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y Temor
Por
A Talia Guerrero
Monsters are real, and ghosts are real too. They live inside us, and
sometimes, they win.
—Stephen King
CAPITULO I
CAPITULO II
CAPITULO III
CAPITULO IV
Aún se me hace increíblemente difícil evocar recuerdos de mi niñez. Creo
que he reprimido una gran cantidad de ellos. Como ya dije, no fui nunca el
hijo ideal de mi papá, siempre fui el niño sensible de mamá. Desde muy
temprana edad me di cuenta de cómo mi carácter dulce y atolondrado lo
mortificaba. Desde muy temprana edad me daba cuenta que lo desilusionada
con cada palabra, cada acto. Yo realmente no tenía ninguna intención de
complacerlo, sin embargo tampoco tuve nunca deseos de decepcionarlo en la
manera en que siempre lo estuvo de mí. Él fue siempre un hombre de carácter.
De hecho, su historia de vida es conmovedora.
Mi padre es nacido y criado en un pequeño pueblo al sur de Aragua
llamado Villa de Cura. Su padre fue un muy querido comerciante del pueblo,
don Pablo Guerrero. Mi abuelo Pablo había nacido para los negocios y tenía
un olfato envidiable para ellos. Podía comprar un carro y venderlo más tarde el
mismo día al doble del precio. Siempre estaba dispuesto a tomar esa clase de
riesgos. Mi abuelo fue poco a poco, a fuerza de negocios, a veces, aunque no
siempre, turbulentos —se cuenta en el pueblo que solía invitar a sus
potenciales socios a comer carne asada y tomar whisky antes de hacerles sus
siempre ventajosas propuestas—, se convirtió en una de los mayores
terratenientes del pueblo y sus alrededores. Tenía fincas de centenares de
hectáreas en las que producía leche, queso, huevos y además cosechaba mango
y cambur, si bien la agricultura nunca fue su pasión. Sin embargo, mi abuelo
era un hombre débil en cuanto a sus pasiones. No podía decirle que no a un
trago, o a una mujer. De modo que llevó siempre una vida turbia, de excesos y
gastos exuberantes, lo cual lo llevó a la inevitable quiebra —se cuenta también
en el pueblo que él solía, con frecuencia, caer en la misma trampa que había
creado para conseguir mejores precios: rebosante de la alegría producida por
varios tragos de whisky norteamericano de dieciocho años, apostaba con
fincas, carros, casas y cosechas en una partida de caída, impidiéndole su
orgullo de hombre honesto retractarse una vez pasada la resaca, sino todo lo
contrario: se ofrecía enseguida a firmar lo que tuviera que firmar para
concretar el trámite— y a un trágico suicidio que dejaría a mi papá, sus
hermanos y mi abuela en la calle, embargados y endeudados. Mi papá
entonces se vio sin nada, con el mundo encima y un orgullo demasiado grande
y desproporcionado para su nueva posición social. Él me cuenta que como él y
su padre tenían confianza, él estaba al tanto de quiénes eran los acreedores y
deudores de mi abuelo, por lo que en los meses siguientes a su muerte, iba a
cobrar en nombre de mi abuelo a quienes él sabían le debían dinero,
recibiendo siempre insultos menospreciativos como respuesta: no había nada
firmado, él era un "carajito" de quince años que no sabía de lo que hablaba. Se
resignó entonces y con la ayuda de la familia de mi mamá —ambos se
conocieron desde muy jóvenes en el pueblo— y las limosnas de sus tíos
paternos, logró ingresar en la academia militar, con la determinación de lograr
una estabilidad económica y familiar, y nunca permitir que ninguna situación
adversa lo abrumara, él sí sería fuerte, él no se rendiría como mi abuelo, él
nunca renunciaría a nada, creencia ésta la cual lo convirtió en una suerte de
obsesivo compulsivo: no puede dejar nada incompleto. Lo he visto ingiriendo
litros de café, con el dvd en pausa, de madrugada, para terminar de ver algún
documental o una película muy larga. Ha obtenido títulos de postgrados que
luego sólo le han servido para adornar la sala de nuestra casa, dándose cuenta
a mitad de ellos que tal especialización en realidad no le gustaba pero siendo,
sin embargo, incapaz de abandonar. Con una tenacidad sorprendente. De tal
modo lo marcó ver el cráneo de mi abuelo partirse y despedir su masa cefálica
hacia su camisa —mi papá había entrado casualmente en la habitación justo en
el momento en que mi abuelo se colocaba en cañón de la .45 en la sien, y gritó
y se lanzó en embestida hacia él para tratar de evitarlo, cerrando los ojos al oír
el disparo y cayendo junto a mi abuelo al suelo, puesto que aquél era muy
pesado para sus brazos y rodillas aún púberes—. Dice mi padre que aún
escucha el disparo, a veces, al pasar por esa mítica casa ubicada en la avenida
más emblemática del pueblo.
Podrá entenderse, pues, muy fácilmente, la magnitud de la decepción que
ocasionó en él el hecho que yo dejara la universidad. Aún más, cuando él veía
que yo saldaría de algún modo esa deuda consigo mismo que él siempre ha
creído tener: siempre quiso ser ingeniero, pero serlo de verdad, porque aunque
ahora lo era, no ejercía, pues se mantenía activo en su carrera castrense. Él
quería que yo viviese su sueño. Creo que nunca antes lo sentí tan apegado y
amoroso conmigo como cuando planificábamos mi mudanza a Caracas e
investigábamos juntos sobre mi pensum y mis posibilidades laborales una vez
graduado de ingeniero. No. No recuerdo nunca haberlo sentido, visto ni
escuchado tan alegre. Al contrario, siempre mi holgazanería y mi falta de
interés por casi todo lo perturbaron. Yo, por un momento, sólo por un
momento, lo admito aunque me dé vergüenza, pensé en hacerme ingeniero y
renunciar a la pintura sólo para congraciarme con él, sólo para sellar una
buena relación basada en la complacencia padre-hijo; pero no pude. Y no pude
no por falta de voluntad, porque graduarse de la universidad es simplemente
tener el coeficiente suficiente para ello y la constancia de asistir a una
universidad por cinco años seguidos; fue, en cambio, porque mi naturaleza me
impulsó, me ha impulsado siempre a meditar, pensar, dibujar, imaginar, y no
puedo engañarme a mí mismo, aunque lo intenté —inútilmente, cabe decir, la
única forma en que puede uno tratar de engañarse a sí mismo— por todo el
tiempo que estuve en la universidad.
Yo no puedo menos que dejarme guiar por mi instinto, seguir mis
inclinaciones. Yo no seré un mediocre sólo por el hecho de complacer a los
demás. Yo tomé mi decisión: la gloria más alta o la miseria más paupérrima.
No quiero medias tintas. Me arriesgaré. Tomaré el riesgo de perder el trato con
mi papá, el riesgo de dejar una carrera que, aunque no odiaba, tampoco me
apasionaba, sino que me gustaba como a uno le gusta el sabor de una fruta, de
forma banal. Y yo creo que un hombre no debe actuar sino única y
exclusivamente que movido por la pasión, es la única forma en la que vale la
pena vivir, para uno, haciendo lo que a uno le gusta, tratando de mejorar cada
día. De modo que no tengo ninguna clase de arrepentimientos con respecto a
mi carrera. Yo estoy asumiendo mis riesgos, pero con fundamento. Estoy
estudiando pintura en cada segundo libre que tengo, de hecho me llevo mis
libros al café y leo en los intervalos en que la clientela me lo permite. No me
interesa ser tomado como loco o atolondrado, porque yo sé que esto no es
pasajero, sino que la pintura es a lo que quiero dedicar mi vida. Me moriré
pintando y no sé cómo ni cuándo, pero llegará el día que viviré de mis lienzos.
Yo lo sé. Yo tengo fe en mí, pero no es de ninguna manera una fe ciega, sino
más bien una fe sustentada en el trabajo duro. He leído rutinas de pintores, y
quiero superar a Cézanne. Quiero pintar ocho horas diarias. Puede un
oficinista trabajar ocho horas diarias haciendo un oficio tan insignificante, tan
aburrido, que de seguro no le gusta, entonces cómo no podrán los artistas
trabajar la misma cantidad de tiempo en su arte. Soy partidario de ese
pragmatismo artístico, que propugna el trabajo arduo. Me río de los mediocres
pintores venezolanos —he tenido ya la oportunidad de conocer varios aquí en
Caracas— que creen que se pinta de forma repentina, guiado por una musa,
sin esfuerzo sino mediante inspiración. Por eso es que llegan a los treinta años
sin tener material siquiera para una exposición mediana. Están siempre a la
expectativa de una idea genial y nunca hacen nada. En una ocasión discutí con
un círculo entero de estos mediocres a propósito del tema de las rutinas
pictóricas. Fue en el Centro Cultural Chacao, con ocasión de una exposición
de un grupo de jóvenes pintores venezolanos. Me llamaron la atención los
cuadros de un joven llamado Alesandro Harab. Me presenté y nos caímos bien
inmediatamente. Al cerrar la sala en la que se exhibían sus cuadros, Alesandro
me invitó un café y me presentó a los demás pintores exponentes de aquella
ocasión. Había jóvenes y no tan jóvenes. Bohemios, la mayoría. Ellos
hablaban de lo de siempre: el menosprecio del buen arte, en tono frustrado,
resignado. Se quejaban de cómo el estado y el ministerio de cultura apoyaban
a pseudo-artistas populares sólo con fines políticos y en cambio no ofrecían
prácticamente ningún programa de becas para ellos, los verdaderos artistas. Yo
comenté que si el estado no ayudaba entonces había que hacerlo de forma
independiente. Recibí comentarios irónicos como respuesta, como si hubiese
sugerido un imposible. Luego pasó Cézanne a ser el tema de conversación en
la mesa. Todos creían que él "mecanizaba" el proceso de creación. Que eso de
rutinas y horarios fijos dañaba el arte. Que el arte es y debe ser libre, y ponían
ejemplos sobre sus mediocres y poco productivos métodos de trabajo que
abarcaban a lo sumo una o dos horas de pintura diaria. Yo comenté que lo que
hacía Cézanne no era mecanizar nada, sino convertirse en un maestro
mediante la práctica, e hice una rápida analogía con los atletas olímpicos, los
cuales entrenan todos los días del año por ocho horas. Me fue respondido que
"eran cosas muy diferentes". Yo estaba realmente molesto con su patética
búsqueda de una justificación. Les dije entonces sin tapujos que el arte había
que trabajarlo, con paciencia y ahínco, y que si ellos no cambiaban esa
mentalidad y comenzaban a crear rutinas y pintar por más tiempo, nunca
serían nadie. Obviamente los ofendí. Mi comentario fue recibido en silencio,
silencio total. Luego el más mediocre de todos —cuyas pinturas representaban
una especie de cubismo moderno— dijo: ¿Y quién eres tú? Yo le dije: un
pintor de verdad, me despedí de Alesandro y me fui. Prendí un cigarro y fumé
por toda la avenida Francisco de Miranda y parte del boulevard de Sabana
Grande hasta entrar al metro de Chacaíto. Me sentía decepcionado, sentía
lástima de esos mediocres; quienes, lo aseguro, deben tener aburridas a sus
familias con justificaciones de todo tipo: la situación país, la corrupción, la
economía, la ignorancia de la gente, haciéndoles creer que son unos genios
incomprendidos y que en condiciones diferentes —las condiciones normales
de cualquier otro país—, sí estarían triunfando. Me dan lástima porque aunque
son jóvenes se rinden de antemano ante la adversidad que representa esta
economía distorsionada y este gobierno neocomunista. Ninguno de ellos tiene
la voluntad de imponerse, están resignados a no vender sus cuadros, a no
poder exponer en los mejores museos ni las salas más grandes por no ser
adeptos al oficialismo; y es esa misma resignación anticipada la que les impide
trabajar con el ahínco suficiente. Están predispuestos al fracaso. Y, porque
para mí es la parte más importante, yo lo vuelco todo al ámbito personal: no
tienen fe en sí mismos, y tal vez no tienen fe en sí mismos por saberse
mediocres, o bien por saberse incapaces de afrontar el lienzo durante horas
interminables, como sólo entonces se puede dominar el arte de pintar.
Además, continuando con el tema de la pintura, creo que aquí existe
demasiada indulgencia entre maestro y alumno. Yo como mentor de Alesandro
o de cualquier otro de sus amigos, les hubiera prohibido exhibir ciertos
cuadros demasiado infantiles y con trazos demasiado inseguros que recuerdo
haber visto en la exposición. Yo particularmente he pintado más de una
veintena de lienzos y aún no considero que ninguno de ellos pueda ser
exhibido en público. Tendría que volver a pintarlos, varias veces más, para
entonces estar conforme.
CAPITULO V
CAPITULO VI
Aunque el sexo había hecho una gran parte del trabajo —yo, por naturaleza
agresivo y dominante había logrado engranar con su sumisión innata—, no fue
sino hasta aquel domingo de junio en que alcancé el dominio total sobre Sofía.
Ella me había contado —no sin temblarle la voz, no sin agachar la mirada y
frotarse las manos—, cómo habían sido aquellas experiencias infantiles los
días del padre. Cómo sufría porque los demás niños hacían contentos una carta
para sus papás el viernes antes del tercer domingo de junio, en clase. O bien
algunos más creativos hacían figuritas de papel o incluso otros ya habían
comprado los regalos y simplemente solicitaban la ayuda de la maestra para
envolverlos. Ella siempre se sintió un poco fuera de lugar en ese entonces, y la
molestaban sobremanera las preguntas curiosas de sus compañeros que
preguntaban por qué ella no hacía carta, que por qué no llevaba regalo,
entonces tuvo de que desarrollar esa rudeza como un mecanismo de defensa, y
se burlaba de las cartas de los otros niños, y de lo mal coloreadas que estaban,
con una crueldad inclemente impropia para una niña de su edad, al punto de
haber roto clandestinamente muchas cartas, barquitos de papel, y todo tipo de
regalos. Esas confesiones me las había hecho una a una, en el transcurso de
nuestra relación. Yo nunca había sido inquisitivo, sino que había preferido ser
paciente y comprensivo porque sabía que ella se abriría cada vez más
conmigo. Me contó cómo lloraba, cómo le hacía berrinches a su mamá
preguntándole por qué todos los niños de su escuela tenían papá y ella no. Una
noche en su cama, bañada en llanto, sugirió su posible culpa por el abandono
de su papá. La hice prometer no volver a decir eso jamás. Era imposible que
fuera su culpa porque ni siquiera había nacido y además nada justificaba un
abandono de esa clase. Ella lloraba, lloraba y gemía e hipaba infantil, suelta y
abandonadamente. Yo le acariciaba el cuello, como me gusta acariciar siempre
en las mujeres. Se lo acariciaba repetidamente, disminuyendo la velocidad,
consolador al principio, insinuante luego, enseguida provocador. Entonces
creo haber notado un gesto de inteligencia en ella: se había dado cuenta que
me excitaba y podía manipularme con su llanto.
Su llanto, su sufrimiento, le daba un toque dramático y doloroso y al
mismo tiempo liberador al sexo. Confieso haberlo provocado a veces con el
sutil deslizamiento de temas dolorosos. Además, el hecho de que pasara de un
estado de ánimo tan grave como es la tristeza durante el llanto, a una
excitación salvaje que la hacía aguantar estoicamente mis mordiscos,
apretones, cachetadas, nalgadas y jalones de cabello, causaba un efecto
demencial en mi deseo por ella. Recuerdo querer abarcar toda su extensión
corporal con mis manos, con mi lengua. Eran momentos frenéticos.
Pero fue recordando sus momentos de llanto y genuina tristeza —digo
genuina porque luego me di cuenta que a veces lloraba deliberadamente con el
fin de excitarme— que se me ocurrió la idea del lienzo. Fueron
aproximadamente dos semanas en las que casi no la visité, trabajando
arduamente en mi casa. Le decía, sí, que trabajaba en un tema bien interesante,
pero reservándome el resto porque quería que fuese una sorpresa. Mi principal
problema con este lienzo en particular era la borrosidad con que quería
representarlo, usé muchos grises y blancos en mi afán lograr esa técnica de
recuerdo borroso, trémulo.
Era un lienzo sugestivo, en el que se veía a una niña vestida de colegiala
acostada bocabajo en suelo, escribiendo una carta. Podían mirarse —si se
miraba muy detalladamente, por supuesto—, las lágrimas de la niña cayendo
sobre el papel, produciendo en él pequeños círculos de humedad. La niña
estaba sola en un aula de clases, en una de cuyas paredes podía verse —si se
era muy detallista— un calendario sin año, colocado en la página del mes de
junio. Podría inferirse que era domingo por la soledad de la escuela, podía
inferirse todo o nada, pero Sofía lo entendería. Quise abrir y remover esa
herida, quise perturbarla, lo admito. Pero no con malas intenciones sino para
intentar comprenderla mejor, comprender mejor su sufrimiento y, en cierto
modo, consolarla, hacerle saber que ya no lo necesitaba, que me tenía a mí, a
mí que la amaba, a mí que no podía vivir sin ella, a mí que la cuidaba y le
daba amor. Llegó el día. Yo había notado que ella se venía mostrando
desanimada últimamente conforme se acercaba ese día, como un temor secreto
a un día más, normal como todos los demás, pero irrevocablemente asociado
por ella a una gran carga emocional. La invité a Galipán. Subimos el teleférico
y cogimos un jeep. Nos tomamos unas cervezas en una de las tascas con vista
al mar y, estando allí en la barra, le dije que tenía algo para ella. Saqué de mi
bolso el lienzo y ella pareció entenderlo enseguida. Me abrazó y bañó en
lágrimas mis hombros, mi pecho. Me dijo que cómo le hacía esas cosas, que
cómo había podido llegar a conocerla tan bien. Que entendía perfectamente la
escena. Me dio las gracias y dijo que se encariñaría mucho con el lienzo y que
mandaría montarlo en un cuadro. Su reacción infló mi ego artístico y me
animó a continuar tratando ese tema hasta darle un cierre, un final. El resto del
día ella se mantuvo muy entusiasta y alegre. Le regalé un ramo de girasoles y
le pagué un anacrónico paseo en burro —una de las menos divertidas opciones
que ofrece Galipán—, pero que fue algo que ella hacía por primera vez y nos
divirtió mucho a ambos. La pasamos muy bien ese día. Yo, mientras tanto, no
podía evitar el deseo de sentarme a fumar mirando por la ventana de mi
apartamento, para pensar en cómo representar pictóricamente la continuación
del lienzo de la niña. Ya se me había ocurrido de antemano, mientras la miraba
gritar asustada al mozo que conducía las riendas del burro, que el último de los
cuadros debía mostrar la muerte de su padre. Sería la única forma de tener un
final a este tema. Debía pensarlo muy bien. Debía ser sutil y elegante y
conservar la belleza y ambigüedad del arte. Pensé en el vals. El vals que nunca
bailó. El vals sería la continuación. El vals en el que ella, sonriente, lo despide
a él contento también, para recibirme a mí en la pista de baile. El vals era la
forma más bella y simbólica de realizar la sustitución de él por mí. Además de
la connotación nostálgica que tendría para ella porque sería una segunda
oportunidad para vivir ese preciado momento para toda quinceañera que ella
no vivió porque su cruel abuela jamás hubiera gastado dinero en una
celebración semejante. Nos tomamos un café. Ella estaba verdaderamente
radiante, infantil, bella. Al acercarnos a cualquier souvenir lindo, me halaba
por la bufanda y me decía de la forma más pueril, señalando el recuerdito: Lo
quiero, cómpramelo. Yo sabía que se me venía un mundo de intrigas, celos,
inquisiciones y disputas encima. Al convertirme en una parte tan importante
en su vida tendría lo mejor y peor de ella. Tendría su amor sin límites y su
constante vigilancia. Tendría su entrega y su miedo a ser abandonada; su fe
ciega en mí y su siempre potencial odio ante cualquier traición. Pero lo acepté,
de antemano lo acepté sin temor porque quería vivir una relación intensa.
Quería una relación de la que no fuera posible alejarse sin dolor, sin heridas.
Quería intensidad.
En los días siguientes pinté el motivo del vals. La representé hermosa,
núbil, sin tatuajes visibles, en su bello vestido rojo y un moño en su cabello
castaño —lo conservé de su color original para dar un toque de pureza al
motivo—, despidiéndolo a él, en medio de la pista, quien se inclina haciendo
una especie de venia con una suerte de sonrisa resignada en la faz, y girándose
hacia mí, que entro enérgico y vigoroso y la cojo por una de las manos. Es
totalmente realista este lienzo. Me esforcé en darle un aspecto fotográfico,
como si fuera, en efecto, una página cualquiera de un hipotético álbum de
fotos de sus quince años. Lo representé un poco más viejo de lo que sería en
realidad. Lo pinté cansado. Yo en cambio me retraté vigoroso, brioso. Pasé
días enteros dando pinceladas a este lienzo. Llegué incluso —cosa de la que
no me enorgullezco, puesto que tengo la salud de un semental y no me gusta
de ningún modo autosugestionarme ningún malestar, y eso es hacerlo de cierto
modo—, a llamar al café un domingo diciéndole a mi jefa que me sentía mal
del estómago, para quedarme todo el día pintando. Recuerdo que ese fue un
domingo frenético. No tenía comida —como a veces suele sucederme por días
enteros—, pero sí tenía algo de efectivo. Bajé caminando hasta la avenida
Rómulo Gallegos y compré medio kilo de bistecs de pulpa negra en una
especie de mercado popular que se coloca allí todos los domingos, y compré
cuatro panes y una Coca-Cola de dos litros en la panadería. Todo lo cual
representó la mitad de mi quincena. Pero subí contento porque estaba
aprovisionado. Cuando pinto, no miro en la comida sino una carga calórica
necesaria para tener energía, y yo la tendría por todo ese día. Me había traído
conmigo a la casa dos botellas de agua gasificada llenas de café: tenía todo lo
que necesitaba para pintar por horas. Una y otra vez. Repasé los trazos.
Agregué luz. Sombras. Color. Una y otra vez. Un detalle. Un gesto. Una y otra
vez. Una taza de café tras otra, un trago de Coca-Cola tras otro. Cuando la
ingesta de Coca-Cola y café es muy alta y prolongada, entonces a veces puede
llegarse a un estado de exaltación insólito. Un estado ideal para producir
porque no es tan intenso como para distraer ni tan tenue como para permitir
aparecer al cansancio. Es un estado muy apropiado para la creación. El exceso
de cafeína mantiene tanto la atención como los ánimos firmes. Y yo seguía,
cada vez más entusiasmado al pensar en la conmoción de Sofía, en lo
maravillada y a la vez desolada que estaría al ver el lienzo, en lo personal que
era para ella. Ciertamente, me motivaba y me daba fuerzas para seguir
pintando con energía el imaginarme su reacción. Yo quería, con este motivo,
terminar de quebrarla, llevarla al llanto, que terminara de aceptarme, de darme
su lugar, de sustituirlo por mí; el mensaje del lienzo era muy claro: ya no lo
necesitaba, ahora estaba yo.
CAPITULO VII
Yo soy, de entre todas las putas, la más puta. Yo soy la diosa de estas estas
calles sucias, inmundas. Yo soy la encarnación de tus miedos. Yo soy la
liberación de tus pasiones. Yo, alta, yo, fornida, yo andrógina. Yo soy lo que tú
quieres. Yo soy lo que tú quieres ser y no te atreves. Camino a lo largo de esta
avenida, en mis tacones de quince centímetros, tamaño mínimo requerido para
estar conmigo, if you know what I mean. Camino exhibiendo mi cuerpo
atlético, delgado, rasurado. Camino y dejo mis caderas moverse al son de su
propio ritmo. Derecha e izquierda. Mi falda de blue jean deja entrever este
fruto prohibido para ustedes, mortales, presos de sus cuerpos y prejuicios, que
me miran y se dan codazos entre sí, desde la comodidad de los asientos de sus
automóviles, convencidos de que se burlan de mí pero sin evitar dejar de sentir
ese leve morbo, esa leve atracción por mis piernas lisas y mi manzana de adán.
Ignoro sus silbidos y piropos y les hago un gesto despreciativo palmeando el
aire con mi mano. No están listos. Tienen miedo aún. Tal vez más tarde venga
sólo el chofer. Tal vez el chofer y el copiloto. Cuando se despojen de la
presión social que representan sus amigos, cuando se depuren del miedo a ser
rechazados. Yo estaré aquí. Tal vez.
Yo soy una diosa. Tengo en mis manos rústicas el poder de liberarte, de
romper las cadenas del miedo, de abrirte paso de una vez por todas a la
aceptación de ti mismo. Camino. Camino diva, regia, camino y los miro y me
dan lástima por su timidez, por sus piropos trillados que creen originales.
Vengan. No teman. Camino, de un lado al otro de la avenida. Me fumo un
cigarro. Me fumo un cigarro y mastico mi bolibomba de menta, con la boca
abierta. Como siempre intentaron prohibírmelo en la casa, en la escuela.
Chasqueo. Chasqueo y abro mucho la boca y me paso la goma húmeda y
hendida por la presión de mis muelas de un extremo de la boca al otro. Apago
la colilla de mi cigarro con mi tacón y escucho el derrape de los cauchos de un
Mustang GT rojo. Chofer: indudable macho alfa de fornidos brazos y tupida
barba. Sonrío. "¿Cuánto?", "A ti te dejo poner el precio". Subo. Noto el
fundillo de su pantalón inflarse ante la presión sanguínea. "Estás ansioso",
digo retocando el rubor de mis pómulos, mirándome en el espejo del tapasol.
Sabía que no aguantaría hasta ningún hotel. Se orilló y me haló para el asiento
trasero. Lo sorprendió mi actividad. "¿Pensaste que te dejaría ser el hombre?",
le dije y lo volteé entre forcejeos risueños. Entré y rompí y oí su grito de dolor,
dolor inesperado y que fue evolucionando en placer, de quejas plañideras a
gemidos extáticos. Mi mano en su cuello. Mi peluca en su nuca. Mis dientes
en su cráneo. Maldito. Salgo y seco con su blue jean la sangre en mi sexo. Él
yace bocabajo, babeando y mojando de sudor su asiento de cuero, con una risa
estúpida e incontrolable. Maldito estúpido. "Dame lo mío y déjame donde me
encontraste." Dije, volviéndome a sentar en el asiento delantero. Él dijo:
"¿Siempre eres tan odiosa después?", y estiró su mano por entre mi falda.
Doblé su muñeca, encajando mi pulgar en la comisura entre su pulgar y su
índice y girando mi mano. Él aulló y me dijo que me calmara. "Muévete, pues,
marica", le digo. Rió —juro que deseaba que se ofendiera para clavarle mi
navaja en el estómago—, pero él rió de buen humor y entonces yo hice lo
propio. "Marica". Terminó dándome el equivalente a tres sueldos mínimos de
ese entonces. Le escupí la cara y rallé con la llave de... Mi casa, de mi casa la
roja pintura de su Mustang al bajarme. Me maldijo antes de irse picando
caucho y yo le saqué el dedo medio. Prendo un cigarro y consigo con una de
las chicas un bolimbomba para quitarme de la boca el sabor de su semen.
Quieren detalles. Les cuento entre interrupciones de risotadas escandalosas y
rememoraciones de casos análogos. Ellas dicen que soy loca y bipolar. Yo
realmente no puedo evitar despreciar a mis clientes luego de estar con ellos, no
puedo evitar odiarlos inmediatamente después de nuestro intercambio de
fluidos. Los odio con todas mis fuerzas y deseo entonces que me ofendan para
tener una justificación a la utilización de mi navaja. Pero aún no llega el
primer abusivo que me ofenda o desprecie después del sexo. Lo espero con
ansias.
Cargo siempre conmigo mi make up set , en este oficio uno debe cuidar
siempre de su apariencia porque ellos, rústicos como son, siempre despeinan y
dañan el maquillaje a una. Yo, que destaco por mi elegancia entre esta jauría
de putas mal vestidas, no descuido nunca mi base, ni el delineado perfecto de
mis labios rojos, púrpura a veces y en ocasiones especiales negro. No descuido
nunca el negror de mis largas pestañas postizas. Ni la abundancia de mi
peluca. Yo soy una diosa. Yo vivo mi vida a plenitud, y hago lo que quiero
hacer y soy quien quiero ser. Yo soy la libertad. Yo me exhibo en esta avenida
que bien hace honor a su epónimo: libertadora, que nos libera a todas y cada
una de nosotras de nuestros complejos de antaño, de ese malestar perenne de
saberse en el cuerpo equivocado, presas de nosotras mismas, presas de una
fisiología errada. Diosa, ya no más. Yo me exhibo para mostrarle a los débiles,
a los incapaces y timoratos que no se atreven a aceptarse a sí mismos, para
mostrarles a ellos lo que se pierden. Para que envidien mi arrojo, mi audacia.
Porque sé que en el fondo, muy en el fondo, en los obscuro, donde ustedes
mismos tienen miedo de mirar, quieren ser como yo. Libre.
Mis cuádriceps hipertrofiados, desarrollados, llaman la atención de los
transeúntes de la avenida Libertador, por la simple y sencilla razón de que
están tan enfermos como piensan que yo lo estoy (aunque yo no lo esté en
realidad); mis antebrazos velludos los excitan porque yo represento para ellos
el amor utópico que le tuvieron alguna vez a su padre. Yo soy su fruto
prohibido. Camino, me cruzo de brazos, fumo, exhalo el humo por mis fosas
nasales, hago anillos de humo, me maquillo y bailo. Bailo libre, bailo dejando
el gobierno de mí a mis déspotas caderas, mi cintura al ritmo que ellas quieran,
muevo el esqueleto como nunca me lo hubieran permitido en casa, en el
colegio, él, mi padre, él, como un hombre nunca podía... Como un hombre
nunca debía. Un hombrecito. Él. Y soy feliz porque soy aclamada por las
cornetas de los automóviles, las motos, los camiones y las gandolas. Todos me
aman, todos me admiran. Muevo mi cabeza de un lado a otro, loca,
descontrolada, desenfrenada, y dejo el cabello negro de mi peluca mecerse a
merced de los sacudones de mi cuello. Pongo mis manos en mi cintura y
muevo circularmente mi pelvis, y bajo, bajo, y río y grito, y los piropos me
animan más, y la noche es joven y soy feliz. Soy feliz porque me muestro tal
cual soy. Porque no hay nadie delante quien deba fingir. Porque no hay
opinión alguna que me importe. Soy feliz. Destapo mi chaqueta de cuero y
muestro al público mi pecho plano cubierto por un sostén fucsia, 34-B. Llevo
mis manos a la cabeza y levanto el cabello de mi peluca. Yo soy una diosa. Yo
soy la diosa de estas calles. Aquí soy la mejor versión de mí. Aquí todo lo
puedo. Diosa. Suena la música. Mi cuerpo extasiado no pierde el paso a pesar
de la confusión entre los varios ritmos que me rodean. Siempre el paso
oportuno, el son adecuado. Flashes sobre mí. Destellos sobre mí. No se
conforman con una breve y efímera visión de una inmortal, necesitan una
prueba fehaciente, necesitan un material reproducible posteriormente para
volver a disfrutar una y otra vez de mí, de mi plenitud, de mi felicidad.
Clientes me sobran, pero no me voy con quien quiera, sino con quien
pueda, y para poder tengo yo que querer. No lo hago por dinero, lo hago por
instinto. Lo hago por amor a la libertad. Y soy libre cada vez que subyugo a un
teniente del ejército, mis dedos dentro de su boca, estirándole las mejillas,
entorpeciendo sus gritos de dolor. Mis uñas clavadas en sus encías. Ahí es
cuando él y yo, ambos, somos libres, entregados a la pasión del poder, el poder
y la entrega, el dominio y la sumisión, el sadismo y el masoquismo
compenetrándose, nuestros demonios engranando: yo sintiendo placer por
causarle dolor, él sintiéndolo debido al dolor que le causo. Machos alfa, jefes
de familia, tiránicos y despóticos empresarios, políticos, atletas de alto
rendimiento, jefes del alto mando militar, todos buscan un escape a su
cotidianidad en mí. Y yo, felizmente, los complazco. Pero los plazco siempre
como a un símbolo. Él. No son él. Él al que odio. Él.
Todas nosotras somos unas divas incomprendidas, huidas de casa temprana
edad buscando empatía en el ancho y liberal mundo capitalino. Somos la
mayoría pueblerinas —abusadas algunas por algún tío o maestro—, que
buscamos simplemente la felicidad que nuestro seno familiar no pudo darnos.
Desinhibirnos, no prestar atención al qué dirán. Eso es lo que hacemos todas
aquí. Por eso desfilamos semidesnudas y drogadas de un lado al otro de la
pasarela, de la acera: porque aquí somos lo que quisimos ser y nunca pudimos
en nuestra primera juventud, en nuestra reprimida primera infancia.
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
CAPITULO X
CAPITULO XI
CAPITULO XII
Sentí, hace poco, la necesidad de pintar un tema triste. Un tema muy triste,
melancólico y nostálgico. Pensé en Sofía, que sería la única capaz de
producirme un sentimiento parecido en este momento. Porque es ella con
quien más fuertes vínculos sentimentales tengo. No sé exactamente qué quiero
hacer, pero sé que debo terminar con ella para saberlo, para ser auténtico con
mi pintura y poder sentir realmente y en carne viva y además simultáneamente
con el proceso creativo de la pintura, el sentimiento que plasmaré sobre el
lienzo. Entonces, sin pensarlo, sin dudarlo siquiera, la cité en el McCafé del
boulevard de sabana Grande en Chacaíto una hora antes de entrar a clase en la
alianza; y le dije que tenía otra, que ya no quería estar con ella. Que me
perdonara pero que yo sentía que era lo más justo y correcto que podía hacer
porque amaba a la otra. Quiso saber entonces su nombre, cómo era, dónde
vivía, cómo la había conocido y cómo me trataba y, además, qué tenía que ella
no tuviese. Por supuesto no contesté a nada de eso, puesto que no estaba
haciendo más que un experimento y de ninguna manera estaba terminando
definitivamente con ella. Desde luego, tenía pensado volver con ella luego de
pasado un tiempo y pintado el lienzo que me inspirara nuestra separación.
Quise extrañarla, echarla de menos, sentir que me hacía falta abrazarla,
besarla, oír su voz, acariciarla, tocarla y cogerla. Algo se me ocurriría. Ella
lloró. Lloró a moco suelto, con un llanto más bien infantil, como el llanto de
desolación del niño que se siente perdido en un lugar público sin ver a sus
padres. Me conmovió mucho esa escena. La consolé. La consolé sinceramente
y le ofrecí mis disculpas. Mi perdón. Pero, le dije, no creo justo seguir contigo
estando enamorado de otra. Entonces su llanto sólo aumentó y me preguntó y
se preguntó en qué había fallado, cómo era posible que me hubiera enamorado
de otra. Yo la estudiaba, sus gestos, sus facciones: eran sinceras, espontáneas.
Me sentí culpable, pero al mismo tiempo intuía que si lograba plasmar ese
sentimiento de nostalgia tan grande que sentía en ese momento en un lienzo,
sería todo un logro para mí como pintor. De modo que fui incólume ante sus
súplicas. Me rogó que no la abandonara, me dijo que yo era todo para ella.
Que ella ni siquiera me pedía ninguna clase de compromiso, que no me hacía
exigencias. Pero que siguiera con ella. Que yo era muy especial. Que no la
dejara. Por favor, repetía, bañada en lágrimas, acariciándome el rostro, las
manos. Yo estaba decidido. Entonces dejó entrever un poco de resentimiento,
pero resentimiento sincero, y me llamó mentiroso. Me dijo que yo debía haber
estado engañándola por mucho tiempo porque la gente no se enamora así de la
noche a la mañana. Me dijo que era un mentiroso, que jugué con ella y que
ella no se merecía eso. Noté entonces su desesperación: estaba intentando dar
lástima. Para mí también era una forma de llevar mi dominación a otro nivel:
dejarla y volver con ella, de modo que se sintiera, de ahí en adelante, siempre
insegura sobre mi permanencia junto a ella. Al fin nos despedimos de una
forma bien triste: ella no quiso abrazarme, ni darme la mano siquiera,
simplemente se paró bruscamente y salió con los ojos aguados por el
boulevard. Yo me sentí entonces libre. No tendría que responder esos
whatsapps nocturnos resumiendo cómo me fue en el día, no tendría que avisar
qué días estaría libre en el trabajo para ir a visitarla, no tendría que volver a
subir Sabas Nieves por una inconsecuente disciplina deportiva. Al verla
alejarse por el boulevard, con su cuello cubierto por su bufanda, su rebelde
cabello rojo recogido, sus delicados y pequeños pies sobre sus zapatos altos de
plataforma, me di cuenta hasta qué punto somos caprichosos. La amé. La amé
porque sabía no la tendría por un tiempo. Qué bello es lo que no se tiene.
Estaba a mis anchas. Ahora apenas si comía, pero estaba pintando a toda
máquina. Era un tren: imparable, indetenible. Llegaba del trabajo y me ponía a
leer hasta altas horas de la noche o a escuchar música o a ver una película y
me acostaba siempre hacia medianoche. Dormía dos o tres horas y luego me
levantaba y pintaba hasta aproximadamente las nueve de la mañana. Esa
separación con Sofía me inspiró dos lienzos muy sinceros. Muy sentidos. Fue
una noche de insomnio. Esa mañana la había visto en el metro. Hermosa, con
sus lentes, su cabello esta vez suelto, se lo había cortado a la altura de los
hombros, exhibiendo su blanco, blando cuello tantas veces por mí mordido,
lamido. No dijimos nada. Ni siquiera un gesto. Nada. Sólo nos miramos
brevemente y yo me bajé en Altamira para irme a mi trabajo. Le lancé una
última mirada pero sus ojos no me revelaron nada. Sinceramente creo que
estaba a la expectativa, creía que yo haría algo y decidió dejarme actuar. Pero
yo preferí no hacerlo porque aún ni siquiera se me había ocurrido nada que
pintar y volver con ella me arruinaría el sentimiento de nostalgia que debía
sentir a fin de poder hacerlo. De modo que preferí ignorarla. Esa noche, sin
embargo, sentí que me hizo falta. Daba vueltas en la cama y pensaba en ella.
Dudaba de si había hecho lo correcto, sobre todo dudaba porque aún no se me
había ocurrido ningún motivo al respecto. Y la había encontrado tan hermosa
esa mañana en el metro que temí tuviera ya pareja, temí estuviera con otro;
cualquiera estaría dispuesto a darle mucho más de lo que yo podía darle, y yo,
precisamente yo que no tenía mucho que ofrecerle, la había dejado para
experimentar un sentimiento y pintarlo y luego volver con ella, como si fuera
un objeto. Como si ese monumento, esa voluptuosa y carismática mujer fuera
eso: un objeto, nada más. Aún dudo si era por el sexo. He dicho previamente
que no sé distinguir muy bien lo uno de lo otro, y a veces creo que son la
misma vaina. Lo cierto es que, estando acostado en mi cama, recordando su
mirada inmutable en el tren, la deseé. Recordé el sexo salvaje que teníamos,
cómo tenía libertad para explorar, jugar con su cuerpo a mi antojo. La extrañé
tanto que se hizo insoportable. Entonces, prendí la luz de mi habitación y me
dirigí hacia el lado opuesto de la cama: ese que yo le había concedido a ella y
en el que en sus escasas visitas había marcado territorio como toda una
hembra alfa: tenía en su mesita de noche, cremas, anti-bacterial, un perfume,
pinturas, un estuche de maquillaje, varias cajas de pastillas y un cuaderno de
notas. En dicho cuaderno de notas, recuerdo, estaba un poema que me había
escrito. Quise leerlo, quise volver a leerlo porque recuerdo que me había
gustado y hablaba de la posesión: en él ella se reconocía por siempre mía.
Entonces, al levantar una franela mía que había caído allí accidentalmente (soy
obsesivamente pulcro y organizado con mis lienzos, mis pinceles y mis
cuadros, lo mismo con mis libros; no así, en cambio, con la ropa y mi
habitación, el cual es siempre un completo desastre), vi su taza, de la que se
había apoderado también de la forma agresiva y territorial con que lo había
hecho con la mesita de noche del lado derecho de la cama. Recordé entonces
su última noche ahí. Lo hicimos dos veces. La primera apenas al llegar. La
segunda de madrugada, en uno de esos repentinos impulsos sexuales que
suelen despertarme cuando me sé durmiendo con una mujer en la cama. Ella
se había despertado más temprano que yo y había preparado unas arepas con
revoltillo como desayuno. Se había traído consigo, como siempre organizada,
una bata que la hacía ver hermosa. Y esa taza de café que debía tener al menos
un mes ahí, se la había tomado de noche, mientras leía a Bécquer, o a
Benedetti, o a Bukowski, lo sé porque de estos tres autores eran los libros de
los que también se había apoderado y había puesto en su cabecera. Miré la
taza e inmediatamente me di cuenta del alcance, de la fuerza expresiva que
tenía: el borde seguía manchado de la roja pintura de labios que Sofía tenía
puesta esa noche y que se dejaba para dormir porque yo le decía que tenía
siempre que estar bella como una princesa para mí. Entonces salté como un
desquiciado hacia mis pinceles y me puse a trabajar. "El abandono", se llama
ese lienzo. Consta de una mesa sobre la cual hay una taza con la marca de
unos labios en su borde, que deja escapar un hilillo de humo, como si en su
interior hubiera café caliente aún, y un cenicero con un cigarro aún encendido,
consumiéndose, humeando. El fondo es una pared blanca. En la esquina
superior izquierda del lienzo, al final de un pasillo, puede verse una puerta
abierta. Es todo. Pero es un cuadro que me salió del alma. De verdad
extrañaba profundamente a Sofía cuando lo pinté. Me hacía tanta falta. Tanto
sentimental como sexualmente. Pensé en llamarla, en contarle de la taza, del
lienzo que pinté en tiempo récord y de un solo impulso esa madrugada. Pero
me pareció estúpido. Pensé que aún esa añoranza por ella no había rendido
todos sus frutos. Sí. Pensé que se me ocurrirían otras ideas. Se me ocurrió sólo
una más y fue en el trabajo. Yo estaba ensimismado. Había decidido quedarme
en cafetera, primero para comer más y segundo para, en mis intervalos libres
de pedidos, leer un poco. Alguno de mis compañeros de trabajo me pidió dos
marrones y, mientras miraba la leche batirse por la presión de la boquilla la
máquina, me imaginé a un hombre, atormentado, acostado en una cama,
acariciando la superficie del lado contrario de la misma, como tratando de
abrazar una presencia inexistente. Serví los cafés, los despaché, cogí en la caja
un bolígrafo y una servilleta dibujé una especie de bosquejo. Haciéndolo, se
me ocurrió darle una suerte de relieve fantasmal, femenino, a la ropa de cama
que el hombre intentaba abrazar. El ángulo escogido para el cuadro era un
ángulo alto, como si la imagen fuera pintada desde el techo de la habitación en
la que el hombre dormía. El hombre abrazaba con ardor, dormido, pero
creyendo que había allí, a su lado, alguien, probablemente su novia, esposa,
amante. Su lado de la cama, titulé ese lienzo. Realmente, lo pinté con una gran
libido, para utilizar un término psicoanalítico. Yo en ese entonces no había
tenido sexo desde la última noche en que había estado con Sofía. Rocío se
había mostrado liberal para ciertas cosas pero muy infantil y precavida para
otras, especialmente en el ámbito sexual. Y yo no tenía ningunas intenciones
de insistir, todas mis energías estaban enfocadas en la producción artística, en
la lectura, en el estudio de la pintura. La descuidé y, por ende, pasó un lapso de
tiempo en el que la tensión sexual en mí creció a un punto casi desesperante.
Fue en ese estado en el que pinté Su lado de la cama. Extrañaba, sobre todo, el
cuerpo de Sofía. Pasaron aún dos semanas más en las que pensé se me
ocurriría un tercer y tal vez un cuarto lienzo del tema de nuestra separación,
pero ya no había en mí nostalgia, tal vez ya no me era posible engañarme a mí
mismo con la posibilidad de una separación definitiva porque ella había
aprovechado la excusa de las pertenencias dejadas en nuestros respectivos
apartamentos para volver a contactarme; a ella, sabía, también le haría falta el
contacto físico, aunque tal vez menos que a mí, tal vez para ella lo primordial
era lo sentimental. Entonces coordinamos una cita en su apartamento para yo
ir a buscar mis cosas. Una sonrisa cruzó nuestros rostros. Una sonrisa de
inteligencia, de deseo mutuo; era una sonrisa de resignación por sabernos más
débiles que el deseo, de no poder evitarnos; era un sonrisa sugestiva para
disimular la estupidez que representaba la cita concertada telefónicamente, el
teatro de haberme llevado una maleta para llevarme mis libros y mi ropa,
cuando ambos estábamos conscientes de que se quedarían ahí
indefinidamente, de que nos revolcaríamos salvajemente, desnudos, deseosos,
olvidados de las palabras que se dijeron. En efecto, luego de jugar un pequeño
juego de mala actuación, de fingir molestia y orgullo y reprimir el deseo, ella
me señaló mis cosas —las cuales había organizado limpiamente, una molestia
innecesaria, de lo que deduje que quería jugar, quería interpretar su rol y que
no sería apropiado insinuármele aún, hasta que se llevara más adelante esa
farsa, en beneficio de la tranquilidad de su propia consciencia— y yo me puse
a recogerlas lenta y ordenadamente en mi maleta cuando, mientras abría y
cerraba un libro, memorizando un poema que, recuerdo, nunca había podido
memorizar, ella salió en paño del baño. Uno cubriendo su torso, otro enrollado
en su cabello. La vi y sentí un impulso animal. Su rostro era trémulo, tenía en
él unas facciones que representaban una débil, endeble seriedad pronta a
sonreír. No aguanté y me le tiré encima. Ella me recibió fingiendo sorpresa,
ahogando un grito anterior a unos reproches protocolares que me dijo entre
risas, entrecerrando los ojos y devolviendo mis besos.
CAPITULO XIII
CAPITULO XIV
CAPITULO XV
CAPITULO XVI