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TEOLOGÍA DE LA REVELACIÓN

—LATOURELLE, R.—

CARLOS FRANCISCO GIL BATZ

UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA JOSÉ SIMEÓN CAÑAS


LICENCIATURA EN TEOLOGÍA
Teología Fundamental
San Salvador, viernes 27 de abril de 2018
I. INTRODUCCIÓN

R. Latourelle se propone que su obra sea «una contribución a la dogmática de la revelación […] una
búsqueda del espíritu, una reflexión sobre el misterio ya aceptado por la fe» (TR 11). Por ello, todo este
estudio pretende responder a una pregunta fundamental: ¿cuáles son la naturaleza, los aspectos, las
dimensiones y la profundidad de la revelación? Pregunta, cuya respuesta la hallamos en la tesis
principal del libro: «la revelación o la palabra que Dios dirige a la humanidad es la primera realidad
cristiana: el primer hecho, el primer misterio, la primera categoría» (TR 9).
Así, pues, el autor desarrolla su obra en cinco grandes apartados que siguen una secuencia lógica y
sistemática. Es decir, nos lleva desde los fundamentos de la revelación hasta su propia reflexión. En
efecto, en la primera parte, estudiamos cómo Dios, por iniciativa propia, se dio a conocer de manera
progresiva a toda la humanidad. Esta revelación inicio con Israel y alcanzó su plenitud en Jesucristo.
En la segunda parte abordamos el pensamiento de algunos padres de la Iglesia para conocer ciertos
puntos importantes de su concepción acerca de la revelación. Posteriormente, la tercera parte nos
permite visualizar el pensamiento de algunos de los teólogos más destacados en la etapa que abarca
desde el siglo XIII hasta el siglo XX. En la cuarta parte de la obra repasamos la postura de la Iglesia
acerca del tema de la revelación tanto frente al pensamiento protestante como ante diversas corrientes
filosóficas. Finalmente, en la quinta y última parte, puestas ya las bases, entramos en contacto con la
aportación propia de Latourelle, la revelación vista como palabra, testimonio y encuentro, cuyo rasgo
fundamental es el amor de Dios.
Por último, ofreceremos nuestro propio balance valorativo de esta obra.

II. ITINERARIO DE LA OBRA

1. Noción bíblica de revelación


El rasgo característico del Antiguo Testamento es afirmar la intervención libre de Dios en la historia,
la cual se entiende como una relación entre Dios y el hombre. A esta intervención y lo que Dios
comunica en ella damos el nombre de revelación (cfr. TR 17).
En el Antiguo Testamento la expresión predilecta para designar esta revelación es “palabra de
Yahvé” y en todas las manifestaciones de Dios lo central es escuchar esta palabra (cfr. TR 18).

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La historia de esta palabra puede trazarse a partir de diversas etapas en la historia de la salvación y
Latourelle nos marca un camino delineado a partir de las tradiciones orales y la literatura de Israel, es
decir, empieza por Abraham, pasa por los profetas y llega hasta la literatura sapiencial (cfr. TR 19-28).
Ahora bien, es importante resaltar el valor que tiene el dabar —la palabra— para un israelita:
exteriorización del corazón y fuerza dinámica. Por tanto, la palabra de Dios también posee un doble
carácter: discurso y acto, revelación de sí mismo y revelación de su voluntad (cfr. TR 29-30).
Naturalmente, esta palabra divina debe descubrirse en algún lugar. Israel advierte que Dios le habla
principalmente en la creación, en su historia como pueblo y en la voz y testimonio de los profetas (cfr.
TR 31-38).
Pero, ¿qué es lo que Dios le comunica a este pueblo? Este contenido es doble: “revelación de Yavé
y revelación de su designio salvífico” (TR 38). Al hombre le corresponde escuchar y ser dócil a la
voluntad divina abandonándose confiadamente en Dios (cfr. TR 40).
Sin embargo, la revelación veterotestamentaria estaba incompleta. El Nuevo Testamento nos
presenta la revelación de Dios en Cristo, su Verbo encarnado, quien “atestigua lo que ha visto y oído en
el seno paterno en palabras humanas que nosotros podemos comprender y asimilar” y por ello es “la
cumbre y la plenitud de la revelación” (TR 45).
Los evangelios sinópticos nos presentan la manifestación histórica de Cristo —en quien se realiza el
reino— y resaltan de él sus aspectos profético, rabínico y mesiánico —con los que anuncia este reino—
(cfr. TR 46-53).
El libro de los Hechos presenta el testimonio de los apóstoles, quienes con su predicación y forma
de vida proclaman la buena nueva, es decir a Jesús resucitado (cfr. TR 53-62). Más tarde, Pablo también
anuncia la buena noticia, pero a partir de las nociones de misterio y evangelio —que para él son lo
mismo— y pone en tensión la historia y la escatología. La respuesta del hombre a esta revelación
fundada en la sabiduría y el amor de Dios es su obediencia y fidelidad al designio de amor divino (cfr.
TR 62-72).
La Carta a los Hebreos compara la revelación de la antigua y de la nueva alianza y destaca la
excelsitud de la revelación dada en Jesús (cfr. TR 72-77).
Finalmente, san Juan, inmerso en la teología del logos, pone todo su esfuerzo en mostrar la revelación
realizada en Jesús a partir de su carácter de logos, palabra encarnada del Padre (cfr. TR 77-86).

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2. El tema de la revelación en los padres de la Iglesia
En este apartado Latourelle analiza el pensamiento de varios padres de la Iglesia de manera sucinta
con el fin de adquirir una visión general de su concepción acerca del tema de la revelación.
Este recorrido empieza con los padres apostólicos. Todos ellos coinciden en que la Iglesia transmite
el mensaje recibido de los apóstoles, quienes a su vez lo recibieron de Cristo, que es el culmen de la
revelación, el “conocimiento del Padre” (cfr. TR 91-94).
A continuación, nos encontramos con los apologistas que se caracterizan, sobre todo, por buscar “en
los sistemas filosóficos del siglo II todo posible punto de acceso para presentar el evangelio al mundo
helenista y para aplicarlo a él” (TR 94). Esto los hace “propensos a considerar la revelación como la
comunicación de una filosofía superior” (TR 101).
Para Ireneo “la revelación se presenta como la epifanía del Padre a través del Verbo encarnado”, (TR
105). Sin embargo, para manifestarse, Dios tuvo primero que educar a la humanidad y prepararla para
recibir al Verbo (cfr. TR 105-106).
Latourelle nos lleva ahora al estudio de los padres griegos. Clemente de Alejandría ve en la filosofía
griega una especie de alianza de Dios con los griegos y la considera “como un testamento especial” (cfr.
TR 119). Orígenes hace énfasis en la doble dirección de la revelación, pues —dice— “no hemos de
fijarnos solamente en el hecho de que Dios sale de su misterio, sino también en que el hombre reconozca
esta venida de Dios” (TR 131-132). San Atanasio, por su parte, habla de dos vías para conocer a Dios:
una desde el interior del alma, reconociendo en ella la imagen del Verbo, y otra a partir de la creación.
Sin embargo, a causa del pecado, ambas vías fracasaron y por ello fue necesario que el Verbo se
encarnara para “restaurar en él el verdadero conocimiento de Dios” (cfr. TR 132-135). Cirilo de
Alejandría se caracteriza por hablar de la revelación como una luz que ilumina a todos los pueblos (cfr.
TR 135-137).
Los padres capadocios —Basilio y Gregorio— así como Juan Crisóstomo coinciden en afirmar que,
aunque Dios se nos ha revelado tanto por la capacidad natural de la inteligencia como por la Escritura,
que tiene su plenitud en Cristo, es imposible conocer a Dios perfectamente (cfr. TR 137-144).
Por último, Latourelle nos presenta a los padres latinos. Tertuliano aparece en primer lugar. Destaca
en este la importancia que otorga a la transmisión de la revelación —la verdad, como él la llama— y el
importante papel de los apóstoles y sus sucesores en esta misión (cfr. TR, 145-150). Cipriano sobresale
por dar a la revelación el carácter de tradición (cfr. TR 150-151). Finalmente, nos encontramos con san

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Agustín. Este afirma que lo esencial que el Padre, al revelarse en Jesús, ha querido expresar es su amor;
la respuesta del hombre, pues, debe ser también una expresión de amor (cfr. TR 155).

3. La noción de revelación en la tradición teológica


San Buenaventura habla de la revelación como “luz para el espíritu”, llevada a cabo en “el tiempo y
en la historia” principalmente por el Hijo y el Espíritu. (cfr. TR 169-176).
Por otra parte, Tomás de Aquino habla de la revelación como un acontecimiento histórico de carácter
jerárquico, sucesivo, progresivo y variado, cuyo contenido acerca de “las verdades que superan
actualmente su espíritu” (TR 182) es dado al hombre ya sea interior o exteriormente. Su único fin es la
salvación de los hombres, o sea darles a conocer su fin último y los medios para conseguirlo (cfr. TR
176-192). Santo Tomás coincide con san Buenaventura en afirmar que el hombre, por medio de la fe,
acoge esta “verdad primera propuesta en la Escritura” pero añade que deber ser “entendida según la
doctrina de la Iglesia” (TR 192). Esta fe es ayudada por la gracia (cfr. TR 193-195).
Coincidiendo grandemente con el pensamiento de sus antecesores, Duns Escoto sobresale al admitir
como objeto de nuestra fe lo contenido no sólo en la Escritura sino también en las costumbres
transmitidas por los apóstoles (cfr. TR 201-202).
Damos ahora un salto al período post-tridentino. Aquí nos encontramos con Francisco Suárez que
destaca por visualizar el carácter mediato de la revelación (cfr. TR 208). Juan de Lugo, por su parte, se
fija en la importancia de entender la revelación como “palabra de Dios” que siempre se presenta como
“el conjunto de doctrina y de signos” que atestiguan su procedencia divina (cfr. TR 213-215).
En el siglo XIX surge la llamada renovación escolástica. Los teólogos de esta época se enfocan en
recuperar y profundizar lo dicho por los escolásticos (cfr. TR 219-234).
Por último, el autor hace un repaso de la situación de la teología de la revelación en el siglo XX
haciendo énfasis, sobre todo, en los elementos que han influido en la renovación de esta disciplina
teológica y los retos que se le presentan en la actualidad (cfr. TR 235-273).

4. Noción de revelación y magisterio de la Iglesia


Analiza aquí el autor, en primer lugar, la postura del concilio de Trento frente al protestantismo. Este
último promulgaba la necesidad de que solamente la Escritura guiara el caminar de la humanidad hacia
Dios pues, a causa del pecado, la razón de los hombres estaba imposibilitada para emprender esta tarea.
Así, al afirmar que la salvación se alcanza únicamente por la gracia y por la fe, los protestantes ven el
objeto de la fe únicamente en la Escritura y su interpretación individualista iluminada por el Espíritu.

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El gran peligro que esto representa es el acercamiento al racionalismo. El concilio de Trento, entonces,
responde reafirmando las dos vías de transmisión del mensaje evangélico: la Escritura y la Tradición,
ambas conservadas y custodiadas por la Iglesia. Además, también recuerda que la fe es “un acto del
entendimiento que se somete a Dios y que reconoce la verdad de lo que Dios ha revelado” (TR 287),
con lo cual reivindica la capacidad de la razón humana para cooperar con la gracia (cfr.TR 283-288).
Nos sitúa ahora el autor poco más de tres siglos después de Trento, en el concilio Vaticano I y su
postura contra el racionalismo. Y es que, además del racionalismo, diversas corrientes filosóficas, con
su exaltación de la todopoderosa razón, habían influido para que las nociones de revelación,
trascendencia y fe estuvieran en tela de juicio. Surgieron entonces algunas posturas extremas hacia el
interior de la Iglesia: los fideístas y tradicionalistas, por un lado, y los semi-racionalistas por otro. Ante
esto el concilio reconoce que la adhesión de la fe puede ser ayudada por argumentos racionales pero
que, sobre todo, es la acción interior del Espíritu la que impele al hombre a volverse a Dios y que, por
tanto, la fe es abandonarse libremente a esta invitación del Espíritu (cfr. TR 289-304).
Vamos ahora hasta al período contemporáneo. Aquí, Latourelle nos propone brevemente el
pensamiento de Pío XI, Pío XII y Pablo VI. El autor dedica más páginas al primero y al tercero.
Pío XI, en su encíclica Mortalium animos, responde al peligro de “un pancristianismo que se
realizaría a costa de concesiones doctrinales inaceptables para la Iglesia” (TR 334) surgidas
especialmente en el deseo de algunos que no profesan el catolicismo de lograr una unidad religiosa en
todos los pueblos. Ante esto, la encíclica recuerda que la revelación ha sido un hecho por el cual Dios
ha intervenido en la historia, pero que a este “se añade un hecho social, el hecho de la Iglesia” (TR 335).
Esta Iglesia es la única verdadera porque fue fundada por Cristo como ayuda para la salvación de la
humanidad. De la Iglesia se forma parte solamente si se acepta todo lo que propone como doctrina (cfr.
TR 333-337).
Latourelle también comenta la encíclica de Pío XI titulada Mit brennender Sorge. Esta encíclica
reivindica la plenitud de la revelación en Jesucristo ante la influencia del nacismo que desvirtuaba
diversos conceptos cristianos. De hecho —dice Latourelle, comentando el documento— “toda
revelación puramente humana que se añada a la buena nueva traída por Cristo, no puede ser sino pseudo-
revelación” (cfr. TR 337-340).
Avanzando más en el tiempo, llegamos a Pablo VI. Afirma el autor que de entre los documentos de
este pontífice “el más importante sobre el tema de la revelación es la encíclica Ecclesiam suam” (TR
343) de 1964. Y es que, ciertamente, la importancia de este documento pontificio radica en que “es la

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primera vez que una encíclica pone tan de relieve el carácter dialogal de la revelación” (TR 345). En
efecto, Pablo VI remarca aquí que la revelación posee un carácter dialogal, es decir, manifiesta a un yo
que se dirige a un tú. Este diálogo, que implica escucha y reciprocidad entre los dialogantes, posee
cuatro cualidades, a saber, “claridad, afabilidad, confianza y prudencia” (TR 347) y no es un mandato
o imposición. Por tanto, este diálogo de Dios con la humanidad deviene en el prototipo del diálogo de
la Iglesia con el mundo, pues su finalidad es ser fiel a la revelación y adaptarla a todos (cfr. TR 343-
350).
Por último, Latourelle dedica casi cuarenta páginas al análisis de la constitución Dei Verbum,
aprobada por la asamblea conciliar el 18 de noviembre de 1965, centrándose en “los capítulos I y II que
se refieren a la revelación y a su transmisión” (TR 353). En justicia a ello, colocamos aquí algunas
anotaciones que Latourelle realiza acerca de los primeros diez numerales de la constitución.
En la segunda frase del primer numeral de la constitución se señala la finalidad de esta constitución:
“El concilio se propone exponer la verdadera doctrina acerca de la revelación y de su transmisión” (TR
355).
Observa también que en el numeral segundo se exponen ciertos elementos de la revelación: el hecho,
es efecto de la bondad de Dios; el objeto, Dios mismo que se da a conocer; el designio, que todos lleguen
al Padre por medio del hijo; y la naturaleza, el Dios escondido rompe su silencio y entabla un diálogo
de amistad con el hombre (cfr. TR 355-362). Además, indica que aquí, “al insistir en las obras y en las
palabras como elementos constitutivos de la revelación y en su unión íntima, el concilio subraya el
carácter histórico y sacramental de la revelación” (TR 361).
Señala que el cuarto numeral “insiste de nuevo en el tema de Cristo mediador y plenitud de la
revelación, mas ahora lo hace en la perspectiva de la historia de la revelación” (TR 365). Del numeral
quinto, dice: “el concilio se mantiene así lejos de dos concepciones incompletas de la fe cristiana: la
primera concibe la fe como un obsequio, prácticamente carente de contenido, y la segunda como un
asentimiento a una doctrina, pero despersonalizada. La fe cristiana es inseparablemente don y
asentimiento” (TR 370). Acerca del sexto numeral señala que Dios “no se revela ni revela para satisfacer
la curiosidad del hombre, sino para salvarlo” (TR 372).
En cuanto al séptimo numeral hace notar el autor que el “Vaticano II habla primero de la Tradición
y luego de la Escritura […], por fidelidad a la realidad de los hechos: la Tradición precedió en verdad a
la Escritura” (TR 375). Comentando el numeral octavo afirma: “lo que transmitieron los apóstoles,
encierra todo lo que contribuye a que el pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, en otras

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palabras, todo lo referente a la fe y costumbres del pueblo cristiano” (TR 377). Observa en cuanto al
numeral noveno: “la tercera frase [de este numeral] da la razón última del lazo estrecho que une
Tradición y Escritura: ambas son palabra de Dios” (TR 380). Finalmente, en cuanto al numeral décimo,
apunta: “La Iglesia no es con relación a la palabra de Dios domina, sino ancilla. Estupenda afirmación
dentro del diálogo ecuménico: por primera vez un documento conciliar habla así” (TR 383).
Finalmente, Latoruelle hace algunas observaciones generales. Entre ellas: “es la primera vez que un
concilio estudia tan consciente y metódicamente las categorías fundamentales y de primer orden del
cristianismo, es decir la revelación, la tradición y la inspiración” (TR 385); en el marco del “diálogo
ecuménico la importancia de la constitución es grandísima […] pone sólido fundamento para la
elaboración de un tratado dogmático sobre la revelación” (TR 386); y, para coronar, “la revelación que
describe la constitución es realmente la revelación cristiana, y no una revelación de tipo filosófico o
gnóstico” (TR 389).

5. Reflexión teológica
Tenemos, en primer lugar, a la revelación entendida como palabra. Ciertamente, es Dios mismo
quien se dirige al hombre con amor y entabla con él una relación de amistad, le interpela y se le
manifiesta a sí mismo, comunicándole su designio de salvación. La máxima expresión de esta palabra
es la Palabra misma: Cristo (cfr. TR 404-409).
Pero, la revelación también es una palabra que invita a creer, o sea, es testimonio. El testimonio de
alguien sustituye la experiencia de ver por sí mismo. En efecto, toda la historia de la salvación está llena
de hombres y mujeres que han dado testimonio de la verdad. Eso sí, para creer el hombre necesita
apoyarse en el “fundamento último de la verdad” (cfr. TR 409-414).
Sin embargo, aún resta algo. La revelación implica una relación, un encuentro interpersonal. Dios se
revela con su palabra, pero esta palabra divina necesita ser aceptada y reconocida en la fe del ser
humano. Este es el primer paso del hombre hacia Dios para iniciar una relación de amistad y diálogo
con él. Claro está que en este encuentro es siempre Dios quien tiene la iniciativa. Además, la palabra
de Dios también exige una opción, la opción de orientar todo nuestro ser hacia ella. Finalmente, quien
recibe la palabra de Cristo establece una relación de comunión profunda con Dios mismo (cfr. TR 414-
418).
Ahora bien, Latourelle, siguiendo el magisterio del Vaticano I, señala que para manifestarse Dios y
para que el hombre lo conozca se puede prescindir de una revelación positiva. Así, al constatar que se

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puede conocer a Dios por medio de la creación, podemos hablar de una revelación por vía natural. Sin
embargo, este tipo de revelación conlleva grandes limitaciones pues para los seres humanos “es a veces
oscura, difícil, está llena de enigmas” (TR 431). En cambio, por la revelación sobrenatural podemos
conocer hasta los misterios de Dios mismo y es este tipo de revelación la que posibilita la palabra y el
testimonio divinos (cfr. TR 423-432).
Y ¿qué pasa con la historia humana? ¿es posible historizar la revelación? Precisamente, es la historia
el lugar donde Dios actúa. La historia no se repite, ya que “el tiempo es lineal: tiene un principio y un
fin.” (TR 435). Así, pues, la historia es “el lugar de la revelación” (TR, 436). Entonces, los hechos
históricos “se convierten en portadores de las intenciones de Dios” y, a la vez, nos permiten vislumbrar
que Dios puede intervenir en cualquier momento y cambiar la dirección de los acontecimientos (cfr. TR
434).
Naturalmente, Dios no está predeterminado para intervenir en un momento u otro. Sin embargo,
aunque sus intervenciones son puro producto de su libertad, esto no quita que tengan un orden y una
coherencia propia. Esto nos permite hablar de una historia de la revelación (cfr. TR 436-437). Viene
luego un punto importante. Latourelle anota que Dios se revela por la historia, pero no entendida como
“la simple serie de acontecimientos en su sentido material” (TR 440) sino a través de los
acontecimientos de mayor relevancia para una comunidad; acontecimientos que, necesariamente, deben
estar acompañados de la palabra que manifieste el significado de tal suceso como una obra de Dios (cfr.
TR 440).
La plenitud de esta revelación está en Cristo, pues en él y por él conocemos la intimidad de la vida
de Dios. “Lo que Dios quiere afirmar de sí mismo, Cristo lo dijo humanamente” (TR 453).
Hemos de reconocer, además, que la respuesta de fe del hombre es motivada no solo por la palabra
exterior sino por una especie de revelación interior. Esta es la iluminación del Espíritu Santo, que mueve
el corazón y presta su ayuda al entendimiento para que este de su libre asentimiento a la verdad revelada
(cfr. TR 471-483).
Además, la palabra “convoca y engendra a la Iglesia” (TR 507). Es la Iglesia la que hace presente la
palabra para toda la humanidad. En efecto, la misión y obligación de la Iglesia es predicar esta palabra,
pues la fe de los hombres encuentra su punto de apoyo en esta predicación, sin la cual no conocerían a
Cristo, la palabra del Padre. Eso sí, la Iglesia, depositaria de la revelación, debe ser fiel a esta palabra,
interpretarla y conservarla íntegramente (cfr. TR 507-516).
Por último, debemos hacer énfasis en la finalidad de la revelación.

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En primer lugar, podemos considerarla desde una visión antropocéntrica y afirmar que la finalidad
de la revelación “es la salvación del hombre” (TR 535). En efecto —ya lo dijeron, entre otros, Tomás
de Aquino y el Vaticano II— “Dios no se reveló para satisfacer nuestra curiosidad” (TR 535) sino para
mostrarnos su designio salvífico.
En segundo lugar, se puede considerar desde un punto de vista teocéntrico, como la gloria de Dios.
Dice Latourelle: “la gloria de Dios es, en efecto, el fin último de la revelación. Tanto en su forma activa
como en su forma realizada, la revelación está ordenada a la gloria de Dios” (TR 541). Y es que dar
gloria a Dios es reconocer su excelencia y sus dones (cfr. TR 542). Por tanto, —dice finalmente el
autor— el ser humano “glorifica a Dios por la fe, que es comunión del espíritu del hombre con el
pensamiento de Dios, y por la caridad, que lleva al corazón del hombre el amor de Dios” (TR 543).

III. BALANCE VALORATIVO

1. Méritos del autor

 Latourelle hace un gran esfuerzo por sintetizar y sistematizar una enorme cantidad de contenido
acerca del tema de la revelación haciéndolo asequible al lector.
 En mi opinión, el autor logra dar respuesta al problema fundamental de su obra, sobre todo en la
quinta parte, donde busca sintetizar y dar armonía a todo el contenido estudiado en los apartados
anteriores.
 Pienso que con su obra el autor logra poner unos cimientos sólidos en el tema de la revelación pues
cada aspecto tratado posee amplios fundamentos debido a la gran cantidad de fuentes consultadas.
 Es de alabar que el autor, desde las primeras páginas del libro, se plantea el problema del
ecumenismo y, a lo largo de la obra, humildemente busca colocar bases firmes que propicien el
encuentro con otras confesiones cristianas —especialmente con los protestantes—.

2. Vacíos de la obra

 En mi opinión, creo que, a pesar del esfuerzo de síntesis, en algunas partes de la obra aparece cierto
contenido un tanto redundante que impide un avance más rápido y armonioso en la lectura. Por
ejemplo, en el último apartado (Reflexión teológica), si bien es de gran riqueza, el autor pudo haber
sido más puntual en su reflexión pues vuelve a tocar temas que se entienden implícitamente después
de haber leído los capítulos anteriores.

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 Si bien el autor respeta el itinerario de la obra, me parece que, en su afán de profundizar en algunos
aspectos, pierde el hilo conductual, sobre todo en el tercer apartado (La revelación en la tradición
teológica).
 Aunque al final del libro, al tocar el tema de la revelación y luz de fe logra esclarecer este tema. En
los primeros capítulos de la obra, cuando el autor resalta tanto el carácter de la fe como un don de
la gracia da la impresión que la respuesta de la fe es un hecho que depende exclusivamente de la
voluntad divina y excluye la libertad del hombre.

3. Perspectivas que abre

 Pienso que sería muy interesante analizar los problemas y retos que representan para la revelación
vista como palabra el individualismo y el narcisismo imperantes en las sociedades del mundo
actual.
 Es necesario que en la Iglesia se retome y se refuerce la concepción de la revelación como
testimonio, debido principalmente a que, tanto institucional como individualmente, los cristianos
tendemos a olvidar que cada uno somos un medio para que Dios se muestre a los demás.
 Es un gran desafío para los cristianos proponer signos de esperanza en los lugares donde la realidad
empapada de violencia, injusticia y opresión hace difícil escuchar la voz de Dios.

IV. CONCLUSIÓNES

 Por un designio libre de su amor, Dios se manifiesta al hombre para revelarse a sí mismo y establecer
un diálogo de tú a tú con él, vivido en libertad y reciprocidad. En Jesucristo esta revelación se nos
ha dado plenamente.
 La revelación es una palabra que Dios ha dirigido al hombre y que, a lo largo de los siglos, ha tenido
diferentes testigos que han posibilitado el verdadero encuentro del ser humano con Dios.
 El fin al que Dios apunta cuando decide revelarse a la humanidad es motivado por su amor y no
busca alimentar la curiosidad humana. Su deseo es dar a los hombres los medios para que
verdaderamente sean quienes deben ser —sus hijos y hermanos entre ellos— y vivan como deben
vivir —con dignidad—.
 Dios se ha revelado en la historia y por la historia, de manera procesual y gradual, sobre todo en los
grandes acontecimientos y a través de medios muy diversos.

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