se inquieta tanto con su hijo. En
cambio, está constantemente ajustando, fijando e intentando perfeccionar a su hija, la pequeña
mujer, imagen de sí misma, de la misma forma que se afana con su nunca perfecta apariencia. No
puede mantener sus inoportunas manos apartadas de la niña. Es como si la viéramos inclinarse
sobre la cuna, diciendo: “Pongamos ahora este pequeño mechón de pelos en su sitio.” Con el
tiempo, la hija advierte que esta clase de atenciones son un golpe. Ella pensaba que su aspecto era
correcto, pero nada más poner la madre los ojos en ella, se da cuenta de que no es así.”

Con el tiempo, también, la hija puede aprender a ocultar su persona ante los ojos atentos de
la madre, o sus molestas manos. Es posible que se separe de ella tanto, que no pueda alcanzarla. Y
puede ser, asimismo, que quede atada a ella con una relación oscura, semidependiente, semialejada,
buscando y esperando el amor sin condiciones prometido por la madre, pero nunca sentido. De una
manera u otra, la madre que nunca nos dio su total aprobación nos ata a ella para siempre.
Continuamos intentando ganarnos su aprecio porque jamás renunciamos a la infantil creencia de
que, por una vez, si obramos bien, ella nos admirará de ese modo total, absoluto, que siempre
ansiamos.

Pero la madre no puede obrar así. Puesto que no se siente separada de nosotros, todos
nuestros fallos, incluso los más leves, son suyos. Cuando algo ha marchado mal, dice: “¿Cómo has
podido hacerme eso? ¿Qué dirán nuestros vecinos?” Nuestros deseos, sentimientos y acciones –ni
siquiera nuestros fallos- no nos pertenecen.

Cuando una madre se considera falta de atractivos o fracasada en la vida, fácilmente puede
llegar a proyectar tales sentimientos negativos en su hija, llegando a hacer pensar a ésta que también
es una desdicha como persona. Es posible que adopte una actitud competitiva con la hija, o que la
empuje a ser la maravillosa mujer que a ella le hubiera gustado ser. Las combinaciones y
permutaciones pueden ser infinitas: son dos personas con dos juegos de historias físicas,
intelectuales, emocionales y temperamentales, constantemente entremezclándose. Una madre
puede decir acerca de un joven: “Mi hijo, el doctor.” Quizá a él esto le enoje, pero no constituye una
extensión de la madre. Los psiquiatras llaman a esto “uso del chico”. La madre utiliza al joven
como si se tratara de un adorno.

Una mujer de veintiocho años me dice: “Inmediatamente después de dar a luz, el médico
levantó ante mí a la criatura, y yo empecé a dar gritos. Pensé haber visto un pene. Luego, gracias a
Dios, me di cuenta de que era una niña.” ¿Os puede hacer concebir grandes esperanzas sobre el
futuro de la niña una madre que ha deseado con tanta intensidad dar a luz una hembra? A mí, una
cosa así me inspira preocupación. La madre que ansía con tanto ardor tener una hija espera tanto de
ella que lo más probable es que la chica nunca pueda estar a la altura anhelada. Jamás se apartará
de la madre, para quien constituye un factor que le proporciona placer y bienestar. Mientras siga
siendo la pequeña de su madre, no cesarán los elogios que se le dedican. Si intenta evolucionar y
alejarse, la actitud de aprobación, ambiente vital, desaparecerá. La satisfacción narcisista sin
separación es una trampa. La alabanza por una misma, sin más, es grata. La que sirve para
generar la complacencia en otra persona no cuenta para nosotras, ya que no somos apreciadas por
nosotras mismas.

Las hijas con madres como ésas conocen luego algo paradójico: “Mi madre me ama; me lo
ha dado todo. Se interesa por mí; se interesa por todo lo que a mí me afecta, por cuanto hago. Nos
escribimos con frecuencia, charlamos y nos visitamos a menudo, y cuando tengo necesidad de
hablar con alguien sé que puedo contar con ella… Sin embargo, ¿por qué echo de menos algo
especial en mi vida?” Las hijas que han intentado hacer realidad los sueños maternos acaban con la
personalidad disminuida. El triunfo, la belleza, el matrimonio, y la riqueza, por ejemplo, no son
cosas vividas intensamente, a causa de que la hija ha sido siempre una prolongación de su madre y
no una persona con identidad propia.

En una medida u otra, la anterior descripción puede aplicarse a casi todas nosotras.
Avanzamos por la vida formulándonos preguntas después de producidos los hechos: “¿Por qué no
me decidí a amar a aquel chico formidable?” “¿Por qué no aproveché aquella oportunidad?” “¿Por
qué no emprendí aquella emocionante aventura?” Nos negamos todas esas cosas porque nuestra
madre las habría rechazado. Anulamos las realizaciones personales, las decisiones denotadoras de
nuestra individualidad, a tenor de lo que ella habría hecho. Haber llevado a cabo aquellas cosas, a
su pesar, es algo que hubiera reforzado nuestra separación.

“La causa de la mayor parte de las reprobaciones clasificadas como “femeninas” arranca
habitualmente del nacimiento”, dice el doctor Sanger, al citar unos estudios sobre madre/hijo que se
realizan actualmente en el St. Luke’s Hospital, de Nueva York. “La sutil privación de
demostraciones físicas de afecto que las niñas pequeñas reciben de sus madres hace que las mujeres
sean más vulnerables al temor de perder y finalmente a la pérdida de una unión; desde un principio
no han estado seguras de ello. Es lo que hace que ciertas mujeres se aferren incluso a hombres que
las tratan mal; se muestran posesivas y luchan por las migajas de amor que pueden conseguir.

“Esta privación que sufren las niñas pequeñas se inicia muy pronto, y no es preciso que
exista un prejuicio consciente por parte de la madre. Cuando un niño hace algo que denota su
listeza o aptitud para salir airoso, será recompensado por la madre con una cariñosa palmadita, con
un contacto, con una expresión física de aprobación que él apreciará perfectamente. Sin embargo,
si una niña lleva a cabo la misma acción, observamos que lo más corriente es que se vea
recompensada tan solo con una sonrisa o esbozo de sonrisa por parte de la madre, o con unas
palabras en forma de cumplido. Ninguno de los dos, ni el chico ni la chica, son capaces, desde
luego, de establecer una comparación: ambos reconocerán que el gesto de su madre ha sido de
aprobación, de aceptación. Pero gracias a la clara sensación de aprobación física que ha percibido
en la madre, el chico, inconscientemente –incluso antes de que sepa hablar-, comienza a crear su
cuenta bancaria de auto-aceptación para toda la vida. De la chica hay que decir que la ausencia de
algo que supone relación física –la más directa comunicación de seguridad y aprobación que una
madre puede ofrecer al hijo- significa que no quedará muy cerca del hermano en cuanto a
autonomía y amor propio.”

El doctor Sanger termina diciendo: “Con el tiempo, la niña puede llegar a creer que la
madre no la mima o acaricia todo lo que ella quiere porque no es suficientemente buena porque no
ha sabido hacerse estimar. Con frecuencia, lo que hace que las cosas marchen peor es el hecho de
que los contactos que tiene con la madre –el acicalamiento corriente, el arreglo o ajuste de vestidos,
todo ello origina mucho manoseo- son de tipo negativo. Así es como la niña ahonda en la idea de
que algo hay en ella que no marcha bien, de que no actúa de la manera conveniente, de que algo
falla.”

Aunque los estudios del doctor Sanger se hallan documentados con pruebas filmadas, con
objetiva evidencia, la mayor parte de las madres con quienes he hablado de estos hallazgos niegan
que sus intercambios físicos con sus hijas sean distintos de los tenidos con los hijos. La idea es
profundamente discutible. Una mujer sonreirá con ternura cuando se le diga algo que se ha dicho
siempre: que se inclina por los chicos, en tanto que el padre prefiere a las hijas. Ahora bien, si a tal
afirmación –una verdad, en general- se le da un carácter muy particular, asegurando a la misma
mujer que en un momento dado, por ejemplo, besó más veces y abrazó con más fuerza al hijo que a
la hija, la madre se sentirá ofendida. Con todo, aquí no se plantea ningún gran misterio psicológico.
El sentido común y la experiencia nos dicen que para las mujeres abrazar, besar y tocar a los
hombres es algo más “natural” que abrazar, besar y tocar a otras mujeres.

De un hecho tan cotidiano se derivan grandes consecuencias para la vida psicológica de las
mujeres. “Es el caso del árbol joven - manifiesta el doctor Robertiello-. Si se hace una pequeña
incisión en su corteza, cuando aquél se desarrolle, convirtiéndose en un gran árbol, aparecerá un
corte grande en el tronco. Cuanto antes ocurra la cosa, mayor será el impacto. Estos hechos no son
irreversibles, pero si dependen, y mucho, del tiempo. Si no tuviste una madre que te adoró con
todas sus fuerzas, cuya faz y cuyo cuerpo, y maneras, se te mostraron durante el primer año de la
vida, una madre que te amaba por ti misma lo suficiente para permitir la separación de las dos al
término del tercer año, será muy difícil, suceda lo que suceda a partir de entonces, que halles más
tarde algo que pueda servirte de compensación”

Efectivamente, después de haber cumplido la criatura los dieciocho meses (más o menos),
resulta destructivo, habitualmente, intentar dar con algo que compense la falta de proximidad que
debía haber existido desde el nacimiento. He aquí lo que nos dice una mujer de treinta y siete años
de edad al recordar lo sucedido cuando su madre quiso darle todavía de pequeña todo el cariño que
realmente ella necesitaba en la cuna:

“Tengo una foto en la que aparezco con la ropas del bautizo, sostenida por dos enormes
doncellas. Años después pregunté a mi madre por qué no había salido en la fotografía. “¡Oh! –me
respondió-. Tuve que ausentarme, para ver unas antigüedades.” Antes de cumplir los tres años fui
enviada a un jardín de infancia. Recuerdo que no me gustaba, pero mi madre me explicó que acabé
saliendo de casa con una botella bajo el brazo y varios pañales de reserva bajo el otro, y que luego,
alzando la botella, saludé y me marché. Ella pensaba que aquello era una actitud maravillosa.
Posteriormente murió mi hermana –yo contaba cinco años; ella era menor-, y esto lo cambió todo.
Mi madre se volvió terriblemente posesiva. Desde luego, correspondí a aquel amor que me ofrecía
–yo contaba cinco años; ella era menor-, y este hecho lo cambió todo. –yo era una criatura de cinco
años, necesitada de afecto-, pero esto había de perjudicarme durante años. Puede ser que me
sintiera insegura, pero yo estaba prevenida para hacer frente a tal situación. Al abordarme mi madre
con su sofocante amor, se disipó toda la seguridad que había sabido conquistar por mí misma.
Recuerdo que mis temores e inseguridades comenzaron realmente alrededor de esa edad. Yo
hubiera podido avanzar mejor por la vida de haber ella continuado desentendiéndose de mí.”

La regla primaria, siempre, es ésta: una madre no se equivocará jamás, cuando, habiendo
cumplido su hija un año y medio, se dedica a estimular su individualidad y la separación. De no
haber sido todo lo buena madre que le gustaría confesar, ha de desentenderse de sus culpables
deseos de ofrecer una compensación excesiva, poniéndose de parte del yo de la criatura, en proceso
de desarrollo. El tren de la simbiosis partió ya…
En nombre de la imparcialidad, y también de la realidad, permitidme que añada una
importante postdata, que es cierta, no sólo por lo que a este capítulo respecta, sino con relación a
todo el libro: mirando atrás para ver qué es lo que la madre pudo hacer o dejar de hacer, adoptamos
una actitud que nos encierra en el pasado. “Bueno, ella procedió así. Yo no puedo hacer nada ya en
tal sentido.” Echando las culpas a la madre nos volvemos pasivas, nos quedamos atadas a ella. Así
es como rechazamos una responsabilidad que nos incumbe.

Todo lo que cualquier madre puede hacer es lo mejor. No tiene que ser, necesariamente,
perfecta… Basta con que sea una madre “suficientemente buena” como tal. Por desgracia, los
niños, en sus cosas son de una mentalidad más simple que los adultos. “Los hijos dependen hasta
tal punto de sus padres –explica el doctor Sanger-, que de cualquier fallo o imperfección el chico (o
la chica) deriva una amenaza para su existencia. “Si mamá es olvidadiza o descuidada con respecto
a esta pequeñez, es posible que en la próxima ocasión no se ocupe de mí para nada.” Esto se halla
directamente ligado con la nutrición, con el sostén de la vida.”

Quizá sea demasiado pedir a los niños que aprecien las complejidades. Ahora bien, ¿es lo
mismo ya de mayores? Los chicos ven a la madre como una diosa, hasta el punto de olvidarse de
que también ella se haya sujeta a las vicisitudes de la vida. Quizá su familia era pobre. Tal vez el
padre fuera un alcohólico, o se dedicara a ir detrás de las mujeres. Es posible que la chica misma
llevara consigo ciertos rasgos temperamentales que la hicieron desarrollarse de una manera que
ninguna madre podía modificar.

“En el trabajo analítico –dice el psiquiatra infantil Aaron Esman –una de las mayores
resistencias se concreta en esta idea: “Mi madre tuvo la culpa de ello.” Los pacientes no quieren
aceptar su responsabilidad personal, de manera que echan la culpa de todo a la madre. En nuestro
mundo post-freudiano, tal proceder está muy de moda, pero culpar a la madre significa que uno no
ha de examinar su yo, ni enfrentarse con los propios problemas. La labor de acoso dirigida contra el
padre, contra la madre, consume una energía que podría tener mejor aplicación si se dedicara al
examen de las decisiones erróneas en que uno ha incurrido.” Meditando sobre pasadas injusticias,
perdemos impulsos que podrían ayudarnos a mejorar nuestro futuro.

Aquellas de entre nosotras que rechazaron a sus madres se ven con frecuencia arrastradas
hacia hombres con el mismo frío temperamento. Intentamos que sean cálidos con nosotras. Esto
es, sencillamente, una repetición del pasado. Sería mejor que renunciáramos al amargo consuelo de
las recriminaciones, para dar con alguien a quien no tuviéramos que vernos forzadas a halagar
continuamente, y que se mostrara cordial, afectuoso, alegre. Nuestro trabajo como adultas es
comprender el pasado, aprender sus lecciones, y olvidarlo. Eso de echar la culpa a la madre es una
forma negativa de adherirse a ella todavía.
CAPÍTULO 3
LA HORA DE LA SEPARACIÓN
Con el correr de los años he recolectado, rebuscando en los desvanes de la familia, una
historia, en tono sepia, de la juventud de mi madre. Mi abuelo era un hombre que lo fotografiaba
todo. Las fotos, en sus complicados marcos originales, cuelgan de las paredes de un pasillo de mi
casa, donde, invariablemente, mis visitantes se detienen. “¿Quién en ésta?”, inquieren, señalando a
una joven inclinada sobre el cuello de un caballo, con el cuerpo medio flotando en el aire. “Es mi
madre, cuando participó en una carrera de obstáculos en Pittsburgh”, respondo. “¿Y los demás?”
Explico que la mujer sentada ante el piano de cola es mi madre, de nuevo, quien se halla
acompañada de sus hermanas y de su hermano. La mayoría de mis amigos no conoce a los
familiares de mi madre, por supuesto; pero me miran como si no fuese así. Las viejas fotos
familiares, incluso aquéllas que se refieren a otras personas, dejan fascinados a quienes las
contemplan… Todos andamos en busca de pistas.

En el rostro de mi madre, la expresión es siempre la misma: de preocupación. Tanto si está


salvando un obstáculo de casi dos metros de altura como si se halla sentada plácidamente al piano,
con las manos descansando en el regazo, su semblante, saturado de ansiedad, parece estar
aguardando el momento en que su padre le diga… ¿Qué? ¿Qué esconda sus manos, carentes de
atractivo? Pero, ¿cómo es posible tocar el piano hurtando las manos a la vista de los demás? ¿Y
cómo mi madre, que actualmente no llegará nunca a conducir un coche a más de sesenta kilómetros
por hora, montaba aquellos caballos? Recuerdo que, de pequeña, cuando le preguntaba: “¿Por qué
no me dejas que te vea montando un caballo como en las fotografías?”, me respondía, con una
nerviosa risita: “¡Oh, Nancy! Todo eso ocurrió hace ya años.” Habían transcurrido seis o siete, todo
lo más, pero ya me daba cuenta entonces de que por todo el oro del mundo no habría vuelto mi
madre a montar a caballo, tras haber dejado la casa de su padre. Y, efectivamente, nunca la vi a
lomos de ninguno.

Varios años después, en mis continuas incursiones por los desvanes di con unos baúles de
camarote que contenían todos los trajes, botas y accesorios registrados por las fotografías que tanto
amaba. Me puso las botas de mi madre, pero mi pies eran ya más grandes que los suyos. Aquellos
pesados elementos eran demasiado incómodos, incluso para una niña de ocho años que andaba en
pos de una forma de ser. Por suerte, yo dispuse de otro modelo de valor a partir del día de mi
nacimiento. En casa me dijeron que fui puesta en brazos de Anna, mi niñera, el día en que del
hospital me trasladaron a nuestro domicilio.

Anna vivía a base de cigarrillos Camel y de historias criminales. Al igual que yo, prefería
las películas de miedo y del Oeste, antes que las románticas que mi hermana Susie se empeñaba en
ver. Anna sentía más inclinación por mí que por ella. No sé por qué, Anna me favorecía en todo.
Puede ser que se diera cuenta del lazo existente entre mi madre y mi hermana; quizá hubiera
influido mi similar temperamento. El caso es que yo era su preferida. Me aficioné a las tostadas
que mojaba en su café con leche. Mi hogar era su cocina, mi seguridad su regazo; mis días se
iniciaban con el contacto de sus rudas manos, haciéndome las trenzas. Hacía la mejor carne de
picadillo del mundo, que me permitía probar cruda, sazonada con cebollas y pimientos verdes,
directamente desde el recipiente culinario utilizado. En la época de la Feria del Estado hacía
bocadillos de jamón y de escabeche, cuyo aroma recuerdo todavía. También veo a Anna hablando
de lo divertidas que eran las montañas rusas cuando nos dirigíamos en el coche a la Feria. Yo no
tenía más de cuatro años y si me gustaba aquella atracción era porque me permitía estar al lado de
ella.

Cierto día, Susie, al oír un rumor de pasos en el corredor, intentó ocultar la vela que nos
tenían prohibida detrás de la cortina de la ventana, con el resultado de que al instante empezara a
arder la habitación. Fue Anna quien, echando a un lado a las demás mujeres, que se limitaban a dar
gritos, logró apagar el fuego. Antes de que ingresara en el jardín de infancia, Anna y yo hicimos un
pacto: cuando yo fuera mayor nos iríamos las dos al Oeste, dejando a Dale Evans fuera del asunto
de los caballos. Entretanto, dispusimos lo necesario para proteger el frente familiar. Con esto
aludíamos a mi madre. Ello, principalmente, equivalía a una anulación.

Desde los primeros años de mi vida, Anna se enseñó a no decir a mi madre nada que
pudiera causarle ansiedad. Son pocas las cosas que recuerdo de ella en estos años. De pequeñas,
Susie y yo nunca nos llevamos bien. Al parecer, siempre estaba enfadada con Susie, siempre estaba
dispuesta a llegar a las manos con mi hermana, quien por lo general era dulce, de buen carácter. Yo
la tachaba de “blanda”. Perdía en todos nuestros juegos. “Déjame en paz”, le decía cuando
intentaba mostrarse cariñosa conmigo. “No me gusta que me soben.” No era lo mismo, en cambio,
con Anna. A su lado sabía que estaba aliada con una triunfadora. Y la primera vez que dejé el
suelo, a bordo de un avión, junto con la sensación de seguridad que me daban la velocidad y los
potentes motores de la aeronave noté otra que databa de la edad de cuatro años, de cuando Anna me
subiera por primera vez a las montañas rusas.

Y, con todo, todavía sigo siendo la hija de mi madre. En su vida veo una especie de
precursora de la mía, misteriosa y, sin embargo, consoladora. Saltaba a lomos de los caballos de su
padre a los catorce años, mostrándose con arrojo suficiente para ganar copas de plata… No
obstante, tuvo que celebrarse la ceremonia de mi matrimonio en Roma para que se decidiera a subir
a un avión. Aquel valor temerario que poseí de niña –no había para mí ningún árbol excesivamente
alto, ni peligroso, a la hora de trepar a él- ha disminuido de adulta. No tendré ningún inconveniente
en subir en telesilla a la más alta montaña, pero al descender esquiando lo haré cuidadosamente,
controlándome en todo momento. Actualmente, prefiero los trenes y los barcos a los aviones. El
temor que sentí en la casa en que crecí, me abandonó en cuanto me aleje de ella, pero no
desapareció por completo. Al parecer, ha estado aguardando su momento y, a veces, lo siento
agitarse dentro de mí ahora, cuando ya dispongo de una casa propia. Me pregunto en qué medida
sentiría la ansiedad de mi madre si tuviera una hija. De cerrar los ojos, al imaginarme con una
pequeña en brazos, doy con la respuesta en seguida: con una intensidad excesiva.

Anna tenía un amigo llamado Shorty. Solía aparcar su maltrecho Chevrolet detrás de la
casa donde Anna me enseñara a plantar nuestras rosas de China: mi primer esfuerzo por dejar el
hogar. Shorty se colocaba junto a la puerta de nuestra cocina, como si no estuviera seguro de la
actitud de Anna al verle, como si no hubiera sabido si ella iba a permitirle permanecer allí o si
optaría por arrojarle fuera. Después de la comida, los dos encendían un número incalculable de
cigarrillos Camel, que les manchaban los dedos, los cuales presentaban el mismo color que el
paquete de tabaco.

Mi madre fumaba Chesterfield. Extraía los cigarrillos de una pitillera en blanco y oro, y no
tenía los dedos manchados, en absoluto. Yo sabía que el hombre que le llevaba sus bombones de
chocolate la amaba más que ella a él. Los domingos por la noche, él nos conducía a un restaurante
cuya radio trasmitía las piezas musicales de Jack Benny, y donde servían un postre apropiado para
los niños, acompañado de galletas con figuras de animales. El helado hacía que nos
estremeciéramos de frío al salir del local, y entonces él nos acomodaba en el asiento posterior de su
gran coche, cubriéndonos las piernas con unas pequeñas mantas muy suaves al tacto. Yo no sabía
lo que era el amor, ni lo que significaba, pero aquel hombre me inspiraba compasión; nadie le
superó nunca en los regalos, siempre bellamente envueltos.

En cierta ocasión, Shorty nos llevó al campo, para hacer una visita a alguien. Participamos
en la excursión Anna, mi hermana y yo. No sé si se trataba de amigos de Anna o de Shorty, pero la
verdad es que me pareció gente distinta de nosotros. Tenían toda la casa cubierta de linóleo. Los
niños eran aseados en una gran bañera de metal instalada en el centro de la cocina. Yo no había
visto nunca tanta gente desnuda. No recuerdo que aquello me diera vergüenza. Todavía me parece
estar viendo la gran nube de vapor; aún siento la emoción de haber formado parte de aquella
exhibición de carnes, presidida por el buen humor. La nuestra podía haberse considerado una casa
de mujeres; esto, sin embargo, no quería decir que una dejara abierta la puerta del cuarto de baño.
Me desvisto sin la menor vacilación cuando me encuentro entre amigas, pero aún hoy ando con
reparos si mi madre se encuentra presente. Me siento turbada cuando en una casa ajena veo que la
cerradura del cuarto de baño no funciona bien, incluso en el caso de que tenga que entrar en él sólo
para pasarme un peine por los cabellos. Me imagino la turbación de cualquier otra persona al
tropezar inesperadamente conmigo. Me acuerdo claramente, en cambio, de Anna, mientras se
aseaba, o sentada en la taza del inodoro, fumando cigarrillos y leyendo El retorno de los
profanadores de tumbas.

En casa de los amigos de Anna no había tenido que andar preocupada con las puertas. No
las había. Tampoco había cuartos de baño. En la parte más alta de la escalera, en un rellano, había
un balde, un orinal que todos usaban durante la noche. No recuerdo dónde estuvimos en el curso
del día, pero en mi memoria se ha quedado bien fija la idea de que aquellas horas eran las de la
noche, y veo el balde lleno hasta el borde, con un charco a su alrededor, sobre el linóleo. Era un
desagradable lugar aquél para andar de puntillas en la oscuridad. Se trata de un recuerdo
persistente, saturado de acordes de temor y excitación. Lo que me hacía la casa aceptable era el
hecho de que hubiera sido Anna quien me llevara allí.

Hace poco, referí esta historia a un psiquiatra a quien estaba entrevistando. “Probablemente
fue usted una persona afortunada al contar con alguien como Anna”, manifestó mi interlocutor. “El
hecho de que fuera una mujer de “clase baja”, de reacciones físicas, contribuyó a que usted aceptara
su sexualidad.” Parece ésta una explicación simplista, pero a los pocos instantes de oírla me di
cuenta de que aquel hombre tenía razón. Y sabía desde hacía tiempo que me hallaba en deuda con
Anna. No me gustan las palabras “clase baja” aplicadas a un ser a quien amaba, pero sé que el sexo
es una cosa y el amor otra, que son distintos entre sí, y que si soy capaz de disfrutar hoy de ambas
se lo debo a Anna, si, quien me quiso y permitió nuestra separación. De algo estoy segura: nunca le
hablamos a mi madre de las tareas de aseo de los Breughel en la bañera de la cocina, ni del balde de
los orines. Yo soy su hija, y de Anna también. Siempre que termino de arreglarme paso por el
lavabo un trozo de papel, a fin de dejarlo limpio, pero aún hoy, como cuando tenía cinco años, sería
perfectamente capaz de orinar de pie sin mojarme los zapatos.

Este primer desplazamiento fuera del hogar despertó en mí el deseo de conocer otras
casas. Llegué a familiarizarme con las viviendas de nuestros vecinos hasta el extremo de
conocerlas tan bien como la mía, y las aceras de Pittsburgh se alargaban ante mí, como una
expresiva invitación. No había ingresado todavía en el colegio cuando trabé relación con mi
primera pareja de ancianos. Los dos habían sacado a dar un paseo a su perro, y cuando les seguí
hasta su casa me obsequiaron con bocadillos de crema de tomate y mantequilla de cacahuate.
Aprendí lo que todos los viajeros: que las cosas tienen un sabor mejor en los hogares ajenos.
También supe que siempre había un sitio en la mesa para el niño o la niña que sabían hacerse
simpáticos. Finalmente, Anna dejó de llamar a la policía, porque yo siempre acababa regresando a
casa. Tenía que ser así. No sabía hacerme las trenzas.

Cuatro años más tarde continuaba igual. Mi madre me preguntó por qué no quería que
Anna me enseñara a hacérmelas, y me sentí muy turbada, debido a que no sabía qué contestarle.
Una niña como yo, que se atrevía con todo… Anna, sin embargo, sabía de qué iba la cosa: todas las
mañanas iba en su busca con mi peine, y por las noches me soltaba los anillos de goma sin tirarme
de los cabellos, mientras permanecíamos sentadas en su cama, escuchando “El Ranger Solitario”.
Definitivamente, creo que nunca llegué a saber hacerme las trenzas.

Contando yo cinco años, nos trasladamos desde Pittsburgh a Charleston, en Carolina del
Sur. Anna nos acompañó, si bien el Sur no le agradaba. Es posible que echara de menos a Shorty.
Cuando cumplí los nueve años, se separó de nosotros para regresar al Norte. No recuerdo cómo me
despedí de ella; ni siquiera he retenido en la memoria mi última imagen de ella, pero sí de aquella
noche, y de la ansiedad que mostraban todos, rodeándome como formando un círculo protector. Me
acostaron en la habitación de mi madre, algo que no habían hecho nunca conmigo. No lloré, a pesar
de todo. Tampoco recuerdo si eché de menos a Anna en los días que siguieron. Acerca de su
partida descubro tal ausencia de sensaciones que yo debí hacer lo que todos los niños hacen
automáticamente cuando el dolor es insoportable: borrarlo todo de mi memoria, Anna y su amor por
mí, junto con su marcha.

En posteriores cumpleaños, llegaron para mí algunos libros de los Gemelos Bobbsey. Pese
a lo rigurosa que era mi madre cuando se trataba de agradecer cualquier atención, me parece que no
llegué a escribir una sola línea para Anna. Muchos años más tarde, una tía mía me dijo que había
creído ver a Anna fregando suelos en la estación de ferrocarril de Pittsburgh. Cambié de tema de
conversación. Yo la había abandonado, hasta el extremo de permitir que se ganara la vida de aquel
modo… Aceptaba tal sentimiento de culpabilidad en la misma medida que había sido capaz de
aceptar el rechazo de su apartamiento de mí. Hasta el día en que me casé sólo pude pensar en el
amor triunfal, en los premios, en copas de plata –siempre venciendo, venciendo, venciendo -,
ganando en todo momento algo que el mundo no cedía fácilmente.

Solamente por las noches, cuando cerraba los ojos, me atormentaba la antigua separación,
me obsesionaban mis culpabilidades. Y todavía hoy me ocurre lo mismo.

* * *

Durante una entrevista que celebro con una joven madre de Detroit, que dura ya cinco
horas, ella sonríe, expresándose con soltura al explicarme lo que está haciendo para que su hija sea
el día de mañana una auténtica “individualidad”. Nunca pronuncia la palabra separación. No estoy
segura de si ella comprende lo que quiero decir al pronunciar tal vocablo. Claro que puede ser
también que me lleve algunos años de ventaja en cuanto a la aceptación de la idea. “¿No cree usted
que las madres se enfrenten con problemas con motivo de la separación de las hijas?”, le pregunto
al ir a despedirnos. Ella se echa a reír nerviosamente: “Cuando pronunció usted esa palabra, me
estremecí.” Separación… Esta palabra suena tanto a cosa final, y aparece tan cargada de
turbaciones, abandonos y culpabilidades, que las madres no quieren ni oír hablar de ella.

Tampoco nosotras, las hijas, podemos contemplar sin alterarnos un acto tan desesperado,
vis-à-vis con nuestras madres. Soslayamos el tema, tomando la palabra no en su sentido emocional
sino de una forma más fría y pragmática: la separación constituye algo tan simple que no surge
ningún problema, en absoluto. “¡Oh! Me separé de mi madre en cuanto salí de casa, al trasladarme
a Chicago, donde resido desde hace cinco años”, me cuenta una mujer. No hay por qué enfrentarse
con la emocional turbulencia del hecho. El problema se soluciona con un billete de avión.

No somos nosotras. El sujeto del problema es la madre. “Amo a mi madre –dice una
joven-, pero, al parecer, no se hace cargo de que yo soy ya una persona adulta. Me trata como si
todavía tuviera doce años.” Se deniega la más leve sugerencia de que esta clase de atención no es
del todo mal acogida, de que todavía lleva consigo el argumento de que nosotras hemos dejado atrás
la época en que teníamos necesidad de la madre, muchas sonreímos, afirmando que hemos invertido
los papeles: la madre hace las veces de “hija” en la relación. Esta ignora que el lazo, el eslabón a
través de la dependencia, se encuentra todavía ahí. Justamente por el hecho de ser ahora las
protectoras de nuestras madres, no se da la separación. Hasta que las investigaciones para este libro
me obligaron a ir más allá de los superficiales significados de esa noción, yo habría dicho que
estaba separada, realmente separada de mi madre. Aprendí después que los lazos de unión con mi
madre calan en todos los aspectos de mi vida como mujer, por medios tan numerosos y misteriosos
como los del amor.

“El despegue”. He aquí una expresión menos rígida para aludir al fenómeno. Implica
generosidad, cualidad que cualquier buena madre necesita poseer en abundancia. La separación no
es sinónimo de pérdida; esta palabra no significa el aislamiento nuestro con respecto a una persona
amada. La separación sirve para dar libertad a la otra persona y que sea ella misma, antes de que se
vea resentida, entorpecida, ahogada por una atadura demasiado estrecha. La separación no es el fin
del amor. Por el contrario, lo crea.

La decisión es difícil para una mujer. Nosotras somos coleccionistas natas. Nos apoyamos
para vivir muchas veces en trozos, en retazos evocadores del pretérito. Las madres coleccionan
cuantas cosas les permiten evocar el pasado de sus hijos; las botitas, por ejemplo, de la época en que
poseían a sus bebés totalmente. Las mujeres adultas guardamos los estuches de cerillas y los menús
de las noches en que estuvimos con un hombre, de unos momentos en que nos sentimos más
poseídas que nunca, de un día en que juzgábamos las horas de espera muertas, hasta el instante de
oír su llamada, para volvernos nuevamente a la vida. Un hombre y una mujer intercambian tarjetas
del día de San Valentín; él abre la suya, sonríe, besa a la joven, y luego la tira. “¿No vas a
conservarla?”, grita ella. Ha estado coleccionándolas desde los trece años. Ahora bien, los
hombres no necesitan esta clase de colecciones; su futuro puede ser incierto, pero se hallan
convencidos de que les es posible intervenir en su creación. No depende del pasado. Cuando nos
cortamos los cabellos, nuestra madre exclama: “¡Tú has cambiado!” No es un cumplido sobre
nuestro crecimiento, sino el temor a la deslealtad y a la separación: “¡Tú quieres dejarme!”

Cuando la madre impide que su hija se desarrolle, retrasa también su propio desarrollo; con
la simbiosis excesivamente prolongada, las dos personas interesadas en el proceso sufren. Hablando
de los diversos artificios que la simbiosis puede utilizar, la doctora Fredland alude a lo que ha sido
llamado tradicionalmente “fobia al colegio”. “La niña no se resiste a ir al colegio porque éste le
inspire una fobia”, manifiesta. “Lo que sí le produce verdadera repugnancia es la idea de separarse
de su madre.” Ha sido condicionada para creer que dejar a la madre es prescindir de su amor. “Hoy
no quiero ir al colegio”, dice la niña. Y alega: “Estoy resfriada”, o bien “los juegos de las chicas son
demasiado bruscos”. La madre, si es una persona retraída, teme la separación tanto como su hija,
dando por buenas las excusas. Ignorando la realidad y secundando las ficciones de la chica, la
convierte en una carcelera. Es una “buena madre”: he aquí la excusa que esgrime para no hacer
nada con su propia vida.
La maternidad constituye también una buena excusa para renunciar a la vida sexual. La
madre tiene cosas “más importantes” en qué pensar, alejadas de la ambivalente emoción que la ha
tentado e inquietado a lo largo de toda su vida; entonces, deja de pensar en sí misma como una
mujer dotada de vida sexual. “Esto, habitualmente, se produce de un modo inconsciente”, dice la
educadora Jessie Potter, de treinta y cuatro años de edad, casada, madre de dos hijas. “Es posible
que ella haya sido una esposa completa en la intimidad, hasta el instante de producirse el
nacimiento de su hijo. Pero ahora se siente, demasiado fatigada, demasiado ocupada; afirma que los
chicos requieren excesiva atención por su parte. Todo es culturalmente inducido, con el resultado
de que la mujer se mueve ocultamente desde el punto de vista sexual, hasta que los chicos son
mayores. En lo que a la hija atañe, ésta ve que su madre carece por completo de vida sexual.”

No es de extrañar que el amor físico llegue a parecer atemorizador a las jóvenes. “Si la
madre he renunciado a la vida sexual – dice la doctora Fredland -, transmitirá a la hija pésimas
vibraciones sobre el tema. Cuando la niña haga preguntas como las que suelen formular las de
cuatro y cinco años, la madre se dedicará a denigrar el asunto en cuestión o se manifestará turbada.
La hija no tardará en pensar que sus sensaciones y fantasías sexuales constituyen algo malo.”

Nadie conoce a la madre mejor que su hija. Aquélla dice que todo lo referente al sexo es
bello… Cuando sus palabras vayan en una dirección y la música en otra, la hija prestará atención a
la música. “Es extraordinariamente importante –dice Wardell Pomeroy- que la chica, al cumplir los
cinco años, sea capaz de reconocer que su madre se halla unida a su padre por un vínculo cálido y
especial. Los estudios realizados muestran que las jóvenes comprendidas entre los trece y los
diecinueve años se quejan, en una abrumadora mayoría, no de que sus padres no les hayan dado a
conocer los hechos técnicos, sino de que no hayan ofrecido nunca a sus hijos una imagen de afecto
físico entre ellos.” La imagen que la chica se forja sobre la actividad sexual no corresponde a algo
que debe desarrollarse y que inspira confianza sino a una cosa que hay que temer.

Cuando el silencio y la actitud de amenazadora desaprobación de la madre añaden oscuros


colores a la incipiente sexualidad de la hija, este temor se erotiza con formas tan extrañas como el
masoquismo, la inclinación amorosa por el bruto, las fantasías sobre violaciones, la emoción de
cuanto resulta más radicalmente prohibido. Pero no es al violador, no es el hombre que nos dejó
embarazadas, para huir luego, a quien nosotras tememos, aunque en nuestros esfuerzos por dar vida
a nuestras fantasías podamos afirmar lo contrario. En realidad, nosotras podemos aprender a
protegernos frente a hombres como esos, pero incluso después de años de psicoanálisis los médicos
descubren que las mujeres no pueden o no se atreven a mencionar la raíz real de su ansiedad sexual.
Nombrarla sería concentrar nuestra irritación sobre ella y perderla… La madre es el ser que
implantó antes que nadie el temor en nosotras.

La primera manifestación de nuestra sexualidad es algo que suscita en la madre todo el


orgullo que ella sintió tiempo atrás por su cuerpo y su sexo… Y también vergüenza, temor,
sensación de culpabilidad, disgusto, y rechazo. Ya de mujeres, nos preguntamos por qué razón,
cuando él nos toca, en un reflejo casi instantáneo nos ponemos rígidas, en lugar de poner su mano
en nuestra vagina o de acercar sus labios a ella. Queremos gozar de la vida sexual; nuestra mente
nos dice que se nos ofrece libremente ese camino. Examinamos y reexaminamos nuestras
ansiedades, preguntándonos si la inhibición está en nosotras, o en él… ¿Se trata acaso de un fallo de
nuestro sistema social, que enfrenta a los sexos, poniéndolos en guerra? Lo cierto es que una no
puede comportarse bien, desde el punto de vista sexual, con otra persona si antes no se ha aceptado
a sí misma. Esta otra persona nunca nos hará sexuales. A menudo, con la mejor intención del
mundo –para protegernos-, la madre niega nuestra sexualidad, cargando todo lo sexual con una serie
de temores que nos hace ansiar una unión más sólida con ella. Sólo en las asociaciones, en las
fusiones como las que ella nos ofrece, sólo en matrimonios como el suyo –reza el silencioso
mensaje- podremos sentirnos seguras. ¿Masoquismo? ¿Violación? Al igual que el sexo mismo, los
comienzos y la fascinación de tales nociones se sitúan más en los oídos que entre las piernas.

“Cuando pongo los ojos en mi hija, siento todos los temores y ansiedades que me han
perseguido durante toda mi vida”, dice la madre de dos gemelos de cinco años, un niño y una niña.
“Trato a mi hijo como ha de ser tratado un hombre; trato a mi hija como ha de ser tratada una mujer.
No… Como hubiera debido ser tratada yo. Sé lo que estoy haciendo me comporto así desde el día
en que ella nació. Por ejemplo: la dejo ir a la tienda de la esquina, pero no me fío de ella un
momento. Podría extraviarse, u olvidársele lo que la llevó allí. Trato a los gemelos de esta forma,
en todas las cosas, aún cuando comprendo que estoy trasmitiendo a la niña todos mis temores.”

Criar una hija de manera que llegue a ser una persona autónoma en posesión de una
identidad sexual, constituye una labor para la cual pocas son las mujeres que se hallan preparadas, a
causa de que nunca ocurrió nada semejante en sus vidas. He aquí por qué la cuestión que llevan
entre manos madre e hija no tiene nunca fin. “He ahí una mujer auténtica”, dice un hombre. Y
todas las mujeres que oyen estas palabras vuelven la cabeza para averiguar qué es realmente una
mujer “auténtica”.

La sexualidad es una de las primeras fuerzas que forjan nuestra identidad. A los cuatro
años, a los cinco, a los seis, los niños pasan por un intenso brote de desarrollo sexual y de
separación. “¡Pero si son prácticamente niños de pecho!”, es la exclamación más común. Existe
una lógica inconsciente en la negación adulta del componente sexual de esos años edípicos:
intuitivamente sabemos que sin separación no existe una verdadera sexualidad.

“Una especie de horario innato –explica el doctor Aaron Esman- lleva a los niños a una
polarización sexual alrededor de los cinco o seis años. Los pequeños hablan de casarse con su
madre. Las niñas pueden llegar a mostrarse extremadamente femeninas y seductoras con los
padres.” Pero mientras que la madre está dispuesta a reconocer cariñosamente, e incluso a disfrutar
del “idilio” que vive su hijo con ella, negará el abierto flirteo de la niña con su padre. La negativa
puede tomar la forma de: “¡Deja de importunar a tu padre de una vez!” Otras madres optan por
ignorarlo, no prestando atención a lo que la niña hace, ni siquiera cuando desfila desnuda ante el
padre, o baila para él, o adopta las posturas que ha descubierto en las parejas de la televisión, o en
las mismas de su madre.

Este temprano interés por el padre es un ensayo infantil, aunque significativo. Se lleva a
cabo delante de un hombre que nos ama lo suficiente para acoger con un aplauso nuestra
transformación. Es todo lo que deseamos en esta etapa; aparecemos como si pretendiéramos
robárselo a mamá, pero nos sentimos felices con su sonrisa, su beso, impregnado de ternura, su
sincero reconocimiento de que somos la niña más bonita del mundo, de que no ha visto jamás
ninguna tan linda. Pero si él ignora nuestra alegre “danza de los siete velos”, o peor todavía sin os
rechaza, turbado, el ensayo finaliza prematuramente. El espectáculo ya no vuelve a ofrecerse.
Acaba de nacer una personalidad temerosa, frígida. “Este tipo de mujer contrae matrimonio pronto,
en general –dice el doctor Sanger-. Habiendo sido rechazada, de un modo edípico, por su padre,
siente temor ante los riesgos. Y se casa con el primer hombre que se lo pide.”

Es importante que, a la llegada a la etapa edípica, la hija disponga de espacio en el que


poder aislarse de su madre. La pequeña necesita un lugar psíquico, suyo, para acostumbrarse a los
turbulentos deseos, a las fantasías, los temores y las desusadas señales corporales que emergen
desde el interior de su ser. Pero aunque quiere estar en condiciones de poder cerrar la puerta de su
habitación ante la madre, experimenta al mismo tiempo un deseo aparentemente contradictorio: el
de lograr la aprobación de aquélla, al otro lado de la cerrada puerta. No quiere un diálogo saturado
de minuciosas informaciones con la madre ahora mismo; todavía no ha acertado a clasificar sus
emociones. Traducirlas en palabras las hace demasiado reales, demasiado concretas y
atemorizadoras. Este es el motivo de que las chicas “olviden” con tanta frecuencia las respuestas a
las preguntas de carácter sexual por ellas formuladas.

La chica quiere sentir que la madre reconoce y aprueba todos los signos sexuales que ella
pueda mostrar. Si le es posible reaccionar ante su experiencia, su vida y su cuerpo sin una
sensación de culpabilidad, puede aprender a gozar y a estar orgullosa de su identidad sexual. Pero
la chica ligada simbióticamente capta el temor o el disgusto que puede inspirarle a su madre todo lo
referente al sexo. Teme gozar de estas nuevas sensaciones; la señalarían como diferente de su
madre, separándola de la única fuente de amor en la que puede confiar, de acuerdo con lo que le han
enseñado.
Temiendo perder a la madre, por el hecho de dar preferencia a la expresión de los
incipientes sentimientos que le inspira el padre, la niña opta por ignorar a éste. Aún en el caso de
que no haya ningún hombre en la casa –puede ser que se trate de una madre divorciada, o viuda-,
hay un centenar de procedimientos al alcance de una hija para que ésta intente lograr la aceptación y
el reconocimiento de su sexualidad. Si la madre no hace caso de ello, o alude a la cuestión
valiéndose de otros nombres, la niña se retrae. Un pacto queda establecido: “¡Tú y yo, mamá
querida, lucharemos contra el mundo!”

Supone un triunfo del espíritu humano el hecho de que a pesar de todos nuestros temores
no renunciemos al sexo. Es como si la naturaleza, sabiendo lo seductor y poderoso que es el “tirón”
de la simbiosis, creara con el sexo una fuerza de signo contrario más potente todavía.

A los cuatro meses de edad sabíamos que ya experimentábamos una maravillosa sensación
cuando nos frotábamos entre las piernas. En el momento de cambiar la madre el pañal de su bebé, y
tocar inadvertidamente sus genitales, aquél, tanto si es niño como si es niña, siente placer. La
diminuta mano, naturalmente, busca la fuente de ese placer; la madre, automáticamente, aparta su
mano de allí. Procede así siempre, con el varón y con la hembra… Pero, respaldado su gesto por
unos inconscientes sentimientos, reaccionará de una manera sutilmente distinta, dependiendo ésta
del sexo de la criatura.

Cuatro años más tarde, la consciencia sexual de su hijo puede llegar a atemorizarla o ser
para ella una preocupación. Ahora bien, ¿qué sabe la madre acerca de la sexualidad masculina? Se
muestra reacia a intervenir en aquella cuestión varonil, quizá a implantar inhibiciones en el chico.
En su vacilación, le deja espacio en el cual desenvolverse. Incluso llega a tener la sensación no
reconocida de percibir, tal vez, al hombre que emerge, un ser tan distinto de ella, pero que es
producto de su cuerpo. Inconscientemente notado por el pequeño, esto se suma a la primera base de
su orgullo de ser varón.

No se dan unas vacilaciones semejantes con respecto a su hija. Sin que la madre nos haya
dicho una palabra, a los cuatro años ya sabemos que ella se enfada cuando nos tocamos. “Las
mujeres me dicen: “Pero yo nunca me masturbé –manifiesta la doctora Fredland-. Nuestra
experiencia clínica nos enseña que el impulso natural de una criatura es masturbarse. “¿Puede usted
recordar por qué no lo hizo?”, inquiero. “¿Le dijeron que no debía hacerlo; la castigaron por tal
causa?” La respuesta es siempre la misma: “¡Oh! A mí nadie me dijo nunca nada sobre el
particular.”
“Desde luego que le hablaron de ello –insiste la doctora Fredland-, pero de una manera
reprimida. Fueron unas palabras tan suaves como estas: “Las chicas no hacen eso”. Es suficiente,
cuado las muchachas abrigan el temor de perder el cariño de su madre… bastante para que se
sientan humilladas, asustadas.”

En una escuela para padres oí referir lo siguiente: Una madre lleva a su pequeñín al
pediatra. La criatura tiene tan sólo seis o siete meses y la madre lo sostiene en brazos. Al empezar
el niño a jugar con su pene, ella aparta su mano de allí, reteniéndosela durante todo el tiempo que
dura la consulta. Al final, el médico inquiere: “¿Y qué hace usted cuando el niño juega consigo
mismo?” La madre, mirando al doctor a los ojos, responde: “Mi hijo no juega nunca consigo
mismo, doctor.” Todas las madres que se encuentran en la estancia sonríen nerviosamente. Tienen
hijos de edades comprendidas entre los cinco y los ocho años. Poco a poco, empiezan a hablar de
los problemas de masturbación que les plantean sus chicos. Las hijas no son mencionadas en
ningún momento.

“Las madres esperan de los hijos –me explica el profesor que dirige el grupo- cosas muy
distintas de las que a su entender les ofrecerán las hijas. Se espera de las niñas que sean más
limpias, más tranquilas, que se comporten mejor, que sean alumnas aplicadas. Son buenas, y las
chicas buenas no se masturban. Tales esperanzas cubren casi todos los deseos.”

Las niñas pueden mostrarse furtivas en cuanto a la masturbación; pronto aprendemos a


serlo en todo lo concerniente a lo sexual. Una chica puede estar sentada frente al televisor, en su
mecedora, echándose hacia delante y hacia atrás, masturbándose ante las narices de los presentes.
El logro de su propósito, supone un pequeño triunfo. Su sexualidad carece por lo visto de
importancia; por eso no reparan en ella. El problema, como nuestra anatomía, queda soterrado. Lo
que la naturaleza ha iniciado –escondiendo nuestro clítoris tan bien que muchas de nosotras no
llegamos a encontrarlo nunca- lo finaliza la represión.

“En mi estudio sobre las mujeres y su vida sexual –declara la doctora Schaefer-, todo el
mundo aparece sumamente interesado sobre el tema de la masturbación. Algunas de las
entrevistadas por mí se masturbaban, pero ignoraban que lo estuviesen haciendo. Y dejaron tal
práctica cuando oyeron pronunciar el nombre que le correspondía”.

¿De dónde proviene el sentimiento de culpabilidad? Nosotras no nacemos con él. Tal
culpabilidad es el resultado de una “introyección”, la asimilación del ente crítico que no nos
podemos permitir dejar “ahí fuera”, odiar, con el que no podemos enojarnos, que no podemos
exponernos a perder. Nos introyectamos la madre crítica, llevándola de un lado para otro en la
forma de sus restrictivas reglas, durante lo que nos quede de vida. Nuestra irritación contra ella la
orientamos hacia nosotras. Ya no es la madre que nos niega esto, que dice no a aquello.
Procedemos según nuestros deseos, y si quebrantamos alguna de sus reglas, aún no sabiéndolo ella,
nuestra rigurosa conciencia, implacable, nos castiga en su nombre con sentimientos de culpabilidad.

La madre de una niña de seis años me explica lo decidida que está a criar a su hija sin esos
abrumadores sentimientos de culpabilidad tan fácilmente identificables en las mujeres. “Yo misma
me asusto al comprobar la influencia que ejerzo en mi hija.” Varias horas más tarde, en el curso de
la entrevista, me cuenta que el verano anterior su niña se había empeñado en que durmiera con ella
una amiga. Alrededor de la medianoche, la madre entró en el dormitorio para ver si todo estaba en
orden. “Descubrí que por debajo de las ropas de cama se habían despojado de los pantalones de sus
pijamas”, me dice “Me encontraba demasiado cansada e irritada para actuar en la forma que
recomiendan los libros, limitándome a decir: “Bueno, poneros ahora mismo los pantalones. Vais a
acostaros cada una en una cama.” Las obligué a dormir en habitaciones separadas, aunque sin
indicarles que habían hecho algo sucio. Y ahora, cuando llamo a mi hija, siempre sale corriendo de
su dormitorio, con un gesto de temor, con aire de culpable, como si esperara que yo empezase a
reñirla. Me dan ganas de llorar al pensar que ella me ve, sin más motivos, de esta manera.”

En su opinión, esta madre no ha dicho nunca nada a su hija que induzca a ésta a
experimentar un sentimiento de culpabilidad con respecto al sexo. Nadie le ha dicho que es una
sucia. Pero la chica, de todas maneras, ha captado el mensaje emocional de su madre… Es un
mensaje que le llena de terror, que la hace salir corriendo de su habitación, como si hubiese acabado
de hacer algo censurable, como si su madre hubiese estado al tanto de lo que hacía allí. Desde
luego, esto no es posible. “Pero la chica se ha introyectado a su madre callada”, señala el doctor
Robertiello. “La madre antisexual se encuentra en la habitación, en la conciencia de la chica; por
tanto, aquélla sabe lo que está haciendo la muchacha, o lo que se propone hacer. Esta madre debió
de haberse enfrentado en su día con la suya, por ser sexualmente represiva. En vez de dar rienda
suelta a su ira, abiertamente, asimiló a su madre, como parte de su conciencia. Ahora está viviendo
idéntico proceso con su hija.” De las reacciones de culpabilidad de la hija, cuando no había ningún
medio realista para saber lo que la chica hacía o pensaba, se deduce que ésta, obedientemente, había
asimilado la culpa materna. ¿Quién puede poner en duda que acabará transmitiéndola en su día a su
hija?

“El tabú derivado de la prohibición de mirarse y tocarse –manifiesta la doctora Schaefer- se


halla directamente asociado con el de la masturbación, el del auto-placer. A las jóvenes se les
enseña que el placer por el placer es censurable, malo. Cuando te masturbas, no puedes enlazar lo
que haces con la idea de que amas locamente a alguien, y tampoco puedes decirte, por ejemplo, que
haces eso porque quieres ser una buena madre, o una excelente esposa. Tienes que enfrentarte con
la realidad: haces eso por ti misma, sin otro fin que el de tu propio placer. La mayor parte de la
gente no es capaz de tal enfrentamiento. ¿Querrá usted creer que yo me enteré de que las mujeres
podían masturbarse cuando contaba veintisiete años?”

Por el hecho de que las cuestiones sexuales están hoy al alcance de todos, por hablarse a
cada paso de ellas, tendemos a suponer que “todo es distinto”. Confundimos nuestras nuevas y
liberales actitudes con nuestros más profundos, a menudo inconscientes, sentimientos. Las
encuestas revelan que, actualmente, la gente es mucho más liberal que antes en sus actitudes
sexuales. Liberal con respecto a las otras personas. “La más interesante de las cosas que he
aprendido”, dice la doctora Schaefer, “es que las actitudes de la gente acerca de lo sexual fuera de la
familia son excepciones de cuanto sienten en el mismo terreno dentro de ella”.

Una madre puede leer un libro y aceptar intelectualmente la masturbación, pero cuando su
hija cierra con llave la puerta de su dormitorio experimenta una gran angustia, pensando en lo que
estará sucediendo en el interior. Vemos con ojos indulgentes, afectuosamente incluso, el
nacimiento de un idilio entre una mujer y un hombre ya entrados en años, en una película, pero si es
nuestra madre, de setenta y cinco años de edad, la que entra en relación con un hombre,
exclamamos, con desmayo: “¡Imagínense! ¡Una cosa así a su edad!” La gente no siempre se da
cuenta de que adoptan con facilidad estas dobles actitudes frente al mismo caso.

El pensamiento de la madre es a veces misterioso, espectral. Cree que si no nos explica


una cosa nos quedaremos para siempre sin saberla; se figura que ella es nuestra única fuente de
conocimiento. La prolongación de esta dañina y simbiótica forma de pensar es su suposición de
que sus sensaciones de vergüenza y turbación son las que nosotras experimentamos. Es una
profecía que se autorrealiza: la hija que va contra su madre y hace algo prohibido, procede igual con
los sentimientos de ansiedad de aquélla. Si hoy me masturbo, mis fantasías tendrán relación con la
emoción de lo prohibido, con la inquietud de ser descubierta, una ansiedad que mi madre no llegó a
exteriorizar. Los psiquiatras me han asegurado que una de las fantasías que más comúnmente
asaltan a las mujeres durante la masturbación es la que les presenta a la madre sorprendiéndolas.

El autodescubrimiento sexual es el único que no es celebrado en la infancia. El día en que


el niño aprende a comer con una cuchara, todo el mundo dice: “¿No es maravilloso? ¡A ver, que
saque alguien la Polaroid!” En cambio, el día en que la niña descubre su vagina, no hay nadie que
formule un comentario de este tenor: “Esto, dentro de seis meses hubiera sido lo normal. ¿Verdad
que la pequeña es muy precoz?”.

En el curso de sus investigaciones, la doctora Schaefer descubrió que incluso las madres
que se masturbaban, que gozaban con ello y que decían querer que sus hijas disfrutaran de un placer
semejante –tratábase de mujeres sexualmente orientadas, de sólida formación cultural-, eran
incapaces de discutir aquel tema con ellas. “¿Cómo puede una hablar de tal cosa con una niña?”,
preguntaban. “¿Y cómo se puede dejar de hacerlo?”, replicaba la doctora Schaefer, madre de una
chica de trece años. Es como si existieran dos clases de honestidad: una para los adultos, otra para
los niños.

“Entre los psicoanalistas –explica el doctor Sanger- hubo tiempo atrás una teoría
ampliamente defendida: afirmábase que durante el período latente –entre los ocho y los diez años,
aproximadamente- desaparecían los impulsos sexuales del niño, para reaparecer de nuevo en la
adolescencia. En el curso de los últimos veinte años, hemos podido comprobar que el impulso
sexual se intensifica más y más, en todo momento. Lo que sucede, cuando la niña alcanza los siete
u ocho años, es que ha asimilado suficientes enseñanzas de nuestra sociedad, aprendiendo a
mantenerse callada, a temer ciertas cosas y a no permitir que su madre se entere de ellas, para
evitarle inquietudes.”

Para llegar a ser una mujer con vida sexual hemos de luchar contra la persona que se
encuentra más próxima a nosotras. Una brizna de hierba se abrirá paso por entre el cemento para ir
en busca del sol. También nosotras hemos de avanzar con ciega e instruida energía. Y cuando lo
logramos, cuando por fin podemos considerarnos mujeres dotadas de vida sexual, ¿cuántas de
nosotras no se ven quebrantadas por la prolongada lucha?

Cuando enseñáis a una chica a no tocarse, la hacéis pasiva; la convertís en una persona que
mirará a las demás para estimularse y a la vez cuidará de sí misma. Manteniéndonos en la
ignorancia (la palabra habitual es “inocencia”), no nos es posible asimilar nuestra responsabilidad
sexual. Oponemos resistencia a una inteligente comprensión de nuestra construcción física;
hacemos de la verdad de nuestra vagina un sucio secreto. No empleamos medios anticonceptivos y
quedamos embarazadas. Asimilamos una duplicidad con nosotros mismas antes de que se convierta
en nuestro comportamiento normal con los hombres: contestamos “no” cuando queremos decir “sí”;
fingimos lo que no sentimos, fingimos el orgasmo, fastidiando a nuestra pareja, fastidiándonos
nosotros mismas, no porque no lo queramos, sino porque no sabemos lo que queremos.

Cuando sentimos en la garganta una picazón, la cosa más natural del mundo es beber agua.
Cuando un chico se siente sexualmente excitado –aún en el caso de que su mente no identifique de
qué se trata-, su cuerpo le da una señal tan real como la de la picazón en la garganta: tiene una
erección. Y, por tanto, la excitación sexual llega a él de una manera “natural”. El no lo hizo. Le ha
ocurrido. Actúa para satisfacer este nuevo deseo del que su cuerpo le ha informado.
La anatomía de la joven no le dice que tiene una vida sexual. Cuando lee un libro, fantasea
o ve una película excitante, o la figura de un hombre desnudo, no surge ninguna señal física
mediante la cual pueda conectar las incipientes sensaciones mentales con la vida de su cuerpo.
“¡Oh, que romántico es esto!”, dice, sin encontrar las palabras adecuadas, sin poseer una señal de su
deseo, deseando conservar lo que le está sucediendo en la mente, aislándolo del cuerpo, de ese
cuerpo que, según le han enseñado, ha de procurar mantenerle alejado de sus manos.

La idea de que ella puede estimularse a sí misma, dar expresión física a sus sensaciones
internas, es demasiado amenazadora. Su madre no haría jamás una cosa así, Lo sexual se
convierte, no en la “natural” expresión de la vida de su cuerpo, sino en una declaración de su
voluntad. Si quiere conectar lo que está en su mente con su sexualidad, ha de ejecutar la acción,
vencer la seguridad de la pasividad, aceptar la responsabilidad, renunciar a la gran excusa de la
infancia: “¡No ha sido culpa mía! ¡Yo no lo hice!” Es demasiado para nosotras. Optamos, en
cambio, por montar un juego de ansiosas fantasías. Estas expresan lo que esperamos de los
hombres, y lo que estimamos que ellos desean de nosotras; lo erótico llega a estar relacionado con
lo prohibido que la cuestión sexual, el temor y la protección acaban por fundirse en una sola cosa,
confundiéndose.

Durante la adolescencia, cuando entre en nuestras vidas la relación de tipo sexual con un
muchacho, el cuadro se hace todavía más confuso. Los hombres no se ven afectados por los
mismos temores que nosotras. Lo sexual no se les presenta a ellos en compañía de la idea de la
pérdida de la madre. Cuando estamos en sus brazos, el hombre no experimenta la necesidad de
detenerse. Somos nosotras las que hemos de poner el freno, por los dos. En consecuencia, esto es
lo que tenemos, en resumen: los chicos se ven aplaudidos antes sus avances sexuales; a las chicas,
en cambio, se les llena la cabeza de una pelusa romántica asimilada a base de revistas y películas.
Esto, no se sabe por qué, es “mejor”, más refinado –ciertamente, es más aceptable para la madre-
que todo lo del sexo.

De haber aprendido el ABC de la masturbación antes de que los chicos entraran en nuestras
vidas, podríamos haber explorado nuestra sexualidad y nuestras fantasías, acostumbrándonos a este
erótico nuevo mundo. Hubiéramos podido aprender que son diversas las cosas que una puede tener
con los hombres, algunas de tipo sexual, otras románticas, otras más cordiales y amistosas, etc.
Habríamos podido aprender la verdad y obedecer a nuestras sensaciones, sabiendo cuándo nos
apetecía el intercambio sexual –ser poseídas- y cuándo ansiábamos, simplemente, algo tierno,
cariñoso, cordial, vernos retenidas… Entre el amor y el sexo existen diferencias. Resulta agradable
que se combinen, pero no tienen necesariamente por qué estar juntos. Cualquier mujer puede gozar
de uno sin el otro.

Nuestro dominio de la realidad, nuestras sensaciones de identidad sexual, no se ven


reforzados tampoco por el ambiguo lenguaje de código en que nos enseñan a expresarnos al abordar
el tema del sexo o las emociones. Perdemos poder sobre nuestras vidas cuando no nos es posible
llamar a las cosas por sus auténticos nombres. (No es de extrañar que durante tanto tiempo
hayamos sido el sexo silencioso). Si no puedes dar el nombre de vagina a una vagina, estás en
conflicto con tu propio cuerpo. Descubrimos que la menstruación es denominada la maldición; la
pasividad se considera una cualidad femenina; la autonomía es esencialmente masculina; el espíritu
competitivo, el afán de dominio y la ira son estimados signos de amor, y a la lujuria se la denomina
idilio. ¿A quién puede extrañar que no hayamos sido capaces de contestar a la pregunta de Freud:
“¿Qué quieren las mujeres?”
Preguntamos a nuestra madre: “¿Puedo salir?” Ella nos responde: “No”. Estamos
formadas para pensar que esta negativa es por nuestro propio bien. Sin embargo, la causa real de
que no nos dejen salir es que ella se siente sola, atemorizada, irritada con el padre. El “no” es más
fácil que el “sí”. “¿Por qué?”, inquirimos cuando ella nos dice que ciertas palabras no resultan
“bonitas” en la conversación. Puesto que ella nos dice lo que desea que creamos, y no lo que
realmente siente, también nosotras aprendemos a hablar a la gente con dobleces. “No”, decimos
cuando un chico nos toca; sin embargo, deseamos darle a entender lo contrario. El chico abriga el
propósito de hacer que aquello ocurra en contra de nuestra voluntad, o a nuestro pesar, y nosotras
perdemos la fe en el muchacho al comprobar que no entiende nuestro código.

“Una señorita no habla nunca de dinero”, dice la madre. ¿Cómo se entiende esto? Una
parte de nosotras inquiere, pero la otra atada a ella obedientemente suprime cualquier incipiente
idea de que el dinero nos interesa. Distorsionamos nuestras mentes para complacerla. A partir de
ahí ¿qué distancia nos separa de aprender a engañar a los demás? Esos nombres erróneos y las
contracorrientes de la ansiedad de la madre nos mantienen en constante vacilación, pensando que no
nos afirmamos en más realidad que la suya. “Pero, ¿por qué me amas?”, le preguntamos, de niñas.
Necesitamos disponer de una respuesta específica, que contribuya al descubrimiento de nuestra
identidad.

Dice Leah Schaefer: “Cuando en un arrebato afectuoso le digo a mi hija: “¡Te quiero
mucho, Katie!”, ella siempre me pregunta por qué, exactamente igual que podría preguntarme en
ciertos momentos por qué estoy enfadada. No creo que baste con responder a eso: “Te quiero
porque eres mi hija”. Esto da a entender que ninguna otra persona, aparte de su madre, puede
quererla. Pero si yo digo que la quiero porque es una niña brillante o divertida y que hemos pasado
juntas una tarde inolvidable, entonces ella aprende algo nuevo. Es una especie de poder. La chica
sabe ahora que por ese camino puede llegar hasta otra persona y que surja el amor entre las dos…
Se ve como un ser efectivo, capaz de inspirar amor, y no sólo porque sea mi hija. No recuerdo
haberme dirigido una sola vez a mi madre para preguntarle por qué me amaba o por qué estaba
enojada. Era una especie de misterioso don que mi madre podía ceder o retirar.”

Para protegernos ante los peligros reales, y los imaginarios, que son los que ella teme más,
la madre da a entender que lo sabe todo. “Lo terrible del caso es que todo parece escapar a nuestro
control”, me dice una madre. “Ahí está el temor de siempre: ¿podré o no podré abarcarlo¿” Puesto
que ella no puede controlar el mundo, con el fin de que a su pequeña no le ocurra nada malo, la
madre la manipula, introduciéndola en la única seguridad que conoce: la falsa seguridad de la
simbiosis. Hay un trato: si no nos apartamos de ella, si la escuchamos, si hacemos lo que ella nos
diga, nos amará siempre. El trato es muy seductor porque su amor es lo que más nos interesa
poseer del mundo. Aquí hay algo más que amor, algo más que control: es una manipulación.

“Desde el primer momento –dice el doctor Sanger- las madres enseñan a las hijas a seguir,
a ser buenas parejas de baile. Dicen a sus hijas: “Yo sé la clase de chica que quiero que seas. Voy a
enseñarte lo que tienes que hacer. Tú deja los brazos colgando, que yo me encargaré de moverlos.”
Como un títere que colgara de varios hilos. La madre se siente con una sólida base para manipular a
su hija porque ella, la madre, es una mujer. La hija sólo ha de ocuparse de hacer lo que le diga. La
madre conoce el camino. Es una “experta en mujeres”. Cuando la chica se hace mayor, se vuelve a
un hombre para decirle: “Ahora mueve mis brazos; dime qué he de hacer, cómo he de ser”. Es una
transferencia de esperanzas a los hombres que se inició cuando la madre se hallaba demasiado bien
dispuesta a facilitarnos un plan total de nuestra vida.”
“¡Qué ironía! –manifiesta el doctor Sanger-. Lo es, en verdad, esto de que la mujer pida a
un hombre que la enseñe a ser tal mujer, y que después del matrimonio lamente que él no es capaz
de cumplir con semejante tarea. Esto puede explicar la atracción ejercida por los hombres ya
mayores. Se espera de ellos que sean mejores instructores, o, al menos, que halague a la chica que
hay en la mujer. Si él no puede lograr que sienta como mujer, como mínimo podrá lograr que sienta
como una niña mimada.”

El manipulante amor de la madre no nos da la seguridad que necesitamos. Nos mantiene


en continua ansiedad y arrastra a nuestro verdadero yo a lo más profundo de las sombras y del
misterio. Si ella conociera nuestros “secretos yos”, nuestras fantasías y nuestros deseos; si estuviera
al tanto de lo que hacemos, pensamos y ocultamos a sus ojos, dejaría de amarnos. Lo paradójico es
que para conservar el amor de la madre hemos de aprender a manipularla. Es una lección.

Y la lección continúa a lo largo de toda la vida. Valiéndonos de la manipulación, esta vez


logramos avanzar por nuestro camino, imponernos sobre la madre, conservar las amistades,
conseguir un empleo, fascinar a los hombres. Pero no podemos estar seguras del mañana. La
victoria no nos arrebata. ¿Somos nosotras realmente la mujer fatal del escurridizo vestido negro
que nos ponemos porque hemos oído decir que pertenece a la clase de los que le gustan? ¿Qué
pasará mañana, cuando él se entere de que no somos realmente nosotras? ¿Recurriremos,
desvalidas, a las demostraciones de afecto, esperando que él nos retenga más tiempo? ¿Qué ocurrirá
si él nos ve sin nuestras pestañas postizas, sin nuestro sujetador…? ¿Y si nos desnudáramos en la
oscuridad? Ignoramos lo que él ama de nosotras, porque no tenemos ninguna idea sobre nuestra
identidad.

Recurrimos a supercherías para mantenerlo a nuestro lado, con todo nuestro sentimiento de
culpabilidad, si no hay algo más, convencidas de que moriríamos si él desapareciera. Antes ya,
nuestra madre nos convenció de que moriría si la abandonábamos. Si al final él se marcha, su
decisión nos causa dolor, pero no nos sentimos sorprendidas: sabiendo que hemos recurrido a trucos
y engaños para que amara a una persona que no somos nosotras, ¿cómo creer que tal cariño podía
durar?

A veces, en las grandes crisis de nuestras vidas, cuando todavía nuestros manipulantes
métodos no han dado resultado, volvemos la cabeza para ver a la madre, irritadas y llorosas. “Mi
hija, de repente, ha sacado a relucir todo aquel episodio del pasado”, se lamenta una madre. “La
última vez que nos vimos, ella me acusó, prácticamente: “¿Por qué tú y papá os fuisteis a Europa
cuando yo contaba cuatro años?” Piense usted que mi hija tiene ahora treinta y ocho..”

En ocasiones, emprendemos un viaje de regreso para cubrir miles de kilómetros, después


de una vida entera de separación física. “Anoche telefoneé a mi madre, que viven en Wisconsin”,
me cuenta una mujer. Es madre de tres hijas. Nos encontramos sentadas en un restaurante al aire
libre en Florida. “¿Por qué la llamó?”, inquiero, sorprendida, pues me había dicho repetidas veces
que nunca se había llevado bien con ella. A los catorce años perdió la virginidad, y desde entonces
había hecho lo posible por estar lejos de ella, cuanto más lejos, mejor. “Porque… -comienza a
decirme esta mujer de cincuenta y tres años, que se enorgullece de haberse prodigado sexualmente,
en tanto que su madre únicamente conoció la relación corriente- porque deseaba que me explicara
qué había sido de aquel condenado asunto femenino de siempre.”

Si bien esos regresos a la madre son a menudo desastrosos, el impulso es correcto. Antes
de que podamos comprender los temores que hoy nos atenazan hemos de averiguar cómo se
iniciaron en nosotras cuando éramos niñas. Hemos de separar los reales de aquellos que solamente
arrancan de los que sentía la madre al pensar en su vulnerable pequeña.

Al principio, la madre no puede sentir más que temor por su hija. La chica es una
proyección de ella; la madre la ama como a mí misma. Y por ello ve sus propios temores ampliados
en la hija. Se sigue de aquí que la calidad de la protección de la madre será determinado por el
valor que pone en lo que está protegiendo. Para cualquier mujer, esto es su sexualidad.

Llegamos de este modo a una especie de paradoja, una doble atadura. Nos han criado
haciéndonos pensar que lo relativo al sexo es torcido, peligroso y sucio, pero también señalando que
es nuestro primer factor de transacción. Protegemos lo que se encuentra entre nuestras piernas, pero
nos mantenemos distanciadas de ello; no nos gusta, ni siquiera tenemos a mano un nombre cariñoso
para llamarlo; y, sin embargo, “todo” depende de eso. Es una joya misteriosa y envenenada; pero el
juego está en marcha: debemos conseguir que los hombres crean que es el dorado cáliz de la vida.
No podemos consentir que sea tocada, más hay que hacerle ver a uno de ellos que su posesión
compensa de la renuncia a otras mujeres, justificando el apoyo que nos dispensará el resto de la
vida. El sexo se ofrece con condiciones. Nuevamente la manipulación de antes.

Ofrecemos nuestros cuerpos a cambio del matrimonio; luego, nos sentimos desconcertadas
porque nos hallamos menos interesadas por el sexo, ahora que es “nuestro”. Lo que queríamos en
todo momento no fue eso, sino intimidad, compañía. La madre nos recompensaba principalmente
con amor simbiótico cuando negábamos nuestra sexualidad. Lo sexual, incluso con sus infinitos
placeres, se convierte, simplemente, en un medio para alcanzar un fin; no hay más dulce que la
simbiosis. Ya adultas, nos damos cuenta de que nos hemos automanipulado a base de nuestra
sexualidad.

Aparte del despertar de la identidad sexual en los años edípicos, se da también entonces un
incremento en todos los tipos de afirmación, y un gran progreso en la separación y la individuación.
Queremos estar informadas sobre el tema del sexo; deseamos saber de dónde vienen los niños, pero
también queremos explorar el mundo en general. El exhibicionismo y el afán seductor de una niña
de cuatro años constituyen una afirmación de sí misma… “¡Aquí estoy, mundo!” Y es, igualmente,
un reto a papá.

Cargada con exceso de trabajo, llena de ansiedad, temerosa ella misma, la madre ve
demasiada vida en sus hijos, acoplada con precauciones livianas. No es de extrañar que la vitalidad
sea considerada peligrosa. Una madre puede aceptar que un chico sea superactivo. “Así es como
son los niños”. Pero las niñas son diferentes. “Antes de que la niña llegue a tener una edad que le
permita advertir lo que están haciendo con ella –dice el doctor Sanger-, su madre comienza a
frenarla. Limita a la hija: “No te agites demasiado, no comas excesivamente, no corras tanto, no te
excedas, no te canses…” Yo preferiría ver a una madre que estimula a la hija, haciéndole sentir que
la realización de algo puede conducir a mayores niveles de energía. Es un espectáculo maravilloso
para una hija ver a su madre llena de vitalidad, diciendo, por ejemplo: “Ahora que he enviado ya
todos los christmas me siento a gusto, realmente. Quiero hacer algo que me gusta… ¡Vámonos al
parque, a patinar sobre el hielo!” Por el hecho de haberse alcanzado cierto nivel de satisfacción, no
hay por qué relajarse, por qué encerrarse en una recuperación… ¡Se puede entregar una a otra
actividad más excitante! Me gustan las madres que aún fatigadas se dirigen a sus hijas no para
hablar con ellas de emprender algo, sino de hacerlo inmediatamente, sin pérdida de tiempo. ¿Y si al
día siguiente ha de ir la chica al colegio? Bueno, por una vez no le perjudicará perder una hora de
sueño.”
Existe otro factor que influye en que las mujeres sean más dóciles y obedientes que los
hombres. Los estudios del doctor Sanger en el St. Luke’s Hospital demuestran que son los niños
quienes con más frecuencia obtienen expresiones de amor físicas y directas de sus madres,
acompañadas de gestos de aprobación, en tanto que las niñas sólo se ven correspondidas con unas
palabras y sonrisas. Aquí se abre un importante abismo: una caricia física no necesita ser
interpretada, y no conlleva condiciones. Es ofrecida espontáneamente, y espontáneamente
aceptada, incluso sin pasar por los centros cognoscitivos del cerebro. Ahora bien, una sonrisa, una
palabra amable, han de ser interpretadas, dan que pensar. Las señales verbales y las expresiones
faciales contienen tonos altos y bajos, quizá matices de ambivalencias. Desde sus primeros días, la
niña se entera de que debe interpretar lo que alguien quiere de ella, antes de conseguir la
aprobación… E incluso ésta no puede ser aceptada en su valor nominal inmediato. Es su primera
lección de obediencia. “La relación física con un pequeño es más fácil, más natural que con mi
hija”, me dice una madre. “En cierto modo, estoy más unida a mi hija, pero con ella no tengo los
mismos contactos que con el niño.”

En el parvulario, la profesora sabe cuál es la forma mejor de manejar a un niño excitado.


“Un gesto cariñoso los calma”, indica el doctor Sanger. Pero mientras que la niña que se encuentra
junto al chico excitado puede sentirse tan ansiosa de pruebas de afecto como él, lo cierto es que ha
aprendido ya a responder a otras señales, más bien verbales. Y esto es lo que consigue
precisamente. Paradójicamente, tal privación, sufrida por las chicas, es la causa de que,
frecuentemente, sean mejores estudiantes que los niños. El doctor Sanger señala: “Sus elementos
perceptores a distancia –los ojos, los oídos- han sido ejercitados más a fondo. Las niñas no nacen
siendo más “brillantes” y más verbales que los niños, de la misma forma que tampoco nacen siendo
más pasivas.” Hemos sido socializadas de esa manera, a base de determinados costes psíquicos.

En el jardín de infancia, las primeras estructuras que las niñas levantan son cercas, recintos
cerrados, y los chicos torres. Se puede dar una interpretación a tales hechos ajustándonos a los
términos freudianos, pero no es necesario proceder así para comprender lo que está siendo
expresado. La cerca, el recinto, nos habla de algo seguro, cómodo, protector. La torre busca los
cielos, habla de esfuerzo y aventura. En una sociedad libre, que no existe, se podría esperar que
siendo ambas ideas legítimas habría niñas que quizá construyeran torres, y niños que optarían por
levantar casas de poca altura. Pero las presiones normativas en nuestra sociedad son tan fuertes que
prosigue la rígida demarcación en las líneas de lo sexual. No es sólo mamá quien nos elogia por no
habernos movido de nuestra habitación, para dedicarnos a jugar tranquilamente con nuestras
muñecas, quien no oculta su desagrado al vernos imitar las sirenas de los coches de bomberos, o al
oír unos roncos ruidos que salen de nuestra garganta: “No, querida, no hagas ese ruido con la boca”.
Papá también media en la cuestión: “Bien, ¿y qué está haciendo ahora mi pequeña? ¿Jugando como
un rudo indio?”

La pasividad no es siempre una máscara que esconde a una persona –a menudo irritada-
más activa y afirmativa. Intervienen aquí cuestiones temperamentales. La quietud, la pasividad,
puede ser de tipo genético en algunos. Muchas niñas nacen, simplemente con predisposiciones
letárgicas. “No hay nada de erróneo en esto –explica el doctor Sanger-. La niña, sencillamente, es
un ser relajado y no afirmativo. Pero hay muchas otras que, bajo la apariencia de la pasividad, se
agitan. Hay una bella persona que sólo espera el momento de manifestarse, pero que no emergirá.
Está aguardando; siempre espera a que le hablen antes de hablar; espera el instante de ser
interrogada, espera que le pasen su helado, espera, espera, espera. Si al camarero se le olvida
ponerle delante su porción de helado, se queda sin él.” Una niña pequeña se traslada al colegio,
sentándose tranquilamente en su sitio, como un pequeño robot. Nadie se ocupa de ella, porque al fin
y al cabo no se comporta como aquel chico que arroja piedras desde la ventana. Sin embargo, su
turbación interior puede ser igual de grande, el problema que yace en el trasfondo de su conducta
puede ser el mismo.

“El periodo de crecimiento comprendido entre los cinco y los diez años –declara el doctor
Sanger-, puede calificarse de crucial. En esa etapa de la vida, la pasividad de las chicas, su falta de
realizaciones, son aceptadas demasiado frecuentemente como una cosa normal. Pierden
conocimientos técnicos esenciales porque dichos años son vitales en cuanto al desarrollo de
esquemas existenciales. Desde el punto de vista profesional, veo dentro de ese grupo por edades
diez chicos por cada chica. Las pequeñas se muestran menos turbadas que los niños, pero las
madres están más dispuestas a admitir que tienen un problema, que quizá cometieron un error, más
bien con un chico que con una chica. La conducta más “agresiva” que las niñas muestran a esa
edad se traduce en su mal carácter, en su espíritu competitivo frente a las demás chicas. Con las
otras personas adoptan unas maneras pasivas.”

El término “pasivo” ha sido utilizado hasta tal punto como una especie de etiqueta común a
todas las mujeres, que se ha convertido casi en definición de la propia feminidad. Y, sin embargo,
el significado resulta, como mínimo, ligeramente peyorativo. El problema se complica aún más por
el hecho de que no siempre es fácil separar lo activo de lo pasivo.

En términos sexuales, por ejemplo, se piensa habitualmente que la mujer es pasiva porque
el hombre se coloca encima de ella, dejándose a su iniciativa la mayor parte de lo que “se hace”.
Pero incluso en tal postura clásica, la mujer puede estar muy lejos de la inmovilidad. Hasta puede
ser más activa que el hombre. Muchas mujeres me han dicho, sin embargo, que el papel que más
las seduce es el de la esposa medio dormida. El hombre se queda en pie hasta una hora avanzada,
para realizar algún trabajo, ostensiblemente. Al llegar a la cama, la encuentra en actitud pasiva,
amodorrada, sin pedir ni esperar nada. Por tal causa, él se siente seguro al expresar sus necesidades
sexuales. Verdaderamente, se excita porque ella se le antoja menos activa, menos fuerte y
amenazadora. El contacto de los cuerpos influye en esto, pero igual importancia tiene la postura de
la mujer, de simbólica pasividad.

Puede ser que entonces tenga lugar el acto sexual. Pero ¿quién es el miembro activo de la
pareja? ¿Y quién el pasivo? ¿Quién lo ha iniciado todo? Digamos que somos nosotras quienes
pedimos al hombre que ejecute ciertos actos sexuales. Mientras nos mantengamos tendidas boca
arriba, gozando con ellos, no seremos el miembro pasivo de la pareja. El episodio ha sido iniciado
por nosotras.

Esto no es jugar con determinados conceptos. Si tú y yo utilizamos diferentes palabras


para describir la misma cosa, asignaremos diferentes valores a lo que está sucediendo. Por ejemplo,
la madre nos dice: “Quiero que al crecer llegues a ser una mujer con personalidad propia, que sepas
lo que quieres de la vida y que aprendas a cuidar de ti misma” Pero cuando intentamos ser de esa
forma con ella, la madre nos critica por nuestra terquedad. Decimos a nuestro amante: “Quiero que
te muestres agresivo sexualmente”, pero al mismo tiempo sugerimos: “Me siento atemorizada
cuando veo a un hombre avanzar por vez primera hacia mí.” Esto somete al hombre a una doble
atadura; es lo que la madre hizo con nosotras. Dos demandas contradictorias, que se excluyen
mutuamente, son formuladas de un modo simultáneo, paralizándole. El es quien debe decidir lo que
hay que hacer. No obstante, somos nosotras quienes hemos decidido la calidad de la relación.

Incluso en este simple análisis podemos observar que las palabras activo y pasivo son muy
rígidas, llevando en sí una gran carga emocional. En nuestra sociedad, los hombres necesitan que
nosotras parezcamos pasivas, si han de afirmar su “virilidad”. Si queremos cambiar estas ideas,
tradicionalmente limitadoras, de masculinidad y feminidad, hemos de renunciar a las ambiguas
ventajas de la pasividad. Manifiesta el doctor Sanger: “Las mujeres han de aprender a decir: “Me
gusta realmente esta parte de mi cuerpo, y ¡vaya si voy a conseguir que despierte la atención que
merece! Me gusta que juegues con mi clítoris, con mis senos. Lo deseo de veras, y ha llegado ahora
ese momento para ti.” Si ella descubre que el hombre no está dispuesto a ello, buscará a alguien
que ocupe su lugar.”

Hay hombres que en el terreno sexual prefieren las mujeres activas, independientes. Las
mujeres afirman que tales hombres son difíciles de encontrar. Hemos de preguntarnos si no
tendremos nosotras la mitad de la culpa. Pedimos al hombre que nos deje colocarnos encima, que
acaricie nuestros senos, nuestro clítoris –tomando la iniciativa- pero hacemos esto aferrándonos
todavía a la imagen de nosotros como personas que necesitan de otras que nos cuiden, de personas
vulnerables, insignificantes, perecederas, y pasivas. Confuso, el hombre se aleja, para buscar una
compañera más tradicional, aunque resulte más inhibida. Los dos sexos han salido perdiendo, y el
desventurado juego de la comedia se perpetúa.

La niña de cuatro o cinco años se enfrenta con dos duras separaciones. Físicamente, deja la
casa por primera vez: va a ir al colegio. También se enfrenta con una difícil necesidad, la
separación psicológica de la madre, elaborando sus rivalidades y compromisos edípicos. La madre
no puede ayudarla en esto.

Tampoco el padre le proporciona mucha ayuda; no la anima siquiera. “La mayor parte de
los hombres de nuestro tiempo –indica el doctor Robertiello –se sentirán abiertamente halagados
por la atención de que son objeto por parte de su pequeña. Pero tienen tan asimilado el tabú del
incesto que optan por ignorar la sexualidad de la niña.”

En la hija quedan unos sentimientos de no finalizada competencia con la madre. Pero


precisamente, junto con sus deseos de reemplazarla figura la correlativa ansiedad en torno a la pena
establecida por aquélla por haber experimentado esos celos. Nada de ello llega a tener expresión;
en su mayor parte, estas cosas son inconscientes. ¿Cómo puede la pequeña irritarse si la madre está
fingiendo que no ha sucedido nada? Pero algo ha cambiado en el interior de la niña; su madre se ha
convertido en una enemiga, y todos sus alborotos, sus afanes de pacificación, son vistos ahora de
otro modo por la hija. Bajo el amparo de la competencia situación edípica, la anterior relación con
la madre se revela menos dulce y clara de lo que antes pareciera.

Cuando alguien nos enseña a tener buenos modales, a modular nuestra voz, a controlar
nuestros impulsos, a contener nuestro entusiasmo, a mordernos la lengua, a controlar, controlar
siempre, hasta la más diminuta chispa de espontaneidad –a menos que hayamos nacido así, a menos
que temperamentalmente, constitucionalmente, genéticamente, seamos unas personas tranquilas,
silenciosas, obedientes-, lo más seguro es que nos sintamos irritadas ante la persona que nos fuerza
a inhibirnos de tantas cosas. Aunque no podamos permitirnos hacer gala de nuestro enojo, por
temor a experimentar una pérdida, aunque sea negada, lo cierto es que está allí. Uno de los primeros
medios de que se puede valer una chica para controlar la ira suscitada por una madre dominante es
el relativo al desarrollo de ciertas fantasías románticas. Al conocer a otras madres, menos
manipuladoras, de otras chicas, nos decimos que no fuimos entregadas a nuestra verdadera, que
hubo una confusión en la incubadora. “Yo no quiero esa madre”, está diciéndose la hija. “La culpa
fue de la niñera, que me arrancó de los brazos de mi auténtica madre.”

La cólera es una emoción humana. Hombres o mujeres, todos la hemos experimentado.


La hemos sentido de niños, cuando nos dimos cuenta de que no podíamos controlar a nuestra
madre, de que ella no era nosotros, de que podía alejarse y dejarnos. Los trabajos de los
especialistas en psiquiatría infantil, como John Bowlby y Margaret Mahler, pioneros en su campo
de investigación, nos dicen que los primeros signos de irritación se producen alrededor de los ocho
meses y forman parte del desarrollo normal, independientemente del amor que se nos dispense.

Los bebés tratan de morder a su madre, le tiran de los cabellos. Obran así impulsados por
el temor de perderla. Tal temor es “normal”: forma parte incluso del proceso del crecimiento. A
menos que la madre fomente un sentimiento de seguridad en nosotros, para tener una identidad y
una sensación de valor separadamente de ella siempre nos sentiremos irritados contra ella…
Significa que podemos perderla, y todavía la necesitamos.

Y, con todo, únicamente por saber que podemos mostrar nuestra irritación ante la madre y
que no por ello dejará de amarnos, empezamos a aceptar nuestros enfurecimientos en la medida
suficiente para controlarlos. ¡Qué noble papel el de la madre en esta situación! Blanco de nuestros
arranques furiosos, pero con suficiente fortaleza como para no correspondernos en el mismo tono.
Si no puede permitirnos que vivamos este proceso, si el cariñoso contacto con ella no se produce, si
la formación de nuestra identidad separada no se verifica, quedaremos para siempre en la situación
de niños asustados, jamás seguros, siempre propicios a la irritación, que nos sacude con inesperado
ímpetu.

Asustadas por esos arranques contra una madre que no nos podemos permitir perder,
entramos en lo que de un modo habitual se denomina período de latencia, ocultando nuestra
competencia edípica ante la madre, ante nosotras mismas. Con frecuencia desenterramos durante
tal periodo las muñecas con las que jugábamos de pequeñas, nos sumergimos en una etapa más
simple, buscando una tregua para las guerras sexuales, acercándonos a la madre de nuevo. Pero
esta negativa de nuestros cuerpos, nuestros deseos y nuestra independencia, no se basa en el amor
por ella. Se trata de una reacción, en la cual ocultamos lo que realmente sentimos, y que nos hace
actuar de una manera opuesta. Es una manera de “protestar demasiado”. “¡Oh, no, no estoy
enfadada con mamá por mantener a papá alejado de mí, diciéndome que hay algo torcido y
peligroso en lo que yo siento en mi cuerpo! De hecho, es a mi madre a quien quiero tener cerca de
mí durante toda la vida.” La situación de competencia y la cólera no han sido resueltas, y sí
solamente negadas y reprimidas.

Muy corrientemente, tal estado –a los siete u ocho años de edad- se manifiesta al enfocar la
atención hacia el niño que se sienta junto a nosotras en el colegio. Pero aprendemos rápidamente
que esto provoca un antagonismo en las otras chicas; ellas han renunciado a sus propios conflictos
edípicos y desean presentar un frente unido, mostrar su solidaridad con la madre… dejando a los
hombres fuera. Así, pues, a causa del temor a la repulsa por parte de las otras chicas –el
ostracismo-, renunciamos también al pequeño Johnny.

La irritación que suscita en nosotras la obligación de cumplir obedientemente con todo lo


que se nos ordena y el hecho de no ser capaces de expresar aquélla, es posible que no se haga
patente nunca. “Cuando mis amigas critican a mi madre por ser tan rigurosa”, manifiesta una niña
de ocho años, “no les hago el menor caso. Cuando desean ir a alguna parte y yo sé que mi madre no
me va a permitir que las acompañe, no digo que mi madre no me deja, sino que soy yo la que no
quiere formar parte del grupo. Esto de oír a alguien diciendo cualquier cosa contra ella me resulta
insoportable”. Una situación de reacción nuevamente: la perspectiva de escuchar algunas
observaciones de carácter negativo sobre su severa madre provoca tal sentimiento de culpabilidad
en esta chica que no permitirá que aquéllas lleguen a ser formuladas. En lo más profundo de su ser
comprende que así quedaría aireada la irritación que ellas misma siente, pero que teme exteriorizar.
Estos enfurecimientos pueden seguir en erupción, como en las entrañas del Vesubio, o
mostrarse con formas distorsionadas o emboscadas. Hace cosa de un año me telefoneó una mujer
desde California. Seis meses antes la había entrevistado, buscando material para el presente libro.
Tiene veintisiete años, y es una de las mujeres más cordiales entre las muchas que he conocido.
Ocupa un cargo de responsabilidad en una entidad bancaria.

“Desde el día de nuestra entrevista”, me dijo, “he estado dándole vueltas a una de sus
preguntas: ¿Qué tenía yo de mi madre, qué había aprendido de ella? Ya le dije hace seis meses que
no acertaba a descubrir nada que nos identificara. Esto también a mí se me antojó extraño…
Bueno, el caso es que recientemente empecé a sentir unos dolores de estómago. Mi médico me
notificó que tenía una úlcera. Me preguntó si yo era capaz de contener mis impulsos de ira. Al
intentar contestar a esta pregunta comprendí que lo que había aprendido de mi madre era esto: una
no tiene que expresar nunca emociones negativas. Ha de mostrarse amable, cortés, jamás enojada.
Nunca vi a mi madre enfadarse con mi padre. Ella representaba el papel de mártir, y yo crecí
convencida de que mi padre era un ogro. Ahora me he dado cuenta por fin de aquella comedia de la
víctima inocente que mi madre representó siempre… Por tal motivo, siempre lo vi a él como un
hombre difícil. Pensando en esto recordé algo cuya importancia no había calibrado jamás
anteriormente. Yo debía de tener unos cinco años cuando pasó aquello. Mi madre y yo nos
encontrábamos en la tienda de comestibles situada en la esquina de la calle en que vivíamos. Había
allí unos tarros de cristal de modelo antiguo, de los utilizados para guardar pastas para el té, y el
dependiente me ofreció una. Mi madre se negó a que aceptara el obsequio, y yo correspondí a su
negativa dándole un golpe. Toda mi vida había de recordar este episodio con hondo pesar. Fue la
única vez que hice una cosa así con mi madre… Fue algo que no había de volverse a repetir con
nadie jamás”.

Estos enfurecimientos no exteriorizados son fuente de incontables problemas físicos y


psicológicos para las mujeres. “Frecuentemente, parte de la irritación que una pequeña de ocho o
nueve años siente radica en la comprensión de que todas las críticas, manipulaciones e intrusiones
de la madre no arrancan de su amor por la hija en sí –explica el doctor Sanger-. Ama a la niña
como una mamá en pequeño, por ser una imagen de ella. “¡Vaya! ¡Me parece que le voy a dar
trabajo”, puede ser la reacción de la chica. Hay aquí un propósito, una lucha de individualidades
aplazada. Es el mismo forcejeo que se presentará entre ellas veinte años más tarde. Pese a su
enojo, la hija sigue retrocediendo; todo lo más, llegan alguna vez a la discusión. La niña busca
todavía una migajas de cariño de la madre.”

El periodo edípico, la adolescencia, los escarceos amorosos, nuestro primer empleo, el


matrimonio, el nacimiento de nuestros hijos, son ritos de paso, que marcan etapas importantes de
nuestra existencia. ¿Por qué, tan a menudo, han de estar acompañados del temor, de la ansiedad o
de la depresión…, el disfraz que adoptan las mujeres para ocultar su irritación? Se trata de
momentos incompletos; nos vemos incapaces de situarnos a la altura de ellos porque falta algo: un
sentimiento de afirmación propia, con emociones en las que podamos confiar. “Era el día de mi
cumpleaños… y me dijeron que tenía que sentirme feliz”: he aquí dos versos de un poema de
Muriel Rukeyser. No es un hecho casual que este poema acerca de la alienación de las emociones
de una criatura (el mandato de que finja ser feliz cuando no lo es) haya sido escrito por una mujer.

En un libro del psicólogo Seymour Fisher, titulado The Female Orgasm, el autor declara
haber encontrado dificultades orgásmicas en mujeres que sufren el temor de verse abandonadas por
el hombre. Poca importancia se asigna a la técnica erótica. La capacidad de la mujer para “dejarse
ir” puede ser rastreada remontándose a los sentimientos que le inspiraba su padre. Si ella
“confiaba” en que él no la abandonaría, la mujer será capaz de confiar en el hombre con quien se
acueste y de conocer luego el orgasmo.

Indudablemente, la relación con el padre tiene una importancia enorme. El padre fue
nuestro primer modelo de lo que esperábamos de los hombres. De aceptarnos con naturalidad, de
sentirse feliz al vernos, pensábamos que los demás hombres procederían igual. De ignorar nuestra
sexualidad… nos mostrábamos inseguras con respecto a nosotras mismas. Pero, ¿quién hizo
funcionar los frenos sexuales, para comenzar? ¿Quién apartó nuestra pequeña mano, mucho antes
de que nosotras nos sintiéramos interesadas edípicamente por papá? ¿Quién se adentró en nuestra
intimidad? Y sobre todo, ¿quién, por su propio cuerpo, con lo que ella decía y no decía, nos
proporcionó nuestra más permanente imagen de cómo había de ser una mujer? ¿Quién decía “las
niñas buenas no hacen eso”? Estoy de acuerdo con el doctor Fisher en considerar que la confianza
es la base de la consecución del orgasmo, del amor y de la vida misma. Ahora bien, ¿quién, en
mayor medida que el padre, antes que él, nos inhibe de nuestra capacidad para confiar en nosotras
mismas?

“¿Por qué adoptas siempre una actitud tan crítica?”, preguntamos. Por toda respuesta,
nuestra madre contesta que nos hemos pintado excesivamente los labios.
CAPÍTULO 4
IMAGEN DEL CUERPO Y
MENSTRUACIÓN
Papá Colbert (hombre todavía joven, y a quien no le gustaba que le llamaran abuelo) fue
quien decidió que mi madre debía abandonar el sur de Pittsburgh para trasladarse a Charleston,
donde él estaba construyendo una acería a orillas del río Ashley. Era una especie de patriarca que
quería tener a sus familiares cerca. Papá Colbert había pensado que aquél era un buen sitio para que
mi madre nos criara, a mi hermana y a mí. Estaba en lo cierto.

Ocupamos una vivienda de altos techos, de muros rosados y ventanas con postigos azules.
Contaba la casa, además, con una terraza con barandillas de hierro forjado. Me acuerdo de mi
primer paseo por allí, y de la tranquilidad que reinaba en aquellas tranquilas calles. De haberme
dirigido hacia la izquierda, habría ido a parar a la bahía, divisando Fuerte Sumter. Pero giré a la
derecha y localicé finalmente lo que había estado buscando: una tienda de comestibles, donde
compré una caja de Mallomars con monedas sacadas del bolsillo de un abrigo guardado en el
armario de nuestro vestíbulo. La destartalada tienda, se hallaba situada en la esquina de lo que
Gershwin denominara Catfish Row. Varios años más tarde conseguiría allí mi primera colocación,
con un sueldo de dos dólares y medio semanales. Mi madre se enteró por una de sus amigas que me
vio barriendo la puerta de la entrada embutida en mi uniforme de las jóvenes scouts. Nunca le
hablé de aquel primer paseo, ni de que me extravié, apoderándose de mí el temor. Yo tenía
entonces cinco años, pero estaba al tanto del trato madre-hija: “Si te separas de mí, no es justo que
vuelvas a mis brazos en busca de consuelo.”

Sólo en dos ocasiones me había extraviado, corriendo algún peligro. Las dos veces en
Pittsburgh. Me acuerdo de un hombre y una mujer que me llamaban desde un coche, invitándome a
cruzar la calle para dar un paseo en su compañía; luego, hubo lo del muchacho vendedor de
periódicos, que se desabrochó su bragueta, para mostrarme algo terriblemente desconcertante. En
ambas ocasiones, yo había echado a correr alocadamente, huyendo. Pero Charleston era una
población segura para nosotras. Estoy convencida de que a mi madre se le antojó una especie de
cielo, tras los desdichados años pasados en Pittsburgh.

Siempre que sueño se me aparecen las personas con quienes crecí en Charleston. Las
casas, allí, eran de cuatro plantas. Sus fachadas estaban cruzadas por elegantes listones de madera;
los pórticos se prolongaban hacia atrás, formando ángulos perfectos. Durante toda mi vida, para
juzgar la belleza de otras ciudades me he valido de su comparación con Charleston, donde no se
pueden ver los jardines desde la calle. Para ello, una tiene que ser invitada a pasar al interior de la
vivienda.

Nuestra casa se inclinaba ligeramente hacia la derecha. Cuando me sentaba en el cuarto de


estar, la cabeza, automáticamente, se echaba a un lado, poniéndose en línea con las paredes
inclinadas. Había unos postes metálicos por debajo del cielo raso. “Esto ha sido hecho pensando en
los huracanes de los últimos días del verano”, me explicó alguien. Pero nunca se nos derrumbó nada
en Charleston. Nadie se fue de allí tampoco. Me crié sumida en un ambiente estable, en un mundo
cálido y generoso, que prometía seguir siendo así siempre.
Ansiaba desesperadamente pertenecer por derecho propio a aquel mundo. En la sociedad
de Charleston existían límites muy bien definidos y rigurosos. Vivir “más debajo de Broad Street”
significaba tener un marcado acento del sur, y varias generaciones de parientes nada más doblar la
esquina. Nosotros nos desenvolvíamos perfectamente. Aprendí a decir mirrub en lugar de mirror*,
pero ni el dinero de mi abuelo ni el hecho de ser yo alumna de un colegio privado podían alterar
esto: éramos yanquis. No había una sola casa en la que no fuese bien recibida, ni hubo una sola
ocasión en la que no me sintiera querida por las madres “honorarias” que fueron saliéndome por la
ciudad… Pero yo sabía que no pertenecía a aquella sociedad. Incluso mi nombre –Friday- era
distinto. Más adelante fue agradándome su singularidad, como progresivamente fue
complaciéndome mi elevada estatura. No obstante, recordaba que contando yo diez años, cuando la
gente me preguntaba cómo me llamaba, me encogía disimiladamente antes de contestar “Nancy”.

De no haberme criado en ese reducido rincón divergente de la natural seguridad de


Charleston y las estrictas reglas que tan cerradas sociedades establecen, estoy segura de que ahora
sería distinta. Quizá no me hubiera casado nunca con Bill, ni me hubiese dedicado a escribir libros
sobre la sexualidad femenina. Mi vida habría sido una línea recta, alargada, consolidada, una sólida
nota; la vida de una mujer que jamás ha puesto en duda sus convicciones. Pero yo no había sido
hecha para seguir semejante senda, ya que de lo contrario no hubiera dado tantos paseos. Me habría
quedado para siempre “más debajo de Broad Street”. Habría preferido vivir con mi antigua
ansiedad, la del abandono, en lugar de mezclarme de un modo tan completo con la gente, sin salir
nunca de Charleston. Pero yo sé que mi capacidad de hoy para vivir distintas vidas, la que me
permite enfrentarme con abstracciones, cambiar y aceptar las consecuencias, se funda en lo que
encontré en Charleston. Cuando adelanto un pie hacia lo desconocido, apoyo el otro en el seguro
pasado.

Actualmente, mi madre vive a unos mil seiscientos kilómetros de Charleston, donde ha


echado raíces que resultan tan profundas como las antiguas, y amistades tan arraigadas como las de
antaño. A ella le extraña mi falta de interés por asentarme, pero ambas compartimos una gran
nostalgia por aquellos años en que casi nos considerábamos como pertenecientes a una comunidad
empeñada en la conservación de cuanto fuera bello: las viejas casas, los himnos del siglo dieciocho,
y, especialmente, la familia. No es necesario que sepa dónde estaré el año próximo, pero, con todo,
yo también abrigo cierta ansia de estabilidad. La encuentro en las personas, no en las casas. La
suerte de haberla hallado proviene de una verdad básica que aprendí en Charleston: si yo expongo la
necesidad de amor que siento, puede ser que lo encuentre en otros. Sólo en sueños continúan
rechazándome los demás.

Cuando contaba diez años, se mudó a nuestra calle una familia, la de Sophie, una chica de
la que había de ser amiga. Esta familia provenía de “más arriba de Broad Street”, lo cual la hacía
más forastera que si hubiese sido yanqui. Me convertí en esclava de Sophie, y no porque fuera un
año mayor que yo. Hasta el momento de iniciarse mi relación con esa chica, yo siempre había
marchado en todo instante delante de todas, valiéndome de mi iniciativa. Cuando una amiga
dormía “arriba” era yo quien insistía en tender un hilo entre las camas gemelas, sujeto por los
extremos a los dedos pulgares de nuestros pies, con objeto de que no pudiera dejar de despertarnos
cualquier movimiento que realizara. Silenciosamente, en ocasiones, nos levantábamos,
descendíamos por las escaleras de las tres plantas, dejando atrás el cuarto en que dormía mi madre,
y nos aventurábamos por las oscuras calles de Charleston. Mía fue la idea de jugar en las
prohibidas naves de los muelles; nos deslizábamos hasta las cubiertas de los buques atracados, y
viajábamos en los carromatos, tirados por viejos caballos, al cuidado de unos conductores negros,
que distribuían mercancías por aquella parte de la población. Sin embargo, nunca disputé a Sophie
su jefatura.

Poseía su figura un aire misterioso especial, propio de un ser descendido de la luna. Había
vivido la existencia déclassé de “más arriba de Broad”, que ejercía en mí una gran fascinación, casi
en la misma medida que la Saint Cecilia Society, en la cual nunca sería admitida, debido a mi
ascendencia yanqui. Sophie fue quien me reveló de dónde procedían los niños. Poco importa que
no fuese correcta. Yo no había conocido nunca a nadie que se aviniera a abordar aquel tema.
Había, en efecto, un alto nivel de ignorancia sexual en mi “grupo”, siguiendo así hasta cumplidos
los veinte años. A lo largo de aquellos tiempos de cálidos sueños, nadie hablaba del sexo.
Hablábamos del amor.

La casa de Sophie era asimismo algo distinto. Los hogares de Charleston eran mantenidos
con un aspecto inmaculado por doncellas que habían vivido siempre con las familias respectivas.
Sophie, al referirse al desorden que imperaba en su casa, decía que en la vida había cosas más
importantes que el aterciopelado silencio de las hermosas habitaciones. Los ceniceros aparecían
sobre la alfombra; las tazas del desayuno, con el café pegado a los platos, permanecían hasta el
mediodía en la mesa. Los pesados muebles se veían torpemente colocados… Allí, todo resultaba
excitante, revelando y ocultando en cierto modo indicios de que conducían a otro secreto y
exuberante sentido de la vida, algo que para la familia de Sophie encerraba más atractivos que la
limpieza.
En casa de Sophie no se comía a horas fijas; no había tampoco una hora determinada para
regresar a casa, no existían reglas de conducta. Cuando en la habitación en que nos encontrábamos
entraba una persona adulta, yo era la única que se ponía de pie. En la zona alta de la vivienda, el
misterio se acentuaba. Allí arriba, tres hermanas compartían una vasta habitación, más parecida a
un almacén de cosméticos. Los polvos para la cara flotaban en el aire, y las hermanas de Sophie,
mayores que ella, se sentaban frente a su tocador con tan sólo unas bragas, repasándose
insistentemente los labios con carmín. Cierto día me maquillaron. Consideraron después lo que
habían hecho, suspiraron y me dijeron que no me preocupara; yo poseía una “buena personalidad”.
Al atardecer llegaban a la ciudad los cadetes de Citadel, quienes se llevaban a las hermanas de
Sophie, como si hubiesen sido premios acabados de ganar, perdiéndose luego todos en la noche.
Una vez, Sophie y yo nos escondimos detrás de un sofá, mientras una de sus hermanas se despedía
de su acompañante. Sophie se excitó tanto que dejó el pavimento humedecido.

Sophie me enseñó a bailar. A mí me gustaba la música corriente, de ritmo rápido.


Aprender a mover el cuerpo era una cosa casi tan excitante como trepar por las cercas o lanzarse en
persecución de los chicos. (Había otras chicas que esto les interesaba). Uno de nuestros juegos
favoritos consistía en escondernos bajo la terraza de la casa de Pete, o de Henry, esperando su
llegada. Nos tumbábamos en el suelo, escuchando sus conversaciones. Ellos ignoraban nuestra
presencia, por supuesto. Era excitante. Pero había algo mejor todavía: vernos descubiertas.
Entonces, los chicos se lanzaban en nuestra persecución, y corríamos por las calles en cuesta de
Charleston, unas veces bajando y otras subiendo, internándonos por las callejas empedradas de
guijarros. En una de aquellas persecuciones, los chicos, al alcanzar a Sophie, la besaron. Comprendí
en aquel momento que a Sophie no le daba lo mismo bailar o correr con cualquiera, chico o chica.
Hubo algo más significativo: Pete y Henry no me besaron… Esto me llenó de ansiedad. Me
hallaba implicada en un juego en el cual no podía ganar.

Una de las noches en que me quedé a dormir en casa de Sophie, me cogió una mano
mientras nos hallábamos acostadas y la colocó sobre su pecho. Luego me dio instrucciones para
que le chupara los pezones. Yo habría seguido a mi amiga hasta dentro de una nube de fuego.
Cuando se desplazó hacia la parte inferior de la cama y colocó su boca entre mis piernas,
experimenté un placer que antes jamás hubiera creído posible. Me pidió a continuación que yo
hiciera lo mismo con ella, pero la defraudé. Me valí únicamente de mi pulgar.

Sophie se pasaba los días embutida en vestidos, en tanto que yo siempre llevaba pantalones
de vaquero. Durante nuestras últimas jornadas de juegos en común, me esforcé desesperadamente
por seguirla a todas partes, por no perderla. Camino de su casa, detenía mi bicicleta junto a nuestra
gran puerta de hierro, y bajaba la cabeza sobre el manillar, ocultando parcialmente el rostro en el
cesto de los paquetes con el fin de avivarme los labios con un poco de carmín. Los bolsillos de mis
pantalones se veían abultados, pues dejaba en ellos los accesorios de mis dos vidas, los cosméticos
y la navaja. Me hallaba preparada para todo.

Pero no para combatir el rechazo de que fui objeto después por parte de Sophie. Me
pasaba la vida detrás de ella y de sus nuevas amigas, chicas de su edad. Cuando mi amiga solicitó
el ingreso en el Campamento Kanuga, de la 1ª. División, yo, con igual propósito, mentí al serme
preguntada la edad. Frenéticamente, la seguí hasta las montañas, donde pasé las tres semanas
peores de mi existencia. Me rellenaba mi traje de baño azul para aumentar el volumen de mi
busto…, pero pronto se descubría el artificio al contacto con el agua. Por las noches me sentaba,
sola, bajo los árboles, viendo cómo las parejas se perdían entre los matorrales. Una mañana pasó
por allí, camino del lago, la 2ª. División, que agrupaba a las más jóvenes. Entre las chicas con
quienes yo había crecido se encontraban las que habían sido mis mejores amigas hasta el día en que
apareciera Sophie. Hubiera dado cualquier cosa por estar con ellas.

¿Cuántos meses, o años, habían de transcurrir para que intentara recrear aquella particular
noche pasada en casa de Sophie? Una amiga estaba durmiendo conmigo y me situé encima de ella,
iniciando un frote ascendente y descendente. Pero no ocurrió nada. No fue nada vergonzoso, ni
divertido. Mi amiga y yo renunciamos a aquel juego, dedicándonos en vez de ello a importunar a mi
hermana. Susie había cerrado con llave la puerta de su dormitorio, pero podíamos oír a Frank
Sinatra cantando “Noche y Día”. “¡Oh, Frankie!”, gritamos, moviendo ruidosamente el tirador y
riendo histéricamente.

Mi madre ha sido muy buena al no desprenderse de los objetos de mi niñez, guardados en


los baúles que llenan el desván. Recientemente encontré en ellos un deslustrado brazalete de
identificación. Estaban muy de moda cuando yo era jovencita. Los chicos se los regalaban a sus
novias, después de haber sido estampados sus nombres en las dos caras. En el mío se leía “Nancy”
por un lado, y en el otro habían sido grabados los de “Pete” y “Henry”. En el curso de aquel terrible
verano, cuando yo contaba diez años, me había comprado ese brazalete…

El día en que comencé a menstruar estaba lloviendo. Era aquél un sábado sofocante. Me
preguntaba si, a causa de la lluvia, sería suspendida mi clase de equitación. El olor que se
desprendía del magnolio que crecía junto a la ventana de mi dormitorio me retuvo allí,
acordándome entonces de que si no me levantaba y sacaba la bicicleta de debajo del árbol, donde la
había dejado unas horas antes, el sillín quedaría empapado de agua. En tales condiciones, cuando
me dirigiera al colegio el lunes, habría de mantenerme de pie sobre los pedales durante todo el
trayecto. Sentía en aquellos instantes una pequeña molestia en la parte baja del estómago. Ya en
una ocasión había estado hablando con mi madre acerca de la necesidad de operarme de apendicitis,
lo cual me había impedido jugar los partidos de baloncesto de la temporada. Ahora veía todo el
verano amenazado. Cuando descubrí unos pequeños puntos de color marrón en mis bragas, suspiré
aliviada. De manera que se trataba de aquello… Cesó la lluvia. Podía montar a caballo. El verano
era mío.
Mis amigas y yo estábamos muy al corriente de lo que significaban aquellas cajitas en
blanco y azul, las “Kotex”, que veíamos en los cuartos de baño de nuestras madres. Sabíamos que
terminaríamos por utilizarlas. Durante una mudanza, cuando abandonamos la gran casa rosada, mi
amiga Joanne y yo nos echamos a reír al ver aparecer a uno de los obreros con un “Tampax” que
había encontrado en la repisa del baño. “¿Hay que guardar en algún sitio estas velas?”, nos preguntó
el hombre, inocentemente. En numerosas ocasiones, me había colocado un “Kotex” en las bragas,
probando a andar con naturalidad, complacida ante la idea de que en un día no lejano yo también
utilizaría aquello normalmente. Éramos unas chicas muy sabias, que no sabíamos absolutamente
nada.

En casa sólo podía contar con mi madre para instruirme en lo tocante a la colocación del
“Kotex”. Mi hermana se encontraba lejos, interna en un colegio. De no haber tenido ante mí la
perspectiva del caballo, quizá hubiera preferido seguir tendida en la cama, sangrando hasta morir,
antes que pedir ayuda para una cosa tan personal, tan íntima. Mi madre había estado ocupada
durante toda la mañana con un obrero, quien le estaba instalando una sirena de alarma por fuera de
la ventana de su dormitorio. Reinaba una gran inquietud en Charleston por aquellos días, a causa de
las andanzas de un ladrón a quien los periódicos llamaban Amorous… Este hombre reflejaba con
precisión la condescendiente seguridad de Charleston de que incluso los ladrones sabían cuál era el
lugar en que actuaban. Amorous se acostaba con sus víctimas femeninas, pero nunca se atrevía a ir
más lejos. El operario estaba colocando el interruptor del aparato a escasa distancia de la almohada
de mi madre cuando yo entré. Musité algo y ella me siguió hasta mi habitación. Todavía recuerdo
los momentos de turbación que vivimos las dos entonces.

Mi madre puso en mis manos un cinto elástico de color rosado, enseñándome qué había de
hacer para sujetar los extremos de los ganchos metálicos. Encogí el estómago al notar el contacto
de sus manos y hablé rápidamente para que no fuera tan prolija en sus explicaciones. “De acuerdo,
de acuerdo. Comprendido. Puedo hacerlo yo sola perfectamente”. No podía pensar en salir de la
casa. Mi primera menstruación representaba para mí dos cosas: tenía que abandonar la idea de una
operación de apendicitis; me sentía turbada al tener que pasar por los ritos de la iniciación, a cargo
de mi madre. No le hablé de mi dolor de estómago, y mi madre no canceló mi clase de equitación.
Yo me había acostumbrado a decirle las menos cosas posibles y a seguir mi camino. Años más
tarde había de acusarla de indiferente. Las madres nunca salen ganando.

Al día siguiente, mientras recorríamos en coche el camino que nos separaba de la casa de
una amiga, me sorprendió que me preguntase, cuando menos lo esperaba, en un tono de voz
desacostumbrado: “¿Qué tal te sienta ser mujer?”. La cordialidad que denotaban sus palabras me
pareció odiosa. Incliné la cabeza a un lado, sacándola por la ventanilla.

Mis trenzas flotaron al viento. Aquellas fueron las últimas palabras que mi madre
pronunció sobre el tema.

Me tenía sin cuidado lo de la menstruación. Era algo esperado, aunque, probablemente, no


tan pronto. Resultaba curioso que yo fuese la primera de mi grupo en pasar por ello; muchas de mis
amigas usaban sujetadores, en tanto que yo tenía el pecho completamente plano y no me notaba
ningún vello. Creo que no hablé con ellas de mi menstruación hasta que una sacó a colación el
asunto, afirmando que había empezado a menstruar. “¡Oh! ¿Te refieres a eso?” –dije-. ¡Pues no
hace poco que empecé yo!” Pero no quise hablar nunca con mi madre de “esta clase de cosas”. Y
lo de ser mujer me importaba un bledo. Contaba once años.
Las mujeres vivimos en un aislamiento que desmiente el cuadro que ofrecemos al mundo.
Andamos de acá para allá, chismorreamos, volvemos nuestras vidas del revés, unas a otras, como si
fueran calcetines, exponiendo nuestros sentimientos con una vehemencia que nosotras mismas no
comprendemos, refiriéndonos también mutuamente detalles que ocultamos a quienes nos aman. El
mundo asiente, mostrándose naturalmente dispuesto a no reparar siquiera en nuestros primeros
intentos en el terreno de la homosexualidad. “Todas las chicas son así.”

Somos confiadas, cariñosas, tiernas, y nos inclinamos hacia la intimidad, pero preferíamos
que esos lazos se proyectaran hacia los hombres; nos traicionaríamos unas a otras si los hombres
nos lo ofrecieran. Los hombres resultan desconcertantes; no tienen la misma necesidad que
nosotras de comunicarse con las demás personas. No pueden convencernos de que nos aman. El
denominador común de nuestras vidas es éste: seremos derrotadas ante los hombres y nos ataremos
espontáneamente a otras mujeres. Esta atadura no es la de unas amigas que se quieren
entrañablemente. Es la de los carceleros mutuos, guardadores del secreto que no se puede
mencionar. Me refiero a nuestra sexualidad.

“Esas mujeres que alardean con muy mal gusto del amor que les inspira su propio sexo,
aparte de las lesbianas, quienes deben inventarse su propio ideal de amor –dice Germaine creer en
The Female Eunuco-, tienen habitualmente curiosas relaciones con él. Alternan las confianzas
íntimas con el más extraordinario grado de deslealtad; no se puede estar nunca seguras de ellas;
sufren fácilmente tensiones… por muy afectuosas que se muestren, por mucho que sea el tiempo
que las conozcamos… Del amor de los semejantes no saben nada. Y no pueden quererse entre sí
de forma fácil, inocente y espontánea porque ellas mismas no se aman.”

De pequeñas, sabíamos que mamá tenía un secreto. Nos sentíamos muy cerca de ella; la
madre sabía mucho acerca de nosotras; insistía en que debíamos contárnoslo todo, pero estábamos
convencidas de que ella nos ocultaba algo. Negaba que hubiera “más” en su vida de lo que nosotras
veíamos e imitábamos, pero sabíamos a qué atenernos. Esperábamos el momento propicio.
Alegremente, dejábamos de hacer las cosas que emprendían los chicos, si bien envidiábamos su
movilidad, su rapidez, su osadía. ¿No había renunciado la madre también a esas cosas? ¿No se
había avenido a que papá fuera quien se pasase todo el día fuera de casa, en la oficina, a que saliera
de noche, a que manejara recompensa para las mujeres como mamá. Esto tenía mucho que ver con
lo que pasaba entre ella y papá cuando se encontraban a solas. Se provocaban emociones
mutuamente, surgían entre ellos tensiones, se producían enojos, estallaban gozos que afectaban a
ciertas fibras sensibles de sus cuerpos, y en tan profunda resonancia que ansiosamente temíamos y
deseábamos a un tiempo conocer el secreto de mamá. Era sólo cuestión de tiempo, de espera, para
que todo nos fuera revelado.

Y estábamos acostumbradas a esperar.


¿No se os ha ocurrido alguna vez pensar que hay algo en marcha, por mucho que todo el
mundo lo niegue? Una parte de nosotras mismas lo rechaza, haciendo que nos pase inadvertido.
Pero de pronto caemos en ello, dándonos cuenta de que estamos perfectamente informadas… y
deseando no haberlo averiguado nunca. Esto es lo que ocurre con las mujeres y la sexualidad.

De pequeñas, aprendemos a la más importante lección sobre nuestro cuerpo de la persona


que nos cuida, que nos alimenta, que nos instruye. Mamá puede dar unos azotes a nuestro hermano
cuando le sorprende jugando a algo peligroso. Es posible que él se sienta culpable, pero asimila
unas actitudes con relación a su cuerpo y a su sexo tomando como modelos a otros chicos, y a los
hombres. “No, eso no se hace”, dice nuestra madre cuando nos tocamos la vagina. “No”, repite, si
ve que vamos en busca de los chicos. “Espera a ser mayor.” “No molestes a papá”, ordena cuando
descubrimos lo a gusto que nos sentimos sobre sus rodillas. Obedecemos. Más tarde, puede ser
que nos masturbemos, y que nos lancemos tras los hombres. Sin embargo, ¿qué sentimos? Mucho
antes de que llegue el momento de las enseñanzas, del libro en la mesita de noche, de la película
proyectada en el colegio, todo lo que hemos aprendido acerca de nuestra sexualidad proviene de las
negativas de nuestra madre, de sus evasivas, y de su relación con su propio cuerpo.

“Es posible que haya un período crítico para aprender el arte de ser madre –dice el
antropólogo Lionel Tiger-. Si no se aprende durante su transcurso, no es probable que luego puedan
asimilarse las reglas correspondientes. Benjamín Spock, por ejemplo, creía que las chicas
aprendían a ser madres entre los tres y los seis años, cuando jugaban con muñecas y veían a mamá
elaborar tortas de chocolate. Guardaban en su mente de algún modo esta información, y después, a
los veinte años, o cuando se casaban, encontraban en sus manos, por decirlo así, los utensilios
necesarios para la preparación de esas mismas tortas.” Luego añade una idea asociada, aunque
diferente: “Hay una razón muy sólida para creer –declara- que todos aprendemos nuestros papeles
sexuales a muy temprana edad.”

No se trata de una declaración capaz de conmocionar al mundo, hasta que examinamos la


distinción establecida entre el papel de madre y el sexual. (El hecho de que los dos sean aprendidos
al mismo tiempo aumenta la confusión). La primera parte nos agrada, admitiendo fácilmente y con
un gesto de afecto que es la madre quien nos enseña los duros quehaceres que implica el gobierno
de la casa. La evocamos trabajando en la cocina, y recordamos lo bien que nos cuidaba a todos.
Por eso la amamos. Más importante aún: queremos amarla, necesitamos amarla. El más leve gesto
de enojo o de disgusto nos produce un terrible desasosiego. Por este motivo, no nos gusta pensar
que la misma mujer que nos enseñó a ser buenas madres nos enseñó también a ser unas compañeras
detestables del hombre en el terreno sexual. No la “vemos” nunca como el modelo de quien
aprendimos a temer a nuestros cuerpos, con tanta naturalidad como aprendemos a estimar la
limpieza del cabello; no relacionamos nuestra ansiedad, cuando él intenta tocarnos “allí”, con la que
ella sintió cuando nosotras, de pequeñas, nos tocábamos. Vamos a visitarla a su casa llenas de
buenas intenciones, con el propósito de expresarle nuestro amor y nuestra gratitud, porque
necesitamos reforzar nuestro lazo de unión con ella; pero demasiado a menudo se producen
tensiones, flotan éstas en el aire, y al decirle adiós con un beso, nos sentimos apenadas.

¿Por qué? ¿Qué es lo que ha marchado mal? Ni siquiera las mujeres que dicen: “No me
llevo bien con mamá” aluden a tensiones sexuales como un problema entre ellas. No podemos
enfrentarnos con el hecho de que nuestras tensiones sexuales de hoy son heredadas de nuestra
madre.

Los pediatras piensan, comúnmente, que los niños disponen de un medio autoprotector
para el aprendizaje de lo sexual. Nosotras asimilamos toda la información que nos es posible de
una vez. Cuenta una madre de dos niñas de siete y nueve años: “Yo creía haber explicado
perfectamente a mis hijas cómo son concebidos los niños, y cómo vienen al mundo. Hasta que
asistimos a un espectáculo en el que actuaba Dick Van Dyke. En él, una niña decía que los
chiquillos venían al mundo tras haber formulado los padres su deseo con la mirada fija en una
estrella. Seguidamente se internaban en el jardín. Si veían una col azul vendría un niño, y si la col
era rosada llegaría una niña. Entonces dije a mi hija mayor: “Nosotras estamos mejor informadas,
¿verdad?” Y ella respondió: “Naturalmente. Todo el mundo sabe que lo que han de ver los padres
es una rosa roja y no una col.”

Esta historia tranquiliza a las madres. De un lado, el episodio revela que sus pequeñas no
quieren saber nada sobre el sexo. La madre, por consiguiente, tiene razón al aplazar la
conversación acerca del tema, y concretamente la menstruación, por un año o dos. Refuerza
también una impresión de la madre: la de que podrá controlar lo que le ocurra a su hija. “Mi
pequeña sabrá solamente lo que yo le diga.”

“Es una idea muy corriente que las madres albergan con respecto a sus hijas –señala la
doctora Schaefer-, un ejemplo de primer orden que alude a la irrealidad de los esquemas simbióticos
imaginados. Esas mujeres no saben dónde terminan ellas y dónde empiezan sus hijas. Si ves a tu
hija como una prolongación de tu ser, no serás capaz de imaginar que posee pensamientos y
sensaciones diferentes de los tuyos. Una madre supone: “Si a mí me turba y me inquieta todo lo
sexual, a mi hija le ocurrirá lo mismo.” Estamos ante otra autorrealizada profecía.”

Las mujeres que son una adelantadas con relación a las limitadas vidas de sus madres,
aquéllas que se consideran sexualmente liberadas, que se creen carentes de prejuicios y abiertas, se
quedan desconcertadas al advertir que sus hijas no han “oído” su valiente e insólito mensaje. “Es
como si no hubiera prestado atención a una sola de mis palabras”, manifiesta la madre de una joven
de dieciséis años. “¿Por qué no ha hecho uso de un diafragma? Me da la impresión de que no ha
estado escuchándome a mí, sino siguiendo las indicaciones de mi madre, cargada de sentimientos de
culpabilidad.” Hay una pista aquí que lleva a un movimiento trepidante hacia atrás, muy
corrientemente descubierto en las hijas de mujeres que se proclaman sexualmente liberadas: la hija
no siente mucho interés por lo que la madre le dice con referencia a la libertad, conformándose con
los profundos y frecuentemente inconscientes sentimientos sobre lo sexual que su madre asimiló de
niña. Es necesario que pase más de una generación para alterar las lecciones que aprendimos de
nuestras madres.

“Personalmente opino que cuanto más íntima sea la relación de una chica con su madre,
más naturales serán los sentimientos de la hija sobre su cuerpo”, dice la doctora Fredland, quien
observa que sus actitudes han cambiado bastante, hasta el punto de sentirse capaz de comunicar un
mensaje distinto del que a ella le transmitió su madre. “A mi hija, de cuatro años de edad, le gusta
contemplarse la vagina. A veces, cuando salgo de la ducha, la niña se tiende sobre la alfombra del
cuarto de baño, levantando la vista para decirme: “Me gusta ver qué aspecto tiene tu vagina, y cómo
es tu recto.” Entonces, yo respondo: “Muy bien. Mira, pues, ambas cosas.” Cuando contaba menos
años, a mi hija le gustaba que la sostuviera en brazos delante de un espejo, examinando aquellas
partes que le llamaban la atención de su cuerpo y preguntando para qué estaba hecha cada una. Esta
clase de naturalidad en lo que afecta al cuerpo sólo puede lograrse disfrutando de una real intimidad
con la madre.”

No consigo verme a mí misma tendida en el cuarto de baño, contemplando, sonriente, la


vagina de mi madre. Puntualizando más: menos imaginable serían aún para mi madre. A las
vuestras, probablemente, les sucedería lo mismo. Una relación con la hija tan natural como la
expuesta por la doctora Fredland hace pensar que tal forma de educar a una hija constituye una
auténtica utopía. Pero hay que pensar que la doctora Fredland es médico, y que se ha especializado,
además, en psiquiatría. Profesional y personalmente, ha reflexionado más sobre este tema,
analizándolo a fondo que cualquiera de las otras madres que he entrevistado. Ella sería la primera
en disuadirte de imitar su conducta, a menos que tú estuvieses absolutamente convencida de que
aceptabas tu sexualidad en la misma medida en que se lo has asegurado a tu hija.

En el terreno de lo sexual no hay nada que siembre tanta confusión como el doble mensaje.
Cuando no ha existido una relación natural desde el nacimiento, lo sexual no puede ser comunicado
con “naturalidad”. Transcurridos seis o siete años de silencio, si la madre hace acopio de todo su
valor y anuncia repentinamente, a bombo y platillos, que “El Sexo es la Cosa más Natural del
Mundo”, lo único que hace es saturarnos de contradicciones. “La madre se ha leído todos los
libros”, dice la educadora Jessie Potter, “y está al tanto de lo que se supone que va a decir. Pero la
muchacha ha pasado toda su vida en aquel hogar y sabe que lo sexual no es una faceta feliz en la
vida de sus padres”.

La señora Potter continúa diciendo: “Mi experiencia, basada en el colegio y en mis


entrevistas con centenares de padres, me dice que algunas personas, raras y especiales –padres o
maestros- han sido formadas para enfrentarse plácidamente con todo lo relacionado con el sexo. No
es éste el caso de la mayoría. Y así ocurre que cuando piensan que están meramente refiriendo a las
niñas unos hechos, es su propia turbación lo que las criaturas asimilan.”

Una mujer de veintidós años manifiesta: “En materia de educación sexual, lo único que
recuerdo, aparte de lo rígida y fisgona que era nuestra profesora, es la advertencia de ésta: si nos
masturbábamos, los hombres dejarían de interesarnos.”

No es necesario que la madre sea perfecta; basta con que sea consistente. En este último
caso, podemos sentirnos suficientemente seguras como para identificarnos con ella, situándonos a
su derecha o a su izquierda. La madre nos facilita un punto conocido desde el cual arrancar. Se ha
ofrecido a nosotras como un modelo de honestidad. Nos ha liberado. Podemos aceptar su timidez o
turbación en relación con lo sexual porque es así como la hemos percibido siempre. Pero el doble
mensaje de nuestra madre hace que crezcamos con un sentimiento de ansiedad respecto de nuestra
percepción de la realidad.

“No hay que hacer nada nunca que nos lleve a sentirnos a disgusto”, recomienda la doctora
Fredland. “Si una madre se siente incómoda y vacilante, debe recurrir a alguien que sea capaz de
abordar con naturalidad los temas sexuales frente a su hija.” He aquí también una franca admisión
de los sentimientos maternos: hemos de valernos de una persona extraña y no de ella para conocer
ciertos hechos. Esto puede distanciarnos; puede ser doloroso. Pero decirnos una cosa mientras ella,
en su interior, siente otra, es algo que puede hacer más daño aún. Efectivamente, son muchas las
mujeres que reconocen sin rodeos que lo mejor que pudieron hacer sus madres fue no hablar con
ellas para nada de asuntos referentes a la vida sexual.

“Mi madre nunca declaró si esto era bueno y lo otro malo”, dice una mujer de treinta años.
“Se afirma que tal proceder no es sano, pero yo he pensado muchas veces que a mí me favoreció.
No tuve prejuicios. Mis amigas se encargaron de informarme espontáneamente de todo lo relativo
al sexo. Tenía cerca de treinta años cuando me masturbé por primera vez, y experimenté mi primer
orgasmo en mi segundo matrimonio, pero siempre me he sentido bien dispuesta ante lo sexual.
Siempre me sentí libre para buscar lo que necesitaba, aunque lo aprendí todo más tarde de lo que es
habitual en las demás mujeres. Creo que la lección más real que se puede dar sobre el sexo es una
que mi madre jamás tradujo en palabras, pero que yo, con todo, capté: ella y mi padre hallaron
unidos siempre por una grata y cálida relación.”

He aquí un hecho que constituye un lugar común entre psiquiatras y educadores: las niñas,
incluso las ya crecidas, se niegan a pensar que nuestros padres “lo hacen”. Sin embargo, la lección
que destaca por encima de muchas palabras y libros está contenida en la última declaración de esta
mujer: “Como mis padres se gustaban mutuamente, y los pequeños de la casa lo sabíamos, concebí
la idea de que, fuera lo que fuese lo que ocurría entre hombres y mujeres, ningún reparo podía
objetarse a sus relaciones.”
Cuando adquirimos el convencimiento de que nuestra madre no va a darnos a conocer la
verdad, nos dirigimos a las otras chicas. Estas nos prometen el tipo de intimidad que desearíamos
que aquélla nos ofreciera, pero que no nos da. Durmiendo en casa de una amiga, o ésta en la
nuestra, nuestros susurros confirman lo que y sospechábamos: nuestra madre no experimentó nunca
lo que nosotras estamos viviendo. Por eso no nos habló de ello, y no porque no nos amara. Si ella
sintió alguna vez lo mismo que nosotras, fue mucho tiempo atrás, mucho antes de que fuera madre,
en otro tiempo totalmente moralista, en una época antediluviana. Hemos de protegernos a nosotras
mismas –y también su mojigatería- procurando que ignore lo que sabemos. Al decidirnos a actuar
sin su aprobación –en secreto, frente a ella-, perdemos su ayuda en la tarea del descubrimiento de
nuestra “prohibida” sexualidad, y también asumimos una responsabilidad. Lo sexual asusta a la
madre. Con nuestro silencio la protegemos. Y, no obstante, aún amándola como creemos amarla,
sentimos algo así como la existencia de una traición: si ella nos amaba, ¿por qué no nos hizo saber
que era más difícil ser mujer que ser madre?

Intentamos establecer con las otras chicas lo mejor de lo que nos relacionaba con nuestra
madre: una cálida proximidad que nos permita decírnoslo todo, “compartido” todo. Al revelar
nuestros más ocultos secretos, esperamos que nuestra mejor amiga quede ligada a nosotros para
siempre. Pero la mano invisible de la madre continúa persiguiéndonos. “Mi hermana y yo
teníamos toda la confianza que dos chicas pueden llegar a tener entre ellas”, explica una mujer.
“Hablábamos de todo…, excepto de las cosas íntimas. Yo creo que esto era debido a la influencia
de nuestra madre.”

Mucho después de que hayamos dejado la casa de la madre, incluso después de su muerte,
ella sigue incorporada al sistema “moral” femenino que nos enseñó; tratábase del especial territorio
que compartíamos con ella, del cual nuestro padre y los hermanos habían sido excluidos. Para
desembarazarnos de la mojigatería que nosotras asimilamos de ella, para liberarnos del temor que
ella nos inculcó, en forma de protección, hay que hacer algo más que vocear un lema o leer un
nuevo libro. Buena o mala, nuestras ansiedades constituyen la herencia materna, nuestra
solidaridad con ella. Eliminar su incesante vigilancia, su recelo en el terreno del sexo, significa
matar la parte de nuestra madre que continúa viviendo en nosotras, como la consciencia materna.
De ahí por qué resulta tan difícil hacer eso, aunque nuestras mentes digan que sí, sí, si… Tal
proceder representa su total aislamiento.

Ya de pequeñas, empezamos a proyectar este femenino “super yo” en nuestras amigas. He


aquí el motivo de que no podamos confiar en las otras chicas. Nos mostraremos cariñosas
mutuamente, en un arranque de cordialidad o dulzura, ansiando pensar en nuevos secretos que
compartir…, pero siempre retendremos uno. “¿Te has tocado tú alguna vez ahí debajo?”, nos
aventuramos a preguntar, temiendo ya haber ido demasiado lejos. “¡No!”, exclama nuestra amiga,
confirmando nuestros temores. “¿Tú sí?” ¡Oh, no!”, respondemos…, negando esto o lo que sea, por
miedo a que ella deje de querernos. La cumbre de nuestros deseos se cifra en ser como todas las
demás muchachas, en hacernos como ellas.

Imaginándonos personas con una vida sexual, no nos sentiremos tan a gusto como
pensando en nuestro papel de madres. La palabra sexo nunca posee unas resonancias tan atractivas
como el vocablo amor. Es preferible el silencio a cualquier nombre dado a nuestros genitales, y por
mucho que podamos gozar tocándonos “ahí debajo”, nunca creeremos que a él le guste. El papel
que aprendimos a desempeñar con nuestras muñecas ha cubierto un ciclo completo, y sólo
contamos doce años. Hubiéramos podido preguntarnos por qué no había un papá para nuestras
muñecas cuando nosotros éramos tres, pero por la época en que supimos de dónde venían los bebés
nos encontrábamos más a gusto sin los hombres. ¿No renunció mamá a la vida sexual por nosotras?
Nuestra necesidad de aceptación por parte de las mujeres es ya más fuerte que cualquier
necesidad sexual que nos impulse hacia los hombres. Encarcelada o carcelera, es una y la misma
esta persona en la cárcel de las mujeres. Nuestra sexualidad siempre parecerá un desafío ante otras.
El matrimonio, más que un paso adelante hacia lo sexual sin sentimientos de culpabilidad se
convierte pronto en un paseo por la avenida de los recuerdos, con la presencia de mamá y papá en
todas partes. Por el tiempo en que nos convertimos en madres, constituye una especie de segunda
naturaleza en nosotros el proteger a nuestras hijas mediante la negación de nuestra propia
sexualidad. Dejamos a un lado a nuestro esposo, exactamente igual que hizo mamá con papá,
cuando éramos tres y el amor había quedado reducido a mi puñado de muñecas y a las tareas de
elaboración de tortitas para el té. En el mejor de los casos, todo lo sexual es un asunto cargado de
ansiedades. Una vez casadas, el centro de la existencia se desplaza, abandonando la molesta y
conflictiva vagina para centrarse en la casa, la iglesia, la familia. La vida es agradable. ¿Por qué
sentimos que hay un vacío en su corazón?

El hecho de que muchas mujeres renuncien a los hombres después de haberlos perseguido
durante toda su vida no puede atribuirse a que éstos las hayan decepcionado. Quizá seamos
nosotras de mentalidad tan cruel como la suya. Decimos de ellos que nos dejan una vez poseídas.
Pero en cuanto los hemos transformado en padres de nuestros hijos, ¿acaso no perdemos todo
interés por el pene, que ha servido para cumplir con algo que juzgamos su primordial misión?

“Si pudiésemos ejercer sobre una joven una fuerte represión y vigilancia centradas en sus
órganos genitales –dice Jessie Potter-, ella nunca llegaría a descubrirlos. Incluso en el caso de lo
haga, percibirá tantos y tan negativos mensajes que será como si la hubiesen anestesiado desde las
rodillas hasta el ombligo. Tras haberle enseñado que esa parte de su cuerpo es tan horrible que ni
siquiera se puede nombrar, tras decirle que huele mal y que no se la debe ni mirar, le indicamos que
ha de reservarla para el hombre que ama. Las mujeres deben ser perdonadas por sentir algo menos
que entusiasmo por semejante don.”

Un niño se mantiene en contacto con su sexo desde muy pronto, prácticamente cada vez
que orina. Cuando se excita, se presenta con toda “naturalidad” una erección. En el campamento
juvenil, el fuego es extinguido por un grupo de chicos que orinan en las llamas. Lo de lanzar el
semen lo más lejos posible es como orinar a larga distancia, una cuestión de maestría y de control,
una prueba de hombría.

Pero las mujeres han sido hechas de una manera muy particular, como si la misma madre
hubiese podido intervenir en el diseño de la vagina. No podemos vernos cuando orinamos. No nos
es posible controlar el chorro de orín. Nos está permitido tocarnos sólo en una ocasión, la
inevitable: cuando nos aseamos echándonos agua. El aseo íntimo es el primer gran obstáculo que la
madre encuentra al criarnos. Su papel de “buena madre” se halla en juego, y más adelante se
juzgará a sí misma por la prontitud con que pueda informar acerca de sus éxitos a vecinas y amigas.
Si la decepcionamos, nos dice: “¿Cómo puedes tú hacerme esto?” Es un estribillo que
escucharemos muchas veces a lo largo de nuestra vida. Incluso cuando de pequeñas nos lo
“hacemos” encima, ella se siente culpable.

La doctora Mary S. Calderone es considerada una pionera en materia de educación sexual.


“Una cosa que las madres tienden a hacer –dice- es situarse entre el cuerpo de su criatura y ésta
misma. Se insertan ahí porque al parecer, creen ser las dueñas del cuerpo de la pequeña. En primer
lugar, le exigen que haga sus deposiciones a una hora dada y de cierta forma: “Quiero que lo hagas
así. Quiero que lo saques todo moviendo bien las tripas. Si lo haces en este orinal, serás una buena
niña.” Después le piden que orine de forma similar. A continuación se sitúan entre la niña y su
deseo de chuparse el pulgar. Al final, acaban colocándose entre la criatura y su deseo de tocarse los
órganos genitales y de gozar con ello. Nos interponemos espontáneamente: nos olvidamos de que
no somos las dueñas del cuerpo de la pequeña. El cuerpo es suyo, y nuestros esfuerzos han de
limitarse a ayudarla a socializar su control. Muy pronto, una instrucción rígida sienta la base para
posteriores sentimientos que llevan a pensar que la sexualidad es mala, que el gozo del cuerpo es
malo, que la masturbación es mala, que ¡la relación sexual es mala!”

Tras haber denigrado tanto la vagina, ¿quién se sorprenderá de que haya muchas chicas que
miran con envidia a sus hermanos? El hermano tiene algo en esa zona especial de que nosotras
carecemos. “Mi pequeña me llamó la otra noche”, me explica una madre. “Me dijo que no podía
dormir” “No he dejado de pensar en los penes”, me informó la niña. “Yo quiero tener uno. ¡Oh!
Quiero ser una niña, pero agradaría tener un pene, para cogérmelo con la mano y moverlo de un
lado a otro”. Luego, la madre añadió: “Mi hija es de esas niñas a quienes les gusta controlarlo
todo.”

¿A qué persona no le gusta controlar su cuerpo? A una pequeña, que se enfrenta con tantas
dificultades para contentar a su madre durante el proceso de aprendizaje de las tareas de aseo
personal, ¡ese pene ha de parecerle muy útil! “El chico da la impresión de poseer la respuesta al
movimiento de aprecio por parte de mamá –dice el doctor Robertiello-. Dispone de un “mango”, de
algo que puede controlar, tan familiar, sencillo y fácil de manejar como el grifo de la cocina… No
hay más que girar la llave superior a un lado o a otro. Y además es limpio. Se le mantiene apartado
del cuerpo, de suerte que el pequeño no tiene que secarse al orinar. Es comprensible que una
chiquilla envidie poseer un “mango” por el estilo, controlable, de fácil limpieza, para complacer a la
madre. Pero partir de este simple deseo para declarar que, en consecuencia, a la niña le gustaría ser
niño, es remontarse a lo fantástico.”.

Con el adiestramiento en la labor del aseo, nuestra relación con la madre se concentra en la
importante zona que existe entre las piernas. Por el hecho de ser nosotras como ella, la madre nos
transfiere sentimientos relativos a sus genitales en mucha mayor medida que a nuestro hermano.
Recordando sus propias dificultades y humillaciones, su defensa consiste en infundir en su hija la
idea del desdén. ¿Qué tiene de raro que la pequeña se pregunte, a un nivel regularmente profundo,
qué es lo que de vergonzoso alberga en su cuerpo para tener que guardarlo recurriendo a un férreo
control? Se ha fundamentado la base de una ansiedad, y solamente somos dos.

Me críe sin padre ni hermanos, pero cuando contaba cuatro años ya llevaba a cabo ensayos
para ver de orinar de pie, para controlar tan importante función. Os preguntaréis de donde saqué esa
idea… En casa no podía dedicarme a observar a ningún varón; no cabe pensar tampoco en envidia
de ninguna clase. ¿Quiere esto decir que nunca vi al pequeño de mis vecinos orinando
confiadamente detrás del tronco de un árbol? No, claro. Así es como nace la denominada “envidia
del pene”, no porque la chica experimente concretamente el deseo de ser varón, sino porque quiere
resolver el problema de control, el de la ansiedad y vergüenza de la madre, y de nosotras mismas.

En 1943, la psiquiatra Clara Thompson escribió Las Mujeres y la Envidia del Pene, un
trabajo que, significativamente, cambió el rumbo del pensamiento psicoanalítico. Los hallazgos de
la doctora Thompson revelaron que la envidia del pene es primariamente simbólica, suponiendo una
racionalización de los sentimientos de insuficiencia de las mujeres en una sociedad patriarcal.
“…Los factores culturales –escribió tal doctora- pueden explicar la tendencia de las mujeres a
sentirse pertenecientes a un sexo inferior, y su consiguiente tendencia a envidiar a los hombres…
La actitud denominada “Envidia del Pene” es similar a la que podría adoptar cualquier grupo
despojado de privilegios ante otro que ostentara el poder”.

En una sociedad dominada por el macho, el pene es visto como el símbolo del sexo más
privilegiado. En un sistema matriarcal, el símbolo del poder sería, quizá, el seno femenino, o el
vientre de una mujer embarazada. Un niño bóer, criado en una tribu africana, sentiría el deseo de
que su piel fuese negra. En nuestro medio normal, el de cada día, pudiera ser que envidiásemos los
hermosos cabellos rizados de nuestra amiga Louise, si bien no queremos ser Louise. Del mismo
modo, es posible que envidiemos el pene masculino –ese “extra” evidente que poseen los chicos-,
sin que esto quiera decir que deseemos ser hombres. La envidia del pene es, simplemente, lo que
las palabras daban a entender ya antes de que Freud sopesara la frase: nos hallamos ante una envidia
anatómica, no una envidia de género, de sexo.

“Por desgracia –señala la doctora Schaefer-, el término representa una dosis de ansiedad
para muchas mujeres. A pesar de todas nuestras negativas, tememos que pueda ser cierta,
conjurando con tal idea todas las horrendas nociones de “la mujer castrada”, aunque en la actualidad
sólo los freudianos más rígidos aceptan dicha idea al pie de la letra. Sabemos ahora que las
sensaciones de ser “menos” que padecen las mujeres son debidas a la sociedad en general, y a la
madre en particular, al no dar al sexo de la chica el mismo valor que da al del hermano. Esa
constelación del auto-desdén llamada envidia del pene no es biológicamente imbuida, sino que es
una pieza asimilada del comportamiento social.”

Aunque creo que Clara Thompson está en lo cierto al pensar que la envidia del pene es, en
parte, debida al superior status cultural del macho, tengo para mí que el problema se inicia antes,
dentro del hogar, al advertir la niña que su anatomía origina problemas con su madre, problemas
ausentes de la vida de los chicos. En fin de cuentas, sin embargo, esto no importa. Ambas ideas
actúan juntas, para producir una disminución del amor propio en las mujeres.

En este contexto, la envidia del pene puede ser vista como una parte de la exploración de la
idea de sí misma y la realidad que lleva a cabo la pequeña. “No es tanto un problema de envidia –
dice el doctor Sanger-, como de perfeccionismo. La pequeña desea poseer un pene, pero también
quiere tener una vagina, y fumar en pipa, como papá, y poseer un rabo como el del gato que ve en
las películas.”

Cuando una niña se compara con su madre, ve que no tiene el pecho de ésta, ni otros signos
visibles de la sexualidad adulta. Le cuesta trabajo imaginarse que la promesa de su madre, de que
con el tiempo aparecerán en ella tales cosas, se hará realidad. Para el chico, la promesa es menos
abstracta. Mira a su padre y piensa: “Bueno, yo ya he comenzado. El mío será más pequeño, pero
irá aumentando de tamaño, a medida que yo crezca.” Añade el doctor Sanger: “Es como si a uno le
dieran las llaves del coche, diciéndole que entrará realmente en posesión del vehículo dentro de
veinte años. Por lo menos, ya se tienen las llaves, una promesa tangible, que permite la espera
confiada.”

Por otro lado, la pequeña cuenta solamente con las consideraciones de la madre, quien le
dice que un pene no es más envidiable que una vagina, añadiendo que cuando ella sea mayor se
sentirá contenta de tener esta última. Tal seguridad es una de las cosas más importantes que una
madre puede ofrecer a una hija; pero ha de basarse en la percepción de la chica de que su madre le
está diciendo lo que realmente siente. La niña quiere creer a su madre, y en consecuencia, si la
envidia del pene no es un problema para ésta, tal cuestión es pronto olvidada por la hija.
“Cuando mi hija contaba tres años y medio –refiere la doctora Fredland- empezó a
interesarse por los penes. Solía decir que quería orinar de pie, como hacían los chicos, un anhelo
universal entre las niñas. Le dije que los penes eran muy bonitos, pero que ella tenía una bella
vagina. “¿De veras? Bueno, déjame verla”, me contestó. La situé debidamente colocada delante de
un espejo. Esto la dejó satisfecha, pero más adelante se le antojó tener un bebé. Reconoció que
ella, a los tres años y medio, no podía tenerlo, decidiendo que fuera yo luego quien lo tuviera, en su
lugar. Después, habría de dárselo, claro. Primeramente me dijo que criaría al niño con el pecho;
luego me comunicó que le daría el biberón. “¿Por qué piensas criarlo con biberón en lugar de darle
el pecho?”, le pregunté. Me miró haciendo un gesto de enfado y de desdén, y me contestó: “Tú
sabes muy bien que no tengo senos”. Se sintió muy dolida. Desde luego, lo que deseó a
continuación fue tener sernos. Una fase sucedía a la otra.”

Hoy, la hija de la doctora Fredland ansía tener vello sobre su vagina. Mañana… ¿Quién
sabe lo que va a querer? Una niña debe estar deseando cosas interminablemente, para que, cuando
haya probado muchas, sepa qué es lo que quiere en realidad. Después de haber pensado en los
penes, en los senos, en el vello de la vagina, su atención se disparará hacia fuera; envidiará a la
gente que tiene mucho amor propio y valor, a los que trabajan como pilotos o son conocidos como
filósofos. Si sus avatares educativos de niña no la han hecho vulnerable, si han quedado resueltos
sus problemas sobre el control de su cuerpo, poseerá mucha más energía para enfrentarse con lo que
la realidad le ofrece.

Al final, la madre debe y ha de ganar la batalla del orinal. Nuestra desventaja es que
demasiado a menudo hemos de llegar a pensar que la fuente de nuestro placer y de nuestras
contrariedades es siempre la misma. Las confusas instrucciones de nuestra madre han dado origen a
una fobia tipo Lady Macbeth: nunca seremos capaces de hacer desaparecer la mancha (con gran
satisfacción por parte de los fabricantes de rociadores vaginales y de esos productos químicos
azules que hacemos correr por las tazas de los inodoros).

Me disgusta deciros los años que tuve que cumplir para saber que el Tampax que me había
estado insertando durante muchos de ellos no entraba por el mismo conducto a través del cual
orinaba. Siempre me había preguntado por qué el Tampax no bloqueaba la orina, pero no las veces
suficientes para plantearme la cuestión.

Existe, efectivamente, un nombre para este tipo de pensamiento, y alude a las mujeres que
como yo se resistieron durante largo tiempo al intento de localizar sus orificios y comprender sus
funciones. Recibe la denominación de “el concepto cloaca”. Al igual que el vocablo “simbiosis”,
resonó dentro de mí con múltiples significados, a distintos niveles, la primera vez que lo oí. Supuso
un resumen emocional de años de experiencia no comentada, una explicación de la degradación
cultural de la “cloaca” vaginal, en comparación con el más limpio, más estimable pene.

La cloaca es la única abertura con que cuentan en el cuerpo algunos animales simples,
situados en la parte más baja de la escala de los seres, como las lombrices o gusanos de tierra. Esa
abertura sirve para la función excretora y la sexual, a la vez. Muchas niñas conciben una idea
espontánea y no expresada, es decir, experimentan una “sensación”: creen orinar y defecar por el
mismo sitio, y que los niños nacen por este punto también. Más tarde, tal confusión se amplía,
abarcando la idea de que lo sexual, igualmente, se halla conectado con esa única abertura, lo cual
nos lleva a imaginarnos que nuestros órganos sexuales son sucios, no debiendo ser mencionados, de
la misma manera que durante el proceso de adiestramiento en el aseo íntimo empezamos a no sentir
ningún gran orgullo por la función del ano.
“Muchas madres sufren una terrible confusión sobre su anatomía –dice el doctor
Robertiello-. Por la época en que una mujer da a luz, habitualmente habrá asimilado las diferencias
existentes entre la uretra, la vagina y el ano propios, pero existe una separación entre la
comprensión intelectual y la creencia emocional. Durante las enseñanzas sobre el aseo corporal, es
posible que traslade a su hija dicha confusión, sugiriéndole que las tres zonas se encuentran unidas
por medio de una idea cifrada en las expresiones “ahí abajo”, o “en tu trasero”.

“Siendo yo pequeña”, cuanta una mujer de treinta y cinco años, culta, alumna destacada en
un colegio de enseñanza superior, donde un día pronunciara el discurso de despedida, en nombre de
sus condiscípulos, “una chica me dijo que los bebés venían por donde todas orinamos.
Inmediatamente rechacé esa idea, ya que cualquiera, por necia que sea, podía ver, si se fijaba bien,
que el ombligo es como la boca de una de esas bolsas que se cierran mediante una cremallera.
Llegado el momento, se abre y surge el bebé; luego se corre el cierre y todo vuelve a quedar como
antes. Tuve que llegar a ser estudiante de segundo año para informarme sobre el tema de la
sexualidad. Pero nunca me gustó que un hombre me tocara ahí debajo, nunca”.

Los hombres tienen también problemas con las malas imágenes del cuerpo: suelen crecer a
la sombra del “Hombre de Marlboro”. Pero al final se encuentran con cosas más importantes en
que pensar. Lo suyo, en la vida, es ser juzgados por sus realizaciones. El hecho de que sean
demasiado altos o delgados puede preocuparles, más hasta el más feo de los hombres llega a
disponer de mujeres si figura entre los triunfadores. Nuestra cultura, con todo, ha puesto mucho
énfasis en la necesidad de la belleza en las mujeres, y esto, por sí solo, no explica por qué razón las
mujeres más adorables son incapaces de creerse bellas.

Es casi una humorada. Basta con halagar a una mujer elogiando su rostro o sus piernas,
para que ella con un suspiro, diga: “¡Cuánto daría por poseer unos senos más grandes!” No hay
nada perfecto; siempre existe algo que debe cambiar.

No nos comprendemos a nosotras mismas. Enseñamos a nuestra mejor amiga una


fotografía de las dos, en bañador, tomada cierto día del verano anterior. Ella aparece muy esbelta y
hermosa en su bikini. “¡Oh, qué foto tan horrible!”, exclama la amiga, rompiéndola. “¡Voy a
ponerme a régimen en seguida!”. Nada de lo que nosotras le digamos la convencerá de que no está
gorda, de que incluso resulta escultural. Las revistas femeninas saben que hay siempre una
información que nunca falla a la hora de atraer la atención de todas: “Elizabeth Taylor no se cree
bella.” Por imposible que esta idea pueda antojársenos, la creemos. En fin de cuentas, Elizabeth
Taylor es una mujer.

Todas tenemos algo que ocultar. ¿Qué otra razón puede haber que justifique la instalación
de habitaciones y menudos cubículos donde desvestirnos y orinar, cuando a los hombres se les
dedican grandes recintos comunales para esos menesteres, con sus puertas siempre abiertas? Y en
otros recintos los hombres se duchan juntos, mezclándose los gordos con los flacos, o con los
patizambos; se arrebatan alegremente las toallas, entrando o no en contacto sus cuerpos; se plantan
delante de urinarios contiguos, cogiéndose el pene con las manos, hablando quizá de cuestiones
sexuales mientras cumplen con su función del momento. Puede ser que se mientan entre sí, pero en
suma se les ve relajados, tranquilos, nada conscientes de sí mismos. ¿Por qué son las mujeres
distintas de los hombres en tal aspecto?

“Creo que no he dado nunca con ninguna mujer cuya madre le dijera en la niñez algo
positivo acerca de sus órganos genitales –informa la doctora Fredland-. Por el contrario, todas mis
conocidas fueron advertidas en contra de la promiscuidad, como mínimo, siendo amenazadas con
los peores castigos si se masturbaban o se interesaban demasiado por los chicos. La mayor parte de
las mujeres son incapaces de tocarse y tampoco pueden imaginar que le cause placer a alguien
llevar su mano hasta ahí abajo… Esto es lo que un analista amigo mío denomina perversamente
“carencia de dignidad vaginal”.

Cuando la profesora de la escuela superior extiende los cuadros anatómicos en la clase y


proyecta el film sobre educación sexual, nos hallamos más allá de ver la separación de la uretra y la
vagina; un velo invisible de turbación nos ciega, un velo tan real como la sábana que más adelante
será colocada frente a nuestros cuerpos cuando visitemos al ginecólogo. Por entonces, hemos
llegado hasta tal extremo en nuestra miopía que no “vemos” el cuerpo reproducido en yeso sobre la
mesa. Pregunto a Vera Plaskon, que tiene veintiocho años y es profesora de educación sexual para
adolescentes en el Hospital Roosevelt, de Nueva York, si dicha noción se aviene con su experiencia.
“¿Qué si he tropezado con eso?”, inquiere, echándose a reír. “¡Yo he pasado por lo mismo que
todas! Esas reproducciones en yeso carecen de aspecto humano. Las mujeres sabemos que las
figuras están dotadas de brazos y piernas, de manos, de lengua… Pero han sido disociadas de sus
genitales, particularmente de sus órganos internos. No hay que mirar; no hay que tocar nada. Todo
lo que queda ahí debajo es sucio. En nuestras clases, aquí, en el Roosevelt, intentamos proporcionar
una información adecuada a las jóvenes. Y lo que es más importante, procuramos que se convenzan
de que el suyo es un buen cuerpo. Hacia los seis u ocho años disponemos de unas imágenes
corporales propias muy pobres.”

“La ignorancia de las mujeres en lo referente a sus cuerpos se deriva de un conducta


impuesta –explica la ginecóloga Marcia Storch-. Las niñas son instruidas de forma que se sienten
atemorizadas e inseguras con respecto a sus cuerpos. En el extremo opuesto tenemos a La Gran
Reina del Sexo, mantenida bien a lo alto, para que sea muy, muy especial. Como usted no puede
alcanzar tal posición, se siente avergonzada del cuerpo que le ha sido dado. En consecuencia, las
jóvenes actúan desde dos direcciones, forzadas a aspirar a algo que saben que nunca será realidad.”

¿Por qué no nos sentimos jamás satisfechas? ¿A qué se debe la increíble importancia
concedida a unos muslos gruesos, a unos senos pequeños? ¿Por qué hemos de pensar únicamente en
nuestros defectos, complaciéndonos en raras ocasiones con lo que hay de delicado y bello en
nosotras? ¿A qué viene ese desplazamiento de nuestra atención, desde nuestros yos hacia nuestros
cuerpos, como si estuviéramos reducidas a éstos solamente, a unos cuerpos y nada más?

¡Todo es debido a que esas importunas preocupaciones son, en realidad, desplazamientos!

No superamos, no dejamos atrás nuestras preocupaciones relativas a la dilatación de la


cintura o el exceso de peso porque no son la auténtica, inmencionable e inimaginable raíz de nuestra
inquietud. Al lamentarnos acerca del estado de nuestra piel, o de los defectos de nuestras
pantorrillas, se aparta nuestra atención de esa otra zona que la madre se ha negado siempre a
mencionar, que no tiene nombre, que, si estaba sucia hacía que en su rostro se dibujara un gesto de
disgusto. Nosotras decimos que nuestros senos, nuestros muslos, son feos; pero lo que realmente
tememos es que sea fea nuestra vagina.

En la expresión sexual, procedemos ciegamente. Cerramos los ojos cuando nos


masturbamos. Nos embriagamos para que a la mañana siguiente podamos fingir ignorancia y no
aceptar la responsabilidad de nuestro propio placer. “No recuerdo absolutamente nada de lo que
hice.” Cuando un amante nos besa entre las piernas, pensamos en un desconocido, en un rostro que
nunca veremos de nuevo, en lugar de quien protagoniza la acción. Tememos que no posea la
experiencia suficiente para dar con nuestro oculto clítoris, y rezamos porque, si lo consigue, pueda
vencer su fastidio y disgusto durante el tiempo necesario para que nosotras lleguemos a superar
nuestra repugnancia, una repugnancia aprendida. ¿Ha existido alguna vez un hombre más adorado
que aquel que logra finalmente adentrarse en nosotras, descubriendo nuestro secreto y amándolo?

La industria de la moda y de los cosméticos no fue la instauradora de la insatisfacción que


nuestros cuerpos nos producen. El comercio, simplemente, opera sobre una ya asimilada
inseguridad, poniendo el signo del dólar frente a la esperanza de hallar por nuestra parte cualquier
día algo que nos haga oler, saber y sentir bien a nosotras mismas. Quienes pretenden animar a las
mujeres para que rechacen unas preocupaciones “carentes de significado” en relación con la belleza,
centrándose en el objetivo real de la igualdad –sin explicar primeramente el muy significativo temor
que existe pro debajo de tal preocupación-, están ofreciendo a nuestro sexo, sencillamente, otro
terreno lleno de incertidumbres. La aceptación propia no puede apoyarse en una ciega negativa.
¿Por qué nos gastamos tantísimo dinero en ropas? ¿Por qué dedicamos tantas horas a la aplicación
de productos faciales? Porque no podemos creer que haya alguien que nos quiera tal cual somos.
Convenced a una mujer de que su vagina es bella, y os haréis con la estructura de una persona
“igual”. Es ésta una cosa que no me inspira la menor duda.

Nuestra actitud frente a la menstruación constituye un vívido ejemplo del poder de la


emoción sobre el intelecto. Mi madre deseaba pasarme la información que ella poseía. Yo
necesitaba esa información. Estoy convencida de que intentó transmitírmela, pero nuestras
emociones se cruzaron en el camino. Cuando pienso en aquel momento crucial de nuestras
existencias, tengo la impresión de que estábamos representando un drama, madre-hija, de carácter
universal. Podía ser que ella no me expusiera los hechos de una forma para mí asequible. Como el
estar pendiente de lo que me decía era un esfuerzo duro para mí, ella se volvió una persona todavía
más inhibida que antes. En la mayor parte de los casos, los resultados son los mismos: tanto si se
trata de mujeres de veinticinco años como de cuarenta y cinco, no nos desenvolvemos con
naturalidad en todo lo referente a una función que más que ninguna otra resume lo que
subliminalmente nos ha sido enseñado a sentir sobre esa zona de nuestros cuerpos: que no tiene
nada de bonito.

A lo largo de mis investigaciones sobre la relación madre-hija, no he encontrado he


encontrado ningún aspecto más regido por la contradicción, la pérdida de memoria, la confusión y
la negativa que la menstruación. No existe un comportamiento acerca del cual expresemos tan fría
certeza, pero sobre el que tengamos menos control.

Para ser justas con las madres en general, y la mía en particular: “Muy a menudo, no hay
manera de explicar a una chica algo por anticipado –dice el doctor Sanger-. Con frecuencia la gente
habla de todo, menos de aquello que es realmente importante. Lo mismo podría decirse de lo que se
escucha. El enfrentamiento con algo nuevo suscita generalmente ansiedad. El caso de la estudiante
que no puede abrir un libro hasta la víspera del examen es similar a la incapacidad de prestar
atención a la descripción que la madre hace de la menstruación antes de que ésta comience.”

Mucho antes de que cumplamos los once o los doce años, nos hemos dado cuenta de que
nuestra madre sangra una vez por mes, algo que resulta difícil de ocultar en un hogar normal. (Si en
virtud de alguna medida extraordinaria, la madre ha logrado que no nos demos cuenta de ello, el
hecho es más elocuente que la circunstancia corriente). Por el tiempo en que entramos en la
pubertad, sabemos ya cómo piensa nuestra madre acerca de cualquier cosa relacionada con el sexo.
Si ella gusta de su cuerpo, si lo cuida, si se siente orgullosa de él, también nosotras nos sentiremos
orgullosas de convertirnos en mujeres. Si le agradan los hombres, si hallándose con ellos no se
transforma en otra persona difícilmente identificable para nosotras, si en nuestras conversaciones
con ella nos dice que estamos empezando a vivir “la parte más bella de la vida femenina”, entonces
la creeremos.

“Son muchas las emociones que experimento al observar que mi hija crece, que va a
ingresar ya en los cursos superiores”, dice la madre de una chica premenstrual de doce años. “Me
siento orgullosa de ella; pero me consta que va a separarse de mí. Todo resulta muy ambivalente…
Esos sentimientos que la embargan a una, cuando ve que la hija empieza a menstruar y que entra en
una nueva fase de la vida, de chica ya crecida… Me doy cuenta de que mi vida está cambiando
también.”

La ginecóloga Marcia Storch me habla de una chica de once años que acaba de empezar a
menstruar, pero que se niega a usar el “Kotex”, y cualquier cosa similar. La doctora se entrevistó
con la madre, una mujer inteligente que desarrolla su actividad en el campo político. Salieron a luz
más profundas implicaciones. La madre había sufrido una conmoción al saber que su “bebé” había
comenzado a menstruar. “El mensaje básico que la madre estaba transmitiendo a la hija –explica la
doctora Storch- era el de la ansiedad. Por consiguiente, la hija intentaba ocultar lo que había
provocado los temores de la madre. La historia en cuestión es bastante corriente. Son muchas las
chicas que fingen no haber comenzado a menstruar todavía a causa de la emoción negativa que el
hecho produce en su madre.”

La psiquiatra Lilly Engler explica: “Muchas madres no quieren enfrentarse con el proceso
de menstruación de su hija porque este hecho significa que la joven inaugura su vida sexual. Si hay
otra mujer en la casa, eso la convierte en la mujer “mayor”. Sé de madres que realmente querían
preparar adecuadamente a su hija, y que incluso creyeron haberlo hecho…, pero que no ha sido así.
No nos gusta admitir esto, pero tal actitud tiene que ver muchas veces con los celos.”

En el otro lado de la puerta edípica, “la menstruación recuerda a una joven que su madre es
una persona sexual, de una forma que ella no puede negar”, declara la doctora Schaefer. “Viene a
verme una muchacha de catorce años. No acierta a comprender por qué le repugna hablar de la
menstruación con su madre. Dice que odia eso, que de repente su madre ha quedado “conectada
con todo aquel asunto”. Estaba preocupada; experimentaba un sentimiento de culpabilidad al
sentirse alejada de su madre.”

Hasta el momento de comenzar a menstruar, nos mantenemos a alguna distancia de la


madre. Nos identificamos con ella, pero no somos como ella. Es una especie de libertad. El espacio
existente entre las dos nos permite ignorar los hechos de su vida con los cuales no queremos
enfrentarnos todavía. Formulamos preguntas, abrimos puertas, pero cuando tropezamos
inesperadamente con hechos para los cuales no estamos preparadas cerramos la puerta, olvidamos
lo que acabamos de ver u oír, y volvemos a nuestros juegos infantiles. Pero en cuanto empezamos a
menstruar ya no podemos apartar la vista, dirigirla a otra parte. Su vida es la nuestra. Teniendo que
comprender lo que el ciclo periódico significa para la madre, ya que podemos seguir como antes,
viendo en mamá un ser amable, “puro”, totalmente asexuado, como la habíamos supuesto siempre.
Ahora resulta que es irracionalmente asaltada por los mismos deseos eróticos que nosotras. Ella
experimenta nuestras emociones y conoce las mismas excitaciones que nosotras sentimos en
nuestros cuerpos. Es una idea perturbadora. Oscuros conflictos edípicos hacen eclosión. Ella no es
solamente nuestra madre; también es una mujer. Y una rival.

Hace dos años entrevisté a una chica de once años. Estaba aguardando con ansiedad el
momento de menstruar. “Es chocante”, me dijo, “pero cierto: las muchachas mayores, que han
empezado ya a menstruar, no quieren hablar de este asunto, no les gusta. Yo, en cambio, con mis
amigas, he decidido celebrarlo con una fiesta el día que alguna de nosotras comience… ¡Y ésa
espero ser yo!” Los tiempos han cambiado, pensé. Seis meses más tarde, volví a verla. “¿Qué fue
de vuestra fiesta? ¿La celebrasteis por fin?”, inquirí. “¡Oh! Se refiere usted a aquello…” La
muchacha se desentendió del tema con un encogimiento de hombros. No la vi turbada, sino
desinteresada. Después, estuve hablando con la madre, quien me dijo: “El día que comenzó a
menstruar, le sugerí que saliéramos a comer fuera todos, para celebrarlo, pero mi hija respondió:
“¡Oh, no! Por favor, no le digas nada a papá.”

La excitación derivada del hecho de transformarse en “una de las chicas” se esfuma


rápidamente. Esto de hacerse mujer no es un rito de paso a un nuevo y emocionante mundo; supone
algo más: más esperas, más preguntas a qué atender antes de ir a cualquier parte, antes de cualquier
cosa; supone una mayor dependencia de otras personas. Habrá también más tensión con la madre,
que nos observa con una nueva ansiedad. Ser mujer significa ser “menos”. La niña que debía
colocarse entre las piernas un “Kotex” de la madre, contoneándose de un lado para otro, no
experimenta ahora ninguna emoción, cuando lo utiliza para que cumpla realmente su función. Los
sentimientos de realización y de consecución de una identidad sexual que aporta el acto de
menstruar quedan pronto atenuados por los antiguos y de nuevo agitados recuerdos de sensaciones
de suciedad en “ese sitio”.

La verdad es que la menstruación plantea a cada mujer un problema de tipo Jano, el de las
dos caras. Nos apunta inexorablemente hacia delante, hacia la feminidad; al mismo tiempo, nos
hace retroceder, llevándonos inadvertidamente a una época anterior, de aquélla en que éramos
incapaces de controlar nuestros cuerpos. De pronto volvemos a entrar en contacto con emociones
no experimentadas en años anteriores, la antigua vergüenza que sentíamos al comprobar que nos
habíamos orinado en la cama, los malos olores, el hecho de ensuciar nuestras ropas. Hemos sufrido
tantas veces la humillación derivada de la incontinencia involuntaria y a destiempo, y ha mediado
un adiestramiento tan celoso en cuanto al aseo personal, que para evitar aquellos fallos hemos
llegado a lograr un control absoluto de nuestro cuerpo, un control de hierro, un control tan rígido
que nuestra vejiga no se atreverá a expulsar su contenido mientras dormimos, ni ningún esfínter
funcionará de no mediar nuestra voluntad. Bruscamente, nos hallamos de vuelta a todo ello.

El enemigo se desliza sobre nosotras durante la noche. Nos despertamos con la enfermiza
sensación de que no hay manera de ocultar lo que es evidente. Tan humillante es el retorno de esas
viejas emociones que huimos de ellas, las reprimimos, decididas a no pensar en la menstruación
más que de una forma, la que resulta más común. ¿Es de extrañar que más adelante, tras haber
logrado la represión, nos olvidemos de hablar a nuestras hijas de este “sucio” lado de la
menstruación? Por supuesto que no… Nosotros mismas todavía nos sentimos avergonzadas.

Todas las mujeres recuerdan su primer día: “Llevaba puesto el pijama de mi hermana
cuando vi la sangre…” “Mi madre me había regalado un libro, de tapas azules y beige…”
“Navegábamos rumbo a Europa, en el Queen Elizabeth. Creí que la sangre era debida a haberme
mareado…” “Mi madre no me dejó ir al colegio. Quiso que me quedara en casa, y luego me mandó
a la cama, lo cual me extrañó…” Estos detalles han quedado marcados en nuestros cerebros,
componiendo algo así como una pantalla, tras la cual podemos ocultar todo lo demás asociado con
la menstruación. “El libro tenía una vaca y su ternera en la cubierta”, explica una mujer veintiséis
años más tarde; pero cuando una le pregunta qué le dijo su madre, responde: “No me dijo nada.”
Cuando la interrogada es la madre, ésta contesta: “Se lo dije todo.”

“¿Y qué es lo que usted piensa actualmente acerca de la menstruación?” pregunto a la


misma mujer. “¿Qué es lo que hay que pensar?”, dice ella, sonriente. “Nada”.
“Mi madre me propinó una bofetada cuando le enseñé mis ropas manchadas de sangre.”
Con estas palabras evoca una mujer, divorciada por dos veces, abuela ya, y profesional de la
abogacía, su primera menstruación. En su voz se nota todavía una inflexión de enfado. Compartí
su sentimiento, hasta que unos meses más tarde alguien me aclaró que es un rito judío, muy
observado, el que la madre abofetee a la hija en tal ocasión. Aquella mujer había querido que
compartiese su irritación, más que comprendiese la costumbre. ¿Se valió acaso aquella madre del
rito de la bofetada como excusa, para dar rienda suelta a su enojo, al enfrentarse con una situación
sexual que se sentía incapaz de controlar? ¿O fue la irritación de la hija la emoción que necesitó
desplazar hacia su madre, a fin de expresar la frustración que supuso su propia sexualidad? A lo
largo de nuestra entrevista pude comprobar que la irritación era su emoción dominante al abordar el
tema del sexo, el de su madre, el de los hombres, el de su hija, y el de la significación de la
condición de mujer.

Contrastando con lo anterior, he aquí lo que me refiere otra mujer: “Me sentí muy feliz
cuando empecé. Tenía once años. Hasta entonces me había considerado una chica extraña.
Llevaba dos años de adelanto en el colegio. Mis compañeras contaban trece años. Ellas habían
empezado a menstruar mucho tiempo antes. Sabía que estas cosas íntimas ponían nerviosa a mi
madre, de manera que recurrí a mis mejores amigas. Fue muy emocionante. Por vez primera en mi
vida, me sentía como las demás.”

Nuestro recuerdo del comienzo de la menstruación se halla condicionado por la forma de


sentir hoy nuestra sexualidad. Si de adultas nos desenvolvemos sin obstáculos, evocaremos
cualquier situación embarazosa, una sensación de vergüenza o de temor, que tengan que ver con
aquella primera vez, acompañadas de una sonrisa nostálgica o de una carcajada. Si lo sexual es
para nosotros ahora un problema, aquél fue uno de los primeros síntomas de trauma. Vi claramente
en esta entrevista que la mujer en cuestión se hallaba satisfecha de su sexualidad. Quiso agradar a
su madre. Esta era tímida, y no la preparó. Ahora bien, eso carece de importancia; lo que sí la tiene
es el carácter consistente de la madre. No mintiendo a la hija, no fingiendo una falsa confianza,
dejó a la chica en libertad de acción, para que se volviera hacia las personas que podían ayudarla.
Así era la madre. Así vamos pasando a través de la menstruación, la pérdida de la virginidad, el
matrimonio, el alumbramiento de los hijos… Todo viene a ser de una pieza.

Es posible que ciertas madres crean haber fallado en su misión de preparar a sus hijas para
la menstruación. Yo apenas he tropezado con una. Todo lo más, suelen decir: “No tenía que
decirle nada, Sabe más que yo. Sus amigas le facilitaron la información precisa.” Y podría contar
con los dedos de una mano las mujeres que se juzgaban a sí mismas preparadas… con una
comprensión inteligente, aceptante y emocional de sus cuerpos. Estoy de acuerdo con la ginecóloga
Marcia Storch en que las amigas de una chica son probablemente sus mejores maestras en lo
referente al sexo y a la menstruación; la mayor parte de las madres se hallan todavía demasiado
implicadas emocionalmente en las actitudes de inhibición de las mujeres de su tiempo para evitar
transmitir a la muchacha un doble mensaje. Pero sigue en pie un hecho tanto si conseguimos la
información en la escuela como si nos la procuran nuestras amigas, nos vemos afectadas por las
actitudes sexuales de la mujer que nos ha criado. “Los padres imparten la educación sexual
primaria y de más prolongada permanencia en sus hijos –manifiesta la doctora Mary Calderone-.
Tanto si saben a qué atenerse como si no, lo mismo si obran bien que si obran mal, tanto si su labor
es positiva como si es negativa, inevitablemente, lo hacen.”

La doctora Fredland concreta un importante punto: “En la relación madre-hija se produce


una regresión. La madre tiende a repetir lo que sus padres hicieron o a deshacer su labor –intentar
lo opuesto, exactamente-, cosa que resulta igualmente mala. Por lo general se produce desde luego
una incierta oscilación entre las dos. Por ejemplo, si una mujer tuvo una madre muy inhibida, que
no le dijo nada sobre la menstruación, es posible que esté decidida a dar a su hija una preparación
mejor. Pero, ¿qué es lo que hace? Dejar un libro sobre la mesita de noche de la muchacha. Esto es
mucho más de lo que su madre hizo por ella, y piensas que ha dicho a la hija “todo” cuanto se
puede decir sobre el asunto.”

La menstruación es la eliminación de un producto de desecho. Todas pasamos por ella.


Entonces, ¿por qué no ha de ser algo compartido, una experiencia común que una a las mujeres? “Si
los hombres menstruaran, lo más seguro es que dieran con un medio de vanagloriarse de ello”,
escribe un crítico, al hacer la reseña de un libro recientemente publicado sobre el tema.
“Probablemente, los hombres verían en eso una espontánea eyaculación, un exceso de virilidad.
Sería, en su caso, la copa de una supersexualidad que se desborda. Ellos se verían a sí mismos
“derrochando” sangre, en una plenitud de conspicuo desecho. La sangre, en fin de cuentas, es
considerada un bien. Los “deportes sangrientos” solían ser la mejor prueba de virilidad, y cuando
terminaba felizmente la primera cacería de un joven, éste solía hallarse “ensangrentado”. Pero
cuando es la mujer quien sangra, todo queda invertido. Sangrar, entonces, es interpretado como un
indicio de enfermedad, inferioridad, suciedad, e irracionalidad.”

“Una de las primeras cosas que he podido observar al ocuparme de las mujeres y su salud –
dice Paula Weideger, autora de Menstruation and Menopause- es que todas ellas, sea cual sea su
aspecto, piensan que algo de su persona es feo. En mi opinión, eso está estrechamente relacionado
con la idea de que hay algo centralmente erróneo en una y este algo es la menstruación.”

“Mi hija se ha vuelto tan recatada que desde hace un año no la he visto una sola vez
desnuda”, declara la madre de una chica de trece años. “Siempre anda preocupada consigo misma.
No para de bañarse, de lavarse la cabeza. De pronto, se empeña en ajustarse a una dieta rigurosa.
Tiene una figura pequeña y bella, pero nunca se ha sentido satisfecha de ella”. Los acontecimientos
parecen precipitarse en la pubertad. ¿Cómo vas una a sentirse tranquila? Desde luego, nos agrada
estar a solas. Después, simultáneamente con la aparición del vello púbico, el abultamiento de los
senos, la curva de los muslos, llega la menstruación. No podemos enfrentarnos con la causa real de
nuestra inquietud. Entonces nos forjamos un plan de vida a base de dieta, sintiéndonos
desgraciadas por el cuerpo que nos ha tocado en suerte. Ahora bien, no nos es posible despojarnos
de nuestra vagina, ni mantenerla permanentemente limpia. No queremos pensar que la
insatisfacción que nos producen nuestros cuerpos empieza con aquello que nos han enseñado a
sentir en relación de nuestros genitales.

Pretendemos desinteresarnos de una función que comienza un día y a una hora que no
escogemos nosotras, que puede suscitar nuestra irritación, que puede causarnos dolor o turbación en
público, que hace que rechacemos a nuestro hombre sexualmente, o que nos sintamos rechazados
por él. Una y otra vez advierto a mi marido que me pongo de muy mal humor con anterioridad al
periodo; una y otra vez soy consciente de cuán cierto es esto… tras el hecho, después de que el
periodo ha comenzado, tras la riña. Recuerdo que cuando contaba yo diecisiete años, mi mejor
amiga, en trance de contraer matrimonio, planeó su enlace nupcial –como hacen muchas novias- por
las fechas de su ciclo menstrual. La muchacha comenzó a menstruar cuando, literalmente, se estaba
embutiendo en el vestido de boda. Las damas de honor nos quedamos paralizadas a su alrededor,
espantadas.

Las investigaciones médicas nos revelan que el cerebro afecta a nuestro ciclo menstrual;
puede incluso controlar éste. También sabemos que lo que elabora hormonalmente nuestro cuerpo
durante la menstruación nutre el cerebro. Pero ningún médico puede decirnos cómo y por qué
ocurre esto. El alcance que el control de la menstruación tiene sobre nuestras vidas es tan profundo
emocional y físicamente que sólo mediante el silencio y la negativa podemos enfrentarnos con él.
Nos bañamos materialmente en perfume… ¿Contra qué olor? Hacemos un fetiche de la ropa
interior limpia, limpia, limpia… pensando ¿en qué clase de suciedad? Tras haberme referido la
historia de su primer día –un recuerdo todavía repleto de irritación, de orgullo, de espíritu de
realización, y de otras cosas más-, todas las mujeres entrevistadas por mí, incluidas las doctoras en
medicina, dijeron: “¿Qué es lo que se puede decir de esto? Se trata de algo tan natural como el
crecimiento de las uñas y el pelo. Estamos ante un hecho de la vida. ¿Qué es lo que ha de sentir
una, pues?” Nuestras historias individuales son distintas, por lo que se refiere al comienzo de la
menstruación, pero coincidimos, estamos de acuerdo en una cosa, sin necesidad de llegar a
expresarlo con palabras: no hay nada más que decir sobre el tema, lo cual significa que no debe
hablarse de él en absoluto, “¿Un libro enteramente dedicado a la menstruación?”, preguntaban las
mujeres a Paula Weideger cuando ésta inició sus investigaciones. “¿Cómo se las arreglará usted
para dar con material suficiente para llenar todas sus páginas?”

Nos hemos desentendido de una función que ha llegado a ser mito, especulación, misterio,
y tabú, desde el comienzo del mundo, una función que es única en la vida de cada mujer, y que
finaliza como comenzó: sin anunciarse. Preferimos la superstición al conocimiento. Dice Jessie
Potter: “Según mi experiencia, el setenta y cinco por ciento de las mujeres de este país (y hago una
estimación por lo bajo), no sería capaz de facilitar una explicación de los periodos menstruales a
una alumna de sexto grado. No saben cómo ocurre todo, y tienen una noción leve, si es que la
tienen, sobre lo que sucede en sus cuerpos.”

“No son muchas las personas que juzgaron que valía la pena el establecimiento de un curso
dedicado a sus experiencias como profesora de sanidad femenina. “La actitud general estaba
dictada por la idea de dar a conocer a las mujeres enseñanzas concernientes al huevo, su
fecundación, el útero, y pare usted de contar.” Su libro, aparecido en 1976, fue el primero que
sobre el tema de la menstruación era publicado por una gran editorial con destino a una divulgación
masiva. Sin embargo, por las fechas en que se difundía el libro, en las emisiones de tipo sanitario
de la televisión se hablaba siempre más de la menopausia que de la menstruación. Los rectores de
este medio manifestaron que procedían así porque deseaban orientar a sus auditorios hacia la salud.
¿Qué querrían decir con ello? ¿Qué les parecía la menstruación insana?

“Una de las mujeres con quienes me entrevisté –continúa diciendo Paula Weideger- me
indicó que ella sabía todo lo que necesitaba saber sobre la menstruación. “Por consiguiente –
agregó-, su libro a mí no me sirve de nada.” Seguimos charlando; ella se aferraba, con todo, al
tema. “Quizá” pudiera usted explicarme por qué me siento avergonzada cuando voy a comprar
tampones…” Le expliqué las primitivas nociones de vergüenza, de sensación de suciedad, etcétera,
tan a menudo ligadas a la menstruación en nuestra sociedad. “¡Oh, no!” –exclamó la mujer-. Yo no
siento nada de eso, de ninguna manera. Ahora bien, ¿por qué me avergüenzo al comprar mis
tampones?”.

Una mujer me dio cuenta no hace mucho de un episodio cuya evocación le resulta casi
insoportable, pese a datar de hace doce años. Se había enamorado de un hombre muy apuesto,
quien, por último la invitó a salir una noche. En su momento, se acostaron juntos pero a la mañana
siguiente, ella horrorizada, descubrió que había empezado con su período menstrual. El hombre
seguía durmiendo. “Supe en seguida lo que debía hacer”, me dijo, con una sonrisa no exenta de
tristeza. “Abandoné el lecho con todo cuidado, para no despertarlo… Me vestí y salí sigilosamente
de su apartamento, como si hubiera sido un ladrón. No volví a salir con él, pese a que me telefoneó
en varias ocasiones a mi casa pidiéndomelo.” Se había sentido tan humillada que no era capaz de
enfrentarse con el hombre, aún estando enamorada de él. (¿O sería, quizá, a causa de esto
precisamente?)

A fin de preparar la redacción de este capítulo, he puesto en el magnetófono una cinta en la


que grabé una entrevista con el doctor Sanger. He oído mis risas al decir él: “Es una pena que la
mayor parte de las mujeres no acierten a comprender la belleza de sus ciclos menstruales. ¿Cómo
puede llegar una mujer a desentenderse de lo que ocurre en su cuerpo? Admiremos la belleza de los
ovarios, la fantástica función de las trompas de Falopio…” Escucho, en la cinta, mi voz,
interrumpiéndole, cambiando de tema. ¿También tú encuentras sus comentarios nerviosamente
chocantes? ¿Qué nos dice eso a nosotras como mujeres?

Tratándose de la menstruación, nos sentimos tan turbadas que sólo de pasada toleramos
que se aluda a ella, aunque sea en tono de cumplido. Tomamos las palabras, en este caso, como un
acto de vacía adulación, y solamente las personas necias son sensibles a ella.

Los hombres han sido siempre propensos a las bromas, a las payasadas. Un niño,
involuntariamente, deja escapar una ventosidad en clase. La situación es embarazosa, desde luego,
pero también cómica, en definitiva. ¡Ah! Pero si eso mismo le ocurre a una niña, la cosa ya no es de
risa… Es algo aterrador.

Cuando los hombres pasan por una experiencia humillante, pueden encolerizarse, proferir
maldiciones, o pelear. Luego, se toman unas copas, hacen un chiste sobre lo ocurrido, y se
desentienden de todo con unas risotadas. “¿Ha visto usted ese programa de la televisión en el que
varios participantes bromean a costa de un personaje?”, me pregunta una mujer. “Pues bien, la
semana pasada tenían como huésped de honor a una dama. Al empezar a atacarla despiadadamente,
ridiculizando su figura y sus cabellos, criticando su imperfecto rostro, yo me sentí terriblemente
molesta.” Cuando una mujer es insultada, cuando alguien se burla de ella, o se deja ver
embriagada, o con las ropas machadas, apartamos la vista. Es algo doloroso, que hace daño. Un
amor propio de bajo nivel, enraizado con ideas referentes a la existencia de algo erróneo en nuestro
cuerpo, hace que seamos presas de sentimientos de humillación con más facilidad que los hombres.
No hay sitio en nosotras para la broma ligera, para la chanza liviana e inocente.

La humillación es quizá, de entre todas las emociones, la más persistente. A su debido


tiempo, se pierden en el olvido sentimientos apasionados, se borran de nuestra memoria las caras de
las personas que amamos. Nos reímos de antiguas cóleras y arrebatos de ira; el tiempo incluso
borra el recuerdo del dolor físico. Pero las antiguas humillaciones, en cambio, siguen con nosotras.
Nos vienen a la mente después de un profundo sueño; pueden hacer que nos ruboricemos, a causa
de la vergüenza y la irritación, aún estando a solas. “Las pacientes con problemas de humillación
son las más difíciles de tratar”, manifiesta el doctor Robertiello. La humillación tiene tanta fuerza
que puede hacernos desear nuestra propia aniquilación: nuestro yo se encoge y ansía dejar de
existir. “Experimento el deseo de que la tierra se abra bajo mis pies y me trague.” Los sentimientos
de humillación más fuertes, de acuerdo con todos los psicoanalistas por mí consultados, son los
asociados con el acto de ensuciarnos en público, con la pérdida de control del cuerpo. En definitiva,
ésta es quizá la más difícil barrera al tratar de la aceptación de la menstruación: no podemos ejercer
un control sobre esta nueva función corporal. Y lo que es peor, nadie nos ha prevenido acerca de
este aspecto de la cuestión.

Es posible que, demasiado absorbidas por la excitación del esperado acontecimiento, no


nos sintamos avergonzadas el primer día que sangramos. Luego, tal sensación emerge. A lo largo
de tantas conversaciones sobre belleza y el hecho de ser mujer, ¿por qué no ha habido nadie que nos
pusiera en guardia, por ejemplo, frente al olor? Y si nadie lo ha mencionado, debe de ser el más
terrible entre todos los olores conocidos. Por si fuera poca la sorpresa, por si no hubiese bastante
con el silencio en que vivimos el hecho, por si no bastara nuestro aislamiento, nuestra sensación de
soledad, viciamos el aire de cuantas personas puedan situarse cerca de nosotras… Una doble
vergüenza.
Lo que a mí me gustó más de la píldora fue que siempre permitía que una supiera cuándo
menstruaría, siendo el flujo, además menor, como menores eran también los calambres. La
psicóloga Karen Page ha descubierto una relación directa entre la abundancia de flujo y la alta
tensión menstrual. En sus estudios, las mujeres que daban muestras escasas de ansiedad y de
irritación durante la menstruación, aquellas que tendían a ignorar los viejos tabúes o prohibiciones
relativas al sexo, a la natación, etc., tendían a sangrar menos. La doctora Page refiere la ansiedad en
cuanto a la menstruación a los tabúes culturales: la mujer que menstrua está sucia. Las autoridades
psicoanalíticas tienden a dar más importancia a las tempranas experiencias de la niñez; un
adiestramiento abiertamente rígido sobre el aseo, y la vergüenza consiguiente con la pérdida del
control del cuerpo. En mi opinión, ésa es una cuestión de énfasis. Ambos factores, indudablemente,
cuentan. El hecho importante es que, sea cual sea la razón, la humillación está ahí.

“Pero es que yo no siento ningún vergüenza por causa de la menstruación”, diréis.


“Las emociones tan difíciles de dominar como la humillación derivada de un fallo en la
función corporal –explica el doctor Robertiello-, tienden ser reprimidas. Las “olvidamos.”

Dicen los psiquiatras que de pequeños pensamos que todo el mundo evacua helado. Pero
sucede únicamente que de todo solemos hacer un embrollo. Si nadie, especialmente la madre,
menciona la turbación que ocasiona la pérdida del control corporal en la menstruación, debe ser
porque las otras mujeres no sangran como nosotras: simplemente, deben rociarse con esencia de
rosas. Nosotras somos las únicas que vemos cómo cada mes, proveniente del corazón del misterio,
llega un flujo oscuro, a menudo con coágulos de sangre. ¿Qué tenemos nosotras que ver con esas
bellas mujeres, ataviadas por Givenchy, que se apean de un lujoso coche en los anuncios de Modess
Because?

Y, sin embargo, con infernal astucia, los anuncios de Modess Because van directos a la raíz
de nuestra inquietud. Las gigantescas empresas investigadoras de mercados saben que durante su
período menstrual la mujer se siente carente de atractivos, nerviosa al pensar en lo que viste… En
consecuencia, asocian sus productos con las más bellas mujeres –y también las mejor vestidas- que
pueden encontrar. Nos dicen así que lo que venden es el antídoto para nuestros sentimientos de
herido narcisismo; pero quizá esos hombres me perdonen si, aunque aplaudo su diagnóstico, no
adquiero su remedio.

La mejor protección contra los sentimientos de humillación asociados con la menstruación


es tener una madre que creyó en una positiva educación narcisista en nuestros años infantiles, que
nos recompensó con su amor y sus elogios por haber aprendido a controlar nuestras funciones
corporales. En lugar de sentirnos disgustadas y avergonzadas cuando ya nos movíamos
independientemente, habríamos emergido con un sentido de dominio, de personal realización. Una
madre así habría sido instruida probablemente de la misma forma por la suya, ya que las ideas que
más trabajo cuestan de alterar en los años avanzados de la vida son las relacionadas con un amor
propio de bajo nivel. De no haberse sentido ella tan a gusto con su cuerpo y el nuestro como
manifestara, nosotras habríamos captado el viejo y doble mensaje: “No sientas como yo siento, sino
como digo.”
La menstruación –el gran hecho de la vida que madre e hija comparten- se transforma en el
sucio secreto que nos mantiene separadas. “En mi labor de todos los días –dice el doctor
Robertiello- he ido conociendo gente que alimentaba quimeras. No pueden nunca establecer
relaciones porque para estar con esas personas, el amante o el amigo han de creer también en esas
quimeras. La total carencia de realidad origina demasiado esfuerzo, y la relación se quebranta.” La
madre dice que la menstruación es algo bello, pero la hija sabe en vida de la madre que eso es
mentira.

La menstruación comienza a una edad cada vez más temprana. Puede ser que nos agrade
la idea de la liberación sexual –“Ojalá las cosas hubiesen sido así de libres cuando yo era
pequeña!”-, pero no nos gusta que los ginecólogos ahora estén atendiendo a chiquillas de nueve
años. “No se dispone de ningún libro honesto, ni de buena información para las chicas
comprendidas en el grupo de los ocho a los doce años”, declara la ginecóloga Marcia Storch.

“La primera razón que las madres me dan para no querer que sus hijas usen tampones- dice
Jessie Potter- es que éstos pueden según ellas producir la rotura del himen. Pero lo que sucede
realmente es que existe una incapacidad por parte de la madre para animar a la hija a doblar el
cuerpo, a localizar la vagina, a ponerse algo en ella, a sacarlo, a tocarse. Incluso los médicos, que
debieran estar mejor enterados, todavía apuntan que vale más que se usen de mayor. Nos
empeñamos todavía en negar el acceso de las muchachas a los genitales, en establecer cierta
distancia entre ella y su cuerpo. Podríamos explicar a las mujeres que se niegan a tener relación
sexual durante el periodo, que les bastaría con ponerse un diafragma para contener la sangre… Pero
no lo hacemos, pese a haber soluciones tan simples como ésta.”

Las chicas os dirán que las cosas han cambiado, que “la menstruación no es el
acontecimiento trascendental que fue en otro tiempo”. Cuando Paula Weideger charlaba con las
muchachas de doce y catorce años, las hallaba menos impresionadas que las de su generación.
“Despreocupadamente, me explicaron la treta de que se valían para que algún que otro profesor les
perdonara los deberes a hacer en casa: le sugerían que sufrían calambres, es decir, hacían uso de la
menstruación.” Cuando la señora Weideger les preguntó si la habían mencionado alguna vez ante
los chicos, ellas respondieron, a coro: “¡Oh, no!”

Conozco a una mujer, escritora muy famosa, de veintisiete años de edad, la cual se
proclama a sí misma una persona liberada. Nos entrevistamos recientemente, y en el curso de
nuestra conversación me habló entre risas de un hombre a quien suele visitar de vez en cuando en su
casa de campo, durante el verano. “Yo no quiero acostarme con él”, me explicó, “así que siempre
que aparezco por allí doy la misma excusa: estoy en el período. Debe pensar que el mío es el más
largo de la historia”. Si te vales de la menstruación, efectivamente, como una barrera –contra la
relación sexual, contra el trabajo, contra cualquier otra cosa-, pronto llegarás a creer, tú misma, que
constituye un obstáculo.

En contraposición con la anécdota que esta escritora relataba, disponemos de pruebas que
demuestran que a muchas mujeres la relación sexual les produce un alivio en los calambres. La
actividad sexual, especialmente antes y durante la menstruación, mantiene los músculos relajados,
lo contrario de acalambrados. Esto supone algo mucho más agradable que una botella de Midol y la
almohadilla caliente. Cualquiera pensaría que todos los ginecólogos del país, sabedores de eso,
deberían sugerirnos que probáramos. Pero los terapeutas sexuales me han asegurado que muchos
ginecólogos se muestran demasiado tímidos para tratar el tema de la relación sexual con sus
pacientes. Yo misma he descubierto que la relación sexual cuando estoy sangrando, cuando mi
cuerpo se halla más falto de atractivos que nunca, resulta a menudo mejor que en circunstancias
normales. En estas condiciones me siento verdaderamente querida, como no pueden dármelo a
entender las corrientes protestas verbales encerradas en el clásico “Te amo”.

Los hombres nos ofrecen una de nuestras grandes oportunidades para disipar la herencia
maternal de los sentimientos negativos sobre nuestro cuerpo. Es significativa su forma de pensar
con respecto a la menstruación. “Los hombres adoptan sus actitudes acerca de la menstruación
guiándose por las mujeres”, dice el doctor Robertiello, al pedirle yo su opinión sobre el tema.
“Esto es, piensan que es algo secreto, de lo cual no debe hablarse, y que hay que evitar en la medida
de lo posible. Las mujeres cometen verdaderas excentricidades para impedir que los hombres sepan
que están menstruando. Una explicación analítica es esta: ven en el hombre al progenitor que puede
calificarlas de “niñas sucias”. No es necesario la menstruación para que las mujeres vean que el
órgano del hombre es más limpio que el suyo. Por ejemplo, una mujer que está menstruando puede
intentar ocultar la prueba de su “desecho”. Envolverá su paño sanitario en varias hojas de papel,
depositándolo luego en un cubo de basura, fuera de su casa, en lugar de utilizar el propio. He aquí,
también, por qué la mayoría de las mujeres no quieren tener relaciones sexuales con hombres en
esos días. A los ojos de una mujer, éstos han de sentir un profundo desdén por ella, ya que no
comparten tan sucia función. La mujer proyecta en el hombre este exigente progenitor “limpio”,
inconscientemente alentado en su ser proveniente del periodo de adiestramiento en el aseo, el cual
va a verla sucia, repulsiva, no aceptable.”

A mi regreso a casa, estuve pensando en todo esto. Me dije que con todo y haber ido muy
lejos, el doctor Robertiello parecía tener razón. Sin embargo, presentía que allí tenía que haber algo
más. Le visité para hacerle esta pregunta: “¿No podría ser que las dificultades experimentadas por
los hombres en cuanto a la presencia de la menstruación en la mujer fuesen debidas no solamente a
incidir en la turbación de ésta, sino también a alguna emoción particular aportada por ellos al
hecho?”

Lo que más me gusta de Richard Robertiello es que se encuentra siempre dispuesto a


reconsiderar cualquier idea, independientemente de que haya estado sosteniéndola durante mucho
tiempo, aunque esté muy arraigada en la teoría psicoanalítica convencional. Tras haber escuchado
atentamente mis palabras, respondió: “He de decirle que me acuerdo de haber pensado de chico en
el carácter misterioso de la menstruación. Ahora bien, lo que no entendemos tiende a atemorizarnos.
En la actualidad, pese a ser doctor en medicina, a conocer los hechos físicos, y a tener un
conocimiento psicoanalítico de la psicología de la menstruación, todavía se me antoja misteriosa.”

Luego añadió: “Sí, debe de producirse en los hombre una determinada ansiedad en torno a
la menstruación que las mujeres perciben. Tal ansiedad en los hombres no es originada solamente
por el hecho de tratarse de un misterio relacionado con la anatomía femenina. Es también un
recordatorio de otro misterio femenino…, aliado, pero no el mismo. Hablo del poder de reproducir.
Los hombres no poseen tal poder, lo cual les causa irritación. Y finalmente, los misteriosos poderes
de las mujeres reavivan otra inconsciente ansiedad en el hombre: en cierto momento de la vida, una
mujer fue todopoderosa en su existencia: cuando era un bebé. El sexo de ella le dio poder sobre él,
y ahora que el bebé ha crecido, ¿cree usted que todas esas humillaciones de antaño han sido
completamente olvidadas? No en el inconsciente. Y si el sexo de ella le dio un poder tiempo
atrás, ¿por qué no puede repetirse el hecho de nuevo? La medida de mayor seguridad adoptada por
los hombres fue la de no ofrecer a las mujeres una sola oportunidad de tornar a disfrutar de poder.
Y van derechos al corazón de los sentimientos más fuertes de identidad de cualquier persona, el
poder de la total aceptación y libertad sexual.”
En tiempos de nuestras bisabuelas, se creía que el poder de las mujeres radicaba en su
voracidad sexual. Ciertos cirujanos de mediados del siglo diecinueve conquistaron un inmenso
prestigio por haber inventado instrumentos y planeado operaciones que servían para despojar a la
mujer de su clítoris, la fuente de sus “oscuros apetitos sexuales”. La misma mujer que era deificada
como creadora de caracteres y custodio de la familia, e incluso de la moralidad nacional, fue temida
como la ruina en potencia de todo hombre fuerte. Tales extirpaciones quirúrgicas fueron realizadas
en nombre del equilibrio del poder. Un temor impuesto por el hombre, y también una injusticia,
sí… pero han sido mujeres quienes no han vigilado, ha habido una madre que nos aisló no
solamente de nuestro clítoris, sino también de nuestra vagina. Lo que unas mujeres creían que
debían proteger y negar por el temor, otras pueden aprender a liberar.

La menstruación no me ha obligado jamás a abstenerme de nada, desde montar a caballo la


vez primera hasta la relación sexual de hoy. Pero cuando empezaba a escribir este capítulo
comenzó mi período (con una semana de anticipación), y experimenté mis primeros y peores
calambres en varios años. Cada uno de los comienzos que planeé se me antojaron superficiales.
Había algo que echaba en falta; nada de los que escribía respondía a una convicción interna firme,
profunda… “¡Eso es! ¡Así está bien!” Tuve que abandonar mi máquina de escribir por dos veces,
casi temblorosa a causa de la ansiedad. Más tarde, crucé a pie Central Park, bajo el sol de abril,
para reanudar mi conversación con el doctor Robertiello.

Después de haber realzado él las emociones de vergüenza y humillación sepultadas bajo la


capa de las actitudes naturales de las mujeres hacia la menstruación, me desentendí de sus
consideraciones con un encogimiento de hombros. Había estimado que sus opiniones se hallaban
abiertamente matizadas por su experiencia con mujeres que habían acudido a su consulta en
demanda de ayuda. Me había identificado más estrechamente con la doctora Schaefer y la mayoría
de las mujeres que dicen no albergar particulares sentimientos sobre la menstruación: es algo que se
produce, eso es todo. Pero al referirse a cierta inexplicable resistencia, me doy cuenta ahora de que
no dispuse de una fácil réplica a la pregunta que el doctor Robertiello me formuló durante nuestra
última charla: “¿Quiere decirme entonces, Nancy, por qué está experimentando usted dificultades
al escribir lo que juzga un capítulo sincero sobre uno de los simples hechos de la vida?”

Constituye una grave perturbación padecer calambres, sufrir la humillación de ver tus
ropas manchadas, ver sorprendida alguna parte que sangre, sin estar preparada una para ello. Con
todo, yo prefiero sangrar periódicamente. Recuerdo lo preocupaba que estaba cuando tomaba la
píldora y echaba en falta un período completo. Los médicos me dijeron que no tenía por qué
sentirme inquieta, que aquello era “normal”. No obstante, continuaba preocupada. Deseaba que se
me presentase aquello, la sangre, todo. Quería aquel recordatorio. Al leer que en el seno de las
tribus primitivas sentían todos un religioso temor al observar que las mujeres podían sangrar una
vez al mes sin morirse, en mí noto una especie de eco de las emociones de aquellas gentes remotas.
“No, no siento ninguna fuerte emoción personal al presentarse la menstruación –dice la doctora
Schaefer-, pero me alegro de tenerla todavía.” La doctora cumplió no hace mucho los cincuenta
años. Aunque ella más que cualquiera de las mujeres que conozco sabe que es un mito lo de que lo
sexual termina con el fin de la menstruación, estoy segura de que sentirá “algo” cuando le llegue la
menopausia.

La menstruación, por sí sola, no explica los problemas de las mujeres con el sentimiento de
la humillación… Ni tampoco que mis dificultades con este capítulo tengan que ver únicamente con
una inconsciente ansiedad. Nuestros sentimientos acerca de la menstruación dan la imagen de lo
que significa ser mujer en esta civilización. Además de que la menstruación y el temor de dar
pruebas evidentes de la pérdida del control corporal llevan en sí posibilidades de humillación para
las mujeres de las cuales los hombres no están impuestos, también es humillante ser el sexo cuya
voz y presencia tienen menos significación. Es humillante hablar las mismas palabras que los
hombres, y haber oído las suyas, y no las propias. Es humillante sentirse invisible cuando Dios nos
concedió un cuerpo tan sólido como el de ellos. Es humillante que a la mujer apenas se le dispensen
honores mientras ella no está casada. Dejamos a un lado tales humillaciones, desde luego,
manifestando que es una gloria disponer de un hombre que libre nuestras batallas, que nos ponga
sobre un pedestal, que nos cuide. Esto es válido, sí, para aquéllas a las que les satisface depender de
otra persona.

Existen otras emociones tan reservadas como la vergüenza que rodea a la menstruación.
Ahí están los sentimientos que nos recuerdan la vida, que somos capaces de darla, y que estamos
todavía vivas, y que somos jóvenes…, sexualmente capaces de reproducirnos. Resulta difícil
explicar a una hija de once años las incipientes y complejas agitaciones de la sexualidad, la vida y la
muerte, algo con lo cual se ha de existir. ¿Cómo describir el terror que siempre ha rodeado a la
reproducción, el misterio y la emoción de tal don (el poder de reproducirse) y tal maldición (la de
sangrar una vez por mes) deben de suscitar en quienes no comparten esas cosas?

¿Y cómo omitir esa descripción?


CAPÍTULO 5
ESPÍRITU COMPETITIVO
Aunque no me di cuenta de ello en su día, mi madre estaba cada vez más bonita. Mi
hermana era una belleza. Mi adolescencia fue la época de nuestro mayor distanciamiento.

Tengo una foto de las tres de cuando cumplí los doce años. Mi madre, mi hermana, Susie,
y yo, estamos sentadas en un gran sofá tapizado, cada una apoyada en un cojín, por separado, muy
apartadas las unas de las otras. Me crié con un sólido sentido de espíritu familiar, cosa que me
agradaba y necesitaba, con tías, tíos y primos, bajo la omnipotente sombrilla de mi abuelo. “Todos
para uno y uno para todos”. Es lo que él solía decir en las reuniones del verano, y nadie tomaba
más en serio sus palabras que yo. Hubiera sido capaz de alistarme para ir a luchar por cualquiera de
aquellas personas, y estaba convencida de que ellos habrían hecho lo mismo por mí. Pero dentro de
nuestro pequeño núcleo, nosotras tres no estábamos muy en contacto.

Ahora, cuando le pregunto por qué, mi madre suspira y dice que a su entender todo se
debía a la forma en que la habían criado. Me recuerdo encogiéndome, hurtando el rostro al beso
perfumado con crema de noche Elizabeth Arden, murmurando desde debajo de las sábanas que sí,
que me había cepillado los dientes. No era verdad. Había humedecido el cepillo de dientes por si
ella lo inspeccionaba. Al verlo mojado, se mostraba conforme. ¿Por qué? Cuanto más nos vamos
alejando de la época de la infancia, más físicamente afectivas intentamos ser una con otra. Pero
después de todos los años transcurridos todavía nos mostramos tímidas.

Yo “florecí” tarde, como mi madre. Pero mi madre se demoró tanto, o bien se hallaba en
posesión de tan notable y prematura falta de lustre, que no había puesto mucha fe en que yo me
destacara al llegarme el turno. Cuando era una muchacha pecosa de dieciséis años que se sentaba
tímidamente sobre sus desventuradas manos, su hermana, menor que ella, era ya una belleza
famosa. Esa es todavía la relación que existe entre ambas. Abuelas las dos, mi tía sigue siendo la
bella del baile con sus bien peinados y lisos cabellos, o la amazona que compone una figura
inmaculadamente hermosa. Los éxitos de mi madre no cuentan. Les darán las dos de la madrugada
discutiendo si hubo uno siquiera de los cortejadores de mi tía que sacara una sola vez a bailar a mi
madre. Esta nunca pudo componer una halagadora historia sobre su persona. Dudo mucho de que
oyera entonces las bonitas cosas que los hombres le dicen ahora, al transformarse en la fina dama
que me sonríe en las fotos familiares. Pero ella siempre asiente ante lo que mi tía le dice, como
estoy segura de que asintió ante la antigua imagen propia, después de haber muerto mi padre. El –
un hombre espléndidamente atractivo- debió de escogerla entre todas las demás mujeres… Su
muerte, ocurrida unos años más tarde, pareció una especie de castigo, por haberse atrevido a creer
que el padre de ella estaba equivocado: ¿quién iba a inclinarse por la muchacha? Es una mujer que
todavía se ruboriza al escuchar un cumplido.

Entre los treinta y los treinta y cinco años fue cuando era más bonita. Yo tenía doce, y me
hallaba en el extremo opuesto. Sus cabellos habían tomado un delicado color pardo rojizo, y los
llevaba peinados hacia atrás, en suaves rizos. Sentada al lado de ella y de Susie, quien había
heredado una versión en negro lustroso de los cabellos maternos, doy la impresión de ser una chica
adoptada. Pero yo ya me defendía de mi aspecto exterior. Este carecía de importancia. Entre el
espejo y mi persona existía una distancia parecida a la que iba incrementándose entre ellas y yo. Mi
éxito con mi ser ficticio constituía una prueba: no las necesitaba. Mis títulos en el colegio, mis
galardones y realizaciones, destacaron hasta tal punto la imagen de mí misma que hasta el momento
de escribir este libro creí sinceramente que crecí embargada por una gran pena: la que me inspiraba
mi hermana. ¿Qué probabilidades se le ofrecían en comparación con La Gran Realizadora y La
Chica Más Popular del Mundo? Incluso había apuntado en mí un sentimiento de culpabilidad por
haberla oscurecido. Puro instinto de supervivencia. Mi encandilada sonrisa haría renunciar al más
crítico observador a la idea de compararme con las lindas jovencitas a cuyo lado crecí. Di otro
sentido a la lucha: que nadie se fijara en mis lacios cabellos, ni en mi elevada estatura, que no
reparara en que mi ojo derecho suele moverse de una manera extraña (si bien el oculista dijo que de
nada me serviría llevar gafas); que me vieran bailar claqué, que me vieran ganarles la partida a
todos, ¡hacerlos a todos felices! Cuando me describo a mí misma en aquellos días, mi madre se
echa a reír. “¡Oh, Nancy! Eras una chiquilla deliciosa.” Pero todo eso ya había quedado atrás.

Creo que mi hermana, Susie, nació así, ya bella, un hecho que nos afectó a mi madre y a mí
profundamente, aunque en diferente forma. Pienso que eso no importó mucho hasta la llegada de
Susie a la adolescencia. Volviese tan atractiva que una sentía hasta cierto dolor al mirarla. Los
retratos de Susie de por entonces me recuerdan a la joven Elizabeth Taylor de Un lugar en el sol.
Una se veía obligada casi a apartar la vista a causa de tanta belleza. Mi madre se sentía asustada.
Fuero lo que fuese lo que pasara antes entre ellas, ahora eso llegó a la cumbre, y no había de
desvanecerse jamás. Sus constantes fricciones hicieron que me decidiera a abandonar aquella casa
de mujeres, a fin de librarme de las mezquinas competiciones entre ellas, a fin de vivir a un mayor
nivel. Al final me marché, pero no he podido nunca dejar de pensar en la maravillosa sensación que
debe de producir el hecho de ser una tan bella que la propia madre no pueda apartar la mirada de
nuestro rostro, aunque sólo sea para regañarnos.

Recuerdo una desconcertante falta de cualquier sentimiento con respecto a mi única


hermana, con la que compartí una habitación durante años, cuyas ropas fueron idénticas a las mías
hasta que yo cumplí los diez años. Exceptúo de tal fenómeno la irritación que me producían sus
intentos de mirarme, teniendo yo cuatro años, y los arrebatos de ira que desembocaban en riñas a
puñetazo limpio, siempre iniciadas y ganadas por mí. Luego vino la indiferencia, una calculada
despreocupación o desentendimiento hacia ella, que se tradujo en una terrible y triste ausencia de mi
hermana en mi vida.

Mi esposo dice que su hermana fue en su casa la única criatura en que reparara su padre.
“Tú le has hecho a Susie lo que yo le hice a mi hermana”, declara. “Tú la hiciste invisible.” ¿Yo
celosa de Susie, quien nunca ganó un solo trofeo, ni tuvo los numerosos amigos que tuve yo? Debí
de haberme mostrado alocadamente celosa.

Sólo en dos ocasiones me permití enfrentarme con aquello. Las dos veces ocurrieron en el
duodécimo año de mi vida, cuando mis defensas habituales no podían con las contracorrientes
emocionales de la adolescencia. Mi lanzamiento no fue muy glorioso, que digamos, ni hubo unas
bien escogidas palabras, ni se produjo una lucha limpia en las pistas de tenis. Operé como operan
los ladrones en la noche. Nadie pudo figurarse ni por un momento quién vertió el contenido de un
frasco de esmalte rojo para las uñas sobre el vestido nuevo de Susie, un vestido de noche que había
de estrenar con motivo de su primer baile en el club náutico. Cuando le robé sus ahorros del verano
y arrojé su cartera a una alcantarilla, mi madre riñó a Susie, por ser tan descuidada. Vi a mi
hermana aceptando las críticas de mi madre con la resignación característica en ella, y entonces
experimenté algún alivio en los enfados que me atormentaban.

Cuando Susie preparaba sus cosas para ingresar como interna en un colegio, yo me burlé
de ella, haciéndole saber que me alegraba mucho poder desembarazarme de ella. Se trataba de
nuestra primera separación. Llegaban a mí, provenientes de todas las direcciones, conflictivos
apremios, iras y envidias. No disponía ya de ningún medio para controlar la terrible sensación de
pérdida que experimentaba ante la perspectiva de su marcha. Fue aquél el verano en que anduve
acosada por lo que denominaba “mis pensamientos”.

Leí todos los libros que había en casa, considerando cada uno como un talismán contra la
función de pensar. Temía que si mi cerebro se quedaba ocioso aunque fuera por un minuto, esos
“pensamientos” se enseñorearían de mi ser. Tal vez me figuraba que esto había acaecido ya. ¿Era
la marcha de mi hermana la suprema realización de mis crueles deseos en contra de ella? Escribí en
mi primero y único diario: “¡Ven a casa, Susie! ¡¡Vuelve, por favor!! ¡¡Lo siento, lo siento!!”

Cuando me correspondieron los libros de Nancy Drew por mi asidua asistencia a la Escuela
de los domingos, y, los distintivos de “Girl Scout”, por méritos tales como el de haber vendido,
yendo de puerta en puerta, más raticida que mis otras competidoras, me inscribí como aspirante a
los premios establecidos por el teatro de la comunidad. Gané una radio-despertador con caja de
plástico, por el trabajo titulado: “Hablo en nombre de la lucha por la democracia”. Yo era capitán
de la sección de atletismo, y presidente de la asociación de estudiantes, y quedé la primera en los
trabajos de la clase, todo dentro del mismo año. El caso es que yo hice esos trabajos de la clase,
todo dentro del mismo año. Pudo ser embarazoso, pero ninguna otra alumna compitió por esas
recompensas. Lograr una buena clasificación en las carreras y alcanzar un premio eran cosas que no
figuraban en la lista de prioridades entre mis amigas. (El Sur se lleva la palma en albergar y educar
al mayor número de mujeres no competitivas) En los pocos casos en que alguien me ofreció una
recompensa en metálico por participar en una carrera, un incentivo incomparable: el aplauso de mi
abuelo. Yo corría realmente por él.

No recuerdo haber oído a mi abuelo decir a mi madre, ni una sola vez: “Bien hecho, Jane.”
No recuerdo haber oído a mi madre decir a mi hermana, ni una solas vez: “Bien hecho, Susie.” Y yo
nunca di mi madre la ocasión de que pudiera decírmelo. Era la última en enterarse de mis triunfos,
y cuando esto ocurría era gracias a sus amigas. Verdaderamente, ¿creíase tan poca cosa como para
pensar que yo la estaba dejando de lado? ¿Se sentía tan dolida como para fingir que le traía todo sin
cuidado? Mis condiscípulas, aquellas que se llevaban los segundos premios, o ninguno, pedían a
sus familias que hicieran acto de presencia en la ceremonia del reparto de premios. Yo, que
siempre me llevaba el primero, recogía los aplausos de un público en el que no figuraba nadie de mi
familia. ¿Estaba resentida con mi madre? Lo que sí sé es que estaba resentida conmigo misma.
Nada me habría hecho más feliz que verla entre el público; pero nada me inducía a invitarla. Es un
juego que más tarde empleé con los hombres: “¡Vete!” gritaría, y cuando él lo hacía, manifestaría,
implorante: “¿Cómo pudiste causarme tanto daño?”

Si bien yo la privé de la oportunidad de ensalzarme, mi madre nunca me criticó. La crítica


personal era el vehículo de que se valía para articular su relación con mi hermana. Daba igual una
cosa que otra: el caso es que Susie no hacía nunca una cosa a derechas… a los ojos de mi madre.
En la actualidad, todo sigue igual. Dado que resulta difícil imaginarse a mi madre compitiendo con
cualquier otra persona, ¿qué fue lo que llegó a sentir frente a su bella hija de catorce años, ya en
sazón? Mi madre estaba entrando en la madurez, con completo esplendor, pero quizá eso le permitía
percibir con más intensidad el hecho de que Susie, simultáneamente, experimentaba un impulso
sexual similar al suyo. Un año más tarde, mi madre volvió a casarse. Hoy, lo único que ha
cambiado ha sido el escenario. Las discusiones empiezan tan pronto como las dos se encuentran en
la misma habitación. Lo malo es que esto sucede con frecuencia. Nunca se han hallado más cerca
una de otra.
Muy corrientemente, la mesa del comedor se convierte en el campo de batalla familiar.
Cuando conocí a Bill no disponía de ninguna mesa frente a la cual sentarme, dentro de su espacioso
apartamento de soltero. El comedor era el sitio donde su padre guerreaba; era el único momento del
día en que la familia se reunía. En Charleston, la comida era servida a las dos. Tengo grabada en
memoria la escena de nuestras comidas del mediodía: Susie, a mi derecha, nuestra madre, a mi
izquierda. Yo siempre tenía la impresión de que nuestra cocinera, Ruth, se esmeraba en el servicio
pensando exclusivamente en mí.

Nadie parecía hacer caso de la dorada calabaza, del tierno pollo, de la gran jarra de plata,
que contenía el té helado. Mientras yo, siguiendo mi costumbre, iba de un lado a otro de la mesa
mientras comía, Susie y mi madre iniciaban sus escaramuzas: “Susie, ese lápiz de labios es
demasiado oscuro… ¿Es necesario que te depiles tanto las cejas…? ¿Por qué te compraste unos
zapatos de tacón alto, abiertos por delante, cuando te dije que lo que necesitaban precisamente era
un calzado bajo y cerrado…? Ese sujetador en punta hace que parezcas una… una...” Pero mi
madre no se atrevía a pronunciar la palabra. Llegando a este punto, una de las dos abandonaba la
mesa, llorando, en tanto que la otra se encogía de hombros, desesperada, al oír el portazo en el
dormitorio. Entre tanto, yo me centraba en mi problema: ¿en casa de quién iba a pasarme la tarde
jugando? Terminaría los postres de las dos, y desaparecería antes de que Ruth quitara los manteles.
¿Estoy exagerando? ¿No sucedía eso una vez por semana? ¿Y qué más da?

Tuve suerte al escapar de aquellas devastadoras batallas. “Nunca tuve que preocuparme por
Nancy –ha dicho siempre mi madre-. Siempre ha sabido cuidar de sí misma.” Esto se convirtió en
realidad. Sólo a mi esposo le ha sido permitido ver hasta dónde llegan mis necesidades. Pero el
impulso competitivo que me hizo tan autosuficiente fue espoleado por algo más que los celos
inspirados por mi hermana. Mi madre no estaba dispuesta a reconocerme, pero su padre sí. Ella no
pudo triunfar ante sus ojos; yo sí. He aquí mi mejor explicación de todos aquellos años de trofeos y
honores: me valía de estas cosas para llegar al corazón de mi abuelo, algo que mi madre nunca
había podido conseguir. No sólo me gané lo que ella había ansiado durante toda su vida –su
aprobación-, sino que descubrí, con la sagacidad propia de la juventud, que aquel hombrón deseaba
ser amado, acariciado. No podía permitirse ser el rimero en abordar a las personas que más quería,
pero era incapaz de permanecer impasible ante una demostración de afecto.

Le daba la bienvenida en casa con abrazos y besos. Luego me tendía a sus pies como si
hubiese sido uno de sus dálmatas. Mientras tanto, mi hermana, de pie, en tímida actitud, hacia el
fondo de la habitación, hacía compañía a mi madre, en espera de los juicios del visitante. Pero yo
estaba tan impuesta de mi acción competitiva frente a mi madre como de mis celos de mi hermana.
En mi familia, dos generaciones de mujeres habían pugnado por conquistar el aprecio del abuelo.
Quizá me transformé en su favorita porque notó que yo lo necesitaba más. Hube de pagar un
precio: batir en la lucha a mi madre y a mi hermana. Esto me ha producido un sentimiento de
culpabilidad que todavía perdura en mí.

En la imagen estereotipada de los sexos vemos que a los hombres les son concedidos todos
los impulsos competitivos, y a las mujeres ninguno. La idea de las mujeres competitivas suscita
turbadoras imágenes… Se piensa en la oscura barrera de la feminidad, o se recuerdan caricaturas de
“damas” empinadas sobre altos tacones aporreándose mutuamente con sus bolsos. Un importante
paso ha sido dejado fuera de nuestra socialización: la madre nos instruye para poder ganarnos el
amor de la gente. No nos adiestra en cuanto a las emociones de rivalidad, que harían que
perdiéramos aquél. No poseyendo una experiencia práctica en las reglas que dan seguridad a la
competición, tememos su ferocidad. No habiéndosenos enseñado a ganar, no sabemos cómo
perder. Las mujeres no han sido educadas para competir con los caballeros.
La joven no comienza viendo en todo una competición, ni mucho menos. ¡Y tiene tanto!
El alimento procedente de su plato siempre ha tenido mejor sabor. Al ponerse sus ropas ha
experimentado siempre más emoción que utilizando las propias. ¿No nos ha explicado un millar de
veces, cuando nos reñía, nos bañaba, nos vestía y nos enseñaba, que lo hace todo porque nos ama?
Bien… Entonces, ¿por qué no da un paso a un lado y nos cede a papá, y nos permite que la
hagamos triunfar como la mujer de la casa? Eso no tiene nada que ver con el propósito de herirla.
Nuestra biología es nuestra lógica. El espíritu competitivo sólo se muestra cuando la madre opone
resistencia.

Freud definió el complejo de Edipo como la inclinación sexual del hijo o hija de cuatro,
cinco o seis años de edad, hacia el progenitor del sexo opuesto, acompañada de apremios
competitivos contra el progenitor del mismo sexo. Pero, de acuerdo con la teoría psicoanalítica
competitiva, se cree que la lucha entre la madre y la hija no es solamente por el padre. Es también
un esfuerzo de la hija por lograr su reconocimiento, por la luz, por su sitio en el mundo, con o sin la
presencia de papá.

Lástima que toda la literatura y el folklore del conflicto edípico sean escritos desde el
punto de vista de la joven. Nadie dice a la madre qué debe sentir. Nadie la sanciona por lo que
siente. Todo lo que sabe es que se supone que alberga exclusivamente unas gratas, clásicas y
maternales emociones. Dentro de ella no hay sitio para los celos que pueda inspirar una jovencita,
ni resentimiento al descubrir que su puesto como única mujer importante está siendo socavado, ni
irritación por el hecho de que la persona que siempre la obedeció, y a quien ella ama, exija ahora
hacer las cosas a su modo, logrando que se sienta vieja.

La madre identifica esos sentimientos con ira y vergüenza: son una nueva agitación de sus
antiguos y enterrados deseos edípicos contra su propia madre. No es mala; ¿cómo va a admitir que
tiene esos perversos sentimientos? “No es fácil para una madre admitir una actitud competitiva
frente a la hija –dice la doctora Helene Deutsch-. La chica le inspira unos sinceros deseos
maternales. Estos cubren sus personales apremios competitivos.” Fuera del conflicto, nacen las
racionalizaciones. Después de todo, la madre es una mujer adulta… Abrigar esos sentimientos
cuando se trata de su pequeña es algo indigno, irrealista. La madre quiere que todas las cosas se
suavicen. Su negativa las empeora. Nuestros deseos son tan malos que ella ni siquiera quiere
nombrarlos.

¡Hemos estado temiendo esto en todo momento! Para el salvaje, no domesticado, lo


competitivo no conoce límites, ni reglas civilizadas. Desde el punto de vista freudiano, la lucha
edípica es experimentada como una especie de deseo de la muerte. Nunca hay posibilidad de
resolver esto a los cinco años. En la adolescencia, nuestro yo se ve todavía amenazado por esos
terribles impulsos. La rivalidad vive oculta, se torna intensa y destructiva.

No poseemos ninguna experiencia ajena que nos diga que ese espíritu competitivo puede
ser cualquier cosa menos ese atemorizador y cruel apremio que el inconsciente dice que es.
Nosotros nunca expresamos del todo nuestra rivalidad ante la madre; ella nunca reconoció que
albergábamos tales sentimientos con una sonrisa y un beso que nos dijeran que al fin y al cabo no
eran tan malos. Y sin embargo, el respeto por nosotras mismas exige que continuemos intentando
ganarnos nuestro sitio, dar satisfacción a nuestras necesidades, asumir nuestra identidad. Lo sexual
mismo no es nuestro, sino que parece ser algo que debe ganarse a costa de alguien.
En una ocasión, nuestra emergente sexualidad estuvo a punto de hacernos perder a la
persona más importante de nuestras vidas. Cedimos ante ella entonces, negando nuestros deseos;
de no haber procedido así, su cólera hubiera podido implicar el abandono a una edad en que no
podíamos vivir sin ella. De un modo constante negamos nuestra condición de personas
competitivas, cuando en realidad sentimos que los beneficios de otras mujeres son en cierto modo
una barrera que nos impide que participemos en el festín de la vida.

“¿Competitiva yo? ¡En absoluto!” Lo negamos calurosamente, como si se nos acusara de


un crimen, aún en el caso de que corramos ciegamente para sacar ventaja a las únicas personas que
cuentan: las otras mujeres. El objetivo es ganar el premio, pero quizá sea más urgente comprobar
una vez más los límites de la contradictoria realidad que nos crea: ¿eres tú capaz de batir a la otra
mujer y aún así tener su amor?

“Yo adoraba a mi padre - me cuenta una mujer de veinte años-, pero más que nada creo
que siempre busqué la aprobación de mi madre. Todavía estoy muy impuesta de mi necesidad de
dar con mujeres que me admiren o a las que caiga bien. Cuando tengo que asistir a una reunión de
mujeres, paso más tiempo arreglándome que cuando estoy citada por un hombre. Si voy sola a una
reunión o a una fiesta, me agrada que los hombres vuelvan la cabeza para mirarme. Pero cuando no
hay más que mujeres en la habitación, no me gusta llegar tarde. Al volverse para mirarme, pienso
que me están criticando. Esto no tiene sentido, pero es la impresión que tengo.” De jovencitas o de
adultas, nuestra mayor fuente de amor, así como nuestra competición más dura, es una y la misma.
¿Cómo no hemos de sentirnos confusas?

La madre, por su parte, niega cualquier rivalidad, y actúa según las emociones que la
rodean y protegen de cualquier competición. Ante nuestro comportamiento de adolescentes, se
siente irritada, maternalmente preocupada, exasperada. Nosotras somos su “pequeña”, no su rival.
Ya de mayores, cuando otra mujer consigue un nuevo empleo, una colocación deslumbrante, no nos
sentimos a gusto a su lado. Decimos que ella nos “enerva”. Es nuestra mejor amiga; no ansiamos
la colocación, de todos modos. Lo enervante, lo irritante, es que su promoción nos amenaza con
hacernos conscientes de nuestra actitud competitiva frente a ella.

De una manera similar, para evitar el reconocimiento de la actitud competitiva, nos


declaramos no dispuestas al enfrentamiento, cediendo antes de que surja alguien que formule un
juicio. Cuando nuestro marido permanece hablando demasiado tiempo con otra mujer, decimos:
“Ya sé que yo no soy una persona tan interesante como ella…” Los sentimientos de inferioridad
constituyen una defensa clásica. Nos sentimos disminuidas por ella, atemorizadas; seríamos
capaces de matarla. O matarlo a él. Pero no nos sentimos competitivas. ¿Lo habéis comprendido?
¡Nosotras no somos competitivas!

Incluso las mujeres psicoanalistas, que sonríen como con pesar y dicen que los
sentimientos competitivos entre madre e hija pueden ser denegados pero son universales, no
advierten cierta discontinuidad en su pensamiento cuando más tarde –frecuentemente en el curso de
la misma entrevista – me aseguran que ellas nunca han adoptado una actitud competitiva frente a
sus hijas. “Mi hija es una chica muy bella –me contaba una de esas mujeres-. Tiene ahora doce
años, y se está desarrollando. No sé qué va a pasar cuando, en traje de baño, empiece a tener una
figura más vistosa que la mía.” Se echa a reír. “Por ejemplo: con ocasión de haberme ausentado del
hogar, porque trabajo una noche por semana en una clínica, mi marido me contó que la chica le
había dicho: “Has de saber, papá, que cuando mamá no está en casa, puedo hacer muchas cosas por
ti, exactamente igual que las hace ella.” Le pregunto si la belleza de la hija y los abiertos coqueteos
con el padre hacen que la madre se sienta competitiva frente a ella. “¡Oh! No creo… Son ambos
muchos más agradables que yo.” Espíritu competitivo primeramente; una negativa cortés en
segundo término. Identifico estas técnicas de desarme. Fueron las mías durante largo tiempo.

De niñas era adecuado que conociéramos el sentimiento del narcisista realce propio, tan
esencial para nuestro desarrollo. Nos lo proporcionaba la madre. Ahora que somos mayores, lo
buscamos en el hombre. La forma como responde el padre ante la adolescencia de la hija determina
nuestro camino a seguir: hacia los hombres y nuestra propia identidad, o de vuelta a la madre y al
lazo simbiótico. Si mi padre consigue hacerme creer que soy la muchacha más estupenda del
mundo, como otras en mi caso confiaré más en el futuro. Dice una joven: “Mi padre era una
persona muy cordial y atractiva. Creo que de ese hecho nació mi gran interés por lo sexual, mis
buenos sentimientos acerca de mi cuerpo. No es que yo le viera muy expresivo con mi madre, pero
lo era conmigo, siendo yo una jovencita. Hacía que me sintiera maravillosamente a gusto conmigo.
Me hubiera gustado conocer a mi madre antes de traerme a mí al mundo. Yo creo que la
maternidad la mató sexualmente. Debió de haber sido más sexual antes de que nosotros, sus hijos,
naciéramos. No sé, la veo encajada tan sólo en las cosas exteriores de la vida cotidiana. Mi
sentimiento de prohibición de lo sexual proviene de ella.”

Mucho es lo que un padre puede ofrecer a su hija en la adolescencia. Sin embargo, se ve


obligado verdaderamente a hacer equilibrios sobre la cuerda floja. Tiene que prestar atención a las
necesidades de ambas, esposa e hija, poniendo siempre buen cuidado en no enfrentarlas por medio
de los celos. “Mi esposo está loco con nuestra hija –dice la psicóloga Liz Hauser-, pero inicialmente
no comprendió qué era a lo que estaba dando lugar. Por ejemplo, si ella y yo teníamos una
discusión, él mediaba haciéndole una leve seña, que quería decir: “No te preocupes por lo que dice
mamá. Yo me ocuparé de arreglarlo todo.” Esto no estaba bien, como bien lo comprendió. La
chica no sabe de qué lado deben quedar sus lealtades.” Así se incrementan los celos de la madre,
pero también se puede inculcar en la muchacha el fatal anhelo de derrotarla de un modo
permanente.

Muy a menudo, la reacción del padre frente a la adolescencia de la hija es determinada por
su esposa. Si la madre ha vituperado a la chica, si entre las dos se ha producido una tirantez, el
padre ha de ser cauto al responder a la incipiente sexualidad de la hija. La madre que ha intentado
evitar la actitud competitiva ante su hija atenuando lo sexual con su esposo, no querrá que la chica
la sustituya. Puede ser que no lo necesite, pero aún hay por en medio una implicación propia:
quiere evitar que él sea de cualquier otra mujer, incluso de su hija.

Muchas madres intentan mantener a la hija y al esposo separados denigrando al padre.


Dice el doctor Robertiello: “Es su forma de competir con la chica, al tiempo que conservan a la hija
y al padre para sí mismas. Divide y vencerás.” “Tú sabes que tu padre no es capaz de solucionar
esa clase de problemas”, afirma la madre. “¿Por qué no recurriste a mí en primer lugar?” La madre
sigue siendo la amiga de ambos, manteniéndose con firmeza en el centro.

Es una situación destructiva, que deja resquicios por los que pueden penetrar todo género
de fantasías edípicas. Si la madre no la quiere, si ella no le comprende, es posible que la chica
pueda ganárselo, después de todo. Pero incluso en el caso de que la madre sea una zorra, la
muchacha no puede tolerar la pérdida de su alianza primaria. El padre será la sal de la vida, pero la
madre es el pan y la mantequilla. La relación con la madre fue formada antes, y es más profunda
que cualquier cosa que la hija puede llegar a tener con su padre.

He aquí la agria historia de una mujer de treinta y cinco años, madre de tres hijas, cuyo
matrimonio de deshizo recientemente… Cuando ella me la refirió no pude evitar preguntarme
cuántos padres habrá como el de mi entrevista: “Sólo cuando me casé y me distancié físicamente de
mis padres empecé a descubrir qué clase de relación mantenían. Mi padre me había parecido
siempre un tirano, al que había que ocultar la verdad y manipular como fuera posible. Mi madre y
yo siempre nos habíamos mantenido muy unidas. Ella era en verdad la mártir. Pero cuando
recientemente empecé a estudiar mi propio matrimonio, comprendí que mi padre lo había pasado
bastante mal, cosa que me hizo cambiar de parecer. Hace un año, hice acopio de valor y telefoneé a
casa. Después de haber hablado con mi madre, le pedí que se papá. Tan pronto como oí su voz le
dije, de todo corazón (no sé qué era lo que en aquellos momentos temía): “Deseaba decirte que te
quiero mucho.” Se produjo un silencio… Mi madre se dirigió a mí de nuevo, muy agitada: “¿Qué le
has dicho a tu padre?” Le respondí: “Le dije que le quiero, algo que no le había dicho nunca. Me
figuré que a él le gustaría saberlo”. Mi madre manifestó: “Está sentado en un sillón, sollozando.”
Transcurridos unos días, mi madre me llamó por teléfono: “Tu padre y yo hemos estado hablando
(algo que ellos no hacían frecuentemente), y me ha dicho que a lo largo de estos últimos años
siempre se había imaginado que tú le odiabas.”

Para la madre y la hija, el problema consiste menos en ganarse al hombre que en clasificar
y ordenar sus relaciones: control de los celos, negación de la ira, búsqueda de otras palabras para
aludir a sus sentimientos de culpabilidad. Años después de que él ha desaparecido, por haberse
divorciado o por fallecimiento incluso, la lucha entre las dos mujeres sigue: ¿cómo mantener la
tregua, el pacto, la simbiosis?

“Una vez al año, mi madre y yo nos tomamos unas vacaciones, juntas”, me cuenta una
mujer de cincuenta y cinco años. Su madre tiene ochenta; las dos son viudas. “Lo que más me
irrita es que siempre que nos aborda alguien, tanto si se trata de un hombre como de una mujer, mi
madre hace que la atención del recién llegado se centre en ella. Justamente; lo mismo que hacía
cuando yo era una niña.” No le pregunto por qué continúa pasando las vacaciones con ella. En la
simbiosis, antes que romper el lazo de unión se prefiere seguir con la otra persona, pese a la actitud
competitiva, la derrota y todo lo demás.

“Si la madre no está bien relacionada con el padre –dice Helene Deutsch-, sentirá celos de
la hija. Esto provoca sentimientos competitivos en la madre, que inhiben a la chica.” Por otro lado,
si el padre, en casa, se siente abstraído, preocupado, si intenta dejar a un lado la situación
competitiva entre la madre y nosotras, ignorando nuestras necesidades de reconocimiento,
sintonizaremos el mensaje sexual, negativo de la madre, esperando pasivamente a los hombres, no
creyendo en ellos si llegan a presentarse, y permaneceremos como dependientes siempre de las
mujeres en lo que respecta a nuestras más profundas necesidades emocionales.

Son muchas las mujeres a las que únicamente les atraen los hombres casados. Suelen decir
que quieren que el hombre abandone a la esposa… Justamente, así querían al padre y a la madre,
para ellas. Pero cuando el hombre está dispuesto a divorciarse de su mujer, la enamorada pierde
todo interés. Ella no quería que realmente su padre dejara a la madre; era sólo un deseo. De
haberse divorciado los padres, y haberse ido la hija a vivir con su padre, ésta se habría sentido
culpable. No quería que el deseo se realizara. “Algunos deseos edípicos son muy vehementes, pero
no se conciben para ser cumplidos”, dice la doctora Deutsch.

El padre tiene sus propios sentimientos edípicos, con los que luchar. Cuando nosotras
teníamos cinco años, él pudo o no pudo sentirse nervioso ante nuestras aperturas sexuales. “Las
niñas pueden ser terriblemente seductoras –dice el doctor Esman-. Al menos, los padres tienen
ocasión de comprobarlo.” Pero cuando tenemos trece años no hay forma de que él se desentienda
de nuestros avances tomándolos como los juegos de una pequeña. Tampoco queremos nosotras que
sea así. Nos apretamos contra él, contra el papá, una persona que nos quiere tanto que a su lado
podemos comportarnos como no nos comportaríamos en presencia de chicos de nuestra edad.
Esperamos que nos siga, que sea capaz de conocer la diferencia entre las acciones que se traducen
por “Trátame como una mujer”, y nuestra necesidad continua de ser amadas como una hija. Puesto
que es el papá, esperamos de él el mundo. Por consiguiente, nos sentimos terriblemente dolidas si
él es atacado, si se aparta precipitadamente y dice: “Quítate de encima de mis piernas. Ahora eres
ya una chica mayor.” Nos vemos arrojadas de nuevo a nuestra madre. El saludable impulso sexual
de la adolescencia hacia los hombres ha sido reprimido, e invertido, incluso; el principal
movimiento de nuestras vidas sigue enfocado sobre las mujeres.

“No es que él se sienta sexualmente estimulado por la hija –dice el doctor Sanger-. Lo que
inquieta al padre es la idea de que pueda ocurrir algo incontrolable. Creo que es esencial que una
chica perciba que su padre la encuentra atractiva. Por desgracia, son demasiados los padres –y
madres- que no pueden traducir en palabras lo que sienten. Sería agradable crecer sintiendo que
vuestro cuerpo fue amado por vuestros padres, quienes sabían cómo besarlo, retenerlo, y haceros
saber verbalmente que sois adorables.”

Al trazar la línea del desarrollo psicosexual de la adolescente, la socióloga Jessie Bernard


me puso en guardia contra la idea de descargar demasiado peso sobre cualquier elemento variable,
incluida la madre. “Tal proceder simplifica con exceso el problema”, me dijo, “Hasta la hija,
procedentes de todas partes, llegan muchas cosas.” Estoy de acuerdo; la madre no es el único factor
determinante en la vida de la niña. Pero ocurra lo que ocurra en nuestras relaciones con el padre,
nuestras iguales y los profesores, el lazo con la madre es el constante, una especie de lente a través
del cual se ve todo lo que sigue.

Los juegos son paradigmas de la vida, en los cuales los menores pueden aprender a perder
y a ganar, a una escala para ellos comprensible. ¿Cuántas veces habéis visto a una madre y una hija
enfrentadas en una pista de tenis o en una partida de cartas, luchando con todo interés para ganar?
Actualmente, una joven puede aprender mucho en una competición de la “Pequeña Liga” de
béisbol. Su madre nunca se encontró en su caso. Perder frente a otra mujer no es un “simple juego”
para mamá. Esto agita profundos sentimientos de separación y de ira que jamás fueron resueltos
con su propia madre. La chica capta el mensaje de que la competición abierta está bien, pero en
cosas marginales, sencillamente, como el béisbol. En asuntos con la madre u otras mujeres,
competir y ganar representa el riesgo de la pérdida de una conexión primaria.

“El problema no radica en que la hija eche a un lado a su madre para llegar al padre –
explica Helene Deutsch-, sino en que la chica se apega a aquélla. Aquí está la justificación de la
ansiedad. La hija se siente perturbada porque depende de la madre incluso cuando desea librarse de
ella.”

El padre no es el único hombre que suscita competiciones edípica. “Estoy pensando en un


hombre, el mejor amigo de mi padre”, cuenta una mujer de treinta y cinco años. “Le llamábamos
tío Steve. Años más tarde, había de enterarme de que mi madre ejercía un gran atractivo sobre él,
Pero hasta el día de su muerte, mi madre se mostró orgullosa de que no hubiera habido nada
censurable entre los dos. Yo contaba catorce años cuando sucedió este incidente. Nos
encontrábamos en la terraza. Yo estaba tendida junto a tío Steve, en un amplio sillón de pino. El
era un hombre muy afectuoso. Toda la familia estaba presente: mi hermano, mi padre, mi hermana
y mi madre. Inesperadamente, ésta dijo: “Bueno, Helen, creo que ya no eres una niña para estar
así.” Recuerdo que me puse muy colorada. El instinto me dijo que había algo entre mi madre y
aquel hombre. Ella se sentía celosa. Yo estaba muy turbada, pero nadie dijo una palabra más.”
Más adelante, en nuestra entrevista, esta mujer me dice que cuando ella y su marido
vivieron juntos, antes de contraer matrimonio, siempre temía que su madre le telefoneara mientras
se hallaban juntos. “Temía que se enterase de que se encontraba en mi apartamento, acostado en mi
cama. No quería que lo supiera, simplemente.” ¿Cómo hubiera podido saberlo la madre? Porque la
figura de éste agitaba su mente. El amor que le inspiraba el hombre con quien iba a casarse era
dejado a un lado por temor a su competitiva y silenciosa madre.

El diccionario da esta ecológica definición de la competición. “Es la lucha entre


organismos, tanto de la misma como de diferente especie, por conseguir alimento, espacio, y otros
factores de la existencia.” ¿Qué comparten dos organismos tan próximos física y psicológicamente
como la madre y la hija? ¿Qué mejor fuerza para impulsar a cada una a buscar su sitio que el
impulso sexual? Podríamos aceptar incluso perder a la madre, si ella reconociera lo que está
pasando entre las dos. La dura pero necesaria lección para la perdedora en la competición edípica
es que no puede continuar moviéndose por la casa de su rival para siempre. Tiene que
desarrollarse, crecer, y salir, si ha de encontrar alguna vez a su hombre. Pero la madre rechaza
nuestros esfuerzos en materia de sexualidad, calificándolos de estúpidos, se desentiende de nuestro
afán de independencia, que juzga temerario, y niega nuestra progresiva habilidad para querer y
sentir lo que ella quiere y siente. Alega que procede así por nuestro bien, pero nosotras no estamos
tan seguras de ello.

La familia, que en otro tiempo se nos figuró cariñosa y cercana, ahora se nos figura
sofocante y aburrida, claustrofóbica. Queremos salir, huir. A menudo nos vemos arrastradas hacia
personas y actividades que no son del agrado de la madre. Con su permiso, dado a regañadientes, o
a su espalda, tratamos con aquéllas y desarrollamos éstas, de todas maneras. Se está formando una
identidad…, pero pensamos que es con su oposición. El sentimiento de culpabilidad se acumula
sobre el de ira; nos retorcemos y doblamos sobre ella. ¿Cómo puede una odiar a su madre? Es una
lucha como la de Laocoonte, interminable, sin resolver.

La situación edípica es menos complicada para los chicos. Estos necesitan el mismo lazo
simbiótico con la madre que las hijas, pero hay otra figura en la casa contra la cual pueden
permitirse expresar ideas autoafirmativas de competición porque en modo alguno amenaza sus
relaciones con la madre. Esta figura es, desde luego, el padre. Una segunda razón que explica por
qué los chicos no encuentran la adolescencia tan dolorosa o perturbadora es que, a diferencia de las
chicas, no pasan por el cambio de amor-objeto. La implicación primaria y rectilínea del chico es
siempre con mujeres. Las muchachas han de realizar este extremadamente complicado cambio al
sexo opuesto, alejarse de la madre en dirección al padre.

Casi desde el comienzo, mucho antes de que estén preparados para empezar el trabajo de
cortar la simbiótica atadura con la madre, los pequeños aprenden cómo separarse, estableciendo sus
propias identidades a través de la competición, primeramente contra el progenitor varón, más tarde
contra otros pequeños. A los cuatro a cinco años, empiezan a competir con papá, frecuentemente
apremiados por él. Luchan y corren con el padre, la vencen con el “Monopoly” o en el ping-pong.
Cuando llega a la adolescencia, el chico estará acostumbrado a toda clase de situaciones
estructuradas, en las cuales la competición se pueden permitir, se sentirá estimulado y hasta se verá
celebrado, porque está protegido frente al oscuro y cruel lado oscuro del apremio competitivo por
las reglas del juego: los límites se hallan claramente definidos.

El doctor Reuben Fine, psicoanalista, que es también un maestro del ajedrez, habla de este
juego, manifestando que la lucha que se plantea sobre el tablero, con poderosos reyes y reinas –
quizá no exista otro juego más francamente edípico-, ejerce tan permanente fascinación por el
hecho de que pese a ser el rey, al fin, capturado, nunca se le destruye. De la misma forma, los
chicos aprenden mediante las estrictas reglas y estructuras de los deportes que si uno derrota a otro
en el béisbol, esto no supondrá la muerte del vencido, ni el vencido odiará al vencedor hasta el fin
de sus días. Además, se celebrará otro partido mañana, quizá, y puede ser que gane entonces el que
perdió. Mediante estas situaciones sociales que los hombres comparten, la latente hostilidad en el
terreno de lo competitivo que hay en los seres humanos se saca al exterior, dándosele expresión en
forma de juego. La lección se enseña a los chicos sin palabras: se sienten competitivos, actúan
competitivamente; ganar no supone ninguna perfidia. Todo es natural. Y en tanto que ello se
gobierne por reglas, puede ser el vehículo de una más profunda amistad. Los tutores de los
campamentos de verano saben desde hace mucho tiempo que si ponen a dos pequeños que se
profesan una mutua antipatía en un ring, aleccionados con estrechas reglas y armados con unos
guantes bien forrados, lo más probable es que acaben siendo buenos amigos, aunque la pelea haya
sido de lo más reñido.

Los padres se sienten tan poco amenazados por la actitud competitiva de sus hijos que al
principio pueden permitirles que ganen. Desean que los chicos sepan “arreglárselas solos”,
“solucionar sus problemas”, y “ser su mejor valedor”: los orientan hacia la separación. El hijo que
continúa ligado a la madre no suscita admiración en el padre precisamente. Al final, el joven puede
batir honestamente a su padre. Es posible que a éste no le agrade. Pero se encuentra tan a sus
anchas con sus sentimientos competitivos que incluso puede ser que haga ver a su hijo que se halla
momentáneamente enojado por haber sido batido. Esto, de por sí, ya da al chico más arraigados
sentimientos de orgullo e independencia. Padre e hijo, asidos a sus proezas, las realizadas en el
juego, avanzan en su relación. Es posible que se acerquen más uno a otro, y también puede ocurrir
lo contrario, pero el caso es que al airear sus sentimientos competitivos el hijo ha ganado una
preciosa experiencia en el manejo de esas emociones dentro del contexto de una situación altamente
recargada de problemas.

Las mujeres observan cómo los hombres salen de las pistas de tenis, o dejan los estadios de
fútbol, formando amigables grupos de tres y cuatro personas, y sienten la falta de algo que ellos sí
tienen. Solía pensar yo que compartían abiertamente sus sentimientos. Ahora sé que la
camaradería de los hombres no tiene nada que ver con la honesta comunicación. Lo que ellos
poseen es una válvula liberadora de presión comunal, asimilada, una forma de dar salida al “vapor”
acumulado, a la hostilidad, al espíritu competitivo; ello les permite que el trato mutuo se relaje. Los
hombres aprenden a juzgar para ganar, a prolongar sus límites competitivos y a mostrarse
orgullosos de ello. Algunos se superan, pero todos aprenden al menos la lección vital: “Un joven –
dice el doctor Robertiello- no puede cubrir la etapa de la adolescencia sin aprender primeramente
cómo ha de encajar la derrota.” Puede perder, pero ésta no le destruye. Por consiguiente, siente que
puede ganar cuando le llegue el turno, sin destruir a su oponente. Los hombres no creen que su
felicidad o sus triunfos de carácter sexual se den a costa de perjudicar a otras personas.

“Es muy saludable permitir al cuerpo que actúe, que exteriorice los sentimientos
competitivos –dice el doctor Robertiello-. Frecuentemente indico a las mujeres que mejorarían de
aspecto exterior si pudieran manifestarse, verbal y físicamente. Al no proceder así, su rostro
adquiere unos rasgos contraídos, forzados, como de máscara; son la pura expresión de la ansiedad.”
El tacto nos obliga a contener nuestros sentimientos, pero cuando hay rigidez se paga a menudo un
precio psicosomático.

“La evolución de las chicas adolescentes es probablemente el más complicado de los


procesos dentro del desarrollo humano –dice el doctor Esman (que es padre de tres hijas). Tienen
que enfrentarse con las complejidades de sus conflictos edípicos reactivados, con los deseos
orientados hacia el padre, la resultante rivalidad con la madre, y la hostilidad que ello engendra en
ambas mujeres. Al mismo tiempo, las chicas han de aprender a aceptarse como tales mujeres. En
una sociedad como la nuestra, que valora al varón más que a la hembra, esta aceptación puede
resultar dura, y hasta repulsiva.”

Es un dilema; nos encontramos entre dos mundos. No hemos llegado todavía al seguro
puerto que supone el descubrimiento de que podemos amar a los hombres y de que éstos nos
amarán; no sabemos aún que este nuevo, excitante (si bien atemorizador) tipo de amor sexual nos
deparará sentimientos cordiales, sensaciones intensas, agitación y fuerza, cosas que en diferente
forma son tan compensatorias como las que hemos tenido con nuestra madre. Miramos a los chicos
buscando la confirmación de la sexualidad incipiente que a aquélla no le agrada, y el refuerzo que
papá no quiere facilitarnos. Pero la aceptación que logramos de los chicos no contiene nunca la
profunda seguridad que tenemos con la madre. ¡Son tan raros los chicos! A menudo pedimos
demasiado: ¿quién puede vivir con arreglo al hechizo de ser objeto prohibido, inalcanzable, una vez
alcanzado? Los hombres tienen impulsos y necesidades propios. Desde su lado de la valla de lo
sexual, ellos lamentan nuestras demandas, o se sienten insuficientes para satisfacerlas. Nos causan
un daño y se apartan. A diferencia de la promesa que formula la madre, su amor es condicional.
Han sido educados para que nos vean como apéndices, los símbolos de sus éxitos, objetos sexuales.
Nos quieren para algo en lo que nosotras no creemos totalmente.

Nos movemos buscando el amor, pero sin saber por qué nos encontramos con que lo sexual
entra en el paquete. Lo sexual es excitante, pero también medroso y peligroso. Todo el esquema se
torna problemático, tiñéndose de ansiedad. ¿No sería más prudente retirarse? Si damos unos pasos
atrás, volvemos a ser “buenas”, esto es, la chica de mamá, quien dejará de sentirse irritada. Las
inacabables discusiones acerca de si a ella no le gusta este chico, pero sí, en cambio, aquél, se
terminan. Así conquistaremos su amor para siempre. Ya no se producirá la situación competitiva.

En lugar de afirmar nuestra individualidad, nuestras necesidades y deseos, nos volvemos


más como nuestra madre; nos unimos a ella en su protesta: lo sexual no es importante para nosotras,
después de todo. Muy pronto, el impulso sexual queda controlado; gana la simbiosis. Luego,
crecemos, contraemos matrimonio y tenemos hijos, pero nunca dejamos, en realidad, nuestro
antiguo hogar.

En un nivel realista, la madre no teme que nosotras tratemos de apartar a papá de ella. Pero
existe una diferencia entre una niña de seis años, que puede acomodarse sobre las rodillas de un
hombre, y una de trece años, que encaja perfectamente en nuestras ropas, quien rivaliza por el único
hombre de la casa y arranca de los visitantes varones ciertas sonrisas que vosotras no habéis visto
en años, en tanto que hace planes con vistas a un futuro que no veréis nunca de nuevo. Quizá la
madre se ha avenido con sus fantasías de maternidad, pero nadie le dijo nunca que tratara a su hija
como a otra mujer. Ciertamente, su propia madre también hizo lo mismo. Otra esposa, otra madre,
sí, pero… ¿otra mujer? Esto, nunca.

Si nosotras representamos la aspiración de nuestra madre a la inmortalidad, somos también


el recordatorio de sus años. ¿Cómo podemos estar saliendo con chicos? Nuestra madre contaba
catorce años cuando empezó a proceder así. “La adolescencia es, clásicamente, la época en que
nuestras madres empiezan a revivir sus vidas, a través de las hijas –dice la doctora Schaefer-.
Puede presentarse con sorprendente rapidez. En el caso de mi hija, una adolescente, puede citar
prácticamente el día en que empezó a cambiar, durante el pasado mes de septiembre.”
La madre nos ayuda a llegar a una resolución saludable más por el ejemplo que por la
predicación. En el mejor de los casos, se siente a gusto en su papel de mujer… como quiera que
defina el término. Puede ser una mujer de carrera, o la esposa y madre tradicionales, pero una hija
necesita percibir día a día que la madre ha escogido su papel, y que no se halla constantemente
amargada o preocupada por haber sido encasillada en lo que estima como un lugar inferior. “Es
muy importante también –dice el doctor Esman- que la chica advierta que su madre ha logrado una
vida sexual razonablemente satisfactoria, y de esta manera puede apreciar que la relación entre un
hombre y una mujer es provechosa. Ella ve entonces algo excitante en su futuro, hacia lo cual se
dirige.”

La adolescencia de una hija pone de relieve, muy acusadamente, todos los problemas o
conflictos sexuales con que todavía puede estar enfrentándose la madre. ¿Cómo se puede explicar
la diferencia entre el amor romántico y el sexual si ninguno de los dos se halla presente en tu
existencia? ¿Puedes tú hablar acerca de la promesa que supone la feminidad, la práctica de una
carrera, la maternidad… y no querer algo de esa promesa de nuevo, si tú misma te sientes ofuscada?

Algunas mujeres han experimentado siempre la impresión de verse desbordadas por sus
más seductoras amigas, de tropezar con mujeres más sexuales. Ahora, también su hija es más bella,
más joven. Se retiran de la situación competitiva espontáneamente, convirtiéndose en algo más que
una madre. Otras madres se vuelven tan sexuales que la hija no se atreve a competir: “Mi madre
juguetea con los hombres descaradamente”, dice una chica de quince años. “Está hecha lo que se
llama una coqueta. Le falta tiempo para contarle a mi padre cualquier insinuación que le hayan
hecho los hombres en el club de campo. A mí me parece que a papá esto le gusta, pues satisface su
vanidad personal, su amor propio. Pero yo encuentro ridículo ese comportamiento.” A la joven le
sobran diez kilos de grasa. Y admite: “No puedo ganar a mi madre en su propio terreno. Por eso he
renunciado a competir con ella.”

Dice la psicoanalista Betty Thompson: “La gente tiende a ser como es, cualquiera que sea
su estilo. Esto no lo altera el hecho de ser madre. Por tal motivo, una mujer que se centra más en
sus personales sentimientos que en lo que pueda experimentar otra persona, puede mostrarse
irrazonablemente competitiva ante la hija. Sé de madres que se olvidan de que tienen veinte años
más que la hija en el momento en que en el hogar familiar empiezan a entrar chicos. Las dos
compiten como si éstos tuvieran que habérselas con dos jovencitas. Es un hábito. En el momento
en que un chico, o un hombre ya hecho, entra en la habitación, ambas tienen que sentirse
atractivas.”

Una mujer de treinta y cuatro años, con una hija de trece, me dice: “He estado
preguntándome si debía comprarle a Penny un sujetador. No, no es que me lo haya pedido, pero he
observado que la gente empieza a mirarla:” ¿Qué clase de gente? ¿Hombres, mujeres? ¿Qué clase
de miradas dirigen a la chica? No formulo ninguna pregunta. Pero, ¿cuáles son los sentimientos de
esta bonita y joven madre? Fran es una buena madre, que gusta de cuidar de su esposo y de sus
hijos, esmerándose en sus tareas. No hay por qué pensar en envidias, ni en situaciones competitivas
tratándose de ella. Durante la cena, la hija reprende al padre: “¿Tú sabes, papá, cuántas calorías hay
en ese postre?” Aquella es la voz de la madre. La chica se dispone a apartar el plato del postre de
él, representando el papel de la madre (esposa) severa, pero el padre corta el incidente. “Siéntate,
Penny”, dice. Está sonriendo. Fran observa la escena desde el otro lado de la mesa. Es difícil
interpretar la expresión de su rostro. ¿Qué lugar le corresponde a ella? El reto llega desde todos los
niveles, de la chica a la que quiere pero también de cualquier cosa y cualquier persona que pueda
apartar a la chica, o a su marido, de ella. Los psiquiatras dicen que nosotros debemos airear esos
sentimientos, que debemos incluso bromear con ellos. Pero la madre de Fran no bromeaba con sus
sentimientos de celos, de competición. En consecuencia, Fran también guarda silencio. El esposo
me dice, en privado: “Mi esposa y mi hija discuten por cualquier cosa, por el menor motivo. Creo
que ni siquiera saben por qué se conducen así. A mí la situación se me antoja divertida porque sé
que soy la causa. Resulta agradable esto de ver a dos mujeres peleándose por uno, si bien ellas lo
niegan con toda la vehemencia de que son capaces.” Entre tanto, Fran, con un suspiro, me confía
esta observación: “He de ver la manera de que Penny haga algún ejercicio físico. La veo muy
redonda de hombros.”

Recuerdo haberme visto también así, no porque necesitara un sujetador, sino por todo lo
contrario. Me pareció odioso el de color rosado que mi madre finalmente me compró después de
señalar cariñosamente que no necesitaba ninguno. Viendo lo humillado que se sentía, intentó salvar
la situación diciéndome que era una chica afortunada: cuando yo tuviera su edad no tendría las
marcas de los tirantes en los hombros. ¡Yo quería tener esas marcas! La batalla del sujetador es
uno de los episodios clásicos de la adolescencia.

¿Por qué razón algo tan trivial como un sujetador ha de suscitar momentos tan tormentosos
en el curso de la relación madre-hija? Quizá esta pregunta quede contestada con las palabras de
esta chica de quince años: “Antes de haber intercambiado el primer beso con un chico, tenía ya una
mala reputación. No sé quién pudo ocuparse de propalar cosas que no me favorecían nada. Yo creo
que fue porque me crecieron los pechos antes que ninguna de mis amigas.”

La madre sabe el significado de los senos femeninos en nuestra cultura. Si está contenta de
los suyos, si nos permite que cumplamos con el rito peculiarmente femenino de la colocación del
primer sujetador cuando nosotras lo queremos y no cuando a ella se le antoja, también nosotras nos
sentiremos satisfechas de los nuestros. De lo contrario, nuestros redondos hombros tratarán de
ocultar la inadmisible verdad: en cierto momento de nuestras vidas, nuestros senos fueron el punto
focal de la ansiedad acerca de la nueva sexualidad de que queríamos sentirnos orgullosas, pero que
resultaba temida por nuestra madre, quien nos avergonzó, forzándonos a ocultarla. El símbolo
perfecto de este conflicto no resuelto es la chica de quince años de los liberados años de la década
de los 70, quien no lleva sujetador bajo su ajustada camisa de mangas cortas y permanece con los
brazos cruzados, escondiendo el pecho. “He aquí el clásico error que las madres cometen con las
adolescentes –manifiesta la doctora Fredland-: se niegan a dejar que se conviertan en mujeres.”

Destrezas y capacidades que en otro tiempo nos ayudaron a identificarnos y a fomentar


nuestro amor propio, ahora nos traicionan. “Hasta la edad de la pubertad –dice Jessie Bernard-, la
joven se desenvuelve bien, pero luego comienza a perder puestos en el colegio.” Acostumbrábamos
a levantar el brazo, entusiasmadas, para llamar la atención de nuestro profesor o profesora, a fin de
hablar en voz alta y claramente cuando conocíamos la respuesta a una pregunta. Ahora
disimulamos nuestra inteligencia, la ocultamos, y nos mordemos la lengua. Queremos atraer a los
chicos, queremos ser “femeninas”, y mira por dónde recurrimos al mismo procedimiento enseñado
por nuestra madre para que conserváramos su amor: hacer gala de sumisión y pasividad. Por cada
estudio sociológico que leo en el que se demuestra un cambio en tal aspecto –es decir, que las
chicas se mantienen en los cuadros de honor de la enseñanza media-, existe otro que indica que en
tanto los chicos tienden a preferir las ocupaciones de mucho prestigio, conforme avanzan en la
adolescencia, de las chicas de diez años puede decirse como pura verdad lo contrario.

“Debido a que los muchachos están ansiosos de demostrar su capacidad de superación –


dice el doctor Sanger-, una joven bien afirmada en su personalidad les asustará, alejándolos.” Lo
corriente es que la pequeña simplona clásica sea la más popular por ser la menos amenazadora. En
el libro de Sylvia Plath titulado Letters Home, la madre de la autora relata un incidente que por su
acritud es muy bien comprendido por todas aquellas mujeres que saben la diferencia que existe
entre ser brillante y ser popular en el colegio: “Por aquella época (Sylvia), era estudiante de último
curso en un centro de enseñanza media. Ella había aprendido a disimular su clara inteligencia
detrás de una fachada de sana cordialidad juvenil. Un día, tras haber salido con unas parejas, me
dijo: “Rod me preguntó qué notas había sacado. Le contesté muy satisfecha”: “Sobresaliente en
todas las asignaturas, desde luego.” “Sí”, replicó sonriendo, cuando me llevaba hacia la pista de
baile. “¡Menudo aire tienes tú de sabihonda!” ¡Oh, mamá! ¡No me creyeron! ¡No me creyeron!”

Las chicas han sido formadas para relacionarse; los chicos para actuar. Probablemente
estamos comenzando ahora a formar a nuestras chicas para que se realicen plenamente, pero esto no
quiere decir que no se continúe obrando como antes. Instalamos en ellas lo que los psiquiatras
denominan “la agenda secreta”. Les decimos: “Ve al colegio, triunfa, procura no apoyarte en
nadie”, pero también les damos este mensaje: “Si no triunfas como esposa y madre, habrás
fracasado.” El mensaje en cuestión no precisa de una traducción en palabras. La existencia de la
madre misma es considerada por la hija como una norma de la realización personal. Nadie nos
explica que es difícil, doloroso, y hasta imposible, para muchas mujeres, triunfar en una carrera y
ser al mismo tiempo una buena madre. Y nadie nos prepara para afrontar el hecho de que para
triunfar, una debe ser competitiva, y de que la mayor parte de los hombres estiman todavía que la
mujer competitiva es una amenaza.

“Nosotras no caeremos en el error de los hombres”, dicen las feministas. “Nosotras no nos
mostraremos competitivas con nuestras hermanas.” Esto es proclamado a modo de anticipo. Es
infantil pensar en denegar algo que no haremos desaparecer. Las mujeres, actualmente, se ven
estimuladas: “Ten una vida sexual; realízate plenamente.” ¿Por qué razón tantas de nosotras
seguimos retrasadas? En cierto nivel sabemos que estamos siendo animadas para que alcancemos
esta meta utilizando solamente unos falsos instrumentos infantiles. Un mundo en el cual, según se
ha dicho, la competición puede llegar a ser eliminada, no existe. No es que esté pregonando como
ideal para las mujeres el grado demencial de pasión que los hombres insuflan a su impulso para
“vencer” a cualquier precio. No quiero decir tampoco que el espíritu competitivo no ocupe un sitio
necesario y de pleno derecho en las vidas de las mujeres.

“Yo me crié en Georgia”, me explica una mujer de veintiocho años, “y allí, en el sur, se
supone que las mujeres nos hallamos en posesión de poderes mágicos. Se trata, realmente, de una
manipulación; las mujeres se han puesto de acuerdo para poder controlar a los hombres. Un buen
ejemplo de esto se encuentra en mi familia, en el seno de la cual mi madre era la Gran Bety, y yo la
pequeña Bety. Por el hecho de ser como la madre, compartiendo además su nombre, la hija disfruta
de aquel poder para manejar a los hombres de la misma forma que procede aquélla. Madre e hija
componen el equipo, de manera que no puede surgir un espíritu de competencia entre las dos.
Ambas desean la misma cosa. Si las mujeres alguna vez se aferran a sus derechos individuales,
pierden su solidaridad. Los hombres, entonces, podrían incitarlas a la lucha entre ellas y lograr sus
propósitos. O sea, hacer lo que se les antojara. Lo malo es que las mujeres del sur son
terriblemente competitivas ante los hombres, pugnando por figurar cada una entre las que tienen los
niños más preciosos. Sofocando ese espíritu competitivo, denegándolo, las mujeres consumen
todas las energías que podrían utilizar para conseguir una verdadera posición de poder, aunque sólo
fuera con relación a sus propias vidas.”

La persona que me habla así, profesora en un colegio de enseñanza media, continúa


diciendo: “Tengo docenas de alumnas a las que les repugna competir. Se ruborizan cuando logran
notas altas. La semana pasada, un grupo de estudiantes de último año organizaron un coloquio, y
las chicas, automáticamente, eligieron a unos muchachos para que actuaran de moderadores en las
discusiones de los dos bandos. Eso pese a que varias de las chicas podían haber desempeñado esa
función con mayores probabilidades de éxito, por ser más inteligentes y expertas. Me pareció una
barbaridad. Al tercer día, las discusiones se habían convertido en puros alborotos. Algunas de las
chicas hicieron acopio de valor y encargaron de la dirección de aquello a las mejores de sus
compañeras. Pero éstas no se sentían a gusto. Temían que los muchachos las juzgaran agresivas.
Creo que lo que les preocupaba más era que las demás se sintieran irritadas ante la superioridad que
ellas pudieran demostrar.

“Esto me hizo acordar de cuando yo era joven, de cuando era la Pequeña Bety. Se
sobreentendía que parte de la magia de ser la mitad de la Gran Bety radicaba en que teníamos
asignado un lugar para cada una. Yo nunca trataría de ganar ni aventajar a la Gran Bety. Nos
manteníamos siempre unidas… y así seguimos hasta hoy. Pero la cosa se va poniendo más difícil
cada vez que la visito. Yo he triunfado en mi vida particular, y me cuesta mucho mantener el lazo
de unión de la niñez. ¿Cómo he de obrar para que éste no se rompa? Asumiendo que ella es más
fuerte que yo. Pero yo no quiero renunciar. Es nuestro forcejeo… La Gran Bety y la Pequeña
Bety… Es terrible, pero esto es lo que sucede.”

Billie Jean King y Bella Abzug representan, quizá, el futuro, pero ellas son todavía figuras
marginales en un mundo donde a las chicas no se las enseña cómo expresar sentimientos
competitivos dentro de las estructuras sancionadas, ni se les dan reglas mediante las cuales poder
expresar su espíritu de emulación. La chica que realiza una torpe jugada durante el partido de
béisbol, en el curso de una excursión, se juzga todavía adorable. Habrá perdido una baza, pero ha
conseguido algo más importante; ha reforzado el statu quo sexual. Elevándose, simplemente, por
encima de las ideas masculinas sobre el fracaso y el triunfo aporta una vez más la prueba de que las
mujeres carecen de espíritu competitivo, resultando por ello más atractivas aún.

Dice el doctor Robertiello: “A las mujeres les da miedo competir con otras mujeres, porque
abrigan el temor de que si dan muestras que quieren derrotar a su oponente y no lo consiguen, la
inconsciente ley de Talión exigirá una venganza. Para el inconsciente, la competición es a muerte.
Las personas temen competir porque les da miedo la poderosa y todavía no apartada madre. Ella las
mataría.”

“¿Cómo puede una madre ayudar a su hija a separarse de ella? –reflexiona la doctora
Deutsch-. No se puede establecer una regla fija, ya que la personalidad interviene en ello. Una
madre que se haya separado realmente de la suya es probable que sea capaz de ayudar a su hija a
hacer lo mismo. También influye en tal actitud que la madre posea una vida propia, que haga otras
cosas y que se interese por ellas aparte de cuidar de su hija. Pero esto puede originar, por otro lado,
un problema para la chica. Es posible que la madre tenga más talento que ella. Después, la hija
habrá de enfrentarse no solamente con el complejo edípico, sino también con la idea de que la
madre se halla mejor dotada intelectualmente. Así se avivan los sentimientos de competición,
análogos a los experimentados por los hijos de padres famosos, triunfadores en la vida. Con todo,
es mejor que la madre cuente con algo más. Con frecuencia, cuando las madres trabajan, las hijas
desearían que fuesen como otras, que permanezcan eternamente en casa. No deja de ser irónico.”

Si la madre intenta con respecto a su hija hacerlo mejor que su propia madre lo hizo con
ella –facilitar a la chica en mayor medida una dosis de confianza en sí misma-, ¿es de extrañar que
ocasionalmente sienta una cólera irracional suscitada por sus propios esfuerzos? ¡Nadie hizo nunca
lo mismo por ella! “Yo no quise que mi hija creciera en las condiciones en que yo lo hice”, me dice
una madre. “Mi madre era una mujer que vivió siempre sumida en la ansiedad, intentando
retenerme durante toda mi vida. Yo procuro separar mis subjetivos temores de aquello que puede
ser realmente peligroso para mi hija. Por ejemplo, a mí las aguas profundas me causan pavor. No
quise que a ella le sucediese lo mismo, de manera que las primeras veces que fue de excursión al
mar me aseguré de que fuera en compañía de gente a la que le gustaba nadar, de personas que se
comportaban con toda naturalidad en el agua. Me abstuve desde luego de acompañarla. Cuando
contaba nueve años ya se empeñó en utilizar el autobús de línea para ir al colegio. Yo solía enviarla
allí en uno privado. Al principio me inquieté. Me atormentaba la idea de que recorriera una
distancia tan larga en un autobús de línea que atravesaba la ciudad. Luego me dije: “Soy yo quien
se pone nerviosa con eso. Ella quiere vivir esa experiencia.” Mi hija tomó el autobús delante de
nuestra casa. No había ningún peligro, y a ella le dio la impresión de que había realizado una
proeza. Su mundo había ganado la partida. Por otra parte, cuando estoy segura de que el peligro es
cierto y que no tiene nada que ver con mis temores personales, insisto en que siga mis indicaciones.
No quiero privar a mi hija de una experiencia que le otorga importancia a sus ojos, que le
proporciona la sensación de poder dominar su propia persona y el mundo exterior en que vive. Y
he procedido así precisamente por mi estado de ansiedad continuo.”

¿Cómo describe la relación en cuestión la hija de esta mujer, de catorce años de edad? “Yo
me mantenía muy unida a mi madre. Esto cambió cuando empecé a salir con chicos. No sé por qué
cree ella que las fiestas a que asisto son muy extravagantes, fuera de lo normal. El caso es que,
cuando regreso, me la encuentro prácticamente en la puerta de nuestro hogar esperando mi llegada.
Y luego me hace un sinfín de preguntas. ¿Quién estuvo en la fiesta? ¿Qué hiciste? ¿Cómo es la
persona que te ha invitado? Antes de salir de casa me hace unas preguntas semejantes. Se me ha
ocurrido pensar que vive presa de una gran ansiedad. A veces creo que siente celos de mis amigas.”

Cuando una madre intenta moldear la vida de su hija pensando en los errores
experimentados a lo largo de la suya, su proceder da frecuentemente resultado… hasta la llegada de
la adolescencia. Cuando surge lo sexual, la madre no puede alejar los sentimientos competitivos y
de enojo si éstos no fueron resueltos en la relación con su propia madre. La desagradable idea de
que no quiere realmente que su hija la deje atrás, hace que se sienta culpable. Por un lado actúa
para que la chica triunfe; por otro, la frena pensando en su seguridad. En una casa hay siempre las
voces femeninas de tres generaciones.

La hija intenta desechar el doble mensaje de su madre: “Sé una persona con vida sexual y
sé popular, como a mí me habría gustado ser”, y también: “No, no seas así: eso es malo.” La chica
resuelve a menudo el conflicto poniendo en acción las dos mitades del mensaje de su madre, por
orden: primero, se detiene, y luego, avanza. Una historia clásica que relatan los psiquiatras alude a
la madre que repetidamente previene a su joven hija para que no quede embarazada; pero la misma
insistencia de sus palabras revela a la chica la intensidad de las prohibidas delicias que llevan a las
jóvenes a aquel estado. Primeramente, la muchacha actúa de acuerdo con la expresada prohibición,
formulada con vocablos ambivalentes; después, en un momento de rebeldía, se comporta de manera
contraria. Y queda embarazada.

La adolescencia es una época de la vida tempestuosa, llena de rivalidades, encontronazos,


enojos, disgustos, e irreales, vertiginosos momentos de alegría, surgidos de nuevas relaciones. Es la
época en que se plantean problemas hasta entonces carentes de demostración, y que ocupan un lugar
destacado. La estructura del yo, que fue conveniente para manejar los conflictos y las tareas hasta
el tiempo de la pubertad, “ya no es adecuada para gobernar esta ola de incrementados impulsos
sexuales que se presenta ahora”, dice la doctora Fredland. “Es como una casa construida sobre
postes de madera, en el agua; aguanta bien hasta que llega una ola demasiado fuerte para sus
frágiles fundamentos. Entonces se derrumba. Las irritaciones y las ansiedades que antes pudieron
ser suprimidas ya no pueden contenerse. Una, repentinamente, tiene que hacer frente a todos esos
nuevos sentimientos –hormonales y psicológicos-, pero con el bagaje antiguo.”

En la adolescencia pasamos por lo que los psicoanalistas denominan el “tirón pregenital”.


Con cada paso hacia delante, alejándonos de la madre, queremos volver sobre los ya dados, para
tranquilizarnos. Me dice una madre: “No bien mi hija se ha propuesto cualquier cosa, decidida a
hacerlo todo por sí misma, en seguida se arrepiente, con gran disgusto por mi parte, y
comportándose como una criatura, pretendiendo poco menos que volver a mi regazo.” Me repugna
citar el número de madres, entre las entrevistadas por mí, que han leído los diarios de sus hijas.
“Me tenía tan preocupada…”, dicen para que les sea perdonada su conducta. “Mi hija se había
vuelto muy reservada. Tenía que averiguar qué era lo que le sucedía.”

Sabemos que está siendo violada nuestra vida íntima; esto mina nuestros ya débiles
esfuerzos por separarnos. “No, no puedes estar fuera de casa hasta medianoche”, alega la madre.
“No, no puedes salir con esa chica, con ese chico.” Las respuestas de la madre llegan como
acorazadas por la capa de prudencia y seguridad que ha utilizado siempre para regir nuestras vidas.
Pero ahora, nuestra cólera posee un nuevo peso. Ella se siente orgullosa cuando uno de nuestros
profesores dice que pensamos por nuestra cuenta; en cambio, cuando intentamos afirmarnos en
nuestra independencia en casa y cerramos con llave la puerta de nuestro dormitorio, no le gusta en
absoluto. Dice la pediatra Virginia E. Pomeranz: “Cuando descubrimos que los valores
establecidos por nuestros padres son irracionales, inciertos o falsos, nos apartamos de ellos.”

Hablamos de la rebelión de la adolescencia. Aplicada a las mujeres, hay que calificar esta
expresión de farsa. “Mi madre y yo nos hemos convertido en dos extrañas”, manifiesta una chica de
catorce años. “A ella no le agrada el chico con el que estoy saliendo. Tenemos unas disputas
terribles. Yo acabo encerrándome en mi habitación, dando un portazo, para poner en seguida el
tocadiscos a todo volumen mientras me consumo por dentro. En ocasiones, me ordena que regrese
a casa a determinada hora… Yo, deliberadamente, espero a que se me haga tarde y me presento con
dos horas de retraso. Ella se pone histérica. Suelo decirle que ni siquiera me he dado cuenta de
cómo se me ha pasado el tiempo.”

Damos portazos, nos retrasamos al volver al hogar, nos quedamos embarazadas, o nos
precipitamos en los riesgos de un matrimonio prematuro… Pero esto es estancarse. No hemos
hecho nada por nosotras mismas; todo ha sido como una reacción motivada por ella. La rebelión
implica una ruptura. El doctor Sanger la define como una autodiferenciación, como una auto-
definición. “Es una manera de decir: “La familia es algo grande; yo amo la familia, pero tengo que
valerme por mí misma. Dejadme en paz”. Con ciertas personas no hay más recurso que el de la
rebelión para que nos escuchen.”

Cuando nos rebelamos contra nuestra madre no hay ninguna clase de reto en nuestra
actitud. Más o menos así ocurre cuando, más tarde, anunciamos a nuestros maridos que nos
disponemos a abandonar el hogar conyugal. Preparamos nuestra maleta al partir él hacia la oficina,
pero al regresar a casa al final del día, nos encuentra en el mismo lugar. Dice el doctor Sanger:
“Una chica, normalmente, no reflexiona de este modo: “He tenido una discusión con mi madre y sé
que yo estaba en lo cierto. Me iré de aquí para hacer algo dictado por mi voluntad, no impuesto por
nadie.” En vez de proceder así, se empeña en alargar la discusión, hasta que llega el instante de las
reconciliaciones. “¡Buscad la ruptura!”, digo yo a las mujeres. “¿Qué demonios continuáis
esperando de vuestra madre? Lo poco que vais a sacar de esta disputa no vale la pena. Buscad otro
camino para plantear vuestros argumentos y no vayáis tras auténticas naderías.”
Durante la adolescencia queremos reglas, aunque sólo sea para afirmarnos nosotras mismas
quebrantándolas. La chica que se queja de las rigurosidades de su madre se siente desconcertada
ante la amiga cuya madre no impone ningún género de normas. “Mi amiga pretende que sale mejor
parada que yo”, comenta una muchacha de trece años. “A cada paso me pregunta si me gustaría o
no que mi madre fuese como la suya. Ahora bien, no creo que sea feliz. Es como un alma errante.”

“Siempre he recordado con desagrado que en mis años juveniles, yendo con chicos, sólo
conocí los asientos posteriores de los coches y las callejas oscuras”, cuenta una madre. Para
facilitar a su hija el aislamiento que tanto echó ella de menos, la madre en cuestión sale de casa
cuando su hija ha citado a alguien. “No quiero que piense que represento el papel de “carabina”,
que me dedico a espiarla.” Privadamente, la muchacha me cuenta que cuando tiene una cita, pasa
siempre la noche en casa de una amiga. “Forman una gran familia. En la casa siempre hay
alguien.” La hija quiere que su madre esté cerca, por si necesita de un control, para poder decir a su
amigo, de ser preciso: “No podemos hacer esto… Está mi madre en casa.” Lo paradójico es que la
madre jamás preguntó a la hija si deseaba que ella no se ausentara. No había llegado a considerar la
idea de que las necesidades de su hija podían ser distintas de las suyas. Había formulado la
suposición de que la chica quería lo mismo que ella.

La chica que está dispuesta a quebrantar las normas, las romperá. La muchacha que no se
encuentra en tal caso utilizará para reforzar su solitaria posición en una sociedad donde todo el
mundo parece estar “haciéndolo”. “Te amo, Johnny, pero me han educado de una manera tan
rigurosa…” No es la joven quien está rechazando al muchacho. Es la severa madre de ella. Es una
situación que favorece su yo y el de Johnny.

“Cuando hablo con las madres de chicas de esta edad –manifiesta el doctor Esman-,
recurro siempre a una especie de cliché. Hay que resignarse ante el hecho de que, cuando vuestras
hijas se hallen comprendidas entre los doce y los quince años, hagáis lo que hagáis incurriréis en
error. Yo me esfuerzo por lograr, con las madres que se encuentran en tal caso, que adquieran
cierto sentido del humor, el cual puede ayudarlas mucho en dicha situación… Les puede permitir
sobrevivir.” Desde luego, es necesario cierto grado de ironía para una madre que se cree en la
obligación de hacerse la severa por el bien de su hija, pese a las protestas que ésta manifiesta.

“Las chicas –declara el doctor Sanger-, se encuentran hoy por lo general en la difícil
situación que supone establecer sus propias reglas porque las madres creen, erróneamente, que las
nuevas libertades deben ser aplicadas tanto a las jóvenes como a las mujeres mayores. Una chica de
trece años necesita bastantes normas para creer que puede regular su experiencia sexual en
desarrollo. Necesita ser protegida frente a burlas como la que encierra esta pregunta: “Pero, ¿qué
clase de chica eres tú que no sabes o no quieres fingir en tu primera cita con un chico?” Bueno, ¿y
por qué había de saber a qué atenerse en tales circunstancias? La muchacha ignora muchas cosas
acerca de los seres humanos, por cuya razón no es capaz de dar respuestas contundentes ante
preguntas de tal clase. No ha habido cambios. Las necesidades persisten; las jóvenes quieren
reglas. El tiempo que media entre los siete-ocho años y los trece-catorce es muy valioso, lo mismo
desde el punto de vista escolar que del social o el deportivo. Las cosas que se aprenden en el curso
de esos años se quedan grabadas toda la vida. Tener esos años lastrados por excesivas
preocupaciones sexuales dificulta la consolidación de aquellos conocimientos.”

Puede ser que protestemos ante las normas de la madre, pero acabaremos aceptándolas si
algo en nuestro fuero interno nos dice que son sensatas, consistentes, y que están de acuerdo con la
realidad. Pero si advertimos que sus decisiones son arbitrarias y/o falsas, nos sentimos resentidas,
por causa de ella y de las mismas reglas: provienen de la nada auténtica y grisácea zona que no
sabemos definir, pero que no nos gusta. Luchamos a fin de ganar terreno para nosotras, más ella
cambia la disputa sobre el contenido de nuestra petición por la del tono de nuestra voz: somos rudas
y no nos conducimos como debe conducirse una chica. Queremos ser populares y disponemos de
nuestras amigas personales, separadamente de ella; ella asegura que entre nuestras amigas
personales figuran algunas muchachas que dejan bastante que desear y que se están aprovechando
de nuestra amistad. Se siente apartada de nuestras decisiones, rechazada, y se lamenta, para
castigarnos, de la elevada suma que paga mensualmente por las numerosas llamadas telefónicas que
hacemos. Queremos un bikini, pero la discusión se centra en el desorden reinante en nuestra
habitación. Años más tarde, al regresar a casa en avión, de visita, sus primeras palabras en el
aeropuerto son éstas. “¡Oh, querida, qué falda tan corta llevas!”

Resulta confuso que parte de los propósitos de la madre arranquen de su preocupación por
nuestro bienestar. Que esto es así lo sabemos a medias. Cuando realmente es esto lo que sucede,
las críticas no son tan incesantes; en ocasiones, no hay ninguna, en absoluto, sino tan sólo el placer
de vernos de nuevo. Pero si una y otra vez las primeras palabras que intercambiamos hacen que nos
sintamos como unas pequeñas traviesas, el esquema está claro: más que nuestro bienestar o belleza,
la madre quiere colocarnos en el lugar que nos corresponde.

En la adolescencia, el impulso sexual es una explosión de energía que intenta manifestarse,


abrirse paso, de una vez para siempre, a través de las pegadizas ataduras de niña que nos ligan a la
madre. Lo sexual es una expresión de nuestros deseos y necesidades individuales. “Yo soy una
mujer que gusta de esto, que hace aquello, y que se lanza en busca de otro tipo de hombre.” Así
queda expresado quién eres tú… Y no se toma en cuentas a la madre para nada.

Si el temor materno de una auto-afirmación sexual hizo que nosotras nos afirmáramos a
disgusto en ese sentido, nuestro desarrollo se detendrá. Para negar que nos hallamos en situación
competitiva sexual con ella, diremos que no somos personas sexuales, en absoluto. La chica pisa el
umbral, pero la mujer plena no llega a emerger. Los procesos de separación e individuación se
tornan lentos o cesan; nos fundimos con la madre y nos transformamos en lo que Mio Fredland
denomina una “chica latente”.

A este grupo pertenecen las mujeres que expresan con sus vidas una ciertamente segura, no
sexual cualidad. Es como si se encontraran en ese período característico de la infancia –entre los
ocho y diez años- durante el cual se prefiere la compañía de las otras niñas y no alberga un interés
excesivo por los chicos. Dice la doctora Fredland: “Hay millones de mujeres que han triunfado en
su profesión o su carrera, e incluso como esposas y madres, pero que nunca entraron realmente en la
adolescencia. Se han organizado bien, se llevan perfectamente con otras mujeres, no demasiado
competitivas a un nivel “femenino”. Psicosexualmente, se encuentran en sus años anteriores del
período latente. Resultan fáciles de identificar. Ofrecen otra manera de “sentir” las cosas; lo suyo
es como una cualidad de muchacha scout.”

Muchas madres no aciertan a ver este tipo de conducta como una evolución interrumpida,
sino como un proceso que ha producido exactamente la clase de hija que ellas quieren. Una “chica
agradable”, que lo mismo va con muchachos que con muchachas, que, consciente de sus
obligaciones, saca buenas notas en el colegio, no siendo vista jamás por la madre como una
competidora sexual, de un cariz u otro. No tendrá muchas relaciones con hombres, hasta que llegue
el momento del matrimonio; entonces, se decidirá también por un “chico agradable”, quien no será
portador de ninguno de los modos provocadores de ansiedad, que tanto disgusto causan a la madre.
“Así es como la madre evita sentirse competitiva o amenazada –señala la doctora Fredland-. La
hija no lo hace sentir nunca que ella puede haber echado de menos una posible vida ricamente
erótica. Muy a menudo, esas mismas madres son chicas en período latente, que nunca llegaron a ser
mujeres. Son las destructoras de sus hijas.”

Todas sabemos de mujeres de treinta y de cuarenta años a las cuales, en familia, los demás
se refieren como “la nena”, o “la niña”. Es corriente dar con hijas que llaman a sus madres por
teléfono dos o tres veces por día, o que son llamadas por sus madres. “No estoy pensando en
términos de la familia cuyos miembros se prolongan fuera del techo común, bajo el cual parecía
existir sitio para todos –declara la doctora Fredland-. Me refiero a la “pequeña” que nunca
evolucionó. Esta deja la casa físicamente, pero nunca psicológicamente. Desde el mismo principio,
la madre tiene que estimular a su hija para que desarrolle su personalidad; no ha de limitarse a
dejarla realizar ese fin, sino que ¡debe estimularla!”

A menos que advirtamos las compensaciones que entraña ser nosotras realmente, nos
veremos el día de mañana en la necesidad de fundirnos con un hombre como ya hicimos con la
madre, antes de expandir su vida y la nuestra formando una unión de dos individualidades
separadas. Puede ser que esto parezca algo sexual, pero en realidad será simbiosis. No importa que
el hecho se esté dando con un hombre; se ha modelado sobre la base de lo que tuvimos con nuestra
madre durante el período latente.

Lo verdaderamente sexual, la excitación sexual continua, puede existir únicamente entre


dos personas separadas, cada una de ellas impuesta de su entidad individual y, por consiguiente, del
mutuo magnetismo. Es entonces cuando sentimos la llamarada del sexo, esa descarga eléctrica que
conecta dos cuerpos: nos poseemos orgásmicamente… y nos separamos de nuevo. La pasión no se
da en la simbiosis.

¿Puede resultar excitante que –como suele decirse- la mano derecha acaricie a la izquierda?
La pareja simbiótica puede esforzarse por conseguir sexualidad orgásmica, pero es derrotada antes
de empezar por la necesidad presexual de pertenecer a alguien y fundirse con ese alguien, por la
necesidad de una cercanía que da lugar a que el cerebro de él (como ocurrió con nuestra madre) se
acomode dentro del nuestro, para decirnos lo que sentimos, lo que somos, lo que nos gusta o nos
disgusta…, facilitándonos, en suma, una identidad que nunca establecimos por nuestra cuenta.
Amamos a las personas que forman nuestras familias; son las extrañas las que nos inspiran deseos
sexuales.

“¿Recuerda usted aquella costumbre de antes, de que madre e hija fueran vestidas iguales?
–me dice la psicóloga Liz Hauser-. De pequeña, pensaba yo que aquello debía de proporcionar
sensaciones estupendas. A mi hija Liza le gustaba de niña contemplar dichos vestidos en los
catálogos de Altman. Antes de comprender el problema de la separación, creía que también a
nosotras, a mi hija y a mí, nos iban a sentar de maravilla. Es una forma de relacionarse
terriblemente simbiótica. Nuestra sociedad lo juzga bien, pero madre e hija piensan que habrán de
conseguir una aprobación mayor si se dejan ver lo más estrechamente unidas posible. De actuar por
su cuenta –por separado-, se quedan un tanto disminuidas. Actualmente, Liza tiene tres pantalones
que se le ajustan al cuerpo como una segunda piel; mi antigua personalidad de no separada habría
tendido a hacerla vestir lo que a mí me agradaba que vistiera. Hoy, si no quiere renunciar a esos
pantalones, a mí me tiene sin cuidado. Las madres que quieren que sus hijas vistan para ellas han
de comprender que de esto precisamente acusamos a los hombres cuando decimos que son
vanidosos ya que desean que sus mujeres luzcan porque su esplendor se refleja en ellos.”

De pequeñas, nos agradaba ponernos los vestidos de nuestra madre, que, naturalmente, nos
quedaban muy anchos. A los trece años, ya encajábamos bien en sus ropas. Somos ya mayores.
Lo mismo le ocurre a nuestra madre. Ella se acerca a mi guardarropa y yo a suyo con el deseo de
probarnos algo que la otra posee. “¡Eh! Me has robado mi blusa favorita”, señala la madre. Ella
daría su vida por nosotras. Al vernos con sus ropas se siente orgullosa de la hija que ha traído al
mundo. Sin embargo, ¿qué es lo que le hemos “robado” a lo largo de todo ese proceso?

La rara madre que se cree suficientemente sexual, que piensa que la sexualidad de su hija
no amenaza a la suya, comenta: “Esa prenda te cae mejor que a mí.” De nuestro pecho se escapa un
profundo suspiro de alivio. Ahora la queremos más. El deseo de llevarle ventaja, de quitarle su
corona, ha sido experimentado con seguridad, simbólicamente. La madre reconoce nuestra
sexualidad, concede que podemos ser incluso más bellas (aunque sólo sea porque tenemos menos
años)…, pero ¡no nos odia por ello! ¡Todavía nos ama!

¿Y qué pasa si a la madre le quedan demasiado bien nuestros vestidos? La oímos presumir
ante sus amigas de que hasta podría recurrir a una talla inferior a la nuestra. En momentos en que
estamos en situación de inferioridad, si bien la juventud nos proporciona una ventaja en la carrera
con ella, si puede desenvolverse bien usando las mismas ropas que nosotras, gana la partida. Es
posible que la victoria le parezca grata; a sus años representa un pequeño triunfo. Para nosotras,
puede resultar destructiva. Como mujeres no tenemos en nuestro haber tantas victorias para
afrontar semejante derrota.

No es de extrañar que las jóvenes adopten unas ropas tan absurdas como las que se ven por
ahí. La madre nunca se pondría tales atuendos. “A las madres no les gusta –dice la doctora
Schaefer- que las hijas ignoren sus ideas sobre el buen gusto y se guíen enteramente por las
opiniones de las amigas de su grupo en cuanto a lo que hay que llevar, lo que está o no de moda, y
lo que es feo o bonito. Es una lucha competitiva por el control. Buena parte de ella tiene que ver
con el convencimiento de la madre sobre su independencia personal. ¿Se siente o no se siente
persona independiente? Si vuestros hijos son vuestra razón de vivir, necesitaréis que ellos, en cierto
modo, os satisfagan. Si vivo una vida en la que obtengo otras satisfacciones, y no dependo de la
que me depare el hecho de ser la madre de Katie, me resulta tolerable que surjan crecientes
diferencias entre nosotras.”

La causa de que haya tantas mujeres que se nieguen a separarse de sus hijas radica en que,
aparte de éstas, poco es lo que encuentran en sus vidas, nada propio, desde luego. Puede ocurrir
también que se hayan visto tan frustradas en sus relaciones con sus propias madres que quieran
hallar una compensación al establecer la simbiosis con sus hijas. “Muchas chicas –explica la
doctora Fredland- tienen madres que intentan llenar el vacío interior que dejaron sus propias madres
ausentes, frías o distantes. Habitualmente, las madres no se dan cuenta de ello, ya que de no ser así
se apresurarían a separarse de la joven. Se evoca de este modo el dolor originado por la pérdida de
la propia madre. Estas mujeres insisten en que sus hijas les refieran toda clase de pormenores de su
vida, que les hablen de sus amistades; la chica no dispone de ningún espacio privado donde
entregarse a sus reflexiones o actividades.”

“Mi madre no se cansa de decirme siempre lo mismo”, declara una chica de trece años. “Lo
dice en un tono quejumbroso especial, que me saca de quicio: “Llámame cuando llegues…
Llámame cuando llegues…” Después, al quejarme de tanta insistencia, por considerarla injusta, me
dijo que hablaba con un tono de gemido.” Porque no podemos llegar a odiar a nuestra madre, nos
volvemos como ella. Asimilamos su tono al hablar, su ansiedad, las normas que ha elaborado para
su “encantadora niña”, y el temor al sexo. Contamos solamente trece años.
“Sé por experiencia personal –dice la doctora Deutsch- que hay mujeres que llegan a
manifestar: “En ocasiones, recurro a una expresión que me resulta odiosa.” Cuando la interesada se
detiene a pensar en esto, descubre (es cosa que ocurre con frecuencia) que esa expresión era
utilizada por su madre, a la que también desagradaba. Ello es verdad por lo que a mí respecta. No
queremos ser como nuestra madre, que ella sea recordada en nosotras, porque en la primera
competición edípica de importancia ella fue la victoriosa.”

Antes de que nos demos cuenta nos plantamos en los treinta y tres años, formulando quejas
ante nuestro esposo y nuestra hija. En lugar de enfadarnos con la madre –cosa que forzaría el
capítulo de la separación-, tomamos su voz y aquellas expresiones que menos nos agradaban.
Casadas o no, “nosotras” todavía no estamos seguras de que lo sexual sea agradable. Echamos la
culpa a nuestro esposo de que no nos haga la relación sexual más grata, de que no nos haga
experimentar las sensaciones de “una auténtica mujer”. Nuestro esposo se pregunta qué habrá sido
de la mujer sexual con quien se casó. No puede competir con nuestro primer aliado. Que es
también nuestro primer censor.

Las mujeres de cuarenta o cincuenta años con hijas ya mayores, ya independizadas, me


dicen que sólo aciertan a ver a los hombres como esposos, padres y hermanos. Las mujeres
divorciadas que desean tener una vida sexual reaccionan ante los hombres de acuerdo con las
antiguas normas de la niñez, complicadas por las reglas de la adolescencia. “Intento fantasear
sexualmente con este hombre”, me cuenta una divorciada de cuarenta y ocho años, “pero mi
imaginación sólo me lleva hasta el motel. No acierto a verme deslizándome por la puerta del
establecimiento, empezándome a desvestir luego. ¡Y eso fue únicamente una fantasía!” Esta mujer
se halla disgustada consigo misma por sus inhibiciones, pero continúa siendo una niña, enojada por
causa de las reglas impuestas por su madre, y protegida por ellas también… inapropiadamente.

Nuestra alianza pre-edípica con la madre fija esquemas que no podemos comprender
nunca. Sin su estímulo para dejarla y hallar un mundo más amplio, algo nos retiene. Nuestra mente
y nuestra ambición nos impulsan a buscar un empleo mejor, pero una vieja voz nos dice: “No corras
riesgos” Sin el reconocimiento por parte de la madre de nuestra sexualidad, el movimiento hacia
los hombres parece quedar siempre matizado por un sentido de traición. Salimos con chicos,
evolucionamos hasta desearlos sexualmente, pero sentimos una inhibición: nuestras emociones más
profundas permanecen con ella. Al final, puede ser que escojamos hombres diametralmente
opuestos a aquellos que “nosotras” aprobaríamos…, unos hombres sexualmente excitantes, a los
cuales la madre no puede controlar. Es posible, incluso, que nos casemos con uno de ellos; pero la
batalla no termina ahí. “No, Tom, esta noche no”, dice la mujer, sabiendo al rechazarlo que
rechazas su propio placer. Ella es consciente de que le agrada la relación sexual. ¿Qué es lo que le
está reteniendo? La cuestión es desconcertante, ya que no es su cuerpo el que dice no. Es el viejo
mensaje grabado en la mente, que continúa diciéndonos lo que hemos de sentir.

Se nos presentan dolores de cabeza; tenemos úlceras. Preferiríamos vivir con el dolor de la
rabia reprimida a perder la ilusión de un amor que está devorando cualquier amor real que podamos
sentir por ella. Volvemos al hogar, de visita, pero nos sentimos aliviadas cuando termina. Sabemos
que existe amor entre nosotras, pero no podemos palparlo.

“Las mujeres sostienen esas luchas interminables con sus madres –dice el doctor Sanger- y
luego se sienten culpables. A las madres les pasa lo mismo. Se produce una espectacular
reconciliación. Y hasta el siguiente encuentro. Es algo que no cesa, y que no conduce a ninguna
parte. Todo parece indicar que va a suceder algo, o que ya está sucediendo; pero no, no pasa ni
pasará nada. No se registra ningún cambio. Hay, simplemente, una serie de luchas y
reconciliaciones continuas, y después aparece el sentimiento de culpabilidad… No se registran
progresos de ningún género.”

Queremos las dos cosas a un tiempo: separarnos de nuestra madre y no separarnos.


Mientras sigamos a su lado, seremos su pequeña… estaremos a salvo… pero seremos unas criaturas
inmaduras. ¿Qué es lo que nos retiene junto a ella? “¡El sentimiento de culpabilidad! –proclama la
doctora Schaefer-. La madre presiente que la única manera de continuar siendo necesitada es
conservando nuestra dependencia de ella. Llora en nuestros cumpleaños. “¡Qué mayor te estás
haciendo!” La chica quiere romper la atadura, pero este propósito va en su mente acompañado de la
idea de “hacer pedazos el corazón de la madre.”, y se siente culpable. Se le ha inculcado la idea de
que no debe abandonar nunca a la madre, de que no debe alejarse de ella por su cuenta y riesgo.
¿Quién va a quererla más que su madre? Nos espanta la perspectiva de una separación. Y así, aún
en el caso de que no avancemos por el camino de ésta –como les ocurre a la mayoría de las mujeres-
, nos sentimos culpables por haberla deseado.”

Esta culpabilidad devora nuestras vidas, pero no queremos ser curadas del mal. Liberarnos
de aquel sentimiento acarrea la liberación de la madre también. Cuando pregunto a la doctora
Fredland por qué la prohibición de la madre en cuanto a la masturbación queda en nosotras grabada
mucho tiempo después de haber dejado atrás otras prohibiciones, ella me habla de las inconscientes
fantasías que corrientemente acompañan a la masturbación. “No es que se haya prohibido el acto
solamente… Son prohibidas también las fantasías. Hay algunas que poseen un tinte edípico, así
como existe el tabú del incesto e, igualmente, el terrorífico temor a la competición edípica.” Las
fantasías masturbatorias en que, comprendiéndolo a medias, nos desenvolvemos como rivales de la
madre son tan amenazadoras que terminamos por renunciar al placer de la masturbación a los cuatro
o cinco años, si no antes. Por último, podemos renunciar a la vida sexual también. De lo que en
realidad somos culpables es de… querer ser mujeres.

Finalmente, sin embargo, yo me pregunto si esto de la culpabilidad no será un eufemismo,


un vocablo utilizado para encubrir otra cosa, ya que el miedo que sentimos debe de ser la
consecuencia de una acción ambivalente. Lo que tememos es que, si damos este erróneo paso, la
otra persona se enojará tanto que se marchará. El sentimiento de culpabilidad es, sencillamente, el
primer paso, al que aludimos con lágrimas y un gran pesar, pero la consecuencia es tan horrible que
ni siquiera mentalmente queremos concretarla: una pérdida. Es demasiado embarazoso admitir en
la infancia emociones como ésa.

Cuando empecé a considerar estas ideas por primera vez, fui a ver a una psicoanalista
cuyos trabajos profesionales llevaba años admirando. Me habló de sus dos hijas, una próxima a los
treinta años, en tanto que la otra ha rebasado ya esta edad. “¿Dónde incurrí yo en un error?”
inquirió, dirigiéndose a mí. “Ahora me dicen que de pequeñas sostuvieron muchas luchas conmigo,
pero yo no estaba impuesta de que fuera así. Y, no obstante, fui yo quien las crió. Disfruté mucho
con ello. Cuidé de las dos, y me agradaba entretenerlas leyéndoles pasajes de libros. Yo estaba
siempre en casa cuando marchaban al colegio, y en casa me encontraban, cuando volvían. Dejé mi
trabajo hasta que la pequeña cumplió los seis años, cuando yo contaba cuarenta y cinco. Con todo,
el recuerdo que conservan de mí es que siempre me hallaba ausente. Algo no dispuse con acierto…
Mientras pensaba que me encontraba presente, a su alcance, ellas sacaron la impresión de que yo
andaba lejos de las dos.”

Esta conversación tuvo lugar al principio de mis investigaciones. Yo no había descubierto


todavía que dar fin a cualquier discusión sobre el tema que encierra la pregunta. “¿Dónde incurrí en
un error?” con vagas explicaciones señalando una “culpabilidad”, no es suficiente. La siguiente
pregunta debiera ser: “¿Y qué temible acontecimiento te hace pensar tu culpabilidad que va a
suceder?” La sensación de pérdida es inexpresable.

Llegué a esta conclusión después de haber hablado con Jessie Bernard. “El sentimiento de
culpabilidad es para las madres lo más grande”, me dijo. “Va implícito en el papel. No se dispone
de mucho poder, pero se asume la responsabilidad si algo marcha mal. Cuando hablo con la gente
sobre el futuro de la maternidad, nadie se siente interesado por el tema. No puede usted imaginar
unos seres más reprimidos que las madres. Lo que las mujeres quieren son bebés, criaturas a
quienes retener y mimar. No quieren saber nada de hijos e hijas como ellas mismas, que han de
crecer, que les enseñarán los puños, en la forma en que lo hicieron las personas de su generación a
sus predecesores.”

Los hijos e hijas, furiosos a causa de las restricciones y frustraciones de la vida familiar,
amenazan a la madre con dejarla para siempre. Un bebé, en nuestros brazos, no puede hacer tal
cosa.

Una madre que no dio a su bebé un biberón a la temperatura debida, que no se hallaba en
casa cuando su hija se puso enferma de gripe, puede que se sienta culpable… pero en proporción al
acto “erróneo” que ha cometido. No se trata de un temor a unas consecuencias inimaginables, esa
terrible inquietud que flota en el aire. Eso se queda para las madres que tienen ya hijos
suficientemente crecidos para que puedan proferir las fatales frases que siempre ha estado temiendo
oír la madre: “Esta es la última bobada que soporto. Te odio. No pienso volver a verte nunca más.”

Las hijas temen irritar a sus madres hasta el punto de que éstas decidan dejarlas. Las
madres temen lo mismo de ellas. Las dos mujeres sufren idéntico sentimiento de culpabilidad.
Ambas hablan de esto. No, no es eso. Es el terror. El terror de perderse mutuamente. Así es como
se unen más estrechamente, con más fuerza; su claustrofobia se torna mayor. Finalmente, la
paradójica verdad es que si las dos tienen suficiente valor para separarse es posible que sean amigas
para toda la vida.

He estado pensando en estos problemas a lo largo de los últimos tres años, y todavía no
consigo aprehenderlos del todo. Anoche soñé con ellos; esta mañana, encontrándome en la cama,
los comprendí de pronto, pero al sentarme ante mi mesa de trabajo se forma una nube en mi mente.
Necesito recurrir a toda mi fuerza de concentración para superar la resistencia a saber lo que sé…
Y mientras escribo esto, oigo a mi esposo tecleando en su máquina de escribir el final de su novela.
“¡Fíjese en el capítulo que está usted escribiendo! –dice mi amigo Richard Robertiello -. Lo que
usted teme es que si llega a terminar el libro que lleva entre manos, si triunfa en su propósito, su
madre y Bill se mostrarán celosos y le tomarán aversión.” La verdad es que a los dos eso les tiene
sin cuidado.

¿Por qué pienso que mi éxito y/o fracaso han de ser tan terriblemente importantes para
otras personas?
Los apremios competitivos serán siempre atemorizantes porque se plantean por nuestro
deseo de ser personas sexuales y separadas. Se hallan asociados con sentimientos de abandono, de
represalias, etc. ¡Nunca fueron aireados y vistos como simples temores infantiles! Y, por este
motivo, a los treinta y cinco años sentimos todavía como a los quince: que la situación competitiva
con otras mujeres debe ser negada a causa de nuestra necesidad de ser amadas y aceptadas por ellas
también. Nos quedamos sumidas en un ansioso estancamiento: la única forma de matar la situación
competitiva, al parecer, es matando en nosotras el deseo de vivir.
Siempre he pensado que mis altas y bajas emocionales eran causadas por los hombres.
Estos poblaban mis noches y mis días. Hoy sé que no es que no tuviera necesidad de las mujeres;
es que las necesito demasiado y mi necesidad de ellas precede a la de los hombres. Hace mucho
tiempo que desespero encontrar en las mujeres lo que quiero, y temo el castigo que les impondré
por no darme el amor que preciso. Hubiera querido deciros, antes de iniciar las investigaciones para
este libro, que sí, que, desde luego, amo a mi madre, pero que nosotras somos dos personas
distintas. Hoy sé que estoy ligada a mi madre más profundamente de lo que hubiera podido soñar,
hasta el punto de que siempre he evitado las situaciones competitivas, no solamente con ella sino
con cualquier otra mujer.

Lo cual no quiere decir que yo no sea una persona competitiva. Lo soy; y en tan alto
grado que no puedo admitirlo.

“Es mucho más fácil lograr que una mujer reconozca que un hombre la está tratando mal –
dice el doctor Robertiello- que hacerle ver que su mejor amiga la está engañando. Vendrá otra
mujer y le robará su amante, o dirá cosas pésimas a sus espaldas… Es igual. Dos mujeres unidas
por algún lazo no se separan fácilmente.” Constituye un cliché la historia de la mujer de treinta
años que le quita el marido a su mejor amiga. Y de labios de las madres de chicas de doce a catorce
años, he oído en repetidas ocasiones estas palabras: “Le he dicho a mi hija que si esa amiga suya
anda detrás de su novio no es tal amiga; pero mi hija se niega a romper su amistad con ella.”

Una muchacha de catorce años me relata un hecho que, según ella, nada tiene que ver con
el espíritu competitivo. “Se refiere a la forma en que las chicas se hieren unas a otras”, me explica,
con resignación. “No existe una auténtica sinceridad entre ellas.” En la vida de la joven, esta
declaración será una profecía que ella misma, a lo largo de su vida, se encargará de cumplir.

Los acontecimientos en que basa su conclusión se iniciaron una tarde, el día en que su
amiga perdió la virginidad. “Aquella noche, el chico se acostó sin mayor preámbulo con la mejor
amiga de la muchacha”. Mi entrevista se convierte en la confidente de la joven perjudicada… y
también del muchacho. Efectivamente, entre ella y él se ha creado una gran amistad,
“casualmente”. “El necesitaba de alguien en que apoyarse”. Rápidamente me explicó que ella no
era una competidora en el terreno sexual que se hallara enfrentada con las otras dos chicas, puesto
que era todavía virgen. Ella y él “no habían hecho más que besarse y tocarse”.

Le pregunté si su amiga seguía demostrando interés por un joven al que había ofrendado su
virginidad y que después la había abandonado. “Ignoro lo que piensa mi amiga. No es una persona
muy sincera, de modo que desconozco sus sentimientos reales. Yo no siento el menor
remordimiento. El chico no la dejó por mi causa. De haber sido más cordial con él, y mejor
persona, el muchacho no habría tenido inconveniente en volver a su lado. A las otras chicas no les
dije nada. No hubiesen comprendido por qué continuaba viéndolo. No confío en nadie del grupo,
salvo ese chico. Tiene algo que jamás encontré entre mis amigas. Me consta que no me traicionaría
jamás. Haga lo que haga, y le diga lo que le diga, siempre me agradará. Los chicos no te dan de
lado con la facilidad con que lo hacen las chicas.”

Esta entrevista data de un año atrás. Hoy, la muchacha cuenta quince años, y hay por en
medio otro joven. Ella busca en él esas cosas que no puede encontrar en las mujeres… Por
ejemplo, desea poder confiar en él enteramente. Dado que no fue resuelto su conflicto con las
mujeres de un modo positivo. ¿cuáles son sus probabilidades de éxito con los hombres? Y si
renuncia a los hombre y vuelve a la compañía de las mujeres –aliviada del forcejeo competitivo-,
¿cuánto tiempo transcurrirá antes de que ella se descubra irritada, indignada con las mujeres una vez
más, dolida por su causa, y causándoles daño también por su parte? Desentendiéndonos de los
hombres no suprimimos de nuestra existencia el espíritu de competencia. Los hombres pueden
constituir el premio sexual, pero mucho antes de que ellos surgieran, el forcejeo con las mujeres
estaba en marcha, para no cesar.

De pequeñas, teníamos que vivir con arreglo a las normas establecidas por la madre.
Aquélla era su casa; aquél era su hombre. Actualmente, disponemos de suficientes hombres con
quienes tratar, y nos hemos elevado por encima de esas normas. Si perdemos un empleo por
habérnoslo arrebatado otra mujer, siempre encontraremos otro conveniente a la vuelta de la esquina.
El temor a la competición es nutrido por la idea de vivir en una economía psíquica de escaseces. La
vida adulta es una economía de abundancia.
CAPÍTULO 6
LAS OTRAS CHICAS
Cierto verano, cuando contaba nueve años, asistí a un campamento instalado en una
plantación dotada de una preciosa casa, en una isla cubierta materialmente de musgo. Allí me
enfrenté con mis primeros casos de nostalgia, impétigo y… rechazo por parte de mi mejor amiga.
Se llamaba Topsy y procedía de Atlanta. Dormíamos juntas, comíamos juntas, nos lanzábamos
cogidas de las manos desde el trampolín instalado en el muelle, formado por fuertes y grandes
tablones de roble. Hicimos un pacto, el de no separarnos nunca; nos prometimos mutuamente
amistad eterna. Un día se presentó una señora, quien dejó a su hija en la casa. La instalaron en
nuestra habitación. Topsy y yo estuvimos observándola durante la comida, aislándonos de ella
descaradamente y profiriendo continuas risitas. Así era como habíamos eliminado a todas las
demás de nuestro secreto mundo. A la hora de la cena, la que quedaba fuera de todo era yo. Se
susurraban palabras al oído mientras me miraban; parecía que hablaran de secretos que cualquiera
habría supuesto compartirlos desde hacía años. Su amistad nació de la fuerza de mi exclusión.
Aquella noche me tendí en la cama cantando para mí “Adelante, Soldados Cristianos”, para no
llorar. Me dolía la cabeza a fuerza de pensar y pensar, intentando descubrir qué equivocación había
cometido.

Teniendo yo once años, cierta tarde me encontraba en casa de Betty Anne, jugando en
compañía de Mary Stonewall. Betty Ann era mi mejor amiga. Pagamos a su hermano un cuarto de
dólar para que nos dejara hojear una de sus revistas picarescas. Nos pusimos a leerla las tres sobre
el lecho de Bety. ¿Qué era aquello…? Nos quejábamos alegremente cuando chocaban nuestras
cabezas, en nuestro esfuerzo por ver mejor aquellas láminas. Proferíamos, nerviosas, ahogados
chillidos. Era terrible; la emoción resultaba demasiado fuerte. La cama parecía estar ardiendo.
Terminamos por caer de ella, por lo que nos separamos. Nuestros rostros estaban encendidos por el
rubor de la vergüenza; no sabíamos cómo ocultar nuestra excitación. Riendo histéricamente,
salimos corriendo del dormitorio. Fuera tropezamos con tres trabajadores que se encontraban
pintando la escalera posterior de la vivienda. ¡Hombres! Fue como si hubiesen estado empuñando
penes de dos palmos de longitud en lugar de largas brochas. Las tres continuamos corriendo en
otras tantas direcciones, dando gritos. Diez minutos más tarde nos reuníamos en la terraza,
haciendo los honores a unos gruesos bocadillos.

¿Qué hacer? Nos costaba mucho trabajo tomar una decisión. Sentíamos que el
aburrimiento se apoderaba de nosotras, importunándonos como una comezón. “¿Cómo deletrearíais
la palabra “sostén”?, pregunté. Mary dejó oír una de sus peculiares risitas. Conocía a Betty Anne,
de la que era muy amiga, antes que yo. Betty irguió el cuerpo, ruborizándose. Había sido la
primera del grupo en usar aquella prenda, y me había confesado en secreto que se le antojaba
odiosa. Mary repitió, con un sonsonete: “Sostén, sostén, sostén…” Y la chocante palabra, cuyo
portentoso y excitante significado nos había dejado a aquella Mary Stonewall, lisa de pecho, y a mí,
expectantes, convertíase ahora en una cosa fea que nadie quería mencionar. Bety Anne se encogió
de hombros como queriendo ocultar sus senos y sus lágrimas. Finalmente, aquella tarde quedó
como un día señalado: fue el del abandono de Bety Anne. Unos minutos después, la puerta
principal de la casa se cerraba ruidosamente. Dos niñas acababan de dejar sola a otra, a sus
espaldas.
Cuando tenía trece años, todos los viernes por la noche asistíamos a la clase de baile de
Madame Larka, que se daba en el South Carolina Hall, de la calle Meeting. Cuando Madame Larka
dejaba oír un resonante acorde de piano, las chicas nos poníamos en pie, delante de nuestras sillas,
esperando a que los muchachos se nos acercaran para hacer su selección, uno por uno, hasta que no
quedaba nadie… excepto las chicas no elegidas. Yo, cuando bailaba, lo hacía habitualmente con
Gordy Benson. Mi tía Kate no acertaba a comprender por qué no me gustaba Gordy. ¿No era él
más alto que yo? Solía contestarle que Gordy Benson olía a pastel de nata.

Había unas cuantas chicas que siempre bailaban. Entre ellas figuraban mis mejores
amigas. He preferido moverme siempre entre personas bien parecidas. Hasta llegar al término de
mi desarrollo físico y adquirir la apariencia exterior de ahora, no ser escogida para bailar era cosa
que no me dolía tanto como verme agrupada con las perdedoras. ¿Qué era lo que yo tenía de común
con ellas, aparte del injusto rechazo de los hombres? Cuanto pensaba acerca de mí misma, igual en
todo a cualquier otra chica, se complicaba por obra de este nuevo papel, en el cual ganar no era una
consecuencia de la habilidad, la iniciativa, la audacia y la acción. Estuve moviéndome en la clase
de baile con un optimismo de gradación distinta, según el momento.

Tras la clase se celebraba siempre una reunión en casa de alguien. Nos dirigíamos a la de
turno en una carrera improvisada, con los coches que habíamos pedido prestados a nuestros
preocupados padres. Los adolescentes de Carolina del Sur pueden conducir a los catorce años, y las
muchachas, todavía medio paralizadas por la lección de Madame Larka en lo que afectaba a la
pasividad, nos desplazábamos a medias corriendo, a medias vagando, con curiosa lentitud, hacia los
coches de los chicos preferidos, procurando adelantarnos con todo a nuestras oponentes. Era una
especie de ballet terrible el que trenzábamos sobre aquellas escaleras graciosamente empinadas del
South Carolina Hall, mirándonos unas a otras por el rabillo del ojo, fingiendo poner mucho interés
en todo, menos en lo que realmente estaba ocurriendo. De haber sabido los chicos que nuestras
vidas se hallaban completamente enfocadas sobre ellos, ¿nos hubiéramos decidido nosotras a
traicionarnos mutuamente para lograr sus favores? Lo dudo. Nos ignoraban, era patente su
desinterés… ¡Aquello resultaba enloquecedor! Mientras nosotras nos moríamos de aburrimiento en
nuestras habitaciones, al son de la música grabada, ello vagaban por las calles, jugaban al fútbol,
vivían muy cómodamente sin nosotras.

Sus coches eran nuestra única oportunidad para estar cerca de ellos. Mientras nos llevaban
a un lado u otro, para evitarnos una caminata de varias manzanas, reíamos continuamente,
provocando la charla, a la que nos esforzábamos por dar naturalidad, tratando por todos los medios
de entrar en contacto con un brazo, una pierna, unos pantalones, al tiempo que la radio del coche
nos permitía escuchar una determinada canción o una pieza musical. “Tócame”, rezábamos. “Ojalá
se le ocurra tocarme.” Sonreíamos a nuestra mejor amiga, la cual, maniobrando, había conseguido
sentarse pegada a un chico. No se exteriorizaba ningún comentario desagradable; los desesperados
y más o menos notorios movimientos estratégicos para conquistar una posición mejor eran
mutuamente ignorados. Pero por entonces, cuando planeábamos la última reunión de la temporada,
recuerdo que le hice a Patty Hanson una buena jugada. No sé cómo me las arreglé, pero al final
pude conseguir que no fuera invitada… Y eso que la muchacha formaba parte de nuestro grupo con
tanto derecho como yo. Nadie salió en su defensa. De haber ocurrido lo contrario, yo habría dicho
mil mentiras antes de admitir que, sencillamente, no podía soportar la idea de que una vez más
podía darse la posibilidad, en virtud de algo extraño que escapaba a mi control, de que Patty
consiguiera sentarse al lado del chico que por aquellas fechas protagonizaba todos mis sueños. La
noche de la reunión, Patty se quedó en su casa, y nunca supo por qué.
Crecí junto a Helen. Aprendí a fumar en su cocina; preparábamos juntas los exámenes en
la escuela de enseñanza media. Llegó un domingo histórico, aquél en que nos pusimos nuestros
primeros ligueros y las primeras medias, tras lo cual nos encaminamos a la iglesia de San Felipe.
Después de comer en casa me iba a la de Helen, para ayudarle a terminar lo que le habían puesto.
Llevaba tanto tiempo haciendo esto que su madre ya no se molestaba en hacerme la pregunta que
antes fuera de rigor: “¿Quieres sentarte a la mesa con nosotros, Nancy?” Yo tenía allí mi sitio y la
criada se apresuraba a servirme. Más que la comida, a mí lo que me gustaba era ver sentado un
hombre a la mesa, formar parte de una familia que tenía todos los papeles cubiertos.

Una vez por mes, en la clase de matemáticas, o en la de historia, sentía unos terribles
retortijones, a causa de la menstruación. En la enfermería del colegio sólo me ofrecían paños
calientes para aliviarme. Mi casa quedaba demasiado lejos para pensar en trasladarme a ella y
beber un trago de ginebra, lo que me los aliviaba mejor que otra cosa. En consecuencia, siempre
que me ocurría aquello solía ir a casa de Helen. Bastaba con cruzar la calle. En cierta ocasión, no
encontrándose su madre en casa, trepé por la ventana de la cocina, localizando a continuación la
ginebra. Nunca se me pasó por la cabeza la idea de que a la madre de Helen podía no agradarle mi
forma de penetrar en su hogar. Me quería como si hubiese sido otra hija más, y yo aceptaba su
afecto con alegría. Sin embargo, cierto día le correspondí muy mal.

Un domingo por la noche, tras haber celebrado una reunión en nuestra parroquia, nos
disponíamos a volver a casa. Las chicas nos quedamos en el vestíbulo, poniéndonos los abrigos.
De pronto, no sé quién de nosotras observó que tras una ventana se veía la silueta borrosa de una
pareja que se estaba besando. La misma chica afirmó que se trataba de Helen y Tommy Boldon.

Helen y Tommy ni siquiera habían salido una sola vez juntos. Inmediatamente emitimos
nuestro juicio. Al día siguiente, Helen se vio reprendida en los pasillos del colegio; le fue dado “el
tratamiento” reservado para tales ocasiones. No era aquello una coincidencia: Helen era la chica
más ardiente de nuestro grupo, y los chicos mayores ya se estaban fijando demasiado en ella. Nadie
sabía a ciencia cierta de qué crimen se le acusaba, pero nuestra envidia, una envidia que nos corroía,
nos decía que era culpable. Al eliminar a Helen quedábamos libres de los celos. Su exclusión dio a
grupo una fuerza colectiva de la que andábamos faltas desde hacía tiempo.

“¿Qué ha ocurrido?”, me preguntó la madre de Helen, cuando al fin fui a verla. “¿Qué fue
lo que hizo Helen, Nancy? Se siente muy desdichada. Y tú eres su mejor amiga.” ¿Cómo podía
decirle la verdad? La verdad era una mentira. Helen no había hecho nada. No podía contestar a las
palabras de su madre porque no es oportuno hablar de las cosas que las mujeres se hacen entre sí,
impulsadas por una ira cruel y hasta por un silencio todavía más cruel. Es una labor de zorras.

En vez de ello, me limité a decir a la madre de mi mejor amiga que daría los pasos
necesarios para poner las cosas en orden. Cumplí mi promesa, pero yo sabía que Helen nunca había
de olvidar aquello. Tampoco yo. Me ruborizaba saberme todavía capaz de esa clase de crueldad;
me duele saber que los éxitos de mis amigas pueden entristecerme; me molesta no ser
suficientemente adulta, como para vivir exclusivamente sobre la base de mis personales
realizaciones.

* * *

Después de la madre, y antes de que estemos listas para enfrentarnos con los hombres,
están las otras chicas. A los cinco y los seis años aparecen en nuestras existencias como balsas
salvavidas: son bien acogidas alianzas que nos han de llevar a una nueva identidad. Nunca
podríamos separarnos de nuestra madre por nosotras mismas. El padre nos ha decepcionado. Los
chicos no se interesan por nuestras eclosiones… ¡pero las chicas! Son nuestra gran oportunidad
para la separación. Acarrean toda la seguridad y la familiaridad del hogar: son hembras y están
necesitadas, exactamente igual que nosotras. Todas tenemos el ansia de hallar algo más que la
madre; queremos abrazarnos a la vida, pero las perspectivas son atemorizadoras. Nos echamos unas
en brazos de otras el primer día de colegio. Los brazos de nuestras amigas se ciñen a nuestro
cuerpo como aquellos que dejamos en casa. No forcejeamos. Hemos salido en busca de libertad,
pero encontramos algo demasiado bueno para resistirnos a ello: unos lazos que nos acercan a otros
seres, una proximidad. Pensamos que el hogar quedó atrás. Pero no hemos hecho más que cambiar
de compañía. Aquí está la simbiosis con una nueva cara.

¿Qué relación humana contiene tanta ambigüedad y ambivalencia como la que une a unas
mujeres con otras? Nosotras tenemos mucho que ofrecernos mutuamente, pero nuestra historia es
de inhibición, mutua también. El lazo que nos une a otras mujeres es paralelo al que tuvimos con
nuestra madre. Ella también entró en nuestra vida como una amiga afectuosa. Y luego se
transformó en una mujer habituada al silencio, y en una rival. Sus éxitos al ayudarnos se ampliaron
a través de las difíciles etapas del desarrollo, hasta nuestra llegada al umbral de la vida sexual. Papá
fue el primer hombre que nosotras vimos. La madre quedaba entre nosotras y él. Toda su bondad y
su paciencia no sirvieron de nada. Dentro de la familia sólo hay un premio. Ella lo había
alcanzado. Nosotros lo queríamos. En cierto sentido, nuestro deseo era tan natural como un río que
encontrara el cauce más corto para llegar al mar; en otro aspecto, el sentimiento de culpabilidad era
el resultado inevitable. Lo paradójico es que cuanto mejor sea la madre, mayor el remordimiento.
Esta es una de las inexorables tragedias situacionales de la naturaleza humana.

“Lo que viene después –manifiesta el doctor Robertiello- varía de unos hogares a otros;
todo depende de las distintas constelaciones familiares. Generalmente, la chica alberga, poco a
poco, un complejo de Edipo negativo. Sus sentimientos de culpabilidad, y el temor en ciernes de
perder a la madre, hacen que la chica niegue su deseo del padre. Espontáneamente se ata a la
madre, y al sexo femenino. En la mayor parte de los casos, las chicas se ven impulsadas a llevar
una vida íntima, a fomentar intensas amistades, lo que constituye un significativo aspecto del
período latente.”

El temor a competir con la madre, y el remordimiento por querer vencerla, son cosas, de
todos modos, que se extienden al sexo femenino en general. Nos gusta el chico que se sienta a
nuestro lado en clase y concebimos el deseo de apartarlo de Sally. Pero lanzarnos tras él es algo
que puede suscitar la indignación de nuestra amiga, así que procuramos por todos los medios dar la
impresión de que no nos interesa. En vez de sentirnos celosas de Sally, la telefoneamos para que
venga a pasar la noche en casa. En tales circunstancias, erróneamente provocadas, ¿quién puede
extrañarse de que frecuentemente se produzca un abierto comportamiento homosexual?

Clínicamente, esto es denominado formación reactiva. Es una forma de negar un impulso


inconsciente; el acto queda enmascarado como opuesto. Los hombres que temen íntimamente ser
unos encanijados de cincuenta kilos de peso, se dedican a criar músculos y a desfilar por las playas,
como si fueran Míster Universo. Los censores leen más obras pornográficas que nadie. Dicen que,
debido a la repulsión que el tema les inspira, deben ver todo lo sucio que sale a la luz, para
averiguar qué es lo que conviene prohibir. La formación reactiva contra el deseo de ser sucio es ser
compulsivamente limpio. En vez de expresar nuestra irritación y poner de manifiesto nuestra
competición contra las mujeres, nos unimos a ellas y les expresamos amor.
Ahora ya tenemos entre catorce y quince años. Los chicos que cinco años atrás no se
fijaban para nada en nosotras, ahora nos necesitan. Nuestros mismos cuerpos se ven agitados por
misteriosos deseos y pasiones. La cosa más natural del mundo sería responder a ello. No es que
ansiemos la relación sexual, sino que queremos sentir algo que no puede ser rechazado con la
facilidad de hace seis años. Deseamos el reconocimiento de nuestra sensualidad, cualquiera que sea
el grado de ésta, y cuya expresión pensamos que representa la vida misma. Pero lo que tenemos
con otras mujeres es ya más importante que cuando podamos llegar a tener con los chicos.

Tres niñas pequeñas no pueden jugar juntas. Contando siete años teníamos una amiga, a la
que juzgábamos la mejor. “Si reúne usted a más de dos, surge el conflicto” dice una madre.
“Cuando mi hija quería que vinieran a jugar con ella varias chicas, yo siempre respondía que no.
No soporto las riñas. A esa edad, las niñas son terriblemente celosas, no hacen más que decirse
secretos al oído, cuchicheos que sacan de quicio a la que se queda de espectadora. “Ella es mi
amiga.” Se niegan a compartir a otra niña con alguien. Mi hija ha cumplido ya los catorce años y
suele reunirse y viajar con grandes pandillas de muchachas. Pero todavía siguen diciéndose cosas
terribles unas de otras, a escondidas.”

En una entrevista con la hija de esta mujer, la joven me habla a continuación de amor y de
hostilidad: “Mi mejor amiga siempre se esfuerza por quitarme el chico que me gusta”, cuenta. “No
es que, deliberadamente, pretenda molestarme, sino que obra así en virtud de una costumbre o idea
especial… Afirma que siempre es capaz de conseguir que cualquier chico que se le antoje se
interese por su persona. No es la única que piensa así. Las muchachas suelen decirse entre ellas
cosas muy duras. Y también se hacen terribles jugarretas. Por ejemplo, en muchas ocasiones,
cuando una habla mal de otra, la que ha suscitado la confidencia gira en redondo inmediatamente
para dar cuenta a la muchacha afectada de las últimas habladurías que la conciernen.”

En los chicos no se da la formación reactiva de las muchachas, nuestra negativa sobre el


establecimiento de una situación competitiva con la madre. A diferencia de nosotras, ellos no
compiten con la madre. Esto significa que el muchacho puede continuar teniéndola como figura
nutricia, en tanto que expresa sus sentimientos competitivos contra el dominante varón. Sufre,
desde luego, a consecuencia de los tabúes sexuales inculcados en sus sentimientos por la madre,
pero no se halla en la situación de la niña: al competir con la madre, nosotras nos colocamos en la
situación imposible de quien pretende morder la mano que le alimenta.

“Las chicas pueden mostrarse despiadadas, a veces –comenta el doctor Sanger -, llegando
incluso a organizar venganzas contra otras muchachas, enfrentándose repentinamente con
cualquiera de sus amigas. La muchacha corriente anda necesitada de toda la ayuda que su familia
puede prestarle. ¡Las lágrimas que he derramado a través de mi hija y de las jóvenes que vienen a
verme…! Pasan por cosas terribles. Los chicos también hacen estas cosas, pero no se ensañan
tanto, no son tan crueles. Ellos sufren fracasos, golpes que no pueden eludir, más carecen de ese
sentido de la transgresión, de la traición, tal como se aprecia en las mujeres. “Esta mañana la
consideraba mi mejor amiga, y esta tarde descubro lo que ha estado haciéndome…”

Sin salidas para los sentimientos de envidia, competición, o celos, nuestras emociones
sufren una fuerte compresión, escapándose como nubecillas de vapor por las grietas de nuestra
envoltura de “buenas chicas”. Antes de que nos demos cuenta de ello, hemos asestado la puñalada
por la espalda, hemos pronunciado la palabra ofensiva. No queremos ser perversas. ¿Dónde
aprendimos a proceder así? Hasta en el momento de separarnos de nuestro propio cuerpo nuestra
madre sonrió, diciendo que nos amaba. Mezclando el amor con la ira, las sonrisas y el engaño, ella
nos enseñó que nuestra única respuesta era corresponder a su amor, fuera lo que fuese aquello que
nos negara –papá, independencia, sexualidad -, de no querer sufrir otra pérdida peor.

“Por supuesto que las mujeres aprenden a jugar el juego de la madre –manifiesta el doctor
Robertiello-. Necesitan todavía, al menos, la ilusión del amor perfecto con ella. No se dispone de
nada con que reemplazarlo.”

Una de las características de la niñez es la simplicidad mental. El ser pequeño gusta de


ello, se siente extremadamente contento por tal circunstancia, odia lo complicado. Al crecer,
cuando vamos enfrentándonos con las encontradas corrientes de la vida, el conflicto suele asentarse
en nuestro corazón. Las estrechas amistades con otras chicas pueden ser un experimento, a fin de
hallar un sustituto a la intimidad que tuvimos con la madre. Pero ya no somos unas inocentes
moradoras del Edén. Nuestros sentimientos competitivos no se han esfumado de un mágico soplo.
Sencillamente, han encontrado un blanco más seguro, han sido transferidos a esas chicas que, como
nuestra madre, son amigas y rivales al mismo tiempo. Todo ese amor y gestos afectivos de que
hacen gala las niñas enmascara una turbulencia interior… Este es el motivo de que nos causemos
daño tan a menudo. El amor que sentimos por esa amiga con la que hablamos por teléfono dos
horas cada noche, y a la que hemos jurado devoción eterna, no es puro. No es el mismo que nos
inspira papá, o Johnny, el chico de la casa vecina. Nace de la distensión, en un mutuo deseo de
evitar la irritación. “Pero por dentro. “Pero por dentro te sientes profundamente irritada con las
mujeres –dice el doctor Robertiello -. Y cuando ves una oportunidad para lograr más amor por
parte de alguien dando la espalda a tu amiga, todas esas iras afloran para justificar tu conducta.”
Las irritaciones dejadas por la situación edípica sin resolver, se abren paso. Nuestra madre se gana
el amor de papá mediante nuestra exclusión. Ahora estamos haciendo eso mismo a nuestra mejor
amiga.

“Estimo que las normas que atañen a las adolescentes están determinadas casi
biológicamente –dice ahora el doctor Sanger-. Nacieron para que la mujer se apoye en ellas cuando
no acierta a idear ningún otro medio de protección.” El doctor Sanger se refiere concretamente a las
reglas de conducta, a la necesidad de que haya de vez en cuando en nuestras vidas una especie de
toques de queda que nos retengan en casa cuando las cosas que nos ligan a un chico escapan a
nuestro control. Pero, bueno, las reglas del vestir, por ejemplo, cuando contamos doce años, ¿no
están también biológicamente determinadas? Nos camuflan contra una sexualidad que se supone no
sentimos. “Cuando salimos del colegio”, dice un niña de doce años, “nos telefoneamos unas a otras
para decirnos “Todo el mundo llevará camisetas de futbolista”, o “Todas llevaremos camisas con
esto o aquello.” Mi profesora dice que todas las alumnas del séptimo grado hacemos cosas propias
de personas chifladas, como la de ponernos medias de colores distintos. Está enamorada de un
profesor del mismo colegio que se llama Ken. Un día escribimos en la pizarra: “Ken, mi amor.” El
amor nos produce una dolorosa inquietud a las doce años. Y no duele tanto si todas lucen una
media de color distinto en cada pierna”.

Cuando nuestro mundo era pequeño, una amiga era cuanto necesitábamos. En tan estrecho
enfoque, ella representaba la vida misma, y nuestras demandas sobre su persona se hacían rigurosas.
Con ella vivíamos al borde de la bienaventuranza, como nos pasara en otro tiempo con nuestra
madre; justamente igual que con ésta, si la amiga se muestra vacilante o se desinteresa de nosotras,
nos asalta la desesperación. Queremos más vida, pero deseamos también una absoluta seguridad.
No nos negaremos a dejar a nuestra mejor amiga si entrevemos más amor en otra parte, pero no
podemos soportar que nos abandone.
La adolescencia nos enfrenta con problemas más complejos. Los chicos pululan por todas
partes, con una movilidad extrema, yendo de acá para allá libremente, tentadores y atemorizadores.
Son numerosas las emociones que nos acosan; el mundo, atractivo, peligroso, enorme y brillante
nos aplasta. Para salvaguardar el nuestro necesitamos mayor colaboración. La única relación, la de
nuestra mejor amiga, que tanto estimábamos, resulta demasiado limitada. Necesitamos más
relaciones, unos contactos más variados, amplios grupos de chicas que nos ayuden a controlar las
experiencias que nos acechan por todas partes. Queremos ser libres para unirnos en la corriente de
la vida. Nuestra pandilla de muchachas se convierte en un microcosmos, grande y complejo,
movedizo, cambiante, pero, no obstante, comprensible y ordenado. El grupo posee pujanza y
humor, pero se halla basado en el control. Sus leyes son arbitrarias, crueles, caprichosas,
dictatoriales. No importa. Ofrece la gran recompensa: la ley de la simbiosis. Nadie se encontrará
sola.

La suma de individualidades, las personas formando multitudes, alumbran emociones. Se


produce en estas condiciones una elevación del sentido de la existencia, originándose acciones
(orientadas hacia el bien y el mal) que los individuos aislados raras veces emprenden. Después, el
grupo de que formamos parte no se limita a sustituir a la madre, sino que se apodera de nosotras por
entero. Nos proporciona amor, amistad, protección, fuerza, unos canales para la exteriorización de
nuestras emociones, muy bien definidos, una fuente de aprobación y una promesa contra la soledad
de los trece años. Puede que el grupo constituya un verdadero presidio con sus ordenanzas férreas,
pero como miembros, nos sentimos poseedoras de la mayor identidad de la ciudad.

Nuestras ataduras de adolescente con las otras chicas podrían proporcionarnos el equilibrio
y la confianza en nosotras mismas que tan desesperadamente necesitamos. Sabemos que para
nosotras, en el terreno sexual, hay más trampas que para los hombres. Los chicos son más fuertes.
No tienen por qué preocuparse en cuanto a su reputación. Nosotras podemos quedarnos
embarazadas. Si algo marcha mal, la culpa será siempre de la chica. A lo largo de nuestras
relaciones amistosas con las mujeres, un contexto más grande y más libre que el embrutecedor
marco del hogar, podemos estudiarnos a nosotras mismas, explorándonos, comparándonos con
personas que están sujetas a nuestras mismas ansiedades, curiosidades y gozos. Necesitamos
confirmar que estamos en nuestro derecho de marcharnos, de separarnos de la madre, de buscar
nuestra identidad por nuestra cuenta y con los hombres. Pedimos aquí y allí estímulo, buscamos la
comunidad, y una ayuda. Queremos que las demás chicas nos digan qué es lo que está bien, y que
sientan lo mismo que nosotras. En vez de eso, tropezamos entonces con Las Normas.

Las Normas institucionalizan la ira en nuestra formación reactiva. No he encontrado


ninguna mujer, de cualquier edad, que pudiera decirme cuánto fueron redactadas. A los catorce
años nos dieron la impresión de haber existido siempre. Había ciertas cosas que una “buena chica”
no hacía jamás. Ninguna mujer de las que entrevisté pudo relacionarlas. Sin embargo, Las Normas
rigen nuestras vidas a los treinta y cinco años, igual que sucedía a los quince. Nos hacen rechazar a
los hombres, silenciar nuestras opiniones, vestir como las demás. Y, más que nada, Las Normas
nos obligan a escoger: ¿qué es lo que queremos: la sexualidad o el amor de otras mujeres?

La labor del grupo es encontrar válvulas de expansión para esas presiones que la sociedad
no quiere ver en nosotras todavía. Llamadas para dormir juntas, habladurías románticas,
encubiertas o descaradas relaciones sexuales con otras muchachas, un sustituto de la relación sexual
con los chicos. El grupo debe retener por unos años más a la mujer que hay en la chica. Una tarea
de dificultades crecientes si se considera que las jóvenes están hoy en condiciones de tener hijos
seis años antes en relación con la edad en que eran madres normalmente hace un siglo. Si estáis de
acuerdo en que la maternidad prematura es con frecuencia un desastre, podemos afirmar que el
grupo lleva a cabo aquí una función valiosa. El precio, no obstante, es que muchas mujeres nunca
pueden desentenderse de Las Normas.

Jamás nos forjamos reglas en las que creamos más de corazón que en las de nuestro
decimocuarto aniversario. “Cuando empecé a salir de nuevo con hombres, después de mi divorcio”,
manifiesta una mujer de cuarenta y cinco años, “me preguntaba, sentada en el coche, al final de la
velada, si debía dejar que mi acompañante me besara, si debía darle las buenas noches con un
apretón de manos, o si había de acostarme con él. Esto era repetir lo que había hecho de jovencita,
cuando vivía pendiente de aquellas normas de conducta famosas.”

Como si fueran los diez mandamientos de la carne, Las Normas constituyen una relación
de Cosas Que No Deben Hacerse: nada de besos, nada de dejarse tocar, nada de expresiones
sexuales, excepto en la medida en que el grupo lo permita. “Las reglas están hechas para que
ninguna de las chicas pueda distanciarse mucho de las restantes sexualmente –dice la doctora
Schaefer-. Son una tregua, un intento para contener la violencia de la competición de todas contra
todas, por las pequeñas “cantidades” de atención varonil que se nos permiten. En vez de ser lo
sexual un factor aglutinante, algo que nos una ansiosamente, para disfrutar de aquello, nos unimos
para defendernos o protegernos en contra… Y para asegurarnos de que no hay ningún chica que
extraiga más de esa faceta humana, tan terriblemente peligrosa como terriblemente excitante.”
Aquellas que quebrantan Las Normas vagan de un lado para otro como parias, constituyendo vivos
ejemplos del castigo sufrido por habernos hecho concebir celos, haciendo que nuestro espíritu
competitivo se torne consciente. “Yo tenía catorce años cuando empecé a salir con chicos”, me
cuenta una mujer. “Las reglas de conducta no estaban escritas en ninguna parte. Pero en mi colegio
había dos gemelas… Todas especulábamos mentalmente: ¿eran capaces de llegar como muchas al
final? Nosotras pensábamos que una de ellas no, así que éramos amigas de ésta. A la otra nadie le
dirigía la palabra.” Ser excluida del círculo de personas amadas era uno de los peores castigos que
la madre podía infligirnos. La exclusión es la condena con que se enfrentan las chicas que
quebrantan las normas establecidas.

Contrastando con esto, tenemos el caso de los chicos. Ellos no odian al compañero que
desarrolla actividades sexuales. Puede ser que le envidien, pero se identifican con su triunfo. Para
un joven, el éxito de otro no supone una humillación para él. Ve allí una meta, simplemente, algo
detrás de lo cual puede ir él también. “Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años –explica el
doctor Robertiello- sentía admiración por el compañero o amigo que me refería el episodio vivido
en la cama con una u otra chica. Daba igual que nuestro amigo mintiera. Nos gustaba escuchar de
todos modos esas historias. Los hombres se refuerzan de un modo tremendo cuando hablan sobre
temas sexuales. Esta clase de datos de primera mano nos ayuda a superar nuestras inseguridades.
En la misma situación, las mujeres guardan silencio. Por tanto, cuando se enfrentan con su primer
hombre, o con su décimo hombre, se sienten tan inseguras respecto a su comportamiento y
sexualidad como cuando nacieron. Las conversaciones con los otros muchachos nos dan una idea
sobre la forma de actuar, nos dicen lo que se supone que debe hacer un chico. Quizá no se obtenga
el mejor consejo sobre la manera de conducirse, pero lo cierto, al menos, es que a los dieciséis años,
al acostarnos al lado de una chica por primera vez, nos acordábamos de lo dicho por nuestros
amigos: que la relación sexual es normal, que lo que es malo es no sentir la necesidad de ella. Para
las chicas, tal experiencia equivale a tirarse al agua sin haber aprendido a nadar. No, esto es como
si te dijeran que si te metes en el agua te ahogarás.”

Cuando en una de las misteriosas marejadas es alcanzado el grupo y una chica, de repente,
queda fuera de él, ésta no puede vengarse. Se queda sola, en tanto que, por el hecho de su
exclusión, las del interior se sienten más estrechamente ligadas entre sí. El proceso es despiadado,
y las jovencitas más gentiles y las adultas más agradables no ignoran que la chica que está fuera ha
de esperar, por el momento, y contener su enojo y su dolor. En Pentimento, Lillian Hellman
describe así a una joven: “Anna-Marie era una chica inteligente, coqueta, de buenas maneras, con
esa especie de pasiva cualidad, tempranamente asimilada, que en las mujeres tan a menudo oculta el
enfado.” No puede permitirse exhibir el menor rastro de tal impresión.

“Soy presidenta de la clase”, dice una chica de catorce años, “pero hay otra muchacha, la
vicepresidenta, que siempre dirige las reuniones, labor que es de mi incumbencia. Yo me callo,
pese a que este proceder me saca de quicio. Ella es una de mis mejores amigas. Jamás me muestro
irritada, ya que, de proceder así, y si se lo dijera a las otras chicas, la otra se vería más respaldada.
No hay que permitirse la expansión de mostrarse enojada con las amigas. Hay algunas muchachas,
entre las que conozco, que no proceden así, pero tampoco son muy populares”. Una vez más nos
estamos conduciendo paralelamente al precepto que nuestra madre nos inculcó desde pequeñas: las
chicas buenas no se enfadan nunca.

Y, sin embargo, la ira es uno de los factores dinámicos de la vida. Se mantiene latente y se
inflama; años más tarde, puede explotar, eficazmente camuflada como defensa de nuestra hija
adolescente. “Sería capaz de asesinar a esas chicas”, dice una madre. “Laura, una de las amigas de
mi hija, no la invitó a la reunión que había organizado ayer. Yo sé lo que duelen estas cosas. ¡Te
digo que esas pequeñas me sacan de quicio!”

¿Qué es lo que siente la hija al ser excluida? Exactamente lo mismo que sintió su madre
cuando, a los trece años, sufrió iguales desprecios. “Espero que Laura cambie de opinión y me
invite en otra ocasión”, declara. “La primera vez que lo hizo, mi madre cambió la fecha de mi visita
al dentista, para que yo pudiera acudir a su fiesta. Al día siguiente me enteré que Laura había
tachado mi nombre de su lista. Más tarde me dijo: “¡Oh! A propósito, estás invitada a la reunión”
Pero ayer me enteré de que no me invitaba nuevamente. ¿Qué si estoy enojada? ¡Oh, no! La verdad
es que me tiene sin cuidado.”

“Me tiene sin cuidado” ¿Hay alguna de mis lectoras que dé crédito a esta familiar y triste
frase? ¿Hay alguna mujer que no se identifique a sí misma en esta reacción pasiva?

Conciliamos nuestra información o falsa información con nuestras aspiraciones, alterando


cualquier opinión que sea demasiado personal o individual, hasta que cuanto pensamos o decimos
se reduce a la actitud de grupo. Deseando más, nos decidimos por el más bajo denominador común.
“Tuve que esforzarme mucho para poder entrar en el grupo”, explica una madre de treinta y cuatro
años. “Todas las chicas que lo formaban se casaron cuando contaban alrededor de los veintiún
años, y empezaron a traer hijos al mundo como locas. A mí me juzgaban algo extraña porque
ansiaba viajar, tener una carrera. Ahora vivo a unos cuatro mil quinientos kilómetros de distancia,
pero todavía mantengo el contacto con ellas. Siempre que mi marido y yo nos vamos a París o a
Roma, les mando una tarjeta postal. Para todas soy una persona brillante y mundana, y a mí me
encanta que piensen esto de mí. Tengo la impresión de que la mayor parte de los jóvenes que eran
superpopulares como adolescentes se encuentran rodando ya cuesta abajo en el camino de la vida.
Creo que al conservar el contacto con esas muchachas he dado con un medio de comprobar que he
triunfado.”

Es posible que no volvamos a ver jamás a las chicas que conocimos a los catorce años.
Nunca olvidaremos sus condiciones para triunfar. Si la meta del grupo era el matrimonio y contar
con dos hijos a los veintidós años, incluso en el caso de que hayamos conocido el éxito en las metas
que escogimos espontáneamente, algo se echa de menos en el fondo de nuestra realización. La
alternativa de triunfo no parece nunca tan dulce como cuando es vista con los ojos del grupo.

La madre nos crió sobre la base de dos. “Somos nosotras dos contra el mundo. Tu madre
podrá reñirte, pero no hay nadie que te quiera más.” Es su defensa contra la ansiedad de nuestra
futura separación. Si nos hubiese educado para creer que podríamos tener su amor y el de otras
personas, abrazaríamos a nuevas amigas, dos, tres, cuatro… Esta abundancia, en lugar de las
duplicidades conocidas y el relajamiento de la unión, resultaría excitante. Nos han educado como si
hubiésemos estado destinadas perpetuamente a un interior cerrado, pero cuando vamos al colegio
somos suficientemente altas para poder asomarnos por las ventanas. El silencio de la madre acerca
del emocionante mundo de fuera, sus evasiones, y su falta de estímulo para que salgamos y lo
exploremos, nos han hecho evasivas y silenciosas. Nuestra nueva amiga es parte de ese “ahí fuera”
del que tanto desconfía la madre. Regresamos precipitadamente al hogar, reservando para nosotras
sus ideas, como un secreto tesoro. “Aquello de dejar a mi hija en el campamento el primer día fue
terrible”, dice una madre. “Sentí como si me dejara allí una parte de mí misma. Cuando terminó el
verano y regresó a casa, se mostró muy reservada. Ni siquiera quiso decirme los nombres de sus
nuevas amigas.”

Dice la doctora Fredland: “Las chicas salen de casa para ir al campamento, en el que han
de pasar un mes; o bien van al colegio por un día, y regresan cambiadas… si es que los padres
pueden aceptar sus cambios y no actúan empleando los viejos argumentos.”

La forma de reaccionar de la madre frente a las nuevas alianzas determina no sólo la


cordialidad con que nosotras las formamos, sino también el fruto a esperar de esas amistades. Si la
madre teme por nosotras, si se dedica a controlar, a espiar, a decirnos lo que podemos o no podemos
ver, intentaremos controlar a nuestra amiga, incapaces de esperar de ella más de lo que en casa
conseguimos. Si la madre se siente celosa, nosotras estaremos celosas también… Temeremos que
otras personas nos separen de la amiga. “Mi madre se mostraba recelosa, y atacaba a una de mis
amigas –cuenta la doctora Liz Hauser-. “¿Por qué pasas tanto tiempo con ella?” Yo era una niña
insegura. Tenía miedo a cada momento de que le pasara algo a mi madre; temía perderla; y lo
mismo me ocurría con otras personas a las que me hallaba unida por el afecto. Bueno, yo también,
comportándome como una madre, solía interferirme en las relaciones de mi hija Liza con sus
amigas. Exactamente igual que hacía mi madre, me mostraba excesivamente protectora. Creía
muchas veces que la amiga de turno se aprovechaba de Liza. Pero estaba en un error.
Efectivamente, lo que yo decía era esto: “Tú solamente puedes confiar en mamá; sólo con ella
debes ser sincera y abierta.” Me esforzaba por lograr que Liza dependiera enteramente de mí;
procedía igual que mi madre conmigo. Por la fecha del nacimiento de Liza, en mis cursos de
psicología de Columbia no se enseñaba nada sobre los procesos simbióticos y de separación. Liza
contaba seis años cuando empecé a deshacer lo que había hecho. Era ya tarde, pero la animé a
ampliar su mundo, a conocer más amigos, a pasar la noche fuera de casa. Deseaba que tuviera
relaciones con la mayor cantidad posible de personas, a fin de que el mundo le pareciera un amplio
lugar en el que le daba la bienvenida, y no un sitio en el que sólo estaría a salvo de peligros si me
encontraba yo a su lado.”

De haber dicho la madre: “Yo te quiero, pero deseo que quieras asimismo a otras personas;
deseo que tengas unas relaciones con ellas lo más cordiales e íntimas que sea posible; aspiro a que
conozcas otras formas de vivir, aparte de la nuestra”, nuestro descubrimiento de la variedad de la
existencia no nos hubiera hecho pensar en una traición suya. Nuestra madre no nos dijo nunca que
podríamos identificarnos con otra persona, aparte de ella. ¿La estábamos engañando… o nos
engañó ella? La abundancia de lo repentinamente ofrecido desconcierta; llega además mezclada con
el remordimiento. ¿Por qué creen las mujeres que sólo pueden amar a una persona a un tiempo?
¿Por qué nos aterroriza la idea de que la persona que amamos pueda amar a otra? El amor en dos
direcciones nos amenaza con la pérdida de cualquiera que sea la persona con que no nos
enfrentamos en un momento dado. “Prométeme que yo seré tu única amiga, tu mejor amiga, y que
tú te desentenderás de cualquier otra”, decimos a una chica. Diez años más tarde, pretendemos lo
mismo de los hombres. No podemos pedírselo a nuestro esposo porque eso sería infantil, pero
cuando él concentra su atención en otros, nos sentimos defraudadas, dolidas. Detrás de cada nuevo
amor se halla el temor de la pérdida. Nunca vemos cuándo disponemos de suficientes triunfos,
suficientes amigos, y suficiente amor para ir viviendo.

Llevamos dobles vidas. Nos despojamos de nuestra nueva personalidad antes de llegar a
casa, antes de que la ansiedad de la madre y su afán de control dicten el establecimiento de los
viejos límites: “No te excites tanto; no vistas de esa manera; no hables tan alto.” Somos conscientes
de su enorme influencia. Antes de cruzar la puerta, procuramos calmar el nerviosismo que nos ha
producido haber sido vistas con nuestra secreta personalidad por otras, haber encontrado alguien a
quien confiarse, personas gemelas, tan ocultas y “mal comprendidas” como nosotras. Hablamos
con voz baja por teléfono, peso a que no estemos haciendo otra cosa que contrastar las soluciones
de nuestros problemas de matemáticas. “La veo tan quieta ahora…”, comenta una madre. “Parece
otra. Cierto día tuve su diario en mis manos. Pero comprendí que no podría volver a mirarme en el
espejo sin avergonzarme de haberme atrevido a leerlo.”

Me entrevisté con la hija de esta mujer, una chica de catorce años: “Hace un año”, me
refiere, “me fumé un cigarrillo en compañía de otra muchacha. Luego, sentí grandes
remordimientos. Una vez en casa, le conté a mi madre lo que había pasado. Me figuré que me
perdonaría, que la reprimenda sería suave y que me diría: “Bueno, por esta vez pase, pero no
vuelvas a hacerlo.” Me equivoqué. Mi madre se puso muy furiosa, y empezó a darme voces. Yo
me sentí muy dolida, y creo que esa escena ha tenido mucho que ver con mi apartamiento de ella.
Me quedé desconcertada. Hasta esa edad, había supuesto que si decía siempre la verdad no sería
castigada. Esto me hizo perder la confianza en ella. ¿Y sabe usted lo que sucedió cuando salí con el
primer chico que me besó? Que no le dije nada a mi madre. Sabía que se quedaría preocupada,
pensando en lo que podía haber ocurrido luego entre los dos. No pasó nada más, pero ella no me
hubiera creído. Ya no puedo contarle nada, porque si lo hiciera no me creería.”

La madre nos “traiciona” porque el antiguo trato ya no “funciona” por así decirlo. Ella no
puede confiar en nosotras porque no le inspira confianza lo relativo al sexo y nosotras, de pronto,
nos hemos vuelto sexuales. Los hombres nos engañarán, lo mismo que la engañaron a ella. ¿Cómo
pude esperar que a nosotras nos vaya mejor? Ella dice que no podemos aprender a conducir, pese a
que nuestro hermano aprendió teniendo un año menos que nosotras. Dice que no podemos llevar
encima una llave del apartamento por ser unas “irresponsables y unas cabezas de chorlito”. Nos
consta que no es ésta la auténtica causa de la negativa. Detrás de la ansiedad de la madre por
preservarnos de todo género de peligros que no consideramos importantes, está el que sí lo es: el del
sexo. Sin embargo, ella no lo nombrará.

Tampoco podemos esperar más de las chicas de nuestro grupo. “Mis amigas y yo nos lo
contamos todo”, dice una chica de catorce años, “pero nos hemos puesto de acuerdo en
determinados asuntos. En puntos concretos. Si salimos con chicos, nos contamos lo que hicimos y
lo que no hicimos. Pero cuando se pasa de la línea del manoseo, es decir, si hay algo más aparte de
que a una le toquen los senos, entonces no se dice una palabra. En nuestra pandilla hay una chica
que ha tenido relación sexual completa con un muchacho. Se habla tanto de ello a sus espaldas que
una se espanta al pensar en lo que se murmuraría si llegara a quebrantar las normas. Después de
una reunión celebrada anoche en casa de una amiga para quedarnos a dormir allí, algunas de
nosotras nos quedamos. Una abandonó el dormitorio para ir al cuarto de baño, y al volver estaba
segura de que, aprovechando su ausencia, habíamos dicho cosas terribles acerca de ella”.

El temor a ser excluida del grupo constituye un aglutinante más fuerte que el del amor.
Hace que nos enfademos, incluso al comprobar que nos mantiene unidas. Notamos que las
limitaciones del grupo nos hacen retroceder, como cuando estábamos sujetas al doble dique de amor
y control por parte de la madre. Respaldadas por el grupo, nos atrevemos a quebrantar las reglas
que ellas nos ha impuesto: “Uno de nuestros vocablos preferidos es “abortar” en el sentido de decir
algo a destiempo”, me explica una muchacha de trece años. “Mi madre aborrece esa palabra. Y
otras por el estilo, claro. Especialmente follar”. De modo semejante, cuando se presenta la
oportunidad –tampoco estamos seguras de la resistencia de nuestras hermanas-, traicionamos al
grupo y rompemos también sus reglas: “Cuando yo tenía quince años, un muchacho puso una de sus
manos sobre mi pecho. Experimenté una sensación terrible”, recuerda una mujer. “Una chica como
“Dios manda” no se deja hacer eso… Ahora bien, el chico, por votación, había sido designado el
joven más apuesto de la Academia Militar de Fishburn, de manera que se lo permití.”

Conociendo los criterios de la madre en cuanto a las “buenas chicas” –el tipo de su gusto,
con cuyas representantes le gusta que nos juntemos-, es casi inevitable que nos veamos arrastradas a
convertirnos en muchachas de las que a ella le desagradan. “Cuando mi hija comenzó a desarrollar
más actividades lejos de casa”, dice una madre, “me sentí encantada. Yo también tengo muchas
cosas en que pensar. Sin embargo, hay algo que me intranquiliza… No me gusta una de sus
amigas, especialmente. Se llama Sally. Sé que se acuesta con chicos, pero no es por esto por lo que
me disgusta, sino porque es una amiga desleal. Siempre que a mi hija le agrada… algún muchacho,
Sally se lanza en su persecución. Un día le dije a mi hija: “Puesto que Sally viene haciéndote esas
cosas, ¿por qué te hablas todavía con ella?” Mi hija me respondió: “Creo que no me fiaré ya de
Sally cuando salga con algún chico que me guste.”

Al entrevistarme con la hija, me dice: “Me gusta ir con Sally porque es diferente de las
demás. Estando con ella, una cree estar haciendo algo fuera de lo corriente. Es una exhibicionista y
todos los chicos hablan de mi amiga. Mi madre la odia, la odia con toda su alma.”

La madre es la inhibición. Las cosas y la gente que a ella le desagradan representan la


vida, la agitación. Efectivamente, muchas de las acciones que emprendemos con otras chicas
resultan emocionantes sólo porque nos consta que nuestra madre las desaprobaría. En su momento,
al quebrantar nosotras las reglas del grupo, la hazaña será más impresionante por el hecho de estar
prohibida. Ya de mayores, muy frecuentemente, la mejor actividad sexual, la más excitante, será
aquella que la madre y otras mujeres no aprobarían. La relación sexual llena de sobresaltos, con el
hombre que no conviene, en el sitio menos indicado, lleva en sí un atractivo inquietante, por ser
aquél casado, o porque al día siguiente hayamos de tomar el avión para reintegrarnos al hogar.
¿Qué clase de personas sexualmente adultas somos nosotras si tenemos en cuenta que nuestros
momentos más grandes y mejores están en proporción con la categoría de las desobediencias a Las
Normas? El hecho fundamental es que cuando contraemos matrimonio, cuando tenemos relación
sexual con otra persona que merece la aprobación de nuestra madre, lo sexual se “enrancia”.
Nuestra auténtica excitación no era puramente erótica. Por debajo bullía el mayor impulso
adolescente de rebelión contra la madre y otras mujeres también.

De ser realmente lo sexual aquello que deseábamos, de ser el sexo nuestro más enérgico
impulso, quebrantaríamos las reglas de la adolescente y nos uniríamos a los hombres en una
sexualidad que nos reforzara. De ser un realista temor al sexo y a sus consecuencias (el embarazo,
por ejemplo) lo que nos retuviera, procuraríamos poseer información completa sobre los
anticonceptivos. Pero no es lo sexual aquello que ansiamos más, ni es lo sexual aquello que
tememos. Es la pérdida de nuestro lugar en la sociedad de mujeres.

En el curso de una reunión, una mujer me dice que quiere ser escritora. Tiene veinticinco
años y desempeña un cargo de responsabilidad. Posee ya la idea, concebida en sueños, para
desarrollar un argumento. “El asunto gira en torno a una mujer que se halla en una isla desierta, en
compañía de un hombre y otra mujer”, me cuenta. “Yo, una de las mujeres, me sentía terriblemente
atraída por el hombre en cuestión. Pero no he llegado a dar fin a esta historia. Cada vez que
intentaba trasladar al papel lo que me había parecido tan evocativo y expresivo, llegaba a este
estúpido desenlace: la otra mujer y yo nos alejábamos del hombre juntas, paseando.” Le pregunto si
eso tiene algo que ver con el espíritu competitivo, si en la historia se expresa que ella esté dispuesta
a hacer otra cosa, aparte de competir con una mujer. La idea le fascina y a los pocos días me llama
para comunicarme que ha dado fin a su argumento… cediendo al hombre, a modo de premio, a la
otra mujer. “He de decirle”, me comunica, “que siempre estoy dispuesta a discutir con un hombre.
Llegaré incluso a competir con él a la hora de porfiar por un empleo. Pero me disgusta
profundamente discutir con mujeres”.

Los sociólogos hablan de un culto a la domesticidad que existió en otro tiempo, una
especial “esfera de la mujer”. “Tratábase de un lugar seguro –dice Bernard- en el cual las mujeres
se hallaban ligadas por cálidos lazos a otras mujeres. Era un mundo para ellas, y ellas se sentían
satisfechas en él”. La socióloga Pauline Bart estima que esta zona, en la cual las mujeres eran por
derecho y nacimiento preeminentes, desapareció al empezar su invasión por parte de ciertos
profesionales varones, como los ginecólogos. “Las mujeres se ayudaban mutuamente con sus
propios y especiales problemas”, añade. “Mi bisabuela solía componer recetas a base de hierbas,
para el mareo y las quemaduras. Estos eran los acumulados trozos de sabiduría femenina que las
mujeres compartían, cediéndolos después a las hijas.”

Es posible que la “esfera de la mujer” de los días de nuestras abuelas pertenezca a una
época que no veremos más. Eso no quiere decir que no pudiera ser formada actualmente una
comunidad de mujeres que resultara relevante para la vida contemporánea. “Los hombres disponen
siempre de su red de camaradas de otros tiempos”, me dice una mujer, “que proporciona a cada uno
de ellos una sensación de refugio y de identidad. De tal forma, no tienen por qué ver a otro más
joven como un rival temible, sino como alguien al que hay que ayudar, y con gusto. Puesto que yo
he triunfado en mi trabajo, me he salido de mi camino para prestar ayuda a las mujeres más jóvenes.
Es una gran satisfacción. Esto hace que me sienta más cerca de las mujeres, más ilusionada con la
vida; formo parte de algo más dilatado que mi mezquina ambición personal. Siempre me pregunté
por qué tenía amigas; me sentía separada de ellas, de todos modos. Y es que había tenido siempre
la impresión de que era necesario que protegiera lo mío frente a ellas. Estoy empezando a pensar
ahora que puede haber una continuidad de “ayuda” entre las mujeres, que puedo pertenecer yo
misma a una especie de red femenina.”

Jessie Bernard me conmueve profundamente cuando dice: “Las mujeres han sido objeto de
un gran despojo, intenso y crudo, psicológicamente. El apoyo emocional que las mujeres prestan a
sus esposos viene a ser el doble del que ellas reciben. Esto conduce a graves carencias
emocionales, especialmente en las amas de casa, cuya salud mental considero el Problema Número
Uno de la sanidad pública de este país.”

No creo que la cuestión de la antigua “esfera de la mujer” explique por sí sola por qué
desde el punto de vista emocional somos unas personas tan hambrientas. Nuestros problemas de
privaciones emocionales se remontan a una época demasiado remota de nuestra historia colectiva
como mujeres, y de nuestras biografías individuales como hijas. La dificultad estriba en que no
disponemos de una saludable reserva de narcisismo, ni confiamos en nuestros sentimientos de valor
forjados en los primeros años de la vida y luego fuertemente reforzados en la adolescencia. Quizá
nuestras abuelas experimentaron menos esta carencia emocional, porque el suyo fue un tiempo en el
que las mujeres vivían una a través de otras, un tiempo en el que la independencia y la sexualidad
no eran tan altamente estimadas como ahora, y, por consiguiente, los lazos con otras mujeres no se
hallaban amenazados por el triunfo individual de nadie. Una mujer cualquiera podía disponer de
una casa más grande, de un esposo de mayor éxito en la vida, o de unos hijos que destacaran entre
los demás, pero tales realizaciones no resultaban amenazadoras. Un nombre, un hogar, bienestar,
sexualidad… todas eran cosas dadas. Ninguna mujer conseguía éstas por sí mismas. El espíritu
competitivo había sido apagado.

La esfera de la mujer era segura precisamente debido a su pequeñez. Actualmente, el


mundo de una mujer es todo lo grande que ella puede hacerlo… Pero eso significa que tiene un
patrón mayor para medirse. Y de este sentido de competición y pérdida en potencia arrancan
nuestros anacrónicos temores de adolescentes para volver a atormentarnos.

“La gente de tu grupo no se desentiende de ti si tienes relación sexual con un hombre”, me


dicen hoy las chicas de edades comprendidas entre los trece y los diecinueve años. “Nosotras
somos más liberales que nuestras madres. Lo que sí te puede ocasionar algunos problemas es el
hecho de tener relación sexual con más de uno.” Superficialmente, Las Normas parecen ser nuevas.
Positivamente, si una de las chicas consigue algo más que cualquier otra, amenaza la cohesión del
grupo. La necesidad de una simbiótica atadura, por encima de todo lo demás, continúa persistiendo
igual. ¿Cómo puede existir alguna significativa “esfera de la mujer” si las chicas todavía son
formadas de manera que vean en el beneficio de otra mujer algo que, sin saberse por qué, y de un
modo misterioso, las disminuye?

¿Qué vale nuestro triunfo si sabemos que otras mujeres nos amarían más si fuéramos
menos… menos bellas, menos sexuales, menos triunfadoras? Renunciamos a nuestra voluntad e
iniciativa. Decimos al hombre: “Aquí estoy yo, indefensa, vulnerable. Cuida de mí.” Más que una
relación sexual, lo que nosotras hemos querido es una simbiosis. Nosotras creemos que los
hombres nos recompensarán con un amor para siempre, por habernos entregado a ellos. Pero en vez
de esto, cuando nos quedamos embarazadas nos abandonan. Si contraemos matrimonio, ellos
acaban aburriéndose con nuestro sofocante aferramiento, y se dedican a buscar otras compañeras
más aventureras, más alejadas de lo rutinario. Dolidas, nos refugiamos en la única protección real
que nos ha inspirado siempre confianza: las otras mujeres.

Las Normas nos persiguen hasta el final de nuestras vidas. La madre de Winston Churchill
vivió veinticinco años más que su marido. Este lapso lo llenó con numerosas aventuras y dos
matrimonios, con hombres mucho más jóvenes que ella. En su lecho de muerte, sufriendo fuertes
dolores, se preguntaba: “¿Es éste el castigo por haber vivido la vida de la manera como yo quise, y
no del modo como ansiaban otras?”
CAPÍTULO 7
MODELOS Y SUSTITUTOS
Cierto día que comenzó como tantos otros, el dentista me quitó la abrazadera dental. El
verme libre de aquellos alambres marcó mi entrada en la pubertad más significativamente que la
menstruación. ¿Había hecho mi vagina algo por mí hasta entonces? Ni siquiera nos tratábamos ella
y yo. Era en mi boca donde residía todo el potencial de la excitación. Contaba con una experiencia
reciente: acababa de descubrir el beso, cuando el hermano mayor de mi amiga Daisy –que no tenía
nada mejor que hacer aquella noche- me introdujo la lengua en mi boca. Temiendo que la
abrazadera saltara hecha pedazos, doblé la lengua para protegerla. Yo sabía de besos tanto como de
relaciones sexuales, pero aquella caricia dio a mi vida un sentido. Me dijo cómo deseaba pasarla.
Habiéndome desecho de mi abrazadera, me encontraba preparada. Bastaba con que surgiera otro
dispuesto a probar.

Salí del consultorio del dentista, en la calle Broad, con la actitud de un preso que ha sido
puesto inesperadamente en libertad por su buen comportamiento. Sonriente, atónita, moví los
labios sobre mis desnudos dientes, cubriendo a la carrera la distancia que me separaba del
Memminger Auditorium, donde estábamos por entonces ensayando El Mago de Oz. Mi tía Kate
hacía en esta obra el papel de León, y yo era el Leñador. Después de echarme un vistazo, me retuvo
entre sus brazos.

Tía Kate era la única mujer, aparte de mi institutriz, Anna, cuyos abrazos eran por
completo de mi agrado. El suyo era uno de los pocos pechos en que me gustaba apoyarme. Estaba
familiarizada con su perfume y el olor de su piel. Cuando, por aquellos años, el mundo se me
antojaba demasiado amenazador, ella, con su voz, con su presencia, con la mera perspectiva de su
llegada, me proporcionaba algo sólido a que aferrarme. “A ti, lo único que te pasa es que estás
cruzando el umbral de la adolescencia”, me dijo en cierta ocasión. Y puesto que tenía un nombre
para aquello, pensé que algún día habría de terminar. Ella era para mí la imagen del camino que
deseaba seguir cuando fuese mayor.

Kate era la hermana más joven de mi madre. Después de haberse graduado en Cornell, se
había quedado en casa, para vivir con nosotras. No recuerdo el momento de su llegada. Mi
memoria se remonta a cuando empecé a sentir una desbordante necesidad de su persona, actitud a la
que mi tía correspondía con una generosidad y un cariño que nunca podré compensar con nada. Me
salvó la vida. Si esto suena a excesivamente dramático, aclararé que debe entenderse que no se
limitó a guiarme durante el período de mi adolescencia. También me dio mi vida presente. Hizo
que estuviera preparada para mi esposo y para mi trabajo. Su vida, su físico, su forma de ser
externa y mental, constituyeron mis motivaciones y metas durante años, cuando yo lo deseaba todo
y no sabía lo que quería. Mucho tiempo después de la adolescencia, las cosas que me dijo, las ideas
en que creía, su forma de conducirse, fueron mis postes indicadores en el camino de la vida. En la
actualidad somos dos mujeres diferentes, pero yo soy su chiquilla. Toda mi familia lo sabe, incluso
mi madre.

Tía Kate era una mujer que no se parecía a ninguna de las que yo había conocido. En
Charleston, durante años, yo no había ansiado otra cosa que mezclarme, fundirme con “el grupo”, y
ser como las demás. Ella poseía un estilo, una seguridad en sí misma, un espíritu verdaderamente
original, que hacía que aquello de ser “diferente” fuese un auténtico premio. No intentaba
controlarme, no discutía con el molde de chica del Sur al que yo intentaba acoplarme. Sus
opiniones y sus conocimientos fluyeron a mi alrededor como presentes, esperando a que yo
estuviera preparada para apreciarlos. Uno tras otro, fueron incorporados a la identidad que yo
estaba formando. Pese a que me valía de artificios para abultar mi sujetador, y a que reducía
levemente mi estatura encogiendo las piernas debajo de las largas faldas del New Look, comenzaba
a sentirme orgullosa de ser lista, a preguntarme si en la vida habría algo más que la caza de
muchachos. Claro es que los necesitaba, y por cierto desesperadamente; quería ser popular, y besar
y ser besada en coches aparcados, hasta que cesaba la música de la radio y notaba muy humedecidas
mis bragas, con sus adornos de encajes. Pero aspiraba a algo más que a la conclusión rutinaria del
sueño tradicional del Sur: el título colegial y la boda con el vestido blanco, todo en el mismo día.
Yo deseaba actuar, escribir, viajar, ser Kate.

Ella tenía mi talla, y los hermosos cabellos de color castaño rojizo de mi madre. No había
nada en las prendas habituales de las mujeres adultas que yo ansiara poseer. Los atuendos eran a
base de enojosos vestidos ablusados, de mucha pompa. Kate calzaba zapatillas de ballet. Sujetaba
sus faldas a la cintura con muchos cinturones; de una de sus muñecas colgaba una moneda de oro
egipcia. Desde luego, nadie hubiera podido decir de ella que tenía aspecto de campesina; yo la veo,
hasta hoy, como la más elegante de las criaturas. No podría imaginarme otra mujer que la superara.
Durante el día trabajaba en la redacción de la estación de radio, preparando material para sus
emisiones, y, por la noche, su centro de actividad era el Dock Street Theatre. No se limitaba a
representar, sino que también escribía sus piezas. Y además, pintaba. “Será o no será pintora –
decía mi madre, cautelosa-, pero el caso es que dispone en Charleston de algo que aquí no tiene
nadie: un estudio.” El estudio que Kate había alquilado en la zona portuaria contenía un piano de
cola, caballetes, viejos sofás tapizados de terciopelo, y candelabros. A mí me gustaba ir sola, y
permanecer allí durante horas, aspirando el olor de la esencia de trementina como si fuera una
promesa.

Cierto día, Kate apareció por casa con uno de sus grandes desnudos, a todo color, y colgó
el lienzo de una de las paredes del cuarto de estar. Mi madre no lo advirtió hasta que se presentaron
unos amigos a tomar unas copas. “¡Oh, Kate! ¿Cómo has podido hacerlo?” La mujer desnuda del
cuadro, una pelirroja, tenía los rasgos de mi madre. A todos les pareció muy divertido, y abrazando
a mi azorada madre, le dijeron: “Estás encantadora, Jane.” Kate pasó un brazo por encima de sus
hombros, y no se habló más del asunto.

Aunque yo me mostraba muy posesiva con mi tía, y distante de mi madre, me gustaba que
las dos fuesen tan buenas amigas. Una noche, en que Kate apareció vestida con un corpiño sujeto
por dos tirillas de seda que dejaba al descubierto su espalda, oyese en seguida la voz severa de mi
madre: “¡Kate! No puedes presentarte así en el Club Náutico. Ninguna mujer irá vestida de esta
manera.” Mi madre no había sido nunca capaz de impedir que alguien hiciera una cosa…,
exceptuando a mi hermana. Cuando la visito hoy y me dice: “Nancy: ¡la gente no viste así!”, sé que
su ansiedad se esfumará si no me siento afectada por ella. He pensado muchas veces que las
exclamaciones de mi madre y sus comentarios negativos sobre lo que las demás hacen, esconden
una envidia, y quizá cierto orgullo, por ser nosotras capaces de lucir un estilo que ella nunca se
atrevería a probar.

Por aquel verano del año en que tía Kate empezó a vivir con nosotras, desaparecí de la
circulación. Permanecía constantemente en casa, me negaba a ver a mis amigas; seguía siempre a
Kate, como si hubiera sido su sombra. En aquel entonces mi hermana estaba ausente, interna en un
colegio; también ella vivía una penosa experiencia. Me sentía abandonada; más concretamente,
sentía que iba a volverme loca. Evitaba a mi madre, rechazaba sus muestras de afecto, y si le
hablaba lo hacía en monosílabos. Me plantaba ante el lavabo del cuarto de baño, con la botella de
yodo en la mano, completamente consciente de mi superdramatización, pero también de mi temor.
Me puse a leer todo lo que había en la casa, para alejar mi casi inminente locura. La lectura era el
único modo de pasar el tiempo hasta que Kate regresaba a casa, a las dos, la hora de la comida.
Podía confiar en su puntualidad.

Kate no se limitaba a tolerarme, sino que me aceptaba. Yo la seguía a todas partes, a su


estudio, al teatro, a comer fuera cuando había ocasión. Busqué en vano la manera de que me
contrataran en la estación de radio, para poder estar cerca de ella cuando trabajaba. Y si no me
sentía celosa de mis amigas era porque también me aceptaban. A mí me parecían todas altas y
bellas. Los hombres que las acompañaban eran arquitectos, poetas o actores, una clase de gente que
no era corriente en Charleston. Me llevaban con ellos a la playa, y cuando por las noches se
sentaban haciendo corro para beber vino blanco frío, y leer en voz alta obras teatrales, a mi me
asignaban un papel. Una de aquellas noches, cuando estábamos acomodándonos en el coche, uno
de los hombres me dijo al pasar: “Muchacha, me recuerdas en todo a Kate” En aquel instante
habría dado alegremente mi vida por él.

Kate me facilitó una lista de libros que consideraba podían interesarme. Ella fue quien me
hizo conocer a Willa Cather, a Joseph Conrad, a Henry James. Me compró pinturas para la acuarela
y los fines de semana nos instalábamos en St. Phillips, dentro del recinto del cementerio, con los
blocs de dibujo entre nuestras rodillas. Mientras ella mecanografiaba en su dormitorio su primera
obra teatral, con la máquina encima de una mesita de juego, yo escribía mi primer relato, la historia
de una chiquilla y un caballo. Parecía que no le importaban mis interrupciones cuando le pedía que
me deletreara una palabra. Pero ahora pienso que debía de resultar pesada y molesta. Después de
leer mi narración me sugirió la conveniencia de que detallara más la descripción de la joven
protagonista. Lo hice así, y mi trabajo lo calificó de bueno. Cuando hubo dado fin a su obra, me
cedió un pequeño papel en el reparto.

Fue un gran éxito. Todavía recuerdo las palabras que decía un hombre a la heroína, papel
representado por una de las amigas de Kate, de Cornell, la que fuera compañera suya de habitación
en el colegio: “Te mueves como una pantera, una pantera de leonada piel.” Yo ansiaba que alguien
me dijera eso cuando me hiciese mayor. Andaba como una persona lisiada, encogida de hombros, y
doblando las rodillas para parecer más baja. Un día, Kate y yo íbamos por la calle Meeting, y ella
me dio una palmada en la espalda, diciéndome: “Ponte derecha. Las Goldwyn Girls son las chicas
más altas y más bellas del mundo.”

Aquella época, cuando me recluí en casa para evitar que me asaltaran mis “pensamientos”,
aferrándome a Kate como a la vida misma, terminó tan rápidamente como empezó. Acabado el
verano, el colegio abrió sus puertas. Una vez más empecé a volver a casa sólo para comer y para
dormir. Un día, cuando caminaba en busca de una amiga, oí la voz de Kate a mi espalda: “¡Eh!
¿Qué tal vendría ahora un buen helado de chocolate?” Era tarde, pero yo debí de haber notado algo
en su voz que me recordaba a mí misma: me echaba de menos. Nos dirigimos al Byer’s Drug Store,
como habíamos hecho durante mi período de apasionamiento por ella. En el curso de los años
siguientes, me crucé con ella algunas veces, cuando iba en busca de los chicos, o estaba citado con
alguno, o quería hablar con cualquiera. Yo entonces evitaba sus ojos. Había dejado de necesitarla.
Nunca me hizo un reproche.

Mi primer baile formal me lo pasé sentada junto a una pared. Estuve así toda la noche
porque ningún chico me sacó para bailar. Kate me esperaba a mi llegada a casa. Se había fijado en
la diferencia de estatura que me separaba del muchacho encargado de acompañarme. Sentóse en el
borde de la cama y, acariciándome los cabellos mientras yo lloraba, se puso a contarme la historia
de Lancelot y Genoveva. Una vez más, la promesa de su vida me cubrió como una sábana. No se
trataba solamente de sus palabras, que expresaban que mi vida llegaría a tener más trascendencia de
la que yo podía soñar; era su manera de decirlas.

* * *

¡Qué sencillo parecía todo cuando teníamos tres años, incluso hasta los nueve o diez!
Apuntáramos donde apuntáramos, siempre deseábamos “hacernos mayores como nuestras madres y
tener hijos”. Dice Jessie Bernard: “Nuestra sociedad lleva a cabo un esfuerzo mucho mayor para
masculinizar a los chicos que para feminizar a las chicas. Estas no necesitan de tal cosa. Cada una
convive con un modelo de su propio sexo.” Pero la adolescencia y el advenimiento de la sexualidad
cambia nuestras ideas. Incluso si queremos ser madres, no deseamos que ello sea realidad al estilo
de la nuestra. A nuestros ojos, la madre no es sexual.

En la muchacha que, genuinamente, desea recrear la vida de su madre, la repetición lleva


implícita una sensación de paz y de realización. Se siente bien orientada. Su camino, iniciado en la
niñez, sigue años más tarde con un matrimonio en plena juventud, viniendo a continuación el
embarazo, todo con sus pasos contados, baja la sonrisa de la madre y la aprobación de la sociedad.
La hija que aspira a algo distinto conoce momentos difíciles; esta idea va en contra del modelo, su
madre.

Por un sendero u otro, la mayor parte de nosotras repetimos la vida emocional de la madre.
Puede ser que esto no nos agrade, pero constituye una realidad. Cuando somos jóvenes, y la energía
fluye por nuestras venas, como si la sangre fuese vino, no abrigamos ningún propósito de renunciar
a la vitalidad, al humor, al espíritu aventurero. Es inimaginable que podamos experimentar alguna
vez la ansiedad de nuestra madre; nadie puede pensar que seamos tan conservadoras como ella.
Después, cualquier día nos oímos a nosotras mismas diciendo a nuestro esposo que no conduzca tan
rápido, y regañamos a los niños porque no ordenan sus habitaciones… Tenemos conciencia de que
hemos oído una voz parecida antes. ¿En qué grado podemos forjar nuestra personalidad
emocional? Esto depende en gran parte de la ayuda que recibamos de otras personas que nos aman,
de personas cuyas existencias siguen una pauta que nosotras podamos seguir. Son personas cuya
gran virtud reside en otra paradójica: la de no ser madres.

Cuando tenemos ocasión de hablar con una antigua amiga de nuestra madre, quien nos
refiere que ésta, antes de contraer matrimonio, era una joven decidida, muy inquieta, nos quedamos
fascinadas, como si hubiéramos vuelto a la infancia y nos estuviesen contando un cuento de hadas.
Queremos creerlo y no creerlo a la vez. “Por último, mi madre retiró los espejos de mi dormitorio
porque se imaginaba que me miraba demasiado en ellos –refiere una mujer de cuarenta y cinco
años-. Y, con todo, mi padre afirma que era una mujer de gran vivacidad antes de que se casaran,
agregando que le gustaba mucho bailar y siempre estaba alegre. Ahora quien tiene muy buen
sentido del humor es él. Supongo que al notarlo así, mi madre pensó que tenía que hacer de
contrapeso, para que no fuese roto el equilibrio en la familia. En cierto modo, creo comprender lo
ocurrido. Yo era una mujer más optimista… antes de casarme, antes de que nacieran mis hijos.”

En el curso de las reuniones familiares, cuando ya iba haciéndome mayor, escuchaba


encantada las conversaciones de mis tías, sobre todo cuando se referían a mi madre de joven. Mi
madre… ¡conquistando a varios hombres! Me quedo todavía absorta al ver las viejas fotografías en
que aparece montando a caballo, participando en carreras de obstáculos, sumamente peligrosas. Me
deja asombrada pensar que le agradaba arriesgarse. Al llegar yo al mundo, sin embargo, había
cambiado ya.

De haberse ofrecido ella a mí como un modelo de mujer osada, independiente, dotada de


vida sexual, ¿habría resultado esto beneficioso para mí? He conocido a muchas mujeres admirables,
cuyas hijas no apreciaron sus vidas. Las hijas de otras han podido emularlas, pero es muy corriente
que la chica que se cría bajo el mismo techo mire hacia otro lado, a distancia de los familiares más
inmediatos, en busca de un mundo diferente, de mayor amplitud, en el que no se encuentra la
madre. Lo único que aprendí de mi madre fue su otra faceta: la de la cautela excesiva, la ansiedad y
el temor. He intentado ocultar tales rasgos de mi carácter detrás de otras peculiaridades más
confesables, asimiladas por mí ante el ejemplo de otras. Yo sé que el mundo me ve como una
persona independiente. Me conozco a mí misma como hija de mi madre. La madre es el amor y la
vida mismos, y nosotras queremos aferrarnos a eso, pero un modelo para la sexualidad y la
independencia es un puente hacia la separación. La madre no puede ser eso para nosotras.

Si aceptamos a nuestra madre como modelo, se abre una puerta que conduce a los
problemas de la competición. Muchas de las terapeutas entrevistadas por mí conocen perfectamente
el por qué de que sus hijas se hayan decidido a desarrollar actividades totalmente opuestas a
aquellas en que las madres triunfaron: “Mi hija posee unas dotes excepcionales para la música y es,
además, una cocinera estupenda –me dice una psiquiatra-. Yo, en cambio, tengo un oído
desastroso, y no hay nada que me interese menos que la cocina. Se le hace difícil seguirme.
Comprendo perfectamente por qué se niega a moverse dentro de unas actividades en las que yo me
he desenvuelto tan eficazmente.”

No menciono para nada el vocablo competición ante la hija de esta mujer, de quince años
de edad. Se presenta espontáneamente, pero niega toda situación de tipo competitivo entre ella y la
madre. “La gente no se explica cómo mi madre puede estar al frente de una familia y, además,
ejercer su profesión. ¿Y por qué había de pasarse el tiempo en casa, cuidando de mí las veinticuatro
horas del día? Mis amigas y las madres de mis amigas no cesan de hacer comentarios en tal sentido.
“Debe de producirse una situación competitiva muy dura”, dicen. ¿Por qué había yo de recelar de
ella? Mi madre me ha persuadido de que soy capaz de llevar a cabo su labor, pero nosotras no
competimos. Yo no quiero llevar su vida. Ella no es mi modelo. Soy otra clase de persona. Mi
madre me gana en cuanto a espíritu competitivo. Odio estas cosas. Dejé la orquesta del colegio
porque no me gusta tener que luchar para conquistar un puesto. Quiero continuar adelante para
darme el gusto de seguir, no porque tenga interés en derribar a alguien en mi camino.”

Esta joven rompió recientemente sus relaciones con su compañero de hacía mucho tiempo
al oponerse él a sus planes de estudiar la carrera de abogado para ejercer la profesión después de
casados. Ella dice que no quiere imitar la vida de su madre, pero rechaza a un hombre que no desea
desempeñar el papel de su padre, quien siempre animó a su esposa para que simultaneara el hogar
con su profesión. Y, no obstante, ella niega que exista tal repetición. No es solamente que quiera
evitar una emulación de la vida de la madre; advierte, además, que al fijar sus metas a tanta altura
como las de aquélla, se produce necesariamente una especie de competición psíquica. No quiere
“derribar” a su madre ni “ser derribada” por ella. En cualquier lucha establecida, la madre lleva
todas las de ganar.

“La separación de la madre, incluso de una de las consideradas como “suficientemente


buenas” –manifiesta el doctor Robertiello-, se lleva a cabo mejor si la persona afectada puede
establecer una alianza con otra cualquiera, muy próxima, como una abuela, o el padre. Para lograr
tal separación, la mujer ha de aliarse con alguien que, en su opinión, conoce el camino y la forma,
que sea más prudente, o de espíritu caracterizado por una mayor independencia.” Tales personas
son para nosotras una fuente de poder y de energía, ajena a la madre. No necesitan cuidar de
nosotras físicamente, pero en cierto sentido se hallan, psicológicamente, in loco parentis. Estas
individualidades tienen asignados varios nombres en el vocabulario técnico, no figurando entre los
más torpes los de “figuras de identificación” y “modelos de papeles”. Para todas representan los
sueños que desearíamos alcanzar al crecer.

La niñez se halla marcada por la dependencia; la tutela de la madre viene a sintetizar


aquello para lo que “estamos hechas”: nos dicen lo que hemos de aprender, lo que hemos de hacer,
lo que hemos de vestir; también nos mandan, por ejemplo, que vayamos a la cocina y que nos
comamos nuestras espinacas… Los “modelos de papeles” abren la puerta que da al concepto de
elección y actividad. Se nos ve más grandes que la madre, y nos enteramos de que hay gente que
actúa espontáneamente, por voluntad propia, que toma decisiones sin intervención de nadie, que
llega hasta el fin con ellas, que aceptan en la misma medida el aplauso o la censura en todos los
pasos que dan por la vida. Evidentemente, es posible pasar por la niñez careciendo de figuras de
identificación, pero nuestra necesidad de ellas es intensa durante la adolescencia. Es un período
tormentoso porque todos los problemas que no fueron resueltos en el curso de los tres a cinco años
primeros quedan planteados de nuevo. La vida nos otorga entonces una segunda oportunidad, pero
sin ayuda, sin nuevas imágenes, sin esperanza, en forma de otras personas, y muy frecuentemente
no se sale de esta fase mejor que la primera vez. Cedemos. Y continúa la unión.

“¡Oh, Dios mío, sí! ¡Unas alternativas en cuanto a la madre! –comenta el doctor Sanger-.
¡Es tan absoluta la madre! Ella sabe lo que quiere, cómo desea que sea su hija. “Tienes que ser de
este modo, de aquel otro… ¡Has de ser como yo!” Esto es terrible cuando la chica tiene a la vista
una tía, una antigua amiga, una abuela, una profesora, una gran dama como Eleanor Roosevelt,
quien resulta impresionante como mujer… Incluso los hombres de experiencia, a los que les agrada
que las mujeres sean independientes, pueden ser útiles en este caso. La acción no tiene que ser
directa, necesariamente; indirecta será, asimismo, beneficiosa.”

“De entre las mujeres que admiro, no acierto a decirme a cuál me gustaría imitar –declara
una chica de catorce años, cuya madre es una de las mujeres más admirables entre cuantas he
conocido-. Es decir, si exceptuamos a la antigua amiga de que le he hablado. Tiene sus opiniones
propias, lo cual no quiere decir que se niegue a escuchar las de los demás. Ahora bien, no permite
que la obliguen a ir contra sí misma.” Un par de días después de haber celebrado esta entrevista, la
chica me llama por teléfono, en conferencia a gran distancia, para notificarme que se ha acordado
de otra mujer que es “una especie de heroína de las mías”. Se trata de Katherine Hepburn.

Katherine Hepburn. Esta fue una de mis modelos también. Soltera, sin hijos, con el pecho
liso… Es la antítesis de lo que la madre y la sociedad quiere para nosotras. Y, sin embargo, mi
madre la adora, y los hombres parecen percibir también algo heroico en ella. Se eleva por encima
de la apariencia, el estilo u otras particulares circunstancias señaladas por el guionista para su papel;
gracias a su enérgico carácter, que ella misma ha forjado, merced a su negativa a ceder, y a
mantener intacta su integridad, nos gana a todas. Es una imagen de la persona separada.

Nuestro modelo puede ser también alguien a quien vimos un día, o una noche, y que
perdimos de vista luego para siempre. Puede ser, igualmente, un esbozo de idea, de una idea que
completaremos más tarde, con arreglo a nuestra imaginación y necesidades. “Hallándome yo en el
octavo grado –explica una mujer de treinta y cuatro años, madre de dos hijas, quien dirige su firma
de diseños industriales-, se presentó en el colegio una conferenciante. Nos proyectó unas
diapositivas, y nos dio una breve charla sobre Barnard. Era una graduada, y creo que le iban muy
bien las cosas. No había de volver a verla. Era una mujer joven y bella, serena e inteligente, muy
distinta de todas las mamás del patrón clásico que había conocido en la pequeña población en que
me crié. Me aferré a ella, y a aquel colegio, como si hubieran sido señales llegadas del cielo. No
recuerdo sus palabras, pero el caso es que me llevó al otro lado del arco iris. ¡Al cielo me
encaminaba, Dios mío!”

No necesitamos la existencia de una relación constante, en marcha, ni tampoco una imagen


que podamos tener siempre ante los ojos. No es preciso siquiera que nuestro modelo viva. Las
mujeres sobre las que leímos de niñas, las Nancy Drew, las Diana Riggs de la televisión, o la más
contemporánea Diana Wings, espolean nuestras imaginaciones, facilitándonos algo sobre lo cual
vivir; nos hacen avanzar cuando nuestro equipaje emocional se encuentra preparado y no
disponemos de ningún lugar en concreto en donde ir, ni identidad con la que movemos. “Muy
frecuentemente –manifiesta el doctor Robertiello-, los analistas tienden a decir que la personalidad
se forma hacia los siete años. Pero algunos estamos comenzando a abandonar esa dogmática idea.
Estoy firmemente convencido de que cuando en la vida de un ser de doce o catorce años se
introduce alguien con fuerza, la vida de la joven puede cambiar tremendamente. A esa edad, las
gentes que se aceptan, con las que nos identificamos, pueden alterar el curso de la existencia.
Piense en las vidas que han sufrido variaciones radicales: el caso del chico que establece relación
con un nuevo profesor, de ciertas características, por ejemplo.

“La mayoría de los analistas –yo me acuso de haber procedido también así – se concentran
en la idea de la madre como figura central; pero en los trabajos de psicoanálisis descubrimos a
menudo la presencia de otras personas, olvidadas, que resultan ser cruciales en el desenvolvimiento
de la personalidad del individuo. En ocasiones, el padre y la madre no producen ni por asomo el
impacto que causa la institutriz en una criatura. Sea cual sea el molde que se ha ido forjando a base
de las experiencias de signo positivo y negativo, todo puede ser cambiado mediante las figuras de
identificación, incluso después de haber llegado la niñez a su fin.”

Es muy corriente que no sepamos qué es lo que queremos. Poseemos capacidades,


talentos, una energía en potencia para desplazarnos a grandes distancias, pero tiene que vernos
alguien que reconozca nuestro secreto yo, para que abandonemos el propósito de cubrir cortas
distancias, prefiriendo seguir siendo la persona a salvo, segura, sin explorar. Una mujer de
veinticinco años recuerda lo siguiente: “Tres días después de mi llegada al colegio esperaba que mis
compañeras se hubiesen percatado de la desenvoltura con que me comportaba, y que me dijeran:
“No sabemos cómo has llegado a tanta altura, pero si piensas permanecer en el mismo lugar, tendrás
que dedicarte a ello con mucho empeño y sacar de tu cerebro el máximo rendimiento.” Tenía la
impresión de haber sabido tomar el pelo a todo el mundo en el colegio. Y fue en mi último curso
cuando me tropecé con cierta profesora que se hallaba al frente del Departamento de Inglés. Esta
mujer me dio el primer aprobado de mi vida. Yo siempre sacaba sobresaliente, sin hacer grandes
esfuerzos. Fui a verla para decirle esto: “Miss James, su asignatura es la única que he trabajado con
verdadero ahínco. ¿Cómo es que me ha dado sólo un aprobado?” Ella sonrió diabólicamente,
respondiéndome: “Porque has estado trabajando como para notable, y si te hubieras esforzado más,
tu labor hubiese merecido un sobresaliente. Quería producirte una pequeña conmoción interior.”
Me había hecho suya. Yo era su esclava. Alguien, por fin, se había asomado a mi interior, alguien
me había visto. Nunca olvidaré a aquella mujer.”

Hasta las imágenes a no imitar pueden ser cruciales para nuestro desarrollo. Son muchas
las mujeres que escogen estilos de vida lo más opuestos posibles al representado por la madre. “No
estoy muy convencida de que necesariamente gusten las personas que se toman como modelos –
dice la socióloga Cynthia Fuchs Epstein –. Los hombres, tradicionalmente, han intentado ser como
sus padres…, a los que pueden haber despreciado. Nadie ha prestado realmente demasiada atención
a tales procesos en los estudios, pero el impacto de los modelos puede ser sutil y no identificado.”
A las mujeres puede no haberles gustado que sus madres trabajaran cuando ellas eran pequeñas.
Todavía es posible que guarden un mal recuerdo de su regreso al hogar después del colegio,
mientras su madre se encontraba en la oficina, o bien asistiendo a un cursillo. Más adelante, esas
mismas hijas se encuentran ejecutando una labor interesante en la vida, ejerciendo una carrera. ¿De
dónde creéis que pudieron haber sacado la idea?

Los modelos negativos, quizá más a menudo rechazados cuando somos jóvenes, hay que
verlos en los padres abiertamente rigurosos o puritanos. Lo habitual es que la joven actúe
exteriormente contra los estrictos mandatos de los padres, pero, con todo, que asimile sus valores.
Es decir, llegaremos a quebrantar las normas de nuestros padres, pero por haber procedido así nos
juzgaremos unas renegadas, unas malas hijas. “Una figura de identificación extremadamente
importante – dice la doctora Bety Thompson – es la de quien puede aliviar a la muchacha de ese
sentimiento de culpabilidad, del asimilado super-yo de la madre. Esta nueva figura puede permitir a
la hija desarrollar una mejor opinión de sí misma. La chica puede advertir que hay algo más en el
mundo que un juego de normas por el cual decidirse. Si alguien a quien se admira nos hace ver que
no es preciso que una sea perfecta para ser de su agrado, sentimos una impresión muy relajadora,
extraordinariamente satisfactoria. Habitualmente, son muchas las personas que una adolescente ve
a su alrededor, con las cuales puede identificarse. Tales personas se hallan en condiciones de
cumplir muchas y muy diferentes funciones. Una persona normal tenderá a escoger el mejor
modelo que esté a su alcance dentro de su medio.” Si una hija, cuya madre es de las que dificulta la
separación, tropieza con un modelo enérgico –una profesora, por ejemplo, o una tía –, la nueva
figura, probablemente, le dirá por qué su madre se empeña en retardar su desarrollo. “La joven
descubrirá entonces, quizá, sus derechos como ser humano –prosigue diciendo la doctora Thompson
–, unos derechos que no se han ejercido por miedo, hasta la llegada del día en que ha habido
ocasión de observar el modelo de alguien más para quien esas libertades eran tan naturales como el
aire que respira.”

Antes de ser psicoterapeuta, Leah Schaefer fue cantante de jazz. “Creo que mis
preferencias, a la hora de escoger esta clase de vida, arrancan de las películas que vi. de
adolescente. Vivía en los cines, prácticamente. Recuerdo que mi adolescencia fue triste. No estaba
convencida de que los chicos me agradaran; estimaba que mi madre no comprendía una palabra de
cuanto yo sentía. Siempre habíamos estado una cerca de la otra, en todos los aspectos. Ahora me
sentía aislada, separada de ella. Pero yo quería ser una persona de mucho atractivo sexual, brillante,
y vestir ropas muy llamativas, y ver que los chicos se morían de amor por mí. Ninguno de estos
deseos había de realizarse. No surgió nadie que estuviera dispuesto a ayudarme para que viera mis
ilusiones confirmadas en una pequeña parte, al menos. En consecuencia, me sentía terriblemente
sola. Lo único que me llamaba la atención era la gente maravillosa de las películas. Terminados
mis estudios, fui cantante. Cuando las cosas me marchaban viento en popa, mi madre se sentía
encantada. Pero en los períodos en que carecía de trabajo no quería saber nada de mí. Siempre que
me presentaba como a ella le gustaba, es decir, en plan de triunfadora en cualquier cosa, era la
persona más servicial del mundo. Cuando decidí reanudar mis estudios y ejercer como terapeuta, se
puso muy contenta. Ahí era nada: su hija, una doctora…

“Solía enojarme, y me sentía muy deprimida cuando ella desaprobaba alguna acción mía.
Pero ahora puedo advertir que cuando era injusta conmigo era también injusta con ella misma. Me
trataba exactamente igual que se trataba ella. Pensé que no debía ser yo, Leah, quien le inspiraba
sentimientos de desaprobación. Sentíase contrariada al descubrir en mí algo de su persona que no le
gustaba. ¿Comprende? Yo era su prolongación narcisista. Cuando no podía considerarme
triunfadora, mi madre se veía a sí misma como una perdedora en el juego de la vida.

“Por mi parte, pensaba que si mi madre no me daba lo que ansiaba –su aprobación y su
amor -, tenía que existir algo que marchaba mal en mí. Yo llevaba una vida diferente de la suya,
pero todavía me encontraba ligada emocionalmente a ella. De niños suponemos que si nuestros
omniscientes, omnipotentes padres no nos dan lo que queremos es porque algo malo hay en
nosotros. Mi madre me hizo creer en sus grandes poderes personales desde el principio. Lo sabía
todo. Lo podía hacer todo. Ni siquiera mi existencia como cantante – una cosa que no podía
separarme más de su vida – me convenció de que yo podía vivir con arreglo a mi propia identidad.
Pese a lo poderosas que eran las imágenes que contemplara al crecer, pese a aquella gente
triunfadora y brillante de las películas, a pesar de su magnetismo, que tanto contribuyera a alejarme
de mi casa, no había manera de que todo esto pudiera contender con otro impulso más fuerte: el que
me hacía permanecer unida a mi madre. En cuanto dejé de pensar que ella era la madre perfecta, la
clase de madre que necesitaba, empezamos a llevarnos bien. Pero yo había cumplido los cuarenta y
dos años cuando empecé a pensar así.”

Hasta hace poco, aquellas mujeres hacia las cuales se volvían las jóvenes para tomarlas
como modelos durante la adolescencia, eran figuras casi de “stock”. Existían tan pocos campos en
los cuales las mujeres, por la naturaleza de su trabajo, se mostraban asertivas, y autoafirmativas, que
los profesores de los colegios y los monitores de los campamentos estudiantiles aparecían con la
regularidad de los amigos familiares. Hoy, mi editora, mi agente literario, o cualquiera de las
docenas de admirables mujeres que tú y yo conocemos, lectora, aunque sea a través de la televisión,
son modelos a nuestro alcance. La doctora Virginia E. Pomeranz me dice que muchas de sus
pacientes “tienen mucho interés en que sus hijas establezcan de alguna manera relación con
pediatras y ginecólogos de su mismo sexo, con objeto de que vean en estas profesionales buenos
modelos a imitar, por su condición de esposa y de mujeres que ejercen sus carreras con éxito. Por
el mismo motivo –la doctora sonríe –, desean también que vengan sus hijos por aquí.”

Con todo, las mujeres con las cuales una adolescente es más probable que entre en
contacto, y de las que posea una impresión directa y real, serán las probadas y auténticas favoritas.
Una profesora de gimnasia encarna la idea de agresión, en el mejor sentido de la palabra, en el de
estar muy conectada con la conciencia de la personalidad: si juegas al tenis con estilo o encestas con
facilidad en el baloncesto, aquí tenemos una autoafirmativa clase de actividad. Las profesoras de
arte dramático son atractivas porque dirigen a la gente; efectivamente, quienquiera que se halle “al
frente” de algo es útil, gente que se encarga de conjuntar los diversos elementos y de señalar unas
directrices, dejando, sin embargo, el margen necesario para que el intérprete aporte su talento
durante la representación de su papel. Permiten que se desarrolle la autonomía personal porque no
nos hacen todo el trabajo; hacen que nos mantengamos por nosotras mismas, o que caigamos por
nuestra cuenta. Es maravilloso cuando vuestra heroína corresponde a vuestro afecto y vuestro
respeto, pero no deseáis que viva su vida a través vuestro como hace la madre. Idealmente, aquélla
está a nuestro alcance cuando la necesitamos, pero no grita “¡Traición!” si nos alejamos. Tiene su
propia vida, y permite que nosotras tengamos la nuestra.

“Siempre he acariciado algunos sueños –me dice una chica de diecisiete años, estudiante
del primer curso en un colegio mixto del Midwest –. Quise seguir un cursillo de medicina, pero
tropecé con tantos inconvenientes que acabé por renunciar a la idea. Luego, entré en relación con la
decana de la Facultad. Me admiraba su aire de persona liberada, de mujer que da la impresión de
tener todas las puertas abiertas. Ya sé que no habrá forma de que me transforme en lo que van a ser
la mayoría de las jóvenes de este campus: unas futuras reinas del hogar… Me siento deprimida al
observar la cantidad de muchachas que vienen aquí con el solo objetivo de encontrar marido. Quizá
sean estimuladas a ello, pero de no haber dado con aquella mujer no sé qué hubiera sido de mí.
Observándola, pensando en las cosas que había hecho, comprendí que yo también podía emprender
algunas semejantes. Se ha realizado, es una mujer completa. No se ha casado, pero se siente
perfectamente feliz con la vida que lleva.”

Si no podemos dar con mujeres que nos ayuden con seguridad durante el proceso de
separación, renunciaremos a nuestro propósito, para regresar al punto de partida. Una vuelta a la
madre en esta etapa de la evolución constituye una derrota significativa, que atenta contra la
confianza que teníamos en nosotras mismas y mina nuestra voluntad cuando llegue el momento de
efectuar una nueva prueba. Las personas que han vivido esta experiencia desfilan por la vida
resignadas, no volviendo a poner mucho empeño en nada; están convencidas de que van a fracasar
antes de pasar a la acción. Son las eternas víctimas, que caen repetidas veces en las redes de unas
relaciones masoquistas con hombres dominantes y egoístas, a quienes son incapaces de abandonar.
Cualesquiera que hayan sido los modelos significativos de autoafirmación que tuvieron a su alcance
durante los años formativos, jamás establecen contacto con ellos. Al desplazarse hacia fuera, en
dirección a quien representaba la autonomía, su necesidad de seguridad les hace retroceder hacia la
persona que, antes que ninguna otra, no quiso que se fueran. Un día se despiertan y al abrir los ojos
se encuentran en un sitio que nunca se propusieron visitar; ignoran cómo han ido a parar allí. En
sus vidas –especialmente al ser madres – identifican un esquema de conducta demasiado familiar,
en el cual se sienten atrapadas.

No estoy diciendo que para las mujeres lo mejor sería no casarse, ni tampoco que supone
una derrota ser como es nuestra madre. Lo que interesa es poder escoger la vida que una ha de
llevar. Si habéis sabido haceros independientes, decidiendo espontáneamente llevar la existencia de
vuestra madre, y no por efecto de un sentido de pasiva fatalidad, o del deber y el temor, habréis
logrado una victoria. Nos hallamos ante una vida autoafirmativa, tan válida como cualquier otra.

De lo que aquí tratamos es de otra clase de mujer, de una que no desea llevar la vida de su
madre, pero que advierte que de todos modos la está repitiendo. Se han ido presentando
alternativas, que fueron probadas, pero siempre contenían un riesgo demasiado grande. Resultaron
estimulantes durante uno o dos meses, perfectas por espacio de varios años tras los escolares, pero
no podían ser consideradas útiles para toda una vida. Es posible que esas jóvenes mujeres
abandonaran su casa físicamente, que adquirieran experiencia en el terreno sexual, que jugaran con
el amor, con el trabajo, los hombres y otras cosas, pero nunca estuvieron completamente
comprometidas, entregadas a lo que hacían. “Siempre pensé que tenía un internado a mi lado, que
representaba a mi conservadora madre –me dice una joven – y que había otro aspecto “hippy”, que
representaba a la gente con la que viví durante los primeros años que pasé fuera de casa. Pero creo
que no pertenezco a ninguna de esas dos facetas. Cuando me encuentro en lo más elevado de un
alto edificio, pienso, en ocasiones, que terminaré precipitándome en el vacío.” La solución habitual
para las mujeres como ésta es el matrimonio. Sally Smith no parece gustarse mucho a sí misma,
especialmente por haber sido siempre la hija de la señora Smith. En cambio, la señora Jones… ésta
sí que ha alcanzado una identidad.

¿Ha ocurrido efectivamente así?


En justicia, debe decirse que la visión que tenemos de la madre hace casi imposible que
con su vida nos ayude en el proceso de la separación. Una mujer independiente es un ser que tiene
una relación totalmente diferente con la vida, los hombres, el trabajo y hasta consigo mismas,
diferente de la que nosotras estuvimos dispuestas a detectar en la madre. Si lleva una existencia
independiente de nosotras, no nos gusta, la desautorizamos. ¡Es nuestra madre! Debiera estar allí,
encerrada, esperando nuestro regreso del colegio o de una pelea con nuestras amigas. Nosotras
gozamos del privilegio de poder dejarla; ella, en cambio, no puede hacer eso. El lamento es casi
universal entre las hijas de unas madres que triunfaron, según me ha sido posible comprobar en las
entrevistas celebradas con las primeras. También yo me siento culpable: dije que solía quedarme
muy impresionada al contemplar fotografías de mi madre anteriores a mi nacimiento. Mi madre
aparecía en ellas como una intrépida amazona. Pero también recuerdo –con una intensidad
emocional mayor – mis silenciosas recriminaciones cuando ella salía por las noches, los reparos que
me producía el hecho de que fuera más joven que las madres de mis amigas, de que no llevara
puesto siempre encima un delantal y de que no tuviera los cabellos grises.

Insistimos en que la madre ha de ser casera, que ha de carecer de brillo. “Ha de ser como
otra madre cualquiera”. Luego, con esa injusticia peculiar de los pequeños, una vez la hemos
encasillado en el tipo fijado, la rechazamos por carecer de connotaciones interesantes, y miramos a
nuestro alrededor para lanzarnos en busca de otra persona… Una que sea distinta, que nos facilite
de manera de dejar el hogar, que nos ceda el apoyo de su brazo en tanto sometemos a prueba
nuestras vacilantes nuevas identidades.

Lo que da a la relación madre-hija su carácter tan punzante es su aturdida reciprocidad.


Cuanto hace y siente una persona afecta inevitablemente a la otra. “Pese a toda mi experiencia
profesional –dice la doctora Schaefer –, no he podido evitar esos sentimientos de rechazo y
abandono por parte de mi hija, una adolescente. A Katie le había gustado siempre ir con Thomas y
conmigo al teatro, a las casas de nuestros amigos, a todas partes. Era una acompañante maravillosa
y a nosotros nos encantaba su proceder. De repente, se negó a continuar en el mismo plan. El
teléfono estaba sonando durante todo el día, y solamente disponía de tiempo para sus amigas.
Cuando la visitaba alguna amiga, subían ambas a la habitación de Katie y se encerraban con llave.
Desde luego, yo me sentía feliz al ver que iba haciéndose mayor, pero tuve que hacer un gran
esfuerzo para encajar aquel estado de cosas, a lo cual contribuyó no poco Thomas, al hacerme ver
que se hallaba pasando por una fase de la adolescencia y que en su actitud no había ningún rechazo.
Pude notar cómo nacía en mí un afán de venganza, el deseo de castigarla con motivo del teléfono,
por ejemplo, o fijando rigurosamente las horas en que podía verse con las amigas. Cuando has
estado íntimamente unida a tu hija, resulta muy duro, extremadamente duro, ver que se inclina hacia
otras personas en busca de lo que casi exclusivamente solía encontrar en ti.”

Un importante punto de carácter ético surge aquí. Si bien es un deber de la madre dejarnos
ir, la responsabilidad de nuestra marcha recae en nosotras. Estoy de acuerdo con Mio Fredland
cuando dice que “una madre debe ser una buena y amante consejera”, pero entre los primeros
signos de madurez figura el que se deriva de conocer la diferencia entre lo que ha de decírsele sobre
las pruebas llevadas a cabo acerca de los nuevos estilos de vida, y lo que una ha de callarse. Si se lo
contamos todo, más de lo que quiere conocer, daremos con un indicio seguro de que no
emprendemos con seriedad nuestra tarea de conquistar la independencia. Somos como unas
adúlteras que explicaran sus pecados sobre el lecho conyugal, en infantil súplica de perdón.

“Todas mis amigas se entienden con sus madres mejor que yo con la mía”, dice una chica
de quince años. “Me agradaría poder contarle un puñado de cosas, pero estoy convencida de que no
me comprendería. No me cree madura aún, ni suficientemente responsable para arreglármelas sola.
De haber mejor comunicación entre nosotras se quedaría asombrada al enterarse de cuanto hago y
pienso. No me creería, seguramente.” En pura justicia, si la madre ha de mostrarse casi
sobrehumanamente generosa para dar a su hija de diez años un empujón en dirección a la calle,
tendrá que hacerse patente en la hija una obligación proporcional. Dice Mio Fredland: “La madre,
habitualmente, no espera demasiado de su hija. Dentro de la relación establecida, considera lo que
es mejor para ella como lo principal. Pero la chica siempre se interesará más por sí misma que por
la madre.”

Así es. Ahora bien, con excesiva frecuencia surge la queja: “Me gustaría poder hablar con
mi madre”, que en realidad quiere decir: “¿Por qué no puedo decirle que fumo y bebo, e intento
conseguir su aprobación?” Una de las duras leyes del crecimiento es que las adolescentes han de
dedicarse a realizar peligrosas exploraciones en la vida. Puede que esto sea necesario. Yo creo que
sí lo es. Uno de los grandes crímenes que se cometen con las chicas corre a cargo de los padres, al
envolver a sus criaturas con tanta inutilizadota capa de algodón que hace que ni por un momento
podamos afrontar el riesgo de la desdicha. Las jóvenes no están preparadas para comprender que
ésta puede llegar por los dos caminos. Queremos imitar a los excitantes, quizá peligrosos, seres que
vamos conociendo, pero hemos de hacerlo con la aprobación sin reservas de la madre. Esta especie
de proteccionismo da origen a la sensación de que no existen consecuencias de nuestras acciones
que nuestros padres no puedan fijar. Nos hallamos ante una distorsión de la realidad, una
maduración retardada y una simbiosis prolongada.

Exactamente igual que comprendemos por qué la esposa de un conductor de coches de


carreras rehuye visitar la pista, para no verlo entregado a su arriesgada ocupación, en la
adolescencia debiéramos comprender que es posible que nuestra madre prefiera no saber que
tenemos relaciones íntimas con un hombre de veinticinco años… y que no solicitemos de ella su
sanción. Si no somos suficientemente mayores para encajar la responsabilidad, no debiéramos
hacer tal cosa.

Lo sorprendente no es que tantas fracasemos, sino que sean tantas las que triunfan, que no
todas seamos personas sin rumbo, chicas listas siempre para girar en redondo, pigmeos sexuales de
por vidas. Cuando se piensa en todo esto, una se pregunta cómo ha podido desenvolverse entre
tantas negociaciones. Las zonas de conflicto con la madre, que hemos aprendido a evitar –nuestros
cuerpos, la ira, la masturbación, la sexualidad, el espíritu de competición –, componen una especie
de programa para lograr nuestra retardación. Y sin embargo, aquí estamos: yo escribiendo este
libro, tú criando a tus hijos, trabajando… En suma, la mayor parte de las mujeres dan una
aplicación satisfactoria a sus vidas. Podemos reaccionar con un movimiento de terror ante la
llamada telefónica anónima a altas horas de la madrugada, ante el desconocido que en la calle nos
susurra al oído una palabra obscena, pero no nos retiramos. No nos metemos en una habitación y
levantamos una barricada contra la vida para siempre. Probamos nuevamente.

¿De dónde hemos sacado esa valentía?


“Hay algo que no entiendo –dice la socióloga Pauline Bart –. Me referí a esas teorías que
respaldan la idea de que si una no tiene buenas experiencias en la niñez, su vida sexual, de mayor,
será deficiente. Yo he sufrido las peores experiencias prematuramente: dobles mensajes de mi
madre (mucho peor que no percibir ninguno), malos tratos por parte de mi padre durante la
adolescencia, y un matrimonio prematuro que salió mal. No obstante, ¡aquí estoy!”

¿Por qué verdaderamente es Pauline Bart una de las mujeres más despiertas y con más
vitalidad entre cuantas he conocido, mientras que otras, que al parecer tuvieron un mejor arranque
psicológico, me sorprenden por su embotamiento y su timidez, viviendo como protegidas por una
envoltura? No podemos olvidar que nuestra herencia genética no es democrática.

Entre mis amigas, las más interesantes tuvieron unos padres difíciles y unas adolescencias
tormentosas. El temperamento básico y otros misterios de la personalidad no pueden ser
despreciados al intentar explicar la paradoja de la superioridad: que seamos tantas las que nos
movemos contra todas las dificultades, animadas por el deseo de dar con un mundo mayor. Y
aunque estimo que los modelos a que he aludido antes componen una gran parte de la respuesta, es
fascinante preguntarse por qué escogemos a determinadas personas para que nos sirvan de puente
hacia el desarrollo e ignoramos a otras, quienes, a unos ojos extraños, parecerían auténticamente
atractivas. Durante mis investigaciones, por ejemplo, he comprobado que mujeres como Gloria
Steinem y Jane Fonda no “cautivan” la imaginación de la mayoría de sus compañeras de sexo.
Puede ser que las admiremos, pero nunca he oído decir a ninguna mujer que querría ser como ellas.
Estas son las revolucionarias; nosotras somos aún las hijas de nuestras madres.

Intelectualmente podemos admirar o respetar lo que las feministas extremadamente


propugnan, pero en el nivel más profundo, en el que vivimos, todavía no hemos asimilado esos
valores, ni, por tanto, los hemos hecho nuestros: parecen anti-machos, o “no femeninos”, hasta el
punto de hacer que nos sintamos incómodas. Es posible que tengan que pasar dos generaciones, o
una, para que las mujeres empiecen a establecer diferencias entre un tipo de ira antipaternalista
generalizada, dirigida contra la sociedad como conjunto, y nuestras propias e individuales furias.
Entretanto, las Jane Fonda y las Gloria Steinem constituyen modelos de afirmación y de
independencia, modelos que no nos convencen del todo. A los catorce años andamos en busca de
un cuadro de lo sexual que podamos aceptar: el ofrecido por el cine, con sus estrellas carentes de
emociones, o el derivado de la feminista-separatista noción de carencia de relación sexual completa.

Nuestro modelo de autoindividuación no es siempre nuestro modelo sexual. En una


sociedad que denigra la sexualidad femenina explícita, nos sentiremos afortunadas si damos con
alguna mujer sexualmente definida. No es de extrañar que las personas hacia las cuales nos
volvemos en busca de modelos sexuales sean con frecuencia las chicas “malas” de nuestra edad. Su
espíritu es difícilmente resistible. Siendo “malas”, nos hablan de algo que nosotras estamos
deseando conseguir desde hace mucho tiempo: la separación. Puede ser que no estemos aún
dispuestas a “recorrer todo el camino”, pero queremos, al menos, conocer gente que lo ha hecho.
Esas personas son nuestro futuro.

En el curso de mis entrevistas, conocí a una mujer de conducta marcadamente asexual. En


cambio, su hija, de veintiún años, proclamaba una idea sobre la sensualidad justamente opuesta a la
de su madre. Me pregunté de dónde había logrado la libertad necesaria para juzgar que la
sexualidad es permisible a las mujeres. Entonces solicité entrevistarme con ella. Le pregunté
cuándo, por vez primera, fue consciente de que algunas personas sostenían en el terreno de lo sexual
ideas diferentes de las profesadas por su madre.

“Cuando yo tenía catorce años”, me explicó la joven, “conocí a una chica realmente bella
en la pequeña población en que pasábamos los veranos. Yo tenía algunas cosas de las cuales ella
carecía – era inteligente; contaba con unos padres magníficos, por ejemplo –, pero tales cosas
parecían no tener la menor importancia al lado de su bronceada piel, de su atractiva figura, de su
popularidad entre los hombres. Esta chica cerró un trato en cierta ocasión con su novio: si él dejaba
de fumar, ella dejaría de utilizar los sujetadores que moldeaban su busto. No se me ha olvidado
esto. Jamás se me había pasado por la cabeza que una fuese capaz de ponerse de acuerdo con un
muchacho para tal cosa. Aquella chica me tenía fascinada, y a veces también me repelía. No
obstante, no se me ha ido de la memoria.”

Los chicos adolescentes se desenvuelven mejor que nosotras en su búsqueda de modelos


sexuales. Es posible que no juzguen a sus padres como la encarnación de Don Juan, pero al menos
los ven atraídos por las mujeres, los descubren volviendo la cabeza cuando pasa una mujer bonita
en la calle, les oyen hablar de temas sexuales. Puede ser que a nosotras no nos guste esto, juzgando
que hay en ello algo de mal gusto, pero lo cierto es que el chico, de esos hechos saca una
consecuencia: tener una vida sexual es algo que no admite reparos. En cambio, ¿qué hija ha oído a
su madre formular un juicio sobre el atractivo sexual de un hombre bien parecido? ¡Oh, sí!
Hablamos de sus manos, de sus ojos, del corte de su traje, pero ¿quién menciona la línea seductora
de sus caderas o de sus hombres? ¿Cómo reacciona una madre ante una expresión subida de color?
No es de extrañar que las mujeres carezcan de respaldo adecuado, de modelos, como respuesta a las
películas “porno”. Entre nosotras no hay camaradería sexual.

Recuerdo lo perpleja que me quedé, la primera vez que fui a la playa, cuando observé que
nadie hablaba de esos impresionantes bultos que quedan marcados en los trajes de baño masculinos.
Me senté en la arena, con mi pequeña pala en las manos, fijando la vista en el hombre que tenía más
cerca, embutido en un traje de baño de espuma de látex Jantzen, y comprendí el silencio de las
mujeres.

Hoy, los hombres han comenzado a vestir para ser mirados. En parte esto se debe a que la
mujer ha dejado de responder, como lo hacía antes, frente al macho no diferenciado. Puesto que
antiguamente era tan modesta que “cualquier cosa, con tal que llevara pantalones” le parecía bien,
el hombre tenía bastante con el tradicional traje de franela gris. Como ahora las mujeres se valoran
más, se dan cuenta de que el abanico de posibilidades de elección se ha ampliado. Los hombres,
por tanto, comienzan a competir para atraer sus miradas.

Los desnudos masculinos que determinadas revistas publican generalmente no impresionan


mucho a las mujeres. Los psicólogos, a este respecto, dicen que éstas no se ven estimuladas
sexualmente por la vista en igual medida que los hombres. Se deduce de ello que nos hallamos ante
un rasgo de carácter biológico, que nosotras somos “non-voyeurs” natas. En mi opinión, se trata de
una conducta aprendida, asimilada. Una vez las mujeres se hayan puesto en marcha desde el punto
de vista sexual, dejando a un lado todos los prejuicios, sabremos por fin si pueden o no sentirse
excitadas por medio solamente del órgano de la vista. También sabremos entonces qué es lo que
realmente nos excita, y en sustitución de las ideas de los hombres acerca de lo que ellas desean,
nosotras dispondremos entonces de fantasías eróticas propias. Entretanto, las jóvenes de hoy se
vuelven, reverentes hacia el Oeste, hacia Hollywood buscando una imagen de la sexualidad.

Por lo menos las películas llenan el doloroso vacío. En el peor de los casos, nos dan una
idea sobre la mujer y lo sexual tan romántica que cuando vivimos una experiencia nos extraña que
no se desarrolle todo como en la escena en que Robert Redford retenía a Ann Margret en sus
brazos. Confundimos lo sexual con el idilio romántico porque no llegamos nunca a ver una mujer
sexual desde el punto de vista de una mujer. Dice Molly Haskell, crítico de cine: “Como sustitutivo,
lo que se nos da son fantasías de hombres sobre las mujeres, hablándosenos de éstas como de
vírgenes o prostitutas. Tuvimos a la pura chica de al lado: Debbie Reynolds, Doris Day, Grace
Kelly… En la década de los años 60, los hombres del cine intentaron darnos mujeres sexuales:
Carrie Snodgress, en Diary of a Mad Housewife, y Jane Fonda, en Klute. Pero tales mujeres no
constituían para las demás una fuente de energía e imaginación. Producían una especie de sensación
de modorra, de agotamiento.” Esas mujeres no eran como nosotras queríamos ser.

Las observaciones de tipo general de Molly Haskell cobran un punzante e individual


significado en el curso de una entrevista con una mujer de treinta años de edad: “Yo solía ir al cine
tres veces por día”, me cuenta. “En mis años jóvenes no tuve ninguna actividad sexual, no me
masturbé nunca, no participé en juegos de ese carácter con otras muchachas. Desarrollé, en cambio,
muchas fantasías, basadas en lo que veía en los films. Experimenté una serie de fuertes sensaciones
sexuales mientras veía a los protagonistas de las películas haciéndose el amor, si bien, desde luego,
por entonces ignoraba la identidad real de lo que sentía. Nadie me había explicado nada acerca de
mi cuerpo. Pensaba que las presiones que notaba y mis sueños peliculeros eran tan sólo fantasías
románticas que, según mis suposiciones, todas las adolescentes conocían. No llegué a pensar jamás
que estaba reaccionando ante los actores de la pantalla no de un modo romántico, sino sexualmente.
No sabía qué nombre había de dar a esas sensaciones, y como quiera que nunca me había tocado,
nunca me había mirado –siempre, efectivamente, habían influido en mí para que no me mirara “allí”
–, experimentaba una terrible curiosidad, moviéndose en un mar de confusiones toda mi vida
cuando pensaba en lo romántico y en lo sexual. Me resistía a contraer matrimonio. Temía que, de
vivir con alguien, día tras día, el “misterio” acabaría por esfumarse. El me vería como era
realmente y no como la reina del sexo romántico en que me había convertido después de haber
contemplado durante tantos años las actuaciones de las “estrellas” de la pantalla de plata.”

A causa del rotundo “no” de la madre frente a lo sexual, y la falsa sexualidad que
apreciamos en el mundo comercial en que vivimos, poco es de extrañar que uno de los más arduos
trabajos que se nos ofrezca en la adolescencia consista en el establecimiento de esa esencia del yo
que los psiquiatras denominan “identidad del sexo”. Nos hallamos ante un fascinante concepto.

La identidad del sexo puede definirse como la forma de vernos nosotros, todos, hombres o
mujeres, subjetivamente, no anatómicamente. Y una de las medidas de nuestras existencias es el
grado de certeza que sentimos en tal identidad. Hasta hace poco, cuanto sentía una mujer acerca de
su carácter como tal no interesaba a nadie. Si su identidad anatómica revelaba su condición,
entonces se daban unos rígidos juegos que afectaban a la personalidad y al carácter, los esperados,
que se correspondían exactamente con el modo de reaccionar de otros ante ella. Actualmente,
estamos comenzando a ver que al definir determinadas normas como emocionales o de conducta
con los nombres de masculina o femeninas, hemos metido a los dos sexos en sendas camisas de
fuerza.

A los quince años, cuando leía Rojo y Negro, de Stendhal, creía identificarme no con la
duquesa, sino con el atrevido y valeroso Julián Sorel, el héroe que abandona el hogar para ir en
busca de fama y fortuna (que constituye la forma literaria de anunciar el comienzo de la búsqueda
de la propia identidad). Pero mi identificación tenía un carácter secreto. Veinte años atrás era
impropio de una dama decir que “iba a actuar como un hombre”. Esto ni siquiera se podía pensar.
Como mi identificación permanecía oculta, resultando vergonzosa para mí, era nutricia solamente
en parte. Cuando en vez de buscar marido, como hicieran las chicas en cuya compañía me crié,
dejé el hogar para dirigirme al Norte, mi fidelidad a aquel papel era solamente experimental. Por el
hecho de no poder ser sincera en cuanto a lo que deseaba ser y la forma de lograrlo, era responsable
a medias de mí misma. Actué con tanta ambición como Julián, pero a diferencia de éste, una vez
hube triunfado y me fueron ofrecidos puestos descollantes, formulé excusas para rechazarlos. Me
acosté con los hombres que quise, pero estuve temiendo el rechazo constantemente. Mis héroes,
mis modelos, las personas que me habían atraído en los libros y en la vida real eran hombres. Todo
se me antojó demasiado confuso. Deseaba ser una mujer, pero no quería ser como las otras
mujeres. Carecía de modelos.

“Todas las personas poseen en potencia las cualidades que nosotros juzgamos masculinas o
femeninas –declara Jessie Bernard –. A mí me agradaría que se desarrollaran en los dos sexos…
Hay hijos que son gentiles y tiernos; y chicas que pueden ser fuertes, de carácter firme. Es posible
que esto vaya en aumento al participar los hombres en mayor medida en la educación de los hijos.”

La idea contemporánea de la definición del sexo es para las mujeres muy compleja y
substanciosa, en una medida superior a lo conocido. Si a una joven se le concede un margen
discreto de soltura pensando en la identidad del sexo, es seguro que a lo largo del proceso de
formación intentará reforzar los sentimientos que más le agraden, asimilando rasgos de los
caracteres para ella más admirables de los hombres o de las mujeres que se desenvuelven a su
alrededor. Puede ser que prefiera ser una girl-girl, como se dice en las canciones pop, o una
criatura que viva aferrada a su madre, un ser de otra época; y también es posible que guste de las
características de una mujer tan contemporánea que todavía no ha sido bautizada por los
compositores pop, o de un ser dispuesto a darse sexualmente, en posesión de lo que solía
denominarse afirmación masculina. O de una mezcla de estas dos personas. Cuando yo tenía
diecinueve años, mi abuelo, un hombre muy autoritario, volvíase hacia mí cuando le discutía algo.
“¿De quién has aprendido tú a contestar así?” me preguntaba. “De ti”, le contestaba yo. Si nos
sentimos seguras en nuestra identidad del sexo, jamás se nos ocurre pensar que estamos
“equivocadas” en nuestra forma de proceder. “Puesto que soy una mujer”, me decía una amiga
recientemente, “todo lo que hago es femenino”.

Pero permitidme que al llegar aquí haga una importante advertencia. Aunque creo que se
ha producido un cambio en las ideas sobre la identidad del sexo que nos ha permitido una mayor
participación en las complejidades de la vida, tal cambio no se ha operado interior y
universalmente. Vivimos un sentido de valores casi esquizoide. Refiriéndose a nuestro
asentamiento al último manifiesto sobre libertad sexual, el doctor Robertiello dice: “Nos parece que
la idea que posee la mujer de su identidad sexual, y su subjetiva impresión acerca de sí misma como
tal mujer, son cosas que se hallan mucho más relacionadas con el concepto de su persona como
madre que con el concepto de sí misma como ser sexual.

“Pensemos, por ejemplo, en una mujer divorciada, que ha tenido varios amantes. Esta
mujer no será capaz de juzgarse una mujer adecuada si no cumple con todas sus obligaciones
maternales. ¿Y quién puede disfrutar de una vida sexual en regla si se juzga una mujer mala? Es
posible que esta persona pase un buen rato en la cama, pero siempre que se refiere a esto habrá una
connotación peyorativa en su comentario. En vez de decir: “¿Verdad que soy una mujer excitante,
muy sexual?”, dirá: “Soy una mala persona. Debiera estar en casa, cuidando de mi hija”.

Yo iría más lejos aún que el doctor Robertiello. Ni siquiera tenemos que ser madres para
ver nuestra identidad más relacionada con la maternidad que con la sexualidad. De no repetir el
modelo de vida de nuestra madre, la mayor parte de nosotras albergaremos la sospecha de haber
fracasado, de ser incompletas.

Por ejemplo; tendría que haberos dicho que me hallaba totalmente comprometida conmigo
misma, por mi decisión de no tener hijos; y, sin embargo, cuando escribía el primer capítulo del
presente libro, mi argumento contra el instinto maternal era tan fuerte y desproporcionado que me
sentí casi incapaz de soslayarlo. No podía darle un énfasis lógico –ni más, ni menos – porque
estaba defendiéndome a mí misma. Todos los razonamientos del mundo no me han convencido
todavía de que, al ir contra mi formación, no he abandonado mi verdadera identidad del sexo, la
auténtica feminidad.

He entrevistado a algunas mujeres que tenían quince años menos que yo, las cuales me han
dicho que para las de su generación es más fácil escoger un modelo de vida de su agrado. En
cualquier grado que se estime, ello es cierto, y estoy convencida de que esto tiene que ver con los
modelos de las vidas de otras mujeres. Las jóvenes de hoy poseen una inconfundible ventaja sobre
las de las generaciones anteriores, y al consolidar los progresos conseguidos por las mujeres
precedentes se convierten en modelos de las que han de venir. He aquí una época para la que vale
la pena trabajar: aquella en que una mujer, después de tener relación sexual con su esposo o su
amante, se sienta tan segura de sí misma como cuando mantiene entre sus brazos a un bebé.

En un fascinante estudio, la socióloga Pauline Bart demuestra con documentos el daño


causado a la psique al sustituir la condición materna – que constituye un posible elemento en la
identidad del sexo – por la condición femenina, que es concepto total. El estudio se basó en las
notas clínicas de 550 mujeres afectadas de depresión, en un hospital de Los Ángeles. La edad de
esas personas oscilaba entre los cuarenta y los cincuenta y nueve años. “También mantuve veinte
entrevistas –explica la doctora Bart –. Cuando hacía a las mujeres alguna pregunta referente al
tema sexual, trataban de eludirlo. Si les pedía que fijaran por orden de importancia la actividad
sexual, ésta jamás era situada en primer lugar, ni en el segundo, y raras veces el tercero… Y eso
que en el cuestionario se ofrecía a su consideración la alternativa de “ser una compañera sexual para
el esposo”.

En otra parte del informe, la doctora Bart mostraba a las mujeres doce sencillas, pero
sugestivas, fotografías, y les pedía que idearan una historia breve sobre la vida de las mujeres que
aparecían en las fotos. Tratábase de una técnica proyectiva normal, bien comprobada por la
experiencia.

En una de las fotografías aparecía una mujer tendida en una cama, embutida en un
camisón negro de encajes y con una pierna levantada. “Era una foto muy sexy – explica la doctora
Bart –, pero las interrogadas la rechazaban. Cuando la escogían, negaban sus alusiones sexuales.
Manifestaban algo semejante a esto: “Esta es la foto de una mujer que acaba de poner a dormir a su
pequeño, y que se siente fatigada.” La idea amenazadora de lo sexual era inmediatamente sustituida
por la asociación segura de la maternidad. Cuando la doctora Bart preguntaba por qué se dejaba a
un lado la foto, la contestación recibida a menudo era: “¡Oh! Esa fotografía muestra una mujer con
poco sentido de la moralidad.”

“Esas mujeres –concluye la doctora Bart – carecían de relaciones con lo sexual. Eran
personas muy convencionales, buenas, tradicionales, bien “programadas”, que se atenían a las
normas de siempre en un ciento cincuenta por ciento, y en la mujer una de las cosas que se
programan es su carácter no sexual.” ¿Quién puede poner en duda que la incapacidad de conectar lo
femenino con lo sexual es en parte responsable de la depresión sufrida no sólo por las mujeres
entrevistadas por la doctora Bart sino también por la totalidad de la raza femenina?

Mientras los modelos y las figuras de identificación nos ayudan a separarnos de la madre,
los sustitutos representan otro papel distinto en nuestras vidas. Los psicólogos que centran su
atención en la infancia limitan habitualmente el significado de la palabra “sustituto” a los que al
principio reemplazan a la madre… Son personas a menudo oscuramente recordadas, pero casi
míticamente importantes, quienes nos nutrieron un día emocional y físicamente. Figuran entre ellas
las institutrices, las amas, las abuelas y las hermanas mayores. Estos seres nos dieron un día calor y
amparo, cuando la madre no estaba física o psicológicamente disponible para nosotras, por una serie
de razones. En aquella época de la vida, una época de dependencia para nosotras, cuando no había
llegado el momento de estar dispuestas para la separación y buscábamos con ansia la proximidad a
alguien, los sustitutos nos cedieron muchos de los rasgos emocionales y personales que después
acarreamos en el curso de la existencia.

De ellos eran las sonrisas que deseábamos ver y sus ojos los que observábamos, buscando
el amor y la aprobación que necesitábamos. “Son nuestras madres psicológicas –manifiesta Bety
Thompson – las que nos enseñan a sentir nuestras emociones. Muchas mujeres que han tenido
madres biológicas no emocionales, ni demostrativas, crecen, sin embargo, con la espontaneidad, la
vitalidad, la viveza de mirada o la cadencia de voz de las personas sustitutas, de quienes las
atendieron y respondieron a sus necesidades cuando eran pequeñas.”

Joan Shapiro, profesora del Instituto de Previsión Social en el Smith College, declara: “La
verdad es que yo llamo “madre” a la mujer que cuidó de mí durante seis años. Poseo su sentido del
humor, tengo sus gestos, me gusta, como a ella, la música, me agrada el baile y la vida al aire libre,
cosas que son, igualmente, de su agrado. Cuando mi hija la visitó por primera vez, vio en ella
tantas cosas mías que la llamo “abuela” inmediatamente. A mí me consideraba mi institutriz como
una hija mayor, y le inspiro tanto cariño que sus hijas, ya mayores, se sienten celosas.”

Dados los imperativos del desarrollo en la adolescencia, durante la cual necesitamos


experimentar con la libertad, aunque sin querer perder nuestro lazo de unión con la madre, la
necesidad de los sustitutos surge nuevamente. A los doce y catorce años pasamos por una
reproducción de la fase de aproximación – o “reabastecimiento”-, vivida primeramente a los dos o
tres años. En la adolescencia, la persona que encontramos como sustituta de la madre en tal
experimentación del alejamiento, es con frecuencia una chica de nuestra misma edad. Nos
apoyamos una en otra para procurarnos seguridad del mismo modo que planeamos las aventuras del
futuro. Estos ardientes choques, incluso cuando existe una actividad homosexual, son útilmente
comprendidos como una necesidad de hallar un refugio, una atención maternal mutua, más que un
deseo de relación sexual explícita. “El primer amor de una –afirma Bety Thompson – es
habitualmente una recreación de la relación emocional del Edén… aquella que una vez existió
entre tu madre y tú misma.” Enamorarse significa amar el recuerdo de esa relación, o una fantasía
de cómo le hubiera gustado a una que fuera. “Incluso en ese tipo de ardientes relaciones –añade la
doctora Thompson -, en que la muchacha encuentra insoportable estar alejada del chico aunque sea
un momento, existe una re-creación de la relación infantil. Es fácil observar que el muchacho
representa el papel de una persona sustituta de la madre.”

Puede considerarse afortunada la adolescente que tiene relación con alguien a quien puede
admirar, y que también la ama. En esta otra persona quedan combinados los papeles de modelo y de
persona sustituta. Puede tratarse del primer tanteo de una chica para resolver la aparente
contradicción que supone desear liberarse de la madre al tiempo que desea aproximarse a otra
persona. Una de las grandes ventajas es que el sustituto no siente tantos temores por nosotras, ni se
halla tan encerrado en nuestras personas. La intensidad emocional de la relación no es tan ardiente.
Y lo que es igualmente importante, nuestros temores de ser reabsorbidas por la madre se alivian.
Con el sustituto, tenemos a nuestras espaldas la antigua seguridad proporcionada por la madre,
gozando de la libertad para enfrentarnos con el futuro. Si tenemos suerte, volveremos a gozar de tal
sensación con otra persona, nuevamente, más adelante. Esta maravillosa acción de equilibrio entre
dos personas puede constituir un ensayo para el matrimonio.

“En el curso de mi trabajo, así como en mi propia vida privada –dice la profesora Shapiro -
he podido observar que cuando alguien vive una buena experiencia con una persona sustituta de la
madre en los primeros años de su vida, tiende a desarrollar un instinto especial que le permite dar
con otros seres análogos a lo largo de su vida. Se desarrolla una llamativa cualidad que las personas
sustitutas en potencia captan. Hay quienes necesitan atenciones maternales. Hay quienes gozan
prestándolas.”

Existe una gran diferencia entre los sustitutos de la niñez y aquellos con quienes topamos
durante la adolescencia. En este caso, la elección corre a nuestro cargo. Las institutrices y
hermanas mayores que nos confortaron y atendieron de pequeñas procedieron así partiendo de ellas
la iniciativa. Los sustitutos de la adolescencia, las personas cuyos cuerpos, cuya aprobación, cuyo
contacto y estima fueron tan vitales para nuestra continuada evolución, son elegidos por nosotras.
Los escogemos nosotras, sí. Hemos crecido ya, estamos suficientemente formadas para saber qué
es lo que deseamos. Nuestras necesidades son más bien de carácter psicológico. Las otras, las
referentes a nuestra alimentación, cuidado, aseo, pasan a ocupar un lugar secundario. Y, con todo,
los sustitutos de la primera etapa de la vida, así como los de la adolescencia, comparten a menudo
una suerte similar al fin: son olvidados. Tendemos a olvidarnos, a subestimar su importancia.

“Me acuerdo de la institutriz que tuve de pequeña”, dice una muchacha de quince años.
“Me veo recogiendo con ella las ropas puestas a secar. Era un trabajo que me agradaba. Yo la
llamaba abuela, aunque no lo era, claro. Todavía me gusta recoger la ropa limpia.” También le
agrada a esta chica mantenerse unida a alguien y posee una gran capacidad para intimar con
cualquiera, capacidad que su madre, muy fría y nada emocional, no entiende. “Mi hija está
viviendo un intenso idilio con su novio”, explica la madre. “Yo no pasé jamás por una experiencia
semejante. Ella es mucho más afectiva que yo. No sé a dónde va a llevarla esta manera de ser.”
Nadie recuerda de quién ha sacado la joven su conducta emocional. En lo de llegar a admitir una
especie de herencia sentimental, no va más allá de reconocer su afición a plegar amorosamente la
ropa ya lavada.

Otra mujer me habla de la influencia que en su vida ejerció una profesora, pero añade que
se sintió obligada a mantenerlo oculto. “Cuando yo tenía catorce años, mi profesora de inglés
cambió mi vida. Ella me enseñó no sólo a leer sino a valorar la inteligencia. No era una mujer
guapa, que era lo que las chicas de mi pandilla apreciaban más. Me siento avergonzada al confesar
que nunca le dije a nadie cuánto la admiraba. Me limité a tomar lo que me ofrecía, y luego salí
disparada. Jamás le di las gracias, de lo cual me he arrepentido siempre.”

Esta rara ingratitud no tiene nada que ver con la inteligencia ni con la edad.
“Recientemente –dice el doctor Robertiello – dentro de mis propias sesiones de análisis redescubrí a
un importantísimo tío mío. Tenía diecinueve años cuando yo contaba cinco, y era, quizá, el hombre
más destacado de mi infancia. A lo largo de tantos psicoanálisis como he llevado a cabo en mí
mismo, nunca había hecho aparición en mi mente consciente. Cuento cincuenta y un años, y hasta
ahora había mantenido su figura reprimida.”

Se trata nada más que de tres ejemplos. Una y otra vez, en mis investigaciones sobre el
tema de este capítulo he recogido pruebas de esta negación. La mayoría de la gente, cuando se le
pregunta de un modo directo si hubo alguien en su vida que desempeñó para ellos el papel de
madre, o si recuerdan a alguna persona con la que se identificaran plenamente al crecer, se limitan a
encogerse de hombros, respondiendo que no, que no hubo nadie. Ningún sustituto, ninguna
heroína, ningún modelo. “No hubo nadie que hiciera las veces de madre para mí, ni una persona a
la cual deseara parecerme al crecer.” ¿Me están mintiendo estas mujeres?

No lo creo. No veo que haya irritación o ardor defensivo en su gesto al desentenderse del
tema. Se encuentran perplejas ellas mismas… Especialmente si tienen la impresión de haber
trascendido la imagen que su madre les presentó. ¿Cómo lo hicieron? “Supongo que me formé yo
misma”, declaran, subrayando con un expresivo gesto su ignorancia.

“Estimo que esta clase de olvido –explica el doctor Robertiello – puede arrancar de la idea
de que constituye una deslealtad para con nuestros padre reconocer la importancia de otras
personas. Aunque sea inconscientemente, comprendemos que debemos a los modelos de nuestra
juventud demasiadas cosas, y fijamos nuestra atención en otro asunto. Es una especie de defensa de
nuestras antiguas ideas de omnipotencia. Puede ser que nos avengamos a reconocer que nuestros
padres fueron formativos para nosotras. En fin de cuentas, esto es lo normal. En cuanto a reconocer
que teníamos necesidad de otras personas… ¡Oh, no! ¡Eso no!”

Si admitimos, aunque sólo sea para nosotras mismas, que en alguna ocasión preferimos una
persona determinada a nuestra madre, formulamos una terrible acusación, tachándonos de frías,
egoístas y difíciles. “Olvidamos” porque nos sentimos excesivamente culpables para recordar.
Dice la doctora Helene Deutsch: “Es frecuente el caso de la mujer que no acierta a recordar hasta
qué punto influyó en su desarrollo emocional de niña una institutriz o un ama de llaves… Esto es
debido a la existencia de un sentimiento de culpabilidad (pensando en la madre), por haberse
permitido la interesada albergar sentimientos de amor por otra mujer.”

Tal sentimiento de culpabilidad arranca de la simbiosis. Para quienes se mantienen unidas,


la admisión de la presencia de alguien más suscita el temor a la ira del sujeto simbiótico, el justo
castigo y el posible abandono. No podemos seguir viviendo ya con tales agobios. Actualmente,
cuando las madres se encuentran implicadas en más de una tarea, las criaturas necesitan más de una
madre. No se trata de dar con alguien que les acompañe tan fríamente como lo hace un aparato de
televisión, sino una persona hacia la cual sientan que pueden dirigirse libremente, que esté allí por
ellas, que pueda ofrecerles su afecto y su calor sin experimentar la sensación de que provoca los
celos de la madre. Las jóvenes, particularmente, viven grandes cambios en cuanto a modales,
costumbres y expectativas; están necesitadas de todo el amor que puedan encontrar en personas que
ha de procurarse que sean lo más diferenciadas posible; necesitan tener acceso a una variedad de
modelos aparte del proporcionado por la madre.

Pero ésta, primeramente, debe renunciar a sus beneficios ilusorios, provenientes de una
simbiosis que ha durado demasiado tiempo. Es posible que la persona más próxima en quien puede
depositar una parte de sus actividades maternales sea el esposo. Dice Mio Fredland: “En realidad,
el sexo de la persona que realiza tales funciones es cosa secundaria.” Hay hombres que resultan
maternales. Hay mujeres que no pueden merecer tal calificación. A la hija le da igual que el afecto
venga de aquí o de allí. “La maternidad es una cosa demasiado importante para dejarla
exclusivamente en manos de las mujeres –declara Jessie Bernard -. Ha de ser compartida.”

Indudablemente, sin embargo, la mayor parte de los padres no han aprendido todavía a
aceptar la responsabilidad que implican los hijos en la misma medida que las mujeres. “Cuando
estoy en mi trabajo ando preocupado constantemente. Me pregunto si él habrá dado a Susie su
merienda”, me cuenta una mujer. “Tengo muy presente que hallándonos los dos en casa, si el bebé
llora, él continúa durmiendo. Soy yo quien lo oye siempre. ¿Cómo voy a confiar en él?”

¿Y qué hacer para cambiar ese estado de cosas? En este caso, la culpa no es toda de los
hombres. Mientras una madre piense que su principal valor radica en el hecho de ser la única
persona con quien se puede contar verdaderamente para llevar adelante a una hija, no aceptará que
pueda existir otra capaz de comprenderla como ella. No habiéndosele dado nunca responsabilidad
plena en este terreno, el padre no tarda en desprenderse de la poca que tuviera.

“En el seno de la familia moderna –dice la doctora Bety Thompson – la relación madre-
hija va a ser seriamente alterada. Habrá más de una persona con actividades maternales en el
futuro. Existiendo un padre que actúa de sustituto de una madre, se presenta el caso de la relación
de ese tipo.” La idea es reforzada por la doctora Fredland: “Yo no sé qué es lo que convierte en
maternal a una mujer. Sé de mujeres que han tenido unas madres biológicas pésimas, y ellas, sin
embargo, son muy maternales. Otras mujeres que fueron atendidas por madres tradicionales no
presentan ninguna cualidad maternal. Me figuro qué es lo que ha pasado aquí: que alguien se ha
mostrado muy maternal con ellas. Esto no tenía por qué correr necesariamente a cargo de la madre,
ni siquiera de una mujer. Pudo haber sido el padre. O un tío.”

No son temas de este libro las guarderías ni los horarios flexibles, pero es preciso decir que
cualquier plan que implique la utilización de sustitutos de las madres fracasará si éstas no aprenden
antes a renunciar a parte de la responsabilidad de cuanto acaece a los miembros de la familia. Tales
mujeres no pueden ser una madre total, una asalariada total, una esposa total. Las hijas de las
mujeres en estas condiciones asimilan las ansiedades y celos de sus madres. Incluso si parte del
sustituto es aceptada, el presente quedará envenenado por el temor a que ese beneficio suponga una
traición contra las emociones simbióticas de la madre. La hija se hace con lo peor de los dos
mundos. Sufre a consecuencia de la separación de su madre, y forcejea con su ambivalencia al
permitirse a sí misma ser consolada por el sustituto.

“Freud solía decir que la vida es, casi siempre, la gran curandera –manifiesta la doctora
Fredland -. Ciertas experiencias, personas con las que se llega a establecer contacto… Estas cosas
pueden contrarrestar un daño causado prematuramente. Una criatura es siempre algo tierno,
maleable. La neurosis puede dar a esa naturaleza plástica una forma distorsionada, dura. Pero si la
pequeña es afortunada y conoce felices y vitales experiencias, con un sustituto, por ejemplo, la
neurosis será parcialmente curada al menos, y a la estructura emocional básica le será facilitada una
oportunidad para que se recomponga y adopte una forma más saludable.”

Si la madre está radicalmente convencida de que como tal fue buena, y que se halla a la
altura de las circunstancias, es posible que se ponga de acuerdo con su hija para tratar de su
necesidad de disponer de otros modelos en su vida. “Pero si piensa que no fue una buena madre –
manifiesta el doctor Sanger – su sentimiento de culpabilidad la hará ponerse furiosa. Se mostrará
terriblemente hostil con la gente que podría ayudar a su hija. ¿Cómo va a admitir que no fue todo lo
madre que la sociedad y su misma hija le enseñaron que debía ser? Su propia feminidad se
encuentra en peligro.”

Las asistentas sociales dan cuenta día tras día de casos de madres que desean conservar su
libertad, pero que aspiran también a que la hija se halle primariamente ligada a ellas. “Lo he visto
en las peores madres –refiere Mio Freland -. En el momento en que ven que su hija se liga
estrechamente a una institutriz, o a cualquier otra persona, se apresuran a desembarazarse de esa
persona. Odian a la criatura, odian el papel que les toca representar, odian todo lo que tenga
relación con este asunto, pero les resulta insoportable que la niña se sienta emocionalmente unida a
alguien.”

Una madre lamenta la existencia de sustitutos porque se halla simbióticamente unida a su


hija y teme la ruptura. A otra le ocurre lo mismo porque en realidad su hija le disgusta, y teme que
un sustituto le haga ver su falta de amor. De un modo u otro, la hija es quien pierde. Cuando a su
vez se convierta un día en madre, recordará las ansiedades de la suya, y descubrirá por ellas que
poner a la hija en manos de otra persona, para que le proporcione amor y cuidados, significa ser una
“madre mala”. Creerá que no obra bien… Nada la hará desistir de su opinión, ni siquiera en el caso
de que las circunstancias económicas le aconsejen abandonar el hogar para buscar un empleo.

Son numerosas las mujeres que actualmente vienen asumiendo riesgos, fatigas y afanes que
antes solían ser exclusivos de los hombres, y que, sin embargo, no han podido zafarse de los
riesgos, fatigas y afanes que se derivan del hecho de ser madres. Jessie Bernard manifiesta: “Un
chico de tres años dirá: “Quiero ser astronauta, bombero, soldado”. Cuando crezca, se dará cuenta
de que no puede ser todas esas cosas, y se concentrará en algo, limitando sus aspiraciones. Pero las
niñas son criadas como para vivir con arreglo a una oculta agenda. Superficialmente, nos decimos:
“Pues sí… Tienes tanto derecho como un chico a ejercer una carrera, a ser médico, o abogado, pero
existe un oculto mensaje: has de ser madre también.” La chica decide: “Voy a ser abogado. Y
también voy a tener una familia” No se reconoce el hecho de que en nuestra sociedad es
estructuralmente muy difícil ser madre y abogado a un tiempo. Esto equivale a la declaración del
pequeño de antes: “Voy a ser bombero y astronauta.”

Algunas mujeres pueden ejercer plenamente una carrera y también ser madres, a base de
jornada completa, pero tales damas componen figuras sobrehumanas, y nadie puede basar una
sociedad racional en una totalidad de mujeres superdotadas. Es pedir demasiado, y cuando fallamos
nos sentimos presas de la ira… sin saber por qué. Otras mujeres, también jóvenes, alegan ser
capaces de combinar el matrimonio y la carrera elegida, pero deciden no poder ser madres. Dice la
profesora Jean McFarland: “Creo que es justo advertir a las mujeres que ejercer una carrera y ser
madres a un tiempo constituye algo que vale la pena, que compensa el esfuerzo que exige. Ahora
bien, estimo que no tiene nada de fácil. Algunas de nuestras mujeres más famosas han decidido
prescindir de la maternidad, no porque no les agrade tener hijos, sino porque les resulta imposible
realizar sus dos tareas perfectamente. Nos encontramos ante una decisión trágica, que se plantea a
las mujeres, y que la sociedad lamentará algún día.”

En el curso de una entrevista, pregunto a una eminente socióloga si habían existido en su


vida figuras de identificación importantes. Mi entrevistada guarda silencio unos instantes, y luego
responde: “Mi madre admiraba a Margaret Sanger. Tenía un libro que trataba de ella, el cual leí.
En cierto aspecto, mi madre era maravillosa. Yo pensaba que las reformadoras sociales eran
mujeres estupendas. Soñaba con echarme a la calle y cambiar el mundo como ellas, haciendo el
bien. Yo procedo de una familia de políticos, pero no tuve realmente una figura de identificación.
Quizá mi tía, que fue médico. Hoy me siento furiosa con mi familia. Nunca me ofreció ninguna
alternativa de matrimonio. Su plan consistía en mandarme al colegio a fin de disponer el día de
mañana de algo que me respaldara, pero nunca tuve la posibilidad de cursar una carrera seria. ¡Y
eso que teníamos a una mujer médico en la familia! Todos me hacían sentir que mi obligación era
casarme, de manera que cuando apareció en mi vida aquel majadero, me casé con él. La verdad es
que contraje matrimonio para salir de mi casa, para alejarme de ella. Era un ambiente estúpido”.

Esta mujer ahora está divorciada. Su historia la inicia mencionando a Margaret Sanger y a
una tía suya médico, pero sus observaciones se cierran con la negación de que existieran en su vida
figuras de identificación, y un torrente de ira. Una se imagina que hoy podría decir: “Gracias a
Margaret Sanger y a mi tía, tuve el valor y el incentivo precisos para llegar a ser socióloga.” Pero
en vez de realzar el positivo impulso que estas mujeres han sostenido a lo largo de su vida, se
estancan en sus iras, orientadas hacia sus familiares, incluida su “maravillosa” madre. ¿No se
encuentra esa ira anotada en la oculta agenda, la idea, inculcada por su madre, de que,
efectivamente, ella podía tener una carrera, pero que ante todo tenía que ser esposa y tener hijos?

Por lo destructivo, ese enojo contra la madre debería arrasar buenos años de nuestra vida de
adultas. Podemos muy bien decir: “No estoy enojada con mi madre!”, pero ¿por qué caemos en
tales cóleras cuando nuestra hija no limpia su habitación o nuestro esposo se retrasa en llegar a
casa? La furia no es apropiada. Ha sido desplazada desde la madre hacia alguien “más seguro”.
Esto es injusto y desconcertante, conduciendo a discusiones que no pueden ser aclaradas porque el
objeto real de nuestras iras no se menciona jamás, ni siquiera se hace consciente; examinar nuestras
cóleras no resueltas, incluso ahora, significaría reavivar esas emociones infantiles de pérdida y de
castigo que nunca superamos.
La verdad es que una vez enfrentadas con tal situación, podemos vivir hoy con esa ira. De
otro modo contamina cualquier amor real que podamos sentir por nuestra madre. A medida que los
modelos e imágenes de independencia y vida, que habíamos encontrado tan atractivos se nos
escapan por entre los dedos, nos descubrimos más y más parecidas a la ansiosa mujer, de fuerte
espíritu crítico, sexualmente atemorizada, que nunca nos propusimos ser. Nos sentimos irritadas
ante la persona que acabó con nuestra confianza en cualquier modelo, al mismo tiempo que operaba
sobre nosotras utilizando el disfraz de la pasividad, del conservadurismo, de la resignación.

Dice la doctora Bety Thompson: “La pasividad, en las mujeres, puede significar
humillación, temor, falta de impulso, terror ante la posibilidad de que seas descubierta queriendo,
necesitando algo. Todo eso, a menudo, es ira.” A diferencia de los hombres, que ganan puntos
siendo de carácter duro y vehementes, las mujeres se encuentran con que la ira es calificada como
no “propia de una dama”. Empezamos por irritarnos, pero nos sentimos culpables y “amainamos”.
El resultado es la personalidad pasiva-agresiva: alguien que expresa su enfado adoptando un disfraz
aparentemente civilizado. “¿A dónde deseas ir esta noche, querida?”, inquiere el esposo, no porque
espere oír el nombre de un restaurante de labios de su mujer, sino porque desea apreciar la
entonación emocional de ella, complacida al salir en su compañía. “Adonde tú quieras”, responde
la esposa, privándole de la respuesta que él esperaba escuchar, pero disimulando su intención de
causarle una frustración y un enojo, al cumplimentar aparentemente la pregunta expuesta. “La
personalidad pasiva-agresiva –señala la doctora Thompson – se asemeja a un coche aparcado que
sólo puede recular.” Tal persona es la criatura de dos años que se niega a hacer lo que quieren
todos. Se siente fuerte al decir “no”. Para ella, negar es reforzar su sentido del yo, aún en el caso
de que, simplemente, se le pida que continúe adelante, progresando en su desarrollo. El deseo
natural es para siempre, y una niña se siente contrariada cuando se le niega la evolución,
importando poco que se la esté procurando por sí misma.

La ira es negativa, pero todavía supone un lazo. Retarda la separación porque mientras
más estemos enojadas con la madre, más se mantendrá ella en la cumbre de nuestros pensamientos,
y seguimos siendo su hija. Un terapeuta podría decir: “Bueno, de manera que está usted enojada.
Hay que desentenderse de esto. Hay que desentenderse de ella.” Nada de eso. Preferiríamos
siempre la ira al vacío.

Cierto día, hablando con el doctor Robertiello, éste me dijo, como si se le hubiera ocurrido
una idea de pronto: “Nancy: ¿por qué no puedes aceptar el hecho de que tu madre no te ama?”

Por un momento pensé que iba a abofetearlo. Pero en vez de ello, tuve uno de esos reflejos
instantáneos, autoprotectores, y cambié de tema de conversación. Sus palabras, no obstante,
resonaban en mi cerebro. Por primera vez, en el curso de nuestras conversaciones profesionales,
habíase presentado un tema del que yo no quería hablar con Richard Robertiello.

Durante varias semanas estuve pensando en aquel incidente. Tras sobresaltarme, me


serenaba, pero de nuevo volvía a mi mente. ¿Cómo podía haber llegado a decir él tal cosa? Esto se
convirtió en un dolor constante, hasta que un día, como si hubiesen acabado de quitarme un peso de
encima, me sentí aliviada. ¡Desde luego que ella no me amaba! Es decir, no me amaba de la forma
perfecta e idealizada que yo había deseado siempre, desde niña.

Me apresuré a decir al doctor Robertiello que había experimentado una fuerte sensación de
libertad como resultado de la comprensión de su desconcertante pregunta.
“Pero, Nancy”, me contestó, “interpretaste mal mis palabras. Yo no dije lo que tu madre
no te amara “perfectamente”. Guiándome por todo lo que me has contado acerca de vuestras
relaciones, afirmé que no te amaba, nada más ni nada menos”.

Todas las historias madre-hija tienen dos versiones, y el doctor Robertiello sabe solamente
lo que yo le he contado. Por primera vez, desde el momento en que me puse a escribir este libro, se
me ha ocurrido la idea de que la versión propia de las relaciones con mi madre no ha sido
distorsionada por la ausencia de su voz, sino por mis personales emociones, aquellas con la que no
me he encarado.

Es posible que la causa de que yo haya reconocido con tanta desenvoltura la importancia
que en mi vida tuvieron mi institutriz y mi tía radique en el hecho de que mi madre aceptara a estas
dos personas sin dificultad. Jamás vaciló al reconocer lo que hicieron por mí, o me dieron; tampoco
titubeó cuando tuvo que demostrar que les estaba agradecida. Muchas veces le oí explicar a los
demás lo mucho que les debía, lo mucho que se había alegrado por mí de que yo las hubiese
encontrado. ¿No es esto amor?

La lunática cara opuesta de la moneda es que estoy irritada con mi madre por no haberme
dado por sí misma lo que encontré en aquéllas. Es el mismo caso de la mujer con un amante
excesivamente liberal. Ella agradece que la acepte aún después de haberse enterado de la existencia
de otro hombre, pero… ¿por qué no la rechaza? ¿Es tan poco la valora?

Nunca quise enfrentarme con mi madre cuando me sentía presa de la ira. Habría servido
de poco. No me habría comprendido, pero, en caso afirmativo, ¿qué hubiera podido hacer? Es
demasiado tarde para albergar rencores, pero seguiré con ellos durante toda mi vida si no acepto su
existencia y su razón de ser. De otro modo, me encontraré en la situación de esas personas que,
como el doctor Sanger expone, “intentan interminablemente hacer saltar el amor de su madre igual
que el que sacude a alguien asiéndolo por las solapas”.

La posibilidad de que las madres lleguen no a lamentar sino a reconocer gozosamente la


necesidad de la presencia de unos modelos y sustitutos en las vidas de sus hijas, constituye una
emocionante idea para el futuro. Un remedio, igualmente bueno a la hora de desarrollar la relación
madre-hija a un nivel adulto, es la conversión de nuestra vida en modelo para la madre. “Mi madre
tiene cincuenta y tres años”, me dice una divorciada de veinticinco años. “La última vez que nos
vimos fue para comunicarme esto: “Nunca me había preguntado qué representaría para mí dormir
con otro hombre, con uno que no fuera tu padre… Hasta que me enteré de la vida que tú hacías”.

La inversión de los papeles, el nuevo planteamiento, con la hija enseñando a la madre,


parece liberar a ambas mujeres de las fijas demandas de ira y simbiosis. Incluso en el caso de que
le hayamos superado, podemos forjar un nuevo y amante lazo al transformarnos en su modelo. “Mi
madre trabajó desde que cumplí los catorce años”, me cuenta una mujer de veintinueve. “Todo lo
que mi madre realizaba se hallaba subordinado a la idea de hacer a mi padre feliz y a que diera la
impresión de haber triunfado en la vida. Yo me casé siendo estudiante de segundo curso en el
colegio. Deseaba tener una familia; esperaba ser una esposa tradicional, como mi madre. Aquello
no marchó… El hombre con quien me casé no hizo nunca nada de provecho… Era como mi padre.
Yo me atuve al modelo de mi madre, e hice todo lo necesario para que mi marido pudiera ser
considerado como un triunfador. Conseguí un empleo que me ocupaba parte de la jornada. Me
matriculé en un centro de estudios. Deseaba ser tan eficiente como mi madre cuando ayudaba a su
esposo. Por último, no pude soportarlo. Y lo abandoné.
“Me sentí satisfecha por haber dejado atrás aquel mal paso. Encontré una buena
colocación. Todo debería haberme parecido de color de rosa, pero sentía un terrible enojo en mi
interior. Pensé que era él quien lo suscitaba. Pronto comprendí que en eso tenía mucho que ver mi
madre. Yo había sido una buena hija; había obrado de acuerdo con cuanto me enseñara, pero sin
lograr nada positivo. En cierto sentido, ella me había mentido al explicarme cómo era,
aproximadamente, la vida.

“Voy a decirle algo que ha contribuido a apaciguar mis rencores. Recientemente, he


podido apreciar cuánto influyó mi vida en la de mi madre. Actualmente toma decisiones, cosa que
nunca hizo antes, sin mí. Y es capaz de decir a mi padre, al cabo de treinta y tres años de
matrimonio, frases como ésta: “Puedes hacer lo que te plazca, pero no voy a rechazar ningún
ascenso para que no te sientas derrotado o algo por el estilo. En mis actividades actuales voy a
intentar llegar lo más lejos posible.” Jamás habría podido decir nada semejante sin haber sido
espectadora de mis andanzas. Me siento orgullosa de mi madre al verla evolucionar, haciendo cosas
que hubiera debido llevar a la práctica años atrás. Eso da un gran significado e intención a los años
que dedicó a mi formación. Con mi vida, he proporcionado a mi madre una segunda oportunidad.
No hay nada que me haga sentirme más orgullosa…”

Si la madre puede creer en nuestra nueva identidad, con suficiente fundamento para
apoyarse en ella, con todo su peso, también nosotras podemos hacer lo mismo. No la hemos
perdido. La deuda está saldada.
CAPÍTULO 8
UN MISTERIO: LOS HOMBRES
He conservado hasta el día de hoy la costumbre de escribir las emes en mayúscula.
Cuando dibujo unos garabatos mientras telefoneo, o los hago en la arena, siempre me salen emes
mayúsculas. La eme mayúscula es una inicial: la de Morgan. Y Morgan representa a su vez a
“Man Incarnate, Man the Mystery, Man Unobtainable”. Desde el comienzo –alrededor de los trece
años – mi intención se centró en Morgan. Nunca aparté los ojos de él, aunque tampoco me puso
nunca las manos encima. Excepto para propinarme algún que otro golpe. Siempre que una de
nosotras le molestábamos, siempre que nos excedíamos, llevando la broma demasiado lejos,
intentando sacarle algo (¿qué?), él se erguía y propinaba a la osada de turno un seco y rápido golpe
en un brazo. Lo hacía sin inmutarse y sin pronunciar una sola palabra. Exhibir un moretón causado
por Morgan constituía para nosotras un honor. Habíamos sido tocadas.

Morgan formaba parte de una pandilla de chicos de nuestra edad, con los que nosotras
empezamos a salir. Íbamos a las clases de baile juntos, y de ellos eran las fotografías que
llevábamos en nuestros bolsos de cuero, junto con los retratos de fin de curso, con mutuas
dedicatorias, y algún que otro “Te quiero, Mary Beth”. Un par de años más tarde dejaríamos atrás a
los chicos de la localidad, y centraríamos nuestra atención en los cadetes de la Ciudadela, una
academia militar, según rezaba su nombre, pero de hecho una especie de depósito para chicos del
sur. A lo largo de todos aquellos años, y más tarde, yo permanecí en mis fantasías fiel a Morgan.
El implicaba una idea de masculinidad; era la persona adecuada para ser mi compañero, para hacer
de mí una mujer. El era la promesa de mi sexualidad, el calor blanco de mi fiebre glandular, el
dolor con el que me gustaba vivir mientras esperaba. Amé la espera también; y algo en mí aguarda
todavía a Morgan. Mi esposo sabe que sueño por las noches con Morgan, y sonríe al aludir a lo que
él denomina mi “perseverancia emocional”. ¿Cómo voy a esperar que me comprenda? Mi marido
se crió en Nueva York, esa ciudad in-adolescente, a salvo del calor sexual de las pequeñas
poblaciones del sur, de los auto-cines, de los drugstores, del matriarcado y de la supremacía del
varón. Además, él es hombre. Solamente las mujeres comprenden la espera, cómo muchos años en
ese estado inducen a soñar, a no confiar nunca en que lo esperado suceda o a no reconocerlo si
ocurre.

Ocasionalmente, me pregunto en qué clase de hombre se transformó Morgan. Me imagino


a mí misma sentada frente a él, ya desarrollada, espléndida y sexual, siendo Morgan ahora quien
sufre el calor blanco en la ingle. Pero en esta fantasía, no nos hallamos en ningún bar elegante, sino
en el Schwettma’s Drugstore, y mientras que yo parezco una de esas modelos de los anuncios de
vodka, Morgan cuenta todavía catorce años. En los infrecuentes viajes que he hecho a Charleston,
nunca lo busqué. No he querido enfrentarme con la vieja fantasía, para no arruinarla. ¿Cómo puede
una poner al día a un dios? Para mí, Morgan permanecerá siempre encorvado tras el volante de su
Chevrolet negro, vistiendo una camiseta marrón arremangada, y con una expresión dura en el
rostro. Morgan no sonreía nunca.

Cuando escogió a una de mis mejores amigas como novia, continué soñando con él. Nada
podía atentar contra lo que simbolizaba. Esto sucedía por el tiempo en que mi madre, serenamente,
anunció, tras una cena, sin levantarnos de la mesa, que iba a contraer matrimonio de nuevo. No
dispuse de palabras para expresar mi indignación. Me levanté rápidamente, abandonando el
comedor. Fue mi tía Kate quien me llevó paseando hasta la Batería, quien se sentó conmigo en un
banco del parque, junto a un montón de obuses. Yo tenía el ceño fruncido, fijando obstinadamente
la vista en Fort Sumter. Ella me habló de sus tiempos del colegio, y otra vez, a la luz de su vida,
todo se me antojó posible.

No pude evitar preguntarme en qué medida tuvo que ver la decisión de mi madre de volver
a casarse con la irrupción de todas las mujeres de nuestra casa en la sexualidad. Pudo haber sido
todo consecuencia de una presión inconsciente, desde luego pero lo cierto es que la oportunidad
cuenta mucho en determinadas situaciones. Nos encontrábamos allí cuatro mujeres: mi madre, tía
Kate, mi hermana y yo. Cada una necesitaba disponer de su hombre, de su identidad. Mi tía se casó
un año después que mi madre. Mi reacción ante la noticia del matrimonio de mi madre fue infantil,
pero tuvo mucha menos importancia que mi acuciante necesidad de resolver el misterio de los
hombres. Por último, encajé la llegada de un hombre a nuestra casa como algo no más perturbador
que la decisión de Morgan, al inclinarse por otra chica. Ya me llegaría la hora. Cuando pensaba en
Morgan, me limitaba a borrarlo de mi memoria.

Para estar cerca de él salí con su amigo, un gordo jugador de fútbol dolorosamente más
bajo que yo, que vivía en el distrito de peor fama de la ciudad. (A Morgan le gustaban los tipos
duros) Estoy segura de que Morgan comprendió el sacrificio que hacía, y que lo aprobaba
silenciosamente. Los viernes por la noche iba a los auto-cines en compañía de mortales de menor
cuantía, mientras seguía estampado emes mayúsculas en la cubierta azul de mi libreta de apuntes,
en los lomos de la Ilíada, de Ivanhoe, y de Geometría Básica. Escribí, además, otros nombres de
chicos, pero sólo para atenuar la intensidad de mi deseo, y vivir el hecho portentoso de que cada vez
que me enfrentaba con aquel mar de nombres únicamente uno saltaba a mi vista. Otros chicos
fueron mis acompañantes, y estuve entre sus brazos, y con ellos alcancé ese estado ingrávido a que
podía llevarme una sesión de apasionados besos. Pero cuando cerraba las puertas de nuestra
biblioteca, y ponía en el tocadiscos mis melodías favoritas, los anhelos y las angustias que sentía
dentro de mí eran provocadas solamente por Morgan.

Nada sucedía realmente en el transcurso de aquellas fantasías. Morgan no tenía que


materializarse siquiera para que yo pudiera alcanzar la sensación buscada. Pero impulsada a
humanizar esos deseos, a ponerles un nombre sobre la primera estrella de la noche, surgía entonces
el suyo. No era la relación sexual, ni una existencia plácida en una casa de campo cubierta de
parrales, lo que yo quería compartir con Morgan. Deseaba observar sus ojos puestos en mí, que él
me viera, hacerme una mujer íntegra; quería que me necesitara, de suerte que todos aquellos deseos
que hacían dolorosa la luz de la luna pudieran consumarse en un gran crescendo, al estilo del de
Tony Bennett en No hay un mañana.

Las chicas, tras haber echado los primeros dientes, por así decir, en la clase de danza de
Madame Larka, nos encontrábamos preparadas para adoptar otras actitudes más sofisticadas y
sexuales en la explanada de desfiles de la Ciudadela, que tradicionalmente visitábamos los viernes
por la tarde. Al igual que otras generaciones de jóvenes muchachas que nos habían precedido en
Charleston, instintivamente sabíamos que nos había llegado el turno de participar en la procesión
ritual de coches que acudían a contemplar el desfile de las cuatro en punto. Sin que mediaran
previas instrucciones ni invitaciones, alineábamos nuestros coches a lo largo de uno de los laterales
de la explanada, de espaldas a los cuarteles, con la capota levantada, avistando el mar de azul que se
agitaba rítmicamente antes nuestros ojos de improvisadas inspectoras de ejercicios. ¿Fue allí donde
aprendí a identificar a los necios de elegante fraseo? ¿Sentí allí, por vez primera, una punzada de
placer a la vista de lo que más tarde aprendí, gracias a la historia del arte, que era la clásica curva de
la S? Ciertamente, nadie dijo nunca una palabra acerca de las enervantes y ajustadas guerreras que
los cadetes vestían, ni del invertido paréntesis que formaban las dos oscuras líneas que descendían
por su espalda, realzando la curva de los hombros, de la cintura, de las caderas. Ni siquiera
pensábamos en la causa real de nuestra presencia en aquellos desfiles: deseábamos exhibirnos,
sencillamente. Nosotras éramos quienes necesitábamos ser miradas; necesitábamos que la vista de
un hombre se fijara en nosotras, en nuestras figuras, compuestas, si queréis, de una muy gentil
percha con carne del sur. Alguien en aquel grupo de hombres podía convertirse en nuestra pareja,
podía darnos clase, significación, movilidad. “Una mujer sola no es nada.”

Es un mensaje que las madres transmiten a las hijas todavía. Puede ser que la mía no
procediera así, pero yo lo conocía bien. No había sido educada para soñar con un futuro sin
hombres, para florecer sola. Si bien no tenía la menor idea sobre la identidad del hombre, sabía que
necesitaría uno. Tras el desfile, venía de nuevo la clase de danza; atrás habían quedado los
tambores y las cornetas, los sueños y el espectáculo. Llegaba la realidad cuando unos centenares de
hombres rompían filas y se encaminaban hacia nosotras, las mujeres de la espera, aquellas cuyo
futuro e importancia estaba en sus manos. ¡Y qué poco tenían que esforzarse para elegir,
ensalzando a una, rechazando a otra, sin tener conciencia, estoy segura, del auténtico poder que
tenían sobre nosotras! La tensión dejaba de existir para aquellas que lucían sobre sus jerseys de
cachemir la insignia de la compañía de un cadete; alguien las quería ya, las demás permanecíamos
sentadas, sonriendo como si fuera la cosa más banal del mundo que un uniforme se plantara delante
de nosotras y nos diera la vida.

Con el tiempo yo también disfruté de mi ración de cadetes, amando a uno tras otro,
participando en bailes de Navidad y en juegos caseros; y coleccioné guantes blancos y otros
elementos del atuendo masculino, siempre de exagerados tamaños. Efectivamente, no recuerdo
haber dejado de estar enamorada. Podría catalogar los pasados veinte años de amores por las notas
de las canciones a cuyos sones amé a aquellos hombres, cada uno de los cuales poseía su melodía.
En su momento, me serían ofrecidos excelentes empleos, me encargaría de efectuar interesantes
trabajos, pero mi sustento emocional, el aire que necesitaba, provenían de lo que los hombres sabían
inspirarme. Yo debía la vida a mi tía, y era la hija de mi madre.

Lo de estar enamorada se convirtió en hábito. Aunque no pensaba en el matrimonio,


llegaba a creer que cada uno de mis amores era para siempre. Yo no quería un esposo; no pensaba
en los hombres como padres de mis hijos. Me sostenía la promesa que veía en los hombres, la
circunstancia de que en cada esquina hallaría otro diferente del último conocido, más maravilloso
aún. ¿Os dais cuenta? Había confundido a los hombres con la vida. Puesto que no se podía estar
completamente segura de que no te iba a dejar, una optaba por amar al hombre de turno con una
especie de locura. Cuando no me telefoneaba, quedaba reducida a una nulidad. Su presencia, mi
convencimiento de que estaba velando por mí, me permitían mostrarme como una criatura
encantadora, e incluso era amable con mi hermana. Tratábase de una religión con un dios que daba
y quitaba vida, que me traía la paz, de suerte que podía seguir yendo al colegio, sentarme a la mesa
con mi familia a las horas de las comidas, sin mostrarme ante los extraños como la persona
descompuesta que era por dentro. Nunca podréis obtener lo que yo deseaba conseguir de un
hombre. En esta vida, no, desde luego. Morgan fue y será siempre inasequible.

Esto de criarse en el Sur es algo diferente. Pero sólo en algunos grados. La humedad,
sencillamente, refuerza la prioridad cultural: los hombres, primero. Cuando ingresé en un colegio
del Norte, lo primero que quise compartir con mi compañera de habitación fue mi colección de
fotografías de Sam. A través de él, la muchacha me conocería. Hablé del verano que había pasado
al sol con Sam, y le mostré su anillo de estudiante. Ella me habló de su empleo en el verano.
Bueno, me habló, asimismo, de su amigo, pero comprendí que había otras cosas en su vida.
Ninguna de las personas que yo conocía había tenido jamás una colocación en verano. Cuando
apretaba el calor, lo máximo que sabíamos hacer era tendernos en la playa, e hipnotizar a los
muchachos con el brillo de nuestros aceitados cuerpos. Algo en mí respondía como un tambor a lo
que encontré en el Norte. Deseaba que hubiera hombres en mi vida, pero quería también liberarme
de mi temor a su rechazo. Intuitiva e instintivamente, sabía que el hallazgo de fuentes de vida
alternativas, de una satisfacciones sumadas a las por mí conocidas con los hombres, me liberaría,
igual que la hipnosis libera a un ser de cualquier hechizo.

La mía, no obstante, no es una de esas historias que revelan la belleza y el poder de la


naturaleza, el tallo de hierba que se abre paso por entre las piedras para sentir la caricia del sol.
Superar aquellos años de adiestramiento en los delirios románticos y de necesidad de hombres vino
a ser algo así como avanzar en contra de la naturaleza. Todavía discurren de este modo las cosas.

Una noche, antes de marcharme de la ciudad para ingresar en la universidad, me vi de


pronto en la parte trasera de un coche, en compañía de Morgan. Envalentonadas por los pasos que
íbamos a dar, que nos alejarían de los chicos de nuestra juventud, mi amiga Kathy y yo habíamos
telefoneado a Morgan y a su amigo Steve. Fuimos los cuatro en un coche a un auto-cine… Allí
estaba yo, tendida a través del asiento, en los brazos de Morgan. Me besó, y empecé a dejarme
llevar a lo que yo suponía que sería el cielo, o lo más próximo a éste. Pensé que en aquellos
instantes se iniciaba la noche de los arrebatos y los embelesos, de horas y horas entre cristales
empañados por el calor, de interminables besos y abrazos. Morgan me colocó una mano entre los
muslos. Yo me apresuré a apartársela de allí, enterrando mi cabeza en su pecho; y recé, esperando
contra toda esperanza que, al igual que los demás chicos con quienes había salido, se avendría a mis
reglas. Pero Morgan era un dios. Por tal motivo, no podía pertenecer al grupo de los que aceptaban
las normas dictadas por las mujeres.

“Ya lo sabes, Nancy. Lo nuestro no podría ir bien. Tú te niegas a acceder a lo que yo


quiero”, me dijo, utilizando una inflexión amable, con la seguridad de todo un hombre.
Nunca hasta el momento de entrar en relación con Bill, conocí un hombre cuyas reglas
respetara tanto como a las mías, que se comportara con absoluta seguridad en sí mismo.
Probablemente me pasaré el resto de la vida haciendo emes mayúsculas; pero ahora, al menos, ya sé
por qué.

* * *

La sexualidad es el gran campo de batalla sobre el cual se enfrenta la biología y la


sociedad. Nace mucho tiempo antes de que seamos considerados suficientemente adultos para poder
jugar con su espléndido fuego. La madre es el primer regimiento obligado a participar en la lucha.
La tarea se presenta con sorprendente rapidez. Ella es joven todavía; aún no está dispuesta a limitar
su propia sexualidad con objeto de vigilar y acompañar la nuestra. Sean cuales sean los sacrificios
que haga, tanto si procede bien como si procede mal, lo mismo si obra llevada por el enojo que por
la alegría, le guardamos rencor por ello. ¿Qué preso es el que mira con agradecimiento a sus
carceleros?

Su trabajo empieza cuando, de pequeñas, nos tocamos los órganos genitales. Ella se
apresura a apartar nuestra mano. “Esto no se hace”, dice. Nos hallamos ante una de las
experiencias cruciales de la vida, y se inicia con un papel que la madre desempeñará a lo largo de
toda nuestra existencia, como la eterna silenciosa a los ojos de su hija, adoptando una actitud de
negación con respecto a lo sexual. Por el contrario, a los hombres se les conduce de otra manera;
hay con ellos una afirmación sobre lo sexual; se les educa para que se muevan osadamente, con
libertad. Los hombres no se muestran como la madre, mojigatos, tradicionales… Suelen ser todos
unos robustos pícaros, unos diablos sexuales, y nosotras esperamos con ansiedad a que llegue el
instante de alternar con ellos. Pero aguardamos siempre con la atenta mirada de la madre posada en
nosotras.

Cuando ésta aparta nuestra mano de entre los muslos, cuando, ya de mayores, nos da a
entender con los ojos y el tono de voz, por la actitud y el gesto, que aquello no está bien, se presenta
como lo que la sociedad considera una buena madre. He aquí la consecuencia: aislarnos de
nuestros cuerpos. “En nuestra cultura –manifiesta el doctor Robertiello – las mujeres son educadas
para que esperen que los hombres, de un modo casi mágico, las hagan personas sexuales. Esto es
algo que no pueden lograr por sí solas”. No es de extrañar, pues, que los hombres se nos antojen
seres misteriosos. ¿Quién puede comprender a unas criaturas tan poderosas, capaces de conjurar la
sexualidad misma? “Invariablemente –dice la doctora Schaefer – la mujer se expresa así: “El me
produjo un orgasmo”. Yo he de decirles: “Nadie te ha producido un orgasmo. En todo caso, tú eres
la que te lo has producido.” Habitualmente, frases como las citadas se consideran como simples
tretas semánticas, a no tomar muy en cuenta. La mujer cree necesitar un hombre que la despierte a
la vida. La pasividad es inculcada y reforzada.

“Cuando una madre dificulta o interrumpe la actividad sexual de una hija, cumple con una
función normal, de líneas definidas por acontecimientos de su niñez, de poderosos e inconscientes
móviles, y que ha sido sancionada por la sociedad”, escribió Freud en 1915. “Es misión que atañe a
la hija emanciparse de esta influencia y decidir por sí sola sobre una base amplia y racional en qué
medida va a gozar del placer sexual, o a privarse de éste.”

El dictamen de Freud parece ser bastante exacto. Hace recaer la responsabilidad de nuestra
sexualidad sobre las personas a quienes incumbe: sobre nosotras mismas. Pero nos habla de los
años en que hemos alcanzado la edad de decidir, “sobre una base amplia y racional” qué dosis de
sexualidad debemos permitirnos.

Para quienes están entre los trece y los diecinueve años, ese instante no ha llegado todavía.
La inhibición de la madre en cuanto a nuestra sexualidad recrea en cada una de nosotras el mito de
la Bella Durmiente, y un mito complementario se convierte en nuestro futuro: algún día llegará mi
príncipe, el caballero de la deslumbrante armadura, quien hará que despierte mi adormecida
sexualidad. Nuestros padres sonríen ante los jovencitos Lancelotes de rostros cubiertos de acné,
pero a nuestros ojos los caballeros llegan poco menos que montados en nubes de gloria. Nos
quedamos prendidas en ellos, maniatadas, encadenadas y esclavizadas por lo que sentimos cuando
nos retienen entre sus brazos. Nos sacan por cierto tiempo de la prisión, de la espera, del sueño, de
la pasividad. Cuando no estamos entre sus brazos, vivimos sostenidas por nuestras fantasías, hasta
que vuelven a tomarnos, para soltarnos de nuevo después. No estoy hablando del relajamiento del
orgasmo sino de la tensión, de la liberación de un temor: el de que no haya ningún hombre que nos
necesite todo lo que nosotras lo necesitamos a él. Desde luego, esta tensión se halla sexualizada, es
en sí misma parte de la rítmica marcha hacia el orgasmo, pero aprendemos a satisfacerla sin el
proscrito clímax. Acabamos por encontrar más alivio en la certidumbre de que él no nos dejará que
en el hecho de notarlo dentro de nosotras. Tal certidumbre se torna más importante que el mismo
orgasmo.

Lo real, la introducción del pene, no se encuentra para muchas mujeres, a la altura de un


anticipado sustituto: la seguridad. Y la estrecha seguridad –el control – es la antítesis del orgasmo,
de la descarga. Después de horas y horas de caricias y besos, las jóvenes se retiran a sus
habitaciones con las bragas completamente humedecidas, pero no permanecen con los ojos abiertos,
presas de una frustración sexual. Dormimos perfectamente en nuestros virginales lechos porque
hemos reposado en los brazos de él todo el tiempo que necesitábamos para creer de nuevo, al menos
por una noche, que “Todo marchará bien”, que “Nunca te dejaré”, que “Te amaré siempre”. Lo que
él es, aquello que desea – lo sexual en sí – no es tan importante como la fantasía de seguridad
permanente que nos proporciona. ¿Es de extrañar que tras uno o dos años de matrimonio sean
tantas las mujeres que se despiertan con un desconocido al lado? “¿Por qué me decidí a casarme
con él?”

“Yo era sólo una criatura, que se crió en una casa llena de mujeres”, cuanta la actriz
Elizabeth Ashley. “En consecuencia, los hombres fueron siempre personajes misteriosos para mí.
Mi madre había sufrido algunos fracasos, pero, al igual que tantas mujeres de su generación,
sentíase impulsadas a ocultar sus cicatrices. Mostrar el dolor habría supuesto una pérdida de la
dignidad personal. Fue realmente una feminista descollante, de las primeras, fuerte, idealista,
valiente. Respecto a mí, se había fijado una misión: criarme como una persona independiente. Y
triunfó en su empeño. Ahora bien, aquellos misteriosos hombres todavía disfrutaban de un enorme
poder.

“En cierto modo, los hombres fueron para nosotras lo que las drogas representan para la
generación actual. A los jóvenes se les dice: “Si lo probáis os convertiréis en drogadictos para
siempre.” Los hombres eran nuestra “locura de mariguana”. Quedaron imbuidos de esta mística,
peligrosa, irresistible fábula. Y la fábula es, desde luego, la piedra angular de cualquier
enviciamiento.”

Los jóvenes de hoy tienden a establecer lazos amistosos con hombres a los cuales diez o
veinte años atrás habrían quedado ligadas inevitablemente por un romántico amor. El cambio es
significativo. Sin embargo, cuando lo sexual interviene, las cifras de embarazos y abortos entre
jóvenes de trece a diecinueve años alcanzan atemorizadoras cotas. Las chicas siguen esperando
todavía algo maravilloso, mágico, místico y de ensueño por parte de sus acompañantes íntimos.
Como cualquier miembro de las generaciones precedentes, piensan que el amor hará que se
transforme en realidad la letra de las canciones. En el negocio del rock es un axioma la existencia
de una docena de “superastros” masculinos por cada cantante del sexo opuesto que destaque: las
chicas sueñan con la música, los muchachos no.

En un reciente estudio, Patricia Schiller, la conocida educadora, revela que las chicas
adolescentes no se muestran inclinadas hacia la lectura de obras pornográficas; tampoco se sienten
excitadas por la visión de unos hombres desnudos o enfundados en unos pantalones muy estrechos.
El mayor estimulante sexual de las jóvenes pertenecientes a todos los grupos socioeconómicos,
según la citada investigadora, es la música… especialmente las letras de las canciones. No es con
lo sexual con lo que sueñan los jóvenes. Es esa desconocida y misteriosa realización que los
hombres han de traer. Por ejemplo, un importante fabricante de vibradores me dice que cuando
pone algún anuncio en los boletines de los colegios, la respuesta es nula. Las mujeres adultas
pueden adquirir su producto por haberlo visto anunciado en las revistas para adultos, pero las
jóvenes suspiran por desvelar misterios que quedan fuera del alcance de un simple aparato.

“Nuestras vidas como mujeres –dice la doctora Schaefer – están llenas de fantasías. Se
deja correr la imaginación al pensar en lo que el padre es, o en lo que la madre dice ser. La
imaginación considera el tipo de hombre con quien una cree que debiera haberse casado y la clase
de hombre que es realmente el marido que se tiene. Se divaga, dejando que la fantasía perfile cómo
va a ser nuestra existencia. Muchas de nosotros acabamos por no ser capaces de acomodarnos a la
realidad porque siempre estamos pensando en lo que debió de haber sido.” El clisé se reduce a esto:
el deseo es el padre para el pensamiento. Quizá fuera más preciso decir que el deseo es la madre
del pensamiento.

“¿Cómo sabré que es realmente amor lo que siento?”, pregunta una chica a su madre. “Lo
sabrás cuando lo vivas”, responde ésta. Y luego, un día, asombrosamente, aquello resulta ser cierto.
Al estar entre los brazos de nuestro amante experimentamos una sensación de calor, de cariño, de
felicidad, que no habíamos sentido antes… ¿O la habíamos sentido? Lo más raro es que nos resulta
casi familiar. Nos sentimos penetradas por la fantasmal impresión de haber estado allí antes.
Hemos sabido siempre que esta sensación existía. Simplemente, habíamos estado aguardándola,
esperando a que se presentara. Nos cae bien.

“La causa de que resulte tan satisfactoria la sensación de amor en tales momentos –declara
el doctor Robertiello – radica en que en una del todo aceptable situación heterosexual, la mujer ha
recreado la intensa satisfacción sentida cuando, de una manera semejante, descansaba entre otros
brazos. Esto le ocurrió siendo un criatura y estando entre los brazos de su madre.” Puesto que tal
idea es vagamente desagradable, en cierto modo amenazadora para nuestra identidad de sexo como
mujeres, queda reprimida. Con toda su masculinidad, los hombres pueden darnos momentos en los
cuales nos recuerdan tanto el amor que una vez nos unió a nuestra madre que tememos
identificarlos. Entonces envolvemos la sensación en el velo del misterio.

¡Pero es que ellos nos dan también lo sexual! Fácil es no querer ver el hecho de que las
sensaciones de ternura que vivimos con los hombres se hallan enraizadas en nuestras primeras
experiencias con la madre, cuando nuestras presentes e igualmente reales sensaciones de excitación
sexual arrancan especialmente del ahora: este hombre, este momento, los brazos y el cuerpo de él.
Es importante la diferencia entre las dos ideas. Contribuye a explicar muchas vidas femeninas.

Cuando ambos elementos se hallan presentes –el de la crianza, más el explícitamente


sexual-, el matrimonio o la relación amorosa son calificados de serios, y todo sigue bien por algún
tiempo. Si ese inconsciente primer elemento que aprendimos a esperar de la madre se echa de
menos en la relación, lo señalamos como “meramente sexual”, llegando pronto a su fin. En mi
opinión, y de acuerdo con mi experiencia, una vida, si ha de ser sustanciosa, descansará más a
menudo en la satisfacción de nuestras inconscientes necesidades que en la correspondiente a las
demandas del cuerpo.

“Es propio del pensamiento psicoanalítico de los últimos diez años –declara la doctora
Schaefer – hacer hincapié en la vuelta a una época precedente a la del triángulo edípico. Solíamos
enfocar nuestra atención sobre ello; ahora empezaremos a concentrarla en una etapa anterior, la de
la pareja madre-niña.” Guste o no, en la inmensa mayoría de las familias norteamericanas, la figura
principal para el hijo, o la hija, es la madre. Todas nuestras normas de relación con las demás
personas son establecidas mediante su intervención. “Sea la madre como sea – afirma el doctor
Robertiello – es de ella de quien aprendemos. Es nuestro primer modelo de cómo ser una persona.
No sólo aprendemos a enfrentarnos con la realidad a través de ella, sino que también la utilizamos
como modelo de persona a la cual quisiéramos estar íntimamente ligadas.”

Las mujeres que perciben que a sus madres no les agradan los hombres en general o sus
esposos en particular experimentan una impresión de devastadores efectos. “Si a la chica le agrada
su padre –declara la doctora Schaefer -, la posición negativa de la madre origina en aquélla una
situación conflictiva. La joven no se siente con libertad suficiente para estimarlo agradable al
adoptar su madre una postura contraria, al ver que ésta siempre le está encontrando defectos,
siempre está importunándolo. La hija podría aliarse con el padre, pero daría así lugar a una alianza
culpable. En sus relaciones con los otros hombres, la chica repite a menudo la conducta de su
madre: peca a todas horas de inoportuna, de regañona. El padre no ganaba todo el dinero que hacía
falta en la casa; no era tan inteligente como otros hombres, etc. Esto es lo que la hija recuerda de la
vida familiar.”

La doctora Schaefer continúa: “Con frecuencias vemos que los hombres se rebelan contra
esas esposas impertinentes. Y actúan como unos chicos díscolos y rebeldes. Aunque son capaces de
actuar mejor, no lo hacen y sí lo justo para provocar la irritación de la esposa. La joven que se cría
en el seno de una familia de esta clase no ve a los hombres como personas fuertes de las cuales se
puede depender, sino como seres irresponsables, como unos niños que luchan denodadamente
contra las mujeres.”

El caso inverso de este tipo de hija parece ser el de aquellas chicas que se llaman a sí
mismas “hijas de papá”. Estas mujeres se muestran inquebrantables cuando se trata de negar
cualquier atadura o semejanza con la madre. “Siempre me mantuve más próxima a mi padre. Era
más riguroso que mi madre, pero no mezquino…”

¡Claro que no! El seguramente dejaría a un lado todas las desagradables y necesarias
tareas, incluida la lucha titánica por el aseo, con sus forcejeos constantes, confiándoselas a la madre,
por supuesto. A ésta le correspondía la peor parte, incluyendo todo lo accesorio con sus
inconvenientes.

El papá es como un dios, no porque se mantenga distante y posea esta atractiva calidad
sexual, sino porque, obrando como los ejecutivos que se valen de subordinados para anunciar las
malas noticias, en tanto que ellos se reservan para dar a conocer ascensos y subidas de sueldos,
delega el cuidado de la disciplina en la madre, quien se ve forzada a privarnos de dinero y de
expansiones cuando somos traviesas, a obligarnos a comer, o a mandarnos cosas que no son de
nuestro agrado. Al regresar el padre a casa, tras el día de trabajo, es posible que hayamos llegado
hasta el límite de nuestras fuerzas con la madre. El se presenta con las manos limpias. Nosotras
somos una especie de postre al final de su jornada laboral. Discutimos menos con él cuando nos
dice que hemos de volver a casa a una hora más temprana como tampoco lo hacemos
continuamente por cuestiones baladíes. “De joven, casi nunca hablaba con mi madre”, me cuenta
una mujer de treinta y cinco años. “Era mi padre quien despertaba mis más importantes
sentimientos relativos a mi persona. Junto a él experimentaba una maravillosa sensación de
seguridad. Tan pronto como salía de la habitación, tal sensación se esfumaba.” Pregunté a esta
mujer si había pasado mucho tiempo con su padre. Me explicó que había estado ausente del hogar
hasta cumplir ella los cinco años. El momento más significativo vivido a su lado fue, según sus
recuerdos, el día en que su padre la condujo en coche a la estación de ferrocarril, al dejar ella el
hogar, a sus dieciséis años. Al despedirse le dijo: “Has de recordar que no todo el mundo será tan
afectuoso contigo como lo han sido en casa.” Supongo que ésta era su manera de referirse a la
cuestión sexual. Tan oblicua referencia es su recuerdo más expresivo sobre el tema de la educación
sexual y de lo que ella considera una profunda y elocuente relación con su padre.

“Las mujeres de esta clase –indica el doctor Robertiello – se hacen la ilusión de haber
estado más cerca del padre que de la madre. Es posible que disfruten más de puras y afectuosas
expansiones con él, pero no hay forma de que se acorten distancias. Preguntad a cualquier hombre,
el más cariñoso de los padres, cuánto tiempo pasa en comunicación directa con su hija. La cosa
queda reducida, quizá, a unos diez minutos por semana. ¿Quién puede hablar de una comunicación
íntima, significativa, estrecha y continuada entre padre e hija? Es algo raro, muy raro.” No es de
extrañar que a causa de sus silencios, de sus ausencias y del misterio que envuelve su figura,
nosotras podamos hacer de papá el hombre más maravilloso del mundo. La falta de datos reales
sobre él es la circunstancia primera que facilita la elaboración de sueños.

Es creencia popular que, cuando son mayores, las hijas de papá se desenvuelven mejor con
los hombres. Son “una especie de mujer de hombre”, que tienen más afinidades con el sexo
opuesto de las que lamentablemente carecemos el resto de nosotras. La verdad es que tales mujeres,
a menudo, pasan por momentos difíciles al intentar dar con un hombre que esté a la altura de la
imagen idealizada que se forjaron acerca de la masculinidad, tomando como modelo al padre. Ni
siquiera en el caso de que por arte de magia pudieran retroceder en el tiempo para tropezar con él
cuando contaba veinticinco años se acomodaría a dicha imagen. No daría la medida exacta de tal
fantasía.

Todas nuestras auténticas interacciones personales son con la madre. Ella es la persona
con quien elaboramos las importantes cuestiones que constituyen los cimientos de nuestro carácter,
de nuestra personalidad. Nuestra madre es el martillo, y nosotras el yunque… Nuestras discusiones
y acuerdos a la hora de la comida, de la exteriorización de afectos, del aprendizaje del aseo, de la
asimilación de una disciplina, del enfrentamiento con la competencia y la realidad, de la conciencia
de la separación, sirven para forjar nuestras almas.

Si consideramos al padre la crema de la vida, hemos de convenir que la madre representa la


comida cotidiana y las patatas. Es una cuestión de semántica: puede que él nos guste más, pero
estamos más cerca de ella. La madre no tiene su atractivo, pero con ella sabemos con mayor certeza
dónde estamos. La figura de la madre es más familiar que ningunas otra de las que hayamos
encontrado o vayamos a encontrar. Más tarde, cuando demos con alguien –hombre o mujer – que
suscite en nosotras algunos de los sentimientos que nos despertó ella, nos sentiremos atraídas.
Incluso si se trata de una persona no muy agradable, que se comporta mal con nosotras,
rechazaremos cualquier manifestación en contra suya, y diremos de ella que es “simpática”: si es
una mujer, haremos de ella una amiga; si es un hombre, será nuestro amante. Tenemos la ilusión de
estar volviendo al hogar.

“He conocido a muchas mujeres –dice el doctor Robertiello – que me han confesado su
locura por el padre, hasta el punto de que llegaron a buscar un marido que se le parecieras. Pero
cuando se las conoce mejor, se encuentra uno muy a menudo con que, independientemente de su
apariencia, en el interior del esposo alienta la personalidad de su madre. La hija de una madre que
era fría y narcisista, pero que le daba suficiente afecto como para despertar en ella sentimientos
positivos, contraerá matrimonio, muy probablemente, con un hombre también frío y narcisista. Del
mismo modo como aprendió a mirar con gran tolerancia esos rasgos de carácter, los tolerará
también en el marido. La joven abriga ideas inconscientes y fantasías en las que ve a éste
atendiéndola, cuidándola, semejantes, por lo estúpidas y alocadas, a aquellas en que aparece su
madre cuidando de ella, superando su frialdad y su narcisismo. Hombre o mujer, nuestro primer
matrimonio es, frecuentemente, con alguien que posee la personalidad de nuestra madre. Si la
madre no fue una persona agradable, surge el problema.”

“¿Qué clase de hombre fue mi primer marido?”, inquiere una mujer. “Era tan frío como mi
madre. Incluso hoy, mi hija llama a su padre “La Máquina”. No tengo ninguna razón para
mostrarme alérgica a este tipo de hombre. Mi madre fue mi modelo, de manera que yo estaba
habituada a ese rasgo de carácter. Es como vivir en una parte del país donde el suelo es poco
fértil… no se piensa en ello, porque es todo lo que se sabe.”
Este género de comportamiento, que conduce normalmente a la autoderrota, se da hasta en
mujeres que, convencidas del desagrado que le causan algunos aspectos de la personalidad de la
madre, llegan a tomarla como un modelo negativo: lo que no hay que ser. Por ejemplo, aquí
tenemos a una mujer de veintisiete años que se ríe, conscientemente, del desagradable carácter de su
madre, con su genio de “pequeño sargento”, y, por consiguiente, prefiere pensar que ella se parece
más bien a su padre. Aunque advierte que su vida y sus acciones se contradicen con este deseo
ansioso, resulta incapaz de captar hasta qué extremo las maneras de la madre rigen sus relaciones
con otras personas:

“No, yo no soy como mi madre. Me parezco más bien a mi padre. Todas mis amigas
consideran a mis padres como un modelo de matrimonio, porque estiman que su unión es sólida.
Sin embargo, a mí me consta que mi madre es una zorra. La llamamos “el pequeño sargento”. Es
descontentadiza y exigente, y mi padre es la encarnación de la paciencia. Recuerdo haberme reído
muchas veces de la irritabilidad de mi madre, porque me parecía muy irracional. No obstante, yo he
llegado a mostrarme tan irracional como ella con mi hija mayor, en ocasiones por una nadería, por
la pérdida de un rizador para el cabello, por ejemplo. Y veo a mi hija, muy serena, diciendo, con un
gesto de extrañeza: “¿Será posible, mamá?” mientras me observaba yendo alocadamente de un sitio
a otro.”

Esta mujer juzga su identificación con la manera de reaccionar de su madre como una
especie de aberración, un detalle “chocante”, que en realidad, nada tiene que ver con la forma de
llevar su vida en conjunto. Pero tales personas reprimen una parte más dilatada de sus modelos de
lo que ellas mismas advierten. “Ella quizá actúe como su madre, en un contexto más amplio y sutil,
pero nunca será capaz de advertirlo –declara el doctor Robertiello -. Toda su historia es una larga
serie de represiones. Se manifestará prácticamente anunciando que actúa como su madre, en tanto
que en su fuero interno se cree como su padre. Las mujeres no quieren creerse a sí mismas en
posesión de aquellos rasgos de sus madres que más detestan, pero son estos rasgos precisamente los
que asimilan. Resulta terrible pensar que una persona ha terminado por hacer suyo todo lo que le
repugnaba en otra. No obstante, las cosas suceden así. Desde el punto de vista terapéutico, éste
constituye uno de los más fuertes shocks.

El hábito de reprender a todo el mundo, por las más nimias causas, es ciertamente
aborrecible. Y se halla arraigado en tantas mujeres que habréis de permitirle que una vez más
intente ilustraros sobre su génesis.

En la presente ocasión, la historia se refiere a una jovencita de dieciséis años. Con todo, el
mecanismo de represión funciona tan poderosamente como en cualquiera de los casos antes
mencionados de esposa o madres. “Espero que nunca llegaré a reprender a mi esposo en la medida
que mi madre reprendía a papá”, dice. “Descubrí en mí tal tendencia en el trato con mi novio. Y no
podía evitarlo, pese a que era el aspecto que más detestaba de las relaciones entre mis padres. Mi
novio me decía: “Me riñes a cada paso exactamente igual que hace tu madre con tu padre.” Me
sentí turbada al escuchar estas palabras. Mi padre y yo estamos muy unidos. El es mucho más
comprensivo que mi madre. Un día me dijo que abrigaba la esperanza de que yo terminara con la
fama que tienen de regañonas las mujeres de nuestra familia.”

Nos encontramos ante una historia clásica. La joven dice que se siente más unida a su
padre, pero su forma de actuar es la de la madre. Es incapaz de acabar con su desagradable hábito,
a pesar de confesar que lo detesta. La proximidad, la identidad sexual, la necesidad de disponer de
la protección de la madre, toda clase de fuerzas contribuyeron a que sea la madre, y no el padre, su
modelo. De ellos toma lo que le gusta y lo que no le gusta.
Las mujeres que ejercen con éxito una profesión se hallan convencidas de haber modelado
sus vidas conforme a las de sus adorados y triunfantes padres. Aportan como prueba de su unión
con ellos su mismo éxito. Han seguido en la vida sus pasos, alegan. Esto es cierto solamente en
parte.

En su tesis doctoral, basado en un estudio realizado entre veinticinco mujeres de alto nivel
directivo empresarial, Margaret Henning indica que, en último extremo, todas estuvieron
fuertemente unidas e identificadas con un padre orientado hacia el éxito. Sus madres, en general
eran mujeres convencionales, carentes de espíritu competitivo, no involucradas en cuestiones que se
apartan del hogar. Jamás habían destacado como figuras gigantescas, capaces de rivalizar con las
hijas para atraer la atención del esposo. El padre les había pertenecido desde el comienzo.

Estas mujeres no fueron vistas nunca como hijos sustitutivos; sus padres no creían en la
representación de un determinado papel en el terreno de lo sexual (al menos por lo que a sus hijas se
refería), y así fue como las jóvenes no confundieron la identidad femenina con la idea masculina de
que los esfuerzos y las realizaciones vitales incumben solamente a los hombres.

Y, no obstante, en el curso de mis investigaciones he encontrado una y otra vez mujeres de


este tipo, que, a pesar de toda su serenidad y eficiencia en la profesión (igual que el padre), habían
experimentado un profundo cambio emocional al contraer matrimonio o tener relación seria con un
hombre. Frecuentemente, el cambio se hacía patente únicamente en visión retrospectiva.

“Yo fui siempre la niña de papá”, me explica una de estas mujeres, de treinta y cinco años
de edad. “Le consideraba el hombre más guapo e inteligente del mundo. Cuando llegaba a casa me
colgaba de él, y si salía le seguía siempre, esperando que me invitara a acompañarle. Me hablaba
como si hubiese sido una persona adulta y no como la niña que era… me refería historias del
Quijote, o de los mormones, cuando se establecieron en Utah. No recuerdo que mi madre formulara
ninguna opinión sobre mi estrecha unión con papá. Con respecto a esta cuestión veníamos a ser
como invisibles para ella. Mi madre, de otro lado, era buena y afectuosa, pero yo no quería
parecerme a ella cuando fuera mayor, ni llevar su vida. Saqué buenas notas en mis estudios porque
papá me animó constantemente. Por tener un carácter más inquieto que las chicas de mi edad con
quienes me relacionaba, y desear más cosas que ellas de la vida, me califiqué a mí mismas con la
frase “hija de papá”. Esta suponía una forma de pensar sobre mí misma; implicaba una categoría
aceptable en la que yo encajaba. Después de los estudios medios vinieron los superiores, ya que
pretendía tener una carrera. Quería dedicarme a la enseñanza, como papá. Siempre había figurado
entre mis planes el casarme. Y cuando contraje matrimonio, hace cinco años, todo empezó a
cambiar. No me di cuenta de ello porque continué trabajando. Exteriormente, todo parecía marchar
normalmente, pero la verdad es que a cierto nivel mi trabajo había ido quedando supeditado a mi
condición de esposa. A medida que fue pasando el tiempo, tendía a llegar a una posición en la que
mis sentimientos acerca de mí misma, como mujer de éxito, como persona, se hallaban más ligados
a mi papel como esposa. Creo que en todo ello tuvo mucho que ver la manera como mi madre se
comportaba con mi padre.

“Me había pasado la vida negando todo parecido mío con ella, pero cuando me casé
ocurrió algo misterioso. Por vez primera en mi vida, mi relación con mi padre no me resultó igual
de fácil que antes. El no podía ser mi modelo a la hora de pensar en ser una buena esposa. Quien
tiene una clara idea sobre su identidad personal, y su peculiar forma de reaccionar en diversas
situaciones, experimenta un gran sobresalto al observar los cambios que una nota en el matrimonio.
De repente, nos vemos desempeñando un papel que siempre fue rechazado. Pensamos en la manera
como se conduce la madre con el padre… Tal proceso se acelera cuando, a nuestra vez, nos
convertimos en madre. Voy a contarle una cosa chocante y elocuente a un tiempo que me pasó tras
el nacimiento de mi hija. Me llamaron por teléfono del banco para preguntarme por qué había
empezado a firmar mis cheques como “Mrs. Philip Henderson”. Siempre había firmado “Sheila
Henderson”. Necesité un poco de tiempo para comprender que al ser madre ya no era yo, y me
había transformado en la madre de Karen, en la esposa de mi marido, en “Mrs. Philip Henderson”.

Los diferentes papeles que nuestros padres desempeñaron en los primeros años de nuestra
vida explican (o al menos proporcionan indicios sobre ello) el desplazamiento regresivo que
muchas mujeres triunfadoras en el mundo del trabajo experimentan al casarse: la madre empezó a
enseñarnos lo que habíamos de hacer para ser esposas y mujeres mucho antes de que el padre nos
instruyera sobre los pasos a dar para tener éxito en una profesión. Nuestra manera de conducirnos
en el trabajo y en el ejercicio de una u otra carrera se encuentra relacionada con los esquemas de
comportamiento y sentimientos asimilados relativamente tarde. Estas ideas son más conscientes,
pueden ser barajadas más racionalmente, que las necesidades nacidas de nuestra relación con la
madre, perteneciente a una etapa anterior. “El padre puede ser el modelo a seguir para el modo de
conducirse en una oficina –señala el doctor Robertiello -. Ahora bien, en cuanto a la forma de tratar
con un hombre, de actuar en casa, de estar con un amigo, de comportarse en el dormitorio, hay que
atenerse a otras estructuras, las que se basan en la madre, las que arrancan de normas emocionales
básicas. Las mujeres consideran la vida de la madre como el modelo a seguir, pensando en lo que
percibieron en su relación con el padre. Hay que sustituir a éste por los otros… La cosa no cambia
tanto.”

Si la madre fue ratonera y masoquista, es posible que nosotras seamos tigresas en el


trabajo; en nuestras íntimas relaciones tendremos que sufrir la compañía de un hombre que jamás
contrataríamos para trabajar en la oficina, al que nunca dedicaríamos voluntariamente un minuto del
día. Si nuestra madre fue dominante y/o simbiótica, seremos así con los hombres. “Esto se ve una
y otra vez –señala el doctor Robertiello -. Después de decir con quién se identifica, una mujer así
suele andar a la búsqueda de un hombre como su padre. Finalmente, se casa con alguien que la
retiene con la misma inconsciente atadura utilizada por la madre.”

Esto constituye una ilustración de lo que Freud llamó la “compulsión repetitiva”. Es una
negativa ante la separación, sustentada por una infantil omnipotencia. El doctor Robertiello lo
explica así: “Se centra en la inconsciente convicción de que la hija puede volver sobre sus pasos y
tomar una madre mala como la que tuvo para hacer ahora de ella una buena… La repetición es
debida a la incapacidad de aceptar que existió con la madre un fallo anteriormente, que no
queremos reconocer que no nos amaba bastante, ni de la forma que deseábamos. En la presente
ocasión todo va a discurrir de manera diferente.”

Este mecanismo explica el poder magnético de “Don Despreciable”, encarnación de esos


temibles hombres que pretenden amarnos, pero que no nos aman. Y el tipo agradable, que nos ama,
sin más, ¿por qué lo juzgamos tan insignificante, por qué estimamos su amor tan poco significativo
al lado de la probabilidad de conquistar el corazón de “Don Error”? Porque el modelo de amor que
nuestra madre “mala” mostró una vez hacia nosotras está reencarnado en el Señor Error. Con éste se
nos depara la segunda oportunidad de conseguir el amor de nuestra vida…, aquél que no logramos
ver hecho realidad la primera vez. ¿El amor de ese agradable chico de la casa vecina? Aquí no
existe la menor probabilidad de que triunfemos; por algo fallamos antes.

¿Quién es exactamente papá? Esto nunca queda bien claro, e igual ocurre por lo que se
refiere a mamá…, y por extensión, a nosotras. El es la misteriosa fuerza exterior, quien “trae el pan
a casa”, quien derrama sobre la familia, como un Santa Claus, las golosinas de la vida: la vivienda,
el coche, la lavadora, las vacaciones del verano, dinero para el lindo vestido, destinado a una soñada
ocasión. Incluso en las casas en que la madre también trabaja, ella contribuye con ingresos menores
al presupuesto familiar. Hay una cosa que ella refuerza por razones personales: la mayor parte de
las mujeres necesitan tener conciencia de que sus esposos son los provisores principales, y éste es el
mensaje que transmiten a sus hijas.

Por otra parte, la madre se mantiene sentada a la puerta de la vivienda que alberga esos
bienes. Es la administradora, la que nos facilita nuestras asignaciones, cuando no nos la retira. Si
somos “buenas chicas”, conseguiremos algunos extras… Es una forma de conducta que le hemos
visto practicar con el padre. Para nosotras también, el dinero entregado por un hombre tiene una
significación superior a la que se asigna al ganado con nuestro esfuerzo. “Es mi marido quien fija
mi asignación”, declara una mujer que ingresa anualmente una cantidad escrita con seis cifras. “El
dinero es sexy”.

El padre es la fuente de la generosidad; la madre se pasa la vida regateando unas monedas.


La madre escudriña las páginas de ofertas de los periódicos, para dar con una venta de copos de
maíz que le permitirá ahorrarse tres centavos por caja. Cuando deseamos pasar unos días en un
campamento de verano que resulta caro, es el padre quien da el sí definitivo. Si vemos una película
en la que Steve Moqueen solicita del camarero la cuenta, y pone luego encima de la mesa,
descuidadamente, unos cuantos billetes sin esperar a que le den el cambio, respondemos a ello con
cierto calor sexual. Los hombres son así; se mueven en un mundo tan amplio que ninguno se
impresiona por las cuentas. En cambio, cuando comemos con una de nuestras amigas lo mezquino
es notorio: “Para ti la ensalada de col, y para Sally el vaso de vino…”

No es de extrañar, pues, que mucho tiempo antes de que se haya planteado la cuestión de
nuestra preparación sexual por parte de la madre, ésta nos haya facilitado un cuadro de la vida en el
que ella aparece como indispensable. Sucede aquí lo que con esas fotografías de las revistas de
modas, donde las figuras masculinas quedan desenfocadas, sin perfiles claros, casi sin caracteres
varoniles. Bueno, su identidad carece de importancia; lo que interesa es lo que dan a las mujeres de
las fotos: les proporcionan una más nítida definición. El vestido anunciado tiene un precio de 200
dólares, pero sin la compañía del hombre, sin unos cuantos recostados a sus pies, o ayudándola a
apearse del coche, la imagen de la joven embutida en el atuendo sería menos significativa para
otras mujeres.

Hoy, nuestro desarrollo nos está alejando de esto. Sin embargo, es posible que la idea de
que los hombres son de vital importancia para realzar cualquier valor propio nuestro se halle
entretejida en la realidad femenina hasta tal punto que muchas mujeres piensen que rechazarlo viene
a ser algo así como negar la ley de la gravedad. Cuando yo digo que las mujeres necesitamos a los
hombres, para que éstos “cuiden de nosotras”, semejante pensamiento parece definitivamente
desfasado, anticuado. Resulta demasiado fácil desentenderse de tal idea si nos atenemos a su
significado superficial. Las mujeres no necesitan a los hombres para que ellos paguen nuestras
cuentas o alejen a unos peligrosos merodeadores. Los necesitamos porque deben cuidar de
nosotras, ya que no nos creemos seres visibles, no sabemos si existimos, siquiera… sin ellos. En
estas condiciones, nos sentimos perdidas, abandonadas, a punto de morir. Somos como unas
criaturas que necesitarán la presencia de la madre al sentirse presas por el pánico y en plena
soledad.

“No, no. Insisto: pagaré lo mío”, dice una joven que se nos unido a mi marido y a mí en la
mesa de un restaurante. Pero al examinar el interior de su cartera ve que no tiene dinero suficiente.
De serle posible, el hombre, normalmente, sale de su casa con más dinero del que ha de necesitar,
pues sabe que pueden presentarse imprevistos, y desea estar en condiciones de hacerles frente. Las
mujeres han sido enseñadas a llevar encima el dinero justo para el taxi. Mentalmente, esta joven
que insistía en pagar su consumición se convertía por su actitud en una mujer de su tiempo,
responsable. Algo más profundo, que le fue inculcado en la niñez, labora sin embargo
misteriosamente dentro de ella para quebrantar la citada tendencia.

Lo que produce esta incapacidad para cuidar de nosotras mismas es que las mujeres están
comenzando a comprender que ese “desplazamiento gratuito” que los hombre, supuestamente, les
ofrecen no es ningún privilegio, contrariamente a lo que se pretende hacernos ver.

“Mi novio no dispone de mucho dinero”, dice una chica de dieciséis años. “Le dije que no
me importa pagar mis gastos, pero esto a él le gusta hasta cierto punto. Sale con frecuencia con sus
amigos, lo cual según él no le cuesta mucho. Pero cuando lo hace espera que yo me quede en casa.
¿Por qué no ha de preferir salir conmigo, sumando al poco dinero que gasta con los amigos el que
yo le ofrezco? Pues no, nada de eso. Yo he de quedarme en casa cuando no está de humor para
verme… porque esto es lo que realmente desea significar cuando dice que está en las últimas. Y si
salgo sola, o voy a alguna reunión sin él, se pone furioso.” Si el hombre te deja compartir los gastos
con él cuando le acomoda, la independencia que el dinero ofrece es tan falsa como la calidad de la
relación.

Convirtiendo a los hombres en Papá Noel, las madres asestan un tremendo golpe al
problema de la competición entre nosotras. Papá no es esas persona sexual, ese hombre atractivo
que las dos queremos. El es realmente un amable provisor, un tipo imponente y cordial, tan
confortable y no erótico como un electrodoméstico. ¿Qué puede haber de sexual en una persona
que se abre paso en la vida mediante una serie de trabajos que le ponen al borde del ataque cardíaco,
que llega al hogar tan cansado y malhumorado que apenas tiene ánimos para depositar un beso en la
mejilla de mamá? Por otra parte, las madre refuerza la alianza entre nosotras dos: papá no
constituye ese premio que las dos ansiamos conseguir, sino que es un oponente anticuado al que
atribuimos hasta rasgos de necedad: “Le diremos que el vestido ha costado únicamente veinticinco
dólares, en lugar de cuarenta y cinco.”

En este bonito y seguro cuadro doméstico que ella presenta existe un enigma. Por una
parte, la oímos afirmar que papá es un hombre agradable, que trabaja mucho por nosotras,
añadiendo que le ama mucho y comentando que componen los dos un matrimonio ideal. Por otro
lado, ¿por qué anda ella siempre con sus pequeños y malintencionados dichos, haciéndole aparecer
como un necio? ¿Es que no se acuerda de que tuvieron una terrible riña la semana pasada? ¿No está
él habitualmente enojado con ella, porque le reprocha que se pasa todo el tiempo en la oficina, o
jugando a los bolos con los amigos? Cuando la madre habla de las compensaciones del matrimonio
(en oposición a los peligros de lo sexual), nos sentimos desorientadas, desconectadas con la
realidad. Algunas de nosotras desean casarse, pero la visión de su matrimonio hace que tal idea se
distancie momentáneamente de nosotras. Algo se echa de menos. Todo lo sexual es problemático,
nos dice a cada momento; los chicos, muchos de ellos brutales, sin ningún refinamiento, van
siempre en busca de lo mismo. Somos jóvenes todavía, pero sabemos ya que la vida no vale la pena
de ser vivida sin la excitación que nos producen los chicos. ¿Cómo podemos aceptar las promesas
de la madre? Esta nos presenta a los chicos sumidos en una luz tan peligrosamente atractiva que lo
sexual se transforma en tema constante de nuestras reflexiones.

Nos acomodamos a este hecho vital decidiendo que nuestra madre es buena, y nosotras, en
cambio, malas. ¿A quién ha de extrañar que las hijas se queden perplejas, y que se muestren
resentidas, cuando la madre se divorcia y empieza a llevar a casa un hombre distinto cada vez?
Estos no tienen nada que ver con los papás agradables y cómodos que satisfacen nuestras
necesidades monetarias… ¿Puede decirse que es una relación sexual lo que ella desea… tras tantos
años de estar diciéndonos que eso es malo, innecesario, peligroso, y que se trata de algo con lo que
no debemos enfrentarnos jamás? Ella ha roto el lazo simbiótico: se halla más unida a la nueva
persona que a nosotras. “No me opongo a mi madre”, explica una chica de quince años, cuya
madre ha instalado a su amante en el hogar familiar. “Me opongo a él… Mi madre le presta más
atención que a mí. Cuando sea mayor, querré casarme con alguien, no me limitaré a vivir con él.
No quiero llevar la vida que lleva mi madre.” En su círculo amistoso, esta muchacha tiene fama de
ingenua y antisexual.

Una consejera en cuestiones matrimoniales, la doctora Sonya Friedman, se refiere a un


caso en el que un amante instalado en el hogar provocó una reacción opuesta. “Cuando la madre,
una mujer de treinta y cinco años, llevó a este hombre a su casa, la hija se sintió tan avergonzada
que se negó a que sus amigas continuaran visitándola. Estas le preguntarían, seguramente: “¿Quién
es este hombre? No es tu padre, desde luego… Entonces, ¿por qué duerme en el cuarto de tu
madre?” La muchacha no podía soportarlo. Las chicas poseen un sentido muy estrechamente
definido acerca de la moralidad, de lo que está bien y lo que está mal. No me sorprendió saber que
la hija inició muy pronto por su cuenta una experiencia sexual avanzada.”

Cuando la madre revela que su interés por los hombres no es meramente superficial y
doméstico, como siempre ha afirmado ante nosotras, hurta a aquéllos su misterio. Son seres
sexuales, y nosotras deseamos lo que ella tiene. Repentinamente, se abren, anegándolo todo, las
puertas de la franca competición, con su tremendo caudal. La irritación de la hija es a menudo
expresada mediante la elección de un hombre lo más explícitamente sexual posible, para hacer
ostentación de él ante la madre, y volver a ésta.

La madre no miente deliberadamente. Desea que nosotras repitamos su vida porque así es
como ella se da validez a sí misma. Hace de la vida un misterio porque si supiéramos lo poco que
ella sabe, podríamos no repetir el ciclo; si rechazamos sus decisiones, la madre se sentiría ansiosa y
culpable. “¿Dónde obré erróneamente?”

Una vez más, el deseo es la madre del pensamiento. Según la doctora Schaefer, “la madre
se imagina que su matrimonio, aunque no es perfecto, ha salido bastante bien; su figura, en
definitiva, que es mejor que muchos otros. En caso negativo, ¿por qué se ha sacrificado tanto en su
nombre?” Dice Gladys McKenney, profesora en una escuela de enseñanza media emplazada en las
inmediaciones de Michigan: “Las hijas se dan cuenta perfectamente de la inconsistencia de muchos
matrimonios… La madre se refiere con sus palabras a las bellezas o los encantos del matrimonio en
tanto que vive una desgraciada relación con su marido. Es difícil reconocer en presencia de una
hija: “No siempre nos hemos sentido felices tu padre y yo al unir nuestras existencias.” En las
familias que yo trato, situadas a un nivel socioeconómico superior al término medio –con lo cual
aludo a la mayor parte de los hogares en la población en que enseño – hay un torrente de enojo entre
esposos y esposas, que no se pone de manifiesto. La gente menuda lo sabe, pero todo se oculta, se
suprime.” Y se da curso a un doble mensaje: a veces nos odiamos mutuamente, pero es mejor
llamar a esto amor.

El misterio se expande.
Dice la doctora Schaefer: “Una madre dispone tan sólo de un medio para preparar a su hija
pensando en la realidad de su vida con un hombre: ha de ser sincera al referirse a su vida con su
esposo. Si la madre intenta decir a la hija una cosa cuando verdaderamente siente o vive otra, tal
divergencia da lugar a las más penosas dificultades. Nos encontramos ante lo que a mí me gusta
denominar La Gran Mentira… Nos vemos apresadas entre lo que nuestros padres dicen y lo que
sienten.” Deseamos creer que la vida con el padre es todo lo agradable que la madre afirma, pero
en nuestro fuero interno sabemos que no hay nada de eso. Nos quedamos con un cuadro suyo de
color de rosa, pero sin la menor idea acerca de la forma de alcanzar esa meta ideal. Todo lo que
entretanto sabemos es que cualquier hombre que no nos haga sentir esa idealizada emoción no es el
“Señor Verdad”. Así es como le reconoceremos cuando por fin haga acto de presencia. El ha de
transportarnos a ese mágico lugar de que nos está hablando nuestra madre constantemente.

Las madres educan a sus hijas como criaturas necias porque creen en la divinidad de la
inocencia. Sexualmente, todas las madres son católicas. Rezan por la inocencia de las hijas al
mismo tiempo que piden, también con oraciones, un hombre para sus incultas e inmaculadas
muchachas. Los guardianes de las vírgenes vestales custodiaban su pureza, sabedores de que el
sexo era su condenación. Nuestras madres nos conservan puras y torpes, sabiendo que aún en el
caso de que lo sexual sea nuestro futuro, supondrá también nuestra ruina. A la luz de tal
inevitabilidad, la reflexión racional e inteligente se derrumba. Prevalece una piadosa creencia: el
inocente debe ser perdonado. Caso tras caso, cuando me he entrevistado con madre e hija, la
primera me decía: “¡Oh! Mi hija lo sabe todo; ha ido informándose en el colegio, hablando con sus
amigas, en la calle. No tengo que explicarle nada.” Pero al hablar con las hijas, de catorce, quince o
dieciséis años, he comprobado que sus conocimientos son fragmentarios. Asusta lo que no quieren
saber: toda la verdad acerca de su cuerpo, de los métodos anticonceptivos… ¿De dónde proviene su
aversión a averiguar cosas sobre sí mismas en un mundo que nunca les ha ofrecido información
sexual suficiente?

Nuestras dificultades comienzan con la ambivalencia de la madre. Es duro para ella hablar
de ello; es imposible para nosotras escucharlo. “Nadie te pone al corriente de los sentimientos que
albergarás cuando tengas intimidad con alguien –dice la doctora Schaefer-. Hagamos justicia a la
madre… ¿Cómo puede prepararte alguien para esa enormidad del orgasmo? Muchas mujeres
adolecen de tal falta de preparación que no lo desean. Se resisten. No es que no puedan lograr el
orgasmo; se trata solamente de que les resulta imposible controlar todas esas sensaciones.”

La doctora Schaefer continúa diciendo: “Examinemos el problema pensando en un mujer


que intenta hablar con claridad a la hija. El hecho de que la mujer mayor pueda aceptar ciertas
ideas sexuales –e incluso celebrarlas – no implica que no le asusten terriblemente el relacionarlas
con su hija. El novio de la chica se ha presentado en un coche para salir con ella. La madre sabe
que, antes o después, en el curso de la noche, se detendrán en algún sitio. Conoce también las
fantasías que su hija alimenta en torno a la grata sensación que dan los besos. Pero no pierde de
vista que las del chico irán seguramente más lejos, deseando, por ejemplo, que ella acaricie su pene.
¿Cómo va la madre a explicar esto a la joven cuando ella misma se siente culpable en tantas cosas
referentes a lo sexual?”

“Son muchas las mujeres que no hacen más que formular objeciones acerca de un hombre
hasta el momento en que se acuestan con él –manifiesta Sonya Freidman –. Luego, todo queda
zanjado. Y se ligan a él de un modo inapropiado. El hombre en cuestión asume entonces una
importancia emocional desproporcionada. He aquí a esa mujer, ayer tan serena y racional,
poniéndose de acuerdo con el hombre que significa en su vida tan sólo un flirteo, una aventura
amorosa de cortos alcances, una hoja que se lleva el viento… diciendo hoy, entre sollozos: “Le
necesito, le necesito… ¡Sin él moriré!” Confío en que esta manera de discutir vaya desapareciendo.
La cosa era terrible entre las mujeres de mi generación, munidas de tan pocas tretas, y cargadas con
un cúmulo de culpabilidades y/o una terrible “necesidad” de él. Por encima de todo estaba la idea
imperativa de que si lo necesitabas sexualmente tenías que casarte con él.”

“Una de las cosas que ocurren cuando somos algo más maduras –prosigue diciendo la
doctora Sonya Friedman – es que conseguimos que nuestro yo personal permanezca intacto. Se
puede gozar de un hombre física y emocionalmente sin llegar a ligarnos a él, manteniéndonos
tranquilamente sentadas junto al teléfono, aguardando a que suene. Esto es lo que espero que mi
hija aprenda: que si posee algunas virtudes significativas, y una buena opinión de sí misma, como la
tienen los demás, no tendrá necesidad de hacerlo valer para sostener una relación dominada por la
idea de que “no puede vivir sin él.”

Esperamos que el matrimonio nos libere de nuestras culpabilidades sexuales. La


contradicción radica en que mientras que la esposa quiere que el hombre sea fuertemente erótico y
mágicamente viril, para despertarnos sexualmente, nosotras deseamos que haga esto dentro de una
estructura emocional de calor, ternura, afecto y mimo. “¡No! ¿no me toques ahí!”, exclamamos
cuando algo que va a hacer amenaza con sustraer toda ternura de lo erótico. El hombre se siente
desconcertado: si ella no cree que eso sea propio de la relación sexual, ¿qué diablos quiere? Hemos
mantenido nuestras manos alejadas de nuestros cuerpos a lo largo de los últimos veinte años.
¿Cómo vamos a poder decirle lo que queremos, si nunca se nos ha permitido explorar la idea por
nosotras mismas?

Lo que es auténticamente desconcertante y atemorizador es el juicio de la madre al decir de


buenas a primeras que los hombres son malos, que no se debe confiar en ellos, que son como niños
egoístas, que acabarán cansándose de nosotras… Y luego, casi sin solución de continuidad, la
madre pasa a hablarnos ¡del maravilloso futuro que nos aguarda cuando nos casemos con uno de
ellos! En nuestra cultura, una buena madre no admite nunca, nunca, la posibilidad de que la hija se
quede soltera. Tampoco admite jamás la idea de que el matrimonio no sea lo mejor del mundo. El
temor y la desconfianza hacia los hombres que las madres han sembrado en las hijas se reflejarán
más tarde en el trato de éstas con los que conozcan a lo largo de la vida. La faceta amorosa y el
consiguiente matrimonio se hallan condenados al fracaso ya antes de que la primera se insinúe. La
chica mira con rencor a todos los hombres por lo que uno de ellos hizo a su madre, o por lo que ésta
dijo que le había hecho.

Acerca de los donjuanes, las mujeres, justificadamente, formulan un comentario que para
la chica en sí no cuenta: “Ese se acuesta con cualquiera.” Los hombres devuelven el cumplido al
decir de una mujer: “Esa se casará con los primeros pantalones que se le crucen.” Nos despertamos
como sonámbulas, diciéndonos: “Yo no elegí a nadie. Todo fue, simplemente, una parte del
esquema. Una se ve casada, y luego madre de dos hijos; a continuación adquirimos un perro y una
casa para pasar los veranos…”

A los quince años, nosotras, por supuesto, somos unos entes no menos misteriosos para los
chicos. Pero en este aspecto ellos son penetrantes; se dan cuenta de lo cerca que se encuentran
todavía de la dominación y los enredos femeninos: la madre se mueve constantemente a su
alrededor. Y aunque a ellos les puede apetecer en la misma medida que a nosotras la proximidad y
el amor, no quieren saber nada de las restantes cuestiones sostenidas por las mujeres (la madre):
unas normas, una dependencia y un control. Chico y chica se ven mutuamente como huidos de la
madre –una alianza que nos separará de ella para siempre – pero ignorantes de toda relación entre
hombres y mujeres, con la excepción del lazo simbiótico que hemos conocido en casa, procedemos
a mantener lo mismo entre nosotros. “Sed metódicos, constantes”, es una recomendación que
proporciona a chicos y chicas algo que ellos consideran seguridad. Muy a menudo sucede algo
parecido a dos bañistas que se hallan a punto de ahogarse: que se aferran uno al otro mutuamente
por el cuello. Habitualmente son los hombres quienes acaban con el peligroso abrazo. Su mayor
ventaja radica en que ellos tienen alternativas, experiencia en el alejamiento: no necesitan
“comprar” una relación a cualquier precio. Su grito de ahogo –poco antes de dar el portazo – es
famoso. Lo que se comenta poco en tales situaciones es que la mujer también debió de sentirse
ahogada. Pero ella habría pagado ese precio…, cualquier cosa, para mantener la relación en
marcha.

Cuando se desvanece lo romántico y la fantasía, cuando vemos a los hombres excluidos y


esfumados su gran misterio, para quedar ante nosotras como lo que somos todos, simples seres
humanos, nos irritamos. Cuando teníamos quince años, nuestra madre nos parecía una persona
arcaica; éramos heroínas sexuales, que pisábamos terrenos que la hubieran aterrorizado de haber
estado informada. ¿Qué sucedió? De pronto, la vehemencia se ausenta de nuestras vidas y
comprendemos que no hemos avanzado más que ella. ¡Somos exactamente iguales que ella!

Esto explica la ira inapropiada que sentimos cuando nuestros hombres nos dicen: “Eres
igual que tu madre.” Podemos pensar que es una deslealtad tomar tales palabras como una
acusación, pero nos atenaza con mayor fuerza el temor a que él nos juzgue tan asexuales como
nuestra madre parecía serlo a nuestros ojos. “¿Qué tal te sienta ser mujer?”, me preguntó mi madre
el día en que tuve mi primer período. Es una pregunta bastante convencional, pero me sentí
nerviosa, inquieta, molesta. Yo no me sentía mujer, y cualquier conversación sobre los temas de la
feminidad y la sexualidad entre mujeres me dejaba perpleja, hacía que me desenvolviera
torpemente. Serían los hombres –y no la menstruación, ni mi madre, ni las otras mujeres –quienes
definirían mi feminidad y me ayudarían a comprenderla. Mientras escribía el presente libro ha
quedado confirmado algo que mi cuerpo y mi alma habían comprendido mucho antes que yo:
desempeñar el papel de espectadora pasiva de la vida de nuestro cuerpo es una decisión que
podemos aceptar o no. Las mujeres están comenzando a ver que la sexualidad no puede ser
conferida por cualquier otro ser. Si los hombres siguen siendo un misterio es a causa de sus
intrínsecas “diferencias”, y no porque posean un poder mágico sobre nosotras. Las mujeres, hoy,
son misteriosas para las madres porque todas nos hemos convertido en agentes activas de nuestra
sexualidad.
CAPÍTULO 9
LA PÉRDIDA DE LA VIRGINIDAD
Mi tía Kate estaba esperando la llegada de su primer hijo el verano del año en que ingresé
en la universidad. Mi familia se había trasladado al norte el invierno anterior, y por este motivo yo
me alojaba en su casa de Charleston. Nos hallábamos pintando el cuarto destinado al recién nacido,
y nuestra conversación versaba sobre la inminente boda de mi mejor amiga, en cuya ceremonia yo
debía actuar de dama de honor, cuando mi tía, con toda naturalidad, me hizo saber que había ido
virgen al matrimonio. Dado el ambiente –el embarazo de mi tía, la boda, la lejanía temporal de mi
madre –, cualquiera pensaría que a estas palabras siguió una detallada disquisición sobre la vida
sexual y los medios anticonceptivos. No hubo nada de eso.

Yo no formulé ninguna pregunta, pues no pensaba en mí como ser sexual. Y ella me había
dicho todo lo que era capaz de decir, sin sobresaltos, sobre aquel tema. Bueno, añadió que su
virginidad había significado mucho para su marido. La conversación discurrió suavemente, sin
embarazosas interrupciones, sin sermones, como haciendo continuos incisos, entre golpe y golpe de
brocha… Ello respondía a la cariñosa forma con que mi tía quería ponerme al corriente de un
hecho significativo de su vida. Su comentario enlazó fácilmente con mis románticas visiones de lo
que tenía delante, y pronto lo “olvidé” todo. Ahora, al retroceder en el tiempo, puedo ver su
mensaje bien grabado en mi mente.

Si, a diferencia de mi tía, yo no fue virgen al matrimonio, no por ello es menor la deuda
que contraje con ella. Yo había estudiado en un colegio del Norte, como ella; quería ser actriz, y
luego escritora, también como ella. Eran cosas que quería hacer, pero la idea me la había sugerido
mi tía. Si no hubiera tenido a la vista el modelo de su vida, que me ayudó a salir del cálido caldo de
cultivo meridional en que me había criado, hubiera podido casarme siendo tan joven como mis
amigas. Su forma de ser, su aspecto, me permitieron convertirme en ente sexual, en el momento
oportuno, y sin ningún sentimiento de culpabilidad. Esto es lo que le debo.. No me dio una norma,
ni una orden para que me contuviera, sino que supo dotarme de un freno modélico, para que lo
utilizara cuando me fuese necesario. Lo mejor que pueden hacer nuestras heroínas es alargarnos
una mano y luego dejarnos solas; la forma de darles las gracias consiste en desarrollar nuestra
personalidad, en ser fieles a nosotras mismas… Nada de tratar de parecernos a ella. Siempre que
corría el séptimo velo virginal ante la cara de mi amante de turno –tras haberle ayudado a apartar
los primeros seis – no era que estuviese oyendo las palabras de mi tía, sonando con el estrépito de
las trompetas del día del Juicio Final: ¡Resérvala! Ocurría, sencillamente, que no estaba preparada.
El ejemplo de su vida era toda la razón que necesitaba. Mi cuerpo lo había experimentado todo,
excepto la penetración final; mentalmente, yo seguía siendo virgen. La noche en que perdí mi
virginidad fue tan significativa y memorable como los ritos nupciales de cualquier doncella educada
en un colegio de monjas.

Una soleada tarde, durante mi primer año en la universidad, abrí accidentalmente un libro
de medicina dejado sobre una mesa por uno de los amigos con quienes salía a veces. En un párrafo
de una de sus páginas se especificaba que una muchacha puede quedar embarazada sin que medie la
penetración. Se decía allí que el altamente activo esperma puede avanzar culebreando por su cuenta
por una cálida y humedecida vagina aunque la pareja haga solamente lo que Steve y yo habíamos
estado haciendo en su coche la noche anterior. Mientras leía aquellas frases, me puse a contar con
los dedos los días transcurridos desde mi último período. Sabía que el siguiente no llegaría.
Era obra del destino que yo abriera el libro precisamente por aquella página. Había dado
con uno de los accidentales boletines que había de marcar mi existencia. Estudié el texto
atentamente para estar más segura, pero en seguida me vi metida en un mar de enrevesados
términos médicos. El Gran Telón había sido levantado brevemente para que yo recogiera un
mensaje, bajándose de nuevo. Estaba embarazada. Me hallaba convencida de ello, así como de que
no disponía de alguien a quien dirigirme. No conocía a ninguna chica que hubiera quedado
embarazada. Jamás había oído hablar del aborto como tema de conversación. Me hallaba
locamente enamorada de Steve, pero la idea del matrimonio quedaba descartada por completo.
Eran demasiadas las cosas que tenía que hacer. Incapaz de enfrentarme con tal alternativa, sentí que
el pánico se apoderaba de mí.

En ningún momento se me ocurrió llamar a mi madre. Sólo podía recurrir a ella si me


hallaba en el fin del mundo. No podía soportar la visión de un gesto de ansiedad en su rostro, y
para conseguir esto había un remedio: que no lo observara jamás en el mío. Estuve merodeando por
la enfermería de la universidad, deseando desesperadamente saber la verdad. Pero ni siquiera era
capaz de componer mentalmente la frase: “Creo que estoy embarazada. ¡Ayudadme!”
¿Embarazada yo, la presidente de mi curso, la secretaria del comité de gobierno estudiantil? ¿Qué
diría la gente cuando me revelara como una joven de doble personalidad, una muchacha que
deseaba pasar su vida con un miembro masculino entre piernas, que lo acogía en cualquier parte, en
los coches, en la playa, en cualquier lugar oculto (aunque sólo lo imprescindible) a los demás? Sería
expulsada, despreciada. Me quedé paralizada…

Telefoneé a Steve. Sus palabras, que querían ser tranquilizadoras, fueron perdiendo fuerza
a medida que pasaban los días y mi ansiedad se incrementaba. Me dijo que las probabilidades de
embarazo eran muy remotas: una contra un millón. Yo debía ser esa una que confirmaba el cálculo.
Llevaba seis días de retraso. Al séptimo día, nada más despertarme, vi una hermosa mancha roja en
la sábana. Tuve unos momentos de intimidad con mi Dios: “Gracias, Santo Dios, gracias. Nunca
más lo volveré a hacer.”

Aquel viernes solicité autorización para pasar fuera el fin de semana. El sábado por la
mañana, Steve y yo nos encontrábamos desnudos, uno en brazos del otro, en una cama con dosel
perteneciente a la hermana de uno de sus compañeros, en una vivienda de Beacon Hill. Su pene se
movía entre mis piernas; mi vagina se mantenía cálida y húmeda mientras el intrépido esperma
intentaba una vez más confirmar el cálculo de una probabilidad de fecundación entre un millón de
casos. ¿Habrá algo más estúpido que una virgen de dieciocho años?

Recientemente almorcé con un hombre al que no había visto desde los diecinueve años.
Había leído uno de mis libros, y cuando oí su voz por teléfono sonreí, recordando los días pasados
en el gran lecho de plumas de Kitzbühl, el vino que compartimos, los masajes que nos dábamos
mutuamente tras las sesiones de esquí, y los días en que no esquiábamos en absoluto. Le había
amado locamente, pero cuando en el transcurso de nuestra última noche me habló de matrimonio,
poniendo en mis manos una imagen de Santo Tomás de Aquino (era católico), preferí solamente
permitirle que estampara sus iniciales en mi brazo. Seguía sin querer oír una palabra de
matrimonio: estaba todavía empezando. Pero quería darle algo, así que le brindé mi brazo.
Estábamos en la cama, bajo los efectos del vino ingerido y de los repetidos adioses, y no sé de
dónde sacamos la idea de aquel autógrafo entre el codo y la muñeca. Es lo que más recuerdo del
episodio de Kitzbühl y de él… La acción no era propia de mí.
Durante la comida me habló de lo que recordaba mejor. “Casi terminé con tu virginidad.
Tú eres lo que nosotros solíamos llamar una virgen profesional –manifestó mientras consumíamos
nuestros Blody Marys - ¿No te acuerdas de aquella última noche? Casi no te la introduje. De no
haber dicho yo: “Nancy: ¿te das cuenta de lo que estás haciendo…?”

“Pero no llegaste a introducirla –respondí–. Son necesarias dos personas para guardar a una
virgen. Tú eres lo que nosotras, las vírgenes, denominamos nuestro guardián profesional.”

Mi madre me hizo una visita antes de que yo tomara el avión para trasladarme a San Juan
de Puerto Rico, donde había conseguido mi primera colocación, en un periódico de habla inglesa.
Llegó con mi padrastro y dos amigos al teatro de Cabo Cod, en el cual yo había actuado como
principiante durante los tres años últimos de universidad. Había reservado para ellos las mejores
habitaciones del mejor hotel, la mejor mesa en el mejor restaurante, y, por supuesto, les procuré las
mejores butacas del teatro, para la representación de aquella noche. Me sentía orgullosa de mi
madre. Era bonita, joven, y en ningún momento se permitía criticar mis cosas.

“¿Sabes? – me dijo, admirando mi organización, satisfecha de mis amigas, de la vida


perfecta que llevaba -. A Susie le hubiera gustado hacer algo semejante, pero ¡es una muchacha tan
irresponsable!” Mi hermana, mayor que yo, todavía vivía en casa. La preocupación que sentía mi
madre a causa de las dificultades con que Susie se desenvolvía en su vida pareció desvanecerse al
volverse hacia mí. “¡Oh, Nancy! – exclamó, sonriendo, al mismo tiempo que dejaba caer una de sus
manos sobre mi hombro –. Tú has sabido siempre cuidar de ti misma. Jamás estuve preocupada por
ti.”

No sé cuándo mi madre y yo nos pusimos de acuerdo en aquel trato. Al parecer, las cosas
siempre habían marchado igual. Yo nunca llevaba mis preocupaciones a casa. Ciertamente, por el
tiempo en que cumplí los veinte años, mi madre y yo habíamos concretado nuestro pacto: puesto
que ella no tenía motivos de preocupación, no se inmiscuiría en mis asuntos. Ya me ocuparía yo de
mí misma. Aquella noche, a la hora de la cena, me presenté en compañía de uno de los hombres
que más me atraían, en esta ocasión un mal actor. Informé que me iba a llevar en coche a Nueva
York para pasar en esta ciudad una noche antes del vuelo a San Juan. Mi madre no me preguntó en
ningún momento dónde me hospedaría en Nueva York, ni si tenía dinero suficiente para el pasaje,
ni qué hacía en compañía de aquel tipo de mala fama, un hombre que, evidentemente carecía de
porte y modales para ingresar como socio en el club de campo. Se limitó a sonreír a mi
acompañante tímidamente, y me dio un cheque por veinticinco dólares cuidadosamente doblado.

“Ahora haz el favor de decirme si necesitas algo”, manifestó mi madre, sabiendo que daría
una contestación negativa. De pronto, en el último minuto, en su rostro apareció una expresión
melancólica, la de todas nuestras despedidas. “¡Oh, Nance!”, murmuró. Me asió con manos
trémulas, y yo le devolví el abrazo con menos calor del que hubiese querido emplear. Me odiaba a
mí misma por no ser capaz de dar a mi madre lo que ella ansiaba. ¿Por qué estos adioses hacían
siempre que me sintiera tan culpable? Me despedí de mis familiares agitando la mano hasta que los
perdí de vista. Luego, me dirigí a Nueva York, en compañía de mi actor. Mi abuelo me había
dicho que podía utilizar su alojamiento en el Plaza. De sus labios no salió una sola palabra
previniéndome que tenía que ser prudente. Yo llevaba colgado un rótulo: “Nancy sabe cuidar de sí
misma.” Pero por la noche, el actor y yo lo hicimos todo, menos aquello…

Compartí mi apartamento de San Juan con dos chicas, ambas vírgenes. La noche del
estreno, alguien llevó una pequeña palmera, de la que colgamos tres huevos vacíos, símbolos de la
fertilidad. Nos reímos mucho, y luego plantamos hiedra en el bidet.
Hacia fines de aquel año, las tres habíamos perdido la virginidad. Nunca hablamos una
palabra sobre anticonceptivos. No había un diafragma en la casa. Una noche me despertó un ruido
procedente de la terraza. Incorporada en la cama, vi a una de mis compañeras de rellano haciendo
el amor con un hombre al que yo no había visto nunca, y que ella tampoco volvería a ver. Mi turno
llegó muy poco después. Bajando por la Avenida Ponce de León a la mañana siguiente, en el
autobús, recuerdo mi sorpresa al comprobar que las pecas de uno de mis brazos, tostados por el sol,
continuaban en el mismo sitio. ¡No había cambiado!

***
Desde las primitivas hasta las más sofisticadas culturas, la sabiduría inconsciente de la raza
ha considerado necesario que los jóvenes fueran confirmados en la asunción de su virilidad
mediante ritos que marcaran su abandono de la pubertad: Bar Mitzvahs, pruebas de caza, etcétera.
“Hoy eres ya un hombre.” En las civilizaciones complejas, lo sexual puede ser aplazado durante
unos pocos años. No obstante, el joven ha quedado señalado: ha llegado el momento de dejar a un
lado las maneras infantiles, y emprender la separación de la familia. Ha esperado ansiosamente esta
ceremonia de la separación durante tanto tiempo que cuando se presenta no abriga la menor duda
sobre su valor. Su madre llora de gozo, su padre se muestra orgulloso, él mismo sabe que ha
alcanzado una alta meta. Cuando se inicie la vida sexual, ésta aparecerá como una consecuencia de
todo lo demás.

No existe nada comprobable para las chicas. Ellas no saben de rituales, ni de una
formación paulatina para la feminidad. Nuestra sexualidad no se celebra. Nuestro único acto
simbólico es la pérdida de la virginidad, el cual se realiza en secreto y sin aplausos. Si esperamos a
estar casadas, el acto sexual, como el matrimonio mismo, se proyectan para conseguir lo que
debiera exigir años de un proceso de preparación. Lo que debiera ser un acto de separación se
convierte en otra forma de simbiosis: ahora, después de habernos “quitado” la virginidad, ¿nos
amará él siempre, nos llamará mañana, nos dejará por otra mujer? En vez de hacernos libres,
curiosas, experimentadas acerca del futuro, lo sexual nos llena de una ansiedad regresiva, de una
ansiedad postcoital. “Abrázame. Ámame solamente a mí y yo te amaré tan solo a ti, para siempre,
te lo prometo.”

Todas nos acordamos de la primera vez. Recordamos el vestido que llevábamos, la


lámpara que colgaba del techo de cierta habitación, la impresión que producía la tapicería del coche
en que viajamos. Experimentamos el rito de la iniciación. Un acto que nos dice que hemos dejado
de ser niñas, que acabamos de dejar a un lado las normas dictadas por la madre. Somos personas
adultas, ya mayores, con una vida sexual propia… conceptos sinónimos de separación. Pero ésta
no es la realidad.

Aguardamos lo sexual, más que cualquier otra cosa de nuestra vida, para que nos haga
mayores. Es posible que nuestra madre no haya querido que salgamos de casa, que cursemos una
carrera, pero en lo que sus prohibiciones llegan al punto máximo es en lo tocante al sexo. Tenemos
razón al pensar en lo sexual como un paso en el camino de la separación de ella, pero toda la tarea
completa no puede apoyarse exclusivamente en esto. “Por el hecho de no tener otra preparación
formal para la sexualidad –dice el doctor Robertiello- el episodio de la pérdida de la virginidad es
para vosotras una carga tremenda. No puede quedar a cargo de esto todo cuanto la gente le
atribuye. La separación no es un acto físico, como la rotura del himen. Es un acto emocional.
Debe comenzar durante los primeros años de la vida y ser reforzado progresivamente a lo largo del
desarrollo. No es de extrañar que haya tantas mujeres que vayan sintiéndose más y más
desconcertadas, perdiendo interés por lo sexual. Primeramente, todo lo relativo a la cuestión les
inspiró mucho temor, y luego esperaban mucho de ello, sin más. No existe nada capaz de hacerte
independiente de golpe.” La separación no es una cosa que vaya a “pasarte” una noche en el
asiento posterior de un automóvil, o que te sea dada por un esposo en la cámara nupcial, durante la
luna de miel.

Sería una bendición para las mujeres que pudieran ser aliviadas de su virginidad con el
nacimiento. Sería ésta una operación simple, que nos permitiría desembarazarnos de un rótulo o
marbete, algo que, más que otra cosa, siembra la confusión en nuestras reflexiones sobre la
sexualidad; el mercado de las novias vírgenes desaparecería de una vez para siempre; a las madres
se las aliviaría de una ansiedad que nada tiene que ver con el corazón, el alma y el carácter de sus
hijas. Aquéllas podrían abandonar su papel de “policías”, desenvolviéndose más fácilmente como
educadoras cariñosas. En vez de pensar que en una noche podemos “perder” un misterioso tesoro
escondido entre nuestras piernas, comprenderíamos, quizá, que nuestra sexualidad queda entre
nuestros oídos, y que es ganada por nosotras solamente.

Cada acción libre, cada victoria sobre el temor y la inhibición, causan en mí un incremento
de valor que me permite actuar con más facilidad en la siguiente intentona. Por consiguiente,
imaginémonos una zona de desarrollo en la cual una persona joven pudiera practicar su sexualidad,
y aprender a sentirse separada de su madre. Idealmente, eso sería seguro, económico, tranquilo e
íntimo, no hiriendo los sentimientos de nadie. La motivación y la actuación habrían de partir de una
misma… Aquí tenemos un placer autosatisfactorio, sin posibles consecuencias para nadie que no
sea la persona interesada: la masturbación. La naturaleza es muy astuta.

Y, sin embargo, Kinsey informó en los primeros años de la década de los cincuenta: “No
ha existido otro tipo de actividad sexual que haya preocupado a tantas mujeres como la
masturbación.” En 1964, la doctora Schaefer, en su estudio sobre la sexualidad femenina, en el que
intervinieron varias psicoterapeutas, descubrió que todas las mujeres consultadas experimentaban
una fuerte ansiedad ante la masturbación. Y la revolución sexual de la última década no cambió
tampoco muy profundamente nuestras ideas. Según las investigaciones realizadas en 1974 por
Robert Sorenson, las mujeres se masturban más actualmente, pero todavía se sienten “a la defensiva
e incómodas”.

Tanto si se masturban como si no, el tópico, entre las mujeres, es el de la “carga de


ansiedad”. ¿Por qué razón? Dice la doctora Schaefer: “La ansiedad se halla relacionada con una
repugnancia a ser responsable del placer propio, de las fantasías personales, incluso de los propios
orgasmos.”

Si no comprendemos por qué no nos masturbamos, no podemos entender por qué no


pedimos lo que queremos en el lecho. Si no nos sentimos libres para tocarnos a nosotras mismas,
¿cómo podemos abrirnos al placer con otra persona? Cuando siendo niñas, la madre empezó a
apartar nuestra mano de entre las piernas, no insistimos porque nos encontrábamos unidas en
simbiosis con ella; lo que la madre deseaba era también lo que nosotras queríamos.

“Cuando yo tenía seis años”, dice una estudiante de segundo curso, que cuenta ahora
dieciocho, “nunca llegué a relacionar la masturbación y ciertos juegos infantiles con el intercambio
sexual. Me recuerdo tendida boca abajo, extendiendo las piernas y moviéndome rápidamente, hasta
que notaba “una agradable sensación”. No sentía por esto el menor remordimiento, y hasta quería
que mis amigas se unieron a mis prácticas. No relacionaba el placer que me proporcionaba con lo
sexual. De niña, me figuraba que todo se reducía a una rápida manipulación cuando se deseaba
tener un hijo. La primera vez que experimenté un sentimiento de culpabilidad fue cuando me
sorprendió mi madre y me reprendió. Me siento todavía demasiado en tensión para utilizar
“Tampax”. El año pasado me enamoré de un joven de mucha labia, quien al fin me propuso que nos
acostáramos juntos. ¡Dios mío, qué daño! Lo único que me gustó de la aventura fueron sus mimos.
El muchacho ingresó en el ejército y no he vuelto a saber de él. Desde entonces no me he vuelto a
permitir expansiones de este tipo con nadie”.

Esta joven disfrutaba masturbándose hasta que su madre relacionó sus acciones con lo
sexual, diciéndole que lo que hacía era malo. Continuó masturbándose, pero se siente tan inquieta
con respecto a esa parte de su cuerpo que ni siquiera puede utilizar tampones. Si no le gusta tocarse
a sí misma, ¿cómo puede creer que le agrade a otra persona? ¿Qué probabilidad se le ofrece de
escoger activamente un compañero para la intimidad? El fue quien la eligió, él la encandiló con sus
palabras, él la llevó al lecho, él le hizo daño, él la abandonó. “Buena chica” hasta el fin, todo da la
impresión de que estuviera ausente. “Lo único que me gustó de la aventura fueron sus mimos.”
Esto es, la unión. Una simbiosis.

“¡No puedo vivir sin él”, clama la esposa abandonada. ¿Es esto el grito de una mujer, o de
un bebé? ¿Protesta porque cesa su actividad sexual o bien es que necesita seguir dependiendo de
alguien?

Nada extraño, pues, que la mayor parte de las mujeres no piensen en adentrarse en la
sexualidad con los esquemas simbióticos de la infancia. Todo se transforma en una búsqueda de la
vieja unión, aunque sea de un modo sexual y nuevo. “Me alegro de haberme reservado para
Steven”, dice una mujer joven. “La primera vez fue algo maravilloso. Fue como si me hubiese
convertido en parte de él.” Son bellos sentimientos, sinceramente vividos. Pero aquí nos
enfrentamos con una confusión de ideas, dos concretamente. La proximidad a una persona y lo
sexual no son términos sinónimos. Mientras nos obstinemos en mezclar una cosa con otra
pondremos en peligro las oportunidades que se nos deparen para obtener lo mejor de ambas.

Estimo que lo sexual es algo absoluto, un fin en sí mismo. Si “haciendo el amor” logras
eso para ti, has dado con una “prima”, no con la raison d’être de lo sexual. Lo sexual con amor es
una cosa maravillosa, pero también puede ser excitante sin amor o proximidad. Si entramos en el
juego sólo para realzar la unión simbiótica, pronto nos encontraremos con que hemos estado
utilizando lo sexual para asignarle una función que no puede acometer bien. Lo sexual extrae su
energía de la conexión de dos personas; la chispa necesita una cavidad en la que saltar. Si es
utilizado como una especie de jarabe de melaza para mantener juntas a dos personas ya unidas
como dos capas de un pastel, es posible hablar de una unión mantenida, pero lo sexual queda
ahogado entre tantas dulzuras.

A pesar de la educación recibida, muchas de nosotras, como mínimo, sentimos un


momentáneo sobresalto ante la perspectiva de la separación. “Experimenté una sensación de poder
tras aquella noche”, dice una mujer. “Me sentí alegre, regocijada, aliviada de una carga”,
manifiesta otra. “¡Fue algo maravilloso!”, exclama una tercera. “¡Había llegado! ¡Por fin era una
mujer!” A pesar de tratarse de frases que constituyen lugares comunes, encierran una terrible
emoción; nos revelan el sentido de la actuación de unas personas que viven sumidas en sí mismas,
aunque por unos momentos hagan lo que quieren, internándose en la morada del temor, contra lo
cual ya han sido prevenidas, para descubrir en ella, en lugar de lo anticipado, una fuente de placer.
Están viviendo con arreglo a su experiencia, no conforme a la de la madre.

Pero esta repentina confirmación del yo es perturbadora. La experiencia del gozo en este
cuerpo, esta piel, estos senos, en mi vagina –la conciencia de una vida interna que es nuestra
exclusivamente – supone algo placentero, pero que también asusta. No hay nada que te induzca a
obrar por tu propia cuenta con mayor claridad que un brote de sexualidad. Aquello nos agrada
mucho, pero instintivamente retrocedemos. Es demasiado extraño para la única identidad que nos
han enseñado a considerar como aceptable para las mujeres: “Yo soy una buena chica, nada sexual
realmente, en absoluto.”

“Después de haber perdido la virginidad, me sentí una persona libre”, dice una mujer de
veintiocho años. “Me sentí más atractiva, pero no alteré en nada mi conducta sexual. Estuve
saliendo con el siguiente amigo hasta nueve meses antes de que nos acostáramos juntos. Todavía
no juzgaba que el sexo fuera grato… Mentalmente me consideraba aún virgen. Cierto es que había
tenido relación sexual con un hombre, pero esto no quería decir que debía esperar a casarme para
tenerla.”

Si has sonreído, comprensiva, al leer las palabras de esta mujer, entenderás el resto. Una
parte de ella ha decidido acostarse con un hombre; pero otra parte más importante de su ser ha
pensado lo contrario. Ella todavía quería ser “buena”, atenerse a las normas de la madre, ser amada
por rechazar la sexualidad. Queremos ser mujeres. Deseamos continuar siendo hijas también. Con
esta dualidad vivimos. Lo sexual ha dejado de causar aquí su mágica acción.

El mundo nos ve como mujeres. Poseemos la experiencia sexual del género femenino.
¿Por qué no la sentimos? ¿Por qué no somos nosotras las personas maduras sexualmente en que
soñábamos transformarnos cuando éramos todavía vírgenes, reservándonos para este glorioso
acontecimiento? Nos apresuramos a confirmar la legitimidad de nuestro título de mujer. Son
instalados unos accesorios teatrales; está naciendo una producción escénica. ¿Quién eres tú? ¿Eres
todavía aquella niña que temes ser? No, yo soy la mujer que es envidiada por todo el mundo, por
tener ese marido tan maravilloso, por esta fantástica casa, por esos viajes alrededor del mundo, por
esos seis amantes, dieciséis vestidos de noche y una familia de postal de Navidad. Algunas de
nosotras utilizan también a los hombres y lo sexual como elementos accesorios, sumando cifras en
apoyo de nuestros subjetivos temores de ser un engaño. ¿Se echa algo de menos en vuestra vida
sexual? No, yo soy la mujer que tuvo cuatro orgasmos anoche, que se relacionó con diecisiete
hombres distintos el pasado mes. Y, no obstante, por la noche – aunque estemos tendidas junto a un
hombre amado, y enumeremos las cosas con que hemos sido bendecidas, y nos digamos que
poseemos cuanto puede ansiar una mujer – nuestras vidas continúan. ¿Es esto todo? Entonces
decidimos que hemos estado dando a lo sexual un valor exagerado. No comprendemos que al
intentar hacerlo funcionar como una forma de simbiosis, jamás concedimos una oportunidad a esta
faceta de nuestro ser.

El comienzo de la menstruación y la pérdida de la virginidad son puertas que nos conducen


al mundo adulto. “Se llega a la menstruación –dice la doctora Schaefer – mediante un proceso
biológico. Y la pérdida de la virginidad debería ser el paso emocional a la vida adulta”. La
menstruación es algo sobre la cual carecemos de control. La vida sexual, cuándo se da, dónde, con
quién y del modo como asumimos su responsabilidad, son cosas que podemos poner bajo nuestro
control. Aunque la mayor parte de nosotras no lo hagamos.

Yo no digo que exteriormente no digamos que sí; y tampoco afirmo que el hombre nos
viola. A un nivel abierto, nosotras consentimos, pero debe establecerse una distinción entre el
consentimiento que es señal de elección activa y el consentimiento vacilante, pasivo, en el que
quizá no haya en absoluto elección: “No sé lo que quiero; hazme lo que a ti te apetezca.” A primera
vista, la mujer elige a su hombre, decidiendo abrir sus piernas. Subjetivamente, en nuestro fuero
interno, nosotras no examinamos así la cuestión: deseamos sentirnos arrastradas, llevadas.
¿Queremos que nos toque los pechos? Ni una sola palabra se dice. ¿Nos gustaría que se moviera
más rápidamente, o más lentamente? Continúa el silencio. Nos comunicamos con nuestro amante
por medio de la esperanza y la plegaria. ¿Nos agradaría acaso que nos besara entre las piernas?
Esta idea es tan perturbadora que no estamos seguras de desear semejante cosa. Es mejor que nos
lleve adonde quiera, que le permitamos colocar nuestro cuerpo en determinada postura, y nuestras
piernas en otra. Todo lo hizo él, no yo.

“Si las mujeres pudieran decir subjetivamente: “Lo decidí yo, y esto es lo que quiero”, y
sentirlo de una manera auténtica, darían un gran salto en su desarrollo –declara el doctor Robertiello
– Ahora bien, esto incrementaría su separación, lo cual es atemorizador” Cuando de niñas nos
hallábamos bajo el techo de la madre, resultaba apropiado estar impuestas de su rigurosidad. No
puede serlo en absoluto que, ya mujeres, de mayores, encontrándonos acostadas con un hombre, nos
sintamos atadas por aquellas normas, hasta el punto de vacilar, de abstenernos de una determinada
acción, de no pedir lo que se ansía.

A la mañana siguiente, preguntamos al espejo: ¿Soy yo ahora una mujer? Nos deslizamos
por encima de esa primera vez, viendo en el episodio un misterio sin aclarar: ¿qué fue lo que
echamos de menos? Nuestro sentido de la elección. No escogimos adentrarnos en lo sexual. Esta
experiencia no ha sido nuestra. Sencillamente, dejamos que se produjera.

“¡Qué desilusión, tras todos los años de espera!”, manifiesta una mujer. “Yo había estado
aguardando algo así como un terremoto. Bueno, pues ni siquiera temblé.” Después de habernos
pasado años diciendo que “no”, decidimos lanzarnos… Damos un salto. Pero volvemos a
detenernos. Es algo así como ser disparadas por un cañón, pero para ir a caer a unos centímetros
más allá. Se trata de una gran decisión que no nos lleva a ninguna parte.

¿Y quiénes son los hombres seleccionados para esta memorable ocasión? Nos hemos
decidido por un chico agradable. Es un muchacho en el que notamos algo familiar; efectivamente,
tiene no sé qué de nosotras: tampoco es muy experimentado. Si por una casualidad nos inclinamos
por algún demonio sexual, seguro que ni él ni nosotras terminaremos siendo la comidilla de la
ciudad: él no se hará el encontradizo mañana para recordarnos nuestra secreta indiscreción, ni
sugerirá a nuestras amigas, ni a nuestra madre, que no somos tan buenas chicas como se dice.

Evidentemente, lo que nosotras deseamos es vivir una experiencia sexual, pero nos
decidimos por hombres que se relacionan correctamente con los demás, que pueden proveer a
nuestras necesidades, que toman en serio su trabajo, que cuidarán de nosotras. He aquí unas
razones sólidas, quizá, para amar alguien, para quererle, para casarse con él, si es esto lo que
pretendéis. En cambio, no significan nada, o muy poco, como criterios determinantes de la elección
de un compañero sexual. Estos son hombres que la madre aprobaría. En efecto: son
frecuentemente versiones “en varón” de la madre. No es de extrañar entonces que le sean gratos.
No le hacen aludir a las peligrosas ideas sexuales contra las que ha ido previniéndonos, y en las que
ha preferido siempre no pensar. Las mujeres declaran, orgullosamente: “Me encogió entre todas las
mujeres del mundo.” Cerramos los ojos al hecho de que hubo ciertas razones que nos impulsaron a
nosotras a escogerlo a él.

“Sobre los hombres suele decirse que sólo buscan una cosa”, declara una mujer de treinta y
cinco años. “Jamás se manifestaron así conmigo. Cualquiera hubiera dicho que lo llevaba escrito en
la frente, previniéndolos. Todos sabían que nadie me había tocado, que era intocable. En
consecuencia, ninguno llevó a cabo sus intentos. Después de dejar la universidad, seguí conociendo
hombres que no se esforzaban por lograr que me acostara con ellos. Mi papel fue siempre el de una
futura desposada. Era la mujer con quien ellos deseaban contraer matrimonio. Me imagino que yo
era la única virgen cabal con quien habían tropezado a lo largo de su vida.”

Ciertamente hay hombres que buscan a las vírgenes, igual que los hay que no quieren saber
nada de ellas. Pero aquella mujer presentaba las cosas de modo que podía atribuirse exclusivamente
a la suerte la circunstancia de dar con hombres de la primera clase, y no de la última. Adoptaba una
postura pasiva… Esos tipos no-sexuales, “matrimoniables”, fueron atraídos por la joven; ésta no
los seleccionó activamente. La verdad es que ella se inclinó por “verlos” solamente. Y luego
transmitió señales relativas a su modo de vestir, a la gente entre la cual se movía, a su cuerpo, ropas,
lenguaje y hábitos. De aproximarse algún pícaro de la otra clase, podéis estar seguras de que su
elección se haría menos pasiva y más activa: “¡No!”, respondería la joven si el intruso le pedía que
se manifestara. Todo esto ha quedado olvidado. Pero su historia tomó un giro interesante al
continuar ella hablando:

“En cierto momento comencé a sentirme curiosa. Deseaba tener una experiencia sexual.
Por último, conocí a Pete. Pero no tuve ningún orgasmo. ¿Sabe usted lo que me dijo aquel
bastardo? Que era una mujer frígida. ¡Qué despreciable!” Cuando finalmente se decidió por otro
hombre, escogió uno que la calificaba de asexual. Es posible que hoy ella le considere también
despreciable, pero la verdad es que el hombre le dio una satisfacción tan intensa que no puede
reconocerla: le dijo que mantenía su psicológica virginidad a una profundidad tan grande que no
había podido alcanzarla.

“¡Ah, si alguien me hubiera dicho lo que yo me propongo decir a mis hijas…!”, continúa
diciendo la misma mujer. “Pienso recomendarles que finjan el orgasmo. Sí. De este modo se
perpetúa la falta de honestidad por lo que atañe a las mujeres, pero eso habría hecho del mío un
matrimonio muy diferente. Voy a decirles: “Mirad… Si él es de esos hombres que consideran
terriblemente importante que vosotras lleguéis el clímax en la relación amorosa, aprended a
fingirlo.” Ni una sola palabra acerca de la necesidad de aprender a decirle a un hombre lo que se
quiere, para llegar al orgasmo realmente, para no tener que fingirlo; ciertamente, ni un atisbo de la
verdad: de que vuestra sexualidad, vuestro orgasmo, son cosas que os incumben a vosotras, y no a
él. Nos hallamos ante una escalofriante historia, la de una madre bien intencionada que no ha
aprendido nada en el curso de los últimos veinte años.

Decidimos permitir a un hombre que nos toque los pechos. Durante años nos hemos
sentido avergonzadas de nuestros cuerpos. Nos han enseñado a cubrirlos. Nuestros pechos no están
bien, son demasiado grandes o demasiado pequeños. Esperábamos que su mano nos proporcionara
una sensación distinta de la que esa parte del cuerpo nos ha dado siempre. Una estupidez.

Un hombre da lugar a una penetración en nuestra vagina, el campo de batalla de nuestras


vidas emocionales; esperábamos que la sensación consecuente nada tendría que ver con nuestras
instrucciones para el aseo, con la masturbación, con la menstruación. Arrogancia. Es seductora su
promesa de placer, pero nuestra vagina ha sido también la fuente de nuestras más grandes
humillaciones y ansiedades. Hacia esta fuente de nuestras más grandes humillaciones y ansiedades.
Hacia esta parte de nuestro cuerpo fue donde casi perdimos a nuestra madre. El temor de tal
pérdida hace que asimilemos sus ideas: la vagina, lejos de constituir una fuente de placer, es
verdaderamente origen de ansiedad, de incomodidades. Fue una dolorosa victoria sobre nosotras
mismas, pero así ganamos su amor. Habiéndonos costado tanto, ¿cómo vamos a decidir ahora
privarnos de ello? Intentamos comprometernos: le dejaremos que toque nuestra vagina, más nada
gozaremos con sus manipulaciones.
Nos acostaremos con él, pero sin llegar al momento culminante de la relación amorosa.
En un momento de reflexión concluimos que su realidad ha empezado a difuminarse.
Estamos convirtiéndole en una sombra, en una proyección. El es más “madre” que amante.
Tememos que nos rechace si le hacemos ver que experimentamos aquellos “sucios” apetitos
sexuales y deseos que disgustaban a nuestra madre. La madre procedió así… Hasta que se los
ocultamos.

Nos explicamos todo esto a nosotras mismas como un “delito”, ese vocablo acomodaticio,
con el que simplemente se da un nombre negativo a lo que sentimos, pero sin explicar nada. “Lo
importante aquí –dice el doctor Robertiello- es la sensación existente tras el “delito”. La ansiedad
real es el temor de la mujer de que el acto sexual haya provocado una separación, por su cuenta, que
la aísle de su educación, haciéndole adquirir una responsabilidad en cuanto al rumbo de su vida.
Llevar a cabo lo tradicional es siempre más fácil. Dar con un nuevo camino, intentar ser
independiente, resulta difícil. Para la mayor parte de las personas, seguir atadas a sus necesidades
de la infancia es vergonzoso, lo más vergonzoso del mundo. Entonces entra en juego la palabra
“delito”. Es un vocablo que da un aire serio, de adulto, a la infantil ansiedad.”

No nos sentimos culpables, sino temerosas… Sentimos el temor de habernos apartado de


la chica que nuestra madre quería que fuéramos. Sentimos el temor de que si ella se da cuenta,
enojada, incrementará la separación o la ruptura, y ya no nos será posible volver sobre nuestros
pasos. Nos da miedo la separación.

Por ejemplo: cuando, secretamente, habéis tenido relación sexual con alguien, o habéis ido
demasiado lejos en algún aspecto de vuestra conducta, sintiéndoos “culpables”, ¿verdad que os
sentís mejor cuando al llegar a casa veis a vuestra madre fregando tranquilamente los platos, como
si no hubiera sucedido nada? La inquietud era debida a vuestro yo no separado y seguro de que ella
se enteraría de lo ocurrido. ¿Y cómo podía enterarse? De niñas, sabía siempre cuando teníais
hambre, cuando os habíais orinado… Sintonizaba hasta tal punto con vosotras que hasta podía
“leer” en vuestra mente. El yo no separado teme que todavía pueda proceder de igual modo.

Sigamos… Cuando habéis tenido una relación sexual por segunda, por tercera vez, ¿no es
cierto que la sensación de “culpabilidad” disminuye? La primera vez, la actividad sexual os hizo
experimentar una sensación de separación de la madre. Hemos sobrevivido a esto. Nos hemos
habituado a ello. No era tan malo… Efectivamente, los placeres sexuales resultaban tan gratos que
compensaban… Al tener por segunda y tercera vez una relación sexual vemos que no se
incrementa nuestro grado de separación. Simplemente, llevamos a cabo una repetición al mismo
nivel, por cuya razón no nos sentimos tan culpables.

Introduzcamos ahora un nuevo elemento. Digamos que estamos viviendo dos relaciones
amorosas al mismo tiempo. Una vez más sentimos la familiar punzada de “culpabilidad”. De
nuevo nos sentimos aliviadas al llegar a casa y comprobar que nuestro amante/esposo se encuentra
tranquilamente sentado en un sillón, leyendo el periódico, como si no hubiera pasado nada. Nuestro
grado de separación ha sido acentuado por haber tenido una relación sexual de naturaleza más
“prohibida” que la anterior; de nuevo nos sentimos tranquilizadas al ver que el mundo no ha llegado
a su fin. No es que suframos una culpabilidad postcoital; padecemos, realmente, una ansiedad de
tal carácter. Lo sexual nos ha impedido ser aquella buena chica que la madre amó tiempo atrás.
Como el temor es algo que flota libremente, es posible que no lo asociemos con la pérdida de
aquella madre de la edad temprana, aprobadora de todo. Efectivamente, lo relacionaremos, muy
probablemente, con el temor a la pérdida del hombre, del respeto que nos debemos a nosotras
mismas, de nuestras amigas o compañeras de habitación (si hemos sido demasiado explícitas en lo
sexual)… Todo se reduce a eso, a una pérdida, y otra, y otra…

Aquí no se habla de moralidad sexual, ni de si es juicioso vivir dos relaciones amorosas al


mismo tiempo. Esto es algo que pertenece a la esfera de lo privado. Lo que es común en la mayor
parte de nosotras es el temor a la pérdida de la persona amada, a causa de que nos asalta la idea de
que, en virtud de algo misterioso, aquello en que andamos inmersas no es ningún secreto. La
verdadera culpabilidad radica en la conciencia, y una nota si alguien está o no enterado de las
propias andanzas. La ansiedad de la persona no separada denota que se siente miedo de que él esté
enterado. “Lo verá en mis ojos.” Tememos perderlo.

En un estudio dirigido por la socióloga Ira Reiss, de la Universidad de Minnesota, una


joven de diecinueve años declara: “Yo no estoy haciendo todo lo que mentalmente me permitiría y,
sin embargo, me siento culpable. Pienso que no es nada malo tener relaciones sexuales antes del
matrimonio, pero yo no las he tenido nunca. Me invaden sentimientos de culpabilidad con sólo
iniciar los prolegómenos.” En otro estudio de la Universidad de Minnesota, la doctora Reiss
encuentra fascinantes similitudes entre el acceso a lo prematrimonial y lo extramatrimonial:
“Cualquiera pensaría que sólo en las actividades prematrimoniales se encuentran mujeres
técnicamente vírgenes, mujeres que dicen: “Yo estoy dispuesta a hacerlo todo, menos…”,
considerándose a sí mismas vírgenes aún. Pero la misma cosa hallamos en los grupos
extramatrimoniales, en los que hay mujeres que declaran: “Sí, yo acaricio y beso a ciertos hombres,
actuando extramatrimonialmente, pero no consiento la relación sexual última” Incluso encontramos
mujeres que afirman: “He practicado la relación sexual oral, pero soy fiel a mi esposo puesto que no
he cedido al coito.”

Incluso hoy, cuando nos hallamos en las postrimerías del siglo XX, el intercambio sexual
clásico continúa siendo un poderosísimo símbolo. Esto nos sitúa en una nueva categoría. Implica
una ruptura, una pérdida, una separación. En esto radica su emoción; ésta es la causa del temor que
sentimos.

Cuando estábamos aprendiendo a andar, nuestra madre nos ayudaba, y su confianza en


nuestro éxito nos animaba a la repetición. Con respecto a lo sexual, ella también nos comunica sus
emociones; pero esta vez lo que asimilamos de ella es una dosis de ansiedad y fracaso. Nuestras
prácticas masturbatorias, las fantasías sexuales, los placeres de nuestro cuerpo, se convierten en un
secreto, y son reprimidos. Puesto que la madre ha negado siempre que podía crearse una situación
competitiva entre nosotras, no hemos aprendido por experiencia que podemos ganar el terreno que
ella no está dispuesta a cedernos, y que la batalla no destruirá a ninguna de las dos.

Una chica de diecinueve años habla de su madre. Existe una buena comunicación entre las
dos, pero, como nos ocurre a la mayoría, la joven no acierta a detectar qué es lo que marcha mal
entre ellas. “Contaba yo once años”, informa, “y quería llevar sujetador. Todas mis amigas lo
llevaban, pero mi madre se negaba a comprármelo. Una noche, mientras cenábamos con unos
amigos, ella dijo en voz alta, para que la oyeran todos, que era una ridiculez que una chica de mi
edad se empeñase en pedir un sostén. Me sentí avergonzada”. Más adelante, durante la misma
entrevista, la joven declara: “Mi madre es de esas personas que hablan mucho. Allí donde hay un
grupo, ella siempre se encuentra en el centro, atrayendo la atención de todos los presentes. Cuando
me presento en casa con un acompañante mayor que yo, por ejemplo, se apresura a acapararlo. No
me deja ya meter baza. La verdad es que me pone muy nerviosa.”
En la mente de la hija no existe un lazo de unión entre esos incidentes, separados por una
distancia de ocho años. La idea de competición entre ella y su madre es inimaginable. Jamás se la
ha ocurrido suponer que su incipiente sexualidad puede llevar a la madre a sentirse más vieja. A la
madre no le gustaría pensar que adopta una actitud de seducción cuando el acompañante de su hija
se presenta ante ella… ¡Un hombre veinte años mayor que ella! Si se le dijera a la madre que actúa
competitivamente frente a su hija, lo negaría. La crítica máxima que formula sobre el
comportamiento de su hija se concentra en las siguientes palabras: “No es una chica
suficientemente responsable todavía.”

¿Y cómo va a serlo? Cada vez que la joven ha intentado la separación, y ha querido ser
una persona sexual, su madre ha intervenido…, pero negando siempre su interferencia. Sin práctica
alguna en verse a sí misma como una mujer, en intentar averiguar que puede ser sexual y aún así
conservar el amor de su madre, la chica evita la situación competitiva siendo irresponsable. Afirma
que cuando perdió la virginidad no utilizó ningún anticonceptivo. “Ya lo ves, madre”, viene a
querer decir con esta clase de acción. “No entiendo nada de todo esto. Puede ser que este entrando
en el mundo del sexo, pero lo hago tímidamente. No poseo tu experiencia. No te enfades conmigo.
Soy aún una niña.”

El auténtico yo no ha nacido. Es vencido. Siempre tienta la regresión al temor. Si permites


que algún límite de tu infancia te impida hacer una cosa a la que sabes que tienes derecho, te sientes
disminuida. Nuestras viejas necesidades infantiles de la simbiosis trepan por aquí y allí, como la
maleza en la jungla; tienes que luchar para mantener despejado el terreno que ganaste la semana
pasada, el último mes, el pasado año. Lo sexual no hace de ti una mujer. Constituye tu recompensa
por haber hecho de ti misma una mujer primeramente.

Y, no obstante, algunas personas carentes de actividad sexual se hallan marcadas por este
mismo hecho como autónomas. “Cuando una chica cree que es demasiado joven para la vida sexual
–dice el doctor Robertiello – y se le niega, nos encontramos con una decisión por la cual
autoconfirma su personalidad. Es un ser más separado que sus amigas, que tienen relaciones
sexuales porque todo el mundo las tiene.” Si decidimos permanecer vírgenes hasta el momento del
matrimonio, no porque la madre o la sociedad no aprueben lo contrario, sino porque la castidad
hasta el matrimonio es uno de los principios de nuestro sistema interno de valores, nos hallamos
ante un acto de independencia, mucho más que en el caso de las chicas que se abalanzan a la cama
por temor a perder a su hombre.

La autonomía permite a una chica decir “no” tan significativamente como “sí”. Dice
Gladys McKenney: “Con frecuencia, las chicas que no han tenido relaciones sexuales durante la
enseñanza media, son las que se fijan objetivos bien meditados, como el de cursar estudios
superiores. Todavía no se hallan preparadas para lo sexual, y resisten las presiones de las
muchachas de su edad que se entregan a tales actividades por el hecho de que todas las practican.
Las primeras observarán a las segundas, y es posible que se pregunten qué es lo que hacen sus
compañeras, pero sin emplear palabras de censura. No se tiene la impresión de que se abstienen de
lo sexual porque lo temen. Simplemente, todavía no lo desean para sí mismas…”

Preguntar “¿Qué pensará él de mí mañana?” equivale a depositar el poder en manos de


otro. La pregunta atinada es: “¿Qué pensaré de mí mañana?” La autonomía forja nuestra mente, no
aceptando los valores, guías u horarios de otras personas.

Tendemos a pensar que nuestras amigas, los hombres de nuestras vidas, nuestro colegio,
nuestra universidad o nuestro trabajo, son senderos que nos alejan de la madre, alternativas y
fuentes de apoyo para nuestra independencia. A veces es así; pero a menudo no. La sociedad, los
demás, las instituciones, refuerzan lo que la madre enseñó, sumando sus presiones al inconsciente
residuo que de ella llevamos en nuestras mentes, lo que hace nuestras sucesivas elecciones mucho
más difíciles.

He venido insistiendo en que la madre es una fuerza dominante en el comportamiento de la


hija. Ahora bien, las reglas de aquélla no tendrían tanto peso de no mediar la pública sanción. En
efecto, de ésta se vale en primer término la sociedad para acondicionarnos a sus normas. Cuando
abandonamos el hogar e intentamos establecer una estructura moral propia, nuestro jefe, la
corporación, nuestros compañeros de oficina, nuestras amigas y nuestros amantes, con frecuencia,
agravan nuestros conflictos. Todos parecen estar diciéndonos: éste es tu trabajo, éste es tu
apartamento; aquí disfrutarás de amistad, y aquí de relación sexual; lo que tú hagas es cosa que sólo
a ti te incumbe. La confusión radica en el hecho de oír detrás de todo eso el viejo, el familiar
mensaje doble.

Fijémonos en los hombres, por ejemplo. Creemos que son diferentes de la madre, en grado
superlativo. ¿No han estado siempre tratando de adentrarnos en el mundo del sexo, animándonos a
quebrantar las reglas de la madre? Y con todo, ¿cuáles son sus normas? “Los chicos saben hasta
dónde llegarán las chicas”, dice una adolescente de dieciséis años. “Es preciso saber cuándo hay
que decir basta. De otro modo, un chico puede decir de pronto: “Te amo, pero he de dejar de
verte.” La joven no acierta a comprender el por qué de estas palabras. Ha estado haciendo cuanto
él le ha pedido, y ahora resulta que en lugar de comprometerse más con ella, en el momento más
inesperado la deja.

Tal esquema es bastante familiar. Puede decirse que el chico necesita más tiempo para
estudiar, para acabar su carrera. Es posible que haya confesado él mismo que se sentía oprimido,
encadenado con aquella relación. Nosotros sabemos que quiere dar a entender algo más, y nos
hemos auto-condenado. En realidad nos ha dicho: Te amo, pero has quebrantado una de mis reglas
secretas, de manera que no pienso seguir queriéndote como hasta ahora. Fuimos demasiado lejos.

A pesar de cuanto haya dicho, lo que él realmente había deseado era alguien menos
amenazador para su socialmente adoctrinado papel: una buena chica. “De soltera, cuando los
hombres insistían en su intento de llevarme a la cama”, dice una mujer que habla por varios
centenares de compañeras, “siempre me negaba, por mucho que me suplicaran e insistieran. Supe
en todo momento que si la relación con uno de aquellos amigos se formalizaba, él terminaría por
proteger y amar mi virginidad más que yo. ¿Y qué hubiera pasado si cedo? Me lo pregunto muchas
veces, inevitablemente. ¿Qué es lo que los hombres desean, una virgen, o una experta?”

Sometiéndonos a dobles ataduras como ésa, exactamente igual que hacía la madre, los
hombres obstaculizan nuestros esfuerzos por dar con nuestro camino propio, en una época en que
nos hallamos experimentando con la sexualidad, en una época, por tanto, en que somos más
vulnerables.

En una encuesta realizada en la Universidad de Iowa, la doctora Reiss descubrió que la


tercera parte de las chicas entrevistadas, según ellas, habían aceptado intelectualmente la idea de
que podían tener relaciones sexuales antes del matrimonio, pero sin llevarla a la práctica. Los
muchachos con quienes alternaban y los que eran de su agrado se acomodaban al patrón corriente.
Dice la doctora Reiss: “Esas chicas pensaban que si el hombre tiene una relación sexual, no es sino
con prejuicios. Creían que pensarían menos en ellas, y que terminarían por romper” Si intuimos
eso en nuestro compañero, ¿cómo extrañarnos de que vayamos aplazando el momento de la relación
sexual?

La mayoría de los sociólogos con quienes me he entrevistado se muestran de acuerdo en


que, actualmente, los jóvenes aceptan con más naturalidad que sus padres el deseo de las mujeres de
ser independientes y de afirmar su personalidad, rasgos que en otro tiempo sólo en los hombres
podían encontrarse. He aquí un cambio importante. Pero de esto no se sigue que estos mismos
jóvenes se hallen dispuestos a conceder a sus mujeres la igualdad en cuanto a la experiencia sexual.
En su reciente estudio sobre estudiantes, titulado Dilemas of Masculinity, la profesora Mirra
Komarovsky afirma que la mayoría de los hombres se sienten más a gusto cuando son ellos los más
experimentados en la relación amorosa. “Hacer el amor con una mujer de más experiencia que yo
es cosa que me asusta terriblemente…”, manifiesta uno de los consultados. “Haciendo el amor a
una chica de más experiencia que yo”, informa otro, “me sentiría ridículo, menos viril”. La
profesora Komarovsky concluye: “La gran mayoría no exigiría la virginidad en sus futuras esposas,
si bien se inclinaban a rechazar a las chicas “libertinas”.

La definición de libertina, sin embargo, está a tono con el patrón tradicional: “Si tienes un
plan con un chico”, dice una muchacha de diecinueve años, “él te dará a entender que no le importa
que seas virgen o no. Pero cuando encuentran a la mujer que quieren convertir en esposa, ese
detalle adquiere entonces importancia. La mayor parte de los hombres podrían tolerar que una no
fuera virgen; pero siempre preferirían ser el primero”.

Se les dice a las mujeres: “¡Vivimos en un mundo libre, grande y sexual!” Pero habría que
añadir: “sin embargo, es mejor que no os lo creáis.” Una divorciada de treinta y tres años, muy
atractiva, dice: “Aquel hombre me hizo saber durante una cena que le agradaba mucho mi estilo, mi
independencia. Cuando nos dirigíamos a su apartamento pensé que a fin de cuentas vivíamos en el
siglo XX, y no en la época victoriana. Alguna vez tenía que ser la primera… Le notifiqué que me
hallaba dispuesta a acostarme con él. Después de todo, él me había expresado su admiración por mi
sentido práctico… Nadas más acostarnos me di cuenta de que había cometido un error. Fue
terrible”.

Pregunté a varios terapeutas sexuales si esta experiencia era desusada. “Siempre me siento
abrumada cuando se da este tipo de cosas en una terapia de grupo –declara la doctora Schaefer –.
Un hombre relata su experiencia, más o menos como usted acaba de hacerlo. “¿Qué clase de mujer
es esa”, pregunta, “que lleva un diafragma en su bolso, por si se le presenta la ocasión de
utilizarlo?” Se siente turbado a medias, pero se ha expresado con sinceridad, y los otros hombres
asienten, comprensivos. “No exigimos que ella sea virgen”, explican, “pero…”

La sociedad apoya también a la madre. Hay una ley en Michigan en virtud de la cual
Gladys McKenney no puede impartir sus enseñanzas sobre control de natalidad en sus clases de
estudios sobre el tema del matrimonio y la familia. “Únicamente puedo contestar a las preguntas
que se me hagan”, declara. “Las chicas saben que la ley ha quedado anticuada y que la forma de
ofrecer información constituye una manipulación hipócrita.”

Pese a la explosión juvenil, las cosas no marchan mucho mejor en los campus
universitarios. “Ni en el campus ni en la población había ginecólogo, ni clínica de control de
natalidad”, manifiesta una joven estudiante de un centro del Oeste. “Recurrimos a la administración
una amiga y yo, solicitando que fuera nombrado un ginecólogo. La dirección, finalmente, se avino
a contratar los servicios, por horas, de un especialista, pero fijó una condición: no podrían
prescribirse anticonceptivos.” En una docena de estados tuve muchas ocasiones de escuchar relatos
como el anterior.

Las jóvenes ni siquiera pueden lograr un buen apoyo por parte de sus compañeras. Estas se
hallan divididas, como cualquier grupo humano, por normas familiares y culturales. “En mi colegio
pertenezco a la Comisión sobre los Derechos de la Mujer”, dice una chica de diecinueve años. “El
campus carece de clínica de control de natalidad, y tienes que haber cumplido los veintiún años o
poseer un permiso por escrito de tus padres para poder recurrir a un ginecólogo en la ciudad. Recibo
a chicas que me dicen: “Tengo este o aquel problema… Pero no puedo entrar en detalles.” Por lo
que se refiere a las enfermedades venéreas, ni siquiera se atreven a pronunciar estas dos palabras.
Quise que una amiga mía se uniera a mí para trabajar en la clínica. “¡Oh, no puede ser! ¡Todo el
mundo se enteraría de que tomo la píldora!”

¿Quién ha de extrañarse, en consecuencia, de que incluso cuando “decidimos” desarrollar


una actividad sexual nuestro bien asimilado No siga con nosotras? Podemos lograr que nuestros
cuerpos hagan esto o lo otro, pero nuestras mentes y el consentimiento emocional quedan
rezagados. Así es como las mujeres se adentran en el mundo del sexo, de una manera peligrosa por
todos conceptos, casi suicida, estúpida. Esto nos dice que no hallaremos la solución a nuestro
problema plantándole cara. Aquí lo oportuno es el arrebato total.

“Una no quiere estar preparada para eso”, declara una chica de dieciocho años. “Lo único
que se desea es ponerse en situación y que todo marche bien, especialmente la primera vez. Se
aspira a una auténtica espontaneidad. Una quiere verse llevada. Hay una clínica particular en la
ciudad, donde se puede obtener consejo y el primer anticonceptivo gratis, pero si te planificas…
bueno, esto borra todo lo romántico.”

El arrebato total no es un fenómeno privativo de la juventud. Mujeres de todas edades lo


consideran -¡sin parpadear! – como una racionalización. “No pude evitarlo” dicen sonrientes, como
si estuviéramos obligadas a admitir que lo han explicado satisfactoriamente todo. Tú eres una
mujer también, ¿no? “Desde luego, yo no quería quedar embarazada”, explica una madre divorciada
de treinta y cinco años, quien recientemente tuvo un aborto. “Bueno, aquello fue grande… Era un
tipo fantástico. No quise pensar en el peligro a que me exponía. Además, me consideraba a salvo
de sorpresas. ¿Cómo pudo pasarme esto? Cuatro días antes había llegado al final de mi período”
Cuando le expliqué que probablemente había entrado en el de más fertilidad, la mujer contestó: “Yo
creí que se empezaba a contar desde el final de la regla.”

Hay canciones para mujeres como estas: “Tú haces que yo te ame (Yo no quise
hacerlo)…” “Me perdí en sus brazos.” “No me culpes”… El mensaje oculto es siempre el mismo:
yo no hago habitualmente esa clase de cosas. No soy esa clase de muchacha. No se me ofreció otra
salida. Me vi arrastrada.

Incluso nuestros sueños diurnos –el más seguro de los posibles campos para jugar con
nuevas ideas – hallan escritos con rasgos simbióticos. A lo largo de más de siete años de
investigaciones sobre las fantasías sexuales de las mujeres, descubrí que los temas predominantes
eran la violación, la dominación, y la violencia. Buenas chicas hasta el fin, nos las arreglamos para
que sea otra persona quien nos lo haga todo.

Quiero decir esto con énfasis: no ha habido una sola mujer, entre todas las por mí
entrevistadas, que me haya dicho que deseaba ser violada realmente. A lo que se aspira es a algo
que sólo está en la imaginación, y que supone un alivio en cuanto a la responsabilidad sexual.
Únicamente la terrible fuerza del bruto puede liberarnos del temor de ansiar la sexualidad que él
representa. “Las mujeres son casi tan fuertes como los hombres –dice la doctora Sonya Friedman –
o, al menos, podrían serlo. Pero les gusta que la disparidad parezca enorme. Su aire de casi total
desvalimiento se emplea para mantenerlas como niñas, sin responsabilidad, necesitadas de atención
por parte de otras personas” No fue culpa nuestra… Si no hubiéramos bebido tanto… Si no
hubiésemos perdido el control de las cosas… Si la luz de la luna no hubiese sido tan brillante… ¡El
me hizo aquello!

No son pocas las mujeres que pierden la virginidad, o viven sus momentos de máximo
abandono, con un desconocido, con el camarero del buque en el viaje de recreo, con el guapo
intérprete romano… “Tales mujeres se hallan divididas en compartimientos estancos –asegura la
doctora Schaefer –. Viajan por Europa y viven todo género de aventuras. Luego, de vuelta en casa,
vuelven a ser las buenas chicas de siempre. Puede que en meses no tengan relaciones sexuales con
nadie. Alegan que Europa no es la realidad, que es un país de hadas, que lo sucedido allí no cuenta.
Lo que cuenta es la estancia en casa, bajo el dominio de la madre, donde “vuelvo a ser una buena
chica”. Pues sí, han procedido mejor que las que no han desarrollado nunca una actividad sexual,
pero se han permitido obrar de tal manera porque estaban en un lugar que les permitía continuar
manteniendo su importantísimo lazo de unión con la madre.”

Hoy, las jóvenes tienden a tener su primera relación sexual con hombres a los que están
unidas de un modo emocional. Vera Plaskon trabaja con chicas de trece a diecinueve años de edad
en la clínica Ginecológica y de Planificación Familiar del Hospital Roosevelt. Tiene veintinueve
años, pero se acuerda perfectamente de cómo perdían las chicas su virginidad cuando ella era
adolescente. “Ocurría eso, normalmente, durante las vacaciones –dice – con algún desconocido, y
no con el chico cuyo trato se frecuentaba al regresar al hogar. Ahora, las chicas encuadran lo sexual
en una relación o trato importantes. Se preocupan más de estas cuestiones, si bien no quiero decir
con ello que sean más responsables. Los sentimientos no llegan a traducirse en acciones. Es muy
raro encontrar una joven que me diga: “Me propongo relacionarme sexualmente con un amigo.
Dígame qué es lo que debo usar.” Las chicas prefieren que esto venga por sus pasos, sin pensar en
ello por anticipado, para sentirse más tarde trastornada.”

Incluso una organización científica como la SIECUS (Sex Information and Education
Council of the U. S.) cita el fenómeno del arrebato total como una razón aparentemente válida para
explicar por qué muchas mujeres rechazan el diafragma o la píldora… “…No pueden concebirse a
sí mismas preparadas para el coito en todo momento. Han de sentirse emocionalmente arrastradas
para que éste se dé.”

¡Increíble! Nunca como ahora, en toda la historia del mundo, en ningún momento de ella,
han dispuesto las mujeres de tanta información sobre anticonceptivos. Y, no obstante, la cifra de
embarazos prematrimoniales es hoy más elevada que hace veinticinco años. En la década de los
cincuenta, Kinsey se encontró con que el veinte por ciento de las mujeres que sostenían relaciones
sexuales antes del matrimonio quedaban embarazadas. En unos estudios más recientes, de una
generación posterior, Zelnik y Kantner hallaron que este tanto por ciento ascendía a treinta. ¡Un
aumento del cincuenta por ciento en la cifra de embarazos no deseados!

“Todas las mujeres se encuentran informadas acerca de la anticoncepción. Al menos


pueden estarlo, si tal es su deseo –dice el antropólogo Lionel Tiger –. En nuestra obra titulada The
Imperial Animal, Robin Fox y yo comparamos el mostrador de los cosméticos con el de los
anticonceptivos. Las mujeres parecen perfectamente capaces de aprender a manipular los
veinticinco mil diferentes productos cosméticos que hoy están a la venta, y que pueden ser
empleados en millones de combinaciones sobre distintas partes de sus cuerpos. Pero con frecuencia
dan la impresión de no saber, o no querer, aprender a usar los productos anticonceptivos, que
requieren un manejo más simple. Cuando uno analiza tal comportamiento, se diría que existe algún
impulso extraño que arrastra a estas personas a realizar acciones a menudo alejadas de sus planes
racionales.”

Existen muchas explicaciones, desde luego, cada una de ellas lógica y suficiente a primera
vista, para justificar la falta de decisión o de destreza en el uso de los anticonceptivos. “Si has sido
educada para representar un papel pasivo –dice la educadora Jessie Potter – no te sentirás dispuesta
a emplear un diafragma. Si a las chicas se les enseña a no tocarse nunca, el día de mañana se
valdrán con torpeza de los anticonceptivos. Si se las acostumbra a pensar que la relación sexual es
bella sólo cuando el hombre adecuado aparece y se ocupa de una, serán educadas para la espera,
impidiendo que se sientan responsables de sí mismas.”

Otras explicaciones relativas a la no utilización de los anticonceptivos residen en los actos


de rebelión, en los motivos religiosos, en el empeño de quedarse embarazada para casarse con el
hombre deseado, o para probarse una misma que puede concebir un hijo. Los chicos aseguran a las
muchachas que son capaces de controlarse, de practicar la retirada a tiempo. Muchas mujeres
sienten una gran fobia por los anticonceptivos. La doctora Helen Kaplan, psiquiatra de la clínica
Payne Whitney, afirma que las mujeres manifiestan una profunda e inconsciente tendencia a desear
ser fecundadas por el hombre que aman, lo que corroboran los especialistas en la materia
consultados posteriormente. El caso es que todas estas explicaciones se acomodan,
inseparablemente, con la necesidad de las chicas de verse arrebatadas por los acontecimientos… Es
una necesidad que todos los investigadores profesionales de la sexualidad mencionan, sumándola a
cualquier otra razón específica facilitada por el hombre o la mujer.

“Para comprender el terrible poder y el anhelo que suscita en las mujeres dicha necesidad –
declara el doctor Robertiello – hay que tener en cuenta que nos hallamos ante un método para evitar
a separación. Si la mujer nota que existen fuerzas que la dominan, se encuentra confirmada en su
papel de dependencia. Si carece de poder, nunca será suya la culpa si se han quebrantado las reglas
de la madre, cuyo amor, por tanto, continuará conservando. Verse arrebatada supone un escape de
la libertad. Esto dice a la muchacha que aunque haya habido un intercambio sexual, la culpa no ha
sido suya. Ella no quería ir en contra de la madre. No se le ofrecía otra salida.”

Desde el mismo día de nuestro nacimiento llevamos en nosotras algo de lo que la sociedad
denomina el varón. Es nuestra concupiscencia. Nuestra madre hizo siempre cuanto pudo para
contenerlas. Al crecer, nos confió tal tarea. Ser una persona sexual significa hallarse “fuera de
control”, como un animal, como un hombre. Etiquetadas para ser “femeninas”, evolucionamos
teniendo miedo a nuestra concupiscencia. Aprendimos a controlarnos, a ejercer un control férreo,
sobre nosotras, sobre él, sobre la situación.

A los hombres les resulta muy difícil comprender los problemas de las mujeres con el
control. Un joven se siente desconcertado ante el temor de su acompañante a ser manoseada, ante
su resistencia a que haga lo propio con él. “Las chicas de sexto grado se sienten horrorizadas
cuando un muchacho pretende valerse de un dedo para tocarlas –explica Jessie Potter –. Intento
explicárselo al chico: “Piensa que puede comprenderlo porque se toca el pene cada vez que orina, y
en muchas otras ocasiones. Los chicos se masturban unos frente a otros, pero esta clase de
exhibiciones no existen entre las muchachas. El espera que su acompañante sienta el mismo deseo
suyo. Indico a la joven que ha de comprender que lo que quiere el chico no revela ningún rasgo que
le perjudique, que no es ningún “bruto” por sentir tales apetencias. Y que no la menosprecia, en
absoluto. Son dos seres que se encuentran, pero como si procedieran de distintos planetas. Al
empeñarse él en tocar los senos de la muchacha y ella encogerse, no hay forma de hacerle
comprender esa actitud. No sabe que a la chica se le ha estado diciendo durante toda su vida que
todo lo suyo es absolutamente privado. Entonces, el joven se siente rechazado. A continuación, en
una defensa instintiva, para resarcirse de su decepción y recuperar su orgullo, califica a su
acompañante de frígida. Ella, no entendiendo por qué la hicieron inclinarse siempre hacia la
reserva, se ve como una persona incapaz de amar.”

Muchas jóvenes sienten un tremendo temor: creen que si nos permitimos ser personas
sexuales acabaremos siendo también promiscuas, unas “golfas”. ¿Por qué había de empeñarse la
sociedad/madre en poner cadenas de diez toneladas a lo sexual si esta actividad no fuese
titánicamente dominante y peligrosa? Si en una ocasión cedemos, si levantamos todas las
prohibiciones, nos convertiremos en “sexoadictas”. “Padecemos una obsesión de tipo cultural –dice
el doctor Robertiello – al imaginarnos que la sexualidad es un apremio tan potente que vence a
todas las fuerzas restantes. Los hombres no temen a esta fuerza sexual, ni a la pérdida de control.
Ellos ganan puntos por ser sexuales. Este no es el caso de las mujeres.”

Lo que conocemos mejor es una relación controlada. Podemos decir que queremos que el
hombre sea más fuerte, más brillante, más alto, y que deseamos ser dominadas en el lecho. Esto no
significa que no deseemos controlar al hombre. Todo lo que sabemos acerca de la intimidad, la
forma de conseguirla y de conservarla, lo aprendimos teniendo a la vista el modelo materno, las
relaciones de la madre con el padre… y con nosotras. El control de ella evidenciaba su interés. A
algunos hombres no les importa que les hablemos de un lazo eterno, pero otro con sólo oír esto
huyen como conejos asustados. Para ser justos con los dos sexos, hemos de convenir que muchas
mujeres no se hallan impuestas de la manipulación que implica el control. “Si yo te importara
realmente…”, decimos. Sintiéndose culpable, él hace lo que nosotras le pedimos.

Quizá la madre fuera una persona mansa y retraída. Puede haber alegado no saber nada
acerca del empleo del dinero, dejándolo todo en manos de papá. Pero nosotras sabemos que tenía
una forma de conseguir lo que quería y obligar a su marido a hacer lo que a ella se le antojaba. Esto
tenía que ver con el mismo hecho de su aparente falta de poder, de su condición femenina. Ya
sabemos que en tanto seamos vírgenes dispondremos de una forma de control y poder personales.

“A mí me daba miedo acceder al sexo”, dice una estudiante de último curso. “Temía que,
una vez recorrido todo el camino, se acabara mi influencia sobre él. De no poder contenerlo,
perdería su control. Una vez accedes al sexo, ignoras si eras tú o la conquista realizada lo que más
importaba; cuando estás creciendo, el noventa por ciento de las veces predomina la segunda.”

Cuando se incrementa la experiencia, no por eso disminuye nuestro temor al desbordante


poder de lo sexual. “¡Oh, no! Las reglas de la adolescente no afectan a mi vida sexual posterior”,
dice una mujer de veintiocho años. “Cuando empecé, empecé de veras. Pero he sido siempre
monógama. Es una especie de autoprotección. Una sólo dispone de una manera de protegerse, que
es la de vigilar su comportamiento… si no quiere que todo se le vaya de entre las manos.”

Mientras nos alejamos de la zona de control de la madre, y se permite al hombre penetrar


gradualmente en nuestra vagina, en un ritual de paulatina pérdida de virginidad, hacemos un trato:
establecemos con aquél un pacto semejante al acordado con la madre: si te permito que me toques
ahí tendrás que prometerme que no me dejarás nunca; si rechazo las leyes de la madre por tu causa,
y renuncio a mi poder como virgen, habrás de prometerme que nada me sucederá y que cuidarás de
mí como cuidó ella.
Se opera para el hombre sea constreñido a asumir la gestión protectora de la madre ausente.
Continúa la simbiosis. No es necesario que el prohibido sexo, la fuente de muchas iras hasta donde
nuestra memoria alcanza, nos destruya. Juzgamos a los hombres muy poderosos, les tenemos por
seres autosuficientes, pero podemos utilizar el sexo para controlarlos. “Al rehusar lo sexual –dice
Sonya Friedman – la mujer se hace con la mayor fuente de poder.”

“Mi primer amante y yo estuvimos unidos durante año y medio –explica una mujer de
treinta años -. Yo no quería casarme con él, pero tampoco deseaba que me dejara. Mi poder para
retenerle arrancaba de lo sexual. Nunca, anteriormente, me había sentido con fuerza para nada.
Ahora, gracias a la actividad sexual, me desenvolvía bien. No del todo, quizá, pero era igual. Tenía
un poder indudable. Los hombres siguen a nuestro lado por obra del sexo.”

Para la mujer, el precio que ha de pagar es elevado. Para mantener nuestra posición,
hemos de controlar nuestros deseos en primer lugar, atesorando concupiscencia como un avaro
atesora su dinero, no gastándola nunca en el placer. “Cuando estoy en compañía de un hombre,
pasando con él un fin de semana –dice una mujer de veintisiete años – parece como si me
encontrara en el cielo mientras nos hallamos en la cama. Pero el lunes por la mañana, la grata
sensación se desvanece y siento como si hubiese perdido algo. Estoy entonces en una débil
posición con respecto a él, y no puedo evitarlo: inicio toda una serie de maniobras para averiguar
cuándo voy a verle de nuevo. Me irrito conmigo misma, pero no puedo evitar el proceder así.” Lo
paradójico del caso es que habiéndonos desembarazado del control de la madre, no nos sentimos
felices sin él. Anhelamos establecer algo semejante con el hombre. En tales circunstancias, no nos
procuramos un amante. Nos limitamos a cambiar de madre.

Mis propias ideas sexuales son diferentes de las que defendía hace diez o quince años, por
lo que es de suponer que se produzcan dramáticos cambios en el comportamiento de las jóvenes de
hoy y en sus actitudes respecto de la virginidad. Hasta la actitud de mi madre –inquebrantable
durante toda mi vida – ha sido afectada por lo que ha visto y leído, y quizá, sobre todo, lo que ha
influido en ella han sido las actitudes de sus vecinas, aquellas cuyas hijas entraron en la vida sexual
en la década de los sesenta. “Cuando tu hija huye a San Francisco – manifiesta el doctor Sydney Q.
Cohlan -, o queda embarazada, o se casa con un hippy, o se vuelve drogadicta, no tienes más
remedio que aceptar algunos de los cambios producidos en el estilo de vida de su generación, si
pretendes mantener una relación con ella. Es posible que no te gusten tales cambios, pero ahora es
más fácil que los aceptes, puesto que ves a tus vecinas aceptándolos a su vez.”

Seguramente, de perder hoy mi virginidad, en vez de ocurrir en la década de los cincuenta,


saturada de tabúes sexuales, me habría comportado de otro modo. “En 1963, solamente el veinte
por ciento de las adultas se mostraban conforme en mantener relaciones sexuales en determinadas
circunstancias antes del matrimonio –me dice la doctora Ira Reiss –. Esto se supo a raíz de una
encuesta a escala nacional… En 1970, la cifra había aumentado hasta el cincuenta por ciento. Si
hoy volviéramos a realizar esa encuesta, estoy convencida de que más del cincuenta por ciento de
los padres darían su conformidad a dichas relaciones en algunas circunstancias.”

Por consiguiente, no me quedo sorprendida cuando el ginecólogo Sherwin A. Kaufman me


dice que las madres que le consultan ahora se hallan más afectadas por la posibilidad de que sus
hijas queden embarazadas que por la cuestión de la pérdida de la virginidad. “Han llegado a aceptar
que una chica que estudia una carrera superior – declara – antes de llegar a graduarse puede haber
tenido una experiencia sexual. Se trata de una idea en la que no querían ni pensar hace diez años.
Y aunque el doctor Kaufman se apresura a añadir que las mujeres de Nueva York que le consultan
pertenecen a una particular subcultura, me pregunto si estas madres liberales estarán o no a tono con
lo que sienten los estudiantes de dieciocho a veintitantos años, de uno a otro confín de los Estados
Unidos. Ellas pertenecen, asimismo, a una particular subcultura.”

“Lo que ha cambiado han sido las actitudes –dice Wardell Pomeroy -. El cambio real es
más de aproximación que de práctica. Es mucha la gente habituada a hablar más que a actuar. De
este cambio de actitud arrancará luego el de la conducta, en lo que la gente hace (y no en lo que dice
hacer). Pero esto no se ha dejado ver todavía con significación estadística. Las personas no
cambian con tanta rapidez. Evolucionan con ciertas normas e ideas, pero se requiere algo más que
una película o un libro para que se produzca un cambio de comportamiento. Es un proceso gradual
dentro de varias generaciones, y no una sola.”

Es preciso consultar las estadísticas dentro del contexto. En los Estados Unidos viven
actualmente más de 200 millones de seres, es decir, el doble que hace cincuenta años. Cuando el
doble de cierto número de personas hace algo, nos inclinamos a creer que “todos” hacen lo mismo,
que algo nuevo está en marcha. Es, simplemente, más visible. Estamos cambiando, pero no con
tanta rapidez. Actualmente se habla más de lo sexual, hay una aceptación general del tema. Antes,
las muchachas privadas de la virginidad hacían de ello un secreto. En la actualidad participan en
discusiones sobre el tema ante las cámaras de la televisión. “Hoy todo es distinto”, nos decimos
unas a otras.

Gladys McKenney recuerda que no hace muchos años, una estudiante de enseñanza media
se habría negado a admitir que había perdido la virginidad. “Desde luego, algunas se negaban a
hablar, pero acababan confiándomelo todo en privado –declara -. No podían mostrarse sinceras
entre sus compañeras. No querían ser juzgadas por ellas. Esto es, aproximadamente, el caso
inverso de lo que sucede en los grados más avanzados. El semestre pasado, en mi clase había un
grupo que hablaba abiertamente de la forma de gozar en las relaciones sexuales. Las chicas que lo
componían consideraban que era un error contraer matrimonio con un muchacho con el cual no se
hubieran acostado antes. Había otro grupo integrado por muchachas que yo sabía que poseían poca
experiencia sexual. Estas no dijeron nada porque no querían revelar su ignorancia. Lo que ha
cambiado, ¿se da cuenta?, es la franqueza de quienes desarrollan actividades sexuales. La pérdida
de la virginidad ha dejado de ser un estigma. Pero esto no quiere decir que tal hecho no sea un
episodio importante en la vida de la mujer.”

Dice una chica de diecinueve años: “Lo importante, en lo que atañe a la pérdida de la
virginidad, es que se dé a este hecho relieve, es decir, que una no se inicie en las prácticas sexuales
por casualidad.”

Ardemos en deseos de desenvolvernos con la máxima facilidad en cuanto a lo sexual.


Como madres, no queremos que nuestras hijas crezcan con nuestras inhibiciones sexuales. Nosotras
cambiamos nuestras actitudes y pensamos que ellas cambiarán sus vidas. Las vemos
comportándose con muchos menos sentimientos de culpabilidad que hubiéramos soñado hace diez
años, y nos identificamos más con su generación que con la nuestra. Hablamos de mustiosgarmos y
de bisexualidad; declaramos volublemente que las cosas tan primarias y emotivas como la pérdida
de la virginidad han quedado anticuadas, que pertenecen al pasado. Pero pese a nuestras actitudes,
y a las poses de persona liberada que adoptamos, nuestras hijas no nos creen. Todavía se sienten
incómodas cuando traemos a colación el tema del sexo. Nos sentimos dolidas. ¿No hemos hecho
acaso un enorme esfuerzo para comprender su mundo? ¿No hemos ido a su encuentro, recorriendo
nosotras más de la mitad del camino?
Una madre que formula tales preguntas lo hace con toda la sinceridad de que es capaz, pero
una vez más confunde la diferencia entre actitud y sensación interna. Puede ser que las chicas
presten atención a las palabras de la madre; pero lo que a ellas les interesa saber es lo que retiene en
lo más recóndito de su mente. Nuestras ideas acerca de nuestros cuerpos, nuestro erotismo y
nuestros límites sexuales son hasta tal punto una parte básica de nosotras mismas que es posible que
no estemos impuestas de su forma de determinar las cosas que decimos a nuestras hijas. A nosotras
nos la comunicó nuestra madre; y a ella la suya. Cuando hablamos a nuestras hijas de lo sexual, o
cuando desarrollamos tal actividad, lo que sentimos es una mezcla de lo viejo con lo nuevo, de lo
que nuestras madres sintieron y de lo que a nosotras nos gustaría sentir.

Un estudio realizado en la Universidad del Estado de Illinois permitió concluir que apenas
existía correlación entre lo que los padres presentaban como sus actitudes sobre el tema sexual y la
descripción que las chicas hacían. Sin embargo, existía una elevada correlación entre la manera de
percibir las jóvenes a sus padres y la forma en que éstas se comportaban. Por ejemplo, si una chica
de diecisiete años decía: “Mis padres son muy poco permisivos”, con frecuencia incurría en un
error, pero la misma muchacha tampoco lo era mucho. Y si una chica de dieciocho años declaraba:
“Mis padres son altamente permisivos”, de nuevo la interesada podía equivocarse, pero ella, muy
probablemente, se manifestaba muy permisiva. He aquí la conclusión: la percepción de la
permisividad de los padres resulta más importante en la predicción del comportamiento de una
chica que las palabras que aquéllos puedan decir. Claramente se observa que si una hija piensa que
su madre –independientemente de lo que diga – se muestra permisiva en cuanto a las relaciones
prematrimoniales, la hija, probablemente, lo será en alto grado.

Si la madre ha intentado sinceramente cambiar de actitud, la hija gana con ello cierta
libertad para experimentar, para ver hasta qué punto la madre realmente siente lo que dice. Si la
chica es valiente, afortunada, y logra alguna aprobación por parte de la sociedad y de sus amigas, es
posible que trate en principio de deshacerse de las viejas inhibiciones sexuales. En su momento, la
realidad vendrá a reforzar sus nuevas ideas: de esta forma se vive de modo más fácil, más
felizmente. Luego, cualquiera que sea el terreno ganado, esto puede transmitirse a las
descendientes. He aquí el proceso “entre generaciones” mencionado por el doctor Pomeroy.

Algunas madres son capaces de ello. Para la mayoría no es fácil. Cuando al retraso de que
habla Pomeroy –la distancia que media entre el comportamiento y la discusión sobre la libertad
sexual – le sumamos el aún mayor retraso originado en nuestro interior al considerar si lo que
hacemos está bien, es evidente que debe de haber muy pocas madres tan integradas en los tres
niveles que sean capaces de enviar a su hija un mensaje detrás del cual ésta no descubra los viejos y
más familiares tonos de ansiedad: si esas ideas hacen que mi madre se ponga nerviosa, ¿hacia dónde
debo inclinarme?, ¿hacia lo que dice, o hacia lo que siente? Veamos un ejemplo:

Dos chicas están informadas sobre el uso de la píldora. Una de ellas la toma
sistemáticamente cuando va a vivir una experiencia sexual. Cuando, tarde o temprano, entra en el
dormitorio, lo hará con el temor a quedar embarazada disminuido (por lo menos). La otra chica no
la toma, o la toma esporádicamente. La estadística dice que ninguna de las dos es virgen y que
figuran entre las liberadas de los años setenta. Pero la cualidad de su experiencia sexual es
totalmente distinta. ¿Por qué? Porque la actitud de la primera chica hacia el sexo, su
comportamiento y sus sensaciones actuaron conjuntamente. No habiéndose enfrentado con ningún
doble mensaje conflictivo, se sintió libre en la decisión de tomar la píldora. En las sesiones
terapéuticas dedicadas a las madres solteras es demasiado frecuente el caso de las que conociendo,
desde luego, la píldora, no la utilizan, o la utilizan incorrectamente. Estas jóvenes han adoptado una
actitud mental respecto del sexo. En su fortaleza, son enteramente distintas, mucho más juiciosas.
“En su fuero interno, las madres de las chicas que acuden a la Clínica de Planificación
Familiar –dice Vera Plaskon – son contrarias a la relación sexual a edad temprana. Al mismo
tiempo (son gente de la clase media) desean estar “a la moda”. Por tanto, estas madres reviven sus
fantasías sobre lo que les habría gustado haber hecho, o lo que harían de ser sus hijas hoy.
Introducen tales fantasías en las mentes de sus niñas antes de que éstas se hallen preparadas.
“Hazme saber cuándo deseas tomar la píldora”, dicen a su hija, de trece años. No se detienen a
pensar que la chica quizá no esté preparada adecuadamente para oír esto. Puede decirse lo mismo
de un modo mucho más sutil. Es posible que la madre no se dé cuenta de que comprando a su hija
los vestidos más seductores y modernos, y algunos cosméticos, está empujándola a actuar como a
ella le habría gustado haber actuado de joven, antes de advenir la revolución sexual. Aparte de
tener a la chica viviendo su fantasía, está el espíritu competitivo de la madre con la hija, más su
personal sentimiento de culpabilidad por lo que ha hecho. Puede que eso sea inconsciente, pero
para la hija resulta muy confuso.

Recientemente, tuve ocasión de hablar con una muchacha que goza de mucha libertad, pese
a sus quince años. Riendo me decía que su madre le estaba indicando a cada paso que cuando
necesitara un anticonceptivo se lo hiciera saber “¡Debía usted de haber visto la cara que puso
cuando verdaderamente lo necesité!”, exclamó la joven. La mayor parte de las muchachas no son
tan libres, ni acogen con risas este tema. No saben qué hacer. Y, finalmente, hay muchas que
desean realmente que su madre les diga “¡No!” y que se lo diga de corazón. No pueden barajar
todas estas libertades a los quince o a los diecisiete años, su evolución, y con frecuencia la de la
propia madre también. La joven no sabe qué es lo que la madre desea de ella, y la madre no se
conoce a sí misma. En el ánimo de la madre liberada de Manhattan se localizan muy a menudo las
mismas dudas y ansiedades que he visto en mujeres recién llegadas de América Central y América
del Sur, el corazón de la cultura machista. Son sentimientos con los que no se ha avenido todavía,
en realidad. Por tanto, manda el contradictorio mensaje a la hija: “Estamos en los tiempos
modernos. ¡Haz lo que te plazca!” Pero cuando la joven llega a casa a las tres de la madrugada, la
madre se indigna y le chilla, diciéndole que se conduce como una golfa.

“Es muy inconsciente el inexpresado deseo de la madre de que una chica goce de una
sexualidad que ella no conoció –dice el doctor Robertiello-. Con frecuencia existe como un
concreto aviso contra eso, lo cual es una especie de sugestión a la inversa. Por ejemplo: una
muchacha habla del chico con quien ha salido y confiesa que les ha faltado poco para llegar a la
relación sexual. La madre sonreirá –dando el mensaje no verbal de aprobación – pese a montar
luego en cólera y decirle a la muchacha que le romperá la crisma si alguna vez da el paso decisivo.”

Un doble mensaje como este mina nuestros poderes de razonamiento y no nos facilita
ninguna línea clara de separación. En nuestro desconcierto, no sabiendo qué camino seguir, nos
sometemos. O nos dejamos arrastrar por el hombre o volvemos junto a la madre. Ni una ni otra es
una elección autónoma. Se trata solamente de una necesidad de depender de alguien. Escuchamos
los contradictorios mandatos de la madre, y actuamos dentro del verdadero estilo simbiótico,
conforme a ambas mitades del conflicto en que se debate aquélla. Somos un día “buenas”, y
decimos que no al chico. Somos “malas” el siguiente, y quedamos embarazadas. ¿Qué más puede
querer la madre?

Pregunto al doctor Robertiello cómo es posible que una madre transmita a su hija un
mensaje para que quede embarazada. “El embarazo y el intercambio sexual –me responde él – son
a menudo confundidos y ligados en las mentes de la gente. Quedar embarazada es una prueba,
desde luego, de que la chica se ha acostado con alguien. Si usted tiene treinta y cinco años, es
casada y lleva seis meses de embarazo, aquí no hay una idea sexual. Pero si una muchacha tiene
una amiga que queda embarazada, digamos que a los quince años, puede interpretar la luz que
aparece en los ojos de su madre: desde luego, esa chica está dominada por el sexo, es mala.”

Si la madre nos dice que no está segura de que dos más dos sean cuatro, nosotras
sonreímos, manifestando que sobre tal cuestión no abrigamos la menor duda. En el campo de la
aritmética, al menos, nos hallamos separadas de ella. Si sus palabras acerca de nuestra amiga de
quince años, embarazada, son negativas, pero descubrimos en sus ojos un luz de excitación,
nosotros correspondemos a esa excitación. Pese a todos nuestros temores reales y actitudes en
cuanto a la posibilidad de quedar una embarazada, en nuestro fuero interno comprendemos que la
cosa no es tan mala. Hemos aceptado los deseos inconscientes de la madre y actuamos de
conformidad con ellos, como si fuesen nuestros.

En un estudio en el que figuraba un grupo de chicas que recurrieron a la clínica


anticonceptiva de su campus, y otro de jóvenes que no procedieron así, la doctora Ira Reiss
descubrió que las primeras resultaban mucho más atractivas para los hombres que las otras, algo así
como el doble. Aquéllas estimaban que tenían tanto derecho como los hombres a iniciarse en las
cuestiones sexuales. “Lo que hace la píldora –manifiesta la doctora Reiss – es dejar la elección en
manos de la joven. Es como si se le dijera: “Mira, si no quieres tener relaciones sexuales, estás en
tu perfecto derecho, pero habrás de sacar a relucir otra razón, aparte de la del temor a quedar
embarazada, para explicar tu negativa. De eso estás ya a salvo. Vas a optar por un camino u otro
sin falsos pretextos.”

Al inclinarse por el uso de la píldora, la interesada pone muy de relieve su voluntad de


persona integrada. Las chicas de la clínica están diciendo con su conducta que tienen derecho a la
relación sexual. Al actuar conforme a sus palabras, e ir a la clínica a fin de estar preparadas para
hacer frente a las consecuencias de sus acciones, demuestran que sus conductas, actitudes y
pensamientos se corresponden.

En mi opinión, su autonomía queda ilustrada en otra zona en la que la mayor parte de las
mujeres habitualmente revelan una gran inseguridad: no esperaron a que los hombres les dijeran
que eran sexualmente atractivas. Sus acciones me dan a entender que después de haber hecho una
evaluación de sus rostros y cuerpos, y decidir que eran atractivas, se inclinaron a recoger la
recompensa por ello, adentrándose en el mundo del sexo.

Quisiera insistir, sin embargo, en que no era el hecho de acudir a la clínica lo que hacía a
estas chicas más autónomas que las que no lo hacían. Este es un razonamiento invertido, que
confunde la causa con el efecto. Eran mujeres más separadas antes de ir allí. Por eso fueron. No
fue la píldora lo que las hizo autónomas. Su autonomía les hizo decidirse a utilizarla.

En la teoría psicoanalítica se dice que cuando una muchacha sostiene una relación
prematrimonial, sobre todo si resulta de ella una experiencia desdichada o termina con un
embarazo, ha de considerarse como una expresión de rebeldía. Lo sexual es asumido por la chica
como una manera de responder a la opresión, llevando a cabo exactamente lo opuesto a lo deseado
por la madre. Este es a menudo el caso todavía, pero actualmente los psiquiatras juzgan que la
rebelión es uno de los síntomas, no la completa explicación de todo el problema, que es la falta de
separación.

La rebelión no debe ser confundida con la separación. En la medida en que el esfuerzo


para romper se considera no como una agresión por parte nuestra sino como una reacción ante la
madre, nos encontramos aún en un proceso simbiótico. La rebelión se convierte en separación
cuanto la meta es la autorrealización, no mera frustración por causa de algo que la madre desea que
hagamos. Dice el doctor Robertiello: “La rebelión dentro de la familia es con frecuencia un indicio
revelador de lo muy unidos que seguimos a ella. Luchamos contra una persona de la cual
debiéramos estar separados hace mucho tiempo.”

La dificultad para comprender la rebelión empieza con el brillo romántico que el folklore
ha dado a la palabra. Para los investigadores de la evolución humana, tiene un significado muy
específico, relacionado con el tiempo. Cuando somos dos, la rebelión es adecuada. Es la etapa de
la negación, por lo cual pasan las chicas. Otro período de rebeldía se produce en la adolescencia,
pero por esta época no basta con decir “no”. Ciertos movimientos hacia la autonomía han de
acompañar a la rebeldía de los dieciséis años, o bien ésta no es auténtica, y sí, en cambio, un signo
de aproximación. Podemos tener más relaciones sexuales de las que realmente deseamos, o
bebemos demasiado, pero al mismo tiempo, si respondemos a nuestros requerimientos académicos,
manejando el dinero de una manera responsable, puede afirmarse que los elementos rebeldes se
encuentran al servicio de la separación.

Pero a los veinticinco, a los treinta y cinco años, la época de la rebelión debía haber
quedado ya muy atrás. Si no nos cuidamos, si no pagamos nuestras facturas, si llegamos tarde al
trabajo, si vivimos una intensa vida sexual sin realmente gozar con ella, la rebelión no es tal, sino
falta de madurez. La persona rebelde que pone el signo menos donde se le pide que ponga el signo
más, está reaccionando, simplemente, ante alguien. No es libre de elegir su camino, de decidirse en
contra de toda discusión. Ha quedado atada, a la espera para siempre. Dame algo a lo cual poder
decir “no”…

Observando hoy a las chicas muy jóvenes, envidiamos su desenvoltura sexual, su aparente
falta de culpabilidad. A pesar de cuanto se ha escrito, dicho, experimentando y pensando en el
curso de la pasada década, la mayor parte de nosotras no hemos alcanzado esa especie de
sexualidad fluyente con que las jóvenes actuales parecen haber nacido. Dan la impresión de aceptar
plenamente su sexualidad; “liberadas” es la palabra que se les aplica…, que es otra forma de decir
que son personas separadas.

Nos hallamos ante el viejo problema filosófico de la apariencia y la realidad. Por fuera,
ellas parecen libres, verdaderamente. Dan la impresión de haber ganado en su rebelión contra las
reglas antisexuales que tanto nos sojuzgaron a nosotras. En nuestra lucha por la autonomía, la
sexualidad fue el campo de batalla preponderante sobre los demás. Conquistar en él un grado de
libertad resultaba más difícil que en cualquier otro campo.

Para las que fuimos criadas antes de la década de los setenta, las reglas eran duras y
expeditivas…, sobre todo en lo tocante al sexo. La madre no se andaba con rodeos a la hora de
querer reprimir o inhibir nuestra sexualidad… o nuestra ira, a modo de represalia. No… Este era el
claro mensaje que su actitud nos transmitía. El “no” era reforzado por su conducta. El “no” llegaba
a nosotras como su reacción interior. Ella era toda de una pieza: podíamos acomodarnos a las ideas
de la madre, o bien hacer acopio de esfuerzos y decir: “¡Al diablo contigo, mamá! Lo haré todo a mi
manera” Nos cedía un terreno firme en el cual plantar nuestros desafiantes pies. En la etapa de la
ira y la riña, la separación entre la madre y nosotras gana en definición. Es posible que no hayamos
conquistado la autonomía, pero al menos sabemos donde nos encontramos.

Si hubiésemos sido educadas de una manera demasiado permisiva, la separación hubiera


podido llegar a ser difícil. Las reglas son vagas y flexibles. Raras veces se le prohíbe tajantemente
a la chica educada permisivamente que haga esto o lo otro. A nosotras, simplemente, se nos
ofrecían alternativas de superior atracción. De esta forma, nuestros propios deseos eran
manipulados y utilizados en contra nuestra. No se nos decía que no volviéramos a jugar con el
desagradable chico de la casa vecina. Cuando aparecía en el horizonte, nuestra madre nos llevaba a
la tienda para comprarnos un helado. Si nos expulsaban del colegio, el hecho, por supuesto, era
muy de lamentar; pero fácilmente se encontraba otro centro de enseñanza en el que hubiera una
mayor tolerancia para las niñas de nuestro particular temperamento. Si quebrantábamos las reglas
impuestas por la madre respecto del sexo (si es que existían), no se hundía el mundo. Incluso si
insistíamos en nuestra porfía por clarificar la diferencia (separación) que había entre las dos, nuestra
madre, una vez más, cambiaba rápidamente de terreno y se unía a nosotras: “¡Oh! ¡Me alegro tanto
de que te sientas con libertad suficiente para expresarme tu enojo! ¡Es una cosa muy saludable!” ¿Y
cómo puede una separarse de alguien tan pegado a nosotras y que nos demuestra tanta admiración?
El enojo no conseguirá una de sus principales funciones: separarme de ti. Nunca conseguirás una
clara negativa; nunca dispondrás de un terreno firme desde el cual arrojar a la otra persona por la
borda.

Es difícil… Amamos a nuestra madre, pero ahí está ella, rodeándonos. Queremos
separarnos de ella (aún no utilizando la palabra siquiera), pero no podemos adoptar una decisión
ante el problema. Si pretendemos irnos a la India, ella nos pagará el pasaje, y nos recordará que
debemos telefonearle cuando queramos emprender el viaje de regreso. No habiendo tenido nunca
autorización, no sabemos cómo optar por ello. La gente educada permisivamente carece de
experiencia en cuanto a las relaciones separadas, y, en consecuencia, no las busca. Gravitamos
siempre sobre lo que conocemos. Las chicas permisivas escogen chicos también permisivos, y unos
y otros se juntan.

Por encima, esta clase de relaciones parecen más libres, más fáciles que las que se
desarrollan entre personas firmemente definidas. Si él quiere ir al cine y ella a bailar, ninguno de
los dos insiste, ninguno pretende imponerse. No tienen ni que discutir para llegar a un acuerdo: irán
a patinar. Es algo en que ninguno de los dos había pensado inicialmente, pero el caso es que la
relación no se ha enturbiado ni por un instante. Todo es blando, difuminado, borroso, amistoso.
Incluso lo sexual se torna no diferenciado. (No es una coincidencia que la era permisiva sea la era
del “unisex”.) Los jóvenes de hoy no se miran teniendo presentes en todo momento las diferencias
de los sexos; no se contemplan mutuamente como si uno u otro regresara de Marte. Han sido
educados para relacionarse con los otros sin aspavientos de ningún género, sin riñas, sin separación.
Todos se conducen con dulzura, con gentileza, con amabilidad.

“La gente joven que voy conociendo, gracias a Dios, no se muestra tan obsesionada por lo
sexual como la de mi tiempo”, dice la madre de dos chicas, una de diecisiete años y la otra de
dieciocho. “Dan la impresión de ser más naturales en sus relaciones. Mis hijas tratan con
muchachos en plan de buenos amigos. Hoy los jóvenes se tratan más de cerca, intiman más. La
pesadilla de la cuestión sexual no parece turbarles como nos turbaba a las personas de nuestra
generación. El sexo no representa un papel excesivamente importante en sus vidas.”

Por lo que atañe a la amistad y a la ausencia de temores, esto constituye ciertamente un


avance. Pero esta mujer dice algo que es quizá más interesante de lo que puede advertir. Ha
indicado que el sexo no representa un papel excesivamente importante en las vidas de sus hijas…,
un hecho que alivia su ansiedad. Lo que intuitivamente comprende es que la aproximación entre
dos seres, el profundo afecto que puede inspirar un miembro del otro sexo no significa
necesariamente que se le vea a la luz de lo sexual. Si temes, o envidias, la sexualidad de tus hijas,
crees que esas evoluciones “amistosas” son positivas.
Los que se han formado en un ambiente de mimos y consentimiento, sin que se les permita
evolucionar separadamente, pueden en verdad tener relaciones sexuales; pero esto no implica que
sean personas autónomas. Puede representar lo opuesto: que se valgan de lo sexual –cosa que
constituye uno de los métodos de la naturaleza para ayudarnos a crecer – para seguir siendo
infantiles, para crear una agradable y cálida relación con otro ser, similar a la que tuvieron con la
madre en otro tiempo, que nunca superaron y que es todo lo que conocen. Prueba de esto es que
tales relaciones “sexuales” entre los jóvenes, muy a menudo pierden por completo tal carácter; las
personas implicadas se transforman entonces en amigos tiernos, afectuosos, expresivos. O quizá
fuera siempre así, en todo momento: “Antes de perder mi virginidad”, me han dicho muchas
mujeres, “me acosté con varios chicos, sin tener con ellos una verdadera relación sexual.
Sencillamente, nos gustábamos mutuamente y éramos buenos amigos.” ¿Está “libre” de carácter
sexual tan incalificado bien?

Dice la doctora Schaefer: “El tipo de unión simbiótica que se observa hoy en jóvenes que a
los trece y catorce años pasan por firmes dilaciones en el proceso de la separación… es una defensa
contra ésta. Se les ve juntos día y noche. Tienden desarrollar una relación de “baja energía”. La
simbiosis anula todo el interés que pueda inspirarles lo que hay fuera del pequeño útero que se han
construido. Se sientan uno junto a otro en una habitación, silenciosos, corteses, amables; esto de
estar juntos es lo que eligen entre toda la variedad de cosas que la vida puede ofrecerles.” Apenas
puede hablarse aquí de una elección real si no han disfrutado de libertad para explorar primero las
otras alternativas.

Algunos sociólogos han llegado tan lejos como a sugerir que los días de doble Standard
pueden estar llegando a su fin. Esto es también un beneficio, pero si la monogamia es establecida
sin posibilidad de elección, ¿dónde queda la libertad? “Únicamente las chicas han sido siempre así
–explica Bety Thompson – pero en la actualidad vemos a algunos chicos comportándose de la
misma forma, negándose incluso a mirar a otra chica” Superficialmente, esto puede considerarse
como amor y fidelidad. Dentro de unos años es posible que nuestra apreciación sea distinta. Es
decir, cuando la simbiosis haya matado todo grado de sexualidad que hubiera entre ellos, y se
dirijan masivamente al juez que entiende sobre el divorcio gritando: “¡Necesito disponer de mi
propia parcela!” La libertad en el terreno sexual ha sido comprada a determinado precio: el de no
cederse mutuamente aire suficiente para respirar.

La gente educada en lo tiempos no permisivos envidia la liberación de sentimientos de


culpabilidad de que hoy hacen gala los jóvenes. Y la de los tiempos del doctor Spock parece haber
perdido la habilidad de encauzar su vida hacia objetivos claramente definidos. “La rebelión de la
generación permisiva quedó abortada casi desde el principio –dice el doctor Robertiello -. Con
frecuencia les cuesta averiguar qué es lo que desean en realidad. Andan buscando el jardín de rosas
que la madre les prometió.” Su libertad es ilusoria, puesto que rechazan la realidad para fijar la
mirada en lo inexistente.

Dice Bety Thompson: “Cuando una persona es educada como una criatura consentida,
cuando se lo dan todo hecho, ya no crece con un conocimiento de las realidades de la vida. Al
romperse una bicicleta, por ejemplo, la madre se apresura a manifestar: “No te preocupes; te
compraremos otra nueva.” Si la madre y el padre se preocupan de que tengas cuanto te apetece, no
habrás tenido ninguna oportunidad de hacerte responsable de ti misma. Lo que no es válido es el
reconocimiento de que no todo en el mundo puede ser comprado. Cuando una chica dice: “Si estoy
citada con alguien, no me agrada llevar conmigo un diafragma”, está produciéndose una evasión de
la responsabilidad, es una regresión en el sentido del desarrollo del carácter. No resulta romántico,
ni es propio de una persona separada y adulta. Nos hallamos ante una puerilidad.” La
despreocupación, la falta de previsión y el desorden son cosas que pueden enmascararse como
libertad para el observador superficial. Pero nos atan con cadenas de consecuencia.

A los diecisiete años, nuestros problemas con respecto a la autonomía provienen de cierta
parte; a los treinta y siete provienen de otra. La falta de separación es el punto donde las dos líneas
se encuentran. La autonomía es la declaración y la afirmación del yo; el sexo es una de sus
expresiones. “Soy una mujer y éste es mi cuerpo y mi vida. Haré lo que quiera con ellos porque
eso es lo que deseo, no porque pretenda volver a ti.”

Tuvieron que transcurrir veintiún años para que renunciara a mi virginidad. De una
manera similar, me siento incapaz de liquidar este capítulo. Preguntas no contestadas desfilan por
mi mente de un modo interminable, a la manera de un indicador luminoso de noticias: ¿en qué
forma afecta la pérdida de la virginidad de la hija en su relación con la madre? ¿Habría de esperar
aquélla, para perder su virginidad, a dejar el hogar, para que la madre no se sintiera implicada? El
hecho de que una chica no haya dejado el hogar ¿no significará que aún no está preparada para tener
relaciones sexuales?

Estamos en el mes de agosto. Todo el mundo se encuentra en la playa, excepto yo, y,


afortunadamente, Richard Robertiello. Una vez más, sorteo trabajosamente a los jugadores de
béisbol que encuentro en Central Park. El doctor Robertiello me escucha atentamente. “Estás
formulando las preguntas menos indicadas, Nancy”, me dice. “Con ello demuestras que todavía
intentas preservar alguna falsa estructura. Te esfuerzas por colocar la cuestión de la sexualidad de
una mujer dentro del marco de su relación con la madre. Lo sexual, más que cualquier otra cosa, no
debe tener nada que ver con la madre. ¿Por qué ha de estar relacionada la pérdida de la virginidad
con lo que media entre la madre y la hija? Hablas como si la madre supiera que la hija tiene
relaciones sexuales con alguien, algo parecido a lo que ocurría cuando la joven era una criatura y
pensaba que la madre podía leer en su mente. Esta es una idea simbiótica. ¿Y qué pasa si una
chica desarrolla una actividad sexual viviendo todavía en casa? La intimidad y el secreto,
efectivamente, contribuyen a la separación. Tus preguntas, tu incapacidad de dar fin a ese capítulo,
son extremos que tienen que ver con la cuestión del mantenimiento de la atadura a la madre, pese a
la condición de persona sexual de la hija. No es raro que no seas capaz de dar con la respuesta
adecuada. Simplemente no existe. No se puede ser sexual y simbiótica con la madre al mismo
tiempo.”

Esto es absurdo. Mi sexualidad ha sido siempre mi distintivo de la separación, mi


identidad. Richard Robertiello me ha engañado. Salgo de su consultorio hecha una furia.

En un sueño que tuve anoche, me veo de nuevo en Londres, donde en otra época viví.
Estoy en los talleres de unos impresores, viendo componer unos gráficos destinados a un libro que
he escrito sobre el tema de la economía, un tema que me es completamente desconocido. ¡Pronto
seré una impostora a los ojos de todo el mundo! De repente se apodera de mí una terrible ansiedad:
no he telefoneado a mi madre. En sueños, no veo la forma de localizar un teléfono. Me despierto
aterrorizada.

En realidad, pueden transcurrir meses sin que cruce una palabra con mi madre. No es
casual que barajando ideas referentes a la pérdida de la virginidad vaya a desembocar en un sueño
en el que me acecha el peligro de perder a mi madre. Este capítulo ha revelado una dualidad en mí.
Intelectualmente, me tengo por una persona sexual; por ser una intelectual he sido capaz de
recopilar mis ideas y ordenarlas en el presente capítulo. Subjetivamente, no quiero enfrentarme con
lo que he escrito: la declaración de una completa independencia sexual es la declaración de
separación de mi madre. En tanto no dé fin a esta parte del libro, en tanto no me permita a mí
misma abarcar las implicaciones de lo que he escrito, podré mantener la ilusión, al menos, de ser
sexual y contar asimismo con el amor y la aprobación de mi madre.

Esta vergüenza de necesitar todavía a mamá, de esperar seguir ligada a ella incluso después
de haber llegado a la edad adulta, es universal. Cierta vez me dijo el doctor Robertiello: “Lo
observo en mí. Siempre estoy refiriéndome a mi sexualidad como prueba de mi autonomía” La
separación es un proceso que nadie llega a cubrir por entero. Lo único que podemos hacer es seguir
intentándolo. Mi ilusión de ser una persona individual que posee esta terrible identidad sexual se ha
esfumado. ¡Qué humillación! Bueno, al menos, Richard Robertiello tampoco es una persona
separada…
CAPÍTULO 10
LOS AÑOS DE SOLTERÍA
Ya de niña, el dinero me inspiraba un gran respeto. Ciertas compañeras no compartían mi
pasión. Cuando tenía diez años asistía a la venta de objetos perdidos y no reclamados. Mi madre
sonreía nerviosamente. A los trece años me ruborizaba si me gastaban alguna broma relacionada
con mis ahorros. Por mucho que me disgustara ser distinta de las demás, no cedía en mi empeño de
disponer de más dinero. Ahorraba mi asignación familiar, en unión de las monedas sueltas que
hurtaba de los bolsillos de prendas colgadas en el armario del vestíbulo, o que le ganaba a mi
hermana, jugando al “Monopoly”. Susie era tan incapaz de ahorrar como de ganar una sola partida.

Mi hucha de colegiala, de cristal, tenía la forma de un globo terráqueo, y al ver desaparecer


la mitad inferior de África bajo mis monedas experimentaba siempre una agradable impresión. Lo
malo era que no podía compartirla con nadie. La única persona que parecía disfrutar con el dinero
tanto como yo era mi abuelo. Lo tenía en cantidades importantes, y lo que admiraba más era la
naturalidad con que se desenvolvía en cuestiones dinerarias. A diferencia de mi madre, quien se
desprendía del dinero sin ninguna moderación. Así es como ha de moverse uno por el mundo,
parecían estar diciendo sus modales, con lógica, mientras pagaba facturas de restaurantes y
compraba cosas y cosas para sí misma y los demás. Mi madre se sentía presa de una gran ansiedad
de barajar dinero; ella fue quien me enseñó a no discutir jamás el precio de nada. Su actitud me
desconcertaba, ciertamente, pues pensaba que ni siquiera los alimentos indispensables pueden ser
adquiridos sin dinero. ¿por qué era el dinero una cosa tan secreta y desagradable?

Fui progresivamente asociando la suciedad del dinero con la parte más perversa de mi
persona. Si exceptúo mi asignación, nunca pedía una moneda a mi madre; comprendía que con ello
había algo más que intercambio. Cuando deseaba poseer algo ardientemente, llegaba a hurtarlo.
Entretanto, mi madre juzgaba que a mi hermana el dinero “parecía escapársele por entre los dedos.”
Sus palabras eran, más que una crítica, un juvenil lamento dedicado a nosotras dos. Expresaban
esto: “Así somos las mujeres.” Yo pensaba que era más grato ser como las demás, y no como era
yo. Me hallaba ante un terrible dilema; ¿cómo podía tener lo que el dinero daba a mi abuelo si
crecía como mi madre, o sea, dependiendo de él? Y si yo crecía como él –no femenina - ¿quién
querría cuidar de mí?

Al llegar a los diez años, oculté el interés que me inspiraba el dinero lo mismo que
escondía mi talla doblando algo las rodillas al bailar. Seguramente, alguien se avendría a cuidar de
mí si era más pequeña y más pobre. La costumbre de doblar las rodillas me ocasionaría problemas
en la espina dorsal al llegar a los treinta años. Pero la necesidad de apoyar la cabeza en el hombro
de mi pareja cuando tenía unos centímetros menos que yo, podía más que todas las cosas. Cuando
llegó la moda de acortar las faldas y hacer asomar nuestro calzado por debajo de ellas, me quedé
muy impresionada: otro par de centímetros más que se hacían evidentes. “Estás arruinándote la
piel”, me decía mi madre cuando me tostaba al sol de Carolina. El tono tostado era menos
llamativo que el blanco. “Espera a cumplir los treinta”, me previno. Para mí era como si me
hubiera dicho que aguardara hasta el momento de mi muerte. Mi único problema consistía en ver
de superar mis quince años.

Al cumplir los diecinueve comuniqué a mi madre que me proponía visitar Europa. Esta
idea era tan disparatada que me prometió inmediatamente una cantidad de dinero igual a la que
fuera yo capaz de ahorrar. De esta manera quedaba cerrada la discusión. Ella no era capaz de
imaginarse a su hija ahorrando tanto dinero, como tampoco podía imaginársela tan lejos del hogar.
Mi madre no había salido nunca de la costa del este, y cuando a los treinta y tantos años de edad
tuvo que ir en tren desde Charleston a Buffalo, su padre puso en sus manos una especie de itinerario
telefónico. Así, desde determinados puntos de la ruta, podría llamar a casa y dar cuenta completa
de todos sus movimientos. Si he de ser justa con ella, diré que no vaciló cuando le enseñé mi mitad
del dinero preciso para el viaje. Y aunque yo había subestimado enormemente el costo total, nunca
cablegrafié a casa solicitando más ayuda económica. Cierto es que tampoco ella me la ofreció.
Había quedado establecido un trato entre nosotras. Una cosa era que una jovencita hubiese
ahorrado dinero metiendo sus monedas en una hucha que representaba un globo terráqueo, pero al
romper éste y abandonar el hogar para ver el mundo, un mundo desconocido para la madre, ella
había alterado la relación para siempre. En el juego de “quién cuida de quién”, las últimas fichas
habían cambiado de manos. “Insuficientes para poder vivir, excesivas para morirse”, es la frase con
que mi esposo describió en una de sus novelas las asignaciones económicas concedidas a las
jóvenes en el seno familiar.

Estaba en lo cierto al no pedir más. No se puede aceptar dinero sin someterse a


determinadas ataduras. No podía permitirme el lujo de enfadarme por su tacañería de entonces;
todavía la necesitaba. Me equivoco al enojarme con ella ahora, y no es que lo cierto y lo erróneo
tengan que ver con las irritaciones originadas en los cuartos infantiles. En cualquier historia de
separación madre-hija hay dos partes: por la mía yo quería dejar el hogar, trocándolo por un mundo
más dilatado; por la suya, yo la abandonaba. Lo que ninguna de las dos podíamos decir era que yo
deseaba tener más de lo que ella tuviera, ser más de lo que ella había sido.

Su renuncia facilitó mi marcha, pero incluso cuando una ansía gozar de más espacio
disponible, éste se nos ofrece con demasiada rapidez. Una no comprende que dejar a la madre
signifique existir por sí misma. Por mucho que deseé mi independencia, por mucho que busqué la
seguridad en ser la mujer en que me había transformado, siempre la he echado de menos; siempre
eché de menos el lazo que me atara a ella. Siempre temí que la confianza que tengo en mí misma
me hiciera menos femenina, menos como ella, menos expuesta, por tanto, a encontrar la conexión
con los hombres que tan desesperadamente deseaba establecer. Era yo quien la había dejado, pero
mis emociones me hacían saber que la persona abandonada había sido yo. Injustamente; la culpé
por haberme dejado partir, por hacerme tan dependiente de los hombres, por lo que ella nunca
podría darme, y por lo que el dinero jamás sería un sustitutivo.

Mi aspecto exterior nunca me infundió confianza. En las fábulas presas, el genio encerrado
en la botella jura, durante el primer millar de años, que otorgará una recompensa a su liberador. El
segundo milenio se lo pasa jurando que se vengará cumplidamente de quien le saque de su encierro.
Por el tiempo en que mi físico fue mejorando llevaba yo demasiado tiempo esperando aquello.
Educada para creer en el poder de la belleza –pero en otras personas – desde mucho tiempo atrás la
había compensado con un incremento en mi personalidad. Sonreía aún en sueños. ¿Quién podía
resistírseme, pese a haber fallado en la cuestión de la belleza? Luego, mientras trabajaba en mi
primer empleo, fui adquiriendo los finos perfiles de una estúpida. Vi en el espejo un rostro al que la
gente observaba volviendo la cabeza. Pero no hubo nunca nada más que eso, un reflejo que podía
desaparecer. Yo en lo que creía era en la familiar, sonriente, encantadora, si bien chocante faz con
que había crecido. Mi físico del “ya demasiado tarde” era como una repentina riqueza con la que se
compra la entrada de un mundo en el que todos menos una han nacido; jamás se llega a confiar, por
eso, en los otros. Aprendí a vestir faldas bien ajustadas al cuerpo, y a cruzar las piernas con una
finura impropia de mis años. Amaba los cumplidos y me esforzaba por conseguirlos, pero era como
si fuesen dirigidos a otra persona que se encontrara situada a mi espalda.
Desempeñé mi primer trabajo con fervor. Cuando percibí los elogios por la cantidad de
anuncios que había vendido, parpadeé, turbada. No podía comprenderlo. Pese a que había allí una
buena dosis de realidad. Es desorientador verse elogiada por hacer un trabajo que a una no le gusta,
y me di cuenta de que vender anuncios para la prensa no era verdaderamente lo mío. Yo deseaba
ser escritora; quería decir cosas que hicieran que fuera percibida la existencia de Nancy Friday.
Quería hacer algo que fuera auténticamente personal, de suerte que pudiera creer en los elogios que
ansiaba escuchar. Pero cuando me encomendaron ciertas tareas literarias, alegué pretextos para
rechazarlos, eché a correr en la dirección opuesta, y doblé y tripliqué los odiados anuncios, pura
ganga con mi nueva pinta y mi vieja personalidad. No salí del más rudimentario de los reportajes.
¿por qué?, hube de preguntarme. Tratábase de un terrible rompecabezas, ya que nunca había
fracasado en nada. Estaba dispuesta a hacer frente a cualquier cosa. ¿Qué era lo que podía darme
miedo?

Tomé una decisión. En vez del éxito en que podía creer, fui tras el éxito en que otras
personas habían creído. Mi recompensa provenía de la opinión de otros seres, más que de la mía
propia. Era como conseguir alimento después de haber sido masticado, desprovisto de todo su
sabor y de todos sus factores de nutrición. Exteriormente, esto marchó. Los hombres me
perseguían; me fueron ofrecidos mejores empleos; disfrutaba de una identidad a los ojos del mundo.
Mi jefe se enamoró de mí; por un momento, consideré que de ello podía deducir que me había visto
como era, y que lo que había visto era lo que quería. Pero la excitación de la conquista –como
siempre – se transformó pronto en el temor de la pérdida. Comprendí que no me amaba a mí, sino al
maravilloso y chillón retrato que yo había proyectado. Un momento de descuido en la guardia, y
descubriría a la criatura celosa e insegura que había debajo, quien necesitaba colgarse de él para
siempre; un vistazo nada más y se apresuraría a huir. Todos mis mensajes decían al mundo que yo
era una profesional triunfante, sexual. Yo conocía mi raído secreto. Nunca había intentado lo que
más importaba.

Llevé mis hombres y mis asuntos a casa, para que mi madre los conociera. Creo que fue
allí donde más disfruté con ellos. En el hogar materno adquirieron un pulido final, revelando mi
historia con su definición, que no tuvieron antes. Jamás he comprendido a las mujeres que llevan
sus ansiedades a casa; yo me he presentado en ella solamente en triunfo. No sé qué era lo que me
gustaba más, si la admiración que inspiraba a mi madre mi vida independiente, o mi personal
sensación de vida incrementada cuando experimentaba mi mundo en su casa. A mis veintitantos
años, todo parecía indicar que me había sido concedida la mágica oportunidad de volver a trazar
nuestras vidas juntas. Ya no era el hogar el sitio que tenía que abandonar, sino el lugar al cual yo
había decidido ir. Ya no era una malvada por querer abandonarla; ahora regresaba al hogar
llevando presentes, historias, triunfos, y hasta personas que compartía con ella. Y, por fin, había
algo que ella podía darme.

Estaba orgullosa de mi madre. Una podía colocarla en un granero, por ejemplo, y por la
forma de colocar una silla cualquiera habría dicho que era suyo. Habiéndola dejado, podía amarla.
La distancia daba valor a todas las cosas que la rodeaban, entre las cuales yo había crecido: los
dorados, verdes y blancos de su cuarto de estar, las flores, las tabaqueras de plata, los blancos
muebles de mimbre… Eran todos ellos unos objetos muy queridos para mí, más queridos que lo
habían sido antes, cuando me pertenecían verdaderamente, cuando eran todo lo que tenía. Incluso
su ansiedad y su timidez, que tanto me perturbaran de niña, se me antojaban ahora adorables. Todo
era un cúmulo de emociones para las dos. La seguíamos hasta la grande y cómoda cocina, con
nuestros martines antes de la comida, como si no quisiéramos perderla de vista, como si deseáramos
protegerla. Luego, preparaba una vistosa mesa, y unos platos maravillosos, con una facilidad que
no recordaba que hubiera poseído. Empecé a descubrir talentos en mi madre que habría deseado
para mí. “No sé por qué hemos de terminar siempre en la cocina”, decía ruborizada y sonriente,
mirando al nuevo amigo que había llevado a casa. Y yo la cogía de un brazo para responder: “Pero,
mamá, si es aquí donde nos gusta estar”, poniendo en mis palabras un acento revelador de mi amor.
La amaba ahora, cuando advertía que no me había convertido en lo que ella era.

Me entibiaba, me ablandaba; en su casa se desvanecían mis nerviosas tendencias. Parecía


que los hombres me amaban más allí. Los llevaba hasta ella, sabiendo que estaba de mi parte. Una
noche en su bonito cuarto de huéspedes y, como en un cuento de hadas, eran míos para siempre.
¿Qué había en ella que hacía que se sintieran atraídos por mí? Sabía inventarme a tiempo un
pretexto para que pudieran quedarse a solas con ella. Después de haber crecido observando que
todas mis amigas, menos yo, tenían problemas con sus padres, ahora, cuando todas ellas se llevaban
mal con sus familias, mi madre y yo estábamos en la gloria. Teníamos cosas que intercambiar: ella
gozaba con mi vida, y cuando mis galanteadores me veían con mi madre, yo parecía ganar a sus
ojos una dimensión perdida: era una persona independiente, sexual, que sabía cuidar de sí misma,
pero seguramente lo que los hombre debían deducir era que la hija de una mujer tan femenina como
aquella debía de ser también toda una mujer.

Fascinada por el espectáculo de mi vida, mi madre jamás me pidió aclaraciones. Nunca me


preguntó por qué no me casaba con uno de mis amigos o intentaba terminar una carrera en lugar de
ir de un lado a otro. Y yo nunca le ofrecí información en tal sentido. No deseábamos compartir
nuestra ansiedad. Yo solía pasarle un brazo por los hombros, gastarle bromas por sus rojos
cabellos, y contarle chistes tan ingenuos como ella. Empecé a llamarla Rusty,* un nombre de la
infancia no utilizado por nadie. Ocasionalmente intentaba quedarme a solas con ella. Pero cuando
la alegría y los hombres se ausentaban, yo advertía la vieja tristeza en ella -¿por qué?-, y el antiguo
sentimiento de culpabilidad en mí… ¿pero por qué?

Una noche, a hora muy avanzada, cuando mi padrastro ya se había acostado, echó mano de
su viejo estribillo: “Con Nancy nunca tuve preocupaciones”, dijo al hombre que se encontraba a mi
lado. “Ella siempre supo cuidar de sí misma.” Durante todo el tiempo que viví en el hogar
materno, tales palabras me habían producido una especie de orgullo. Ahora, ya independizada, me
di cuenta de lo falsas que resultaban. Me sacudió un arrebato de furor tan intenso que me entraron
ganas de propinarle un bofetón. “¿Te ocurre algo, querida?” me preguntó mi madre. “No, nada en
absoluto”, respondí. Mis palabras eran hielo puro.

Hoy, si lo considero de manera ecuánime, puedo pensar que era casi imposible que mi
madre comprendiera aquel arrebato. ¿Qué podía hacer ella por mí? En la cuidad disponía de un
apartamento, de trabajo y de un hombre. Me bastaba a mí misma. Nunca como entonces había
tenido menos necesidad de ella. No había por qué preocuparse. Sin pronunciar una palabra más,
me fui a la cama.
Por la mañana, el incidente había sido olvidado. Pero yo sabía que mi enojo seguía en
estado latente, y empecé a temer otro arrebato, de la misma manera que un epiléptico teme un
ataque. No quería herirla, pero sobre todo no quería reconocer que había algo en mí que
permanecía insensible ante mi triunfo de adulta, lo cual podía controlar en la misma medida en que,
por ejemplo, un niño puede controlar su llanto.

* “Mohoso”, “herrumbroso”, “enmohecido” son varias de las acepciones que tiene esta
palabra inglesa. (N. del T.)
Intenté encontrar en los hombres una compensación para todo. Quise nutrir mi vida a base
de ellos. Tenía ante mí un vasto suministro de energía y amor; pero el matrimonio quedaba
excluido de mis planes. ¿Por qué detenerme cuando en cada esquina me aguardaba un hombre
distinto que podía dar más amplias dimensiones a mi existencia? Gracias a los hombres aprendí
literatura, teatro, arte, política. Nunca se me ocurrió pensar que podían serme tan útiles para mi
trabajo.

Mis ocupaciones eran importantes para mí y les dedicaba toda mi atención, pero en sí
mismas no eran más que un atajo hacia el éxito. Si volcaba en un empleo el tiempo suficiente, mi
entrega de persona super-responsable me reportaba ascensos y salarios más elevados…, poniendo
en peligro lo que yo necesitaba de los hombres. Estos descubrirían a la persona agresiva, “no
femenina”, que ocultaba en mi interior, mostrándose al mundo como un ser encantador, laborioso,
pero esencialmente carente de ambición. Podía ser adorable mientras no ostentara demasiada
autoridad, y debido a ello rechacé responsabilidades que podían conducirme a desempeñar cargos
preeminentes, y trabajé aún más ahincadamente en mis proyectos a corto plazo para dar a entender,
no obstante, que era seria. Me hallaba convencida de que sólo los hombres podían nutrirse.
Cuando no me visitaban, me sentía languidecer; cuando discutíamos no acertaba a concentrarme en
mi trabajo, y cuando percibía, olfateaba, el rechazo, entonces sobrevenía una parálisis total. Con
todo, siempre que telefoneé a casa fue para dar buenas noticias. Incluso cuando me hallaba en baja
forma creía sinceramente que únicamente los hombres podían sacarme de tal estado.

Ben es el único hombre de mi vida del cual no me siento orgullosa. Le conocí en el


transcurso de una fiesta, y de haberme pedido que me casara con él allí mismo, no habría
considerado la propuesta con menos viveza que un día de los meses que siguieron. Era, en toda la
extensión de la palabra un hombre de características ancestrales, no visibles en la generación
reciente, bello y callado como los inasequibles reyes de mis sueños de adolescente. Reunía todo lo
que mi familia deseaba para mí: pertenecía a los clubs de moda, conocía a la gente de fama, y olía
bien. Mientras que todo instinto razonable, valorizado e intelectual en mí lo rechazaba, algún viejo
y olvidado yo ordenaba: “¡Tómame, realízame!”

Me sentaba a sus pies y llenaba su pipa mientras él leía a Edgar Guest. Abandoné mis
proyectos y me envilecí para ponerme a tono con sus amigos, algunos de ellos estúpidos y
pendencieros, que disponían de demasiado dinero y pocos deseos de trabajar. Al anularme a mí
misma por él, vislumbré el rechazo; por vez primera en mi vida fui incapaz de apartarme. Me dije
que no me casaría con él, pero ya sabía que él nunca me lo pediría. Últimamente, lo hice cierto
convenciéndome a mí misma de que no podría vivir sin él. “Me ahogo”, decía él.

Llamé a mi madre. Su voz denotaba como siempre la falta de ansiedad que habitualmente
le inspiraba mi hermana. No le dije que Ben y yo habíamos terminado. Quería invertir el trato,
deshacer el cambio en cuanto a responsabilidad establecido mucho tiempo atrás, cuando me sentía
partícipe de los sentimientos de culpabilidad de mi madre, protectora de sus timideces. Deseaba ser
de nuevo su niña. “¿Por qué me tratas siempre como si pudiera cuidar de mí misma?” , le pregunté.
“¿Por qué no te he inspirado nunca ninguna preocupación?” La voz de mi madre se quebró.

Carecía de capacidad para enfrentarse con esa irritación de una hija cuya ocupación y
relaciones sobresalían con poder y maestría de un mundo que ella no había conocido. “¡Oh,
Nancy!”, exclamó. “El día menos pensado encontrarás a alguien que te guste y estarás en
condiciones de formar tu nido”. No era esto lo que había querido oír. El ser desesperado que yacía
en mí, necesitado de que alguien se ocupara de él –necesitado de una madre – había emergido
finalmente, declarando su temor. Mi madre, sin inmutarse, traspasaba la tarea a un hombre que huía
de mí. En aquel terrible momento de regresión, con mis mejores defensas abatidas, supe que ella,
en primer lugar, nunca había querido asumir el papel de madre. El trato había sido falso en todo
momento: yo nunca la había dejado. Ocurría con ella lo mismo que con Ben: que me había dejado.
Yo siempre había dicho: “Me marcho”, para evitar la humillante sensación de haber sido despedida.

Siempre me había prevenido silenciosamente que, aunque los hombres resultaban


atractivos, y podían ser la respuesta a todos los problemas de la vida, también eran peligrosos.
Ahora veía que tenía razón. Yo no podía continuar avanzando sola. Necesitaba de alguien. Estaba
necesitada de una madre. Necesitaba hacerle saber que, como madre, jamás había sido buena.

Estas cosas no se pueden explicar. Yo quería herirla, zarandearla, para que por fin se
ocupara de mí. Pretendía provocar en ella la profunda ansiedad que constituía la contrapartida de lo
que yo misma sentía. ¿Acaso no la había abandonado mi padre? Unida a ella en la misma simbiosis
de terror y pesar por los hombres perdidos, no me encontraría sola. Todos los temores que le había
ahorrado durante toda mi vida, no se habían extinguido, después de todo. No había hecho más que
almacenarlos, presentándoselos ahora de manera abultada, en una sola y formidable cuenta.
Deseaba lograr una cumplida venganza, por haberme dejado tan débil. ¡Oh! Lo conseguí. Seguro
que lo conseguí.

* * *

¡Nuestros años de solteras! La primera vez que vivimos por nuestra cuenta, nuestra
segunda oportunidad para formarnos. Es posible que nunca lleguemos a poseer una absoluta
confianza en nosotras mismas, ni un firme sentido de los valores, pero son metas éstas que vale la
pena intentar alcanzar. Nuestros años de solteras inician uno de los grandes ritos de tránsito. La
vida se hace más fluida y maleable; viejas formas y estructuras son derrumbadas, y otras nuevas
emergen. Es la oportunidad que se nos depara para superar el adiestramiento de la madre en la
pasividad, su temor de que sin disponer de alguien en quien apoyarnos, nosotras no sabemos nada.

“Creo que es importante para una mujer disponer de tiempo para sí misma, tras sus
estudios medios y superiores, y antes de contraer matrimonio –dice una chica de dieciocho años -.
Así puedes darte cuenta de que eres capaz de valerte por ti misma, de que no necesitas contar con
un hombre para llegar a sobrevivir. Son muchas las jóvenes que contraer matrimonio
inmediatamente. Es espantoso no llegar a saber nunca si estás en condiciones de atender
cumplidamente tus propias necesidades. En tales condiciones, una piensa que siempre ha de
depender de alguien, forzosamente.”

La independencia y la separación inminentes dan a esta joven un sentido de aventura y


poder. La vida, con todas su opciones, está a punto de desplegarse ante nosotras. A los dieciocho
años nos creemos capaces de acometer cualquier cosa. “Me gustaría tener mi apartamento propio –
continua diciendo la chica -. Mi hermano se fue de casa a los diecisiete años, pero mi madre no
cree que yo pueda arreglármelas sola.” A cada paso que damos hemos de luchar contra el legado de
temor de la madre.

He aquí el otro extremo de la imagen:


“Estoy contenta de haberme casado – dice una mujer de treinta y dos años -. Y sin
embargo, con el matrimonio me volví más temerosa que cuando era soltera. Sin mi esposo y sin
mis hijos, ¿quién soy yo en realidad?” Ni los brazos del marido en torno a su cuerpo, ni la cabeza
de su hija apoyada en su pecho pueden aliviarla de su ansiedad. ¿Qué haría si ellos la dejaran? Ha
llegado a un punto en que todas sus ansiedades tendrían que tener fin, según lo prometido en su
formación, pero nada de esto ha ocurrido. Cuando la hija de esta mujer crezca, ¿cómo puede
esperar que su madre la ayude a consumar el proceso de separación?

De una manera punzante, en estas dos mujeres se concretan diferentes etapas de nuestro
primer drama, el relativo a la separación de la madre. Al principio sentimos unos enormes deseos
de vivir la vida por nuestra cuenta. Queremos libertad, rechazamos las ataduras, ansiamos seguir
nuestro camino. Detrás de nuestro juvenil vigor y el vehemente afán de explorar todos los terrenos,
nos aguarda una existencia saturada de ansiedad. Los hijos y el esposo constituyen realizaciones,,
pero suponen también otra cosa. Retrocedemos; dependemos de ellos en la misma medida en que
en otro tiempo dependimos de la madre. La radio transmite canciones pop, cuyas letras hablan de
chicas que padecen el mal de la soledad; en cambio, las estadísticas nos revelan que jóvenes
solteras, que estudiaron y que ganan buenos salarios, constituyen el sector menos deprimido de la
población. Por otro lado, los anuncios de la televisión nos muestran sonrientes y jóvenes madres,
supuestamente seguras en su matrimonio, en su hogar y en su familia, siendo así que las mismas
estadísticas nos dicen que las mujeres casadas con hijos pequeños cuentan como las más deprimidas
entre todas las personas. La chica de dieciocho años irrumpe en la vida. ¿Quién podrá decir que no
terminará con la desesperanza de la mujer de treinta y dos?

El temor a la libertad –que tendemos a enmascarar tildándolo de necesidad de seguridad –


se halla arraigado en esa mitad no evolucionada nuestra que es todavía propia de una niña,
haciéndonos buscar un hombre que remplace a la madre, una madre de la que no nos hemos
separado plenamente. Mientras conservemos nuestra necesidad de simbiosis no creeremos que
podemos valernos por nosotras mismas. La chica piensa que si se hace demasiado “fuerte”,
demasiado independiente, la madre pensará que no necesita ayuda a nadie, desentendiéndose por
tanto de ella. Procuramos conservarnos pequeñas. Esto significa que debemos continuar viviendo
como si fuéramos niñas: carentes de energía.

El amor impulsa al sueño a la niña que hay en nosotras. Cuando dudamos del amor, lo
perdemos, o bien, inadecuadamente, nos invade el temor de que en un mundo de cuatro mil
millones de personas no lograremos encontrarlo, hemos de aprender a volver los ojos hacia esa
niña. El temor es suyo… ésta es la razón por la que nos desconcierta tanto. En lugar de injuriar al
destino, o maldecir la perfidia de los hombres – cosa fácil, pero no real -, mejor sería proceder a un
re-examen de la relación de esa criatura con su madre, tiempo atrás. “Lo siento. No era yo quien
hablaba de aquellos instante”, explicamos cuando perdemos el control de nuestra cólera, cuando en
la angustia del amor perdido lo espiamos celosamente, cuando el furor no guarda proporción
incluso con la dolorosa acción que hemos sufrido. Desde luego que no éramos nosotras: era el furor
de la asustada niña que todavía ve la amenaza de deserción como una muerte inminente.

“El problema más agudo para muchas mujeres –declara la socióloga Cynthia Fuchs
Epstein-, es la pobre opinión que tienen de sí mismas.” Si tantas entre nosotras nos sentimos
dependientes, desvalidas, plenas de ansiedad, ¿cómo creer que los hombres puedan amarnos? Lo
más probable es que ellos terminen por darse cuenta de todo, y se alejen de nosotras antes o
después. Nuestra tarea en los años de soltería consiste en intentar cambiar tal opinión.

Nuestro primer objetivo ha de consistir en probarnos a nosotras mismas que somos agentes
en nuestras vidas, y no pasivos pacientes siempre accionados por los demás. El matrimonio puede
ser algo hermoso, pero demasiado a menudo representa un regreso a la simbiosis: el deseo de fundir
y perder nuestras identidades en alguien “más fuerte”, más valioso, que nosotras mismas. Al
unirnos a él de por vida, sin él temeremos morir. ¿Qué importa que nos diga “Te amo”? Las
palabras se pronuncian sin esfuerzo. Y hay que tener en cuenta lo importantes que son para la
simbiótica criatura que llevamos dentro.

“Mi esposa es una mujer extraordinaria – me dice un hombre, con sincero orgullo -. Es
una madre maravillosa, y por añadidura muy buena cocinera. Cuando veo todos los problemas que
tienen mis amigos con sus esposas, me pongo de rodillas y doy gracias a Dios por haberme
deparado una mujer así.” Este hombre no pensará nunca en dejar a su esposa… Pero hablando yo
con ella a solas, me confiesa su temor de que él encuentre a otra mujer. “Es un hombre muy
brillante –alega -. ¿Qué es lo que ha visto en mí?” No contando con nada íntimamente personal –
fuera de él- la mujer se considera a sus propios ojos inexistente.

Dice la doctora Schaefer: “El deseo de las mujeres de subordinarse al hombre responda a
un esquema de dependencia aprendido de la madre. Para huir de la sensación de ser un adorno que
no obstante carece fundamentalmente de valor, ella se transforma en “la mujer que hay detrás del
hombre que triunfa”. La mujer no intentará nada por sí misma. Pero aunque se destaque, y aún en
el caso de hacer aparecer al hombre todavía más triunfador, más cotizable, su valoración personal
disminuirá ante sus propios ojos. Cuanta más importancia tenga él, más miedo tendrá ella de que la
abandone. Al fin y al cabo, se considera una “don nadie”…

Hasta la llegada de los años que comentamos, nosotras vivíamos de acuerdo con las
normas de otras personas. Ahora, es muy saludable pensar que el mundo no se hundirá con nosotras
si ponemos aquéllas en tela de juicio. La infancia necesita un cien por ciento de seguridad durante
todo el tiempo, lo cual supone para la vida el mayor de los peligros. Si no disponemos de tiempo
para cerciorarnos del terreno que pisamos, viviremos tan atemorizadas como vivió nuestra madre.
El dinero que ganamos conlleva el derecho a gastarlo como nos plazca. Si la madre paga el
alquiler, tiene voz y voto en la casa donde vivimos. El New York Magazine citaba el caso de una
joven de veintiún años a la que solicitó una declaración de tipo político. La joven se mostró de
acuerdo en hacerla porque, según manifestó, sería del agrado de su familia. “Mientras viva con
ellos –dijo-, se espera de mí que sea republicana.”

En nuestros años de soltería se nos ofrece nuestra primera oportunidad de actuar de suerte
que la evidencia existencial de nuestras vidas nos diga que somos unos nuevos, desvalidos niños, no
más. Si podemos separarnos con éxito del hogar paterno y descubrir que somos capaces de vivir sin
el respaldo emocional de la madre y la familia; si escogemos nuestras amistades porque las
personas en que nos fijamos refuerzan nuestra individualidad, en lugar de elegirlas porque nos
parecen “agradables” o porque viven en nuestra vecindad; si tropezamos con hombres en cuya
compañía podemos dedicarnos a la búsqueda de placeres nunca permitidos por la madre; si dejamos
que se sucedan libremente los accidentes de la vida y hallamos, incluso en aquellos que más dolor
nos causan, una cierta excitación, producida por la certeza de entrever una existencia más dilatada
de lo que soñábamos; si hemos logrado tener un trabajo que además de otorgarnos independencia
económica incrementa la estima por nosotras mismas, porque desarrollamos una labor eficaz,
disponemos ya de una cuenta bancaria a nuestro nombre, con cargo a la cual podemos extender
cheques el resto de nuestros días. Hubo un tiempo en que disfruté de una existencia independiente.
Si quisiera, podría repetir de nuevo esa etapa de mi vida. Mi mundo no se cierra si otras personas
se salen de él. Su marcha me entristecerá. Pero no supondrá mi fin.

Nuestras ansiedades nos seducen al aparecer enmascaradas de cortesías, de sentido común,


de “seguridad en primer lugar”… de energía, incluso. Yo solía pensar que me había hecho a mí
misma. Con frecuencia oigo hoy estas palabras en las jóvenes con quienes me entrevisto. Nuestras
vidas son distintas de las de nuestras madres. Y, sin embargo, sé que pese a lo mucho que he
logrado con mi trabajo y mi matrimonio, una atemorizada parte de mi ser permanece insensible ante
el éxito. Yo no nací con ese temor, con esas constantes necesidades de reafirmar el amor.

“Soy una persona muy independiente, muy ambiciosa –me dice una mujer de veintisiete
años -. No hay ahora un hombre en mi vida porque no acierto a encontrar ninguno que me trate
como un igual; que, al mismo tiempo, me haga sentirme mujer y sea capaz de cuidar de mí.” En su
mente no hay conflicto entre ser “igual” y cuidar de ella. “La razón de que renunciara al ascenso
que me fue ofrecido – manifiesta otra joven – radica en que quiero gozar de mi libertad, de las cosas
diversas que ofrece la vida. Me gusta mi labor profesional y trabajo en ella duramente, pero no
quiero que lo sea todo en mi vida. No aspiro a ser como un hombre.”

Es un sentimiento que compartí de soltera. Pero ahora sé que la libertad era lo último que
deseaba, la verdadera libertad que proviene de ser una mujer independiente, que se sostiene por sí
misma. La libertad que yo preservaba no trabajando “como un hombre” era una postura para
mostrar, a todos lo que me interesaban, que aunque hubiese triunfado, todavía no había triunfado lo
suficiente. Tenía necesidad de él. ¿Cómo podía asumir la responsabilidad de una tarea realmente
grande cuando en cualquier momento podía verme obligada a salir disparada hacia el aeropuerto
para convencer a mi amante de que no debía ir a París sin mí? ¿Qué trabajo podía valer la pena de
correr el peligro de que no pudiera partir con él? Para el yo simbiótico, la separación no significa
libertad sino un riesgo mortal.

Recientemente, a Leah Schaefer le pidieron un artículo para una revista de difusión a


escala nacional. Lo intentó en vano, y finalmente declinó la oferta. “Les dije que no disponía de
tiempo, pero comprendí que mi postura estaba relacionada con el grado de reconocimiento que
comportaría la publicación del artículo. Sé cómo barajar el éxito sobre la base de la relación
individual, dentro de la intimidad, casi secreta, de la situación terapéutica. El grado de
reconocimiento que se desprendería de ser leída por millones de personas me imponía. Todavía
ando elaborando el proceso de separación de mi madre” La madre de la doctora Schaefer falleció
hace cinco años.

En nuestros años de soltería contamos con un poderoso aliado en la lucha para lograr la
separación y el desarrollo. Se trata de nuestra sexualidad. Nos hace tener oportunidades de diverso
carácter, nos empuja hacia un lado y otro, nos obliga a penetrar en un mundo más amplio que el de
la familia, colma nuestra existencia de excitación, nos proporciona peligros, placeres y disgustos
que favorecen nuestra evolución al mismo tiempo que aprendemos a controlarlos. Por eso ahora la
casa de nuestra madre se nos figura demasiado estrecha para las dos. Mientras vivamos con ella,
debemos estar sometidas a sus normas. Es casi imposible para ella cedernos más espacio dentro de
las mismas habitaciones, bajo el mismo techo, donde ella nos protegió (y se protegió a sí misma) a
lo largo de dieciocho o veinte años.

“Creo que hay algunas mujeres que se sienten a gusto con su sexualidad –dice Sonya
Friedman –. En cambio, se notan molestas con la de sus hijas. La hija, a los dieciocho años, se
encuentra en la cumbre de lo que la cultura norteamericana denomina su sexualidad, en tanto que su
madre, según se considera, ha emprendido el descenso. La revista Vogue puede asegurar a sus
lectoras de cuarenta años que la vida empieza a esta edad, pero hay que tener en cuenta que aquellas
mujeres crecieron oyendo canciones de letras tan absurdas como “Tienes dieciséis años, eres linda,
y eres mía”.

En el instante de aparecer en nosotras, la madre aisló lo sexual, considerándolo su peor


enemigo. Había algo más: sabía que lo sexual nos separaría de ella. Ni siquiera acertaba a
señalarlo con su nombre. Nos lo dejaba entrever diciendo: “¡Eres tan irresponsable!” “No me
contestes”. “Por qué has de cerrar con llave la puerta de tu habitación?, ¿por qué has de ponerte
esos jerseys tan estrechos?, ¿a qué vienen esos tacones tan altos?”, etc. Y cuando queremos
marcharnos, cuando deseamos tener un sitio propio donde vivir, tampoco podemos decir que
nuestra decisión tiene que ver con lo sexual. Somos sus hijas, y la lujuria es impropia de las
damas.

“Mi madre no era capaz de decírmelo, pero sabía lo que estaba pensando cuando salí de
casa: “Tú lo que quieres es irte por ahí, para dormir donde y con quien te plazca.” En lugar de tales
frases, de sus labios salieron estas otras: “¿Por qué te empeñas en irte? Aquí tienes un hogar
agradable, cómodo.” Quien habla así es una mujer de veintiséis años, que se halla escribiendo su
tesis doctoral, basada, en las dificultades que encuentran las mujeres para abandonar el hogar
materno. “Aún cuando salí de casa para contraer matrimonio, al divorciarme y volver a la
universidad para licenciarme volví a instalarme en casa de mis padres. Permanecí con ellos un par
de años, hasta que conté con medios económicos para hacer frente a mis gastos. El hecho de que
empezara a buscar un apartamento provocó algo así como una tragedia entre los míos, como si
hubiese sido una muchachita virgen que se disponía a lanzarse en brazos de un mundo perverso,
peligroso y sexual. A mi madre le daba igual que yo hubiese estado casada antes. Pero yo sabía
que tenía que irme”.

Cuando la hija parte, la madre se siente con frecuencia apresada entre lo que sabe y lo que
siente. La estudiante continúa diciendo: “De las cuarenta mujeres que he entrevistado para poder
elaborar mi tesis, ni una sola ha dejado de tener problemas al abandonar el hogar como no sea para
contraer matrimonio. El movimiento feminista no ha establecido realmente contacto con todas esas
personas, ni siquiera en una ciudad tan supuestamente liberal como Nueva York. La gran mayoría
de las madres que respondieron a mi cuestionario calificaban la acción de sus hijas como un
rechazo. Una madre típica me dijo: “Puedo comprender perfectamente que una persona necesite
vivir sola.” Una persona. Su hija, no. Estas madres no desean actuar como lo hacen, pero se ven
impulsadas a ello.”

Ese estudio incluía solamente a cuarenta mujeres de diversas clases, desde los puntos de
vista económicos y educacional, pero, ciñéndome a mis investigaciones, he de especificar que hasta
las madres altamente instruidas, liberales, con estudios superiores, son presas de la ansiedad ante la
partida de la hija. Dice una mujer de cuarenta y cinco años, que se encuentra al frente de una
sección integrada por quince empleados: “He criado a tres hijas y estuve trabajando mientras ellas
crecían. Sin embargo, cuando la más joven cumplió dieciocho años, abrigando el propósito de
dejarnos, monté en cólera. Yo no quería que se marchara, aunque intelectualmente reconocía que
había de acceder a sus pretensiones. Contaba con mi esposo y un trabajo que me gustaba, pero esto
no me sirvió de nada. Me sentí rechazada.”

De acuerdo con el U.S. Census Bureau, el cuarenta por ciento de las mujeres comprendidas
entre los veinte y los veinticuatro años eran, en 1975, mujeres solteras. Esta cantidad duplica casi la
de 1960. Son datos que parecen apuntar una revolución. Hablando en términos de bienes raíces,
puede afirmarse que un apartamento propio proporciona la ilusión de la separación.
Emocionalmente, ¿en qué medida somos independientes? Podemos percibir una especie de
chantaje emocional por parte de la madre al salir de casa, o quizá ésta se nos ofrezca para ayudarnos
a amueblar el nuevo apartamento, o nos desee alegremente buen viaje al comprobar que, en efecto,
iniciamos una nueva existencia. De uno u otro modo, empaquetamos su ansiedad a la par que
nuestras maletas. Dice Mio Fredland: “Las hijas conocen los verdaderos sentimientos de las
madres, igual que éstas conocen el interior de sus bolsos.”
Con los temores de la madre ejerciendo su efecto por debajo de lo que aparentamos, no es
sorprendente que la revolución permanezca hasta ahora casi a flor de piel. Una vez abandonado el
hogar, la hija se siente encantada al tener un empleo y disponer de dinero propio. Pero cuando se le
ofrece un ascenso, vacila. No tiene un gran empeño en hacer una brillante carrera, ya que en tal
caso serán muchos los que estimen que disponen de poco para ofrecérselo. Ella experimenta con el
sexo, pero desea todavía verse arrastrada: un tercio de su tiempo se halla no preparada
anticonceptivamente. Cuando está con sus amigas, es la persona valiente que siempre había
deseado ser. Cuando regresa al hogar, vuelve a ser la hija obediente que pretendía dejar atrás.
(Incluso habla de manera distinta). Al enfrentarse con gente nueva, dice lo que, a su juicio, ésta
quiere oír, no lo que ella siente. En las reuniones, no piensa: “¿Quién puede haber aquí que me
interese?”, sino que se pregunta: “¿Qué piensa toda esa gente de mí?” A la mañana siguiente de
una experiencia sexual satisfactoria, o tras una agradable cita con alguien, el placer de horas antes
se habrá convertido en ansiedad: “¿Volverá a llamarme?”

¿Cuál de estos patrones es el vuestro?


Llevamos adelante el valiente juego de la independencia y nos empeñamos en encendernos
nuestros cigarrillos. Interiormente, aún dudamos de la autenticidad de lo que proyectamos. La
madre tiene que haber hecho lo suyo también. Interiormente, teme que su hija no pueda valerse
sola. (Ella nunca se desenvolvió bien por sí misma). No vivimos con las declaraciones oficiales de
la madre en cuanto a confianza, sino con sus temores no articulados.

“Hoy son muchas más las jóvenes que viven independientes –asegura Sonya Friedman -,
pero el cordón umbilical continúa en su sitio. Es el teléfono.” Para experimentar algún alivio a
nuestra “culpa”, telefoneamos a la madre. La cura no es nunca total porque no es una “culpa” lo
que sentimos. Al fin y al cabo no hemos cometido ningún crimen. Lo que la hija simbióticamente
atada llama “culpa” es en realidad “temor”…, temor de que, con cada paso que dé hacia la
independencia, con cada paso que nos distancie de la madre, la perdamos.

“- ¿Qué es lo que suscita un mayor sentimiento de culpabilidad en usted? – pregunto a una


mujer.
- Mi madre.
- ¿Qué es lo peor que es usted capaz de imaginar?
- Una llamada telefónica por la noche comunicándome que ella ha muerto.”

Se presentó la oportunidad de entrevistarme con la madre de esta joven. Se expresó así:


“Sé que mi hija siente remordimiento por no haber venido a casa por Navidad. También yo lo
sentía a sus años. En consecuencia, este año fui a verla, para pasar la Navidad a su lado. Me gusta
estar con ella, como es lógico, pero tengo la impresión de que en su casa estorbo. Prefiero
quedarme en la mía, con mis amistades. Quiero a mi hija, y me hubiera dolido mucho tener que
marcharme antes de tiempo. Entonces, opté por quedarme hasta el fin de la festividad.” Aquí se
habla mucho de remordimientos, de amor, de sentimiento de culpabilidad. La confusión semántica
sólo es superada por la confusión emocional en que madre e hija se sitúan.

Enmascaramos nuestro apego a la madre con kilómetros interpuestos entre las dos, con la
evidencia de nuestro nuevo trabajo, con una vida sexual. Por ejemplo, antes de volver a la
universidad para hacer su doctorado en Filosofía, y trabajar como terapeuta, Leah Schaefer actuó,
con éxito, como cantante de jazz. Viajó por todo el país, ganándose muy bien la vida, y tuvo
relaciones sexuales con varios hombres… Era una vida aquélla que parecía distinta por completo de
la de su madre. ¿Quién podía afirmar que no era independiente?
A los veinticuatro años decidió someterse a una operación de cirugía plástica. “Vivía en
Hollywood –cuenta -. De no haber estado en el mundo del espectáculo, no creo que hubiese podido
hacer acopio del narcisismo y el valor necesarios para dar tal paso. Por parte de mi padre siempre
ha habido narices perfectas, como la que yo luzco ahora. Pero entonces tenía larga nariz romana,
igual que la de mi madre. Era de las ganchudas… Me aplicaron la anestesia local, de modo que
durante la operación pude oír cuanto se hablaba a mi alrededor. Percibí un crujido aterrorizador. El
doctor comentó: “El gancho ha desaparecido.” Experimenté una repentina y salvaje sensación de
haber perdido algo.

“Pensaba entonces que el no haber dicho a mi madre nada acerca de aquella intervención
se debía a mi deseo de evitarle preocupaciones. En realidad, había obrado así porque me disponía a
alterar un rasgo de mi cara que era como el suyo. Efectivamente, al desembarazarme de aquel
gancho de mi nariz sentí como una separación emocional auténtica… Era la primera vez que me
había “desenganchado” de ella.

“Gradualmente, empecé a creer en mi atractivo físico. Ya desde la adolescencia, los chicos


me gustaban con locura, pero mi nariz constituía el mayor castigo de mi existencia. Cuando
actuaba ante el público, formando parte de un trío, tenía la certeza de que la gente no comentaba lo
bien que cantábamos, sino que se preguntaba: “¿Quién será esa fea chica de la nariz ganchuda?” De
pronto, descubrí que tenía muchos amigos, docenas de amigos. Pensé que esto se lo debía a que mi
nariz había mejorado. Más tarde comprendí que, hasta el momento de someterme a aquella
operación, nunca había pensado en mí como una persona diferente, separada de mi madre. Ella era
una persona que negaba su sexualidad, que negaba que aquello fuera importante. En consecuencia,
yo también la negué. Solía pensar que había sido el acto físico de cambiar mi apariencia lo que me
había separado de mi madre. Mi separación real llegó con la emoción de empezar a verme como
persona sexual. No era mi aspecto exterior lo que atraía a los hombres, sino mi forma de pensar
acerca de mí misma.”

Nuestra sexualidad avanza en la dirección correcta. Antes de contraer matrimonio, por vez
primera en nuestras vidas, queda formado un lazo que puede ser más poderoso que el que nos unía a
nuestra madre. “Recurriendo a la sabiduría popular –manifiesta el doctor Robertiello – diré que los
hombres deben vivir toda clase de experiencias sexuales antes de casarse, como aconseja aquélla.
Esto mismo es aplicable a las mujeres. La experiencia sexual no tiene por qué ser desenfrenada. Si
eres católica o perteneces a la Iglesia baptista, por ejemplo, te moverás dentro de unos límites más
estrechos, más rigurosos que otras. Si llegas al límite de no permitirte absolutamente nada, al
menos métete en la iglesia y acomódate en un sitio en el que puedas estar frente a un hombre o
junto a él. Las mujeres debieran adquirir experiencia vis-à-vis con cierto número de hombres, para
que el sexo opuesto resulte menos atemorizador y remoto. Así aprenderá también la mujer a
saberse capaz de atraer e interesar a un hombre. Para alguna gente, esto puede representar tomarse
de las manos; para otra implicará una serie de orgías. Los años de soltería han de ser lo más
experimentales que sea posible.”

Es la época de ampliar y reforzar cualquier grado de separación que haya sido alcanzado
hasta el momento. De otro modo, daremos a nuestros nuevos lazos con los hombres una forma de
simbiosis regresiva, y la excitación sexual abrirá las puertas de la seguridad. Lo que tengamos con
un hombre no será poderoso, como una descarga eléctrica, sino, en el mejor de los casos, cálido y
amistoso; y en el peor de ellos, todo se reducirá a un trato de dependencia y mutuo control.
Las buenas experiencias originan nuestro deseo de disponer de más autonomía. Las malas
nos causan dolor, pero nos enseñan, nos dicen que podemos sobrevivir. Actuando por nuestra
cuenta, la vida no es tan atemorizadora. Con el comienzo de la confianza en la propia personalidad,
algunos de los venenos de la vida femenina pueden comenzar a disminuir. Nos sobreponemos al
temor de que, si alguien a quien amamos nos abandona, nos volveremos a encontrar a nadie que le
sustituya. Nos sentimos aliviadas en nuestra sociedad de amarrar amantes con grilletes de acero,
disminuyendo las posibilidades de que ellos protesten, alegando que les ahogamos (simbiosis), para
desaparecer a continuación. Aprendemos a reconocer en qué situaciones somos nuestro propio
enemigo.

Al experimentar con cierto número de hombres, al establecer diferentes relaciones


aprendemos a localizar lo que “siempre” está marchando mal. Los hombres nos causan dolor. Los
hombres nos abandonan. La mitad de la culpa, por lo menos, debe de ser nuestra: nosotras los
elegimos.

“Incluso si tenéis una compulsión psicológica para entendernos solamente con individuos
que dejan algo que desear –declara el doctor Robertiello –, es mejor pasar por eso diez veces antes
de negarse a tener tratos con hombres por temor a resultar perjudicadas. De esta manera, por lo
menos, percibiréis la sensación de que localizáis vuestro problema, de que miráis a vuestro
alrededor con el afán de solucionarlo.”

La intimidad favorece la separación. Por primera vez en nuestras vidas, nadie sabe lo que
estamos haciendo. A menos que lo digamos. “Mi esposo y yo decimos siempre a Katie, nuestra
hija, que hay algunas cosas que son íntimas –explica Leah Schaefer –. No las ocultamos ni las
negamos. Decimos, simplemente, que son de orden privado. Ahora ella ya comprende cuando
cerramos la puerta de nuestro dormitorio. En ocasiones, ella cierra también la puerta de su cuarto, y
dice: “Quiero disfrutar de un rato de intimidad”.

Cuando somos muy jóvenes no tenemos práctica en lo que a intimidad se refiere, y por ello
no es de extrañar que nos sintamos inquietas al disponer de ella. Si la cerrada puerta de nuestra
habitación no quería significar nada; si nuestra madre estaba siempre “ordenando” los cajones de
nuestra mesita de trabajo, y formulando a cada paso preguntas sobre nuestras amistades y nuestras
llamadas telefónicas, crecimos con la molesta sensación de que la intimidad constituye una idea
culpable. Sospechamos que ningún secreto nuestro está a salvo, que hay alguien que sabe a todas
horas lo que estamos pensando. Nos sentimos “culpables” cuando hacemos algo que no ha de
gustar a la madre; no podemos estar seguras de que ella no disponga de algún medio para
informarse. Como si todo fuese a consecuencia de una reacción, algunas mujeres se lanzan a
contárselo todo a sus madres, de mantenernos en estrecho contacto con ella, es una muestra de
gratitud: le estamos pagando todo lo que ella hizo años atrás, cuando éramos unas niñas. Y, con
todo, con la apariencia de nuestro comportamiento obediente y cariñoso, ¿no estaremos impidiendo
que aflore el temor de que nuestra madre se entere de todo? ¿No le estamos pidiendo que sea una
colaboradora y una condonante de nuestra sexualidad?

“¿Si mi madre me preguntó alguna vez si era todavía virgen? –dice una joven de veintidós
años –. Si. Y le contesté afirmativamente. Sin embargo, mentí. Cuando me preguntó si se lo diría
la primera vez que tuviera relación sexual con alguien, le respondí que no, que ésta era una cuestión
personal.”

Esta joven vive sólo a unas manzanas de distancia de su madre. Es tímida, modesta, y ha
tenido poco a ver con hombres. Pero su grado de separación, sus esfuerzos por establecerla son
superiores a los de cualquier otra mujer que esté viajando constantemente alrededor del mundo y
que tenga repetidas relaciones sexuales. “Mi madre y yo somos realmente grandes amigas, si bien
como mujeres nos consideramos muy distintas. Hablamos constantemente por teléfono. Incluso la
llamé desde Francia la primera vez que viví una experiencia sexual. Recientemente tuve mala
suerte y quedé embarazada. La llamé, explicándole que no tenía más remedio que abortar. Se
mostró muy atenta, pero no me proporcionó el apoyo que yo esperaba de ella. Esto fue para mí una
decepción. Yo lo que necesitaba era que me llamara tres veces al día, e incluso que tomara un
avión para que cuidara de mí.”

Esta mujer lo quiere todo: poder hablar con la madre de su vida sexual, ser su amiga y
compañera, verse cuidadosamente atendida por ella., lo que su madre hizo cuando ella era una
criatura. “La relación sexual es una cosa que nos incumbe exclusivamente a nosotras –dice la
doctora Schaefer – y su responsabilidad recae también en nosotras. Al hablar con nuestra madre de
nuestra vida sexual no respetamos su intimidad, ni tampoco la nuestra. Con tal proceder nos
abrimos a su influencia, de una forma u otra. Le estamos dando entonces motivos para formular
juicios y comentarios, para dar o negar su aprobación, en un terreno que ella no debe pisar, que le es
ajeno.”

Es una difícil cuestión, tanto para los padres como para las hijas. Dice el doctor
Robertiello: “Yo no me opongo a que mi hija tenga relaciones sexuales. Es una decisión que tiene
que tomar ella. Ahora bien, si se presenta en casa con un chico con la idea de pasar la noche juntos,
la cosa ya cambia. Está invadiendo mi terreno particular; me lleva a una situación de la cual no
quiero formar parte. A los padres liberales que no desean ver en sus casas a los amantes de sus
hijas se les llama con frecuencia hipócritas. No creo que lo sean. Si eso les fastidia, los padres
tienen derecho a decir: “No lo hagas delante de mí. Esto no es cosa mía.” Las chicas tienen
derecho a su sexualidad, pero aquéllos también se hallan en su derecho al no querer integrarse en la
situación planteada.”

Algunas madres quieren que la vida sexual de sus hijas sea una cosa estrictamente privada,
porque así ellas disfrutan también de libertad. “En ocasiones, mi hija me cuenta más cosas de las
que yo quisiera oír –dice la madre de una joven de veinticuatro años –. Me pone al corriente de los
detalles más delicados de sus idilios. Cuando contaba diecinueve años, me pidió que la acompañara
a comprarse un diafragma. Le contesté que no. Encontraba esto demasiado íntimo. Ella sabía que
yo no desaprobaba su acción, pero estimaba que su vida privada de mujer le pertenecía. La que no
está dispuesta a ir sola, sin su madre, a comprarse un diafragma es que todavía es demasiado joven
para adquirirlo.”

Una mujer de veinticinco años me confiesa que a ella no le importa que su amigo duerma
en su apartamento. Sin embargo, se pone nerviosa en el caso de que su madre la llame mientras él
esté allí. “Me invade un miedo misterioso a que ella pueda verle, como por el hilo del teléfono.
Pienso que mi madre sabe que mi amigo está desnudo, tendido en la cama, mientras las dos
hablamos. No me gusta que se entere de estas cosas. Supongo que es como si se empeñara en llevar
una doble vida.”

Esta joven ha dado la vuelta a una situación normal, censurándose a sí misma por mantener
a la madre aparte de su vida sexual. Y, con todo, si ella se encuentra simbióticamente tan atada que
siente incluso que la madre puede leer en su mente desde el otro extremo del hilo telefónico, no hay
que extrañarse de que la experiencia le acarree una buena dosis de ansiedad. El comentario de la
doctora Schaefer es que la joven procede correctamente. “En su momento, la simple repetición de
la experiencia la desembarazará de esta ansiedad.”
Como ocurre con todo en la vida, cuantas veces hagamos una cosa, más expertos seremos,
menos inhibiciones sentiremos. No se puede llegar hasta ahí sin una práctica adecuada. La idea es
sencilla, y, sin embargo, sin haber dispuesto de una amplia práctica en el afán de ser independientes,
las jóvenes de dieciocho y de veinte años desembocan inesperadamente en una nueva vida. Los
problemas de la separación, al no haber sido abordados a la edad apropiada, surgen de repente ante
nosotras, ahora con escalofriantes perfiles. No estamos preparadas habiéndonos visto gratificadas
durante toda nuestra vida por no haber confiado en nosotras mismas. La primera vez que asistimos
a una fiesta sin un hombre, nos presentamos atemorizadas, temblorosas. A la quinta vez, todo nos
resulta más fácil. La práctica lo es todo. Los chicos han disfrutado de ella. Nosotras, no.

El encuentro, la relación con varios hombres de carácter diverso en el curso de nuestros


años de soltería es algo que puede contribuir a que apreciemos nuestra capacidad para la vida,
viendo que es mayor de lo que os hubiéramos atrevido a pensar. Si nos aferramos a un hombre
demasiado pronto, éste podría mantenernos del mismo modo que siempre fuimos. La dependencia
simbiótica de la mayor parte de los matrimonios no permite el desarrollo de las mujeres. La
divorciada o la viuda se encuentran solas de nuevo a la edad de treinta o cincuenta años, tratando
con los hombres igual que si fuesen unas muchachitas de diez años. “¡Si él me deja, yo me muero!”

La mayor parte de nosotras nos casaremos. Nadie puede prometer que el matrimonio
durará mucho. Nuestro amor puede haberse orientado hacia otra gente. Nuestra seguridad se
encuentra en nosotras mismas. Si vivimos nuestros años de soltería sin pagar nuestras facturas,
perdiendo nuestras llaves, escribiendo a los padres para pedirles dinero con que pagar el alquiler del
apartamento, llenando nuestros días con poco más que la espera del hombre perfecto, basando
nuestro valor no en la realización personal sino en los hombres que no acabaron de aparecer…,
dejaremos establecida una ominosa memoria de nuestras personas. La madre estaba en lo cierto:
somos demasiado frágiles para poder sobrevivir por nuestra cuenta.

Lo irónico del caso es que nuestra voluble conducta, nuestro irresponsable


comportamiento, era esperado a medias. Dada nuestra formación, cualquiera podría decir incluso
que hemos triunfado. “Las mujeres son así”, dice la gente, medio encantada y medio exasperada…
Y en seguida proceden a extender un cheque para cubrir nuestra fianza, nos ofrecen sus hombros
con objeto de que nos podamos apoyar en ellos al llorar, con motivo de haber sido despedidas, por
llegar crónicamente tarde, cuando nos cueste recuperarnos de un desengaño amoroso… Así no son
las mujeres. Así es como nos han hecho.

Las cosas parecen estar cambiando. Parece ser que las mujeres solteras nos miran desde
todas las carteleras de espectáculos y los anuncios comerciales… Es el símbolo de nuestro tiempo.
A las heroínas pop de la televisión y de las películas, de las revistas, las vemos, en su existencia
independiente, atractivas y desenvueltas. “Si tú no puedes hacer lo que nosotras, querida –parecen
estar diciendo esas triunfantes criaturas – es que algo marcha mal en ti.” Esto es general. Los
modelos falsos, al estilo de la chica del Cosmopolitan, nos prometen una vida de soltera en toda su
gloria, por el precio de una revista. No hay más que extender el brazo, y el éxito, el amor, la
independencia y la libertad pueden ser tuyos.

Y, sin embargo, existe una mentira incorporada en la chica soltera como heroína. Se trata
de la escondida agenda, los hábitos de dependencia que nos han enseñado a considerar como
nuestro núcleo femenino central. Es una forma de clasificar nuestras vidas, algo que ha
profundizado mucho en nuestro sistema de valores. Se halla basado en nuestro primer modelo y
está respaldado por toda nuestra cultura. Suele decirse que la mujer soltera es una persona
“imperfecta”.

Helene Deutsch manifiesta que, “cuando ingresé en la Universidad, mi madre pensaba que
el hecho de que yo fuera a estudiar medicina era una especie de mancha en la familia. Ella quería
que me casara, que fuera como las otras chicas. ¿Se sintió orgullosa de mi éxito? Orgullosa no es la
palabra indicada, aunque mantuve a mis padres con el dinero ganado con la profesión que ellos no
desearon para mí. Cuando finalmente me casé, tuvimos dos testigos. Tras el matrimonio, lo
primero que hicieron fue establecer contacto con mi madre. Solamente entonces tuvo mi madre la
impresión de que le había dado algo sólido.

Helene Deutsch tiene noventa y tres años. Pero cuando me entrevisté con una mujer
sesenta años más joven, escuché de sus labios el mismo estribillo: “Mi madre se sentía muy
complacida por mi éxito en el trabajo. Después de todo, siempre había deseado que yo tuviera
estudios superiores. Sin embargo, en su grupo de amistades es la única madre que no ha casado aún
a su hija. Por fin, cuando fui ascendida en mi empleo, apareció una información sobre mi persona
en el diario de la localidad en que vivíamos, y ella tuvo ya algo para mostrar a sus amigas. Me
alegraba de que estuviese orgullosa de mí, pero me dolía un poco también que las opiniones de los
vecinos tuviesen tanta importancia. Sé que lo mejor con que puedo obsequiar a mi madre es con la
noticia de mi boda… si es que llego a casarme.”

Dice la doctora Deutsch: “Son muchas las madres, hoy, que desean que sus hijas sean
médicos o abogadas, pero, ante todo, quieren que se casen. ¿Por qué no? Una mujer se desenvuelve
mejor casada. Si la hija triunfa plenamente en su carrera, es posible que la madre no se disguste al
ver que no se casa. Las madres prefieren ver a sus hijas casadas, y sobre todo convertidas en
madres a su vez. No obstante si la joven alcanza nombradía en su labor profesional, el narcisismo
de la madre, el narcisismo normal, puede verse satisfecho.”

Aún en la actualidad, las recompensas que se deriven del trabajo llegan a las jóvenes con
dificultad, lentamente. Dice Jessie Bernard: “Los únicos que parecen desearlas realmente son los
hombres. Es difícil para los jóvenes encontrar un lugar en el mundo en que se igualen sus talentos.”
En la mayor parte de los empleos, las chicas empiezan por el puesto más humilde. Casándose,
entran en un nuevo estado en plan de triunfadoras. ¡Parece ésta una solución tan fácil!

En la actualidad son muchos los hombres que sostienen que las mujeres tienen misiones
que cumplir fuera del cuarto de los niños y la cocina. Pueden incluso sonreír pensando en el
chauvinismo de su padre, al declarar que prefería a las mujeres “femeninas” y “no agresivas”. Pero
cuando se ponen serios con una de sus hijas, éstas son las cualidades que buscan en ellas.

La socióloga Mirra Komarovsky señala en su libro Dilemas of Masculinity que el mismo


varón literal que afirma creer en el movimiento feminista se busca a menudo una esposa amante y
cuidadosa del hogar e inclinada a hacer de él su mundo, para que su marido lo encuentre todo
siempre a punto. No acierta a ver por qué razón, aparte de cumplir con su carrera, no ha de saber
regir también una casa de familia. Como dijo una estudiante en el informe de Mirra Komarovsky:
nadie se opone a que la madre de una niña en edad preescolar encuentre una colocación para
desarrollar una jornada normal de trabajo, “siempre y cuando, por supuesto, la casa siga marchando,
los hijos no sufran y el empleo de la esposa no se interfiera con la carrera del marido.”

Con todo, yo quisiera añadir aquí unas palabras en defensa de los hombres. Una de las
grandes quejas de nuestro tiempo es ésta: “Los hombres no nos dejan avanzar. Por eso las mujeres
nos quedamos rezagadas.” A veces, esto es cierto, pero con mucha frecuencia no son los hombres
ni la sociedad los que dificultan nuestro progreso. Las causantes de la situación somos nosotras
mismas. Si la meta para las mujeres es lograr una plena confianza en sí mismas, hemos de averiguar
por qué unas veces triunfamos y otras fracasamos, pero pensando exclusivamente en nosotras, sin
buscar la socorrida excusa de la malevolencia del varón.

“Yo, como le he indicado, deseo ser abogado –me dice una joven de veintiún años – pero
noto algo en mí que opera contra mi afán de independencia. Todo proviene de mis relaciones con
los hombres. Mi actual amigo afirma que cree en mí como abogado. Ahora bien, cuando me dice:
“No quiero que hagas esto o lo otro”, me oigo a mí misma respondiendo automáticamente: “De
acuerdo. No lo haré” Es como si estuviera hipnotizada. Y me asusto al pensar que esto me sucede
a mí.” Ella ha escuchado la voz de la simbiótica criatura que hablaba en su interior. No fue un
hombre quien la puso ahí.

Dice la profesora Jeanne McFarland, especialista en economía, del Smith College:


“Transmitimos a las jóvenes señales ambivalente. Les proporcionamos esa terrorífica formación de
ahora, para que puedan competir con los demás. Por otro lado, decimos: tú lo que necesitas
realmente es encontrar un marido. En consecuencia, muévete con tranquilidad por lo que a la
competición se refiere. A los hombres no les gustan las mujeres que se lanzan a competir. Los
hombres quieren mantener a sus mujeres en un pedestal, como diosas de la nutrición y la
socialización, y de todas las otras “buenas” cosas que ellos no han tenido tiempo de ser. Es una
indicación compuesta: compite, pero no lo hagas demasiado bien.” ¿Puede sorprendernos el hecho
de que, pese a todo cuanto se habla acerca de los avances de la mujer, nos sintamos en el fondo
atemorizadas? Con la autonomía tenemos más cosas que perder que ganar.

Habla una mujer de veintinueve años, una periodista de renombre, triunfadora en su


profesión: “Este último fin de semana lo he pasado en la cama, con mi amigo. Hacía casi un año
que no vivía una experiencia semejante. ¡Imagínese! Nada más cerrar con llave la puerta de nuestro
dormitorio, nos echamos uno en brazos del otros, haciendo el amor, charlando luego… En fin, fue
algo maravilloso. Se me desvaneció toda la tensión. Me olvidé por completo de mi trabajo. El
lunes, me reincorporé a la redacción del periódico, y el martes por la noche lo vi de nuevo. Ya en el
taxi, antes de reunirme con él, me sentí asaltada por esos sentimientos de hostilidad. Desde el
primer momento me mostré agresiva. “¡Vaya! –pensé -. Lo eché todo a rodar. Esto se ha acabado”.
Pero un par de horas más tarde nos reconciliábamos. Sin embargo, no creo que pueda seguir con él.
Trabajo mucho y mi labor profesional es lo que más me importa. Simplemente: no puedo soportar
esos fines de semana. Los necesito, pero me dejan acobardada. Necesito todo un día para
serenarme, y cuando lo vuelvo a ver, otra vez resurge mi hostilidad.”

Las mujeres como esta periodista, para quienes el trabajo tiene una gran importancia,
sienten a veces el temor de apasionarse por un hombre y perder con ello facultades o un incentivo
profesional. Habiendo saboreado los placeres de la autonomía, apartan al hombre a un lado, ante el
temor de que se produzca una relación de dependencia. La propensión real la forman, desde luego,
sus necesidades simbióticas sin resolver. La mujer teme que, una vez abierta la puerta de sus
antiguos y denegados sentimientos infantiles, éstos irrumpan por ella, y la dominen. La intensidad
del deseo de depender de alguien se observa claramente en la hostilidad que muestra ante el hombre
que de un modo inadvertido les tienta a volver a su anterior estado.

El reverso de la medalla lo encontramos en la exposición de una mujer de treinta y cuatro


años cuyos temores se originaron, no por la proximidad del hombre, sino porque el éxito era una
amenaza de separación. Como directora de una empresa de alta confección, se ve obligada a viajar
constantemente desde Nueva York a California. Intermitentemente, a lo largo de los últimos ocho
años, ha estado viviendo con un actor cuya profesión también le obliga a viajar.

“Nuestra relación marchaba perfectamente –me dice la mujer -. Hablamos de matrimonio,


pero como todo iba bien, los dos coincidimos en que todavía no era el momento. Yo le echaba de
menos cuando se ausentaba, pero a su regreso vivíamos unas horas maravillosas. El año pasado fui
nombrada vicepresidente de la compañía. Había llegado a la cumbre. De pronto, me sentí
impulsada a lanzarme a cada momento sobre el teléfono, para preguntarle a mi amigo, a gritos:
“¿Por qué no regresas? ¡Te necesito!” Le hablaba gimoteando: “¡Quiero que me abraces!” Me
pasaba todo el tiempo llorando, acusándole de haberme abandonado. Me sentía muy sola, cuando
hubiera debido considerarme en la gloria, en el mejor de los mundos.” A consecuencia de sus
demandas y reproches, el idilio acabó extinguiéndose. Una relación que, probablemente, no todas
las mujeres escogerían, pero que estaba hecha exactamente para aquellas dos personas, porque así la
necesitaban, se desplomó por efecto de la ansiedad que el éxito en el trabajo había suscitado en la
mujer.

Para la mayor parte de nosotras, el fin de los años de soltería se produce no demasiado
pronto. Son como un agitado viaje a París. Todo muy emocionante, pero, “¡qué bien se está en
casa!” El significado de “en casa”, por supuesto, es el matrimonio. Es el esquema que mejor
conocemos. Aún tratándose de un hogar deshecho o desquiciado, todavía nos domina el ensueño de
la vida familiar. “¿Cuáles son sus objetivos en la vida? –pregunta el Consejo Americano del Seguro
de Vida en su estudio anual -: ¿Una feliz vida de familia?, ¿Ganar mucho dinero?, ¿Hacer una
carrera brillante?, ¿Desea hallar la oportunidad de desarrollarse como individuo?” En 1975, el
ochenta por ciento de los consultados, hombres y mujeres mayores de dieciocho años, respondieron
que preferían vivir felizmente en familia. Esto no significa ni mucho menos que vivan así.

Tenemos a la vista un inolvidable modelo, que nos dice cómo debe ser una esposa, basado
no en la forma de ser de la madre con el padre, sino, más significativamente, en el modo de ser
nosotras con ella. Formamos la pareja –la madre y yo – que intentaremos reestablecer con otros.
Cuanto más la necesitemos, con más generosidad nos recompensará. De mayores, la dependencia
es todavía la norma que se nos ofrece. Equivale a mantener un martini delante del alcohólico. “Lo
que ocurre –dice el doctor Robertiello – es que la idea cultural de la dependencia de las mujeres
refuerza su adiestramiento peculiar en la infancia. He aquí la mayor de las trampas tendidas a la
mujer. Podría ser denominada la opción femenina.”

Y como muchas trampas, se encuentra endulzada con miel.


Por esta opción se nos dice que, siempre que lo desee, una mujer puede renunciar a sí
misma y encontrar un hombre que cuide de ella… En consecuencia, ¿por qué luchar para abrirse
paso por sí misma? Este supuesto privilegio se halla tan profundamente arraigado en nuestra psique
que no nos damos cuenta, con frecuencia, de que lo utilizamos como nuestra carta decisiva. “Los
hombres tienen el espíritu competitivo muy desarrollado. No creo que necesite trabajar con tanto
ahínco.” Desde luego, la sociedad aplaude a la mujer que piensa de esta manera, que se toma un
tiempo para decidirse en un sentido u otro. Es una competidora menos de que preocuparse, una
persona que se hará cargo de todas esas tareas domésticas que no se pagan con dinero, y que tanto
disgustan a los hombres. Nuestra renuncia, nuestra postura de hacer responsable al hombre de todo,
no puede ser el objetivo de una mujer sino de una criatura inmadura.

En Norteamérica, tres de cada cinco novias (se entiende en primeras nupcias), es decir, el
57,9 por ciento de ellas, cuentan veinte años o están por debajo de tal edad. Para muchas mujeres
jóvenes, el colmo de la felicidad consiste todavía en contraer matrimonio el mismo día en que se
gradúan en sus estudios. ¡Sólo dieciocho años y ya han alcanzado la seguridad para toda la vida!
Las salas de los tribunales rebosan de aspirantes al divorcio que descubrieron demasiado tarde el
falso hechizo de aquella promesa.

Dice la socióloga Cynthia Fuchs Epstein: “Muchas mujeres creen que se enfrentan sólo con
la alternativa de ser esposas y madres. No piensan que sea posible para ellas lograr el éxito en la
vida. Es algo que no figura en el abanico de sus esperanzas. Sólo al entrar en el mercado social y
lograr unos empleos decentes se dan cuenta de que pueden tener ciertas posibilidades de triunfar.”

A menudo, una mujer ha de vivir la experiencia de su matrimonio fracasado para


comprender que su seguridad de toda la vida por obra de un esposo puede ser un doloroso mito.
“Esta clase de mujeres –continúa diciendo la doctora Epstein – se orienta frecuentemente hacia las
carreras profesionales. No es que prescindan por entero y necesariamente, de los hombres. Su
irritación, ante sus ilusiones deshechas, les ha abierto los ojos. Han advertido que no pueden mirar
a los hombres como su única recompensa.”

Sin embargo, las mujeres orientadas hacia el trabajo se enfrentan con problemas
desconocidos por los hombres. Dice la doctora Epstein: “Una mujer dispone de escasos puntos de
apoyo para decir a un hombre: “No puedo verte esta noche. He de trabajar hasta muy tarde.” Las
mujeres no están habituadas a verse totalmente absorbidas por el trabajo. Esto no quiere decir que
no sean capaces de ello. Se trata, simplemente, de un recurso que todavía no hemos desarrollado.”

Enfrentadas con presiones como las indicadas, muchas mujeres que desarrollan actividades
profesionales deciden aplazar su matrimonio. En un estudio realizado por la profesora Elizabeth
Tidball, sobre mujeres destacadas, seleccionadas al azar en el Quién es Quién entre las mujeres
americanas, encontró que de 1.500, sólo la mitad de ellas se habían casado. Y las últimas habían
aplazado la boda unos siete años, por término medio, tras alcanzar sus títulos profesionales, con
objeto de concentrarse por completo en su carrera. Del estudio de Margaret Hennig, realizado sobre
veinticinco mujeres que desempeñaban cargos de alto nivel, se desprende que todas empezaron por
creer que frente al matrimonio y la actividad profesional había que decidirse por una cosa u otra. A
los veintitantos años, según palabras de la doctora Hennig, “almacenaron su feminidad para una
posterior consideración”. Al cumplir los treinta y cinco años, más o menos, volvieron a entrar en
contacto con su feminidad “aparcada”, y la mitad de ellas contrajeron matrimonio.

No sabemos qué clase de irritación se apoderaría de esas mujeres al verse obligadas a dejar
a un lado su vida sexual con objeto de poder seguir adelante en su trabajo. Yo hubiera reaccionado
de la misma forma.

Todas sabemos cuánta indignación debieron sentir las que tuvieron que inclinarse por tal
opción: mujeres sin hombres. Alguien o algo –los hombres, la sociedad, las estructuras del trabajo
en nuestra cultura – las disminuyó. Existen excepciones: mujeres que se las arreglan solas, que
viven felices, que han prescindido por completo de los hombres. Parte del respeto que suscitan es
debido a la certidumbre de que son escasas las mujeres que han resuelto el problema: el de vivir sin
contar con los hombres y sin rencor.

A la vasta mayoría que no lo ha resuelto habría que decirles que orientaran su enojo hacia
la anacrónica educación que relacionaba la feminidad con la dependencia… pero esto significaría
dar marcha atrás, dirigir aquél hacia la madre. La verdad es que se proyecta hacia delante, hacia el
príncipe que no ha hecho acto de presencia, y luego, en una especie de amargura generalizadas, es
volcado sobre todos los hombres.
Dice la doctora Cynthia Fuchs Epstein: “Las mujeres sufren verdaderos traumas en sus
situaciones laborales. Tienen que tomar toda una serie de decisiones basadas en diferentes sistemas
prioritarios –entre los que figuran el amor, la amistad, el matrimonio y los niños -, no todos ellos
coordinados.” Cuando una mujer se entrega de corazón a su carrera, teme que esto perjudique su
vida amorosa. Y si dedica mucho tiempo a ésta, temerá que sea a expensas de su actividad
profesional.

Yo misma siento tales presiones: hoy, al pasar frente a un espejo, vi en él a mi madre. En


mi cara había la expresión suya que menos me gustaba: la de ansiedad. Cuanto más duramente
trabajo, menos femenina me siento.

“Nancy: he escuchado tus preguntas, pero tú no has captado mi contestación.” Quien me


habla así es una psicoanalista. Le preguntaba por qué las mujeres se ríen de todas esas sensaciones
de valor que acompañan al triunfo. Su contestación se me escapa, como el agua entre los mimbres
de un cesto. Por la noche me veo obligada a telefonearla, con el fin de que me repita lo que dijo.
Planeo una cena, con el deseo de escuchar algunos elogios sobre mis posibilidades culinarias, pero
me empleo tan a fondo escribiendo que desisto de ello…, sintiéndome más deprimida, menos
femenina que nunca. Mi esposo y yo hemos tenido una terrible discusión, y me entierro
materialmente en los papeles de mi mesa de trabajo, privándome de su compañía. La represión se
disipa por un momento: voy a dejarlo antes de que él me deja a mí… He aquí un juego que empleé
con mi madre cuando yo contaba seis años.

Una locura.
No penséis que por el hecho de haber escrito esto yo acierto a comprenderlo. Ya lo he
olvidado. Freud se quedaba desconcertado al ver que el estado de sus pacientes no mejoraba
cuando le informaba acerca de sus conflictos inconscientes. Era como si hubiese encendido una
lámpara para que la observara el enfermo. “¡La veo!”, gritaría éste. Y cuando la lámpara se
apagaba, el paciente “olvidaba” una vez más. No dominaba en absoluto el terreno de lo consciente,
y quedaba encerrado en una oscura represión.

Hace tiempo que los psicoanalistas se acostumbraron a la necesidad de abrirse paso por
entre esos atisbos interiores, haciendo que los pacientes se impongan de la reprimidas conexiones y
otra vez, antes de hacer suya la liberadora, la emocional verdad. Práctica otra vez. Las mujeres nos
resistimos conocernos a nosotras mismas y a nuestras madres. Preferimos nuestra relación de
fantasía, y así es como no podemos hacer uso de lo que sabemos acerca de las dos.

Un psiquiatra con el que estuve hablando da a leer a su esposa el capítulo de este libro
dedicado al espíritu competitivo. El matrimonio tiene una hija de catorce años. La madre de la
chica comenta: “Si, esto es interesante, pero no puede aplicarse a mi caso.” Una hora más tarde
estalla en sollozos. “Dentro de una o dos semanas –me dice él – es posible que mi mujer desee
hablar de ello. ¿Acaso no concederás que ciertos temas que discutimos juntos no se te hicieron
evidentes hasta meses después, o quizá un año más tarde?”

La represión es un proceso inconsciente. No tiene nada que ver con el intelecto, con lo
despierto que se pueda ser. Podríamos conservar en la memoria cuanto nos ha sucedido, con todos
sus detalles, y hallarnos en posesión de un coeficiente de inteligencia de 160, y todavía nos
resistiríamos a “conocer” los hechos que han marcado nuestra relación con la madre, el papel que
han representado a lo largo de nuestra vida en nuestro contacto con las personas.
El temor de perder a la madre no supone la existencia previa de una relación
emocionalmente sustancial. A algunas mujeres les disgustan abiertamente sus madres; otras no
pueden recordar haber recibido de ellas un gesto de afecto, ni haber vivido en su compañía unos
momentos de calurosa intimidad. Para que se dé un lazo simbiótico no es necesario haber amado a
la madre, ni siquiera haberla tenido a nuestra disposición. A veces, efectivamente, la relación
madre-hija más férrea es la que arranca de un imaginativo deseo de realización.

Para las mujeres de este tipo, la relación madre-hija culturalmente idealizada es más
importante que la realidad. La falta de simbiosis en nuestra niñez, que percibimos tan agudamente,
provocó en nosotras, quizá, más desesperación que la conocida por aquellas mujeres que sufrieron
en este sentido menos privaciones. Es demasiado doloroso, demasiado humillante admitirlo.
Decimos con toda naturalidad: “Simplemente, no estaba muy unida a mi madre”, o manifestamos,
con un gesto de alivio: “Gracias a Dios, mi madre no intentó anularme como hizo con mi hermana”.
Otro método de defensa es el enojado acto de rechazo: “Cuando nació mi hija decidí que no sería
educada como me educaron a mí.” Fórmulas verbales en suma, que son como cosméticos
destinados a ocultar unas cicatrices.

“Mis padres son muy herméticos en todo lo relacionado con el sexo –dice una mujer
soltera de veintinueve años -. Yo no quiero que lo sexual sea siempre parte de alguna intimidad
intensa y emocional, de alguna relación en marcha. Me agrada estar en condiciones de ir al
intercambio sexual sin ataduras. Recientemente, me cité con un hombre que me gustaba mucho, y
me acosté con él la primera noche. Me disgustó que no me volviera a llamar. Poco después recibí
de él una nota, en la que no hacía la menor referencia a nuestro encuentro.” Al sugerirle que debía
de haber significado una humillante experiencia, ella protestó con vehemencia. “No, no. No fue
ninguna humillación. Sólo que no había querido salir con nadie más desde entonces.” Al final de la
entrevista, al disponerme a salir, ella me detiene un momento: “¡Demonios! Sí que me sentí
humillada.” El telón de la represión ha sido levantado por un momento. ¿Será capaz de
compaginar su actitud –de aceptación de la relación sexual sin ataduras –, con su interna reacción
desesperada cuando es el hombre quien la conduce a ella?

“Cuando una mujer se acuesta con un hombre y él, luego, no la llama –dice el doctor
Robertiello – se siente humillada. Se ve como usada, embaucada, estafada. Esto la lleva a recordar
el viejo sentimiento de traición y de pérdida de la primera persona que le hizo creer que si se
“entregaba” se hallaría siempre a su disposición, pendiente de sus necesidades.” En su mente
consciente, esta mujer ha tomado una decisión personal y racional sobre los hombres. A un nivel
de inconsciencia, reacciona ante ellos, todavía, como si fueran su madre.

Los hombres no se enfrentan con este conflicto. Cuanto más triunfador es un hombre
mayores condiciones se atribuye de conquistar las más bellas mujeres, de disfrutar de la vida sexual
y del amor. Los sexos difieren en que nosotras nos vemos involucradas con los hombres
simbióticamente, desplazando nuestra necesidad de la madre sobre el esposo o el amante. No es de
extrañar que tropecemos con más dificultades para distribuir nuestro tiempo –tanto para el amor,
tanto para el trabajo – que los hombres. En el amor simbiótico, la necesidad es tan grande que
absorbe todo el tiempo, no quedando ni un minuto para nada más.

“Siempre creí que podría amar y trabajar –explica la doctora Schaefer – y, por
consiguiente, acepté ambas cosas. Fue educada en esta creencia porque mis padre eran muy
amantes del trabajo. Me parecía muy natural esto de amar y trabajar. Los hombres solían decirme:
“Si te casas conmigo, te permitiré trabajar.” Y yo contestaba: “¿Qué tú me permitirás que trabaje?”
Yo no necesitaba para nada su permiso. Es su formación lo que hace a las mujeres pensar que
deberían excluir a los hombres de sus vidas en el caso de querer desarrollar una interesante labor.
Lo que nosotras creemos es aquello que hacemos que suceda.”

Aunque el trabajo que llevamos a cabo y la compensación que recibimos pueden revelar al
mundo que estamos en un plano de igualdad con los hombres, las mujeres nos enfrentamos a diario
con un riesgo especial desconocido para la mayoría de ellos. “Es injusto –me dice una mujer –. Yo
soy igual que él en todos los niveles. ¡Ah! Pero él tiene la gran habilidad de escabullirse. Si no se
siente a gusto, se marcha al bar a tomarse unas copas con los amigos. Lo más probable es que se
concentre en su trabajo, olvidándose de mí. Me siento como atontada hasta que me telefonea. Y
luego me indigno conmigo misma.”

Es como una enfermedad intermitente: desempeñamos una profesión en la medida en que


nos asegura el amor que dice profesarnos. La emoción que sentimos cuando el hombre cruza el
mural de la puerta nació con nuestro temor, de niñas, de ser abandonadas. Nunca lo superamos.
Careciendo de experiencia en estar solas, pensamos que no seremos capaces de sobrevivir. Los
hombres responden a nuestro temor. Este hace que se sientan más poderosos. Así queda
intensificada una antigua y triste lección: en nuestra debilidad radica nuestra fortaleza.

En términos del trabajo que forja la independencia, no existe razón alguna para pensar en
tareas con una orientación jactanciosa. La mujer que es capaz de manejar un cuadro de distribución
experimenta una sensación de maestría y competencia. Si podemos efectuar pequeños trabajos de
reparación en el apartamento –arreglar un desagüe atascado, componer un fusible – ya tenemos una
parcela más en la que hemos aprendido a dominar algunos pequeños detalles de la vida sin depender
del hombre. La mujer que se siente orgullosa de su puesto de secretaria irremplazable adquiere una
conciencia de su valor personal semejante al de la mujer que desempeña la vicepresidencia de una
compañía. El mundo podrá establecer categorías monetarias o sociales distintas, pero en lo tocante
a afirmar sentimientos de autonomía, ambas situaciones son igualmente deseables.

Aunque el valor de trabajar para ganarse el sustento diario no puede ser subestimado,
algunas mujeres han encontrado que la tarea que les produce mayores emociones se encuentra fuera
de sus actividades profesionales. Puede ser que dediquen los fines de semana a escribir o a pintar,
que se entreguen a actividades políticas o se presten servicio en la Cruz Roja. Esto no quiere decir,
sin embargo, que la autoestima del aficionado a cualquier cosa o del pintor dominguero quede
automáticamente reforzada. La iniciativa debe ser suficientemente importante como para que valga
la pena sacrificar el tiempo extra, la labor y las actividades sociales que se le dedican. De otro
modo, no resultará emocionalmente valiosa, no incrementará nuestros sentimientos de autonomía.
Sin un real compromiso, nos empeñamos solamente en un juego. Si es algo que da igual en el caso
de perder, una se beneficia poco al ganar.

Hoy se escuchan gritos de libertad. Ninguno más ruidoso y potente que el de la mujer
soltera, cuya libertad pide aunque se lanza en busca de alguien a quien someterse. “¿Por qué no
puedo encontrar un hombre que cuide de mí?”, es la queja más común, incluso entre las pacientes
de Leah Schaefer, mujeres que tienen un empleo, que ejercen una carrera. “Yo les digo –explica la
doctora Schaefer- que el mundo está lleno de hombres que se sienten más varoniles cuidando de una
mujer. Pero esto hay que pagarlo. Una mujer no puede esperar de un hombre que cuide de ella y
que, por añadidura, haga lo que se le diga. El precio que pagas de pequeña a cambio de que tu
madre cuide de ti consiste en ser como ella quiere que seas. El mismo precio ha de ser pagado al
hombre. Muchas mujeres aceptan ambas imposiciones. No hay nada malo, les digo, en que deseéis
ser cuidadas por otra persona, siempre que seáis conscientes del precio que tenéis que pagar por lo
que vais a conseguir.”
Las mujeres acusan a los hombre de sus dudas ante la fidelidad, de ser incapaces de amar,
etc. Puede que el hombre esté respondiendo a la inexpresada mitad del mensaje amoroso de la
mujer: “Cuida de mí.” Puede ser, verdaderamente, que el hombre la ame. Lo que le perturba no es
la fidelidad, la intimidad, sino echarse encima una pesada carga. Incluso si los hombres conocidos
en nuestros años de soltería pertenecen al grupo de los que han sido educados en la creencia de que
el mantenimiento de la mujer ha de ser siempre cosa del varón, puede existir todavía el
inconveniente de que sean excesivamente jóvenes, de que se hallen situados a un nivel muy bajo en
la escala económica para ser capaces de cumplir con dicho cometido. Es posible, también, que no
estén dispuestos aún a renunciar a su libertad. “El problema, en cuanto a la mujer –dice la doctora
Schaefer – es que esta idea (la del amor con el significado de que alguien cuide de ella) se encuentra
tan arraigada en su mente que no se da cuenta de que se la impone al hombre. Todo lo que piensa
es que éste es frío, repelente, incapaz de sentir nada, y que la rechaza. Estas dos ideas, la de que la
ame y la cuide, están tan entrelazadas que la mujer no acierta a separarlas… ¿No fue así el amor de
la madre?”

En 1968, Matina Horner elaboró su tesis doctoral sobre las “motivaciones de la mujer para
evitar el éxito.” Al comienzo de la década de los años setenta, sus ideas eran parcialmente
compartidas por todo el mundo. Lo que ella dijo hablaba universal e inmediatamente a las mujeres
en un aspecto que nunca habíamos sido capaces de poner en claro. No importa que otros sociólogos
arguyeran que sus hallazgos eran incompletos, que estaban basados en un estudio realizado sobre
solamente noventa mujeres, en una Universidad. “¡Desde luego! –exclamamos -. Eso explica mi
ansiedad, mis fallos, mis ambivalencias con relación a mi trabajo. Soy una mujer, como tantas
otras. ¡Siento el femenino temor al éxito!”. Nuestros temores se hallaban condicionados, no
biológica sino socialmente. Lo que fue aprendido podía ser ignorado. Por otro lado, el fallo
radicaba en la sociedad paternalista.

A veces me pregunto si las conclusiones de la doctora Horner no habrán hecho más mal
que bien las mujeres. Al disponer de antemano de esa enérgica frase –el temor al éxito – nos
enfrentamos con una profecía que se realiza por sí misma. Identificamos el fracaso como un viejo
amigo, la marca indudable de nuestra feminidad. Cometemos el mismo error al leer determinadas
ficciones feministas. Ansiosas de identificarnos con otras mujeres, nos reconocemos en las
heroínas, acosadas, hostigadas, con frecuencia con ribetes humorísticos, pese a una actitud
autosuplicante. Es bueno saber que no somos las únicas que nos sentimos presas de una irritación
incontrolable cuando nuestro esposo llega tarde a casa, o que perdemos nuestra identidad si no llega
nunca. No se sigue de ahí, sin embargo, que la identificación con los fallos de otras personas nos
permita estar mejor equipadas para vencer los nuestros.

Con todo, pienso que la doctora Horner estaba en lo cierto. Nosotros tememos el éxito;
pero la frase no tiene sentido si no va unida a su contexto. El temor al éxito solía tener su enfática
explicación en la retribución edípica: si dejas a un lado a mamá por papá, ella intentará vengarse.
Creo que esto es cierto para los dos sexos, pero las mujeres no temen la rivalidad y el enojo de la
madre tanto como su pérdida. Hay ahí una degradación del énfasis que discurre a lo largo de las
líneas de lo sexual. Nuestros problemas de separación no son paralelos a los de los hombres. Un
hombre no se ve obligado a separarse de otro para conseguir su independencia. Un chico puede ser
un rival de su padre y/o utilizarlo como modelo, pero en uno u otro caso continuará disfrutando del
amor y del apoyo de la madre. Una hija, no obstante, siente comúnmente que debe escoger un
campo distante del de la madre para reforzar la separación. Para muchas mujeres, la competición
con los hombres es mucho más fácil que la que se pueda establecer con una compañera.
“Al desarrollar estrategias para vencer, las mujeres demuestran poseer una más rápida
comprensión que los hombres –dice el Dr. George Peabody, especialista en cuestiones relativas al
comportamiento. Fue el creador del Powerplay Game, mediante el cual las compañías comerciales
pueden inculcar a sus empleados métodos de superación que les permitan triunfar en los negocios -
Pero una y otra vez vemos vacilar a las mujeres –hasta el punto de llegar a la insensatez –
resistiéndose a poner en juego lo que saben. No siendo unas criaturas necias, hay que preguntarse
el porqué de tal proceder. Ellas piensan que su superior planeamiento estratégico y político es
engañoso, sin saber la causa. Antes de entrar en la oficina dejan en el puerta sus conocimientos. En
el Powerplay tienden a desaprovechar los triunfos que tienen en las manos. Muchas temen batir a
sus compañeras. No quieren ser destructoras de relaciones.”

Conozco una agencia de viajes atendida por mujeres en la que se ha “eliminado” todo afán
competitivo gracias a la supresión de los títulos. “Cuando un cargo superior se halla vacante –dice
una de los miembros orgullosamente – no se produce aquí ningún revuelo. No se ven agitados los
sentimientos competitivos. Alguien acaba ocupando el puesto, y eso es todo.” Esta confesión hace
que se sienta profundamente deprimida.

¿Quién engaña a quién? A veces no existe una abierta relación de poder, pero esto no
quiere decir que no se dé en absoluto. Todo el mundo sabe quién es el que decide que la firma abra
una sucursal en Florida, que Mary Anne sea distinguida con una atractiva misión a realizar en París
mientras que Sally pasa a máquina los informes. Hay quienes desean ser directores, y quienes no.
A menos que las reglas de la competición sean establecidas, nadie se siente a gusto. Las
personalidades dominantes son las que mandan conforme a sus propias reglas, y habitualmente para
su comodidad, en tanto que paternalísticamente (¡) dicen a los subordinados que todos componen
una gran familia en la que todos tienen por meta el bien común. Pero ello no da lugar a que los que
ocupan la cúspide venzan por completo ya que su puesto en la jerarquía no es reconocido, y siendo
por consiguiente ilegal, la ansiedad hace presa de ellos.

La negación de las mujeres a su derecho a sentirse competitivas, refuerza los viejos clisés
de la pasividad. Se está ejerciendo un poder, pero todo el mundo pretende que no es así. Solamente
nosotros somos suficientemente desagradables, suficientemente competitivas, para sentirnos
irritadas. Es mejor callar, fingir la ausencia total de espíritu competitivo. Hacer otra cosa es
arriesgarse a ser catalogada como no femenina. Incluso ahora, cuando se dictan leyes para obligar a
las empresas comerciales a situar más mujeres en los cargos directivos, son pocas las que dan un
paso adelante y dicen, confiadas: “Yo soy una persona competitiva.” En la sala de juntas se decide
no designar a un miembro directivo femenino para un trabajo importante, a desempeñar en Chicago.
“Las mujeres no son suficientemente enérgicas para cortar ciertos males de raíz. Nos arreglaremos
mejor con Harry.”

Nosotras pensamos que nos veremos recompensadas por haber sido unas buenas chicas,
por no armar ningún alboroto. Y es otra persona quien consigue el ascenso.

En African Genesis, Robert Ardrey dice que el animal más desdichado y neurótico del
mundo es la mujer norteamericana: intenta llevar a cabo algo para lo cual no está naturalmente
capacitada. Estoy por completo en contra, comenzando por el hecho de que si bien somos animales
también somos algo más. La naturaleza puede no habernos preparado para tocar el piano o pilotar
aviones. Fueron éstas dos actividades que aprendimos por nosotras mismas. Si tomamos esta idea
de preparación y la sustituimos por la casi religiosa noción de Naturaleza que presenta Ardrey,
podría estar de acuerdo con él.
“¿Por qué no ha existido jamás una mujer que llegara a ser campeona del mundo de ajedrez
o de bridge? –inquiere el doctor Robertiello -. He aquí la forma en que es expuesta tal pregunta por
los chauvinistas varones: “¿Por qué no ha habido en la historia del mundo más mujeres artistas,
científicos, etc.?” La respuesta está en la función de la cultura en cuyo seno las mujeres se han
desarrollado. Después de todo, en los coeficientes de inteligencia comparados las mujeres ocupan
puestos más brillantes que los hombres.”

Trabajar para una misma, avanzar, adelantar, significa corrientemente batir a otra persona,
quebrantar un lazo. Dice el doctor Peabody: “Las mujeres han sido formadas para ser de uno o de
otro, y no para poseer un independiente sentido de identidad. Cuando se logra el Número Uno, lo
primero ya no es posible. Si tu hábito de toda la vida es pensar en tu identidad solamente en
términos de ser la esposa de alguien, o la secretaria o ayudante de cualquier jefe, serás tildada de
medrosa si no ocupas tal posición. Ello significa que careces de identidad. Pero tan pronto como
pueda decirse a las mujeres que no es engañoso, que no es malo que se lancen tras lo que les
apetezca, que pueden hacer una cosa u otra y seguir siendo tan femeninas como antes, insistiendo en
que esa afirmación de su personalidad no implica la disminución de otros seres, ellas se darán a sí
mismas permiso para utilizar sus grandes habilidades, y se comportarán admirablemente. Para
ellas, dar con gente que no se derrumba cuando dicen “no” es casi una conmoción.”

Hemos sido formadas no por iniciar algo, sino para responder; no para escoger, sino para
ser escogidas. “Mi tarea consiste en ayudar a las mujeres a vencer el temor a la clara autodefinición
y a la responsabilidad personal – continúa diciendo el doctor Peabody -. Esta es la única manera de
que la mujer pueda escalar los puestos superiores. En ocasiones, son necesarios de seis a ocho
meses de continuos esfuerzos dentro de una empresa para conseguir ese objetivo, aún tratándose de
las más preparadas. Pero, en fin, ya aprenderán.”

En la mayor parte de los casos, la recompensa por vernos como seres capaces y de valor
nos llega tarde, tras la elaboración de nuestros más profundos conocimientos. Es como intentar
convertirse en bailarina de ballet después de haber cumplido los veinte años. Nuestra psique ha
sido ya acondicionada para responder únicamente a ciertos tipos de elogio; resulta difícil ajustarse a
una nueva serie de estímulos, por atractivos que puedan ser.

“¡Es usted tremenda! –exclama el jefe -. “¡Vaya trabajo que ha hecho!”


Nos ruborizamos. El jefe no puede haber sido sincero. Lo nuestro ha sido cosa de chiripa.
No seremos nunca capaces de repetirlo.
He aquí la dualidad en que vivimos. Percibimos el elogio cuando se formula. Y no le
damos crédito. Vemos el reconocimiento de nuestras realizaciones como una especie de lisonja,
equivocada o insincera. Pero si no podemos encajar la alabanza y el reconocimiento durante la
enconada lucha para lograr un asidero y atisbar quiénes somos, ¿Por cuánto tiempo seguiremos
empeñadas en ella? Hemos sido formadas para ganar confianza no esforzándonos en nuestro
provecho sino satisfaciendo las necesidades de los demás. “Las mujeres –dice Jessie Bernard – son
quienes mantienen la cohesión familiar. Todos los estudios demuestran que son las mediadoras en
las relaciones familiares.” A la hora del compromiso nos desenvolvemos bien. Los hombres toman
las posiciones extremas, que, acertadas o equivocadas, definen la identidad. Hacen saber a la gente
“cuál es su postura”. “Una dama –rezaba el viejo proverbio a que se recurría antes – logra que su
nombre aparezca en los periódicos sólo dos reces en la vida: cuando contrae matrimonio y al
morir.”

Una mujer que ha logrado abrirse camino me dice: “Trabajo mucho. Hago mi trabajo muy
bien, pero cuando la gente me alaba pienso: “Bueno, estas personas se empeñan en ser amables
conmigo.” ¿Por qué no he de sonreír, contestando: “Muchísimas gracias”, y hasta invitar a esos
amigos a tomar unas copas, obrando como hacen los hombres para acabar de remachar el buen
momento? Pues no… Procuro escabullirme después de oír el cumplido, como si hubiese hecho
algo vergonzoso.” Esta joven se ha separado espontáneamente de las otras mujeres. No sólo se
encuentra ligeramente avergonzada por el rubor competitivo al oírse elogiada, sino también
asustada. Nos notamos abrumadas a consecuencia del temor de “hacernos” demasiado importantes.
Estamos perdiendo nuestro derecho a la opción femenina: haciéndonos tan autosuficientes no habrá
ningún hombre que quiera cuidar de nosotras.

No creo que la consecución de un propósito sea un bien absoluto, ni que quien no


experimenta sea necesariamente infantil. Podría decir incluso lo opuesto. Pero una cosa es decir
que no se desea el poder, decidir conscientemente que no vale la pena emprender la dura carrera, y
otra muy distinta que no se quiera sentir “como un hombre”, esto es, volverse insensible y
hambrienta de dominación. Todo esto es razonable, admirable incluso. Más otra cosa es suponer
que no te esfuerzas por conseguir el éxito, debido a que no quieres verte masculinizada, cuando la
razón real es que estás sucumbiendo ante tus temores de pequeña, pensando en el triunfo y la
autonomía como elementos determinantes de la separación. La elección no puede ser hecha a
menos que se consciente.

La idea de la elección se ve acosada por dificultades filosóficas, pero en nuestras vidas,


habitualmente, es posible distinguir entre el acto de decidir que no queremos algo y de chillar,
simplemente: “¡Están verdes!” Una mujer que acaba de salir de una aventura amorosa de carácter
devastador, manifiesta: “¡Al diablo los hombres! Ahora voy a concentrarme en mi carrera.” Para el
espectador ajeno, esa mujer parece resuelta y dueña de sí misma; pero a menos que dé con alguien
que le proporcione la atención e intimidad que todos necesitamos, simplemente incurrirá en
contradicción al decir: “Yo sé cuidar de mí misma. No necesito la ayuda de ningún hombre.”

Otra mujer “escoge” prescindir de los hombres porque “no me prestan el apoyo que
preciso, ni emocional ni económico”. Oyendo hablar a una mujer, raro es que lleguemos a aceptar
sus declaraciones como demostración del reforzamiento de su carácter. Resulta importante
preguntar: ¿es su elección propia de una persona adulta? ¿nos hallamos ante las demandas de una
criatura desconcertada.?

Dice Helen Kaplan, psicoanalista y terapeuta sexual: “Estamos en un período de


transición. Las mujeres queremos triunfar por nosotras mismas, pero todavía buscamos el super-
papá, quien alcanzará un éxito todavía mayor que el nuestro. En términos numéricos, la mujer
orientada hacia la carrera profesional se enfrenta con más hombres disponibles. Probablemente es
más activa desde el punto de vista sexual que la persona con orientación hogareña. Pero el gran
número de mujeres orientadas hacia el trabajo están decepcionadas por la idea de que la mayor parte
de los hombres que conocen son triunfadores en un grado inferior a ellas. Para mujeres así, un
hombre que tiene menos poder que ellas puede no ser atractivo.”

Las mujeres ganan con el matrimonio; los hombres pierden. Dice la socióloga Cynthia
Fuchs Epstein: “Mucho se habla acerca de la revolución de las mujeres, pero no hay cifras que
revelen que esto esté cambiando.” Y, sin embargo, si las mujeres pudiéramos superar nuestra
asimilada necesidad de unirnos a alguien más poderoso que nosotras –y aceptar la más democrática
idea de una relación entre iguales – nuevos grupos de hombres quedarían a nuestra disposición.
“Ni siquiera acepto salir a cenar con un hombre que gana menos dinero que yo”, dice una mujer
divorciada, directora de una compañía de publicidad. Y cena, noche tras noche, sola.
No es nuestro triunfo en la vida, sino cierto residuo, las necesidades simbióticas de la
infancia, lo que empuja a muchos hombres al alejamiento. Ocultas bajo un frío y sofisticado
disfraz, esas necesidades emergen en los años adultos. Jackie Onassis fue desde el Presidente
Kennedy hasta Aristóteles Onassis. ¿Cuántos hombres puede haber para ella de continuar
moviéndose en esa trayectoria? La gente especula acertadamente: no volverá a contraer
matrimonio.

Dice la doctora Kaplan: “Creo que muchos hombres se sienten felices al aceptar a mujeres
de superior ejecutoria. Nosotras no somos capaces todavía de proceder de igual modo. Seguimos
pensando que hemos de buscar hombres superiores a nosotras. Las mujeres han de aprender que su
amor propio no puede depender de los varones “superiores”. Hemos de dejar de sentir la necesidad
de un papá.”

Un hombre muy aferrado al dinero destruye nuestra ilusión en encontrar el poderoso y


super-provisor padre que puede darnos todo lo que, según nuestra creencia, no podemos conseguir
por nosotras mismas. “Cuando una mujer se casa –manifiesta Sonya Friedman -, y descubre que su
marido es tacaño, o ve que le da un ataque o poco menos cada vez que ella se compra un vestido, el
golpe que sufre es tremendo. No hay cosa que ofenda más a la mujer que la tacañería. Las mujeres
son capaces de tolerar la impotencia, el sadismo, y la infidelidad. La avaricia elimina por completo
al marido de la vida de la esposa.”

Simbólicamente, nada se dice aquí respecto que una es grande y poderosa según la fortuna
de que disponga. Lo último que desearía es definir en estas páginas el dinero como el tipo de valor
en virtud del cual los hombres han pensado que vale la pena matarse trabajando, pero es vital que
las mujeres entiendan sus posibilidades de opción con respecto a aquél, que vean cuán a menudo las
inconscientes ansiedades de la separación juegan en nuestras actitudes ante el vil metal.

Desde la niñez aprendemos a manipular el dinero, no a ganarlo. La mitad de las


discusiones sostenidas por el padre y la madre se encuentran relacionadas con el dinero. Percibimos
la idea de ella: si el marido la amara más, las cantidades que le asignaría serían mayores. El dinero
es la prueba de que él quiere cuidar de ella. (Es un axioma del psicoanálisis que cuando una
criatura hurta dinero del bolso de su madre está robando amor.) Si la madre se ve obligada a ganar
dinero, esto significa que no depende tanto del padre, y que es menos amadas por éste. Lo que
debemos hacer es dar un vuelco a la situación. En vez de ganar dinero nosotras, lo cual nos
presenta como seres separados, no amados, e independientes, hacemos que el esposo nos fije una
asignación, como hizo la madre en su día. Esta utiliza el dinero no para amenazar la simbiótica
conexión, sino para establecerla más firmemente.

El hombre cree que el establecimiento de un sistema de recompensas (el hecho de dar a la


esposa algún dinero extra para que se compre un nuevo vestido) es idea suya; la mujer es cómplice
de esta maniobra desde el principio. Ya de mayores, en posesión de un “papá generoso”, todavía
nos gusta recibir alguna cantidad de dinero adicional por haber sido “buena chica”. De esta forma,
el dinero queda implicado en el proceso de la proximidad, no en el de la separación. “Sin embargo
–dice la profesora Jeanne McFarland – aunque la esposa se siente orgullosa de ser capaz de sacarle
dinero con lisonjas, no pierde de vista que el poder real que da el dinero radica en el marido.
Cuando el hombre la amenaza con dejarla, la mujer, en vez de pensar rápidamente en la forma de
mantenerse a sí misma, siente la antigua, la familiar paralización de su ser. Después de convertirse
en esposa, ya no dispones realmente de opciones económicas, puesto que te has fabricado el modelo
que te hacer depender de una persona.”
Cuando el Consejo Americano del Seguro de Vida, en su cuestionario anual pregunta:
“¿Qué significa la masculinidad para ti?” un ochenta por ciento de la población, como mínimo,
responde: “Una buena fuente provisora.” (La sexualidad queda tan abajo en la lista de
contestaciones que no merece ser mencionada). Para la mujer soltera que trabaja, intentando
encontrar su elusiva identidad, esto significa una cosa: al convertirse en una provisora demasiado
buena se torna no femenina. Está privando a un hombre de representar su papel en la vida,
anulando el suyo, si es que tiene alguno. En la AT & T, las mujeres pueden conseguir una
instrucción superior dentro de la compañía, en tanto ascienden por la escala corporativa. “Por si el
abismo que hay entre lo que ella hace y el salario del marido no fuese demasiado grande ya –
manifiesta Amy Hanan, el jefe de personal -, la mujer se aprovecha del ofrecimiento. Pero cuando
esa distancia se hace exageradamente grande, a menudo se pone en peligro el matrimonio. Se trata
de algo más que de una amenaza.”

Tradicionalmente, cuando las mujeres disponen de dinero propio, quien cuida de él es un


banco, el esposo o el padre. Esta ignorancia socialmente sancionada de desvalimiento. Dice Jeanne
McFarland: “Las mujeres se comportan estúpidamente con respecto al dinero. Están dispuestas a
encajar la necia caricatura clásica a fin de contar con el papel socialmente aceptado de la feminidad.
Sin embargo, no sé ahora de ninguna mujer que realmente se desenvuelva conforme a este clisé.”

Las mujeres suponían el 33 por ciento de la población activa de los EE.UU. en 1960;
ahora, ese tanto por ciento ha subido al 40’7, algo que no se esperaba alcanzar hasta el año 1985. El
economista Eli Ginzburg considera esta irrupción de las mujeres en el campo laboral “el fenómeno
más sobresaliente de nuestro siglo”. Y, no obstante, a la mayor parte de las mujeres les gusta dar la
impresión de que “el hombre de la casa” administra el dinero, en tanto que ellas no sólo contribuyen
sino que además formulan la mayoría de las decisiones de tipo consumista.

Todo eso conduce a formidables discusiones a causa del doble mensaje emitido por las
mujeres: “Pobre de mí, no sé nada sobre cuestiones de dinero; cuida de mí.” Al mismo tiempo
decimos: “El dinero es muy importante. Yo no puedo ganarlo, de manera que habrás de procurarte
el necesario para los dos, y si yo consigo algo por mis propios medios, la verdad es que voy a
tomar grandes decisiones a ese respecto.” (¿Y para qué comentar el tercer mensaje?: “A pesar de
todo lo que acabo de decir, quiero tener la impresión de que eres tú quien toma aquí las
decisiones.”)

“La cuestión del papel que representa el dinero para una mujer; y lo que éste deja de ser
para ella, es algo que constituye un auténtico rompecabezas –dice Emily Jane Goddman, abogada y
coautora de Money, Women and Power -. En el caso de no tener un hombre a quien entregárselo, se
encuentra en un dilema. Una forma breve de expresarlo es: “¿Qué mujer se echa a la calle para
comprarse, sin más, un ‘Porsche’?” Todo se reduce a una cosa sexual. Para los hombres, el éxito
económico es una experiencia intensamente sexual. Para las mujeres, no. Si ganamos dinero, no
sabemos disfrutar de él al estilo del hombre. Nosotras no acumulamos hombres, ni tampoco
riquezas. No vemos estas cosas como intercambiables. Los hombres no se sienten sexualmente
atraídos por nosotras por nuestra riqueza y nuestro poder. Así como el dinero es verdaderamente un
afrodisíaco cuando es obtenido por los hombres, resulta un elemento bloqueador cuando es ganado
por las mujeres.”

Incluso si podemos avenirnos con el papel inherente en la idea de ganar más que nuestro
esposo, hemos de vivir oyendo los comentarios desaprobatorios de los demás: “No me gustaba que
la gente me mirara de reojo por el simple hecho de que ganara más dinero que Jack – dice una
mujer divorciada, perteneciente al personal directivo de una empresa -. Me esforcé para que
aquello no me turbara. Finalmente fue demasiado para mi marido. Sé que el dinero, mi dinero, fue
la causa de que nos separáramos.”

Una manera de resolver nuestra infantil necesidad de tener a nuestro lado un hombre más
poderoso que nosotras es la de “preferir” ganar menos dinero. En muy raras ocasiones he oído decir
a una mujer que deseaba ganar un millón. Son incontables, en cambio, las que me han confesado:
“Quiero casarme con un millonario.” Al decidir deliberadamente confiar la cuestión de ganar
dinero a otra persona, por medio del matrimonio, para así disponer de alguien fuerte en que
apoyarnos, no hemos robustecido a la mujer adulta que hay en nosotras, sino que hemos reforzado a
la niña que también somos.

Un cheque a fin de mes, a cambio de nuestra actividad profesional, es prueba irrefutable de


que podemos valernos por nosotras mismas. Esto es tan innegable y tan simple como que la lluvia
nos deja a todos mojados. Una vez hemos quedado buena altura en un trabajo, tan pronto como
podemos apreciar prácticamente el valor del dinero, se desvanece en gran parte el temor que inspira.
Ya sabemos lo que cuesta de ganar; aprendemos a gastarlo, a ahorrarlo; nos damos cuenta de todo
lo que podemos lograr con él. Ya no es un enigma que sólo los hombres pueden comprender. El
dinero, en tu bolsillo, te proporciona firmeza, confianza en el terreno que pisas. Hasta tener una
alternativa económica en el matrimonio, no se nos ofrece ninguna, en absoluto. Intentaremos
asignarle una función para la que no está hecho. El amor no sobrevive fácilmente a una relación de
poder en la cual uno de los participantes puede, económicamente, someter a un chantaje al otro.

Cuando éramos pequeñas, y nuestra madre tenía un empleo o ejercía una profesión,
podíamos abrigar algún resentimiento por no haberse encontrado en casa a nuestro regreso del
colegio. De la misma forma, si no subvertía su sexualidad, poniéndola al servicio de su condición
de madre, recelábamos porque nos parecía que no era tan afectuosa y hogareña como las otras
madres. De adultas, quizá reconoceremos que nos proporcionó algo mejor: la imagen de la
sexualidad, de la independencia, de la mujer que gana dinero, que lo gasta, que goza habiéndose
liberado de la ansiedad producida por el hecho de no saber si será capaz de mantenerse a sí misma
en el caso de que algo ocurra. “Las chicas que están más impuestas de que la autonomía presupone
la independencia económica –dice Jeanne McFarland – son las hijas de las mujeres que ejercen
carreras profesionales.”

A veces, aún cuando aspiramos a una carrera y a la sexualidad, continuamos irritadas por
no haber sido nuestra madre como, de niñas, nos habría gustado que fuera. La irritación es una
forma de mantener algún tipo de atadura. En tanto sigamos obsesionadas por el resentimiento
motivado por lo que ella nos hizo, no tendremos que pensar en lo que debemos hacer. “A las niñas
–dice Jessie Bernard – siempre se les ha deparado la opción de llamar a la madre cuando estaban
necesitadas de ayuda y apoyo, hasta los cincuenta años. La madre ha de tener derecho a decir:
“Perfectamente. Yo ya he hecho lo mío. Mi misión ha terminado”.

“Este dinero que en circunstancias ordinarias hubiera dado a mi hija, lo he gastado en un


viaje a París –me cuenta una mujer -. El día en que puse los pies en el avión, me dije: “¡Esta es mi
declaración de independencia!”

CAPÍTULO 11
MATRIMONIO: VUELTA A LA
SIMBIOSIS.
Bill y yo decidimos unirnos en matrimonio en el curso de la primera hora que pasamos
juntos. Jamás me había tocado. Le conocía desde hacía dos años y durante todo este tiempo no
había esperado ciertamente que hiciese tal cosa. Yo siempre había estado en compañía de otro
hombre; él tampoco se hallaba solo. Una mañana le telefoneé para decirle: “Hoy celebro mi
cumpleaños.” “En cuanto le haya sacado brillo a mis zapatos, me echaré a la calle para llevarte a
comer donde quieras”, respondió él con la misma naturalidad que si hubiésemos hecho esto durante
años enteros. Fuimos al Drake y nos sentamos en la oscuridad al fondo del bar. “Cuando tú y yo
empecemos –me dijo tras nuestro primer martini – lo nuestro no va a ser lo de otras muchas veces.”

Nada en mí se opuso a tal declaración. “Tú termina con eso que tienes con Tom –prosiguió
diciendo – y yo daré fin a lo mío. Esperaré.” No llegamos a comer. Al dejar el bar, nos detuvimos
en la esquina que forma la Quinta Avenida con la Calle 55, mirándonos mutuamente. Habíamos
decidido pasar el resto de nuestras vidas juntos y no nos habíamos besado jamás.

Mi llamada telefónica a Bill había revelado que yo era una persona muy avanzada en el
proceso de la separación. Fue lo que le llevó a actuar rápidamente desde el mismo principio. “Me
encanta que yo no sea tu vida”, dijo. Acerca de los hombres, el único consejo que mi madre me dio
fue: “Cásate con un hombre que te ame a ti más que tú a él.” No me lo transmitió como una
fórmula. No acierto a recordar el contexto en que me lo dijo. Pensé que acabaría por desechar la
idea, como me había desentendido de otros de sus bien intencionados aunque en su mayoría
irrelevantes consejos. Pero la forma misteriosa en que aquellas palabras me quedaron grabadas
permiten apreciar el profundo efecto que causaron en mí. No estaba aún dispuesta para el
matrimonio; mi vida de soltera se encontraba en su cumbre. Pero nunca dudé de que aquél era el
hombre que me había sido destinado.

¿Por qué él me amaba más que yo a él? Había habido otros hombres que me amaron por
distintas razones. Cuando me pidieron que me casara con ellos, cuando me hablaron de su amor, no
contesté… No podía sintonizar las emociones a que se referían. Bill vio la parte de mí que deseaba
llegar a ser.

Tampoco Bill estaba preparado, dispuesto para casarse. Había escrito varios libros sobre el
placer de la soltería. Me gustó que viera en mí algo que le hiciera cambiar de opinión; conforme fui
queriéndole más, me transformé progresivamente en la persona que él admiraba. Y, sin embargo,
yo había tenido siempre la impresión de haberle defraudado. Había tropezado conmigo un buen
día. La mujer que le llamaba, la mujer que dejaba a los hombres fácilmente y volaba alrededor del
mundo por su cuenta, conservó su independencia hasta el momento de enamorarse. Me sentí segura
solamente cuando empezó a amarme más que yo a él. Su forma de amarme me ata a Bill. “No me
dejes nunca”, le susurro al oído por la noche. Esto le desconcierta. Ve en mi una mujer
suficientemente decidida como para escribir libros como éste. Lo soy, en efecto, pero también soy
una persona atemorizada.

Siempre me ha complacido mucho que mi madre se sintiera tan atraída por Bill como
aprecié en seguida. Responde a él físicamente. Cuando pisa en su compañía una pista de baile, ella
quisiera que la noche nunca llegara a su fin. Nunca le critica, como suele hacer con el esposo de mi
hermana. La primera vez que llevé a Bill a casa, mi madre daba un cóctel. Un banquero de la
localidad ofreció a Bill un trabajo. “Nos marchamos a Europa”, anunció Bill. Mi madre nos miró a
los dos alternativamente. “¿En el mismo barco?”, preguntó. Rápidamente se sobrepuso a aquel
primer amago de ansiedad. “¡Oh, qué romántico!”, exclamó. Por el hecho de estar acompañada por
un hombre que respetaba, ella actuaba como una mujer y no como una madre.

Antes de zarpar el buque, mi madre y mi padrastro se presentaron en Nueva York. Bill


estaba tomando parte de un simposio literario. De pronto, fue abandonada la conversación, cortés y
anodina, para ser sustituida por una acalorada discusión sobre el tema del acto carnal en la
literatura. Durante una pausa, Bill miró, turbado, a mi madre. “¿Nos vamos?” Ella se sentía
abrumada. “¡Oh, no! Sigamos aquí”, repuso.

Después, nos trasladamos a un bar del Village. “Una vez –contó mi madre – cuando tenía
veintiocho años, conocí a un hombre en una estación de ferrocarril. Era capitán del ejército. Se
había formado una cola delante de la cabina telefónica y él me cedió su sitio. Aquella noche cené
con él. Cuando al día siguiente llegué a casa de mis padres, había allí un ramo de rosas del capitán.
Quería verme de nuevo, pero no pude…” Su voz se apagó. Sonrió, ruborizada. Mi padrastro, que
había abandonado la mesa, para sentarse ante la barra del bar, a poca distancia, no apartaba los ojos
de mi madre. Nunca le había contado aquel episodio. “¿Por qué no volviste a verle?”, le pregunté,
fascinada por algo que no había percibido en ella antes. “Porque mi padre no quiso…” Entonces,
Bill intervino para decir a mi madre: “Verás lo que se me ha ocurrido, Jane. Vamos a hacer algo
que te compense de la perdida aventura. Ahí fuera hay un taxi. ¿Qué os parece si nos trasladamos
los cuatro al aeropuerto Kennedy y tomamos un avión para allí.” Cuando dejamos a mi madre y a
Scotty frente a su hotel aquella noche, ella decía todavía, suplicante: “¡Oh, Scotty! Olvídate de tus
citas de negocios para mañana. ¡Vamonos de aquí!”

A partir del momento en que me vio en compañía de Bill, nuestra relación experimentó un
cambio. Fue un hecho que abrió en ella algo que no se había atrevido a exponer antes. ¿Me había
convertido yo en la madre, dándole permiso para que cediera por una vez en lo referente a una
anticuada faceta de su carácter? ¿Era aquello una cuestión competitiva? ¿Acababa de instalarse
acaso en mi piel? Probablemente un poco de cada una de esas razones. Sin embargo, creo que todo
se reducía principalmente a la alegría que le producía el hecho que yo hubiera dejado atrás una
barrera, dejándole el camino libre al proceder así. Me sentía a gusto viéndome, en unión de Bill,
avanzar en cabeza, porque creía más en nosotros que en los demás. “Cásate con un hombre del cual
tu madre esté medio enamorada”, es el consejo que doy a mis amigas solteras.

Cuando, cuatro meses más tarde, le cablegrafiamos desde Roma notificándole nuestro
propósito de casarnos, dejó a un lado su temor a los aviones y partió hacia Europa por primera vez.
Nosotros habíamos planeado una bella ceremonia con motivo del enlace, a celebrar en
Michelangelo Campidoglio, el ayuntamiento de Roma. Después se celebraría el banquete de bodas
en el Casino Valadier, en otro tiempo villa perteneciente al hijo de Napoleón, desde la cual se
dominaban las fuentes de la Piazza di Popolo. Mientras cuidaba de los detalles referentes al menú,
a las flores, a la ceremonia, a las reuniones a que asistiríamos por aquellos días, me dije que había
tenido en cuenta los gustos de mi madre, tanto como los de Bill y los míos propios. Se trataba de
nuestra boda, pero por primera vez en mi vida, al formular un juicio, obré al estilo de ella. La noche
antes de nuestra boda, pedí a Bill que se fuera, no sólo de la habitación que habíamos estado
ocupando, sino incluso del hotel. Mientras mi madre salía rápidamente al encuentro de su
aventurera hija, yo me disponía a volver a ella.

Camino del altar, estuve discutiendo con Bill en todo momento.


Nuestras discusiones prosiguieron hasta el instante de prestar juramento ante el hombre que
lucía la faja roja, blanca y verde de la ley civil italiana, prometiendo que pasaría el resto de mi
existencia en la “stanza” (habitación) de Bill. Por mucho que deseara casarme con él, no quería que
todo lo demás se esfumara: los hombres, los viajes, las posibilidades de cambio… ¿Esperaba a
medias, quizá, que Bill acabara con todo ello? No lo sabré nunca. En el momento de casarme, me
encontré casada por tres veces. De la noche a la mañana me convertí en esposa. Escribí a casa,
solicitando el envío de recetas de cocina. Compré una serie de vistosos vestidos. Desterré de mi
mente los más remotos pensamientos de infidelidad y me prometí no fijarme en ningún otro
hombre. Di todo mi dinero a Bill. No, ni siquiera mi nombre había de figurar en los cheques.
Cuando yo necesitara dinero, se lo pediría a mi marido.

Me agradaba el aspecto que ofrecía mi madre con su esposo, y yo con el mío,


considerándonos dos parejas felices. Cuando se presentaban en Nueva York, nos íbamos todos a
algún sitio, a bailar. Estando en Italia, abandonábamos nuestro trabajo y los llevábamos a Florencia
o a Positano. Yo era meticulosa en todo, y siempre llamaba a tiempo por teléfono a los hoteles para
asegurarme de que mi madre disfrutaría de la mejor habitación, por ejemplo, aquella que tenía la
bañera en un voladizo, gracias a lo cual ella podría estar dentro de la bañera teniendo la impresión
de que se hallaba rodeada por todo el Mediterráneo.

“Nancy, te empeñas en preverlo todo”, me decía Bill, cuando yo pensaba en las actividades
a desarrollar, con objeto de complacerles, desde la mañana hasta la noche. “No, no”, respondía yo
maquinalmente. Y a continuación llamaba al restaurante, para asegurarme de que el violinista se
acordaba de que la melodía preferida por mi madre era “Fascinación”. Ahora, de casada, quería ser
una buena hija; ahora, ya casada, podía lograrlo.

Cuando los hombres se me acercaban, sentía la excitación de otros tiempos, pero me


notaba, asimismo, atemorizada. Una noche, en un bar, un hombre me dijo: “Usted y su esposo
pasan demasiado tiempo juntos.” Cinco minutos antes, al rechazarle, yo había sentido una punzada
de pesar. Ahora tomé sus palabras de crítica como un cumplido.

Al trasladarnos a Londres dimos con una hermosa casa que se encontraba en venta. Por el
hecho de ser escritores, carecíamos de crédito. “Escribiré a mi madre”, dije. “No lo hagas. No
pidas dinero a tu madre.” “No se trata de pedirle dinero”, puntualicé. “Voy a pedirle que actúe
como fiadora en la petición de un préstamo.” Le recordé que, con frecuencia, mi madre había
auxiliado a mi hermana y a mi cuñado. Yo nunca le había pedido nada, en toda mi vida. ¿Cómo
iba a negarse? Sonreí observando la resistencia de Bill. El no tenía familiares tan unidos y
afectuosos como los míos. “¡Uno para todos y todos para uno!” Ahora sonrío, al contar esto, pero
la verdad es que fui haciéndome mayor creyendo en esas palabras. Escribí a mi madre. Me acuerdo
del día en que llegó su contestación. Vi un abultado sobre colocado sobre la mesita del vestíbulo.
El sobre contenía cinco hojas de papel destinados a explicarme por qué no le era posible actuar de
fiadora en la petición de nuestro préstamo. Bill me abrazó, sin pronunciar una palabra.

No contesté aquella carta de mi madre. Mi silencio encubría, simplemente, el deseo de


volver a ella. Necesitaba comprender a toda costa lo ocurrido. Como no podía dormir, Bill solía
gastarme una broma: “Incluso en sueños, Nancy pregunta a todas horas: “¿Qué significa esto?” El
dolor que experimenté influyó en mi relación con mi madre. Toda una vida había quedado como en
equilibrio en el aire. Si la familia era algo tan importante, si ser una buena hija significaba algo
superior a todo lo demás… ¿por qué se me había de negar entonces mi recompensa?
En las cartas que recibí de mi madre en el curso de los meses posteriores, no se hizo
alusión alguna al asunto del préstamo. “Lamento mucho que andes tan ocupada, querida –me decía
ella, a lo mejor . Me gustaría que encontraras unos minutos para enviarme unas letras, una pequeña
nota.” Cuando volví a escribirle no mencioné para nada lo de la casa, pero esta cuestión rondaba en
por mi mente a cada momento, produciendo un rumor como de tormenta.

Seis meses después encontramos otra vivienda menos cara, que adquirimos con nuestro
dinero. Nunca me he sentido en ninguna otra casa más en mi hogar que allí. Era mi hogar y el de
Bill. ¿Arrancaba esta impresión del hecho de haberla comprado sin ayuda de nadie? Solo en parte.
A diferencia de lo que me ha ocurrido en las otras casas en que hemos vivido, no tuve ninguna
vacilación al decorarla. Sabía exactamente qué era lo que deseaba. Una tarde soleada, mientras me
hallaba tendida en una antigua cama de campaña que había pertenecido a un oficial británico, cama
que se adaptaba a mi cuerpo como una segunda piel, me puse a leer el libro cuyo tema era la
sexualidad femenina. La autora sostenía una teoría: a su juicio, el potencial orgásmico de una mujer
radicaba primariamente en la confianza que tuviera en los hombres, inicialmente desarrollada en su
relación con el padre. “Pero, ¿qué ocurre con la madre?” fue mi inmediata respuesta. La idea que
dio lugar a este libro nació en aquella casa.

Finalmente, mi madre y mi padrastro nos hicieron una visita. Contenta en mi nueva casa;
olvidados los pasados enfados, volví a embutirme en mi viejo atuendo de buena hija, y organicé un
espléndido cóctel con objeto de que pudieran conocer a nuestros amigos ingleses.

Bill y yo destinamos una parte del tiempo de nuestro trabajo para llevarlos a Francia en
avión y mostrarles el París que nosotros amábamos. Cierta noche en que me hallaba sentada junto a
mi madre, en un restaurante, ella fue acercándose a mí, hasta casi abrazarme. Sentí deseos de
apartarla de un empujón. Pero me limité a inclinarme hacia el lado opuesto, en dirección a Bill,
furiosa a medias, y también arrepentida y con remordimiento por no poder darle el efecto que
solicitaba. A veces, el ramalazo de cólera surgía al hacer un recorrido por Nôtre Dame, o dando un
paseo por las galerías de unos almacenes. Una vez me levanté, dejándola sola en el Café de París.
Nunca hablamos de tales escenas; siempre me acogía con una sonrisa cuando nos veíamos de
nuevo. Mis iras parecían haber sido suscitadas por otra persona, en otro tiempo. Realmente así era.

¡Oh! Quizá mi madre hubiera debido prestarse a garantizar aquel préstamo, o tal vez
incurrí en un error al pedírselo. Hay preguntas que no tienen respuesta. Nunca puede saberse con
exactitud quién tiene razón y quién está equivocado. El enojo provocado por la colisión entre las
esperanzas que me inspiraba mi madre y la estimación de lo que podía o no podía hacer por mí…
esto era la realidad. Fue el comienzo de mi responsabilidad de ser yo misma.

Tan dulce resulta el primer sabor del matrimonio que renunciamos a todas las cosas.
Abandonamos nuestros nombres, decimos adiós a nuestros antiguos amantes y amigos, y
cancelamos nuestras cuentas corrientes y libretas de ahorro, poniéndolo todo a nuestro nuevo
nombre (el del marido). Perdemos nuestro crédito personal para siempre, mientras el hombre no
muera o nos abandone, pero no queremos saber nada de tales argumentos. Hemos cubierto el ciclo
completo. Estamos en casa. Nada pudo ser mejor que ponernos en sus manos.

Las inciertas recompensas de la autonomía parecen ahora algo así como una rebelión,
simplemente una fase infantil, por la que teníamos que pasar para llegar donde estamos. “De soltera
–dice una divorciada de treinta y dos años – llevaba una vida alocada. Tenía un apartamento
impresionante, un trabajo que me permitía ir de un lado a otro del mundo, amantes… ¡Oh! ¡La de
hombres de los cuales llegué a estar terriblemente enamorada! Luego me casé y dejé de ver a mis
antiguos amigos. Aunque durante años había discutido continuamente con mi madre, sosteniendo
que era propio de gente provinciana vivir en los suburbios, mi esposo y yo abandonamos la ciudad.
Mi madre y yo nos hicimos grandes amigas. Al casarme, empecé a revalidar la vida de mi madre,
como una sonámbula. Solía referirme a mis años de soltera diciendo que eran los de “mi rebelión”.
Ahora me refiero a los de mi matrimonio señalándolos como los de “mi regresión”.

Cuando nos casamos, no sabemos cómo hemos de ser. Intentamos “dar forma” a nuestro
matrimonio, a la unión con el hombre que amamos, planeando las cosas como las planeábamos en
los años de soltería. Terminamos por asimilar solamente aquellos aspectos cálidos y entrañables del
matrimonio de la madre, arrojando a un lado el resto. Un día, nuestro esposo dice, enfadado: “Eres
igual que tu madre”. No hay nada que resulte tan incisivo.

Todo nos la recuerda. Cuando decoramos la casa, cuando estamos plantadas ante el hogar
de nuestra cocina, o bien al comprar ropas apropiadas a nuestra condición de mujeres casadas,
¿quién es la persona que se nos viene a la mente? Cuando él paga las cuentas, cuando nos explica
cómo hay que proceder para enfrentarse con los problemas de la vida, cuando nos promete amor
para siempre, sentimos lo mismo que sentíamos en otro tiempo junto a la madre. O lamentamos
que no sea así. Al unirnos a él resulta que volvemos a reunirnos con ella.

“La simbiosis es difícil de quebrantar –dice el doctor Robertiello- porque está muy
respaldada por la sociedad. Esta tenaz proximidad de madre e hija es vista como algo idílico, como
una cosa maravillosa. En realidad, después de haber cumplido la niña un año y medio o dos,
supone un inconveniente terrible. No existe ningún motivo de alegría, desde luego, cuando esta
simbiótica dependencia se produce entre una madre que tiene una hija de ocho… o dieciocho años.
Si una mujer de veinticinco años está casada y no pasa un día sin que deje de telefonear a mamá, es
que algo marcha mal. La sociedad prefiere siempre respaldar las inseguridades de la gente, más que
sus posibilidades de salud, independencia y de ruptura de una tradición.” Para defender nuestra
individualidad en el matrimonio se exige un esfuerzo consciente casi sobrehumano.

“Apóyate en mí”, dice nuestro esposo, sin darse cuenta del alcance de semejante invitación.
“¿Cómo iba a saber yo –dice un hombre divorciado – lo que ella quería indicarme al decir que la
cuidara? Desde luego, contesté afirmativamente. Esto hacía que me sintiera orgulloso de mí
mismo, que me considerara un hombre competente.”

“Necesito dormir muchas horas seguidas”, dice la esposa. “De acuerdo –replica él-.
Cuando te encuentres fatigada, dímelo y nos iremos” “No, no me comprendes. Eres tú quien debe
decidir cuándo tenemos que irnos. Si me lo dejas a mí, seguiré aquí durante toda la noche y mañana
me sentiré destrozada.”

“Fui un estúpido al no darme cuenta de cuán inconveniente era el trato de cerrábamos –


declara el hombre-. A partir de ese momento, ella podía mostrarse todo lo irresponsable que
quisiera, y si algo marchaba mal, había que atribuirlo a que yo no había cuidado de ella
adecuadamente. ¿Quién creía que era yo? ¿Su madre?”

Nuestra madre, al educarnos, no pensaba en nuestra independencia, ni en que llegáramos a


poseer un apartamento propio, ni en que lleváramos a cabo experimentos personales con empleos,
con carreras, con la vida sexual, con los hombres… A ella lo que le preocupaba era que sirviéramos
para vivir para otros, junto a ellos y protegidas por ellos. Esto hace que nos sintamos más en paz
con nosotras mismas que cualquier otra cosa que hayamos podido emprender por iniciativa propia y
para nuestro beneficio.
De solteras, nuestra independencia puede habernos recordado alguna vez cierta semejanza
con la situación de nuestro padre… El también haría una vida aparte, lejos del hogar y de la esposa.
Muchas mujeres casadas dicen todavía que su padre fue el elemento determinador de su carácter,
quien forjó sus actitudes. Es comprensible. La madre ha de enfrentarse con preocupaciones,
ansiedades y temores. Está directamente relacionada con las molestias ocasionadas por su
dependencia directa del niño, por los berrinches en las horas de las comidas, etc. Todo esto ha
quedado a nuestras espaldas, a mucha distancia de nosotras. Ahora somos como nuestro padre…
Somos mujeres del mundo. Pero ¿quién fue nuestro modelo sexual? El estado matrimonial hace
que nos sintamos más femeninas. ¿Significa esto la identificación con el padre? Hemos introducido
el modelo materno dentro de nosotras; una fuerza adicional corre por nuestras venas. Con el anillo
de oro en uno de nuestros dedos, nos despertamos como gigantes que salieran del sueño.
Descansando en el pecho de él nos sentimos omnipotentes. Hubo otro tiempo en que sentimos lo
mismo, al apoyarnos en ella.

Nuestro matrimonio hizo también que el corazón de nuestra madre entrara en un período de
descanso. Ello es una prueba de que ha sido una buena madre. Las realizaciones anteriores al
matrimonio pudieron haber hecho que se sintiera orgullosa, pero también pusieron cierta distancia
entre nosotras. El matrimonio tiende un puente para el regreso. Ella nos ayuda a decorar la casa,
nos envía “El Gozo de la cocina”, nos presta dinero. Ella se encuentra a nuestra disposición.
Pensamos que se ha producido un cambio en nuestra madre. Somos nosotras, en realidad, las que
hemos cambiado, dando un paso atrás para encontrarnos con ella de nuevo. Tan completa es la
reunión, que no importa que nuestro esposo sea más rico o más poderoso que el suyo: ella vive
nuestro triunfo como si le perteneciera. El matrimonio es el gran igualador.

“Toda mi vida ansié conseguir la aprobación de mi madre –dice una mujer -. Deseaba oírla
decir: “¡Bien hecho!” Nada de lo que realicé durante mis años de soltera me procuró tal satisfacción
en la misma medida que el hallazgo de un esposo. Ahora es ella quien busca mi aprobación.”
Pensamos que nuestra reunión con la madre es escogida espontáneamente, que supone un paso
adelante en nuestra relación, un desarrollo hacia la madurez. Por el hecho de tratarnos ella ahora
como una igual, por telefonear en demanda de consejo, por depender de nosotras en un grado que
nunca se había dado antes, suponemos que somos personas mayores. La verdad es que en el
matrimonio volvemos a ser la niña que en cierta ocasión quiso seguir las recetas de cocina para
imitar a mamá. También nosotras nos convertimos en mamás.

Muy frecuentemente, la nueva relación amistosa madre-hija se produce a expensas de lo


que debería ser nuestra unión básica, principal, la que afecta al esposo. No quiero decir que nos
aliemos con ellas, pero ¿con arreglo al patrón de quién vivimos cuando renunciamos a nuestra
identidad? ¿Medió una petición de él? Cuando un marido es infiel y la esposa no se toma la misma
libertad para sí, ¿para quién permanece ella leal? Si lo sexual separó en otro tiempo a la madre y la
hija, las normas matrimoniales nos hacen amigas de nuevo. La monogamia es la promesa solemne
hecha a nuestro esposo, pero más que nada para aplacar a la madre injertada en ello. Las normas
forman una prisión, pero nos proporcionan descanso; inhiben a cada mujer por igual.

“Llevábamos seis meses de casados –recuerda una mujer de treinta años – cuando mi
esposo me dijo que no le gustaba que hablara tanto con mi madre por teléfono. “No quiero que
vuelvas a verla hasta que caigas en la cuenta del nuevo hábito que has adquirido. Cuando yo quiero
colocar una silla aquí y la mesa allí, las dos os ponéis de acuerdo y decidís que todo estaría mejor en
otro sitio. Es lo mismo que ha hecho ella con tu padre años y años, y yo no quiero que te alíes con
tu madre para ir contra mí. Aquí los que vamos a decidir las cosas seremos tú y yo, y después se lo
diremos a ella, si es que le decimos algo.” El hombre tenía razón. Yo ni siquiera había advertido
que acababa de llegar a tales extremos con mi madre. Era una postura, en cierto modo, que atentaba
contra él.”

De ahí arrancan los despiadados chistes sobre las suegras que todos los hombres relatan.
Para algunas personas, el estado de bienaventuranza amorosa de la luna de miel puede
continuar durante años. Idealizamos a la otra persona, y a través de ella nos idealizamos nosotras.
“Es una simbiosis muy realzada –explica el doctor Robertiello – una especie de fusión con el ideal
fantaseado. La otra persona no es vista como es, sino como la gloriosa persona que queremos que
sea.” La inexpresada autolisonja surge inmediatamente: nosotras debemos ser también unas
personas muy especiales por haber sido escogidas por ese increíble ser.

Para otras mujeres, en cambio, la realidad presenta su dura faz al final de las dos semanas
pasadas en las Bermudas, cuando él, calmosamente, se reintegra a su trabajo o vuelve a sus partidas
de golf. Sale de casa solo, y no cree que esto suponga en absoluto una traición. Cuando el hombre
abandona el hogar para dirigirse al trabajo por la mañana, su gesto de estar haciendo lo adecuado
resulta inconfundible. Por mucho que amemos nuestra nueva casa, por mucho que estimemos
nuestro nombre, estas cosas no nos proporcionan lo que esperábamos obtener de matrimonio. El yo
racional sabe que debe ser pagada una hipoteca, pero sin saber por qué, dentro de nosotras notamos
que su vida de 9 a 5 –cualquier cosa separada de nosotras – constituye una rival. Queremos amor,
más amor, amor sin fin. ¿Acaso no lo desea él también?

Se nos califica de femeniles por necesitar ese amor tan ansiosamente, pero la salida no está
en el amor. En el deseo vehemente de fusionarnos. Si aceptamos un empleo para ganar un salario
que la familia precisa, como precisa del suyo, ¿por qué no nos sentimos tan a gusto como él con
nuestra cotidiana obligación? “Todo marcha perfectamente”, nos dice él, para tranquilizarnos. No
le creemos. La independencia de un empleo, la vida en la oficina, en compañías de otra gente, no
parecen completar lo que tenemos en casa, sino que más bien entrañan riesgos. Las nuevas
amistades y aventuras, de pequeñas, la misma actividad sexual, resultaban cosas excitantes porque
se desarrollaban lejos de la madre. Sin embargo, por esa misma razón se hallaban también teñidas
de ansiedad. No decíamos nada a nuestra madre en relación con tales experiencias porque creíamos
que podían atemorizarla. La verdad era que temíamos que se enojara, en el caso de enterarse. El
lazo que nos unía a ella se hubiera debilitado. Esta manera de pensar quedó confirmada cuando
averiguamos más tarde que cuantos más hombres, éxitos y realizaciones conociéramos, tanto más
perderíamos el amor de las otras chicas. Ellas considerarían nuestras conquistas como una
reducción del trozo del pastel que le correspondía. ¿Cómo puede nuestro esposo ser diferente?
¿Cómo puede no temer que la vida adicional que sacamos del trabajo sea una traición? ¿No nos
amará menos? ¿No estará dispuesto a dejarnos, si llega el caso?

Una mujer que ha conocido el éxito, me dice que para ella no existe ningún conflicto entre
el matrimonio y el ejercicio de una profesión. “Fue mi esposo quien me animó a que continuara
trabajando –manifiesta orgullosamente. Pero antes de separarnos me confiesa –pienso que a veces
siento remordimientos… Me gustaría que al volver Jim a casa, después del trabajo, me encontrara
esperándole, con una comida caliente a punto. Esto es irracional, pero lo pienso. Alienta en mí un
temor que me atormenta: el de estar desposeyéndome de mi feminidad. El no me ha dicho nunca
nada al respecto, pero lo percibo…”

La ansiedad aquí no se encuentra en la relación entre esposos, sino en la mujer. Ella ve en


los anuncios comerciales de la televisión familias formando grupos compactos, apretados; tiene su
propia historia de proximidades afectivas en el seno de la familia de su niñez; puede haber
organizado, con su marido, divisiones económicas del tiempo; es posible que esté consiguiendo
recompensas más reales y apropiadas de su matrimonio… pero con todo, no había sido educada
para eso. La mayoría de los divorcios se producen en Norteamérica durante el segundo año de
matrimonio. El tercer año suele ser casi tan malo como el anterior. Hoy día hay más mujeres que
nunca han trabajado fuera del hogar, pero nuestra cultura ha conseguido enseñarnos con tanto éxito
que la mujer está ligada al hombre (con la misma firmeza con que nosotras estuvimos ligadas a la
madre), que experimentamos un sentimiento profundo de culpabilidad por los esfuerzos que
realizamos para ser libres. Los hombres, por otro lado, han sido educados para que piensen de las
mujeres así. Aunque pueden estimular nuestro afán de trabajar separadamente, corrientemente ahí
está la otra mitad del doble mensaje no hablado: ¿por qué no eres tú como era mi madre con mi
padre?

Es importante poner de relieve que el deseo de cuidar de alguien no siempre es negativo.


Los hombres y las mujeres se atraen mutuamente porque todos andamos necesitados de una relación
estrecha e íntima. En una buena relación podemos satisfacer mutuamente nuestras necesidades con
placer, a un coste psíquico bajo, al menos. Sentirse retenida entre los brazos de alguien, poder
decir: “Estoy sola y me siento atemorizada. Dime que todo marchará bien. Consuélame y yo haré
lo mismo contigo cuando te ocurra lo mismo”, no es solicitar una garantía contra todas las
vicisitudes de la existencia. La mujer que habla así está pidiendo, un alto en el camino para
descansar, es como si se detuviera en una estación de servicio con el fin de reabastecerse, con el fin
de hacer acopio de energías, para seguir adelante. No se trata de dejar el trabajo propio de la edad
adulta, ni de someterse a una relación superior-inferior. Estamos ante la pausa que refresca.

Cuando “que cuiden de mí”, equivale a pedir a alguien que se interponga permanentemente
entre la persona interesada y la realidad, el deseo es destructivo para el yo, y, por consiguiente, para
el matrimonio. En una película de 1936, titulada Dodsworth, hay una escena que yo en otro tiempo
habría desechado. La esposa de Walter Huston, encontrándose a bordo de un buque, coquetea con
el afable David Niven, y de pronto se da cuenta de que ha ido más lejos de lo que se proponía.
Humillada, dice a su marido. “Sam: debieras cuidar de mí. Me he asustado de mí misma. Y si me
porto mal tienes que prometerme que me darás unos merecidos azotes.” Walter Huston considera
sus palabras como cháchara de mujer, pero la necesidad de ser atendida, disciplinada y protegida
por un hombre como si éste fuera nuestra madre, habla de una identidad no formada: cuida de mí,
dime cómo ha de ser, quién he de ser, déjame ser tu pequeña.

Tal comportamiento es con frecuencia observado en las mujeres cuya total orientación
hacia la existencia es una especie de repetición de las insatisfacciones causadas por una madre fría,
nada inclinada a la acción de dar. Incluso en el terreno sexual, tales mujeres esperan ser
pasivamente complacidas en todas las ocasiones, con lo que demuestran poco interés por las
necesidades o satisfacciones del hombre. Sus aspiraciones primarias se centran en ser nutridas,
mimadas, consoladas, amamantadas (en cualquiera de los inconscientes disfraces, incluido el
sexual). No es una satisfacción orgásmica lo que buscan. He oído decir a algunos hombres que la
relación sexual con mujeres así les hace sentirse, en vez de refrescados, renovados y satisfechos,
exhaustos.

Un psiquiatra alude en los siguientes términos a un problema sexual corrientemente


observado en las mujeres: “Ella no hará nada durante el intercambio sexual porque esto significa
dar. Todo lo que quiere es recibir. Alude al acto sexual con las palabras “dejar que me hagan el
amor”. La idea de que ella pudiera hacerle el amor a él le resulta inconcebible. La mujer no desea
más que estar tendida. La típica madre de una persona así no había estado simplemente en su sitio,
emocional o físicamente, cuando esta última era una niña. Por consiguiente, la orientación de la
hija en la vida había de basarse en ser constantemente tranquilizada y oírse decir que era muy
buena, etc. No puede dar nada, en parte porque teme verse castigada por obrar así, pero
principalmente porque tiene muy poco que dar. No se puede aprender a dar sin haber sido antes
iniciada en ello.

No creo que haya muchas mujeres que pongan en duda la licitud de esperar al hombre que
cuide de ellas. Hemos sido educadas para pensar que, al someter nuestra voluntad al hombre, le
hacemos un presente tan precioso como el de nuestra virginidad. Un amigo de mi esposo habla de
una mujer a la que conoció al cabo de quince años de matrimonio. “Al principio no me di cuenta de
que aquello era una aventura amorosa –dice-. Siempre había pensado en las mujeres –
especialmente en la esposa – como si fueran una especie de fardo, un peso abrumador que uno tenía
la obligación de llevar de un lado para otro sobre la espalda. Aquella nueva mujer era otra cosa…
Era desenvuelta y decidida. Por eso no advertí que me estaba adentrando en algo serio con ella.
Ahora que he visto que la cosa no va en broma no quiero notar la sensación de ligereza que me hizo
percibir ella para detenerlo todo.”

No es de extrañar que haya parejas que tras vivir juntas por algún tiempo se sientan
preocupados ante la idea del matrimonio. Temen que pueda echar por tierra cuanto han conseguido.
“Vivimos como si estuviéramos casados –dice una de ellas -. ¿Qué cambiaría en nuestras vidas si
nos decidiésemos a celebrar una ceremonia legal?” Sin embargo, el matrimonio nos cambia;
introduce un elemento formal en nuestras vidas, la rigidez del modelo de nuestros padres. El amigo
de mi marido, a quien he aludido antes, que inició un idilio amoroso después de quince años de
matrimonio, fue tan simbiótico como su mujer. No fue ella sola quien cayó en las viejas normas; a
él le ocurrió otro tanto.

Las mujeres también pueden juzgar regocijante el quebrantamiento de la simbiosis. Una


mujer que ha estado unida durante los últimos diez años a un esposo más y más indiferente me
habla de su asunto: “Empecé pensando que algo debía de haber torcido en mí, porque nunca quise
confesárselo a mi esposo. Con franqueza: disfrutaba mucho con aquella relación. Resulta difícil de
explicar, pero lo cierto es que fue durante muchos años una buena amistad, antes de convertirse en
un asunto amoroso. Habíamos trabajado juntos durante seis años. Mi trabajo había sido
responsable en buena parte de mi evolución.”

Sin establecer ningún juicio sobre el adulterio, intentemos comprender lo que esta mujer
dice acerca de la simbiosis y de la libertad de elección. Lo que le sorprendía era lo poco culpable
que se sentía.., en oposición a lo mucho que siempre había creído que se sentiría. Habiendo
experimentado la seguridad y la propia estimación que se deriva del hecho de disponer de un trabajo
y una vida aparte de su esposo, puede ponerse a analizar su matrimonio, y decidir que no colma sus
necesidades, optando por llegar a una conclusión. La simbiótica dependencia de su marido ha sido
quebrantada, como se evidencia al no sentir la “culpable” necesidad de informarle de todo. Lo que
está haciendo es separar de él su asunto personal. No es de extrañar que a la mujer le complazca
tanto.

Al disponer de una vida propia ajena al matrimonio, no tenemos por qué desembocar
necesariamente en el adulterio. Sucede que cuando él emprende un viaje de negocios, no nos
limitamos a esperar su regreso, sino que asistimos a un curso de arte. Si él quiere ir a un restaurante
chino y nosotras deseamos ver una película, nos encontramos después de que cada uno haya
satisfecho su deseo, y esto no da lugar a un compromiso molesto, forzado. Las veladas nos
producen una sensación refrescante; marido y mujer se sienten satisfechos de disponer de un tiempo
suyo, y luego volver a encontrarse. La unión simbiótica supone un premio, no por hacer lo que el
individuo quiere, sino por dar con algo con un denominador común suficientemente bajo para que
los dos puedan llevarlo a cabo juntos. Se trata de una relación de baja intensidad.

No es seguro siquiera. Sin saber cuándo, sin haberlo buscado, uno de los componentes de
la pareja será desplazado por alguna nueva persona, quien se presenta como un recordatorio de toda
la vida trepidante en otro tiempo ofrecida.

“Antes de contraer matrimonio, yo me movía con mucha independencia –dice la psicóloga


Liz Hauser -. Tenía un empleo que me obligaba a viajar por todo el país. Me pasaba meses enteros
en las carreteras; casi todos los días tomaba el avión. Pero cuando me casé, a los veintisiete años,
fue a parar directamente a una situación de tipo simbiótico. Así he estado siempre, en realidad. Al
empezar a crecer, mi madre solía decirme: “Cuando te cases, no te alejarás de mí. Tendrás una
casita cerca de aquí”. Yo no contestaba una palabra, pero tenía mis planes. Quería dejar atrás todos
aquellos mimos sofocantes, aquel tono superprotector. Pero si alguien se te colgaba demasiado
tiempo de pequeña, o no disponías de suficientes atenciones por parte de la madre, nuestra
tendencia era marchar por la vida sin saber relacionarnos con los demás como no fuera
simbióticamente. Cuando me casé, todo pasó como si se hubiese tratado de una simple
transferencia. Hay una tremenda regresión en la simbiosis con el cónyuge, si una no ha clarificado
eso previamente. Es importante hacer hincapié en esto porque las mujeres pueden ser capaces de
reconocer su comportamiento regresivo en su matrimonio más fácilmente que el que tuvieron en su
niñez. El matrimonio es menos sagrado que la maternidad. Nuestra hija está donde queremos que
esté para, por fin, enfrentarse con la separación.

“Yo había sabido ganarme la vida antes de casarme. Pero después empecé a esperarle, a
aguardar su regreso al hogar para que me facilitara noticias del mundo exterior. Me trastornaba que
no estuviera a mi lado a cada momento. Comencé a pensar en mí misma sólo como esposa…,
carente de otra identidad. Y por este motivo me sentía con vida únicamente cuando él estaba en
casa, cuando los dos nos hallábamos juntos. Entonces deseaba que me hablara, que me hiciera
compañía. Me negaba a ir a cualquier parte si él no venía conmigo.

“El momento que viví no era real; nada me satisfacía si él se hallaba ausente. He aquí el
lazo simbiótico. Al cabo de unos seis meses, mi marido me dijo: “Por el amor de Dios, búscate
algún trabajo, y dedícate a él.” Sabía que tenía razón. Me pasaba la vida gimoteando como un
bebé, todo porque andaba ocupado con sus tareas profesionales, no conmigo. En consecuencia,
volví a trabajar, gracias a Dios.”

No hay que ver en la simbiosis un vocablo repulsivo. Cuando estamos creciendo, una
simbiosis temporal, una unión completa, puede desempeñar un papel tan encantador como el
representado en la infancia. Hay veces en que no queremos la separación, cuando es en verdad
satisfactorio sentirse formando parte de una entrañable relación, cuando hay una sensación de
proximidad, casi una trascendente unión con la otra persona. Por ejemplo, si nos permitiéramos
sentir esta clase de profunda unión con nuestro esposo o nuestro amante esta noche, viviríamos una
experiencia maravillosa. Durante la relación más íntima, cuando suspendemos nuestra vida de
adultas y volvemos a adentrarnos en aquellas casi primitivas sensaciones de simbiosis que
experimentamos en otro tiempo, como confiadas niñas, la unión con la otra persona dará a la
experiencia sexual todo género de dimensiones distintas de las que hubiéramos conocido de haber
permanecido en el nivel adulto.

La sensación de vida que proviene de la simbiosis no se refiere exclusivamente al sexo.


Esto se puede advertir en otros momentos de profunda intimidad con una persona. Las personas
creativas la experimentan al suspender sus conocimientos cotidianos de adultas para volver a
sumergirse en sus soterradas emociones, sus primeras e inconscientes experiencias, de las que
extraen poderosas impresiones e ideas que acaban sublimándose en el arte. La pérdida de la
facultad de elegir es lo que distingue a la mala simbiosis de la buena.

Cuando la necesidad de la simbiosis es tan desesperada que una no puede controlarla a


voluntad, se pierde el sentido del yo. La otra persona, el mundo exterior, pierde su urgencia y
excitación, la vida sexual se amansa, la autonomía se esfuma. La simbiosis positiva, agradable, se
presenta a voluntad, realzando momentos de unión con la otra persona, de suerte que ambas
perciben ahora una identidad mayor que antes. Y sin embargo, es fácilmente rota o interrumpida
cuando llega el instante de la separación, de ser individuos cada uno con su particular yo, con
autonomía y tareas que desarrollar en el mundo. “Estar enamorados”: he aquí las palabras con que
convencionalmente se describe tal estado. En la simbiosis destructiva, las dos personas se
encuentran, sienten la inicial ampliación del yo debido a la fusión de las identidades, pero no
pueden, al parecer, separarse. Se queda pegada una a otra. La ausencia de una se caracteriza por la
presencia de la ansiedad; la paz llega solamente cuando están juntas. Pero al aportar tan poco
estímulo y energía a la situación, ambas se desgastan mutuamente. Se vuelven añejas, rancias, pero
continúan sin poder separarse.

Las mujeres sufren una importante confusión al pensar que deben ser cuidadas
emocionalmente, que deben ser protegidas financieramente. Esto complica el problema de la
simbiosis, y de ello nos ocuparemos aquí con alguna extensión. La dificultad arranca del hecho de
que los hombres tienen un concepto distinto del dinero que las mujeres. Ello da lugar a
desesperadas fricciones y otras complicaciones que parten de una circunstancia concreta: la de
haber sido todos educados en la creencia de que existe algo intrínsicamente nada grato en hablar de
dinero.

Los psicoanalistas se refieren a ciertos tenaces aspectos de la conducta humana de la


misma forma que hablan de los avaros o de la gente tacaña: dicen que se trata de formaciones de
carácter con una “retentiva anal”. Nadie se sorprende cuando se afirma que, con mucha frecuencia,
las personas tacañas son gentes que padecen de estreñimiento. Tanto si crees como si no crees en el
psicoanálisis, las ideas de esta clase sintonizan con un profundo e intuitivo nivel de la cotidiana
sabiduría; ellas explican muchas cosas acerca de la furtiva actitud de muchos con respecto al dinero.
Todos sabemos que hay personas que, antes de confesar sus ingresos anuales, preferirían dar a
conocer sus secretos de alcoba, los más íntimos y escabrosos. Por consiguiente, es fácil apreciar
que las discusiones por cuestiones de dinero entre esposos y esposas se inician con una gran
desventaja. El dinero es el símbolo de demasiados aspectos de la vida emocional para que se hable
de él a un nivel simple y real. Se agitan por debajo de la superficie demasiadas regresiones
enfurruñadas (“cochambroso”, “vil metal”…)

Por la época en que el hombre es ya suficientemente mayor para pensar en contraer


matrimonio, se halla en vías de resolver el lado material de la existencia. La masculinidad
socializada le dice que en tanto sepa actuar como un buen provisor, las mujeres tenderán a
dispensarle sus emociones. “Ocúpate de mí”, dice él al regresar al hogar, tras el trabajo en la
oficina. Quiere significar que se encuentra fatigado a consecuencia de las batallas libradas durante
la jornada, y que desea que su esposa le ayude a reponer fuerzas.

La esposa también está fatigada de luchar en el parking, con el fontanero, con la soledad.
“Cuida de mí”, dice a su vez. Su petición emocional es tan legítima como la de él, pero es más
exigente. Podría afirmarse que existe una cláusula oculta en su ruego. En defensa de las mujeres
debe añadirse que esto opera más allá de nuestro conocimiento consciente; con cualquier exigencia
de carácter emocional se mezcla además la petición de ser una atendida económicamente, algo que
los hombres no aciertan a comprender del todo. A partir de aquí, es fácil fundir y confundir las
necesidades emocionales y materiales: esperamos del hombre que si hace frente a unas es señal de
que está preparada para cuidar de buen grado de las otras. Esto es lo que el amor “significa”. Si
nos hace regalos caros, si nos compra una casa a orillas de un lago, o nos lleva de viaje a París, la
mitad económica del presente queda bañada en un romántico y emocional resplandor: ha
“demostrado” que os ama.

“Yo me casaré por amor”, dice una mujer. Pero hay algo no expresado en su declaración:
que el amor la hará sentirse libre de ansiedades de tipo material. Solamente después del matrimonio
comprenden muchas mujeres que lo que ellas amaban no era el hombre al cual se han unido, sino la
seguridad material que suponían iba a proporcionarles. La mayor parte de los conflictos en el seno
del matrimonio tienen una sola causa: el dinero.

Por otro lado, el hecho de que un matrimonio pague todas las facturas no quiere decir que
sea un matrimonio feliz. Es sólo un acontecimiento negativo, una ansiedad restada. El clisé es viejo
y gastado, pero esto ocurre porque a menudo es cierto: el hombre trabaja con tanta dureza y a lo
largo de tanto tiempo con objeto de ganar el dinero que le permita casarse, que después dispone de
pocos momentos o energías para las emociones. La esposa, tras haber entrado en posesión de una
casa en los suburbios, de tener dos guapos hijos, y cuentas corrientes en cinco tiendas puede
descubrir que desde el punto de vista emocional en una insatisfecha, aún viviendo en medio de una
gran abundancia de bienes materiales. “¿Por qué habrá dejado esa mujer a Charley, un hombre
bueno y trabajador, con su sólido cargo de vicepresidente de un banco, para fugarse con un
guitarrista? –pregunta la gente-. Debe de estar loca”. En realidad, ella se siente hambrienta de
emociones. Su confusión, la mezcla de dos necesidades distintas –la económica y la emocional –
hasta formar una sola, la llevaron a un callejón sin salida.

No todas las esposas que se encuentran en semejante situación emprenden la huida, desde
luego. Es posible que más de una trate de encontrar el apoyo emocional que necesita en otra parte.
Obras de caridad, niños, adulterios, grupos feministas, alcohol, el divorcio mismo… Algunas de
estas opciones pueden captar su atención; otras no le dirán nada; las cuestiones de valor no cuentan
aquí. Deseo únicamente hacer ver que si bien una mujer puede dar con varias salidas en su
búsqueda, quizá fuera una decisión más prudente inquirir cuáles son sus presunciones. El amor
maternal le dio, junto con la leche, bienestar emocional y material. No podía separarse una cosa de
otra. Al encontrar un hombre que podía cuidar de ella materialmente, ¿supuso –como había
ocurrido con su madre – que, automáticamente, sería atendida también desde el punto de vista
emocional?

El dinero es causa constante de roces. Y cuando el matrimonio se derrumba, las mujeres


con mucha frecuencia, se valen del dinero para “atar al hombre”. ¿Cuántas de las poco realistas
cantidades que se solicitan en los juicios por divorcio no son pedidas como indemnización y ayuda,
sino por venganza? Cuando estaban enamorados, ella le decía a él que el dinero era lo de menos,
que el amor era lo que realmente importaba. Ahora, al fracasar la irrealista promesa del amor
simbiótico, el dinero interesa muchísimo.

No obstante, la abogada Emily Jane Goodman dice: “Cuando digo a las mujeres que si no
poseen ni controlan su dinero no pueden controlar sus vidas, siempre ofrecen una gran resistencia.
“¡Oh, no! Yo soy quien guarda al talonario de cheques”, responden. “Yo soy quien paga las
facturas; tenemos una cuenta corriente a nombre de los dos…”, etc. Nunca quieren enfrentarse con
el hecho claro de que cuando él deje de ingresar dinero en esa cuenta, todo quedará paralizado.”

Se dice en los Estados Unidos que las mujeres controlan la riqueza del país. Esto viene a
apoyar la negativa a admitir nuestra incompetencia en lo tocante al dinero. Si las mujeres poseen la
mayor parte de las acciones que se cotizan en la Bolsa de Nueva York, se supone lo que esto
significa: que no tenemos por qué sentirnos irritadas por nuestra impotencia sobre el dinero en
nuestras existencias individuales. “Si estáis convencidas de que formáis parte de la clase que
controla la riqueza de la nación –dice Emily Jane Goodman -, resulta difícil irritarse por causa de
que en vuestra familia no digáis palabra en torno a cuestiones de dinero.”

El día en que todo esto cambia es cuando la esposa se entrevista con un abogado para
tramitar el divorcio. Hasta entonces, ella ha “preferido” no saber nada acerca de los ingresos de su
marido; ignora a nombre de quién está la casa; no sabe qué número de acciones poseen, bonos o lo
que sea. “¿Quién, yo? Es mi esposo quien se ocupa de todo eso.” Cuado el abogado le pide cifras,
cantidades ingresadas, impuestos abonados, saldos bancarios, etc., con objeto de estudiar la petición
de ayuda económica, para ella o para los hijos, la mujer destinada a convertirse pronto en ex esposa
sólo acierta a llorar.

“A mi despacho acuden mujeres que desean presentar una demanda de divorcio –continúa
diciendo la señora Goodman -. Han sido apaleadas por sus maridos. “¿Sabe usted qué cantidad de
acciones y obligaciones de Bolsa posee su marido?”, pregunto. La respuesta es: “No. Pero todo lo
que tengo que hacer es preguntárselo a él. Sé qué no tratará de engañarme.” Es casi imposible
hacerlas ver que se están refiriendo al hombre que hace poco estuvo a punto de romperles la nariz.
¿Por qué piensa ella que va a ser leal al enfrentarse con el tema del dinero? Su actitud es ésta: “Si
no confío en él, todo habrá sido en vano.” Si una criatura no puede confiar en su madre, ¿qué
objeto tiene vivir?”

He escuchado a otras mujeres, éstas solteras, mientras me referían su confusión, tras una
noche de amor pasada en el piso de él, al enfrentarse con la perspectiva de un largo desplazamiento
en taxi hasta el apartamento de ella, un recorrido largo y costoso. ¿Ha de hacer la mujer este
desembolso cuando el hombre gana cuatro veces el salario de ella, sólo porque se siente
suficientemente liberada como para llegar a su casa por sus propios medios? Ella quiere ser su
igual, pero anda mal de fondos. ¿No sería una solución discreta y cómoda que él le introdujera en
uno de sus bolsillos un billete de diez dólares? Y si su amigo procede así, ¿a qué viene sentirse
todavía irritada y humillada, como una chica codiciosa que mediante lisonjas y carantoñas ha
logrado una asignación extraordinaria por sólo aquella cantidad? Nadie desea hablar de dinero; ella
no sabe cómo, pero es su realidad.

Una defensa común que las esposas adoptan contra el desvalimiento económico es vivir
mediante una especie de fórmula no expresada: “Tu dinero es nuestro, pero mi dinero es mío.”
Cuando el esposo quiere saber cómo justifica ella la no aportación de todo su dinero, la mujer no
sabe qué responderle. A hurtadillas y astutamente, deposita parte del dinero del hogar en una jarra
de la cocina o en una cuenta secreta. Le asalta la inconsciente sensación de que no está bien aquello
de guardar dinero, de esconder su dinero, el de ella. A un nivel más consciente, la mujer ha sido
instruida en el sentido de no mencionarlo. Lo más triste de todo es que, de todos modos, la suma de
dinero que retiene no va a proporcionarle la autonomía deseada.

En mi opinión, lejos de comportarse de una manera infantil, las mujeres que defienden la
no expresada fórmula. “Tu dinero es nuestro, pero mi dinero es mío”, pueden estar rayando a cierta
altura en cuanto a sentido común. Dice la psicóloga Sonya Friedman: “No creo que sea irrealista,
para una mujer que carece de ingresos, apartar una cantidad de dinero a modo de margen de
seguridad. En las actuaciones de los consejeros matrimoniales, veo con frecuencia a hombres que
se disponen a abandonar a su mujer. El individuo en cuestión vende la vivienda, e invierte su
importe en otra nueva de 80.000 dólares, con una hipoteca de 70.000, y se marcha, reteniendo para
sí la mayor parte del dinero cobrado por la antigua casa. Una mujer ha de preguntarse siempre:
“¿Estoy comportándome con prudencia desde el punto de vista económico, al depender de él por
entero?”.

Las mujeres que contribuyen al presupuesto familiar se cuentan hoy por millones.
Actualmente, hay más de treinta millones de mujeres que trabajan fuera de sus hogares: más de un
tercio de la totalidad de la población activa. Cuando los niños han de ser alimentados o vestidos no
se habla de si el dinero es de él o de ella. Un reciente estudio realizado por la Universidad de
Michigan permitió descubrir que un tercio de las mujeres que trabajan aportan a sus familias el
único ingreso que hay en la casa. Algunas mujeres han sido educadas por sus madres para que
piensen en sí mismas como provisoras del hogar, enorgulleciéndose de ello.

Otras mujeres experimentan sensaciones de profunda satisfacción simbiótica con el esposo


y los hijos, al hacer entrega de su sueldo para el mejor bienestar de la familia. “Cuando el dinero de
la casa se eleva por encima de la línea básica de la supervivencia – dice la doctora Friedman -, surge
el conflicto. La esposa piensa que le incumbe a él proporcionar la suma de dinero en que se
sostiene la economía de base. Si ella gana algo, este algo debe ser considerado aparte. Se supone
que el marido no debe contar con él. La mujer es de la opinión de que es muy dueña de hacer lo
que se le antoje con sus ingresos.” Ha sido educada para pensar que no necesitaría ganar ningún
dinero, en absoluto, de manera que si sucede lo contrario, es una suma que hay que considerar
extraordinaria, la cual le pertenece. Y si ella considera que el gasto que se tiene que cubrir excede
del capítulo de las necesidades familiares cotidianas –como, por ejemplo, una factura por las
reparaciones del coche -, es muy posible que la esposa se resista tercamente a contribuir a pagarlo.

Habitualmente, ella cede ante él en todo lo demás. ¿Por qué se muestra reacia en este
punto?
Desde los primeros días, desde aquellos que se recuerdan más borrosamente, la madre se
ha referido al matrimonio como la gran compensación de todos los sacrificios y privaciones. Todo
queda expuesto como una especie de principio de la realidad: aplazar hoy una satisfacción
conducirá a una recompensa más grande mañana. Si dominamos nuestros arrebatos, si nos negamos
toda actividad sexual, si renunciamos a mostrarnos dogmáticas, daremos lugar a un estado de cosas
que desembocará en la aparición de un hombre bueno, de una propuesta de matrimonio al margen
de inquietudes, un matrimonio dentro del cual el hombre tendrá por misión mantenernos. La
aportación de dinero por la esposa, para contribuir a su personal mantenimiento, quebranta la
simbiótica ilusión de que el esposo cuidará permanentemente de ella.

El dinero es poder; la mujer que carece de dinero se convierte en víctima. La mayor parte
de las mujeres casadas se dan cuenta de lo que esto significa: que viven al borde de un precipicio
económico. Pero decirlo equivaldría a hacer esto cierto. “Cuando mi mujer me dijo que iba a
ingresar su salario en una libreta de ahorro extendida a su nombre –me cuenta un famoso cirujano-,
me quedé bastante sorprendido. Pero, bueno, no le di demasiada importancia. Ella gana solamente
una pequeña parte de lo que yo gano. Aparte de ello, puede que tenga buenas razones para contar
con unas reservas. Yo he estado casado cuatro veces. Espero que ésta sea la última, pero de no ser
así, mi nivel de vida podría bajar sensiblemente, pasando de la noche a la mañana de la clase social
más elevada a la seguridad estatal.” Vista la cuestión así, la esposa que insiste en custodiar, en
tener a su nombre el dinero que pueda ganar, por pequeña que sea la cantidad, intenta establecer un
equilibrio económico, un equilibrio en el que nuestra sociedad siempre ha inclinado la balanza a
favor del hombre, que es quien tiene mayor capacidad para ganar dinero. Por otro lado, responde
también a un temor: si él rompe la simbiótica promesa de cuidar de ella pidiéndole que junte su
dinero con el suyo, ¿cómo sabrá que no va a quebrantar todo lo demás, terminando por
abandonarla?

Es difícil decirle al marido: “Tú no me proporcionas suficientes emociones.” Estas


palabras parecen delatar a una persona neurótica e infantil. Es más fácil decir: “¿Por qué no
solicitas un aumento de sueldo? ¿Por qué no hemos de poder hacer nosotros un viaje a Sudamérica?
Nuestros vecinos acaban de estrenar coche. ¿Es que nosotros no podemos tener coche nuevo
también?”. Al solicitar placeres que el dinero puede facilitar, cuando en lo que nos sentimos
realmente pobres es en el terreno emocional, hacemos que las discusiones sobre el dinero atenten
contra la armonía familiar. Atrapados en posturas que corresponden a los modelos representados,
hablando de una cosa cuando se refieren a otra, e incapaces de comprender la diferencia entre el
“cuidado” emocional y el material, los esposos se hallan condenados a inacabables disputas. Cada
uno de los cónyuges defiende posiciones sin nombre, cuya existencia el otro ni siquiera sospecha.

“Preguntad a una esposa si es feliz –dice Jessie Bernard – y ella os responderá: “¡Oh, sí!
Soy todo lo feliz que se puede ser.” Y, sin embargo, no cesa de tomar tranquilizantes…”

Una mujer puede oponer resistencia al avance del feminismo y rechazar todos sus credos o
principios, pero no puede olvidar que se le ofrecen alternativas que su madre no conoció. Es
posible que la abuela consiguiera bastantes satisfacciones de tipo narcisista a través de la
identificación con el esposo, las realizaciones de éste, y la posición de ella como esposa.
Actualmente, la televisión hace imposible ignorar que son muchas las mujeres casadas que están
obteniendo de la vida mucho más que conseguían las de tiempos atrás. Esto no es afirmar que ser
esposa y madre no suponga ya bastante para millones de mujeres. Evidentemente, significa mucho
eso para todas. Pero si tú eres una de esas personas que quiere ser algo más que la señora de Harry
Brown, vivir a través de éste no puede serlo todo. El no aporta suficiente aire, vida, triunfo y/o
realizaciones para dos personas.

“Pero la insuficiencia –dice la doctora Schaefer – no es vista por la mujer como su


problema personal. Ella cree que le atañe a su marido. Puede ser que la esposa se sienta
insignificante, casi nada, pero la forma de exponer la cuestión es ésta: “¡Oh! Soy muy feliz. Pero me
gustaría que George fuese más hábil. De esta manera podría desarrollar un trabajo superior:” Lo
que implica: “De esta manera podría desarrollar un trabajo superior.” Lo que implica: “De estar yo
en el lugar de George, mejoraría su labor.” Otra mujer dirá a su marido: “Si tú te emplearas más a
fondo, si aportaras todas tus facultades, podrías ganar mucho más dinero.” El observador
superficial interpreta estas palabras diciendo que denotan una ilimitada confianza en el marido.
Este sabe, en cambio, que se trata de una crítica.”

La doctora Schaefer continúa en estos términos: “Una mujer así teme hacer frente a los
peligros con que su esposo se encara. A ella le gustaría llevar una existencia más interesante, más
estimulante, pero ver tal cosa como algo que solamente él puede facilitarle. Nunca se le ocurre
pensar que el problema es suyo. Vive tan engranada con el esposo, depende tanto de él, que no
acierta a ver dónde empieza el hombre y dónde termina la mujer. Teme que al aislarse del
problema quedarán divididos, que se verá forzada de este modo actuar por su cuenta. “Por qué no
se busca un empleo?”, sugiero a una mujer de esta clase. “Usted entiende mucho de ropas. Podría
trabajar con provecho en cualquier ‘boutique’.” Pero ella se siente aterrorizada. “¡Oh, no! Nunca
podría desenvolverme bien en un establecimiento de ese género”, alega. La mujer se aferra a él y se
limita a formular lamentación tras lamentación.”

A gente así, el mensaje contemporáneo de que las mujeres tienen una responsabilidad de
atender si quieren obtener satisfacciones de la vida les suena a música celestial. Una mujer de tanta
inteligencia como su marido tratará de que éste haga una carrera porque ha sido educada en la
creencia de que lo que consiga a través de los triunfos de su esposo sobrepasará en mucho a cuanto
pueda lograr por cuenta propia.

En los matrimonios de papeles compartidos, en los cuales las mujeres contribuyen a aliviar
la carga económica, y los hombres ayudan en los trabajos domésticos, así como en la crianza de los
niños y los estudios, “las mujeres –dice la socióloga Jessie Bernard – terminan ganando un
veinticinco por ciento más que los maridos.”

“Las mujeres tienen demasiadas cosas en juego para admitir su infelicidad –dice la
socióloga Cynthia Fuchs Epstein -. En realidad, no puede preguntarse a la gente hasta qué punto se
siente feliz. En cierta ocasión, llevé a cabo un estudio referido a mujeres que habían cursado la
carrera de abogado, ejerciéndola en compañía de sus esposos, también abogados. Aunque esas
mujeres me dijeron que el matrimonio actuaba sobre la base de una completa igualdad, después de
observar la conducta de buen número de ellas me encontré con que, verdaderamente, cargaban con
los trabajos “domésticos” del bufete –el pago de facturas, la administración -, en tanto que el esposo
atendía a los clientes y llevaba los casos de interés ante los tribunales.

“Con arreglo a las normas externas, eran unas mujeres asertivas, dominantes. Guiándose
por las propias, eran “felices”, pero al decir que estaban en plan de igualdad con sus esposos
experimentaban una ilusión. Tras haberlas tratado algún tiempo, podía observarse que vivían
pendientes de ellos. Estas mujeres se encargaban en el hogar de preparar las comidas; eran ellas las
que preguntaban al marido: “¿Quieres más café, querido?” Lo cierto era que actuaban en plan de
segundonas.”

Recientemente, varios escritores han iniciado una especie de contraofensiva, advirtiendo


que a menos que las mujeres vuelvan a desempeñar sus tradicionales papeles, abandonando el
campo que ha sido siempre el varón, toda una generación nueva de frustrados e irritados hombres
invadirá el mundo.

Quisiera hablar un poco de la ira de las mujeres…


Durante toda nuestra existencia, nosotros llevamos una carga de irritación. Algunas se
sientan más irritadas que otras, exactamente igual que ocurre entre los hombres. Aunque algunas
autoridades en esta materia intentan convencernos de que el mayor potencial que para la ira posee el
hombre se halla relacionada con el sexo (hormonas, testosteronas, etc.), yo sigo dudándolo como
siempre. Lo que diferencia a un sexo de otro en esta cuestión es que las mujeres son unos seres más
reprimidos que los hombres.

Si he preferido hablar de la ira dentro del contexto matrimonial, no es porque crea que no
hay matrimonios felices. Yo sé de muchos. Ahora bien, cualquier merced que se hace a las
mujeres a modo de recompensa por toda una vida de inhibiciones, ha de originar enojos y disgustos.
¿Y cuántas mujeres pueden citar el matrimonio en sí como origen de nuestra turbulencia? Casi
siempre hemos sido nosotras las que hemos tenido más interés en llegar al matrimonio. Además, de
no haber matrimonio, ¿qué es lo que queremos? ¿El divorcio? Es una salida demasiado temible.
“Conforme voy adentrándome en mis conversaciones con las mujeres –declara Sonya
Friedman -, voy descubriendo más y más motivos de irritación. Un momento de depresión, la
obligación de acostarse temprano, la falta de energías, el hecho de ser las tres de la tarde y de andar
todavía en bata… Estas son diversas formas de la ira femenina. “Me arrepiento”, dice una de ellas
“de haberme preocupado tanto por los estudios. Antes solía tener ilusiones; ahora estoy convencida
de que no se va a realizar ninguna. Incluso temo la vuelta al centro de enseñanza, porque me veré
obligada a destacarme, a competir”. Casi toda la ira se enfoca sobre la manera como fue educada.
Siempre le dijeron que el matrimonio suponía la solución de todos los problemas. La típica ama de
casa norteamericana no posee más identidad que la del esposo; en consecuencia, no puede
exteriorizar sus irritaciones. No tiene más remedio que centrar su ira sobre ella misma. He aquí la
causa de que haya tantas mujeres deprimidas.”

La entrevista de que voy a hablar ahora me dejó muy conmovida. Mi interlocutora era una
mujer de treinta y cinco años. Pensé al principio que la suavidad de su discurso formaba parte de su
prematura y asimiladas pasividad. Lo que me dijo me hizo comprender que se trataba de la calma
que viene después de la batalla promovida por el encuentro con las propias emociones.

“Mi madre murió hace cinco años, de enfisema. Era una mujer sumisa, y mi padre tenía un
carácter muy dominante. Me pasé la vida viendo cómo la pobre “se tragaba” sus iras. Mi madre era
una persona plácida, amable. Habría hecho cualquier cosa con tal de evitarme, de haber podido, las
turbulentas emociones que he experimentado. Y nunca me enseñó cómo sobreponerme a ellas. Al
principio pensé que mis padres formaban un matrimonio perfecto, porque jamás le oí discutir. Fue
una experiencia difícil para mí, a la muerte de mi madre, deshacerme de la ira que me inspiraba a
veces. Pero aquélla fue una experiencia liberadora al mismo tiempo, por haberme revelado la
existencia de la cólera, del odio, así como del amor. Parte de mi ira nació del hecho de verme
obligada a no sacar mi título profesional hasta el día en que mi marido pudo disponer del suyo. De
mi madre había aprendido que, dada mi condición de mujer, tenía que cederle a él el primer puesto.
De ella provenía mi deferente actitud con los hombres, y le guardaba rencor por haber recurrido a
semejantes enseñanzas. Me casé con alguien totalmente distinto de mi padre y tuve mis problemas
a la hora de aceptar sus atenciones. Hace muy poco tiempo que dejé de verle como un ser débil; lo
que le ocurre es que tiene una alta opinión de mí, aparte de inspirarle tiernos sentimientos. Yo no
podía apreciar estos antes porque andaba a la busca de aquello que mi madre me anunció que iba a
encontrar. Mis padres me han inspirado, con todo, un gran respeto siempre. No estoy enojada con
mi padre. Lo estoy con mi madre, porque soy como ella, porque me enseñó a ser como ella. Por el
hecho de amarme, me enseñó a “tragarme” mis iras”.

El diálogo es la válvula de escape de la ira menos perjudicial. Las palabras constituyen el


medio más fácil para disiparla o, al menos, alterar las circunstancias determinantes de su aparición.
Pero una de las primeras cosas que se prohíbe a las chicas es la traducción directaº de las ideas en
frases. De pequeña, la niña, una criatura despierta, inteligente, es el ser predilecto de la madre. Los
pediatras están de acuerdo en que las niñas aprenden a hablar antes que los niños, haciéndolo
siempre con mayor fluidez. Conforme nos hacemos mujeres, esto cambia. Se inicia nuestro sutil
adiestramiento en el silencio.

Aprendemos que la espontaneidad en expresarnos puede hacernos perder amigos. Nos


enseñan a redactar mentalmente nuestras ideas, a reducir las emociones fuertes, transformándolas en
blandos eufemismos. “Cuando voy a algún sitio con mi marido –dice una mujer de treinta años -,
me gustaría participar más en las discusiones. Pero me ocurre que cuando he llegado a componer
mentalmente una frase, la conversación ha derivado ya hacia un nuevo tema.”
Con respecto a la espontaneidad, carecemos de experiencia. La fluidez de expresión que
esta mujer logró durante sus estudios se ha desvanecido en el curso de los diez años que lleva
metida en su casa, dedicada a la crianza de sus hijos. No lamenta ser madre; lo que no acierta a
comprender es por qué siente una desazón tan fuerte ante la perspectiva de participar en una
conversación de sobremesa con varios amigos. “Hay muchos hombres que no son precisamente
brillantes, pero esta circunstancia no les paraliza, no les impide seguir adelante. ¿Por qué no he de
meter baza con la misma naturalidad que ellos en el curso de una simple charla?”

Al igual que muchas otras cosas, aquello que pone en relación el cerebro con la lengua
requiere su utilización a diario, a fin de mantenerse en perfecto uso. Sin la práctica, nos
abstendremos de hablar, pensando que podemos sufrir una humillación, que nos exponemos a decir
lo menos indicado, o bien nos quedaremos atascadas en medio de una frase.

Tenemos también la desventaja social de la voz femenina. Muchas veces he aventurado


una opinión que ha pasado inadvertida, igual que si hubiese sido invisible; la misma idea, luego,
expuesta por una voz de varón, ha sido aplaudida. Estas experiencias no nos habilitan, por
descontado, para barajar diferencias de opinión en torno a una película, o acerca de un partido de
tenis. ¿Cómo pueden habilitarnos entonces con vistas a las repentinas y violentas emociones de la
ira?

¿A cuántas mujeres habéis oído expresando su hostilidad de un modo inteligente?


Nuestras voces suenan cargadas, no de la fuerza de la cólera y de la decisión, sino de una inflexión
de ansiedad que aleja a los oyentes. Temen que perdamos el control de nuestros actos; les “fastidia”
nuestra exposición super-emocional. “Las mujeres son así. No saben discutir con lógica.” Lo que
nos conduce a la furia no es lo ilógico de nuestro argumento, sin la falta de experiencia en hablar
agresivamente. Nosotras mismas tememos el ataque de histeria. He tenido ocasión de participar en
grupos de mujeres muy preparadas e inteligentes, socialmente organizados, viendo cómo se
desintegraban, entre gestos de desánimo, al hacerse patente la incapacidad de alguien de exponer su
ira ante otra de las presentes. Nos resulta más fácil mostrarnos iracundas ante un hombre: no en
balde fue una mujer quien nos enseñó a suprimir nuestros accesos coléricos. Las lágrimas y los
sollozos: éstos son los únicos sonidos delatores de la ira que nos son permitidos.

Sin modelos femeninos aptos para enseñarnos como encauzar nuestra ira en una forma
socialmente aceptable, tememos la emoción, la negamos. “Cuando me encontraba en el colegio –
me cuenta una mujer -, tomé lecciones de esgrima. Una de las reglas de este deporte especifica que
al iniciarme un encuentro debe darse un fuerte taconazo en el suelo, agresivamente. No hay que
decir una sola palabra, sólo hacer eso. Era lo que me gustaba más de aquella actividad.”

En su libro sobre la violación, Against Our Will (“En contra de nuestra voluntad”), Susan
Brownmiller describe una clase de karate, orientada hacia la defensa personal, en la cual el
instructor, un hombre, ordena a sus alumnas que le golpeen con la mayor fuerza que les sea
disponible. El les había asegurado que no podían causar daño alguno a sus músculos,
profesionalmente endurecidos, autorizando, por tanto, a las chicas para que se mostraran cuan
agresivas quisieran. La autora señala que al principio ni una sola mujer fue capaz de golpear al
instructor con todas sus fuerzas, y que muchas no pudieron asestarle ni un golpe siquiera.
Ciertamente, el aprendizaje de la protección personal se inicia ya como un problema emocional.

Por el hecho de que la sociedad prefiere que estemos siempre en condiciones de mostrar un
rostro bonito, a las mujeres se nos ha enseñado a reprimir nuestras iras, de la misma manera que en
el siglo XIX, por razones similares de mantener a raya “el sexo”, se popularizó la clitorectomía.
“Ayúdenme”, solicitamos suplicantes a los psiquiatras, a los médicos o a los sacerdotes, incluso de
nuevo a la madre. Decimos que nos sentimos “nerviosas”, y tomamos tranquilizantes, aspirina y
ginebra, y cursos sobre “Feminidad Total”. Decimos que somos felices, pero, inexplicablemente,
sufrimos dolores de cabeza, úlceras, o fatiga crónica. Decimos que nos sentimos aburridas, y nos
dedicamos a jugar, a tener amantes o a gastar dinero en los grandes almacenes. Decimos que no
estamos de humor y le negamos al esposo toda expansión sexual. Afirmamos que nos sentimos
menopáusicas y vivimos en un estado de angustia física y/o mental por espacio de una década.
Entre varios médicos de prestigio se ha extendido la opinión formal de que nuestra enterrada y
humeante ira, oculta mucho tiempo, puede incluso conducir a la silenciosa explosión del cuerpo
contra sí mismo: el cáncer. Nuestra ira contra la falsa idealización del matrimonio es tan
inaceptable que la volvemos contra nosotras mismas, en el sentido más profundo de la expresión.

Habla una mujer de cuarenta y cinco años: “Me casé en la catedral de San Patricio, un
mediodía. No se podía hacer mejor tal ceremonia. Yo he llevado a cabo muchas cosas rectamente,
supongo que impulsada por los deseos de mi madre. En su época juvenil no dispuso de las
oportunidades que yo tenía y se esforzó en procurármelas. Era una mujer de carrera que trabajó
mucho durante toda su vida, y esperaba que yo también me destacara. Obtuvo muchas
satisfacciones con lo que mi hermana y yo hicimos, si bien nunca nos elogió directamente. Nos
enterábamos de su actitud por sus amigos. Así pues, heredamos de ella esta ambivalencia:
“Vosotras debiérais mejorar mis realizaciones…” Más también había en sus palabras una inflexión
especial, reveladora de la existencia de ciertos celos.

“Yo tenía que destacarme haciendo algo práctico en el mundo. Fui educada con esta idea
y, por otro lado, con la que debía casarme y crear una familia. Mi madre solía rezarle mucho a
Santa Ana. Ya sabe usted lo que es eso: “Santa Ana: dale a mi hija un hombre.” Al cumplir los
veinticinco años, como siguiera soltera, traspasó su devoción a San Judas, el santo patrón de las
causas desesperadas. Esto produjo una especie de dualidad en mí. Especialmente por lo que al
trabajo respectaba. Es difícil trabajar junto a un hombre, y competir con él, en busca del mismo
ascenso… No obstante, una necesita al mismo tiempo su aprobación como mujer.

“El matrimonio facilitó que mejoraran mis relaciones con mi madre. Una vez casada, dejé
de trabajar. Iba a ser la joven matrona clásica del East Side neoyorquino, una irlandesa católica.
Pero mi esposo falleció y tuve que volver a la lucha. De esto hace quince años, y puedo decir que
he triunfado profesionalmente. Ahora bien, alienta en mí este rencor de ahora… De haber sido
educada para mostrarme normalmente agresiva, no hubiera tenido que asumir posturas blandas en
determinadas situaciones profesionales. Como mujer, siempre he necesitado contar con la
aprobación del varón, antes de que pudiera pensar que me sería posible conseguirla como
profesional y compañera. Me he pasado muchos años sonriendo a hombres de menor capacidad que
yo…

“Actualmente, mi madre depende de mí. Ya no estoy enfadada con ella por el hecho de
que se abstuviera de darme su aprobación cuando yo era una niña. Ella era así. Hoy me llamó por
teléfono al despacho con el fin de preguntarme si era correcto que vistiese unos pantalones para
tomar un avión. Hace algunos años me habría irritado por hacerme tan estúpida pregunta durante
las horas de trabajo. En la actualidad soy capaz de controlar mi enfado. Quizá se haya suavizado
mi carácter. Procuré disponer de tiempo para ella, aún a sabiendas de que me exponía a aplazar una
entrevista ya concertada. En tal aspecto, creo que la considero como si se tratase de una de mis
hijas. Es una responsabilidad, algo que he de pagar, junto con otras cosas. Tal proceder me deja un
buen sabor de boca. Todavía existen, en período latente, las hostilidades de otro tiempo, los detalles
con que me atormentó siendo más joven… Ahora bien, procuro evitarlos, no acordarme de ellos.”
Esta mujer murió de cáncer un año después de haberla entrevistado. Sus dos hijas están
siendo criadas por su hermana, quien me preguntó si le permitiría leer las declaraciones que la
difunta me hizo. “Me entristecí al ver cuán enfáticamente negaba mi hermana que le irritasen
ciertas cosas –me escribió la mujer -. Dijo que gracias a que había comprendido, había podido dejar
a un lado todo gesto colérico… La verdad es que me hubiese gustado verla encolerizada al
enfrentarse con algunas cosas, con determinadas personas. Y esto no le ocurrió siquiera cuando la
vida le hizo objeto del último y terrible asalto.”

Dice la doctora Schaefer: “Conozco a muchas mujeres cuyas vidas están dominadas por
esta idea: “El no me dejará” El movimiento feminista se basa en la responsabilidad personal, pero
hay muchas mujeres que se figuran que, una vez liberadas, todos los bienes del mundo caerán sobre
sus regazos, sin más. Piensan así: “Ahora, que me he sacado de encima aquel hombre que me
enervaba, todos me darán algo: mi jefe, la vida, mis hermanas…” Como las mujeres no fueron
criadas para desenvolverse de un modo autónomo, no comprenden la necesidad de una
responsabilidad personal para lograr que los lemas de la liberación signifiquen algo.” Deseamos ser
“libres”, pero de todas maneras queremos que haya alguien que nos cuide.

La furia contenida, resultante de la superidealización del matrimonio, considerado como la


solución de nuestros problemas, contribuye a la aparición de la agorafobia. “Podría incluso
denominarse “fobia del ama de casa” –dice Sonya Friedman -. “Es bastante corriente”, dice, y
alude al gran número de mujeres que temen dejar la casa sola, o que no les gusta. Tiene que ver con
el miedo de que, una vez fuera, enfrentada la mujer con los grandes espacios abiertos, sienta el
irresistible impulso de huir.”

Un detective privado que trabaja para una importante agencia de Nueva York me facilita
una descripción de la tradicional ama de casa que abandona el hogar. Todos los pormenores son
dignos de uno de esos sentimentaloides seriales que nos ofrece la televisión: se casa a los
diecinueve años, tiene hijos poco después, cuenta con poca o ninguna experiencia laboral, etc.
Suele rondar los treinta y cuatro años cuando se siente distinta de sus más convencionales
hermanas, y desaparece con el fin de iniciar una nueva existencia.

En un matrimonio simbiótico, una se sienta protegida, apegada… Tan apegada, en efecto,


que ninguna separación puede ser tolerada. Todo énfasis puesto en una elección individual,
cualquier ira expresada, suponen una traición. He oído describir este tipo de matrimonio con las
siguientes palabras: “Un largo y silencioso paseo, cogidos de la mano, rumbo a la sepultura.” Un
psiquiatra conocido mío lo llama “el féretro tapizado de mimos”. Hace tiempo que los hombres se
zafaron de él. Las mujeres, ahora, empiezan a seguir su ejemplo.

“En el terreno del amor, me había mostrado más apasionada con algunos hombres que con
el que escogí para esposo –cuenta una mujer a su consejero matrimonial -. Hubo en mi vida un
actor por el que yo estaba loca. Era un tipo emocional, que supo dar a nuestra aventura amorosa un
toque especial. Pero me asustaba la idea de convertirlo en mi marido… En consecuencia, me casé
con alguien a quien juzgaba estable como una roca, como mi padre. Con el tiempo me di cuenta de
que tras la aparente calma de Larry se ocultaba un ser egoísta, en el que no se podía confiar; pero
era ya demasiado tarde. Yo, emocionalmente, dependía en gran medida de él. Estaba fuera de casa
hasta muy tarde, no telefoneaba… Yo me echaba la culpa de todo lo que me ocurría. Mi
desesperación iba en aumento. Pero por la mañana del día siguiente no quería encenagar las aguas
revolviéndolas. Por otra parte, tenía tantas cosas que hacer, que solía olvidarme de mi
desesperación. Preparaba los desayunos, mandaba los chicos al colegio y siempre me esforzaba en
poner buena cara a todo.”

Nuestra cultura recompensa a las mujeres por “tragarse” sus iras y/o dirigirlas a otro punto
cualquiera, lejos del de su procedencia. ¿Quién se atreverá a censurar en voz alta a la compulsiva
ama de casa, a la leona de la Sociedad Anti-Porno, a la incansable asistenta social, a la
superprotectora y exigente madre que todo lo hace por el bien de los demás? No sabemos de dónde
extraen tales personas sus energías; ignoramos, asimismo, qué sacan de todas esas actividades.
Puede ser que las evitemos, que rehusemos su compañía, pero no podemos llamarlas malas
mujeres/esposas/madres.

Muy frecuentemente, esas mujeres son obsesivas/compulsivas, que sufren unas formas de
conducta que nada tienen que ver, aparentemente, con la ira. A diferencia de la gente deprimida
que orienta sus iras sobre ella misma, las personas obsesivas/compulsivas expresan las suyas hacia
fuera, exteriormente, pero de un modo tan indirecto que nunca necesitan enfrentarse con sus furias.

Aunque, habitualmente, se habla de ambas cosas a un tiempo, ligeras diferencias separan a


las compulsiones de las obsesiones. Las compulsiones son actos repetidos de conducta, como el de
estar vaciando los ceniceros a cada paso mientras el fumador está utilizándolos todavía, o el de
esponjar los cojines del sofá en el momento en que alguien se pone de pie. Si habéis estado junto a
personas compulsivas, viendo hasta qué punto exasperan a cuantos entran en contacto con ellas,
reconoceréis que una fuerte hostilidad da la impresión de desparramarse de modo impreciso por el
ambiente. Por otro lado, las obsesiones no son acciones, sino pensamientos. La gente obsesiva
tiene su mente constantemente inundada de ideas repetitivas… Este es el caso de la mujer siempre
preocupada, pensando que a sus hijos puede haberles ocurrido algo terrible, imaginándose que su
esposo va a dejarles, etc. De nuevo, la ira ha tomado un disfraz; es una constante conjura de
dolores, pérdidas y desenlaces fatales. Nadie tiene pensamientos obsesivos felices. Las obsesiones
y las compulsiones son repetitivas porque es preciso defenderse una y otra vez de las ocultas iras.

“Una de las cosas que mejor recuerdo de mi madre –dice una esposa de veintiocho años –
es el increíble enojo que sentía por cosas sin importancia, como la de hallar algo tirado en el suelo
de la cocina. Perder un botón provocaba en ella una irritación tan fuerte como si hubiese
descubierto el más grave de los pecados en una de sus hijas. Decidí que sus arrebatos se debían a
que se sentía atemorizada. Cada cosa que yo hacía mal era para ella un indicio expresivo de que
algo peor iba a suceder. Ahora he visto asomar en mí misma su ira, al dirigirme a mi pequeña. Y
esto me da miedo.”

Dice Sonya Friedman: “La mujeres tienen problemas con la ira porque no se hallan
dotadas de un sentido de seguridad. En primer lugar, las mujeres son una extensión de sus familias,
pasando luego a serlo de sus esposos. La mayor parte de ellas se casan antes de haber completado
su desarrollo. Normalmente, el hombre tiene más poder, así que cualquiera que sea el sentido de
identidad que ella posea, éste queda anulado. Los hombres no hacen esto a las mujeres porque sí; lo
hacen merced a la sumisión de ellas. Las mujeres han sido tan condicionadas para el matrimonio
que firman el contrato, renunciando a la autonomía, a cambio de la dependencia. Más tarde lo
lamentan: “¿Qué podría hacer para salvar mi matrimonio del fracaso?” Habría que decir a tales
mujeres que no hay respuestas prefabricadas. Es posible que con el tiempo establezcan contacto
con sus iras, pero esto significa volver al principio, al tiempo en que aprendieron que la recompensa
de doble filo que consiguieron de la madre quedó pagada con la renuncia o debilitación de su
independencia y confianza en sí mismas.”
La doctora Friedman continúa diciendo: “La ira es algo positivo. Cuando una mujer no es
feliz en su matrimonio y se muestra apática, indolente, sé que me va a costar un trabajo ímprobo
ayudarla. Si se siente irritada, sé que me encuentro ante un caso mucho más favorable. Cuando
logro hacer ver a una mujer que se ha procurado una serie de mercancías falsas, no es cólera lo que
siente, sino rabia…”

Por su parte, el doctor Sydney Q. Cohlan manifiesta: “Así, como no existe ninguna hija
que colme las fantásticas ilusiones de una madre, tampoco hay madre alguna que esté a la altura de
la imaginación de la hija, que sea como ésta piensa que debe ser.” Para continuar con la ficción de
que nos une a la madre una relación ideal de una clase u otra, por debajo de las superficiales y
cotidianas fricciones, inventamos una frase oportuna que resume lo que tenemos con ella. Al igual
que las palabras de un criptograma, éstas ocultan la situación real: “Mi madre y yo marchamos muy
bien ahora. Nos entenderemos perfectamente en tanto no vivamos demasiado cerca una de otra.” O
bien: “Nunca le he reprochado a mi madre su manera de criarme. Lo hizo lo mejor que supo…”
Realmente, a menos que ella fuera una de las raras madres malévolas, lo hizo lo mejor que pudo o
supo. No obstante, lo que ella hizo o no hizo, nos duele. La niña que hay dentro de nosotras está
furiosa todavía. Si repasáis este párrafo y volvéis a leer las dos frases anteriores, observaréis que
ambas contienen una buena dosis de ira.

“La tarea a cumplir por la parte adulta que hay en vosotras es no contradecir a esa niña
irritada que lleváis dentro –declara el doctor Robertiello -. En el caso de que no procedáis así, esas
niña pugnará por salir y desplazará la ira sobre otras personas, como, por ejemplo, vuestro marido, o
la traducirá en síntomas psicosomáticos, depresiones o compulsiones.”

He aquí un ejemplo de cómo una mujer de veinticinco años sabe y no sabe, a un tiempo,
que está irritada con su madre: “Mi madre tenía la idea de que no hablando de lo sexual era como
se evitaba que pasaran determinadas cosas. Ni siquiera cuando mi hermana quedó embarazada y
tuvo que abortar, fue discutida aquella cuestión. Fui virgen al matrimonio porque creía en lo que mi
madre decía: que cuando se era una buena chica todo lo demás salía bien. Todo mi vida me he
preguntado qué importancia tenía aquello. Sé que mi madre no tenía la culpa, pero me sentí estafada
al no poder hablar nunca de sentimientos y emociones a medida que iba creciendo. Los hombres
me inspiran una ira cierta, pero no quiero que mi hija lo advierta. No obstante, es inevitable que
observe el resentimiento que siento hacia mi esposo. El es una buena persona. Me casé con él
porque le amaba y porque fue aceptado por mi familia. Deseaba que mi madre aprobara mi
matrimonio.”

Esta mujer está irritada con su marido porque no hizo que el sueño se convirtiera en
realidad. Dice que no culpa a la madre de nada, que, por descontado, no está enojada con ella, cosa
que no es verdad, en modo alguno. Junto al amor que siente por su madre alienta otra emoción:
furia. Difícilmente se puede comprender que podamos sentirnos iracundas y al mismo tiempo
deseosas de perdonar. Las dos cosas no se excluyen mutuamente. Solemos pensar que si odiamos a
alguien, lo odiamos hasta el fin. Esto representa no haber comprendido lo que separa lo consciente
de lo inconsciente, lo que hay entre el ser adulto y el niño.

La solución no consiste en dirigirse a la madre y recriminarla por lo que pasó hace veinte
años. Nuestra irritación no se centra en la madre de hoy. Ella, probablemente, no sabría, no
comprendería de qué le estamos hablando. Puede suceder también que la madre esté muerta…, lo
cual no significa necesariamente que no estemos todavía enfadadas con ella. “Únicamente cuando
descubres la fuente de tu ira –dice el doctor Robertiello- puedes ser capaz de dejar de desplazarla
sobre tu esposo o sobre tú misma.”
Existe una gran diferencia entre estar enfadada con alguien y “culpar” de lo que sea a la
persona interesada. Si se pone delante de ti un psicópata y te da un puñetazo en la nariz porque te
ha confundido con la esposa de su jefe, es posible que te sientas irritada, pero no debes culparle por
su acción. Has de comprender que no es una persona responsable. Incluso puede inspirarte
simpatía. Pero, claro, está por en medio lo del golpe en la cara, que te duele, que te mantiene
irritada. De una manera similar, tu madre, tal vez, hizo o dejó de hacer esto o lo otro guiada
siempre por las mejores intenciones. Esto no atenúa el dolor ocasionado por la agresión. Te
sentiste dolida y reaccionaste. “En consecuencia –explica el doctor Robertiello – serás tú quien
confiese claramente su ira, no ocultándola tras esta frase: “¡Pobre mamá! Se portó lo mejor que
pudo.” Dándote cuenta de que tu ira es inapropiada para la situación presente, juzgándola infantil,
podrás ver las cosas con una perspectiva adecuada. Ello te libera de volver a vivir en el tiempo
presente una situación del pasado.”

Parte del problema es debido a que, incluso ya mayores, la niña que llevamos dentro se
halla todavía fijada, vis-à-vis con la madre, en algún período vital tan primitivo, y tan imbuido de
ideas residuales de infantil omnipotencia, que no hay una marca distintiva entre la ira y la
anonadación. Nuestro inconsciente no nos permitirá sentir, y menos expresar, la rabia que nos
inspire la madre. Procediendo así se suscita un sentimiento de culpabilidad y el temor de matarla.
“Los pensamientos iracundos contra nuestras madres no son aceptables –dice la doctora en
psiquiatría Lilly Engler -. No hay nada más difícil de afrontar que la ira de una madre contra la hija.
Es casi imposible. El sentimiento de culpabilidad es muy intenso.”

Aparte de dolores de cabeza, depresiones, úlceras y otras enfermedades, la ira reprimida


puede adoptar la forma de un masoquismo sexual, idea repulsiva que frecuentemente, y de una
manera gratuita, es aplicada a todas las mujeres. Freud lo observó en tan gran número de pacientes
suyas que lo consideró biológico, algo que aportaban los genes. Estaba en un error, desde luego.
Es un factor de tipo cultural, y puede ser alterado.

Como ejemplo de las raíces de una particular clase de masoquismo sexual, ahí tenemos el
caso de la madre que dice a su hija: “Te has portado mal. Espera a que llegue tu padre.” Dice una
madre joven: “En nuestra casa, la disciplina era siempre controlada por mi padre. A veces se
mandaban que me retirara a mi habitación, hasta que él llegara, y yo permanecía sentada en el
cuarto, sola, temblando. Mi padre me inspiraba terror, y hasta diría que el temor que he sentido
siempre de ser rechazada por los hombres se debe a él. El miedo que me producía era menos
intenso que la necesidad que sentía de contar con la aprobación de mi madre. Esta me daba la
impresión de ser el único baluarte con que podía contar para defenderme. Ella dominaba el hogar,
incluido él. Y así, después de haberlo catalogado como figura de falsa autoridad, como el malo, lo
manejaba a su antojo. Conspirábamos. Cuando salíamos, ella nos decía: “Procurad estar de vuelta
a las doce, pero si realmente lo estáis pasando bien, llamadme y le diré que no es tan tarde como se
figura.”

En su momento, esta mujer llegó a considerar a su madre como una víctima del aterrador
varón, que había de ser lisonjeado, al que había que decir mentiras y, sobre todo, controlar… De lo
contrario, su salvaje temperamento amenazaba con estallar. La mujer continúa hablando:

“Tuve que alejarme de casa y dejar pasar bastante tiempo para que empezara a percibir con
qué se enfrentaba en realidad mi padre. Solía pensar en él como un ogro, pero que mi madre lo
gobernaba. Existe un fenómeno paralelo en mi matrimonio: yo había aceptado apreciar el de mis
padres en su valor nominal. Cuando mi marido se dejaba llevar por la ira, descargándola sobre mí –
se pasó diez años diciéndome que era una frígida, una castrada, una pura nulidad en el aspecto
sexual -, yo aceptaba sus recriminaciones. Daba por sentado que los hombres eran así, que hacían
gala, perpetuamente, de un carácter tormentoso y agresivo. Nunca me mostré airada con mi esposo
porque mi madre me había inculcado que la mujer que lo es de veras maneja al hombre a su antojo
valiéndose de palabras suaves y de tretas astutas. Si yo me volvía contra él violentamente, ¡me
comportaba entonces como un hombre!”

Cuando la madre asigna al padre el papel de administrador de la disciplina, el mensaje


inexpresado es el siguiente: “Estoy muy enfadada contigo, pero no voy a expresar mi enojo porque
las mujeres no procedemos así. Las malas personas, los sádicos del mundo, son los hombres. Esto
es tu padre… Te descalabrará.”

Más adelante, casada ya la hija, ésta procede conforme a lo que le han dicho que ha de ser
el papel de la mujer: esperar que el hombre la disminuya, que la hiera psicológicamente,
físicamente incluso. Puede ser que tal estado de cosas le inspire aversión, pero se acomoda. Es lo
que le han enseñado a esperar. Es una mujer, ¿no?

Lo más importante de todo, y con terribles consecuencias para la sexualidad de las mujeres,
es que, al sentirse irritada, ella manipula al hombre para que éste exprese sus iras, tal como hizo la
madre. Es decir, proyecta su ira en él. Le incita por diversos medios a manifestarse con furia… Por
ejemplo: hace que descubra como por casualidad que el vestido que le habían dicho que costaba 20
dólares costó realmente 75. Luego, la mujer dispone de la melancólica satisfacción de hacerse
pasar por víctima de la ira masculina. El hombre es un tipo vil, pero varón. Ella es sumisa, pero
hembra. El esquema psicosexual, establecido en la infancia, es vivido por la mujer.

Por otra parte, si es nuestra necesidad ser tan simbióticas con nuestro marido, y no
separadas de él, tanto como sea posible, no haremos nada que pueda excitar su ira. En vez de
utilizarlo para expresar nuestros enfados, concentraremos éstos sobre nosotras. Nos vemos como
personas fracasada, atormentadas por el insomnio; nos consideramos compulsivas amas de casa,
víctimas de obsesionantes ideas sobre el envejecimiento, sobre la muerte. Quien se enfrenta a
menudo con estos temores y estas furias internas es la clásica mujer controladora, la que gusta de
fiscalizarlo todo. Estamos refiriéndonos a la regañona, criticona y dominante ama de casa.

Dice la doctora Friedman: “Consideramos a la esposa fiscalizadora como una mujer segura
de sí misma. Lo opuesto es la verdad. En muchas ocasiones, es tal el error que siente ante la
posibilidad de ser controlada, o abandonada, que decide asumir su papel clásico. La mujer que
tiene que habérselas con una madre fuertemente controladora se vuelve con frecuencia inflexible
por el hecho de abrigar el temor de ser la niña desvalida de otro tiempo. Controla al hombre antes
de que éste vaya a hacer lo mismo con ella, o adelantándose a su abandono. Pero cuanto más
importuna se manifiesta, y más extrema su fiscalización, más siente la respuesta de él, más
aterrorizada se siente ante la idea de que se canse de aguantarla y la deje por fin. Cualquier
espontáneo impulso por parte del hombre debe ser refrenado, a causa de que el siguiente podría ser
el que determina la separación.”

En las relaciones humanas, el temor es casi siempre contraproducente. Cuanto más teme
una esposa el abandono del marido, más regañona se muestra, más se esforzará por gobernarle
como si fuera un niño. El hombre se harta de tantas lágrimas, se cansa de que revisen sus bolsillos,
en busca de no sabe qué pruebas, le fatiga la constante ansiedad. Y desaparece.
La joven, al observar que su madre asume el papel de mártir, en lugar de expresar sus iras
directamente, asimila técnicas de manipulación masoquista. “¡Oh! Está bien –dice la madre al
padre-. No te preocupes por mí si tienes que trabajar esta noche. Cenaré sola.” Esta clase de
comportamiento indica a la chica una vez más que debe inclinarse ante los malévolos medios de los
hombres. El mensaje es éste: “Cualquier resentimiento o ira que las mujeres puedan exteriorizar no
es nada si se compara con los arrebatos de mal genio de los hombres, la cruel ética de que se valen
en los negocios, la complacencia con que provocan las guerras, y los censurables espectáculos a que
dan lugar con sus apasionamientos durante los partidos de fútbol, que han arrojado como resultado,
en ocasiones, hasta peleas sangrientas.”

Son enseñadas técnicas de agresión pasiva: un método para dejar que el hombre sepa que
estás irritada con él, negando en todo momento tal realidad, no facilitándole así ningún asidero
susceptible de ser utilizado para captar el problema. Estas acciones de agresión pasiva pueden ser
muy sutiles, no conscientes o verbales: el acto de retener una respuesta apropiada, por ejemplo. Un
caso clásico es el del hombre que es consciente de que ha dicho o hecho “algo”. “¿Qué es lo que
marcha mal?”, pregunta a la esposa, que se muestra quieta y silenciosa con él. “¡Oh, nada!”, replica
ella. Niega que algo no va bien cuando todo en la esposa, su rostro, su cuerpo, su actitud, su
postura, proclaman a gritos lo contrario.

Tales métodos para evitar la expresión de la ira crean una alianza entre las mujeres de la
familia; frecuentemente, todo constituye una manera de evitar la competición sexual. Presentando
al padre como una especie de duende amenazador, la hija se esfuerza por mantenerse alejada de tan
tormentoso y dañino ser. Sólo la madre es increíblemente amable y buena. Es éste un truco del
cual se vale ella para ganar en la competición planteada por los padres para averiguar a quién de los
dos quieren más los hijos.

Formalizado el matrimonio, cuando se produce alguna riña, el hombre es calificado de


agresor; nosotras somos las víctimas. Ya sabíamos que todo acabaría así. Los hombres únicamente
acarrean dolor. Los hombres no pueden amar. Una inseguridad básica está siendo expresada: todo
depende de este otro ser. Su ira, su pérdida, su desaparición, o muerte, nos anula. Careceríamos de
naturalidad si no nos lamentáramos de necesitar tanto a alguien. Pero nuestra fuerza de
dependencia suaviza cualquier amago de hostilidad. Si el matrimonio fracasa, tenemos más a
perder que él. Dice Sonya Friedman: “Las madres dicen a sus hijas: “Eres tú quien debe
encargarse de lograr que el matrimonio marche bien. Para eso, el ochenta por ciento de la
responsabilidad es tuya, en tanto que a él sólo le corresponde un veinte por ciento.” No es de
extrañar que, en todos los estudios, las mujeres tiendan a echarse la culpa a sí mismas cuando algo
marcha mal en las relaciones matrimoniales.”

No ocurre igual con lo relativo a la actividad sexual. Esta incumbe al hombre en su


totalidad. Si esto es así, ¿qué es lo que ha de hacer la esposa cuando se producen fallos en el citado
terreno? “Antes de casarnos, Sam no me quitaba las manos de encima –manifiesta una joven
esposa, entristecida -. Ahora no despierto en él ningún interés.” El único consejo que emana de la
sabiduría popular es el de la experimentación con los márgenes seguros: probar un nuevo perfume,
irse de viaje a Hawai en una “segunda luna de miel”. Dice la doctora Schaefer: “La esposa no está
condicionada para comprender que es tan responsable de la sexualidad en el seno del matrimonio
como él. No logra imaginarse una iniciación en lo sexual totalmente nueva, diferente, alterando los
habituales papeles activo/pasivo.” “¡Eres una frígida!”, grita el hombre en el colmo de su ira,
porque sabe que en aquel fracaso a él le corresponde como mínimo la mitad. Pero él es el experto
sexual. Si nos tacha de calamidad sexual, le creemos. Nuestra es la culpa por entero.
En algún punto escondido, recóndito, de nuestro ser está la verdad. Por ella sabemos a qué
atenernos. Es aquí donde se localizan las iras residuales.

Poco es lo que podemos hacer en cuanto al problema. La relación de poder ha quedado


establecida desde la adolescencia: nosotras somos la arcilla maleable; él es el escultor. Hazme
como tú quieras. La tiranía del orgasmo comienza: la verdadera, la auténtica relación sexual, la
orgásmicamente realizada vida sexual con tu esposo hará de ti una mujer diferente, una mujer real,
una mujer más bonita, más relajada, más enérgica, que siente la felicidad de vivir. En nuestra
sociedad secular, una de nuestras últimas convicciones consiste en una especie de sexual
misticismo, y el orgasmo “como debe ser” representa su tangible signo.

Es un hecho médico lo que muchas mujeres afirman: haber experimentado maravillosas


sensaciones sexuales sin llegar al orgasmo, lo mismo que es cierto que muchas mujeres tienen
orgasmos sin experimentar placer sexual, o bienestar. El importante legado de Freud es la noción
de que el “orgasmo vaginal” constituye de alguna misteriosa manera la medida de la feminidad o de
la salud psíquica.

“Una mujer neurótica y de caracterizada dependencia puede ser muy orgásmica –afirma el
doctor Robertiello -. Personalmente, en mis trabajos clínicos he encontrado mujeres, alojadas en las
salas más olvidadas de los hospitales psiquiátricos, que son multiorgásmicas. Hay otras mujeres
cuyo organismo funciona perfectamente, que gozan con la relación sexual, pero que nunca, a lo
largo de su existencia, han experimentado un orgasmo. Cuando decimos que se produce una
disminución de la sexualidad con la pérdida del yo en la simbiosis, no debemos confundir lo sexual
con el orgasmo. No sabemos qué es lo que hace que unas mujeres experimenten orgasmos y otras
no. No existen correlaciones exactas entre el placer sexual y el orgasmo.”

“La causa de que una mujer se incline por lo sexual para evidenciar sus iras –declara Sonya
Friedman -, radica en el hecho de que ésta es la única arma de que dispone. Superficialmente, su
tendencia se inclina hacia la aceptación de la culpa, pero ocultamente, por no poder ser asertiva en
otro aspecto, ella se inhibe en cuanto a lo sexual. En casi todos los problemas maritales que estudio
aprecio una incompatibilidad de este tipo. Los hombres no se hacen cargo de que lo sexual no
comienza en el dormitorio. El cree poder criticar a su esposa, decirle a gritos que como madre o
ama de casa deja mucho que desear, para luego conducirla al dormitorio, pensando que le acogerá
de buen grado, amorosamente. El hombre ha sido capaz de separar el amor de la relación sexual; no
es éste el caso de la mayoría de las mujeres. Para el marido, el matrimonio no es el núcleo central
de su vida. Para la esposa y madre a todas las horas del día, y a veces de la noche, si que lo es…”

Un número significativo de mujeres no se desentienden por completo de sus esposos, pero


se valen de lo sexual como si fuera una operación de trueque… una especie de “caramelo” que el
hombre consigue cuando la esposa desea obtener algo de él, o cuando experimenta un sentimiento
de culpabilidad, o cuando teme que el marido puede dejarla. El castigo que se deriva de convertir la
actividad sexual en un artículo de consumo es que se la reduce a simple chantaje, y el hombre que
lo tolera es, desde luego, un perfecto zoquete. En tales circunstancias, se esfuma del matrimonio el
respeto y, asimismo, cuanto podía haber en él de romántico y de excitante.

La actitud citada no siempre constituye una maniobra fríamente consciente. Puede ser que
la esposa se vea atormentada por repentinos dolores de cabeza, que se sienta fatigada, exhausta, que
diga que los chiquillos pueden oírlos, etc. No importa que al negarse al hombre esté negándose a sí
misma. Está ganando algo preferible a la actividad sexual en su estado de dependencia: los
envenenados gozos del control.
Dice la doctora Friedman: “Cuando una mujer centra su ira sobre sí misma, y se vuelve no
sexual o no orgásmica, está haciendo varias cosas. A un nivel inconsciente, se niega a ceder a él la
más profunda parte de sí misma, quizá la única zona en la cual se considera dueña de un control
total. Muchas mujeres, simplemente, no desean el intercambio sexual con el hombre con que se
casaron. He conocido muchas mujeres que son selectivamente orgásmicas… Igual que algunos
hombres son selectivamente impotentes. Eso no tiene nada que ver con la técnica. Ella está
irritada, amargada. No quiere proporcionarle a él este placer: dejarse ver abandonada a sí misma.
No quiere que él vea que posee este poder sobre ella. Se niega a intensificar su placer. Si una
mujer va al matrimonio pensando que el marido ha de cuidar de ella, lo cual incluye hacerla sexual,
plenamente orgásmica, y una persona realizada, se siente demasiado atemorizada para decirle a él lo
que quiere.”

La doctora Friedman continúa: “Cambiar esta forma de pensar, según la cual el hombre es
responsable no solamente de la actividad sexual de ella sino también de su orgasmo, es algo que,
sencillamente, a una mujer le resulta imposible. Obligarse a sí misma a comprender que lo sexual
es por su propio placer, que es una cosa que lleva a cabo activamente para sí, supone un proceso
que obliga al replanteo de la instrucción recibida en la materia.” Preferimos guardar silencio,
mostrarnos enojadas y asexuales.

Es una idea bastante común que el orgasmo se halla íntimamente relacionado con la
confianza que el compañero sexual inspira a la mujer. “Si te sientes irritada, cauta, o recelosa –dice
el doctor Engler -, percibes la necesidad de controlarte. Y has de controlar a tu pareja también. Si te
esfuerzas constantemente por controlarlo todo, no podrás llegar al clímax, ni mostrarte espontánea
en lo sexual. Ni en ninguna otra cosa.”

Existen, desde luego, hombres muy cabales que merecen la máxima confianza. Y, sin
embargo, sus esposas se pasan la vida recelando de ellos. Yo no creo que esto de mostrarse serena
y natural en lo que atañe al sexo sea, simplemente, una cuestión de fe en el hombre, o en su
conocimiento de las tretas eróticas. Coincidiendo con Eric Erikson, opino que la “confianza básica”
se aprende primeramente en la relación con la madre. El padre es inmensamente importante, desde
luego, pero a menos que se genuinamente compartido, en nuestra primera etapa con la madre,
transcurren años antes de que entre en nuestra existencia con algún grado de significación. Uno de
los fundamentos de nuestra actitud hacia el propio cuerpo es la adoptada por la persona que nos
cuida, que nos baña, que nos adiestra en los procesos del aseo. ¿Fue ésta el padre? La confianza es
una cosa de principio en lo sexual. Puede ser alterada, afectada, aumentada o disminuida por lo que
ocurra con los hombres. Se inicia con la madre.

Me contó una vez Leah Schaefer que al negarse su madre a prestarle el dinero que
precisaba para financiar sus estudios de terapeuta, la irritación causada por tal negativa le
proporcionó el coraje necesario para escribir su libro Women and Sex. “Pero a partir del momento
en que inicié mis investigaciones –explica la doctora mencionada -, las relaciones con mi madre
fueron mejorando. Fue preciso quizá que surgiera la irritación para llegar hasta allí, pero el que está
se incrementara no fue el resultado de afrontarlo. Lo opuesto era lo cierto. La relación con mi
madre mejoró progresivamente, hasta el día de su muerte, porque quedé liberada de mis antiguas
irritaciones contra ella.”

La niña teme desafiar sexualmente a la madre. La mujer traslada sus inhibiciones a las
experiencias personales con los hombres, pero ahora es él quien falla: no le “da” un orgasmo. Y, no
obstante, la simple lógica nos dice que cada miembro de la pareja es responsable del resultado
solamente en un cincuenta por ciento. Es más fácil echar la culpa al esposo que agitar de nuevo
nuestras soterradas iras contra la madre.

Con todo, de enfrentarse una con las irritaciones de la niñez y expresarlas –aunque
únicamente sea para nosotras mismas -, éstas no reducen a cenizas el amor real existente entre
madre e hija. Estoy empezando a comprender que no puedo hacer nada que ocasione la destrucción
de mi madre. Puede ser sexual, así como libre, diferente de ella en el trabajo y en la vida que he
escogido, pero también me es posible tener una relación con ella. Y será mucho más real que la
mítica “Mamá Amada por Todos los Conceptos” que, inconscientemente, estuve reteniendo.

Siempre experimenté la impresión de que, para conservar el amor de la madre y merecer su


aprobación, una tenía que ser perfecta. Tenía que mostrarle lo que deseaba ver, y no la persona que
había ido desarrollándose en los años pasados lejos de ella. Lo que sé ahora es que este pacto que
había convenido mataba cualquier oportunidad de ser yo misma, tanto si estaba a su lado como si
no. ¿Y no estaba yo haciéndole lo mismo a ella?

Somos nosotras quienes nos forjamos nuestros propios fantasmas.


CAPÍTULO 12
UNA MADRE MUERE. NACE UNA
HIJA. SE REPITE EL CICLO
Durante nuestra luna de miel empecé a menstruar con dos semanas de anticipación. Nunca
me había ocurrido una cosa semejante. Lo interpreté como una señal: el misterio del matrimonio
me envolvía en su plenitud. Diez meses más tarde me sentía aterrorizada al pensar en la posibilidad
de un embarazo.

No exagero. Estaba aterrada ante tal perspectiva, como hubiera podido estarlo una chica de
dieciséis años. El matrimonio se me había aparecido una vez como el fin de la aventura. Ahora el
embarazo me amenazaba, tomándolo como el término de la vida misma. Recé, pidiendo estar
equivocada, y lo hice con el fervor de una monja

Fui a ver a un joven doctor norteamericano, que vivía en una de esas bonitas y sombreadas
calles situadas enfrente de Via Veneto. La consulta me dejó aún más confusa de lo que estaba al
observar el desdén que le inspiraba al doctor una mujer casada que no quería tener hijos. Después,
me encontré con Bill en el Café de Paris. Nos sentamos en una de las mesas del interior en lugar de
ocupar nuestro sitio habitual en la terraza, que nos permitía disfrutar contemplando las pasagiata de
la tarde. Bill pidió un coñac para mí. Yo estaba temblando. ¿Qué era lo que nos parecía tan
terrible? ¿Por qué nos comportábamos como dos conspiradores, que se escondieran para huir de las
consecuencias de una acción dudosa? Pensábamos que nuestra actitud tenía mucho que ver con la
circunstancia de no hallarnos en condiciones de poder mantener una familia. Queríamos disponer
de más tiempo para nosotros. Bueno, esto era lo que decíamos. Había una idea que ni él ni yo
queríamos traducir en palabras: no deseábamos ser padres, simplemente.

Sólo después de haber pasado dos o tres años, a contar desde el día de la ceremonia, me
tuve por una mujer realmente casada. “Jugar al matrimonio.” Con estas palabras describiría lo que
fue aquel primer año vivido en nuestro bonito apartamento de Roma. Estábamos representando-
actuando en un país extranjero. ¿Y cómo la mera firma de un documento puede cambiar una vida?
Las chicas jóvenes se imaginan a sí mismas de casadas con mucha anticipación; cuando la realidad
llega, se les antoja un sueño. Necesité algún tiempo para transformarse en esposa, para renunciar a
mis fantasías sobre el resultado del matrimonio. Aquel primer año, aquellos primeros dos años, no
llegué a amar a Bill como lo amaría después. Los niños (lo habíamos decidido Bill y yo) llegarían
más tarde. Los dos nos hallábamos todavía absorbidos por nuestro enlace. Bill estaba iniciando
una nueva carrera como escritor. Éramos jóvenes. No dudábamos de que llegaría un día en que
seríamos padres. No ahora.

Varios años más tarde, en el momento en que mi madre y yo nos deslizábamos por una de
las puertas giratorias de Bergdorf Goodman, llegó a mis oídos el final de un breve comentario: “…y
en la revista se afirma que los defectos de nacimiento son más frecuentes entre los hijos de parejas
que apenas hacen uso de la vida marital…” ¿Cómo?

¿Era mi madre quien había pronunciado tales palabras? En el momento de reunirme con
ella, se había abismado en una serie de consideraciones sobre los tonos pálidos de los lápices de
labios, en un intercambio verbal con la dependienta que se ocupaba del mostrador de Estée Lauder.
El botiquín de mi madre está lleno de tubos y frascos de cosméticos, apenas usados, entre los que se
encuentran los matices más suaves. Aún así no suele utilizarlos… Yo no estaba muy segura de
querer alargar su comentario. Ella dio por terminado el tema adquiriendo un par de pinceles para
labios, uno para mí y otro para su colección. Seguidamente se dirigió a la sección de zapatería. Mi
madre había evitado siempre toda conversación sobre el tema de la sexualidad.

“¿Es que no sabéis escribir sobre cualquier otra cosa? –preguntaba, a lo mejor -. ¿Es que
ignoráis que hay otras cosas en la vida?” No se ponía realmente en plan crítico cuando formulaba,
medio turbada y vacilante, tales observaciones, mientras saboreábamos unos martinis. Ella
representaba su papel. Nosotros nos ocupábamos de los nuestros: ser “diferentes”, no ser como los
hijos de nuestros vecinos, no ser yo como mi hermana, quien había dado a luz tres hijos en los
cuatro primeros años de matrimonio.

Siempre me he preguntado qué es lo que le hice abortar a mi madre el día de la visita al


Bergdorf. ¿Andaba barruntando una charla íntima de madre e hija sobre bebés? Creo que no.
Había conseguido representar ya el papel de abuela en toda la amplitud necesaria: mi hermana la
llamaba por teléfono a diario para hablarle de sus hijos, confiada siempre en su consejo y apoyo
económico, pero teniendo que aguantar todas sus críticas. Mi madre estaba convencida de que al
proceder así ejercía un derecho. Mi hermana era ya toda una madre, pero a los ojos de la nuestra no
contaba más de trece años: se maquillaba con exceso, hablaba demasiado de prisa, era exagerada en
cuanto al vestir, y debía dejar de fumar…

No, hasta ahora no he llegado a creer que mi madre tratase de apremiarme para que
comenzara a formar una familia. Al rememorar su historia personal, aquella circunstancia de haber
sido abandonada con dos niñas por criar, cuando contaba sólo veinte años, yo veía confusamente
que intentaba advertirme que existían unos riesgos imprevisibles en el matrimonio, que todas las
adorables fantasías de la maternidad no se hacen automáticamente ciertas al final de los nueve
meses, y que a veces es preciso pagar un precio muy elevado por determinadas cosas. Más que
sentirse alejada por las consideraciones de Bill y mi “preocupación” por lo sexual, ella se calentaba
las manos en nuestro fuego, intentando decirme que si me convertía en madre, la cualidad nuestra
que más gozo le producía podía perderse. Hasta el presente, no creo que ella lamente que Bill y yo
decidiéramos no tener hijos.

Hace cuatro años prescindí de la píldora. Vivíamos entonces en Inglaterra. Una de


nuestras amigas iba a dar a luz. Mi médico de Londres –como habían hecho todos los ginecólogos
de los distintos países en que viviéramos – me señalaba el reloj y emitía presagios que me hacían
pensar en el día del Juicio Final: no me estaba haciendo más joven, precisamente. Lo más
impresionante es que no me acuerdo de que Bill y yo nos sentáramos en una sola ocasión uno frente
al otro con el fin de discutir sobre la paternidad. Parecíamos haber llegado a esta encrucijada de
nuestras vidas por un camino casi negativo: puesto que siempre habíamos supuesto que un día
tendríamos niños, cuando el momento fue oportuno –una amiga de mi edad se disponía a recibir a
su primer hijo – él se ocupó del asunto.

“Llegamos a una decisión sin formularla –comentaba Bill recientemente -. Ni tú ni yo


estábamos expresando nuestros deseos. O nos habíamos expuesto mutuamente convencionales
ideas sobre empleos, carreras, dinero, dónde y cómo vivir, sobre qué esperábamos del matrimonio.
Pero nuestra decisión era demasiado grande, se hallaba profundamente implantada en nosotros. En
nuestra defensa, hemos de recordar que eso ocurría antes de que surgiera el movimiento de no
paternidad. No obstante, volviendo a esa decisión, he de señalar que tener un hijo significaba una
pérdida de confianza en nosotros mismos. Nos estábamos rindiendo ante unas inconscientes
suposiciones en torno a lo que el mundo parecía pedirnos. Ellos tenían razón. No tener nunca un
hijo era una decisión demasiado trascendente para ser juzgada con nuestros propios valores. En
cuanto a mí, me sentía como socavado en mi negativa al comprender que debía de aparecer extraño,
inhumano, no queriendo ser padre. El desapego a mis verdaderos sentimientos me hacía indeciso y
pasivo. No me creía con derecho a imponerte mi rareza”.

No fue aquella una idea en la que yo me adentrara apasionadamente. Simplemente, asentí,


pero sopesando menos los pros y los contras que cuando había que tomar la decisión de cambiar de
país de residencia. Sin embargo, como mi amiga había experimentado molestias en su estado, yo
también empecé a tomarme la temperatura y a registrarla. Incluso visité un hospital, donde
permanecí un día entero, para que me hicieran un chequeo completo, y asegurarme así de que me
hallaba en la forma idónea. (En lo más recóndito de mi mente permanecían grabados diez años de
continuos interrogatorios: “¿Cómo? ¿No estuvo nunca embarazada? ¿No ha abortado nunca?”,
solían inquirir los ginecólogos, no otorgándome precisamente puntos por tan esmerados cuidados)
Me disponía a ser tan responsable del nacimiento de un hijo como lo había sido de mi renuncia
anterior. Una vez enterada de que mi organismo estaba en perfecto orden, traté de quedarme
embarazada.

La desapasionada ausencia de preguntas sobre la decisión todavía me desconcierta. Al


igual que Bill, quizá pensé que no tenía derecho a privarle de la paternidad. Me siento intimidada al
pensar que nosotros, que siempre discutíamos minuciosamente todos los aspectos de nuestra
existencia en común, nos mostrábamos tan silenciosos y pasivos en lo tocante a aquella cuestión.
Estar casados, vivir juntos, movernos por el mundo a nuestra voluntad: todo esto era natural para los
dos. Tener un hijo era algo realmente radical para nosotros, apartado de nuestro estilo, no nacido de
nuestra imaginación. Y, con todo, lo aceptábamos, aunque sabíamos que, si yo llegaba a concebir
un hijo, nuestras vidas cambiarían totalmente, y de una manera dramática. Sin la menor garantía de
que el cambio se produciría para algo mejor.

Me mostraba apasionada sobre un aspecto de la maternidad: había de dar a luz un chico.


La idea de un pequeño Bill de oscuros cabellos y grandes ojos castaños constituía una maravillosa
fantasía. Habiendo crecido sin la sombra de un padre, me dije que ya sabía lo que era vivir con
mujeres. Sólo un chico colmaría mis ansias, notifiqué a Bill mientras nos dirigíamos en nuestro
coche a México, con motivo de un encargo profesional de no muy segura base, que nos permitiría
vivir allí durante un año. Hablábamos de vez en cuando sobre el tema, y yo bromeaba al referirme a
mi insistencia en tener un chico, y me ponía mortalmente seria cuando declaraba que no deseaba
una hija. Algo en mí me decía que nunca, por ejemplo, dejaría que la niña realizara viajes como
aquél, hacia lo desconocido. Sería una madre que tendría más miedo por su hija que por ella
misma.

Dos meses después de haber abandonado la píldora, volví a tomarla. Una vez más no se
trataba de una decisión consciente respecto de la maternidad. Nuestro trabajo nos exigía regresar a
Nueva York. Había que aplazar la formación de una familia con tanta rapidez como antes habíamos
acordado lo contrario. Un año después, sustituí la píldora por el diafragma, y hace cosa de un par de
años Bill y yo decidimos definitivamente no tener hijos. En rigor todo provino al decirme un día
Bill: “¿No es ciertamente una buena cosa que no hayamos tenido hijos?”

Hoy repaso mentalmente mi trayectoria de anticonceptivos, miedos causados por la


perspectiva del embarazo, gráficos de temperatura, y me pregunto qué diablos estaban haciendo dos
personas inteligentes al no formularse nunca conscientemente una decisión, sobre uno de los más
importantes pasos de su vida. He dicho que no me sentí realmente casada hasta llegar al segundo o
tercer año de nuestro matrimonio. Actualmente, el actual estilo de mi matrimonio hace que nuestras
relaciones de los primeros seis años me parezcan las de simples conocidos. A veces le digo a Bill
que no puedo imaginarme que podamos seguir juntos tanto tiempo como el que llevamos viviendo
así. La vida que llevamos, el matrimonio que hemos creado, recurriendo al criterio y a la
imaginación cambiarían de haber por en medio un niño. Independientemente de cuanto lo
amáramos, por muy buenos padres que fuéramos, Bill y yo seríamos dos personas diferentes. No sé
si eso sería mejor. Me doy cuenta perfectamente de la clase de esposa que soy, y poseo una idea en
cuanto a la clase de madre que sería.

Aquellas cosas que me gustan más en mí misma no quedan nunca lejos de las que me
agradan menos: la ansiedad, que espero aporte una tensión creativa a mi trabajo; el temor, que me
impulsa a buscar la proximidad de alguien. Hasta el punto de que en los días en que creo en lo que
mi esposo siente por mí, y por mi trabajo, no he hecho más que superar la ansiedad residual que me
queda de haber sido en otro tiempo la “hija de mi madre”. Puedo controlarme ante la llamada
telefónica anónima por la noche, sé dominar mis temores ante la posibilidad de un fracaso o un
éxito, estoy por encima de las opiniones de los vecinos. Ya no me imponen estas cosas porque
percibo la distancia que existe entre mi yo actual y el de otros tiempos. Estoy en condiciones de
poder alejar todo eso de mí. Pero de tener una hija, jamás podría estar segura de que ella pudiera
ser tan afortunada. Esa distancia entre la autonomía y el temor se estrecharía y mi angustia la
volvería a ella ansiosa. Para protegerla limitaría su mundo, y por consiguiente el mío. De este
modo, lo que tengo con Bill y mi trabajo quedaría puesto en tela de juicio. Volvería a ser la hija de
mi madre.

Al entrevistar a Helene Deutsch, ésta me habló del instinto maternal. “¿Está usted
diciéndome, doctora Deutsch, que llegará un día en que me arrepentiré de no haber sido madre?”, le
pregunté, incrédula. “Sí –me contestó ella, sin la menor vacilación -. Se arrepentirá usted siempre
de no haber tenido un hijo.” Incluso ahora, unas palabras como éstas me llenan de ansiedad.
Parecen expresar la sabiduría alcanzada por los humanos durante siglos y siglos. Unos segundos
después, vuelvo a mi certeza anterior. Hoy, si una persona me hablara de tales pesares, replicaría
que jamás intentaré pasearme por el espacio como una astronauta, ni ser presidente de los Estados
Unidos. Estas cosas también deben de producirle a una la sensación de que ha logrado realizarse.
Pero he aprendido a prescindir de ellas, a vivir sin tales aspiraciones.

No espero que mi historia sea exactamente igual a la de cualquier otra mujer, pero
sospecho que la mayor parte de nosotras abrigamos unas ideas semejantes. Siempre fantasearé con
la imagen del hijo. Me imagino a Bill hablando con él de los libros que leía de niño, de la mitología
nórdica y de The Water Babies. El hecho de que haya decidido no tener ningún hijo no significa
que no sueñe con él, que no piense cómo hubiera podido ser…

* * *
Comencemos relatando una historia que refleja cómo se modelan los papeles madre-hija.
Peggy está preparando su primera gran comida para agasajar a sus padres, después de la
boda: una magnífica pata de cerdo de Virginia. Al disponerse a trinchar la pieza, el flamante esposo
pregunta a Peggy por qué ha cortado la pata unos centímetros por encima de la canilla, antes de
meterla en el horno. Peggy parece sorprendida. “Mi madre siempre lo hizo así”, exclama.

Todos miran a la madre de Peggy.


“Eso es lo que mi madre hacía también –dice la mujer, algo turbada -. ¿No es acaso una
costumbre general?”
Peggy telefonea a su abuela al día siguiente, preguntándole por qué razón en la familia las
patas de cerdo son cortadas por encima de la canilla antes de meterlas en el horno. “Lo hice
siempre así –responde la anciana -, igual que mi madre.”

Sucede que en esta familia hay mujeres de cuatro generaciones, que todavía viven. Una
llamada telefónica a la bisabuela, y el misterio queda aclarado. En cierta ocasión, cuando con su
hija –la abuela de Peggy-, una chica de corta edad entonces, preparaba una pata de cerdo para hacer
un asado, vieron que la bandeja era pequeña, por cuya razón hubo que cortar la pieza unos
centímetros antes de meterla en el horno.

Cuatro generaciones de mujeres que se amoldaron, sin preguntar por qué, a una
circunstancia válida tiempo atrás, que había dejado de tener validez. Y todo porque estaban
convencida de que era preciso proceder de aquel modo. Lo habían visto hacer a la madre… Se trata
de un episodio divertido, que ilustra sobre la forma en que asimilamos aquellos detalles de la madre
que decidimos imitar (por ejemplo: sus habilidades culinarias…). Ahora bien, junto a ellas
incorporamos también algunos aspectos menos racionales y no examinados, sin que nos demos
cuenta de ello.

Aquí es donde empieza uno de los grandes misterios femeninos. Todo el mundo puede ver
que hemos asimilado muchos de los más negativos rasgos de carácter de la madre; pero nosotras no
lo admitimos. Los negamos, y consideramos la imputación como una acusación. Nos irritamos y
volvemos a insistir en nuestra negativa. Y, sin embargo, un día advertimos que nos estamos
comportando con nuestra hija de una manera represiva, tal como actúo nuestra madre con nosotras.
¿Cómo ha podido suceder eso? Nos juramos que nunca había de ocurrir. Hemos de mostrar a
nuestra hija solamente el maravilloso y cálido afecto que encontramos en la madre. En cuanto a lo
demás –las regañinas constantes, las ansiedades, la timidez sexual, la falta general de espíritu
aventurero -, bueno, lo demás nos limitamos a dejarlo de lado. Y, no obstante, generación tras
generación de hijas llegan a ser mujeres llevando consigo la herencia del triste equipaje de la madre,
pasando de unas a otras.

¿Por qué se repite el ciclo?


Dice la doctora Schaefer: “En ocasiones, me veo reflejada en un espejo, por unos
segundos, y mi aspecto me desagrada. Es cuando más me parezco a mi madre. Estoy refiriéndome
a una enérgica y especial expresión, la que se dibujaba en su rostro cuando andaba atareada con uno
de sus proyectos. Cuando yo era niña, me mantenía muy pegada a mi madre. La adoraba. Pero
aquel gesto decidido, que sin emplear palabras expresaba “nadie se cruzará en mi camino”, me
inspiraba una aversión tremenda. Últimamente he comprendido que no era ese rasgo el que me
hacía reaccionar de aquel modo. Era su forma de comportarse conmigo al aparecer la conocida
expresión en su cara. Quería significar que se hallaba tan atareada con sus labores asistenciales
benéficas que prefería ignorarme.

“No podía reconocer que la odiaba. Tenía que pensar que era aquella expresión lo que me
disgustaba de su persona. En otras palabras: me decía que tal característica no era mi madre. Mi
madre real era aquella otra persona buena, cordial, que siempre disponía de tiempo para mí. Su
gesto claro de decisión constituía una cosa ajena a ella, algo aparte. Había separado la buena
madre de la mala. Me negaba a reconocer el lado malo. Luego, cuando tuve una hija, comprendí
que Katie me odiaba por el mismo motivo que yo había odiado. En la época en que estaba dando
fin a mi tesis doctoral, permanecía encerrada en mi despacho durante semanas enteras. Una noche,
Katie me dijo: “Te odio. He dejado de quererte. Puedes quedarte en tu despacho para siempre.”
Sentí dentro de mí algo terrible. La había ignorado de la misma manera que mi madre me ignoraba
a mí. Había dado lugar a la repetición de aquello que precisamente más me había repugnado.”

En este relato se encuentra el patetismo de la doble atadura paternal. La madre no reñía,


criticaba o imponía restricciones porque fuera cruel. La doctora Schaefer no se encerraba,
alejándose de su hija, porque fuese egoísta. En Leah Schaefer había una necesidad real de redactar
su tesis, de conseguir su título, de completar su formación profesional; tenía que trabajar para ganar
el sustento de su hija y de ella misma. Recordando su desventura de niña, al no poder disponer de
su madre, se podía pensar que se esforzaría por tener más tiempo para su hija. No es así como
funciona el inconsciente. Por el hecho de estar comportándose igual que su madre, obraba de
manera apropiada. Para mantener la atadura con su madre, para evitar la ira hacia aquella madre de
su niñez, Leah Schaefer se convirtió en su propia madre.

¿Por qué razón las hijas repiten en sus vidas muchos aspectos de la madre, incluidos
aquellos que más odian? El doctor Robertiello dice: “Existen dos mecanismos en funcionamiento.
La acción que arranca de la adopción de un modelo es muy consciente, teniendo mucho que ver con
aquellas partes de la “buena” madre que nos gustaban. Por este motivo, no se requiere más que un
momento de introspección para descubrir que la naturalidad con que nuestra madre se conducía con
los desconocidos, y la habilidad que desplegamos como anfitrionas, se hallan conectadas. En algún
punto, la servidumbre al modelo se oscurece con la introyección. Este proceso es más difícil de
comprender por ser sobre todo inconsciente, quedando marcado por una fuerte dosis de ira
reprimida orientada hacia la madre “mala”. Adoptamos sus aspectos negativos a fin de no verlos en
ella. Si se nos han incorporado, no tenemos por qué odiarla, y correr el riesgo de una furiosa réplica.
Las malas somos nosotras. La mitad maligna de la madre ha sido entonces introyectada.”

Ni siquiera una niña abandonada, o enviada a algún punto lejano puede pensar: “Mi madre
no me necesita.” Ha de razonar. “Mi madre me quiere, pero me castiga porque hice esto o aquello
mal. La falta no es suya. Intenta corregirme. Me aleja de ella para que aprenda a ser mejor. Mi
madre es buena. En mí sí que hay maldad.”

Puede aportarse un ejemplo muy corriente cuando, por ejemplo, la madre se niega a
dejarnos ir al cine con unas amigas. Entonces nos resulta odiosa y la separamos de la buena madre
que el día anterior nos compró un bonito vestido. Sin embargo, si una de nuestras amigas dice: “¡No
hay derecho! Tu madre es demasiado severa”, salimos en seguida en defensa de ella: “¡Oh, no!
Probablemente me lo merezco”, contestamos. “Últimamente me he portado muy mal.” No nos
gusta que los de fuera critiquen a nuestros padres, especialmente a la madre. Esto exterioriza a la
madre mala, haciendo surgir la amenaza de la liberación de nuestra contenida cólera, que destruiría
la relación. Resulta más fácil y seguro sentir que somos nosotras las malas, y no ella.

Tal proceso es automático, irreflexivo, inconsciente e inevitable. La niña no puede aceptar


la terrible soledad que causa el odio hacia la madre. La introyección se presenta en casi todas la
uniones no premeditadas que tienen lugar en las profundidades del ser; es una fusión a nivel del
bebé, que no puede soportar la separación de la madre.

En circunstancias de desarrollo ideales, hacia el fin del primer año, la criatura habrá
fundido en una sola persona las imágenes de la buena y la mala madre… Llegará a una conclusión
realista: que la madre es una mezcla de ambas. Es ésta una idea altamente sofisticada, un juicio de
tanta dificultad y madura percepción que incluso los adultos se enfrentan con ella con mucho
trabajo. Nos aferramos a una especie de visión dicotómica de la gente con quien nos hallamos
íntimamente implicados, repitiendo con ellos la dualidad que nunca resolvimos con la madre. Si
nos enfadamos con el esposo, éste se convierte en el mayor bastardo del mundo, y nuestro
matrimonio, hasta el presente, nos parece que ha sido un error. Al día siguiente, cuando él nos trae
unas flores, caemos en la cuenta de que es realmente la persona más agradable de todos los tiempos.
Es ésta una infantil manera de ver el mundo, al estilo de lo que de pequeñas nos gustaba encontrar
en las películas. Todos los que llevaban sombreros blancos eran buenos. Los de los sombreros
negros eran malos, sin excepción. Todo esfuerzo por parte de los guionistas para hacernos ver que
existían determinados matices del gris en los individuos buenos, y que había algunos rostros que
podrían ser redimidos entre los malos, terminaba por sumirnos en la confusión. Solamente cuando
somos capaces de alcanzar un mayor nivel de integración psíquica podemos aceptar la existencia de
seres en los que aliente una mezcla del bien y del mal, sin oscilar hacia los extremos cuando nos
decepcionan o nos causan algún daño.

El doctor Bruno Bettelheim, en su libro The Uses of Enchantment, estudia el por qué de la
supervivencia de muchos cuentos de hadas, brujas y terribles dragones –pese incluso a que fueron
transmitiéndose verbalmente al correr de los siglos -, en tanto que la mayor parte de los relatos
infantiles publicados en nuestro época, y aún pretendiendo ser “creativamente saludables”, son
pronto olvidados. A medida que cada generación pasa a la siguiente, por transmisión oral, su
versión de lo que oyó a la anterior, quedan eliminados todos los elementos innecesarios,
contingentes o puramente personales. La “paja” queda barrida. Sólo sobreviven aquellos
elementos que tienen un significado dorado para cada época. Y, en definitiva, manifiesta el doctor
Bettelheim, los cuentos de hadas se convierten en historias universales, que “se comunican en cierta
manera con la ineducada mente del niño… (es a los niños a quienes van dirigidas)… alientan el yo
personal y estimulan su desarrollo, aliviando al mismo tiempo preconscientes e inconscientes
presiones.

Uno de los elementos que proporciona a los viejos cuentos de hadas su poder es la
frecuencia con que presentan imágenes de la madre, con la dualidad de buena y mala. La
Cenicienta es tratada brutalmente por la cruel madrastra, pero la bondadosa hada madrina la
transforma en princesa. Historia tras historia, es fácil descubrir esta oposición entre una madrastra
perversa, o una hechicera maligna, y la figura protectora, mágica, que está del lado del niño. Al
escribir acerca de cómo la abuela de Caperucita Roja se convierte de repente en un lobo que se
cubre con las ropas de la benévola anciana, el doctor Bettelheim comenta: “¡Qué necia
transformación cuando se contempla objetivamente! ¡Y qué atemorizadora!... Pero examinada la
cuestión pensando en las distintas formas de experimentación infantil, ¿habrá algo más imponente
para el niño que la repentina transformación de su bondadosa abuela en una figura que amenaza su
mismo sentido del yo cuando ella le humilla por una accidental mojadura de pantalones? Para el
niño, la abuela ya no es la persona que era un momento antes; se ha convertido en un ogro.”

Al crecer, reprimimos la inclinación que la criatura que llevamos dentro siente todavía por
la poderosa madre de la infancia, llegando a una conclusión caracterizada, aparentemente, por su
madurez: “Y bien, hay algunas cosas de mi madre que no me gustan, pero ya sé, ya comprendo por
qué se comportó de ese modo en tal o cual ocasión. Se trata de detalles sin importancia”. La madre
“mala” es ignorada. Sabemos y no sabemos al mismo tiempo que en nuestra madre alientan rasgos
que nos desagradan.

Mientras somos jóvenes, como para continuar viviendo en casa, existe incluso un grado de
tolerancia sobre aquellos aspectos de la madre que pueden clasificarse de irritantes. Podemos
soportarlos porque la ansiedad de la separación no es demasiado grande: estamos las dos viviendo
bajo el mismo techo. Puede ser que odiemos a nuestra madre, que la ataquemos verbalmente, pero
ella sigue en el mismo sitio, esperando. Una hora más tarde, un beso y unas cuantas lágrimas, y la
simbiosis vuelve, tan fuerte como siempre. Aún en el caso de que no nos mostremos afectivas, ella
se encuentra físicamente cerca, a nuestra disposición.

A medida que nos hacemos mayores, y cuando la atadura a la madre es debilitada por la
separación física o psicológica, la introyección se intensifica. Cuando nos trasladamos a un
apartamento de nuestra propiedad, al encontrar un trabajo, al entrar en relación con un amante, al
casarnos y dar a luz un hijo, al cumplir con todos esos ritos importantes de la fase de nuestro
alejamiento, damos un paso hacia delante y luego otro hacia atrás, descubriéndonos a nosotras
mismas haciendo las cosas a su modo. Asemejándonos a la madre superamos nuestras ansiedades
producidas por la separación.

Es algo así como una aproximación simbólica. Exactamente igual que en el caso del niño
que se aparte arrastrándose de mamá y se va a la habitación contigua, pero que vuelve asustado para
comprobar que la madre continúa en el mismo sitio, nosotras, conforme nos apartamos de ella en la
vida adulta, procuramos hacernos con algo suyo. Nuestro viaje es menos atemorizador teniéndola
con nosotras (en nosotras).

En la oficina nos ofrecen un ascenso. Lo hemos merecido, y estamos en condiciones de


cumplir con lo que se nos exige. Pero desde siempre nuestra madre nos ha advertido que a la gente
no le gustan las mujeres agresivas. Decidimos continuar con el cargo que teníamos. “No poseo el
menor espíritu competitivo –decimos-. La idea de progresar no me enloquece precisamente.”
Tenemos amantes, pero nunca nos liberamos de las ansiedades de la madre con respecto a las tretas
de los hombres y a la posibilidad de que nos abandonen. Es desazonante. Casi nos vemos
divididas, con una doble imagen: la mujer que se acuesta con algún que otro hombre y que goza con
la actividad sexual, y la mujer que se despierta por la mañana, preguntándose preocupada: “¿Me
volverá a llamar?” Estos son los temores de la madre. ¿Cuál de esas mujeres somos? Las dos.

El proceso de la introyección continúa aunque no volvamos a ver a nuestra madre, aunque


haya muerto, o esté viviendo en París. No es la madre presente aquella que está siendo
“introyectada”, sino la mala de mucho tiempo atrás, la que odiábamos por “saber” que estaba
haciéndonos desdichadas, cosa que nos resultaba insoportable. Cuando tenemos un arrebato de furia
contra alguien, ¿cuántas veces suele deberse a que lo que está haciendo esa persona nos revela algo
que nos desagrada en nosotras mismas?

Cuando éramos pequeñas y veíamos a mamá gobernando la casa, nos quedábamos


admiradas al observar lo exigente que era con el hombre encargado de las reparaciones domésticas,
o con el jefe de departamento de unos almacenes que había presentado una factura equivocada.
Decía siempre lo que pensaba y lograba que lo que tenía que hacerse se hiciera. Nosotras nos
desenvolvemos en tales terrenos tan bien como ella. Pero también nos acordamos de su pánico
cuando nuestro padre conducía el coche y tomaba una curva de un modo peligroso; recordamos,
asimismo, su irritación porque se le había derramado la leche, y el miedo que sentía cuando,
encontrándose sola, percibía algún ruido en la casa. Sobre todo, nosotras le habíamos introyectado
su ansiedad en torno al tema de la actividad sexual.

El matrimonio es la oportunidad que se nos depara, finalmente, para poder ser sexualmente
todo lo arrojadas que deseamos ser. Sin embargo, en vez de aprovecharla andamos preocupadas
con el mobiliario, con la limpieza, con las visitas de los amigos. Las ropas que utilizábamos de
solteras tienen unas marcadas arrugas y pliegues. Ahora nos amoldamos a los estilos de los
suburbios, que no hacen fruncir el ceño a nadie. La razón de que la relación sexual fuese más fácil
de soltera residía en que nunca habíamos visto a la madre “no casada” y sin hijos. Era éste un papel
que nosotras podíamos crear por nuestra cuenta. Ella estaba lejos –emocionalmente, al menos – y
sentíamos la punzada de una separación temporal. El matrimonio provoca una nueva reunión. De
declarar ahora abiertamente nuestra sexualidad apareceríamos demasiado distintas de lo que había
sido ella como esposa. Tendríamos que descargar nuestro enojo sobre esa decepcionante madre que
odiaba el placer sexual que nosotras anhelábamos desde la infancia, al que nos hizo renunciar para
que no perdiéramos su amor.

Cuando nosotras mismas somos madres, la introyección se acelera aún más. Al tener a
nuestra pequeña en brazos, recordamos a la madre, nos sentimos fundidas con ella, formando una
sola persona, como en ningún momento anterior. Como el sexo fue siempre una fuerza poderosa
que tiende a la individuación, no es sorprendente que lo sexual sea una de las primeras cosas que
desaparezcan.

Para complacer a la madre renunciamos al derecho que teníamos sobre nuestros cuerpos y
a la satisfacción erótica cuando éramos pequeñas. Ahora, cuando nuestra hija se toca sus órganos
genitales, no nos limitamos a fruncir el ceño. Hacemos lo que hizo la madre años atrás: apartamos
su mano de allí. Nos convertimos en custodios de niñas, en matronas, “que no se pasan la vida
pensando en lo sexual”. La madre solía mostrarse contraria. Y nosotras estamos cansadas de
batallar. Pensando en nuestra hija, y en nosotras mismas, nos unimos a aquélla. Se ha salvado la
continuidad.

De solteras, los gozos de la sexualidad eran nuestra recompensa y nuestro esfuerzo.


Permitir la misma autonomía a nuestra hija es demasiado expuesto. Carecemos de ese modelo de
madre que estimula la sexualidad de la hija. Para asegurarnos de que nuestra niña no vaya a
concebir ideas extravagantes, le presentamos la que creemos conveniente: una imagen asexual de
nosotras mismas. Nada debe suscitar prohibidos pensamientos en nuestra hija. Al cabo de poco
tiempo, nuestra mente tampoco alumbra ninguno.

La mayor parte de las mujeres con las que me he entrevistado saben que después de la
maternidad perdieron caracteres sexuales, pero no pueden decir por qué. Estaban demasiado
fatigadas, habían de mantenerse concentradas, atentas por si lloraba la niña, etc. Son buenas
razones, pero no resultan convincentes. Cuando se desea algo ardientemente, se establecen las
prioridades, a fin de alcanzar la meta propuesta. La psicóloga infantil Helen Prentiss estudia la
cuestión subjetiva y objetivamente:

“Antes de nacer mi hija, me había sentido en todo momento muy orgullosa de mi unión
sexual con mi esposo. Por encima de otras cosas, advertía que ésta me distinguía del tipo de mujer
que era mi madre. Pero cuando quedé embarazada, empecé a perder este contacto con él, abrigando
la impresión de que siempre había mantenido una posición opuesta. Sabía que a Jack le atraía mi
físico, pero que aquél en que pensaba era el de antes, el esbelto. ¿Cómo iba a sentirse apasionado
con la gruesa dama en que me había convertido? Si me abrazaba, si trataba de besarme, me
apartaba buscando cualquier excusa. Tal expansión se me antojaba inoportuna, sexual, y yo era casi
una madre. Además, contemplaba una nueva imagen de mi persona: me veía transformada en una
de esas madres que se encuentran en las páginas de las revistas, una madre cordial, afectiva, limpia,
entregada por entero a su misión. ¡Las mujeres así carecen de sexo! Son, simplemente, buenas
madres, y yo me disponía a ser una de ellas.

“Mi propia madre, moviéndose constantemente a mi alrededor, fue intensificando tal idea.
Se dejaba ver a diario por casa, con ropitas para el crío, cuando no me ayudaba a arreglar el cuarto
que íbamos a destinar al pequeño. Me tranquilizaba mucho su proximidad, porque lo cierto era que
me sentía asustada. Por entonces daba unos cursos sobre psicología infantil, pero aquello de que un
niño fuera a depender directamente de mí se me antojaba una atemorizadora responsabilidad.

Mi madre había sabido alejarse de nosotros lo suficiente para no conocer la intensidad del
lazo sexual que nos unía a Jack y a mí. Ahora maniobró en sentido contrario, dando lugar a un
acercamiento que le permitiera enterarse de todo lo concerniente a mi embarazo. De repente, dio la
impresión de hallarse en poder de todas las respuestas, justamente como si no hubiese poseído
ninguna antes de quedar yo embarazada. Me habló de sus embarazos. ¡Incluso admitió haber
tenido sus dudas en lo tocante a considerarse una buena madre!

“A medida que mi madre y yo nos aproximábamos, mi lazo físico con Jack fue perdiendo
fuerza. Fue como si mi acercamiento a mi madre representara algo incompatible con mi unión con
él. La relación sexual se convirtió en una actividad estúpida o frívola, quizá un tanto vergonzosa, y
esto era lo importante. Las largas horas pasadas anteriormente en el lecho, las mañanas y las
noches que Jack y yo habíamos dedicado a explorarnos mutuamente, aislados por completo del
mundo, componían, a mi juicio, un período de tiempo egoísta y diabólico. Aquello era más bien
propio de mozalbetes. Así que por haber entrado en la maternidad sin una clara afirmación de mí
misma, sin el establecimiento de unas prioridades en mi vida, y con mi esposo, de un modo
automático me transformé en esa imagen de mi madre. Inconscientemente, sin la menor vacilación,
renuncié a una de las cosas más importantes de mi vida y de la vida de mi marido: nuestro lazo
sexual.

“Fue como si me hubieran programado desde el nacimiento. Me alié con mi madre en este
femenino misterio, dejando a Jack fuera. Le teníamos por una especie de Dagwood Bumstead, que
quizá había sido necesario para que todo aquello se iniciara; ahora le había llegado el momento, sin
embargo, de apartarse para permitir que nosotras, las mujeres, nos enfrentáramos con las realidades
de la vida. Era como si lo que estaba trazando con mi madre ¡estuviese dirigido contra él!”

La doctora Prentiss continúa diciendo que aunque ella sabía –teóricamente,


intelectualmente, deduciéndolo de todo lo que había leído, de las mismas lecciones impartidas –que
durante los primeros meses de la vida del bebé es necesario para una madre mantenerse en
simbiosis completa con éste, no debe consentirse que tal unión interfiera la existente entre los
esposos. “Tras el nacimiento del hijo, está prohibido hacer uso del matrimonio por espacio de seis
semanas. Bueno, pues en mi caso las seis semanas se transformaron en diez. “Me mantenía en todo
momento atenta al posible llanto de la criatura, y si a Jack se le ocurría tocarme, yo, arrogándome el
papel de Super Madre, exclamaba: “Jack, por favor!” en un tono de voz que delataba mi
indignación, como si acabara de tocar un objeto sagrado.

“Sabía que sin una conexión con nuestra identidad adulta, se permanece ligada
simbióticamente al hijo mucho después de haber transcurrido el lapso en que se debe estimular el
proceso de separación de la criatura. El sexo es la llamada del mundo adulto, que nos recuerda
quienes somos. Nos recuerda que podemos ser madres, pero también que somos mujeres, esposas.
Tal conocimiento fue implantado en mí muy profundamente; sin embargo, algo más profundo, más
inconsciente, latía en mí. El sexo ha sido siempre una de las mayores fuerzas que han actuado sobre
mi persona para lanzarme al mundo, para dejar el hogar y adquirir mi individualidad. Quería a mi
madre, pero aspiraba a una vida más amplia. Cuando entré en contracto con Jack, mi relación
sexual con él constituyó la definición final que me separaba, a mi juicio, de la imagen de mi madre.
Yo era otra clase de mujer; esto era, al menos, lo que me figuraba. Al tener en mis brazos aquella
criatura quedó todo alterado. Nunca se me ocurrió pensar que a Jack podía gustarle participar en la
tarea de cuidar de Sally en el curso de aquellos primeros meses. Y puesto que, al parecer, yo no
tenía ninguna confianza en él, mi marido perdió la que hubiera podido tener en sí mismo. Entonces
dejó de colaborar. En consecuencia, allí estaba yo, convertida en uno de los casos expuestos en mis
propios libros: ¡simbióticamente ligada a mi bebé, unida de nuevo a mi madre, tras haber excluido a
mi esposo de “nuestra” (mía, de la criatura y de mi madre) existencia!

“Muchas fueron las emociones que me suscitó lo que tuve con mi bebé. Y mi libido, si
convenimos en utilizar esta clase de conceptos, se hallaba intensamente orientada hacia él. Toda mi
energía libidinal estaba en juego. Mi cuerpo no era ya el de otro tiempo; la narcisista visión de mí
misma había perdido vigor. No me sentía una mujer sexual. Veo ahora que todas mis antiguas
ideas –todas las antiguas ideas de mi madre –habían vuelto: lo sexual era una suciedad, un egoísmo.
Era anti-materno.

“Si no pensáis en lo sexual durante esos primeros meses, cuando os halláis tan enfrascadas
con vuestro bebé, os despertaréis seis años más tarde viéndoos no como una mujer, sino como una
madre. Ser sexual y ser persona con un fuerte sentido de la propia identidad son ideas que van muy
ligadas. Las mujeres no logran centrarse en esto lo suficiente. Es bastante difícil ser personas
sexuales antes de convertirnos en madres. El mundo exterior puede vernos como mujeres sexuales,
pero íntimamente no estamos conformes. Resulta fácil –y peligroso- volver a ser una “agradable
dama”, una madre. Vuestra concentración en la unión con vuestro bebé en los comienzos de su
existencia es una cosa saludable y necesaria. Después de esto viene la renuncia a los problemas,
gozos y placeres de una vida adulta propia.”

Trátese de una renuncia o no, eso es lo que la mayor parte de las mujeres hacen. “Delante
de los niños, no.” Estas palabras suenan como un título de comedia musical, pero constituye, con
todo, un hecho de la vida marital. Nos sometemos alegremente a ese sacrificio porque es “por el
bien de nuestra criatura”. Es una idea discutible. La frustración y la ira quedan tras el telón que
hemos interpuesto entre nosotras y nuestra sexualidad.

Si tenemos que sacrificar tanto por su bien, perfectamente… Ojalá que sea de gran
utilidad. Estamos decididas a no ser tan exigentes como nuestra madre, pero imponemos a nuestra
hija unas normas de conducta más estrictas que las destinadas al hijo. Tras el último arranque de
mal genio de la chica, nos sentamos, dominándonos. ¡Nunca más! ¡Y qué atemorizador nos parecía
todo cuando de pequeñas nos enfrentábamos con la perspectiva de ver a nuestra madre furiosa! Y
empezamos una vez más con la mejor de las intenciones: intentamos ser calmosas, frías, amables;
nos esforzamos por hacer las cosas al estilo de aquélla. Pero incluso representando este papel, surge
una cólera interior que sabotea las mejores intenciones. No es posible ser esa “perfecta” madre sin
comparar el camino ideal que nos proponemos seguir, con la forma restrictiva de comportarse que
tiene la madre. Captar esta comparación con demasiada claridad traería como consecuencia un
arrebato de orientación: se vuelve contra nosotras mismas, contra nuestro esposo, contra las
injusticias del mundo en general. Parte de ella, inevitablemente, se derrama sobre la hija.

¿Por qué ha de gozar ella de un trato correcto cuando nosotras lo pasamos tan mal? Una
parte de nuestra ira se subvierte y se experimenta como una especie de perdón. Dice la doctora Mio
Fredland: “Cuando las mujeres tienen hijos, comienzan a sentirse más identificadas con su madre.
Liquidan antiguas discusiones. Se dan cuenta de lo que fue su vida. Disculpan arranques coléricos
del pasado, estrechándose los lazos de cariño y aumentando la proximidad. Especialmente cuando
hay por en medio una hija. Existe una comunicación directa y extraña entre la madre, la hija y la
nieta. Mi madre me confesó en una ocasión que si bien ama a los hijos de mi hermano, éstos no le
inspiran los mismos sentimientos que mi pequeña. No provienen del útero de la criatura que llevó
en su propio útero. Mi madre mira hacia el futuro, pensando en la criatura que en su día dará a luz
mi hija, y ve asegurada en ésta su inmortalidad. Tal idea hace de ella otra mujer, la transforma, la
rejuvenece.”

“Una razón principal –dice el doctor Sirgay Sanger – que explica por qué la ira que la
madre inspira en la hija se reduce tras haber dado ésta a luz, hay que verla en que la imagen de la
buena madre puede ahora ser evidenciada en la vida real. La imagen negativa e interna puede ser
reprimida, y se observa la existencia de una nueva capacidad: la de amar al nuevo ser con una pura,
absoluta, total entrega. He aquí la madre que una deseaba tener y ser. Corrientemente, tras el
alumbramiento, las mujeres irradian una contagiosa euforia. La familia, el esposo, los amigos,
quedan como inmersos en una atmósfera de cordialidad. Esto es también necesario biológicamente
para los primeros pasos de la vida del bebé y su posterior desarrollo. La depresión del postparto, en
algunos aspectos, no es una depresión corriente. Supone una limitación de la euforia. Ha quedado
señalada claramente la sensación de la mujer de que ahí está su oportunidad de mejorar y solidificar
su impresión de ser una persona digna y productiva ha quedado puntualizada. Su deseo –“Quiero
ser una buena madre para mi hija” –explica por qué algunas mujeres que nunca se habían mostrado
firmes pueden ahora decir “no” en nombre de su hija. El deseo para una madre perfecta ha
transformado en la aspiración a ser la perfección misma.

Lo habréis oído uno y otra vez: “Cuando fui madre empecé a comprender todo cuanto tuvo
que pasar la mía. Ya no me enfado con ella nunca.” ¡Magnífico! A menos que tal absolución vaya
más allá del saludable reconocimiento de los reales problemas de la maternidad, convirtiéndose en
un reforzamiento de la simbiosis original. ¿Significa esta “comprensión” identificarse con todas
aquellas cosas que odiamos en otro tiempo en la madre? ¿Nos autoriza este acercamiento a actuar
como ella lo hizo, para superproteger a nuestra hija y de esta manera limitar su separación? ¿Se ha
encendido de nuevo la luz verde para que otra vez hagan acto de presencia, sobre una nueva
generación, las antiguas ansiedades, las reprimendas, las represiones e inhibiciones sexuales?

Cuando damos a luz una hija, pensamos que seremos capaces de renunciar a la vieja
necesidad simbiótica de la madre (puede dársele otro nombre, el que queráis), hallando una nueva
seguridad con nuestra pequeña. En vez de precisar de alguien que cuide de nosotras, nos sentiremos
felizmente realizadas cuidando nosotras de alguien. Este es un tipo de idea distorsionada en la
separación: por estar atada a mi pequeña, dependeré menos de mi madre en cuanto a unión y
fortaleza.

Nadie ha de sorprenderse de que la nueva madre necesite de su propio reforzamiento como


tal. Con esto no quiero aludir a la necesidad de ayuda física y de consejo práctico, más que al ansia
de una reconciliación emocional, de una atadura con la suya. Ahora, más que en cualquier otra
ocasión en nuestra vida, al sentir en nuestros brazos el desvalido ser, no podemos hacer frente a las
viejas iras contra la madre. Irónicamente, nuestra misma madre se está dulcificando,
aproximándose más a la que nos hubiera gustado que fuera. Pero esto no ocurre por nosotras, sino
por nuestra hija.

Dice la psicóloga Liz Hauser: “Mi madre era muy cariñosa y paciente con mi hija Liza,
hasta el extremo de que se hubiera pasado horas enteras jugando a las cartas con ella para
complacerla. De niña, concebí la idea de que una debía estar en todo momento haciendo algo
productivo. En consecuencia, me faltaba paciencia para jugar a cartas. Ella no reprendía a Liza
como me había reprendido a mí porque entre las dos existía suficiente separación. He aquí por qué
es mucho más fácil ser abuela. La pegajosa simbiosis nunca se da, por cuyo motivo no hay
aportación de ansiedad y temor a la relación, ni la necesidad de aferrarse a ella… En cuanto a mí,
diré que, con frecuencia, tras haber oído contar a una paciente que sentía un terrible furor siempre
que su madre la reñía, nada más entrar en casa la emprendía con Liza, haciéndole toda clase de
recriminaciones. “¡Fíjate cómo está tu habitación!” Es muy difícil recordar que has de conducirte
con tu hija de una manera diferente a como lo hizo tu madre contigo.”

Antes de llegar a la maternidad, intentábamos encontrar en los hombres y en otras mujeres


lo que echábamos de menos en nuestra madre. Puede ser que nuestro esposo no nos ayudara en la
búsquedas de una perfecta, de una bienaventurada unión. (¿Cómo podía ocurrir lo contrario?) Al
ser madre se acaba la búsqueda. Ya no volveremos a estar sola jamás. Encontraremos en el lazo
con nuestro bebé una identidad que podremos reconocer, y toda la emoción que necesitamos.

Dice la poetisa Anne Sexton, en The Double Image:

Yo, que nunca estuve segura


de ser una chica, necesitaba otra vida,
otra imagen que me lo recordara.
Y ésta fue mi culpa más grave;
tú no podías curarme
ni darme consuelo.
E hice que me encontraras.

“Como nueva madre –explica Liz Hauser -, parte de lo que buscas en esta celestial
confusión de dependencia y proximidad entre tú y tu hija es el deseo de que cuiden de ti. Si no
disfrutase suficientemente de pequeña con la madre, ha llegado tu oportunidad. Es como si
quisieras dar la niña una compensación por lo que tú no lograste. Así pues, en una forma borrosa y
simbiótica, consigues experimentar la sensación de disponer de una estrecha atadura y de un amor
infinito. Pero no eres tú quien va a sentirse cuidada, atendida. Será la niña quien se lo lleve todo.
Ser madre supone una inmensa satisfacción, pero no es esto lo que necesitabas. Tú no eres la
criatura en esta relación. Tú eres la madre. Este es el problema de la simbiosis: existen unos
límites indefinidos. Ignoras dónde acabas tú y dónde empieza tu hija. Por último, te sientes
colérica porque tu pequeña no satisface tus necesidades.”

Puede ser que la doctora Hauser esté empleando términos de teoría psicológica, pero no
hay duda de que sus palabras provienen de muy adentro de su ser. Es madre de una hija. Todas las
mujeres mencionadas en este capítulo son, a la vez, madres y profesionales, formadas para controlar
problemas simbióticos. Y, sin embargo, tampoco ellas pudieron evitar la no separación cuando
tuvieron hijas. La manera casi hipnótica con que la simbiosis se apoderó de ellas es una
advertencia, algo que anuncia cuán ilusoria puede llegar a ser cierta baladronada: “Estoy educando
a mi hija de una manera totalmente distinta a como lo hizo mi madre conmigo.”

La doctora Hauser continúa así: “Pensar que tu hija será para ti una compensación con
respecto a lo que echaste de menos de pequeña, equivale a pasearse por las inmediaciones de una
panadería aspirando el perfumado olor de las hogazas cuando se siente hambre. No resulta
satisfactorio, pero es irresistible: al menos estás haciendo de madre, moviéndote por los
alrededores. Desde luego, al final de esta hambre insatisfecha nacen las terribles iras que las
madres sienten. Los hijos son “egoístas” y “desagradecidos”. Las iras en cuestión son peores que
otras porque aquellos a quienes van dirigidas se mantienen en contra de ellas, se defienden, no las
admiten. Pero si os detenéis a pensar en ello, veréis que la madre que arremete furiosa contra su
hija, porque ésta no le da lo necesario, no es suficientemente agradecida… ha invertido las tornas.
Es igual que si la madre fuese el bebé, dirigiéndose a gritos a su madre, en demanda de amor. Tiene
veinte, treinta, cuarenta años, y todavía desea furiosamente aquel avasallador y desbordante amor
que las criaturas pequeñas necesitan.

“Cuando estudiaba psicología –sigue explicando la misma doctora -, una de las primeras
cosas que oí decir es esto: “Desde luego, ella es hostil. Depende de los demás y los que dependen
de los demás son siempre hostiles.” Tal idea me quedó muy grabada en la mente. Es simple, pero
explica toda la dinámica del hecho Si esa dependencia es completa, estarás esperando siempre que
alguien te dé una limosna…, aunque se trate de un mundo bebé. Esperas que te dé un residuo de
amor, y en tal sentido dependes de la criatura.

“Yo he cometido esos errores, he experimentado también esas iras. Quiero a Liza y tengo
una agradabilísima sensación cuando la hago feliz con cualquier motivo. Pero a veces es como si
mediara una petición sin límites. Esto es natural en cuanto a la criatura. Ahora bien, desde el punto
de vista de la madre, la pequeña puede dejarse contemplar como un pozo sin fondo. No puedes
satisfacerla. Deseas que se inmovilice y que sea feliz con lo que ya ha conseguido. Crece tu cólera.
Lo recuerdo todo muy vívidamente. Recuerdo que las palabras dirigidas a Liza las oí antes de
labios de mi madre: “Ya has tenido eso; hemos logrado eso las dos juntas; debieras agradecer lo
que posees, y no continuar pidiendo más y más…” He aquí por qué las mujeres debieran estar bien
impuestas del proceso de la separación antes de adoptar la decisión de ser madres. Debieran
imponerse ciertas comprobaciones a sí mismas tras el nacimiento del bebé. Por ejemplo: cuando te
enfades terriblemente con una criatura que ha estado llorando, que sigue llorando, pregúntate si la
intensidad de tu ira en ese momento no se deriva de tus personales frustraciones, del hecho de que
el bebé esté haciendo de ti una desdichada cuando lo que tú pretendes es que la pequeña te haga
feliz. ¿Qué es lo que has conseguido gracias a todos esos sentimientos de proximidad, de
seguridad, de amor maternal con que habías estado soñando?”

Se cuenta en una historia, cuya paternidad se atribuye a Freud, que un águila se vio
obligada a trasladar a sus tres retoños a un lugar seguro, con motivo de haberse producido una
inundación. El agua cubrió una gran extensión de tierra, y los aguiluchos no estaban todavía en
condiciones de cubrir volando la distancia precisa para eludir el peligro. La madre asió con sus
garras al primer aguilucho y remontó el vuelo. “Siempre te agradeceré esto, madre”, dijo aquél.
“Embustero”, respondió la madre. Y lo dejó caer sobre las aguas. Con el segundo aguilucho ocurrió
lo mismo. Cuando la madre asió al tercero y se dispuso a volar hacia la seguridad, el pequeño dijo:
“Espero ser con mis hijos tan buen padre como lo habéis sido vosotros conmigo.” La madre salvó a
este aguilucho.

La deuda de gratitud que debemos a nuestra madre y a nuestro padre se proyecta hacia
delante y no hacia atrás. Lo que debemos a nuestros padres es la cuenta que nos presentan nuestros
hijos. Tener una hija constituye una de las agradables realizaciones de la vida, pero esperar que nos
procure una recompensa en el tiempo, lugar o modo de nuestra elección es distorsionar la naturaleza
de la relación madre-hija.

En el curso de períodos dilatados, el proceso de la evolución elimina todo rasgo no


fundamental para la supervivencia de la raza. Contrariamente, todo aquello de lo que depende la
raza, en lo que ésta se apoya, no puede ser confiado al capricho, la moda o la casualidad: ha de ser
acarreado por los genes. Considero que las recompensas de la maternidad son biológicamente
imbuidas, pero el grado de satisfacción puede variar de acuerdo con las circunstancias. A la nueva
madre, que siente y ve cómo su pequeño toma el alimento de su pecho, no es necesario decirle que
es feliz. Una madre de los suburbios pobres, con nueve hijos, que un día descubre que está otra vez
embarazada, es posible que piense de otro modo. La biología y la anatomía avanzan, queramos o
no. La madre soltera puede decidir la cesión de su bebé para que sea adoptado por otras personas.
Al nacer la criatura, se siente de pronto presa de la mayor emoción. Desea retener para sí al
pequeño. Está convencida de que su decisión es atinada. ¿Es real su convencimiento? No hay una
respuesta “correcta”. De lo que quiero hablar yo aquí es de la elección individual. La maternidad
proporciona sensaciones de grandeza, de valor personal, funcionales y placenteras. Hay una
pregunta que están comenzando a formularse las mujeres: “¿Existe alguna otra cosa que prefiera
hacer con mi vida, algo que fuese más satisfactorio?” En una reciente encuesta pública, tres de cada
cuatro personas consultadas –lo mismo hombres que mujeres- declararon que les parecía normal
que las mujeres no tuvieran hijos. Mi impresión es que esto refleja nuestras cambiantes actitudes,
no necesariamente nuestros más profundos sentimientos: eso es normal para otra gente, no para
mí. Pero si la mayor parte de las mujeres no piensan en el matrimonio sin hijos como una opción
permisible, ¿puede decirse que escogen ser madres?

Dice la doctora Prentiss: “Por mi propia historia se podría deducir que tomé una decisión
consciente acerca de la maternidad; pero esto no fue más que una ilusión. De niña, siempre sentía
que experimentaba solamente las emociones “oficiales” de mi madre, las que ella creía que serían
buenas para mí, y no sus emociones reales. Y de esta manera aprendí a enseñarle sólo lo que
deseaba ver, la hija en mí, no toda la persona. Tal actitud era afectiva, pero no honesta. Eso es lo
que quería compensar con mis hijos. Especialmente con una niña, porque me creía capaz de
comprender sus sentimientos. Pero no permitáis que os desoriente. Todo parece indicar que estaba
decidiendo tener un bebé por esta o aquella razón. La verdad es que nunca lo decidí en absoluto.
Jamás, conscientemente, sentí que se me diera la oportunidad de elegir. Siempre supuse que
acabaría casándome y que tendría un hijo. Esto formaba parte de la secuencia ya fijada para mí.
Sabía, simplemente, que sería madre. Todas las mujeres vivían la experiencia. Este tipo de
automática asignación de un papel nos ha ocasionado, a mi hija y a mí, muchas perturbaciones.”

Tener un hijo es algo que se espera tanto de nosotras, es algo tan programado en nuestro
desarrollo, que nos adentramos como a la deriva en lo que quizá representa el acto más importante
de nuestra vida. Nuestras razones para convertirnos en madres –aunque son difíciles de consignar –
son la primera pista para determinar si deseamos mantener nuestra identidad y permitir que nuestra
hija evolucione y se transforme en una persona individual y separada de nosotras.

La manera cómo una mujer se relaciona con su hija es una de las características de su
desarrollo normal… o interrumpido. Si esta última se ha relacionado simbióticamente con su
madre, y hace lo mismo con su esposo, no puede afirmarse que haya crecido. Ha habido un cambio,
sencillamente, en el reparto de caracteres. Oportunamente, la mujer puede independizarse algo más
del marido, pero al nacer la hija, la simbiótica desviación se dirige hacia ésta. “Va de la madre al
padre, y de éste a la hija –dice el doctor Robertiello- pero la edad emocional de la mujer, su etapa de
desarrollo, permanece invariable. No registra ningún avance. El esposo ha sido únicamente una
etapa intermedia entre la antigua simbiosis con la madre y la nueva con la hija. La mujer, como
individuo independiente en su propio derecho, nunca llegó a emerger del todo.”

Todos –hombres o mujeres – ponen empeño en preservar la idea de la identidad única.


“¡Yo soy yo!” Pocas cosas amenazan esta noción de autonomía tanto como que nos digan que
somos como nuestra madre.

Anoche, en una cena, alguien me preguntó en qué estaba trabajando. “En un libro sobre las
relaciones madre-hija” Instantáneamente, las cuatro mujeres presentes fijaron sus ojos en mí. “¿De
qué aspecto de tal relación se ocupa ahora?”, me preguntó una de ellas. “Analizo la forma de
volvernos como nuestras madres”, contesté. En los cuatro pares de ojos cargados de rímel se
desvaneció el brillo anterior. “¡Oh, no! Yo no soy como mi madre. Fue mi padre… mi abuela…
quien influyó más en mi.”

Una negativa. Una negativa bien clara ciertamente de que la mujer con quien vivimos tan
íntimamente en otro tiempo –que nos enseñó a hablar, a comer, a andar, a vestirnos; la mujer de
cuya sonrisa vivíamos – hubiera ejercido alguna influencia determinante sobre nosotras. Dos de las
cuatro mujeres declararon que amaban a sus madres, pero insistieron en que habían sido
influenciadas fuertemente por otras personas. Tuve la impresión de que acaba de ser negado ante
mí que dos y dos fuesen cuatro.

Desde luego, otras personas –el padre, la tía, o una hermana mayor – podían ser
decididamente importantes, pero ¿por qué negar con tanta vehemencia que el papel de la madre era
igualmente trascendente? ¿Por qué aferrarnos a esas otras figuras como prueba de nuestra
singularidad? Dice el doctor Robertiello: “Parece propio de una mayor madurez y también más
autoafirmativo decir que tú eres como tu tía o tu abuela, con las cuales no tienes esas dependencias
estrechas y recordadas a medias. Decir que eres como tu padre es lo mejor de todo. Implica
decisión. A fin de cuentas, él es un hombre. Esto indica que eres sexual, en tanto que ser como
mamá revela todo lo contrario, y equivale a colgarte el marbete de la no sexualidad. Declararte
como tu padre habla de una posibilidad de elección. Ser como la madre parece algo automático y
pasivo. Ser como el padre comporta cierta fortaleza de carácter. Tú has cruzado la línea sexual; has
crecido lo suficiente para poder moverte con facilidad en un mundo de hombres. ¡Eres una mujer
completa y de todo te encargaste tú, no debiéndole nada a nadie!”

El corte de la atadura simbiótica entre la madre y la hija puede ser favorecido por la
identificación con el padre o una tía, pero se inicia mejor mediante un esfuerzo de absoluta
honestidad, introspección y memoria. Tenemos que ver quién era la madre, y quiénes éramos
nosotras. ¿Cómo era realmente nuestra madre cuando éramos pequeñas? ¿Se mantenía distanciada,
no nos prestaba atención? ¿O adoptaba un aire super-protector, ocupándose de todo, lo que hacía
que sin ella nos asustara la vida? ¿Hemos sido capaces de enfrentarnos con la madre buena y la
mala, de apreciar lo que amamos y lo que odiamos, y por último, fusionarlo, sin apariencias de
sentimentalismo?

Si la causa de que desees tener una hija es el propósito de proveerte de una identidad,
revivir nuevamente la infancia por el camino que hubiera debido seguir, mantener la solidez del
matrimonio, vivir a través de alguien, o cualquier otro fin (habrá media docena de razones más de
escaso fundamento), el proceso de la separación será muy arduo. La hija no puede apartarse porque
está haciendo algo por ti. Si se va y sigue los dictados de su personalidad, tú pierdes tu identidad,
tu función, la oportunidad de vivir de nuevo la vida.

Tomar la decisión consciente en lo referente a la maternidad es uno de los actos más


liberadores que pueden hacerse por nosotras y por el hijo no concebido. Incluso en el caso de que
deseemos ser madres por razones nada realistas, sólo por saber qué es esto, hemos de considerarnos
más separadas que otra persona que no toma decisiones de ningún género, que pasivamente pasa de
la adolescencia a la madurez, para casarse más tarde y automáticamente dar a luz. Esta clase de
reflexión secuencial –o no reflexión – revela que carecemos de sentimientos propios reales. Se ha
demostrado hasta la saciedad que la mujer que dice: “Quiero tener un hijo porque así retendré a mi
marido”, actúa impulsada por razones erróneas, causantes de auto-derrotas; pero aún con tal actitud
supera a aquella que da a luz porque esto es lo que hacen las mujeres. Acertada o equivocadamente,
la primera mujer ha decidido algo, ha desplegado actividad, ha aceptado la responsabilidad que
implica quedar embarazada.
Al decidir que vamos a tener un hijo, sabiendo por qué, nos evadimos de la impresión de
que fueron “ellos” los que nos indujeron ello. Si la maternidad es decepcionante, si la tarea de traer
al mundo un bebé es más dura de lo que nos habíamos figurado, al recordar que la idea partió de
nosotras amortiguará nuestra inclinación a hacer que nuestro hijo se sienta responsable de estar
vivo.

Para conseguir que sea cambiado al inexorable esquema de la repetición entre madre e hija,
hay que enfrentarse con todos los aspectos denegados de nuestras madres, y de nosotras mismas.
Tenemos derecho a confesar por fin los arrebatos de furia que sentimos cuando contábamos cinco
años, al ver que ella nos descuidaba. Pero ella también tiene derecho, ahora que contamos
veinticinco, a que se le permita que sea algo menos que perfecta. Esto de ver a la madre con
claridad, de verla en conjunto, una mezcla de lo bueno y de lo malo, supone un enorme paso hacia
la separación. Aún mejor, nos ayuda a cortar nuestras ligaduras con ella tan radicalmente, que
acabamos por deshacernos de todo lo bueno que figura en su legado, pero también de aquella parte
que no nos agrada.

Hay dos momentos en la vida de las mujeres en que se acelera el impulso inconsciente de
convertirnos en la madre que nos desagrada. El primero de esos instantes es cuando somos madres.
El segundo es cuando la madre muere.

Incluso más allá de la tumba, en la madre persiste la conocida dualidad. La persona que
murió era buena. La persona mala continúa viviendo en nosotras, unas hijas perversas que no la
apreciamos como era debido cuando vivía. Constituye un asunto muy complejo este fantasmal
monumento que elevamos a nuestras madres dentro de nosotras mismas.

“Mi madre falleció hace seis años – dice Leah Schaefer -. Yo tuve problemas de
separación con ella durante toda mi vida. Creo que di mi paso más importante hacia la autonomía
cuando nació mi hija Katie. Durante mis años de estudios y prácticas en el psicoanálisis, llegué a
captar intelectualmente el problema simbiótico existente entre mi madre y yo, pero nunca fui capaz
de resolverlo. Al nacer Katie, yo contaba cuarenta y dos años. Solamente entonces me hallé
dispuesta a dar este gigantesco paso para lograr la separación. He de decir que procedí así por mi
hija, pero añadiré que fui yo quien se benefició más. Siempre había pensado que era mi madre
quien insistía en mantener aquella simbiótica atadura conmigo. Una típica creencia, fundada más
en los deseos que en los hechos, un impulso cabal. Entonces aprendí esto: fui yo quien contribuyó
en la máxima medida a mantener vivo aquel lazo asfixiante.

“A lo largo de mi vida, nunca negué nada a mi madre. Cuando quería hacer algo que
estimaba podía no gustarle, actuaba en secreto. Siempre creí que sucedería algo terrible si ella se
enteraba de aquel otro yo mío, de mi secreto yo. Mi madre moriría o me rechazaría si la vencía o la
negaba. Al nacer Katie, quiso vivir con nosotros. Comprendí que su traslado a nuestra casa
supondría mi fin. Si cedía ante ella, como había hecho constantemente en el pasado, se apoderaría
de mi vida y de la de mi hija. Comprendí que podría controlar la simbiosis entre mi mare y yo, pero
ahora yo era madre a mi vez y deseaba criar a mi hija de modo que adquiriera la individualidad que
por mi parte todavía me esforzaba en lograr. La negativa que planteé a mi madre, mi respuesta de
que no podía vivir con nosotros, fue uno de los giros más decisivos de mi vida… Mi dependencia
de ella, iniciada con mi nacimiento, había quedado rota.

“Aquello no la mató; no hizo que me rechazara. En realidad, fue lo mejor que pudo ocurrir
entre las dos. Nunca había hecho nadie nada semejante por nosotras. Pensamos que no podemos
ser duras con nuestra madre, que no podemos ser sinceras con ella. Pero somos nosotras las
cobardes; tememos que si le hacemos frente, si le oponemos resistencia, nos abandonará.

“Cuado le dije a mi madre que “no”, se produjo entre nosotras una terrible confrontación.
Las dos chillamos. Me sentí miserable, desvalida, como si hubiera acabado de hundir un puñal en
su corazón. Varios días después, me anunció que regresaba a su casa de California. “He pensado
que los matrimonios deben vivir solos”, me comunicó, como si hubiera llegado a tal decisión por sí
misma. Parecía muy satisfecha con la explicación. En el fondo era una persona muy
independiente. Ahora bien, se sentía terriblemente atada a mí, su única hija. Cuando nos
despedimos se encontraba tan animada como siempre. Me sentí preocupada, disgustada. ¿Sabes
cuál fue mi mayor emoción tras su partida? Una palabra que resonaba con fuerza en mi mente:
¡enrocada!

“Mi vida, en su conjunto, ha sido un gran compromiso, porque estimaba que de negar a mi
madre algo en cualquier ocasión, significaría la pérdida de su amor. Había llevado una vida secreta,
haciendo lo que ella no hubiera aprobado nunca, pero ya había pagado mi tributo por ello. Fue
increíble para mí saber que podía plantarme delante de mi madre y decirle que no a una cosa sin que
esto acarreara su muerte y la mía, sin que esto significara que había de ocurrir algo terrible. Yo
estaba casada y era madre de una hija, pero emocionalmente actuaba aún como una criatura ansiosa
de conseguir la aprobación de su madre. Era la más pura de la simbiosis. Durante aquellos años,
nunca llegué a ser la persona que deseaba ser porque también tenía que asimilar la personalidad de
ella. Y ahora la veía aceptando la separación con muestras de conformidad.”

La doctora Schaefer continúa diciendo:


“Antes de ocurrir la muerte de mi madre, fui a visitarla al hospital. Se sentía confusa; su
pérdida de memoria la inquietaba. Mi madre no había visto nunca con buenos ojos mi profesión;
creía en la medicina física, no en la terapia mental. Pero ahora yo estaba en condiciones de
ofrecerle algunas de las recompensas logradas con mis trabajos, hacia las cuales me habían abierto
paso los hábitos de profesionalismo que ella me enseñara.

“Por primera vez en la vida pude ayudarla, hablarle de su pasado, de su esposo y de nuestra
familia, recordarle quién era. Estuve en condiciones de proporcionarle lo que más ansiaba durante
aquellas semanas últimas: su sentido del yo personal. Al despedirme, apartó la mirada de mí.
Volvió la cabeza hacia mi hermano y se puso a hablar con él. Nunca pudo soportar nuestra
separación.

“La ruptura con mi madre, iniciada al nacer mi hija, me permitió comenzar a ver en mí
misma, antes de su fallecimiento, las buenas cosas que había heredado de ella. La dedicación a su
trabajo había hecho de mi madre una persona efectiva y admirable. De niña yo la había odiado
porque me descuidaba. Ahora podía apreciar, en una mejor perspectiva, que ello no era fruto de una
“compulsión”, sino más bien profesionalismo. Sin la dedicación que aplico a mi trabajo, yo misma
no habría podido mantenerme, ni hacerle a ella más llevaderos sus últimos días en el hospital, ni
pagar sus últimas deudas. De no haberme separado de mi madre, jamás habría podido reconocer
que soy como ella en sus mejores facetas.”

La idea de la melancolía, en relación con la muerte de alguien que suscitara en nosotros


sentimientos ambivalentes de amor y odio, fue desarrollada por Freud y uno de sus discípulos, el
doctor Karl Abraham. Es algo muy distinto de la auténtica aflicción. Sentirse uno afligido por la
muerte de la madre es un proceso fructífero, la aceptación de la pérdida, un apartamiento gradual.
Es un indicio de que se trataba de una madre “suficientemente buena”, y de que nuestros
sentimientos hacia ella eran relativamente no ambivalentes, es decir, que había en ellos más amor
que ira u odio. “Incluso si ella no fue una madre suficientemente buena –dice el doctor Robertiello
– en el caso de acomodarte a esa idea antes de su muerte, puedes ser capaz de evitar la melancolía.
Si la identificas por lo que fue, formulas una evaluación madura. Has iniciado, al menos, la
separación.”

En la persona melancólica, la pena no es total porque la ira ambivalente dirigida hacia la


madre mala de la infancia no ha sido resuelta. El pesar no puede ser plenamente expresado,
exteriorizado. Se presentan los antiguos sentimientos de infantil omnipotencia para atormentar a la
hija: su inconsciente la acusa de haber cometido un crimen.

La idea es demasiado terrible. Hemos de negar nuestro odio hacia la madre mala con más
energía que nunca. Esta represión parece solucionar el problema. Empezamos a caminar como la
madre, a hablar como ella; nos convertimos en ella. Asimilamos aquellas partes que en otro tiempo
odiamos. De esta forma, podemos contestar a la auto-acusación de que nos alegramos de que esté
muerta: ¡nosotras la mantenemos viva!

Al orientar nuestra agresión hacia dentro, al odiar esos aspectos de ella que hemos
asimilado, no tenemos por qué ver que aquélla está dirigida contra nuestra madre. En ves de ello
nos odiamos a nosotras mismas. El resultado es una pesadumbre y un odio a sí mismo que no cesa,
sensaciones de futilidad y desconcierto, centelleos de ira aparentemente sin objetivo en medio de un
ambiente general de depresión. Melancolía. La introyección de la madre mala después de su
muerte es un misterio. Esto ha sido señalado demasiado universalmente para ser puesto en tela de
juicio.
Dice el doctor Robertiello: “Mi padre tuvo su primer ataque cardiaco hace seis meses. Por
tal motivo dispuse de tiempo para enfrentarme con los que se acercaba. Nunca me había llevado
bien con mi padre. Me había pasado la vida negando que fuera como él. Y sin embargo, a lo largo
de esos seis meses me di cuenta de que estaba asimilando los aspectos de su carácter que más
odiaba: su temperamento dominador, su hipocondría, y todo lo demás. Esto era una introyección, y
comprendí que si no contemplaba a mi padre en conjunto, si no lo veía como era –bueno y malo -,
experimentarías a su muerte un sentimiento de culpabilidad demasiado intenso. Probablemente mi
melancolía duraría años. Sabía que solamente una separación más completa podía detener el
proceso. De otro modo, me exponía a continuar odiando a mi padre totalmente, a no reconocer
jamás las muchas y buenas cosas que había recibido de él. Esto es lo qué sentía: “¡El Rey ha
muerto! ¡Viva el Rey!”

Hace cuatro años comunique a una tía mía, hermana de mi madre, que iba a escribir un
libro sobre la relación madre-hija. Ella me contestó “Nancy, un día u otro tu madre morirá. ¿Cómo
es posible que le hagas esto?” Me sentí sobresaltada, culpable, dolida de que mi tía pensara que me
estaba disponiendo a injuriar a su hermana. ¿Por qué había de suponer ella automáticamente que
cualquier estudio atento de la relación madre-hija se traduciría en algo doloroso? Una simple
proyección, una imágenes prohibidas de la reprimida “madre mala” rodean las nociones como ésas.
Si las hijas sentimos un intenso sentimiento de culpabilidad ante la idea de la muerte de la madre,
ésta refleja también con excesiva fuerza nuestra ansiedad a la hora de echar una mirada franca a la
relación que las une, con ojos que la importancia que tiene la muerte ha despojado de
sentimentalismo. ¿Por qué ha de ser tan temida la sinceridad? ¿Qué es lo que puede haber entre
nosotras tan malo como para que nuestras vidas transcurran mostrando cada una a la otra solamente
lo que puede tolerar, cada una viendo en la otra únicamente lo que deseamos ver?
Dice el doctor Robertiello: “Si la gente declara que resulta frío y calculador analizar quién
eres tú y quién es tu madre –reconocer lo que odias y amas en ella -, es que pretende mantenerte
unida a ella como cuando eras niña. Se teme pensar en tales cosas porque, a un nivel profundo,
algunas personas tienen miedo de sentirse heridas por sus propios pensamientos. También piden
que ella sea inmortal, posponiendo la separación.”

“¡Ah! ¡si cuando vivía hubiera sido capaz de decirle a mi madre lo mucho que la quería! –
exclama una mujer -. Tenía sus defectos, pero se trataba simplemente de reflejos. No podía evitar
las reprimendas, las críticas, como no se puede impedir el estornudo cuando hay un cosquilleo en la
nariz. Se trataba de algo incorporado a su sistema nervioso. Ya no podré decirle lo que sentía
realmente por ella. Es demasiado tarde.”

Fue ésta una entrevista que me dejó triste y desconcertada. La mujer era más regañona y
criticona incluso que su madre. Tales defectos la llevaron a divorciarse de su esposo, a separarse de
su hija. En el caso de tener una relación destructora con nuestra madre, ¿por qué hemos de dirigirla
hacia los que están a nuestro alrededor a su muerte, dedicándonos a hablar sólo del amor que nos
inspiraba?

Cuando empecé a escribir este libro, también yo hubiera podido deciros que amé a mi
madre, y que todas las iras que suscitó en mí carecían de importancia. “Ella no pretendía herirme.
Era su forma de ser, unos malos hábitos.” Empeñada en mantener una fantasía, en sostener que tras
sus “malos hábitos” no había más que amor, que lo abarcara todo, me habría negado a reconocer a
la “madre mala” de la infancia. A renglón seguido hubiera dicho que ignorar mis mezquinos
enfados venía a constituir la forma adulta de mantener la relación con mi madre dentro de un tono
natural y afectivo. Ahora sé que tal actitud de “disculpa” no hace más que asegurar la persistencia
de la cólera, manteniéndola viva e hirviente.

La manera usual de evitar el temor de apreciar las facetas de la madre que odiamos, es
llegar a una apreciación sentimental de su figura. La literatura nos cuenta en realidad muy poco
acerca de lo que ocurre entre los hijos y sus madres. Demasiadas protestas están contenidas en las
poesías azucaradas del Día de la Madre.

Dice el doctor Robertiello: “Estas formas de sentimentalismo son una defensa contra la
ira. Antes de sentir como un criminal, reprimimos nuestra hostilidad con una sonrisa. Sea lo que
fuese lo que no nos gustaba –sus reprimendas, el control con que intentaba dominarnos, su
represión sexual -, decimos que carecía de importancia. Lo “comprendemos”. Lo cual significa
que lo disculpamos, e intentamos centrarnos en las facetas “amables” de ella, refiriéndonos a lo
mucho que la queríamos. Expresarse en estos términos no es prueba de que quisimos a nuestra
madre, sino de que la contemplamos con ojos sentimentales. La palabra “amor” es empleada para
encubrir muchas emociones destructivas, afán de posesión, ansiedad, etc. Nos decimos blandas
mentiras cargadas de remordimientos que la protegen, lo cual significa que oscurece nuestra propia
percepción de que la estamos repitiendo. Nos mantenemos pegadas a nuestra ira, y la única manera
de que podamos conservarla viva es consiguiendo asimilar a nuestro ser las partes de ella que
odiábamos. Todo se halla al servicio de la continuación de la simbiosis, aún en el caso de que la
madre esté lejos, o muerta.” En el inconsciente, donde se forjó la primera conexión, la madre de
nuestra infancia nunca muere.

Cuando no la vemos con ojos sentimentales, pasamos al otro extremo. Si la conversación


por teléfono no se deslizó bien, si ella dijo algo fuera de lugar durante nuestra visita, las viejas iras
de otros tiempos renacen. Habíamos acertado al decidir ser diferentes de ella, en la medida de lo
posible. Ella se convierte en el patrón de cuanto nos desagrada, lo cual significa que denigraremos
u odiaremos hasta el último reflejo suyo que descubramos en nosotras. Cualquier cosa en la “madre
mala” es mala, y si nos referimos a su franqueza y su sinceridad, hablaremos de sus impertinencias
y de su aire hostil. Leah Schaefer asimiló el profesionalismo de su madre y calificó a ésta de
trabajadora compulsiva. Si poseemos los poderes de organización de la madre, nos sentiremos
disgustadas con nosotras mismas, tachándonos de mandonas, acusándonos de querer controlarlo
todo.

No importa que la gente, o nuestro esposo, nos aprecie por poseer tales cualidades. Eso
quiere decir solamente que estamos engañándolos temporalmente. Si no nos descubren, es que son
unos estúpidos. Si lo averiguan, se apartarán de nosotras. Hemos de vernos amadas por un
estúpido, o no ser amadas por nadie.

“Fue una contradicción con respecto a lo que realmente sucedió entre mi madre y yo –
explica Helen Prentiss -, lo que me llevó a entrar en simbiosis con mi hija. Negar tu sexualidad es
una forma de evitar la competición con tu hija. Espero romper la cadena que las mujeres se han
pasado de una generación a otra, ese paralizador pacto de no agresión, de no competición. Sé que
se puede ser una buena madre sin perder la sexualidad… He de procurarme esto, aunque tarde
mucho tiempo en conseguirlo. Es muy sencillo. Puedo explicármelo a mi hija, de seis años, pero
nunca logré hacérselo entender a mi madre.”

En esta etapa de nuestras vidas, probablemente la madre nos necesita más que de la otra
forma… Más nosotras todavía tememos hacerles esas difíciles pero clarificadoras preguntas acerca
de la infancia. Su implicación en nuestro proceso introspectivo de separación puede ser útil, pero
no es necesario. La cuestión es ésta: si nuestras preguntas provocan en ella una ira tan violenta que
nos arroja fuera de la casa –para citar la peor de las fantasías -, ¿qué se ha perdido? Solamente la
ilusión del amor simbiótico.

La mayor parte de nosotras necesita superar al temor de que la separación vaya a matarla.
Ser una buena madre para una hija (dependiente de ella) de treinta y cinco años es tan limitador y
anacrónico como representar el papel de buena hija cuando también nosotras somos madres. La
madre posee más fortaleza de la que le atribuimos. Parte de nuestro temor de herirla proviene de
exagerar nuestra importancia. Otra parte la forman los deseos más que los hechos, y el
mantenimiento de la simbiosis. Ambas ideas pueden ser resumidas con este pensamiento: “Ella no
puede vivir sin mí.” Llegamos al último elemento constitutivo del temor: “Mi ira es tan terrible que
si se la demostrara, moriría.”

Los griegos tenían una palabra para señalar esto: hubris. Se alude con tal vocablo a la
presunción, al orgullo, a la arrogancia. Esto siempre conduce a la destrucción. Ahora que ya somos
mayores, decidir que la madre debe ser protegida como si fuera una criatura, ¿no es esto hubris
también?

Hablamos de un sentimiento de culpabilidad cuando consideramos ansiosamente el temor


de perder la simbiosis con la madre. Remordimiento es lo que experimentamos al dejarla. A lo
largo de toda nuestra vida, siempre que nos despedimos experimentamos la sensación de no haber
sido capaces de darle lo que ella deseaba. ¿Qué es lo que desea de nosotras y que no podemos
proporcionarle? Nos prometemos que la vez siguiente nos esforzaremos más, seremos unas
“buenas hijas”, pondremos en sus manos esa cosa mágica que la hará feliz. Pero volvemos a fallar,
y después de que ella muere sabemos que nuestro fallo tendrá una duración eterna.
He oído ideas como éstas de labios de muchas mujeres, y en una charla reciente con el
doctor Robertiello le dije que habían pasado también a menudo por mi cabeza. Habíamos estado
hablando de la introyección, y de la muerte de su padre, que se había producido mientras yo escribía
este capítulo.

Continúe diciendo que abrigaba la esperanza de que lo averiguado en mis investigaciones


me ayudara “a evitar la vieja tristeza y el sentimiento de culpabilidad la próxima vez que visitara a
mi madre, y cuando llegara el momento de la despedida”. Richard movió la cabeza, con un gesto
de burlona desesperación.

“¡Ay, Nancy, Nancy! –exclamó-. Todavía no has integrado lo que conoces


intelectualmente con lo que sientes en lo más profundo de tu ser. No es que sientas remordimiento
por el hecho de no poder hacer feliz a tu madre. Te sientes poseída por la ansiedad, debido a que
no aciertas a decir lo más oportuno, a abrir la puerta mágica, por la cual podría llegar como un
desbordado caudal todo el amor que deseaste un día obtener de ella. Todavía no has podido
renunciar a tu infantil necesidad de esa mágica madre de otra época. Tu madre todavía vive y se
mantiene vigorosa, pero, si no te das cuenta de lo que estás haciendo, continuarás con tu
sentimiento de culpabilidad después de su muerte. No pensarás que no la hiciste feliz, sino que no
lograste hacer o decir la cosa mágica capaz de forzarla –en el sentido de la omnipotencia infantil – a
amarte como habías estado esperando durante toda su vida.”

* * *

¿Cuántas veces he dicho en este libro que mi madre y yo somos dos personas totalmente
distintas? ¡Oh! He reconocido en mí algunas virtudes menores que provienen de ella: sé llevar una
casa, soy una anfitriona discreta, etc. Y si se tienen en cuenta aquellas otras cualidades suyas que a
mí siempre me han disgustado, de las que, sin embargo, me apropié pasivamente –su ansiedad, el
temor que se oculta bajo mi superficial independencia -, ¡cuán pobre aparece mi “buena” herencia!
Siempre pensé que tenía que dejar el hogar para reforzar las cualidades que quería apreciar en mí
misma, debido a que advertía que mi madre, por naturaleza, es una persona muy tímida.

En cada paso que he dado para alejarme de ella –mi sexualidad, mi trabajo, todo el
contexto dramático de mi vida, que deja en la oscuridad la suya, tan conservadora –he notado su
“tirón”, que me forzaba a retroceder. Es posible que “yo me haya forjado mí misma”, pero la
verdad es que no ha habido una sola cosa atrevida que haya emprendido que no estuviese
impregnada de ansiedad. Al principio de este capítulo dije que una de mis más sólidas razones para
no ser madre era que deseaba evitar convertirme en la persona nerviosa y atemorizada que fue la
mía. Sola, puedo controlar la madre desvalida que habita en mí. Una madre efectiva, que
terminaría por ser como ella.

¿Desvalida? ¿Por qué, automáticamente, asocio esta palabra a su persona? Fue una mujer
que crió dos hijos, que gobernó su hogar con soltura, que pagaba sus cuentas puntualmente, que
jamás descuidó las tareas domésticas o planeó un viaje dejando algo al azar… ¿Es verdaderamente
tan tímida, tan asustadiza, tan distinta de mí…, la hija aventurera? Démosle la vuelta a esto: ¿soy
yo tan distinta de ella?

He aludido a las copas de plata que ganó en una competición de salto de obstáculos. Ella
menosprecia estas hazañas, como si fuesen estupideces propias de la juventud, optando por
arrinconar las copas en el sótano, de donde yo las recuperé. Ahora se encuentran en mi casa, bien
bruñidas… Esto supone un tributo a algo que reconozco muy de mala gana. Siempre que Bill me
dice que soy una persona responsable y bien organizada, me irrito. ¿Por qué siempre he
considerado estas cualidades como algo que debía mantener oculto, como algo de lo cual no podía
sentirme orgullosa? En tanto no pudiera identificarlas y apreciarlas en mi madre, y estuviese
dispuesta a considerar su “desvalimiento” como distintivo del ser femenino, el hecho de ser capaz y
organizada me hacía aparecer dotada de características masculinas.

He tenido que escribir todo este libro para llegar a reconocer de corazón que aquellas
cualidades de que estoy más orgullosa son precisamente las que mi madre me legó. Me resulta
increíble ahora pensar que las desconocía. “¡Cómo se parece usted a su madre!”, me dijo una mujer
recientemente. Creí que se estaba refiriendo a la intensa y familiar expresión de ansiedad que la
caracteriza. “La última vez que la vi –siguió diciendo la mujer – fue en una mesa de bridge. Su
madre consiguió un gran slam, ¡y eran las cuatro de la madrugada!”

Todos sus episodios de coraje me han interesado siempre. Tengo sobre mi mesa de trabajo
las fotos que me gustan más. En una aparece saltando por encima de un alto muro de ladrillos, a
lomos de un caballo; en otra luce un traje de baño de dos piezas, cuando tenía mi edad, hace
veinticinco años. ¿Por qué me he negado a reconocerle capacidades y emociones que he intentado
asimilar?

En otra época, yo os habría dicho que más que otra cosa era mi sexualidad lo que me
diferenciaba de mi madre. Pero a ella le gustan enormemente los hombres, así como éstos se
sienten atraídos por ella. Cuando estamos juntas, soy yo, normalmente, quien avisa para dar fin la
velada; ella prefería continuar bailando. Y lo que es más importante: ¿por qué he subvalorado
siempre helecho de que teniendo mi madre diecisiete años huyera con el hombre más guapo de
Pittsburgh, casándose con él, contrariando así los deseos de su padre? En todo momento presenté
su fuga del hogar como un fenómeno anómalo, como si la idea hubiese partido por entero del
hombre que se convirtió en su esposo y ella se hubiese limitado a seguirle pasivamente. La verdad
es que mi “asexual” y “tímida” madre empezó a desplegar su actividad sexual cuatro años antes
que yo, ¡que perdí la virginidad a los veintiuno!

En mi absolutismo en cuanto al deseo de no vestirme con prendas de ella, me he privado


también de mi abuela. Esta dejó a su dominante esposo y a sus hijos mayores cuando le fue
imposible seguir soportando su tiranía… Y esto ocurrió en la década de los años veinte, mucho
antes de la liberación, mucho antes de que una decisión como aquella pudiera dejar de ser
considerada como una locura, algo irremisiblemente anti-femenino.

Hay una fuerte corriente en las mujeres de la familia a la que me siento ligada, y que estoy
decidida a no reconocer. Provengo de tres generaciones de mujeres sexuales, aventureras, que han
sabido bastarse a sí mismas. ¿No es esto más excitante, más profundo, que la superficial idea de
forjarme yo misma? ¿No son precisamente esas cualidades las que quiero reforzar en mí?
Empeñada en mantener una infantil atadura a una madre que nunca existió, he estado dando la
espalda a lo mejor de mi herencia.

De repente, me asalta el temor de que la madre que he descrito a lo largo de las páginas de
este libro sea falsa.

¿Significa esto que todo lo que he escrito hasta ahora es falso?


“¡No! –responde el doctor Robertiello -. Al igual que cualquier otra persona, tú vas
alterando continuamente la idea sobre tu madre. Hay días en que es buena, amable, cariñosa. Al
día siguiente la ves atemorizada, tímida, asexual. En otros momentos, lo único que ves es tu ira en
contra de ella. Como ahora que estás en un período en el que no ves en ella más que cosas buenas.
Sea como sea, eso quiere decir que todavía te evitas el trabajo de contemplarla de un modo realista.
Estás decidida a dotar a tu madre de una mágica importancia…, a verla no como un ser humano,
sino desde un punto de vista infantil, monolítico, total. Así es como el bebé ve siempre a su madre.
Tú andas perdida todavía en esa primera unión con ella, como lo estabas cuando ella era la Gigante
de la Guardería.”

Desprovista del brillo simbiótico que mantuvo para nosotras en otro tiempo, la madre se
convierte en otra persona, en un ser más, alguien que vive fuera de nuestra vida. Lo cual significa
que la separación se ha efectuado por fin. Durante el tiempo de la atadura simbiótica, abrigamos la
esperanza de que no fuera demasiado tarde para conseguir el perfecto amor que siempre ansiamos.
Ahora, ya adultas, sabemos que nunca lo lograremos. Debemos renunciar a la fantasía y mirar
hacia otro lado. La idea es tranquilizadora. Delata nuestra madurez. Más importante aún: entraña
la verdad.

Veo ahora que aunque me complacía mi sexualidad y no quería conceder a mi madre el


menor crédito por ella, esa parte mía descansaba sobre un base frágil: si mi madre, mi imagen de la
feminidad, era “asexual”, entonces mi sexualidad tenía que ser “masculina”. Me sentía orgullosa de
ello, pero no me inspiraba confianza alguna. De este modo, en tanto no aprendamos a fundir a
nuestra madre en una sola persona, nos mantendremos en guerra contra nosotras mismas. Los
gritos y slogans de liberación pueden servirnos, en el mejor de los casos, para animarnos. No hay
ninguna historia que cambie para las mujeres mientras cada una no se enfrente con la propia.

Dije en el primer capítulo de este libro que he deseado frecuentemente que mi madre
hubiese vivido mi vida. Hubris de nuevo… falsamente competitivo, y condenadamente
impertinente. No creo que ella lo deseara. Cuanto más me separo de ella y yo voy definiéndome,
más veo en su persona la que fue antes de convertirse en la madre de Nancy Friday. Esta es la
magia del caso: no es que podamos re-crear alguna vez ese nirvana amoroso que puede haber
existido o no entre nosotras como madre e hija, sino que, ya separadas, podemos darnos otra vida
mutuamente, una vida extra, como si manara de la abundante fuente que cada una tiene.

Al reconocer a la mujer que puede conseguir un gran slam en una mesa de bridge a las
cuatro de la madrugada, cuando el resto del mundo descansa, duermo mejor. Ahora, habiéndole
concedido el derecho a fugarse con mi padre a los diecisiete años, porque era una aventura sexual
de corazón – y no porque se decidiese a dar un paso estúpido, que no tenía nada que ver con su
verdadero carácter -, puedo sentirme orgullosa de esa parte de mi persona que es también una mujer
sexual.

“Mi Madre/yo misma” las relaciones madre-hija, Friday Nancy, Ed. Argos Vergara, S.A.,
Barcelona, 1979.

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