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Juan Vicente Melo Tarantula No, no llegaré nunca, Treinta y seis escalones. Descan- so, Cuarenta y ocho escalones. Descanso. Después no sé cuintos, Uno estd roto, No sé si el segundo o el cuarto des- pués del decimotercer descanso. O tal vez al siguiente. Pero uno, fatalmente, tiene que estar roto. Cuando tropiece con él me romperé el pie. Arriba se encuentra una explanada muy grande rodeada por techos de tejas que simulan un rompecabezas y hasta alla tengo que llegar. Una escalera, He dicho una, pero en reali- dad hay muchas, demasiadas para que en este momento re- cuerde cuintas, Pero sélo bajando por «esa», podré ponerme asalvo. Trato de calmarme, de sentirme absolutamente tran- quilo, para empezar a recordar. Acaso diciéndome mil y mil veces que no tengo por qué huir de esta manera, que soy inocente, podré ver todo mas claro. éLa tercera a mi dere- cha? No, no, éLa primera de la izquierda? Y estoy seguro que saltaré hasta el suelo; tardaré exactamente tres minutos en caer. Y de nuevo ese sofocamiento que me ahoga, ese terror convulsivo que, incansable, insiste en sacudirme. O tal vez si silbara la cancién que tarareaba mi madre para dormir- me... Pero el aire no sale. Sdlo me rio (y mi risa es casi como un aullido), me rio mas y més fuerte, hasta que el callején leno de escalones no es mas que una mueca espasmédica con disfraz de carcajada. Ahora caigo, Si, el que esta roto. Grito, no sélo por el dolor que me causa el pie que se va de lado sin que lo pue- da controlar, sino de miedo, porque tengo un miedo horri- ble de no llegar alls arriba, de no encontrar la unica escalera A700 que te puede salvar, de tenerme que tirar al suelo, de se fecesiten exactamente tres minutos para estrellarse, Pere si ho corto me alcanzan, de eso es lo Unico que estoy seguro Ya me he pellizcado hasta sangrarme para convencerme que todo esto no es una horrible pesadilla. Maldigo la ho- ta et que se les ocurrié ir a ver qué me decia la ouija. Esta: batt fretite a mf viéndome los ojos y yo creo que palidecia de tertor. Todos empezaron a reirse, Yo no queria ir, lo ju- to. De pronto, adverti que ellos no eran hombres, nada mas que intestinos que se contorsionaban de risa en el suelo, Vrimero un hombre con un espejo se tiene que acercar, y pegando su espantosa boca desdentada a la mia, me anun- ciara, bafiandome en su aliento fétido: «El nimero ocho», tratara de retratarme en el vidrio. Luego muchos tentacu- los me rodearan por todo el cuerpo tratando de arrojarme a las ruedas del camién. La ouija dijo que me tenia que atropellar. Exactamente ése, de color verde, muy viejo y matcado con el numero ocho. Y desde entonces me persi- guen artastrandose silenciosamente por todos esos escalo- nes, como si fueran serpientes. Porque yo no quiero, no quiero echarme bajo las ruedas. Ni siquiera los conozco. Tampoco sé cudntos son. Un dia me Ilevaron a mover los dedos en la tablita de madera y se echaron como lombrices a reirse en el suelo, y ahora me persiguen, arrastrandose, para obligarme a morir. No me dieron tiempo de explicarles que no he hecho nada malo a nadie, que busquen a otro, que conmigo no tienen derecho. O que tengan piedad; sdlo eso. Aunque en realidad hubie- ta sido inutil. Nunca he sabido de intestinos que tengan ofejas, Es un jazz desenfrenado. Recuerdo que cuando iba con la mujer aquella a bailar, nos gustaba escucharle y nos apre- tabamos uno contra el otro hasta trasmitirnos calor. Ahora suena muy fuerte. El salén esta lleno de sombras, pero ape- has aparezco se ilumina como por relampagos. Hay muchos hombres. Les pido que me ayuden, Tal vez la luz me ceg0 al entrar, pero son ellos que rien después de Ilevarse un Ii- 294 quido amarillento a una especie de hoyo que tienen abajo de una vesicula ocupada por un ojo vidrioso que se obstina en mirarme. Y grito y grito hasta quedarme ronco y sin aliento, Esa musica era muy bonita y la mujer aquella y yo bai- labamos muy apretados. Ahora suena muy fuerte. Pero era més bonita la cancién que tarareaba mi madre mientras yo me esforzaba en no dormirme para que se quedara meciéndome en sus brazos. Ahora son tantos, que se oye como un ruido seco, rit- mico, desesperantemente ritmico, como si un metrénomo marcara el compas. Tac... tac... tac... El pie me duele y avanzo muy despacio. El ruido suena mis fuerte, mds atin que la musica. Podria jurar que dicen algo. Pero ya no puedo jurar na- da, Es posible que sdlo sea un coro inmenso y desafinado de gatos que se pelean. Podria hacerlos callar, claro que po- dria. Pero ya no puedo hacer nada. Tac... tac... tac ... ¢La primera de la izquierda? éO la segunda? éO la terce- ta? Tres minutos y ipaf! en el suelo, entre la nifia que ven- de flores y el idiota que pide limosna temblando de todo el cuerpo. iPaf!, como estallan los insectos contra un vidrio. Es todo lo que quedard de mi al caer. Huele a gasolina. Llega a mi nariz como un vapor espe- so hasta meterse muy dentro a pesar de que la oprimo con todas mis fuerzas. Huele a gasolina y a ese licor amarillento y a excremento. Y de nuevo el sofocamiento que me aho- gay el dolor de estémago y el arqueo ritmico hasta que no sale sino saliva espesa y amarga. Un chirrido de frenos. No sé si yo he dado un alarido. Pero ha sido horrible. Alguien ha gritado: «No quiero». Un espejo. Alguien ha gritado: «No he hecho nada». Un nime- To, un numero cada vez mas grande. éSera por eso? ¢Por qué no he hecho nada?... Me retratan. Un fogonazo que me cie- 8a. El hombre del espejo es realmente un hombre. Tiene manos y dientes y orejas y, ademas, no huele a gasolina nia ¢xcremento. A mi; exactamente a ese olor que me sale de to- do el cuerpo. Huele a angustia y a miedo y a un deseo ; menso de Vivir... Tat... tat... tat... a EI numero es ocho... ocho... iocho! Lo veo bien claro a pesar de Ja luz que me cegd hace un momento. E] idiota es- t4 all abajo temblando y la nifia vende flores aunque tenga suefio y frio y hambre. El pie me duele, pero ya no le hago caso. éLa de la de- recha? Te compraré un ramito, el mas pequefio, para que ten- gas un dulce. Tac... tac... tac... Tres minutos en caer. Pero el ocho es mas poderoso que el tres. Y tengo veinte, iveinte! aiios... éTienes rosas?... Tac... tac... tac... Mi madre me tomaba en sus brazos y me arrullaba cantando, pero iay!, ya no recuerdo la cancion. Pero eso si, era mas bonita que la musica que bai- labamos casi incrustandonos el uno contra el otro, la mujer aquella y yo... EI del espejo soy yo, y yo soy el otro, el que no tiene dientes, el que en vez de manos posee tentdculos. A fin de cuentas yo también soy un intestino sin orejas que he veni- do arrastrandome, huyendo de aquéllos, pero persiguiendo a alguien que ni siquiera conozco. Acaso ese alguien es mas nifio que yo y trato de arrebatarlo de los brazos de su ma- dre que le canta arrullandolo, para echarlo entre las ruedas de un camién... Claro que no estoy loco ni veo visiones. El espejo esta pegado a mis ojos. Y en él, viéndome, bailando- me como un gnomo burlén, un rostro apergaminado, un cuerpo deforme, incompleto, inacabado, un aborto, un feto calcificado, me sonrie... {Uno!... Yo no queria ir, me lleva- ron a la fuerza. Me repito mil y mil veces antes de contar hasta tres, que no queria ir. La ouija dijo: «Se llama Muer- ter... Y los muy cochinos estan all4 abajo viéndome con su ped baad ao Pacientemente a que me tire, como LO ee awe resbale el que camina en un alam Digel La ‘as?... €Ni_un solo ramito de violetas?... + La cancion decia: «—Duérmete», asi nada més, «duér- Sera cierto que mi nombres es Muerte? O acaso tt, ue vendes flores, ésabes cual es mi nombre?... Es viejo... frenos... | Paf! Del camién brote verde, jada que me arafia todo el cuerpo como si fueran cn catcae puas lacerantes. ¥ la risa suena més horrible atin que es de do se repetia, rebotando de esquina en esquina, por todo al callejon. . . El camion se detiene y algunos pasajeros bajan o se aso- man por las ventanillas preguntando qué pasa. El camién se detiene. Esta pintado de rojo y lleva el ntimero seis. Me que- do con el espejo roto entre las manos y después lo arrojo al suelo. Alguien me toma del brazo y pregunta si me siento bien. No respondo y echo a caminar hasta perderme en lo oscuro del callején para empezar a subir los escalones. Llueve. Los subo ahora lentamente. De nuevo silencio y el olvi- do de todo lo anterior. Olvido y silencio hasta llegar a la ex- planada que simula un rompecabezas. Olvido y silencio hasta arrojarme. Ya no més carcajadas hasta que yo sea el que ria, hasta que grite, hasta que empiece a bailar apretado con la mujer aquella y hasta que me meta, apelotonindome, entre los brazos de mi madre que se mecerd en el sill6n, tan ritmicamente, como los pasos de los intestinos que me per siguen arrastrandose. Todo se ha instalado repentinamente en la esencia misma de mi ser, tan luminosamente como el relampago de la fotografia en el vidrio. . La nifia cuenta sus flores y le 7 unos centavos a un vie- jo que se tambalea de borracho y le pega- — Gl idiota recoge los pedazos de vidrio y se queda vien dome. Le digo muy triste: ~iSabe?... Es que tengo veinte afios, De su El me ve muy fijamente con sus ojos sin brillo. : ili baba. Con un boca torcida escurre a intervalos un hilito de ha comprendi- movimiento de su cabeza me hace saber q do, pero no me explica... afios y no queria monir... 297

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