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SALA CONSTITUCIONAL

Magistrado-Ponente: FRANCISCO ANTONIO CARRASQUERO LÓPEZ

El 12 de agosto de 2004, los ciudadanos RAFAEL BADELL MADRID,


ÁLVARO BADELL MADRID, MARÍA AMPARO GRAU y CARMELO DE
GRAZIA SUÁREZ, titulares de las cédulas de identidad números 5.530.274,
4.579.772, 5.608.948 y 11.533.990, respectivamente, e inscritos en el Instituto
de Previsión del Abogado bajo los números 22.784, 26.361, 19.626 y 62.667,
actuando en el ejercicio de sus derechos e intereses, de conformidad con lo
previsto en los artículos 26 y 336, numeral 1, de la Constitución; 5, numeral 6
de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, en concordancia con los
artículos 585 y 588 del Código de Procedimiento Civil, interpusieron
“RECURSO DE NULIDAD CONJUNTAMENTE CON MEDIDA CAUTELAR
INNOMINADA contra los artículos 53, 54, 83, 84, 85, 86, 87 (numerales 5, 6 y
8) en concordancia con el artículo (sic) 125, 92, 119, 122 y 150 de la Ley de
Protección al Consumidor y al Usuario, publicada en Gaceta Oficial número
37.930 del 4 de mayo de 2004”.

El mismo día se dio cuenta en Sala del expediente y se acordó pasar las
actuaciones al Juzgado de Sustanciación.

El 9 de septiembre de 2004, el Juzgado de Sustanciación admitió la


pretensión planteada. En el mismo auto, y de conformidad con el artículo 21 de
la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, se dispuso la notificación del
Presidente de la Asamblea Nacional, del Fiscal General de la República y de la
Procuradora General de la República. Al mismo tiempo, se acordó el
emplazamiento de los interesados mediante cartel.

El 31 de mayo de 2007, se llevó a efecto el acto de Informes.

El 19 de julio de 2007, se dijo “Vistos“, y se designó ponente al


Magistrado doctor Pedro Rafael Rondón Haaz.

El 9 de julio de 2008, se reasignó la ponencia del presente expediente al


Magistrado doctor Francisco Antonio Carrasquero López.

I
DE LA PRETENSIÓN

A continuación se resumen los planteamientos hechos por los


solicitantes en su escrito:

1.- Los artículos objeto de impugnación serán citados a continuación


según la el orden y al agrupamiento que de ellos hicieron los solicitantes.

a) Artículos 53 y 54 de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario,


contenidos en el Título II (De los derechos de los consumidores y usuarios),
Capítulo VI (De la Información y Publicidad).

Artículo 53. El Ejecutivo Nacional podrá establecer la obligación de los


fabricantes o importadores de imprimir, según el caso, el Precio de
Venta de Fábrica (PDF) o el Precio de Venta del Importador (PDI) y la
fecha de determinación de dichos precios, en aquellos bienes en los
que considere conveniente hacerlo para la defensa del consumidor.

Artículo 54. En los bienes o servicios no declarados de primera


necesidad, el marcaje del precio lo hará quien haga la venta al
consumidor final, salvo aquellos bienes o servicios que el Ejecutivo
Nacional establezca que el marcaje debe ser hecho por el productor, el
fabricante o el importador.

b) Artículos 83, 84, 85, 86, 87 (numerales 5, 6 y 8), contenidos en el


Título III (De la Protección Contractual), Capítulo I (Del Contrato de Adhesión)
de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario; y el artículo 125, que se
ubica en el Título VII (De los Ilícitos), Capítulo I (Disposiciones Comunes) de la
misma ley.
Artículo 83. [Prohibición de modificación en las condiciones]. Queda
prohibida la modificación unilateral de las condiciones de precio, calidad
o suministro de un bien o servicio tipificadas en un contrato de adhesión
celebrado entre las partes.
En el caso de contratos de adhesión con vigencia temporal de mediano
o largo plazo, que justificare, desde el punto de vista económico,
cambios en la facturación, en las condiciones de suministro o en la
relación precio/calidad de los servicios ofrecidos, el proveedor deberá
informar al consumidor o usuario, con una antelación mínima de un
mes, las modificaciones en las condiciones y términos de suministro del
servicio. El consumidor o usuario tomará la decisión de continuar con el
mismo proveedor o rescindir el contrato. De no aceptarse las nuevas
condiciones y términos por parte del consumidor o usuario, se
entenderá que el contrato queda rescindido. En este caso, el retiro de
las instalaciones o equipos se hará de acuerdo con lo convenido en el
contrato de adhesión, en forma tal de no perjudicar al consumidor o
usuario, y se hará a expensas del proveedor.
En todo cambio de las condiciones de un contrato de adhesión por las
razones mencionadas en el párrafo anterior, el proveedor debe
suministrar al consumidor o usuario información perfectamente
verificable sobre las condiciones que, para un servicio de similares
características, ofrezcan por lo menos tres competidores existentes en
el mercado. De ejercer el proveedor una posición monopólica en el
suministro del bien o servicio en cuestión, las modificaciones en los
contratos de adhesión tendrán que ser autorizadas, previa justificación
documentada, por la autoridad competente.
En los casos en que el consumidor o usuario esté condicionado por sus
condiciones de empleo a usar un proveedor particular de un servicio,
como es el caso de las cuentas de nómina de empresa que manejan
con carácter de exclusividad los bancos, todo cambio en las condiciones
de los contratos de adhesión, deberán ser negociados con el colectivo
afectado.

Artículo 84. [Derecho de retractarse]. El consumidor o usuario tendrá


derecho a retractarse siempre, dentro de un plazo de siete días
contados desde la firma del contrato o desde la recepción del producto o
servicio, por justa causa y si no hubiere hecho uso del bien o servicio,
especialmente cuando el contrato se hubiere celebrado fuera del
establecimiento comercial, especialmente si ha sido celebrado por
teléfono o cualquier otro medio electrónico, o en el domicilio del
consumidor. En el caso que ejercite oportunamente este derecho, le
será restituido el precio cancelado previa deducción de los gastos en
que haya incurrido el proveedor en su entrega, siempre y cuando el bien
entregado tenga características idénticas a las que fueron pautadas en
el contrato de adhesión.

Artículo 85. [Opciones del consumidor]. El consumidor o usuario podrá


optar por pedir la rescisión del contrato de adhesión o la reducción del
precio, sin perjuicio de exigir la indemnización por daños y perjuicios,
cuando el bien o servicio, objeto del contrato, tenga defectos o vicios
ocultos que le hagan inservible o que disminuyan de tal modo su calidad,
que el consumidor o usuario no la habría adquirido o hubiera dado un
menor precio por ella.

Artículo 86. [Interpretación de la ley]. Las cláusulas de los contratos de


adhesión serán interpretadas y apegadas a la legalidad y la justicia del
modo más favorable al consumidor y usuario.

Artículo 87. [Nulidad de las cláusulas en los contratos de adhesión]. Se


considerarán nulas de pleno derecho las cláusulas o estipulaciones
establecidas en el contrato de adhesión que:
(…)
5. Permitan al proveedor la variación unilateral del precio o de otras
condiciones del contrato.
6. Autoricen al proveedor a rescindir unilateralmente el contrato, salvo
cuando se conceda esta facultad al consumidor para el caso de venta
por correo a domicilio o por muestrario.
(…)
8. Cualquier otra cláusula o estipulación que imponga condiciones
injustas de contratación o exageradamente gravosas para el
consumidor, le causen indefensión o sean contrarias al orden público y
la buena fe.

Artículo 125. [Nulidad de los contratos de adhesión]. Serán nulos los


contratos de adhesión que contravengan lo dispuesto en esta Ley, cuya
nulidad será declarada por el Instituto Autónomo para la Defensa y
Educación del Consumidor y del Usuario (INDECU), mediante decisión
motivada. En ningún caso la nulidad podrá ser alegada por el
proveedor.

c) Artículo 92, contenido en el Título V (De la Responsabilidad del


Proveedor).

Artículo 92. [Responsabilidad civil y administrativa]. Los proveedores de


bienes y servicios, cualquiera sea su naturaleza jurídica, incurrirán en
responsabilidad civil y administrativa, tanto por los hechos propios como
por los de sus dependientes o auxiliares, permanentes o
circunstanciales, aun cuando no tengan con los mismos una relación
laboral.

d) Artículos 119 y 122, ubicados en el Título VII (De los Ilícitos), Capítulo
II (De los Ilícitos Administrativos y sus Sanciones).

Artículo 119. [Multas por incumplimiento en la obligación de suministro,


libertad de comercialización y especificación de uso]. Los proveedores
que no respeten las estipulaciones previstas en los artículos 21, 22 y 61
de la presente Ley serán sancionadas con multa de diez unidades
tributarias (10 UT) a dos mil unidades tributarias (2000 UT).
Artículo 122. [Multa a los fabricantes e importadores]. Los fabricantes e
importadores de bienes que incumplan las obligaciones previstas en los
artículos 21, 92, 99, 100, 101 y 102 de la presente Ley, serán
sancionadas con multa de treinta unidades tributarias (30 UT) a tres mil
unidades tributarias (3000 UT).

e) Artículo 125, perteneciente al Título VII (De los Ilícitos), Capítulo II (De
los Ilícitos Administrativos y sus Sanciones).

Artículo 125. [Nulidad de los contratos de adhesión]. Serán nulos los


contratos de adhesión que contravengan lo dispuesto en esta Ley, cuya
nulidad será declarada por el Instituto Autónomo para la Defensa y
Educación del Consumidor y del Usuario (INDECU), mediante decisión
motivada. En ningún caso la nulidad podrá ser alegada por el
proveedor.

f) Artículo 150, ubicado en el Título IX (De los Procedimientos), Capítulo


I (Del Procedimiento Administrativo Especial).

Artículo 150. [De la inasistencia del infractor]. La no comparecencia del


presunto infractor o la omisión de presentar prueba o alegatos en su
favor en el desarrollo del procedimiento administrativo se considerará
como aceptación de los hechos señalados en el acta de inspección.

2.- Los solicitantes afirmar que los artículos 53 y 54 de la Ley de


Protección al Consumidor y al Usuario contravienen el artículo 112 de la
Constitución, en tanto admiten restricciones a la libertad económica
injustificadas.

Que el artículo 112 de la Constitución, al reconocer la libertad


económica, permite que este derecho pueda ser afectado por razones de
interés general o social. De allí que las limitaciones que al ejercicio de esa
libertad adopte el legislador necesariamente tendrían que fundamentarse en
causas plausibles de interés general.

Que si bien la libertad de precios puede ser restringida por un régimen


preceptivo de marcaje del precios, dicha restricción debe estar justificada en
alguna causa de interés general asociada a la tutela de los derechos de los
consumidores y usuarios establecido en el artículo 117 de la Constitución.
Que la única razón que apoyaría dicho régimen de marcaje de precios
sobre ciertos bienes sería aquella según la cual los mismos hubiesen sido
declarados de primera necesidad. Visto que la redacción de los artículos 53 y
54 de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario, particularmente el
último de los mencionados, establecería la posibilidad de que dicho marcaje se
imponga respecto a bienes no declarados de primera necesidad, dichas
disposiciones violarían el derecho a la libertad de precios.

Que un bien o servicio sea de primera necesidad supone que es


esencial para los consumidores y usuarios y, por ende, sólo respecto de tales
bienes queda justificada la adopción de medidas coercitivas sobre la libertad de
precios.

Que la doctrina ha establecido que toda intervención de la


Administración Pública debe estar fundada en la protección del interés general,
y que, en caso de que tales medidas afecten la libertad económica, las mismas
deban estar sustentadas en graves razones que aludan a una amenaza clara y
rotunda a dicho interés general.

Que la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional el artículo 30


de la Ley de Protección al Consumidor de 1995, cuya redacción era similar a la
del artículo 54 de la ley de 2004. Ello en virtud de que el factor de “interés
social” que exigía el artículo 96 de la Constitución de 1961 como justificación
para que pudiera restringirse el derecho a la libertad de empresa, no estaría
presente en los casos en que los bienes objeto de marcaje no pertenecieran al
grupo de aquéllos declarados de primera necesidad.

3.- Que los artículos 83, 84, 85 y 86 de la Ley de Proyección al


Consumidor y al Usuario, los cuales desarrollan el régimen jurídico de los
contratos de adhesión, imponen restricciones desproporcionadas a la libertad
de contratación, lo cual resulta contrario a lo dispuesto en el artículo 112 de la
Constitución.
Que, en adición, el artículo 87, en sus numerales 5, 6 y 8, ha establecido
supuestos en los cuales las cláusulas de los contratos de adhesión resultan
nulas; nulidad que, con arreglo al artículo 125 de la misma Ley, será declarada
por la propia Administración y que la atribución a la Administración de la
potestad de anular contratos viola la garantía del juez natural establecida en el
artículo 49.4 de la Constitución.

Que los contratos de adhesión se caracterizan porque sus cláusulas son


establecidas por el proveedor de forma unilateral; es decir, en su formación no
participa el contratante; por lo tanto, dichos contratantes no tienen la posibilidad
de introducir modificaciones a los términos del contrato. En tal sentido, lo que
distinguiría a los contratos de adhesión es la falta de negociación de sus
cláusulas por parte de sus contratantes, lo que no excluiría el necesario
acuerdo de voluntades.

Que tales contratos los justifica, precisamente, la imposibilidad de


discutir con cada cliente las condiciones que regirán la relación objeto de los
mismos.

Que mediante el uso de dichos contratos se reducen los costos del


oferente y se incrementa la rapidez de la contratación y la racionalización en la
actividad empresarial del proveedor.

Que, al mismo tiempo, con el uso de los mismos se garantiza la igualdad


de trato hacia los consumidores y usuarios, en cuanto todos los clientes
asumen las mismas obligaciones y reciben los mismos beneficios.

Que, vistas las ventajas que para el comercio tienen dichos contratos,
toda restricción a la libertad del proveedor de establecer de forma unilateral sus
cláusulas, en tanto supone una desnaturalización de los mismos, afectaría el
derecho a la libertad contractual, el cual hace parte de la libertad económica.

Que la regulación prevista al respecto en los artículos impugnados


afecta desproporcionadamente la libertad contractual de los proveedores.
Que la doctrina ha admitido que los contratos de adhesión pudieran
quedar sometidos a un régimen de control especial, orientado a salvaguardar
los derechos de los consumidores y usuarios, pero sólo en lo que respecta a la
posibilidad de que éstos acepten o no los términos del contrato y de solicitar su
posterior nulidad.

Que el artículo 83 de la Ley prohíbe la introducción de modificaciones


unilaterales de las condiciones de precio, calidad o suministro de un bien o
servicio previstas en un contrato de adhesión; que la naturaleza de los
contratos de adhesión justifica la modificación unilateral de los mismos; y que
debe entenderse que los contratos sometidos a la autorización de otros
órganos deben estar excluidos de la regulación prevista en dicho artículo.

Que los artículos 84 y 85 de la Ley, referidos al derecho de retracto y a


las opciones del consumidor para el caso en que el bien tenga defectos o vicios
ocultos, al no estar justificados en ninguna razón de interés general, limitan
desproporcionadamente la iniciativa económica del proveedor.

Que las normas previstas en dichos artículos restan estabilidad a los


contratos de adhesión y, en esa medida, afectan el cabal desenvolvimiento de
la iniciativa privada.

Que los numerales 5 y 6 del artículo 87, según los cuales se consideran
nulas las cláusulas de los contratos que permitan la variación unilateral del
precio y de otras condiciones del contrato, así como las que autoricen al
proveedor a rescindir unilateralmente el contrato, imponen restricciones
injustificadas e innecesarias a la libertad contractual y, en tal sentido, contrarían
el derecho a la libertad económica.

Que el numeral 8 del artículo 87, según el cual se considerará nula


“cualquier otra cláusula o estipulación [prevista en los contratos de adhesión]
que imponga condiciones injustas de contratación o exageradamente gravosas
para el consumidor, le causen indefensión o sean contrarias al orden público y
la buena fe”, menoscaba el derecho a la libertad económica en virtud de la
amplitud de los términos que utiliza.

Que el artículo 125 de la Ley, con arreglo al cual el Instituto Autónomo


para la Defensa y Educación del Consumidor y del Usuario (INDECU) declarará
la nulidad de los contratos que contravengan lo dispuesto en la mencionada
Ley, viola el derecho al juez natural que establece el artículo 49.4 de la
Constitución, en tanto excluye del conocimiento de este tipo de reclamos (de
naturaleza civil y de derecho privado) al Poder Judicial.

Que si bien la Administración Pública podría anular cláusulas


contractuales en materia de policía económica, ello no es posible cuando la
relación jurídica “se basa en títulos jurídicos propios del Derecho Privado, que
ninguna relación guardan con el Derecho Administrativo”. Que la causa que
justifica la nulidad a la que se refiere el artículo 125 sería el error y los demás
vicios del consentimiento en los que pudo haber incurrido el consumidor, lo cual
sería una materia fundamentalmente civil, y por tanto, propia del Poder Judicial.

4.- Que el artículo 92 de la Ley de Protección al Consumidor y al


Usuario, con arreglo al cual los proveedores incurrirán en responsabilidad civil y
administrativa tanto por los hechos propios como por los de sus dependientes,
contraviene los principios de culpabilidad y de personalidad de la
responsabilidad administrativa, los cuales serían garantías derivadas del
artículo 49 de la Constitución.

Que el ejercicio de la potestad sancionadora únicamente puede darse en


los casos en los cuales la culpabilidad del sujeto investigado ha quedado
comprometida. Siendo así, afirman que, con arreglo al artículo 49 de la
Constitución, las sanciones objetivas están prohibidas, entendiendo por tales
aquéllas que procederían aun cuando el supuesto infractor no hubiese actuado
con dolo o culpa.

Que no cabe el ejercicio de la potestad sancionadora respecto de actos,


hechos u omisiones imputables a terceras personas.
Que, si bien el actuar de un tercero puede reflejarse en la
responsabilidad del sujeto supuestamente agraviante, como “por ejemplo,
cuando éste ha omitido el control sobre la actuación de tal tercero (culpa in
vigilando), [siempre se exige] que la Administración pueda imputar, a la
voluntad culposa del agente supuestamente infractor, la infracción que ha sido
cometida.”

Que, a pesar de que admiten la responsabilidad objetiva en el ámbito del


Derecho Civil, por extensión de los postulados del Derecho Penal, dicha
responsabilidad es inaplicable en el Derecho Administrativo.

Que, a pesar de que la mayoría de los proveedores son personas


jurídicas, y en virtud de tal naturaleza nunca cometerían las conductas que la
ley sanciona; y, no obstante que la doctrina admite que “en el Derecho
Sancionador la persona jurídica responde por los hechos realizados por sus
empleados en virtud del intenso deber de control de los titulares de la
actividad”, debe exigirse a dicha persona jurídica el haber actuado con
culpabilidad.

5.- Que el artículo 150 de la Ley de Protección al Consumidor y al


Usuario, conforme al cual la ausencia del presunto infractor o la omisión de
presentar pruebas o alegatos en su favor se considerará como aceptación de
los hechos señalados en el acta de inspección, viola el derecho a la presunción
de inocencia que consagra el artículo 49.2 de la Constitución, pues invierte la
carga de la prueba en el curso del procedimiento administrativo sancionador.

Que la carga de la prueba acerca de los hechos constitutivos de un ilícito


administrativo corresponde exclusivamente a la Administración Pública.

6.- Que los artículos 119 y 122 de la Ley de Protección al Consumidor y


al Usuario sancionan con multa el incumplimiento o irrespeto de la conducta
referida por el supuesto de hecho del artículo 21 de dicha ley.
Que esta duplicación de sanciones viola el derecho a no ser sometido a
juicio por los mismos hechos en virtud de los cuales una persona hubiese sido
juzgada con anterioridad, previsto en el artículo 49.7 de la Constitución.

II
CUESTIÓN PREVIA ACERCA DE LA SUBROGACIÓN DE LA LEY DE
PROTECCIÓN AL CONSUMIDOR Y AL USUARIO

1.- Como se reseñó en la introducción a esta decisión, los ciudadanos


Rafael Badell Madrid, Álvaro Badell Madrid, María Amparo Grau y Carmelo de
Grazia Suárez, solicitaron que se declararan nulos, por inconstitucionales, los
artículos 53, 54, 83, 84, 85, 86 y los numerales 5, 6 y 8 del artículo 87 de la Ley
de Protección al Consumidor y al Usuario, en concordancia con los artículos
92, 119, 122, 125 y 150 de la misma ley. Dicho texto jurídico fue publicado en
la Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela número 37.930, del
4 de mayo de 2004.
El caso es que en la Disposición Derogatoria Única del Decreto núm.
6.092 con Rango, Valor y Fuerza de Ley para la Defensa de las Personas en el
Acceso a los Bienes y Servicios, publicado en la Gaceta Oficial de la República
Bolivariana de Venezuela núm. 5.889, Extraordinario, del 31 de julio de 2008,
se establece lo siguiente:

“Se Deroga la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario publicada


en Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela Nº 37.930
del 4 de mayo de 2004…”.

Es decir, la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario, al haber sido


derogada por el Decreto mencionado, perdió vigencia, o, dicho en otros
términos, las consecuencias jurídicas de sus disposiciones no se aplican a los
hechos o a las situaciones referidas por sus disposiciones y que acaecieron
con posterioridad a la publicación del Decreto citado, ya que el efecto de dicha
declaración derogatoria implica la exclusión de la ley mencionada del
ordenamiento jurídico. Por otra parte, se observa que la derogación fue total;
en consecuencia, ninguno de sus preceptos es susceptible de aplicación.
Posteriormente, dicho Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley fue
reformado por la Ley de Reforma Parcial del Decreto núm. 6.092, la cual, en su
primer artículo sustituyó su nombre por el de “Ley para la Defensa de las
Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios”.

Como consecuencia de todo ello, el examen acerca de la


constitucionalidad de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario, al cual
se había abocado esta Sala, carece actualmente del objeto que lo motivo.

Sin embargo, es posible que, a pesar de que dichos preceptos perdieron


vigencia, otros en cierta medida similares a ellos hubiesen venido a cumplir la
función que los derogados cumplieron en su día. En general, la sustitución de
una norma por otra se denomina subrogación normativa. Con ello se logra
distinguir esta situación de la mera derogación, término con el cual se
designarían los casos en los cuales las normas excluidas del ordenamiento no
fueron sustituidas por otras. La subrogación, por tanto, sería una especie de
derogación en la cual, además de la exclusión de una norma del ordenamiento,
se produce una sustitución de la disposición desplazada (Cfr. al respecto:
Delgado Ocando, J. M.: Lecciones de Introducción al Derecho, cuarta edición,
pág. 181).

La subrogación podría darse mediante, al menos, dos modalidades: por


la primera el legislador hace uso de términos o expresiones que en todo o en
parte son iguales a los usados por el legislador de la disposición derogada
(podría llamarse a esta modalidad subrogación mimética, en la medida en que
se da una “imitación” de la norma subrogada por la subrogante); por la
segunda, nuestro legislador se valdría de un diseño normativo con elementos
gráficos distintos a los utilizados por el legislador subrogado, pero cuyo sentido
sea igual o similar al que tenía la norma excluida del ordenamiento (a tal
proceso podría llamársele subrogación semántica, en tanto lo que se intenta
“imitar” no es la forma sino el significado de la norma excluida).

Podría pensarse que el primer supuesto, el de la subrogación mimética,


es más simple de verificar y de comprender que el segundo, el de la
subrogación semántica. En cierta forma es así, pero, cabe advertir que
respecto de ambos hay que tomar ciertas previsiones.

Tales cautelas se justifican por la práctica que a nivel de los tribunales


constitucionales consiste en trasladar el deber original de examen de
constitucionalidad de las normas subrogadas a las normas subrogantes. El
proceso lógico que lleva a esta traslación por lo general no se devela en las
decisiones correspondientes.

En la práctica lo que se acostumbra es a constatar la identidad o


similitud de las normas involucradas, para en seguida declarar que la causa o
el examen de constitucionalidad continua teniendo a las segundas por objeto.

En esta oportunidad, la Sala ha constatado que existe identidad o


similitud entre una parte de los enunciados de la Ley de Protección al
Consumidor y al Usuario impugnados con algunas disposiciones contenidas en
la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios
(la cual será identificada como la Ley sugrogante, aunque tal nombre
corresponde propiamente al Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley ya
mencionado).

Sin embargo, la Sala advirtió poco antes sobre ciertas previsiones que
deben tomarse antes de decretar que la causa continúa con otro objeto, y que,
si bien se supone que en todos los casos se toman en cuenta tales cuidados,
no siempre se expresan en la decisión, lo que en cierta medida constituiría una
falta de motivación de un presupuesto fundamental de la admisibilidad de la
pretensión de inconstitucionalidad en tales casos. Es decir, es importante
explicar los presupuestos del cambio de objeto y el porqué debe continuarse
respecto del mismo la causa, pues de ello depende que luzca justificada la
decisión que al respecto se dicte.

Como premisa fundamental de dicho razonamiento, debe comenzarse


por explicar la naturaleza del enlace que se da entre la norma subrogada y la
norma subrogante que justifica que el examen de constitucionalidad se traslade
desde una norma impugnada, más no vigente, a otra norma vigente, más no
impugnada. Así, pues, y a juicio de esta Sala, para que una norma subrogante
se tenga como un objeto legítimo de examen de constitucionalidad, en vez de
la norma subrogada, es necesario que ambas tengan el mismo sentido.
Tómese en cuenta que no se está afirmando lo que es usual en estos casos, es
decir, no se está diciendo que para que tal sustitución ocurra las disposiciones
deben ser idénticas o, en el mejor de los casos, similares; al contrario, se
afirma que deben tener el mismo sentido. Ahora bien, ¿a que acepción del
término “sentido” se refiere la Sala? Se refiere al sentido total de las
expresiones, es decir, a aquél que toma en cuenta los términos que forman la
disposición, el orden de los enunciados en el conjunto, las disposiciones que
los acompañan o que están relacionadas con ellos y las circunstancias
culturales o históricas que rodearon su nacimiento o que determinaron su
existencia. La doctrina lo define, sintéticamente, como aquél “que tiene un
enunciado en sí mismo, pero atendiendo además al conjunto de circunstancias
que rodean la formulación del enunciado” (Hernández Marín, R.: Interpretación,
subsunción y aplicación del Derecho, pág. 35). Entre tales circunstancias
destacan dos. En primer lugar, las propiamente lingüísticas o textuales,
referidas a los dispositivos que acompañan a las normas bajo examen; y, en
segundo lugar, las extralingüísticas o contextuales, conforme a las cuales
deberá verificarse si la finalidad de tales disposiciones es la misma, si
responden al mismo problema o si resuelven la misma necesidad o cumplen la
misma función. En resumen, se trata de realizar un análisis lógico, gramatical,
sistemático e histórico, en los términos en que von Savigny lo dejó expuesto, o,
lo que es lo mismo, se trata de realizar un examen textual y contextual del
dispositivo correspondiente.

Un posible dificultad podría ser la siguiente: podría darse el caso de una


subrogación mimética, es decir, de una sustitución de la norma subrogada por
una norma subrogante en la que esta última sea en un todo similar a la
anterior, pero que, sin embargo, no se dé una identidad de sentido entre ambas
normas. Véase el siguiente ejemplo: primero, supóngase que hubiese existido
una norma en la Ley del Trabajo, particularmente en el Capítulo dedicado a
“Las condiciones de empleo de las personas menores de dieciocho años”, con
el siguiente enunciado: “Se autoriza el trabajo nocturno”; plantéese, además,
que dicha norma hubiese sido subrogada por otra Ley en la que se establezca
un precepto con la misma redacción (“Se autoriza el trabajo nocturno”), pero
contenido en el Capítulo dedicado al empleo “de personas mayores de
dieciocho años”. En tal caso no podría afirmarse que ambas disposiciones
tengan el mismo sentido, a pesar de que lingüísticamente son iguales. Y ello
porque ni los sujetos a los que se refiere, ni el bien jurídico protegido, ni las
garantías constitucionales dispensadas para su protección son las mismas. En
consecuencia, en un supuesto como el explicado, el objeto de la solicitud de
impugnación no sería el mismo, y no podría, por tal circunstancia, continuarse
el trámite de impugnación.

A pesar de que la mayoría de los casos en que se da una subrogación


normativa no son como el ilustrado, siempre es necesario determinar, así sea
someramente, si el sentido de los preceptos involucrados es similar.

En el caso de la subrogación semántica, la cual consiste, como se


definió más arriba, en el uso por la norma subrogante de expresiones con un
sentido similar al de las normas subrogadas, la tarea interpretativa luce más
sutil, exige más atención y, al mismo tiempo, es más apremiante. El ejemplo
del que disponemos es uno que parece estar presente en este mismo caso. Se
refiere la Sala al artículo 125 de Ley de Protección al Consumidor y al Usuario
subrogada, el cual dice parcialmente que: “Serán nulos los contratos de
adhesión que contravengan lo dispuesto en esta Ley…”. Por su parte, el
artículo 69 del Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley dice en una parte del
mismo que “…la autoridad competente, podrá anular aquellas [cláusulas de los
contratos de adhesión] que pongan en desventaja o vulneren los derechos de
las personas…”. La cuestión que se le plantea a la Sala es determinar si entre
tales disposiciones hay una similitud de sentido, es decir, si puede afirmarse
que tales disposiciones son sinónimas.

Se advierte, por último, que un elemento propio de este tipo de


situaciones al cual hay que prestar atención, es el referido al contenido de la
pretensión de la parte actora. Ello en vista de que es posible que dicha parte
impugne una disposición como un todo, o exija su anulación plena, pero
realmente está en desacuerdo sólo con uno o algunos de sus términos. Si la
norma subrogante copia todo el precepto subrogado, pero no copia ese término
que la parte estima la razón por la cual la norma resulta inconstitucional, la
sustitución del objeto del debate no es posible, con mucho que la norma
subrogante sea “casi” igual a la subrogada. De este caso también se presenta
un ejemplo en esta misma causa, el cual será debidamente analizado en el
momento oportuno.

Es por ello que los “Fundamentos de la Solicitud de la Parte Actora”


deben preceder en el texto de la decisión a la “Cuestión acerca de la
Subrogación del texto impugnado”, aunque a primera vista luzca más
apropiado y económico en tiempo resolver el punto de cuáles disposiciones son
o no similares o sinónimas con su sola y previa comparación, sin atender a los
argumentos de inconstitucionalidad planteados.

2.- Según lo establecido anteriormente, en casos como el presente debe


verificarse si las disposiciones subrogantes tienen la misma función o el mismo
sentido que el de las disposiciones derogadas, es decir, habrá que determinar
si son sinónimas. Ello dependerá, tal como se dejó asentado anteriormente,
tanto de los términos en que cada disposición esté redactada, de las
disposiciones que le acompañen, del apartado del texto normativo en que esté
inserta y de la finalidad del cuerpo normativo en el que se encuentre.

A este respecto, luego de una lectura de ambos cuerpos normativos, la


Sala concluye que la derogada Ley de Protección al Consumidor y al Usuario y
la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios,
tienen, en esencia, la misma finalidad. Dicho fin sería, como lo expresa en su
artículo 1 el segundo de los textos mencionados, “la defensa, protección y
salvaguarda de los derechos e intereses individuales y colectivos en el acceso
de las personas a los bienes y servicios para la satisfacción de las
necesidades”; esta misma idea la expresaba en su artículo 1 la Ley subrogada,
cuando afirmaba que su objeto era “la defensa, protección y salvaguarda de los
derechos e intereses de los consumidores y usuarios”.
Por tanto, si se ha comprobado que ambas leyes responden al mismo
espíritu, finalidad o voluntad normativa, resta examinar caso por caso para
verificar si la coincidencia se da también a nivel de las disposiciones
particulares. Es decir, el primer paso para la comprobación de la relación de
sinonimia entre disposiciones ya fue dado, pues se evidenció que la finalidad
de ambos cuerpos normativos es la misma. Si se observare que ambos
cuerpos contienen disposiciones con una redacción idéntica o similar, es de
suponer que se ha dado el proceso de subrogación mimética o semántica a
que se hizo referencia anteriormente, pues la similitud en cuanto el contenido
extralingüístico de dichas disposiciones ya fue comprobado al verificar que
ambos cuerpos normativos responden al mismo objetivo.

3.- En el caso de los artículos 53 y 54 de la Ley subrogada, se ha


verificado que fueron reproducidos en los artículos 49 y 50 de la Ley
subrogante, salvo pequeños cambios y una adición al segundo de ellos,.
También se observa que éstos últimos se ubican en el mismo Título y Capítulo
que aquéllos (el Título es el dedicado a los “Derechos de las Personas”, y el
Capítulo es el “De la Información y la Publicidad”). Dado que la finalidad de
ambas regulaciones es en general la misma, tal y como la comparación del
primer artículo de ambas leyes lo puso en evidencia, la relación de sinonimia
está presente, y la Sala debe, con el fin de respetar y proteger el derecho de
acción ante el Poder Judicial y el deber de respeto al orden constitucional,
examinar la denuncia planteada como si hubiese sido propuesta contra los
artículos de la ley subrogante. Así se establece.

4.- Respecto a los artículos 83, 84, 85, 86, numerales 5, 6 y 8 y el


artículo 125 de la Ley subrogada, se advierte que el artículo 85 fue derogado,
es decir, no fue sustituido por otro artículo. En cuanto al resto, se evidencia que
la Ley subrogante ha dictado disposiciones similares en cuanto a su redacción,
salvo en lo tocante al artículo 125. Los artículos correspondientes de la Ley
subrogante son los números 71 (por el 83), 72 (por el 84), 3º párrafo del
artículo 70 (por el 86), numerales 5, 6 y 7 del artículo 73 (por los numerales 5, 6
y 8 del artículo 87). En estos casos, todos los artículos nuevos se ubican en el
mismo Título y el mismo Capítulo de la Ley subrogada, correspondientes a la
protección contractual y, en particular, al contrato de adhesión. Visto que
ambas leyes, como quedó dicho, tienen los mismos fines, la relación de
sinonimia también esta presente en este caso. Así se establece.

En cuanto al artículo 125, luego de una revisión de la nueva Ley, puede


afirmarse que corresponde parcialmente al artículo 69 de ésta última. El
artículo 125 estaba ubicado en el Título VII, bajo el cual se reunieron las
disposiciones generales de los ilícitos. Dicho artículo disponía que la nulidad de
los contratos de adhesión que contraviniesen lo dispuesto en dicha ley “ser(í)a
declarada por el Instituto Autónomo para la Defensa y Educación del
Consumidor y del Usuario (INDECU), mediante decisión motivada.” Por su
parte, el artículo 69 de la Ley subrogante se ubica en el Capítulo VIII,
relacionado con la protección en los contratos de adhesión, el cual forma parte
del Título II, relativo a los derechos de las personas. Dicha disposición
establece que “la autoridad competente” podrá anular aquéllas cláusulas de los
contratos de adhesión “que pongan en desventaja o vulneren los derechos de
las personas, mediante acto administrativo”. Este no es un caso de
subrogación mimética, evidentemente. Muchos son las expresiones que han
sido modificadas u omitidas. Donde se hacía referencia a “los contratos” ahora
se mencionan “las cláusulas”; donde se refería a los contratos “que
contravengan lo dispuesto en esta Ley”, ahora se alude a las cláusulas “que
pongan en desventaja o vulneren los derechos de las personas”; donde se
citaba el nombre de un ente público, ahora se alude a “la autoridad
competente”.

Siendo así, en esta oportunidad es muy importante tomar en cuenta qué


objetan a dicho artículo los solicitantes. Fundamentalmente manifiestan que
viola el artículo 49.4 de la Constitución, pues le atribuiría a una Administración
Pública una potestad que sería de la titularidad exclusiva y excluyente del
Poder Judicial. Interesa, por tanto, determinar si dicha autorización fue
“reproducida” en la disposición subrogante. Al respecto se afirma que,
efectivamente, la disposición del artículo 69 atribuye a una autoridad
administrativa la potestad de anular cláusulas de un contrato de adhesión, y
visto que ambas normas se refieren al mismo tipo de acuerdos y contienen una
atribución similar, puede afirmarse que tienen, en este particular, que es el
relevante conforme a lo que piden los solicitantes, el mismo sentido. Así se
establece.

5.- En cuanto a los artículos 92 y 150 impugnados, vista la comparación


entre los primeros artículos de ambos cuerpos normativos, el de la Ley de
Protección al Consumidor y al Usuario y de la Ley para la Defensa de las
Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, en principio se da por
asentado que responden teleológicamente hablando a los mismos propósitos.
Sin embargo, la identidad de sentido debe ser puesta en duda. A ello han
contribuido diferentes factores. Por un lado cierta contradicción en los
argumentos de los solicitantes, particularmente en cuanto al artículo 92, que
dificulta la claridad y el alcance de las razones por las cuales dicha disposición
resultaría inconstitucional, y que, aunado a las modificaciones que el legislador
introdujo al texto de la disposición, hacen que la relación de sinonimia se
presente problemática, y su declaración desaconsejable.

En primer lugar, tenemos que la disposición del artículo 92 de la Ley


subrogada establece parcialmente que los proveedores de bienes o servicios,
“cualquiera sea su naturaleza jurídica, incurrirán en responsabilidad civil y
administrativa, tanto por los hechos propios como por los de sus dependientes
o auxiliares”. La argumentación de los solicitantes es bastante confusa al
respecto. Por una parte afirman que el ejercicio de la potestad sancionadora
únicamente puede realizarse si la culpabilidad del sujeto investigado ha
quedado comprometida; pero luego reconocen que la responsabilidad de tales
dependientes o auxiliares puede reflejarse en la responsabilidad del proveedor
de bienes y servicios, y que la llamada responsabilidad objetiva sí sería
admisible constitucionalmente cuando la establece el Código Civil. Luego citan
doctrina que se adhiere a la tesis según la cual las personas jurídicas
responden por los hechos realizados por sus empleados.

Ante tales argumentos no queda claro el alcance de la crítica planteada.


Y tal como se expuso anteriormente, en algunos casos de subrogación de
normas impugnadas, es indispensable, a fin de determinar la similitud de
sentido entre norma subrogada-norma subrogante, que no haya dudas acerca
del alcance de la denuncia formulada. En este caso tal contenido no está
definido, pues no se sabe si la objeción se refiere a los casos en que el
proveedor sea una persona natural, una persona jurídica o a ambos. Tampoco
luce claro si se refiere a los casos en que sólo se impute el daño al proveedor
en solitario, o también a los casos en que el daño sea imputable a ambos (tanto
al proveedor como al dependiente o auxiliar). En fin, no se sabe si se objeta la
llamada responsabilidad objetiva en todo caso o sólo en el marco de una
relación entre proveedores y consumidores o usuarios.

Por otra parte, el nuevo precepto afirma que los proveedores de bienes y
servicios, cualquiera sea su naturaleza, serán solidaria y concurrentemente
responsables por los hechos de sus dependientes o auxiliares, lo cual supone
una innovación respecto al anterior.

Por todas estas razones, la relación de sinonimia o igualdad de sentido a


cuya verificación está supeditada la labor de la Sala no es posible declararla en
este caso, porque no es evidente la posición que asumirían los solicitantes
respecto a la nueva redacción de la norma, y ello es así porque tampoco
resultaba clara su posición respecto a la norma subrogada. Así se establece.

En cuanto al artículo 150 de la Ley de Protección al Consumidor y al


Usuario, el mismo señalaba que la “no comparecencia del presunto infractor o
la omisión de presentar pruebas o alegatos en su favor en el desarrollo del
procedimiento administrativo se considerará como aceptación de los hechos
señalados en el acta de inspección”. Los solicitantes señalaron que dicho
precepto violaba el derecho a la presunción de inocencia que establece el
artículo 49.2 de la Constitución, pues invertía la carga de la prueba. Si bien el
2º párrafo del artículo 121 de la Ley para la Defensa de las Personas en el
Acceso a los Bienes y Servicios contiene una prescripción parecida, a lo que
podría contribuir el hecho de que ambos preceptos, tanto el posible subrogado
como el posible subrogante, se localizan en el título dedicado al procedimiento,
lo cierto es que respecto a la nueva redacción no puede asegurarse su similitud
de sentido con la anterior, pues se limita a señalar que en caso de que la
presunta infractora o presunto infractor “no comparezca a la audiencia de
descargos se valorará como indicio de los hechos que se le atribuyen”. Los
cambios que se observan entre ambas normas son notables. El supuesto
temporal de la primera es la ausencia del presunto infractor durante cualquier
fase del procedimiento, el de la segunda es la ausencia en el acto de
descargos; la conducta a que se refiere la primera es tanto la ausencia durante
los actos de procedimiento como la omisión de presentar pruebas o alegatos,
en cambio la segunda sólo se refiere a la inasistencia al acto de descargos; la
consecuencia de la primera es que se tengan los hechos como aceptados, la
de la segunda sería la de considerar la ausencia en el acto de descargos como
un indicio. Considera la Sala que la relación de igualdad de sentido no está
presente en este oportunidad. Así se establece.

6.- Por último, los artículos 119 y 122 de la Ley subrogada, respecto de
los cuales los solicitantes afirmaron que preveían sendas sanciones de multa
en caso de que se irrespetase lo estipulado en el artículo 21 de dicha Ley, ya
no es necesario examinarlos pues tal situación no se repite en la nueva Ley.
Así se establece.

7.- En resumen, la Sala dirigirá su examen a las disposiciones


contenidas en los artículos 49, 50, 71, 72, tercer párrafo del artículo 70,
numerales 5, 6 y 7 del artículo 73 y el artículo 69, todos de la Ley para la
Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios. Así se
establece definitivamente.

III
MOTIVACIÓN PARA DECIDIR

I.- Examen de los artículos 49 y 50 de la Ley para la Defensa de las


Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios.

1.- La redacción de dichos artículos es la siguiente:

Artículo 49. [Marcaje PDF y PDI] El Ejecutivo Nacional establecerá la


obligación de los fabricantes o importadores, de imprimir, según el caso,
el Precio de Venta de Fábrica (PDF) o el Precio de Venta del Importador
(PDI) y la fecha de determinación de dichos precios, en aquellos bienes
en los que considere conveniente hacerlo para la defensa de las
personas.

Artículo 50. [Condiciones de marcaje de los bienes y servicios no


declarados de primera necesidad] En los bienes o servicios no
declarados de primera necesidad, el marcaje del precio lo realizará
quien haga la venta al destinatario final, salvo aquellos bienes o
servicios que el ministerio del poder popular con competencia en la
materia autorice que el marcaje puede ser hecho por el importador, el
productor o el fabricante.

Cuando se marque sobre el producto un Precio de Venta Sugerido


(PVS), éste se entenderá como su Precio de Venta al Público (PVP).

El marcaje del precio se hará conforme a lo establecido en esta Ley.

2.- El artículo de la Constitución que resultaría afectado por dichos


preceptos sería el 112, cuya redacción es la siguiente:

Artículo 112. [Contenido en el Capítulo VIII, “De los Derechos


Económicos”, del Título III, “De los Derechos Humanos y Garantías y
de los Deberes”] Todas las personas pueden dedicarse libremente a la
actividad económica de su preferencia, sin más limitaciones que las
previstas en esta Constitución y las que establezcan las leyes, por
razones de desarrollo humano, seguridad, sanidad, protección del
ambiente u otras de interés social. El Estado promoverá la iniciativa
privada, garantizando la creación y justa distribución de la riqueza, así
como la producción de bienes y servicios que satisfagan las
necesidades de la población, la libertad de trabajo, empresa, comercio,
industria, sin perjuicio de su facultad para dictar medidas para planificar,
racionalizar y regular la economía e impulsar el desarrollo integral del
país.

3.- Concretamente, los solicitantes afirmarían que las normas citadas


son inconstitucionales en la medida en que admiten restricciones injustificadas,
pues los productos o bienes a los que harían referencia no son de primera
necesidad; que las restricciones a la libertad económica sólo son admisibles
cuando intervengan razones de interés general, y en este caso tales razones
no existen, pues los productos o bienes a los que se refieren no son de primera
necesidad; y que las razones de interés general se darían sólo en los casos en
que exista una amenaza clara y rotunda a los derechos de los usuarios
establecidos en el artículo 117 de la Constitución.
Según se desprende de tales afirmaciones, los derechos fundamentales
serían, en principio, irreductibles; y tal carácter sólo se vería afectado si
estuviesen contempladas algunas restricciones; tales restricciones serían
admisibles si se justificasen en el interés general; y el interés general sólo entra
en juego cuando las circunstancias relevantes son graves.

En conclusión, el derecho a la libertad económica o de libre empresa


resulta afectado por los artículos 49 y 50 de la Ley, porque la justificación para
su restricción no supone la necesaria gravedad; y ello es así porque los
productos o servicios respecto de los cuales se podría ordenar el marcaje o el
anuncio de sus precios, no son de primera necesidad.

4.- En primer lugar hay que destacar lo siguiente:

Los derechos fundamentales son, desde el punto de vista del Derecho


Constitucional y del Derecho Procesal Constitucional, sin lugar a dudas,
normas. Normas que contienen determinadas prescripciones u otorgan
determinadas potestades. Tales disposiciones ordenan que algo sea hecho,
que algo no sea hecho, que se dé alguna cosa o que una declaración o acto
surta un cierto efecto. Su carácter de fundamentales deriva de los bienes
jurídicos que protegen y del rango que en el ordenamiento jurídico ostenta la
Constitución.

Respecto a las normas de derecho fundamental se ha elaborado una


doctrina según la cual los mismos tendrían una condición dual. Conforme a
esta doctrina, los derechos fundamentales podrían interpretarse o bien como
reglas o bien como principios. Serían reglas cuando su cumplimiento no admite
grados. Serían principios cuando su cumplimiento admite algún tipo aplicación
progresiva, que en todo caso está condicionada a que se den ciertas
circunstancias. En el caso de los derechos fundamentales interpretables como
principios, serían de aplicación en la medida en que las posibilidades fácticas o
jurídicas así lo permitan. Son muy pocos los derechos que se interpretan
estrictamente como reglas; la mayoría de ellos admiten ser interpretados bien
como reglas, para ciertos casos, o bien como principios, para la mayor parte de
los casos. La prohibición de torturar del artículo 46.1 de la Constitución debe
ser considerada una regla. En cambio, el derecho al trabajo previsto en el
artículo 87 constitucional, en cuanto impone la obligación al Estado de
garantizar que toda persona tenga una ocupación productiva, puede
interpretarse como un principio, pues el contenido de la conducta que se exige
al Estado puede ser objeto de ponderación, es decir, puede considerarse si en
un caso concreto, dadas las circunstancias y a la vista de lo que exijan los
demás derechos o bienes fundamentales relevantes, las medidas tomadas por
el Estado satisfacen la previsión constitucional.

El derecho a la libertad económica o de libre empresa es un principio. El


modo como lo consagra el artículo 112 de la Constitución da cuenta de esta
circunstancia. Al comienzo dice que “todas las personas pueden dedicarse
libremente a la actividad económica de su preferencia”, pero seguidamente
establece ciertas razones que podrían erigirse en limitaciones a los mandatos
que pudieran entenderse contenidos en la primera declaración. Tales razones
pudieran atender a situaciones o bienes relativos al “desarrollo humano, (la)
seguridad, (la) sanidad, (la) protección del ambiente u otras de interés social”.

Dichas “razones”, cuya presencia podría “limitar” la aplicación del


contenido del derecho a la libertad económica, no podrían asimilarse a las
denominadas “restricciones” de los derechos fundamentales, pues el término
“restricción” debe reservarse a aquélla parte de las disposiciones de derechos
fundamentales que expresamente indican en cuáles casos no se aplica el
mandato contenido en el derecho o en cuáles casos no quedan protegidos por
el mismo.

Tanto la primera parte del artículo, como la que se refiere a las


“limitaciones”, deben entenderse como autorizaciones, prohibiciones o
permisos a los poderes públicos para que a la hora de regular o incidir sobre la
actividad económica promuevan, protejan y garanticen la libertad económica o
de libre empresa; en segundo lugar, como una habilitación para garantizar al
mismo tiempo los bienes señalados por dicho precepto (desarrollo humano,
seguridad, sanidad, protección del ambiente u otras de interés social), y, en
tercer lugar, para que también se protejan los bienes jurídicos señalados en los
supuestos de hecho del resto de las normas de derecho fundamental o de
bienes jurídicos fundamentales contenidos en la propia Constitución o en
tratados internacionales de derechos humanos ratificados por la República.
Es decir, el ejercicio de una labor concretizadora o delimitadora del
derecho fundamental del artículo 112 de la Constitución debe atender a los
elementos normativos que puedan atribuírsele a la redacción del artículo 112 o
a los elementos normativos que puedan reconocerse en la redacción de los
derechos fundamentales relacionados con aquél (esto en la medida en que sus
supuestos de hecho se refieran a las mismas relaciones de vida que aquél
contemple, o que se relacionen con los intereses que entren en conflicto con
los bienes que aquél pretende asegurar o garantizar). Ejemplo de un derecho
fundamental relacionado con el de libertad económica o de libre empresa es el
contenido en el artículo 117 de la Constitución, relativo al derecho a disponer
de bienes y servicios de calidad.

Y aún en el caso que se conciba la existencia de un contenido prima


facie de los derechos fundamentales, es decir, un contenido que surja de la
sola interpretación del precepto que lo contenga y que no se formule a la luz de
ningún conflicto o situación concreta, la doctrina que sostiene tal hipótesis
termina reconociendo un contenido definitivo del derecho fundamental como
resultado de una labor creadora de los poderes públicos, especialmente
relacionada por la potestad legislativa (que ejerce el parlamento) y con la
potestad de garantía de la Constitución (que despliega el tribunal
constitucional), para lo cual se deberán tomar en cuenta la situación que se
desea ordenar, los resultados perseguidos, los derechos aplicables y los
elementos de hecho relevantes.

Hay que dejar asentado que la mayoría de las normas de derecho


fundamental, particularmente la del artículo 112 de la Constitución, no
contienen ni específicos modos de hacerse valer, ni referencias concretas a
casos en que no debe ser aplicado; y si bien dicho precepto ordena proteger la
libertad de empresa (así como otros valores estimables: desarrollo humano,
seguridad, sanidad, protección del ambiente u otras de interés social), en el
mismo no se advierte la presencia de órdenes que establezcan en concreto lo
que debe hacerse o no para proteger el derecho de libre empresa o los bienes
jurídicos allí mencionados.
Un caso distinto sería el del artículo 53 de la Constitución, según el cual
las personas tienen derecho a reunirse privada o públicamente, siempre que
los fines sean “lícitos y sin armas”. En torno a si la expresión “sin armas”
supone una delimitación o una restricción se han producido interesantes
discusiones. Lo que resulta evidente es que la naturaleza de esta expresión
difiere ostensiblemente de las expresiones utilizadas por el constituyente en el
artículo 112. La orden de no portar armas no se hace depender del juicio del
legislador, o de la decisión de un juez o de la discrecionalidad de la
administración. El constituyente fue tajante: las reuniones, para que estén
cubiertas por la protección que otorga la norma constitucional, deben hacerse
sin armas.

En cambio, cuando el constituyente se refiere en el artículo 112 al


desarrollo humano, a la seguridad, a la sanidad, a la protección del ambiente u
otras de interés social, lo hace para autorizar al legislador a que, a la hora de
establecer una normativa en relación con la actividad económica, también
proteja, promueva y garantice otros bienes de igual entidad. En otro sentido, es
una autorización para, al tiempo que se promueve la libertad de empresa, se
garantizan otro bienes jurídicos atendibles. El resultado de dicha tarea puede
resultar en la protección de unos u otros bienes jurídicos, en grados diversos, e
incluso, como se verá más adelante, en la precedencia de unos respecto de
otros. El legislador disfruta, respecto al artículo 112 constitucional, de un
margen de creatividad y poder de configuración sensiblemente mayor que en el
caso en que afronte el desarrollo del artículo 53 de la Constitución, el cual le
marca una frontera infranqueable: aquélla en que consiste la prohibición según
la cual los que participen en una reunión estén armados. Los demás poderes
públicos deben hacer lo propio en el ámbito que les corresponda.

Esta facultad que ha venido calificando la Sala como creadora de


normas, y que sería el producto de la combinación de los mandatos de derecho
fundamental pertinentes para dictar una ley, una sentencia o un acto
administrativo, ha sido vinculada por la doctrina al uso de una técnica llamada
ponderación de principios. Dicho mecanismo sería, “ante todo, una forma de
resolver conflictos entre normas jurídicas que se concreta en la creación de
otra norma” (Cfr.: Luis Arroyo Jiménez, Libre empresa y títulos habilitantes,
CEC, pág. 70). La norma que de ahí resulta dispondrá el modo en que se
resolverá el conflicto de intereses subyacente en alguno de los sentidos que,
en términos más o menos generales o más o menos concretos, posibilitan los
derechos fundamentales.

El principio de ponderación cumple un papel relevante en los casos en


que para la solución de una controversia deban considerarse derechos
fundamentales cuyo contenido salvaguarde intereses que no podrían ejercerse
o garantizarse simultáneamente, o si tal cosa fuese posible, no en el mismo
grado. Dichos poderes públicos están obligados, en consecuencia, a
combinarlos en cuanto les sea posible. El resultado de la ponderación puede
arrojar que se tome más de uno que de otro, o que se prefiera éste en vez de
aquél.

Subyace a esta teoría la convicción según la cual, en principio, si bien


todos los derechos fundamentales son vinculantes e iguales en la Constitución,
llevados al plano de la realidad, puestos frente al caso concreto, se producen
múltiples combinaciones y desiguales aplicaciones. La combinación ideal sería
aquélla que los apreciara y aplicara a todos por igual; pero ello, como lo saben
los operadores jurídicos en general y los de justicia en particular, no es siempre
posible.

Esta labor tiene otra característica: no siempre es factible prever, a partir


de la sola lectura de los derechos fundamentales, la solución del caso que al
final se propondrá. Y ello es así por cuanto no todos los elementos a tomar en
cuenta han sido sistematizados. Por ello se afirma que “la decisión de otorgar
prevalencia a uno de los principios presenta en último término un carácter
extrasistemático, puesto que no puede derivarse herméticamente del conjunto
de normas jurídicas que vinculan al operador” (Cfr.: Arroyo, Op. cit., pág. 72).
Ello conduce a otra afirmación: la ponderación es un instrumento racional de
solución de controversias, pero que no es capaz de señalar cuáles son los
elementos jurídicos o fácticos que en concreto y para el caso planteado deban
tomarse en cuenta. Esto depende de cuan explícitas sean las normas
involucradas y de cuan al tanto estén de los asuntos involucrados los llamados
a concretarlas.

Hay sin embargo ciertas orientaciones. Las mismas exigirían que no se


sacrifique un derecho fundamental por razones triviales; que el interés que se
privilegie debe ser relevante a la luz de la situación que en concreto se
presente; que se tomen en cuenta los intereses del colectivo, y, por último, que
la decisión sea razonable, es decir, que sea susceptible de aplicación en lo
futuro para casos similares.

Siendo así, el argumento esgrimido por los solicitantes, según el cual el


derecho fundamental a la libertad económica o de libre empresa sólo puede ser
restringido por razones de interés general, no luce correcto. Ni por lo que se
refiere a la restricción, ni por lo que atañe al interés general. El derecho bajo
examen es, se insiste, un principio. La norma no establece los modos en que
tal derecho será satisfecho. Supone que deberá ser combinado con otros
derechos también estimables. Por lo tanto, su naturaleza es la de ser aplicado
junto con otros, y en tal sentido, siempre estará sujeto a ponderación. Es decir,
será susceptible de una aplicación gradual en más o en menos. Por tanto, será
el caso concreto el que dirá cuáles elementos habrán de ser tomados en
cuenta, y de ello resultarán normas como producto de una actividad
combinatoria de derechos.

En consecuencia, la delimitación del grado en que el derecho a la


libertad económica o de libre empresa se garantice en un caso particular, no
constituye una anormalidad, no es una restricción al mismo, ni de por sí dice
nada respecto a si fue violado o no. Exigir, pues, que cualquier norma que
establezca un margen de protección de la libertad económica deba estar
fundada en un interés general, entendiendo por interés general una grave
amenaza a otro derecho, es desconocer la naturaleza principialista de la
mayoría de los derechos, así como la ponderación como técnica de concreción
o delimitación del margen de protección adecuado.
En tal sentido, y por el sólo hecho de que las normas impugnadas
delimiten el derecho a la libertad económica o de libre empresa, no se sigue
que las mismas sean inconstitucionales. Así se establece.

Supóngase, sin embargo, que los solicitantes quisieron decir que el


marcaje de los precios en productos o servicios que no fuesen de primera
necesidad no responde a ningún derecho fundamental. Tal afirmación tampoco
sería correcta, pues el marcaje o el anuncio de los precios de bienes o
servicios sí es necesario para satisfacer uno de los aspectos del derecho de los
consumidores consagrado en el artículo 117 constitucional. Allí se lee que los
mismos tienen derecho a “una información adecuada y no engañosa sobre el
contenido y las características de los productos y servicios que consumen”.
Uno de los elementos o características, en sentido amplio, de los productos o
servicios, es su precio; y es lógico que tal necesidad de conocimiento la
puedan tener tanto el que desea adquirir un producto declarado de primera
necesidad como el que adquiere un producto no declarado de primera
necesidad. Por tanto, el derecho legal creado por el artículo 50 de la Ley para
la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, luce
constitucionalmente autorizado desde que responde al mandato de información
que prevé el artículo 117 de la Constitución.

Podría decirse que, a pesar de ser dicho precepto legal una concreción
del derecho constitucional a la información de los consumidores, sería
igualmente inconstitucional en la medida en que produce una lesión no
justificada por dicha protección al derecho a la libertad económica o de libre
empresa. Es decir, que en su labor de ponderación, el legislador adoptó una
medida que si bien garantiza el derecho a la información de los consumidores,
lesiona de tal modo la libertad económica o de libre empresa que hace que tal
medida sea constitucionalmente inaceptable o reprochable.

La cuestión es que nada se probó o se demostró al respecto. Los


solicitantes no probaron o demostraron que la medida autorizada por los
preceptos examinados provocara un desequilibrio irrazonable entre los
intereses de los consumidores y los de los proveedores. Dichos solicitantes se
limitaron, como quedó expuesto anteriormente, a afirmar que dicha regulación
era inconstitucional por afectar el derecho fundamental previsto en el artículo
112 de la Constitución; y ello como consecuencia de que las medidas
autorizadas no respondían a una situación que involucrase el interés general.
Afirmación que, como es obvio, no dice nada respecto a la magnitud del daño
que el bien jurídico que protege dicho artículo 112 habría sufrido.

Por tales razones, aparte de las que se explicarán seguidamente, las


normas contenidas en los artículos 49 y 50 de la Ley para las Personas en el
Acceso a los Bienes y Servicios no son inconstitucionales. Así se establece.

5.- Si bien, pues, desde el punto de vista de la teoría de la norma


jurídica, y en particular de la teoría de las normas de derecho fundamental que
las clasifica en principios y reglas, la tesis de la restricción de los derechos
fundamentales en cuanto supone una naturaleza absoluta de los mismos no
parece que sea útil a la hora de resolver los casos concretos, tal tesis también
viene refutada por los estudios históricos, sociológicos y políticos que se han
detenido a estudiar el fenómeno del discurso de los derechos fundamentales
en el plano de la praxis social.

El discurso del carácter absoluto o irrestricto de los derechos


fundamentales no tiene su origen propiamente en la doctrina jurídica, aunque,
buena parte de los pensadores que le dieron forma cultivaron el Derecho, e
incluso, algunos de ellos fueron notables juristas. Dicho discurso surge del
debate político y de los escritos que en tono académico o polémico se
escribieron, ya fuese para justificar un estado de cosas que deseaba
conservarse, o para justificar la lucha por alcanzar un beneficio del que se
carecía, pero al que se aspiraba.

En su lucha contra un arraigado sistema de privilegios, en su combate


contra la intolerancia religiosa, en su batalla contra las monarquías absolutas o
ilustradas, según el caso, o, en fin, por el deseo de adaptar su entorno a los
cambios que la revolución que en varios ámbitos, particularmente el industrial,
se había producido, ciertos sectores de la sociedad europea,
fundamentalmente en Inglaterra, Francia y Alemania, desarrollaron una
doctrina que, sin desconocer sus múltiples matices, se le conoce en términos
generales como Doctrina Liberal o Liberalismo.

Uno de los fundamentos filosóficos del primer liberalismo y del


Liberalismo Clásico, fue la idea según la cual los individuos nacen siendo
titulares de derechos; derechos que son inherentes a su condición de seres
humanos, y en tal sentido, inalienables, absolutos e imprescriptibles. Y la única
razón que podría justificar, a la vista de esta concepción, alguna renuncia a
parte de los mismos, es decir, la única causa por la cual podrían ser
“restringidos” dichos derechos, sería el goce de los mismos en términos de
igualdad, y ello con el fin de evitar que otros abusaran en el ejercicio de sus
propios derechos de los de los demás.

De allí que, según connotados autores liberales, estos individuos o


grupos, conscientes de la importancia de conservar tales derechos y con el
único fin de mantenerlos, habrían creado al Estado mediante la suscripción de
un pacto. Este mito del acto fundacional del Estado es el que ha dado base a la
tesis según la cual el Estado nació limitado al cumplimiento de una sola
función: la de proteger los derechos del hombre libre y autorrealizado.

Por ello, de la teoría del Estado limitado a la teoría de las “restricciones”


(es decir, al carácter excepcional de las limitaciones de los derechos
fundamentales), sólo hay un paso. Si se tiene a tales derechos como
irrestrictos, y sólo por la necesidad imperiosa de protegerlos fue que se creo el
Estado, los límites que imponga al ejercicio de tales derechos ese Estado
gendarme serán, como gusta decir la academia, de “interpretación restrictiva”,
o a los solos efectos de proteger el “interés general”, como se esgrime en el
escrito de este recurso. El “interés general” que quería protegerse era el del
hombre que se estimaba en ejercicio de los derechos fundamentales, es decir,
aquél que no había alquilado su fuerza de trabajo, el que recibía una renta y
que, al mismo tiempo, sabía leer y escribir. El obrero, en cambio, al enajenar su
fuerza de trabajo, se entendía que había comprometido su voluntad, y aparte
de no disponer del tiempo ni de la cultura necesarias para representar a otros,
tampoco se le consideraba con la suficiente capacidad para razonar. Incluso se
llegó a decir de él que no era nacional del Estado en cuyo territorio residía.

Así, los derechos de libertad valían, como diría John Stuart Mill, para los
miembros “de una comunidad civilizada”, es decir, para aquéllos individuos en
plenitud de facultades. El principio de libertad, según este autor, “no vale para
los menores de edad, sujetos a la protección paternal, y tampoco vale para las
sociedades atrasadas que pueden ser consideradas totalmente formadas por
menores de edad” (Cfr.: Norberto Bobbio, Liberalismo y Democracia, FCE, pág.
73).

De allí que la doctrina de los derechos naturales e iguales de los


individuos o los colectivos (como opuesta al feudalismo y al absolutismo), el
individualismo (entendido en oposición al mismo sistema de estamentos), y la
doctrina del Estado mínimo (como opuesta al Estado máximo principesco),
caracterizan, en términos generales, a la doctrina liberal en sus primeras
etapas, hasta la aparición de movimientos menos abstractos y mas realistas
(como el de los nuevos liberales de mediados del siglo XIX), e incluso
convivirían con un liberalismo necesitado de la actuación del Estado como
impulsor de cambios revolucionarios a favor de la burguesía emergente, como
se observó durante el siglo XVI.

En todo caso, lo que, según este Liberalismo caracterizaba al ser


humano era su capacidad de autodesarrollo, es decir, de alcanzar por sí mismo
y sin la tuición o tutela de agentes externos, un estado de autorrealización en lo
económico y en lo social cuyos beneficios irradiarían a todo el colectivo. A tal
fin, era indispensable la seguridad de que sus personas y bienes no fuesen
afectados por la actuación de los demás en el ejercicio de sus propios
derechos. Para ello contaba con que el Estado le protegiera sin que, al mismo
tiempo, interfiriera en sus asuntos.

Así, se pensaba que el Estado debía dedicarse solamente a la defensa


de la sociedad frente a enemigos externos, a la construcción de obras públicas
que los particulares no pudiesen asumir o cuya naturaleza no permitiese la
obtención de ganancias por los particulares, y a la protección de los individuos
en el goce y ejercicio de sus libertades. En fin, que la intervención del Estado
sólo se justificaba por “graves razones” o por “razones imperativas”, tal como lo
alegan los solicitantes en el presente recurso.

En cambio, en situaciones normales, si el Estado llegase a intervenir, tal


actuación, según afirma esta doctrina, daría al traste con el equilibrio que de
forma natural y espontánea resultaba de la libre interacción de los individuos en
sociedad. Y ello porque se creía que la condición necesaria y suficiente para
alcanzar el progreso colectivo era el dejar a los miembros de la sociedad
desarrollar sus inquietudes, intercambiar sus bienes y cuidar por sí mismos de
sus intereses. Tal como se ha dicho, “la teoría liberal y su puesta en práctica
social cree haber descubierto la clave eterna del progreso humano (en) la
búsqueda individual de riquezas”; sobre esta base, “se deja a las esferas
económica y social que se regulen por sí mismas” (Cfr. Miquel Caminal [ed.],
Manual de Ciencia Política, pág. 95).

Es decir, tal como lo explica un ex Magistrado del Tribunal Constitucional


Federal alemán, si “el supuesto básico del orden social burgués es que la
capacidad de autogobierno de la sociedad descansa en las leyes de mercado”,
y si dicha ley “tiene como presupuesto la libertad e igualdad de todos sus
miembros”, no debe sorprender que la “sociedad burguesa (exija) por ello, ante
todo, la eliminación de cuantas normas e instituciones obstaculizan el
autodesarrollo individual y privilegian a individuos o grupos, sometiendo a
otros”. Bobbio también lo hace ver cuando afirma que “el liberalismo es la
doctrina del «estado mínimo»”, la cual, partiendo “de la teoría lockiana del
estado de naturaleza y de los derechos naturales (…) erige el Estado como una
asociación de protección libre entre individuos que están en un mismo territorio
y cuya tarea es la de defender los derechos de cada individuo contra la
injerencia de todos los demás.” Fioravanti destaca, por su parte, que “en un
régimen político inspirado por los principios liberales individualistas se presume
la libertad y se debe demostrar lo contrario, es decir, la legitimidad de su
limitación” (Cfr.: Dieter Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales,
Trotta, pág. 100; Bobbio, Op. cit., pág. 100 y 101; y M. Fioravanti, Los derechos
fundamentales – Apuntes de historia de las constituciones, Trotta, pág. 40).
En términos parecidos a los usados en la última de las citas referidas es
que justifican los solicitantes la inconstitucionalidad de las normas bajo
examen, es decir, en que la libertad económica o de libre empresa se presume,
y la justificación de la delimitación con fundamento en otros derechos debe
demostrarse.

Según W. von Humboldt, “el hombre verdaderamente razonable no


puede desear otro Estado mas que aquél en el cual… cada individuo pueda
gozar de la libertad más irrestricta para desarrollarse en su singularidad
inconfundible”; por tanto, el Estado no debe inmiscuirse “en la esfera de los
asuntos privados de los ciudadanos, salvo que estos asuntos no se traduzcan
inmediatamente en una ofensa al derecho de uno por parte de otro” (citado por
N. Bobbio, Op. cit., págs. 25 y 26).
Por lo tanto, según este credo, “dejar la máxima libertad a los individuos
que buscan enriquecerse supone conseguir una producción óptima al menor
coste posible, así como la armonía social”; de ahí que, para el pensamiento
liberal, el permitir que el Estado intervenga en el plano económico “sea un error
gravísimo” (Cfr. Miquel Caminal [ed.], Op. cit., pág. 96).

Varías doctrinas liberales, tanto políticas como económicas, apoyan en


parte o en un todo estas premisas. El llamado Liberalismo Económico o
Liberismo y, en nuestros días, el Neoliberalismo, han asumidos las posiciones
más radicales. Las caracteriza su fe inquebrantable en que una “mano invisible”
orienta, coordina y equilibra el mercado. Mediante este mecanismo se fijarían
de forma espontánea y natural lo que ha de producirse, lo que ha de
consumirse, el modo en que habrán de distribuirse las mercancías, los
sistemas de fijación de precios y la retribución de los factores de producción.
Esta tesis sostiene “que el individuo dominado por su propio interés puede
involuntariamente tanto maximizar la riqueza de la sociedad como contribuir a
distribuirla más ampliamente”, siendo así, el equilibrio entre los derechos y las
necesidades se puede dejar a lo que Adam Smith llamó “el sistema de la
libertad natural” (Cfr.: José G. Merquior, Liberalismo viejo y nuevo, FCE, págs.
52 y 53).
Los más extremistas negaron toda participación al Estado, incluso ante
evidentes fallos del mercado. Así, se ha llegado a rechazar la potestad de
recaudar impuestos, calificándola de ser una especie de trabajo forzoso. Los
menos, como los llamados “nuevos liberales” y los utilitaristas, formularon
observaciones a las posiciones referidas anteriormente, ya fuese por estimar
que el mercado necesitaba, al menos en tiempos de crisis, algún tipo de
ordenación desde el exterior, o porque no pudieron ocultar lo evidente, esto es,
las consecuencias que en lo social produjo el liberismo económico. Mill, por
ejemplo, propuso la reforma agraria como un medio de resolver la cuestión
irlandesa y la formación de cooperativas como un instrumento de
democratización de la propiedad. Se decía que el Estado al limitar la libertad y
promocionar el bienestar se transforma en un obstáculo para la evolución del
principio de adaptación natural que tienen todas las especies.

Los llamados derechos humanos en el Liberalismo Clásico eran, como


es de suponer, aquello bienes relacionados con los valores contra los cuales
dicho movimiento pugnó desde sus comienzos: la libertad de elegir profesión,
la libertad de empresa, la propiedad en general (aunque prominentes liberales
consideraban que ésta no era un derecho humano), la libertad de conciencia,
de cultos, de expresión, de libre desarrollo de la personalidad, la inviolabilidad
del domicilio, y otros por el estilo. A los que se agregaron los derechos
políticos, como el sufragio activo y pasivo y la organización de partidos
políticos, en un principio sólo para los que tuviesen propiedades y supieran
leer, y como un medio de proteger a través de la legislación el grado en que
habían alcanzado el ejercicio de las libertades.

Sin embargo, con ser importantes, tales derechos no se mostraron


suficientes a la consecución de la igualdad y la libertad prometidas.
Fundamentalmente, por un defecto de base: parten de un supuesto errado,
aquél que predicaba la capacidad del hombre aislado para lograr, con su
creatividad y con su sola iniciativa, la felicidad del colectivo.
Así lo expresa Grimm, cuando afirma que en el origen de la
“transformación (del) derecho constitucional”, como él la llama, “se halla el
naufragio de la confianza liberal en la capacidad de autogobierno de la
sociedad”, pues, “en lugar de la prometida justicia social, surgió la cuestión
social, que obligó al Estado a abandonar su posición de mero garante del orden
preestablecido”. Al contrario de lo que el liberismo pensaba, habría que
reconocer que al Estado le cumple “promover por sí mismo el justo equilibrio de
intereses que la mediación del mercado no había traído” (Cfr.: Op. cit., pág.
39).

En otra parte de dicha obra, el mismo autor resume las causas de la


pérdida de confianza que sufrió el pensamiento liberal. Allí reafirma que “el
modelo social burgués no ha sido capaz de cumplir las promesas a él
asociadas”, y que si ciertamente contribuyó con un “insospechado crecimiento
de la prosperidad”, “el justo equilibrio de intereses, igualmente esperado no
llegó”; en vez de ello, lo que dejó fue “una división en clases no menos
escandalosa que la diferencia estamental precedente”. Ya no podía esperarse,
por tanto, “que la justicia social resultara automáticamente del libre juego de las
fuerzas sociales”. En consecuencia, “el propio Estado debía abandonar el papel
de mero garante de un orden presupuesto y presuntamente justo”. (Cfr. Op. cit.,
pág. 73).

Tal pérdida de confianza se debió a que, como lo explica Ariño Ortiz, si


bien “la Economía tiene sus leyes, que son bastante autónomas e inexorables,
en busca de la eficiencia productiva”, una “aplicación incondicionada de las
mismas, puede dejar a muchas personas por el camino”; y a pesar de que “las
leyes económicas son leyes de producción y quizás consiguen maximizar ésta”,
las mismas “no atienden a la distribución de lo producido”. (Cfr.: Principios de
Derecho Público Económico, pág. 4).

De allí que el Estado Liberal o Estado de Derecho, tuviera que


transformarse en un Estado Democrático y Social de Derecho, y así como dice
Bobbio, el Estado será el dolor de cabeza común de los liberales.
Se ha utilizado el verbo “transformar”, pues es el que, según la doctrina,
es más descriptivo del proceso sufrido por los principios liberales y
democráticos a raíz del avance de las ideas que, al final, dieron origen a que se
acuñara la expresión “Estado Social”. Sin desconocer los avances realmente
logrados, dicha transformación supuso un cambio de paradigma, no sólo
respecto a los principios filosóficos del liberalismo clásico y del liberalismo
económico (derechos humanos absolutos, ahistóricos e inalterables,
individualismo, laissez-faire -según la época y los autores-); sino también
respecto a sus consecuencias en lo organizativo y en lo político (Estado
mínimo, abstencionismo, sufragio censitario –también según la época y los
autores-). Es decir, provocó “un desplazamiento de la carga de las actividades
estatales desde lo retrospectivo y conservador del orden a lo prospectivo y
creador del orden”, de tal modo que “las normas constitucionales materiales, en
especial los derechos fundamentales, se transforman radicalmente en objetivos
a perseguir y proyecto de justicia…”. (Cfr.: D. Grimm, Op. cit., pág. 40).

Significó el reconocimiento, por derecho propio, de la necesidad de la


intervención del Estado en las relaciones entre particulares o en los grupos que
estos conforman. Ello con el fin de, entre otros objetivos, eliminar las
situaciones de pobreza y de extrema necesidad, aminorar el peligro frente a
situaciones que amenacen afectar a las personas y los bienes, prestar ciertos
servicios públicos, disminuir las desigualdades, apoyar a colectivos con
necesidades específicas, solidarizarse con individuos o grupos de otros países,
y, por último, más no por ello menos importante, promover el crecimiento y el
desarrollo económico, implementando programas de inversión pública y
apoyando la inversión pública y privada en el aparato productivo. Al mismo
tiempo, supuso la consagración, a nivel constitucional, de unas normas que
establecen la obligación por parte del Estado y de los ciudadanos de proteger,
promover y garantizar la satisfacción, en algunos casos de forma explícita e
incondicionada, en otras de forma gradual y condicionada, de ciertos bienes sin
los cuales el disfrute de los derechos llamados civiles o políticos no podría
lograrse.
Comportó, además, una transformación de la naturaleza de todos los
derechos fundamentales, pues, respecto a los mismos derechos de libertad
clásicos se erigió la obligación de democratizarlos, de hacerlos accesibles a
todos, de estimular su prestación. Por ejemplo, se reconoció el derecho a la
libre empresa, por exigencia del Estado Social, a aquéllos individuos o grupos
que no dispusieran de los recursos necesarios o mínimos para participar en el
sistema económico; ello explica el estímulo para la formación de
microempresarios o cooperativas, no sólo mediante el ofrecimiento de créditos
por parte de órganos del sector público, sino, además, con la formación de
sistemas de garantías a los créditos que otorgase la banca privada, con la
formación técnica y administrativa y con la simplificación de trámites
administrativos. De modo que el Estado convirtióse en un criterio de
interpretación de la Historia irrefutable.

En el Estado Social, contra lo que supone cierta doctrina, no se trata de


dejar de lado o socavar los derechos llamados individuales, se trata de
respetarlos, promoverlos y garantizarlos, tanto individual como colectivamente,
haciéndolos accesibles a todos. En tal sentido, los derechos fundamentales en
general, tanto los clásicos derechos defendidos por el pensamiento liberal,
como los nuevos derechos, son todos derechos sociales en la medida en que a
los poderes públicos le viene impuesto el deber de hacerlos reales y efectivos.
El derecho a la libertad de prensa, al pluralismo político o la libertad ideológica,
por poner algunos ejemplos, se han visto enriquecidos como consecuencia de
esta visión social de los clásicos derechos fundamentales; muestra de ello han
sido las medidas que en Alemania y en Italia se han tomado desde el punto de
vista financiero para sostener periódicos cuyos ingresos no eran suficientes
para su sostenimiento, pero que sin embargo suponían un vehículo
fundamental de expresión de grupos ideológicos minoritarios.

Respecto a este tema, Pérez Luño llama la atención acerca de que “un
importante sector de la doctrina alemana ha llegado… a afirmar que en la
compleja sociedad actual los derechos del individuo tan sólo pueden tener
justificación como derechos sociales”; ello como resultado de “una superación
de la imagen de unos derechos del individuo solitario que decide de forma
insolidaria su destino”. Esa caracterización de todos los derechos como
derechos sociales, surgiría de “afirmar la dimensión social de la persona
humana, dotada de valores autónomos pero ligada inescindiblemente por
numerosos vínculos y apremios a la comunidad en la que desarrolla su
existencia” (Cfr.: Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, pág.
88).

En este mismo sentido, Arroyo afirma que “desde la perspectiva de los


derechos fundamentales, en efecto, el Estado social de Derecho (implica) la
transformación del contenido y del significado de las clásicas libertades
burguesas, entre ellas la económica”. Como resultado de esa transformación,
“las relaciones entre la libertad de empresa y el principio de Estado de Derecho
se enriquecen y se hacen más complejas”, pues, “la obligación de tener en
cuenta y maximizar la dimensión material de la libertad justifica y exige la
actuación estatal dirigida a promocionar el ejercicio real de la libertad de
empresa y, por tanto, la participación de los individuos y de los grupos en los
que éstos se integran en la vida económica”. (Cfr.: Op. cit., págs. 84 y 85).

Por tanto, la posición que mantiene a los derechos fundamentales como


instrumentos normativos absolutos, inalienables o meramente defensivos, pasa
por alto el examen que desde mediados del siglo XIX, sino antes, tanto desde
sectores calificados o autoproclamados como socialistas, como desde
corrientes autodenominadas liberales, se viene haciendo de los resultados de
tal concepción. Resultados que, al tiempo que mostraban un aumento en la
producción y un innegable avance en lo técnico y en lo científico, provocaron,
como se advirtió anteriormente, desequilibrios en lo económico, en lo social y
en lo político, que desdijeron de las predicciones según las cuales el libre juego
económico, la libertad de contratación y las garantías a la propiedad privada
producirían de manera natural y espontánea bienestar y prosperidad para
todos.

Por ello se insiste en que la posición según la cual sólo como


consecuencia de una grave afectación al bien común o al interés general se
justifica la intervención estatal, desconoce el fracaso de las tesis liberales
según las cuales los derechos fundamentales son un patrimonio de todos los
seres humanos, y en tal sentido, todos poseen desde su nacimiento los mismos
derechos, con lo cual, para alcanzar la satisfacción justa y equilibrada de sus
necesidades, basta con que hagan uso eficiente de su talento y esfuerzos.
Según esta postura, el hecho de que unos tengan propiedades y otros no, sería
“consecuencia de las naturales desigualdades de los seres humanos,
desigualdades que se dan en una sociedad moderna que ha abolido los
privilegios y que, mediante el derecho, ha proclamado a todos los hombres
iguales ante la ley. La propiedad privada, por tanto, es justa y legítima…
aunque sea minoritaria.” (Cfr.: Miquel Caminal [ed.], Op. cit., pág. 93).

Esta es la tesis de los derechos individuales innatos y abstractos,


desvinculados de la realidad y ajenos a cualquier examen empírico. Dicha tesis
se mostró, como bien lo ha dicho la doctrina autorizada y como lo muestran
estudios históricos y sociológicos serios, plenamente desmentida.

Por el contrario, para alcanzar su pleno desarrollo los seres humanos no


les basta una declaración de derechos que afirme su igualdad. En realidad, ni
en la era liberal ni en las reediciones que se han intentado de la misma, incluso
en tiempos recientes, no todos han gozado de los mismos beneficios, ni han
disfrutado de las mismas oportunidades, ni han partido de las mismas
posiciones.

A objeto de ejemplificar de lo que se está hablando, la Sala citará una


reflexión crítica a este tipo de “darwinismo social” hecha por el intelectual
Raymond Aron.

En una primera aproximación al tema de la llamada igualdad en el punto


de partida, Aron supone que “es muy probable que la proporción de los niños
intelectualmente bien dotados sea la misma en el estrato de los obreros que en
el de la clase media”. Sin embargo, “la proporción puede llegar a parecer
distinta cuando se hace la selección para la escuela, ya que el medio familiar
afecta el desarrollo de las aptitudes”. Se entiende que la expresión medio
familiar que utiliza Aron alude a los bienes materiales y culturales de que
disponen (o de los que no disponen) los grupos familiares. Ante esta disparidad
en el acceso a la escuela, Aron afirma que “para obtener una igualdad inicial se
requerirá una cuasi igualdad de condiciones de vida en los diferentes estratos”.
Es decir, “sin una asistencia especial, muchos niños de los estratos más bajos
no lograrán superar las desventajas que resultan de la disparidad entre la
cultura de la familia y la de los círculos universitarios a los que tratan de
sumarse” (Cfr.: Progreso y desilusión – La dialéctica de la sociedad moderna,
págs. 46 y 47).

En virtud de tales consideraciones, la Sala estima que los derechos


fundamentales clásicos, debidamente transformados y adaptados por la
cláusula de Estado social, no suponen una prohibición a priori del deber del
Estado de regular la actividad económica en general, y la empresarial y
comercial en particular.

Siendo así, no es correcto, ni jurídica ni históricamente, afirmar la tesis


de la restricción de los derechos fundamentales fundada en una pretendida
naturaleza abstracta, formal y defensiva de los mismos.

Por otra parte, dicha tesis, en tanto tributaria de la doctrina liberal del
carácter cuasi-absoluto, abstracto y negativo de los derechos fundamentales,
ha sido sustituida por la de la delimitación de los mismos. Ello supuso un
cambio en la técnica con que se suponía debían resolverse los “conflictos”
entre tales derechos. Bajo esta nueva visión, tales “conflictos” han perdido su
dramatismo. Los derechos fundamentales como normas que son no entran
propiamente en “conflicto”; por el contrario, en su mayoría no son más que
mandatos de optimización, es decir, no ordenan que se cumpla o haga algo de
modo pleno o irrestricto. Siendo así, la “guerra entre los derechos” no es tal, y
toca a los poderes públicos resolver la cuestión que deseen regular o
solucionar en un sentido cónsono con los objetivos que se les han impuesto,
para lo cual deberán tener en cuenta la situación concreta y los referidos
mandatos. A tal fin deberán examinarlos y combinarlos en la medida en que la
situación y los fines constitucionalmente establecidos lo señalen.
A la luz de las consideraciones hechas anteriormente, de acuerdo con
las cuales los poderes públicos, en virtud de la cláusula de Estado social,
tienen el deber de proteger, promover y garantizar positiva y proactivamente el
ejercicio equitativo y justo de los derechos fundamentales, incluso de los
llamados derechos de libertad clásicos, la regulación que el legislador dicte en
este sentido debe presumirse producto de una combinación de los mandatos
que éstos contienen en pro de lograr dichos objetivos. Es decir, “si los
principios son normas que se ponderan, las reglas –por ejemplo, la Ley que
somete el inicio de una determinada actividad económica a la práctica de una
comunicación– deben entenderse como el resultado de una ponderación
previamente desarrollada” por el legislador. (Cfr.: Luis Arroyo Jiménez, Op. cit,
pág. 38).

En el caso que ocupa a la Sala, visto que no es evidente que el


Legislador hubiese desconocido algún derecho fundamental, y que los
solicitantes no demostraron tal desconocimiento, se concluye diciendo que las
disposiciones de los artículos 49 y 50 de la Ley para la Defensa de las
Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, no son inconstitucionales. Así
se establece.

II.- Examen de constitucionalidad de los artículos 71, 72, tercer párrafo


del 70, numerales 5, 6 y 7 del artículo 73 y artículo 69 de la Ley para la
Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios.

1.- La redacción de dichos artículos contenida en la Ley es la siguiente:

Artículo 71. [Prohibición de modificaciones] Queda prohibida la


modificación unilateral de las condiciones de precio, calidad o de
suministro de un bien o servicio tipificadas en un contrato de adhesión
celebrado entre las partes. En el caso de contratos de adhesión con
vigencia temporal de mediano o largo plazo, que justificare, desde el
punto de vista económico, cambios en la facturación, en las condiciones
de suministro o en la relación precio/calidad de los servicios ofrecidos,
la proveedora o el proveedor deberá informar a la persona contratante,
con una antelación mínima de un mes, las modificaciones en las
condiciones y términos de suministro del servicio. La persona
contratante tomará la decisión de continuar con el mismo proveedor o
rescindir el contrato. De no aceptarse las nuevas condiciones y términos
por parte de la persona contratante, se entenderá que el contrato queda
rescindido. En este caso, el retiro de las instalaciones o equipos se hará
de acuerdo con lo convenido en el contrato de adhesión, en forma tal de
no perjudicar a la persona contratante, y se hará a expensas de la
proveedora o el proveedor. En todo cambio de las condiciones de un
contrato de adhesión por las razones mencionadas en el párrafo
anterior, la proveedora o el proveedor debe suministrarle a la persona
contratante información perfectamente verificable sobre las condiciones
que, para un servicio de similares características, ofrezcan por lo menos
tres competidores existentes en el mercado. De ejercer el proveedor
una posición monopólico (sic) en el suministro del bien o servicio en
cuestión, las modificaciones en los contratos de adhesión tendrán que
ser autorizadas, previa justificación documentada, por el Instituto para la
Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios. En los
casos en que la persona contratante esté condicionado (sic) por sus
condiciones (sic) de empleo a usar un proveedor particular de un
servicio, como es el caso de las cuentas de nómina de empresa que
manejan con carácter de exclusividad los bancos, todo cambio en las
condiciones de los contratos de adhesión deberán ser negociadas con
el colectivo afectado.

Artículo 72. [Derecho de retractarse] Las personas tendrán derecho a


retractarse del contrato de adhesión por justa causa, dentro de un plazo
de siete (7) días contados a partir de la firma del mismo o desde la
recepción del producto o servicio. En el caso de que ejercite
oportunamente este derecho le será restituido el precio cancelado
dentro de los siete (7) días siguientes, a partir de la manifestación de la
usuaria o usuario.

En aquéllos casos en que el bien entregado o servicio prestado tenga


características idénticas a las que fueron pautadas en el contrato de
adhesión, podrá serle descontado del monto a ser restituido, los gastos
en que haya incurrido a la proveedora (sic) o proveedor en su
entrega o instalación, que consten en presupuesto o factura.

Artículo 70. [Claridad de los Contratos]

(…)

Las cláusulas de los contratos de adhesión serán interpretadas del


modo más favorable a la consumidora o consumidor y a la usuaria y
usuario.

Artículo 73. [Nulidad de las cláusulas de los Contratos de Adhesión] Se


considerarán nulas las cláusulas o estipulaciones establecidas en el
contrato de adhesión, que:

(…)

5. Permitan a la proveedora o el proveedor la variación unilateral del


precio o de otras condiciones del contrato.

6. Autoricen a la proveedora o proveedor a rescindir unilateralmente el


contrato.
7. Establezcan condiciones injustas de contratación o gravosas para las
personas, le causen indefensión o sean contrarias al orden público y la
buena fe.

Artículo 69. [Concepto de Contrato de Adhesión] Se entenderá como


contrato de adhesión, a los efectos de esta Ley, los contratos típicos o
aquellos (sic) cuyas cláusulas han sido aprobadas unilateralmente por la
proveedora o el proveedor de bienes y servicios, sin que las personas
puedan discutir o modificar substancialmente su contenido al momento
de contratar.

En aquellos casos en que la proveedora o el proveedor de bienes y


servicios unilateralmente establezcan las cláusulas del contrato de
adhesión, la autoridad competente, podrá anular aquellas (sic) que
pongan en desventaja o vulneren los derechos de las personas,
mediante acto administrativo que será de estricto cumplimiento por
parte de la proveedora o proveedores.

2.- Podrían resumirse las objeciones que los solicitantes plantean contra
estas disposiciones en tres ideas fundamentales:

- Contra los artículos 71, 72 y numerales 5 y 6 del artículo 73, se afirma


que restringen desproporcionada e injustamente el derecho a la libertad
económica o de libre empresa. Que la naturaleza de los contratos de adhesión
y las circunstancias en que se concretan justifican la libertad del proveedor
para modificar las condiciones con que fueron pactados o rescindirlo
unilateralmente; tal naturaleza limitaría, por otra parte, la libertad de los
consumidores o usuarios de retractarse del contrato de adhesión.

- Contra numeral 7 del artículo 73, se señala que la amplitud de los


términos con que fue redactado violan el derecho a la libertad económica o de
libre empresa.

- Contra el artículo 69 se dice que viola el artículo 49.4 de la


Constitución, en lo que respecta al derecho a ser juzgado por jueces naturales,
pues la relación contractual es eminentemente civil, y por tal motivo, los
conflictos que surjan con ocasión de la misma, deben ser ventilados ante el
Poder Judicial.
Respecto al tercer párrafo del artículo 70 (parcialmente correspondiente
al art. 86 de la Ley de Protección al Consumidor), los solicitantes no hicieron
ninguna denuncia, así que no será objeto de examen.

3.- Estos argumentos comparten una base conceptual común con los
que se trataron en la primera parte de esta decisión. Suponen que el derecho a
la libertad económica o libre empresa es un derecho absoluto, y que las
“restricciones” que pudieran hacérsele deberán atender a razones de interés
general. Estas razones de “interés general” aludirían a situaciones muy graves
que afectasen anormalmente a un colectivo; tales razones no podrían fundarse
en la protección de otro derecho fundamental, porque, según parece, en el
tráfico comercial sólo debe imperar la garantía del derecho a la libertad
económica o de libre empresa.

Por el contrario, y tal como se explicó respecto al primer grupo de


artículos examinados, la Constitución contiene un conjunto de preceptos o
disposiciones relativas a bienes jurídicos diversos. Para facilitar el orden y la
comprensión de dichas normas, el Constituyente agrupó la mayoría de ellos
bajo un mismo Título, y dentro de dicho Título, los organizó en Capítulos. Cada
Capítulo contendría grupos de disposiciones de derecho fundamental
homogéneos, es decir, aquéllos que por la materia de que tratan, por los
sujetos a quienes benefician o por los fines que persiguen, ostentan elementos
que los identifican como pertenecientes a una misma especie. Tales derechos
fundamentales deben ser entendidos como disposiciones incondicionadas
(cuando se trata de reglas) o condicionadas (cuando se trata de principios) que
establecen abstenciones, derechos de dar, de hacer o de no hacer y
potestades a las personas, con el fin de que éstas satisfagan sus necesidades.

Esto resulta claro en el plano teórico, pero llegado el momento de aplicar


dichas normas hay que tomar en cuenta que las personas y los grupos a
quienes ellas se refieren viven en situaciones sociales complejas, es decir, en
un amasijo de relaciones de cooperación o de conflicto, con intereses
coincidentes o contrapuestos, con expectativas y metas similares o
contradictorias. Los derechos fundamentales, frente a esto, se presentan como
instrumentos, pero no como soluciones dadas de antemano. En algunos casos,
basta con utilizar sólo un instrumento, es decir, sólo un derecho fundamental
para resolver el conflicto; en otros es necesario combinar dos o más.

El uso combinado de varios derechos fundamentales está apoyado en la


cláusula de Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, la cual exige
que los órganos del Poder Público tengan en cuenta, a la hora de aplicar la Ley
y el Derecho, todos los factores relevantes, así como que tengan presente
todos los derechos fundamentales necesarios para alcanzar una solución
satisfactoria.

Es evidente que las personas con los mismos o similares intereses


tienden a agruparse para defender sus posiciones. En algunos casos la lucha
que emprenden contra lo que consideran situaciones injustas o perjudiciales
para ellos y sus proyectos de vida los llevan a justificar la preeminencia de los
títulos que ostentan en contra de tales injusticias o perjuicios. La modernidad
se inició con una lucha contra lo que se consideró eran factores que frenaban
el libre desarrollo de la personalidad de los individuos. El liberalismo, tal y como
fue explicado ya, como una de las más influyentes doctrinas político-
económicas de la modernidad, ha insistido en la defensa de la iniciativa
individual, la libre empresa, la propiedad privada, la limitación del poder público
a la realización de ciertas y determinadas actividades y al ejercicio de ciertas y
determinadas potestades.

Fundamentalmente, la doctrina de los derechos naturales que defendió


el liberalismo, con los matices que es necesario tener en cuenta, predicó el
carácter absoluto e inalienable de los derechos del hombre. Sin embargo, como
quedó explicado en la primera parte, tales derechos los vinculó dicha doctrina,
en la práctica, a los del hombre burgués, entendiéndose por tal,
fundamentalmente, al empresario, al comerciante, al propietario, al industrial,
en fin, al que se catalogaba como el “hombre de éxito”. A este hombre,
además, se le reconocían ciertas cualidades asociadas a su éxito; se decía de
él que era más racional, más equilibrado, más inteligente y más audaz que los
no poseedores. Se afirmaba que todos los hombres “nacen y permanecen
libres e iguales en derechos”, y en tal medida, todos ostentaban las mismas
oportunidades iniciales. Los exitosos habrían demostrado ser, por tal motivo,
más capaces que el resto, pues nada había impedido a aquéllos, salvo su
propia pereza, obtener los mismos resultados. Las leyes que establecían
beneficios para los menos exitosos no se dictaban con arreglo a la satisfacción
de un derecho fundamental o de un derecho natural, sino para corregir una
situación que era indeseable para el tráfico mercantil o que perjudicaba la
industria o el comercio, o para precaver los reclamos de los grupos más
conscientes de la injusticia del sistema.

Por tanto, el modelo al que se hizo referencia más arriba relativo a la


aplicación instrumental de los derechos fundamentales a través de la
ponderación, no es un modelo producto de la lógica. Es más bien la
racionalización de una práctica aplicativa del Derecho Constitucional como
consecuencia de una profunda revolución social que se ha venido dando desde
mediados del siglo XIX, que ha tenido diversas manifestaciones, tanto
filosóficas, económicas y constitucionales. Se trata, tal y como se mencionó en
el capítulo anterior de este fallo, de un proceso de reconocimiento de los
derechos humanos sociales, que apuntan a la satisfacción de necesidades
sentidas de los individuos y de los grupos; se trata de dar un trato en
condiciones de igualdad real y efectiva, de justicia, de solidaridad, de dignidad
y desarrollo humano integral.

En tal sentido, los derechos fundamentales relacionados con la industria,


el comercio y la producción deben sufrir un proceso de enriquecimiento, de
humanización, de socialización (en el sentido de tomar en cuenta el carácter
social del hombre). No se trata de que no se sigan reconociendo, se trata de
despojarlos de su impronta meramente lucrativa, de su obsesión por la eficacia,
de su individualismo excluyente. Al mismo tiempo, dicho proceso supone la
creación de derechos fundamentales en beneficio de los trabajadores y
trabajadoras en las diversas áreas de la economía (del comercio, de la
industria, de la agroindustria), para los pequeños y medianos empresarios, para
las cooperativas y para los consumidores. Por tanto, los derechos
fundamentales de los consumidores deben ser tomados en cuenta a la hora de
evaluar una determinada norma que reglamente la actividad comercial,
industrial o de producción. No se trata de que ellos, a priori, sean preferibles a
los derechos de libertad económica o libre empresa, pues también éstos han
sido socializados. Se trata de determinar en cada caso, sin posiciones tomadas
de antemano, cuál de ellos debe ser aplicado; y si ambos grupos deben ser
aplicados, de determinar en qué medida lo serán. La teoría de los derechos
absolutos, y su correspondiente de las restricciones, no parece que quepan en
este modelo. La relatividad es guía rector existencial de los derechos humanos
en esta dimensión de análisis.

Consecuencia de tal socialización del ordenamiento iusfundamental, en


los términos en que tal expresión es usada por la Sala, ha sido la asunción por
parte del Estado de un conjunto de tareas que, en cuanto a su naturaleza y a
su extensión, difieren notablemente del ideal que sobre este particular fijó la
doctrina liberal. La relación entre liberalismo y potestades públicas es muy
variante. Por ejemplo, durante el siglo XVI, siglo durante el cual el
mercantilismo fue la práctica económica en boga, se tenía como necesaria y
aceptable la incursión de la Monarquía en diversos sectores de la sociedad.
Luego, y a pesar de el recrudecimiento de los ataques liberales a la injerencia
del Estado en la industria o el comercio, sea a través de regulaciones o
mediante su ejercicio, el aumento de las tareas del Estado, particularmente de
su Administración Pública, por una razón u otra, fue siempre en ascenso, y no
dejó de crecer ni siquiera en los períodos en que se suponía las ideas liberales
habían triunfado plenamente. Sin embargo, la intervención estatal, con ser muy
importante en ciertos períodos, estaba condicionada, fundamentalmente
durante el siglo XVIII y buena parte del XIX a la protección de los derechos de
libertad burgueses o a la realización de aquéllas tareas que no eran de interés
para la iniciativa privada, por no ser rentables, o que los particulares no podían
asumir debido a su costo en tiempo y recursos. Como es comprensible, la
evolución del Estado Liberal, o Estado de Derecho como también es llamado,
al Estado Social, supuso un incremento inusitado de las tareas del Estado.

Desde el punto de vista jurídico, los principios liberales exigían una neta
separación entre Derecho Público y Derecho Privado, tal como alegan los
solicitantes en sus argumentos referidos a este segundo grupo de denuncias.
El Derecho Privado era el que, naturalmente, regía las relaciones entre los
particulares. El Derecho Público se dedicaba al orden de las potestades
públicas, las cuales, como se ha insistido, no podían incidir en las relaciones
entre los particulares, salvo para proteger sus intereses industriales y
comerciales.
Incluso se llegó a establecer que la única Ley aceptable era la Ley Civil,
la que vincula la actuación de los particulares, y que el Estado debía limitarse a
hacerla cumplir. En tal sentido, la Administración dispondría sólo de un aparato
policial cuya única función sería la de hacer cumplir esa Ley. Los tribunales se
dedicarían a aplicar dicha Ley. Así lo refiere García de Enterría en una obra
dedicada a la idea de Administración en la Revolución Francesa. Según su
investigación, y conforme a la doctrina liberal de la época que se propuso
examinar, “(l)a ley cuya definición y sostenimiento agota la función del Estado
es, estrictamente, la Ley civil o interprivada”, en tal sentido, “(e)s esta Ley la
que, una vez promulgada, sólo requiere a su servicio este aparato estatal
mínimo: Tribunales y orden público” (Cfr.: Revolución Francesa y
Administración Contemporánea, pág. 36). Santamaría Pastor señala que “en el
régimen liberal, Estado y Sociedad eran concebidos como dos sistemas
autónomos, conexos por un número limitado de relaciones y dotado de un
ordenamiento jurídico propio y distinto (Derecho Público-Derecho privado)”; es
decir, lo que era propio de un tipo de Derecho era ajeno al otro. Sin embargo,
sigue diciendo este autor, “hoy día… la creciente intervención del Estado ha
solapado e interrelacionado ambos sistemas, haciendo prácticamente
imposible, en muchos aspectos, su diferenciación” (Cfr.: Principios de Derecho
Administrativo, V. I, pág. 70). De ambas citas se puede concluir lo siguiente: el
Derecho privado y el Derecho Público eran, bajo la doctrina liberal, cuerpos
incomunicados, distintos e independientes; los particulares sólo estaban
vinculados por el Derecho privado; el aparato estatal sólo debía dedicarse,
tanto judicial como administrativamente a hacer valer dicho Derecho privado.
Por lo tanto, era lógico afirmar en ese entonces (y sólo para ese entonces), que
la relación entre proveedor y consumidor era sólo y exclusivamente de Derecho
privado o de Derecho Civil; es decir, sólo con arreglo a dicha doctrina y para la
época en que era aceptada cabría afirmar que el Derecho público no puede
intervenir en la revisión o control de los acuerdos mediante los cuales los
sujetos de la actividad comercial regulan sus recíprocos obligaciones y mutuos
intereses.

Este esquema ha sido modificado desde sus cimientos por el ascenso


del Estado Social. Las relaciones entre los particulares, fundamentalmente
aquéllas que se dan entre sujetos con distinto o desigual poder de negociación,
como por ejemplo entre patronos y trabajadores, entre pequeños productores e
industriales y, por lo que interesa en este caso a la Sala, entre proveedores y
consumidores, son vistas de forma diferente. Hoy por hoy las relaciones de
cualquier naturaleza en las que sea necesario establecer un equilibrio entre las
posiciones de los que en ellas intervengan, podrán contar con la intervención
del Estado, sea a través de su aparato judicial, legislativo o administrativo. El
Estado Social es un Estado global, pues en él “ya no se trata sólo, como en el
pasado, de adoptar medidas concretas y aisladas para remediar la pobreza del
proletariado (la llamada ‘política social’) o para corregir algunas desviaciones
del sistema económico”; de lo que se trata bajo este modelo es de “dirigir la
marcha entera de la sociedad, y aun de modificar su estructura misma para
hacerla más justa y para extender el bienestar a toda la población”, como lo
describe Santamaría Pastor (Cfr: Op. cit., pág. 70). Como Estado global, debe
atender a los objetivos de igualdad, equilibrio, justicia, promoción y protección
de los derechos fundamentales, de todos, tanto los de libertad, que han
devenido en sociales gracias a su influjo, y de los sociales propiamente dichos.
Para ello el Estado dictará la regulación pertinente respecto a las áreas de
interés que considere prudentes, incluso respecto de aquéllas que la doctrina
liberal en alguna de sus fases consideró excluidas de la regulación o de la
intervención estatal, salvo para garantizar su libre ejercicio, léase: industria,
producción y comercio.

Por otra parte, y como apoyo a la distinción entre lo civil y lo


administrativo, los solicitantes se refieren, implícitamente, al llamado principio
de separación de poderes al referirse al subrogado artículo 125 de la Ley de
Protección al Consumidor, correspondiente al actual artículo 69 de la Ley de
Reforma. Sobre este particular afirman que un asunto de Derecho civil, o que
“se basa en títulos jurídicos propios del Derecho Privado, que ninguna relación
guardan con el Derecho Administrativo”, se ventilan ante el Poder Judicial,
pues es éste el juez natural de tales asuntos. He aquí “insinuada” la cuestión
de la división, distinción o separación de poderes.

La llamada división, distinción o separación de poderes fue, al igual que


la teoría de los derechos fundamentales de libertad, un instrumento de la
doctrina liberal del Estado mínimo. Esto ya ha sido comentado por la Sala en la
primera parte de la decisión. Basta ahora con recalcar que, para dicha doctrina,
el referido “principio” no es un mero instrumento de organización de los
órganos del Poder Público, sino un modo mediante el cual se pretendía
asegurar que el Estado se mantuviera limitado a la protección de los intereses
individualistas de la clase dirigente. En nuestra época y bajo nuestra
Constitución dicho principio hay que entenderlo y leerlo en el marco de la
cláusula de Estado social y democrático de Derecho y de Justicia. En
consecuencia, cada caso en que se alegue su violación tendrá que ser
estudiado en su singularidad, para así verificar si los derechos o bienes
jurídicos constitucionales han sido desconocidos o vulnerados. Es decir, no hay
que dar por asentado que el ejercicio de un mismo instrumento, método o
potestad por parte de los Poderes Públicos sea de por sí una violación de la
distinción, división o separación de poderes constitucionalmente prevista.

En este tema, más que en “supuestos” principios, habrá que fijarse más
bien en las normas y derechos que han sido “puestos” por el Constituyente. El
Constituyente, y ello es evidente de una lectura de su obra, ha ensayado una
distribución del Poder Público en niveles político-territoriales, así como una
división en cada nivel. Esta distribución y división se cumplen mediante una
asignación de tareas de diverso orden. Hay, por supuesto, potestades (legislar
o resolver conflictos mediante actos con autoridad de cosa juzgada), tareas
(satisfacer en lo concreto necesidades públicas), fines (denunciar la violación
de derechos fundamentales), que caracterizan a dichos conjuntos de órganos.
Pero ello no debe confundir al estudioso o al intérprete. En algunos casos, los
efectos del acto que se emite sólo son propios de un grupo de órganos (la cosa
juzgada); en otros la potestad es exclusiva (dirigir las relaciones exteriores de
la República); y en no menor medida, la potestad es de uso común, aunque
puede darse el caso que domine las tareas de un órgano en particular (por
ejemplo, el control de la Administración Pública que comparten tanto la
Asamblea Nacional como la Contraloría General de la República). Pero de lo
que no caben dudas es que todos los Poderes, según el caso, comparten
mecanismos, instrumentos, métodos y fines. El Poder Legislativo nacional no
sólo legisla, sino que también controla, con lo cual se acerca a la función
contralora y a la judicial al mismo tiempo (art. 187.3); interviene en la discusión
y aprobación del presupuesto, lo que ha sido catalogado como una tarea propia
de la Administración (187.6), e interviene en el proceso judicial de destitución
del Presidente de la República (art. 266.2). El Presidente de la República debe
regular el ejercicio del derecho que se restrinja mediante decretos de estado de
excepción (236.7 y 339), con lo cual ejerce una potestad normativa; concede
indultos, incidiendo así directamente en la función judicial (236.19). El Poder
Ciudadano puede investigar y sancionar los hechos que atenten contra la ética
pública y la moral administrativa, para lo cual tendrá que valerse de técnicas
que se asemejan a las que utiliza el Poder Judicial (274). El Poder Electoral
dicta Reglamentos, los cuales contienen normas, es decir, es una técnica
similar a la que usualmente ejerce el Poder Legislativo (293.1). Por último, el
Poder Judicial se subroga a la Administración Pública en los casos que
resuelve la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

Estos son algunos ejemplos del uso común de ciertos mecanismos por
parte de algunos o de todos los Poderes Públicos. No se han referido los
medios en que los Poderes injieren en las tareas de los otros, que son
abundantísimos. Basta con los mencionados para probar que nuestro orden
jurídico constitucional no se caracteriza por asignar de forma exclusiva,
excluyente u homogénea los métodos, técnicas o procedimientos que en
general son los usuales de ciertos poderes públicos en el cumplimiento de sus
fines.

De cuanto se ha dicho, podría concluirse que no es correcto afirmar que


cualquier intervención del Poder Público en las actividades de producción,
comercialización, distribución y venta de productos o prestación de servicios,
por ese sólo hecho, implique una delimitación innecesaria y desproporcionada
del derecho a la libertad económica o de libre empresa. En primer lugar, porque
tales derechos han sido socializados, es decir, sus exigencias toman también
en cuenta bienes jurídicos relacionados con el equilibrio que debe darse entre
las recíprocas contraprestaciones, la calidad de los bienes y servicios y la
seguridad de los consumidores y usuarios; y en segundo lugar, porque junto a
los derechos clásicos de libertad, nuestra Constitución consagra otros derechos
fundamentales, particularmente los derechos sociales, los cuales tienen en
cuenta elementos, fines y factores no necesariamente vinculados con la
eficiencia económica o a la búsqueda del mayor margen de ganancia, aunque
sin desestimarlos.

Como segunda conclusión, este tipo de actividades comerciales, gracias


al empuje del Estado social, no son sólo reguladas por el llamado Derecho
privado o por un campo del Derecho en particular. Es decir, una misma parcela
de intereses puede ser objeto de normación por diferentes cuerpos jurídicos,
los cuales tratarán el fenómeno desde la óptica que el legislador quiera
imprimirle a la misma. Asimismo, hay que aclarar que conforme a las
consideraciones que merecen las actividades de los particulares a la luz de los
derechos de igualdad, equidad social y desarrollo integral, las mismas no son
sólo objeto del Derecho civil o el mercantil, sino también de una legislación que
apunta a la satisfacción de esas expectativas.

En tercer lugar, habría que convenir en que la llamada división,


distribución o separación de poderes, al menos en el marco de nuestra
Constitución, no supone una distribución homogénea, exclusiva o excluyente, o
no en todos los casos, de tareas, potestades o técnicas entre los
conglomerados de órganos del Poder Público. Por tanto, no podría juzgarse
inconstitucional una norma por el sólo hecho de atribuir una potestad a un
Poder que es típica de otra, sobre la base de la violación de un pretendido
principio de separación de poderes. Lo que corresponde en esos casos es
examinar la particular regulación impugnada a la luz de la distribución que en
concreto realiza el Constituyente. De su examen contrastante con la
Constitución es que podría resultar la inconstitucionalidad de la norma porque,
por ejemplo, se le hubiese atribuido al Poder Ciudadano la facultad de dictar
sentencias con autoridad de cosa juzgada, o al Poder Judicial la potestad de
gestionar servicios públicos, o al Legislador la de dirigir procesos electorales, o
cuando se ponga en riesgo la autonomía e independencia del alguno de dichos
poderes. Allí en ese contexto vislumbra indudablemente el principio de
colaboración de poderes.

En cuarto lugar, se estima necesario afirmar que el régimen que se


establezca para ordenar la relación entre proveedor y consumidor o usuario, y
en la que medie un contrato de adhesión, debe tender al establecimiento de
ciertas medidas que equilibren los efectos de dicha contratación. Esto no es
difícil de comprender para una mentalidad actual que tenga en cuenta las
referencias históricas que ha hecho la Sala, y que se han visto reflejados en la
naturaleza de las relaciones económicas y de las normas constitucionales. Es
evidente la desigualdad en que se encuentra el consumidor y el usuario
respecto al proveedor. Si bien se admite la utilidad de este tipo de contratos,
pues facilita el comercio de ciertos bienes o servicios, tampoco ello puede
justificar que no se proteja de algún modo a los consumidores de los perjuicios
que tal práctica podría resultar. Ello sería tanto como decir que porque el tráfico
aéreo es altamente beneficioso para todos, no debería dictarse ninguna
regulación que estableciera condiciones, horarios e incluso precios en relación
con dicha actividad. Al respecto conviene citar lo que el propio Adam Smith,
artífice de la Economía Política, pensaba respecto a la relación proveedor-
consumidor. Smith diría que “(e)l interés de los negociantes … de cualquier
ramo del comercio o de la industria es siempre diferente en algunos respectos
del interés del público, e incluso opuesto a él…”; por lo tanto, “(c)ualquier nueva
ley o regulación del comercio propuesta por ese estamento debería siempre
escucharse con gran precaución y no adoptarse nunca sin antes examinarla
larga y cuidadosamente…” (la cita la hace William Barber en su Historia del
pensamiento económico, págs. 25 y 26).

El liberalismo, según Laski, “nunca pudo entender –o nunca fue capaz


de admitirlo plenamente- que la libertad contractual jamás es genuinamente
libre hasta que las partes contratantes poseen igual fuerza para negociar”, y
esta igualdad, tal y como lo ha venido expresando la Sala en este fallo, es, “por
necesidad, una función de condiciones materiales [y jurídicas] iguales” (Cfr.: El
liberalismo europeo, FCE, pág. 16).

Visto, pues, que a los contratos de adhesión no les precede una


discusión en la que participen proveedores y consumidores o usuarios; siendo
lógico suponer, por otra parte, que tal regulación contractual no refleja
necesariamente los intereses de dichos consumidores y usuarios, ¿no sería
razonable pensar que se hace necesario fijar una regulación que equilibre
ambas posiciones?

Esta Sala considera que tal regulación sí es necesaria, y si quisiese


alegarse su falta de proporcionalidad o razonabilidad, no bastaría con el simple
argumento conforme al cual no es evidente que dicha normativa garantiza el
interés general o que la misma viola el contenido de un derecho fundamental.
El alegato correcto sería que, en virtud de sus consecuencias dañinas e
injustificadas para el comercio, viola tal o cual derecho. La injusticia de la
medida sería la consecuencia del daño que cause. Es necesario, por tanto, en
tales casos, demostrar que tales daños son posibles o se han producido, y la
magnitud de los mismos.

En quinto lugar, que no toda “restricción” a la libertad del proveedor de


fijar contratos de adhesión supone una lesión a su libertad contractual, y más
concretamente, a su libertad económica. En las explicaciones previas se
advirtió que la libertad económica o de libre empresa es una norma
fundamental que prescribe determinadas conductas. Tales conductas implican
la abstención, la actuación, la dación de algo o la potestad de modificar ciertas
situaciones jurídicas. También se insistió en que tales previsiones deben
hacerse cumplir “junto a” o “en combinación con” otros derechos o bienes
fundamentales. Que la solución de los casos controvertidos exige la
ponderación de los intereses en juego a la luz de las posibilidades jurídicas y
fácticas de su realización. Por tanto, el hecho de que en un campo de la
actividad económica se establezcan normas de conducta que regulen la
actividad comercial, no implica una lesión al mencionado derecho. Los
derechos fundamentales no exigen, en su mayoría, un cumplimiento pleno e
irrestricto, no son absolutos; son, por el contrario, instrumentos jurídicos para la
convivencia y el desarrollo humanos, y en tal sentido, deben ser objeto de una
aplicación dosificada. Dicha dosificación la impone la naturaleza de la vida en
sociedad, en la cual confluyen intereses de diversa entidad.

Por tanto, la prohibición de modificar unilateralmente las condiciones de


contratación al corto plazo; la necesidad de consultar las modificaciones con
los consumidores cuando se trate de contratos a mediano y largo plazo; la
obligación de solicitarle a la Administración respectiva su autorización en el
caso en que el proveedor ostente una posición monopólica en el mercando (lo
que no lo releva de la obligación de solicitar otras autorizaciones ante otros
órganos), o la de negociar con colectivos organizados en los casos de grupos
de consumidores o usuarios que no tengan otra alternativa mas que la de usar
de los servicios de un proveedor determinado, tanto por estar respaldados por
los derechos a los consumidores y usuarios, como por la falta de evidencias
acerca del presunto daño que producen en el ejercicio de la libertad económico
o de libre empresa, no lucen irracionales o desproporcionados, es decir, no son
inconstitucionales.

En sexto lugar, que dicha regulación no “desnaturaliza” los contratos de


adhesión. Cuando los solicitantes aluden al uso desnaturalizante que del
contrato de adhesión habría hecho el legislador, parecen concebir las
definiciones que se dan de ciertos términos y expresiones como entidades que
serían el reflejo de una realidad subyacente al término o expresión objeto de
definición. Por el contrario, las definiciones que establece el legislador se
limitan a establecer los elementos que deben ser tomados en cuenta a la hora
de entender un término o una expresión que el mismo legislador utiliza en otras
disposiciones jurídicas. Esto es, establecen que cuando se use un término o
una expresión determinada, se quiere aludir a conductas, cualidades u objetos
pertenecientes a ciertas clases o grupos. El sujeto que define determina a que
conductas, cualidades u objetos quiere asociar dicho término o expresión. Por
lo tanto, las definiciones no son ni verdaderas ni falsas, pues no son
afirmaciones. No afirman que algo es de un modo o de otro, sino que el término
o la expresión han de usarse para significar tal o cual cosa. En fin, lo que
quiere decirse es que las definiciones no se “desnaturalizan”; pueden usarse
“mal”, en el sentido de que el hablante haga referencia a un hecho que la
comunidad de oyentes no entiende comprendido en la definición de las
palabras usadas. Por ello, si alguien quisiera utilizar un término o una expresión
para significar algo distinto o parcialmente diferente de lo que el común de las
personas entiende por tal, es conveniente que los defina a fin de hacerse
entender. Sin embargo, si alguien hace uso de los vocablos de un modo
diferente al común, no estaría cometiendo ninguna falta, lo que ocurriría es que
confundiría al interlocutor o no se haría entender (Cfr.: H. Hospers: Introducción
al análisis filosófico, pág. 19 y ss.). La doctrina generalmente propone que
ciertos términos sean definidos de un cierto modo; es decir, define ciertos
términos. El legislador también establece que un término o expresión usado en
una Ley determinada, sea entendido de un modo u otro. A tal efecto establece
la definición de dichos términos o expresiones. Como es obvio, no todos los
términos legales han sido definidos por el legislador; es decir, no todos los
términos legales están legalmente definidos. En el caso que ocupa a la Sala, la
expresión “contrato de adhesión” fue definida por el Legislador en el artículo 69
de la Ley. Esta definición tiene una marca o elemento fundamental. Dicho
elemento es que las cláusulas de tales contratos son aprobadas
unilateralmente por el proveedor. Sin embargo, en los artículos bajo examen se
observa que el legislador estimó que dichos contratos pueden ser sometidos a
una futura negociación o sus cláusulas sometidas a examen previo o posterior
por parte de la Administración. La negociación a la que se hizo referencia es
preceptiva cuando los contratantes estén obligados a usar un determinado
proveedor (art. 71); y la intervención de la Administración que también se
mencionó se resuelve en la revisión previa, cuando el proveedor ejerza una
posición monopólica en el mercado y pretenda modificar un contrato de
adhesión vigente (art. 71), o posterior, cuando: (i) en el contrato se hubiese
establecido la posibilidad de variación unilateral del precio o de otras
condiciones del contrato (art. 73.5); (ii) cuando la rescisión unilateral que
favorezca al proveedor (73.6) o, (iii), cuando dichas cláusulas perjudiquen
ostensiblemente al consumidor o usuario y sean contrarias al orden público o a
la buena fe (arts. 73.7 y 69). Es decir, la definición dada en el primer párrafo
del art. 72 debe nutrirse con estos otros elementos. Por tanto, una definición
total del contrato de adhesión de la Ley sería la siguiente: el contrato de
adhesión es aquél en el cual: a) el proveedor establece unilateralmente las
cláusulas; b) es susceptible de negociación posterior cuando los contratantes
deban usar un proveedor; c) es susceptible de revisión posterior en
determinados casos que la misma Ley de Reforma contempla. Esta es una
definición total del contrato de adhesión con arreglo a la Ley. Y tal como se dijo
anteriormente, el Legislador tenía la libertad de usar una determinada definición
de dicho contrato, o modificarla a los efectos de la regulación que pretendía
imponer. Visto, pues, que las definiciones estipulativas no son ni verdaderas ni
falsas, ni el constituyente estableció una determinada definición de contrato de
adhesión a la que estuviese sujeto el legislador, no hay nada que objetarle a tal
previsión. Se comprende, pues, que esa definición o sus términos valen o no
valen cuando se interprete y aplique al caso concreto. La denuncia formulada
en tal sentido no tiene fundamento.

En séptimo lugar, que el artículo 125 de la Ley de Protección al


Consumidor y al Usuario, correspondiente parcialmente al segundo párrafo del
artículo 69 de la Ley, no es inconstitucional. Los solicitantes afirman que las
controversias que se susciten en torno a los contratos de adhesión son de
naturaleza civil, y por tal motivo, serían los tribunales los únicos órganos
competentes para tramitarlas y resolverlas. Asimismo, afirman que las
posiciones que crea la suscripción de los mismos son de derecho privado, y en
tal sentido, ajenas al Derecho Administrativo. Ya la Sala demostró que las
relaciones en general, y las relaciones comerciales en particular, no tienen una
determinada naturaleza frente al Derecho. Lo que existen son normas en cuyos
supuestos o suposiciones se hace referencia a ciertas relaciones. Estas
normas son llamadas normalmente como se llama a los cuerpos jurídicos en
los que están insertas o como la literatura especializada se refiere a tales
conjuntos de normas. Si se trata del Código de Comercio, serán relaciones
mercantiles; si se trata del Código Civil, serán civiles; si es el Código del
Trabajo el examinado, pues se dirán que son laborales, y así en otros casos.
En una época, tal como se ha explicado ampliamente, se hizo un esfuerzo por
separar las tareas estatales de las actividades de los ciudadanos,
fundamentalmente de aquéllas que implicaban una actividad económica. Ese
propósito ha sido abandonado. Hoy por hoy, se reconoce que al Estado le
cumple jugar un papel muy importante en la actividad económica. También se
advierte que el crecimiento de los tareas del Estado en tal sentido han recaído
mayormente en el Poder Ejecutivo. Por otra parte, ya advirtió la Sala que la
Constitución de 1999 no refleja una estructura organizativa en la que la
distribución de tareas entre los distintos Poderes corra paralela a una
asignación de potestades homogéneas, exclusivas o excluyentes entre los
mismos. La Constitución, sin duda, distribuye tareas, atribuye potestades,
distingue entre un Poder de otro, pero no establece para todos los casos que
ciertos tipos de potestades sólo pueden ser ejercidas por un Poder en
particular. La división de Poderes en tanto supone independencia de Poderes
cumple una función político-constitucional relevante, particularmente cuando de
lo que se trata es de la autonomía del Poder Judicial. El Poder Judicial debe
ser un árbitro independiente e imparcial. Pero ello no significa que sea el único
árbitro. La Sala Constitucional tiene la potestad de interpretar la Constitución;
pero ello no significa que sea su único intérprete. El Poder Legislativo tiene la
potestad de dictar actos normativos con forma de Ley; pero no es el único
órgano que produce actos normativos. ¿Por qué habría de ser la potestad de
dirimir controversias exclusiva de un Poder en particular? Si bien han de haber
ámbitos de las relaciones sociales en los cuales debe establecerse dicha
exclusividad, ella no podría predicarse de todos los campos del quehacer
social. Corresponderá en todo caso al Legislador determinar en cuáles
circunstancias y en qué medida dicha potestad será exclusiva del Poder
Judicial y en cuáles otros y en que medida dicha potestad será ejercida por
cualesquiera otro Poder Público, siempre atendiendo a las exigencias de los
derechos fundamentales, particularmente de los consagrados en los artículos
26, 49 y 253 de la Constitución.

Por último, en cuanto a la denuncia dirigida contra el artículo 87.8 de la


Ley subrogada, que esta Sala ha estimado su sinonimia con el artículo 73.7 de
la Ley subrogante, según la cual las expresiones que este contiene son muy
amplias, y en consecuencia viola el artículo 112 de la Constitución, la Sala
considera lo que sigue. El encabezado del artículo 73 establece que serán
nulas las cláusulas establecidas en el contrato de adhesión cuando se den los
supuestos que el legislador enumeró seguidamente. El numeral 7 se refiere a
los casos en que se “establezcan condiciones injustas de contratación o
gravosas para las personas, le causen indefensión o sean contrarias al orden
público y la buena fe”. Ciertamente, los términos “condiciones injustas”,
“gravosas para las personas”, “causen indefensión”, “contrarias al orden
público” y “buena fe”, son, como afirman los solicitantes, amplios. Pero ello no
es, en sí, objetable, pues buena parte de las palabras que forman los lenguajes
naturales son amplias. Se ha dicho que los únicos lenguajes precisos son los
no naturales, tales como el lenguaje matemático o el lógico; y que si bien
podría pensarse en la posibilidad de asignar a cada objeto o circunstancia de la
vida un nombre, ello haría prácticamente imposible la comunicación.
Imaginemos que cada ser vivo, cada objeto, cada conducta y cada ocasión
tuviese un nombre. La conversación más simple exigiría el conocimiento de un
número elevado de tales nombres. Por tanto, lo que se conoce por la función
universalizadora del lenguaje hace posible la comunicación o la referencia a
objetos, seres animados, conductas o ideas de diverso orden mediante
expresiones que puedan abarcarlos. En este caso, la ley se refiere a ciertas
conductas. A la Administración le corresponderá determinar si las cláusulas de
los contratos de adhesión pueden subsumirse en los elementos que la norma
en cuestión menciona. Por lo tanto, dicho artículo no es inconstitucional.

Por todo lo dicho, esta Sala es del parecer que los enunciados jurídicos
contenidos en los artículos 71, 72, numerales 5, 6 y 7 del artículo 73 y el 69 de
la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios
no son inconstitucionales. Así se establece.
IV
DECISIÓN

Por las razones que anteceden, este Tribunal Supremo de Justicia, en


Sala Constitucional, administrando justicia en nombre de la República y por
autoridad de la ley, declara NO HA LUGAR la pretensión de nulidad por
inconstitucionalidad que, referida originalmente a los artículos 53, 54, 83, 84,
numerales 5, 6 y 7 del 73 y 69 de la Ley de Protección al Consumidor y al
Usuario, fue tramitada como si hubiese sido planteada contra los artículos 49,
50, 71, 72, numerales 5, 6 y 7 del 73 y 69 de la Ley para la Defensa de las
Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios.

Publíquese, regístrese y archívese el expediente. Cúmplase lo


ordenado.

Dada, firmada y sellada en el Salón de Despacho de la Sala


Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en Caracas a los 23 días del
mes de julio del año dos mil nueve. Años: 199º de la Independencia y 150º de
la Federación.

La Presidenta,

LUISA ESTELLA MORALES LAMUÑO


El Vicepresidente,

FRANCISCO ANTONIO CARRASQUERO LÓPEZ


Ponente

Los Magistrados,

JESÚS EDUARDO CABRERA ROMERO

PEDRO RAFAEL RONDÓN HAAZ


MARCOS TULIO DUGARTE PADRÓN

CARMEN ZULETA DE MERCHÁN

ARCADIO DE JESÚS DELGADO ROSALES

El Secretario,

JOSÉ LEONARDO REQUENA CABELLO

FACL/
Exp. núm. 04-2233.

El Magistrado Pedro Rafael Rondón Haaz manifiesta su


concurrencia con el dispositivo del fallo que antecede pero no con su
parte motiva, razón por la cual, de conformidad con el artículo 20 de la
Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia, expresa su voto
concurrente en los siguientes términos:
1. La mayoría sentenciadora estableció, en primer lugar,
cuáles de las normas objeto de impugnación en la demanda de autos
fueron recogidas por la ley vigente para la fijación de los límites de la
controversia.
Al respecto, se concuerda con la determinación, como
nuevo objeto de la pretensión de nulidad de la parte actora, de los
artículos 49, 50 (sólo el primer párrafo, en criterio de quien disiente), 69
y 71, 72, tercer párrafo del 70 y 73 en sus cardinales 5, 6 y 7, de la Ley
para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios.
Sin embargo, discrepa de la exclusión del artículo 92 de la Ley de
Protección al Consumidor y al Usuario –equivalente al artículo 77 de la
ley vigente- porque, en su criterio, los argumentos que esgrimieron los
demandantes al respecto, son suficientemente claros y, por ello,
comprensibles, tanto, que las otras partes procesales las rebatieron sin
problema.
En efecto, accionante planteó su pretensión de nulidad
en los siguientes términos:
El artículo 92 de la Ley de Protección al Consumidor y al
Usuario viola los principios de culpabilidad y de personalidad de la
responsabilidad administrativa que se derivan del artículo 49 de la
Constitución, pues “admite que la responsabilidad administrativa del
proveedor será objetiva e incluso, referida a actos, hechos u omisiones
imputables a terceras personas”; en consecuencia, la violación derivaría,
de una parte, del establecimiento de un sistema objetivo de
responsabilidad administrativa y, de otra, del establecimiento de un
sistema de responsabilidad por hecho ajeno, “lo que menoscaba el
principio de personalidad de la referida responsabilidad punitiva frente a
la Administración”.
En cambio, según la Procuraduría General de la República,
el artículo 92 de la Ley de Protección al Consumidor y al Usuario no era
contrario al Texto Constitucional, porque es común en nuestro
ordenamiento jurídico la existencia de regímenes de responsabilidad
objetiva, como lo demuestran el artículo 61 del Código Penal, el artículo
560 de la Ley Orgánica del Trabajo, el artículo 55 de la Ley Orgánica de
Prevención, Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo, la Ley Orgánica
de la Contraloría General de la República y del Sistema Nacional de
Control Fiscal, el artículo 1193 del Código Civil e, incluso, los artículos
140 y 30 de la Constitución de 1999, que preceptúan, en su criterio, un
régimen de responsabilidad objetiva del Estado. Asimismo, consideró
que la norma en cuestión consigue base en el artículo 117 de la
Constitución y en la necesidad de protección a los consumidores y
usuarios y, por último, alegó que aquélla dispone la responsabilidad del
proveedor por hechos que provengan de sus dependientes o auxiliares,
lo cual “no es más que la aplicación del principio que rige en materia de
responsabilidad”, específicamente en el Código Civil (Vgr. artículo
1.191).
En opinión de la representación de la Asamblea Nacional, la
regulación que de la responsabilidad civil y administrativa del proveedor
realizó dicha norma, está en “plena concordancia” con el régimen
general de la responsabilidad civil (artículo 1191 del Código Civil), por lo
que no injuria el artículo 49 de la Constitución.
El artículo 92 de la Ley de Protección al Consumidor y al
Usuario disponía:
Responsabilidad civil y administrativa. Los proveedores de bienes
o servicios, cualquiera sea su naturaleza jurídica, incurrirán en
responsabilidad civil y administrativa, tanto por los hechos
propios como por los de sus dependientes o auxiliares,
permanentes o circunstanciales, aun cuando no tengan con los
mismos una relación laboral.
La norma vigente reza:

Responsabilidad
de la proveedora o proveedor
Artículo 77. Los proveedores de bienes o servicios, cualquiera sea
su naturaleza jurídica, serán solidaria y concurrentemente
responsables, tanto por los hechos propios como por los de sus
dependientes o auxiliares, permanentes o circunstanciales, aun
cuando no tengan con los mismos una relación laboral.

En opinión de quien concurre, el legislador de la Ley de


Protección al Consumidor y al Usuario incurrió en un error de técnica
legislativa cuando reguló en un mismo artículo y de manera
entremezclada, las responsabilidades civil y administrativa del
proveedor, yerro que fue subsanado por la norma vigente, como revela
su lectura, y, por cuanto los demandantes delimitaron su denuncia de
inconstitucionalidad a la regulación de la responsabilidad
administrativa del proveedor, la Sala, no ha debido eludir un
pronunciamiento sino desestimar la demanda a su respecto.
2. Fue desestimada la delación de nulidad de los
artículos 49 y 50 de la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso
a los Bienes y Servicios (que sustituyeron a los artículos 53 y 54 de la
Ley vigente al momento de la interposición de la demanda) por supuesta
contrariedad con el derecho constitucional a la libertad económica,
porque este derecho sería de aquellos “interpretables como principios”,
de modo que sería aplicable “en la medida en que las posibilidades
fácticas o jurídicas así lo permitan”.
El artículo 112 constitucional dispone:
Todas las personas pueden dedicarse libremente a la actividad
económica de su preferencia, sin más limitaciones que las
previstas en esta Constitución y las que establezcan las leyes,
por razones de desarrollo humano, seguridad, sanidad,
protección del ambiente u otras de interés social. El Estado
promoverá la iniciativa privada, garantizando la creación y justa
distribución de la riqueza, así como la producción de bienes y
servicios que satisfagan las necesidades de la población, la
libertad del trabajo, empresa, comercio, industria, sin perjuicio
de su facultad para dictar medidas para planificar, racionalizar y
regular la economía e impulsar el desarrollo integral del país.

En criterio de la mayoría sentenciadora, las limitaciones a


que aludió el constituyente no son restricciones porque, por su
naturaleza de principio (por oposición a regla), “[l]a norma no establece
los modos en que tal derecho será satisfecho”, de modo que “la
delimitación del grado en que el derecho a la libertad económica o de libre
empresa se garantice en un caso particular, no constituye una
anormalidad, no es una restricción al mismo, ni de por sí dice nada
respecto a si fue violado o no. (…) / En tal sentido, y por el solo hecho de
[que] las normas impugnadas delimiten el derecho a la libertad
económica o de libre empresa, no se sigue que las mismas sean
inconstitucionales”.
Resulta evidente que las limitaciones a derechos
fundamentales, si se entienden como delimitación de su ámbito, no son
restricciones, per se, si esa limitación o delimitación no se excede de las
previsiones constitucionales al respecto, que definen el contenido
mínimo o núcleo intangible de dichos derechos, que es el que
corresponde a cada uno de ellos según su naturaleza. En este caso, las
únicas limitaciones al derecho a la libertad económica que permite el
precepto que lo recoge son las que obedezcan a “razones de desarrollo
humano, seguridad, sanidad, protección del ambiente u otras de interés
social”; cualesquiera otras serán inconstitucionales, salvo, claro está,
que deriven del ámbito de aplicación de otros derechos constitucionales
(p.e., a la igualdad, al acceso a bienes y servicios de calidad).
La sentencia que antecede ignoró las delaciones de la
actora y las defensas de la República y de la Asamblea Nacional en
relación con las disposiciones legales objeto de impugnación; nada dijo
acerca de si las mismas constituyen o no una forma de delimitación,
que sea constitucional, del derecho fundamental a que se contrae el
artículo 112 de la Constitución de la República Bolivariana de
Venezuela, salvo la mención a que el marcaje (rectius: marcación) de
precios es necesario para la satisfacción de uno de los derechos que
establece el artículo 117 eiusdem.
Así, después de más de veinte páginas de un interesante
estudio histórico de hechos y tesis bien conocidos, sólo concluyó (no
respecto a las normas que se impugnaron sino con carácter general)
que, como “… los poderes públicos, en virtud de la cláusula del Estado
social, tienen el deber de proteger, promover y garantizar positiva y
proactivamente el ejercicio equitativo y justo de los derechos
fundamentales, incluso de los llamados derechos de libertad clásicos, la
regulación que el legislador dicte en este sentido debe presumirse
producto de una combinación de los mandatos que estos contienen en pro
de lograr dichos objetivos” (Subrayado añadido). Como corolario a esta
afirmación general, que nada añade a la posición que ha mantenido la
Sala pacíficamente en cuanto a la presunción de constitucionalidad de
las leyes (Vid., por todas, s.S.C. n.° 2855 de 20.11.02) –que es, además,
su deber democrático-, el veredicto derivó, acto seguido, que los
artículos 49 y 50 bajo análisis no son inconstitucionales porque “no es
evidente que el Legislador hubiese desconocido algún derecho
fundamental” y “los solicitantes no demostraron tal desconocimiento”
¿Cómo llegó a esta última conclusión sin el previo análisis del ámbito de
aplicación de las normas legales en relación con el núcleo del derecho
fundamental cuyo agravio se alegó? A falta de ese análisis, a pesar de
las largas consideraciones que precedieron a la conclusión (obiter dicta),
la decisión adolece de inmotivación porque no expresó las razones de su
decisión (ratio decidendi).
Ha debido observar la Sala que ya, en anteriores
oportunidades, ella estableció que el artículo 112 de la Constitución de
1999 recoge un auténtico derecho de rango constitucional que permite
a los particulares que emprendan actividades económicas; su
explotación y el cese en su ejercicio, de acuerdo con su autonomía.
Asimismo, este Alto Tribunal ha observado que este derecho es
susceptible de limitación, de conformidad con la Ley, cuando así lo
justifiquen razones de interés social, tal como lo es, precisamente, la
protección a los derechos de los consumidores y usuarios. Así, en
sentencia n.° 2641 de 1.10.03, la Sala afirmó:

La libertad económica es manifestación específica de la libertad


general del ciudadano, la cual se proyecta sobre su vertiente
económica. De allí que, fuera de las limitaciones expresas que
estén establecidas en la Ley, los particulares podrán libremente
entrar, permanecer y salir del mercado de su preferencia, lo cual
supone, también, el derecho a la explotación, según su autonomía
privada, de la actividad que han emprendido. Ahora bien, en
relación con la expresa (sic) que contiene el artículo 112 de la
Constitución, los Poderes Públicos están habilitados para la
regulación –mediante Ley- del ejercicio de la libertad económica,
con la finalidad del logro de algunos de los objetivos de “interés
social” que menciona el propio artículo. De esa manera, el
reconocimiento de la libertad económica debe conciliarse con
otras normas fundamentales que justifican la intervención del
Estado en la economía, por cuanto la Constitución venezolana
reconoce un sistema de economía social de mercado.
(…)
Los Poderes Públicos pueden regular el ejercicio de la libertad
económica para la atención de cualquiera de las causas de interés
social que nombra la Constitución, entre las cuales se encuentra
la protección del consumidor y el usuario.
En este contexto, entiende quien concurre que los artículos
que sustituyeron a los que se impugnaron delimitan el contenido del
derecho a la libertad económica con fundamento en la protección al
derecho a la información de las personas en tanto que consumidores y
usuarios, lo que, en sí mismo, no contradice el sistema de economía
social de mercado que recogió el Texto Constitucional de 1999.
En efecto, uno de los atributos que deriva de la libertad
económica es la libertad de precios en atención a la cual el proveedor
puede determinar de manera autónoma cuál es el precio de venta de los
bienes y servicios, ya sea en las operaciones de venta al consumidor o
usuario final o en las operaciones de venta al intermediario. Debe
destacarse que cada proveedor, salvo limitación expresa de Ley, es
autónomo para la determinación del precio de venta de los bienes y
servicios que ofrece, libertad que, como regla general, no podrían limitar
el fabricante o el importador, quienes no podrían fijar precios de reventa
en restricción de la autonomía del comercializador, en tanto ello
suponga una ilegítima afección a la libre competencia, tal y como
prescribe el artículo 113 de la Constitución.
Así, la libertad de precios puede ordenarse, de acuerdo con
lo que establezca la Ley, a través de dos técnicas de acción distintas: la
primera, se dirige al aseguramiento del acceso de las personas a bienes
que sean declarados de primera necesidad a través del establecimiento
de un control de precios, lo que implica que la Administración fija el
precio máximo de venta al público de esos bienes y servicios. La
segunda, no persigue el control de los precios en estricto sentido y, en
consecuencia, no limita la libertad de fijación de precios, sino que
protege la garantía del derecho de información a los usuarios, por lo
que se exige al proveedor que publique cuál es el precio de venta que
determinó. Esta técnica se conoce en el Derecho venezolano como
marcaje (rectius: marcación) y se define como “el mecanismo de
información a través del cual se pone en conocimiento de consumidores y
usuarios el precio de los bienes y servicios ofrecidos en venta” (QUIROZ
RENDÓN, David, “La información y publicidad en la Ley de Protección
al Consumidor y el Usuario”, A.A.V.V. Ley de Protección al Consumidor
y al Usuario, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 2005, p. 74).

La instrumentación de estas dos técnicas de protección a


los consumidores exige que la Administración se ajuste a los cauces
formales del Estado de Derecho, de manera que las mismas deben estar
establecidas en la Ley, sin perjuicio de la colaboración del reglamento
en la medida del ámbito de regulación que a éste corresponde.
Asimismo, esa instrumentación debe respetar el contenido esencial de
la libertad económica, esto es, la autonomía que orienta su ejercicio,
como se estableció en las sentencias de esta Sala n.os 462 de 06.04.01 y
2641 de 01.10.03, lo que implica, además, el respeto a la rentabilidad
razonable que prevalece, incluso, en áreas de interés social, como
también lo señaló esta Sala en su decisión n.° 85 de 24.01.02. Por
último, esa limitación al derecho a la libertad económica debe
fundamentarse en alguna razón de interés social, sin que se exceda de
lo que sea necesario para la satisfacción de ese interés, según también
sostuvo la Sala en veredicto n.° 1798 de 19.7.05.
La reiteración de tales precedentes judiciales habría
bastado para la desestimación fundamentada de la pretensión de
nulidad de los vigentes artículos 49 y 50 (primer párrafo) de la Ley para
la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, pues
ambos preceptos disponen limitaciones a la libertad económica en
garantía del derecho a la información de los consumidores y usuarios.
También se imponía dar respuesta al alegato de reedición
de un precepto cuya inconstitucionalidad ya había sido reconocida, lo
cual ha conducido a que esta Sala declare la nulidad de las normas que
ha considerado producto de una “reedición”. Al respecto, estima quien
rinde este voto concurrente que la existencia de un veredicto precedente
de la Corte Suprema de Justicia en Pleno mediante el cual se anularon
normas de la Ley de Protección al Consumidor de 1995 porque eran
violatorias a la Constitución de 1961, no basta para “extender” los
efectos de esa decisión al caso de autos y “presumir” la nulidad de
normas vigentes. Así, la sola identidad que pudiera existir entre el
contenido de las normas de una Ley ya derogada y que fueron objeto de
nulidad, respecto de los preceptos que se impugnaron en esta
oportunidad a la luz de un nuevo Texto Constitucional, no es razón
suficiente para que se estime la inconstitucionalidad del precepto legal,
sino que hay que atender, además, a la interpretación que esta Sala
mantiene, en la actualidad, respecto de las normas y principios de la
Constitución económica, interpretación que, en atención a la naturaleza
flexible de esos preceptos y principios, puede variar en el tiempo, sin
que con ello se verifique, forzosamente, una inconstitucionalidad “por
extensión” o “reedición”.
En el marco de la Constitución vigente, que recogió un
sistema de economía social de mercado, y reconoció la garantía a los
derechos de consumidores y usuarios por parte del legislador como
materia esencialmente de interés general, no resulta inconstitucional la
regulación del primer párrafo del artículo 50 de la Ley para la Defensa
de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios, bajo una
interpretación más amplia de la noción de interés general (“interés
social, dice ahora la norma constitucional) que la que otorgó la Corte en
Pleno en aquella oportunidad, con la inteligencia, ahora, de que la
existencia de bienes de primera necesidad no es la única razón que
puede justificar limitaciones a la libre iniciativa privada frente a la
protección de consumidores y usuarios, en el asunto concreto que se
analiza, a su derecho a la información. La lectura que esta Sala ha dado
a las normas de la Constitución económica, entre otras muchas en
pronunciamiento n.° 2641 de 1.10.2003 que antes se citó, precisamente
en referencia a las restricciones a la libertad de precios, es la siguiente:

Una de las causas que, según la Constitución de 1999, justifica


la imposición de limitaciones a la libertad económica, es
precisamente lo que se relaciona con el precio de ciertos bienes y
servicios que califican esenciales para los consumidores y
usuarios. Se considera así que la indebida elevación del precio de
ciertos bienes y servicios fundamentales puede restringir el
acceso a éstos por parte de los consumidores, en detrimento del
derecho que reconoce el artículo 117 constitucional, con relación
a la disposición “de bienes y servicios de calidad”. Frente a tal
eventualidad, la regulación de precios –junto a otras medidas
económicas- encuentra plena justificación dentro del marco de la
Constitución económica.
Ahora bien, observa esta Sala que, en criterio de los recurrentes,
la sola regulación del precio de los servicios de estacionamiento,
guarda y custodia de vehículos automotores constituye, per se,
una violación a la libertad económica, argumento que debe
desestimarse, por cuanto, en el marco de una economía social de
mercado, la regulación de precios es una técnica de limitación
que encuentra suficiente basamento jurídico. Evidentemente, en
la implantación de esa regulación, los Poderes Públicos deben
respetar las exigencias que derivan del artículo 112
constitucional, por lo que dicha regulación sólo podrá acordarse
en los términos que expresamente establezca el legislador
nacional, porque tal materia es de la reserva legal.
Además de esa exigencia formal, la Constitución de 1999 impone
otros requisitos que deben respetarse. De esa manera, la
regulación de precios no puede violar el contenido esencial de la
libertad económica, lo que implicaría su desnaturalización en
tanto derecho fundamental. (…)
Se desnaturalizaría la libertad económica, por ejemplo, si la
regulación de precios se efectuara por debajo de los costos de
producción. Como entiende la doctrina española, el Estado no
puede, siquiera mediante Ley, fijar el precio de un producto final
“...al margen y por debajo de los costos reales y totales que son
necesarios para su producción. Hacerlo de otro modo supondría
imponer a un sector determinado una carga singular en relación
con los demás...” (ARIÑO ORTIZ, Gaspar, Principios
constitucionales de la Libertad de Empresa. Libertad de
Comercio e Intervensionismo Administrativo, Marcial Pons,
Madrid, 1995, página 121).
Resulta entonces concluyente que, a diferencia de lo que
argumentó la parte recurrente, la regulación de precios de
servicios no representa, per se, una violación a la libertad
económica. Tal violación sólo se consumará si esa regulación no
es establecida en la Ley, o resulta contraria al contenido esencial
de la libertad económica, sin perjuicio, por supuesto, de las
salvaguardas adicionales que la Administración deberá respetar
cuando implante la regulación de precios que acordó el
Legislador, para el respeto de los derechos de los particulares
que se viesen afectados por esa medida de limitación.

Si se hubiera hecho el análisis que correspondía al deber de


motivación de todo fallo, por todo juez, habría debido advertirse,
además, que esa norma no limita la autonomía de los intermediarios
para la fijación del precio de venta al consumidor final, pues el PDI y el
PDF sólo rigen el precio de venta entre los importadores o fabricantes y
los proveedores intermediarios.
3. Por lo que respecta a las normas que guardan
relación con los contratos por adhesión cuya declaratoria de nulidad se
pretendía, la Sala identificó los artículos de la ley vigente que las
contienen; amplió sus ya largas consideraciones históricas acerca del
liberalismo puro como sistema económico y político (que, en su criterio,
cobija las pretensiones de los demandantes) y concluyó, de nuevo, en
forma general que: “… tal regulación [la de los contratos de adhesión] sí
es necesaria, y (…) si quisiera alegarse su falta de proporcionalidad o
razonabilidad, no bastaría con el simple alegato de que no es evidente
que dicha normativa garantiza el interés general o que la misma viola el
contenido de un derecho fundamental. El alegato correcto sería que, en
virtud de sus consecuencias dañinas e injustificadas para el comercio,
viola tal o cual derecho.”
Por razones que escapan a la compresión de quien suscribe
como concurrente, la mayoría englobó el examen de las distintas
denuncias de inconstitucionalidad de la parte actora respecto de
distintos preceptos legales (todos concernientes a los contratos de
adhesión) y decidió que, en este punto, estaba “‘insinuada’ la cuestión
de la división, distinción o separación de poderes”, por lo que se dedicó
al análisis del establecimiento del principio correspondiente en nuestro
ordenamiento jurídico.
En realidad, los argumentos de los demandantes fueron
diferentes respecto de cada una de las normas que impugnaron y se
centraron, precisamente, en la violación de tal o cual derecho, según el
caso.
3.1 Así, en lo que concierne al artículo 83 de la Ley de
Protección al Consumidor y al Usuario (ahora 71 de la Ley para la
Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios), que
delimita las condiciones de procedencia de las modificaciones
unilaterales a las modalidades de precio, calidad o suministro de un
bien o servicio que se hayan estipulado previamente en un contrato por
adhesión, se alegó que es inconstitucional porque “desnaturaliza” los
contratos por adhesión, por cuanto prohíbe a los proveedores la
inclusión de modificaciones unilaterales en lo que respecta a sus
condiciones de calidad, precio o suministro del producto en tales
contratos, pese a que se trata de modificaciones que previamente habría
aceptado el consumidor y que responden a “una racionalidad comercial”
ante lo oneroso que resultaría la negociación individual de cada ajuste
contractual. Por su parte, las representaciones de la Procuraduría
General de la República y de la Asamblea Nacional rechazaron tal
argumentación y señalaron al respecto que el artículo 83 de la Ley de
Protección al Consumidor y al Usuario dispone limitaciones a la libertad
contractual y a la libertad económica, que tienen fundamento en el
artículo 117 constitucional.
Ya la Sala, en acto de juzgamiento n.° 192 de 28 de febrero
de 2008, se pronunció acerca de la naturaleza jurídica de los contratos
por adhesión y su incidencia en el marco del especial régimen jurídico
de consumidores y usuarios. En esa oportunidad, se estableció:

…, el contrato por adhesión es aquel acuerdo de voluntades que


se caracteriza por el hecho de que su contenido o cláusulas son
fijadas por una sola de las partes sin que la otra tenga posibilidad
de modificación sino, simplemente, de suscripción o rechazo en
su totalidad; en otras palabras, una de las partes se adhiere a la
propuesta contractual de la otra sin posibilidad de negociación o
modificación de las cláusulas.
Esta modalidad contractual, producto de la realidad que impone
el orden económico y la celeridad de las negociaciones
mercantiles, no supone anomalía alguna para el Derecho Privado,
pues la teoría general del contrato no exige, como requisito
esencial de validez de la formación de la voluntad contractual, la
igualdad en la negociación de las estipulaciones o cláusulas
contractuales, de manera que nada obsta para que una de las
partes, en ejercicio de su libertad contractual, acepte y suscriba
las condiciones que le ofrece la otra.
A través de esa propuesta unilateral, los contratos por adhesión
persiguen la eliminación de las dificultades que pueden
presentarse en la determinación de la voluntad contractual,
principalmente en los casos de contrataciones que se realizan en
masa en el marco de determinadas actividades económicas, por lo
general de prestación de servicios, en las que la eficiencia y, como
ya se dijo, la celeridad, son factores fundamentales. Pero además
de la eficiencia que persigue incrementar el contrato por
adhesión, la existencia de estipulaciones uniformes y generales
para todos los cocontratantes asegura la igualdad de trato y
condiciones que se otorga a éstos, lo que redunda en una mejor
situación de los consumidores y usuarios de esa actividad de
prestación.

En criterio de quien se aparta de la motivación del acto


jurisdiccional que antecede, en lugar de que se torciesen los
argumentos de los demandantes (y se silenciasen, por completo, los de
los otros intervinientes en el proceso) la Sala ha debido declarar que el
artículo 71 de la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los
Bienes y Servicios no incurre en los vicios de inconstitucionalidad que
se delataron; por el contrario, la norma en cuestión sólo reitera el
principio general conforme al cual el contrato tiene fuerza de Ley entre
las partes (artículo 1133 del Código Civil), con lo cual, uno de los
contratantes, de manera unilateral, no puede modificar las modalidades
que se hubieren aceptado de acuerdo con la autonomía de la voluntad
de las partes. Este principio básico es común a todo contrato, y no sólo
rige en relación con el contrato por adhesión.
Lo que sucede es que, en la práctica, en los contratos por
adhesión el proveedor suele incluir una cláusula conforme a la cual
podrá introducir modificaciones al contrato, con lo cual, estas
modificaciones no son en realidad unilaterales –como equívocamente
establece la norma que se impugnó- pues en realidad, tal derecho sería
aceptado por la otra parte contratante. No se niega que este tipo de
estipulación puede ser válida en contratos que se celebren entre partes
iguales como consecuencia de la autonomía de la voluntad, pero, en los
contratos por adhesión, ello puede ser objeto de limitación por Ley, en
virtud de que éstos se perfeccionan entre dos partes que no están en
igualdad de condiciones.
El artículo 71 establece, por ello, una limitación a la
autonomía del proveedor a reservarse, en el contrato por adhesión, el
derecho a la estipulación de modificaciones que no hayan sido
acordadas con el co-contratante, lo que concreta, razonablemente, la
protección al débil jurídico, como puede esperarse en el marco del
sistema de economía social de mercado. Tal restricción sólo opera en los
supuestos que determina expresamente el dispositivo legal (precio,
calidad o suministro), mientras que, más adelante, se dispone una
excepción a ese principio que opera en contratos por adhesión cuya
vigencia temporal justifique la revisión de tales condiciones lo que, en
realidad, responde a un supuesto de modificación mutuamente
consentido, de acuerdo, pues se requiere siempre, de una u otra forma,
el concurso de la voluntad de las personas.
De esa manera, es posible la existencia de modificaciones
que se justifiquen por razones económicas, de facturación, condiciones
de suministro o relación precio/calidad del servicio, las cuales
procederán siempre que se informen previamente al co-contratante por
parte del proveedor, para que aquél tenga oportunidad para que decida
si mantiene la relación contractual o rescinde el contrato. Asimismo, la
norma preceptúa una serie de exigencias que deben tomarse en cuenta
al momento de la modificación de las condiciones y términos
contractuales, como lo son la información verificable sobre las ofertas
que, para servicios similares, hagan otros competidores y, si ello no
fuera posible porque el proveedor se encuentre en posición monopólica,
se requerirá autorización del Instituto para la Defensa de las Personas
en el Acceso a los Bienes y Servicios.
En criterio del concurrente, tales exigencias no implican
una limitación desproporcionada a la libertad de contratación; por el
contrario, se trata de restricciones, que no prohibiciones, a las
modificaciones contractuales, que tienen base en el orden público que
reviste la protección a las personas cuando actúan como consumidores
y usuarios en tanto débiles jurídicos de la relación contractual y que
consiguen sustento, según se explicó anteriormente, en el artículo 117
de la Constitución; asimismo, se insiste, tales limitaciones no son más
que una reiteración del principio general de no modificación unilateral
en el marco de cualquier contrato.
Así, esa posición de débil jurídico que caracteriza, según el
legislador, a las personas frente al proveedor, se acrecienta aún más en
el marco de los contratos por adhesión o, como también los denomina la
doctrina, negociaciones en masa o negociaciones seriadas, en las cuales
se afianza el poder superior del proveedor en la determinación del
contenido del negocio jurídico y se disminuye la capacidad del usuario
respecto del planteamiento de objeciones a ese contenido cuando le sea
desfavorable. De allí que se justifique el establecimiento de ciertas
limitaciones a la libertad absoluta de contratación a favor, se insiste,
del interés social que reviste la protección de las personas en tanto que
consumidores y usuarias, que eviten la presencia de cláusulas abusivas
en los contratos de consumo (Cfr., STIGLITZ, Gabriel A., Protección
jurídica del Consumidor, Editorial Depalma, segunda edición, Buenos
Aires, 1990, pp. 25 y ss.). Esta limitación a la autonomía sólo se
preceptuó, en el artículo 71 que se analiza, respecto de los contratos
por adhesión, con lo cual, para el resto de las modalidades de contratos,
las partes podrán acordar, conforme a su autonomía, que una de ellas
tenga el derecho a introducción de modificaciones al contrato.
3.2 Alegó también la parte actora del artículo 84 de la Ley
de Protección al Consumidor y al Usuario (hoy, 72 de la Ley para la
Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios) que
permite a las personas la rescisión unilateral del contrato por adhesión
sin que medie necesidad de interés general, lo que se traduciría en un
trato dispar entre éstas y el proveedor, e implicaría una afectación
innecesaria y desproporcionada a la libertad de contratación de los
proveedores.
Ni una letra dedicó la sentencia de la que se discrepa al
análisis de esta norma o de los argumentos a favor o en contra de su
constitucionalidad, razón por la cual no podrá estimarse que existe cosa
juzgada respecto a su constitucionalidad o no (las decisiones
inmotivadas son nulas de conformidad con los artículos 243.4 y 244 del
Código de Procedimiento Civil), circunstancia que impide al discrepante
la emisión de su criterio, en esta oportunidad, so pena de
adelantamiento de opinión.
3.3 La delación de nulidad de las normas que hoy recoge
la ley vigente en los cardinales 5, 6 y 7 del artículo 73, fue desestimada
así:
Ciertamente, los términos “condiciones injustas”, “gravosas para
las personas”, “causen indefensión”, “contrarias al orden público”
y “buena fe”, son, como lo afirman los solicitantes, amplios. Pero
ello no es, en sí, objetable, pues buena parte de las palabras que
forman los lenguajes naturales son amplios. (…). En este caso, la
ley se refiere a ciertas conductas. A la Administración le
corresponderá determinar si las cláusulas de los contratos de
adhesión pueden subsumirse en los elementos que la norma en
cuestión menciona. Por lo tanto, dicho artículo no es
inconstitucional.

Al parecer del concurrente, por el contrario, las


disposiciones que preceptúan los cardinales 5 y 6 bajo estudio no son
ambiguas ni genéricas. Así, se trata de normas bastante concretas, que
disponen la nulidad de determinadas cláusulas del contrato por
adhesión –no así la nulidad íntegra del contrato- en dos hipótesis: i)
cuando se trate de cláusulas que permitan variaciones unilaterales –de
precio u otras condiciones- por parte del proveedor: o bien ii) cuando se
trate de cláusulas que permitan la rescisión unilateral del contrato; de
esta manera, se trata de normas que no se prestan a confusión ni a
situaciones injustas que se deriven de su supuesta generalidad, pues,
se insiste, son supuestos bien delimitados.
Incluso, si se analizan tales cardinales de manera integrada
con el resto de las disposiciones de la Ley, se concluye aún más en la
suficiencia de su concreción. Así, en lo que se refiere a la nulidad de las
cláusulas que permitan “variaciones unilaterales” –de precio u otras
modalidades- por parte del proveedor, es evidente que debe
interpretarse conforme al artículo 71 eiusdem y, en consecuencia, debe
entenderse que esa nulidad de pleno derecho se refiere a las
“variaciones unilaterales” del proveedor que no cumplan con los
requisitos en los que aquella disposición permite tales variaciones. En
consecuencia, se insiste en el señalamiento de que, en los contratos por
adhesión, la posibilidad para el proveedor de reservarse el derecho a la
estipulación de modificaciones sin previo acuerdo con el consumidor,
está limitada en los términos del artículo 71 que se analizó supra.
Por su parte, el cardinal 6 del mismo artículo 73, que se
refiere a la nulidad de cláusulas que autoricen al proveedor la rescisión
unilateral del contrato, recoge también un precepto bastante específico.
En consecuencia, tampoco lesiona dicha norma el principio de tipicidad
–aplicable a todo el Derecho Sancionador- ni de reserva legal de
limitación a los derechos fundamentales.
Por último, en relación con el cardinal 7 del artículo 73,
según el cual será nula de pleno derecho la cláusula o estipulación de
los contratos por adhesión “que imponga condiciones injustas de
contratación o exageradamente gravosas para las personas, le causen
indefensión o sean contrarias al orden público y la buena fe”, se observa
que, más que un precepto ambiguo o genérico, se trata de una norma
que incluye conceptos jurídicos indeterminados cuya apreciación será
la que determinará, en cada caso concreto, la nulidad o no de la
cláusula contractual.
Así, los conceptos jurídicos indeterminados pueden
definirse como aquellos relativos a una “esfera de realidad cuyos límites
no aparecen bien precisados en su enunciado, no obstante lo cual es
claro que intentan delimitar un supuesto concreto” (GARCÍA DE
ENTERRÍA, Eduardo y FERNÁNDEZ, Tomás-Ramón, Curso de Derecho
Administrativo, Tomo I, décima edición, Civitas, Madrid, p. 457). Ahora
bien, lo que caracteriza a estos conceptos (vgr. el orden público, la
buena fe, la justicia o injusticia, etc.) es que, aun cuando en su
enunciado normativo son, ciertamente, indeterminados o imprecisos
pues no pueden determinarse in abstracto –en el tiempo y espacio- por
una norma jurídica, al momento de su aplicación en cada caso concreto
sí son susceptibles de precisión; incluso, puede afirmarse que la
existencia de tales conceptos jurídicos no responde al ejercicio de
discrecionalidad administrativa y, por tanto, frente a una conducta que
sea enjuiciada en una hipótesis fáctica específica, la aplicación de un
concepto jurídico indeterminado implicará una única solución justa,
diferencia fundamental frente a las potestades discrecionales, cuya
esencia reconoce la libertad de elección entre alternativas igualmente
válidas.
De allí que, por cuanto al momento de la interpretación o
aplicación de conceptos jurídicos indeterminados la Administración no
ejerce poder discrecional alguno, sino que debe apreciarlos –de manera
reglada- desde la única solución justa que exista en cada caso concreto,
el posterior control –administrativo y, sobre todo, judicial- respecto del
sentido e interpretación que la Administración haya dado a la norma y
que ha de plasmarse en un acto administrativo, es pleno, pues, se
insiste, no hay allí ejercicio alguno de potestades discrecionales que
podrían implicar una merma en la plenitud del control de la actuación
administrativa.
En consecuencia, no considera quien se aparta del criterio
mayoritario que la regulación que contiene el artículo 73, cardinal 7, de
la Ley para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y
Servicios sea ambigua, o genérica, ni que implique una merma en la
necesidad de tipificación de las restricciones a los derechos
fundamentales, pues si bien la norma reguló una serie de supuestos
que se caracterizan por ser conceptos jurídicos indeterminados, al
momento de su aplicación al caso concreto la interpretación de tales
conceptos será específica y determinada y, además, el particular
contará siempre con la garantía del pleno control administrativo y
contencioso administrativo de los actos gubernativos mediante los
cuales la Administración hubiere realizado la interpretación, pues, se
insiste, en tales circunstancias el órgano administrativo no ejerce
potestades discrecionales. En abundancia, se observa que este precepto
sanciona la nulidad de las que se conocen como cláusulas abusivas, o
sea, las cláusulas que, sin una justificación objetiva y racional, limitan
los derechos de los consumidores y usuarios, lo que es una regulación
común en el Derecho Comparado de defensa a los consumidores y
usuarios (Cfr. FARIÑAS, Juan, Defensa del consumidor y del usuario,
Astrea, Buenos Aires, 2004, pp. 383 y ss).
3.4 El autor de este voto comparte la desestimación de la
pretensión anulatoria del actual artículo 69, segundo párrafo, de la Ley
para la Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios
aunque estima pertinente poner una acento en la afirmación
mayoritaria de que no sólo el Poder Judicial tiene la potestad de dirimir
controversias, de modo que “[c]orresponderá en todo caso al Legislador
determinar en cuáles circunstancias y en qué medida dicha potestad será
ejercida por cualesquiera otro Poder Público, siempre atendiendo a las
exigencias de los derechos fundamentales, particularmente de los
consagrados en los artículos 26, 49 y 253 de la Constitución” (Subrayado
añadido), lo cual supone que las controversias que pueda resolver, por
voluntad del Legislador, otro Poder Público, estarán siempre sujetas al
examen posterior del Poder Judicial, como imponen los derechos a la
tutela judicial eficaz, al acceso a la justicia, al juez natural y el principio
universal de que la potestad de administrar justicia con fuerza de cosa
juzgada corresponde, en forma excluyente, al Poder Judicial.
En todo caso, la ha Sala ha debido precisar que esa
potestad anulatoria alcanza sólo a las cláusulas que se consideren
nulas según el artículo 73 que antes se analizó. Ahora bien, el ejercicio
de esa competencia evidentemente entraña la sustanciación de un
previo procedimiento administrativo, en el cual tanto el proveedor como
el usuario o consumidor puedan plantear todos sus alegatos y pruebas
a favor o en contra de esa declaratoria de nulidad, y en el cual se
compruebe la contravención a la ley por parte del contrato por adhesión
y, en consecuencia, se anule. La tramitación de ese procedimiento es
obligatoria, pues el mismo podría concluir con un acto ablatorio en el
que se declararía la ilegalidad de alguna cláusula del contrato por
adhesión y su consecuente nulidad.

Queda así expresado el criterio del Magistrado concurrente.

Fecha retro.
La Presidenta,

LUISA ESTELLA MORALES LAMUÑO


El Vicepresidente,

FRANCISCO ANTONIO CARRASQUERO LÓPEZ

Los Magistrados,

JESÚS EDUARDO CABRERA ROMERO

…/

PEDRO RAFAEL RONDÓN HAAZ


Concurrente
MARCOS TULIO DUGARTE PADRÓN

CARMEN ZULETA DE MERCHÁN

ARCADIO DE JESÚS DELGADO ROSALES

El Secretario,

JOSÉ LEONARDO REQUENA CABELLO

PRRH.sn.ar
Exp. 04-2233

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