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Índice

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2098……………………………….....……………….39

2099……………………………….....……………….66
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“¿Querés ser feliz?” decía el mensaje. “¿Querés una mejor vida?” Y


un espacio para escribir. Sin remitente. Sin ninguna información.
Apareció cuando Wilhelm había encendido la computadora, tras el
Reinicio general.
Trabajaba en el ministerio de tecnología hace algunos años. Ha-
bía tenido suerte; ese puesto le garantizó una vida por encima de
todos los sufrientes. Pero no se sentía afortunado. Ese año se había
iniciado La Red, un metodo de conexión inalámbrica en vías de per-
feccionamiento. La mayoría de la tecnología se había perdido du-
rante la Segunda Edad Media, y se recuperaba poco a poco. Hacían
un trabajo importante en el ministerio. Era útil. Eso es lo que les
decían.
La propuesta de trabajo incluía estar en una cabina pequeña,
frente a una computadora, sin interactuar con nadie. Podía pasar la
jornada completa sin levantarse de ahí, concentrado. Su trabajo era

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procesar la información: tenía acceso a todas las cámaras del go-
bierno, todas las bases de datos, todos los informes. El sistema de
computadoras estaba conectado como uno. Se enviaban los datos
de La Red a su estación y él los recopilaba. Y Wil aceptó.
Una vez por mes, cuando el proyecto alcanzaba una nueva etapa,
tenían que reiniciar el sistema a su estado inicial para continuar
probando La Red. Y en septiembre, algo cambió. Cuando reiniciaron
los sistemas, Wil encendió su computadora y había un mensaje allí.
“¿Querés ser feliz?”
Wil dudó. Su vida hasta entonces había sido rutinaria. Sus jorna-
das de trabajo terminaban a la misma hora; siempre a la misma ho-
ra llegaba a su departamento, comía y dormía. Solo, en su departa-
mento vacío. Algunas noches se acercaba a las ventanas y su mirada
iba hacia abajo, hacia los que vivían debajo, hacia las luces de los
disturbios, el sonido de las balas. La ciudad era un gran cementerio
que crecía sobre sí mismo como una enredadera, entre los edificios
que eran abandonados y caían en ruinas. La clase abandonada cu-
bría las calles, sin dejar paso. La muchedumbre cubría cada centí-
metro, ocupaba los edificios piso por piso hasta el techo. Todos los
días protestaban contra los que vivían arriba, en los grandes rasca-
cielos, los que jamás miraban hacia abajo. Ellos eran parte del sis-
tema, de la monarquía. A Wil esto no le molestaba. A él le gustaba
bajar y dar caminatas. A él los Cazadores no lo atacaban.
Wil no solía pensar en esa situación. Frente a la ventana, estaba
acostumbrado. Ellos tenían su vida y Wil la suya. Así eran las cosas.
Ellos tenían destinos cortos, intensos y violentos. Pero la vida de
Wil sería larga y silenciosa. Y lo sabía. Quizá hasta los envidiaba.
Cada vez se cocinaba menos y compraba más productos instantá-
neos, sin sabor. Cada vez dejaba más restos en su plato. Su apetito
desaparecía. Cada día se acostaba más temprano, pero se dormía

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más tarde. Recostado, estiraba su mano, pero lo único que podía
sujetar era la sabana, con todas sus fuerzas. Cada noche perdía el
aliento, tenía menos energías. Las perdía desde que llegaba a su
casa y cerraba la puerta, apoyado contra ella. Era una sensación, un
pensamiento que jamás lo abandonaba. Un hormigueo que no podía
ignorar. Aún permanecía en él cuando leyó ese mensaje en su
computadora.
No necesitaba hacerse la pregunta. Clickeó en la entrada para es-
cribir, y tipeó “sí.” No sabía quién le había dejado el mensaje, pero
era un cambio. Y un cambio era mejor que nada.
Cuando presionó Enter, el mensaje dio lugar a otro. “Unter den
Linden, Pariser Platz – 21:00”. Wilhelm se quedó mirando la pantalla
durante unos momentos. No había dónde escribir, ni forma de res-
ponder. Solo podía mirar. Tal vez fuera propaganda, una publicidad,
pero, aun así, por alguna razón, Wilhelm memorizó la dirección y la
hora. Cuando intentó clickear en el mensaje, éste desapareció: “Bo-
rrado”. El escritorio de su computadora quedó igual que siempre.
De inmediato llegó un torrente de datos con las últimas especifica-
ciones de La Red. Dejó de perder tiempo y se puso a trabajar. Había
mucho que hacer, muchos datos que insertar, y con eso pudo acla-
rar su mente.
A las ocho pudo dejar el trabajo. Cuando salió del edificio, revisó
su celular y vio varios mensajes de Rald que preguntaba si querían
juntarse. Suspiró y lo apagó. Llovía torrencialmente. Se empapó las
ropas, pero no le importó. No traía nada consigo. Se subió al auto,
pero no arrancó. Hubo un momento de duda. Salió en dirección a su
casa; el volante parecía pesar varios kilos. No dejaba de pensar en la
dirección. La plaza Pariser no estaba muy lejos. Estaban por ser las
nueve… se hacía tarde. Pisó el acelerador y cambio de rumbo.

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La plaza se veía gris y azul esa noche. Dio unas vueltas alrededor
con su auto, pero no vio nada. No veía a nadie. Al menos habría paz,
y evitaría volver a su departamento. Quizá no debía encontrar a
alguien, sino un objeto. Sin notar la lluvia, se bajó del auto y caminó
hasta el centro de la plaza.
Estaba buscando por el piso cuando empezó a sonar un teléfono.
Wilhelm miro para todos lados, pero estaba solo. Él sonido venia de
una cabina; un teléfono público estaba soñando. Wil revisó su celu-
lar. Eran las nueve en punto. Lentamente, dudando, se acercó a la
cabina y contestó el teléfono.
—¿Hola?
—¿Querés ser feliz? —dijo una voz femenina, del otro lado del te-
léfono.
—Sí —contestó Wil.
—¿Querés una vida sin tristeza? ¿Sin problemas de dinero? ¿Sin in-
justicias? ¿Querés que las cosas sean como se supone que deberían
ser?
—¿Cómo consigo esto?
—Es el rey —dijo la voz—. Él tiene la clave. ¿Por qué nadie le ha
visto la cara? ¿Por qué no deja que nadie lo vea? ¿Entendes?
—Creo… No estoy seguro…
—Si el rey estuviera abierto a la gente la gente estaría abierta al
rey. El pueblo y él serian uno. Podrían terminar las injusticias…
—Alto —la detuvo Wil. Ya había escuchado cosas así antes. Eran
los de abajo, queriendo una revolución como siempre. No tenía
tiempo para perder en charlas así. Si lo escuchaban teniendo ese
tipo de pensamientos podía perder el trabajo, o la libertad.
—¿Quién es el rey? —insistió la voz.
—Por favor, no… No estoy interesado… No puedo. No puedo
ayudarlos.

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—Trabajás por encima de todo. Trabajás en los edificios de arriba,
entre las computadoras. Pero ni siquiera así sos feliz. Trabajás donde
tenes acceso a todos los datos. ¿Quién es el rey?
—¡Basta! Por favor.
—Revisa la entrada Prometeo. Ahí está el comienzo de las respues-
tas.
—Por favor…
—Revisala… —y Wil colgó. Se quedo solo en medio de la lluvia.
Cuando la voz se esfumo y Wil se quedó solo, se sorprendió extra-
ñándola. Pero no podía concentrarse en pensamientos así. Corrió a
su auto y volvió a casa.
Esa noche, en su cama, Wil siguió pensando en la voz. Repasó to-
das las frases que le dijo una docena de veces. ¿Realmente había
contactado con el movimiento revolucionario? ¿Por qué lo habían
buscado a él? Es verdad, él trabajaba para el gobierno, y tenía acce-
so a las computadoras. ¿Acaso podría encontrar el rostro del rey
allí? Pensó tantas veces en la llamada que sintió que estaba repi-
tiendo su conversación con la voz, y empezó a sentirse convencido.
Era verdad… el rey nunca le comunicaba nada al pueblo. Todo era
hecho a través del primer ministro. Quizá si conocieran al rey todo
sería diferente. Su vida sería diferente. Quizá él tenía la manera de
cambiar eso a su alcance. Quizá…
Esa noche Wilhelm no durmió con el brazo extendido, intentan-
do agarrar algo que no estaba ahí. Esa noche lo había encontrado.

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Cuando Wilhelm fue al trabajo al día siguiente no estaba seguro
de qué iba a hacer. Pasó junto al Cazador que vigilaba la entrada,
saludándolo. El rey había dispuesto un Cazador en cada esquina,
siempre armados, siempre preparados para desenfundar sus ar-
mas. Y tenían oportunidad para usarlas todos los días. Los Cazado-
res se ocupaban de reprimir a quienes rompieran la ley: los que
causaban disturbios, protestaban contra el rey, creaban revueltas o
se mataban los unos a los otros. Los Cazadores nunca dejaban de
observar; eran la principal seguridad, pues el gobierno no tenía cá-
maras fuera de los edificios del gobierno. Pero Wil trabajaba para
ellos, y lo conocían. Él tenía paso libre.
Se sentó en su oficina frente a todos sus monitores y encendió los
programas… Desde ahí tenía acceso a toda la base de datos del go-
bierno de la monarquía, a toda la información almacenada en cual-
quier computadora. El rostro del rey debía estar ahí, en algún lado.
Pero probablemente no sería público. Necesitaría una contraseña…
quizá incluso la que había recibido el día anterior. Prometeo. Le ha-
bían dicho que busque esa entrada de datos.
¿Por qué lo hacía? ¿Por qué tipeaba esas palabras en ese momen-
to? Era curiosidad, pero había algo más. El deseo de que no llegase
el momento de volver a casa. De que estar en casa no fuera así. De
que algo cambiase… y eso era lo que le habían prometido.
Wilhelm buscó la entrada Prometeo. La computadora buscó entre
sus miles de registros hasta mostrar el resultado.
—Proyecto Machine… —leyó Wilhelm. La computadora frente a
él mostraba un viejo archivo, un informe sobre uno de los proyectos
financiados por el gobierno, como La Red.
Las Machine eran una serie de máquinas androide que se habían
empezado a fabricar en el Siglo XX. Buscaban acercarse a los huma-
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nos tanto como fuera posible… Wilhelm leía por arriba, preguntán-
dose cuál era la relación entre un invento de hace doscientos años y
el rey… Las Machine habían pasado por distintas versiones de mo-
delo: Las Sixth Machine, las Seventh Machine, las Eighth Machine…
Pero no había mucha información. Gran parte se había perdido du-
rante la Segunda Edad Media. El proyecto parecía descontinuado,
pero al parecer había sido retomado por el país cuando surgió la
monarquía. Había sido reabierto y habían empezado a fabricar nue-
vos modelos a cargo del científico Werner Bosch.
Cuando Wil intentó abrir el archivo del proyecto actual se topó
con una barrera. El archivo era confidencial, y requería una contra-
seña especial. “Prometeo” no servía. Era un punto muerto, pero esto
mismo fue lo que despertó el interés de Wilhelm. ¿Por qué estaban
escondiendo los archivos del desarrollo de unos simples robots?
¿Por qué le habían pasado esa entrada…? Wil sentía que estaba al
borde de algo muy grande, más grande que su pequeño cuarto y su
pequeña cama. Quizá algo que por fin le permitiría escapar. Sin sa-
ber muy bien por qué, Wilhelm anotó todo lo que pudo sobre la en-
trada Prometeo. Quizá eso era lo que la voz quería que haga.
Sin embargo, ese día no hubo ningún mensaje nuevo en su
computadora. Ni el siguiente. Los días empezaron a pasar, y empezó
a volver ese hormigueo en su piel al llegar a su departamento; ese
peso en sus hombros. Esa falta de oxígeno.
Al llegar a casa un viernes, Wilhelm se dejó arrastrar hasta el
suelo y se sintió al borde de su límite. Los fines de semana siempre
eran terribles. No quería pasar dos días seguidos encerrado ahí,
encerrado con esa presencia. La única presencia con la que no podía
soportar estar: él mismo.
Sacó su celular y revisó los mensajes; había una docena de publi-
cidad, pero algunos eran de Rald. El buen Rald. Siempre insistía en

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juntarse, en revisar cómo estaba Wil. Wil quería hacerle caso, pero
no podía. No podía soportar estar frente a otra persona, que la per-
sona le hable y espere una respuesta rápidamente. Una respuesta
real. Eso era más doloroso que simplemente enfrentar la soledad de
su cuarto. Rald le recordaba cuan diferente era Wil, la gran brecha
entre él y la gente normal. Podía olvidarlo cuando pasaba tanto
tiempo solo, pero Rald le recordaba qué tan perdido estaba. El de-
partamento de Wil era predecible; sabía cómo lo iba a lastimar.
Rald podía hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa. Así que Wil
iba a apretar los dientes, cerrar los puños y aguantar su cuarto. Para
así el lunes revisar si había llegado algún mensaje nuevo a la
computadora.
Pero no fue así. Y así termino septiembre.

En octubre llegó el momento de reiniciar todos los sistemas para


ajustarlos a La Red otra vez. Un par de horas después, cuando
Wilhelm encendió su computadora, la lapicera que estaba sujetando
se le cayó de las manos.
Tenía un nuevo mensaje anónimo.
Por fin había llegado. Cuando pulsó “leer”, ya podía recordar la
voz de la mujer otra vez, hablándole por el teléfono. Para ese enton-
ces ya no recordaba la voz real de la mujer —que estaba cubierta

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por la lluvia, para empezar—, por lo que la voz en su cabeza era aun
más dulce.
“Muchos soldados murieron para conseguir esa contraseña”, em-
pezaba el mensaje. “Debe indicar algo crucial, algo que el gobierno
quiere esconder.
Solo necesitamos alguien de adentro, alguien dispuesto a introdu-
cir el código y ver qué incluye.
Buen trabajo.”
Buen trabajo. Wil releyó el mensaje varias veces. Sentía un to-
rrente de orgullo. Estaba recibiendo un cumplido de alguien que no
buscaba venderle nada, que no le pedía que probase nada, que ni
siquiera le entregaba alguna forma de responder. El mensaje era
completamente anónimo. Ni siquiera tenía manera de entregarles lo
que había descubierto.
Wil estaba cubierto de energía. De repente parecía tener una me-
ta, un objetivo: descubrir cuál era la importancia del proyecto Ma-
chine. Llegar hasta el final.
La persona que debía saberlo era Werner Bosch, el director del
proyecto. No debía ser un problema encontrarlo. Ahí en el ministe-
rio de tecnología tenía acceso a la información de todas las perso-
nas en la ciudad, todos sus datos y direcciones. Solo le tomó unos
minutos buscar su nombre y anotar su dirección. Ahora tenía algo
para hacer en su siguiente día libre, lejos de su departamento. Wil
sentía una palpitación en su pecho, una emoción. El sentimiento de
tener una dirección fija después de mucho tiempo.
Ese fin de semana Wilhelm se preparo para salir. Reviso las noti-
cias: habían nuevos disturbios cerca de las zonas gubernamentales,
y los Cazas habían tenido que ir a ejercer control de nuevo. Los ma-
nifestantes usaban bombas de gas, pero los trajes de los Cazas ve-
nían con mascaras de gas que filtraban todo y les permitían apuntar

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y disparar sin problemas. No pasaban cerca de la residencia a la que
tenía que ir, así que Wil no le dedicó más pensamientos.
La residencia de Werner Bosch era amplia y costosa, aunque su
archivo reportaba que vivía solo. Ser científico director debía pagar
bien. Wil tocó timbre y fue atendido por un hombre anciano, pulcro,
de pelo blanco.
—¿Werner Bosch? Trabajo para el ministerio de tecnología —
saludó Wil—. Quería hacerle algunas preguntas para completar
nuestro archivo del Proyecto Machine.
—Ah, sí, pasá, pasá —dijo Werner. Se veía afable, pero cansado,
aplastado por su edad.
Su casa era blanca, luminosa, con techos demasiado altos y de-
masiados espacios vacios. Era la casa de alguien que tenía dinero
que no sabía usar, que nunca había necesitado. Wil notó que era
una casa vacía, además. Un mausoleo demasiado grande para una
sola persona. En cierta manera le recordaba a su departamento. Dos
caras de una misma moneda.
Werner lo guió hasta un living donde se sentaron en grandes si-
llones uno frente al otro. Werner no pareció querer explicaciones;
hacía tiempo que ansiaba hablarle a alguien de su proyecto, de su
orgullo.
—Ha estado clasificado por tanto tiempo… Es bueno saber que
los de Tecnología están abriéndose y haciendo que nuestras ramas
colaboren.
Wilhelm tosió.
—Gran parte de la información está en nuestras computadoras,
pero hasta lo más básico que pueda decirnos sirve —dijo
Wilhelm—. Empiece por el principio.
—Bien… No sabemos quien fundó el proyecto, hace generaciones
—empezó Werner—. El proyecto había sido abandonado durante la

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Segunda Edad Media… en medio de toda la destrucción de ese en-
tonces, de toda la tecnología perdiéndose… La división ingeniera
nunca había escuchado de él hasta que el rey nos lo propuso.
—¿El rey?
—Sí, el mismo —sonrió Werner. Parecía muy complacido consi-
go mismo—. Él fue quien planteó retomar el proyecto. Me interesó
de inmediato… Al parecer las Machine eran un intento de combinar
lo biológico y lo mecánico, de extender la duración de su funciona-
miento. Querían crear algo que pudiese confundir a la gente y ha-
cerse pasar por humanos… una nueva raza. Querían conseguir vida
eterna. —Wilhelm levantó una ceja—. Era una idea ambiciosa, sin
lugar a dudas. Y con mi edad… Eso tenía mucho atractivo.
—Y el rey, entonces… Volvamos al rey —dijo Wil—. ¿Cuál era su
participación?
—Oh, él supervisaba cada paso. Empezamos a fabricar nuevos
modelos, y todos tenían que ser aprobados por él… Aunque nunca
lo veíamos en persona, claro. Escuchá, ¿estás seguro de que los de
Tecnología tienen el acceso para saber sobre esto? Todos firmamos
contratos de confidencialidad al empezar, y el hecho de que partici-
pe el rey… Siempre me preocupó que un día vaya a sufrir represa-
lias por lo que hicimos…
—¿Qué hicieron?
—Es terrible, terrible… Nosotros y nuestras Machine permitie-
ron que el rey hiciera lo que quisiera. Siempre temí que sufriéramos
consecuencias. Vivo esperándolo… quizá deseándolo. Quizá es lo
que merecemos.
—Señor, ¿qué son las Machine? —preguntó Wil.
—Son… —y Werner se quedó callado.
—¿Señor?

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Wilhelm se quedó viéndolo unos momentos. Entonces, lentamen-
te, espuma empezó a salir por la boca del anciano. Estaba sin mo-
verse, tieso. Sus pupilas no se cerraban. Wil se acercó para sacudir-
lo, y Werner cayó hacia atrás, un peso muerto. Temblando, Wil puso
una mano en su pecho, y sintió la falta de pulso. Estaba muerto.
Wilhelm palideció y empezó a transpirar. Miro hacia todos lados,
reviso por los techos y al final encontró cámaras. ¿Los estaban es-
cuchando? Aterrado, salió corriendo de la casa, sin llamar a la poli-
cía. Se subió en su auto y huyo de ahí.
Los estaban escuchando. Werner había hablado más de la cuenta,
y ahora estaba muerto. ¿Acaso lo había matado él? Lo había enga-
ñado para que hablase sobre un proyecto confidencial. Hizo memo-
ria, y creyó nunca haber dicho su nombre. Condujo hasta el centro,
donde la concentración de gente dificultaba avanzar con el auto. Los
gases de los negocios creaban una niebla que lo cubría todo, y las
voces de la gente tapaban todos sus pensamientos. Bien. Eso era lo
que necesitaba. No quería pensar sobre lo que acababa de ver, so-
bre ese… cadáver. Se había metido en el asunto demasiado profun-
do.
Pero no tuvo mucho tiempo adentro de su cabeza. Alguien empe-
zó a repiquetear en el vidrio de su auto, llamando su atención. Un
vendedor con la cara pintada de blanco señalaba hacia bolsas de
comida, intentando ofrecer sus productos. Apretaba su cara contra
el vidrio y gritaba los precios, pero Wil ni siquiera lograba entender
lo que decía. Solo podía concentrarse en la escupida que estaba de-
jando en su vidrio. Sin embargo, eso era lo que necesitaba para des-
pertar de su trance. Wil encendió el auto, ignoró al vendedor y salió
de allí.
Ese día fue distinto a todos los demás. Cuando llegó a su depar-
tamento, Wil no sintió la opresión, sino alivio. El gris de las paredes.

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La humedad del techo. Las paredes que se cerraban sobre uno. To-
do eso era familiar, y confortante. Eran la normalidad del pasado,
antes de haber recibido ese mensaje en septiembre. Llegar a casa le
permitió calmarse, organizar sus pensamientos. Quizá las cosas no
eran tan malas. Había ganado nueva información. Nos sabía a qué
apuntaba, no sabía cómo unirla o adonde ir de ahí… Necesitaba
nuevas indicaciones. Necesitaba esperar al reinicio del sistema del
mes siguiente.

Para ese entonces ya lo había entendido. Los mensajes aparecían


cada vez que reiniciaban los sistemas en el ministerio; cuando la
seguridad se desactivaba, y era posible deslizar un mensaje en el
sistema sin que fuera detectado. Solo tenía que esperar a Noviem-
bre.
El problema es que ahora tenía algo adentro, muy adentro suyo
que necesitaba sacar. Había visto a un hombre morir. Necesitaba
contar lo que había averiguado, recibir nuevas instrucciones. Nece-
sitaba que lo saquen de esa incertidumbre. Necesitaba escapar de
su cabeza. Lo veía en la televisión, lo veía en los demás… todos eran
parte de un grupo, todos estaban conectados. Pertenecían. Pero él
solo pertenecía a una voz en el teléfono. Esa voz femenina bajo la
lluvia. Cuando hablaba, cuando contaba su historia en su departa-
mento, no había nadie allí. La voz solo rebotaba en las paredes y
volvía a él, volvía a estar encerrada.
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El deseo empezó a devorar su tolerancia, a hacerlo cada vez más
débil. Hasta que no pudo más y sacó su celular, y buscó el numero
de Rald. Rald lo consideraba un amigo, insistía en que se juntasen.
Wilhelm no odiaba a Rald, pero estar con él era como sumergirse
bajo el agua. Debía aguantar la respiración para hacerlo, y no podía
durar mucho. Mientras más durara, más agotado iba a estar. Pero
ignoró su cerebro esta vez, mientras respondía el mensaje de Rald:
actuó por puro instinto.
Se encontraron esa misma tarde. Wilhelm llegó primero, lo que
no fue bueno para sus nervios: empezó a mirar a todas las personas
que pasaban, revisando si eran Rald, quizá temiéndolo. Las multitu-
des cubrían ambos lados de la calle, por lo que podía estar detrás de
cualquier silueta. De pronto, una mano se apoyó en la espalda de
Wil, que se dio vuelta con un sudor frio. Rald lo saludó. Se veía igual
que siempre, pero Wil no pudo verlo directamente. Era incapaz de
enfrentarse a sus ojos.
Empezaron a caminar sin rumbo, con Rald haciendo casi toda la
charla; le contaba cómo le había ido, el éxito que estaba teniendo en
su restaurante. De a poco, Wil se fue calmando. Había algo tranqui-
lizante en el ritmo de las palabras de Rald. El ruido de la muche-
dumbre cubría los silencios incómodos, y el caminar hacia que pu-
diese centrar la vista hacia adelante, sin mirar a nada.
—¿Y a vos como te va? —preguntó Rald. Wil lo pensó unos mo-
mentos.
Empezó a hablar despacio. Primero balbuceó cosas sobre el tra-
bajo; sobre el proyecto de La Red; cosas sin importancia. Pero de a
poco empezó a cambiar de tema. Sin saber realmente por qué, em-
pezó a hablar de septiembre: mencionó haber recibido un mensaje
extraño; que le habían ofrecido mejorar su vida. Al principio parecía
publicidad, o un culto, pero luego se vio como algo real.

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—La verdad es que el rey controla nuestras vidas, pero no sabe-
mos nada de él —dijo Wil—. ¿Nunca te lo preguntaste?
—El rey… —murmuró Rald—. Todas las decisiones las toma el
primer ministro, así que a veces me pregunté si de verdad había un
rey…
—Exacto —dijo Wil. Su transpiración se estaba acumulando. Sus
manos temblaban—. Desde que se metió en la cabeza no puedo sa-
cármelo. De verdad necesito averiguar quién es el rey. Las compu-
tadoras en mi trabajo me ayudan mucho…
Rald rió.
—No sé si va a ser posible, ¿no? —dijo—. Pero es una buena idea.
Wil se dio cuenta de que estaba enfermo. Abrir la boca había he-
cho que volviera el hormigueó. Volvieran las nauseas. Seguía sin
poder mirar a Rald en la cara.
Tras unos minutos, incluso caminar parecía un esfuerzo increí-
ble. No podía dar un paso más, pero seguía haciéndolo. Al final tuvo
que decirle a Rald que se detuvieran, y que lo disculpara, pero tenía
que volver a casa. Tenía cosas que hacer y cosas así…
Rald no tuvo problema. Le dijo algo de despedida, pero Wil no
pudo escucharlo. Ya estaba metiéndose entre la gente, desapare-
ciendo entre la niebla. La turbulencia de la calle que era su familia-
ridad. Wil pudo salir del agua y tomar una bocanada de aire.

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Wil intentó no pensar en su salida con Rald; era demasiado hu-
millante. Todos sus temores que le hacían no aceptar se habían
probado ciertos. Él era su mayor vergüenza, lo que más quería es-
conder. Intentar cambiar al rey, ir contra la monarquía y arriesgar
ser arrestado se veían como una nimiedad comparados a su odio
por sí mismo. Ir a la calle y exponer a todos a su aspecto físico era
un crimen mucho más grande.
De pronto, se le ocurrió que no sabía nada de Rald. No conocía
sus intereses, ningún rasgo suyo, su personalidad; durante toda la
salida no fue capaz de mirarlo, de tratar de entenderlo. En realidad
no lo conocía. Solo sabía que era uno de “ellos”, de los otros, los
normales. Wil se concentró en su trabajo, en perderse en las
computadoras, en entenderlas mejor para poder usarlas cuando
fuera necesario para su verdadera tarea.
El proyecto de La Red estaba teniendo grandes progresos. El go-
bierno siempre había podido interconectar sus terminales y enviar
información simbióticamente entre ellas; pero eso siempre había
sido así; era un remanente de la tecnología antes de la Segunda
Edad Media. No podía entenderlo, no podían replicarlo. Si lograban
extender la conexión fuera de los grandes edificios, el alcance del
gobierno sería mucho más grande. Todo el ministerio estaba traba-
jando en conjunto para llegar a presentarlo en la Conferencia de
Tecnología del año entrante.
Pasaron los días, y las semanas, y se hizo noviembre. Pronto ten-
drían que reiniciar los sistemas otra vez. Wilhelm no podía esperar.
La orden no tardó en llegar, y Wil apagó su sistema; y cuando lo
encendió, había un mensaje nuevo en su pantalla. Era corto y conci-
so, pero distinto a los anteriores.
“¿Progresos?
190.174.70.170.”

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Wil lo entendió de inmediato. Su relación había alcanzado un
nuevo nivel. Le habían dado una dirección de ordenador que podía
usar para enviarles mensajes directamente; ahora podía haber co-
municación entre ellos. Había logrado que confíen en él.
Sin perder tiempo, Wil accedió a la dirección y envió un informe
de todo lo que había descubierto: Los contenidos del archivo Pro-
meteo, su entrevista con Werner Bosch. La muerte súbita que había
atestiguado. Por fin podía decírselo a alguien. Por fin podía compar-
tir su peso.
No llegó una respuesta de inmediato; tampoco en la siguiente
hora. Wil empezó a preocuparse, a temer que había malinterpreta-
do el mensaje y tendría que esperar hasta el próximo reinicio para
continuar la conversación. Se hicieron las siete. Wil estaba prepa-
rándose para irse cuando su computadora hizo sonar un aviso: ha-
bía recibido un nuevo mensaje. Corrió a abrirlo con su corazón pal-
pitando, y era lo que esperaba. Otro mensaje de la fuente misterio-
sa. Otra vez, era corto, poniendo solo una dirección y una fecha. Un
edificio del barrio de Neukolln, dentro de una semana, al anochecer.
Una cita. Esta vez era diferente a la dirección que le había pasado
antes, que solo llevó a una llamada telefónica; esta vez habían mu-
chos días para preparase. Iba a ser un encuentro físico.
Wilhelm soltó el aire que había estado aguantando toda la jorna-
da. Por fin había recuperado una meta. Volvió a empezar su vaivén
emocional: ahora estar en el departamento no lo afectaba, no lo no-
taba; era una simple espera antes de algo bueno. Los días pasaron
mientras esperaba pacientemente, tachando las fechas en el alma-
naque de su celular.
Finalmente volvió a llegar el lunes, el día del encuentro. Ya había
revisado el terreno donde se encontrarían durante la semana: era
un edificio abandonado en medio de un barrio bajo, donde los indi-

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gentes solían ocupar todos los edificios, viviendo apretados en cada
piso que podían encontrar. Se veía como un lugar apropiado para
los que querían ir contra el rey.
Wilhelm pasó por su jornada laboral torpe, nervioso, intentando
actuar como si todo fuera normal y fallando por esa misma razón: lo
estaba intentando en lugar de simplemente haciéndolo. Pero nadie
dijo nada, y la mayoría de las horas las paso aislado en su oficina,
hasta que llegaron las ocho. La reunión era a las nueve.
Wil despidió al Caza que vigilaba la puerta y salió a la calle, respi-
rando motas blancas en el frio. Se subió a su auto y condujo direc-
tamente a la dirección. Su mente estaba clara. Su pulso estaba tran-
quilo.
Llegó al edificio acordado con diez minutos de antelación. Esperó
pacientemente bajo el cielo blanco, mirando como los edificios se
desarmaban a medida que se elevaban por los cielos; la mayoría de
las construcciones habían sido interrumpidas, o destruidas en dis-
turbios. Una ciudad en ruinas. Personas en ruinas, teniendo que
encontrarse clandestinamente para evitar ser silenciados… Así eran
las cosas. La palabra “injusticia” no cruzó la mente de Wilhelm. La
monarquía había durado más de noventa años, desde antes que Wil
naciera. Así eran las cosas.
Su celular hizo sonar la alarma. Era la hora. Wil tocó la puerta y
esperó.
—¿Quién es? —dijo una voz masculina.
—“Prometeo” —dijo Wil.
Pasó un momento y lo dejaron pasar. El cuarto era la recepción
de un antiguo hotel, abandonado hace mucho; cuatro pilares rodea-
ban una habitación con un sillón gris. Por la izquierda, una escalera.
Pero no podía llegar hasta ella; el camino estaba bloqueado por dos
hombres; todo el cuarto estaba repleto de personas, todas mirando

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a Wil. Llevaban ropas rotas y desajustadas; ropas de barrio bajo.
Sentada sobre el sillón había una mujer. Se paró y lo saludó.
—Bienvenido, Wilhelm. Estamos muy impresionados con todo lo
que hiciste.
Reconoció la voz de inmediato. Era la voz del teléfono, la voz que
le preguntó si quería ser feliz. Wil sonrió y se relajo, a pesar de que
muchos de los hombres llevaban armas.
—Este es el movimiento de revolución, ¿no? —preguntó.
—Así es —dijo la mujer—. Cuando conseguimos la información
sobre la entrada Prometeo, supimos que necesitábamos alguien de
adentro… Alguien que pudiese buscar la entrada. Alguien que estu-
viese dispuesto, que necesitara el cambio.
—Así que me encontraron.
—Pero no solo a vos. En realidad descubrimos que nadie está
contento con el imperio; todos quieren un cambio.
—¿Dentro del ministerio de tecnología? ¿Están seguros…? —Wil
estaba confundido. Nadie en el ministerio era como él.
—El rey afecta a todos. A los millones de ciudadanos… Todas
nuestras vidas son afectadas porque se niega a tomar control de su
país. Porque vive recluido, entre sombras, dejándole todo el reinado
al primer ministro.
—¿Quieren que el rey vuelva? —preguntó Wil.
—No. Queremos terminar con la monarquía. Wilhelm, me llamó
Lorna; queremos empezar a formar una relación de confianza con
vos…
Wil la miró de pies a cabeza, sin prestar demasiada atención a lo
que decía. No era como la había imaginado, pero aun así era hermo-
sa. Podía ver que llevaba una pistola en la cintura. El objeto se le
antojaba sucio y oscuro, como si arruinara la pintura que era Lorna.
El arma le daba realidad al cuarto; le decía que realmente estaba

22
frente a la fuente de las luces que miraba desde su departamento.
Las luces de los disturbios, de las armas siendo disparadas, de los
cadáveres que dejaban los Cazadores a su paso. Esa gente que
siempre considero que no tenían oportunidad. Pero ahora veía que
eran reales, que no eran solo parte del decorado de la ciudad. Se
preguntó si le darían un arma. Nunca podría disparar una…
En ese momento, sus fantasías terminaron. Tocaron a la puerta.
Todos levantaron las armas, posicionándose alrededor de los pila-
res.
—¿Están esperando a alguien? —balbuceó Wil.
Lorna se acercó a la puerta y apoyó la cabeza para escuchar. Es-
cuchaba motores. Varios vehículos.
—¿Sí? —preguntó—. Este edificio está ocupado.
—Disculpen… vengo a ver a un amigo —dijo una voz del otro la-
do.
—¿Quién es?
—Rald Heisenberg.
—¿Quién?
Pero Wil lo reconoció. Rald. Rald estaba del otro lado. Y entonces
entendió. Sonó un golpe, y la puerta recibió una quebradura. Sonó
otro golpe: estaban golpeando con un hacha, intentando abrirla a la
fuerza. Todos en el interior apuntaron sus armas. Lorna miró a Wil,
incrédula.
—¿Qué es esto? ¿Te siguieron?
—No —balbuceó Wil, paralizado—. Es que…
De pronto, la puerta estalló en mil fragmentos. Rald estaba del
otro lado, con varios camiones de la policía por detrás. Wil solo pu-
do mirarlo por un instante antes de que aparecieran varios Cazas y
corrieran adentro. Wil no quería aceptarlo, pero cuando escuchó el
sonido de las balas tuvo que aceptar la verdad.

23
Habían intervenido su computadora. Le había dicho a Rald sobre
el rey, y este había denunciado a Wil y había intervenido su compu-
tadora. Habían leído sus mensajes con el movimiento y lo habían
seguido.
Los Cazas mataron a tres personas junto a Wil con su primera rá-
faga. Lorna miró a Wil y luego una bala perforó su cuello y la derri-
bó al suelo. Cuando los revolucionarios empezaron a devolver el
fuego, Wil reaccionó y se tiró al suelo. Se arrastró hasta un pilar, y
se acurrucó mientras los Cazas se abrían paso adentro. Sus chalecos
les permitían recibir las balas y avanzar, pero tres personas empe-
zaron a dispararle a uno a la vez hasta que su armadura cedió y su
sangre cubrió toda la pared. Había gritos, pero las explosiones de
las armas no permitían oír nada. Polvo caía del techo, y parecía que
todo el cuarto estuviera temblando. Wil no podía confiar en sus sen-
tidos. Había veinte personas en el cuarto, pero solo tomó un escua-
drón de Cazas, media docena, para limpiar el lugar. Hubo tres bajas
entre los Cazas. Al final, el eco de las balas pareció persistir por mu-
cho tiempo.
Unos oficiales entraron y subieron las escaleras para revisar el
resto del edificio. Dos hombres agarraron a Wil de los brazos y lo
hicieron caminar hacia la salida. Cuando estaban cerca de la puerta,
Wil los detuvo y miró hacia el Cazador muerto. Esperaba ver sus
órganos cubriendo la pared, pero miro hacia el cadáver y no había
nada de eso. Lentamente, bajó la cabeza al agujero en su estomago…
y no tenía carne adentro. Tenía cables y circuitos. De pronto, los
oficiales volvieron a levantarlo de las manos y lo llevaron afuera.
Cuando lo soltaron cayó a la calle frente a Rald.
—Disculpá, amigo —dijo este.
—Entiendo —susurró Wil, sin mirarlo. No quería que le pusieran
una bala a él también.

24
—Tranquilo. Me dijeron que te van a dejar ir, ¿sabés? Necesitan
que te sigas conectando a tu computadora en caso de que otros te
intenten contactar. Sos muy útil para rastrearlos.
—Entiendo —dijo Wil. Rald se arrodilló y se puso junto a Wil,
palmeándole la cara.
—Tranquilo… tranquilo. Me preocupé mucho cuando me dijiste
que te estabas metiendo en esto… Quería ayudarte. Te cubrí cuando
hice mi denuncia; explique que eras un inocente al que estaban ma-
nipulando.
—Gracias —dijo Wil, sin poder mirarlo. Como siempre que la
realidad se hacía demasiado para él, no le prestaba mucha atención
a lo que estaba pasando; prefería pensar sobre el Cazador que había
visto.
Unos doctores hicieron a Wil sentarse en una camioneta y lo re-
visaron, mientras más hombres iban y venían del edificio. La calle
estaba repleta de coches y agentes del gobierno. Cuando termina-
ron de revisarlo, ya estaba libre de irse a casa.
—¿Querés que te lleve? —preguntó Rald.
—No, gracias —respondió Wil—. Quiero caminar. ¿Pueden lle-
varse mi auto?
—Sí, claro… —empezó a decir Rald, pero Wil ya se había dado
vuelta y se iba. Caminó hasta que no podía escuchar más a los agen-
tes, y hasta que el edificio desapareció de la vista, y quería caminar
hasta olvidar a Rald. Olvidar la cara de Lorna cuando le dispararon.
Y quería pensar en el Cazador. Era mecánico por dentro… eso so-
lo le decía una cosa. Los Cazadores eran la serie Machine. Maquinas
que combinaban lo biológico con lo tecnológico, que podían hacerse
pasar por personas… que eran producidas en serie, una igual que la
otra. Ordenadas por el rey para que custodiasen toda la ciudad, pa-

25
ra que se asegurasen de que la monarquía durase para siempre.
Para que nada cambiara.
Pero Wil quería cambio. Lo necesitaba. Su deseo no iba a termi-
nar ahí. Su celular empezó a sonar, y vio que era Rald; pero no res-
pondió. Nunca más contestaría a esa persona.

Wil creía que dependía de Lorna y del movimiento; que no podía


hacer nada hasta recibir sus mensajes cada mes, sus instrucciones,
diciéndole cual era el siguiente paso. Había pasado los meses ante-
riores en espera, pasivo, para ellos.
Pero no era así. Todos los descubrimientos los había hecho él so-
lo; había entrevistado a Werner Bosch por iniciativa propia. Lorna
se había ido. Por más que el movimiento siguiera existiendo, Wil no
creía que fuera a recibir otro mensaje. Pero eso no significaba que
Wil tuviera que quedarse de brazos cruzados, darse por vencido.
Le habían dado una semana libre del trabajo, pero Wil no la
aceptó. Necesitaba trabajar para evitar pensar en el cuello de Lor-
na… en la sangre. Necesitaba mantenerse alejado de su departa-
mento. Cuando cerraba los ojos todavía veía los flashes de las armas
disparando. Todavía oía los disparos. Se había bañado varias veces,
pero su cuerpo continuaba sintiéndose sucio. Su ser estaba sucio.
Cuando Wil llegó al ministerio tuvo un escalofrío al ver al Caza
custodiando la entrada. No había lugar donde no vieses uno. No
podías escapar de su mirada. Cuando registró su llegada, nadie le-
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vantó la vista. No habían sido informados del tiroteo; revoluciona-
rios y alborotadores morían todos los días.
Wil se metió en su oficina y encendió las computadoras. Empezó
a hacer su trabajo, a analizar los datos entrantes, pero en su mente
solo podía pensar en los Cazadores. No duró mucho antes de cortar
la transmisión de datos y abrir el buscador. Buscó el archivo de los
Caza.
No decía mucho; al menos no mucha información real. “Fuerzas
de seguridad… control de multitudes. Reclutados de todo el país…”
Sí, claro. Pero eso era lo que le interesaba a Wil. El archivo listaba
varios centros de entrenamiento para los reclutas, pero sí Wil esta-
ba en lo cierto, los Cazadores solo eran construidos y programados.
No necesitaban entrenamiento. Esos centros debían ser algo más…
las fábricas. Debían construirlos en algún lado.
Cuando terminó su jornada, Wil se subió a su auto y lo puso en
marcha. Empezó a andar en dirección a los límites de la ciudad. Los
edificios empezaron a decrecer. Aparecieron espacios abiertos, y
Wil pudo ver directamente al cielo, cosa que no hacia hace mucho.
Era de un negro puro. Wil condujo por un par de horas hasta llegar
al edificio que buscaba, un cuadrado gris sin ventanas. Ese era el
lugar. Wil tocó el timbre. Tras unos momentos, se abrió la puerta y
apareció un hombre con traje.
—¿Sí? Este lugar no está abierto al público —dijo.
—Vengo de parte del ministerio de tecnología —dijo Wil, mos-
trando su tarjeta—. Nos enteramos del fallecimiento del profesor
Werner y creímos que ameritaba comprobar que el archivo del
Proyecto Prometeo estuviera al día. —En la cara del otro hombre
pareció haber un entendimiento—. Estoy en el lugar correcto para
la serie Machine, ¿no?
—Ah, sí, sí —dijo el hombre, sonriendo—. Disculpe. Pasé por acá.

27
El hombre llevó a Wil por un pasillo estrecho; todo el edificio
emanaba calor, y estaba iluminado por luces rojas.
—Leí en su credencial que usted es procesador de datos… ¿no?
—dijo el hombre. Wil asintió—. Entonces seguramente va a querer
ver las computadoras. Venga por acá.
—¿Este es el lugar donde construyen los Cazas? —preguntó Wil.
—Oh, no. Acá solo recibimos el Thrombozyten y los distribuimos
a las otras fábricas.
—¿Qué es eso?
—¿No está en su archivo? Es una enzima, la chispa que hace fun-
cionar a las Machine. Nunca podríamos haber comenzado la pro-
ducción sin ella.
—Nunca había escuchado de ella —dijo Wil—. ¿Qué es?
—No soy un científico… solo soy un trabajador. Nosotros no la
producimos. Nos llega desde más arriba.
Wil dejo de caminar. El hombre se dio vuelta, extrañado.
—¿La envía el rey? —dijo Wil. El hombre perdió su sonrisa.
—Ey, no hago tantas preguntas. Solamente nos llega, y nosotros
la hacemos encajar. No es un buen trabajo para hacer preguntas.
—Sí, claro… entiendo.
Caminaron un poco más hasta pasar a otro cuarto. Era parecido a
la oficina de Wil, con una gran pantalla conectada a la pared, y mu-
chos monitores a su alrededor. Un teclado lo controlaba todo. La
sala de computadoras.
—Acá estamos —dijo el hombre—. Acá debería poder completar
sus archivos.
—Gracias —dijo Wil—. ¿Podría trabajar solo?
El hombre asintió y abandonó la sala. Wil se sentó y accedió a la
base de datos. Frente a él había una infinidad de información; el
proyecto tenía décadas de antigüedad. Necesitaba organizarlo. Pri-

28
mero lo organizó por fechas, pero aún era demasiado. Entonces lo
organizó por prioridad. Buscó la prioridad uno: necesitaba saber
que tenía que ver el rey con el proyecto. Adentro había varios ar-
chivos de video titulados “Revisión de modelo”. Sus fechas variaban
por años: eran los exámenes de calidad de cada nueva versión de
las Machine. Pero estaban en la prioridad uno. Con el corazón palpi-
tante, Wilhelm se preguntó si el rey mismo estaría presente durante
las revisiones de modelo.
Pero abrió el más reciente, y se encontró con una pantalla negra.
Se escuchaba estática, y por detrás empezó a escucharse una voz:
—Grabando… Revisión de modelo trece punto tres punto uno… Fe-
cha 25 de marzo de 2045. Todos de pie para recibir a su majestad.
Wil no podía estar seguro, pero parecía la voz de Werner Bosch.
Se escucharon pasos: el rey debía haber entrado en escena. Pero el
video estaba cortado. No podía verse nada.
—Gracias. Gracias a todos por su trabajo —dijo una voz. Era jo-
ven; muy joven. ¿Ese era el rey?—. Estoy muy orgulloso de todos sus
progresos. Primero vamos a comprobar la dureza de la aleación con-
tra las perforaciones… Luego vamos a abrir el modelo y revisar los
circuitos internos…
Wil sacó el archivo y abrió uno tres años atrás. Tampoco había
video; solo audio.
—Fecha 2042… Todos de pie para recibir a su majestad…
—Gracias a todos por su trabajo —decía la voz. La misma voz jo-
ven—. Primero vamos a revisar las nuevas medidas…
No podía averiguar nada sin video. Pero la voz lo extrañaba.
Abrió un archivo de dos décadas atrás:
—Gracias a todos por su trabajo…
La misma voz joven. Abrió un archivo de hacía tres décadas.
—Gracias a todos…

29
Abrió un archivo de hacía cuatro décadas.
—Gracias.
Había llegado cerca; muy cerca. Hacía unos meses estaba ence-
rrado en la rutina de su departamento, y ahora estaba viendo un
archivo donde hablaban con el rey. Pero no estaba la suficientemen-
te cerca. No podía verlo. Los archivos no servían.
Wil cerró la carpeta y buscó “Thrombozyten”. Se abrió una lista
de archivos. Abrió “ubicación”. Se abrió un mapa de la ciudad. En él
había varios puntos marcados, miles por toda la ciudad. Todo el
Thrombozyten que había en la ciudad. Pero, ¿Cuál era la fuente? Si
era el elemento más importante de los Machine, si podía identificar
de donde lo enviaban quizá eso lo llevase al rey.
Buscó “Cazadores.” Se abrió un perfil: “Modelo Masse Machine,
versión 13.3.1.” Investigó un poco, y encontró lo que buscaba. Ubica-
ción. Se abrió un segundo mapa con varios puntos marcados: todos
los Caza de la ciudad. Ya casi lo tenía. Tomó ambos mapas y los
unió, superponiéndolos; como todos los Caza tenían Thrombozyten
adentro, todos los puntos marcados coincidían entre sí. Todos ex-
cepto dos.
—Perfecto —susurró Wil.
El primer punto sin Machines era el lugar donde estaba Wil; el
almacén de Thrombozyten. Tenía sentido. Entonces, el segundo
punto debía ser la fuente. Thrombozyten puro, antes de ser inserta-
do en un Cazador.
Solo había un problema; estaba en los barrios bajos. El rey no
podía estar ahí, ¿no? Wil memorizó la dirección y cerró todos los
archivos. Salió del cuarto y se encontró con el hombre de antes. Di-
ciéndole que ya estaba todo solucionado, lo acompañaron hasta la
salida. Wil se subió a su auto y se fue. Si no hubieran sido pasadas la
medianoche, Wil hubiera ido a la dirección en ese mismo momento.

30
Sentía que estaba muy cerca de la verdad. Desde que Lorna había
muerto Wilhelm se preguntaba si había sido su culpa. Ellos sabían
los riesgos de contactar a alguien que trabajaba adentro del go-
bierno; ellos mismos dijeron que esa había sido la razón por la que
lo habían contactado. Pero ahora estaban todos muertos. Por mo-
mentos Wil se había preguntado si traía mala suerte con él, si era un
mal presagio, si es que no era la persona correcta para averiguar
nada. Pero esa noche había sido un éxito. Tenía que confiar en que
tenía la posibilidad.

Al día siguiente faltó al trabajo. Se subió a su auto y se dirigió di-


rectamente hacia la zona baja, deseoso de encontrar la fuente del
Thrombozyten. Condujo por horas bajo un cielo blanco, sin sol. Do-
blaba las calles sin hesitar; recordaba la dirección como si la tuviera
anotada. Siempre había sido bueno memorizando; lo consideraba
su único buen atributo.
Sin embargo, cuando llegó a su destino tuvo que dudarlo: era una
pequeña casa de barro. El Thrombozyten no podía venir de ahí. Pa-
ra aprovechar su viaje, se bajó y tocó la puerta. Le abrió un joven
unos cuantos años menor que Wil, vestido con harapos blancos. Tan
pronto abrió Wil pudo sentir el polvo y la antigüedad de adentro.
—¿Sí? —dijo el hombre, sonriente.
31
—Hola, disculpe… Soy del ministerio de tecnología —saludó
Wil—. ¿Por casualidad tiene algún Cazador por estas partes?
—¿Eh…? No, me temo que no.
—¿Qué hay de su tecnología? ¿Qué aparatos tiene?
—No muchos… Vivo entre libros, más que nada. Mire, pase.
Wilhelm pasó a la pequeña recepción, donde el techo era tan bajo
que casi había que agacharse. Efectivamente, todo estaba rodeado
de papeles, libros y tomos; y mucho polvo. Wilhelm se preguntó de
dónde vendría la señal del Thrombozyten. El hombre se presentó
como Meinhart; explicó que era un historiador. Una profesión rara
en medio de una monarquía que impedía las preguntas.
—Entonces, ¿estudiaste al rey? —preguntó Wil, interesado.
—Claro —dijo Meinhart—. Es uno de los temas que más me fas-
cinan.
—¿Podes contarme sobre ello?
Avanzaron por la casa y se sentaron en dos sillas, aun rodeados
de libros.
—Muchos creen que el rey solo es una figura simbólica —
empezó Meinhart—; alguien para que el primer ministro parezca
servir a otro. Pero es muy real; simplemente no se ha mostrado a
otras personas en años. Es casi imposible averiguar información
sobre él, y el gobierno lo impide tanto como le es posible.
Wilhelm se puso a pensar en las grabaciones que había visto en
la fábrica de Cazadores, y en como la voz siempre era la misma, in-
cluso cuatro décadas atrás. Formuló la pregunta que estaba cre-
ciendo en su mente.
—Ha habido un solo rey, ¿no? Desde que comenzó la monarquía.
Meinhart se vio sorprendido.
—Vaya, no me fue fácil descubrir eso —dijo—. Pero sí, es verdad.
Según mis hallazgos ha habido muchos primeros ministros, pero

32
solo un rey desde que comenzó la monarquía hace noventa años.
Debe ser muy anciano; incluso se lo vio durante la Segunda Edad
Media.
Wilhelm rumió sobre esto.
—Esto no es información pública —dijo Meinhart—. Es peligroso
que estemos teniendo esta charla. Solo pude seguir con mis investi-
gaciones por tantos años porque vivo desconectado; sin ninguna
pieza de tecnología del gobierno, sin ningún lazo. Nadie me conoce.
¿Dijiste que trabajás para los ministerios? ¿Te das cuenta de a lo
que te estás exponiendo?
—Sí, pero no hay problema —dijo Wilhelm, sin entender las pa-
labras que estaban llegando a su boca—. En realidad, yo… trabajo
con el movimiento revolucionario. Queremos acabar con la monar-
quía.
Meinhart permaneció paralizado por unos instantes, pero su cara
se iluminó.
—Siempre quise contactarlos —dijo—. Creo que podría aportar
mucho a la causa. Creo que tenemos que volver a la libertad de me-
dios, y que vuelva el flujo libre de información… Yo solo quiero
acumular conocimiento. Quiero que la verdad no tenga un precio. Y
si el rey fuera derribado entonces podría saberlo todo sobre él, ¿no?
Wilhelm sonrió ante ese joven tan enérgico; sentía que podía
confiar en él. Empezó a contarle todo desde el principio: como ha-
bía sido contactado por los revolucionarios, y como había empeza-
do a investigar para llegar al rey a través de los Cazadores. Le contó
sobre el Thrombozyten, y como lo llevó hasta su casa.
—No sé por qué te habrá llevado hasta mi casa… —dijo Mein-
hart, fascinado—. Pero es muy interesante que los Cazadores hayan
comenzado como un proyecto para conseguir la vida eterna. En mis
estudios me encontré con muchos proyectos así del gobierno… Es

33
algo que les interesa mucho. Tengo un archivo al respecto… Si me
das un par de días para buscarlo y organizarlo, creo que sería bueno
que nos juntemos de nuevo.
—Quiero ayudar de alguna manera —dijo Wil, hablándose a sí
mismo—. ¿Cómo puedo seguir investigando sobre el Thrombo-
zyten…?
—Creo que conozco a alguien que nos puede ayudar. Es un viejo
contacto mío… Montague Leezvan. Dejame intentar ponerme en
contacto. No tengo teléfono, no tengo ninguna tecnología, pero creo
que si me dejas tu número puedo contactarte.
Wil le pasó su número de teléfono, y entonces se pusieron de pie.
Meinhart lo llevó hasta la puerta.
—Creo que fue bueno que hoy vinieras hasta acá —dijo Mein-
hart, sonriendo.
Wilhelm sonrió también, y fue para su casa.
Sin embargo, el llamado de Meinhart nunca llegó. Wil esperó pa-
cientemente, pero los días pasaron, cada uno más lento que el ante-
rior. El tiempo no se detenía, y al final terminó noviembre.

Había pasado un mes. Como habían proyectado, La Red logró


terminarse a finales de año, y Wil ganó un gran bono de dinero,
aunque no tenía nada que hacer con él. Ahora solo faltaba estrenar
La Red para la población, como tenían pensado hacer en la Confe-
rencia de Tecnología del año entrante. Wil no se alegró. Pasó todo el
34
tiempo pensando en Meinhart, aguardando su llamado que nunca
llegó. ¿Acaso toda la gente que prometía ayudarlo iba a desapare-
cer? Lorna, Rald, Meinhart… Wilhelm no quería sentirse así, no que-
ría ser un esclavo de las circunstancias, siempre esperando que
otros le dijeran cuando podía avanzar. No iba a dejar las cosas así.
Iba a ser proactivo.
Subiéndose a su auto, Wilhelm se dirigió a la casa de Wilhelm.
Pero no estaba allí. En su lugar había ruinas chamuscadas; la casa
había sido destruida, el barro derrumbado. No era muy diferente
del resto del paisaje del barrio bajo. Wil sintió que su sangre se he-
laba. Corrió a las ruinas y empezó a revolver entre los restos, ate-
rrado, temiendo encontrar el cadáver de Meinhart bajo cada roca.
Pero no había nada semejante. Solo había escombros y papeles, res-
tos de papeles quemados que danzaban por el aire. En su lugar en-
contró una bolsa con un archivo; estaba negro y chamuscado, pero
había sobrevivido una pequeña parte gracias a estar cubierto por la
bolsa.
Wilhelm lo abrió y lo leyó. Las primeras páginas eran ininteligi-
bles, pero al fin encontró algo que aun se leía. Estaba escrito a
mano, como si fuera el diario de Meinhart.
“No dejo de preguntarme por la vida eterna. Los pocos que pueden
llamarse a sí mismos inmortales. No pueden haber más de cuatro,
pero aun así… Toda la ciudad depende de ellos. Esta construida sobre
sus espaldas. Toda la historia, escrita alrededor de ellos. Los Cazado-
res son maquinas de movimiento continuo, que nunca se cansan. Es-
tán hechos para durar para servir junto a sus amos, quienes nunca
envejecen. Esa es la maldición. Vi sus efectos yo mismo en Monta-
gue…”
Hasta ahí llegaba el papel antes de chamuscarse. Ese debía ser el
informe que había prometido que iba a preparar para Wil; debía

35
haberlo envuelto para él. Wilhelm no sabía qué creer. Parecía muy
descabellado, pero… Ahí aparecía el nombre de Montague Leezvan
otra vez. Tenía que encontrarlo.
Wil contempló los restos de la casa, observando las ruinas. Otra
vez había traído destrucción. Se sentó en el suelo y por un momento
observó todo lo que estaba haciendo. ¿Dónde estaba? En medio de
la nada, en un rincón olvidado de un barrio bajo. Ya había causado
la muerte de varias personas. ¿Por qué seguía? Podría permanecer
en su trabajo, donde tendría comida en la mesa todos los días. Po-
dría seguir haciéndolo hasta su muerte, sin ningún cambio. Sin ne-
cesidad de esforzarse. Lo conocido siempre era más tentador que la
incertidumbre. Estaba solo, en un lugar extraño, sin nadie que lo
pudiera escuchar. Las ruinas de la casa permanecían inamovibles
por el viento. Por mucho que les gritara no iban a cambiar. La de-
solación parecía estar hablándole, diciéndole que así era también
por dentro. Pero ya no podía volver atrás. Ya no podía volver a en-
trar a su departamento y sentarse contra la puerta, sintiendo que
las paredes se cerraban sobre él. Ya no podía pasar cinco horas
despierto en la cama, extendiendo la mano, deseando que hubiese
algo que agarrar en el otro extremo. Porque incluso una meta era
compañía. Y eso era mejor que nada por el momento.
Wilhelm se subió a su auto y arrancó. En ese momento, otro auto
arrancó detrás de él. Empezaron a andar juntos, pero Wil no notaba
que lo seguían. El auto mantuvo su distancia por una hora, hasta
que llegaron a la ciudad. Entonces, otros dos autos se les sumaron
por los costados. Se acercaron. Wil noto que algo andaba mal, y em-
pezó a doblar en calles al azar. Los otros autos siempre doblaban
con él. Wil empezó a transpirar. Finalmente dobló en una calle es-
trecha, aislada, y un cuarto auto apareció por delante. Ya no podía
avanzar. Varios hombres bajaron de los autos; no eran hombres del

36
gobierno; sus ropas eran de los barrios bajos. Tenso, con su pulso
acelerado, Wil bajó de su coche. No tenía ningún arma con que de-
fenderse. Pero los hombres no se mostraron agresivos.
—¿Wilhelm del ministerio de tecnología? —dijo uno. Wilhelm in-
tentó hablar, pero su voz salió seca y tuvo que intentarlo de nuevo.
—¿Quién pregunta?
Los hombres se acercaron y Wil se tensó. Se preparó para lo
peor, pero uno de los hombres solo estiro la mano para un saludo.
Wil le dio un apretón. El hombre se presentó como Dierich; todos
ellos eran parte del movimiento revolucionario, y habían escuchado
de Wil de parte de Lorna. Su plan de contactar a alguien desde el
interior del gobierno era peligroso, pero Lorna lo sabía. Había asu-
mido lo que podía pasar. Ahora no había que dejar que los frutos de
su trabajo se echaran a perder.
—Aunque perdimos una unidad, el movimiento nunca deja de
crecer —explicó Dierich—. Nuestra voluntad no cede. Estamos con-
vencidos de tu valor como hombre adentro.
—Escuchen —dijo Wil, dudando—. Tuve una charla con un
hombre y a los pocos días su casa fue reducida a ruinas. Estoy bas-
tante seguro de que me están siguiendo a todo momento. Si me
vuelven a contactar por el trabajo va a pasar lo mismo que con Lor-
na…
—Lo sabemos —dijo Dierich—. No podemos pasarnos informa-
ción de contacto; nos vamos a encontrar de maneras como esta de
ahora en adelante. Por ahora hay que esperar. El movimiento quie-
re movilizarse para la Conferencia de Tecnología que va a haber en
junio. El primer ministro va a mostrase ahí.
Se dieron la mano.

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—Por ahora mantene la cabeza baja, sin llamar la atención. Sabé
que nosotros estamos acá, entre la ciudad. Esperando. No estás so-
lo.

Los coches se fueron poco después, dejando a Wilhelm en medio


de la calle. Cuando se subió a su coche y empezó a conducir hacia su
trabajo, vio a la ciudad con otra luz. Los indigentes durmiendo en
las calles, con la gente caminando alrededor de ellos, sobre ellos,
entre ellos; los edificios agrietados y goteando; las nubes de humo
que cubrían la vista. Todo eso parecía cantar una canción familiar
esta vez, una tonada que podía seguir. Ahora cada esquina parecía
esconder un simpatizante, alguien que formaba parte de su mismo
mundo. Ahora realmente era un miembro de la revolución.
Wil llegó a su trabajo y se encerró en su oficina. Sin perder tiem-
po, prendió sus computadoras y accedió a la base de datos: buscó el
nombre Montague Leezvan.
La maquina se puso a buscar. Pasaron cinco minutos. Diez minu-
tos. Los resultados solían ser instantáneos; nunca habían tardado
tanto tiempo. Pasaron quince minutos, y aun no había nada. Al final
la búsqueda terminó. No había ningún archivo o dato relacionado a
ese nombre.
Era imposible; todas las personas del país formaban parte de los
registros. Era un punto muerto. Si Meinhart había desaparecido y

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Montague no existía, ya no tenía ninguna pista que seguir. Solo le
quedaba esperar.
Los días empezaron a pasar en un trance en el que Wil veía la
realidad de su departamento pero no la veía; la soledad de las es-
quinas, las puntas filosas que se cerraban sobre él se veían mitiga-
das por el conocimiento de que había alguien ahí afuera pensando
en él. Wil miraba por la ventana y veía las luces de la calle, de los
barrios bajos, y sentía que estaba mirando un secreto intimo que
solo conocían él y muy pocos otros, y llenaba su interior en pequeña
medida.
Pero esto no le sirvió en el último día de diciembre. Wil siempre
temía la llegada de Año Nuevo, cuando los disturbios paraban y las
calles se llenaban de gente para festejar y estar juntos y formar par-
te de un lazo. Wil no podía ir ahí abajo. El ruido y los gritos y el mo-
vimiento no le dejaban pensar, y lo alteraban hasta que necesitaba
escapar de ahí. Ver a toda la gente feliz le recordaba lo diferente
que era, que era de otra especie, que nunca iba a poder ser igual a
ellos. Así que pasaba las fechas arriba, en su departamento. El re-
cuerdo de los revolucionarios ya no era útil. Wil se sentó en la cama
y pensó en todo lo que había pasado ese año. Deseó que esa voz en
la cabina de teléfono pudiese estar junto a él incluso ahí. Lamentó
que su mísero intento de escapar de su ciclo al encontrarse con
Rald hubiese terminado así. El mundo no le dejaba escapar. No se le
permitía. Solo, solo, solo. Podía decirlo tanto como quisiera y nadie
iba a escucharlo. Al borde de sus pensamientos creyó surgir algo;
un recuerdo distante. Parecía cálido, de un mundo diferente. Inten-
to aferrarse a él, pero era demasiado pequeño. No lograba recordar.
¿Por qué sentía que lo necesitaba? ¿Que sería un escape? No, debía
ser un error. Su mente no era ningún refugio.

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Wilhelm levantó la cabeza de entre sus manos y pensó en lo que
lo hacía seguir adelante. Pensó en el rey. En realidad no le importa-
ba destruir la monarquía y acabar con la corrupción y detener la
pobreza. No pensaba en ninguna de esas cosas; solo quería salvarse
a sí mismo. Hablar con la gente le era doloroso y angustiante, pero
no pensaba sobre ello cuando estaba yendo tras el rey. Había men-
tido sin problemas para entrevistar a Werner Bosch; había hablado
con Meinhart sin pararse a pensar en ninguno de sus problemas. Ni
siquiera lo había notado; incluso había disfrutado su conversación.
Quería más como eso. Quería continuar por ese camino y ver a don-
de lo llevaba. Quizá sí podía desear la llegada del nuevo año.

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41
2098

42
43
1

Apenas habían pasado un par de días de enero cuando Wilhelm


despertó con una bolsa en la cabeza. Solo podía ver negro. Podía oír
computadoras trabajando. Intento moverse; estaba sentado en una
silla, con las manos atadas. Pero no sentía pánico. En ese punto ha-
bía aprendido a esperar a que el mundo decidiese cosas por él.
Hizo memoria… Había despertado en su departamento como
siempre; había conducido hasta su trabajo y estacionado su auto
frente al edificio… Y entonces alguien lo había llamado por detrás.
Le habían preguntado algo, y antes de que pudiera darse vuelta y
mirarlo una mano había cubierto su cara y había perdido la cons-
ciencia. Esa voz… Wilhelm podía escucharla en su cabeza. Había
dicho su nombre… Su memoria era su mejor atributo. Si tan solo
pudiera reconstruir esa voz… Era…
—¿Estás despierto? —dijo esa voz, en la realidad. Wil se sobre-
saltó. La persona estaba frente a él; era un hombre.
—¿Sos del gobierno? Ya les dije todo lo que sé… —dijo Wil. Tras
eso, recibió un golpe en el estomago.
—No soy del gobierno. No pretendas no ser parte de ellos. Vos
hiciste que se llevaran a Meinhart, ¿no?
—¿Meinhart…? No… no les dije nada…
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Wil recibió otro golpe. Su escupida cayó al suelo y perdió la res-
piración.
—¡No me mientas! —dijo el hombre—. Trabajas para el rey, ¿no?
¡Justo después de que lo visitaste se lo llevaron!
—¿Sos… de la resistencia? —balbuceó Wil—. Creo que me si-
guieron… Pero yo no dije nada… Quería trabajar con Meinhart.
—No, no trabajo con esos idiotas revolucionarios. Solo soy, a
ver… un amigo de Meinhart. Y vi que ibas tras mí ahora. El rey te
está haciendo buscarnos, ¿no?
Wilhelm pensó. Pensó en la última persona que había buscado en
las computadoras.
—¿Montague?
Le sacaron la bolsa de la cabeza, y frente a él Wilhelm vio a un
hombre con anteojos, de traje. No parecía de los barrios bajos.
—Acá me tenes —dijo Montague.
El cuarto era circular y estaba rodeado de pantallas y cables; to-
do el piso estaba cubierto por maquinaria. Las pantallas mostraban
cámaras a lo largo de toda la ciudad, fijándose en distintas calles y
edificios. Una de las pantallas miraba hacia la casa en ruinas de
Meinhart. Wilhelm sonrió.
—Escuchá… Te busqué en las computadoras porque Meinhart
me dijo que te busque… Quería pedir tu ayuda.
Montague pareció perder algo de compostura. Estaba sorprendi-
do.
—Ya te revisé, pero, ¿estás seguro de que no tenes ningún micró-
fono en vos? ¿Qué no te están rastreando? —dijo.
—No me están rastreando. Por favor, no trabajo con ellos —dijo
Wil.
—Parece que juzgué mal —dijo Montague, pero no se movió. No
desató las cuerdas de Wil.

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—Estoy intentando descubrir al rey, como la resistencia. Vos ha-
cés lo mismo, ¿no? Por eso temes que te arresten.
Montague no dijo nada.
—¿Por qué no trabajas con el movimiento revolucionario? Quie-
ren las mismas cosas…
—No me interesa su causa —dijo Montague—. No me afecta la
monarquía. Yo solo quiero al rey.
—Ah… —murmuró Wil, sintiéndose reconocido. No dijo nada
más. Percibía que Montague estaba estudiándolo, analizándolo, de-
cidiendo si era de confiar.
—¿Qué tanto sabés? —preguntó.
—Meinhart me contó sobre los inmortales —dijo Wil. Montague
pareció dudar un momento.
—¿Y le creíste?
—Sí —dijo Wil, sin saber si realmente lo decía en serio—. Pero
nunca vi ninguna prueba.
—Si sabes tanto entonces no sos un revolucionario más —dijo
Montague—. Va a ser mejor que veas esto.
Montague salió del cuarto, accedió a una cocina pequeña y lus-
trada, abrió un cajón y sacó una cuchilla. Luego volvió frente a
Wilhelm. Acercó una silla y se sentó frente a él.
—Mira bien —dijo, apoyando la mano entre sus piernas. Enton-
ces, sin titubear un segundo, bajó la cuchilla contra su mano y cortó
uno de sus dedos. Wil perdió el aliento, pero no corrió la mirada.
Miraba absorto a la sangre chorreando, al brazo sacudiéndose. Sin
embargo, Montague no transpiraba ni se veía intranquilo. Simple-
mente se aferraba el brazo herido, intentando controlar las reaccio-
nes involuntarias de su cuerpo. Ninguno dijo nada. De a poco, pero
demasiado pronto para ser normal, la sangre empezó a bajar. Pron-
to el flujo se corto y dejó de manar. El dedo cortado había caído al

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suelo. Montague levantó la mano lacerada, temblando, y la apunto
hacía Wil. El dedo cortado apuntaba a él.
Wilhelm parpadeó un par de veces y contempló como el dedo
cambiaba cada vez. Necesitó cerciorarse de que realmente lo estaba
viendo. El hueso estaba creciendo, extendiéndose, retomando la
longitud que tenía el dedo antes de ser cortado. Esto tomó unos
segundos. Tras eso, empezó a crecer carne a su alrededor, llenando
el espacio del dedo, y esto tomó un minuto. Finalmente creció piel, y
el dedo terminó de recuperarse como estaba antes. Wilhelm lo ob-
servó absorto.
—Esto es un inmortal —dijo Montague—. No podemos morir…
No podemos sufrir. Nuestros cuerpos no envejecen. Somos muy
reales.
—¿Cómo es posible? —balbuceó Wil. No había sentido miedo al
despertar en ese cuarto, pero ahora se sentía en un sueño de caída
libre. Estaba mareado y quería sentarse, pero ya estaba sentado; ya
estaba en la caída.
—Es el Thrombozyten en nuestra sangre. Nos mantiene jóvenes
y saludables mientras los años pasan.
—Thrombozyten…
—Estoy decidiendo confiar en vos. Creo que podrías tener una
utilidad. Pero vos también tenes que confiar en mí… Contame todo
lo que descubriste. Tengo todo el tiempo del mundo —rió.
Wilhelm estaba asustado, así que empezó a contar, como había
hecho con Meinhart. Sentía que este hombre podía responder mu-
chas de sus preguntas. ¿Por qué el rey estaba involucrado directa-
mente en la creación de sus maquinas opresoras? ¿Por qué la bús-
queda del Thrombozyten lo había llevado hasta Meinhart y no al
rey?

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—Creo que sabés la razón —dijo Montague—. Lo buscaste en
una computadora del gobierno. No había manera de que la fuente
del rey apareciera; él alteró todas las computadoras. Y la razón por
la que te llevó hasta Meinhart es por el Thrombozyten en su sangre.
Montague explicaba todo calmadamente, pero Wil estaba tem-
blando.
—¿Meinhart también es un inmortal?
—Sí. Por eso nos conocíamos. Él vivió cada etapa de la monar-
quía; así pudo convertirse en un experto historiador.
—No… No te creo. No me dijo nada…
Montague suspiró.
—Nuestras vidas son largas, pero las de ustedes no. Es instintivo
para nosotros mantener una distancia… Evitar apegarnos. Meinhart
eligió vivir en un hogar aislado por una razón.
Wil repasó el archivo que había encontrado en la casa de Mein-
hart. Decía que había cuatro inmortales…
—La voz del rey se mantenía igual a lo largo de las décadas, jo-
ven —balbuceó Wil, casi sin notarlo—. ¿Él también es un inmortal?
—Sí —suspiró Montague—. De esa forma pudo construir y man-
tener un imperio de noventa años. El suministra el Thrombozyten a
los Cazadores para que puedan funcionar sin que jamás se les acabe
la energía, para que duren tanto como su imperio.
Montague sabía tanto… sabía más que la resistencia, que las
computadoras del gobierno.
—¿Quién sos? —preguntó Wil.
—Soy… un experto de nuestra especie. Me interesa saber dónde
estamos en cada momento, y como estamos afectando todo. Siento
que alguien tiene que hacerlo, por lo menos. Siento que debíamos
solo observar, y terminamos cambiando al mundo. De alguna forma
es mi responsabilidad. Por eso quiero acabar con el rey.

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—Pero… los inmortales no pueden morir.
—Siempre hay maneras… siempre hay maneras. Escuchá bien.
Ya te conté todo esto, así que ahora formás parte de nuestro grupo.
El grupo de los que saben. Vos también querés acabar con el rey,
¿no?
—S…Sí. Quiero que su cara sea expuesta para todos.
—Entonces tenemos que trabajar juntos. A ver… —Montague se
levantó y desató las cuerdas alrededor de Wilhelm. Wil simplemen-
te quedó sentado, lo que complació a Montague. Ahora habían esta-
blecido la confianza. Wil se reclinó hacia adelante en la silla para
estirar sus manos, pero esto le dejo ver el dedo cortado en el suelo,
y enseguida se lanzó para atrás.
Montague señalo hacia sus varias cámaras, hacia la que apuntaba
a las ruinas de la casa de Meinhart.
—Parte de mi trabajo es mantener vigilancia constante en los
inmortales. Cuando vi que se llevaban a Meinhart, perdí la calma…
Él era el único que me había recibido y había aceptado mantenerse
en contacto. Lástima que siempre fue el más joven, el más inútil de
nosotros. En realidad, yo quería a la última inmortal… la más im-
portante.
Montague caminó por el cuarto de pantallas y señaló otra, una
mostrando lo que parecía ser una cabaña a un lado de una ruta.
—Marie —dijo, con gravedad—. Ella fue la más afectada por
nuestras largas vidas, la más herida. Decidió vivir aislada, fuera de
la ciudad, sin contacto con nadie. Intente ir a verla, pero se negó a
responderme.
—¿Ella es importante? —preguntó Wil.
—Ella conocía al rey.
—¿Qué?

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—Eran amantes… Hace tanto tiempo. Unos doscientos años. Por
eso quería que colaborase conmigo; si tuviéramos a Marie, podría-
mos caminar directamente a un edificio del gobierno y el rey no
permitiría que ningún Cazador nos detuviese; iría a recibirnos per-
sonalmente. Pero ella se negó.
—¿Y qué… qué puedo hacer yo?
—Bueno, vos sos alguien normal —dijo Montague—. Siento que
Marie desconfiaba de mí por ser como ella. No tenía ninguna opor-
tunidad de convencerla. Pero si pudieras ir y persuadirla de viajar a
la ciudad… podríamos llegar hasta el rey.
Wil tenía los ojos bien abiertos; sentía que estaba escuchando lo
que siempre había querido. Era justo lo que necesitaban, el elemen-
to que estaba faltando.
—Marie tiene que despertar —continuó Montague—. El rey ha
hecho demasiado mal; han muerto demasiados. Su monarquía ya ha
durado demasiado tiempo. Marie tiene una responsabilidad.
—Es verdad… es verdad —murmuraba Wil, asintiendo.
—¿Podes hacerlo?
—Voy a intentarlo. Me siento muy pequeño ante algo como in-
mortales… Pero si puedo hacer mi parte, voy a dar lo mejor de mí.
Montague se permitió sonreír y le estrechó la mano a Wil. Le pa-
só la dirección de Marie, pero ninguna forma para que se contacten;
no podía arriesgarse a que le pasase lo mismo que a Meinhart.
—Supongo que sabés que eso significa que tampoco podes ver la
forma de salir de este lugar —dijo Montague, y volvió a ponerle la
bolsa en la cabeza a Wil. Tras eso Wil sintió un pinchazo en el brazo
cuando Montague le inyectó un somnífero. Wilhelm perdió la cons-
ciencia, y así terminó su cita con Montague Leezvan. Cuando des-
pertó estaba en una banca de la plaza Pariser.

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2

Debido a su encuentro con Montague, Wil tuvo que faltar al tra-


bajo, y no era la primera vez que lo hacía desde los últimos meses.
No se reflejaba bien en él. La ubicación de Marie quedaba a dos días
de viaje, por lo que iba a tener que pedir unas vacaciones cortas al
ministerio. Pero con tantas faltas, no iba a ser fácil que se la acepta-
ran.
Luego de ver a Montague Wilhelm no perdió tiempo reflexionan-
do sobre lo que paso; solo empezó a enviar solicitudes vacacionales.
No intento preguntarse por qué lo hacía, que significaba en realidad
esa mujer para él, o si había perdido la cabeza. Cuando tenía que ver
con el rey iba en piloto automático; libre de todas las dudas y ansie-
dades que solían plagarlo.
Finalmente en febrero aceptaron su solicitud. Tendría una sema-
na de vacaciones; había acumulado muchas más a través de los
años, pero nunca había pedido una porque no tenía ningún lugar a
donde ir. Se la merecía, pensó Wil. Se subió a su auto y arrancó para
fuera de la ciudad. Dos horas después llegó al límite, y siguió ade-
lante. Alejado del centro, todo lo que se veía eran casas de zona ba-
ja: de un piso, con ladrillos sin pintar, apretadas una junto a la otra.
No había ningún auto más que él. Condujo en ese silencio todo el
día, sin ninguna música ni nada que lo acompañase, hasta que em-
pezó a anochecer. Entonces paró el auto y probó los sanguches que
había traído. No tenían sabor. No había ningún ruido en la ruta a su
alrededor, ningún animal. Era una quietud total. Wil se esforzó en
no levantar la cabeza, no mirar afuera del auto, en pretender que
era un día como cualquier otro.
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Al día siguiente partió en cuanto se despertó, sin haber dormido
muchas horas en la incomodidad del asiento. Aún así, su destino
estaba a muchas horas. Llegó a un pequeño pueblo, casi abandona-
do, y lo pasó de largo. No vio nada más en el camino. Eran alrededor
de las cinco cuando dobló y llegó a la ruta que estaba buscando. La
casa de esa mujer debía estar por ahí.
No le tomó mucho tiempo encontrarla; era la única residencia en
kilómetros. Era una posada de techo bajo, donde no podía vivir más
de una persona. Wil bajó y estiro los músculos, cansado. Nervioso,
casi dudando, se acercó y tocó la puerta. Nada. Esperó varios minu-
tos, pero no abrió nadie. Recordó como Marie había rechazado a
Montague y temió que estuviera no queriendo abrirle. Apoyó la ca-
beza contra la puerta, pero no había ningún sonido. Quizá realmen-
te no estuviera en casa. Rendido, volvió a su auto y se sentó a espe-
rar.
Pasaron dos horas antes de que lo escuchara; el suave sonido de
pasos sobre la tierra. Wil se dio vuelta para ver a una mujer yendo
hacia la casa lentamente.
Wil se acerco hasta que pudieron verse. Por un momento estuvo
sorprendido por su belleza. Ya consideraba a la mujer importante,
pero ahora se veía que su apariencia también era excepcional, ade-
cuada. No por primera vez, Wil se sintió pequeño e insignificante. Si
esa mujer vivía aislada debía ser por algo, y él estaba ahí para pe-
dirle que volviese a la sociedad, a una vida de conflicto. Sentir que
no era nadie comparado a ella le ayudó a ignorar la culpa. De todas
maneras, esa mujer no tenía la edad que aparentaba. Se veía en sus
veinte, pero su cuerpo no podía envejecer.
—¿Marie? —preguntó. La mujer no reveló ninguna emoción en
su cara al oír que la conocían. Solo mostraba cansancio.
—¿De dónde venís? —respondió.

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—De la capital. Me llamo Wilhelm, trabajo en el ministerio de
tecnología y en cierta manera… podría decirse que trabajo para el
rey…
—Ay, no —dijo Marie.
—No, no vengo de su parte. Todo lo contrario. Escuchá, hay mu-
cha gente que necesita que venga algún cambio… que el rey cambie
las cosas o que se vaya… solo queremos hacerlo escuchar.
Wilhelm hizo una pausa, esperando que Marie lo haga callar. Él
había hecho lo mismo la primera vez que trataron de reclutarlo.
Pero ella solo se quedo callada, esperando. Su expresión de decep-
ción lo decía todo.
—Ya sé que no vivís en la capital, así que podrías considerar que
no es asunto tuyo… pero el rey afecta a todo el país. A más que el
país. Hay mucha gente sufriendo…
—Disculpá, ¿te llamabas Wilhelm? —lo interrumpió—. Escuchá,
no quiero hacerte perder el tiempo… No creo que lo que estás di-
ciendo sea para mí…
—Por favor, vine desde muy lejos. Tengo tiempo de sobra.
—Está bien, entonces. Acompañame.
Marie se puso a caminar hacia su casa. Wilhelm dudó por un
momento antes de seguirla. Marie abrió una casa oscura. Vació sus
bolsillos en un estante y fue a sentarse a una mesa frente a una ven-
tana, también oscura. Los rayos de luz pasaban entre persianas y
hacían que todo se viese dorado. Wilhelm se sentó frente a ella. La
casa era pequeña, pero era más grande que su departamento. Se
sentía a gusto incluso entre la oscuridad. Se creó un silencio que Wil
no sabía cómo romper. Al final, empezó a hablar demasiado fuerte
al haberse acostumbrado al vacío. Le tomó unos instantes adecuar
su voz.

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—Marie… hay miles de personas sufriendo —dijo—. Muriendo
de hambre. Muriendo oprimidos. Personas que necesitan que el rey
las escuche.
Marie desvió su mirada. Se reclinó hasta estar fuera del haz de
luz, cubierta por las sombras, pero todavía se podía ver su tristeza.
—No conozco a nadie, pero vos sabías mi nombre —dijo—. ¿Con
quién hablaste?
—Con… Con Montague.
—Ah —suspiró Marie—. Claro. Él ya vino a tener esta charla an-
tes. ¿Vos quién sos?
—Solamente soy un trabajador. Uno de los muchos que quieren
que el rey vuelva a mostrarse a la gente.
—Meter tiene… problemas…
—¿Meter? —preguntó Wil.
—El rey, Meter. Te voy a decir lo que le dije a Montague. Volver a
la ciudad sería volver a la violencia. Al dolor. No puedo… volver a
todo eso… —su voz se redujo a un susurro. El silencio volvió. Wil
intentaba entender a esa mujer.
—Montague me contó todo —dijo—. Me contó sobre tu verdade-
ra edad… que viviste doscientos años…
Marie miró a Wil con una ligera sonrisa.
—¿E-Es verdad? —preguntó Wil.
—Sí. Es verdad —dijo Marie—. Conocía a Meter desde antes que
fuera rey. Desde antes que todo. —Parecía que iba a continuar, pero
se contuvo.
Miró a Wil con intriga. No podía entender porque le hablaba con
ese temor, ese respeto. Wil la esperaba pacientemente a que conti-
nuara, otorgándole toda su atención.
—Cuando Montague vino parecía que solo quería usarme. Vino
porque me necesitaba —dijo Marie, hablando casi sin darse cuen-

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ta—. Vos… no sos como nosotros, ¿no? Vos sí envejeces. No tenes
nada que ver con nosotros, pero aún así queres escuchar.
—Solo quiero entender —dijo Wil. Marie pensó un poco.
—Puedo tratar de ayudarte. A entender, pero solo a eso. No pue-
do volver. Conocí a Meter en la milicia… éramos soldados juntos.
Nos quisimos en cuanto nos vimos.
—¿Cómo era?
—Era… distinto. Pasó mucho tiempo desde entonces. Ya no tiene
importancia. Si no hubiera cambiado nunca hubiéramos terminado
acá… Pero él tampoco puede envejecer. Y todos cambiamos con los
años. Nuestra gente dura demasiado, vive más de la cuenta. Nunca
deberíamos durar tanto. Esto es lo que pasa.
Wil estudió a Marie. Era alta, pero no se veía como un soldado;
sus brazos eran delgados, su cuerpo era frágil. Su postura era vul-
nerable. Parecía estar tensando su cuerpo como si algo estuviera
por pasar.
—Me agarraron —dijo Marie al fin—. En una misión quedé en el
territorio enemigo y me tomaron prisionera. Meter no sabía y se fue
sin mí… Y yo quedé ahí. No podía envejecer, así que los años pasa-
ron. Seguía ahí. Seguían las torturas. Intentaban reprogramarme,
que olvidase mi corazón. Que pensase lo que querían que pensara.
Mi cuerpo siempre podía curarse una y otra vez.
—¿Cuánto tiempo pasó? —preguntó Wil.
—No sé. Perdí la cuenta. Años, sí. Décadas. Quizá cien años. Des-
pués eso terminó, y volví a encontrarme con Meter. Pero ya no po-
día estar cerca de él, o de nadie. Que me tocasen dolía. Bajar la
guardia dolía. Ya no podía volver nunca de ese lugar, aunque lo hu-
biese abandonado seguía ahí. Meter no pudo perdonarse a sí mis-
mo… No solo por mí, sino por todos los que sufrieron durante la
Segunda Edad Media. Entonces decidió terminar con ese conflicto.

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Todos los inmortales necesitamos algo que hacer con nuestro tiem-
po. Yo decidí venir acá, lejos de todos. Donde nadie pudiera tocar-
me.
—Y Meter…
—Empezó a conquistar. A unirnos a todos bajo su bandera. No
había podido protegerme a mí, así que ahora quería protegerlos a
todos. Que nadie volviese a sufrir. Lo conozco bien… sé lo que debe
estar pensando. No debe entender por qué hay manifestaciones. Por
qué la gente no lo acepta. Vivimos por tantos años que ya estamos
muy distanciados de las personas reales. Yo soy igual.
Wilhelm pensó en todo lo que había escuchado. Intentó imaginar
cien años pasando en un mismo lugar, pero no pudo. Pero no podía
dejarse ablandar por eso.
—Estuve hablando con el movimiento revolucionario —dijo—.
Quieren matar al rey. Quieren hacerlo durante el día de la Confe-
rencia de Tecnología.
Marie abrió bien los ojos ante esto; dudo por un instante.
—Pero podríamos evitar eso. Podríamos hablar con él y decirle
que vuelva a la gente —continuó Wil.
—No… disculpá. No puedo volver ahí afuera —dijo Marie, con-
flictuada. Estaba transpirando—. No creo que puedan matar a un
inmortal de todas maneras.
Se puso de pie. Caminó hasta la puerta, y Wil adivinó lo que esta-
ba por pasar. Le estaba indicando que era hora de irse. Fue hasta
ella.
—Marie, pensalo. Puedo quedarme en la zona por un par de días.
—No. No tengo nada que pensar. Ya tuve cien años para pensar-
lo.
Marie le abrió la puerta, y Wil salió. Marie cerró sin despedirse.
Wil permaneció bajo el sol un momento, y al final volvió al auto.

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Pensó en quedarse fuera de la casa unos días, pero sintió que no
tendría caso. La mirada de Marie lo decía todo. Ahí no habían tenido
una discusión nueva; solo habían retomado una mucho más antigua
que él.
Mientras emprendía el camino de vuelta a casa, Wil pensó en las
cámaras de Montague. Algunas apuntaban a la casa de Marie; debía
haberlo visto cuando la visito. Debía estar al tanto de su fracaso. Wil
decidió que no iba a hacerse ilusiones respecto a que Montague lo
volviera a contactar. Su auto cruzó la carretera desolada sin ningún
apuro, sin nada que lo estuviese esperando en su destino.

Tal y como esperaba, Montague no lo contactó. Wil no tenía co-


mo buscarlo, así que se dio por vencido. Solo era otra persona que
lo abandonaba; otro fantasma que se metía en su vida con promesas
y desaparecía fugazmente. Pensó en Marie, sola en medio de la lla-
nura. Ella había elegido esa vida, mientras que él no hacía más que
lamentarse por la suya. Marie había concretado sus planes. Wilhelm
tenía que hacer lo mismo: quería lidiar con el rey. ¿Qué significaba
eso? Marie quería olvidarlo. Montague quería matarlo. Wilhelm no
sabía que quería, pero eso no le importaba. Solo estaba a gusto por
estar incluido en ese mundo.
De todas maneras, aun le quedaba una conexión. El movimiento
revolucionario lo había contactado. Tenían un plan para la Confe-

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rencia de Tecnología. Solo tenía que esperar hasta entonces; solo
medio año.
Ese pensamiento lo ayudaba a dormir por las noches, a tapar los
silencios ensordecedores de su departamento. Cada día al volver
del trabajo miraba a los autos que lo pasaban y trataba de espiar a
los conductores, a encontrar alguna mirada de confidencia. Cual-
quiera podía ser del movimiento revolucionario; cualquiera podía
empezar a seguirlo y pararlo en un callejón para darle nueva infor-
mación. Era la única forma que se le ocurría para que se contacta-
sen. Después del tiroteo ya no sentía que tuviera ninguna privaci-
dad real; siempre podían estar vigilando sus movimientos.
Tardó un mes, pero en marzo finalmente pasó. Wil estaba condu-
ciendo cuando notó que un auto viejo no salía detrás suyo. Había
estado vigilando los autos mucho últimamente, por lo que al princi-
pio dudó si se lo estaba imaginando. Empezó a subir y bajar su velo-
cidad para comprobarlo, y pronto estuvo convencido. Condujo has-
ta las afueras de la ciudad, y del auto bajaron dos hombres; un des-
conocido y la persona que Wil había conocido antes, Dierich.
Ese era un encuentro de rutina, para ponerlo al día. El plan de la
Conferencia de Tecnología seguía en pie; el objetivo era eliminar al
Primer Ministro para forzar al rey a mostrarse. El Primer Ministro
Shusho era un hombre cruel, que se beneficiaba con la monarquía.
Cuando el rey conquistó el país por primera vez y tomo el control
del gobierno, la familia de Shusho cedió sus territorios sin resisten-
cia; ellos se veían beneficiados. Todos los testimonios decían que el
Ministro era un hombre que disfrutaba manteniendo a los de abajo
por debajo; que veía al país arder desde sus edificios de cristal.
A medida que se acercaba la fecha, Wil era visitado cada vez más
seguido y con más información: la conferencia iba a tener lugar en
el hotel Regent, donde el Ministro iba a estar alojándose. Los revo-

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lucionarios no tenían intenciones de salir impunes; sabían que no
había manera de dispararle sin que los Cazas reaccionen, pero esta-
ban listos para eso. El plan era actuar durante el primer día; asesi-
nar al Ministro cuando se parase sobre el escenario y tomar el con-
trol del hotel, encerrándose en el lugar. Luego reclamarían la pre-
sencia del rey.
—¿Van a matarlo? —preguntó entonces Wilhelm, pensando en
Marie.
—Si se muestra ante el pueblo ya vamos a vernos beneficiados
—dijo Dierich—. Queremos acabar con el régimen, pero incluso si
no lo logramos tenemos que tratar que el rey responda nuestras
voces.
El papel de Wilhelm era clave. El ministerio de tecnología iba a
presentar La Red durante la conferencia, por lo que sus trabajado-
res iban a formar parte de la preparación del evento. En cuanto tu-
viera acceso a una maquina Wil solo iba a tener que introducir un
programa escrito por el movimiento; un virus que iba a desactivar
las cámaras y la seguridad e iba a impedir que organicen a todos los
cazas del edificio y los acaben.
La memoria de Wil siempre había sido su mejor atributo; repasó
el cronograma una docena de veces; estudió el plano del edificio;
recibió varias copias del programa con el virus. Pidió más y más
detalles hasta que no parecía haber ninguna incertidumbre, ningu-
na variable. El hotel debía ser un ambiente perfectamente predeci-
ble; no podía volver a entrar a un lugar que podía terminar como el
tiroteo con Lorna. Incluso así, Wil solo aceptó porque sabía que él
iba a estar a salvo en los pisos de arriba, controlando las compu-
tadoras. Era la única manera en que podía calmarse lo suficiente.
Durante toda la preparación solo conoció el nombre de Dierich;
de los autos salían muchas personas, pero ninguna se identificaba.

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Wil entendía que era mejor así; él era un riesgo a la seguridad, esta-
ba vigilado por el gobierno, y mientras menos supiera menos podía
revelar. Pero de alguna manera lo hería. Seguía pensando en Marie;
él era un desconocido, pero Marie lo dejo pasar a su casa y le contó
sobre ella. Una mujer que había sido herida más que cualquier otra,
por mucho más tiempo que la gente del movimiento, y aún así era
abierta. Quizá solo había sido herida porque esperaba lo mejor de la
gente; creía en ellos. Lorna, Dierich y los revolucionarios ya habían
decidido que el rey era un error que tenía que desaparecer.
Pero Marie había preferido quedarse sola, y el movimiento lo ha-
bía incluido. Wilhelm sabía a quién iba a apoyar.

En junio llegó la semana de la conferencia. Wilhelm tuvo que vi-


sitar el hotel Regent mucho antes del gran día, ayudando a preparar
todo y a configurar las computadoras. El plan era hacer una de-
monstración de cómo la Red podía enviar información entre dos
computadoras que no estaban conectadas por el conjunto de edifi-
cios del gobierno; un gran logro para la tecnología después de la
Segunda Edad Media. Pronto Wil estuvo familiarizado con la orga-
nización del lugar, prestando especial atención a cómo llegar a las
salidas de emergencia de la parte de atrás. Trabajar fuera de su ofi-
cina lo incomodaba y lo hacía sentir nervios antes de que llegara la
fecha, así que repasaba el plan una y otra vez en su cabeza para
calmarse. Había muchos equipos además del ministerio de tecnolo-
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gía; había muchas otras empresas y trabajadores que se enfocaban
en preparar el cuarto principal en el primer piso donde miles de
personas iban a poder ver el escenario donde iba a estar parado el
Primer Ministro.
Al tercer día Wil terminó su parte, y pudo volver a casa. Cuando
puso su llave en la puerta le temblaban las manos. En solo unas ho-
ras iba a tener que introducir el virus, y lo que pasara entonces iba
a estar más allá de su control. Sin embargo, cuando se calentó una
sopa comió con más apetito del que podía recordar desde que había
empezado a trabajar en el ministerio; y cuando fue a dormir sintió
que se derretía contra el colchón, y una paz que le permitió dormir-
se de inmediato.

El hotel Regent se había visto inundado de gente desde la maña-


na; personas de todos los sectores venían en masa a contemplar la
exposición que prometía dar un vistazo al mundo que había sido e
iba a ser; a la tecnología que se había perdido con la Segunda Edad
Media y de a poco se estaba recuperando. Se había estado prepa-
rando hace años, y para la mayoría de las personas era la única
promesa del gobierno en la que podían confiar. Una esperanza de
un nuevo comienzo, de prosperidad. Mientras Wilhelm mostraba su
pase y entraba al hotel, él pensaba las mismas cosas. Ese día la revo-
lución podía comenzar una nueva etapa.

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Wil se hizo paso por las multitudes que ocupaban los pasillos y
llegó hasta un ascensor. El público solo tenía acceso al primer piso;
la segunda planta estaba reservada para que las compañías prepa-
rasen sus exhibiciones, y el resto del edificio eran los cuartos de
hotel que usaban los agentes del gobierno y cualquiera del sector
alto que pudiera pagar la reserva. El Primer Ministro Shusho estaba
en algún lugar por sobre la cabeza de Wil en esos momentos.
La oficina de Wil era pequeña, individual, aislada. Justo como en
el trabajo. Y justo como en el ministerio, estaba conectada a todas
las otras computadoras, por lo que era vulnerable a que Wil conec-
tara el virus y tuviera acceso a todo. Su trabajo oficial era revisar el
flujo de datos; iban a intentar trasmitir información entre dos
computadoras fuera del sistema, y Wil iba a ocuparse de aprobarla
antes de que la envíen. Cuando entró a su oficina Wil ya no sentía
nervios. Él y Dierich lo habían repasado por meses; Wil había visto
la escena demasiadas veces en su cabeza. Ahora solo quedaba espe-
rar. A medida que la fecha se acercaba había muchas variables, mu-
cha incertidumbre; pero ya era el día y tenían todo el cronograma
completo. El Primer Ministro saldría a hablar a las tres, por lo que
Wil tenía que introducir el virus por la mañana. Iba a necesitar un
tiempo para hacer efecto y no podía haber margen de error.
No iba a haber riesgo ni suspenso. Wil sacó el archivo de su bolsi-
llo e insertó el virus. En ese momento su computadora dejo de estar
confinada a recibir datos; perdió sus trabas y pasó a tener acceso
total a todo el edificio. Ahora podía desactivar las cámaras cuando
fuera necesario. Proyectó las cámaras sobre su pantalla, viendo una
por una, y anotó los lugares de todos los Cazas repartidos por la
primera planta. Luego pasó a la segunda. Cuando pasó al tercer pi-
so, miró directamente en la habitación D; según su información ese
era el cuarto del ministro. Ahí estaba Shusho, gordo, viejo, dejando

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caer su cuerpo sobre un asiento mientras leía algún informe. Su
secretario Walter se encontraba a un lado, inmóvil. Wil tomó nota y
continuó mirando las cámaras, anotando qué personajes políticos
se encontraban en cada cuarto.
Wilhelm continuó vigilando hasta que se hicieron las dos. Pronto
quedaban pocos minutos para que el ministro saliera. Wil cambió a
las cámaras de los pasillos cuando encontró a una persona. Al prin-
cipio no la reconoció, por el traje y por el ángulo de la cámara. No
tenía sentido. Se acercó a la pantalla, a mirar más de cerca, pero el
hombre salió del rango de la cámara. Pasó a mirar el pasillo siguien-
te y ahí estaba el hombre. Dierich. Su amigo estaba caminando a
pasó rápido hacia alguno de los cuartos; Wil lo siguió con las cáma-
ras. Dierich caminó hasta la puerta D y tocó. La puerta se abrió le-
vemente y Dierich pasó adentro.
Wilhelm no miró el interior del cuarto inmediatamente. Se sentía
enfermo, mareado, herido. Sintió que volvía a ser como con Rald
otra vez. Se preguntó si aún tenía tiempo para correr por la salida
trasera y desaparecer antes de que todo saliera mal… pero sabía
que eso no lo salvaría de nada. Dierich podía nombrarlo sin pro-
blemas, y Wil ya tenía contactos ilícitos previos. Era preferible ver
al golpe venir que recibirlo por la espalda. Wil cambió a la cámara
de la habitación D.
Dierich y el primer ministro se encontraban tomados de la mano,
sujetándose las cinturas como buenos amigos. Wil subió el volumen
de su computadora.
—No nos queda mucho tiempo —dijo Dierich.
—No hay problema. Ya me decidí hace mucho —dijo el ministro.
—¿Estás seguro? Parecías tener dudas antes. Necesito tener una
garantía… Si mi gente se enterara de que estoy acá me fusilarían…

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—No me extraña —rio el ministro—. Pero el rey ya fue una traba
por demasiado tiempo. Mientras continúe refugiado en su torre mi
puesto va a ser el más alto del gobierno, técnicamente… pero va a
continuar siendo un rol de reserva. Si quiero tomar el control por
completo necesito que deje de estar en el camino. En realidad quere-
mos lo mismo.
—Que se vaya el rey —dijo Dierich.
—Esta monarquía lleva durando demasiado. Como dije, mi rol es
de reserva… matarme no solucionaría nada. Solo convencería al rey
de mantenerse aislado.
—¿Podes convencer a mi gente?
—Subí conmigo al escenario. Anunciemos que el país es un frente
unido, y voy a pedir formalmente al rey que viaje hasta la conferen-
cia… que se muestre.
Dierich miro hacia arriba, hacia la cámara. Wil se preguntó si sa-
bía que los estaban observando.
—Va a ser mejor que yo haga el anuncio primero —dijo Dierich—.
Va a haber mucha confusión entre mi gente. Tengo que asegurarme
que no ejecuten el plan que creen que planeamos.
Volvieron a darse las manos, mientras el sirviente los observaba
callado. Dierich miraba hacia la cámara constantemente, nervioso.
—Ya es hora. Vamos —dijo. El ministro revisó su reloj, tomó un
trago de agua y salieron al pasillo seguidos de su secretario.
Wilhelm cambió a la cámara del salón de conferencias. Todos los
asientos se encontraban ocupados; el lugar estaba repleto de gente
esperando que comenzara la exhibición. Wil no podía reconocer a
nadie en el mar de cabezas, pero se preguntaba quiénes allí escon-
derían armas; quienes formaban parte de su grupo y estaban espe-
rando para abrir fuego. Ahora que podía ver el cuarto entendía su
sacrificio. Los asientos se encontraban rodeados de Cazadores; ha-

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bía uno asentado cada veinte metros. Todos llevaban armas. Las
maquinas perfectas del rey. Después de haberlas investigado Wil
sentía que las conocía mejor que nadie. Si los revolucionarios supie-
ran tanto como él no tendrían el valor para ese trabajo, pensó.
De pronto la gente empezó a aplaudir, y Wil cambió a la cámara
que enfocaba el escenario principal. El primer ministro había en-
trado en el cuarto. Esperó unos momentos a que lo saludaran, dis-
frutándolo, y entonces empezó a subir el escenario. Entonces se vio
que alguien lo seguía por detrás, subiendo con él: Dierich. Los
aplausos pararon. El ministro camino hasta el micrófono con una
sonrisa.
—Sé que deben estar confundidos… esto no estaba planificado. Pe-
ro les aseguro que este hombre de acá esta en el lugar correcto… No
tienen nada de qué preocuparse. Vamos a ver, ¿por qué no dejamos
que él se explique…?
Se hizo a un lado y Dierich tomó el micrófono. Se lo veía pálido,
sin nada de la seguridad del ministro.
—Em… bueno… —empezó a balbucear—. Lo primero que quiero
decir es que no fui capturado. Así que los que tienen que escuchar
esto… no piensen eso. Y… Y…
Su voz fue empalideciendo hasta desaparecer. Su cabeza lenta-
mente se giró a un lado, a ver como un Caza empezaba a subir el
escenario. El caza estaba apuntando su arma.
—¿Qué…? ¡Shusho!
Dierich empezó a retroceder, poniéndose detrás del ministro.
Shusho también se había alarmado, gritándole al Caza que bajara
del escenario y que se detuviera.
—¡No entiendo esto! No puede ser… que el rey se enterase…
Pero el Caza no había dejado de avanzar. Corrió al ministro de un
manotazo y abrió fuego. Dierich se sacudió mientras las balas lo

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atravesaban y cayó al suelo. La explosión de los disparos hizo que
Wilhelm se cubriera las orejas mientras observaba su pantalla con
horror.
El Caza puso una mano sobre el hombro del ministro como para
calmarlo, protector. La imagen era clara; el ministro había descu-
bierto a los revolucionarios y había capturado a su líder. El plan se
había ido al carajo. Una mujer se paro sobre su asiento y reveló un
fusil, disparando contra el escenario. El Caza pudo cubrir al minis-
tro de las primeras ráfagas, pero pronto su cuerpo se contrajo lleno
de agujeros. El ministro se envolvió de sangre y él fue el siguiente
en caer muerto. Ahora todo el cuarto estaba envuelto por los gritos
de la multitud, y todos empezaron a correr sin orden alguno. Los
revolucionarios de la multitud empezaron a disparar a los Cazas, y
estos a devolver el fuego.
Wilhelm estaba temblando. Dierich había muerto y el ministro
también. Desconectó el sonido de su computadora y todo se llenó
de silencio; ahora la gente que moría y gritaba parecía lejana, muy
lejana. Incapaz de llegar a su pequeño cuarto a oscuras. Por unos
minutos solo observó, absorto ante la catástrofe. Todo se había ido
abajo. Hubo un momento en el que ni siquiera pudo ver la pantalla,
porque no podía enfocar la mirada; las luces apagadas de su cuerpo
se sentían como un vacio infinito en el que se había perdido. Deses-
perado, intentó buscar un recoveco en su mente, un refugio en sus
recuerdos. Sentía que había algo que debía recordar, algo que le
decía que las cosas no eran tan malas. Pero no lo encontró. Todo en
lo que podía pensar era en el rey, en el desastre que había ocurrido
en su vida desde que todo había comenzado el año pasado. Toda la
gente que había conocido y perdido eran un peso muerto, una carga
sobre su mente que le impedía concentrarse. No, no iba a poder
huir de la realidad en ese momento.

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Al oír los disparos los revolucionarios habían procedido como
habían planeado, revelándose por todo el edificio y evitando que la
gente saliera. Pero Wilhelm también había planeado su parte. Des-
conectó las cámaras y retiró el virus, asegurándose de que los Cazas
no pudieran organizarse. Aunque sabía que no tenía caso tomar el
hotel; el rey no iba a venir. Ahora venía la parte que había tramado
para él solo. Juntó sus cosas y dejo el cuarto; por los pasillos todos
sus compañeros del ministerio se habían puesto a correr. No tenía
caso usar el ascensor; bajó por las escaleras y siguió el plano que se
había memorizado para encontrar una de las salidas de emergencia.
Pronto estuvo afuera del hotel, y corrió hasta encontrarse a va-
rias cuadras. Había pasado desapercibido; un elemento demasiado
menor en el tablero, invisible. Como lo había sido toda su vida. Wil
corrió hasta su departamento, donde se encerró sin encender nin-
guna luz. Por primera vez deseaba ese lugar. Su último metodo para
llegar hasta el rey había fracasado. Ahora solo quería volver a su
vida antes de eso, a los lugares familiares donde nadie lo decepcio-
naba. Deseaba esa oscuridad, ese dolor.
Mientras sintiera ese ardor significaba que seguía vivo.

La toma del hotel Regent no duro; los Cazas terminaron de lim-


piar a los criminales al caer la noche. La conferencia de tecnología
se canceló y todos sus proyectos fueron puestos en pausa. Todo
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indicaba que iba a seguir un periodo de caos, pero en realidad hubo
una extraña paz. Sin primer ministro, el gobierno se enredó discu-
tiendo sobre su sucesor, y los Cazas anduvieron sin órdenes claras.
Wilhelm experimento días insólitos en los que podía andar por las
calles sin ningún Caza a la vista.
Sin embargo, esto no duro. Pronto se eligió al nuevo primer mi-
nistro, Penrod, que estableció una vigilancia más dura en las calles.
Se buscó extinguir cualquier foco revolucionario e impedir que vol-
vieran a intentar algo parecido, callando a los medios de comunica-
ción y supervisando cualquier transmisión antes de que sea envia-
da, revisando que pudiera ir contra el gobierno. Se asentaron mu-
chos más Cazas que nunca antes en las calles, dentro de los edifi-
cios, en lugares en los que el gobierno no se mesclaba, como las
iglesias o las escuelas. La gente empezó a ser tomada de sus casas
para sesiones de interrogación de las que muchos no volvían; cual-
quiera que pareciera sospechoso era tomado y desaparecía. Pronto
todo rastro revolucionario se esfumó; la gente temía salir afuera o
decir lo que pensaban. Wil renunció a cualquier idea de volver a
encontrarse con el movimiento.
Había habido muchos primeros ministros en la monarquía, pero
Penrod debía ser el más severo. En dos años iba a cumplirse el cen-
tenario, y Penrod quería asegurarse de pasar a la historia como el
ministro que había acabado con el terrorismo en el país.
Wil intentó concentrarse en el trabajo y olvidar todo lo demás;
intento olvidar al rey; intento olvidar a Dierich; pero todos los días
al volver a su departamento el silencio volvía a ser estruendoso y
sentía un frio en su interior. Un frio que debilitaba sus huesos y le
quitaba energía poco a poco. Wil se dio cuenta de que antes de todo
eso, de recibir ese mensaje en su computadora (“¿Querés ser fe-

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liz?”) estaba acostumbrado a la soledad. Supuso que era hora de ver
si podía acostumbrarse de nuevo.

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2099

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73
1

Ese había sido un año quieto, silencioso. Por momentos en el pa-


sado Wilhelm se había sentido vigilado, sin libertad de movimien-
tos, y esa se había convertido en la realidad para todos los trabaja-
dores por igual. Todos en el ministerio tenían que reportar sus mo-
vimientos y cualquier actividad sospechosa podía causar que un
Caza te siguiera hasta tu casa. Para Wil no había sido tan diferente a
antes; estaba acostumbrado a mantener un perfil bajo. Al principio
los Cazas lo seguían por haber interactuado con los revolucionarios
en el pasado, pero la investigación reveló que no tenía nada que
ocultar. Ya nadie se contactaba con él; no hablaba con nadie. Pronto
hasta los Cazas lo dejaron atrás. Wil se asentó a una vida rutinaria
en la que iba del trabajo a su casa y de su casa al trabajo. Ya no tenía
energías para quejarse. Ya ni siquiera sentía la opresión de su de-
partamento; simplemente la aceptaba. Su peso bajó mucho, y ape-
nas dormía. Pasaba periodos de cuarenta y ocho horas despierto

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regularmente. Todos los días eran similares y se mezclaban entre sí;
Wil se perdía en el océano de sus pensamientos.
Los meses pasaban sin que lo percibiera; para cuando quiso dar-
se cuenta ya era diciembre. Aún miraba por su ventana hacia las
luces de los barrios bajos debajo, y veía en esas luces que sus vidas
continuaban, que los disturbios continuaban, que el conflicto conti-
nuaba. Aún no había olvidado al rey. Aún no había visto su cara, y
eso no podía olvidarlo; pero se sentía derrotado. No podía conti-
nuar solo.
Pensaba mucho en Meinhart, el historiador, últimamente. Había
conocido a mucha gente que lo había abandonado, pero Meinhart
había sido diferente; el movimiento revolucionario y Montague solo
lo habían usado para su beneficio, mientras que Meinhart era más
como un igual, solo otra persona que tenía interés en el rey. Sí, re-
sultó ser inmortal, pero también fue el primero en tratarlo ama-
blemente. Y luego desapareció por culpa de Wil. Deseaba que Mon-
tague volviese a contactarse con él para intentar buscar a Meinhart
juntos, pero no había nada que pudiese hacer. Había decepcionado
a Montague y este lo había dejado atrás.
Estaba pensando en Meinhart el día que volvió a verlo. Había
vuelto del trabajo. Cuando Wilhelm escuchó el timbre de la puerta
creyó haberse confundido; nunca recibía visitas y los vendedores
no se molestaban con pisos tan superiores. Cuando miró por el es-
pejo de la puerta y vio a Meinhart terminó de asegurarse que estaba
durmiendo. No dormía mucho; sus días solían ser una niebla de ma-
reos y cansancio. Una visión así no le sorprendía. Pero entonces
Meinhart empezó a golpear la puerta, y el sonido sacó a Wil de su
trance.
Wil abrió la puerta con la garganta seca. Meinhart lo saludó con
una sonrisa y un apretón de manos.

75
—Wilhelm, cuánto tiempo.
Wil lo estudió de pies a cabeza. Meinhart ya no usaba las ropas
humildes que cuando lo había conocido; ahora tenía un traje costo-
so. Aunque intentara, no podía verlo de la misma manera; ahora
sabía que era un inmortal y aunque aparentara unos veinte años
debía haber vivido muchas vidas. La realidad del reencuentro no
era como Wil lo había imaginado; en realidad se sentía ante un ex-
traño. Pero Meinhart no dejo que el momento fuera incomodo, mos-
trando mucha afabilidad.
—Me alegra verte bien —dijo—. Cuando nos vimos hace dos
años estabas intentando llegar hasta el rey, y eso… eso siempre es
peligroso. Temía que pudiera haberte pasado algo. Yo sé a dónde
podes terminar.
—¿Vos sabés? —dijo Wil—. ¿Qué te paso? Los del gobierno te
agarraron, ¿no?
—Sí —admitió Meinhart—. Registraron mi casa y vieron mis in-
vestigaciones del rey. Entonces me sacaron de ahí y me llevaron a
un centro…
—Dios. Es porque me siguieron… Es culpa mía. —Wil cayó de
rodillas, su mirada borrosa. Aún seguían junto a la puerta abierta.
—Por favor, Wil. Levantate.
Meinhart cerró la puerta suavemente y miró el departamento. Se
encontraba a oscuras y el living tenía poco más que una mesa cu-
bierta por envoltorios y platos sucios. Meinhart buscó por la pared
hasta encontrar un interruptor y prendió la luz. Wilhelm se había
puesto de pie, avergonzado, y le indico que tomara asiento. Se sen-
taron alrededor de la mesa.
—No intentes negar que es culpa mía —susurró Wil—. Pensé
que nunca te iba a volver a ver.

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—Es verdad que a la gente de la revolución la matan, incluso dos
años atrás —dijo Meinhart—. Pero vos te encontraste con Monta-
gue, ¿no? ¿Qué te dijo?
Meinhart le dirigió una mirada de confidencia, de que ambos sa-
bían el mismo secreto. Wilhelm se relajó, bajó su guardia y volvió a
sentirse como cuando lo había conocido.
—Sos inmortal —dijo—. No podes morir.
—Bien. Te lo dijo. Por eso no tenías que preocuparte por mí. Los
Cazadores me agarraron, pero no podían hacerme nada.
—Pero podían torturarte… ¿no? —balbuceó Wil—. ¿Eso te estu-
vieron haciendo estos años?
Meinhart perdió la sonrisa. Se tomó un momento para respon-
der.
—Me torturaron, sí. Pero no duró. En cuanto notaron que mi piel
volvía a crecer se dieron cuenta de lo que era. El rey también es
como yo, así que fue notificado… Ahora ya lo sabés, así que no tengo
que seguir fingiendo… La razón por la que me convertí en historia-
dor es porque sabía que el rey era como yo y quería llegar hasta él.
Los inmortales nos buscamos los unos a los otros. Bueno, pude con-
seguir eso.
—Conociste al rey Meter.
—Sí. —Meinhart dejó ver una pequeña sonrisa. No era arrogante
ni fanfarrona, sino triste. Una de piedad—. Fue un reencuentro, en
realidad. Resulta que ya lo conocía. Vernos nos hizo bien a los dos.
Él realmente necesitaba reunirse con otro de los suyos; el rey está…
muy vulnerable.
Marie dijo lo mismo, pensó Wil.
—Se encuentra aislado de todos, viviendo en un edificio privado
—dijo Meinhart—. Cuando se enteró de mi existencia me dejo vivir
en el mismo lugar, pero incluso así se negaba a verme… Solo me

77
visitaba para tener cenas. Durante todo este tiempo intenté conec-
tarme con él, que pudiéramos entendernos, pero… Se niega a salir.
Se niega a ayudar a la gente; la última vez que intentó hacerlo solo
logró que las cosas terminaran como están. Teme que solo pueda
empeorar las cosas.
—Oh… —Wilhelm bajó la mirada—. Entonces mis esfuerzos eran
en vano. Solo quería llegar hasta él para intentar hacerlo entrar en
razón, pero si vos no pudiste…
—No es solo eso. Es más grave de lo que me temía. En su cuarto
tiene una oficina antes de su dormitorio… y sobre la pared cuelga
una espada. Un día esperé atrás de la puerta… y lo vi usarla para
cortarse a sí mismo. Al principio solo se hacía cortes y dejaba que la
sangre fluyera, pero después pasó a cortar partes enteras… un dedo
tras otro. No dejaba salir ningún grito. Después todo le volvía a cre-
cer… Esa es nuestra maldición. —Meinhart se calló. Hubo un mo-
mento de silencio—. E hizo esto cada noche que fui a mirar. Se cas-
tiga a sí mismo. Solamente quiero ayudarlo.
—Yo… yo también —dijo Wil, pensando en Marie. Meinhart pa-
reció alegrarse.
—Qué bueno escuchar eso. Veras, hace unos días entré a su ofi-
cina mientras no estaba y busqué en su computadora, y me enteré
de que tiene a muchos agentes buscando por todo el país… Siguien-
do rastros de Thrombozyten.
—Thrombozyten —repitió Wil—. Busca inmortales…
—Sí. Pero creo que busca a uno en particular… una mujer. Su an-
tigua amante.
Wil tragó saliva. Sabía que se trataba de Marie, pero por alguna
razón no dijo nada.
—Ah… ¿sí?

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—Sí. Creo que es su obsesión, una de las pocas cosas que lo man-
tienen día a día… los inmortales vivimos demasiado, necesitamos
proyectos para mantenernos enfocados, ¿sabés? Por eso quiero
ayudarlo. Creo que si podemos reunirlos vamos a poder empezar a
sanar a Meter.
—Pero, pará… ¿por eso viniste acá? —dijo Wil—. Porque no sé,
yo no…
—Oí, Wil. Montague era el único de nosotros que se mantenía
conectado, que se mantenía al tanto de las cosas. Si alguien puede
encontrarla es él. Pero no responde a mis intentos de contactarlo…
creo que teme que me haya pasado al lado del gobierno. Él siempre
quiso matar a Meter, no ayudarlo. Siempre vivió temeroso de que lo
descubrieran. Cuando me secuestraron me volví demasiado peli-
groso para él. Por eso pensé en vos. La última vez que nos vimos te
había hablado de Montague… quizá vos habías logrado contactarte
con él.
—Meinhart… él y yo sí nos contactamos, pero no sé… Quizá sea
mejor dejar el pasado como está. Por lo que sé, quiero decir, por lo
que me dijo Montague, la antigua amante del rey tuvo sus razones
para desaparecer… y el rey quizá sea… peligroso. No parece una
persona sana.
Meinhart suspiró.
—Ya lo sé… Yo sé que así es como suena. Pero si lo conocieras…
Si lo escucharas de él…
—¿A-Al rey? ¿Conocerlo?
—Podemos ir para allá ahora mismo, Wil. Podríamos entrar a su
edificio directamente.
—No sé… Yo no tengo derecho de estar en un lugar así…
—Por favor, Wil. Le dije que iba a buscarte. Te está esperando.

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Wil había perdido el aliento. De pronto la situación había perdido
realidad. Lo había querido por tanto tiempo, y justo cuando se había
resignado… La oportunidad estaba frente a él. Conocer al rey. Se dio
cuenta de que no creía merecerlo. Parecía haber una equivocación,
que buscaban a otro Wilhelm. Pero él era el que había conocido a
Marie. Él era quien resultaba de utilidad. Sus esfuerzos lo habían
llevado hasta ahí.
—Está bien —se escuchó decir—. Lleváme hasta ahí.
Meinhart le dedicó una sonrisa tan familiar, tan intima que hizo
que Wilhelm volviese a bajar la guardia, y por un instante olvidó
que la situación tuviera algo de extraño.

Wilhelm y Meinhart se subieron a un auto negro y Meinhart con-


dujo por casas de ladrillo sin pintar, apiladas una sobre otra. A las
dos horas dejaron atrás los barrios bajos y se adentraron en un dis-
trito privado donde la mayoría de los edificios llegaban hasta el cie-
lo. Al final Meinhart estacionó frente a un gran edificio de cristal;
sus paredes estaban recubiertas por vidrios que reflejaban el cielo
gris.
—Qué alto —dijo Wil—. ¿Decís que lo usa todo para él?
—Solo para él —dijo Meinhart—. Vamos.
Había dos Cazas parados junto a la puerta. Cuando se acercaron
los Cazas se giraron hacía ellos, pero Meinhart insertó una tarjeta
junto a la puerta y los Cazas no hicieron ningún movimiento más.
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Pudieron pasar sin ningún problema. Atravesaron un largo pasillo
negro hasta un ascensor. Se metieron adentro y Meinhart lo hizo
subir.
Subían en silencio. Wilhelm aún no reaccionaba a lo que estaba
pasando; todo ese día se había sentido irreal, y él se había sentido
acorde, como si estuviera mirando desde afuera de su cuerpo. Pero
lo prefería así. Seguían subiendo. ¿Qué tan alto estaban yendo? Wil
esperó con la boca cerrada. Cuando parecía que habían esperado
por una eternidad, el ascensor llegó a destino. Se abrió otro pasillo.
Al final llegaron hasta unas puertas. Del otro lado se encontraba un
cuarto enorme, lujoso, con un techo que no se veía sin levantar la
cabeza; grandes plantas cubrían sus paredes, y el piso estaba cu-
bierto por una alfombra roja. El centro de la sala estaba ocupado
por una larga mesa rodeada de sillas. Sentado en la punta, mirándo-
los, se hallaba un hombre de traje.
—Meter, lo traje —dijo Meinhart. Todas las miradas se pusieron
en Wilhelm, que no supo cómo reaccionar. Tenía la mirada fija en el
suelo; sentía que no debía mirar fijo al hombre en la mesa.
—Sos Wilhelm, ¿no? —dijo el rey; Wil reconoció su voz de las
grabaciones—. Vení, toma asiento.
Meinhart empezó a caminar y Wil lo siguió por inercia. La voz del
rey era firme y comandante; borraba todas las incertidumbres y
hacía parecer que la situación era muy simple. Los dos tomaron
asiento junto al rey; solo entonces Wil se atrevió a mirarlo.
Al igual que Meinhart, al igual que Marie, el rey era un hombre
que había visto mucho pero reflejaba inocencia; su cuerpo estaba
atascado en la juventud de sus veintes, incapaz de envejecer. Lo que
Wil no esperaba era su seguridad; el rey le sostenía la mirada, sin
mostrar ninguna expresión, con una postura firme. Marie lo había
llamado alguien que huía… Meinhart había dicho que se cortaba…

81
había estado esperando ver una persona débil, inestable. Sin em-
bargo, la presencia del rey llenaba todo el amplio cuarto.
—Me alegra que hayas venido —dijo el rey, con una voz fría—. Al
principio estaba molesto de que Meinhart hubiera revisado mis ar-
chivos y se haya enterado de… lo que deseo… pero a estas alturas
estoy dispuesto a aceptar ayuda. Pasaron años… décadas desde que
la veo.
—Estas buscando… a una inmortal… ¿no? Mi rey —balbuceó Wil.
—Sí. Decime Meter. —El rey tomó una de las varias copas que
había sobre la mesa y le sirvió vino. Se la ofreció a Wil y la dejo fren-
te a él, pero él no hizo más que mirarla sin poder moverse—. Es
raro hablarle de esto a alguien de afuera… pero también se siente
bien. Veras, somos cuatro. Vivimos mucho y los caminos de la vida
nos separaron, pero siempre volvemos a reunirnos. Lo que corre
por nuestra sangre es lo mismo; somos como una familia. Por eso
siempre terminamos buscándonos.
Wil tragó saliva. Sentía que le faltaba el aire. A diferencia de
Meinhart, el rey no hacía ningún esfuerzo para que Wil se sintiera a
gusto; cada palabra parecía penetrar en su cabeza e inquietarlo
más. Entonces, Meinhart le puso una mano en el hombro y fue como
volver a la realidad.
—Si te ayudo… ¿harías algo? —dijo Wil en un susurro—. Todo el
país te necesita. Todos están pidiendo verte. Cuando ellos piden
cosas a su rey vos no respondes.
Se creó un silencio. Wil temió haberse pasado, pero el rostro del
rey no dejaba ver ninguna emoción. Era completamente en blanco,
frio. El rey apretó los puños.
—Trate… trate de ayudarlos. Durante la Segunda Edad Media to-
do estaba en ruinas; no había ningún orden. Yo los uní a todos y
devolví las cosas a cómo eran antes.

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—Los humanos no viven tanto —dijo Meinhart—. Ellos olvidan
más rápido como eran las cosas antes…
—No —interrumpió el rey—. No fue culpa suya. Me tomó mucho
tiempo entenderlo, pero ahora lo sé… Nosotros no tenemos que
formar parte del mundo. No somos parte de él; vivimos en el borde.
Que un inmortal empezara a decidir por el resto fue antinatural.
Ahora lo sé; los inmortales nunca deberían decidir sobre el destino
de los mortales. Me aleje para evitar influenciar más las cosas.
—¿O sea que no podes salir? —dijo Wil, incrédulo—. ¿No podes
arreglar las cosas? ¿Eso es todo?
—No pienso quedarme acá para siempre. Estoy preparado para
entregar mi reino hace mucho… pero no puedo irme aún.
—¿Por Marie?
Los ojos del rey se ensancharon al oír ese nombre.
—Marie… —El rey tomó un sorbo de su copa; sus ojos parecie-
ron mostrar un brillo por primera vez—. Alguna vez la ame. No co-
mo inmortal, sino como persona… Ese recuerdo es lo único que me
mantiene atado a lo que alguna vez fui. Necesito saber si es real.
Necesito verla una vez más.
—Wilhelm… —rogó Meinhart. Wil se puso de pie, tambaleándo-
se.
—N-No sé. Montague me dijo que Marie se alejó por una razón…
Que ya había sufrido demasiado.
El rey también se puso de pie, y tomó el hombro de Wilhelm.
Empezó a hacerlos caminar hacia un pasillo, guiándolo por el edifi-
cio.
—Vení —dijo—. Dejame darte un tour.
Salieron a una gran sala que daba a los vidrios que cubrían el edi-
ficio y dejaban ver el exterior; estando por sobre los edificios, las
nubes grises cubrían toda la vista e iluminaban el lugar.

83
—Me gusta sentarme acá a mirar —dijo Meter—. Recordar lo
que creé. Nunca quise que pensaran que les había dado la espalda.
Wilhelm no dijo nada. El rey lo guió a través de un pasillo hasta
dos puertas; tras ellas había un estudio.
—Acá leo los informes de cada ministerio todos los días…
El rey siguió hablando, pero Wil no le prestó atención. Solo podía
fijarse en la larga espada que colgaba sobre la pared. La historia era
verdad.
—¿Te gusta? —dijo entonces el rey—. Imagino que sabés que los
inmortales no podemos herirnos.
—Sí…
—Bueno, sí hay una forma de matarnos. Cortándonos la cabeza.
—Ah… ¿sí? —Wil no sabía cómo debía responder a semejante
franqueza.
—Por eso me gusta tenerla sobre mi cabeza mientras leo. Es un
recuerdo constante de mi mortalidad.
El rey dio un paso atrás, y miró directamente a Wilhelm.
—Todos sufrimos demasiado —dijo—. Es mi culpa. Está por
cumplirse el centenario desde que empecé mi reinado… ¿Cuanto
más debe durar el dolor? Ayúdame, por favor… No podemos contac-
tar a Montague para que nos diga dónde está Marie. Solo podes
ayudarnos vos. El año se está terminando… Solo quiero verla una
vez más. Estaba planeando una cena de fin de año…
—“Solo una vez” —repitió Wil—. No es tanto.
Desde el fracaso durante la Conferencia de Tecnología Wil se ha-
bía sentido en un punto muerto, deseando que alguien lo rescatase,
que alguien volviese a incluirlo. Y ahora eso era una realidad. ¿Esta-
ba traicionando los deseos de Marie? Ella no quería involucrarse
con los revolucionarios… Eso no era lo mismo. Quizá un reencuen-
tro era lo que necesitaban.

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—Está bien —dijo al fin—. Creo que puedo encontrar a Marie.
El rey se mostró satisfecho, pero no sonrió. No, era muy tarde
para eso. Años tarde.
Volvieron a la mesa, donde Meinhart celebró que hubiera resul-
tado. El rey le aseguró a Wil que no tenía que preocuparse por los
gastos para encontrarla; iba a encontrar una gran suma en su cuen-
ta bancaria muy pronto.
—El 31 —dijo Meter—. La voy a volver a ver el 31.

El rey le ofreció una cena a Wilhelm, pero eso ya era demasiado


para él; no podía tolerar más tiempo en presencia de alguien que no
merecía. Disculpándose, volvió a su casa, donde se acostó inmedia-
tamente y durmió plácidamente.
Al día siguiente viajó al trabajo preocupado. Para viajar hasta la
casa de Marie tenía que pedir una solicitud de vacaciones, y eso po-
día tardar hasta después del 31. Sus nervios estaban empeorando
hasta que llegó al ministerio. Allí se encontró con que habían envia-
do una orden oficial que lo autorizaba a moverse libremente duran-
te la duración de diciembre; una orden firmada por el rey. Wil había
adquirido el mismo nivel de prioridad que el jefe.
Tras recibir las noticias caminó torpemente hasta su oficina, con-
fundido. El rey le había depositado dinero y tenía libertad para no
trabajar, pero le costaba asimilarlo. Al cerrar la puerta sonó su celu-
lar. Era un número desconocido.
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—¿Hola? —atendió.
—Wilhelm —saludó una voz familiar.
—¿M…Montague? ¿Sos vos?
—Ni siquiera debería estar llamándote. Llegaron incluso hasta
vos, ¿eh?
—No, no es así…
—Vi a Meinhart llevándote hasta el edificio de Meter. Primero lo
agarraron a él y después a vos. Probablemente no me quede mucho
tiempo.
—No… ¿Cómo me viste? ¿Tenes cámaras conmigo también?
—Tranquilo, no hay ninguna en tu casa. Pero yo vigilo a todos los
que me conocen.
—Montague… Escuchá. El rey solo me llamó para pedirme ayu-
da; él quiere lo mismo que nosotros.
—¿Morir? —rió Montague.
—No sé… pero quiere que los inmortales se reúnan. Está pla-
neando una cena de año nuevo…
—Meter nunca olvidó a Marie, realmente.
—Pero no es solo Marie. Si vos vas también te va a recibir.
Por un momento Montague no respondió nada. Parecía estar
considerándolo.
—Es más seguro pensar que te convirtió a tu causa y ahora me es-
tas tendiendo una trampa porque actúo en contra de Meter.
—Mirá… no me importa lo que opines de mí, pero no le haría eso
a Marie. Y también voy a ir a hacerle la oferta a ella. Pensalo, Mon-
tague.
Tras eso, Montague cortó. El número era confidencial y no podía
volverlo a llamar.
Sin que nada lo detuviera, Wil partió el día siguiente. No estaba
ansioso por ayudar al rey; en realidad solo quería ver a Marie de

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nuevo. Ella debía poder ayudarlo a organizar sus ideas y decirle si
ayudar al rey estaba mal. Cuando la buscó por primera vez solo era
otro paso en su búsqueda por llegar a ver el rey; y eso ahora había
sucedido. A alguien tan insignificante como él. No podía confiar en
que sus acciones eran voluntarias; no hubiera podido negarse ante
el rey aunque hubiera querido. Necesitaba ver a Marie.
Cuando estuvo a medio camino se hizo de noche y paró el auto.
Ya estaba fuera de la ciudad, fuera de sus luces y estruendos; cuan-
do miro hacia arriba vio un océano de estrellas. Por un instante de
armonía Wil sintió a su cabeza completamente liberada. Ninguno de
sus problemas parecía azotarlo. En ese momento de claridad volvió
a sentir un recuerdo al borde de su mente; algo que estaba casi a su
alcance. Logró percibir que era algo de su niñez, de cuando todavía
vivía con sus padres; cuando salía a jugar con sus amigos, cuando
todavía veía a personas afuera de su casa. Casi creyó estar recor-
dando las memorias de otro; eran así de distantes. Tenía un amigo
al que veía todos los días… ¿Cómo se llamaba…?
Intentaba aferrar esa vida pasada, ese yo que ya no reconocía,
pero quedaba demasiado lejos. Aún intentaba recordar el nombre
cuando se quedo dormido.

Al día siguiente llegó a la casa de Marie. La última vez había sido


un día soleado, pero ahora se acercaba una tormenta y nubes oscu-
ras lo cubrían todo. La casa parecía pequeña, gris y triste. Wil tocó
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la puerta y nuevamente no recibió respuesta. Eso era un problema;
podía esperarla, pero ¿y si se había ido? Podría perder tiempo espe-
rándola por días y el 31 se acercaba. Sin saber muy bien porqué, Wil
jaló el picaporte de la puerta y esta cedió. Estaba abierta.
Wil pasó a la casa a oscuras. Todo parecía estar en orden, no ha-
bían forzado la puerta ni le habían robado… entonces notó que so-
bre la mesa donde habían hablado había una nota. Wil leyó:
“Ya podes dejar de observar, Montague. Ya escuche.”
Wil miró a su alrededor. Efectivamente, Montague debía tener
cámaras y micrófonos escondidos alrededor. Se preguntó si podía
escucharlo en ese momento. Leyó la carta en voz alta.
—Montague —dijo—. Marie se fue…
Wil se sentó en el suelo, en la oscuridad. En ese momento su ce-
lular empezó a sonar; era un número desconocido.
—¿Sí? —dijo Wil.
—Siempre pensé que Marie sabía más de lo que aparentaba —dijo
Montague.
—¿Descubrió tus cámaras? —dijo Wil.
—No solo eso. Estoy viendo que el flujo de información que recibía
de las cámaras también cambió… Creó que las uso para mirarme a
mí. Incluso quizá escuchar.
—¿Por qué no me dijiste que se había ido?
—No lo sabía. Se ve que alteró mis cámaras más de lo que creía.
Ahora entiendo que durante todo este tiempo ella probablemente fue
la que más supo sobre lo que estaba pasando. Probablemente ella…
—Montague, ¿sabés donde está? Necesito encontrarla.
—No creo que podamos encontrarla. Creo que fue para la ciudad…
Que vamos a verla el 31 de diciembre. Creó que ya recibió tu mensaje.
—Carajo… —Wil se apretó los ojos—. El rey contaba conmigo…

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—Podría estar en cualquier parte. No tiene caso seguir preocu-
pándose por eso. Ahora bien, el 31… ¿En serio ibas a convencerla de ir
ahí? ¿A lo que podría ser una trampa?
—Montague, vos querías eso mismo. Usar a Marie para que el rey
te concediera pasaje a él. Ahora podes hacer eso mismo. —Wil ape-
nas podía creer lo que salía de sus labios. ¿Qué le estaba diciendo a
Montague que hiciera?
—¿Creés que el rey me dejaría tocarlo? Que no va a estar rodeado
de Cazas?
—Creo… Creo que quizá quiere morir.
Esto hizo que Montague se callara.
—Ya veo —dijo al fin. Y colgó.
Wil dejo que la carta cayera de sus manos y dejó la casa. Se subió
a su auto y emprendió el camino de vuelta.

El 31 de diciembre llegó precipitadamente, inevitable. Wil se


despertó para ver las primeras gotas cayendo. Sabía lo que quería
hacer; lo había sabido hace mucho. Cuando se hizo la tarde se subió
al auto y condujo hasta el edificio del rey. Estacionó en la vereda de
en frente, y reclino su silla para poder ver hacia las puertas de en-
trada.
Finalmente lo había hecho; había visto el rostro del rey. Un obje-
tivo que parecía tan distante hace dos años; que era tan distante
porque solo era una distracción. Pero de alguna forma se había
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vuelto una realidad; finalmente había cumplido su parte, y ahora la
historia lo había dejado atrás. Ya no tenía que ver con él. No sabía
qué estaba haciendo ahí. Solo quería mirar en esa dirección… una
última vez. Estar tan cerca como podía.
La cena era al anochecer; todavía le quedaban unas horas. Pasó
el tiempo en silencio, dejando que su mente se aclaré, liberada de
problemas al menos por una jornada. Ese era un barrio de clase
alta, por lo que no transitaba mucha gente normalmente, y no se
veía a nadie con la lluvia. Wil sintió un escalofrió; se apretó sus ro-
pas. El sol se estaba yendo. Pronto se hizo de noche.
Eventualmente vio a la primera persona, caminando desde la
cuadra donde Wil se había estacionado. Cuando se acercó al auto
pudo ver que se trataba de Montague; realmente había salido afue-
ra. Wil no tenía nada para decirle. Montague siguió de largo, sin de-
dicarle un vistazo al auto, y fue directo hacia el edificio. Entró y des-
apareció.
Por unos instantes el ruido de la lluvia al caer lo ocupó todo. En-
tonces apareció la segunda persona, viniendo desde la dirección
opuesta. Estaba en la vereda de en frente, así que le costó más a Wil
ver quién era; pero entonces se dio vuelta y miró hacia él. No podía
olvidar el rostro de Marie. Ella le sostuvo la mirada durante un ins-
tante y entonces se dio vuelta y entró en el edificio. Eso era todo.
Habían venido. El año nuevo estaba por llegar.
Wilhelm estaba relajándose cuando un golpeteo lo sobresaltó.
Alguien estaba golpeando en el vidrio de la puerta del acompañan-
te; era Meinhart. Desorientado, Wil le abrió la puerta. Meinhart pa-
só adentro empapado.
—Cielos… como llueve —dijo, bufando. Tenía una sonrisa—.
Gracias por dejarme entrar, me estaba helando.
Wil no dijo nada. No sabía qué decir.

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—Hoy estuve todo el día afuera. Quería darles tiempo a los otros
de llegar, de saludarse. Esta va a ser una cena interesante. Van a
ser… cien años con los que ponerse al día.
—Meinhart… —dijo Wil—. Temo que Montague vaya a… herir al
rey…
—Wil, va a ser una cena interesante, pero creo saber cómo va a
terminar. Yo sé lo que Meter quiere… él solo quiere ver a Marie una
vez más… Después de eso probablemente tenga suficiente. Creo que
va a pedirle a Marie que lo mate; que use su espada para cortarle la
cabeza. Meter vivió mucho, pero ya le llegó el momento de descan-
sar.
Wilhelm asintió, mirando por la ventana.
—Gracias por todo —dijo Meinhart.
Sin decir nada más, y sin girarse, escuchó a Meinhart levantarse,
salir del auto y cerrar la puerta. Pronto apareció en su campo de
visión dirigiéndose al edificio y pronto entró. Wil no puso música ni
se movió; solo escuchó el repiquetear de la lluvia contra el metal.
Quizá también había llegado su momento de descansar. Ya recor-
daba bien.
Cuando solía jugar afuera iba casi siempre a la casa de su amigo
Ewart. Eso fue antes de que se mudaran y todos esos recuerdos
quedaran atrás… Veía a Ewart todos los días. Se compartían los ju-
guetes y se contaban todo. Pensar en él le hacía recordar sonidos
específicos, olores específicos. Podía sentir el olor de vainilla en el
auto en ese mismo momento.
Una vez le estaba contando a Ewart que su memoria era su mejor
atributo. No tenía muchos, pero ese realmente lo era. Ewart sim-
plemente había sonreído.
“Entonces intentá esto. Recordá este momento”, le había dicho. Y
Wil lo había hecho. Quizá a veces olvidaba, pero siempre lo llevaba

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dentro de sí. Cuando cerraba los ojos aún podía verlo; ese mundo
más feliz. Siempre iba a tener ese momento de hace veinte años.
Quizá el rey también tenía su momento.
Y el invierno pasaba sobre el país, y los barrios bajos iban a con-
tinuar teniendo hambre, y el imperio iba a continuar mirando hacia
abajo desde sus edificios: porque aunque no estuviera Meter, iba a
estar el primer ministro Penrod; y las estaciones iban a continuar
su ciclo y volviendo al invierno a pesar de todo.
Pero por ahora… Wilhelm podía aferrarse a ese recuerdo.

2018

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