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El laberinto

El laberinto es un símbolo tradicional que


representa la incursión paulatina en las
profundidades del ser, el abandono de una
periferia oscura (lo profano) y el ingreso a
un espacio sagrado que no está exento
obstáculos y que lleva inexorablemente a
un centro luminoso que es también un eje
(axis mundi), el punto de contacto entre lo
de arriba y lo de abajo.

Ese punto central es también la cumbre, la


unión de la tierra y el cielo o bien de los
tres mundos, el de los hombres, el de los
dioses y el inframundo, el lugar donde se
resuelven todas las oposiciones y donde se
logra la “coincidencia oppositorum”.

El laberinto representa un viaje y


nosotros, al reconocernos como nobles
viajeros, observamos en él un mapa del
territorio que debemos recorrer. En cierta
forma, todo laberinto nos muestra con
claridad cartográfica ese proceso
consciencial que está sucediendo, aquí y ahora, en nuestro interior.

El movimiento hacia el centro es concéntrico y el ejercicio de recorrer laberintos implica


concentración. Por lo tanto, al recorrer laberintos necesitamos resistir a esa fuerza centífuga
que nos arrastra a la periferia y al mismo tiempo focalizarnos, centrándonos en el momento
presente y sintiendo con plenitud cada paso que damos.
“Si quieres la paz prepárate para la guerra”
sentencia una vieja frase, la cual
reinterpretada por la Filosofía Iniciática puede
leerse de otra forma: “Si quieres la paz
(interior) prepárate para la guerra
(interior)”. Esto es fácilmente comprobable
cuando recorremos el laberinto, especialmente
cuando traspasamos el umbral. En ese
momento, al intentar conectar con el símbolo,
la mente entra en escena y comienza a
parlotear, constituyéndose en el principal
obstáculo de nuestra peregrinación al centro.
En concordancia con esto, un antiguo maestro
ordenaba a sus discípulos antes de meditar:
“Cierren los ojos y prepárense para el
combate”.

¿Acaso Teseo no tuvo que enfrentarse con el minotauro? ¿Acaso los grandes héroes no
tuvieron que derrotar a los dragones? El círculo del laberinto marca un espacio sagrado, un
espacio cerrado que nos recuerda al atanor alquímico donde algo tiene que morir para que
-de sus cenizas- nazca “otra cosa” nueva y mejor

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